Sabía que la frontera estaba cerca. Una frontera más, pero no la veía. Lo único que interrumpía el monótono atardecer andino era el reflejo del sol en una estructura metálica. Allí terminaba La Quiaca y la Argentina. Al otro lado estaba Villazón y el territorio boliviano. En algo más de dos meses había recorrido el camino que une Santiago de Chile con Buenos Aires, Montevideo con Pelotas, Sáo Paulo con Santos, puerto en el que mis posibilidades de embarcarme con rumbo a Africa o Europa se fueron al infierno. En el aeropuerto de Santiago los militares chilenos sellaron mi pasaporte con una enigmática letra "L". ¿Ladrón? ¿Lunático? ¿Libre? ¿Lúcido? Ignoro si la palabra apestado empieza con ele en algún idioma, pero lo cierto es que mi pasaporte provocaba repugnancia cada vez que lo enseñaba en una naviera.
– No. No queremos chilenos con pasaporte con ele.
– ¿Puede decirme qué diablos significa la ele?
– Vamos, usted lo sabe mejor que yo. Buenas tardes.
A mal tiempo buena cara. Tenía tiempo, todo el tiempo del mundo, así que decidí embarcarme en Panamá. Entre Santos y el Canal mediaban unos cuatro mil kilómetros por tierra y eso es una bicoca para un tipo con ganas de hacer camino.
Trepado a veces en autobuses destartalados, en camiones y en ferrocarriles lentos y desganados pasé a Asunción, la ciudad de la tristeza transparente, eternamente barrida por el viento de desolación que se arrastra desde el Chaco. De Paraguay regresé a Argentina y, atravesando el desconocido país de Humahuaca, arribé a La Quiaca con la intención de continuar viaje a La Paz. Luego…, bueno, eso ya se vería. Lo importante era capear los tiempos de miedo de la misma manera que los barcos en alta mar capean los temporales costeros.
Me sentía hostigado por aquellos tiempos de miedo.
En cada ciudad en la que me detuve visité a antiguos conocidos o hice amagos de nuevas amistades. Salvo contadas excepciones, todos me dejaron el ánimo amargado por un sabor uniforme: las gentes vivían en y para el miedo. Hacían de él un laberinto sin salida, acompañaban de miedo las conversaciones, las comidas. Hasta los hechos más intrascendentes los revestían de una prudencia impúdica y, por las noches, no se acostaban para soñar días mejores, o pasados, sino para precipitarse en la ciénaga de un miedo oscuro y espeso, un miedo de horas muertas que al amanecer los sacaba de la cama ojerosos y aún más atemorizados.
Cierta noche del viaje la pasé en Sáo Paulo tratando de amar, incluso de manera desesperada. Fue un fracaso, y lo único rescatable fueron los pies de la compañera buscando los míos con un lenguaje honesto de piel y amanecida.
– Qué mal lo hicimos -creo que comenté.
– Cierto. Como si nos estuvieran observando. Como si usáramos cuerpos y tiempo prestados por el miedo -respondió.
Los pies. Aquellos gorditos inútiles se acariciaban mientras compartíamos un cigarrillo.
– En otro tiempo fue tan fácil llegar al país de la felicidad. No estaba en ningún mapa, pero todos sabíamos llegar. Había unicornios y bosques de marihuana. Tenemos la frontera extraviada -agregó.
Llegué a La Quiaca al atardecer, y en cuanto bajé del tren sentí la bofetada del frío andino. Quise abrir la mochila y sacar un pullóver, pero rechacé la idea optando por caminar rápido para entrar en calor. Al trote llegué hasta una boletería.
– Mañana quiero viajar a La Paz. ¿Puede decirme a qué hora sale el tren?
El boletero cebaba mate. Sostenía una gran calabaza con engarzaduras de plata. Oía bien la yerba. Dejaba escapar el aroma de esa mezcla dichosa entre amarga y dulce. Pensé en lo bien que me sentaría un mate con ese frío.
El boletero me observó, recorrió mi rostro de oreja a oreja, de la frente al mentón, y enseguida desvió la mirada. Era el miedo; consultaba el afiche con las fotografías de los buscados. No me invitó a un mate, y antes de responder dejó a un lado la calabaza.
– Eso tenés que preguntárselo a los bolivianos. La frontera está a dos pasos, pero ahora no atienden.
– El boletero hablaba cantadito, como los salteños o los riojanos.
Junto a la estación, había un hotel desangelado, como todos los hoteles de pueblos sin importancia. Ya en el cuarto -una cama de bronce, un velador cojo, una palmatoria con dos dedos de vela, un espejo, un lavatorio de hojalata, una jarra de agua y un paño tieso que juraba ser toalla-, abrí la mochila y me puse un pullóver grueso. En el cuarto hacía tanto frío como fuera y la cama estaba bien para una noche. Las sábanas, almidonadas hasta la exageración, tenían la misma tiesura arbórea de la toalla, pero las mantas eran gruesas y de lana. Recordé a alguien, ¿quién diablos sería?, que afirmaba que el frío era el mejor aliado de la higiene hotelera.
Salí del hotel para conocer La Quiaca y me eché a caminar por calles silenciosas y solitarias, entre casas de barro que se confundían con los montes cercanos según avanzaban las sombras. A las pocas cuadras encontré un negocio abierto. Olía a carne asada y la urgencia de las tripas me sentó frente a una mesa cubierta con papel de embalaje.
– Sólo tenemos asado de tira -dijo el mozo. Era un petisito de espaldas anchas, piernas cortas, y lucía una pelambrera tiesa como un cepillo que enmarcaba su rostro totémico. Y hablaba arrastrando las eses, como si las dijera con los dientes pegados.
La carne estaba deliciosa. Chorreaba grasa al hincarle el cuchillo y era un placer untar el pan en ella. El vino era un tanto agrio, pero alegraba el cuerpo.
Luego de comer pedí una copa de caña y dejé que me estremeciera la formidable recompensa de un eructo. Entonces vi al viejo.
Vestía una gastada cazadora de piel marrón. Entró, y dejó unos guantes de trabajo y una linterna de latón sobre la mesa.
El viejo asintió con movimientos de cabeza a las indicaciones del mozo y, al recibir la jarra de vino, bebió un largo trago con los ojos cerrados, con la satisfacción del que viene de una agotadora jornada. Me acerqué a él.
– Disculpe, caballero. ¿Es usted empleado del ferrocarril?
– Sí y no -respondió.
Su respuesta me sorprendió de manera incómoda, pero enseguida vi que me señalaba una silla.
– Sí, en cuanto al ferrocarril. No, en cuanto a lo de empleado. Soy obrero.
– Entiendo. Disculpe.
– ¿Chileno, don?
– Así parece.
– ¿Querés comer algo?
Le agradecí indicando que ya lo había hecho, y le consulté acerca del horario del tren a La Paz. En ese momento llegó la carne. Al viejo le brillaron los ojos y con la servilleta limpió tenedor y cuchillo.
– Buen provecho.
– Se agradece, don. ¿Querés un vino? Sin esperar mi respuesta hizo chascar los dedos pidiendo otro vaso. Se metió en la boca el primer trozo de carne y adoptó una actitud soñadora.
– Lo mejor de la vaca es el asado de tira. Qué noble bicho la vaca, lleno de bifes por todos lados, pero lo mejor es el asado de tira.
– Opino lo mismo. Salud.
– Salud. ¿Sabés lo que falta aquí en el norte? El chimichurri. Eso es lo que falta. Al verso la rima y al asado el chimichurri.
– Totalmente de acuerdo.
El viejo masticaba con disciplina macrobiótica. Algunas gotas de jugo trataban de escapar por las comisuras de sus labios, pero la lengua actuaba con velocidad implacable. Luego de masticar a conciencia bajaba los bolos con abundante vino.
– A La Paz decís que vas. Cuidate de la puna allá arriba. Si sentís el sorocho, comé cebolla. Metele cebolla a la máquina. A La Paz. El tren sale entre las ocho y las doce, no es muy inglés que digamos. ¿Tenés boleto?
Hablaba sin mirarme. Toda su atención se centraba en el trozo de carne que desaparecía en una sutil agonía de jugo, hasta que el plato quedó limpio.
– No. Todavía no lo compro -dije con ganas de despedirme, pero el viejo ordenó otra jarra de vino.
– Perdoná la descortesía, pero tenía un hambre. Más de doce horas sin morfar. Imaginate.
– No se preocupe.
– Así que no tenés boleto. Entonces tenés que cruzar la frontera con tiempo. Los milicos la abren a las siete y siempre hay una fila esperando.
– Trataré de llegar entre los primeros.
– Macanudo, pero no basta. En la boletería los bolivianos te van a decir que no hay cupo, que todo está vendido. Eso te van a decir. Que los parió. ¿Y sabés lo que tenés que hacer? Doblar un billete, uno de cincuenta mangos, ¿entendés a lo que voy?
– Entiendo. Gracias por el dato.
El viejo empezó a mirarme con picardía. De la solapa de la cazadora sacó un largo alfiler de plata y se escarbó los dientes.
– Así que chileno, don.
– En alguna parte hay que nacer.
– También está mal la cosa por allá, ¿no? "La cosa." Si algo odiaba eran las preguntas respuestas, y en esos tiempos de miedo hablar de la cosa no era lo más recomendable.
– Como en todas partes, supongo.
– Tenés razón. El mundo está podrido. Tampoco era aconsejable filosofar sobre la podredumbre universal con un desconocido. Hice ademán de pararme, y el viejo me palmoteó un brazo.
– ¿Sabés lo que pasa, chilenito?
– No. ¿Qué es lo que pasa?
– Que me quedé con hambre. Eso es lo que pasa. ¿Qué tal si ordenamos otra porción de asado y vos te hacés cargo de la mitad?
Entonces pensé en esos jodidos tiempos de miedo, en el viaje realizado comiendo generalmente solo y a la rápida, y se me ocurrió que permanecer unas horas aferrado a esa mesa era una forma de resistencia.
– Conforme, pero yo invito al vino.
– ¡Macanudo! -exclamó el viejo tendiéndome la mano.
Comimos. Bebimos. Hablamos de un pibe que prometía, un tal Maradona, muy parecido a Chamaco Valdés en el dominio del balón, comparamos los puños de Oscar Ringo Bonavena con los de Martín Vargas, coincidimos en que la emoción de Carlitos era incomparable, pero que a la hora de medir las voces, la de Julio Sosa, el varón del tango, no admitía comparaciones. La mesa cubierta con papel de embalaje se transformó en una festividad familiar, en una tarde cualquiera de Latinoamérica compartida por un argentino y un chileno. Los tiempos de miedo se quedaron fuera, y un portero invisible e implacable se encargó de no permitirles el paso, por indeseables.
Al final de la cena el viejo me recordó la necesidad de llegar temprano a la frontera, y realizó el gesto de empuñar la mano izquierda con el pulgar extendido, me señaló un punto que podía estar cayendo del cielo o a su espalda.
– Está muy cerca. La frontera empieza con el tren -dijo.
En el hotel la cama estaba muy fría, acaso húmeda, y tardé bastante en calentarme. Sentía el cansancio del viaje, y de las cinco jarras de vino vaciadas con el ferroviario. Quería dormir, pero temía perder el tren. La idea de permanecer un día más en La Quiaca no terminaba de gustarme. Por fortuna tenía suficientes cigarrillos y el tabaco consiguió acortar la noche.
El amanecer llegó sin aviso, como si una poderosa mano hubiese rasgado con violencia la cortina de sombras, y una luminosidad que hería las pupilas entró a raudales por la ventana. Miré el reloj; eran las seis de la mañana. Buena hora para marchar hasta la frontera.
Al poco me topé con la curiosa arquitectura que viera el día anterior: un puente de hierro. En un extremo, una casamata adornada con los colores de la bandera argentina. En el otro, una segunda casamata con los colores de la bandera boliviana. Por debajo del puente no pasaba ninguno.
A las siete y pico de la mañana unos gendarmes argentinos todavía somnolientos abrieron la frontera. Había mucha gente, mujeres, hombres, niños de rostros enigmáticos, que hablaban entre ellos en su siseante aymara mientras las bolas de coca les hinchaban los pómulos. Cargaban maletas, fardos, atados de hierbas, de frutas, de verduras, gallinas transportadas cabeza abajo, con los ojos blancos y las alas torpemente extendidas, utensilios de cocina, artefactos indefinibles. Al otro lado del puente esperaba un grupo humano similar, y recordé las palabras del ferroviario al ver que las vías del tren nacían junto a la casamata boliviana.
Los gendarmes argentinos revisaron mi pasaporte, compararon la foto con las del afiche de los buscados, y me lo devolvieron sin palabras. Crucé el puente. Adiós, Argentina. Buenos días, Bolivia.
Los bolivianos repitieron la ceremonia, pero esta vez con preguntas que formuló un soldado.
– ¿Adónde viaja?
– A La Paz.
– ¿Tiene boleto?
– No. Por eso vengo temprano.
– ¿Cuántos días permanecerá en Bolivia? ¿Tiene un domicilio en La Paz?
– No. De ahí sigo viaje.
– ¿Adónde?
¿Adónde? Dudé. Pensé en un pequeño mapa escolar de Sudamérica que cargaba en la mochila. Era un mapa lleno de nombres sugerentes, y podía decir Lima, Guayaquil, Bogotá, Cartagena, Paramaribo, Belem, pero la única palabra que acudió a mis labios fue una que escuchara decir a mi abuelo.
– A Martos…, en España.
El soldado me autorizó a seguir, pero sentí que me clavaba una mirada de odio. Eran los ojos de un dios iracundo. Ojos de fuego negro en un rostro de piedra.
En la estación de Villazón seguí las recomendaciones del ferroviario, y el billete de cincuenta pesos cuidadosamente doblado transformó las negativas del boletero en quejas contra los que acudían a comprar su boleto a última hora. La estación de Villazón era más pequeña que la de La Quiaca. Tenía dos andenes de cemento limpios hasta la pulcritud.
– El tren llega entre ocho y diez, se llena entre diez y doce, y parte cuando se completa el cupo -me informó el boletero.
Tenía tiempo para conocer parte del lugar. A una vendedora le compré dos empanadas y una jarra de café. Sentado sobre la mochila vi cómo la estación se transformaba en un alegre mercado de comidas, frutas, artefactos y animales de corral. Complacido, absorbía esa realidad desconocida.
A las ocho el sol empezó a pegar fuerte. Reflejándose en los muros encalados multiplicaba su efecto cegador. Limpiaba las gafas de sol cuando escuché una voz conocida, la voz del viejo ferroviario.
– Volá, chilenito. Volá.
Giré la cabeza. El viejo pasó por mi lado sin mirarme, pero mascullando entre dientes:
– Volá, chilenito, volá antes de que te agarren.
El sol andino detuvo las horas, la rotación del planeta, los caprichosos giros del universo. No había una nube en el cielo, ni un pájaro, pero de pronto, como si hubiesen escuchado una señal secreta, el eco de una trompeta de alarma sonando desde siglos en la soledad de los cerros, los seres totémicos apilaron sus mercancías y una inefable ráfaga de miedo que sopló en los andenes barrió el alegre mercado.
Al mirar hacia el comienzo de las vías, hacia la frontera, vi el piquete de soldados que bajaba de un camión. Respondiendo a los gestos de un oficial avanzaron en abanico, preparados para repeler una emboscada. Y yo estaba solo, sentado sobre la mochila.
En ese mismo instante se dejó oír el pitazo que me obligó a mirar hacia el lado opuesto, y vi a la vieja locomotora diésel entrando a la estación. Era un gran animal verde, con una cicatriz amarilla en el vientre, y arrastraba el convoy bufando como un viejo dragón. Vi pasar los vagones grises como una sucesión de pescados tristes, con las palabras La Paz repetida en las agallas.
La locomotora se detuvo al llegar al puente, porque, como el ferroviario dijera, la frontera empezaba con el tren. Entonces me empujaron contra un muro, y ahí permanecí con las piernas muy abiertas y las manos apoyadas sobre una superficie de cal, mientras unas manos enguantadas vaciaban la mochila y pisoteaban libros, fotos, recuerdos refractarios a los tiempos del miedo, hasta que a culatazos me hicieron tenderme boca abajo y poner las manos en la nuca.
Pasaron unas dos horas hasta que los soldados volvieron a practicar el juego de la caza y tendieron a mi lado a otro mochilero. Se trataba de un argentino acólito de los Hare Krishna que, con el sol reflejado en su cabeza rapada y el cuerpo envuelto en sus estrambóticos ropajes color naranja, no dejaba de desearles paz eterna.
– ¿Qué ocurre, hermano? -preguntó en voz baja.
– Cierra la boca, o te la cierran.
– Pero, ¿qué hemos hecho, hermano?
– Tal vez llamar hermanos a los hijos únicos. Las horas pasaron y los calambres se fueron haciendo menos dolorosos. Persistían, sí, las ganas de fumar, y desde esa perspectiva de reptil humillado miraba las ruedas del tren, los pies ágiles de los pasajeros, los fardos y maletas que de pronto perdían peso y ascendían. Cuando después del pitazo las ruedas se pusieron en movimiento, sentí que se llevaban la única posibilidad de dejar atrás esos tiempos de miedo, que me quedaba preso en ellos tal vez para siempre.
– Les dije la verdad, toda la verdad -se quejó el Hare Krishna.
– Yo también. Hay gente de poca fe.
– Les dije que de La Paz vuelo a Calcuta. Les mostré el pasaje, los papeles, todo.
– Te lo he dicho; hay gente de poca fe.
– Voy en busca de la luz. Esta es una prueba, hermano.
– No hinches las pelotas.
– La luz está en Calcuta, hermano.
A las cinco de la tarde nos autorizaron a levantarnos. Los dos teníamos la piel de los brazos y la del cuello levantada por la insolación. Luego de un trámite muy rápido nos despojaron de dinero y relojes para proceder enseguida a expulsarnos de Bolivia por indeseables.
Al otro lado del puente nos esperaba el viejo ferroviario, con una garrafa de agua y un pote de crema para las quemaduras.
– Tuvieron suerte, muchachos. Esos desalmados pudieron llevarlos al cuartel y adiós pampa mía. Tuvieron suerte.
– Llegaré a Calcuta -aseguró el Hare Krishna. No dudé que lo conseguiría y, mientras me alejaba con el viejo, deseé fervientemente que lo hiciera pronto, pues si ese mochilero calvo y vestido de naranja llegaba a Calcuta, por lo menos uno, entre miles, recuperaría su frontera extraviada, esa que nos permite el paso al territorio de la felicidad.
A partir de 1973, más de un millón de chilenos dejaron atrás el país enfermo, flaco y largo. Unos, empujados al exilio, otros, huyendo del miedo a la miseria, y otros con la simple idea de tentar suerte en el norte. Estos últimos tenían una sola meta: Estados Unidos.
La mayoría convertía sus escasos bienes en un pasaje en bus hasta Guayaquil o Quito. Pensaban que una vez allí bastaba dar un par de pasos y ya estarían en el norte, en la tierra prometida.
Tras varios días de viaje bajaban de los buses acalambrados, sudorosos, hambrientos, y, luego de las primeras averiguaciones respecto de cómo continuar el viaje, descubrían que Sudamérica es enorme y que, para mayor desgracia, la carretera panamericana desaparecía tragada por la selva colombiana. Se quedaban en mitad del mundo como barcos a la deriva, sin presente ni futuro.
Uno de estos tipos era el pianista del Ali Kan, un individuo flaco, largo y blanco como una vela. Los ojos siempre enrojecidos y los dos dientes amarillos montados sobre el labio inferior le daban un aire de conejo triste.
No conseguía reprimir las lágrimas cada vez que se acordaba de Valparaíso, de cuando tocaba en la orquesta del American Bar, centenario lugar de reunión de los bohemios de aquel puerto y que los militares borraron del mapa con la imposición de un toque de queda que se prolongaría trece años.
– Ese sí que era un lugar decente. Las chicas no eran putas; eran misses. Y los marinos dejaban estupendas propinas a los músicos, no como en este corral de cerdos -se quejaba, y enseguida se maldecía por haber caído (porque a este lugar no se llega, se cae) en Puerto Bolívar.
Puerto Bolívar está a orillas del Pacífico, muy cerca de Machala, al sur de Guayaquil. El mar se hace presente en la brisa, que consigue a veces disipar el vaho húmedo y caliente que llega del interior. Se le puede ver y oír, pero no oler.
En Puerto Bolívar embarcan el banano ecuatoriano para todo el mundo. A unos cinco kilómetros del espigón se abre un agujero grande como un estadio de fütbol y de profundidad desconocida. Ahí van a dar toneladas de bananos no aptos para la exportación, ya sea porque empezaron a madurar antes de tiempo, ya sea porque presentan sospechosas manchas de parásitos, o porque el dueño de la plantación, o el transportista, olvidó pagar alguno de los impuestos fijados por las mafias del ramo.
El lugar se llama La Olla y está siempre hirviendo. Las miles de toneladas de frutas en constante descomposición forman una pasta espesa, nauseabunda y burbujeante. Todo lo que no sirve va a dar a La Olla, y ese monstruoso guiso se nutre no sólo de materias vegetales: también los adversarios de los caciques políticos se pudren allí, con varias onzas de plomo en el cuerpo o mutilados a machetazos. La Olla hierve sin descanso. Es tal su hedor que espanta el aroma del mar y los gallinazos ni siquiera se acercan.
– Lárgate. Lárgate ahora mismo, antes de que el maldito hedor te mate la voluntad y termines como yo, pudriéndote vivo aquí -me repetía el pianista cada vez que nos encontrábamos.
Llegué a Machala porque quería salir pronto de Ecuador, y la única manera de precipitar los viajes consiste en no hacerle ascos a ningún trabajo. De tal manera que acepté un contrato semestral de la Universidad de Machala por el que me comprometía a explicar a un puñado de alumnos el tejido sociológico de los medios de comunicación. Apenas llegué sentí deseos de marcharme, pero estaba sin un real en los bolsillos y debía esperar hasta el fin del contrato para recibir el salario. Una formalidad burocrática muy tropical era la culpable de que a los profesores invitados nos pagaran una vez concluido el semestre, y gracias a los servicios de un gestor que se quedaba con la mitad de la pasta. Para economizar un poco del dinero que no teníamos, un grupo de profesores -nos tratábamos de licenciados- integrado por un uruguayo, un argentino, dos chilenos, un canadiense y un quiteño que odiaba el trópico con toda su alma, decidimos vivir juntos en una gran habitación pintada color
verde escándalo, con techo de calaminas y vistas a la selva. Allí colgamos seis hamacas, y por las tardes nos mecíamos fumando, charlando de nuestros proyectos para cuando nos pagaran, vaciando cajones de cerveza y mirando las aspas del ventilador que giraban inútiles sobre nuestras cabezas.
En Machala no había mucho que ver y menos que hacer. El cura encargado de censurar las películas que se proyectaban en un cine al aire libre no destacaba por su buen gusto, de tal manera que, para paliar el calor de las noches impregnadas del hedor de La Olla, no quedaba más remedio que ir a darse una vuelta por el casino o por los burdeles de Puerto Bolívar. Al casino íbamos para disfrutar del aire acondicionado, y porque nunca faltaba alguno de nuestros alumnos perdiendo en minutos el dinero que nosotros recibiríamos por un semestre de sudadera.
– Sírvanles una ronda a los teachers -ordenaba el alumno con los ojos fijos en la bola de la ruleta.
Nosotros agradecíamos y le deseábamos suerte. A los burdeles íbamos con gusto, especialmente al Ali Kan, un enorme galpón de tablones y techumbre de calaminas, administrado por doña Evarista, una chilena sesentona y gorda que sudaba y lloriqueaba sobre nuestros hombros en sus ataques de nostalgia por Santiago o Buenos Aires, las ciudades en las que hiciera sus primeras armas en el oficio. Invitar a doña Evarista a bailar un tango significaba una botella de whisky y un cartón de cigarrillos por cuenta de la casa. Todos bailábamos aceptablemente el tango, menos el canadiense, siempre ocupado en tomar apuntes sobre todo lo que veía y escuchaba para escribir una novela que, según él, sería mejor que Cien años de soledad. La gorda hervía de amor por el canadiense y cada vez que lo veía escribiendo hacía callar a las chicas.
En el Ali Kan trabajaban unas veinte mujeres que atendían a sus clientes en unos cuartos diminutos y sobre colchones tirados en el suelo. A veces, cuando algún marinero vigoroso hacía temblar con sus desafueros amorosos el establecimiento levantado sobre palafitos, los huéspedes del salón le dedicábamos un sentido aplauso. Así pasaban las noches. Las noches del Ali Kan.
Al día siguiente empezaba la rutina del trópico: despertar con el hedor de La Olla, saltar de la hamaca, conseguir que el espinazo recuperara su posición vertical, vaciar los zapatos de cucarachas y alacranes, darse una larga ducha, salir al vaho pegajoso de la calle, beber un tinto, el formidable café cerrero en la cantina, caminar cinco cuadras y, al llegar a la universidad, darse otra ducha antes de empezar las clases.
En mi curso de sociología de los medios de comunicación se habían inscrito quince alumnos, pero sólo llegué a conocer a tres y siempre me pregunté qué diablos buscaban allí. Uno de ellos era ya, a los veinte años, un experto en enfermedades venéreas; las había tenido todas y presumía de ello. Otro, hijo de un magnate bananero, dedicaba las mañanas al concienzudo estudio de catálogos de autos deportivos. Vivía obsesionado por conseguir un Porsche. Que en la región apenas hubiera carreteras no le ocasionaba el menor problema. Y el tercero, bueno, nunca conseguí averiguar si al menos sabía leer.
A los tres meses empecé a darle la razón al pianista del Ali Kan. Tenía que salir de aquel condenado lugar.
La sociedad machaleña nunca nos miró bien. Eramos seis tipos, cinco de nosotros extranjeros, que vivían a crédito, y que frecuentaban los burdeles. No nos miró bien, pero tampoco nos jodió la vida. Nos prodigaban una suerte de aceptación basada en la repulsión y la desconfianza, que duró hasta la tarde en que una de las chicas del Ali Kan, con lágrimas en los ojos, nos contó que el cura le había impedido la entrada al cine, a ella y a otras dos compañeras del oficio que se quedaron sin ver Cat Ballou.
– Y con lo que nos gusta el cabrón ese del Lee Marvin -precisó lloriqueando. Jodidos pero caballeros. Los seis mosqueteros nos fuimos de inmediato a cantarle unas cuantas verdades al cura.
– Al cine no entran mujeres de mal vivir -espetó el clérigo.
– El cine es cultura. Es posible que en alguna película encuentren el valor moral que las haga cambiar de vida. Recuerde que es usted quien elige las películas -alegó el argentino.
– No lo niego. Pero deben venir acompañadas de personas de probada moralidad.
– ¿Por ejemplo en compañía de profesores de la universidad? -consultó el canadiense.
– ¿Ustedes? ¿Arriesgarían sus carreras por venir al cine con putas? No me hagan reír.
Desde aquel día, cada viernes asistimos al cine con las chicas que quisieran hacerlo. Parado en la puerta, el cura nos miraba con odio, pero no podía impedir la entrada de nuestras acompañantes. Cumplimos con un deber de caballeros, mas la sociedad machaleña no lo vio así. Los profesores locales dejaron de invitarnos a sus casas, los policías nos miraban con sorna y empezó a correr el rumor de que combinábamos la pedagogía con la chulería. Había llegado el momento de salir de allí. El problema era cómo. Todavía faltaba mucho para el final del semestre.
La oportunidad de retomar el camino se me presentó una noche en el casino. Allí estaba disfrutando de la fresca temperatura que arrancaba estornudos a los jugadores y permitía a las damas de Machala lucir sus tapados y cuellos de piel. Estaba solo. Mis colegas se habían marchado al Ali Kan porque la noche anterior había ocurrido un milagro: el canadiense, con media botella de ron en el cuerpo, se había decidido por fin a sacar a bailar a la gorda. Tango, salsa, merengue, valsecitos criollos, pasillos, sanjuanitos, bailó de todo. Convertido en una peonza, el canadiense declaró que su proyecto de novela se iba definitivamente a la mierda y repartió sus hojas de apuntes a los clientes. Iba a vivir, intensamente y junto a su gran amor, declaró abrazado a doña Evarista, que no cabía en sí de alegría. La gorda nos invitó a una cena de compromiso a la que naturalmente asistiría, pero deseaba sentir primero aquel maravilloso frío que hacía que uno abandonara con gusto el casino. En
eso estaba cuando una mano me remeció por un hombro.
Era un tipo al que conocía de vista. Sabía que era empresario del transporte bananero, dueño de camiones y de barcos. El hombre se expresaba con el hablar lento y cadencioso de los guayaquileños.
– Oiga, teacher, tusted cree en la ley de probabilidades?
– Algo hay de cierto.
– Vea: he apostado seis veces seguidas al cero, y no ha salido. ¿Cree que la próxima saldrá?
– La única forma de saberlo es arriesgándose.
– Así me gustan los machos -dijo, y lanzó un manojo de llaves sobre el tapete.
– Chrysler del año. Me costó veinte mil dólares.
El croupier se excusó por un momento, fue hasta una sala contigua y regresó a la carrera.
– Diez mil y un cinco por ciento de comisión para la casa.
– Quince mil, y doblo la comisión.
– Se acepta la apuesta. Hagan juego, señores. La bola empezó a dar vueltas y el guayaquileño seguía sus órbitas con mirada impasible. Apoyaba las manos en los bordes sin el menor signo de alteración. Era un jugador de verdad. Su lasitud indicaba que deseaba perder. Cuando la bola se detuvo y cayó en el número siete se encogió de hombros.
– Qué joda, teacher. Pero salimos de la duda.
– Lo siento.
– Así es la suerte. Vamos al bar. Lo invito a un trago.
En la barra nos presentamos. El tipo quiso saber más de mí, y luego de escuchar en silencio, me habló como a un tratante de bananos.
– Usted me cae del cielo, teacher. Se va a venir a vivir un par de meses conmigo a Rocafuerte. Tengo un hijo a punto de terminar el bachillerato y quiero que sea abogado. Usted me lo alecciona para el ingreso a la universidad y yo le soluciono cualquier problema económico. ¿Trato hecho?
– A las universidades ecuatorianas entra el que quiere.
– Mi hijo va a estudiar a los Estados Unidos. Allá hay exámenes de admisión y esas vainas. ¿Dos mil dólares al mes? Hagamos algo más práctico, teacher; aquí le extiendo un cheque en blanco. Mañana lo cambia. Saque mil, dos mil dólares, lo que necesite. El asunto es que usted está en mi casa el fin de semana. Y ahora lárguese, teacher. Después de perder me gusta estar solo.
Llegué al Ali Kan pasada la medianoche. Doña Evarista había preparado docenas de empanadas que sabían mejor que el caviar beluga en aquel infierno culinario donde la dieta no conocía más que arroz y patacones de banano. Aquella noche festejamos a lo grande. Doña Evarista reconoció la firma del cheque y dijo que se trataba de uno de los hombres más ricos de la región, así que se me terminaban las preocupaciones y podía considerarme de nuevo en movimiento.
Comimos empanadas a dos carrillos, vaciamos incontables botellas de vino chileno y, después de cantar los tangos que arrancaban cascadas de lágrimas a la gorda, el canadiense nos sorprendió con un discurso subido a una mesa.
– Compañeros, quiero decirles que esta mujer es maravillosa y que mañana me vengo a vivir con ella. Voy a ser el man de esta casa, y ustedes, compañeros, hermanos míos, de ahora en adelante son como nuestros hijos. ¡Que vivan los hijos de puta!
Al día siguiente fui al banco, retiré una considerable cantidad de dinero, pagué deudas, repartí algunos billetes entre mis colegas y, mochila al hombro, marché a la terminal de buses. Allí me esperaba el pianista, largo, flaco y blanco como una vela.
– No sabes cuánto me alegra, muchacho. Buena suerte -dijo apretándome la mano.
Antes de subir al bus respiré hondo, inundé mi cuerpo del aire podrido que llegaba desde La Olla y por los parlantes de la plaza escuché la voz del cura amenazando con excomulgar a todos los que fueran a ver la película Kramer contra Kramer, acusándola de ser una apología del divorcio.
– Esta tarde se llena el cine -murmuró el pianista.
Varios años más tarde, y muy lejos del Ecuador, en una publicación literaria de Quebec reconocí el nombre del canadiense de Machala. Había publicado un cuento titulado "Todos los gatos son pardos en el trópico". Era un bello relato, y en él se refería a cierto tiempo vivido con cinco tipos en un país invadido por el hedor del infierno. Era un buen cuento, como buenos fueron aquellos días pendientes de un sueldo que no llegaba, bajo las aspas de un ventilador que no producía ninguna brisa, pero compartidos con mujeres y hombres de gran nobleza que me ofrecieron lo mejor de sí mismos.
Aquella mañana me levanté antes del amanecer, empaqué mis pocas pertenencias y dije adiós a la hacienda La Conquistada. Era un bello lugar, un formidable oasis de verdor en medio del páramo, y me sentí ridículo, humillado por tener que salir de allí con el sigilo y la precipitación de un prófugo. Pero lo había pensado durante la noche y, como señaló Lichtenstein, hay que ser consecuentes con las determinaciones que nos aconseja la almohada.
La cocinera me vio abandonar el portal de la casa y simuló mirar a otro lado. Al llegar al portón, lo encontré cerrado con una gruesa cadena y un candado. Por fortuna la tapia no era alta y la salté sin problema.
Había avanzado un centenar de metros cuando un camión se detuvo a la vera del camino.
– ¿Para dónde va? -preguntó uno de los ocupantes de la cabina.
– A Barranco. A coger el aerotaxi -respondí.
– Si no le molesta viajar acompañado podemos llevarlo atrás. Vamos hasta Ibarra -dijo el chófer.
– Fantástico. Muchas gracias -contesté y trepé a la parte trasera.
El camión transportaba unos cerdos enormes que me recibieron como a un camarada más. En un rincón, sentado sobre la mochila, pensé que había estado a punto de dar el gran salto y llegar a Europa, pero la vida me torcía el camino una vez más. A modo de consuelo me dediqué a admirar el panorama de cerros y quebradas bañadas por la violenta luminosidad del amanecer en el paramo.
De pronto sentí que los cerdos no me quitaban los ojos de encima. Alguien, no recuerdo quién, escribió que los cerdos tienen miradas perversas. No era el caso. Los cerdos que me miraban tenían ojillos inocentes, atemorizados. Tal vez intuían que habían emprendido el viaje final.
– Algo tenemos en común y creo que ya lo advirtieron. Pero yo conseguí escapar a tiempo. Ustedes terminarán convertidos en morcillas, compañeros. Qué diablos. Así es la vida.
Tres semanas atrás me encontraba en Ambato, la ciudad de las flores y, con toda razón, de las mujeres más bellas del Ecuador. Iba camino del Coca, en la Amazonía, con la intención de hacer un reportaje sobre las instalaciones petroleras. Como siempre, andaba corto de recursos y una revista norteamericana me ofrecía una bonita suma por el trabajo. En Ambato debía contactar con un ingeniero que me llevaría en su jeep hasta Cuenca, desde donde proseguiría el viaje en una avioneta de la Texaco.
Así que allí estaba, en la terraza de un café, feliz de mirar a las chicas que hacían honor al prestigio de la ciudad. De pronto, y para hacer descansar los ojos de tanta belleza, le eché un vistazo al periódico. Había un aviso de curiosa redacción:
"Se necesita joven educado, con buenos antecedentes y facilidad de escritura, para colaborar en la redacción de las memorias de un destacado hombre público. Se dará preferencia a postulantes con antepasados españoles. Interesados concertar cita al teléfono…".
Llamé, picado por el bicho de la curiosidad. Al teléfono se puso una mujer de voz autoritaria que no atendió a ninguna de mis preguntas sobre la identidad del destacado hombre público, pero que me sometió a un preciso interrogatorio, sobre todo en lo que concernía a mis antepasados españoles. Al final y para mi sorpresa dijo que me aceptaba, mencionando de paso unos honorarios que mandaron al cuerno el reportaje sobre las instalaciones del Coca. Antes de despedirse me dio instrucciones para llegar a la hacienda, que distaba unos ochenta kilómetros de Ambato, y precisó que me esperaba al día siguiente.
Veinticuatro horas más tarde llamaba al portón de La Conquistada, un imponente caserón de estilo colonial rodeado de jardines. En el portal de la casa colgaban varias docenas de jaulas con aves de la selva, y ahí me recibió la mujer que el día anterior hablara conmigo por teléfono.
– Son de mi hija. Adora los pájaros. Espero que no le moleste el canto por las mañanas. Los tucanes son especialmente bulliciosos.
– De ninguna manera. Es la mejor forma de despertar.
– Pase. Le mostraré su habitación.
La entrada de la casa estaba presidida por el retrato, a tamaño natural y de cuerpo entero, de un individuo ataviado como Cortés, Almagro o cualquiera de los conquistadores. El guerrero apoyaba las manos en la espada.
– El adelantado don Pedro de Sarmiento y Figueroa. Somos descendientes directos. A mucha honra -dijo la mujer.
– Mis gotas de sangre española no son de tan noble linaje -comenté.
– Toda la sangre española es noble -respondió. El cuarto que me asignó era sobrio. Tenía una cama, una mesilla de noche y un armario que gritaban su antigüedad. En un rincón había un curioso mueble que primero se me antojó un modelo precursor de los colgadores de ropa, mas, al detenerme ante el crucifijo que tenía enfrente, supe que se trataba de un reclinatorio.
– Ahora póngase cómodo. En media hora le esperamos en el comedor.
Durante el almuerzo comprobé que los descendientes del adelantado no eran muchos, y que con ellos desaparecía la estirpe.
La mujer, que era viuda, llevaba las riendas de la hacienda y encontraba verdadero placer humillando a las indígenas del servicio doméstico y a los peones. Tenía una hija, Aparicia, que rondaba los cuarenta años y se movía con torpeza, como disculpándose ante los muebles por medir cerca de un metro noventa y cargar con un cuerpo que, aunque bien formado, era voluminoso. Desde el primer momento aquella mujer me pareció sacada de alguna pintura barroca; los maestros del barroco pintaron petisitas generosas de carnes. Por alguna razón a uno de ellos se le fue la mano y pintó a Aparicia, una mujeraza generosa en carnes y, para no alterar la escuela, decidió quitarla del cuadro. Su rostro podría haber sido bello, pero lo arruinaba el rictus de amargura, acaso de odio, heredado de la madre. Aparicia consumía los días bordando y, aunque siempre he aborrecido las comparaciones zoológicas, al acercarme a ella no podía dejar de percibir el característico olor a leche agria que sueltan
las hembras en celo. El jefe del hogar era el destacado hombre público, padre de la viuda y anciano protagonista de la lucha por el poder de los años veinte. Lo llamaban con el garciamarqueano rango de coronel y se alimentaba de papillas de yuca endulzadas con miel de palma. Finalmente estaba el padre Justiniano, un viejo sacerdote que se movía con ademanes de gallinazo y apestaba a alcohol por todos los poros.
La vida en La Conquistada transcurría inmersa en una rutina inquebrantable: a las siete de la mañana debía asistir a misa en la capilla familiar. Después del desayuno, charlaba un par de horas con el anciano coronel y con el cura. Enseguida venía el almuerzo, precedido por una acción de gracias. Por las tardes, pasada la siesta, tomaba café con los dos viejos hasta la hora del rosario. Tras la cena pasábamos al salón, donde Aparicia bordaba, los viejos disputaban partidas de dominó y la viuda me narraba hazañas del adelantado.
Una mañana, a la semana de estar ahí, salí al portal y vi a Aparicia hablándole a uno de sus pájaros. En cuanto se dio cuenta de mi presencia se le subió la sangre a los pómulos y respiró agitada. Al parecer la había sorprendido en una situación muy íntima, e intenté salir del trance con un comentario amable.
– Tiene pájaros muy lindos. ¿Cómo se llama ése? -dije señalando una jaula al azar.
– Pájaro toro -respondió sin mirarme.
– ¿Puede hacer que cante?
– Es mejor que ese pájaro no cante -dijo, y se alejó dejando un aroma de leche agria en el portal.
Permanecí frente a la jaula. El ave medía un palmo, su plumaje era negro, brillante, casi azul. En la cabeza tenía un penacho de plumas verdes y grises, y de la pechuga le colgaba un pectoral de plumas parecidas a las del pavo real. Acerqué una mano y el pájaro, tal vez asustado, hinchó el pectoral como un sapo y soltó un sonido totalmente ajeno a su frágil belleza. Un sonido tosco y grosero, parecido al rugir de las reses alarmadas por la tormenta.
Una mujer de limpieza se acercó simulando quitar el polvo de la baranda.
– No haga cantar a ese pájaro, patrón. Es un pájaro muy desgraciado. Cada vez que canta allá en la selva los demás pajaritos se van y lo dejan solo. Pobrecito. Es el que más quiere la señorita Aparicia.
Por las tardes, la viuda sonreía satisfecha al verme revisar el cuaderno de notas, pero yo empezaba a ver todo eso como una muy bien pagada pérdida de tiempo. Los recuerdos del destacado hombre público resultaron estar bastante desteñidos por la arterioesclerosis y por la censura del cura. De liberal no le quedaba nada al pobre viejo, y a veces se le confundían ciertos episodios vividos con otros que conociera en los libros. Así, no era extraño que se refiriera al asesinato de Eloy Alfaro como consecuencia de las guerras napoleónicas.
A los quince días me dije que la vida en La Conquistada eran mis primeras vacaciones en muchos años. Comía bien, dormía como nunca, respiraba un aire inmejorable, bebía buenos vinos españoles, la viuda me puso al tanto del rentable negocio de la ganadería y Aparicia se encargaba de que mi ropa estuviera siempre limpia e impecablemente planchada. A veces, al sentir que su aroma de hembra en celo me soliviantaba la sangre, llegué a pensar que con un par de botellas en el cuerpo me atrevería a visitar la cama de la bordadora.
Cada mañana Aparicia se sentaba a mi lado durante la misa. Nunca pude entender lo que decía arrodillada frente a una virgen tallada por Capiscara y que era el orgullo de la familia. Nunca entendí sus palabras, pero en sus gestos podía adivinar que aquella mujer, lejos de rezar, imprecaba, maldecía, quién sabe si hasta blasfemaba por su desdicha de ser tan grande y corpulenta.
En esas dos semanas llené un par de cuadernos con los recuérdos del coronel y acotaciones del cura. De todo el grupo, el viejo clérigo era quien más me interesaba. Por las tardes, a la hora del rosario, tenía ya varias botellas de caña metidas en el cuerpo y entonces le salía todo el rencor contra los habitantes de la Amazonía, a los que llamaba salvajes, herejes, degenerados, acusándolos de ser los causantes de su perdición. La figura alcohólica del cura me fue seduciendo, sobre todo después de que la cocinera me contara que en su juventud había sido misionero entre los aucas.
– Iba para santo, pero las mujeres selváticas le sorbieron los sesos y la castidad. Como todas son bonitas y andan en cueros, se olvidó del celibato y dicen que tuvo cinco hijos en la selva. Luego se volvió loco pensando que esos pobres bastardos andan por ahí, desnudos, comiendo carne cruda y saltando de árbol en árbol como los micos.
Yo trataba de soltarle la lengua al cura, pero el borrachín era parco de palabras. Cuando la caña ingerida no le permitía sostenerse sobre las piernas, la viuda y Aparicia lo llevaban en andas hasta su cama. Al poco tiempo regresaban restándole importancia al carácter dipsómano de su eminencia, la viuda me ofrecía una copa de coñac y hablábamos de las memorias del coronel, de cuánto tardaría en la redacción definitiva y de la alegría que sentiría al verlas publicadas.
La noche anterior a mi poco digna salida de La Conquistada la viuda me propuso un nuevo trabajo: esta vez se trataba de escribir la biografía del adelantado. Su oferta me hizo temblar de emoción, pues incluía un viaje a Europa.
– Naturalmente que deberá viajar a España para documentarse en los archivos de Indias. Pero de eso hablaremos cuando las memorias del coronel sean una realidad.
Aquella noche, por más vueltas que di en la cama, no pude juntar los párpados. Esa familia, con todo el anacronismo y estupidez de que hacía gala, era para mí como una mina de oro. Sin querer me había topado con la mayor de las garimpas. Por primera vez en la vida me trataban, consideraban y pagaban por lo que siempre había querido hacer: escribir. Y además, ¡oh flor de suerte!, me pondrían rumbo a Europa.
Salí del cuarto y fui hasta la cocina con la intención de beber un vaso de leche. Junto a la cocinera estaba un hombre al que había visto domando un potro. Vestía enteramente de blanco, con el pañuelo rojo de los montubios anudado al cuello.
Mientras la cocinera calentaba una cacerola con leche, el tipo me observó de arriba abajo y, al hacerlo, sonreía de una manera bastante cínica.
– Ver para creer -dijo soltando una carcajada.
– ¿Le parezco divertido?
– Para ser sincero, me parece mucho más que eso; me parece pendejo.
– Párele, compadre. Yo no lo conozco y usted me insulta. ¿Puedo saber por qué?
– No le digas nada, José. No te metas en líos -aconsejó la cocinera.
– ¡Carajo! Alguien tiene que decírselo.
– Decirme, ¿qué?
Entonces el tipo se incorporó, caminó hasta la puerta, y desde allí me hizo señas para que lo siguiera. Sin salir del estupor miré a la cocinera.
– Vaya con él, patrón. Parece mentira, pero usted no sabe nada de lo que pasa.
Salimos a la fría noche del páramo. Con otro gesto el tipo me indicó que íbamos a la caballeriza. Una vez ahí, me ofreció asiento en un cajón y me alargó una botella.
– Echese un trago. Creo que lo necesita. Bebí. Sentí que me destrozaba las tripas. Aquello era "puro", el alcohol más fuerte que sueltan los trapiches. Tosí mientras el tipo me daba golpecitos en la espalda.
– Perdone que lo tratara de pendejo, amigo. Es que se lo merece.
– Conforme. ¿Tiene un cigarrillo para pasar el veneno?
De un bolsillo de la camisa sacó dos cigarros largos, me ofreció uno, y al darme fuego me miró a los ojos como se mira a un imbécil.
– Bueno, desembuche de una vez.
– Lo están cebando, amigo. Como a un puerco.
– No le entiendo una palabra.
– ¡Ay, señor, ten piedad de los pendejos! Lo están cebando, amigo, pero no para llevarlo al matadero. Lo van a casar.
– ¿Qué diablos dice?
– Lo van a casar. La viuda ya decidió que usted es el hombre indicado para la grandota. Soltero, no es de por acá, no conoce a nadie, no tiene familia y, perdone si lo ofendo, como todos los literatos usted debe de ser de aquellos que viven en la luna, así que jamás meterá las narices en los negocios de la viuda. Usted apesta a marido.
– Está loco. ¿De dónde saca semejantes estupideces?
– Se nota que usted no es de por acá, de otro modo ya habría caído en la cuenta. Piense: para la misa lo sientan junto a la grandota, en la mesa lo sientan junto a la grandota, para el rosario otra vez junto a la grandota. ¿Y quién le limpia y le plancha la ropa? La grandota. ¿Quién le hace la cama y le pone flores en el cuarto? La grandota. ¿Ha visto lo que borda? Sábanas, amigo. Sábanas nupciales. Ninguna mujer de por acá hace eso en presencia de un hombre que no sea su prometido.
Las palabras del montubio me dejaron mudo. El humo del cigarro me escocía la garganta y le pedí que me pasara de nuevo la botella. Esta vez el "puro" me resultó menos agresivo, y empecé a verle cierta lógica a todo el asunto.
– Supongamos que es así. ¿Por qué me dice todo esto?
– Porque usted me da pena, amigo. Mire, somos muchos los hombres dispuestos a casarnos con ese fenómeno, por la hacienda, se entiende. Pero como tenemos orgullo, ninguno de nosotros está dispuesto a renunciar a su apellido. ¿No lo entiende? A usted lo están cebando para que sea el semental que salve la casta de los Sarmiento y Figueroa. La viuda es una vieja loca que, como el padre y el cura, está empecinada en que la grandota se preñe y pueda parir uno o más machitos que prolonguen la estirpe del adelantado, o como le llamen a ese español de mierda. Ella es viuda, es cierto, pero antes de enviudar se pasó la vida maldiciendo al padre de Aparicia, un latacungueño que la abandonó, y con razón. Al nacer Aparicia, el viejo pendejo del coronel los hizo azotar a los dos por haber engendrado una hembra en lugar del macho esperado. ¿Entiende? Y si se está preguntando por qué la viuda no se dejó preñar por algún otro hombre, la respuesta es muy simple: porque el continuador de los
Sarmiento y Figueroa no tiene que llevar sangre india en las venas. ¿Entiende o no?
– Yo tengo sangre de los indios de mi tierr a -atiné a decir.
– Bien pendejos deben de ser los indios de por allá. Los de por acá sabemos en qué terreno posamos las patas. Lo van a casar, amigo. Y ay de usted si no preña pronto a la grandota, y ayayay si no la hace parir un machito.
– ¿Y qué pasa si me niego al casorio?
– Amigo, a ninguno le gustaría estar en el pellejo de un extranjero que se permite ofender a los dueños de La Conquistada.
Al atardecer los camioneros me dejaron en Ibarra. Tras despedirme de ellos y de los cerdos, lo primero que hice fue llamar a un amigo abogado, en Quito, para conocer su opinión sobre el asunto.
– Te metiste en un problema grave. Esos paranoicos son imprevisibles cuando les hieren el orgullo.
– Es absurdo. Todo esto es absurdo.
– En el Ecuador todo es tan absurdo que ya nadie se asombra de nada. Los Sarmiento y Figueroa pertenecen a las cuarenta familias y hacen y deshacen. Esfúmate por un largo tiempo.
Seguí el consejo de mi amigo. Viajé a Bogotá y de ahí a Cartagena de Indias. Ignoro si la viuda tomó alguna medida contra mí y olvidé la historia hasta que, algunos años más tarde, el camino me llevó de regreso al Ecuador. En la feria de Otavalo me encontré con la cocinera de La Conquistada.
La buena mujer ya no trabajaba en la hacienda y se dedicaba a la venta ambulante de cuyes asados. Me ofreció su sillita de mimbre y, luego de obsequiarme con el más gordo de sus sabrosos roedores, me contó el fin de la historia.
– Cuando se dieron cuenta de su fuga, la viuda y los dos viejos le dieron una tremenda paliza a la señorita Aparicia. Le pegaban y gritaban que era una necia porque en esas semanas no se había metido en su cama. Al fin, la pobrecita, magullada y llena de moretones, tuvo fuerzas para matar a todos los pájaros que había en las jaulas. Dejó vivo uno sólo. Un pájaro negro de la selva que gritaba como una vaca. A mí me dio pena la señorita, pero me alegré por usted.
– ¿Y qué pasó después?
– A los cuatro o cinco meses apareció otro joven para escribir las memorias del coronel. Un joven que hablaba raro. Decía algo así como "obrigado" cada vez que le servía algo.
– Un brasileño. No importa. Siga por favor.
– Lo casaron con la señorita. Al fin les resultó.
– ¿Y…?
– Nada más. Ahora hay un niño en la hacienda. ¿Quiere saber cómo se llama? Pedrito de Sarmiento y Figueroa -dijo la cocinera, sonriendo de esa manera maravillosa, como sólo pueden hacerlo las mujeres de Otavalo.