El pasaje a ninguna parte fue un regalo de mi abuelo. Mi abuelo. Un ser insólito y terrible. Creo que recién había cumplido los once años cuando me entregó el pasaje. Caminábamos por Santiago una mañana de verano. El viejo ya me había invitado a unas seis gaseosas y otros tantos helados, ya muy licuados en mi barriga, y yo sabía que esperaba el aviso de mis ganas de orinar. Tal vez se preocupó verdaderamente por mis riñones al consultarme:
– ¿Qué? ¿No quieres mear? Joder, mi niño. Con todo lo que has bebido…
Mi respuesta natural y acostumbrada debía de sonar dramáticamente afirmativa, con juntura de piernas acompañando a las palabras. Entonces él, quitándose el resto del caliqueño que siempre le colgaba de los labios, suspiraría antes de exclamar con el más didáctico de sus tonos:
– Espere, mi niño. Espere y aguante hasta que encontremos la iglesia adecuada.
Pero aquella mañana yo iba decidido a mojarme en los pantalones antes de soportar una vezmás las puteadas de algún cura. La broma de inflarme de helados y gaseosas para luego hacerme orinar en las puertas de las iglesias la veníamos repitiendo desde el día en que empecé a caminar y el viejo me transformó en su camarada de correrías, pequeño cómplice de sus bellaquerías de ácrata jubilado.
Cuántas puertas de iglesias habré meado. Cuántos curas, cuántas beatas me habrán insultado.
– ¡Chiquillo cochino! ¿No tienes baño en tu casa?! -era lo más suave que me soltaban.
– ¡Cómo te atreves a insultar a mi nieto, que es un hombre libre! ¡Parásito! ¡Escoria! ¡Asesino de la conciencia social! -les espetaba mi abuelo mientras yo dejaba caer hasta la última gota, jurándome que el próximo domingo no le aceptaría ni una Papaya, ni una Bilz, ni una Orange Crush, los refrescos a los que me invitaba con más que generosidad.
Aquella mañana me puse firme con el viejo.
– Sí. Estoy que me meo, Tata. Pero quiero ir a un servicio.
El viejo mordió el resto del caliqueño antes de escupirlo. Enseguida murmuró un "mecagonlaleche", se alejó un par de pasos, pero regresó de inmediato a acariciarme la cabeza.
– ¿Es por lo del domingo pasado? -consultó sacando otro cigarro de un bolsillo.
– Claro, Tata. Ese cura quería matarlo.
– Es que esos hijos de puta son peligrosos, mi niño. Pero en fin, si la naturaleza así lo quiere, pues pasaremos a expresiones de mayor consecuencia.
El domingo anterior había vaciado aguas contra la centenaria puerta de la iglesia de San Marcos. No era la primera vez que aquellos vetustos tablones me servían de mingitorio, mas al parecer el cura estaba sobre aviso porque me sorprendió en lo mejor de la meada, cuando era imposible detener el chorro y, jalándome de un brazo, me obligó a volver el cuerpo hacia el abuelo. Entonces, mientras indicaba mi chorreante pito con un dedo profético, el cura bramó:
– ¡Se ve que es tu nieto! ¡Se le nota la pequeñez de raza!
Vaya un domingo. Culminé la meada sobre los peldaños de la iglesia, aterrado de ver a mi abuelo arrojar el saco, subirse las mangas de la camisa, y desafiar al cura a un duelo a trompadas que afortunadamente evitaron los monaguillos y beatos del coro, porque el cura respondió al desafío arremangando la sotana. Vaya un domingo. Una vez aliviado en el respetable urinario de un bar, el viejo decidió que la mejor manera de terminar la mañana era acudir al centro asturiano, donde los domingos se engalanaban especialmente con las fabes de la tierra y el cabrales del exilio republicano.
Para mí, el cabrales era una masa repugnante y apestosa que tan sólo degustaban esos vejetes con boina, que a diario se acercaban a la casa de mis abuelos siempre precedidos por la misma pregunta:
– ¿Qué? ¿Se murió el cabrón?
Mientras le hacía honores a un arroz con leche pensé en qué había querido decir el viejo con eso de las "expresiones de mayor consecuencia", y supongo que debí de temblar al adivinar intenciones escatológicas en sus palabras, pero mis temores se disiparon al verlo entrar junto con otros comensales al gran salón adornado con la bandera rojinegra de la CNT. De aquel salón salían los libros de Julio Verne, de Emilio Salgari, de Stevenson, de Fenimore Cooper, que la abuela me leía por las tardes.
Lo vi salir con un libro de formato pequeño. Me llamó a su lado, y mientras lo escuchaba leí el lomo del libro: Así se templó el acero. Nicolai Ostrowisky.
– Bueno, mi niño. Este libro lo tienes que leer tú mismo, pero antes de entregártelo quiero de ti dos promesas.
– Las que quiera, Tata.
– Este libro será una invitación para un gran viaje. Prométeme que lo harás.
– Lo prometo. Pero, ¿adónde viajaré, Tata?
– Posiblemente a ninguna parte, mas te aseguro que vale la pena.
– ¿Y la segunda promesa?
– Que un día irás a Martos.
– ¿Martos? ¿Dónde queda Martos?
– Aquí -dijo golpeándose el pecho con una mano.
"Dos puntas tiene el camino y en las dos alguien me aguarda", dice una conocida canción chilena. Lo jodido es que estas dos puntas no limitan un camino lineal, sino lleno de curvas, vericuetos, baches y desviaciones que conducen invariablemente a ninguna parte.
La lectura de Así se templó el acero, lectura por cierto lenta y llena de consultas, se encargó de conducirme por primera vez a la región donde los sueños se llaman ninguna parte. Como todos los jóvenes que leyeron la obra de Ostrowisky, quise ser también Pavel Korchaguín, el sufrido protagonista, el compañero Komsomol, que, aun a costa de sacrificar su vida, no escatima sacrificios para cumplir con su misión de joven proletario. Soñé que era Pavel Korchaguín, y para hacer realidad aquel sueño me hice militante de las Juventudes Comunistas.
Mi abuelo aceptó a regañadientes la pérdida dominical del nieto, y pasó varios meses enfurecido con el traductor al español de Así se templó el acero. Al parecer su lectura debía llevarme al sendero de las ideas libertarias como primer paso del viaje a ninguna parte, pero su enojo duró hasta el día en que le anuncié que los estudiantes habíamos declarado un día de huelga solidaria con los mineros del carbón. Sólo una vez lo vi beber más de la cuenta y fue el día de la huelga. Achispado por el vino, reprimía sus lagrimones al tiempo que murmuraba:
– Mi nieto va a la huelga, carajo, es mi sangre.
Mi abuelo. Recuerdo la primera vez que lo obligué a leer un ejemplar de Gente Joven, la revista de los jóvenes comunistas. Leyó atentamente las cuatro hojas, y concluyó que, pese a estar publicada por una pandilla de acólitos del poder estalinista, no estaba mal para iniciarse en la comprensión del verdadero orden:
– No el que impone el Estado, cojones, sino el natural, el que deviene de la fraternidad entre los hombres.
Ser un joven comunista colmó de felicidad a mis padres, porque un joven comunista tenía que ser el primero en la escuela, el mejor deportista, el más culto, el más educado, y en la casa debía ser un monumento a la responsabilidad y al trabajo. En cada joven comunista germinaba el ser social colectivo y solidario que caracterizaría la nueva sociedad. De tal manera que fui una especie de monje rojo, ascético y aburrido. Una verdadera peste, como me diría años más tarde cierta chica que no quiso ser mi novia, al preguntarle por sus -para mí- incomprensibles razones.
Ser un joven comunista durante más de seis años significó tener el pasaje a ninguna parte bajo la piel. Todos mis amigos de infancia tenían rumbos definidos; algunos viajarían a estudiar a Estados Unidos, otros a Uruguay, otros a Europa, otros se incorporarían al trabajo. Yo sólo aspiraba a no moverme de mi puesto de combate.
Tenía dieciocho años cuando quise seguir el ejemplo del hombre más universal que ha dado América Latina, el Che. Entonces llegó la hora de pagar un suplemento al pasaje a ninguna parte.
Siempre evité tocar el tema de la cárcel durante la dictadura chilena. Lo evité, porque, por una parte, la vida siempre me ha resultado apasionante y digna de vivirla hasta el último suspiro, de manera que tocar un accidente tan obsceno era una vil manera de ofenderla. Y por otra parte, porque se han escrito demasiados -por desgracia, en su mayoría, muy malos- testimonios al respecto.
Dos años y medio de mi juventud los pasé encerrado en una de las más miserables cárceles chilenas, la de Temuco.
Lo peor de todo no era el encierro en sí mismo, pues dentro la vida proseguía, y a veces más interesante que fuera. Los "prigué" -prisioneros de guerra- de mayor preparación -y ahí estaba todo el cuerpo docente de las universidades del surformaron varias academias, y así muchos de los prigué aprendimos idiomas, matemáticas, fisica cuántica, historia universal, historia del arte, historia de la filosofía. Un profesor de apellido Iriarte impartió durante dos semanas un magnífico seminario sobre Keynes y el razonamiento político de los economistas contemporáneos, al que asistieron, además de un centenar de presos, varios oficiales del ejército. Andrés Müller, periodista y escritor, disertó sobre los errores tácticos de los comuneros de París ante la estupefacción de la soldadesca que custodiaba el taller de calzado, bautizado por nosotros como Gran Salón del Ateneo de Temuco. Otro ilustre prigué, Genaro Avendaño -lo "desaparecieron" en 1979-, emocionó a presos y militares con
una dramatización del discurso de Unamuno en Salamanca.
Hasta llegamos a tener una pequeña biblioteca con títulos que fuera estaban prohibidísimos, gracias a la curiosa censura practicada por el suboficial encargado de filtrar los libros que nos mandaban los familiares y amigos. Nunca dejamos de agradecerle que catalogara entre los libros de primeros auxilios el ejemplar de Las venas abiertas de América Latina que engalanaba la biblioteca. Hasta clases de alta cocina tuvimos. Cómo olvidar la pasión de Julio Garcés, ex cocinero del Club de la Unión, la Meca de la aristocracia chilena, cuando defendía la sutil grasa del conejo como insustituible en la preparación de una buena salsa de hígado del mismo animal, e insistía en que era fundamental cocinar el caldillo de congrio con el mismo vino blanco que luego alegraría la mesa. Años más tarde encontré a Garcés en Bélgica. Era el chef de un prestigioso restaurante de Bruselas, y con orgullo me enseñó los dos diplomas con que la guía Michelín había premiado su arte culinario. Eran dos
diplomas elegantes que flanqueaban de honor a un tercero, escrito a mano en una hoja de cuaderno: el Michelín de Temuco, que le concedimos por un maravilloso soule de recuerdos del mar, preparado con amor, una lata de mejillones, restos de pan y hojitas aromáticas cultivadas en una maceta que todos cuidábamos con especial celo para que los gatos de la prisión no se la comieran.
Novecientos cuarenta y dos días duró la permanencia en aquella tierra de todos y de nadie. Estar dentro no era lo peor que podía ocurrirnos. Era una forma más de estar de pie sobre la vida. Lo peor llegaba cuando, más o menos cada quince días, nos llevaban al regimiento Tucapel para los interrogatorios. Entonces comprendíamos que por fin llegábamos a ninguna parte.
Los militares tenían un concepto bastante elevado de nuestra capacidad destructora. Nos preguntaban acerca de planes para asesinar a todos los oficiales de la historia militar de América, para volar puentes y sepultar túneles, y para preparar el desembarco de un temible enemigo externo que no podían identificar.
Temuco es una ciudad triste, gris y lluviosa. Nadie diría que es apta para el turismo, y sin embargo el regimiento Tucapel llegó a ser algo así como una permanente convención internacional de sádicos. En los interrogatorios, además de los militares chilenos que mal que mal eran los anfitriones, participaban simios de la inteligencia militar brasileña -eran los peores-, norteamericanos del Departamento de Estado, paramilitares argentinos, neofascistas italianos y hasta unos agentes del Mossad.
¿Cómo olvidar a Rudi Weismann, chileno, amante del sur y los veleros, que fue torturado e interrogado en el dulce idioma de las sinagogas? Rudi, que se jugó entero por Israel -participó en un Kibutz pero fue más fuerte la nostalgia de la Tierra del Fuego y regresó a Chile-, no fue capaz de soportar esa infamia. No consiguió entender que Israel apoyara a esa pandilla de criminales, y Rudi Weismann, que siempre fue un monumento al buen humor, se tornó seco como una planta olvidada. Un amanecer lo encontramos muerto en el saco de dormir. Su expresión hizo innecesaria cualquier autopsia: Rudi Weismann había muerto de tristeza.
El comandante del regimiento Tucapel -y no cito su nombre por un elemental respeto al papelera un fanático admirador del mariscal Rommel. Cuando un prisionero le resultaba simpático lo invitaba a reponerse de los interrogatorios en su oficina. Ahí, luego de asegurarle que todo lo que ocurría en el regimiento servía a los intereses sacrosantos de la patria, lo invitaba a una copita de Korn -alguien le mandaba de Alemania el insípido licor de trigo- y lo obligaba a escuchar una conferencia sobre el Afrikakorps. El tipo era hijo o nieto de alemanes, pero su aspecto no podía ser más chileno: rechoncho, piernas cortas, cabellera oscura y rebelde. Podía pasar muy bien por un camionero o vendedor de frutas, pero hablando de Rommel se transformaba en la caricatura de un guardia hitleriano.
Al final de la conferencia teatralizaba el suicidio de Rommel, hacía sonar los tacones, se llevaba la diestra a la frente saludando a una invisible bandera, musitaba un "adieu geliebtes Vaterland", y simulaba pegarse un tiro en la boca. Nosotros confiábamos en que un día lo hiciera de verdad.
Había otro curioso oficial en el regimiento; un teniente que pugnaba por ocultar una homosexualidad que se le escapaba por todos lados. Los soldados le apodaban Margarito, y él lo sabía.
Todos los prigué percibíamos que Margarito sufría por no poder adornar su cuerpo con objetos verdaderamente bellos, y el pobre tipo los suplía con la parafernalia permitida por el reglamento. Cargaba una pistola del cuarenta y cinco, dos cargadores, un puñal corvo del cuerpo de comandos, dos granadas de mano, una linterna, un walkie tal kie, las insignias de su grado y las alas plateadas de paracaidista. Presos y soldados opinábamos que se veía como un árbol de Navidad.
Este sujeto a veces nos sorprendía con gestos generosos y aparentemente desinteresados -ignorábamos que el síndrome de Estocolmo lo genera una perversión militar- y, de repente, después de los interrogatorios nos llenaba los bolsillos con cigarrillos o con las tan queridas aspirinas Plus Vitamina C. Una tarde me invitó a su cuarto.
– Así que usted es literato -dijo ofreciéndome una lata de Coca-Cola.
– He escrito un par de cuentos. Eso es todo -respondí.
– No lo he invitado para interrogarlo. Siento mucho todo lo que ocurre, pero así es la guerra. Quiero que hablemos de escritor a escritor, ¿le sorprende? También se han dado grandes literatos entre la gente de armas. Piense en don Alonso de Ercilla y Zúñiga, por ejemplo.
– O en Cervantes -agregué.
Margarito se incluía entre los grandes. Era su problema. Si quería adulación, la tendría. Bebía la Coca-Cola y pensaba en Garcés, mejor dicho en la gallina de Garcés, pues, aunque parezca increíble el cocinero tenía una gallina que se llamaba Dul cinea.
Una mañana saltó el muro que separaba a los presos comunes de los prigué, y al parecer se trataba de una gallina de profundas convicciones políticas ya que decidió quedarse con nosotros. Garcés la acariciaba y suspiraba diciendo: "Si tuviera una pizca de polvo de pimientos y otra de comino les haría un escabeche de ave que jamás han probado".
– Quiero que lea mis poesías y me dé su opinión, la más sincera -dijo Margarito al entregarme un cuaderno.
Salí de allí con los bolsillos llenos de cigarrillos, caramelos, bolsitas de té y una lata de mermelada U.S. Army. Aquella tarde empecé a creer en la fraternidad entre escritores.
De la cárcel al regimiento y viceversa nos transportaban en un camión de ganado. Los soldados se cuidaban de que hubiera suficiente mierda de vaca en el suelo del camión antes de ordenar que nos tendiéramos boca abajo y con las manos en la nuca. Nos vigilaban cuatro uniformados armados con fusiles GAL, uno en cada esquina del camión. Casi todos eran muchachos traídos de las guarniciones del norte, a los que el riguroso clima del sur mantenía constantemente agripados y de pésimo humor. Tenían orden de disparar contra los bultos -nosotros- al menor movimiento sospechoso, y también contra todo civil que intentara acercarse al camión. Pero con el paso del tiempo la disciplina se fue relajando y hacían la vista gorda ante el paquete de cigarrillos o la fruta caída desde una ventana, o frente a la muchacha hermosa y audaz que corría junto al vehículo lanzando besos con las manos y gritando: "¡Aguanten, compañeros! ¡Venceremos!".
En la cárcel, como siempre, nos esperaba el comité de bienvenida presidido por el doctor "Flaco" Pragnan -ahora eminente psiquiatra en Bélgica-. En primer lugar examinaban a los que no podían caminar y a los que venían con alteraciones cardiacas, luego a los que traían algún hueso dislocado o costillas torcidas. Pragnan era un experto en reconocer la cantidad de energía eléctrica que nos había transmitido el paso por la parrilla, y pacientemente indicaba quiénes podían ingerir líquidos en las siguientes horas. Finalmente llegaba la hora de comulgar, que era cuando recibíamos las aspirinas Plus Vitamina C, y las tabletas anticoagulantes contra los hematomas internos.
– Dulcinea tiene las horas contadas -le dije a Garcés y busqué un rincón para leer el cuaderno de Margarito.
Las páginas escritas con fina caligrafía rezumaban amor, miel, sufrimientos sublimes y flores olvidadas. No necesité pasar de la tercera página para saber que Margarito ni siquiera se molestaba en plagiar las ideas del poeta mexicano Amado Nervo, sino que copiaba sin más sus poemas.
Llamé a Peyuco Gálvez, un profesor de castellano, y le leí un par de versos.
– ¿Qué te parece, Peyuco?
– Amado Nervo. El libro se llama Los jardines interiores.
Me había metido en un lío y de los gordos. Si Margarito llegaba a saber que conocía la obra de Nervo, un poeta por cierto azucarado, entonces era yo y no la gallina de Garcés quien tenía las horas contadas. El asunto era grave, así que esa misma noche lo llevé al Consejo de Ancianos.
– Margarito, ¿será marica entrante o poniente? -consultó Iriarte.
– No jodas. Es mi pellejo el que está en juego -alegué.
– Lo pregunto en serio. A lo mejor el milico quiere tener un romance contigo y darte el cuaderno fue como dejar caer un pañuelito de seda. Y tú lo recogiste, huevón. Tal vez ha copiado los poemas para que descubras en ellos un mensaje. He conocido a muchos maricas que seducían muchachitos pasándoles Demián, de Hermann Hesse. Si Margarito es de los entrantes, entonces tendrás que ser no su Amado Nervo sino su amado nervio. Y si es de los ponientes, bueno, se me ocurre que debe doler menos que una patada en los huevos.
– Qué mensaje ni nada. El milico te dio los poemas como suyos y debes decirle que te gustaron mucho. Si se tratara de mandar un mensaje, entonces debió darle el cuaderno a Garcés; es el único que tiene un jardín interior. O tal vez Margarito no sepa de la maceta -opinó Andrés Müller.
– Pongámonos serios. Algo tendrás que decirle, y Margarito no debe abrigar ni la menor sospecha de que conoces los versos de Nervo -indicó Pragnan.
– Dile que los poemas te gustaron, pero que los adjetivos te resultan un tanto exagerados. Cítale a Huidobro: el adjetivo, cuando no da vida, mata. Con eso le demuestras que leíste atentamente sus versos y que le haces una crítica de colega a colega -sugirió Gálvez.
El Consejo de Ancianos aprobó la idea de Gálvez, pero yo pasé dos semanas con el alma en un hilo. No podía dormir. Ansiaba que me llevaran a la sesión de patadas y picanazos eléctricos para devolver el condenado cuaderno. Durante ese tiempo llegué a odiar al buenazo de Garcés:
– Compadre, si todo sale bien, si además del comino y el polvo de pimientos consigues un frasquito de alcaparras, ¡ay, mi viejo!, nos vamos a dar un banquete con la gallina.
A los quince días, ¡por fin!, me vi tendido en el colchón de boñigas boca abajo y con las manos en la nuca. Pensé que me estaba volviendo loco: iba contento al encuentro de algo que se llama tortura.
Regimiento Tucapel. Intendencia. Al fondo el sempiterno verde del cerro ¿¿Ñielol, sagrado para los mapuches. El cuarto de interrogatorios estaba precedido por una sala de espera, como en una consulta médica. Allí nos sentaban en un banco con las manos atadas a la espalda y una capucha negra sobre la cabeza. Nunca entendí la razón de la capucha, porque, una vez dentro, nos la quitaban y podíamos ver a los interrogadores, a los soldaditos que con expresión de pánico giraban la manivela del generador eléctrico, a los sanitarios que nos pegaban los electrodos en el ano, en los testículos, en las encías, en la lengua, y luego auscultaban para decidir quién fingía y quién se había desmayado de verdad en la parrilla.
Lagos, un diácono de los traperos de Emmaus, fue el primer interrogado de aquel día. Desde hacía un año le daban duro preguntándole por el origen de unas docenas de viejos uniformes militares encontrados en las bodegas de los traperos. Un comerciante que vendía desechos militares se los había donado. Lagos aullaba de dolor y repetía una y otra vez todo lo que la soldadesca quería escuchar: esos uniformes pertenecían a un ejército invasor que se aprestaba a desembarcar en las costas chilenas.
Esperaba mi turno cuando unas manos me quitaron la capucha. Era el teniente Margarito.
– Sígame -ordenó.
Entramos a una oficina. Sobre el único escritorio vi una lata de Coca-Cola y un cartón de cigarrillos que obviamente premiarían mis comentarios sobre su obra literaria.
– ¿Leyó mis poesías? -consultó indicándome una silla.
Poesías. Margarito hablaba de poesías y no de poemas. Un sujeto lleno de pistolas y granadas no puede decir poesías sin que suene ridículo y amariconado. Entonces aquel tipo me dio asco, y decidí que si meaba sangre, siseaba al hablar y podía cargar baterías con sólo tocarlas, no iba a rebajarme adulando a un milico maricón y ladrón del talento ajeno.
– Usted tiene uná bonita caligrafía, teniente. Pero sabe que esos versos no son suyos -dije devolviéndole el cuaderno.
Lo vi temblar. Aquel sujeto cargaba armas como para matarme varias veces y, si no quería mancharse el uniforme, podía ordenar a otro que lo hiciera. Temblando de ira se puso de pie, arrojó al suelo todo lo que había sobre el escritorio, y gritó:
– ¡Tres semanas al cubo, pero antes pasas por el pedicuro, subversivo de mierda!
El pedicuro era un civil, un terrateniente al que la reforma agraria había expropiado varios miles de hectáreas, y se desquitaba participando como voluntario en los interrogatorios. Su especialidad era levantar las uñas de los pies, lo que ocasionaba terribles infecciones.
Conocía el cubo. Mis primeros seis meses de prisión fueron de aislamiento total en el cubo, un habitáculo subterráneo que medía un metro cincuenta de largo, por igual medida de ancho, por igual medida de alto. Antiguamente en la cárcel de Temuco había habido una curtiembre y el cubo servía para almacenar grasas. Las paredes de cemento hedían aún a grasa, mas al cabo de una semana los propios excrementos se encargaban de convertir el cubo en un lugar muy íntimo.
Solamente cruzado en diagonal era posible estirar el cuerpo, pero las bajas temperaturas del sur de Chile, el agua de las lluvias, y los orines de los soldados, invitaban a abrazar las piernas, a permanecer así, deseando ser cada vez más pequeño, hasta conseguir habitar alguna de las islas de mierda que flotaban y sugerían vacaciones de ensueño. Tres semanas estuve ahí, contándome películas de Laurel y Hardy, recordando palabra por palabra las novelas de Salgari, Stevenson, London, jugando largas partidas de ajedrez, lamiéndome los dedos de los pies para protegerlos de las infecciones. En el cubo juré y rejuré que nunca me dedicaría a la crítica literaria.
Un día de junio de 1976 se acabó el viaje a ninguna parte. Gracias a las gestiones de Amnistía Internacional salí de la cárcel, y aunque rapado y con veinte kilos menos, me llené los pulmones con el aire denso de una libertad limitada por el miedo a perderla nuevamente. Muchos de los compañeros que quedaron dentro fueron asesinados por los militares. Mi gran orgullo es saber que no olvido ni perdono a sus verdugos. He obtenido muchas y bellas satisfacciones en mi vida, pero ninguna se compara con la alegría que da abrir una botella de vino al saber que alguno de esos criminales fue ametrallado en una calle. Entonces levanto la copa y digo: "Un hijo de puta menos, ¡viva la vida!".
A algunos de mis compañeros que sobrevivieron los he encontrado por el mundo, a otros no los volví a ver, pero todos ocupan un lugar de preferencia en mis recuerdos.
Un día, a fines de 1985, en un bar de Valencia me topé sorpresivamente con Gálvez. Me contó que vivía en Italia, en Milán, que tenía la nacionalidad italiana y cuatro bellísimas hijas, todas italianas. Luego del abrazo largo y llorado nos largamos a charlar de los viejos tiempos, y naturalmente que la gallina fue parte del tema.
– Que en paz descanse -dijo Gálvez-. Fui el último de los antiguos que salió en libertad, a finales del setenta y ocho, y la llevé conmigo. Vivió feliz y gorda en mi casa de Los Angeles hasta que murió de vieja. Está enterrada en el jardín bajo una lápida que dice: "Aquí yace Dulcinea, señora de caballeros imposibles, emperatriz de ninguna parte".