3 Vannozza, el reposo del cazador

Carlo Canale solicita atención, silencio y pellizca el aire con dos dedos como si quisiera aguantarse con ese contacto mínimo, gaseoso, mientras se pone de puntillas en busca de la levitación y los labios se le convierten en una piel adherida a la textura de los versos que declama.


– "Volgendo gli occhi al mio novo colore che fa di morte remembrar la gente, pietá vi mosse; onde benignamente salutando, teneste in vita il core.

La fragile vita ch.ancor meco alberga, fu de begli occhi vostri aperto dono, et de la voce angelica soave.

Da loro conosco l.esser ov.io sono: che come suoi pigro animal per verga, cosí destaro in me l.anima grave.

Del mio cor, donna, l.una et l.altra chiave avete in mano; et di ció fraile son contento, presto di navigare a ciascun vento, ch. ogni cosa da voi m.e dolce honore."


Aplaude Vannozza más que los demás miembros de la improvisada corte poética.

– ¡Qué bello! ¡Qué bello, Petrarca! Me pone la piel de gallina. ¡Carlo! Recita ahora tus poemas. ¡Carlo, escribe! ¡El gran Poliziano decía que tenía alma de poeta y le había dedicado su "Orfeo"!

Y tal vez hubiera recitado Canale de no comentar César:

– A veces escribir debe de ser un placer secreto.

– No seas malo, César, y deja que Carlo recite sus versos.

Se niega Carlo a la espera de que sea el mismísimo Alejandro Vi quien se lo solicite, desinteresado de lo que piensen Corella y los demás secuaces de César o Lucrecia, como ausente y empeñada en acariciarse los bucles de oro, mientras a su lado permanece un joven arrobado, desentendido de lo que se está hablando. Alejandro Vi no solicita los versos de Canale, sino que busca en el cielo su propia inspiración y sin más preámbulo recita:

– "Alt e amor, d.on gran dessig s.engendra esper, venent per tots aquests graons, me son delits, mas dona.m passions la por del mal, qui.m fa magrir carn tendra e port al cor sens fum continuu foc, e la calor no.m surt a part de fora.

Socorreu-me dins los termes d.una hora, car mos senyals demostren viure poc!" (1)

– ¡No entiendo nada, pero me parece bellísimo!

– Vannozza, tantos años cerca y sigues sin entender mi lengua. César, ¿te han gustado estos versos de Ausiás March?

Pero no es César quien contesta sino Corella.

– Tanto como los que Canale ha recitado de Petrarca. Son dos grandes poetas, unidos por el V [1]ínculo de lecturas comunes. Desde hace más de un siglo y medio la relectura de los clásicos latinos y griegos ha propiciado la aparición de clásicos italianos, franceses, catalanes, castellanos. Petrarca es, a la lengua italiana, lo que Ausiás a la catalana, dos fundadores. Además los dos proceden de san Agustín y de Cicerón, de Virgilio y de Ovidio. ¿Sabía su santidad que un papa de Aviñón estuvo a punto de excomulgar a Petrarca porque citaba a Virgilio?

– Yo no pienso excomulgar a nadie por citar poetas. Y contra la opinión de los teólogos, ni siquiera voy a excomulgar a Copérnico, que me está liando el Cielo y la Tierra y no sé a dónde nos va a llevar.

– Bien hace su santidad. Citar a Virgilio ya no es peligroso, pero construir una lengua quiere decir vertebrar un país. No hay entidad sin lengua. Lo acaba de decir un sabio castellano, Nebrija: siempre fue la lengua compañera del Imperio.

Ríe César a carcajadas.

– Miquel el inesperado. El guerrero más secreto y peligroso de Roma diserta sobre Pretarca, Ausiás March y sobre el siglo entero, si se tercia, como un discípulo de los humanistas florentinos o ferrarenses.

– A eso le llaman la alianza de las armas y las letras.

Sale Lucrecia de su aislamiento y pregunta sin dejar de acariciarse el cabello, mientras su acompañante asiente a cuanto dice:

– ¿Son tan peligrosas las armas como las palabras? ¿Son tan bellas las armas como las palabras?

Ahora es César quien le replica.

– Las armas sólo sirven para matar, pero hay palabras que matan y otras que duermen.

Borra con un gesto en el aire Alejandro Vi las preocupaciones de Lucrecia y le pide que se siente sobre sus rodillas. El papa se fija en la desazón con que el joven que permanecía hasta ahora junto a su hija contempla la obediente respuesta de Lucrecia. Junto al muchacho el cardenal Ascanio Sforza le pone una mano sobre el hombro y el papa reconforta al joven en alta voz:

– Tranquilo, yerno. Tranquilo, Giovanni, porque eres un Sforza y porque nada hay más tierno que el amor de un padre por su única hija.

Dile, Ascanio, a tu sobrino que Lucrecia está en buenas manos.

Sonríe Ascanio condescendiente y concede también el muchacho, conturbado por sus prejuicios. Alejandro se pone paternal y didáctico con la hija que ya está sobre sus rodillas.

– Vayáis donde vayáis, conviene que no perdáis las raíces de donde vienen los Borja, pero también que os sintáis de aquí, porque Valencia y la Corona de Aragón es nuestro pasado. Roma y la cristiandad nuestro futuro. Pero no olvides, Lucrecia, que en catalán han escrito grandes escritores como Ausiás March, al que sospecho conocí en Lleida, o Joanot Martorell, vehemente cruzado in péctore, conocido de mi "oncle" Alfons, Calixto Iii. Tu hermano Joan está en Gandía, la tierra de los poetas March, tan cerca de nuestra amada Xátiva.

Acude Vannozza y fuerza a Lucrecia a abandonar las rodillas de su padre.

– Quisiera hablar con su santidad. Dejádmelo un momento para mí.

Ni Lucrecia ni Rodrigo comprenden la brusquedad de Vannozza, mal disimulada por la sonrisa, pero él se deja llevar a la habitación contigua, sorprendido por el misterioso secuestro. Rodrigo lo interpreta como un acceso de celos y trata de insinuarse a Vannozza palpándole las carnes, como si le despertara un deseo irrefrenable.

Ella acepta el juego al tiempo que trata de sacarse de encima las pontificias manos, pero se echa a llo rar y lo que ha sido cerco de amor se torna cerco compasivo.

– ¿Qué te pasa, reina mía?

¿Te ha molestado algo de lo que he hecho?

Se hace rogar Vannozza el desvelamiento de su angustia hasta que por fin cede.

– No me consultas nada. Has hecho de César cardenal de Valencia y su madre sin enterarse. Has apalabrado el matrimonio de Lucrecia con un Sforza y el de Joan con una castellana y me he enterado por terceros. Tú me desdeñas y los otros me insultan.

– Dime quién te insulta y haré un escarmiento.

– A mis oídos llegan todos los días las maledicencias que lanzan tus enemigos. Todo desborda ya lo tolerable. Se dice que me acuesto a la vez con Joan y con César, que tú utilizas mi casa para irte a la cama con Lucrecia o con Giulia Farnesio, bajo el celestinaje compartido con Adriana del Milá, Adriana y yo celestinas de la nuera de Adriana. Pero lo que no puedo soportar es…

– No puedes soportar ¿qué?

– En Florencia el fraile Savonarola me insulta constantemente al acusarte a ti de concupiscencia.

Ya no se trata de la palabra de un enemigo político como Della Rovere, sino de un santo. Me aterra que los santos me condenen.

– Vannozza, mujer. Savonarola no es un santo. Para ser santo debiera beatificarlo yo y no pienso hacerlo. Pero te prometo que haré algo, que le enviaré un aviso contundente.

– ¿No podrías pedirle que me bendijera?

– ¿Savonarola? ¿Para qué quieres tú la bendición de un fraile pudiendo tener la del papa? ¿Quieres que te bendiga?

Es indignación lo que empuja a Vannozza a abandonar el aparte con Rodrigo.


Tal vez la noche ayude a Vannozza a llorar desconsoladamente, sin que los cariños multiplicados de Carlo Canale consigan aplacar su llanto. El abrazo del hombre se convierte en acunamiento y arrullo hasta que la mujer deja de llorar y parpadea cada vez más complacida.

– Todo lo he hecho por él. Todo. Le he dado mi vida. Hijos.

He pasado por todas sus veleidades.

– Lo sé, cariño.

– Cuando volvió de España parecía un príncipe milagrosamente salvado de las aguas y ya tenía dos o tres hijos de los que sólo le queda una hija. No sé dónde para.

Yo le di cuatro y mi paciencia y mi comprensión.

– Lo sé, cariño, lo sé.

– Hasta he pasado por la historia de la Farnesio, fraguada por la mala puta de la Milá, esa primita que parece nacida para alcahueta a costa de su propio hijo.

– El pobre Orsino Orsini es tuerto.

– Pero su madre no. Recuerdo el momento en que Giulia Farnesio entró en nuestras vidas.

Ante los ojos interiores de Vannozza, la memoria recrea el encuentro de Rodrigo con Giulia Farnesio, parpadea cada vez que los ojos de Rodrigo succionan la presencia de la muchacha.

– Giulia -dice Vannozza.

La muchacha acude a su reclamo en el recuerdo, de pronto aparece en el hueco de una puerta abierta, con una alegre espontaneidad, buscando con los ojos a Adriana.

– ¡Giulia! -la reclama Adriana tendiéndole una mano.

Y hacia ella va la joven Farnesio, pero por el camino abierto por los reunidos de pronto se topa con Rodrigo, que ha interrumpido la conversación, el gesto, la vida misma, asfixiado ante el impacto de belleza que ha recibido.


– ¡Giulia! -vuelve a reclamar Adriana inútilmente porque el movimiento se ha paralizado en el espacio del encuentro que ocupan Giulia y Rodrigo, hasta que él tiende las manos, coge una de las suyas, se la besa, al tiempo que Adriana llega a su altura.

– ¿No conocías a mi nuera Giulia Farnesio? Giulia, es el cardenal Borja, mi primo, no hay que presentártelo.

Asume la muchacha azorada que no hay que presentárselo y no se empeña en recuperar las manos que le retiene Rodrigo. Lucrecia se ha abierto camino y se interpone blandamente entre su padre y Giulia, se abraza al cardenal, le besa y Rodrigo se desprende poco a poco del contacto con la aparición.

Vannozza ha quedado paralizada por lo evidente, igual que Orsino Orsini, el tuerto marido de Giulia, y los cortesanos de los Borja cuchichean sobre lo que acaban de ver. Hierático, Burcardo recorre con sus ojos críticos tanto las desnudeces excesivas de Giulia como el excesivo afecto que Lucrecia demuestra por el padre recuperado. No por mucho tiempo. Rodrigo ve cómo Adriana y Giulia se ríen y preparan la salida del salón y no le queda otro camino que el seguir a las dos mujeres por un túnel de silencio roto por las risas y los cuchicheos de Adriana y Giulia, que fingen la huida. El seguimiento desemboca en un salón donde Adriana ha desaparecido y Giulia trata de encontrar inútilmente la salida mientras Rodrigo da con ella y se le acerca, impulsivo pero interrogativo como pidiendo permiso para lo que no tiene más remedio que hacer.

– Es un honor, eminencia, pero…

– No hay más honor que el mío de poder siquiera verte, percibir el aura que emana de tu cuerpo de joven diosa. Me siento enfermo y no puedo decirte de qué enfermedad.

Me duele el pecho y no he recibido otro golpe que el de tus ojos.

– Es un honor, eminencia, pero…


– "Plena de seny, dirvos que us am no cal puis crec de cert que us ne teniu per certa -si be mostrau que us está molt cobertacella perqu [2]é amor es desegual." (2)


No ha entendido las palabras de Rodrigo, pero sí que él se arrodille, le tome la mano entre las suyas y luego se abrace a su talle y la contemple de abajo arriba como una copa floral y frágil. Los ojos de Vannozza estaban más allá de la puerta entreabierta y vuelven del recuerdo para recuperar la servil, a veces irritante ternura de Carlo Canale.

– Han pasado dos años, Rodrigo ya es papa. Ha enriquecido a los Orsini por dejarse poner cuernos y a los Farnesio por ser parientes de Giulia. Se dice que Laura, la hija de Giulia y el tuerto Orsini, es en realidad hija de Rodrigo. Todos hemos pecado, pero la pecadora fundamental sigo siendo yo, yo soy la que le he dado los hijos, yo voy de boca en boca de santos predicadores.

– ¡Santos! Eso lo dices tú, bella mía. ¡Santos! ¡Vete a saber!


– Si te dijera que Savonarola no me preocupa te mentiría, Remulins, pero si te dijera lo contrario, también. Ese modelo de religiosidad que representa Savonarola corresponde al pasado, a la infancia de la Iglesia, se emparenta con la rebelión de Hus o con las teorías multitudinarias que reivindican el protagonismo de las ovejas frente al Buen Pastor. En el cristianismo subyace un impulso igualitarista que tiende a la anarquía, al desorden y el desorden, sólo conduce al desorden o a un nuevo orden peor que el impugnado.

Los tiempos de cambio son estimulantes pero peligrosos, porque no siempre el cambio es controlable y hay fuerzas oscuras que aprovechan las mutaciones para la subversión.

Pero, sobre todo, lo que me preocupa de Savonarola no es que me considere el Anticristo, sino que sea un pelele en manos del rey de Francia y haga de Florencia la puerta de entrada de los franceses en Italia.

– De hecho a Savonarola se le debe el título de Nuevo Ciro con el que Carlos Viii amenaza invadir Italia. Y fue Savonarola el que utilizó al profeta Isaías para justificar esa invasión. Isaías pone en boca de Jehová: Ciro es mi pastor y cumplirá todo lo que yo quiero, en diciendo, Jerusalén serás edificada y sobre el Templo serás fundada.

– Isaías es un puro pretexto.

Ya sé que el rey de Francia ha pedido que le lean el libro de Isaías y utiliza la consigna: en ti está Dios y no hay otro fuera de Dios. Ése es el desorden que temo. Los franceses por el norte utilizando Florencia y los españoles por el sur utilizando Nápoles mientras Castilla se expande más allá de la mar Océana, hacia las Indias, por el nuevo camino descubierto por Colón.

– Isaías dijo: de Oriente los sirios y los filisteos de poniente y con todas sus bocas se tragarán a Israel.

– ¡Profetas! ¡Profetas al servicio de historias pasadas! ¿Y el poder de Dios hoy? ¿Quién representa el poder de Dios? Savonarola predica la necesidad de un concilio para desposeerme y le secundan el rey de Francia y Della Rovere.

– En mi opinión hay que dejarle hacer. No conviene atacarle con el pretexto de que es un instrumento de los franceses porque eso representaría una precipitada declaración de hostilidad contra el rey de Francia. Savonarola se autodestruirá teológicamente y teológicamente hay que dejar que se ahorque él solo.

La idea deslumbra a Rodrigo.

¡Que se ahorque él solo! ¡Remulins! Admira la frialdad analítica de su compañero de estudios desde que se conocieron en el Estudi de Lleida. No consigue recordarle en ningún desliz, cierto, aunque tampoco le recuerda en ninguna cacería.

– Vigila el caso Savonarola.

Lo pongo en tus manos. Viaja a Florencia cuanto haga falta. No puedo perder el tiempo con estos frailes fanáticos cuando he de pelearme con los nuevos príncipes y en tiempos de cambios insospechados. Voy a dictar una normativa para la repartición de los territorios conquistados por los españoles y los portugueses más allá del océano. Vamos a llegar al 1500 y me temo una oleada de milenarismo a cargo de frailes calzados o descalzos como ese Girolamo Savonarola.

– No minimizaría lo de Savonarola. Se ha hecho dueño de la República de Florencia, hace inviable el poder de los Medicis y ha conseguido extraños usos sociales.

– ¿Por ejemplo?

– Las gentes se pasan el día rezando, hacen ayuno voluntario sólo con pan y agua tres días a la semana y dos con pan y vino.

– El vino mejora la dieta.

– No te rías. Los conventos están llenos de doncellas y mujeres casadas y se dice que en Florencia sólo ves por las calles chicos, hombres y ancianas. Organizan hogueras para purificar las vanidades y a ellas van a parar vestidos de lujo, objetos suntuosos, cartas, dados, cancioneros, pelucas, instrumentos de música y obras de arte lascivas. Botticelli, el gran Botticelli, ha pedido perdón por sus tiempos de pintor pagano y sólo pinta vírgenes, y de ti, Savonarola dice que ni siquiera crees en Dios.

– Alejandro pensaba que peores cosas decían de él en los panfletos que cuelgan en el busto de Pasquino junto a la piazza Navona. Pudo leer uno cuando abandonaba la plaza donde César había lidiado dos toros. Pero lo del fraile es diferente y rompe el signo de los tiempos. Vigila eso de cerca, Remulins -le insta-, y tenme al día.

– Burcardo quiere hablarme y es un milagro porque es un hombre que calla tanto cuanto mira y me pone nervioso.

Como en un relevo preconcebido, Remulins deja su sitio a Burcardo, de silencioso entrar y breve saludo, hasta que, a solas con el papa, trata de vencer la asfixia de la prudencia para hablar con soltura.

– Santidad, he visto a medio hacer algunas pinturas de Pinturicchio que su santidad ha encargado y otras ya realizadas y me temo que puedan ser piedra de escándalo en este pedregal de escándalos que rodea a su santidad.

– Son pinturas religiosas, Burcardo.

– Desgraciadamente la Iglesia jamás ha elaborado un criterio suficiente, un canon moral sobre el tratamiento de las imágenes. Ese canon moral urge, porque, en efecto, hablamos de situaciones y personajes irreprochablemente sacros, pero con una modelo casi exclusiva, santidad: Giulia Farnesio, como ha sido utilizada de modelo su hija Lucrecia y en el pasado Vannozza Catanei.

– ¿Te sorprende la selección de modelos? Tú eres hombre ilustrado, y conoces las teorías platónicas dominantes y la tristeza que sentimos por la imposibilidad de aprehender la Belleza absoluta. Pero en su imposibilidad, en su ausencia terrena, hay que acercarse a la belleza más cercana y aproximada.

¿Hay mujer más bella que Giulia


Farnesio para representar a la Virgen o a las santas? ¿Acaso el gran Giotto o Masaccio no recurrieron a modelos reales para encarnar historias evangélicas? ¿Para qué una Doctrina de las Imágenes como la que tú le pides a la Iglesia?

– Se dice que cada vez que su santidad pasa ante un cuadro en el que aparece Giulia Farnesio se arrodilla o se persigna.

– Me arrodillo o persigno ante la Virgen o ante santa Catalina, no ante Giulia Farnesio.

– Se habla de un pasadizo secreto que comunica el Vaticano con el lugar de encuentro con Giulia Farnesio.

– Tú conoces ese pasadizo, bajo la Capilla Sixtina, que está ahí para cualquier emergencia. Roma no es un lugar seguro, ni siquiera para el papa.

– También se reprocha que su santidad haya llenado las estancias vaticanas con la estampa del buey, y se interpreta como signo de paganismo. El buey Apis.

– Según mis cortas luces en mitología, Burcardo, los egipcios fueron los maestros de simbología de Moisés. ¿Era hereje la simbología de Moisés? Si recorres las estancias Borja sólo verás exaltación de los valores evangélicos o bíblicos, aunque sibilas y profetas anunciaran la llegada de Cristo.

– Se dice…

– ¡Se dice! ¿Quién lo dice?

– Es grave que se presuma en su santidad una aplicación de la Cábala judía mediante la síntesis de elementos culturales cristianos, judíos, paganos, a la manera del peligroso Pico della Mirandola, partidario de declarar la Cábala como parte de la Revelación. Eso se suma a la prevención de judaísmo…

– Sé que se me llama "marrano" porque he acogido en Roma a los judíos que los reyes de Aragón y de Castilla, Fernando e Isabel, han expulsado, siguiendo el consejo del tétrico Cisneros, confesor de Isabel. ¿Qué son esos judíos?

Médicos, abogados, astrólogos, profesionales que necesitamos.

– Prestamistas.

– También necesitamos dinero, si queremos organizar un ejército del Vaticano que disuada las rebeliones de los involucionistas señores feudales o los apetitos de franceses y españoles. La alianza con los Sforza ha sido un fiasco y mi yerno un pusilánime que no moverá un dedo contra los franceses.

Ha huido a su tierra y me acusa de toda clase de agravios. Según parece le inspiro pavor. Necesitamos formar una liga antifrancesa con otras ciudades y sobre todo con la República de Venecia. Eso cuesta dinero. Te agradezco que trates de protegerme de los demás, pero no me protejas de mí mismo.

Mas no es posible seguir la conversación porque llegan gritos y alborozos desde el patio interior y se asoma a los ventanales el papa para descubrir el motivo, sin que Burcardo se atreva a ponerse a su lado.

– Mira, Burcardo, es César.

Está jugando al toro.

A caballo, César burla al toro, finge dejarse atrapar, luego se escapa, se inclina para tocarle la testuz, cogerle por la cola. Le ríen las gracias su corte de seguidores y damas asomadas a las ventanas. Desciende César del caballo y desenfunda la espada. Espera la arremetida del animal con los brazos en alto armados por el espadón, deja pasar a la bestia y a continuación la decapita en dos tiempos, el primer golpe detiene la carrera del animal y le obliga a ponerse de rodillas. El segundo desprende la cabeza e instantes después César la alza ensangrentada hacia la ventana donde su padre ha trocado la expresión de entusiasmo por la de disgusto. No así Burcardo, que parece fascinado ante el cabezón del que cuelgan barbas de sangre.


Savonarola se ha subido a un pedestal sin estatua y clava su barbilla en el aire, puros ángulos agudos sus rasgos y sus gestos, como si tratara de agredir el espacio en el que se inserta como una cuchillada.

– ¡Sabed, florentinos, que las tropas de Carlos Viii, rey de Francia, van a entrar en la ciudad, y bendito sea Dios porque Carlos Viii, el Nuevo Ciro, será el instrumento contra el Anticristo que vive con figura de papa de Roma en la sede de Pedro!

Roma iguala en sus pecados a Nínive o a Babilonia y las rameras del papa han dejado el santo lugar lleno de huevos de la serpiente, crías de Satanás. Hay que volver a la sencillez de la vida cristiana, imitando las costumbres y la vida de Cristo, un Cristo pobre.

¡Una vida cristiana que no puede fundarse en los sentidos naturales, sino en la luz natural de la razón avalada por la Revelación y con el fin de perpetuar el estado de Gracia! ¡Necesitamos un concilio que aleje al Anticristo de la silla de Pedro!

Se despega Maquiavelo de la multitud que sigue el sermón de Savonarola y encuentra la complicidad de un hombre principal vestido de peregrino.

– Cuanto más le escucho más dudo.

Lo ha dicho Maquiavelo y el peregrino finge sorpresa.

– ¿Duda de la santidad de Savonarola?

– Dudo de la eficacia de lo que dice. Tiene discurso para una revolución, pero sólo cuenta con palabras para impulsarla.

– Y con las tropas del rey de Francia.

– Savonarola cuenta con las tropas de Carlos Viii, pero Carlos Viii no cuenta con Savonarola. Es un comparsa para los sueños de anexión de los bárbaros.


– ¿Otra vez los bárbaros?

– A Carlos Viii le llaman el Rey Pequeño y le gastan muchas bromas por el lema de su bandera "Misso a Deo". Pero es un rey pequeño, posiblemente enviado por Dios como instrumento de los bárbaros. La Historia ha construido un statu quo ciudadano en Italia, cada ciudad un sistema, un universo que aspira a reconstruir el universo de la Roma clásica, una razón y en su conjunto una trama hacia una Italia posible, futura, heredera del saber de Roma, tal como se ha esbozado en los últimos doscientos años de sueños del humanismo. Pero están llegando otra vez los bárbaros.

– ¿Los turcos?

– Los franceses, los aragoneses, los castellanos y hasta los suizos se han armado y son los mercenarios más salvajes y amenazadores. ¿Quién va a pararlos? ¿Savonarola? Solamente es un profeta desarmado.

– Un profeta desarmado. Bien visto. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

– No son tiempos para confesar identidades, ¿con quién hablo yo, primero?

– El peregrino Remulins, de Cataluña.

Se ríe Maquiavelo.

– Más Remulins que peregrino porque a pesar de la distancia sabemos en Florencia quién es quién en la corte del papa y usted es hombre tan de su confianza como su médico, igualmente catalán.

– Y yo, si no me equivoco, hablo con Nicolás Maquiavelo, hombre escuchado por el gobierno de la ciudad.

– Lo soy pero no sé por cuánto tiempo. Entre Savonarola y los franceses matarán la república. La caída de los Medicis ha significado la oportunidad de traer la república y entre todos la estamos matando. Los Medicis eran truculentos y despóticos pero a veces magníficos. ¿No fueron los Medicis


quienes financiaron a Ghiberti durante cincuenta años para que hiciera unas puertas, las del Baptisterio? ¿Quién puede discutir que la Florencia de Lorenzo el Magnífico creó los mejores brillos culturales desde el siglo de Augusto? En su tiempo, Florencia estaba llena de estudiosos de toda Europa. En cambio, Savonarola y los anti-Savonarola son mediocres, mezquinos, pequeños, beatos. ¿Ha llegado a Roma noticia de la "hoguera de las vanidades"? Retrata a Savonarola y a los suyos. Organizaron una hoguera purificadora para que los florentinos echaran en ella todas sus vanidades y así hicieron.

¿Qué arrojaron a las llamas? Pelucas, barbas postizas, caretas de carnaval, cartas, dados, espejos, perfumes, abalorios, libros, retratos de hermosas damas y hasta algunos artistas quemaron sus obras "licenciosas", como Baccio della Porta o Lorenzo de Credi. Pero a pesar de todo yo prefiero la república, y frente a Julio César, yo estoy con Casio y Bruto.

– Yo he buscado el encuentro con usted.

– Yo no lo rechazo, pero no en plena calle.

Caminan los dos hombres hasta hallarse a cubierto y propone Maquiavelo ser seguido hasta los escalones que llevan a un salón de taberna dominado por una mesa, vasos de vino y hombres reunidos.

Uno de ellos se ha sentido molesto ante la entrada de Remulins y trata de ocultar quién es por el procedimiento de sentarse en segunda fila y colocar la jarra de vino a la altura del rostro.

– No creo traicionar vuestra confianza con la presencia de mi invitado, señor Remulins, asesor de su santidad y hombre interesado por conocer nuestra opinión sobre el fenómeno Savonarola.

– No puede durar.

– Savonarola es un cadáver.

Cabecea Maquiavelo, disconforme con los que así opinan y, tras


tomar asiento y vino, toma la palabra.

– Por el discurso que hoy ha hecho, Savonarola tiene más poder que nunca. Ha mezclado sus argumentos regeneracionistas de la Iglesia con el papel de Carlos Viii como purificador de la cristiandad. ¿Qué más le puede interesar al rey francés? ¿No es un regalo este san Juan Bautista florentino que anuncia la llegada del Mesías y pide un concilio para proclamarlo?

– No blasfemes, Nicolás.

– No es blasfemia, es evidencia. Carlos Viii pasará por Florencia, la aplastará e irá a Roma dejando a Savonarola como un profeta desarmado pero instrumentalizable. ¿No lo ve usted así, Remulins?

– Yo escucho.

– E informa.

No ha podido contenerse el hombre semioculto y adelanta la cabeza, y con ella la cara, el cardenal Della Rovere, y hacia él dirigen todos sus miradas y Remulins la pregunta:

– ¿A quién informo?

– A Alejandro Vi, el próximo objetivo de Carlos Viii.

– Usted mismo, Della Rovere, debería informar como cardenal del Sacro Colegio y defensor de los intereses de la Iglesia.

Trata de sumar la aquiescencia ajena Giuliano y mirando a todos y cada uno de los presentes proclama:

– ¿Acaso los intereses de la Iglesia coinciden con los de los Borja? Un papa que nombra hasta cuarenta y tres cardenales según cuarenta y tres intereses personales o de familia, ¿representa los intereses de la Iglesia? ¿Los intereses de los italianos coinciden con los de los Borja? ¿No es más cierto que esta familia es una raza intrusa que viene de España y ha representado los intereses de la Corona de Aragón en el pasado y hoy los de los Reyes Católicos?

No hay quien se atreva a la respuesta y casi todos miran a Maquiavelo para que se comprometa.

Finalmente habla:

– De lo que estoy seguro es de que los intereses de los italianos no coinciden con los de los bárbaros, y bárbaros y bien bárbaros son los nuevos invasores de Italia.


La soldadesca asalta casa por casa y, como siempre ocurre, los mercenarios sólo sirven para cobrar la soldada y abandonarte cuando vienen mal dadas. Roma está en silencio a la espera del pillaje y del llanto. Milán y los Sforza ceden ante los franceses, Florencia se rinde, Venecia consiente.

¿Qué puede hacer el papa con un puñado de mercenarios? La guardia española y los voluntarios de la colonia alemana resisten en las puertas de Roma, pero es un combate condenado al fracaso. Burcardo, César y Djem escuchan la perorata de Alejandro Vi desde el respeto.

– Y las familias romanas, ¿dónde están? ¿Dónde están esos vendepatrias? Della Rovere es un agente francés, pero Orsino Orsini había recibido mi encargo de hacer frente al invasor, aunque fuera con su único ojo. ¿Dónde está? Por cierto, ¿las mujeres están a buen recaudo?

– No todas.

– ¿Qué quieres decir, César?

– De eso veníamos a hablarte.

Giulia Farnesio está en poder de los franceses.

– ¿Se ha pasado, obligada por su marido, a los franceses?

– La tienen en condición de rehén y te piden un rescate.

– ¿A mí?

– A ti.

Ha oído pero no ha oído el papa. Se ha puesto en pie y quisiera caminar pero no lo hace, también hablar, pero tampoco logra hilvanar una oración compuesta. Sólo consigue decir tres veces "Giulia, Giulia, Giulia" y, ya desahogado, se lamenta:

– Y Joan en Gandía, mi general, mi brazo armado, tan lejos.

Yo le preguntaría: ¿qué podemos hacer?

Mas no contesta el ausente Joan, sino César.

– Pagar.

– Pagar ¿qué?

– El rescate. El secuestro puede tratarse de una burla, conocedores los franceses del mucho interés que te despierta la dama, pero de momento le han puesto un fuerte precio. Están a las afueras de Roma y si pagamos la sueltan.

– ¿A qué esperamos? No importa el precio. César, negocia tú, ahora, corre, no pierdas ni un segundo.

De la penumbra sale Corella, cuchichea con César y se van, dejando al papa con un brazo sobre la espalda de Burcardo, sorprendido por el gesto papal.

– Ya ha empezado la humillación. Entrarán en la ciudad y traen la consigna de desposeerme de la sede, convocar un concilio y nombrar un papa proclive a sus intereses.

Medita Burcardo y no se suma a la tristeza autocompasiva de Alejandro Vi.

– Pero se encontrarán con un buey Borja con las patas bien firmes y la testuz defendiendo la sede de Pedro. Poca fue la resistencia del papa Luna desde Peñíscola comparada con la que yo pueda hacer. Burcardo, escucha y anota, porque puedes oír en estos momentos mi última posibilidad de testamento. Grandes han sido mis faltas, pero siempre he tratado de consolidar la autonomía de la Iglesia frente a los príncipes.

– No todo está perdido.

– ¿Tienes un ejército escondido entre tus libros de rezos o de protocolos?

– El ejército escondido, invisible, pero real lo tiene su santidad. No dé la tiara por perdida hasta no descubrir las intenciones del francés.

Arde Roma, comprueban los dos hombres desde las ventanas asaltadas por las luminarias, y el pillaje se desparrama como el aceite hirviendo. Djem, a espaldas del papa y de Burcardo, se ha sentado a una mesa y come con las dos manos cuantos manjares se ponen a su alcance hasta que nota la mirada desaprobadora de Burcardo sobre sus manos, sus labios grasientos, su cuerpo vencido por el ataque de bulimia. Los ojos de Djem son no sólo los de un animal hambriento, sino también acorralado.

– ¿Qué le pasa, príncipe Djem?

– Tengo hambre.

– ¿Es sólo hambre lo que tiene?

– Júrame que me dirás la verdad, Burcardo.

– Toda la verdad que yo tenga es suya.

– Me han dicho que vais a entregarme a los franceses. No tengo a Joan, mi amigo, el único que me protegía.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Me lo han dicho.

– Delira, príncipe. ¿Cree que los franceses han venido a Roma a buscarle?

Hasta las estancias de los Borja empiezan a llegar desde la calle gritos y blasfemias, ruido de armas y de muerte, mientras César y Miquel cabalgan hacia las luces del campamento francés, la mano del Papa protege especialmente una bolsa que cuelga junto a su pernera derecha y no perderá el contacto hasta llegar al campamento enemigo, cuando la tome posesivamente para dejarla caer sobre una mesa rodeada de militares franceses. No ha gustado su prepotencia y un oficial pincha con un cuchillo su garganta, pero Michelotto ha sacado el suyo y lo pone a su vez en el cuello del militar francés. Hay una colérica parálisis de los militares reunidos hasta que en la habitación entra un personaje que merece el grito:

– "Attention! Le roi!" Solicita una explicación Carlos Viii, con la afilada e inmensa nariz en ristre, mal asentado sobre sus pies deformes, bovinos, y se la suministran en voz baja, al tiempo que le enseñan la bolsa llena de dinero que César ha traído. El rey cede el dinero a un ayudante con un mohín de desprecio y va hacia el trío ya desarmado que componen César, Corella y el oficial francés.

– Así que estoy ante el famoso cardenal César Borja, cardenal de Valencia. ¿Sobrino del papa?

¿Hijo quizá?

– Allegado.

– Allegado. ¿Viene en busca de Giulia Farnesio? Su marido el príncipe Orsini es leal a mi causa y no ha puesto demasiado empeño en rescatarla. La dama es hermosa y el precio ha sido alto. El papa es un hombre que sabe valorar lo que quiere, ¿no es cierto?

– Eso dice su fama.

Ordena el rey con la cabeza que se cumpla lo acordado y al instante brota más que sale Giulia de detrás de un biombo de lona. Mirada por todos, a nadie mira, pasa con majestad ante las inclinaciones de los hombres, sale de la tienda y va hacia un caballo enjaezado. A él se sube y será Carlos Viii en persona quien golpee la grupa del caballo, y sobre el animal, Giulia Farnesio, entre las teas encendidas y los ecos de los cascos de los caballos, avanza hacia la entrada de Roma y a lo lejos parecen sólo quedar luces para captar la soledad del papa, empequeñecido en la lejanía, esperando a las puertas el regreso del amor perdido, como si sólo él y ella contaran después de la catástrofe.

– ¿Ves lo que yo veo, Burcardo?

– Lo veo, cardenal Della Rovere.

– ¿Y no te hierve la sangre cristiana?

– La sangre no hierve, eminencia.

Della Rovere da vueltas en torno a Burcardo como si quisiera sitiarle y rendirle por asedio.

Ante ellos se produce el encuentro entre Giulia y Alejandro, ella arrodillada trata de besarle el anillo, él la fuerza a levantarse y llegan a tiempo César, Miquel, Adriana del Milá, el marido Orsini para llevársela. En el momento en que Orsini cobija a su mujer bajo una capa se detiene el gesto posesivo de Rodrigo y hay un desafío fugaz en las miradas cruzadas de los dos hombres, desafío desigual porque, sobre el ojo vacío, Orsini lleva un parche. Finalmente el papa queda solo bajo la luna y los ojos acechantes e insolidarios de los romanos. Una voz oscurecida, hija de la noche, sale como una lengua bífida en dirección al maestro de protocolo:

– Burcardo, esta noche entrarán los franceses en el Vaticano y los Borja habrán terminado. Será necesario el testimonio cercano de alguien que los conoce bien como tú para impugnarlos y que no salgan librados. Un concilio purificador.

Ésta es la cuestión.

Se ha sobresaltado Burcardo ante las palabras que salen del embozado Della Rovere, que sigue a su lado.

– Los del partido francés lo tenemos todo controlado y esta vez Rodrigo no se salvará.

No contesta Burcardo, y va en pos de Rodrigo mientras Della Rovere sigue los pasos del cortejo Orsini que secunda el regreso de Giulia al hogar. Adriana ha acogido entre sus brazos a la deprimida Giulia y Della Rovere se dedica al marido Orsini, que camina como si llevara el peso del mundo sobre sus espaldas.

– Ha sido humillante, bravo Orsini, pero me ha emocionado su gesto de dar la cara por su mujer en el momento en que el papa parecía tomar definitiva posesión de ella. Se dice que su santidad os ha prohibido los contactos sexuales. Ni siquiera permite que el marido haga uso de su esposa. Rompe el vínculo sagrado que Dios ha establecido.

No le escucha Orsini, como no escucha a su madre Adriana cuando trata de sacarle de su melancolía.

– Todo ha pasado, hijo.

Pero desde la histeria irreprimible, grita el marido:

– ¡Todo ha quedado en evidencia! Más que nunca. No pienso quedarme en Roma ni un día más.

El papa es un monstruo y hasta el marido de Lucrecia desde Padua dice que es un repugnante incestuoso y reclama que le devuelvan a su mujer. ¡Mañana partiré hacia Jerusalén como peregrino!

– Me parece muy lejos para ti, hijo.

– No hay lugar demasiado lejano para mi vergüenza.

Obliga Della Rovere a detenerse al joven Orsini tomándole por los hombros.

– Más vergüenza ha vivido y vivirá Rodrigo Borja, al que me niego a reconocer como mi sumo pontífice. Esta noche los soldados franceses han allanado la casa de Vannozza y han hecho con ella lo que han querido.

No se siente cómplice de las desdichas ajenas el deprimido marido y se escabulle Della Rovere tratando de volver al dúo formado por el papa y Burcardo, pero ya entran en palacio seguidos de César y sus amigos y Giuliano queda a una prudente distancia. En el interior, Alejandro va hacia el trono pontificio y se sienta. Con la excepción de Burcardo, sus hijos, los amigos de César y Djem, nadie le acompaña, y a medida que se acerca el ruido de las fanfarrias que preceden a la tropa francesa, aumenta la serenidad del grupo, sin que nadie se aparte de su puesto, y cuando baten las puertas bajo la presión de la soldadesca, Burcardo lanza la última recomendación.

– Santidad, cada cual en su sitio, y el suyo es el de Dios.

Si el rey de Francia lo profanara, la excomunión lo descalificaría.

Sentado en el trono presencia Alejandro la entrada de los soldados, de sus capitanes, que se contienen a una prudente distancia, y finalmente Carlos Viii avanza cojeando por el pasillo, con el único auxilio de la nariz cuchilla para aparecer dominador y distante hasta que no puede evitar el vis a vis con Alejandro Vi. Todos los ojos estudian el gesto venidero y de él dependerá la partida planteada por Burcardo. Carlos Viii hinca la rodilla en tierra y besa la mano y el anillo que le tiende el papa, mano que luego se alza y bendice al rey de Francia, emocionado y entregado como un vasallo espiritual mientras que, tras el papa, César y Burcardo se sienten ganadores y en el cortejo francés Giuliano della Rovere traga un bolo de amargura.


Levanta la copa Carlos Viii en dirección a Alejandro Vi, que inclina la cabeza en señal de reconocimiento.

– Que los malentendidos del pasado sean la base de los acuerdos del mañana.

Parsimoniosamente alza su poderoso cuerpo el papa y se plantea la desigual batalla visual entre el encorvado rey y el erguido pontífice.

– Señor, me avisaron de que con su majestad llegaba Ciro, el gran conquistador persa, nombre con el que le han saldado príncipes y poetas. Yo aprecio junto a Ciro, el hombre de armas, el talento de un Pericles, estadista insigne, y el razonamiento de un santo Tomás, hacedor de nuestra lógica.

Beben los reunidos y suena la música. De todos los rostros del entorno papal expresa furia el de Corella y depresión profunda el de Djem.

– ¿Qué te apura, Miquel?

– Ignoro cómo se te ha ocurrido aceptar la propuesta de tu padre de acompañar como rehén al rey de Francia en su expedición hacia Nápoles.

– Es una prueba de confianza en nuestras buenas intenciones. Djem también viene como rehén.

– Tu padre es fuerte dentro de su debilidad. El rey francés no se ha atrevido contra él y en definitiva ha sido el único hombre de Estado de Italia que ha tratado de enfrentársele. Pero tú ni siquiera eres oficialmente su hijo.

– No me menosprecies. Soy un cardenal. Ahora se trata de otra corrida, Miquel. Mira la nariz del rey de Francia. Este imbécil sólo tiene nariz y presunción.

Se inclina Della Rovere ante Vannozza.

– Me complace ver que la invasión no la ha afectado, señora Vannozza. Circulaban terribles temores sobre actos vandálicos de la soldadesca francesa, actos de los que habría sido usted víctima.

– Alguna lesión ha sufrido la fachada de mi casa. Pero sólo la fachada. Esté seguro, Giuliano, que de haber sido yo víctima de tales ultrajes me habría enterado.

No es gozo lo que queda colgado de las facciones de Della Rovere, pero Vannozza vase a por César, al que coge por el brazo y se lo lleva a un ángulo del salón.

– ¿Cómo has permitido ese acuerdo de tu padre con el rey?

¿Cómo has permitido que te den el peor papel, el de rehén?

– Rodrigo ahora ve la invasión como una tormenta pasajera y ya planea una política de alianzas para poner en cintura a todos los traidores romanos que se han pasado al francés, para empezar los Orsini y Della Rovere. Cuando se vayan los franceses habrá llegado el momento de ajustarles las cuentas. No he visto nada raro en su empeño.

Acaricia Vannozza a su hijo y en sus ojos no sólo hay ternura sino también un cierto temor.

– Eres demasiado confiado.

– Eres el único habitante de Roma que cree tal cosa. ¿De quién desconfías tú? ¿De mi padre?

– No.

– ¿De mí mismo?

– De la situación. Tú deberías estar en el lugar adecuado en el momento justo, de lo contrario perderás tu oportunidad.

– Ésta es mi oportunidad. Sólo me molesta compartirla con el gordo, melancólico, inútil Djem.

– ¿Lo sabe él?

– Lo teme.

Buscan a un Djem desganado que rechaza las ofertas de las bandejas y se acerca a Alejandro Vi, le habla, le ruega algo que el papa no atiende, se pone impertinente el príncipe turco y un guardaespaldas lo retiene, le empuja, le aleja hasta casi entregarlo en brazos de Vannozza que llega en su ayuda.

– Tranquilo, tranquilo, Djem.

¿Qué te pasa?


– Me habéis vendido. Me habéis cedido al rey de Francia como una sobra que ayuda a sumar lo sustancial del acuerdo.

– Sólo será por seis meses.

– ¿Por qué no siete o cuatro?

– Luego volverás. También se va César con él como delegado del pontífice.

– Como rehén. Pero él es un rehén preciado. Es el hijo de un señor de la Tierra y del señor del Cielo. ¿Y el pobre Djem? Yo soy una pieza cada vez más gastada, que ya no interesa ni a mi hermano, ni al papa y no entiendo por qué el rey de Francia me quiere en el botín.

– Consuélate. Se sabe que los fogones franceses compensan los mejores apetitos.

Las campanas al vuelo interrumpen la fiesta y la redoblan porque el júbilo se ha apoderado de todos menos de Djem y se abrazan entre cortesías franceses y papa


les por el acuerdo de paz, pero Carlos Viii ordena:

– Es hora de partir hacia Nápoles, donde pienso proclamarme ¡rey de Sicilia y de Jerusalén!

Se inclina cortés ante Alejandro y se retira para permitir que el padre bendiga a César, le abrace y proclame en voz alta:

– Cardenal, cumpla su misión junto a nuestro aliado y todo sea por la obra de Dios.

Cabalga el rey francés todavía empujado por el redoble de las campanas y flanqueado por César y Djem, mientras que a sus espaldas las carretas transportan botines de guerra y ofrendas del papa, aunque los principales dones sean los dos hombres que rumían distintas preocupaciones. Suda Djem, víctima de la angustia o de un inconcreto mal.

– Extraños sudores tienes en enero, Djem.

– No me encuentro nada bien, César.

– No creo que la cabalgada sea excesiva. Pernoctaremos en Velletri.

Sonríe César cuando llega al galope un mensajero.

– ¡Majestad! ¡Se han perdido las dos carretas que llevaban los objetos de valor!

– ¿Cómo se han podido perder precisamente esas dos carretas?

Interviene César:

– No hay ladrones como los romanos, majestad. Los hay que se roban a sí mismos cuando no tienen nada que robar.

– ¡Van a rodar cabezas!

Cabalga el rey francés con el entrecejo fruncido y mira de reojo a Djem y César.

– Uno de los dos va vestido de turco y es justo porque es turco, pero su eminencia, ¿de qué va vestido?

– De mí mismo.

Es llamativo el traje violeta y fucsia y empieza a gustarle al rey, que analiza de reojo, cada vez más admirado, el vestuario de César.

Mas ha llegado la comitiva al lugar de descanso, descienden los caballeros y la guardia protege tanto al rey como vigila a los rehenes, pero nadie repara en que Juanito Grasica se ha metido en el grupo y lleva la misma indumentaria que César. Se establece un acuerdo entre miradas, y mientras Grasica se integra en la comitiva real junto a Djem en el momento de entrar en palacio, César va rezagándose hasta quedar desconectado y meterse en un pliegue de la noche. Djem no ha advertido la operación y sigue pesada, torpemente en su condición de rehén, pero cuando concentra los ojos en el hombre que creía César, que va vestido como César, descubre que no es él. Va a lanzar una exclamación, pero Juanito Grasica le ordena silencio y en el estupor permanece cuando, satisfecho el rey por el aspecto del zaguán del palacio, se vuelve hacia donde supone va César.

– Espero que sea residencia digna de un cardenal, puesto que lo es de un rey de Francia, del llamado nuevo Ciro de la cristiandad.

Pero no sigue porque César no es César y Juanito Grasica acoge con sospechosa complacencia las perspectivas que ofrece el palacio y el terror no tiene suficiente espacio en los ojos del sudoroso Djem al comprobar que César ha desaparecido, hasta que el príncipe turco se desmaya.


– Por si faltara algo, el miserable que se ha hecho pasar por César escapó aprovechando la confusión. Haré lo que hubiera hecho Ciro en mi lugar, ahorcaré al alcalde de este miserable lugar y pasaré a cuchillo a este pueblo de ladrones y farsantes.

Della Rovere no está colérico pero sí sombrío.

– Majestad, me permito aconsejarle que no haga ni lo uno ni lo otro. Ha sido acogido como un li berador de la tiranía Borja y esas matanzas envenenarían el futuro.

Nápoles le espera y será señor de Italia de norte a sur, de Milán a Nápoles, nada igual desde los tiempos del Imperio romano.

– ¿Y el Estado pontificio?

– Quedará apresado entre la tenaza del norte y el sur.

– Quiero que me traigan a ese hijo del papa ensartado en un palo.

Entre los asesores del rey circulan noticias preocupantes que el rey quiere conocer.

– ¿Qué habláis a mis espaldas?

– Han sufrido emboscadas las tropas que enviamos en busca de César el renegado. Allá donde llegaban las partidas de nuestro hombres eran atacadas por imprevistos grupos armados que una vez hecho el mal se retiraban. Se dice que los dirige César Borja desde un ignorado retiro.

– ¡A ese hijo de ramera lo pasaré por el potro y le haré beber plomo fundido!

– Con todos mis respetos, majestad, fue un error no cumplir el primer plan acordado. Ocupar Roma, destituir a Alejandro Vi, convocar un concilio para nombrar un nuevo papa y ajustar la cuenta a los Borja mediante un proceso ejemplar.

– No estaba madura la situación para ese escándalo, ni todos los socios estaban de acuerdo con su candidatura para el papado, Della Rovere.

– ¡Todo empezaba por romperle el espinazo a los Borja!

No puede recrearse Della Rovere en su ensueño porque se renuevan las malas noticias, y según un apresurado galeno, hay que acudir a la cabecera del príncipe Djem.

– Parece o finge estar seriamente enfermo y apesta como un albañal.

– Vaya, Della Rovere, no puedo soportar a esa bola de sebo vestida de turco.

Djem está semidesnudo entre sudores de invierno y un desasosiego que le expulsa de la cama donde le retienen los brazos de cuatro soldados. Es tal su fuerza incontrolada que uno de los soldados se sienta sobre su abdomen y lo que era angustia se vuelve rugidos de dolor. Della Rovere contempla el desigual combate entre el agonizante y los soldados y sus ojos se fijan en la presencia oculta, disminuida, inapetente del galeno.

– ¿Qué le pasa a este hombre?

– Se le va la vida por el culo y por la boca.

– Justo fin para un pederasta, pero esa respuesta no puedo dársela a su majestad.

– ¡Joan! ¡Lucrecia! ¡Joan!

¿Por qué me habéis abandonado?

¿Por qué?

Los gritos del moribundo se vuelven llanto y baba y vómito, hieden sus ropas, las sábanas, la habitación y no resisten los soldados reductores, ni los testigos que se apartan dejando al príncipe Djem sobre sus propias deposiciones y sudores musitando con regresivas fuerzas el nombre de Joan Borja. El galeno ha retenido el comentario del cardenal Della Rovere.

– Sin duda se trata de algo que ha ingerido y sospecho que, más que una disentería natural, asistimos a un envenenamiento.

No se inmuta Della Rovere y, mientras arroja una mirada de desprecio sobre la poca vida que le queda a Djem, musita:

– La cantarela.

– Eso es una leyenda.

– ¿En cuántas leyendas creemos y cuántas han probado su incerteza?

Me contaron la fórmula de la cantarela, el veneno de los Borja, preparado por César en la finca de Vannozza en San Pietro in Vincoli: arsénico, el sulfato que se emplea para las viñas, orines. No hay muerte sospechosa en Roma que no se atribuya a la cantarela que reparte el señor Canale o a las puñaladas de Miquel de Corella o a las masacres más masivas del torvo Ramiro de Llorca. Corella mata de uno en uno y Ramiro de Llorca de cien en cien. Corella es el instrumento de amenaza personal y Llorca el colectivo. ¿Por qué iba a librarse Djem?

– ¿Por qué?

– ¿A quién servía Djem a estas alturas?

– Pero el príncipe aún no ha muerto. He ordenado vómitos y sangrías, en cuanto se tranquilice.

– No ordene nada. Mírelo.

Djem buscaba algo en el techo mientras de los labios le colgaban salivas y nombres de sombras que se le escapaban. Della Rovere se le acerca y le pregunta:

– Príncipe, príncipe Djem.

¿Me oye?

Lo oye y lo busca con la mirada. Reconoce a Della Rovere.

– ¡Della Rovere! ¡Hemos ganado!

– Hemos ganado, sí.

– El Bósforo.

– ¿El Bósforo?

– Más allá del Bósforo.

– ¿Más allá del Bósforo?

Y se gasta Djem las últimas palabras que le quedan:

– Más allá del Bósforo, la muerte.


Abre las pesadas puertas Joan a empujones sin que los criados se atrevan a detener su avance ni su ruido porque la ferocidad de su expresión sólo está contrarrestada por las lágrimas y desemboca en la capilla, donde María Enríquez ruega a Dios.

– ¡Lo han vendido! ¡Lo han vendido como a un cerdo!

La mujer está desconcertada, presiente un motivo dramático para la tribulación de su marido y se deja llevar por el impulso de abrazarle, pero se contiene.

– ¿Qué ha pasado?

– ¡Djem ha muerto! Lo habían entregado a los franceses como si fuera un animal y ha muerto.

– ¿Tanto pesar por un infiel?

Ahora el desconcertado es Joan, pero del desconcierto pasa pronto a la indignación.

– Era mi amigo.

Y de la indignación al despegue físico de su mujer dejándola en mitad de la capilla en un inútil gesto de retención. Corre Joan hasta encontrar la soledad del salón del trono ducal y grita al aire como si estuviera poblado por su familia romana:

– ¡Le habéis matado!

No obtiene respuesta y ante el muro de silencio se enfurece aún más el duque de Gandía. Pero ¿de qué sustancia estáis hechos? Ha muerto Djem como un perro abandonado y entregado a los franceses y vosotros os reís y celebráis la dura broma. ¿Y el cadáver de Djem? Te acusan a ti, César, maldito, urdidor de esta jugada del detalle final de Djem para que las manos del francés quedaran vacías.

¿En tan poco le apreciabas como para quitarle la vida sólo por un detalle, un detalle, el querido Djem un detalle, un detalle su vida o su muerte? Pero en Roma, César está contento y rompe la carta de su hermano, que ha leído imperturbable, rodeado por Miquel Corella, Montcada, Llorca y Grasica, excitados y pletóricos.

– A mi hermano, el duque de Gandía, no le ha gustado nada, nada de nada la muerte de Djem.

Me dan asco sus lágrimas histéricas y que haya asumido los rumores sobre la muerte del turco. ¿La cantarela de la que habla Della Rovere? ¿Acaso Djem no se dejaba querer por el clan Della Rovere contra los Borja? El pobre gordo me era indiferente y a veces me divertía.

Corella le tiende un puente de ironía.

– Tu hermano está amargado en Gandía. No le dejan vestirse de turco y se dice que su mujer se mete en la cama en camisón con ventanilla.

Grasica se vuelve desde la ventana.

– Ha llegado el cortejo de Nápoles. Jofre y doña Sancha saludan a la multitud.

– Ésta es otra historia. Por lo que me han contado, Sancha, la mujer de Jofre, se mete siempre desnuda en la cama.

– Y con todo el que puede.

– Mi hermano es casi un niño y ella una sureña de dieciséis años.

Mal asunto los maridos cornudos.

Preso de un ataque de cuernos por los devaneos de Giulia Farnesio, el infeliz Orsini quiso irse a Jerusalén, pero le ha sido más cómodo refugiarse en un castillo de la familia y reclama que su mujer le acompañe. Desde allí conspira para destruir a mi padre y resucitar un partido francés, ahora que Carlos Viii regresa a Francia con la cola entre las piernas. Mi padre le ha prohibido a Giulia que haga vida marital ¡con su marido!

Cuadro completo. Mi hermano Joan en Gandía compensa la muerte de Djem y la cristiana continencia de su mujer con todas las putas del ducado y Jofre se saca la espada más que el sexo para compensar las aventuras de doña Sancha. Miquel, demasiados cuernos en esta historia.

Las alegres risotadas de los compinches son acogidas con complicidad por el recién llegado Alejandro, que sin decir nada abraza a César larga, emocionadamente.

Se despega de su hijo, lo contempla como una lejanía.

– Espléndido, César. Tu fuga del ejército francés ha sido extraordinaria y no hay corte que no se ría de ella.

– Va a quedar poco tiempo para la risa. Carlos Viii se retira pero ha puesto en evidencia la fragilidad defensiva de los Estados italianos. Nos quedamos alelados cuando vimos entrar al ejército francés, el verdadero ejército moderno nacional: tres mil jinetes, cinco mil infantes de Gascuña, cinco mil infantes suizos, cuatro mil arqueros bretones, doscientos ballesteros y un importante cuerpo de artillería lo suficientemente ligero como para ser arrastrado por caballos y no por bueyes. Los Estados italianos no se pueden defender a base de mercenarios y de señores feudales irresponsables, un puñado de condotieros venidos a menos, más mercenarios que los mercenarios plebeyos y sólo pendientes de la finalidad de su propia tribu.

Pasaron los tiempos en que los condotieros como Sforza podían incluso llegar a tener sentido de Estado. Hay que crear un ejército regular y quiero que me escuches.

Tengo proyectos.

– Lo comentaré con tu hermano Joan. Le haré venir de Gandía para castigar duramente a los Orsini. La situación tiene una inmensa ventaja. Desenmascarado Giuliano della Rovere, ha buscado refugio en Francia. Nos libramos de esa mosca cojonera.

Ante las risas de los amigos de César, Alejandro finge una festiva sorpresa.

– ¿De qué os reís? ¿No somos los Borja bueyes y no es la mosca cojonera una habitual de las partes de los bueyes? Con toda su fortaleza el buey no puede embestir a esa mosca y mejor que se haya ido.

De momento tengo proyectos defensivos no militares. ¡Alianzas!

¡Alianzas de sangre! Se ha roto la de tu hermana con los Sforza, pero ahí está Jofre y doña Sancha. Tu hermano quedó como un Borja la noche de bodas. El "xiquetet" (3) se subió tres veces encima de doña Sancha y ella no consiguió descabalgarle y lo acredita el testimonio del cardenal legado y del mismo rey de Nápoles.

Tu hermana Lucrecia se la pasaré al hermano de doña Sancha y eso acabará de completar una gran jugada napolitana que implica a la Corona de Aragón y al rey de España. Pero de momento sigue sin dejarte ver demasiado. El rey francés ha dado orden de busca y captura contra ti y yo le he enviado una nota de pesar, lamentando tu irresponsable conducta. El muy memo se [3]había proclamado rey de Sicilia y de Jerusalén.

– ¿Por este orden? Es un enunciado imaginario, pero muy usado.

Es como proclamarse rey en la Luna.

Consiente el gozoso Alejandro la burla de César y le ve marchar con orgullo y respeto. Se acerca a la ventana para contemplar la llegada de Jofre, Sancha y su séquito. Ella es una muchacha que luce una espléndida, sabia delgadez de sureña contenida y de mirada desafiante, mientras a su lado el marido barbilampiño mira a diestro y siniestro, superarmado y retador.

Cordial y sensual, Sancha responde con indiferencia ante la reverencia de Burcardo, y se entrega al espontáneo abrazo de Vannozza y al más calculado de Lucrecia. Estudia cuanto le rodea con una mirada posesiva, y al levantar el rostro por la fachada, sus ojos tropiezan con la presencia de Alejandro Vi y César en la ventana.

No baja la mirada la napolitana, sino que la sostiene y abre la sonrisa cuando aprecia la malicia valorativa en los ojos del papa y de su hijo. Alejandro ha iniciado un ligero saludo con los dedos tras los cristales y lo reprime para enviarle una bendición ampulosa.

Al estímulo responde Sancha con el acto reflejo de hincar rodilla en tierra y sonríe el papa en la distancia. Alejandro musita:

– "No comprenc com el xiquetet va poder amb aquesta famella" (4).


Suena la música y, roto el protocolo, los Borja y sus amigos se dejan llevar por la noche y las libaciones. Los ojos de doña Sancha parecen dedicados a seleccionar los gestos del escándalo: labios demasiado próximos de parejas que hablan, las manos del papa pasando de la cintura de Lucrecia a la de


(4) "No comprendo cómo el mozalbete pudo con esta hembra.


Adriana del Milá o sus ojos definitivamente cazadores ante cada desaparición de Giulia. Se detiene la mirada de la napolitana en la poderosa presencia de Ascanio Sforza. La estudia. La saborea, diríase. Intenta Sancha fingir dedicación por el adormilado Jofre, pero le divierte más escuchar cómo el insolente Corella canta una canción a la oreja de una embajadora.

– ¿Sorprendida?

Se ha puesto a su lado César, que va como vestido de luto.

– ¿Hay algo de lo que deba sorprenderme?

– Tal vez no lo hayas visto todo.

– Eso espero.

– ¿Te han defraudado los Borja?

– Es mucho más interesante la leyenda.

– ¿Contribuirás a ella?

– ¿Debo? Parece muy enterado de toda esta gente. ¿Quién es aquel cardenal de tan poderoso aspecto?

– Vamos a ver. Buena apreciación. Ascanio Sforza. Estuvo a punto de ser papa.

– ¿Lo merecía más que mi suegro?

Se aguantan las miradas maliciosamente. Doña Sancha parece reparar en el traje negro de César.

– ¿De luto?

– No era ésa mi intención. Yo casi siempre voy vestido de luto.

– ¿Quién es usted?

Se soprende César de no haber sido reconocido.

– Un personaje de la leyenda negra de los Borja. ¿No le han contado los relatos de las costumbres de Roma? Especialmente del propio papa o de su hijo natural, César.

– Sí. De ambos.

– ¿Le habían contado la historia de las castañas?

– Ésa no.

– Es costumbre orgiástica que en este salón, en presencia del papa, una docena de mujeres desnudas caminen a cuatro patas recogiendo con la boca las castañas que antes les han tirado en el suelo.

Cierre los ojos e imagínelo.

Cierra los ojos Sancha y lo imagina y ve los culos rosados y los senos de las mujeres reptadoras, las castañas por los suelos, el papa presidiendo, Lucrecia y Vannozza jocosas. Abre los ojos sonrientes.

– ¿Lo ha visto?

– ¿Son comestibles las castañas?

– ¿Ha visto cómo los caballeros se subían a la espalda de las mujeres desnudas y las cabalgaban?

– No. Eso no lo he visto.

– Vuelva a cerrar los ojos y haga un esfuerzo.

Así lo hace y sobre la misma escena se superponen los caballeros que montan a las damas y ya Lucrecia está en las rodillas del papa.

De nuevo el vértigo del abismo moral la obliga a abrir los ojos y repasar el mal menor de las justas eróticas livianas que presencian.

Pero César se le ha acercado demasiado, casi pegado a ella, y sus labios merodean los suyos.

– Me presento, hermana mía.

Soy César Borja.

Se ha despertado el joven Jofre a tiempo de ver el acercamiento y se predispone a interponerse entre la pareja cuando tropieza con un criado y su bandeja repleta de copas y botellas, y al estrépito de la caída y al desconcierto del vertido de las copas sobre los vestidos acude Vannozza poniendo orden y cubriendo la tribulación del muchacho. La actitud burlona de César le advierte de algún desaguisado y quiere abrazar a Sancha para protegerla, pero huye la napolitana y sale majestuosamente al jardín abriéndose camino entre miradas desnudadoras, pendiente de César, que dialoga con unos amigos, y comentan algo que intuye la afecta, y ve cómo César se despega del grupo y va hacia ella con todas las malicias en los ojos y cuando trata de ganar el jardín tropieza con el corpachón de Alejandro Vi, que la retiene benévolamente entre sus brazos y la mira arrobado.

– ¡La flor más tierna, hermosa y oscura de Nápoles!

Regatea la muchacha al papa sin perder la sonrisa y llega al jardín, adonde la sigue César con la mirada dedicada, dejando a Alejandro en una perpleja parálisis. Pero poco rato permanece paralítico, porque pasa a su lado Giulia y como ella finge desentenderse sin perder la sonrisa, la quiere seguir Alejandro, pero no le deja el asalto de Vannozza, la voluntad conversadora de la mujer a la que Alejandro responde por una cortesía que no desdice la voluntad de seguir la ruta de la Farnesio.

– Es tu noche, Rodrigo.

– La de toda nuestra familia, Vannozza. Joan emparentado con los reyes de España y Jofre con los de Nápoles, a la espera de Lucrecia, que seguirá su camino.

He seguido la obra del "oncle" Alfons, construir una poderosa familia, y a cada derrumbamiento de ese edificio le he buscado la pieza que prosiguiera implacablemente esa labor. Cuando murió o mataron a mi hermano Pere Lluís, yo hice de mí mismo y de Pere Lluís, yo fui los dos. Le puse Pere Lluís a mi primer hijo para que continuara el destino de mi hermano, para que fuera instrumento de poder de la familia, pero también murió, y he puesto a Joan en su puesto y lo he casado con la que estaba apalabrada como mujer de mi hijo muerto. Tengo instinto dinástico, como otros tienen instinto de supervivencia.

– Todas las piezas están en su sitio, ¿y yo?

– Te haces vieja, Vannozza, no de cuerpo, pero sí de espíritu.

Nunca te habías quejado y te quejas demasiado últimamente, no creo que tengas motivos.

– Yo sólo he sido el reposo del cazador, la paridora que te ha permitido juntar piezas para la construcción del edificio Borja.

Finge Alejandro Vi quedar atribulado por la injusticia del reproche, pero considera que Vannozza es una paridora muy bien recompensada. Siempre ha procurado buscarle maridos que dignificaran su vida y la de Rodrigo. Un papa o un rey que no deje bien colocadas a las amantes no merecería ser papa ni rey. Primero fue Doménico, el patricio Della Croce, y ahora Carlo Canale, un amigo de Poliziano, muy respetado en los círculos literarios, ex secretario del cardenal Gonzaga, incluso escribe poemas según dices. Un poeta.

¿Qué más quieres? ¿Hablamos de tu patrimonio? Sus casas, el palacio Magani, el de San Pietro in Vincoli, la residencia con la viña. ¿Y sus derechos al castillo de Bieda?

– Me quejo de mi papel, no de mi pobreza o mi riqueza. Tus hijos y Giulia, Giulia, Giulia repetida en todos los cuadros de Pinturicchio.

– ¿Y tú no?

Le aprisiona Alejandro una mano y casi con dureza la saca de la fiesta y la arrastra por el pasillo hasta llevarla ante el cuadro de " La Anunciación ".

– ¿No eres tú ésa? ¿No te he idolatrado y nos hemos amado como nos pedía el cuerpo y la juventud?

Solloza Vannozza.

– Tengo miedo, Rodrigo. Por mí, por los hijos. Es demasiado alta la apuesta. El pobre Jofre muerto de miedo ante esa mujer tan poderosa, tan desafiante.

– A cada cual su miedo.

– Tengo miedo, Rodrigo.

Súbitamente Vannozza cambia de actitud, suspira profundamente, se seca las lágrimas, sonríe a Rodrigo y acepta su brazo para volver al salón, pero ante la puerta ella retrocede y deja que el papa entre solo en la fiesta, en aquel momento protagonizada por Carlo Canale.

– Amigos, estamos en un momento decisivo del pontificado del gran Alejandro y confío en que su santidad no pensará que trato de aconsejarle, pero el gran Petrarca utilizó la historia de Aníbal para juzgar las victorias desaprovechadas. Cuando hostiguéis a los Orsini o a los Della Rovere, recordad este poema de Petrarca:


"Vinse Hanibal et non seppe usar poi ben la vittoria sua ventura: per signor mio caro, aggiate cura, che similmente non avegna a voi.

L.orsa rabbiosa per gli orsacchi suoi che trovaron di maggio aspra postura rode sé dentro, e i denti et l.unghie endura per vendicar suoi denni sopra noi.

Mentre, il novo dolor dunque l.accora, non riponete l.onorata spada anzi seguite lá dove chiama.

Vostra fortuna dritto per la strada che vi puó dar, dopo la morte anchora mille et mille anni, al mondo honor et fama."


Los ojos de Vannozza han pasado del desconsuelo al ilusionado seguimiento del recitar de su marido, pero fatalmente buscan a Alejandro, empalagoso e infantil ante Giulia, y más allá de las puertas, el jardín, descubren el primer abrazo, el primer beso entre César y Sancha, previos al encarnizamiento de los cuerpos.

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