Capítulo 1

Ocho segundos demasiado tarde, Willow Anastasia Nelson se dio cuenta de que su plan tenía un enorme fallo.

Había ido en coche hasta la enorme mansión de Todd Aston III para decirle lo que pensaba de él. Pero como no lo conocía personalmente, no sabía qué aspecto tenía.

Sabía que era más o menos alto, más o menos atractivo y rico. ¿No tenía el cabello negro y los ojos castaños? ¿Por qué no se le había ocurrido echar un vistazo en Internet? Debía de salir en la primera página de «Imbécilesdelmes.com».

Pero si Todd Aston era la personificación de «alto, moreno y guapo», ¿quién era el macizo rubio que tenía delante?

– Hola -dijo ella, sonriendo al hombre que le había abierto la puerta y con la esperanza de que no se le notara lo intimidada que se sentía-. He venido para hablar con el señor Todd, si es posible. Vive aquí, ¿no? Mi hermana me dijo que vivía aquí y…

Willow gruñó para sí, no estaba empezando con buen pie, estaba balbuceando.

– Mi hermana conoce al señor Todd -añadió ella.

El tipo rubio, sin apartarse para permitirle la entrada, cruzó los brazos a la altura del pecho. Era un hombre muy grande, musculoso, pero no en exceso. Parecía una pantera. Se le ocurrió que podía romperle el brazo sin pestañear siquiera.

Los ojos del hombre era verdes, como los de los felinos, pensó Willow sin dejar de compararlo con dichos animales. Era guapo y, al mismo tiempo, su rostro inspiraba confianza, a pesar de no conocerlo en absoluto. Podía ser… Sacudió la cabeza, debía concentrarse en lo que había ido a hacer allí.

– Mire, necesito hablar con Todd -dijo ella con decisión, dispuesta a dar la impresión de que controlaba la situación, dispuesta a no dejarse intimidar por la presencia de ese hombre-. Me gustaría hacer algo más que hablar, por supuesto. Todd ha causado muchos problemas a mi hermana. Al final, todo se ha arreglado, pero… ¿y si no hubiera sido así? Enfurezco cada vez que lo pienso. Me gustaría estrangularlo, como poco.

El hombre que le había abierto la puerta arqueó una ceja; luego, se abrió la chaqueta del traje. Willow sintió que la sangre le subía a la cabeza y le entraron unas ganas tremendas de echar a correr.

Ese hombre tenía una pistola.

La había visto, debajo de la chaqueta, en una especie de funda que llevaba debajo del brazo. Era como en las películas, pero mucho más aterrador.

– ¿Qué es lo que quiere tratar con el señor Aston? -le preguntó ese hombre, haciéndola temblar de píes a cabeza.

Bien, no era Todd. Lo había supuesto, pero ahora estaba segura de ello.

– Yo…

Lo mejor que podía hacer era marcharse de allí. Quería gritar a Todd, no recibir un tiro. Pero su obstinación la obligó a permanecer allí, firme en su postura.

– Creo que su reacción es exagerada -murmuró ella apartando los ojos de la pistola.

– Para eso me pagan.

– ¿Se ha marchado ya ese sinvergüenza a la oficina? -preguntó Willow con fingida dulzura-. Lo pillaré allí.

– No va a pillarlo en ninguna parte. ¿Quién es usted y qué quiere del señor Aston? -mientras hablaba, el hombre se llevó la mano a la pistola.

En el instituto, Willow había intentado todos los años entrar en el grupo de animadoras; pero en un mundo dominado por las amazonas, era demasiado bajita. No obstante, siempre se le habían dado bien las piruetas, los giros y los saltos.

Aprovechó esta habilidad que tenía para fingir un giro a la izquierda; sin embargo, giró hacia la derecha. Luego, pasó por debajo del brazo de aquel hombre y, de repente, se encontró dentro de la casa.

Se felicitó a sí misma. Si Todd estaba allí, lo encontraría. Una vez que lo encontrara, le gritaría y se sentiría mucho mejor.

Cruzó el amplio vestíbulo corriendo, el gigante siguiéndole los pasos. Después, aún corriendo, atravesó enormes estancias de altos techos. Aquel lugar parecía más un museo que una casa, pensó Willow mientras cruzaba lo que parecía un estudio para luego salir a un largo pasillo. Oyó al hombre de la pistola a sus espaldas. Estaba casi segura de que no le dispararía; pero, por si acaso, corrió en zigzag y se mantuvo cerca de las paredes.

– Todd -gritó mientras corría-. Todd, ¿estás en casa? Sal de donde estés, sinvergüenza. No tienes derecho a destrozar la vida de nadie. Deberías saber que no tienes derecho a eso.

Quizá no fueran las palabras adecuadas para asustarlo, pero no se le ocurría otra cosa.

Oyó pasos cerca de ella y su enfado le confirió más velocidad. Desgraciadamente, acabó en una habitación sin otra salida.

El pánico le dio energía. Se dio media vuelta rápidamente en busca de otra puerta, una ventana, cualquier cosa. Cuando vio unas enormes cortinas que iban del techo al suelo, se dirigió hacia allí a toda prisa.

¡Victoria! Unas puertas dobles daban a un patio tan grande como su escuela primaria entera. Salió fuera y miró a su alrededor.

El jardín era impresionante. El patio conducía a unas escaleras que daban a un jardín que le recordó a Versalles. Más allá había una arboleda.

¿Acaso Todd no sabía que vivía en mitad de Los Ángeles?

– Pare -le gritó el de la pistola cuando salió de la casa-. ¡Pare o la obligaré yo a parar!

Desgraciadamente, ahí fuera, su persecutor le llevaba ventaja; principalmente, porque tenía las piernas mucho más largas que ella. Por eso, unido a que Willow practicaba el deporte sólo de vez en cuando, él le ganó terreno rápidamente.

Willow trató que la indignación que sentía le confiriese más velocidad, pero no ocurrió así. Se había quedado casi sin aliento y empezó a darse por vencida.

– Voy a luchar mientras me quede una gota de vida -jadeó ella mientras corría lo que podía en dirección a los árboles.

Sólo tenía posibilidad de escapar allí, en la arboleda. En cuanto a lo de la gota de vida… tenía tendencia a dramatizar.

Sintió una mano de él tocarle el hombro y giró a la izquierda, justo donde las raíces de un árbol sobresalían sobre unas hierbas. Se tropezó, perdió el equilibrio y empezó a caerse.

Mientras caía, ocurrieron varias cosas simultáneamente. Sintió una aguda punzada de dolor en el tobillo izquierdo, vio algo gris y blanco y peludo dentro de una cavidad en la base del árbol, y sintió algo pesado en la espalda.

Cuando acabó en el suelo, casi se quedó sin respiración y, de repente, sus ojos vieron sólo luces intermitentes y cegadoras.

Cuando volvió a recuperar la consciencia, se dio cuenta de que alguien la estaba girando hasta tumbarla boca arriba y le estaba diciendo que respirase.

¿Qué respirase? No podía respirar. ¡Cielos, no quería morir allí! Y menos en ese momento y de esa manera.

– Respire -repitió el hombre-. No se preocupe, no le ha pasado nada.

¿Cómo lo sabía ese hombre? ¿Cómo podía estar seguro?

Willow abrió la boca y tomó aire. El aire le llenó los pulmones. Repitió la operación hasta que las luces se desvanecieron y pudo volver a ver lo que la rodeaba.

El tipo de la pistola estaba sentado a su lado. Se había quitado la chaqueta. Lo mejor era que podía verle los músculos y eran realmente impresionantes. Lo malo era que también podía ver la pistola a la perfección.

– ¿Quién es usted? -preguntó él-. ¿Una ex novia agraviada? Conozco a casi todas, pero alguna que otra se me pasa…

Willow incorporó el tronco hasta quedar apoyada en un codo.

– ¿Una ex novia? No, de ninguna manera. No saldría con Todd aunque de ello dependiera la vida del planeta. Bueno, quizá, si pudiera salvar alguna especie en peligro de extinción. Todos tenemos que poner nuestro granito de arena. Es imperativo que nos demos cuenta de que, para salvar el planeta, necesitamos hacer ciertas cosas.

Él levantó una mano.

– Alto. ¿Quién es usted? -volvió a preguntar el hombre.

– Oh, perdón. Me llamo Willow. Mi hermana es Julie Nelson. Mi hermana es la novia de Ryan, el primo de Todd. Pero el desgraciado de Todd hizo todo lo posible por separarlos y yo no puedo darme por contenta. Sé que debería aceptarlo y olvidarlo, pero no estuvo bien. Todd se cree el rey del mundo sólo por el hecho de ser rico. Idiota. ¿Quién es usted?

– Kane Dennison. Soy el encargado de seguridad.

– ¿Aquí, en esta casa?

La expresión de él se endureció, parecía sentirse insultado.

– El encargado de seguridad de toda la empresa.

– Ah, ya. Eso explica la pistola -Willow volvió a incorporarse hasta quedar sentada y se sacudió del jersey unas briznas de hierba-. No iba a hacerle daño, si eso era lo que le preocupaba. No tiene más que mirarme. ¿Cree en serio que podría hacerle algún daño?

Él ladeó la cabeza y reflexionó sobre la pregunta.

– Es bajita y delgaducha, así que supongo que no.

Lo de bajita lo entendía, era algo que no podía evitar. ¿Pero delgaducha?

– Perdone, soy petite, no delgaducha.

– ¿Así es como lo llama?

– Tengo curvas -le aseguró Willow, enfadada y algo dolida. Quizá sus curvas no fueran excesivamente pronunciadas ni muchas, pero ahí estaban-. Es el jersey. Como me está grande, no se ven las curvas, pero soy muy sexy.

Realmente no lo era; aunque, por supuesto, lo intentaba. Pero era una causa perdida. No obstante, que ese hombre la desdeñase de esa manera era sumamente irritante.

– Estoy seguro de que es usted deslumbrante -murmuró Kane; de repente, mirándola como si deseara estar en cualquier parte menos allí-. Siento mucho que esté enfadada con Todd, pero no tiene derecho a presentarse en la casa de él y amenazarlo. Está mal y es ilegal.

– ¿En serio? -¿había ella quebrado la ley?-. ¿Va a hacer que me arresten?

– No, si se va ya y promete no volver nunca más.

– Es necesario que hable con él. Alguien tiene que decirle cuatro cosas bien dichas.

En los labios de Kane se dibujó una curva.

– ¿En serio cree que va a asustarlo?

– Es posible -aunque, a decir verdad, se le habían quitado las ganas de ver a Todd-. Podría volver en otro momento.

– Estoy seguro de que a Todd le va a encantar la idea. ¿Tiene coche?

– ¿Qué? -preguntó Willow-. Naturalmente que tengo coche.

– En ese caso, la acompañaré a su coche y olvidaremos lo que ha pasado.

Lo que él proponía tenía sentido, pero había un par de problemas.

– No puedo -dijo Willow girando el tobillo. Al instante, el dolor le hizo apretar los dientes-. Creo que me he roto el tobillo al caer.

Kane murmuró algo para sí mismo y cambió de postura para examinarle el tobillo. Lo levantó con cuidado y, mientras lo sostenía con una mano, con la otra empezó a deshacerle los cordones de las zapatillas deportivas.

Willow calzaba un treinta y nueve, un pie enorme teniendo en cuenta que sólo medía un metro cincuenta y nueve centímetros; a pesar de ello, la enorme mano de ese hombre hacía que su pie pareciese enano. ¿No decían algunas mujeres casadas algo sobre los hombres con manos grandes?

Willow no sabía si reír o ruborizarse, así que decidió no pensar en ello y lo observó mientras él le quitaba la zapatilla deportiva.

– Mueva los dedos de los pies -dijo él.

Willow obedeció. Le dolió.

Kane le quitó el calcetín y comenzó a examinarle el pie. Willow hizo una mueca, aunque esta vez no fue debido al dolor. A pesar de no saber nada de medicina, se dio cuenta de que el pie se le estaba hinchando en cuestión de segundos.

– No tiene buen aspecto -murmuró ella-. Creo que voy a cojear durante el resto de mi vida.

Kane la miró.

– Se ha abierto el tobillo. Lo único que tiene que hacer es reposar durante un par de días y ponerse hielo en el tobillo. Estará bien enseguida.

– ¿Cómo lo sabe?

– Estoy acostumbrado a ver este tipo de cosas.

– ¿Ocurren mucho en su trabajo? ¿O es que trabaja con gente patosa?

Él respiró profundamente.

– Lo sé, es todo. ¿Vale?

– Eh, oiga, soy yo quien está seriamente herida. Si alguien tiene derecho a protestar soy yo.

Él murmuró algo que a Willow le pareció «¿por qué a mí?», y entonces ese hombre, sin que ella se diera cuenta de lo que pasaba, la levantó en sus brazos.

La última vez que a Willow la habían llevado en brazos fue cuando tenía siete años y estaba devolviendo por haber comido demasiados dulces en una feria. Se agarró al cuello de Kane con los brazos y protestó:

– ¿Qué está haciendo? Suélteme. Déjeme en el suelo.

– Voy a llevarla a la casa para ponerle hielo en el tobillo. Luego, se lo vendaré y veré la mejor manera de llevarla a su casa.

– Puedo conducir.

– No lo creo.

– Usted mismo ha dicho que no es nada grave -le recordó Willow mientras notaba que a él no parecía costarle ningún trabajo llevarla en brazos. Al parecer, esos músculos eran de verdad.

– Está algo alterada. No debería conducir.

Alterada o no, no le gustaba que alguien tomara decisiones por ella. Prefería estar a cargo de su propio destino. Además, había otras cosas a tomar en cuenta.

– Se ha olvidado de mi zapatilla deportiva y mi calcetín -dijo Willow-. Y su chaqueta.

– Volveré a recogerlas cuando la deje sentada.

– ¿Y la gata?

Él le lanzó una mirada que parecía cuestionar su salud mental. A Willow le fastidiaban mucho los gestos como aquél.

– La gata en el hueco del árbol. Creo que está pariendo. La vi cuando me caía. Hace frío, no podemos dejarla ahí. ¿Tiene una caja y toallas? Quizá primero unos periódicos, luego las toallas. Dar a luz es así. Ya sé que es parte del ciclo de la vida, pero todos esos fluidos…

Él tomó un camino de piedra y avanzó hacia la casa de los guardeses. Willow dejó el tema de la gata y se quedó mirando a la bonita construcción. Pero no era la casa principal.

– Eh, ¿adónde me lleva? -quiso saber ella, conjurando mentalmente imágenes de un oscuro calabozo lleno de cadenas colgando de las paredes.

– A mi casa. Allí tengo un botiquín de primeros auxilios.

Sí, tenía sentido.

– ¿Vive en esta propiedad?

– Me resulta cómodo.

– Al menos, se ahorra el transporte -Willow recorrió los jardines con la mirada-. Da al sur, tiene suerte. Podría cultivar cualquier cosa que le apeteciera.

Era aficionada a la jardinería. Le encantaba enterrar las manos en la tierra y plantar cualquier cosa.

– Si usted lo dice.

Con cuidado, él la dejó en el suelo, pero siguió sujetándola para que no cargara demasiado peso en el pie. Willow se apoyó en él, ese hombre sabía cómo hacer que una mujer se sintiera a salvo con él.

Kane se sacó las llaves de un bolsillo del pantalón, abrió la puerta y la hizo entrar.

– Si saliéramos juntos, podría decirse que esto es muy romántico -dijo ella con un suspiro-. ¿No podríamos fingir?

– ¿Qué? ¿Qué salimos juntos? No.

– Estoy herida. Puede que muera y, la verdad, usted tiene la culpa. ¿Está casado?

Kane la hizo sentarse en un sillón al lado de la chimenea; luego, le colocó el pie en un reposapiés.

– Usted fue quien echó a correr, lo que le ocurre es culpa suya -dijo él-. No estoy casado y no se mueva.

Kane desapareció y Willow sospechó que había ido a la cocina. Bien, estaba claro que a Kane no le molestaba ayudarla en un momento de apuro, pero no se estaba mostrando excesivamente amistoso. Daba igual.

Miró a su alrededor y le gustaron los travesaños de madera del techo y los tonos terrosos. La estancia, aunque muy amplia, era acogedora. Los grandes ventanales daban al sur y necesitaban que unas plantas los adornaran.

En la mesa que había a su lado reposaba un libro sobre Oriente Medio. Revistas de economía poblaban la mesa de centro delante del sofá. Interesante el tipo de lectura elegido por aquel individuo dedicado a los servicios de seguridad.

– ¿Tiene novia? -gritó ella.

Kane murmuró algo, pero no se entendió qué.

– No.

– ¿Ha ido a por hielo?

– Sí.

– No se olvide de la caja para la gata.

– No hay ninguna gata.

– Sí, claro que sí la hay. Y hace frío. Y aunque la gata esté bien, ¿qué va a pasar con los gatitos? Son recién nacidos. No podemos dejar que se mueran.

– No hay ninguna maldita gata.


Había una gata, pensó Kane contemplando el hueco del árbol. Una gata gris y blanca con tres diminutos gatos. A pesar de haber estado preñada hasta hacía sólo un par de horas, la gata se veía escuchimizada.

Una gata vagabunda, pensó Kane preguntándose qué había hecho él para merecerse aquello. Era un hombre decente. Intentaba portarse con honestidad. Lo único que quería era que el mundo lo dejara en paz. La mayor parte del tiempo, el mundo respetaba sus deseos. Hasta ese día.

Como las probabilidades de meter a la gata en la caja eran nulas, la dejó en el suelo y reflexionó. No estaba familiarizado con los animales domésticos, pero sabía que los gatos tenían garras, dientes y que eran huraños. Sin embargo, aquella gata acababa de dar a luz; por lo tanto, quizá su debilidad le confiriera disposición para mostrarse cooperativa. Por otra parte, acababa de ser madre y tenía el instinto de protección muy desarrollado.

De cualquier forma, sabía que iba a correr la sangre y que iba a ser la suya.

Metió la mano en el hueco del árbol y agarró a uno de los gatitos. La madre se lo quedó mirando y luego le echó la zarpa a la mano. Mientras sacaba del agujero a ese diminuto animal, la madre le hincó las garras. Sí, estupendo.

– Escucha, tengo que sacaros a ti y a tus gatos de ahí dentro. Esta noche va a hacer frío y niebla. Sé que tienes hambre y estás cansada, así que cállate y coopera.

La gata parpadeó. Sus garras se cerraron.

Kane sacó a todos los gatitos y los dejó en la toalla dentro de la caja; luego, fue a agarrar a la madre. Esta le bufó; después, se levantó y, con gracia felina, saltó al interior de la caja y se tumbó al lado de sus crías.

Kane agarró su chaqueta, la zapatilla deportiva de Willow, el calcetín, la caja y se dirigió a su casa.

No había imaginado que su día acabara así. Había elegido llevar una vida tranquila. Le gustaba aquel lugar, estaba aislado, y no le gustaban las visitas. La soledad era su amiga y no necesitaba más. ¿Por qué tenía la sensación de que todo iba a cambiar?

Entró en su casa y encontró a Willow hablando por teléfono.

– Entendido -dijo ella al auricular-. Kane acaba de volver con los gatos. Ya. No, estupendo. Gracias, Marina, te lo agradezco.

– ¿Ha llamado a alguien? -preguntó Kane mientras dejaba la caja junto a la chimenea.

– Usted me ha dejado el teléfono. ¿Lo ha hecho para que no lo usara?

– Sólo para algo urgente.

– No me dijo eso. Además, ha sido una llamada local. He llamado a mi hermana. Va a traer comida de gato y una caja para los gatos. Ah, y también va a traer unos platos para la comida y la bebida para los animales, ya que supongo que no querrá que coman y beban en sus propios platos. Por otra parte, estoy segura de que mi hermana va a llamar a mi madre para contarle lo que me ha pasado, lo que significa que el doctor Greenberg va a venir a examinarme el pie antes de que me mueva.

– ¿Tiene un médico que hace visitas a domicilio?

– Mi madre trabajó con él durante años. Es un médico magnífico -Willow se miró el reloj-. Calculo que acabaremos a eso de las dos o las tres. En serio. Pero si tiene que marcharse a hacer algo, por mí no se preocupe.

Como si fuera a dejarla allí sola, en su casa.

– Hoy puedo trabajar desde casa.

– Estupendo.

Willow le sonrió y lo miró como si todo fuera normal. Como si ella fuera normal.

– No puede invadir mi casa y mi vida así como así -la informó Kane.

– Yo no lo he invadido. Simplemente, me he tropezado. Literalmente.

Volvió a sonreír. Fue una sonrisa que la transformó de chica mona en mujer hermosa y le confirió brillo a sus ojos. Era como si se hubiera contado un chiste a sí misma y sólo ella lo entendiera. Lo que, dado su sentido de la realidad, debía de ser cierto.

– ¿Quién demonios es usted? -preguntó Kane.

– Ya se lo he dicho, soy la hermana de Julie.

– ¿Por qué no está trabajando?

– Yo también trabajo desde casa. Soy dibujante de cómics. ¿Tiene algo de comer? Estoy muerta de hambre.

Kane nunca tenía mucha comida en casa. Le resultaba más fácil comprarla fuera y llevársela a casa a la vuelta del trabajo. No obstante, debía haber algo.

– Iré a ver -Kane se dirigió a la cocina.

– No como carne, soy vegetariana.

– Sí, claro, era de esperar -murmuró él.

La gata lo siguió a la cocina. Kane examinó la despensa y encontró una lata de atún. Después de abrirla, derramó el contenido en un plato y lo dejó en el suelo. La gata empezó a tragar.

– Debía de estar muerta de hambre.

Kane alzó los ojos y vio a Willow junto a la puerta, apoyada sólo sobre un pie, agarrándose al marco y con la mirada fija en la gata.

– Pobrecilla. Sola en el mundo y preñada. El gato que la dejó preñada no se ha molestado en quedarse a su lado por si necesitaba algo. Típico. Un reflejo perfecto de nuestra sociedad actual.

Kane se frotó las sienes, notaba el principio de una jaqueca.

– Debería quedarse sentada -dijo él-. Necesita hielo en el tobillo.

– El hielo me está dando frío. ¿Tiene té?

Kane tuvo ganas de responder que aquello no era un restaurante y que no, que no tenía té. Esa mujer debería estarle agradecida de que él no los hubiera dejado a ella y a los gatos ahí fuera, congelándose.

Aunque estaban en Los Ángeles y allí nunca se congelaba nadie; por otra parte, se lo había impedido algo en los azules ojos de Willow, algo que indicaba ingenuidad y confianza en la gente.

Era la clase de mujer que nunca esperaba nada malo de las personas, y habría apostado una buena parte de su sustanciosa cuenta bancaria a que, con frecuencia, se había visto defraudada.

– No tengo té.

Ella asintió.

– No le gusta el té, ¿eh? Demasiado macho para beber té.

– ¿Macho?

– Masculino, viril… como quiera llamarlo.

– ¿Viril?

– Estoy haciendo suposiciones. Puede que no sean ciertas. No parece que haya una mujer en su vida.

A Kane le dieron ganas de pegarle un grito.

– Me estropea el día, amenaza a mi jefe, huye a toda carrera, me culpa de haberse tropezado y ahora cuestiona mi… mi…

– ¿Masculinidad? -Willow lo ayudó a terminar la frase-. ¿Lo estoy haciendo enloquecer? Ocurre a veces. Hago lo posible porque no ocurra, pero nunca sé muy bien cuándo lo hago.

– Lo está consiguiendo, sí.

– En ese caso, pararé. ¿Le parece bien que vuelva a sentarme en el sillón?

– No se puede imaginar lo bien que eso me parece.

– De acuerdo.

Willow se volvió, pero estuvo a punto de caerse otra vez y se agarró al marco de la puerta para no perder el equilibrio. Kane lanzó un juramento y, pasando por encima de la gata, fue a alzarla en sus brazos.

– Debe de ser la pérdida de sangre -dijo Willow apoyando la cabeza en el hombro de él-. Pronto me recuperaré.

– Sobre todo, teniendo en cuenta que no ha perdido sangre.

– Pero podría haber ocurrido.

Kane volvió la cabeza y la miró. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo próximas que estaban sus bocas. Los ojos de él se clavaron en los curvos labios de Willow y sintió un repentino deseo de besarla. Sólo unos segundos. Sólo para averiguar a qué sabía.

No debía hacerlo. Sólo conseguiría hacerle daño, era inevitable.


– No me molestaría -susurró ella-. Sé que no soy su tipo, pero le aseguro que no se lo contaría a nadie.

Kane no sabía a qué se refería y no le importaba. Por primera vez en la vida, iba a hacer algo que sabía que no debía hacer.

Iba a besarla.

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