Capítulo 16

No -susurró Annie con voz quebrada-. No. Estaba bien esta mañana.

La joven sabía lo inútil de su protesta. Las enfermedades no siempre seguían las mismas pautas de tiempo o mostraban los mismos síntomas, sobre todo en los niños.

Rafe la miró con expresión sombría. Sólo uno de los apaches que había tenido manchas negras, claro signo de que había hemorragia, había sobrevivido. Se trataba de uno de los guerreros más fuertes de la tribu y, aun así, todavía estaba enfermo y débil. Rafe sabía tan bien como ella que el bebé no tenía muchas posibilidades.

Annie la cogió en sus brazos y la pequeña dejó de llorar. Pero se removía inquieta como si intentara escapar del dolor que le causaba la fiebre.

Era peligroso dar medicamentos a un bebé tan pequeño, aun así, Annie sabía que no tenía elección. Quizá le iría bien que el té de álamo temblón fuera más suave que el de corteza de sauce. Annie hizo que la niña bebiera un par de sorbos y luego se pasó una hora lavándola con delicadeza con agua fría. La niña, finalmente, se durmió, y Annie se obligó a sí misma a llevarla junto a su familia.

La madre estaba despierta y tenía los ojos muy abiertos y llenos de ansiedad. Se giró tumbándose de costado y acarició a su hija con manos temblorosas antes de estrechar su pequeño y caliente cuerpo contra el suyo. Annie le dio unas palmaditas en el hombro y tuvo que salir apresuradamente para que no la vieran llorar.

Todavía había demasiada gente enferma para permitirse a sí misma el lujo de derrumbarse. Tenía que recomponerse e ir a comprobar cómo estaban.

Rafe se había dado cuenta de que unos cuantos guerreros se habían recuperado lo suficiente como para poder incorporarse y comer por sí mismos. Desde ese momento, permanecía detrás de Annie cada vez que entraba a una de las tiendas, con el revólver preparado para disparar y su mirada glacial captando cada movimiento mientras ella atendía a los enfermos.

Los guerreros, por su parte, se quedaban mirando con la misma fiereza al hombre blanco que había invadido su campamento,

– ¿Realmente crees que esto es necesario? -preguntó Annie cuando salieron de la segunda tienda donde se había repetido esa misma escena.

– O lo hacemos así o nos vamos ahora mismo -respondía Rafe con rotundidad. De todos modos, ya deberían haberse ido, pero tendría que atarla a la silla para hacerla abandonar al bebé en ese estado y una parte de él tampoco quería marcharse. La pequeña no tenía muchas posibilidades en ese momento y si Annie se marchaba, no tendría ninguna.

– No creo que vayan a intentar hacernos daño. Ya han visto que sólo estamos intentando ayudar.

– Puede que hayamos violado algunas de sus costumbres sin saberlo -adujo Rafe-. El hombre blanco es su enemigo, cariño, no lo olvides. Cuando Mangas Coloradas fue engañado para que acudiera a una reunión garantizándole su seguridad y luego le cortaron la cabeza y la hirvieron, los apaches juraron venganza eterna. Diablos, ¿quién puede culparles? Pero no pondré en peligro tu seguridad ni un solo minuto, y por tu propio bien, te aconsejo que no olvides nunca a Mangas Coloradas, porque ellos no lo harán.

Pensar en el dolor del pueblo apache y en el de las personas que habían muerto a causa de su venganza, la abrumó mientras iba de un paciente a otro, administrándoles té y medicamento para la tos, intentando mitigar la fiebre y el pesar, ya que no había ni una sola familia en la pequeña tribu que se hubiera salvado de la muerte. Jacali también hacía rondas para hablar con su gente, de forma que todos sabían lo que estaba ocurriendo. Annie escuchaba el suave y afligido llanto en la intimidad de las tiendas, aunque nunca mostraban su dolor en su presencia. Eran orgullosos y tímidos al mismo tiempo, y desconfiaban de ella. Toda la buena voluntad por su parte no iba a borrar años de guerra entre sus pueblos.

Cuando fue a comprobar cómo estaba el bebé, se lo encontró inconsciente. De nuevo, volvió a darle un poco de té con ayuda de una cuchara y lo refrescó con agua fría, esperando aliviarle un poco. El pequeño pecho sonaba tan congestionado que parecía que apenas hubiera espacio para tomar aire en sus pulmones.

La madre se había obligado a sí misma a incorporarse y sostenía a su hija en su regazo, cantándole con voz suave en un esfuerzo por despertarla.

¿Cómo está? -preguntó Rafe entrando a la tienda y sentándose junto a la entrada.

Annie lo miró con los ojos llenos de angustia y sacudió débilmente la cabeza. La joven madre la vio y pronunció una aguda protesta, estrechando a su hija contra su pecho. La pequeña cabecita, sin fuerzas, cayó hacia atrás como si se tratara de una muñeca. Jacali también entró en la tienda y se sentó a esperar. Cuando la madre quedó agotada, Annie cogió al bebé y lo meció mientras tarareaba las canciones de cuna que recordaba de su infancia. Aquellos sonidos tranquilos e infinitamente tiernos llenaron la silenciosa tienda. La respiración del bebé se volvió más dificultosa y Jacali se inclinó hacia delante, sin apartar la vista de la pequeña.

Rafe cogió al bebé de los agotados brazos de Annie y se lo colocó en el hombro. Se la veía gordita y vigorosa esa misma mañana, pero el calor de la enfermedad ya la estaba consumiendo. Pensó en los redondos mofletes, en el pelo de punta, y en los dos relucientes dientes que mordían con tanta fuerza. Si fuera su hija, su pérdida sería insoportable para él. La conocía desde hacía sólo cuatro días, y había pasado tan sólo una hora o poco más jugando con ella y, sin embargo, sentía un peso tan grande sobre el pecho que casi le asfixiaba.

Annie volvió a cogerla y le hizo tomar más té, a pesar de que la mayor parte se escapó por las comisuras de su pequeña boca. Todavía la tenía en brazos cuando su diminuto cuerpo empezó a tensarse y a estremecerse.

De repente, Jacali agarró al bebé y se lo llevó fuera ignorando el fuerte grito de agonía de su madre. Annie se puso de pie de un salto y salió corriendo, impulsada por una furia que hizo desaparecer su agotamiento.

– ¿Adónde la llevas? -le preguntó, a pesar de que sabía que la anciana no podría entenderla.

Jacali se alejó a toda prisa y Annie corrió tras ella. Una vez que la anciana llegó hasta el borde del campamento, se arrodilló, dejó al bebé en el suelo frente a ella y empezó a entonar un grave y lastimero cántico que hizo que un escalofrío recorriera la espina dorsal de la joven.

Conmovida, Annie alargó el brazo hacia la pequeña y Jacali se la apartó siseando una advertencia. Rafe apoyó la mano sobre el hombro de Annie, haciendo que se detuviera. Su rostro permanecía indescifrable mientras miraba fijamente el pequeño cuerpecito.

– ¿Qué está haciendo? -gritó Annie, intentando liberarse.

– No quiere que el bebé muera en la tienda -respondió él con aire ausente. Quizá la niña ya estuviera muerta; estaba demasiado oscuro para saber si respiraba o no.

Rafe sintió la cálida vitalidad de Annie bajo su mano, y le atravesó hasta clavársele en el corazón. Nunca le había preguntado acerca de su don especial ni había hecho ninguna alusión sobre él. Estaba casi seguro de que ella no se daba cuenta del poder que tenía y se había guardado el secreto para sí mismo, probablemente por puro egoísmo, porque había deseado algo de la joven que nadie más sabía que existía. ¿Qué percibían las demás personas cuando Annie las tocaba? ¿Sentían la misma oleada de ardiente pasión que ella siempre provocaba en él? Seguro que no, ya que había notado que su contacto calmaba a los guerreros apaches en vez de excitarlos. Y no era probable que las mujeres la desearan cuando ella las tocaba. Rafe había pensado mucho en ello aunque no hubiera compartido con nadie el secreto.

Había sido casi un alivio darse cuenta de que Annie no podía hacer milagros. La gente moría a pesar de su tacto curativo. Pero si la joven fuera consciente del poder de su don, sentiría una abrumadora responsabilidad que la obligaría a usarlo incluso cuando fuera inútil. Rafe lo sabía y por eso se había mantenido callado. Ya trabajaba hasta caer exhausta ahora, ¿hasta qué extremos se forzaría a sí misma si lo sabía? ¿Cuánto más profundamente le dolerían sus fracasos? Porque los consideraría fracasos personales y se esforzaría aún más. ¿Cuánto podría soportar antes de que su corazón o su espíritu cedieran ante la carga de su don? Todos sus instintos naturales le gritaban que protegiera a su mujer. Lucharía hasta la muerte para protegerla de cualquier mal. Sin embargo, ¿cómo podría quedarse ahí y ver cómo moría la pequeña cuando era posible que Annie pudiera salvarla? Puede que la niña muriera de todas formas, pero Annie era la única posibilidad que tenía.

Rafe se movió tan veloz como un rayo. Cogió al bebé con rapidez antes de que la anciana pudiera siquiera gritar y se lo entregó a Annie.

– Abrázala -le dijo entre dientes-. Estréchala contra tu pecho y abrázala. Frótale la espalda con tus manos y concéntrate.

Atónita, Annie empezó a acunar al bebé y se dio cuenta vagamente de que todavía estaba vivo, aunque permanecía inconsciente por la fuerte fiebre.

– ¿Qué? -preguntó confundida.

Jacali chillaba enfurecida e intentaba coger al bebé, pero Rafe apoyó una mano en su pecho y la hizo retroceder.

– No -le dijo en un tono tan firme y profundo, que la anciana se quedó inmóvil. Los claros ojos de Rafe brillaban con una extraña rabia que ardía a través de la oscuridad y la mujer volvió a chillar, pero esta vez aterrorizada. No se atrevió a moverse.

Rafe se giró de nuevo hacia Annie.

– Siéntate -le ordenó-. Siéntate y haz lo que te digo.

La joven le obedeció y se dejó caer en el suelo, sintiendo la arenilla moverse bajo ella. El frío viento nocturno agitó su pelo.

Rafe se agachó frente a ella y colocó al bebé de forma que estuviera pegado al pecho de Annie. El fuerte corazón de la joven latía con energía contra el diminuto corazoncito que se apagaba.

– Concéntrate -le dijo Rafe con fiereza, cogiéndole las manos y poniéndoselas en la espalda de la pequeña-. Siente el calor. Hazle sentir el calor.

Annie se sentía totalmente confundida. ¿Es que Rafe y Jacali se habían vuelto locos?

– ¿Qué calor? -balbuceó mirándolo con los ojos muy abiertos.

– Tu calor -le respondió Rafe, colocando sus propias manos sobre las de ella y obligándola a pegarlas a la espalda del bebé-. Concéntrate, Annie. Combate la fiebre con él,

La joven no tenía ni idea de lo que él estaba hablando. ¿Cómo se podía combatir la fiebre con calor? Pero los ojos de Rafe brillaban como el hielo bajo la luz de la luna y no podía apartar la vista de ellos; algo en esas grises y cristalinas profundidades la atraía, haciendo que todo lo que les rodeaba desapareciera.

– Concéntrate -le repitió Rafe.

Annie sintió de pronto un profundo latido contra su pecho. Los ojos del hombre que amaba todavía la tenían atrapada, llenando su visión hasta que no pudo ver nada más. No era posible, pensó, ver con tanta claridad en la oscuridad. No había luna, sólo la débil luz de las estrellas. Sin embargo, el fuego sin color que había en los ojos de Rafe la llamaba, instándola a salir de sí misma. El latido se intensificó.

Era el corazón del bebé, pensó Annie. O quizá fuera el suyo. Llenó todo su cuerpo, inundándolo como si fuera una gran oleada y arrastrándola lejos de allí. Sintió la profunda y rítmica fuerza de aquel oleaje, que la envolvía con su calidez, y oyó el rugido de las olas, apagado y lejano. Y lo que ella había creído que era la luna en realidad era el sol, que resplandecía con fuerza. Sus manos también resplandecían y ahora el latido estaba concentrado allí. Las puntas de sus dedos latían y las palmas le hormigueaban mientras desprendían energía. Por un segundo, Annie creyó que su piel no aguantaría tanta presión.

Justo entonces, el ritmo empezó a reducirse al tiempo que las olas se volvían más suaves, lamiendo perezosamente una orilla desconocida. La luz era incluso más brillante que antes, pero también era más suave, e increíblemente clara. Annie no iba a la deriva; estaba flotando y podía ver la difusa curva de la Tierra, inmensa, verde y marrón, extendiéndose ante ella en todo su esplendor y rodeada por el intenso azul de los océanos, un azul que ella no había imaginado que pudiera existir. De pronto, pensar que todo aquél a quien había conocido o conocería vivía en ese pequeño y hermoso lugar, la hizo sentir humilde. Para entonces, el latido había disminuido hasta convertirse en un zumbido regular, haciendo que se sintiera pesada e ingrávida al mismo tiempo, como si realmente estuviera flotando. La gran luz empezó a apagarse, y poco a poco, fue tomando conciencia del cálido cuerpecito que sostenía contra su pecho, que se retorcía y lloraba bajo sus manos.

Finalmente, Annie abrió los ojos con dificultad, o quizá ya habían estado abiertos y sólo ahora podía ver. Una sensación de irrealidad la invadió, como si se hubiera despertado en un lugar extraño y no supiera dónde estaba. Seguía sentada en el suelo, al borde del campamento y Rafe estaba arrodillado frente a ella. Jacali estaba en cuclillas un poco más lejos, con sus negros ojos rasgados llenos de asombro.

Era de día. Sin saber cómo, había amanecido y ella no se había dado cuenta. Quizá se hubiera quedado dormida y todo fuera producto de un sueño, pero estaba tan cansada que no podía imaginar cómo había podido dormir. El sol brillaba alto; era casi mediodía.

– ¿Rafe? -preguntó. El miedo que sentía hizo que su voz sonara desesperada.

Él alargó los brazos y sostuvo a la niña, que se retorcía y lloraba. La fiebre había bajado y las manchas no eran tan oscuras. Estaba despierta e inquieta, y su madre estaría ansiosa por saber noticias. Rafe besó la sedosa cabecita con el pelo de punta y le entregó el bebé a Jacali, que lo cogió en silencio y lo estrechó contra su pecho.

Entonces, Rafe se giró hacia Annie y la abrazó con fuerza. Estaba tan entumecido que apenas podía moverse y se sentía desorientado. ¿Cómo podía haber pasado tanto tiempo? Se había perdido en las oscuras profundidades de los ojos de Annie y… y había sucedido algo. No sabía qué. Lo único que sabía era que ella lo necesitaba y que él la deseaba ardientemente, con un ansia que era casi incontrolable. Sin perder un segundo, Rafe la alzó en sus brazos y se la llevó lejos, sólo deteniéndose el tiempo suficiente para coger una de las mantas.

Siguió el arroyo hasta que estuvieron fuera de los límites del campamento, quedando ocultos de cualquier mirada casual tras una pequeña arboleda. Allí, extendió la manta, colocó a Annie sobre ella y le quitó toda la ropa que le había impedido entrar en contacto directo con su piel.

– Annie -dijo con áspera y trémula voz al tiempo que le separaba los muslos y acariciaba con sus duras y encallecidas manos la palidez de su piel. Su duro miembro estaba tan inflamado que apenas podía respirar o moverse a causa de la latente presión que ejercía sobre su cuerpo.

La joven levantó sus delicados brazos para rodear los musculosos hombros masculinos, y Rafe la penetró con un único movimiento que la llenó por completo. Annie le dio la bienvenida al cálido y húmedo interior de su cuerpo contrayéndose alrededor de la rígida erección de Rafe, y alzó sus piernas para rodear sus caderas.

Rafe no era consciente de las fuertes embestidas con las que la estaba poseyendo. Sólo sentía la vibrante energía que surgía de ella, más intensa que nunca, atravesándolo y recorriéndolo por completo. Nunca antes se había sentido tan vivo, tan fiero, tan purificado. La oyó gritar, sintió la violencia de su éxtasis, y su simiente se derramó en una blanca y ardiente erupción de sus sentidos. Empujó con fuerza en una primitiva búsqueda de su útero en la cumbre de su clímax y antes incluso de que los últimos espasmos desaparecieran, supo que la había dejado embarazada.

Agotado, se dejó caer débilmente en la manta junto a ella, todavía estrechándola contra él en una fiera actitud posesiva. Annie soltó un pequeño suspiro, cerró los ojos, y se quedó dormida antes de que su aliento llegara al hombro sobre el que tenía apoyada la cabeza. Rafe se sintió como si hubiera recibido un fuerte golpe en el pecho que lo hubiera dejado sin aire, pero, por primera vez en mucho tiempo, veía claro lo que tenía que hacer.

Los cuatro años que había pasado huyendo lo habían convertido en alguien que no quería ser; había vivido gracias a sus instintos, a sus reflejos tan rápidos como los de un felino, y su único objetivo había sido seguir con vida. Pero ahora no sólo tenía que pensar en él, tenía que proteger a Annie y probablemente a su hijo. Sí, estaba seguro de que tendrían un lujo, y era necesario que hiciera planes. Había vivido en el presente durante tanto tiempo que se le hacía extraño pensar en el futuro; diablos, durante cuatro años, él no había tenido un futuro.

Debía encontrar la forma de limpiar su nombre. No podían seguir huyendo indefinidamente. Aunque encontraran un lugar remoto y se establecieran allí, siempre tendrían que mirar por encima del hombro y vivir con el miedo de que algún cazarrecompensas o algún representante de la ley, más inteligente que la mayoría, hubiera logrado seguirles el rastro.

Darse cuenta de que tenían que dejar de huir y planear cómo hacerlo, eran dos cosas muy distintas. Estaba exhausto y la increíble claridad de su visión ya empezaba a desaparecer, impidiéndole pensar. Sus ojos se cerraban a pesar de sus esfuerzos. Y, maldita sea, ya estaba excitado de nuevo, aunque la urgencia había desaparecido. Medio dormido, se tumbó de lado, levantó el muslo de Annie apoyándolo sobre su cadera y luego se deslizó con suavidad en su dulce calidez. Estar tan unido a ella lo calmó, y se quedó dormido.


El sol de mediodía había penetrado a través de la sombra de los árboles y le quemaba su pierna desnuda. Rafe abrió los ojos y absorbió los detalles de la realidad. Había dormido poco más de una hora, sin embargo, se sentía como si hubiera descansado toda una noche. Maldita sea, ¿en qué había estado pensando yéndose a dormir así, los dos desnudos y tan cerca del campamento apache? No es que no hubieran necesitado dormir, pero debería haber sido más precavido.

Rafe zarandeó a Annie con suavidad, y sus ojos se abrieron somnolientos.

– Hola -murmuró acurrucándose más contra él mientras sus párpados volvían a cerrarse.

– Hola. Tenemos que vestirnos.

Rafe observó cómo sus ojos se abrían de golpe. Se incorporó en apenas un segundo y cogió la camisola para cubrir sus pechos desnudos.

– ¿He estado soñando? -preguntó aturdida, mirándolo con expresión seria-. ¿Qué hora es? ¿Hemos dormido aquí fuera toda la noche?

Rafe se puso los pantalones, preguntándose qué recordaría Annie de la pasada noche. Ni siquiera estaba seguro de lo que él mismo recordaba.

– Es un poco más tarde de mediodía -respondió después de de comprobar la posición del sol-. Y no, no hemos dormido fuera toda la noche. Hemos hecho el amor aquí hace una hora aproximadamente. ¿Lo recuerdas?

La joven miró la alborotada manta y su rostro resplandeció.

– Sí.

– ¿Recuerdas a la niña? -inquirió Rafe con cautela.

– La niña. -Annie se quedó muy quieta-. Estaba muy enferma, ¿no? Estaba muriéndose. ¿Eso fue anoche?

– Se estaba muriendo -asintió Rafe-. Y sí, eso fue anoche.

Annie extendió sus manos vacías y bajó la mirada hacia ellas con una expresión vagamente desconcertada, como si esperara ver a la niña allí y no pudiera comprender por qué no estaba.

– Pero, ¿qué pasó? -De repente, empezó a recoger su ropa con movimientos frenéticos-. Tengo que verla. Podría haber muerto mientras estábamos aquí. No puedo creer que me haya olvidado por completo de ella, que yo…

– La niña está bien. -Le cogió las manos y se las sujetó, obligándola a mirarlo-. Está bien. ¿Recuerdas lo que pasó anoche?

Annie volvió a quedarse inmóvil, observando fijamente los claros ojos grises de Rafe. Un eco la atravesó, como si estuviera mirando en un profundo pozo en el que ya hubiera caído una vez.

– Jacali la cogió y salió corriendo de la tienda -dijo despacio, asimilando poco a poco los recuerdos-. Yo fui tras ella… no, fuimos los dos. Jacali no quería dármela y yo estaba tan enfadada que me entraron ganas de abofetearla. Entonces, tú… tú se la quitaste y me la diste… y me dijiste que me concentrara.

Sus manos latieron con los restos de energía de la noche anterior y Annie se quedó mirándolas fijamente sin saber por qué.

– ¿Qué pasó? -preguntó alzando su vista hacia él sin comprender.

Rafe permaneció callado mientras le pasaba la camisola por la cabeza, cubriéndola en previsión de que alguien invadiera su intimidad.

– Son tus manos -contestó finalmente.

Annie siguió mirándolo en silencio sin comprender lo que le quería decir.

Él le cogió las manos y le besó las puntas de los dedos antes de envolverlos con ternura en sus duras palmas y de llevárselos hasta el pecho.

– Tus manos pueden curar -afirmó con suavidad-. Lo noté la primera vez que me tocaste, en Silver Mesa.

– ¿Qué quieres decir? Soy médica, así que es lógico que mis manos puedan curar, pero también pueden hacerlo las de los otros médicos…

– No -la interrumpió-. No como las tuyas. No es cuestión de conocimientos o de formación, sino de algo que tienes en tu interior. Tus manos desprenden calor y hacen que me estremezca cuando me tocas.

Annie se ruborizó intensamente.

– Las tuyas también hacen que yo me estremecezca -susurró.

Muy a su pesar, Rafe se rió.

– No de ese modo. Bueno, sí, así también. Tu cuerpo está lleno de una extraña energía que me vuelve loco cuando estoy dentro de ti. Pero puedes curar sólo con tus manos; son especiales. He oído hablar de eso, sobre todo a los ancianos, aunque no lo creía hasta que tú me tocaste y lo sentí.

– ¿Sentiste qué? • -preguntó Annie desesperadamente-. Mis manos son normales.

Rafe sacudió la cabeza.

– No, no lo son. Tienes un don único, cariño. Puedes curar lo que otros no pueden. -Rafe apartó la mirada y la dirigió hacia las distantes montañas púrpura, pero, en realidad, estaba mirando en su interior-. Anoche… anoche, tus manos estaban tan calientes que apenas podía sujetarlas. ¿Lo recuerdas? Las apretaba contra la espalda del bebé y sentí como si la piel de mis palmas se estuviera derritiendo por el calor.

– Mientes -dijo Annie. El tajante tono de su propia voz la sobresaltó-. Tienes que estar mintiendo. Yo no puedo hacer eso. Si pudiera, ninguno de mis pacientes habría muerto.

Rafe se frotó el rostro, sintiendo la dura barba contra su palma. Dios, ¿cuándo se había afeitado por última vez? Ni siquiera podía recordarlo.

– Tienes límites -le explicó-. No puedes hacer resucitar a los muertos. Te he observado y sé que no puedes hacer nada cuando la persona está demasiado enferma. No podrías haber ayudado a Trahern, porque sea lo que sea lo que tú tienes no detiene las hemorragias. Ni siquiera detuvo la del rasguño en mi hombro. Pero cuando estaba enfermo, cuando nos conocimos, el más mínimo contacto contigo me hacía sentir mejor. Me aliviabas, hacías desaparecer el dolor, hacías que las heridas se curaran más rápido. Maldita sea, Annie, podía sentir cómo la carne cicatrizaba. Eso es lo que puedes hacer.

Annie se quedó sin habla y se sintió invadida por una ola de pánico. Ella no quería ser capaz de hacer eso. Ella sólo quería ejercer la medicina, y hacerlo de la mejor forma posible. Deseaba ayudar a la gente, no… no realizar ningún tipo de milagro. Si eso era cierto, ¿cómo no se había dado cuenta antes?

Annie le gritó esa misma pregunta, tan furiosa como asustada, y él la atrajo a sus brazos. El duro rostro que se inclinaba sobre el suyo mostraba la misma furia.

– ¡Quizá nunca has deseado salvar a alguien tanto como deseabas salvar a esa niña! -le gritó a su vez-. Quizá nunca te habías concentrado así o quizá es algo que se hace más fuerte con la edad.

Los ojos de Annie brillaban con lágrimas contenidas y le empezó a golpear el pecho con sus pequeños puños.

– ¡No lo quiero! -Parecía una niña pequeña protestando por tener que comer verdura, pero no le importaba en absoluto. ¿Cómo podría vivir con tal responsabilidad? Se veía a sí misma encerrada, sin vida propia, con una interminable procesión de enfermos y heridos que eran llevados hasta ella.

La ira de Rafe desapareció tan rápidamente como había surgido.

– Lo sé, cariño. Lo sé.

Annie se soltó y acabó de vestirse en silencio. Su sentido común se negaba a creer en lo que él acababa de decirle; cosas así no existían. Había sido educada para confiar en su destreza, sus conocimientos y en la suerte, porque ser un buen médico también requería suerte. Ninguno de sus profesores había mencionado nunca que ella tuviera un don en sus manos.

Pero ¿acaso lo habrían notado? La habían ignorado y ofendido. Y si hubieran visto algo que la hacía superior a sus compañeros de clase, ¿se lo habrían dicho? La respuesta era no.

Y el sentido común no explicaba lo que había sucedido la noche anterior. Incluso si aceptaba que sus manos podían curar, los acontecimientos de la noche pasada, la total inmersión de sí misma en… algo… iba mucho más allá que eso. Annie recordaba haberse perdido en las profundidades cristalinas de los ojos de Rafe y también los latidos en sus manos, en todo su cuerpo y en el cuerpo del bebé, como si sus corazones latieran al unísono, como si estuvieran conectados.

Y después de que todo hubiera acabado, habían hecho el amor frenéticamente, como si él no pudiera introducirse en ella lo bastante rápido o lo bastante profundo. Se acordaba con clara nitidez de cómo se había fundido con Rafe, cómo había arqueado sus caderas intentando llegar hasta él como si escuchara los golpes de un tambor primitivo. Y de repente, supo de forma instintiva que el hombre que amaba la había dejado embarazada.

Una inmensa sensación de paz la inundó al tiempo que le lanzaba una rápida y cautelosa mirada. No creía que fueran buenas noticias para él.

Volvió a mirarse las manos, aceptando finalmente que la lógica no siempre era necesaria, o incluso posible.

– No sé qué hacer -comentó en voz baja.

Rafe mantenía la mandíbula rígida mientras caminaban de vuelta al campamento, rodeándola por la cintura con un brazo posesivo.

– Sólo lo que has hecho hasta ahora -razonó él-. Nada ha cambiado, excepto que ahora lo sabes.

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