TERCERA PARTE

(EL CAMPO)


Así escribió Emily Dickinson:

«como se dijo del Pájaro convaleciente:

Y elevó luego su Garganta

Y esparció tal Nota-

Que el Universo que la oyó

Aún está por ella herido -».

Así me habló Emily Dickinson.


* * *


El gran error del fonoaudiólogo fue traerme las cintas en que grababa nuestras clases para que escuchara «mi aprendizaje».

Me las puso en la grabadora que siempre ocupa. Nunca lo había hecho. Probablemente pensó que me estimulaba, que la deficiencia me impulsaría a poner más de mí misma. Tremendo error.

Oí esas cintas.

Fue al final de ese día que tomé mi decisión.


He optado por el silencio.

Para decir pedazos de palabras sin control de su tono, para escuchar con mis propios oídos esos ruidos guturales que nada tienen que ver conmigo sin responder a la orden que le doy a mi cerebro, para sentir cómo mis cuerdas vocales se disparan cambiando la intención que viene de mi mente, prefiero guardar silencio.


Yo, la más hastiada.

El hastío.

Hastío que sentía, hiciese lo que hiciese. Hastío al despertar cada mañana, al bañarme y al vestirme, al caminar mi casa y constatar cada orden hecho por mis manos, al atravesar los ventanales ociosos, hastío que no dejaba de sentir al mirar la cara leal de Honoria, al escuchar la voz de Trinidad, tan querida, al sumergirme cada noche en esa gran cama protectora, al vivir la suavidad de las sábanas -tiernas las sábanas que me hastiaban- y el hastío no se detuvo nunca, al peinarme en el espejo y verme aún, ni siquiera en la risa de Victoria o en la solidaridad de Sofía. Hastío que seguí sintiendo hasta del recuerdo del Gringo, de sus brazos y del porfiado verde de sus ojos, hastío siempre, hasta ese momento exacto en que escuchando la cinta con mi nueva voz -sonidos incrustados en la garganta- construyendo una Blanca nueva y furiosa, decidí que jamás habría de hablar de nuevo y que mi voz desaparecería para siempre, en la memoria de los otros y en la propia.


Comienza esta extraña liberación.


* * *


Mi decisión lo marcó todo. Fue empezar otra vez -otra maldita vez- de cero. Empezar del silencio total para quedarme en él.


Blanca está loca.

Eso dijeron cuando me cubrí con las sábanas ante la súper experta, esa pedante que me trajeron cuando rechacé seguir con el fonoaudiólogo. «Soy una especialista en problemas del habla y del lenguaje…». Aludió también a «graves transtornos de comunicación». La detesté. No salí de mi escondite de las sábanas. Odié su boca angosta, siempre es la avaricia en los labios angostos, ese pelo tan negro y el vestido naranja. ¡Nadie puede vestirse de naranja!

Me quemo en mi propia violencia.


Me llega el murmullo: Blanca es una cobarde. ¿Es el murmullo de mi imaginación? Claro, para Sofía mi opción no puede sino depender de la cobardía.


La inmadurez, Blanca, es tener fantasía de cosas efímeras, me dijo Alfonso un día, hace años, temeroso que cuanto yo quisiera fuese de corto alcance, o de cosas que duran poco.

Cuando yo era chica tenía enorme atracción por los enanos, aunque no por los enanos feos ni deformes. Supongo que debí haberme inspirado en los de Blanca Nieves. Y el anhelo más ferviente era tener uno para mí. Elegí un pequeño montículo de tierra seca en el campo y decidí que allí aparecería uno. ¡Qué voluntarismo maravilloso en esa edad! Yo estaba convencida de que mirando fijo la tierra, por el sólo fervor de mi deseo, el enanito aparecería. Cuanto más miraba, más segura estaba de que él llegaría. Me costó mucho entender que ello no sucediera, y al lamentar que los designios fueran tan avaros, comencé a crecer.


Una sola cosa necesitaba decir antes de enmudecer del todo, una sola. Debía pedirle a Sofía o a Victoria que le avisasen al Gringo. No de mi enfermedad, por ningún motivo. Al contrario, que le dijesen que me fui a Nueva York. Era la única noticia que me daría la seguridad de que él no volvería. Así no tendría ni la compasión ni la mirada del ayer sobre un hoy repulsivo. Todas las humillaciones por las que he pasado desde que enfermé palidecen ante una irresistible: que el Gringo me viese en estas condiciones. Evitarlo como fuera, aunque significasen todas las sesiones que hice con el fonoaudiólogo y los esfuerzos hasta que me comprendieran: que el Gringo no vuelva por ningún motivo. Sofía lo entendió, el Gringo no volverá. Ya puedo enmudecer en paz.

Permanecer así, con la ilusión de que habría vuelto algún día a buscarme.


* * *


Trini delira de fiebre. Busco el termómetro, se lo pongo, trato de discernir el resultado, no puedo. Qué más da. Que diga 39 ó 41, Trini arde igual. La fiebre de los niños fue siempre un asunto mío. Nadie sino yo las veía venir, especialmente en Trinidad, que daba menos índices de albergarla en el cuerpo que cualquier otro niño. Nunca Juan Luis ni Honoria ni mi mamá captaron las fiebres de mis hijos. Fui siempre yo.

Traigo paños fríos, se los pongo en la frente, en el estómago, ella grita, la abrazo. Pasan las horas, no pareciera bajarle. Me apego a ella y la acaricio en la oscuridad.

Pienso en las noches de las mujeres: qué gran injusticia son las noches de las mujeres, las únicas del hogar cuyos ojos son permanentes lámparas encendidas, oídos escrutadores, atento al acontecer de las tinieblas. El ronquido del marido, la pesadilla del niño, la rata que cruza el techo con raro y distinto estrépito, el desvelo del hijo mayor. Todo en sus manos. Todos duermen tranquilos; ella vela. Ella es la asequible: la guardiana de la noche.

Afásica y todo, al menos Trinidad me tiene a su lado. Hace años mamá me dejó: partió con papá a Europa en medio de mi escarlatina y de mi fiebre tan alta. Yo tenía la edad de mi hija. A Trini no le ocurrirá eso. Me tiene.

Trini, trinidad, mi trino, mi trinante.


Al día siguiente, Pía llama al doctor.

– ¡Y no le pusiste un supositorio siquiera! -me acusa Pía.

Ya sé. La familia decidirá que no estoy capacitada para cuidar a una niña tan pequeña.

No la soltaré, aunque sea lo último que haga en mi vida.


Oigo de una plaga de ratones en el barrio. Demolieron una casa antigua para hacer otro de esos palacetes al estilo mexicano, tan de moda entre los ricos recién llegados que se tomaron este barrio. Mucha fachada estilo Barragán, pero olvidaron desratizar.

Pía llama a una empresa de nombre Terminator, para desinfectar nuestras dos casas. A los pocos días de terminado el trabajo, entro a mi baño en la mañana. Como de costumbre, cierro ambas puertas con pestillo, la que da a mi pieza y la que da al patio de luz lleno de plantas. Prendo luces y termostato y me instalo ceremoniosa al lado de la tina, pongo el tapón y echo a andar el agua caliente, gozando con su contacto cada vez que interrumpo el chorro con mi mano. Y de repente siento una presencia extraña. Ojos que me miran fijo. Frente a mí, a medio metro, un enorme ratón -guarén, para ser precisa-, ni muerto ni vivo. Atontado, envenenado, mirándome fijo

La suma de esos ojos, más el hermetismo en que me encuentro adentro del baño, me hacen pensar que estoy atrapada. El grito se escucha hasta la casa de Pía.

Ese ratón agónico exhibió lo que yo tenía escondido: mis cuerdas vocales asquerosamente vivas.


Soy una escoria. Debo serlo, si no, ¿por qué me miran así?, ¿por qué me tratan así?

Reconozco entre mis libros aquel regalo del Gringo, La campana de cristal de Silvia Plath. Lo que más me identificó con la protagonista -sin sospechar cuál sería mi futuro- fue el cómo del suicidio. Cómo matarse, desde un punto de vista físico y material, llena páginas y páginas de la novela. Nada de abstracciones. Le comenté entonces al Gringo que los hombres son más heroicos en el suicidio, no les importan la violencia ni la sangre. Nosotras, en cambio, en nuestra infinita estupidez -¿o sabiduría?- buscamos cómo morir entre almohadones. Sin dolor, sin conciencia, sin estridencias.

Si Sofía o Victoria temen alguna acción de mi parte, ahora que he truncado mi tratamiento, pueden estar tranquilas. La campana de cristal: con sólo mostrarles el libro comprenderán qué quiero decir. Y no es por un problema de principios (ellas cuentan con que yo los tengo). Es que no me mataría básicamente por no saber cómo hacerlo. Es mucho más complicado de lo que la gente cree.

Cualquier violencia me repugna. Ojalá morir en blanco… La ilusión de una muerte blanca, como los ángeles.


* * *


¡Gané!


Alfonso ha conversado con el neurólogo. Nadie aprende nada cuando se le obliga a ello, menos un afásico, le ha dicho. Obligar al paciente contra su voluntad a la reeducación puede significar cerrar la puerta a la rehabilitación para siempre.

Todos me miran francamente desesperados; no saben qué hacer conmigo. Y les sobro, les sobro, les sobro…


Ha llegado una postal de Nueva York. La miro y mi corazón suspende el latido. La esperé tanto. Han debido obligar a Jorge Ignacio a escribirla. Con tal devoción seguí cada timbre del cartero. Y nada. Esperé -oportunista- que mi enfermedad lo ablandara. Al no verme, no puede sospechar cuan desvalida estoy. Si me encontrase, ni siquiera cobraría sentido el rencor. Quizás por eso mismo lo evita, son demasiadas emociones y todas muy contradictorias para su alma tan joven. En arrimarse a su padre no existe ambigüedad. Allí tiene certezas, como las tuve yo muchos años.

Sofía me lee: «Por la abuelita estoy al tanto de tu enfermedad. Espero te mejores pronto. Yo estoy ocupadísimo en los estudios, debo sacarme la mugre con el inglés para estar al nivel de los otros. En las primeras vacaciones que tenga -no sé cuándo, por los cursos extra que debo tomar- iré a verte. Cariños, Jorge Ignacio».

Me quedo pensativa. Cariños, Jorge Ignacio. Eso es lo más que puede decirle este hijo al pedazo de madre que le queda.

Miro a Sofía y niego con la cabeza.

– ¿No quieres que venga?

A mi modo, digo que no.

– ¿No quieres verlo hasta que realmente te haya perdonado?

Me levanto y beso a Sofía. ¿Qué haría sin ella, la traductora de toda esta ignominia?

– Tienes razón. Esta postal no es precisamente el anhelo de la reconciliación. Se lo diré a tu madre. «Espero te mejores pronto». ¿Sabrá lo que dice este hijo mío? ¿Sabrá cuan vacía es su formalidad? «Espero te mejores pronto». ¿Alguien le miente? ¿Sabrá que el único cambio posible es a otro peor? ¿Le han dicho que puede venirme otro ataque? Sé que Alfonso les escribió y él no dice mentiras.

Ahora que soy una desertora, o que estoy al borde de serlo, me pregunto por la mutabilidad de las identidades. ¿Cuántas se tienen en la vida? ¿Quién me enseñó que para las mujeres de mi especie había solo una? ¿Cuánto se habrán roto las otras, las que comprendieron que eso no era cierto, que el crecimiento podía arrasar con las identidades y hacerte caer mil veces en el polvo, desafiando toda esta rigidez que nos crió? ¿Debo culparme? Me acomodé fácilmente a un triunfo mediocre, no me atreví a mirar muy lejos. Devaluada yo, mi género devaluado. (Juan Luis era un hombre, yo era una mujer, nada más. Victoria y Sofía hablaban del género. Tanto hablaron de él que lo comprendí.) Anestesiado en su recorrido de silencio, en las preguntas que no se hicieron, en los moldes que se siguieron, en la violencia cotidiana de la no valoración, desolado mi género.


Sofía se ha ido y pienso en mi madre. Ni su olor me resulta ya importante. Y comprendo -de súbito- por qué. Es que la he perdonado. Porque si hoy se vuelca una balsa y las manos de mis dos hijos se tienden hacia mí, yo no dudaré: tomaré la de Trinidad.


* * *


A las tinieblas se llevaron mis palabras y a veces las busco, tendiendo mis oídos al silencio. El silencio escucha burlándose. Él y yo ya lo sabemos: las palabras no volverán.


Todas las palabras del mundo, en todas las lenguas, formulaciones y acepciones ya fueron dichas. Se han conformado en miles, millares de bocas y cerebros, todas ellas.

No me han dejado ninguna.


Las tinieblas me recortan del espacio de los otros y a su vez me resguardan. Me expulsan con ferocidad y sin embargo me dan fuerza. Una fuerza que desconozco y que no comprendo.


Siempre el abismo.

Me atollo en mis horribles ruidos y callo.


* * *


Sofía me urge.

– Y Dios, Blanca, ¿te da consuelo?

Mi cabeza responde no.

– Yo nunca he sido creyente, tú lo sabes. Me consuelan los ritos de la religión, no la religión en sí.

Sonrío suavemente, como para mí misma. Ella camina frente al ventanal de mi dormitorio, rubia la luz.

– Me gusta la figura de Jesucristo. Además de todo su valor, fue tan digno con las mujeres.

La miro sorprendida.

– Después de todo, Blanca, te envidio la fe. Da respuesta a cosas que no la tienen. Si estuviera en tu situación, me aferraría a eso para buscarle algún sentido…

Quisiera explicarle a Sofía que no tengo profundidad para abarcar lo espiritual. La observo sin expresión, la miro en su colorido castaño que me calma. Quisiera poder decírselo: mi cerebro, esta máquina descompuesta, ataja la trascendencia. Estanca cualquier interioridad que no sea la observación y la memoria.

Mi abuela me habló muchas veces de Dios. No manoseaba su llamado, como lo hacía mi madre. Para mi abuela la mística era un acto poético. Un día me dijo: poesía de Dios, cuando el oficio del poeta ya no es más que amar.

Para ella el sentido de la mística era la vivencia del contacto, las profundas ganas que la llenaba de energía y fantasía, alentándola a salirse de sí misma.

¿Cómo contarle a Sofía que es exactamente a eso a lo que no accedo? ¿Cómo contarle que si la mística fue eso para mi abuela, a mí me está vedada?


Los Silogismos de la Amargura: «¿Por qué el «Ser» o cualquier otra palabra con mayúscula? DIOS sonaba mejor. Teníamos que haberla conservado. Pues, ¿no deberían ser las razones de eufonía las únicas que regularan el juego de las verdades?».


Aunque hoy pareciera accesorio, el flujo de sangre menstrual es un alivio. Lo siento venir cada vez con la ilusión de que lo limpia todo, que arrasa con la inmundicia, que le da una salida a pesar de la inutilidad de su cauce, que esta sangre ha robado otra sangre a mis venas y me blanqueará en su rojo y me purificará. Todo lo que este cuerpo retiene parte en ese chorro y me deleita, me deja liviana. Como si la sangre de entre mis piernas se convirtiese en espuma y al deshacerse en mis muslos, los lavara. Una vez al mes tengo la esperanza de desintegrarme y de que la sangre por fin me lleve a mí.

Recuerdo vagamente en mis oraciones de la infancia, allí entre las oraciones hablaban, alguien lo decía, hablaban de la sangre redentora.


Llegó un momento, entonces, en que el pecado se convirtió en inevitable, como las leyes de la física. Yo nunca tuve la intención ni la sospecha… no habría elegido -de ser posible elegir- vivir algo así. No me sucedió antes y aunque no hubiese enfermado, no me sucedería después.

Fue sublime y eso me permitió involucrarme con el mundo, con el prójimo, conmigo misma. Cómo puede comprender mi pobre mente que la gran falta por mí cometida fue lo que me amplió, amplificó y pude entender por fin ese verbo de las escrituras. Yo fui -y soy aún- una mujer elemental. Mi relación con Dios nunca fue elaborada. Por ello me es difícil explicarme cómo, por qué cuando me fui de llena al pecado, nunca estuve más cerca de Él.

Viva que dolía, lo sentí entonces. Que ya podría morir sabiendo que tuvo un sentido mi pasada por la Tierra. Lo único sólido para acarrear a la etérea eternidad.


* * *


Noto a Alfonso un poco deprimido. Ha venido a almorzar conmigo. Casi nunca lo veo a solas, es un hombre tan ocupado. Me siento privilegiada de contar con su compañía: ya ninguna presencia es gratis.

Me dice que está preocupado. No, no solamente por mí, por la familia en general. Me cuenta de la adolescencia complicada de sus hijas y doblemente complicada en manos de Luz. Habla de Pía y de Víctor, de sus vidas vertiginosas y de la cocaína. Y de mi cuñada, la mujer de Felipe, que reemplazó a su marido por el whisky, ahora que él casi vive en el Parlamento. Me confiesa que Arturo tiene una amante y que no piensa renunciar a ella. Me consuela diciendo que todo esto es estrictamente privado. ¡Señor, qué familia! Parece que no éramos tan exitosos, después de todo…

Sentados frente al ventanal, fijo mis ojos en el pasto fresco y bien cortado, distraída, rumiando lo que Alfonso me ha contado. Pienso en mis cuñadas, en lo desdeñosas que siempre han sido, y apenas lo escucho levantarse y avisarme que pondrá un poco de música. Hasta que llegan esas notas, independientes por el cielo, por el aire esas cuerdas. Es Schubert, el Trío para Piano. Me tomo la cabeza, entran por mi cerebro esas notas en contra de mi voluntad. ¡Dios, me van a quebrar esos violines! ¡Me van a quebrar…! Miro a Alfonso como lo haría una desquiciada, la furia me acomete, empuño las manos y me tiro encima de él, descargándolas en su pecho. Lo golpeo, lo sigo golpeando enajenada, no puedo detener mis manos… Alfonso tarda en reaccionar, se contrae su rostro por la sorpresa primero, luego por la pena. Me toma por ambos brazos con manos expertas, me sujeta y me atrae hacia él. La música continúa, descompensándome por completo. Siento una mano recorrer mi cabeza, mi pelo… hace mucho que no sentía la mano de un hombre en mi cabeza, fuerza y ternura esa mano, este pecho en el que me reclino, conozco bien este espacio exacto entre el hombro y el pecho, el Gringo ha vuelto, es el cuerpo del Gringo el que me contiene, Dios mío, Dios mío, por fin en el sólo lugar del mundo donde debo estar, por fin… me aprieto a este cuerpo, me cuelgo de este cuerpo y allí me calmo. Siempre pude calmarme en esos brazos, los únicos de la tierra. Ya apaciguada, levanto los ojos… es Alfonso, no es el Gringo, es mi hermano Alfonso. La humillación se apodera de mí y pareciera que voy a deshacerme en llanto. Y todo sonido en mí es feo, todo sonido es quebrado, cómo no mi llanto.

Alfonso me ha acostado y me ha puesto una inyección. Corre las cortinas y me deja a oscuras. Pienso que me estoy volviendo loca, y en mi locura deliro por el Gringo, deliro y deliro, mi vida entera por un instante del Gringo, los labios de la herida hablan, insisten en hablarle a mi memoria, insisten.

Ándate de una vez, Blanca. Vuelve al fondo del espejo.


* * *

¡Los patos!

Quiero ser despertada por el saludo de los patos. (Montevideo, la última vez que estuve ahí, en el Hotel del Lago, los patos en mi ventana, la pequeña laguna en mi ventana repleta de la conversación de los patos.)

El campo.

Si puedo elegir mi propia cárcel, que ésta sea el campo.

Trini, Honoria, los patos y yo. ¿Qué más necesitamos? Al menos mi cama del campo tiene la huella del Gringo, la única cama a mi alcance que tiene su huella. Y allí nadie podrá atravesarme a ciegas, allí nadie olvidará tratarme como a un humano.

Pía dirá: ¿Y cuando Trini entre al colegio?

Hay escuela pública.

– ¿Y si te pasa algo?

Hay un teléfono a diez minutos, en el retén de los carabineros.

– ¿Y si necesitan un doctor?

Está la casa del practicante, y si es más serio, bien, vendremos a Santiago. Estamos a una hora y media.

– Ya no puedes manejar.

Si el marido de la Tila maneja el tractor, igual podrá con la camioneta.

– ¿Y cómo te acompañaremos?

No me acompañen tanto. Vayan al campo cuando de verdad quieran verme, eso es mejor para ustedes y para mí.

– ¿Y qué hacemos con esta casa?

Me da igual, ciérrenla, véndanla.

En este minuto quisiera hablar, ay, cómo quisiera hablar y defenderme. ¿Cómo decirle todo esto a Pía? ¿Cómo combatir a un grupo humano entero que se ha adueñado, sin permiso, de mi voluntad? Blanca, no te desesperes. Las peléis debes darlas tramo a tramo. Sabes que Trinidad será el conflicto. Más adelante insistirán en que ella no puede educarse en el campo. Eso debes dejarlo para su propio día, más aún si tu mirada ya se ha acortado.

Ganaré igual, Trini se quedará conmigo. Será una rubia campesina y cuando los niños del pueblo se acerquen a tocarle el pelo, al menos sentirá enarbolar un destino más definido que el mío.


He embalado todo. La forma más certera de decir: es un hecho consumado. La familia, como lo previ, ha tratado de disuadirme.

– Es tu entrega final, Blanca.

Lo sé.

Ya ha pasado el tiempo suficiente, no es una afasia transitoria. Este lenguaje sustituto -el de mis ojos- me hace parecer menos normal aún de lo que soy. El confinamiento me hace sentir más incapacitada de lo que realmente estoy.

Lo sé.

La angustia aflora toda clase de malos sentimientos. No quiero estar más aquí. (Qué fácil es ser buena cuando la vida es buena con una.)

Y cuánto más categórica es una respuesta, más encubre la duda. Eso lo he observado ahora que lo observo todo. Por eso mi testadurez no tiene límites. Me ahogan, me ahogan las sutiles presiones. Ésta es mi decisión. Al final, los hechos no son los importantes, sino la fantasía sobre los hechos. Por eso me voy. Total, es el aturdimiento siempre…


Abro mi enorme closet. Me entretengo eligiendo para quién va cada prenda. Hago tres paquetes: Pía, Sofía y Victoria. A mis cuñadas no les dejo nada. A Juana una sola cosa, pero sólida: un reloj de oro, regalo de aniversario, los quince años de matrimonio. No tengo nadie más a quién legar y me pregunto en qué invertí en mi vida si no fue en el afecto.

Sé que Sofía y Victoria no me abandonarán. Pía es mi hermana, no tiene remedio. Tendré la presencia constante de otro de mis hermanos, el que administra las tierras, incluida la mía. La gente no llegará al campo, Juana irá una vez a las mil, tendrá que pedirle a Gregorio que la lleve, no puede manejar con su único brazo. Cruzar la cuesta que lleva a mi casa de campo no es broma. Esa cuesta será mi escudo.

Elijo todos mis collares, pulseras, anillos, colgajos de toda clase, todo para Victoria. Se verán lindos contrastando su pelo negro. Me sumerjo en ese mundo femenino que es mi closet. Mis execrables trajes de dos piezas, cuando debía comer con los banqueros. Toco éste de color gris, tan buen corte y tan buen paño; sin embargo, nunca dejé de parecer una maestra rural en él. Y tantos zapatos, tacos altos, afirulados, puntudos. Los tiro todos con alivio y odio mezclados, los tiro en la alfombra y a patadas los convierto en una pila. Pía calza mi número, ella los necesitará además. Suspiro, nunca más un taco alto, nunca más una panty que jamás me quedaron bien de cintura y de piernas al mismo tiempo, tantos sobres aún cerrados, transparentes, de colores, con flores… nunca más. Miro mi closet abultado. Bullshit! ¿Cuál será la traducción exacta? En mi familia los garabatos se dicen en otro idioma, nunca en español. Bullshit, toda esta estupidez.

Lleno una caja grande con diversos cosméticos, sofisticadas cremas, perfumes… fuera. Por fin, todo fuera.

Quisiera la absoluta desnudez.

Lo que exige talla exacta va para Pía. Lo más casual y ancho para Sofía -lo más hippie, dice Honoria, un poco pasado de moda su concepto. Lo más sexy para Victoria.

Tomo el abrigo de tigre. ¿Cuántas veces me lo puse? ¿Tres? Como se reirían los patos de mí: la mujer tigre entre los árboles del cerro. Victoria se sentirá la Sonia Braga dentro de él y se verá maravillosa. Luego el de zorro, no muy ecológico, pero largo y precioso, en diagonal sus mangas, enorme. Cuando Trinidad me vio en él la primera vez, se asustó. La segunda se me tiró encima, abrazando y abrazando el abrigo. Desde entonces, haciéndole cariño, se sumergía en él cada vez creyendo que era un león. Será para Sofía, siempre ha comentado lo lindo que es. Encuentro la blusa malva, esa de seda italiana. La toco y me arremete su sensualidad. Cuando lo conocí. Cuando el Gringo hizo una lazada y giró la cuerda sobre mi cabeza a lo mero cowboy.

Elijo un abrigo azul marino, sobrio y fino, lo guardo para la señora Yolanda. Voy al closet de Jorge Ignacio, saco para Bernardo lo que dejó. En un par de años todo le quedará bien. Me gusta que él tenga las cosas de mi hijo. Me cuesta abrir el closet de Jorge Ignacio, es una purgación lo que hago.

Se me llenan los ojos de lágrimas pero cierro inmediatamente el corazón.

Pienso que es fascinante ejecutar el testamento en vida. Uno se puede vengar gozándolo. Eso no les pasa a los muertos.


Está todo listo.

Una vez más Sofía ha tomado mi defensa. Frente a la familia en pleno, al tratarse el tema de Trinidad, ha dicho: ¡Quizás qué producto original se engendrará! Al menos se librará de varias… ¿Quién dijo que es la convención la que crea niños felices? Yo apuesto al amor de Blanca por ella y a la pureza del campo.

Efectivamente está todo listo. «Todo» significa: algunas cosas de mi cocina que Honoria y yo preferimos, mi ropa mínima, los juguetes de Trinidad. También el collar de perlas que me regaló mamá, quiero llevarme algo de ella. Una fotografía de mi hijo y la del Gringo. Los remedios, Sofía ya me prometió reemplazarlos cuando se terminen. Mi música, todo Schubert, todo Brahms, Mahler, Mozart. Y el Réquiem. Sea yo llamada con los benditos. Un par de libros que me dejó el Gringo, los quiero sólo para tocarlos, quizás Trinidad podrá leérmelos algún día. Qué poco necesito. ¿Por qué viví tan llena de cosas tanto tiempo? Ni mi cuerpo ni mi alma necesitan nada que no haya en el pequeño almacén del pueblo. Cuidaré con mis manos la huerta, haré de nuevo los almacigos de ciboulette, recogeré las callampas después de la lluvia y enseñaré a Trini cuáles se pueden comer. Le enseñaré también a oír la música, como mi abuela me enseñó los libros.


Sofía se consigue la camioneta grande y nos traslada.

Cierro la puerta de mi casa sin ninguna emoción. Los demás probablemente creen que es transitorio. Yo sé que no volveré.

Pienso en Juan Luis. Siempre creí que juntos nos iríamos haciendo viejos y juntos empezaríamos a temer. Hoy día sólo me pregunto cuánto ganamos y cuánto perdimos cada uno, pero aún no sé cuál fue nuestra auténtica pelea. Me lo pregunto y las respuestas son difusas.

Cierro el portón de San Damián.


* * *


El dibujo de Bernardo, el que me regalara para mi cumpleaños, se convirtió en una profecía. Una mujer delgada y rubia, sola entre los cerros, sola entre los cerros.

Sin misericordia cae la lluvia en estos campos, una lluvia perenne. No supe que hacía un viaje a la verdadera humedad. Olor a tierra limpia, a tierra buena como el cuerpo del Gringo son estos campos. Pero claro, su cuerpo tendería un manto de serenidad que no encuentran mis ojos, resumideros, basureros del mundo. Es que me han recibido los naranjos y limoneros con un desolador y triste aspecto, como si me trajesen la incertidumbre más que la seguridad, la impotencia más que la fuerza, la derrota más que la victoria.

Quizás debí ser más modesta. Debí haber tratado. Cuánta arrogancia subyace bajo este inconmensurable silencio.

Quizás aún no es tarde. No, ya lo sé. Es tarde. Yo tracé esta línea. Mal o bien, de mediar más humildad, estaría hoy comunicándome con el mundo, tratando de ser parte de él, aunque fuese una parte relegada y herida.

Dios, ¿quién le enseñará a Trinidad las próximas palabras?

Estoy asustada. No se qué esperar.


* * *


Tomo una palabra, la que pronuncié poco cuando aún formaba palabras, la tomo y no se deja soltar, insiste, vuelve, no me deja ni a sol ni a sombra, quiere estrangularme esta palabra. Su nombre es ausencia.


Yo vivo en mi propia ausencia, ausencia sólo mía, nadie tiene cabida en ella. No la lloro como Blanca ni como mujer ni como hembra. Simplemente la lloro.


Ya no estoy en el mundo, vivo en un espacio invisible, vivir sin lenguaje es no vivir.


Dan vueltas en mi mente las últimas ideas. Precarias, fragmentadas, coaguladas. Quisiera asirme de ellas, son las últimas. Lo sé. No puedo ni plasmarlas. Y si pudiera, ¿para qué?

Fuera del alcance del otro, de todo otro, de los otros, intento mirarme y me escurro de mí misma. Claro, comprendo que ya no estoy, que me voy yendo lentamente, no sé hacia dónde ni hacia qué. He ido a reunirme con algo lejano, nadie me sigue. Así como la ausencia me define a mí, la distancia define todo mi acontecer.

Pájaro convaleciente, pájaro final.


Me ha dado por ayunar. La falta de alimento me aliviana. Es tal el hambre que deja de serlo y entonces me siento levitar y olvido. El hambre excesiva como una droga, estoy en una altura donde nadie me alcanza, la debilidad de mi cuerpo alivia la de mi mente. Morirse de hambre, como si ya tuviese el recuerdo de lo que aún no sucede.


Miro pasar un cortejo por el camino. Avanza de lejos por el camino, surge el polvo a pesar de la lluvia acumulada, pobre y polvoriento el cortejo y me pregunto por el mío. Aquella vez que vi a Sofía en el lanzamiento de su libro hablando desde el estrado, intuí que la única vez que yo estaría en un sitio de honor sería en mi propio funeral. Un lugar central. (Podría haberlo sido el día que me casé, pero entre Juan Luis y mamá me lo robaron.) Recuerdo cuando vi morir a mi abuela. Era ya muy anciana. Miraba su ataúd y pensaba que no quería que la muerte se marchase tan pronto. (Cuántos deseos tenía ella aún. Su problema era encontrar la fuerza para emprenderlos, y ya no tenía esa fuerza. Agradezco que ella no me vea. Peor que una anciana yo, ni siquiera me quedaron los deseos.) Me consoló el entierro de mi abuela, me dio permiso para cerrar una etapa, para tener visiblemente pena. Al menos que nos dejen eso los muertos. Lo que no le dejaron a Victoria. Miro cómo avanza por el camino este funeral de campo, con angelitos y lloronas y por primera vez comprendo esa parte de Victoria, me duelo por alguien que no sea yo. Me duelo por Victoria. ¡Si hubiese habido evidencia de muerte, Blanca! ¡Si hubiese habido ritos funerarios! Estos ritos habrían mitigado la separación. Papá podría haber ocupado social y públicamente el lugar central, equivalente al que ocupaba en mi corazón. Quisiera haberme enlutado, pero ni a ello tuve derecho. Ni siquiera a decirme a mí misma que efectivamente estaba muerto, hasta eso me producía culpa. Era como matarlo con mi propia mano.

El lugar central.

Vuelvo a mi propio entierro. E imagino a la rubia Trinidad sola con el ataúd, todo el peso de la caja -cajas también las cunas- sobre sus espaldas. La mirarán, la observarán.

O, it's only Dedalus, whose mother is beastly dead.


* * *


Como si desde el campesino funeral mi mente la hubiese llamado, veo venir a Victoria a pie por el caminó entre los árboles y el barro. Me sorprendo. Para llegar ha debido tomar esa micro vieja que atraviesa los cerros con lentitud.

Su cara es solemne. Quiere hablarme. Ella misma le pide a Honoria que se lleve a Trinidad de paseo. Nos sentamos al lado del fuego.


Entonces, Blanca…, prometí algún día contártelo, ¿recuerdas? He venido a eso. He tomado una micro para llegar a tu campo y verte a solas. Te traje esto. ¿Ves bien este paquete? Ya te explicaré cómo se usa. Recuerdo una vez que le pusiste una inyección a Bernardo, cuando tenía una feroz amigdalitis. Si, te acuerdas, ¿cierto? Y reparé en esas manos maestras. Por eso he elegido este sistema.

No entiendes mucho, ¿verdad? Pues, a mí me hicieron alguna vez una promesa. Y hoy siento que debo cumplirla contigo.

Te contaré. Fue cuando estuve en prisión.

Varias veces me tiraron vendada a un calabozo, una pieza asquerosa, sin luz, húmeda y pequeñísima, según comprobé la primera vez que pude verla. Era el calabozo de un hombre que habían detenido antes que a mí. Allí lo conocí. ¿Por qué lo hacían los agentes? No lo sé.

Esto nunca se lo he contado a nadie, Blanca. La primera vez que me tiraron a ese sucucho, yo era un desecho humano. Habían estado interrogándome sobre mis pasos en la búsqueda de mi padre -fue por eso que me tomaron- y querían la información de las redes del partido y de los que ayudaban en estas búsquedas. Yo hablé, como hablaron casi todos. Luego de hablar, para hacer más sólida la culpa y el odio hacia mí misma, me violaron. No sé cuántas veces ni cuántos hombres… me hicieron mucho daño. Terminada la sesión, me tiraron desnuda a una celda.

Me di cuenta de una presencia viva por su respiración. Yo estaba vendada. Al comienzo ninguno habló. Después sentí que se me acercaba por el suelo, como reptando. Parece que me miró.

– ¡Dios mío! ¿Qué te han hecho? -fueron sus palabras casi sin voz.

Yo no podía ni responder, tirada en el suelo mojado entre la sangre, el semen y la mierda. Él se tiró a mi lado.

– Estoy amarrado -me dijo-. Tengo las manos y los pies atados, no puedo sacarte la venda.

No respondí, casi inconsciente. Me esperanzaba sentir una voz amiga como si me tendiera un nexo con la vida, pero tampoco estaba segura que fuese amiga esa voz. Podía ser otro torturador que me ablandaba, por tanto no traté de comunicarme con él y seguí en mi media inconciencia. Mi única certeza de estar viva eran mis enormes ganas de estar muerta. De repente sentí que algo limpiaba mi cara, algo húmedo rozaba mis heridas en los pómulos, en la mandíbula, en la boca. Era un bálsamo que me curaba. Era su lengua.

Lo único de que disponía, atado entero, para darme alivio.

Bajo mi venda, creí que Dios había vuelto a esta tierra abandonada cuando hizo lo mismo con mi sexo, sucio y herido.


Su caridad para entregarse a mi degradación, para intentar sacarme de ella, restauró no sólo mi cuerpo sino mi valor y mi energía. Pensé, si hay un ser humano como éste en el mundo, es que vale la pena vivir en él. Nada, Blanca, nada bueno de todo lo ocurrido en mi vida lo he agradecido como eso.

La segunda vez que me tiraron a su celda, él no estaba atado y pudo sacarme la venda. Entonces vi por primera vez a este hombre que había estado más cerca de mí que nadie en toda mi existencia. Lo miré, abismada ante su belleza, y me largué a llorar. Él me abrazó, ahuecó mi cabeza en su pecho y nos dormimos, sin decirnos una sola palabra.

No me volvieron a torturar, pero eso yo no tenía cómo saberlo. Y un día que estábamos en la celda le pedí que si se volvía a repetir, me ayudara a morir. Le dije que era a la única persona a quién le creería si accedía a pactar esta promesa.

Accedió.

Y la última vez que nos juntaron en ese calabozo, aterrada del presente y del futuro, le pregunté si podía extender su promesa a la vida de afuera, si sobrevivíamos y nos encontráramos. Es difícil entenderlo ahora, Blanca, pero en esas circunstancias era vital para mí, el poder acudir a alguien en este mundo con tanto amor y coraje como para hacer lo que uno es incapaz, porque no tiene ni posibilidades ni valor.

Él lo entendió. Y la promesa fue hecha.

Este hombre era el Gringo.


El día aquel que el Gringo y tú se conocieron, lo supe al instante. Cuando la nieta de la Rosa comentó que ustedes eran los príncipes de sus cuentos, vi un aura que los envolvía sólo a ustedes, a nadie más, y que una estética determinada los reuniría algún día. Quedé fuera, una exclusión brusca por la sola mirada que el Gringo te dirigió.

Yo sentía, Blanca, que una parte del Gringo era mía, pero no me enojé que me la quitaras. Eras tú, después de todo. Nada que emanara de ti podía no ser benéfico para él. Me hice a un lado, advirtiendo que esta vez yo había perdido.

Ese día que nos encontraste abrazados en la sala de estar, ¿te acuerdas? Vi tus ojos, ¡cómo no entender lo que te pasaba! Estaba segura, Blanca, que una palabra mía y te alejarías inmediatamente de él. Estábamos aún a tiempo. Tu impecable decoro y tus intenciones, perennemente buenas, no tocarían nunca algo de lo que yo me hubiese apropiado, no harían jamás un movimiento para herirme. Esa fue mi oportunidad, haberte dejado ir en el silencio. El Gringo tenía los ojos cerrados y no se habría enterado que nos viste abrazados en ese sillón y que interpretabas erróneamente la situación. Sencillamente no se habría encontrado más adelante con tu disponibilidad y basta. Nada habría sucedido. Pero me armé de coraje y te dije, no, Blanca, no es lo que tú crees. Fue grande la tentación de dejártelo creer. Sin embargo, sellé mi propia expulsión.

No, no me pongas esa cara, no mires así. Igual no habría podido partir con él, no con este duelo suspendido, congelado, no mientras no encuentre el cuerpo de mi padre. Esos huesos, estén donde estén, me anclarán. No, no estaría en Australia si no fuese por ti.

Sentí que correspondía retirarse y dejarte vivir. Yo conocía al Gringo, sabía bien que -dolores más o menos- algo se transformaría en ti por su sólo contacto. Después de todo, Blanca, ¿no es ése el sentido del amor: la transformación? Míranos a Sofía, a ti y a mí. Lo bello de nuestra amistad es cuánto hemos transformado una en la otra, por la pura fuerza del cariño. Ninguna de las tres somos las mismas, por el sólo hecho de habernos querido.


Te contaba que entonces, el día que tuve la tentación de quitarte al Gringo, estaba reanudando con él esta antigua promesa. La que hicimos en prisión.

Me soltaron antes que a él. Yo hice lo imposible por su libertad, estuve atenta a él cada día. Pero cuando al fin lo liberaron, decidió partir, rompiéndome con ello el alma. Imaginarás entonces lo que significó para mí verlo aparecer, después de tanto tiempo. Creí que venía a buscarme. A mí. Tuve la loca fantasía de que él había cerrado los ojos de noche pensando en mí tantas veces como lo hice yo. Pero no, era afecto puro, no otra cosa. Quizás hubiese podido transformarse si tú no hubieses llegado. ¿Comprendes, Blanca, mi pena, cuando entendí que me era inaccesible? Solo tú pudiste llegar a él. Al Gringo no se llega de esa manera, Blanca, créeme que lo sé y no sólo por mí. Creí que después de todo lo vivido estando detenidos, mi vida se salvaría a su lado, que se salvaría para siempre. Tú sabes que es harto más fácil asignarle a otro la propia salvación. Yo me salvaría sólo en esa confianza y en esa proximidad. Lo busqué, lo esperé. Y cuando por fin llegó, llegó a ti, no a mí. Ese hombre era pura humanidad, Blanca, antes que lo destruyeran. Y me enseñó una gran lección de amor, del amor en grande.

Nunca necesité pedirle que me ayudara a morir, pues la única vez que quise morir de verdad él me salvó. Desde entonces he vivido tranquila sabiendo que en Aysén o en Australia o dónde sea, puedo recurrir a él si el momento llega y estará. Eso sí lo sé. El siempre, a su manera, estará.

Y eso me ha hecho pensar en ti.

Aquí te dejo el paquete. La insulina es toda la necesaria.

No me mires ni trates de decirme algo. En su ausencia, hago por ti lo que el Gringo haría por mí. El resto… ya es decisión tuya.


Victoria se levantó del fuego, húmedos los ojos, y me abrazó. Fuerte, muy fuerte. Y con la luz naranja de la tarde, se fue por el camino.

Mis ojos no se desclavaron de ese cuerpo gracioso y cansado a la vez, de su largo pelo negro con sus mil ondulaciones, de su abrigo viejo y un poco raído. Tuve la extraña sensación de que mis ojos no volverían a mirarla. Quise gritarle, que no se fuera, que no me dejara sola, que tenía miedo. Ninguna voz se escuchó.


He guardado la jeringa y la insulina. No soy capaz.

Aborrezco mi cobarde lucidez.


* * *


Algo ha comenzado a zumbar adentro de nuevo en el cerebro Trini, se me duerme la mano derecha el hormigueo ha comenzado con el zumbido me arranca de cuajo del desperdicio me tira a la alba intemperie luz vivísima el tiro hemorragia de imágenes mis ojos líquidos reos mis ojos hasta que se me desangren mis ojos bulle todo zumba flechas cruzan mi cerebro crucificado de dolor acumulado nada de mañana me puebla blanca in-albis alba de la nada sin ansias sin palabras sin sentir salvo el pavor de este zumbido el vértigo el abismo espeluznante la caída de este cerebro cerrado amarrado amordazado mi dulce niña de leche mi niña de rocío hablar contigo la lengua del silencio trinidad piensa en mi corazón que por ti sueña hordas llegan a mi cerebro alguien grita adentro mío ya no pertenezco lacios los latidos tiemblo de frío y de mí misma se me crispa la boca el rostro se desencaja las sombras me rodean más y más inciertas espesas estas sombras la retina enfoca poco a poco existencia de purgatorio la que veo nada puedo apretar al pecho ni la idea viene el delirio lo veo venir sin estrella luminicíente blanco avanza al remate final trini trinidad dime niña si las palabras suenan de oro dime si enmudezco por todas las hablantes de la tierra dime teje un velo la oscuridad vencida me encuentra horriblemente viva cae lo podado cae lo incierto se me duerme la pierna derecha brazo y pierna dormido trinidad azul tu cuerpo ya no sirve ahora sí ahora si se te llena el alma de imposibles es que mi soledad viene a besarte

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