SEGUNDA PARTE

(EL MAR)


Puerto Vallarta. Crucial, un hito: el momento preciso en que pude haber avanzado o retrocedido, en que pude haber determinado yo en vez del destino.

Yo debía ser exitosa y como tal resolví enfrentar de la mejor manera un tema muy delicado en la vida de las mujeres: los cuarenta años. Me prometí a mí misma que el día aquél amanecería frente a un ventanal que sólo me mostrara palmeras y mar azul, lejos muy lejos de todo lo que me acongojaba. Se lo propuse a Juan Luis. Él quiso Miami, que era más normal, que México no le tincaba. No, debe ser más lejos, Juan Luis, todos van a Miami, debe ser más único, más inalcanzable. Sorprendido de que yo me diese importancia, accedió. Se lo propuse porque necesitaba desesperadamente defenderme. La lejanía debía hacernos bien, debía reconstituirnos.


* * *


En Puerto Vallarta las urracas vuelan bajito y cuando hay tormenta los truenos remecen la tierra. Como si la fuesen a arrasar, la línea del horizonte se difumina y se pierde la noción de dónde acaba el mar y dónde debe empezar el cielo. También hay cerros como verdes cortinas, ese verde frescor que sólo se salpica con nubes blancas de algodón, como los dulces que comía de chica a la salida de misa los domingos. Lo cierto es que ese verde era el verde de la selva, de la Sierra Madre. Pensé en Humphrey Bogart.

En Puerto Vallarta la franja de tierra entre mar y selva está hecha pueblo, pueblo colonial con bahía de John Huston, con arquitectura respetada hasta por la ITT, hoteles que ajustaron sus formas a ese espacio. En Puerto Vallarta los pelícanos pasan volando como aeroplanos.

Allí fui a cumplir mis cuarenta años. Muy seria esa noche, en la vigilia de mi cumpleaños, mientras Juan Luis dormía, me levanté de la cama en mi suite del Buganvilias Sheraton, me dirigí al baño, prendí todas las luces de los espejos de la sala del tocador y me despedí de mí misma.

– De esta mí misma -murmuré frente a mi imagen, la que miré por última vez sin tener cuarenta. No sé si con alivio o con pena, probablemente ambos mezclados, me dije seria: adiós, Blanca.

Volví a la cama y me quedé dormida.


Es que vino esa tormenta feroz.

Yo estaba sola. Tumbada bajo las palmeras mirando esos cocos que llamaban a treparse en ellas, gozaba del sol cuando Juan Luis decidió salir por la playa a caminar. Quería recorrer todos los clubes y hoteles que habitaban este pedazo del Pacífico. Me dio flojera acompañarlo y permanecí en ese bienestar profundo, hasta que me lo arrancó un trueno.

Comenzó la tormenta y él no estaba. Me levanté espantada, traté de correr a mi habitación y no pude avanzar por la fuerza del viento. Vi como todo volaba. Temblé con cada rayo y cada trueno, recordando por fragmentos las noticias leídas sobre ciclones y huracanes, tragedias geográficas de las que no sospechamos en mi tierra, tan abajo de la línea del Ecuador. Ya en el dormitorio, y luego de haber tomado un trago directo de la botella de whisky que Juan Luis guarda sobre el bar, fijé los ojos aterrados en el ventanal. Cielo y tierra comenzaron a confundirse. Y súbitamente un temor -loco, irracional- de que Juan Luis no volverá. Que la tormenta se lo llevará. Las olas enojadas lo tomarán y lo harán volar entre el aire y el mar. Y desde la altura de mi ventanal lo veré, siendo arrasado sin poder intervenir, como un caballo de Chagall, y desaparecerá entre las hojas de las palmeras que aúllan. Es el viento el que grita, pero los rayos gritan más fuerte y la voz de Juan Luis no volverá a oírse. Concentrada en la loca posición de las palmeras que se inclinan y se inclinan, creo que Juan Luis no volverá. Y comprendo que no quiero que él vuelva.

Ese es mi momento alucinado. Que Juan Luis no vuelva, me dice el delirio. Que no vuelva.

Y cuando Juan Luis volvió, empapado y alegre, me tiré a sus brazos y le agradecí su regreso. Pero nunca más podría ignorar lo que mi yo, o mi otro yo atrapado en la locura de la tormenta, un yo delirante que no reconocería como propio, había deseado.

Escindido y todo, el deseo había sido formulado y eso era irreversible.


* * *


Inclemente el sol, inclemente el recuerdo, inclemente conmigo el latir de Puerto Vallarta.

Me instalo en aquel bar que da al Pacífico y respiro. Juan Luis ha ido por unos días a Nueva York, volverá a recogerme. Fue una conquista esto de quedarme sin él, yo no suelo quedarme sola en ninguna parte.

Busco el sol, busco el sol acompañado por la soledad. Espero que ello no sea signo de extravío. Debo poner en orden esta masa que es mi cabeza.

Húmeda de trópico, la humedad de Puerto Vallarta me sugiere que ya no existe para mí humedad inocente.


Es cierto que entre sudores en la tormenta los lugareños me dieron mezcal. Que servía para espantar el miedo. Temo mucho. Por eso pido el mezcal, su botella con gusano y todo, no le hago ningún asco. Temo.


La última tarde en Avenida Grecia, me despidieron con sopaipillas hechas por la señora Yolanda. El Gringo está de buen humor, habla mientras come una sopaipilla, yo lo regaño al oído, no se habla con la boca llena, se ríe de mí, que soy pije, me dice y no muy segura, río yo también. El sabor de la manteca y el zapallo mezclados con los colores del Gringo. Me mira con complicidad, con toda sensación agigantada por sólo estar frente a los demás como si apenas nos conociéramos, como si él fuese un amigo más de Victoria, y nos miramos viéndonos por debajo de la ropa, enorme esa intimidad mientras simulamos, deliciosa esa intimidad, porque es sólo nuestra, y me pasa una sopaipilla y su mano me roza sutil y mi piel responde, el Gringo sabe cómo responde mi piel, mi amante, cuya inflexión en la voz cambia al decirme Blanca y sólo yo lo noto, yo sé qué dice cuando dice Blanca. Y me gusta estar así con él, rodeados de gente, no quiero esa pura soledad de la cama a ras del suelo, quiero una soledad de a dos que pueda compartir algo de vida ajena, que pueda ponerse a prueba en el ser que no es íntimo, en el yo que existe más allá de su pecho, quiero amarlo también cuando le habla a los otros, no quiero engañarme en el solo llamado que me hace dentro de las cuatro paredes de ese departamento del centro de la ciudad, puede ser un llamado tan subjetivo el de los amantes, yo necesito comprobar al Gringo, fundarlo más de allá de mis fantasías, confirmar su existencia más allá de mi imaginación, asegurar la veracidad de ese ser que no es sólo mío. Necesito, al fin, constatarlo ajeno a mí, en el tono que se dirige a Victoria, en su calor con la señora Yolanda, en la forma que alza en brazos a Bernardo y lo hace tocar el techo, en la impaciencia con que le pide a Lorena que no se ofusque, en la dureza con que a veces discute. Quiero amarlo en su dimensión real y la palpo como un privilegio. Los amantes clásicos, encerrados en su necesidad, no suelen -o no pueden- hacerlo.

Me inquietó Victoria ese día. Sentí miedo frente a un rostro que pierde, o está perdiendo, el dominio de su expresión. El Gringo me dice más tarde, me dice que todos están así, que la extroversión de Victoria habla por los demás, que han debido vivir todas las muertes de nuevo a raíz del informe de la Comisión y de la espera.

– Empezaron una nueva búsqueda, ya no la de su padre, sino la búsqueda en la memoria, de datos, testimonios y recuerdos, reconstruyendo fichas, radiografías dentales, huesos. Todo ello ha movilizado en Victoria angustias y culpas en torno a su papá y a la posibilidad de corroborar su muerte.

– Me cuesta entenderlo, Gringo.

– Es que la vida se les ha dado vueltas, Blanca, en lo bueno y en lo malo. Cuando salieron las primeras noticias en los diarios, ellas nos confirmaron que no había sido una fantasía alucinatoria, sino que realmente la gente había sido detenida, desaparecida, asesinada y luego enterrada sin sepultura. Fue como aprobar el examen de realidad negado durante años.

Lo miré, no sé qué mirada fue.

– Todos miran con esos mismos ojos tuyos, que callan educados, pero que por dentro gritan: no sigas, no quiero saber, no me envenenes.

Era tan duro el Gringo a veces.

Cada sílaba revoloteando en el olor de la madrugada, cuando fui al día siguiente a tomar el avión que me trajo hasta aquí, a Puerto Vallarta. El amanecer en mi ciudad, aquel olor mezclado entre el pan recién hecho y el alquitrán. Y yo, tomada del brazo de Juan Luis, convenciéndome, tratando de convencerme de que el Gringo no tenía razón.


* * *


Hasta que encontré la casa de John Huston. No la de la bahía, a ésa sólo se accede por el mar, sí la del pueblo, la que lo enamoró de este lugar. Quise a Huston, recién muerto, hasta el último día aquí en Puerto Vallarla. Lo amé por todas sus películas, por haber llevado al cine el libro preferido del Gringo, amaba tanto Bajo el volcán. Camino hacia el hotel, sintiendo la cosquilla de esa arena blanca. Pienso en las iguanas, en la calentura de la Elizabeth Taylor con Richard Burton que empezaron aquí su amor, bajo estas palmeras los primeros besos de esos dos y pensé en la pasión que sale en los diarios y en la mía tan callada y también pensé que empezar el amor en Puerto Vallarta debe ser tan húmedo, me habría gustado ser yo la de La noche de la iguana, me habría gustado hacer algo importante, si hubiese tenido las pechugas de la Taylor, quizás toda mi vida habría sido distinta.


Vuelvo a la habitación y llamo al Room Service. Pido tacos, me gusta la comida mexicana.

Sentada en la mesa de mi suite, con todo el mar al frente, devoro mis tacos y un pedazo de pollo. Lo destrozo con las manos aceitosas y recuerdo casi con vergüenza a mi abuela puntualizándome que ella comía exactamente igual «sola en mi cuarto o frente a la Reina de Inglaterra» y me siento levemente decadente cuando miro hacia atrás y la veo hasta el último día comiendo con sus cubiertos Cristophle y sus copas de cristal tallado, aunque fuese en una bandeja frente a la televisión. Tomo un trago de coca-cola en vaso plástico y vuelve mi abuela. Mucho de lo suyo pudo desmoronarse, menos las cosas que le dieron identidad. Aquellas la acompañaron hasta el final. Y mi confusión es grande. No quiero pensar en identidades cuando estoy diluida, diluida hasta el punto de no saber quién soy.


No nos engañemos, Gringo. Yo también soy ésta. Con o sin inquietudes de identidad, mi mundo es éste, te guste o no. Mi mundo es el de los resorts en un balneario como Puerto Vallarla, el de las cremas Clinique que llevo en el bolso, el de los pasajes Clipper Class, el de los BMW para los maridos. Y el de las langostas que comimos esa noche con Juan Luis, cuando partió a Nueva York, cuando me tomó, cuando cerré los ojos y le di la bienvenida y pensé: es mi marido, tiene todo el derecho.


Las mujeres de mi especie, Gringo, no tocan el suelo con la cara.

Entre nosotras, nos olemos y sabemos que somos de las mismas. Una palabra dicha basta, el código es universal y nos reconocemos en él.

Las mujeres de mi especie, Gringo, tememos mucho. El entorno es difuso y mucha energía ha sido puesta a su servicio por transformarlo en contorno de formas sólidas. Para poder asirnos, espantar el miedo a que las manos nos queden sueltas.

Por lo único que damos la vida es por lo concreto, por cuerpos que reiteren nuestra existencia, el cuerpo de un hombre, de un niño o de la tierra, mientras las partículas puedan tocarse.

Parte del patrimonio de las mujeres de mi especie es que nos crean más tontas de lo que somos. Nuestra potencia es un secreto bien guardado. Somos las fieras animales cuando se trata de defender lo nuestro. A veces lo nuestro se tiñe con ojos queridos o con la madera envejecida del portón de la casa, mientras ese nuestro se remita inequívocamente a nosotras mismas.

Las mujeres de mi especie se pasan pocas películas. Saben con exactitud las líneas del dibujo que las limita. No incurren en sexos ajenos ni escalan a la nube rosada del romanticismo. Sabemos perfectamente a qué atenernos. Y si alguna se extravía, es sólo por un rato, y vuelve en la más total discreción.

No te equivoques, Gringo, no perdemos la brújula con facilidad. Una de cada mil la pierde, y la pierde con todo, lo cual implica también cierta grandeza. La historia se ha escrito al margen de nosotras, pero nosotras mismas la hemos moldeado desde atrás. Nuestra invisibilidad es nuestro capital. Desde ese invisible actuamos a nuestro antojo y todo marcha como nos lo propusimos hace siglos.

A las mujeres de mi especie les atrae que otras mujeres saquen la voz. No la sacaremos nosotras, no nos gusta chillar. Miramos a aquellas otras con un dejo callado de admiración, pero con la sabiduría que nos han traspasado, esa sabiduría que nos advierte: más vale no optar por la valentía. Se nos difuminan aquellas otras mujeres al corto andar, las vemos patéticas, aún aceptando que somos salpicadas por su ayuda.

Éstas de mi especie han sido las dueñas de la historia y del país, no las Victorias cuyo lamento se suma a tantos otros para ser acallados al primer cambio del cielo. Ni las Sofías, que en su exceso se han quedado con la pura dureza.

Las mujeres de mi especie, Gringo, no enarbolan banderas. Tienen el buen juicio de saber que tarde o temprano todo mástil se tambalea en su propia base y que no hay tela que resista mucho tiempo al viento.

Las mujeres de mi especie saben entornar los ojos y les quedó el hábito ancestral de mirar por sobre el hombro. Es que una rara y contradictoria seguridad va plasmada a esos ojos y eso es lo único que hace tolerable la inseguridad cósmica que da el existir.

Estas mujeres son más sarcásticas de lo que sus hombres imaginan, y más despiadadas de lo que sus hijos creen. Nuestro virtual sometimiento y nuestra aparente cobardía son las cartas que mostramos, las otras están ocultas. Las mujeres de mi especie no se arriesgan.

En las mujeres como yo, Gringo, el alma es menos escurridiza. Nos atrincheramos en nuestras creencias; éstas nos cubren protectoras, y la fe es nuestro gran escudo y aliada.

Las mujeres de mi especie invocan el nombre de Dios. Y no lo hacen en vano.


* * *


Busco el olor de Juan Luis en la pieza. No lo encuentro.

Mi olor ha cambiado. Creí que Juan Luis lo advertiría. Es el mismo cuerpo, el mismo Van Cleef and Arpéis, el mismo desodorante, la misma ducha diaria, las mismas cremas. Pero ya no es mi olor. Como si mis hormonas secretaran otros fluidos. Como si el olor del Gringo se hubiese mezclado con el mío, engendrando uno nuevo, distinto, que no pertenece a nadie, ni siquiera a él ni a mí. Quizás Juan Luis nunca buscó mi olor y no se da cuenta que ya no lo encuentra.

Yo me hago amiga de mi nuevo olor.

Y caigo en cuenta de que el olor de Juan Luis tampoco es el mismo. No sé si aún, estando a oscuras, podríamos distinguirnos.


Juan Luis y yo somos los de siempre. La misma sustancia, los mismos hábitos, los mismos gestos entre los dos. Tantos años juntos nos han hecho parecidos y nos reconocemos uno en el otro. Todo está igual. Lo único que ha cambiado son los sentimientos. Y eso no puede verse. Los ojos no llegan a esos espesores.


Siento que se me arranca mi propia sombra, como Peter Pan.


Tumbada en la piscina, con una Margarita que me acompaña cuando no lo hace la piña colada en su enorme carcasa de coco con la flor al centro, el sol me convierte en una perezosa lagartija. Y lo sería del todo si a mi mente no acudieran tantas imágenes.

Victoria, mi Victoria.

– A mi mamá no debemos abandonarla, no debemos separarnos de la familia. Sería desleal que ella perdiera lo único que ha justificado su existencia luego de que papá desapareció. ¿Te imaginas, Blanca, qué sentimientos de angustia por la pérdida volverían a ella? Hemos debido reemplazar a papá -idealizado, claro-, asumiendo todas las funciones de madre y de padre, acogiendo y satisfaciendo a mamá, ayudándola a disminuir sus sentimientos de culpa y humillación.

– Pero, ¿no sería eso natural frente a cualquier muerte?

– No. Nosotros debíamos rehabilitar la imagen de nuestro padre y de la familia. Debíamos ser buenos estudiantes, buenos profesionales, tener buenos matrimonios. Nuestra obligación era ser fuertes y salir adelante para demostrar que a pesar de todo lo que nos habían hecho, no nos habían derrotado.

Se trenza su enorme pelo, gesto típico de Victoria cuando quiere sugerir que no es importante lo que dice.

– Doble tarea, Blanca. Debíamos vivir alrededor de la familia -organizada en torno a nuestro drama- que nos impedía cualquier autonomía. Sin embargo, también debíamos ser el puente de mamá con la vida. Yo sentía que mi deber era comenzar a vivir cuando ella dejó de hacerlo y demostrar que me la podía, a pesar de mi trauma. Era todo contradictorio, ya que cualquier éxito fuera de la casa, que sí me era exigido, terminaba siendo una forma de separarme de la casa.

– Qué complicado -comento mientras tomo la bombilla del mate y se la paso a Victoria.

– Yo intentaba cumplir todos los mandatos, créeme. Y al mismo tiempo me rebelaba contra ellos. Y en esa pelea interna, difícilmente distinguía mis propios impulsos o mis propias necesidades.

Levanto la vista y nuestras miradas se encuentran.

– Eres lúcida, Victoria. ¿Cómo has logrado comprender todo esto en tu interior?

– Sofía. Sin Sofía, sencillamente me habría ido a la mierda.


¿Cómo me atrevo yo, Blanca, a hablar de un yo diluido, cuando el de Victoria no tiene siquiera contornos? Ella me lo dijo: tú tienes sentido común, y lo tienes a raudales; soy yo la que estoy perdida. Tomo un trago de mi Margarita y presiento que Victoria está sufriendo. Me levanto bruscamente de mi silla frente al mar, subo a mi habitación y tomo el teléfono.

Hay demora para Santiago de Chile, esperaré, no tengo nada qué hacer. Me quedo dormida.


El llamado a Chile, nunca llegó. En cambio, me despertó uno de Nueva York.

– ¿Cómo lo estás pasando?

– Estupendo.

– ¿Cómo es eso? ¿No me echas de menos?

– Sí, pero como es la primera vez que estoy sola en otro país… Me siento como si fuera un hombre.

– Con lo protegido que es ese resort… Espero que no andes merodeando por el pueblo.

– No -le mentí-, ¿cuándo te vienes?

– Creo que todavía tengo para un par de días. Pero llegaré con muy buenas noticias.

– ¿Otra bonificación?

– No, Blanca, hablo de noticias más sustanciales. Ya te contaré.

– No, Juan Luis, no me dejes con la curiosidad. Adelántame algo.

– Allá te lo cuento.

– No seas pesado…

– ¿Cómo te verías viviendo frente al Central Park?

– ¡No me digas que te ofrecieron un traslado!

– Es un súper ascenso, Blanca. Este es el golpe de mi carrera… Blanca, ¿estás emocionada?

– Sí, Juan Luis, sí… Pero tienes razón, mejor lo hablamos cuando llegues. Te espero.

Le corté rápidamente.

Me levanté de la cama con dificultad y avancé hasta el baño. Urgué en mi bolso de cosméticos una cajita de plata, extraje de ella una pastilla blanca y me dispuse a pasar la noche. Tenía la garganta cerrada, el pecho con congoja. Mi cajita de plata era un regalo que Juan Luis no conocía, tampoco las pastillas que guardaba. Pobre Juan Luis, pensé, me sigue creyendo sana. Y recordé el botiquín de Victoria, el que yo llamaba «el valle de las muñecas». Traté de recordar todos esos nombres: Ranitidina, Ranitax Nocte, Modival, Aurerix, Robipnol, Diazepan, Bromazepan, Dormex, Valium, Lexotanil. Y mi hermano Alfonso despachando recetas ante la insistencia de Sofía. Claro, mi cajita de plata era inocua frente al botiquín de Victoria.

Nueva York. Dios mío, Dios mío…

Nada habría estado más lejos de mi imaginación un año atrás, esto que Nueva York no me produjera una explosión excitante. Y cuando me encontré indiferente frente a una obra en Broadway o a un sweater de hilo en Brooks Brothers, no me reconocí.

Ahora sí. Destapada. Desacatada. Descorrida. Destemplada. Trato de soñarme a mí misma, me sueño otra que no soy. Me sueño como esos ojos -¿esmeraldas eran?- que me vieron. Me veo atrapada en mi visión de mundo y le peleo, le peleo. Mentira. También hay otra y yo lo sé. Debo ganarme a pulso la visión mía y equilibrarla con la de Victoria. No quiero perderme, le digo a las urracas de Puerto Vallarta.

Santiago de Chile.

Mi pueblo es el cielo, como dice aquella canción.


* * *


– El mundo del Gringo y el mío, terminó, Blanca -me dijo Victoria antes de partir-. Todo se hizo trizas a nuestro alrededor. Y él sigue siendo ese gigante poderoso, enorme, fuerte. Pero no tiene dónde poner su fuerza. Y sus ojos se endulzan, se aclaran con la pena cuando dicen que el mundo ha cambiado. Yo sé exactamente lo que siente -difícil que lo sepas tú- y no puedo hacer nada por él ni él por mí. Quedo inundada de añoranzas tan grandes como él, la impotencia me repleta. No puedo ni tocar su tristeza. ¿Cuál fue el momento exacto en que nos derrumbamos? No es el poder ni su falta el único problema. Es la perspectiva de que nunca lo tendremos, que nuestra era se acabó y eso es irreversible. Fuimos preparados para realizar los sueños y nos han atado las manos. Esta vez no las ató un verdugo. El mundo entero pareciera haberse confabulado para que la atadura la hiciéramos nosotros mismos. Él me dijo: ganarán los pragmáticos. Yo le respondí: por lo tanto, no haremos ningún sueño. Me preguntó: ¿valdrá la pena entonces? Callé. No era la duda lo que me acalló, sino la evidencia de que cualquier palabra y cualquier intento de consuelo eran inútiles. Es tanto más fácil transar, concluyó. Malditos nosotros, pensé entonces, mirando sus ojos tristes, nosotros aquí, indemnes. Y con las ilusiones en pie.

Eso me dijo Victoria.


Y luego me dijo el Gringo: los símbolos, Blanca, los entregamos día a día. Recuerda a Heinrich Böll y su Billar a las nueve y media. Hemos comido del sacramento del búfalo.


Nueva York como salvación. Porque siento que Victoria y el Gringo viven en la oscuridad de la noche.


* * *


Penetrar.


Introducir, horadar, invadir, incursionar, acometer, imprimir, estigmatizar, agujerear, perforar.

Mi cuerpo codicioso. Se me retuerce. Me devoran las ganas, como si fuesen una gangrena. Y yo que creí que el placer era tan fácil. Que teniéndolo bastaba.

Obsesiva en mi propio deseo. ¿Puede un sexo ser escindido, puede una parte de él obtener el goce máximo y la otra aullar por sentir -no lo que le da el placer-, sino la lenta y dolorosa ilusión de la posesión? Anhelando desarticularlo al Gringo, en eso estoy. Su cuerpo, quiero decir. Y palpar como está hecho por dentro, metérmele en cada miembro, sus células, sus membranas, sus glándulas. Sus contracciones musculares, su materia viva.

Soy tu parásito, acepta esta pegajosidad. Quedé atrapada, no era mi intención.

Almacenada en ti.


Y en eso estaba, enfrascada en mi pasión, cuando sentí a través de las paredes de la habitación de mi hotel la voz infantil de una niña que le decía a su madre: Momma, I love you. La repetición del gesto me aseguró que no lo había inventado yo. Momma, I love you. Y en un instante vi como todo mi cuerpo, un minuto antes ambicionando fusiones totales, se constreñía hasta que el nudo se situó claramente en el corazón.


Quisiera de verdad saber qué es lo doloroso en mí: mi ser hija o mi ser madre. Pero de que hay dolor, lo hay. Trinidad. Mi Trinidad tan lejana. (¿Mi Trinidad jugando con las ardillas en el Central Park?) Qué daría por tocar su pelo rubio, por besar esa cara y esos ojos color de los gatos. ¿Por qué Jorge Ignacio quiere tanto a Juan Luis y no a mí? ¿Qué hice mal? ¿Es que lo crié en la ilusión que sería para siempre el único hijo, que la aparición de Trinidad, tantos años después, no me fue perdonada? ¿Y por qué para Juan Luis la paternidad tiene un solo nombre: Jorge Ignacio? Siete meses en cama y dos operaciones para parir a mi Trinidad. Cada día de esos siete meses temiendo que el embarazo no llegase a puerto. Y arribó esta criatura minúscula, prematura, de un kilo ochocientos, rubia como el alba, y me invadió. Una mezcla de animalidad y metafísica. Juan Luis la culpa de tantas cosas. Porque algo pasó. No sé qué, pero pasó. Madre e hija compartimos como con nadie el mismo cuerpo. Y he terminado por ser su cuerpo velador. Entonces el placer cambió y Juan Luis no me lo perdonó.


Un día veíamos una película -de esas antiguas, creo que Casablanca- en la televisión. Trinidad, muy seria, con su escasa pronunciación, me preguntó:

– Mamá, cuando tú eras chica, ¿la vida era en blanco y negro?


Más deberes que colores había entonces. El goce no era muy prestigiado. ¿Te he contado que además de la libreta negra, mi madre era de cuentas regresivas? Comenzaba en enero a recordarme cuánto tiempo me quedaba de vacaciones y parecía alegrarse haciéndome ver la fecha de entrada al colegio a medida que ésta se acercaba. Ensombrecía todo mi contento.

Nada de goces que no fueran santos o instruidos. Mi pobre tío Eugenio, amaba el fútbol por sobre todas las cosas y era mirado en menos por no tener dotes intelectuales. Su sueño era ser comentarista deportivo. La abuela se opuso tenazmente: no podía existir un quehacer por la pura diversión. Tampoco cumplía con los requisitos de estatus. Sabio el tío Eugenio, se cambió de nombre y así pudo trabajar en la radio sin enfurecer a la familia. Y hasta hoy lo pasa regio.

Nadie estaba para divertirnos, eso corría por nuestra cuenta. Un día yo daba vueltas aburrida alrededor de mi mamá, y mis tías saltaron: se pasea como un perro enjaulado esta niña, ¿es que no tiene ninguna vida interior? La «vida interior». Me aterraba la sola idea de no tenerla, de que no se me diera espontáneamente, como las inspiraciones.

Antes que nada, nos enseñaron todas las buenas maneras.

No decíamos pipí ni caca, eso era vulgar. Hablábamos de uno y dos, respectivamente. Así sonaba más fino. Me costó mucho en el colegio, y luego en el mundo exterior, acostumbrarme a oír esos dos vocablos. Hasta hoy me parecen un poco ordinarios. Decíamos traste, nunca poto.

Era enorme la lista de las palabras excluidas.

Cada vez que nos bañábamos en la piscina de la casa o íbamos al río en el campo y debíamos lucirnos en traje de baño delante de los inevitables amigos de mis hermanos, mi madre nos gritaba, jurando que nadie sino ella hablaba francés en el mundo: «¡Attention avec ta figure!». Uno inmediatamente se incorporaba, se tapaba, asustada de estar mostrando o haciendo algo malo. Esto continuó por muchos años, frente a cada fiesta u ocasión de encuentro con el sexo opuesto, lo que siempre me produjo el temor de estar al borde del descontrol. Si no era así, ¿por qué me lo decía, entonces? Al menos mi mamá se rió el día que partí de luna de miel y Alfonso me gritó, fuerte y claro, delante de todos: Blanca, ¡attention avec ta figure!

La vida era, en una buena dosis, en francés. Cada vez que jugábamos con mis hermanos hombres a cualquier juego que incluyese corporalidad, saltaba mamá: «Jeu de mains, jeu de villains». Y nosotros nos separábamos inmediatamente, con villanos imaginarios en la cabeza que hacían algo raro con sus cuerpos.

Había un Jesús en el pasillo de la casa, ése del corazón llameante. Yo le tenía miedo. Le pedí a mamá que lo sacara. Me reprendió: debes ocultar el miedo, para así sobreponerte a él. Y durante años crucé ese pasillo aterrada. Hasta el día que vi la película Drácula y me traumaticé hasta tal punto que en las noches salía con un crucifijo por la casa, avanzaba por ese mismo pasillo con él en alto para alejar la posibilidad o la tentación de que Drácula nos visitara. Se me ocurrió incorporar al Jesús llameante a esta tarea. Fue entonces que mi padre, el único no afrancesado de la familia, me apodó «Miss Tragedy». ¿Fue sólo por lo de Drácula?

Amaba yo a mi padre, pero con cierta distancia. No imploraba su presencia como lo hacía con mamá, ni andaba rastreando sus olores por la casa. Para que me apreciara, le demostraba que yo era un ser espiritual. Para cada cumpleaños le regalaba un «Spiritual Bouquet»: diez Ave Marías, once Padres Nuestros, un Credo, cien jaculatorias (que eran más cortas) y dos rosarios. Algunas veces olvidaba los rosarios y cuando caía en cuenta de que aún no los había rezado, me sentía tramposa. Oré mucho por mi padre, y él sabía que yo era la que más rezaba de toda la familia.

Leía las Vidas Ejemplares, mientras Pía gozaba a la Pequeña Lulú. Las vírgenes se me aparecían por todos lados y preguntaba por ellas; nadie me daba respuestas. Sólo me quedaba claro que la virginidad se peleaba con la vida misma, como las heroínas de estas historietas. Por ello supuse que debía ser algo muy importante. Yo quería ser Genoveva de Brabante. En las ilustraciones tenía el pelo muy rubio y muy largo y se paseaba por el bosque, tan linda, con un niño en brazos. Entonces decidí por única vez dejarme crecer el pelo.

Nadie me enseñó nada, hasta que ese cura maldito me confesó. Yo no tenía más de trece años y estábamos con mi mamá en una iglesia que no era la nuestra. Fui a confesarme, como lo hacía siempre en la mía. Y empecé con mi lista, la repetía de memoria: he desobedecido, he dicho mentiras, me he portado mal, le contesté a mi papá, le pegué a mi hermano, olvidé mis oraciones… Y el cura me interrumpe: ¿No ha tenido malos pensamientos? ¿Qué es eso, padre?, le pregunté a través de los hoyitos en la madera del confesionario. ¿No ha tenido ganas de que un muchacho la toque? ¿No ha pensado cosas cochinas al leer una revista o al tocarse su propio cuerpo? No, padre. Pues, prepárese a combatirlos, hija, los malos pensamientos ya le llegarán. Salí asustada. Yo era inocente. Y obvio, él me dio la idea. Esa noche tuve mi primer «mal pensamiento». Éramos tan sanos todos, tanto que parecíamos tontos. Por eso odié que ese cura me introdujera posibilidades hasta entonces insospechadas.

Mi papá, dentro de sus actos originales, tomó por una época a una china como profesora, puertas adentro, una especie de institutriz. Creo que había una guerra, puede haber sido la propia revolución, no recuerdo, y la forma de cooperación con este país lejano era aceptando en nuestros hogares a algunos de los refugiados. La china pasó a ser el centro de atención de todos nosotros. Nunca habíamos visto una en la vida: otra raza nos significaba otro planeta. ¿Y cuál crees tú, Trini, que era nuestra máxima curiosidad? Saber si tenía poto. Nos dábamos tareas diarias: que Pía y Blanca se metan debajo de la mesa, mientras ella come y le miren debajo de la pollera. Así lo hacíamos. Veíamos oscuridad, ropas sin colores, unos calzones grandes y sueltos, no más que eso. Que la siguiéramos cuando fuera al baño. Obedecíamos, pero ella nos cerraba la puerta. Y mis hermanos se enojaban: ustedes no sirven para nada, nos decían. Hasta que Felipe y Arturo hicieron un pequeño orificio en la pared de su baño y lograron mirar estando ella dentro. (Como ambos eran hombres, a poco andar las prohibiciones quedaron para las mujeres y ellos se sentían muy machos por liberarse del léxico familiar.) Así es como volvieron gritando, muy impresionados: tiene poto, tiene poto, y mea igual que todas las mujeres. Con esto, el encanto por la china se desvaneció.

Un día en la playa, un grupo de muchachos hablaba sobre un tema que habían recién descubierto y que les parecía fascinante por lo oscuro, impreciso y misterioso: la menstruación. La mirada de estos chiquillos hacia nosotras contenía la pregunta que, por supuesto, nunca formularían: ¿sí o no? ¿Te llegó ya? Le preguntaron a Alfonso si Pía y yo menstruábamos. Él, muy serio, respondió: No. Mis hermanas no. A ellas no les pasa ni nunca les pasará.

Pía suele decirme que haber sido mujer, y además la segunda de las mujeres, es un poco reiterativo. Es que ser la quinta de seis hermanos es como no ser. Quedé en tierra de nadie. Las preocupaciones eran usualmente para los «grandes» o para «la guagua de la casa». Gracias a eso, Alfonso y yo gozamos de bastante independencia. Como dice Sofía, eso fue lo que nos salvó, el que nadie nos diera boleto. Pero a igual grado de independencia, la indiferencia. Nadie gritó de júbilo con mi primer diente, nadie registró mis primeras palabras ni guardaron mis primeros mechones de pelo. Nos obligaron a hacer juntos la Primera Comunión para capearse una ceremonia más y a mi confirmación – en la que por cierto me nombré Genoveva- asistió sólo mi abuela. Gracias a Dios entonces no existían las reuniones de padres y apoderados, seguro que nunca habrían asistido a las mías y en el colegio me habrían creído huérfana. ¿De dónde saqué yo la peregrina idea de tener diez hijos? Créeme que los habría tenido si hubiese podido. Cuando salí de la consulta del ginecólogo aquella primera vez que me habló de esterilidad, recuerdo haber tomado un taxi a la oficina de Juan Luis y haber llorado a mares todo el camino. Mientras creí que no podría nunca parir, me volví loca de desesperación. ¡Diez hijos! Pero ahora que te conozco a ti, me pregunto, ¿dónde habrías quedado tú, entonces?


* * *


Lo único aburrido de esta aventura de estar sola es beber sola. Con Victoria y Sofía nos conversaríamos el ron y el tequila.

Amorosas ellas, no quisieron estar ausentes de mis cuarenta años.

– Es imperdonable que te arranques en esta fecha.

– Nosotros te haremos una celebración privada antes que partas a Puerto Vallarla.

– En la casa del campo -propuso Victoria.

– En la casa del campo -accedí.

Y después Sofía me dijo: no es muy atinado el momento que eliges.

Tenía razón. Esa noche prendí la televisión, me golpearon unos mea culpa que traté de sentir sinceros. Cambié de canal y un militar se defendía. En el otro, un antiguo dirigente casi lloraba.

Se había dado a conocer al país el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación.

Sofía volvió al ataque: es un momento difícil para Victoria, debemos distraerla en lo posible. Vacila entre la ilusión y el desencanto, siente que los ojos están puestos sobre ellos, vuelve a revivirlo todo, pero siente que si esta vez pierde, la derrota es definitiva.


Fuimos las tres allí, con cerros, naranjas y Jacaranda. La señora Yolanda me mandó una torta de biscochuelo con manjar. Bernardo me regaló un dibujo de una mujer alta, delgada y rubia, sola entre los cerros verdes.

– Soy una vieja -sentencié. Ambas, mayores que yo, rieron.

– Ya conocemos la crisis -dijo Sofía-. Podemos anticipártela, que de algo le sirvan a las demás las miserias ya vividas…

– Pero el tipo de crisis depende de lo que se está viviendo en ese preciso momento, no todas son iguales -acotó Victoria, cortando un segundo trozo de torta-. Qué espanto, estoy a régimen y no he parado de comer…

– El caso de Blanca es sui generis. Sospecho que se está desordenando un poco.

– Claro, desordenada estoy…

– Parece recién allanada… -rió Victoria.

– En el fondo, Juan Luis me ha aislado bastante del mundo, ¿no creen ustedes? Qué poco le costó convencerme que mi casa era el mejor lugar. La armé como un útero-matriz. Y aquí he estado, calentita todos estos años.

– Juan Luis te ha rodeado de tantas cosas ricas, que no te ha dejado poner en duda tu modo de vida. Desde los viajes a la ropa de designers… Todo lo que una mujer supuestamente desearía. ¿Cómo va a aceptar él que tengas quejas?

– Pero igual me siento aislada. Cuando estábamos de novios, yo era una persona amistosa y Juan Luis no me compartía con nadie: todo hombre cercano era una amenaza. Sin embargo, él seguía visitando a sus amigas de antes, incluso las invitaba a salir de vez en cuando. La única vez que me rebelé -y lo planté- él se enfermó, amenazó con abandonar su carrera y partir al fin del mundo.

– ¿Y? -me miraban concentradas.

– Me sentí culpable y volvimos. Fue mi único momento de poder y no lo aproveché. Nadie tuvo que advertirme que sus leyes no eran las mismas para mí. Creo que sencillamente lo asumí como algo que formaba parte de la naturaleza.

– ¡Cómo nos han anulado nuestras diferencias! -exclama Victoria sofocada-. Anulado y subrayado.

– Lo más triste es que no paramos en esta búsqueda loca de reconocimiento, de simetría. ¡Y miren cómo nos va! -suspira Sofía, jugando con las blandas migas del pan amasado-. Acuérdense de esa frase de Octavio Paz: «La femineidad nunca es un fin en sí mismo, como la hombría» -un mechón castaño le cruza el rostro, ablandándolo.

– Mmmm…, me encantan esos zapatos, Sofía, ¿dónde los compraste? -casi no escucha la respuesta y continúa-. Volvamos a tus cuarenta años. Vamos descartando situaciones posibles…

– Ojo, no hay que descartar ninguna -avisa Sofía-. Nunca se puede cantar victoria, nunca. Pongamos de ejemplo a mi mamá. Iba tan bien, cumplió cuarenta en las más auspiciosas condiciones: a los cincuenta y cinco enviudó. El problema fue que su autonomía, su autoestima, su buena relación con el mundo, todo partió a la tumba junto con mi padrastro. ¿No les da la sensación de bluff?

– Y tú no le das mucha pelota…

– Es que hoy es bastante intolerable, tanto para sí misma como para los demás. Sus atributos fueron ciertos en la medida que los refrendó su marido. Por eso insisto: no se puede cantar victoria.

– No seas dura, Sofía -le pido.

– A veces más vale ser dura frente a las madres, Blanca, que quedarse amarrada a esos cordones umbilicales que estrangulan.

– No pienso en mi madre. Pienso en Trinidad, en cómo me verá en el futuro.

– Hagas lo que hagas, lo harás mal -se acerca a tocar la lana de mi sweater, hace un gesto de aprobación y continúa-. De algún modo u otro, uno lo hace mal…

– ¿Crees tú?

– Nuestras madres hicieron tantas cosas mal con nosotras y no las perdonamos. Hemos hecho un esfuerzo por ser distintas, pero igual fallaremos, desde otros puntos de vista. No te hagas ilusiones: ser mamá y cagarla con los hijos es la misma cosa, aunque las formas cambien de generación en generación.

Se me apretó el corazón. ¿Cuáles cobros me haría Trini en su adultez? ¿Cómo evitarlos? Pero Sofía parece estar convencida de que es irremediable. Con la punta del cuchillo le sigo la huella al manjar blanco y distraídamente me lo voy comiendo.

– Igual -prosigue Sofía- me arrepiento de no haber tenido hijos con Alfonso. Él ya tenía los suyos y yo los míos, bastaba. Estaba tan imbuida en sacar adelante mi proyecto personal, en ser alguien. Hoy, no quiero ser nadie. Vengo definitivamente de vuelta. Y ya es tarde.

– Al menos tienes marido -la consuela Victoria- y más encima amante y fiel -se me acerca-. ¿Qué crema estás usando? No tienes ni una arruga…

– Clinique… ¿Hasta qué edad vivirán los hombres pendientes del sexo? -pregunto, preocupada si era aún tiempo de que Juan Luis me fuese infiel, cosa que jamás haría Alfonso.

– Qué ingenua -ríe Sofía-, los hombres viven pendientes del sexo sólo en la adolescencia. Luego lo combinan bien con el afán de estabilidad y poder.

– ¡Mentira! -dice Victoria con picardía.

– No te engañes -le responde Sofía-. Los hombres a los cuarenta y cinco no buscan amantes por razones sexuales. ¡Buscan oídos! Y las esposas ya les han prestado tanto, que no quieren más…

– ¡Por Dios, cómo necesitan ser escuchados! De hecho, las mujeres de más éxito a esta edad no son las más regias, sino las que aparentan estar más interesadas en oírlos -Victoria y Sofía siempre se están interrumpiendo.

– Claro, y como las propias dejan de hacerlo, ellos se buscan otra, pero no para la pasión. ¡Buscan oreja, Blanca, no poto!

Nos volvemos a servir café, ya nos hemos comido casi todo. Y yo que pensaba que los días de Juan Luis parecían tanto más largos que los míos. Cuando nos encontramos al final de la jornada, el relato del mío cabe en un par de minutos. No así el suyo, extenso, importante. A veces me da tanto detalle y yo pienso para mis adentros, apúrate, Juan Luis, apúrate que se me va a notar. ¿Qué pasaría si su grandilocuencia no tuviera receptor? Sin embargo, cuando algunas noches a mí me vienen las ganas de conversar, no de cosas precisas, sino de divagar, como uno lo hace con las amigas, él me mira impaciente y me dice: sintetiza, Blanca, por favor. No resiste las conversaciones sin dirección. Es como su forma de caminar. Juan Luis siempre camina como si fuese a alguna parte, los hombres siempre suelen ir a alguna parte y por eso a Juan Luis no le gusta caminar conmigo.

Él cree firmemente en la eficiencia. Me irrita esa creencia suya.

– No nos vayamos por las ramas -reclama Victoria- todavía no nos metemos en los cuarenta años de Blanca.

– Veíamos qué posibles crisis se podrían descartar -les recordé, emocionada de ser alguna vez yo el objeto de atracción.

– La del rat race -dice Sofía.

– ¿Qué es eso? -pregunta Victoria.

– La desesperación u obsesión por la carrera. Las que llegaron atrasadas a este tema y hoy venden hasta sus madres por conseguir lo que no se les dio a tiempo. Tienen un sólo objetivo en mente: ponerse al día con lo que no fueron.

– ¿Como el caso de la Eliana?

– Exactamente. No importa que no la conozcas, Blanca, es amiga nuestra, pero ya no nos toma en cuenta porque no le servimos -se ríe Sofía, tomando el último sorbo de la taza.

– Su marido la está acusando ahora de feminista -Victoria suelta su típica carcajada.

– ¿Sabes? A mí no me llega como feminismo tardío, más bien me suena a neoliberalismo desatado.

– Yo prefiero a la Rebeca. A los cuarenta concluyó que la vida no tenía sentido. Según ella, se desgastó los treinta y nueve años previos buscándolo. Ahora, me dijo, estoy en otra: todos los sentidos eran mentira. ¡Qué gran alivio saberlo! Puedo ver tranquila la televisión.

Levantamos la mesa, nos atropellamos un poco. Victoria continúa.

– No te asustes, Blanca, si la vejez es solamente no resistir que la saquen a uno de su rutina. Y amanecer siempre cansada. Nada más.

– No -le contesta Sofía-. Mi teoría es que la vejez es la pérdida del control. Como se comienzan a soltar los esfínteres, se suelta todo lo demás…

– ¿Qué dices? -me da risa.

– Si antes controlaste tu mal genio, en la vejez explotará. Si tuviste miedo a la pobreza, el descontrol te llevará a la avaricia y así… un puro problema de control. O para ser mas precisa, de agudización de los descontroles.

– Al menos, jurémonos perder el control juntas y acompañarnos. Como mi tía Perla, tiene setenta años y con un grupo de antiguas amigas va a las Termas de Chillan cada año, nada de hijos anexándolas a sus propias vacaciones. Se instalan en las termas y no paran de jugar a las cartas. Comen como locas, se ponen al día de su año, hasta toman trago. Pero lo central son las cartas: juegan de cuatro de la tarde a nueve de la noche, y ahí, ¡santas pascuas! como decía mi abuela. Son nueve las viejas. ¿No lo hallan sensacional?

– Mi madre me contó una vez que a los sesenta ella seguía teniendo la autoimagen de los treinta -comento-. Con espejo al frente y todas sus evidencias, no había caso, se seguía imaginando de otra edad de la real, viéndose a sí misma distinta a como la ven. Es patético, parece que nunca se asume.

– Podemos terminar todas de Baby Jane, a lo Bette Davis.

Sofía apenas escucha a Victoria, sumida en sí misma.

– ¿Qué piensas? -le pregunto.

– Pensaba en cuándo, cuál fue el momento que crucé esa línea invisible de la juventud a la edad mediana. Y concluí a propósito del patetismo -la interrumpe su propia risa- que fue el día en que los hombres sentían que me hacían un favor al acompañarme, y no viceversa.

– Esa es una interpretación tuya. Pía dice que para ella los cuarenta fue estar por fin en una edad en que le respondían las llamadas telefónicas. Por fin un ser respetable.

– Para mí -intervino Victoria- fue aprender a decir que no…

– ¡Uf! ¡Si sacáramos la cuenta de la cantidad de síes que debieron ser no! -intercala Sofía.

– Cuántas veces me fui a la cama sin las ganas suficientes por no atreverme a negarlo, casi por un problema de buenas maneras… Como me pasó una vez, cuando el papá de una amiga me empezó a toquetear y yo consideré «mal educado» de mi parte mandarlo a la mierda…

– Yo espero con mis cuarenta atreverme a decir un par de no domésticos. ¡Tengo tanta casa sobre los hombros! -ésa, evidentemente, soy yo.

– Eso es culpa tuya, tú has dejado que así sea -me responde Sofía y agrega mientras me observa levantarme del sillón- qué envidia tu flacura…

– Estoy igual, no he bajado de peso…

– Me recuerdas a una amiga de mi mamá -interviene Victoria-. Su marido debía levantarse muy temprano cada mañana y desde la cama mandaba a su mujer, que también estaba acostada con él y que no debía levantarse a trabajar, a calentarle la taza del water porque a él le daba frío hacerlo. Ella iba y se instalaba un buen rato, sin mear ni cagar, instalándose no más… Cuando el marido sentía la voz de su mujer que le gritaba «¡Pedro, ya está!», él comenzaba con su primer rito del día.

– ¡Exageras! -dije riendo, pero muy luego me acometió el tono reflexivo-. Aunque no sea como esa vieja del excusado, mi caso no tiene vuelta… Tipo Luis XIV, la casa soy yo.

– Siempre ha sido igual, las mujeres son las casas. Los hombres sólo entran y salen de ellas -dice Sofía, luego sonríe-. Una buena tele es mucho mejor que una mujer, decía Alfonso cuando se separó. Sin embargo, como todo separado, entraba a su departamento y prendía luces, radio, tele, todo al mismo tiempo.

– Pero para ti es harto más aliviado que para Blanca…

– ¿Aliviado? Escúchame esto, Victoria: ayer estaba yo en una reunión, llena de importantes ejecutivos que necesitaban una asesoría para el personal de su empresa. La secretaria me avisa que hay una llamada de mi casa. Tomo el teléfono. «Señora, ¿cuántas bandejas de carne molida trajo? Encuentro una no más y no me alcanza para el pastel». Y yo «No importa, Rosa, hazla con una y agrega más papas». Corto la comunicación y miro a los empresarios como si nada y digo: «Entonces, íbamos en…». Por la mierda, ¡si tú crees que me salvo!

– Entonces, si no te salvas tú, no se salva nadie… -le contesta Victoria, mirándola risueña. Se levanta del sillón y da unos pasos de baile por la sala.

– Me gustaría ser hermafrodita por un rato. ¿Se acuerdan de ese engendro tortuoso y blanquecino de Fellini Satiricón? -hace muecas Victoria-. No, como él, no. Un hermafrodita glorioso que gozara paralelamente los dos lados. O sea, quisiera ser un hombre y gozarlo, pero sin perder mi perspectiva de mujer.

Sofía la mira y se prepara un trago.

– Lo que es yo, asumí mi edad. No me pasearé nunca más en pelota delante de nadie que no sea Alfonso, no usaré más traje de baño en público, y por pretenciosa, no por moralista, no tendré más en mi vida un romance. Alfonso y punto.

– Claro… Un escorzo desnudo cortándose las uñas de los pies puede haber sido una hermosura años atrás. Las bailarinas de Degas no deben haber tenido más de veinte.

– ¡Ya no! -repite Sofía-. Ya nada relacionado con el cuerpo es bello. Nadie debe verlo sino yo. Lo otro es indecente.

Se levantó desperezándose y cuando le llegaron los primeros acordes de Los Prisioneros cantó con ellos y agarró vuelo con su estrechez de corazón. La siguió Victoria. Mientras ambas cantaban, hice un inciso en la celebración de mis cuarenta años y me fui a ese recital de los Inti Illimani al que me llevaron. No quería ir y me convencieron que al margen de las connotaciones políticas, eran estupendos músicos, que juzgara por mí misma. Las vi emocionarse, cantar, vibrar y aplaudir. Incluso, en una canción determinada, Victoria lloró y no me atreví a preguntarle por qué. Pero había pasión en ellas, eso les provocaba los Inti Illimani. El público entero tenía pasión. Me sorprendió esa capacidad de gozar como un solo gran cuerpo, de apasionarse colectivamente. Pensé en ello por días. Concluí preguntándome -sin dramatismo- por qué la pasión no era una de mis pertenencias.

Mientras las miraba bailar, sentada pulcramente en el sillón, con timidez le estiré la manga a Sofía y le hice la estúpida pregunta.

– Entonces, Sofía, ¿cuál sería la forma correcta de ser mujer?

Y la sonrisa compasiva de Sofía.

– Ninguna. O todas.


* * *


Diluida siempre, disuelta y diseminada, camino por ese sol descabellado y me cuento, hubo una vez un verde, un preciso verde que yo confundo, pues miro los jacintos y se me vienen encima y los jacintos son azules y era esmeralda el verde aquél, ese verde que hablaba de la Blanca luminosa.

Estirarse hacia el sur. Hacia ese verde. Pero llegará Juan Luis de un momento a otro. Llegará Juan Luis a pedirme que parta con él lejos de ese sur.

Llegué al hotel y encontré su recado. Que me fuese a Nueva York, que nos encontráramos allá. Ese fue el momento en que empezó la vorágine. Miro para atrás y decido que es cierto. El vértigo: allí empezó y no se detuvo más. Nunca más.

Me despedí de Puerto Vallaría en la mejor de las formas: pedí una botella de Veuve Clicquot, Juan Luis no vería sino el resumen de la cuenta final en la tarjeta de crédito y no sospecharía que yo pedí el champagne más caro sólo para mí. Me fui con la botella y una copa de cristal azul, hecha a mano como sólo las hacen las manos mexicanas, y me tiré en la arena frente al mar. Poco a poco esta maravilla atravesó mi paladar, llegó a mi boca y a mi garganta, asaltándome con codicia. Ganas locas de compartir con el Gringo, de darle a probar, de contarle que el ángel de Blanca está botado frente al mar con champagne hasta en las orejas. Ganas de echárselo en la boca y de comentarlo en seguida. ¿Por qué será que con los amantes uno lo comenta todo y con los maridos nada? ¿Se dará por sentado dentro del matrimonio que cada uno conoce las percepciones del otro y no vale la pena verbalizarlas? Siempre que Juan Luis y yo volvemos de una comida lo hacemos en silencio, aunque ambos tengamos mil pensamientos en la cabeza. Con el Gringo, en cambio, cada cosa que vivimos juntos es tomada y analizada por los dos en sus mil detalles. Parece que esa es la ley: la palabra para los amantes, el silencio para los esposos. Pero como nadie me ha enseñado ni preparado para este tema, tengo una duda grande: ¿ese silencio es el silencio pleno de palabras que sobran o es el silencio gastado del cansancio? Me despido del mar.


* * *


Tomo mañana el avión a Chile. Juan Luis se queda aún un par de días en Nueva York. Hice exactamente todo lo que me pidió. Sueño con besar a mis hijos, con liberar a mi pobre madre de su cuidado (como me dijo por teléfono, ¿no te ibas sólo por una semana?), sueño con abrazar al Gringo y contárselo todo y no quiero esperar un momento más. Los dos días que le quedan a Juan Luis en este país me parecen mucho tiempo. A veces dos días pueden ser eternos.

Luego de Puerto Vallarta, Nueva York me resultó más monstruoso y enorme que de costumbre. El movimiento de la ciudad y de Juan Luis no paraba. Central Park. Que viese la casa, que dejásemos todo listo, que conociese a la gente con quienes trabajaría y ojalá a sus esposas, que él se trasladaría casi de inmediato (yo podría tardar un poco), que viera los colegios de los niños, que los containers, que la elección de los muebles. Todo preparado para enfrentar este «proyecto familiar».

Dejémonos de cosas, Blanca, me dije muy seria frente a la estatua de Alicia en el País de las Maravillas, tú nunca te separarás. No sigas jugueteando con ideas adúlteras, Juan Luis es tu marido y ése es un dato inamovible. Ya verás cómo te las arreglas con tus locuras y ese hombre extraño y ajeno que se ha apoderado de tu voluntad. Y aunque apoderado esté, es y seguirá siendo extraño y ajeno, nada tiene que ver con tu mundo y con tu vida. Están tus hijos, y por último, está Dios. Hay ciertos sacrificios que ni siquiera se piensan dos veces. Nunca has ponderado el abandonar a Juan Luis, nunca aceptarás la idea de ser una mujer separada, por nada del mundo. Entonces, ¡basta!

Mi voluntad es nula.


* * *


Basta de huevadas, Blanca. ¿Hasta cuándo?

Tú sabías. Y si no lo sabías, debieras haberlo sabido.


El día en que Victoria, con su maravillosa candidez, te preguntó.

– ¿Qué es la decencia, Blanca? Tú respondiste seria.

– Sólo esto: una suma de detalles.


Luego escribiste con tu tinta negra: es barrer toda hojarasca.


Escúchame, no puedes seguir en el limbo: existen el cielo y el infierno. Incluso tienes la opción del purgatorio.


Tú me asignas a mí la responsabilidad. Fui la culpable de reunir a la Blanca displicente del Chile intocado con la trágica Victoria del Chile herido.

Y de contrastes no quieres ni saber.


Ese día, el más importante en años para la familia de Victoria, el día que fueron a declarar… ¿Recuerdas cómo se arreglaron? ¿ Recuerdas el traje sastre impecable de la señora Yolanda, guardado años en el ropero para una ocasión como ésta? ¿Recuerdas cómo les repartimos Tricalmas, medio Tricalma por cabeza? ¿Te acuerdas cómo te enojaste con Lorena ese día y cómo te agradeció Victoria el que te hicieras cargo? ¿Te acuerdas que estaba volada y no quería asistir y antes que su madre la viera, tú la llevaste al baño, la obligaste a mojarse la cara, a maquillarse, a despertar del letargo? Y tú llegaste en el Peugeot, despachaste el taxi que ellas habían contratado y las subiste como si fueran a un matrimonio. ¿Recuerdas cómo Victoria se tomó su pelo inmenso, cómo se despejó la cara para dar mejor impresión a los abogados y a la Comisión y te preguntó ansiosa, dime, Blanca, con el pelo así, me veo más respetable? ¿Recuerdas el efecto de la bandera chilena, y el orgullo de la señora Yolanda? Ella iba a declarar ante el Estado de Chile, no a una comisión más de derechos humanos, nacional o internacional. Esta vez iba a contar su historia al primer organismo público de su propio país después de todos estos años. Ella te lo dijo, ¿ recuerdas? Por años he esperado este momento, es toda la diferencia, Blanquita, contarles mi historia a ellos que a cualquier otro. Por eso voy cargada de papeles y evidencias, por eso quiero a la familia completa conmigo, porque, entienda, Blanquita, ¡por fin una historia oficial!

Y se bajó del auto como la mujer más digna que jamás haya visto, digna y orgullosa: de su marido, de su pasado, y llena de esperanzas de limpiar al fin su nombre.


¿Cuánto tiempo llevas, Blanca, siendo cómplice de historias de horror y borrándolas luego de tu memoria para dormir tranquila, para no pelear con Juan Luis, para trabajar intacta en tus beneficencias, para seguir como siempre, sin un conflicto, viviendo en esa familia tuya, aferrada a su espléndida levedad?

Para que la próxima vez que Pía te diga, con cara de hermana mayor con trotadora, «Sofía no tiene ningún sentido de las conveniencias», tú puedas seguir asintiendo.

Las evidencias te enrostran, no te dejan salida. Sin embargo, tú continúas con el discurso ese: Victoria sí, el país no.

¿El Gringo te ha contado que nunca se duerme sin recordar los ojos de su amigo cuando moría a su lado? Si no te lo ha contado, podrías sospecharlo.

Por favor, deja fuera las consideraciones políticas u ideológicas que tanto detestas. Se trata de humanidad. Yo sé que el Gringo te habla a ti en otro lenguaje. El Gringo nunca usa términos políticos como lo hacemos Victoria y yo. Lo concreto de tal lenguaje le parece casi procaz, viviendo él en la sutileza o la sofisticación de sus libros. O quizás se siente amenazado si lo sacan de la abstracción.

De todos modos, Blanca, no importa qué lenguaje hable el Gringo contigo. Tú sabes lo que él vivió, una experiencia límite: la tortura. Sé que has decidido eliminar esa palabra de tu léxico. Si no la conocías antes, menos quieres conocerla ahora. Pero existe.

Ese hombre que amas fue sometido a una experiencia extrema de dolor físico y síquico con el objeto de quebrarlo. Es mentira, Blanca, que lo primordial de la tortura sea sacar información. Lo primero es la destrucción. En mi profesión le llamamos «el colapso de las estructuras del yo». Y este colapso se vive diferente cuando es causado por la mano del hombre. No te hablaré de sicología, quiero hablarte de lo que el Gringo no te dice. Quiero que caigas en cuenta de lo que le pasó a ese cuerpo tan hermoso. :

En la tortura, el Gringo estuvo furiosamente solo e inerme. El mundo interno y externo se confundieron en su cuerpo deshecho. No tenía cómo defenderse ni a quién recurrir; su vida y su muerte dependían absolutamente del torturador, quien se convirtió en su único referente disponible. Esto lo humilló y su involuntaria dependencia le generó culpas. Por eso silenció para siempre una parte de lo allí vivido.

Es muy difícil, Blanca, hablar sobre la tortura. Yo lo sé bien por mis pacientes, no en vano me he especializado en estos temas. Ni la vergüenza ni la negación son suficientes para explicar lo que encierra este silencio. Aunque una parte de la tortura se transforme posteriormente en palabras, hay otra parte que sencillamente no puede ser expresada. No hay lenguaje. El Gringo guarda adentro una cantidad de horror imposible de ser dicho. ¿Has tratado de imaginar, tú, que a todo le haces el quite, qué habrán hecho con él esas mujeres que lo torturaron? ¿Lo has pensado alguna vez, mientras lo acaricias? Y ese horror le tiene que haber salido más tarde, por otros lados de sí mismo. El dolor que no pudo ser hablado buscará otro lenguaje que no sea la palabra.

Yo sospecho, Blanca, que la capacidad de hablarlo protege un poco el cuerpo. Recuerda que no fue éste su tema cuando declaró ante la Comisión: allí habló de la muerte de su amigo. Es probable que en todos estos años nunca haya dicho una sílaba. Quizás seas tú la destinada a escucharlo.


Vuelvo a Victoria. Cuando te dijo, ¿sabes, Blanca, lo que significó para mí la llegada de la democracia? Que la desaparición de mi papá se hiciese realidad. Nunca soñé tanto con él como en esos días. Me vino de golpe un convencimiento de que estaba vivo. ¿Cómo podía yo aceptar realmente que estaba muerto si no fui capaz de encontrarlo? Es como si yo misma lo hubiese matado.

Luego nos dijo a ambas: somos los leprosos de este régimen. Eso nos dijo. Y tú, mi Blanca, eres como esas monjas del medioevo. Alimentaban a los leprosos, pero les tiraban la comida con los baldes a sus cuchitriles. No entraban.

Tampoco tú quieres contagiarte.

Tampoco quieres ver, con tu mirada esquiva, que al desaparecer, la muerte del padre de Victoria, de ese Bernardo de los bigotes y de la mirada suave, es una muerte múltiple, inacabada, fragmentaria e interminable.

¿Quieres sumarte también tú a esa mayoría silenciosa, la que no quiere saber?


Tú supiste mucho más de lo que habrías elegido, ¿verdad? Fuiste sabiendo, por ejemplo, por qué un niño inteligente como Bernardo fallaba en el colegio, ese preciso año, en el momento exacto de la Comisión de Verdad y Reconciliación y no en otro. Sabías que la familia entera, marcada por la pérdida y el trauma, se estaba destruyendo y te hiciste la lesa. Trataste a Bernardo como a un niño común y corriente, como si aquel impreso con la cara de su abuelo no le velara el sueño.

Tú estabas con nosotros, antes de partir a Puerto Vallaría, ese día que el Presidente dio a conocer el Informe al país. Nos reunimos todos en casa de Victoria, nos programamos para estar juntos ese día. Te arriesgabas a una fuerte pelea en tu casa, pero por primera vez pareció no importarte. Querías vivir ese momento en Avenida Grecia, en ningún otro lugar. Me di cuenta de que no cederías ante Juan Luis, que el Gringo no te esperaría en vano, que algo creíste recobrar de una Blanca que alguna vez pudo haber sido.

Nos sentamos frente al televisor, ya no los dos aparatos -uno de sonido y otro de imagen-, sino el que tú llevaste en forma casual un día, diciendo, no quiero que Trinidad tenga televisión en la pieza. Victoria, quédate tú con ella por mientras, en tu modo fino e imperceptible. Te sentaste pegadita al Gringo y fue la única vez que te atreviste -olvidándote, quizás- a no guardar apariencias. Te vi tan conmovida ese día, dijiste más tarde, por fin, el informe terminó, ahora todo cambiará y Victoria y el Gringo y los demás serán más felices. Pero al día siguiente te lo negaste y hoy vuelves a tu país para comprobar que nada ha cambiado.

Y ahora el Gringo te espera, pero no como tú esperarías que te esperara, y te dirá al oído,… y si contemplas llorando las estrellas y se te llena el alma de imposibles, es que mi soledad viene a besarte…


* * *


Aterrizando en Santiago, toda la oscuridad de la ciudad y su inmundicia me envolvió.

Santiago. Yo no había leído un solo diario frente al mar, venía de otro mundo, asoleado y ensimismado. Lo he hecho por primera vez en el avión. En mi ausencia hubo un asesinato -otro-. Los matutinos me ló dicen, no se habla de otra cosa. En casa veo el noticiero en la televisión. ¿Y el Informe Rettig? ¿Es que ya nadie lo recuerda? No entiendo nada.

Llamo a Sofía. Sí, el Informe enterrado. Un solo asesinato borró los otros miles y miles, me dice. Pero, ¿cómo lo lograron?, pregunto. Sofía me insiste, con la voz cansada, que así fue. Parece que el horror del país no duró.

Todo me pareció confuso, caótico. Hasta el aire de ese otoño.

Anunciar mi partida a Nueva York, abandonar mi país contra mi voluntad, dejar al Gringo desgarrándome el corazón. (Vendré muy seguido, Gringo, no te dejaré, debes esperarme.)

Un caos.

Voy a Avenida Grecia. Del escepticismo a la tristeza, a la tristeza total.


Victoria se apena un poco más cada día; todos a su alrededor se apenan un poco más cada día.

Victoria ronda desconcentrada por las calles; todos a su alrededor rondan desconcentrados por las calles.

Victoria pierde vitalidad; todos a su alrededor pierden vitalidad.

A Victoria la maltrató la esperanza, esa esperanza que se le estancó en el cuerpo; el cuerpo de todos a su alrededor está maltratado por la esperanza que se estancó.

Victoria sabe que el momento ya pasó y que nada ocurrirá; todos a su alrededor saben lo mismo. Y la culpa y la pena los envejecen.

Victoria está envejeciendo.

Como me lo dijo ella misma hoy día, soy un animal herido y corro lejos de la horda que me ha dado la espalda.


De Avenida Grecia vuelo a casa, paso por el departamento del centro de la ciudad y nadie me abre la puerta. Quiero ubicar al Gringo como sea. En la esquina de mi calle veo un tumulto, gente y policías. Freno rápido y me bajo del auto. Es Honoria quien está en el suelo. Han atropellado a Honoria y nadie hace nada. Le grito al carabinero y el carabinero me mira raro, es una empleada doméstica, me dice. Le pregunto si han llamado a la ambulancia. Sí, a la del Hospital Salvador, aún no llega.

– ¿La ambulancia del Salvador? Pero si estamos en San Damián, no llegará nunca. ¿Por qué han llamado a un hospital tan lejos? ¿Por qué no a la Clínica Las Condes, aquí al lado?

– Por que no nos consta que alguien vaya a responder.

– Llame a Las Condes, de inmediato.

Me obedeció como si fuera mi asistente. Entonces me acerqué a Honoria, no, no era grave, pero mi Honoria estaba herida. Y al lado, el chofer de un militar, el que la había atropellado.

– Luego hablaré con usted. Le ruego que pase por mi casa esta noche, tengo todos sus datos.

La ambulancia llegó al instante y partí con ella, abrazando su cabeza. Le toqué su piel de pergamino, no había aceite posible para mis yemas. El doctor de turno en urgencias me abordó, aterrado que nadie fuera a pagar por esta mujer.

– ¿Es usted su patrona?

Lo miré fijo.

– No, soy su hija. Me miro rarísimo.

– Apúrese, atiéndala.


En la noche, ya con Honoria en casa y todos cuidándola, llegó el chofer que la había atropellado. Pidió perdón y me dio las explicaciones del caso.

– Yo no soy culpable, señora, Dios lo quiso así.

– ¿Cómo? ¿Dios quiso que Honoria fuera atropellada y usted no tiene ninguna responsabilidad?

– Así es, exactamente, señora. Esto ha sucedido porque Dios lo ha querido.

– Váyase. Váyase, por favor, no tengo más que hablar con usted.

Dios. Lo único que faltaba. Y la amargura se me hizo en la boca. ¿Nadie era culpable de nada? ¿Todo lo ha querido la voluntad de Dios? ¿Y la impotencia del Gringo? ¿También la quiso Dios?


El accidente de Honoria no me permitió ver al Gringo ese día. Al siguiente ella estaba de buen ánimo y guardar cama por su pierna enyesada no le pareció un calvario. Dejé a la otra empleada, la mamá de la Jenniffer, a cargo de ella y de los niños y partí.

– ¡No sé a qué horas vuelvo! -fue mi despedida, fingiendo una voz casual. Noté la mirada fría de Jorge Ignacio-. En Estados Unidos estaremos juntos día y noche, ahora debo ver a la gente que no irá con nosotros.

Partí sin mirar atrás. No quería sobre mí el hielo de esos ojos, y me fui pensando que en el futuro no habría nunca hielo, a costa de mi sacrificio, nunca hielo, tonta Blanca.


Llegué a casa del Gringo, apurada por devorarlo.

El abrazo fue el más apretado que nunca recibí. Hasta dejarme exangüe. Sus brazos fuertes me enjaularon, me sujetaron, me aprisionaron, me contuvieron. Y en ese instante estuve segura que hasta el final de mis días reviviría ese abrazo. Yo me entregué a la euforia de la bienvenida, sabiendo en mi interior que hablaríamos de despedidas. Pero creí que solamente lo haría yo.

– Ven, mi amor, te llevaré al lugar que más quiero, vamos a mi casa en el campo.

Debíamos estar juntos allí, necesitaba que la madera de mi casa lo acogiera, necesitaba que él me confirmara en ese lugar.

Manejé por el camino de mi niñez, y cada partícula de aquella materia volvió a vivir, sólo porque él la miraba conmigo.

Abrí la botella de vino mientras ardía el fuego de la chimenea en mi dormitorio. El atardecer fue el más limpio de cuántos recuerde. El Gringo tocó las naranjas y los limones, olió el azahar y miró los cerros, como si bautizase mi tierra.

Le dije que el verde de la mesa de pool era el de sus ojos y sonrió. No me preguntó por qué tenía esa mesa ahí. Tampoco le conté que la había comprado para entusiasmar a los dos hombres de mi casa, pues ellos no amaban este lugar mío. Se aburrían en él, les hacían falta tantas cosas. Ingenua, pensé que la mesa de pool podría suplirlas. Vinieron un par de veces para que me pusiese contenta y no volvieron. Trinidad y yo en el campo, Juan Luis y Jorge Ignacio en la ciudad.

Cuando nos acurrucamos al lado del fuego con el vino tinto, él prendió ese cigarrillo. Adheridos, como si nos hubiesen cosido, atado, alguna parte del cuerpo sujeta, eslabones uniéndonos. Entonces me lo dijo.

– También yo me voy, Blanca. Me voy a Australia.

– ¿Qué? -era como si me dijese que se iba a Marte, no, nadie podía irse a Marte.

– No tengo nada que hacer aquí. Lo he pensado largo, no quise contártelo hasta tener la seguridad…

– ¡Pero cómo puedes irte si me quieres…!

– ¿No te vas tú a Nueva York?

– De acuerdo, pero estaré viniendo, lo haré por ti…

– Blanca, Blanca, no nos mintamos. Nada es tan fuerte en ti como tu propia tradición. Vendrás a Chile porque tu clan estará aquí, porque este campo estará aquí, y además porque estaré yo. ¿Es cierto o no?

Lo miré dubitativa.

– Sí, es cierto.

– Créeme, si tú hubieses sido otra, me habría jugado por Chile, por quedarme. Pero no eres esa otra ni yo quiero que lo seas. Me enamoré de ti, y lo asumo.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque primero estarán siempre tus hijos y tu marido, porque nunca lo dejarás. Porque incluso frente a Nueva York has sido incapaz de decir no. No lo dirás nunca, Blanca, ¿verdad? ¿Vale la pena quedarse, entonces? Recuerda que no tengo anclas y que además, este país me duele. Dos razones para seguir dando vueltas por el mundo.

– No te vayas, Gringo. No me dejes.

– ¿No te das cuenta que ya me has dejado tú a mí?

– Es que Australia está tan lejos. Por lo menos si eligieses otro país…

– Es su lejanía lo que me arrastra hacia ella.

– ¿Tiene esto que ver con el Informe y con la pena de los demás?

– Te dije que me dolía este país, si a eso te refieres. Unos instantes de silencio, yo le seguía concentrada los pasos a su respiración.

– Este país está insensible, porque no puede más, porque el daño ha pasado a ser parte de él, y ha construido su orden sobre este daño.

– No hables de país, hay de todo…

– Se convivió con el horror tanto tiempo, Blanca… -sus dedos largos cruzan con suavidad mi cabeza y se sumergen en mi pelo, su mirada se ha puesto ausente- Hubo que negar este horror y excluirlo para resistirlo.

Lleno su copa otra vez, también la mía, si pudiera empaparme de vino entera.

– Soy un ser que vaga, y eso siempre lo supiste.

– Pero, ¿por qué te fuiste la primera vez? ¿Porque te habían detenido?

– Me fui por el mismo horror del que te hablo. ¿Cómo lo hacía para reconocerlo y sobrevivir simultáneamente? Creí que el aislamiento y el encierro en mí mismo podrían evitar el sentirme siempre amenazado. No todos lo vivieron así. Hubo muchos a quienes su compromiso salvó. Las causas sostienen…, pero yo no tuve más causa que mi propio miedo. ¿Sabes, Blanca? -juega siempre su mano con mi pelo y se la tomo, restregándola, fijándola, no se vaya a ir esta mano-. Esos años en el Sur, en Aysén… me dediqué a expulsar de mi mente todo lo siniestro… temí en algún momento de conciencia convertirme en un sicópata. Programé mi exclusión del mundo, hasta convertirme en un apático, en un indiferente.

– Pero, dime, Gringo ¿por qué no la peleaste?, ¿por qué te dejaste destruir?

– No tuve la capacidad de elaborar la tortura…

– ¿Y porqué no pediste ayuda? Victoria me ha contado… dice que los sicólogos han ayudado a otros…

– Supongo que se necesita un mínimo de autoestima para eso… y yo no la tenía…

– ¿Y quién paga por todo eso?

– El cuerpo… siempre un lugar simbólico.

– Ese cuerpo que me va a dejar…

– Perdón, mi amor, pero debes comprender: para esperar cualquier cambio de verdad, habría necesitado recordar, sentir, llorar. No pude -se suelta de esta jaula que son mis manos, me toma el rostro con las suyas y me clava el verde con infinita ternura-. Me perdí a mí mismo.

Miramos los dos al fuego como si el fuego nos diese una escapatoria, como si en las lenguas naranjas pudiésemos encontrar alguna respuesta. Gringo, mi Gringo, qué te han hecho, qué te hicieron, mi amor, dímelo, por qué te ocurrió todo esto, habla que mi corazón se va a partir, habla de una vez, Gringo, cómo sanarte, no resisto tu pena, no la resisto…

Y entonces dijo aquello, por segunda vez desde que nos conocíamos, nombró esa palabra que nos taladraba, esa palabra que sólo se pronunció hace mucho tiempo atrás, cuando conocí el departamento del centro de la ciudad.

– Mi impotencia es mi único lenguaje del dolor. Quizás podré sanar el día que elabore este duelo.

Enterré mi cabeza en su regazo y cerré los ojos llenos de él.

– Princesa mía, al menos quiero que lo sepas: has ayudado en este proceso. Has ayudado, con tu ignorancia y tu ingenuidad, has ayudado mucho más de lo que tú misma sospechas.

Nos besamos y en ese beso se nos fue la vida.


Mi cama allí era mi cama y por eso pude tenderme con el Gringo en ella, sin culpa ni traición. Lo desvestí como si fuese la última vez y lo toqué con verdadero frenesí. Nos acariciamos largo, largo como sólo un hombre y una mujer que saben de carencias pueden hacerlo. Recorrí su cuerpo besándolo parte a parte, centímetro a centímetro, no fuese a quedar un solo pequeño espacio que no llevara la huella de mi boca. Sentí que su miembro se endurecía más de lo habitual y lo adoré por eso y lo besé y lo lamí con el amor más grande de la tierra. Volvió su cuerpo sobre el mío, de nuevo es ese abrazo hambriento y abrí mis piernas sujetándolo sobre mí. Dije palabras que nunca había pronunciado, que no sabía siquiera que supiese, que tampoco sabía que había llegado a sentir, que nunca estuvieron en mí con anterioridad, todas las palabras que se pueden decir y todas me parecieron legítimas y suyas y verdaderas y reales. Tuvo una mirada nueva mientras nos acoplábamos y sin darnos cuenta, como si ambos fuésemos otro, empezó a penetrarme. Lenta, muy lentamente. Nunca su dureza llegaba al punto de poder hacerlo y yo -en alguna parte de mi mente- siempre esperaba ese toque, esa rotura, la que me constatara que éramos solo uno. Como la virgen que lo necesita para saberse poseída, comenzó ese desgarre que nos salvaba. Y al unísono se situó ese desgarro en mi sexo y en mi alma, sentí su profundidad en mí, abrí más y más las piernas dándole la bienvenida, abierta y rasgada, lo recibí y al ser penetrada quise que me rompiera, que me rajase entera, que me perforara. Más y más. Hasta que por fin pudimos fundirnos y supimos al acabar que éramos un solo ser, no fue posible distinguirnos uno del otro, éramos la misma cosa, una misma misma cosa.


Comenzamos a despegarnos poco a poco para mirarnos, y como dos ciegos nos tocamos, como ciegos a los que les basta las manos, recojimos cada detalle de nuestras caras y las guardamos como en un camafeo. Apañó mis ojos y me habló besándolos.

– Bien sabes que no creo en Dios. Pero algo así debe ser la comunión.


No logramos hacer nada sino cerrar los ojos en el silencio del campo.

Seguí con los ojos cerrados soñando, soñando que me iba con él hasta el fin del mundo. Entonces me besó los párpados cerrados y me dijo en un murmullo.

– Que se duerma mi princesa.


Inundada de la más total plenitud, la que no tuve nunca antes ni después en la vida, me dormí. Debe haber sido ya tarde, ya noche, cuando sentí ruidos. Fue un sexto sentido el que reaccionó a algo que enturbiaba esa paz. El Gringo dormía como un ángel a mi lado. El sueño de los justos, pensé al mirarlo, y comprendí que dormiría como no lo había hecho en años. Me levanté en puntillas, en silencio me puse los calzones y su sweater largo, lo primero que encontré a mano. Siempre recordaré el olor rápido de transpiración de ese sweater. Bajé las escaleras, estaba oscuro. Abrí la puerta de mi casa y vi lo que nunca esperé ver: el acero azulado de un BMV. El corazón me latió como una perfecta maquinaria cuando se dispara y pierde su rumbo. Reconocí las dos figuras adentro del auto. Corrí hacia ellos.

– ¡Llegaste! -casi sin voz.

– Parece que no me esperabas -la de Juan Luis era gélida. Y mi hijo a su lado.

– No, creí que llegabas mañana -¿notaría él cuánto temblaban mis palabras?

– ¿Qué haces aquí, si me permites la pregunta? ¿Pretendía hacer un escándalo delante de Jorge Ignacio?

– Vine a buscar unas cosas y me tendí y me dormí. Juan Luis abrió la puerta del auto par a bajarse. ¿Cómo detenerlo?

– No, no te bajes, es tarde. Vámonos juntos a Santiago.

– ¿Y tu auto?

– Vengamos a buscarlo después, igual debemos acarrear tantas cosas- ¿de dónde salía ese dominio que parecía estar demostrando?

Miró bien el pasto y el jardín y pareció consolarse cuando vio solamente el Peugeot estacionado, sólo escenario conocido. Quizás yo no mentía.

– Espérame aquí -le ordenó a Jorge Ignacio, que ya abría su propia puerta. -

Oirninó conmigo haría adentro.

– ¿Por qué tiemblas?

– Tengo frío.

– ¿Por qué estas casi desnuda? Blanca, ¿qué pasa? Y algo inexplicable me sucedió.

– Juan Luis, baja la voz y te lo diré. Hay un hombre arriba, un hombre que duerme y que vino conmigo y al que no volveré a ver. Por el amor a tu hijo, y por todos estos años, déjame vestirme rápido, en silencio, y partir contigo. Que Jorge Ignacio no se dé cuenta de nada. Luego hablaremos, cuando estemos los dos solos.

– No te creo -fue cuánto pudo decir.

Fue la sorpresa que lo paralizó. Era lo último que habría esperado de mí. Se quedó donde estaba, sin cruzar el umbral de la puerta. Una estatua Juan Luis.

Aproveché su inmovilidad, sabía que no duraría. Subí rápido, me saqué el sweater del Gringo, mientras él soñaba -en otra galaxia, probablemente-, mientras no sabía cómo yo lo protegía. Me vestí con total rapidez y dejé las llaves de mi auto en el hueco de la almohada, imposible que no las viera, él comprendería. Lo miré y me despedí con los solos ojos.

Bajé en un instante y me dirigí al auto de mi marido, éste aún petrificado en el umbral de la puerta. Pero no fue capaz de partir con la dignidad que yo esperaba, como habría partido yo. Entró y subió las escaleras. Lo raro es que lo hizo sigilosamente. Miró a través de la puerta de mi pieza, comprobó que era cierto, y bajó. No despertó siquiera al Gringo. Subió al auto, lo hizo partir, aceleró fuerte y se alejó del lugar. Cuando ya salíamos a la carretera, detuvo el motor. Se bajó, dio la vuelta y abrió la puerta de mi lado. Me tomó del pelo y levantó su mano. Me cruzó la cara con esta mano, impregnada de rabia y descontrol.

– ¡Puta!

Jorge Ignacio miró esta escena aterrado.

– ¡Por el amor de Dios, Juan Luis, está tu hijo ahí!

– ¡Que sepa mi hijo la madre que tiene! -y volvió a pegarme. Más que los golpes, me dolieron los ojos testigos, esos pobres ojos de mi niño. Mi niño grande.

Yo creí que las mujeres a quienes les pegaban eran otras. No yo.

Manejó en el más total silencio.

Y en ése, el silencio de la carretera, cuya helada tensión pudo convertir el aire en verdaderas estalactitas, yo tuve sólo tres pensamientos: el primero, si Honoria no hubiese estado accidentada, esto nunca habría sucedido. Ella lo habría retenido, la casa no hubiese dado esa sensación de abandono, Jorge Ignacio no habría estado ofuscado y a Juan Luis no se le habría ocurrido partir al campo. Honoria vio una sola vez al Gringo y su sabiduría de siglos lo debe haber sabido. El zarco, lo llamó, el hombre de los ojos claros.

El segundo pensamiento fue que Juan Luis era un cobarde. Prefirió pegarme a mí que pegarle al Gringo, debe haber divisado su porte en mi cama y decidió no enfrentarlo, mejor descargarse en mí -una acción, al final, gratuita- y de paso le quitaba al Gringo la posibilidad de defenderse, o de defenderme a mí, o cualquier acción de honor que el Gringo, por supuesto, hubiese preferido como desenlace.

Y el tercero, que esos golpes, y todos los que hubiese querido propinarme, bien valían la noche vivida.


Cuando llegamos a Santiago, me dijo.

– A mi casa tú no vuelves. Bájate aquí.

– No me bajaré a esta hora de la noche. También es mi casa, y está mi hija ahí. Tengo derecho.

– Has perdido todos tus derechos, Blanca, y más vale que lo vayas sabiendo.

Mi memoria ni sabe cómo llegué esa noche a San

Damián. Pero sí sabe del último de los pecados que cometí frente a Juan Luis: entré al living vacío, me senté en el más grande de los sillones tapizados de blanco y allí deposité toda la bilis que mi cuerpo contenía.

Para siempre esa mancha en el blanco inmaculado.


* * *


Así fue como empezó la guerra.

Así fue como me abandonó Juan Luis. Se llevó a mi hijo con él, quien al despedirse guardó silencio. Ni una sola palabra, mi hijo.

Mi familia vio la posibilidad de hacerle un juicio y quitarle a Jorge Ignacio, pero me negué: sería aún más traumático para él. Ya no era un niño, yo no lo forzaría a quedarse conmigo. Aún sabiendo que ello me rompería en dos, a Trinidad no quiso ni pedirla. No fue por hacerme un favor a mí, le sobraba la niña, era muy pequeña para hacerse cargo de sí misma. Lo que sí se preocupó fue de avisarme -por si tenía algún plan en la cabeza- que no extendería ningún permiso para mover a Trinidad del país. Inmovilizada Trinidad, gracias a nuestras maravillosas leyes. Inmovilizada yo. (¿Sabría algo de Australia? ¿O actuó bajo mera intuición?)

Juan Luis decidió irse a Nueva York de inmediato. No volvió a dormir en nuestra casa, fue sólo a hacer sus maletas y a ver qué se llevaría. Habló antes con un abogado. A mí me representó mi hermano Arturo. Quiso dejar andando los papeles de la nulidad y yo no me opuse. No me volvió a ver luego de esa noche. Se las arregló para evitarme, y yo no tenía nada, absolutamente nada que decirle. Partió con Jorge Ignacio. Nos quedamos las mujeres en San Damián: Trinidad, Honoria y yo.

Aunque la familia no vio con buenos ojos el que yo tuviese otro hombre, se puso de mi parte como corresponde al espíritu de clan y consideraron altamente reprobable la actitud de Juan Luis, la de quitarme a mi hijo, y la de golpearme, cosa que me preocupé de divulgar. Ellos se hicieron cargo de todo, poniéndome como condición no volver a ver a este «otro» por un tiempo, lo entorpecería todo, Juan Luis podría estar siguiéndome por si yo acudía a los tribunales, incluso podía ejercer acción contra Trinidad si provocaba aún más sus iras. Accedí; habría accedido a cualquier cosa en el estado de presión en que me encontraba. No pensé en los plazos del Gringo, en Australia, todo lo dejé para después. Sofía dice que en alguna parte de mi conciencia culpé al Gringo por haberme desbaratado la vida. Eludí las cosas prácticas, estaba demasiado destruida para pensar en ellas. Mis hermanos lo hicieron por mí y se preocuparon de la partición de bienes y cosas por el estilo. Hubo frases grandilocuentes como las de mi padre: nadie estafará a mi hija, para algo sirve la sociedad conyugal y el capital que su padre ha aportado a ella. Y frases irónicas como las de Pía: cartuchona serás pero no huevona, hermanita.

Naturalmente los ahorros, todos a su nombre, partieron con él. La casa de San Damián era un regalo de mi padre y estaba a nombre mío, todo un capital, decía Arturo, no debía inquietarme. Pero vendría más adelante el día a día. Entonces debí mirar el campo por primera vez con otros ojos. En el futuro debería atender las explicaciones y cuentas de su administrador -otro de mis hermanos- y por fin escucharlas. Lo que antes fue accesorio pasaría a tomar un lugar central. Y me encontré orgullosa de tal sustento, de comer por fin del fruto de la tierra.


* * *


Déjame intervenir por primera vez.

Yo estaba contigo esa noche. ¿Quieres que recordemos juntas? ¿Me escuchas, Blanca?

Tus ojos eran de una profundidad tan, pero tan bella… no sabes qué belleza había en tus ojos. Te disfrazaste, te maquillaste dramática, te vestiste toda de negro, una Juliette Greco de los noventa, y trágica apareciste, larga, el kohl en los ojos, negra, tu pelo rubio, sólo algo de plata colgaba de tu cuello delgado y era redondo el negro en el escote de tu garganta.

Entraste jugando el único rol -creíste tú entonces- dramático de tu vida. Nos miraste a los tres: Sofía, el Gringo y yo, demudados ante tu solemnidad, ante esta Blanca transformada.

– Me quedaré contigo -le dijiste al Gringo y el kohl en tus ojos los profundiza aún más.

Los tres mudos, mirándote en silencio.

Mi Blanca, alba en tu inocencia, trágica, bella, perdida, temí que tu esbeltez te quebraría. Quedaste parada en el centro, sola como nunca lo estuviste en tu existencia.

Los deseos se torcieron y tu esbelta palidez se estrechó.

Sus raíces no estaban en ti, no estaban en tus arterias ni en tus venas ni en esos delgados huesos, ¿no lo sabías? Llegaste a él hambrienta y mutilada, y tampoco lo sabías. Diviso la punta de tu lengua rozando tus propios labios, Blanca, obsesiva mirando los suyos.

– Me voy -te contestó él.

– No, no puedes irte.

– Parto.

– ¿Por qué? -le preguntaste una vez más.

– No hay lugar para ningún sueño aquí… por lo menos allá tengo la evidencia de la falta de sueños.

– Habrá vacíos allá…

– Prefiero esa vaciedad a este lleno engañoso. Fue más tarde que murmuraste.

– Aquí estoy yo, Gringo. Al menos esta patria me tiene a mí.

– No me basta, Blanca.

Te corrió una lágrima y él te dijo.

– Vente conmigo.

– Imposible. Está mi hija -y luego agregaste: -Y están las raíces.


Alargaste tus manos. Mis manos impías, dijiste. Y el Gringo te envolvió una, luego la otra.

Sofía y yo los abrazamos. Sofía y yo estábamos tristes como ustedes. Todos estábamos tristes. El Gringo partía. Todas quedábamos solas. No era tu única soledad.


Fue el día de tu máximo esplendor. Si te hubieses visto, por una vez habrías creído en tu belleza.

De negro en tu blancura solitaria, desde las honduras mismas de la materia apareció esta visión que nos enmudeció a Sofía, al Gringo y a mí. Y él te dijo que te recordaría siempre con la tierra como tu telón de fondo y todos pensamos más allá de los cerros y de los naranjos.

Trasunta tu desamparo, Blanca, como los hogares de los pobres los domingos, cuando la precariedad les convierte ese día en extramuros. Esa eres tú hoy.

Te colgaste de él, te arrodillaste y abrazaste sus pies. Inmóvil el abrazo, inmóvil el Gringo que sabía que de todos modos iba a abandonarte.

– ¡No me dejes, Gringo!

– Volveré por ti. Volveré por ti… mi amor -Sofía y yo fuimos testigos del único eslabón para tu esperanza.


Esa noche fuiste de fuego. Tu intensidad nos amainó, tu audacia nos acobardó, tu soledad nos advirtió. No aflojes, te dijimos Sofía y yo sin palabras.

Han hecho diana en ti, te han herido, Blanca en llamas, ¿tienes miedo?, ¿quieres huir?, ¿ temes que te arranquen de cuajo el corazón?

Tanto sudor…, ¿no temiste derramarte? Tanta saliva…, ¿no temiste secarte? Tanta humedad…, toda la humedad se desprendió de tu cuerpo esa noche. Y no la recobraste como rocío.


* * *


Latente y sorda tu aflicción. ¿Y la rabia? La rabia… ¿dónde? Tus lamentos en silencio. También yo lloré esa noche por ti, pero resentida, resentida yo por tu propia falta de resentimiento.

Soy frágil, Sofía, fueron tus pobres palabras.

(Esa fragilidad explotaría mas tarde en mil fragmentos.)


Me dijiste un día, el mundo del dolor ha pasado a tener un nombre para mí: Victoria. Ahora te digo, sin piedad, que ese nombre es el tuyo.

Para Victoria han pasado quince años de suplicio sostenido. Su darlo es ya casi atávico, y créeme, Blanca, irreversible. Ni a ella ni a los otros los salvarán. Nada los salvará. Te insisto: el daño ya los ha horadado y tú pareces aún no comprenderlo.

Tu callado sufrimiento fue otro. Y podrías haberlo aliviado. No eras la primera mujer del mundo que pierde al marido y al amante. Pudiste renacer mil veces, cosa que a Victoria le está vedada. Pudiste empezar de cero y hacer una linda corrida. Pero para ello debías sacar la rabia. Reaccionar. Y enjuiciar: enjuiciar a ese par de hombres que amaste y borrarles el maquillaje, frotárselos sin temor a la luz cruda. Quizás con Juan Luis hiciera menos falta. Pero el Gringo…

Yo también estaba hechizada con el Gringo, Blanca, todas lo estábamos. No niego las muchas bellezas de ese hombre. Tampoco niego tu amor ni te lo desatiendo. Pero ninguna verdad es total, nada del todo blanco, nada del todo negro. Y si hubieses hecho la prueba de amar a un Gringo de verdad y no a ese vikingo etéreo que tú inventaste, me inspiraría más respeto tu devoción. Si ibas a desangrarte por él, al menos hacerlo por el hombre de carne y hueso y no por el que tus ojos nublados desfiguran. Hacerlo por ese hombre que no conoció el compromiso, que se solazó en el tormento sin mover un dedo para salir de él, por ese hombre que arranca y arranca cobarde, que no fue capaz de quedarse contigo cuando tú más lo necesitabas. Desángrate por ese hombre que no sospecha lo del vocablo amor. No, no lo sospecha, Blanca. Sólo sabe del juego del estar y no estar, como la más vil de las histéricas. Es ese tu hombre, el que a veces tiene un horrible rictus en su boca. El que huele ahumo y no a carne. El que se esconde tras la música y los libros, pedante, porque no tiene los cajones para vivir fuera de ellos. El que te quiso, Blanca. ¿ Quieres más o me detengo ya?

Estabas tan indefensa esa noche, tan indefensa…, cualquiera te hubiese podido adueñar. Podría haberlo hecho un amor grandioso o una iluminación, pero fue el rayo del que habló Honorio.

Juan Luis, Jorge Ignacio, el Gringo. Tres veces negada. Como victima de Pedro has sido.

Negada, herida, y humillada. Y esa noche adherida a él le rogaste que te detuviera para siempre, estatuas de sal, sin salida para el lugar de allá o de acá. No podías soltarlo. Era la balsa escapando de tus manos en el río.

La balsa se fue.

Y el Gringo también.


Luego te fuiste tú, a tu singular manera.


* * *


Y así fue como nunca llegué a vivir a Nueva York.

Y así fue también como murió la mitad de mí misma.


Una parte mía murió cuando partió mi marido con mi hijo. Supe, a ciencia cierta, que nunca más sería la misma. Pensaba en esa última noche en el campo y algo me decía que la fuerza de la nostalgia no era equivalente a la simple y loca ambición de la resurrección.

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