Parte final Apunte de llegada

Alguien me dio unos golpecitos en un hombro. -Despierte. Estamos en Martos. Me costó reconocer al chófer y aceptar que estaba en un bus. No hacía más de una hora que lo había abordado en Jaén, y apenas apoyé la cabeza en el respaldo del asiento me dormí como un tronco. -¿Martos? -Sí, hombre. Martos. Al bajar sentí que el sol del mediodía pegaba como un garrote. No había ni una sola nube en el cielo y no soplaba la menor brisa. Las calles mostraban la inmaculada blancura de sus casas adornadas con persianas verdes, y por todas partes se veían macetas con las plantas que más amo: los humildes y resistentes geranios. No había gente en las calles y yo sabía que era normal a la hora de la canícula. De alguna casa salía el sonido de una radio y, así, avanzando entre muros blancos, caminé sin rumbo hasta que llegué a una fuente. Caía un delgado chorro por un caño y hería sin rencor la lisa superficie. Haciendo un

cuenco con las manos bebí de aquella agua fría, reconfortante y de sabor mineral, que venía desde algún lugar de las sierras para prodigar su mensaje de alivio a los sedientos y luego seguir hasta las raíces de los olivos que se ordenaban en las lomas.

Al beber vi en mi imagen reflejada en el agua unos rasgos ajenos pero familiares. Me acerqué a la superficie y lentamente mi rostro se fue llenando con los detalles faciales de mi abuelo. -Llegué, Tata. Estoy en Martos.

El viejo me miró con ojillos traviesos y soltó una de sus frases incuestionables: -Nadie tiene que avergonzarse de ser feliz.

Entonces sentí que el cansancio del viaje me hacía temblar y me nublaba los ojos. Hundí la cara en la fuente y enseguida me eché a andar.

Llegué hasta una pequeña plaza con un bar. Entré. Los cinco o seis parroquianos acodados a la barra me observaron unos segundos y luego siguieron con su animada charla. -¿Qué va a ser? -consultó el mesonero. -No sé. ¿Qué toman los de Martos a esta hora? -Un vino, una caña… en materia de gustos…

– Ponle un fino, Manolo -indicó uno de los parroquianos.

El mesonero sirvió, probé. En aquel fino estaba el mismo sol que brillaba fuera. Vacié la copa con evidente placer. -Bueno, ¿eh? -dijo el mesonero. -Muy bueno.

Yo deseaba hablar con aquellos hombres, decirles que venía de muy lejos buscando una huella, una sombra, el minúsculo vestigio de mis raíces andaluzas, pero también quería escucharlos, llenarme de ese acento cerrado, un tanto hosco, despojado del tono cantarino de los andaluces de la costa.

Entraron dos nuevos clientes, dos individuos que venían charlando desde la calle. Pidieron dos copas de vino tinto. Uno de ellos alzó la suya sin decir una palabra, pero con un gesto elocuente que valía más que un discurso. El otro, más locuaz, respondió con un breve discurso. -Que haya salud.

Bebieron con ademanes sacramentales. Luego, al dejar la copa en la barra, el que hablara se llevó el dorso de una mano a los labios. El mundo estaba en paz. La vida no podía ser más armoniosa, así que retomaron la conversación.

– Pues, como te iba diciendo, eso de los tomates puede ser un gran negocio. Si se sabe llevar, claro.

– Y el muy idiota, dale con que tengo reuma. Reuma yo. Habráse visto.

– Los holandeses hacen fortunas con los tomates. Pero dime tú, ¿de dónde sacan sol los holandeses?

– Que debo ir a unos baños termales. Me cago en la hostia. Es que esos médicos de la Seguridad creen que somos unos señoritingos. ¡Joder!

– Un buen tomate no puede crecer en una jaula. ¿Has visto qué tomates se dan en Torredonjimeno? Sol y agua de la quebrada es lo que necesitan los tomates.

– Es lo que yo digo: donde haya un buen emplasto no hay dolor de huesos ni perro muerto. ¡Coño! Se me ha hecho tarde.

– Hala, Pepe. A comer. Salúdame a la parienta y a ver si un día de estos nos juntamos para seguir hablando. Y cuídate. -Hombre, tú sabes cómo es esto. -Me lo vas a decir a mí, Pepe.

El que aparentemente no tenía reuma salió y, de pronto me vino a la memoria uno de los recuerdos de mi abuelo.

– ¿Hay en Martos un bar que se llame de los Cazadores? -No, que yo sepa -dijo el mesonero.

– ¿Cómo que no? -intervino el cultivador de tomates.

– A ver: está el de Miguel, el Castillo, el de la Peña…

– Manolo. Pon atención. ¿Cómo se llamaba antes este bar? -Ha tenido varios nombres. Déjame pensar.

– Hasta el año cincuenta se llamó de los Cazadores, joder. Así es como lo olvidáis todo.

– Yo nací el cincuenta y dos. ¿Cómo quieres que lo sepa? -Este tiene razón. Se llamaba bar de los Cazadores y tenía dos ganchos junto a la puerta. En uno se colgaban los macutos y en el otro las escopetas. Vaya si me acuerdo -precisó otro de los parroquianos.

De tal manera que, posiblemente, estaba en el mismo lugar en el que mi abuelo se echaba al coleto unas copas de fino.

Una vez aclarado lo del nombre del bar, los hombres me observaron con indisimulada curiosidad y les conté por qué estaba allí. Les hablé de mi abuelo y de mi largo viaje hasta llegar a Martos. Mientras hablaba, algunos usaron el teléfono para avisar a sus casas que no irían a comer, y otros se valieron de unos chicos que entraron a comprar helados para el mismo propósito. El mesonero, dispuesto a no perderse ni un detalle, colocó botellas de todo cuanto se bebía encima de la barra. Cuando terminé, se miraron entre ellos.

– Vaya historia, chileno. Vaya historia. Hay uno que lleva tu apellido. No vive lejos de aquí. Es un veterano y creo que se llama Angel -informó el de los tomates.

– Sí, señor. Se llama Angel y vive con su mujer. Pero creo que ése no es de Martos. Creo que es de Segovia -apuntó un tercero.

– Hombre. Don Angel vive aquí desde que tengo uso de razón -afirmó el de los tomates. -¿Sabes cuándo nació tu abuelo? -Sí, conozco la fecha.

– Lo que debemos hacer es preguntarle al cura. Ese conoce la vida de Martos mejor que nadie. -Claro. Como se mete en todo.

– Es su oficio. Pastelero a tus pasteles, y el cura a chismorrear con las viejas.

– Pero a esta hora debe de estar comiendo y no atiende ni a Cristo.

– Podemos esperar. Manolo, ¿qué tal si pones unas tapas?

A las cuatro de la tarde habíamos dado cuenta de casi medio jamón y agotado la existencia de tortilla. Otros hombres se unieron al grupo, rápidamente informados por los que ya conocían la historia.

Comandados por el de los tomates nos dispusimos a visitar al cura, pero antes quise pagar el consumo.

– Qué cuenta. Con tu historia lo hemos pasado mejor que con la tele. Esperad, que también voy a ver al cura -declaró el mesonero.

El cura era por lo menos septuagenario, de los de sotana. Con muestras de sobresalto salió a enfrentar al grupo que irrumpía en la paz de su iglesia. -¿Qué se os ha perdido por aquí?

– Tranquilo, señor cura, que venimos con buenas intenciones.

– Pregunto, porque nunca os veo en la misa. El de los tomates, ya aceptado como vocero del grupo, expuso al cura mi historia y los motivos de la visita. Entonces nos invitó a pasar a una habitación de techos altos con los muros cubiertos de libros de antigua empastadura. No le llevó mucho tiempo dar con la fe de bautizo de mi abuelo. -Acércate -me llamó el cura.

Más de un siglo había pasado por aquel folio. Ahí estaba el nombre de mi abuelo y los de mis bisabuelos. Gerardo del Carmen, hijo de Carlos Ismael y de Virginia del Pilar. Ese documento daba testimonio del primer acto público de un hombre al que le sentaban perfectamente los versos de César Vallejo: "Nació muy niñín mirando al cielo, luego creció, se puso rojo, luchó con sus células, sus hambres, sus pedazos, sus no, sus todavía…", y que a lo largo de su vida conocería la cárcel, la persecución y el exilio por sus ideas libertarias.

– Estos tienen razón. Toma por esa calle que se llama de la Virgen hasta el número doce. Allí vive Angel, el hermano menor de tu abuelo, el único de sus cinco hermanos que todavía vive. Tienes que gritarle, porque está sordo como una tapia. Que Dios te bendiga por haberlo encontrado. Es un milagro -dijo el cura acompañándome hasta la puerta.

Al salir de la iglesia había corrido la voz del milagro y algunas ancianitas se persignaban a mi paso. Seguido por una numerosa comitiva subí la calle de la Virgen y me detuve frente al número indicado.

La casa era blanca como todas y tenía un portón de madera verde. No me atrevía a llamar y, ninguno de mis acompañantes tomaba la iniciativa. Todos permanecían silenciosos y, al mirar aquellos rostros curtidos por el sol, me pareció que la situación tenía mucho de tragedia, y no me explicaba la razón.

Años más tarde, cuando supe todo lo que debía saber de Martos, entendí que en esa región, la más empobrecida -que no pobre- de Andalucía, los hombres, tarde o temprano, emprendían el camino de bajada hacia la costa y no regresaban jamás. Y si alguno lo hacía, era siempre un derrotado.

– ¿Pero qué os pasa, chismosos? ¿Es que no tenéis nada que hacer? -preguntó el de los tomates, y la comitiva empezó a retroceder.

– Vamos, volved a vuestros asuntos que aquí el sol os resecará todavía más las cabezotas -indicó otro.

– Luego te pasas por el bar, ¿eh? -se despidió el mesonero.

Me dejaron solo frente al portón. Antes de llamar pasé la mano por la áspera superficie. Estaba muy caliente. El tono verde oscuro con que estaba pintado atraía y conservaba el calor solar. Dejé la mano allí, esperando que esa energía me llenara el cuerpo y me diera el valor necesario para llamar. Pero no necesité hacerlo, pues el portón cedió a la presión de mi mano. Empujé, y entonces vi al anciano.

Dormía apaciblemente recostado en una silla de playa a la sombra de un limonero. El portón daba directamente a un patio embaldosado. Al fondo estaba la casa, invariablemente blanca, y por todas partes se veían macetas con geranios. Junto al anciano había una mesa, y sobre ella un vaso de agua y unos terrones de azúcar. Busqué en las baldosas un testimonio de mi infancia, y allí estaba, en dos o tres moscas aplastadas, secas por el sol.

Mi abuelo practicaba la misma diversión: se echaba un poco de azúcar a la boca, la humedecía con un buche de agua y enseguida escupía la mezcla. Entonces ponía un pie levemente alzado sobre la dulce trampa y esperaba a que llegaran las moscas. Luego, ¡platsch! -¡Ay, Gerardo! ¿Cómo puede ser tan malvado? -lo reprendía la abuela.

– Favor que le hago a la humanidad. Si estos bichos evolucionan se transforman en curas o militares -respondía el abuelo.

Me acuclillé frente al anciano cuidando de no importunar su paz. Dormía con la cabeza ligeramente caída sobre un hombro. A ratos movía los labios y las cejas. ¿Qué imágenes poblarían sus sueños? Tal vez entre ellas estuviera la de su hermano Gerardo, mozo aún, recogiendo aceitunas, o caminando juntos loma abajo, hacia Jaén, algún domingo de toros, o asomados al vacío en la Peña de Martos, desde donde antaño arrojaban a los condenados.

El rostro surcado por infinitas arrugas y con una rala barba blanca se veía saludable. El cuerpo era delgado, las manos grandes, los dedos gruesos delataban al campesino. Y las piernas eran largas, como las de mi abuelo. Buenas piernas para caminar.

De pronto abrió los ojos. Me vi reflejado en sus pupilas grises, de brillo inteligente. Ordenaba mi imagen entre sus recuerdos. -Tú eres Paquito, el hijo de la lechera. -No, no soy Paquito. -No te oigo, hijo. ¿Qué dices?

– No, don Angel, no soy Paquito -dije subiendo el tono.

– Entonces eres Miguelillo. Ya era hora de que vinieras, chaval.

– Don Angel, ¿se acuerda de su hermano Gerardo?

Entonces la mirada del anciano traspasó mi piel, recorrió cada uno de mis huesos, salió al portón, a la calle, subió y bajó lomas, visitó cada árbol, cada gota de aceite, cada sombra de vino, cada huella borrada, cada ronda cantada, cada toro sacrificado a la hora fatídica, cada puesta de sol, cada tricornio que se plantó insolente frente a la heredad, cada noticia venida de tan lejos, cada carta que dejó de llegar porque así es la vida carajo, cada silencio que se fue prolongando hasta hacer certidumbre el absoluto de la lejanía.

– Gerardo… ¿uno al que le decían el Culebra? Huidizo mi abuelo. Temido y buscado. Cambiaba de piel y de nombres para abrigar el mismo amor insurrecto. -Sí, don Angel. Así le decían.

– Mi hermano… ¿uno que se fue a América? Sí. Uno que se fue a América. Uno entre tantos que subieron a los barcos llenos de esperanza. Españoles que, cuatro siglos después de la invasión armada de América partieron en busca de la paz, y fueron bienvenidos y encontraron madera para levantar sus casas, noble cera de laboriosas abejas para pulir sus mesas, vinos secos para modelar los nuevos sueños y una tierra que les dijo: uno es de donde mejor se siente.

Mi abuelo. Uno que se fue a América. Uno que cruzó el mar y al otro lado encontró oídos receptivos que esperaban su voz: "El contrato social es una infamia de los enemigos del hombre. La naturaleza nos orienta para que arreglemos nuestras cuitas dialogando de manera fraterna. No se puede reglamentar lo que la vida ya ha reglamentado", decía mi abuelo cuando yo era un niño y lo acompañaba a las veladas del Socorro Obrero. -Sí, don Angel. Uno que se fue a América. -¿Tú eres mi hermano?

Desde muy dentro, mi abuelo me impulsaba a responderle: "Sí, dile que sí y abrázalo. Todos los hombres somos hermanos y en la indefensión de la vejez es cuando afloran las eternas y frágiles verdades".

– No, don Angel, su hermano Gerardo era mi abuelo.

El semblante del anciano se tornó serio. Se acomodó en la silla, puso las nervudas manos sobre las rodillas y me examinó de pies a cabeza, de hombro a hombro. ¿Me pediría tal vez un papel? ¿O que me abriera el pecho y le enseñara el corazón?

– María -llamó.

De la casa salió una anciana vestida de riguroso luto. Llevaba el cabello plateado anudado en un moño y se quedó mirándome con expresión cariñosa. Entonces, luego de carraspear, don Angel dijo el mas hermoso poema con que me ha premiado la vida, y yo supe que por fin se había cerrado el círculo, pues me encontraba en el punto de partida del viaje empezado por mi abuelo. Don Angel dijo:

– Mujer, trae vino, que ha llegado un pariente de América.

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