Capítulo 7

Rafe se movió y, medio adormilado, la acercó más a su cuerpo, de forma que el redondeado trasero de Annie se apretó contra sus caderas provocándole una erección. La molestia lo despertó lo suficiente como para abrir lentamente los ojos. Tras lanzar una instintiva mirada al fuego, Rafe calculó que, como mucho, había dormido una media hora. Aspiró y sus pulmones se llenaron con el dulce y cálido aroma de la piel femenina. En cuanto fue consciente de que no pretendía forzarla, Annie se había relajado y se había quedado dormida casi de inmediato. Estaba acurrucada en sus brazos tan lánguidamente como un niño, con su cuerpo más grande y fuerte envolviéndola para protegerla y darle calor.

Todavía medio dormido, Rafe deslizó la mano por debajo de la camisola, sobre su cadera, y la fue subiendo en una lenta caricia. Dios, qué suave y tersa era su piel. Movió la mano hasta su vientre para atraerla más hacia sí, y Annie murmuró algo entre sueños al tiempo que se movía para acomodar mejor su trasero contra su grueso miembro.

Los pantalones le molestaban, así que Rafe se los desabrochó, se los quitó junto a su ropa interior y respiró aliviado. Volvió a pegar las caderas contra ella y se estremeció de placer al sentir su carne desnuda contra la suya. Nunca antes había deseado a una mujer tan intensamente, nunca hasta el punto de no poder pensar en otra cosa, de que el más mínimo contacto con ella hiciera que su grueso miembro se endureciera al punto del dolor. Dulce Annie… Debería haberlo dejado morir, y, sin embargo, no lo había hecho. No había nada de maldad en ella, a pesar de que se negara a compartir su cálida magia con él. Todavía estaba asustada, pero Rafe sabía que acabaría cediendo, consciente de la sensualidad que escondía su cuerpo mejor que ella misma. Por un instante, Rafe se imaginó su cálido y estrecho interior, cómo su pequeña funda se cerraría y se estremecería a su alrededor al alcanzar el clímax, y casi se le escapó un gemido.

Estaba sudando y su corazón palpitaba con tanta fuerza como su miembro.

– Annie. – Su voz era grave y contenida. Despacio, deslizó la mano por su vientre desnudo para acabar cerrándola sobre la curva de su cadera-. Date la vuelta, pequeña.

La joven entreabrió los ojos y murmuró algo adormilada, pero aun así, se giró en sus brazos alentada por su mano. Rafe alargó el brazo y le levantó el muslo derecho hasta colocarlo sobre su cadera, abriendo la abertura que se ocultaba entre sus piernas y atrayéndola hacia sí. Colocó su duro miembro directamente contra los suaves pliegues desprotegidos y buscó su boca con la suya.

El placer que invadió de pronto a Annie le resultó abrumador. La joven casi se quedó sin respiración al sentirlo, mientras la razón, embotada por el sueño, la abandonaba. Rafe había colocado algo grueso, caliente y suave entre sus piernas, y la estaba besando tan profundamente que apenas podía respirar. La camisola se deslizó por su hombro y la firme mano masculina se cerró sobre uno de sus senos, amasándolo y acariciándolo. Su áspero pulgar atormentó el tierno pezón hasta hacerlo arder, y, Annie, a tientas, se aferró a sus hombros hundiendo los dedos en sus fuertes músculos. Con su autocontrol pendiendo de un fino hilo, Rafe arqueó las caderas y su palpitante erección presionó con urgencia la expuesta y tierna carne de la!oven. Iba a hacerla suya, pensó Annie vagamente, con la mente aturdida a causa del sueño y el placer, pero su miembro era demasiado grande. No había esperado que fuera tan grande. Rafe le subió la pierna aún más para poder penetrarla y Annie intentó echarse hacia atrás instintivamente. De inmediato, él detuvo su movimiento poniéndole una mano sobre su trasero desnudo mientras gruñía en voz alta:

– ¡Annie!

La suave carne estaba cediendo a la dominante presión masculina y la joven abrió los ojos de par en par cuando se vio amenazada por un dolor muy real. Completamente despierta, se retorció y luchó contra él, sollozando ante el repentino y aterrador descubrimiento de lo que estaba sucediendo. Rafe intentó sujetarle las piernas y Annie se arrastró fuera de aquella tosca cama, acabando de rodillas junto a ella con las manos apoyadas en el suelo. Tenía la camisola enrollada alrededor de la cintura y un tirante se le había bajado dejando al descubierto un seno. Annie tiró con desesperación de la fina prenda, intentando cubrir sus caderas y su pecho, Unos sollozos sin lágrimas la sacudieron mientras lo miraba fijamente, sin atreverse a apartar la vista de él.

– ¡Maldita sea! -Rafe se tumbó sobre su espalda mientras maldecía, manteniendo los puños apretados al tiempo que intentaba controlar el deseo casi insoportable de volver a tenerla entre sus brazos. Su desnudo miembro permanecía erecto, tan dolorosamente hinchado que pensó que podría explotar en cualquier momento. Y allí estaba Annie, de rodillas sobre las ásperas tablas del suelo, con el pelo cayéndole sobre el rostro y todo su cuerpo sacudiéndose entre sollozos, aunque sus ojos estaban secos y no dejaban de mirar fijamente su erección sin disimular el terror y la confusión.

Con cuidado, Rafe se puso los pantalones y se levantó, no sin cierta dificultad. Al ver sus movimientos, Annie gimoteó y se alejó de él. Rafe, maldiciendo de nuevo con una voz casi inaudible a través de sus apretados dientes, se agachó y cogió el cinturón con el revólver y el rifle. Apenas podía soportar mirar la encogida silueta de Annie que no dejaba de estremecerse.

– Vístete -le ordenó alzando la voz, antes de salir de la cabaña dando un portazo tras él.

El frío se clavó en su acalorada carne. Estaba medio desnudo; no llevaba camisa ni botas y casi podía ver cómo surgía vapor de su pecho. Sin embargo, agradeció el frío, ya que le alivió la fiebre que lo estaba quemando vivo, una fiebre mucho peor que la que le habían producido sus heridas.

Se apoyó contra un árbol en medio de la oscuridad y la fría y áspera corteza raspó su espalda. Dios, ¿realmente había estado a punto de violarla? Se había excitado mientras estaba adormilado y, al sentirla suave y casi desnuda entre sus brazos, ningún otro pensamiento ocupó su mente excepto que tenía que tomarla. Al principio, ella había respondido, estaba seguro de ello. Había sentido sus delicadas manos aferrándose a él, la presión de sus caderas en respuesta a sus demandas, pero algo la había asustado y se había dejado llevar por el pánico. Durante un salvaje momento, no le había importado que estuviera asustada, que hubiera empezado a resistirse; estaba a punto de penetrarla y el ciego instinto lo guiaba. Nunca había forzado a una mujer en toda su vida, pero había estado condenadamente cerca de hacerlo con Annie.

No se atrevía a entrar de nuevo. No en aquel estado, no con la lujuria haciendo arder furiosamente todo su cuerpo como una implacable fiebre que exigía alivio. Era incapaz de tumbarse junto a ella sin tomarla.

Soltó todo tipo de maldiciones, haciendo que el fiero torrente de palabras atravesara la oscuridad rasgándola. El frío era como un cuchillo que se clavaba en su carne desnuda, y si seguía allí moriría congelado. Sin embargo, aunque sabía qué debía hacer, la idea no le gustaba. Apoyando los hombros contra el árbol, se bajó los pantalones de un tirón y cerró su puño alrededor de su tenso miembro. No dejó de soltar maldiciones a través de sus dientes fuertemente apretados y, finalmente, encontró, si no placer, al menos un alivio definitivo y necesario antes de volver a entrar.

El frío se estaba convirtiendo rápidamente en algo insoportable y obligó a Rafe a incorporarse abandonando el apoyo del árbol y a regresar a la cabaña. Su rostro permanecía inescrutable cuando cerró la puerta manteniendo un control glacial.

Annie permanecía de pie junto al fuego. Todavía seguía descalza, aunque había obedecido agradecida su última orden y se había abalanzado tan desesperadamente sobre su ropa que había roto una de las cintas de su enagua. Intentaba controlar su respiración, pero el aire entraba y salía de sus pulmones haciendo que todo su cuerpo se estremeciera mientras sostenía con fuerza el cuchillo de Rafe en la mano derecha.

Él lo vio de inmediato y algo estalló en sus claros ojos grises antes de atravesar la cabaña como una pantera. Annie gritó y levantó el cuchillo, pero apenas había empezado a moverse cuando Rafe le agarró la muñeca y se la retorció haciendo que la pesada arma cayera al suelo produciendo un gran estruendo.

Él no le soltó la muñeca ni cogió el cuchillo. Simplemente se quedó mirándola, observando el pánico que reflejaban sus grandes y oscuros ojos.

– Estás a salvo -le aseguró secamente-. No soy un violador. ¿Me escuchas? No voy a hacerte daño. Estás a salvo.

Annie no dijo una sola palabra y Rafe la soltó finalmente, cogió su camisa y se la puso pasándosela por la cabeza. Estaba temblando y ni siquiera la relativa calidez de la cabaña era suficiente. Añadió más leña al fuego, haciendo que ardiera con fuerza, y luego cogió a la joven de la muñeca y la obligó a sentarse en el suelo junto a él.

– Vamos a hablar sobre ello. -El rostro de Rafe era adusto.

Annie sacudió la cabeza con un rápido movimiento negativo antes de apartar la mirada.

– Tenemos que hacerlo, o ninguno de los dos podrá dormir está noche -insistió él.

La joven dirigió la mirada hacia la cama deshecha y la apartó inmediatamente.

– No.

Rafe no sabía si le estaba dando la razón o se negaba siquiera a plantearse el hecho de volver a dormir con él.

Moviéndose despacio, Rafe la soltó y puso una mano en el suelo mientras levantaba la rodilla izquierda y apoyaba la otra mano sobre ella. Podía sentir toda la atención que Annie prestaba al más mínimo movimiento que hacía, aunque no le mirara directamente, y también notó cómo se relajaba un poco al observar su despreocupada postura.

– Me había quedado medio dormido -le explicó, manteniendo un tono bajo y sereno-. Me he despertado excitado y aturdido por el sueño, y he alargado el brazo para acercarte a mí sin pensarlo. Luego, al despejarme un poco más, no pensaba en otra cosa que en introducirme en tu cuerpo. Estaba al límite. ¿Comprendes lo que te digo? -le preguntó, poniendo un dedo bajo su barbilla y obligándola a mirarlo-. Te deseaba tanto que estaba a punto de estallar, pequeña.

Annie no deseaba escuchar sus excusas, pero la ternura de aquella última palabra casi la venció. La expresión de sus ojos grises era penetrante, turbulenta.

– Yo nunca te violaría -afirmó-. Las cosas no habrían llegado tan lejos si hubiera estado totalmente despierto. Pero tú estabas respondiéndome, maldita sea. ¡Mírame!-Su voz sonó como un latigazo justo cuando Annie apartaba la mirada.

Aturdida, la joven tragó saliva y volvió a mirarle a los ojos.

– Tú también me deseabas, Annie. No era sólo yo.

La sinceridad era una dura carga, pensó ella, un pesado aguijón que no le permitiría refugiarse en mentiras. Hubiera sido mejor guardárselo para sí misma, pero él merecía saber la verdad.

– Sí -admitió entrecortadamente-. Yo también te deseaba.

Una expresión mezcla de desconcierto y frustración cruzó el rostro de Rafe.

– Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Qué te ha asustado?

Annie se mordió el labio apartando la mirada y, aquella vez, él se lo permitió. La joven intentaba decidir hasta dónde contarle y cómo hacerlo. Se sentía totalmente abrumada por la gravedad de lo que acababa de confesarle y por el poder del arma que acababa de ofrecerle. Si él hubiera ido un poco más despacio, con un poco más de cuidado, si hubiera estado completamente despierto, habría conseguido seducirla. Y ahora Rafe sabía que eso era todo lo que necesitaba para lograrlo, porque ella le había confesado su vulnerabilidad.

– ¿Qué ha pasado? -insistió él.

– Me hacías daño.

Las marcadas facciones masculinas se suavizaron y una pequeña sonrisa curvó sus labios.

– Lo siento -murmuró Rafe, al tiempo que alargaba el brazo para apartar el pelo de su cara. Luego, alisó un mechón que caía sobre su hombro y se demoró allí, acariciándola-. Sé que hubiera sido tu primera vez, Annie. Debería haber sido más cuidadoso.

– Creo que me dolerá sean cuales sean las circunstancias. -La joven inclinó la cabeza sobre sus rodillas dobladas-. Una vez traté a una prostituta de Silver Mesa que había sido atacada brutalmente por uno de sus clientes. No he podido evitar recordarlo.

Rafe pensó que era lógico que una mujer sin experiencia, que lo único que había visto del sexo eran sus aspectos más sórdidos y duros, se mostrara reacia a entregarse a un hombre.

– No sería así. No voy a mentirte y a decirte que no te dolerá, porque probablemente sí lo hará, pero cualquier hombre que haga daño deliberadamente a una mujer es un bastardo y merece morir. -Hizo una pausa y después le prometió-: Iré despacio.

Con un escalofrío, Annie se dio cuenta de que Rafe estaba seguro de que ella acabaría cediendo. Había tomado buena nota del momento de debilidad que Annie había tenido y, sin duda, planeaba aprovecharse al máximo de eso. Si conseguía llevarla de nuevo a aquella cama… No, No podía permitir que eso sucediera.

– Por favor -le pidió-, llévame de vuelta a Silver Mesa antes de que sea demasiado tarde. Si no lo haces, tendré que vivir con las consecuencias el resto de mi vida. Si tienes un mínimo de compasión…

– No, no lo tengo -la interrumpió-. No te despertarás marcada. Durante un momento, estaremos lo más cerca que dos personas puedan llegar a estar, y te juro que haré que disfrutes. Luego, saldré de tu vida y tú seguirás como hasta ahora.

– ¿Y qué pasa si alguna vez deseo casarme? -le espetó Annie-. Sé que no es muy probable, pero tampoco es imposible. ¿Qué le diré a mi marido?

Rafe cerró la mano con fuerza al sentir la profunda rabia que le producía pensar en el hecho de que otro hombre tuviera derecho a tocarla, a hacerle el amor.

– Dile que montabas a caballo a horcajadas -le respondió bruscamente.

El rostro de Annie se volvió de un intenso color rojo.

– Y lo hago. Pero no mentiré al hombre con el que me case. Tendría que decirle que me entregué a un asesino.

Las terribles palabras quedaron suspendidas entre ambos, tan afiladas como la hoja de una navaja. La expresión de Rafe se volvió fría de pronto, al tiempo que se ponía en pie.

– Métete en la cama. No voy a quedarme despierto toda la noche porque tú seas una cobarde.

Annie se arrepintió de inmediato de llamarle asesino, pero la única forma que se le ocurrió de defenderse fue provocando su ira. Su miedo virginal no la había protegido de él ni de sí misma; Rafe lo había sabido, y había ido desarmándola poco a poco. Sólo la sorpresa, junto a la amenaza del dolor, le había permitido resistir su seducción la primera vez. Cuando regresó a la cabaña, le desesperaba pensar que se rendiría a él la próxima vez que la tocara. Rafe había confundido la causa y había pensado que era miedo, sin embargo, Annie todavía podía sentir el punzante deseo que él había despertado en lo más profundo de su ser.

Ante su vacilación, Rafe se agachó, la cogió del brazo y la puso de pie de un tirón. Al instante, Annie levantó las manos para protegerse de él.

– ¡Al menos, deja que duerma vestida! Por favor. No me obligues a quitarme la ropa.

A Rafe le entraron ganas de zarandearla y de decirle que un pololo de algodón no la protegería de él si decidía tomarla. Pero quizá su indomable cuerpo se comportaría mejor si ella permanecía cubierta de ropa, si no podía sentir su suave piel contra la suya.

– Acuéstate -le ordenó.

Annie, agradecida, se metió entre las mantas y se acurrucó en su lado, lejos de él.

Rafe se tumbó con la mirada fija en el techo lleno de sombras. Ella lo consideraba un asesino. Mucha gente creía lo mismo, y habían puesto un precio muy alto a su cabeza. Demonios, sí, él había matado. Incluso antes de que empezara a huir para salvar su vida, hacía tiempo que había perdido la cuenta de a cuántos hombres había dado muerte. Pero eso había sido en tiempos de guerra. Después sólo se había defendido de los cazarrecompensas que habían ido tras él. Cuando tenía que elegir entre la vida de otro hombre y la suya propia, el otro siempre había quedado en un lejano segundo lugar.

Él no era un ciudadano honrado, el tipo de hombre con el que una mujer soñaba casarse y establecerse. Desde que huía de la justicia, había mentido, robado y matado, y lo volvería a hacer si era necesario. Su futuro parecía condenadamente sombrío, aunque consiguiera seguir burlando a la justicia. Había secuestrado a Annie y la había arrastrado hasta aquel lugar en las montañas, aterrorizándola. Mirándolo así, ¿por qué iba a querer una mujer entregarse a él? ¿Por qué entonces le había dolido tanto que ella lo llamara «asesino»?

Porque era Annie. Porque la deseaba con cada poro de su piel, con cada gota de sangre que circulaba por su cuerpo.

La joven tampoco podía dormirse y siguió despierta mucho después de que el fuego se apagara, esperando a que el tenso cuerpo de Rafe se relajara y a que su respiración se hiciera más profunda al dormirse.

Se quedó mirando fijamente hacia la oscuridad con ojos secos, pero rojos e irritados, consciente de que tenía que escapar. Había pensado que podría resistirse a él durante unos cuantos días más, sin embargo, ahora sabía que incluso una hora más sería demasiado tiempo. Lo único que protegía su corazón ahora era el hecho de que todavía no se había entregado totalmente a él. Una vez la hiciera suya, aquella ardiente intimidad convertiría sus defensas en cenizas. No deseaba amarlo. Quería volver a retomar el hilo de su vida en el punto en que la había dejado y descubrir que nada había cambiado. Pero si él acababa con esa última y mínima protección, nada sería lo mismo. Ella regresaría a Silver Mesa a ejercer su profesión, pero, en su interior, no sentiría nada más que un profundo dolor. No volvería a verlo más, nunca sabría si estaba sano y salvo, o si la justicia lo había atrapado finalmente y había acabado su vida en la horca con una soga alrededor del cuello. Podía morir de una herida de bala, sin nadie que lo enterrara o lo llorara, mientras ella pasaba su vida esperando tener noticias de él, mirando con ansiedad a cada extraño, sucio y cansado, que llegara a la ciudad, antes de volverse decepcionada al descubrir que no era él. Nunca sería él, y ella lo sabía.

Si se quedaba, si sucumbía a su debilidad, a la fiebre del deseo que sentía en su interior, existía la posibilidad de quedarse embazada de él. Entonces se vería obligada a irse de Silver Mesa, a buscar otro lugar donde pudiera ejercer la medicina, y tendría que fingir que era viuda para que el niño, su hijo, no llevara el estigma de la ilegitimidad. Incluso si Rafe sobrevivía e iba a buscarla, no la encontraría, porque se habría ido de la ciudad y se habría cambiado de nombre.

Le había dado todo tipo de excusas, excepto la verdadera: que no quería enamorarse de él. Tenía miedo de amarlo. Había estado más acertado de lo que creía cuando la había llamado cobarde.

Tenía que marcharse. Estaba demasiado asustada para dormir, ya que, si se le ocurría cerrar los ojos, no se despertaría hasta que fuera demasiado tarde y no tendría otra oportunidad para escapar.

Se obligó a sí misma a esperar, para reducir al mínimo el tiempo que tendría que viajar en medio del frío y de la oscuridad. Intentaría irse una media hora antes de que amaneciera, cuando Rafe estuviera durmiendo más profundamente.

Trató de no pensar en los peligros, pues ni siquiera sabía cómo regresar a Silver Mesa. Si hubiera estado menos desesperada, nunca se habría planteado irse sola. Lo único que sabía era que se habían dirigido al oeste cuando salieron de la ciudad, así que tendría que ir hacia el este. En caso de que se perdiera, y sabía que así sería, lo único que tendría que hacer sería dirigirse hacia el este y acabaría saliendo de las montañas. Viajaría desarmada y debería dejar su maletín allí; sólo pensarlo le partía el corazón, pero aceptó su pérdida. Los instrumentos, las medicinas y las hierbas que contenía podían ser sustituidos.

De pronto, abrió los ojos y se dio cuenta de que el sueño la había vencido y que había perdido la noción del tiempo. Se dejó llevar por el pánico, consciente de que tendría que irse ya o correr el riesgo de esperar demasiado. Podía ser plena noche, en lugar de estar a punto de amanecer, pero tenía que arriesgarse.

Se alejó de Rafe con extremo cuidado, deteniéndose un buen rato entre cada movimiento. Él continuó durmiendo sin inmutarse. Le pareció que había pasado una hora, aunque probablemente sólo habían pasado unos quince minutos, hasta que consiguió salir de la cama. Se agachó en el suelo y el frío traspasó sus pies descalzos. Aunque sabía que era un riesgo, se tomó su tiempo para acercarse en cuclillas hasta la chimenea y buscar a tientas en la oscuridad hasta que encontró los botines y las medias. No le ayudaría nada perder los dedos de los pies por congelación.

Sólo esperaba que amaneciera pronto y que subiera la temperatura, porque no se atrevía a coger el abrigo. Estaba muy cerca de la cabeza de Rafe y había dejado el rifle encima de él. Era imposible que pudiera cogerlo sin despertarlo.

La parte más difícil sería abrir la puerta. Con determinación, Annie se puso de pie y buscó a tientas el pomo rudimentariamente tallado.

La ansiedad que sentía era tal, que le comprimía el pecho y apenas le dejaba respirar. Annie cerró los ojos y rezó todas las oraciones que conocía al tiempo que abría la puerta con angustioso cuidado. Un sudor frío le recorría la espalda mientras esperaba aterrorizada que un chirrido, un crujido o cualquier otro ruido hicieran saltar a Rafe de las mantas con aquel enorme revólver en la mano.

El aire glacial que se deslizó en el interior hizo que le escocieran los ojos. Dios Santo, no había esperado que hiciera tanto frío.

Finalmente, consiguió abrir la puerta lo suficiente como para escabullirse a través de ella, y entonces, se enfrentó a la igualmente difícil tarea de cerrarla sin despertarlo. Un viento helado soplaba entre los árboles, haciendo vibrar las desnudas ramas como si se tratara de los huesos de un esqueleto en medio del total silencio de la noche.

Annie casi lloró aliviada cuando la puerta volvió a quedar encajada en su marco. Una tenue claridad del cielo sobre su cabeza le hizo pensar que, después de todo, había calculado bien el tiempo y que faltaba muy poco para que amaneciera.

Andando con mucho cuidado en medio de la oscuridad para no tropezarse, Annie llegó hasta el cobertizo de los caballos. Cuando abrió la puerta, ya temblaba convulsivamente a causa del frío. Su caballo se despertó, reconoció su olor y soltó un suave resoplido a modo de bienvenida que despertó al semental de Rafe. Curiosos, los dos animales se volvieron hacia ella lanzando bufidos.

Estar en el cobertizo resultaba casi confortable gracias al calor que desprendían los grandes cuerpos de los caballos. Annie recordó demasiado tarde que su silla, al igual que la de Rafe, estaba en la cabaña, y las lágrimas amenazaron con inundar sus ojos al tiempo que apoyaba la cabeza contra el costado de su montura. No importaba. Intentó convencerse a sí misma de que realmente daba igual, que montaba lo bastante bien como para poder hacerlo a pelo. En circunstancias normales, no habría tenido ningún problema, pero esas circunstancias estaban muy lejos de ser normales. Hacía frío y estaba oscuro, y no sabía hacia dónde debía ir.

Al menos, habían dejado puestas las mantas a los animales para ayudarles a protegerse del frío. Haciéndolo todo a ciegas, y murmurando suavemente a su caballo para mantenerlo tranquilo, colocó la brida y el bocado en su sitio. El animal tomó el bocado con facilidad y se quedó inmóvil bajo sus suaves manos. Intentando hacer el mínimo ruido posible, Annie guió a la montura fuera del cobertizo y cerró la puerta tras ella. El semental de Rafe resopló en señal de protesta al perder a su compañero.

Annie se detuvo indecisa. ¿Debía subirse al caballo ya o guiarlo a pie hasta que hubiera suficiente luz para poder ver mejor? Se sentiría más segura sobre su lomo, pero los caballos no veían muy bien en la oscuridad y, a menudo, dependía del jinete saber por dónde iban. Estaría totalmente perdida si el animal tropezaba y se torcía una pata, así que decidió no montarlo.

El frío era casi paralizante y Annie se acercó más al calor del animal mientras lo conducía despacio lejos de la cabaña.

Súbitamente, un fuerte brazo se deslizó alrededor de su cintura y la levantó del suelo. Annie lanzó un gritó agudo y estridente, que fue sofocado con brusquedad por una gran mano que le tapó la boca. El caballo respingó, asustado por el grito, y Annie sintió un fuerte tirón en las riendas que sujetaba. La mano se alejó de su boca para coger la brida y calmar al caballo.

– Maldita estúpida -rugió Rafe en un tono grave y áspero.

Después de guiar al caballo de vuelta al cobertizo, la llevó hasta la cabaña como si fuera un saco de harina, colgada bajo el brazo, y la dejó bruscamente sobre las mantas. Sin dejar de maldecir entre dientes, Rafe avivó el fuego y añadió leña. Annie no podía dejar de temblar. Aturdida, se acurrucó sobre las mantas abrazándose a sí misma y sintiendo cómo le castañeteaban los dientes.

De pronto, Rafe perdió el control. Lanzó un trozo de madera que voló atravesando la cabaña y se giró hacia ella.

– ¿Qué crees que hacías ahí fuera? -bramó-. ¿Prefieres morir a tenerme dentro de ti? Sería diferente si no me desearas, pero sé que no es así. Dime que no me deseas, maldita sea, y te dejaré tranquila. ¿Me oyes? ¡Dime que no me deseas!

Annie no podía hacerlo. La sorda furia de Rafe hacía que se estremeciera, sin embargo, la desesperación que le desgarraba las entrañas le impedía mentirle. Todo lo que podía hacer era sacudir la cabeza y temblar.

Rafe permanecía de pie sobre su cuerpo acurrucado, con su alta silueta tapando el fuego y su amplio pecho moviéndose agitadamente indicando la rabia que le invadía. Con una violencia que era fruto de la frustración, se quitó el abrigo y también lo tiró. Annie se dio cuenta entonces de que estaba totalmente vestido, lo que significaba que había sido consciente de que había intentado huir desde el mismo momento en que se había escabullido por la puerta, de otro modo, no le habría dado tiempo a vestirse. La joven no había tenido ninguna oportunidad de escaparse.

– Estamos en plena noche y tú ni siquiera coges un abrigo. -Su voz sonaba ronca debido a la ira reprimida-. Habrías muerto en un par de horas.

Annie levantó la cabeza. Sus ojos eran oscuros pozos de desesperación.

– ¿No está a punto de amanecer?

– ¡Maldita sea, no! Son las dos de la mañana. Pero eso carece de importancia. Habrías muerto ahí fuera con independencia de si era de día o de noche. ¿No te has dado cuenta de que hacía mucho más frío? Probablemente nieve al amanecer. Nunca hubieras logrado salir de las montañas.

Annie se imaginó sola, caminando durante horas, incapaz de ver, sintiendo que el frío la paralizaba a cada minuto que pasaba. A pesar del breve tiempo que había estado fuera, ya se sentía congelada hasta los huesos. Sin duda, no habría logrado llegar viva a la mañana.

Rafe se inclinó sobre ella y Annie tuvo que resistir el impulso de echarse hacia atrás. Sus claros ojos tenían una expresión feroz.

– ¿Tan asustada estabas de que te violara que preferías morir? -le preguntó bajando la voz hasta que casi fue un mudo bramido.

La sorpresa le recorrió la espina dorsal. Rafe le había salvado la vida. Annie se quedó mirándolo como si fuera la primera vez que lo veía, con sus ojos buscando cada detalle de los marcados y firmes rasgos de su rostro; un rostro duro e inflexible, el rostro de un hombre que no tenía nada que perder, un hombre que carecía de todo lo que, según sus valores, se necesitaba para hacer que la vida valiera la pena. No tenía un hogar, ni amigos, ni conocía lo que era el afecto o la seguridad. Si ella hubiera muerto congelada, habría supuesto un problema menos para él y también más comida. Sin embargo, había ido tras ella, y no lo había hecho porque temiera que llegara a Silver Mesa y le dijera a alguien… ¿a quién?… dónde estaba él. Rafe había sabido que no lo conseguiría. La había hecho volver porque no deseaba que muriera.

Justo en ese instante, Annie sintió cómo su última y frágil defensa se desmoronaba.

Vacilante, alargó el brazo, le puso la fría mano sobre el rostro y notó la áspera barba bajo su sensible palma.

– No -susurró ella-. Tenía miedo de que no fuera necesario que lo hicieras.

La expresión de los ojos de Rafe cambió volviéndose más intensa, al tiempo que comprendía el significado de sus palabras.

– Era una batalla perdida contra mí misma -continuó Annie-. Siempre he pensado en mí como en una mujer con estrictos valores e ideales, pero, ¿cómo puedo considerarme así, si siento cosas por ti que me avergüenzan?

¿Cómo podrías ser una mujer -replicó él-, si no las sintieras?

Annie lo miró con una leve sonrisa en los labios, consciente de que él llevaba razón. Había dedicado toda su vida a convertirse en médico hasta el punto de excluir todo lo demás, incluso la posibilidad de llegar a convertirse un día en esposa y madre. A pesar de los argumentos que había usado horas antes, dudaba que fuera a casarse algún día, ya que nunca renunciaría a su trabajo y dudaba que algún hombre deseara una esposa que fuera doctora. Sin embargo, ahora entuba descubriendo, para su sorpresa, que su cuerpo tenía deseos propios.

Annie respiró profundamente para calmarse un poco. Si daba el paso prohibido, su vida cambiaría para siempre, y no habría vuelta atrás.

Aunque la verdad era que no había habido vuelta atrás desde el momento en que había sentido cómo su resistencia se desmoronaba. Annie se enfrentó a la realidad de que ya estaba medio enamorada de Rafe, para bien o para mal. Quizá ya estuviera totalmente enamorada; pues no tenía ninguna experiencia en esos temas y no podría decir con seguridad qué sentía. Lo único que sabía era que deseaba sentirse mujer, su mujer.

– Rafe -dijo con una vocecita asustada-, ¿querrías hacerme el amor?

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