Capítulo 5

Lavar su propia ropa resultó tan complicado que el hecho de que lo consiguiera fue una prueba de su gran determinación. Annie se sentó dándole la espalda, se quitó las medias y luego desató las cintas de su enagua y de sus pololos. Cuando se puso en pie, ambas prendas se deslizaron por sus piernas. Annie se negó a darse la vuelta, consciente de que Rafe se había dado cuenta de la maniobra. A aquel condenado hombre no se le pasaba nada por alto. Las mejillas le ardían cuando volvió a arrodillarse sobre la orilla y empezó a frotar sus prendas íntimas. Irritada, Annie deseó que algo del calor que sentía en su rostro pudiera transferirse a sus manos. ¿Cómo podía estar tan fría el agua y aun así seguir fluyendo sin congelarse?

Para lavar su camisola y su blusa, tuvo que regresar a la cabaña en busca de la camisa que Rafe le había prestado. Él esperó fuera, un detalle que Annie le agradeció sobremanera, aunque todavía se sentía terriblemente expuesta con las ventanas abiertas y el aire frío deslizándose sobre sus pechos desnudos. La joven se puso la camisa pasándosela por la cabeza lo más rápido que pudo y suspiró aliviada al sentir la suave lana cubriéndola.

La prenda le quedaba tan grande que se sorprendió a sí misma riéndose en voz baja. Abrochó todos y cada uno de los botones, pero el cuello le quedaba tan holgado que dejaba a la vista sus clavículas. Le llegaba hasta las rodillas y las mangas colgaban a más de quince centímetros de los extremos de sus dedos. Annie empezó a doblarlas con energía y volvió a reírse, porque, cuando acabó de enrollarlas, prácticamente no quedaba manga, ya que la costura del hombro casi le llegaba hasta el codo.

– ¿Tienes un cinturón de sobra? -preguntó levantando la voz-. La camisa es tan grande que no podré hacer nada si no la sujeto con algo.

Rafe apareció en el umbral en cuanto ella habló, y Annie se estremeció al darse cuenta de que había permanecido apoyado en la pared de la cabaña junto a la puerta. Había estado a tan sólo unos pocos metros de distancia cuando ella se había quedado medio desnuda. ¿La habría visto vestirse? Prefería no saberlo.

Rafe cortó un trozo de cuerda y ella la ató alrededor de su pequeña cintura. Luego cogió la ropa que se había quitado y volvió al arroyo, donde acabó de hacer la colada. Después, tuvo que llevar más agua a la cabaña y empezar a calentarla para lavarse con ella. Se sentía tan agotada que se preguntó si habría valido la pena tanto esfuerzo, pero estaba segura de que no hubiera podido soportar otro día sin lavarse.

Y tampoco soportaría hacerlo con la puerta y las ventanas abiertas, preguntándose si él estaría observándola. Aunque no sólo era por eso; hacía demasiado frío, a pesar de que a Rafe no pareció importarle mucho cuando se había lavado. Con un gesto de determinación, Annie cerró las ventanas y reavivó el fuego antes de girarse para encararlo.

– No me lavaré con la puerta abierta -le aseguró desafiante.

– Me parece bien.

El calor volvió a invadir las mejillas de la joven.

– Ni contigo aquí.

– ¿No te fías de que me quede dándote la espalda?

Al ver que la angustia oscurecía los suaves ojos marrones de Annie, Rafe extendió la mano y le acarició la barbilla, sintiendo la sedosa textura de su piel.

– Yo no le doy la espalda a nadie -afirmó él.

Annie tragó saliva.

– Por favor.

Rafe le sostuvo la mirada mientras acariciaba suavemente con su pulgar la tierna piel que había bajo su barbilla. Annie empezó a temblar, consciente del calor y la tensión que emanaban del poderoso cuerpo masculino. La temible e inquietante claridad de sus ojos hizo que deseara cerrar los suyos para escapar de ellos, pero estaba atrapada por una extraña fascinación que la paralizaba y no pudo hacerlo. A esa distancia, Annie pudo ver que sus ojos eran grises y que parecían dotados de una profundidad cristalina, como la lluvia de invierno, sin ningún matiz azul que los suavizara. Sin embargo, por mucho que buscó, la joven no pudo encontrar ni un ápice de compasión en esa fría y clara mirada.

Finalmente, él dejó caer la mano y dio un paso hacia atrás.

– Estaré fuera -anunció. Se quedó inmóvil unos segundos observando cómo el alivio cambiaba la expresión del rostro femenino y después añadió-: Quítate la falda y yo la lavaré por ti.

Annie se debatió entre conservar su pudor y su necesidad de ponerse ropa limpia. No podía llevar sólo la camisa durante todo el tiempo que tardara en secarse su ropa, pero quizá pudiera sujetar una de las mantas alrededor de su cuerpo. Rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde y perdiera el valor, la joven le dio la espalda y se desabrochó la falda, agradecida de que fuera un hombre tan alto y que su camisa resultara tan envolvente.

En silencio, Rafe cogió la gruesa prenda y salió de la cabaña cerrando la puerta tras él. Mientras bajaba hasta el arroyo, la imaginó lavándose, y tuvo plena conciencia de su desnudez justo al otro lado de la puerta. La fiebre volvió a atravesarle, pero era el calor del deseo, más que el de la enfermedad, lo que sentía. Deseaba tocar algo más que su rostro. Deseaba acostarse junto a ella y sentir su suave cuerpo en sus brazos como lo había sentido durante la noche. Deseaba que no hubiera miedo en sus ojos. Deseaba ver sus delgados muslos abiertos para él, preparada para acogerlo en su interior.

Eso era lo que deseaba. Sin embargo, lo que tenía que hacer era dejar que pasaran los próximos días, recuperar fuerzas, llevarla de vuelta a Silver Mesa como le había prometido y desaparecer sigilosamente. Debía centrar su mente en lo que estaba haciendo, en lugar de especular sobre qué aspecto tendría desnuda. Una mujer era una mujer. Se diferenciaban por el tamaño y el color, al igual que los hombres, pero lo básico era siempre igual.

Y eso era precisamente lo que hacía que, desde el principio de los tiempos, los hombres se volvieran locos.

Rafe se rió de sí mismo mientras lavaba la falda, aunque no había ni rastro de humor en el sonido que emitió. Ella no era como las demás mujeres, y era inútil que intentara convencerse de lo contrario. Sus manos le ofrecían un ardiente y extraño éxtasis que no podía olvidar y que le hacía ansiar sus caricias. Incluso podía sentirlo cuando era él quien la tocaba a ella. Ni siquiera sabía hasta que la acarició, que la piel de una mujer pudiera llegar a ser tan tersa y sedosa. Había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad para soltarla y salir de su improvisado lecho esa mañana, y era un maldito estúpido si pensaba que la tentación no iba a ser cada vez más grande con cada hora que pasara. Y sería doblemente estúpido si permitía que esa tentación le hiciera olvidar a Trahern.

Rafe escurrió la falda y luego miró hacia el cielo. El sol se había deslizado por detrás de las montañas y el aire ya empezaba a volverse más frío, así que no serviría de nada extender la falda sobre un arbusto para que se secara. En lugar de eso, recogió toda la ropa mojada y volvió a la cabaña.

– ¿Todavía no has acabado? -preguntó al acercarse y escuchar el ruido del agua.

– No, todavía no.

Rafe se apoyó contra la pared de la cabaña y reflexionó sobre el misterio de por qué las mujeres tardaban mucho más en lavarse que los hombres, cuando ellas eran más pequeñas y tenían menos que lavar.

Pasaron otros quince minutos antes de que Annie abriera la puerta, con la cara resplandeciente por el calor y la enérgica aplicación del jabón y el agua. Seguramente se había lavado primero el pelo, ya que su melena había empezado ya a secarse, llevaba su camisa y se había envuelto con una de las mantas, colocándosela a modo de toga.

– Ya está -dijo ella, suspirando con cansada satisfacción-. Ahora me siento mucho mejor. Traeré agua fresca para los caballos y empezaré a preparar la cena. ¿Tienes hambre?

En realidad, Rafe se sentía famélico, aunque no le habría importado que la joven se sentara y se tomara un descanso. A excepción del tiempo que habían pasado sentados en el pequeño prado mientras los caballos pastaban, Annie había estado trabajando desde el instante en que se despertó. No le extrañaba que no le sobrara ni un ápice de grasa en su esbelto cuerpo.

La manta le hacía más difícil la tarea de cargar el agua, pero la joven se negó a permitir que le ayudara y Rafe no estaba lo bastante seguro de su propia fuerza como para insistir. Lo único que pudo hacer fue seguirla mientras Annie hacía viajes caminando con dificultad, aunque la frustración la hacía sentirse irritable. Sin embargo, nada de lo que sentía se vio reflejado en su rostro o en sus acciones, ya que ella sería la única que sufriría si daba rienda suelta a su ira. En lugar de gimotear o quejarse, como habrían hecho la mayoría de las personas en su situación, Annie se había sobrepuesto y había hecho todo lo posible para facilitar las cosas a ambos.

Cuando acabó de transportar cubos de agua y pudieron volver a la cabaña y cerrar la puerta para protegerse del frío, Annie se permitió unos treinta segundos de descanso antes de ponerse a hacer la cena. Se veía limitada por sus escasas provisiones, pero, finalmente, decidió preparar algunas judías y beicon, y unas cuantas tortitas. Le complació ver a Rafe comiendo por primera vez con entusiasmo, señal de que su estado físico estaba mejorando. Cuando acabaron, la joven apoyó la mano sobre la frente de Rafe y sonrió al sentir una ligera humedad.

– Te está bajando la fiebre -anunció, colocando su otra mano contra la mejilla masculina para confirmarlo-. Estás sudando. ¿Cómo te encuentras?

– Mucho mejor. -Rafe casi lamentó su mejoría, pues eso significaba que ella ya no tendría una razón para tocarlo. Era extraño, pero notaba que la energía que emanaba de sus manos había cambiado ahora que ya no estaba tan enfermo. En lugar de percibir aquel cosquilleo agudo y caliente, ahora sentía una agradable calidez que se extendía por todo su cuerpo, inundándolo con un placer tan intenso que casi lo hacía estremecerse.

– Te dije que podría hacer que mejoraras -comentó la joven dirigiéndole una brillante sonrisa.

– Eres una buena doctora -afirmó él.

Al escuchar aquello, el rostro de Annie se iluminó de tal forma que dejó a Rafe sin respiración.

– Sí, lo soy -asintió ella sin mostrar vanidad ni falsa modestia. Sus palabras eran una simple aceptación de un hecho-. Es todo lo que siempre he deseado ser.

Tarareando, Annie se dirigió a la puerta y salió fuera. Rafe maldijo entre dientes y se levantó, llevándose la mano a la culata del revólver mientras salía tras ella dando grandes zancadas. La joven casi chocó contra él cuando regresó con dos ramitas en la mano y sus ojos se agrandaron al percibir una fría ira en los de Rafe.

– Sólo he ido a por unas ramitas que nos sirvan de cepillos de dientes -le explicó mostrándoselas.

– No vuelvas a salir sin decírmelo -le exigió cortante al tiempo que la cogía del brazo y la apartaba de la entrada para poder cerrar la puerta. Annie se sonrojó y no quedó ni rastro de su radiante expresión, haciendo que Rafe lamentara haber usado un tono tan amenazador.

Todavía aturdida, la joven sacó algo de sal de su bolsa para limpiarse los dientes con ella y Rafe se tumbó con la ramita en la boca. La meticulosidad de Annie le hizo recordar viejos tiempos en los que él no había valorado todos aquellos detalles y que incluso los había dado por sentado, cuando estaba acostumbrado a afeitarse y lavarse todos los días, y llevaba ropa limpia. Siempre tenía a su disposición loción para afeitado, polvos para los dientes y jabón finamente molido para el baño. Usaba colonia importada y solía bailar el vals con muchas jóvenes damas de ojos luminosos. Pero eso había ocurrido antes de que empezara la guerra y parecía que hubiera pasado toda una vida desde entonces. No sentía ninguna afinidad con el hombre que había sido en aquella época; conservaba los recuerdos, pero era como si pertenecieran a algún conocido en lugar de a sí mismo.

Ignorando los oscuros pensamientos de Rafe, Annie se levantó y rebuscó en su maletín hasta que sacó dos pequeños trozos de lo que parecía ser corteza de árbol.

Se metió uno en la boca y le ofreció el otro.

– Toma. Es canela.

Rafe cogió el trozo de corteza y el rico olor de la especia inundó sus sentidos. La masticó despacio y recordó que la había saboreado muchas veces al besar a aquellas jóvenes damas del Sur que utilizaban pastillas de canela o menta para refrescar su aliento.

Quizá fue por los recuerdos, o simplemente porque lo deseaba mucho, pero entonces, Rafe se oyó a sí mismo decir:

– Ahora que nuestro aliento está tan fresco, sería una pena que no lo aprovecháramos.

Annie giró la cabeza bruscamente con los ojos muy abiertos, y Rafe le deslizó la mano alrededor de la nuca, bajo el pelo.

– No -se negó ella presa del pánico, poniéndose rígida al notar la presión que acercaba su cabeza a la de él.

– Tranquila. Es sólo un beso, pequeña. No te asustes.

Su grave y serena voz la acarició haciendo que se sintiera débil. Desesperada, intentó sacudir la cabeza, pero la fuerte mano masculina impedía que pudiera hacer ningún movimiento. Annie se echó hacia atrás todo lo que pudo, con la mirada fija en la boca que se acercaba irremisiblemente a la suya. No, oh no, no podía permitirle que la besara, no podía permitirse a sí misma sentir su boca. No cuando su corazón se desbocaba de aquella manera sólo con mirarle. La tentación era demasiado grande, demasiado fuerte. La joven había sentido su propia debilidad en todo lo que concernía a ese hombre desde el momento en que lo vio por primera vez. Incluso cuando había temido por su propia vida, siguió siendo consciente de la peligrosa atracción que sentía por Rafe. Había empezado a creer que estaba a salvo porque él no había intentado ningún acercamiento sexual hacia ella, ni siquiera la noche anterior, cuando había dormido casi desnuda en sus brazos. Sin embargo, ahora tenía la sensación de estar al borde de un oscuro abismo. Si deseaba regresar a Silver Mesa con el corazón de una sola pieza, debía resistirse, debía apartar la cabeza, debía defenderse con uñas y dientes…

Demasiado tarde.

La boca de Rafe se posó sobre la suya con la lenta y segura presión de la experiencia, interrumpiendo su rápido grito de protesta mientras su mano la mantenía inmóvil para poder saborearla.

A Annie la habían besado antes; pero no así, no con aquella intimidad que aumentaba perezosamente sin prestar atención a su inútil forcejeo. El fuerte movimiento de su boca le hizo abrir los labios y, sin poder hacer nada por evitarlo, sintió cómo su corazón «e aceleraba al tiempo que una oleada de calor la recorría. Sus delicadas manos dejaron de forcejear y se aferraron a su camisa. Obedeciendo a la intensa demanda masculina, Annie abrió la boca y Rafe ladeó la cabeza para hacer el beso más profundo y aprovechar mejor la oportunidad que se le presentaba. Introdujo la lengua en su boca y la joven se estremeció ante aquella escandalosa intrusión.

Annie no sabía que un beso pudiera ser así, y desde luego no había esperado que él usara la lengua. Había visto muchas cosas durante sus estudios de medicina y en su trabajo como doctora, pero no sabía que el lento roce de su lengua dentro de su boca la haría sentirse tan débil y acalorada, o que sus senos se endurecerían y le dolerían por el deseo. Deseaba que no parara de besarla así, anhelaba fundirse con él para aplacar aquel dolor punzante que invadía sus pechos, y sentir sus duros brazos rodeándola. Su inexperiencia hizo que se quedara pegada a él sin hacer nada, incapaz de hacerse cargo de sus propios deseos o de anticipar lo que él podría hacer.

Reticente, Rafe se forzó a sí mismo a soltar su nuca y a apartar los labios lentamente. Deseaba seguir besándola. ¡Maldita sea, deseaba hacer mucho más que eso! Sin embargo, la punzada de dolor que sentía en su costado izquierdo cada vez que se movía, al igual que la constante debilidad en sus piernas, le recordaban que no estaba en su mejor momento para hacer el amor. De todos modos, la cuestión no era que se viera limitado por su cuerpo. Sería un estúpido si permitía que esa situación se complicara aún más con el sexo. Devolverla sana y salva era una cosa, pero como decía el antiguo refrán: no hay furia en el infierno semejante a la de una mujer que pensaba que la habían tomado a la ligera y que la habían desdeñado. Era menos probable que Annie hablara a alguien de él si no se sentía como una amante despechada. Mientras se alejaba de ella, deseó con todas sus fuerzas poder seguir su propio consejo.

Estaba pálida y parecía conmocionada. Evitó su mirada en todo momento y se quedó mirando fijamente el fuego.

– Sólo ha sido un beso -murmuró él dejándose llevar por el impulso de reconfortarla, ya que parecía necesitar que alguien lo hiciera.

Vio cómo Annie tragaba saliva trabajosamente y, de pronto, Rafe frunció el ceño al pasársele por la cabeza que quizá ella creyera que pensaba violarla. Había abierto la boca para él, pero no estaba seguro de si le había devuelto el beso. Le enfureció pensar que quizá había sido el único que había sentido cómo el calor y la tensión crecían en su interior, sin embargo, existía esa posibilidad.

– No voy a atacarte -le aseguró.

Annie se esforzó por recomponerse. Prefería que Rafe pensara que su reacción se debía al miedo, a que supiera que había deseado que continuara besándola. Inclinó la cabeza pesarosa y se quedó mirándose las manos sin saber qué decir. Su mente se mostraba lenta, a pesar de que su corazón latía con fuerza contra su pecho.

Rafe suspiró y buscó una posición más cómoda, acercando su silla de montar para poder apoyarse en ella. Sentía la imperiosa necesidad de calmarla, tal y como había hecho la noche anterior.

– ¿Qué te hizo desear ser médico? No es una profesión habitual para una mujer.

Ése era el único tema que podría sacarla de su ensimismamiento.

– Me han hecho esa pregunta muchas veces -contestó Annie dirigiéndole una mirada fugaz, agradecida de tener algo de lo que hablar.

– Me lo imagino. ¿Por qué elegiste ese trabajo?

– Mi padre era médico, así que crecí rodeada por la medicina. No puedo recordar una época en la que no me fascinara.

– La mayoría de las hijas de médicos se limitan a jugar con sus muñecas.

– Supongo que sí. Mi padre aseguraba que todo empezó cuando me caí del piso superior de un establo a los cinco años. Por un momento, pensó que la caída me había matado; me dijo que no respiraba y que no podía encontrarme el pulso. Me golpeó en el pecho con el puño y mi corazón empezó a latir de nuevo, o, al menos, eso es lo que él siempre me contaba. Ahora pienso que seguramente sólo estaba inconsciente. De todas formas, me gustó mucho la idea de que hubiera hecho latir mi corazón de nuevo, y desde entonces, sólo hablaba de convertirme en médico.

– ¿Recuerdas la caída?

– No mucho. -Annie giró la cabeza hacia el fuego, observando embelesada cómo se balanceaban las pequeñas llamas amarillas entremezcladas con otras de un azul muy claro-. Lo que recuerdo me parece más un sueño en el que caigo que no una caída real. En el sueño, me levanto sola en una estancia llena de luz y estoy rodeada por muchas personas que han acudido a recogerme. No recuerdo lo que mi padre dice que pasó. Después de todo, sólo tenía cinco años. ¿Tú qué recuerdas de esa edad?

– Que me ponían el trasero morado por dejar que los pollos entraran en casa -respondió él sin rodeos.

Annie ocultó una sonrisa ante la imagen que le surgió en la mente. No se sobresaltó por su lenguaje, ya que después de trabajar en una ciudad como Silver Mesa durante tantos meses, estaba segura de que le quedaba muy poco por oír.

– ¿Cuántos pollos eran?

– Bastantes, creo. No sabía contar muy bien a esa edad, pero al parecer fueron muchos.

¿Tenías hermanos o hermanas?

– Un hermano. Murió durante la guerra. ¿Y tú?

– Yo era hija única. Mi madre murió cuando tenía dos años, así que no la recuerdo, y mi padre no volvió a casarse nunca.

– ¿Le hizo feliz que tú también desearas ser médico?

Annie se había hecho esa misma pregunta muchas veces.

– No lo sé. Creo que sentía una mezcla de orgullo y preocupación. No entendí por qué hasta que entré en la facultad de medicina.

– ¿Fue difícil?

– ¡El simple hecho de entrar en la facultad ya fue difícil! Yo quería ir a Harvard, pero no me aceptaron por ser mujer. Al final, estudié en la facultad de medicina de Geneva, Nueva York, donde también se licenció Elizabeth Blackwell.

– ¿Quién es Elizabeth Blackwell?

– La primera mujer médico de América. Consiguió su título en el 49, y lo cierto es que las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Los profesores me ignoraban y los otros estudiantes me acosaban. Incluso me dijeron que no era más que una ramera, porque ninguna mujer decente desearía ver lo que yo veía. Todos decían que sería mejor que me casara y que tuviera hijos, si es que encontraba a alguien que me aceptara después de aquello, que debería dejar la medicina para la gente que era lo bastante inteligente como para comprenderla, es decir, para los hombres. Estudié sola y nadie se sentó a mi lado ni una sola vez cuando comía, pero aun así, me quedé.

Rafe observó los delicados y exquisitos rasgos del rostro femenino bajo el resplandor del fuego y pudo ver una fiera determinación en la línea que trazaba su suave boca. Sí, se hubiera quedado, incluso si hubiera tenido que enfrentarse a una oposición violenta. Aunque no entendía el fervor que la llevaba a matarse trabajando en nombre de la medicina, era consciente de que sus profesores y compañeros de estudios la habían subestimado. Era la única mujer médico que había conocido, sin embargo, durante la guerra, muchos hombres enfermos y heridos habrían muerto si no fuera por las mujeres que se habían presentado voluntarias para trabajar en los hospitales y cuidar de ellos. Todas aquellas mujeres también habían visto a muchos hombres desnudos y nadie había pensado nunca mal de ellas por eso. Al contrario, todos las admiraban.

– ¿No quieres casarte y tener hijos? Estoy seguro de que podrías hacerlo y seguir siendo médico.

Annie le dirigió una fugaz sonrisa antes de volver a posar su mirada en el fuego.

– Nunca he pensado realmente en casarme -le explicó con timidez-. He dedicado todo mi tiempo a la medicina. Quería viajar a Inglaterra y estudiar con el doctor Lister, pero no podíamos permitírnoslo, así que tuve que aprender con los medios que tenía a mi disposición.

Rafe había oído hablar del doctor Lister, el famoso cirujano que había revolucionado su profesión usando métodos antisépticos, reduciendo, en gran medida, el número de muertes por infección. Rafe había visto demasiados quirófanos de campaña como para no darse cuenta de la importancia de los métodos del doctor Lister, y su reciente experiencia con una herida infectada lo había impresionado por su gravedad.

– ¿Qué harás ahora que te has convertido en una buena doctora? ¿Buscarás un marido?

– Oh, no lo creo. No hay muchos hombres dispuestos a tener a una doctora por esposa. Además, cumpliré treinta años dentro de poco y, en estos tiempos, eso me convierte en una solterona. Supongo que los hombres preferirán casarse con alguien más joven.

Al escuchar aquello, él no pudo evitar soltar una breve carcajada.

– Bueno, yo tengo treinta y cuatro y una mujer de veintinueve no me parece muy mayor para mí. -Rafe no había sido capaz de adivinar la edad de Annie y estaba un poco sorprendido de que se la hubiera revelado con tanta facilidad. Según su experiencia, las mujeres tendían a evitar el tema después de haber cumplido los veinte. Annie, a menudo, parecía extenuada a causa de lo mucho que trabajaba, lo cual la hacía parecer más mayor de lo que realmente era, pero, al mismo tiempo, su piel era tan suave y tersa como la de un bebé y sus generosos senos eran tan firmes como los de una jovencita. El simple hecho de pensar en sus pechos hizo que Rafe se moviera incómodo al sentir cómo se tensaba su miembro. Sólo los había percibido a través de su camisola y se sentía estafado por no poder sentirlos en sus manos, saborearlos, ver de qué color eran sus pezones.

– ¿Has estado casado alguna vez? -le preguntó ella, volviendo de nuevo la atención a su conversación.

– No. Ni siquiera he estado cerca. -Cuando empezó la guerra, Rafe tenía veinticuatro años y empezaba a pensar en la seguridad y la cercanía del matrimonio. Los siguientes cuatro años luchando con el coronel Mosby lo habían endurecido y, después de que su padre muriera durante el invierno del 64, ya sin ningún lazo familiar, había vagado de un lado a otro desde el final de la guerra. Quizá se habría establecido en algún sitio si no se hubiera encontrado con Tench Tilghman en Nueva York en el 67. Pobre Tench… No había sido consciente del terrible secreto que había estado guardando y que finalmente le había costado la vida. Pero, al menos, había muerto sin saber cómo los habían traicionado.

De pronto, se sintió invadido por una oleada de furia vengadora y se esforzó por apartar aquel recuerdo de su mente para evitar que Annie sufriera su desagradable humor.

– Vamos a la cama -masculló, repentinamente impaciente por rodearla de nuevo con sus brazos aunque sólo fuera para dormir. Quizá la extraña sensación que le inundaba cuando la tocaba consiguiera ayudarle a hacer a un lado sus oscuros recuerdos del pasado. Con un rápido movimiento, Rafe se puso de pie y empezó a remover el fuego.

A Annie le sorprendió su brusquedad, ya que había estado disfrutando con su conversación, pero se puso en pie obedientemente. Entonces, se acordó de que había estado usando una de las mantas para cubrirse y que ahora tendría que quitársela. Inquieta, se quedó inmóvil mirándolo con una súplica en los ojos.

Cuando Rafe se dio la vuelta, captó claramente la expresión de su rostro.

– Voy a tener que atarte esta noche -anunció con la mayor delicadeza que le fue posible.

Annie apretó la manta contra ella.

– ¿Atarme? -repitió.

Rafe dirigió la cabeza hacia las prendas húmedas que habían esparcido sobre el suelo de la cabaña para que acabaran de secarse.

– No voy a dormir sobre un montón de ropa mojada, y como no puedo mantenerla alejada de ti, tendré que mantenerte a ti alejada de ella.

Había sido la propia Annie quien había sugerido la noche anterior que la atara en lugar de obligarla a quitarse la ropa, pero ahora no sólo tendría que dormir atada sino también medio desnuda. Aunque era cierto que seguía llevando la camisa, y que ésta la cubría más que la camisola, Annie era muy consciente de su desnudez bajo la tela.

Rafe desató el trozo de cuerda que la joven había estado usando para sujetar la manta alrededor de la cintura, y la gruesa prenda empezó a deslizarse hacia el suelo. Annie la sujetó por un instante, luego, apretando los dientes, la dejó caer. Cuanto antes la atara, antes podría tumbarse y cubrirse con la manta. Aquella humillante situación pasaría más rápido si no se resistía.

Rafe desenrolló las mangas de la camisa hasta que los puños cubrieron las muñecas de la joven y protegieron su suave piel del roce abrasivo de la cuerda. Annie permaneció inmóvil durante todo el proceso, con sus oscuros ojos muy abiertos, mirando al frente. Rafe le juntó las manos, enrolló la cuerda alrededor de cada muñeca por separado e hizo un rápido y efectivo nudo en medio. Antes de soltarla, comprobó lo tirante que estaba la cuerda. Casi sin ser consciente de ello, Annie tiró del nudo y se percató de que la cuerda estaba floja en lugar de incómodamente ajustada, aunque no podría librarse de ella por sí misma.

Rafe se quitó las botas y el cinturón que sujetaba su revólver con rapidez y eficacia, y extendió las mantas.

– Acuéstate.

A la joven le resultó difícil hacerlo con las manos atadas. Se arrodilló sobre la manta, se sentó y luego consiguió tumbarse sobre su costado. Horrorizada, sintió cómo el borde de la camisa se deslizaba hacia arriba al moverse y, a pesar de que hizo un desesperado esfuerzo por bajarla, apenas pudo mover los brazos. Justo entonces, una ráfaga de aire fresco acarició su trasero desnudo. Dios Santo, ¿acaso se le estaba viendo todo? Annie empezó a levantar la cabeza para comprobarlo, pero en ese preciso instante, Rafe se tumbó a su lado y extendió la otra manta sobre ellos. Su enorme cuerpo se pegó a su espalda y le rodeó la cintura con el brazo.

– Sé que es incómodo -le dijo al oído en voz baja-. Puede que duermas mejor tumbada boca arriba, si notas que en esta posición dejas caer demasiado peso sobre tus brazos.

– Estoy bien -le mintió, mirando hacia la oscuridad. Ya le dolían los brazos, aunque sabía que él que no había apretado la cuerda.

Rafe inhaló el fresco y dulce aroma de su pelo y de su piel, y una sensación de bienestar empezó a ganarle terreno a su oscuro humor. La acercó más a él y deslizó su brazo derecho por debajo de su cabeza. Su frágil cuerpo le resultaba suave y maravillosamente femenino contra el suyo, sobre todo, su redondeado y pequeño trasero. Rafe se preguntaba si ella sabía que la camisa se le había subido tanto cuando se había acostado, que había podido echarle un vistazo a sus curvadas nalgas. Su miembro estaba dolorosamente rígido, luchando contra la tela que lo comprimía. Pero era un buen dolor. El mejor.

Pasados unos minutos, notó cómo Annie movía sutilmente los hombros, intentando relajarlos. La segunda vez que Rafe sintió que se movía contra él, deslizó la mano derecha alrededor de su cadera y, con destreza, la giró hasta colocarla boca arriba.

– Cabezota.

Annie respiró profundamente y dejó que sus hombros se relajaran.

– Gracias por no atarme anoche -susurró en respuesta-. No me había dado cuenta de lo incómodo que podía resultar.

Qué extraño que el hecho de forzarla a que se quitara la ropa, aterrorizándola con ello, hubiera sido, en realidad, un acto de compasión.

– No es algo que tú tuvieras que saber.

– Pero tú sí lo sabías.

– Me he visto en apuros más de una vez. Y he atado a muchos hombres durante la guerra.

– ¿Luchaste por el Norte o por el Sur? -No había duda de su acento sureño, pero eso no indicaba necesariamente en qué lado había luchado, ya que la guerra había dividido a estados, ciudades y familias.

– Por el Sur, supongo, aunque, en realidad, luchaba por Virginia, que era mi hogar.

– ¿En qué unidad estabas?

– En la caballería. -Rafe pensó que ésa era suficiente explicación, sin embargo, se quedaba muy corta para describir cómo eran las compañías bajo el mando de Mosby y lo que habían hecho. Para ser un grupo tan pequeño, habían esquivado y capturado a un enorme número de soldados de la Unión dedicados a seguirles el rastro, y siempre consiguieron salir indemnes.

Rafe escuchó cómo se ralentizaba el ritmo de la respiración de la joven a medida que se relajaba y el sueño empezaba a vencerla.

– Buenas noches -musitó, volviendo de pronto la cabeza hacia él.

Al escuchar aquellas palabras, Rafe sintió una punzada de deseo y maldijo sus heridas, además de aquella situación que hacía que ella le temiera. Annie sólo había pronunciado una sencilla despedida, pero Rafe se la había imaginado diciéndoselo totalmente exhausta después de que él le hubiera hecho el amor. Todo lo que la joven decía y hacía le hacía pensar en el sexo. Sería todo un milagro si conseguía mantener sus manos alejadas de ella durante otro par de días más. En ese mismo instante, diría que eso era imposible.

– Dame un beso de buenas noches. -La potente voz masculina sonaba ronca a causa del deseo.

– No… no deberíamos hacerlo.

Rafe notó cómo los músculos de Annie volvían a tensarse revelando su temor.

– Considerando cuánto deseo desnudarte, un beso no es pedir mucho.

La joven se estremeció al percibir la aspereza de su tono. Podía sentirlo tan tenso como ella, aunque por una razón diferente. El calor emanaba de él a oleadas, envolviéndola, y Annie sabía muy bien que no era provocado por la fiebre.

– ¿Un beso es todo lo que deseas? -le preguntó queriendo asegurarse, a pesar de no estar muy segura de por qué debía creer a un hombre que la había secuestrado.

– ¡Diablos, no! ¡No es todo lo que deseo! -gruñó él-. Pero me conformaré con un beso si no estás preparada para recibirme entre tus piernas.

– ¡Yo no soy ninguna ramera, señor McCay! -le espetó sorprendida y furiosa.

– El hecho de estar con un hombre no convierte a una mujer en una ramera -le respondió él con crudeza, al sentir que la frustración vencía a su control-. Aceptar dinero por ello, sí.

Oírle hablar de una forma tan dura hizo que Annie se sintiera como si la hubieran abofeteado. Había estado una vez en un burdel para tratar a una prostituta a la que, según le habían dicho, habían maltratado, aunque decir que la habían golpeado con violencia describiría mejor su estado. Allí escuchó expresiones como las que Rafe estaba utilizando, pero nunca había imaginado que un hombre las usaría para hablar con ella. Annie se estremeció ante aquella grosería y su corazón empezó a golpear con fuerza sus costillas. Los hombres no hablaban de esa forma a las mujeres a las que respetaban; ¿significaba eso que él pretendía…?

Sin previo aviso, Rafe deslizó la mano sobre su vientre, por debajo de sus manos atadas. El calor que desprendía la quemó, y empezó a respirar entrecortadamente emitiendo pequeños jadeos. Los fuertes dedos masculinos se doblaron un poco y luego empezaron a darle un suave masaje.

– Tranquilízate, no voy a violarte.

– Entonces, ¿por qué dices unas cosas tan horribles? -consiguió preguntar de forma entrecortada.

– ¿Horribles? -Rafe pensó en la reacción de Annie y en sus posibles causas. Como había estudiado medicina, él no había esperado que tuviera tantas inhibiciones sobre algo que se consideraba natural entre hombres y mujeres, y que era condenadamente placentero. Hacía mucho tiempo que había perdido cualquier inclinación que pudiera tener como «caballero» a ocultar a las mujeres cualquier conocimiento sobre sexo. La indignación de la joven le hizo pensar que había sido violada o que nunca había estado con un hombre, y decidió que la mejor forma de averiguarlo era preguntando. Esperaba que fuera virgen, porque la idea de que alguien la hubiera maltratado lo hizo enfurecerse de repente.

– ¿Eres virgen?

– ¿Qué? -Su voz sonó aguda y casi ahogada debido a la sorpresa.

– Virgen. -Rafe acarició con delicadeza su vientre-. Annie, pequeña, ¿alguien te ha…?

– ¡Sé a qué te refieres! -le interrumpió, temerosa de lo que pudiera decir-. Por supuesto que todavía soy… soy virgen.

– ¿Como que por supuesto? Tienes veintinueve años, no eres una tonta e ingenua quinceañera. Muy pocas mujeres mueren sin que un hombre se haya acostado con ellas, y muchas no están casadas en ese momento.

Annie había visto lo suficiente durante sus años como doctora para admitir que lo que Rafe decía era cierto, sin embargo, eso no cambiaba su propia situación.

– No puedo hablar por otras mujeres, pero yo, desde luego, no lo he hecho.

– ¿Y lo has deseado alguna vez?

Annie intentó desesperadamente darle la espalda, pero él seguía con la mano apoyada sobre su estómago, impidiéndole moverse. A falta de otro medio de evasión, la joven giró la cabeza para no mirarlo.

– No. Realmente no.

– ¿Realmente no? -repitió él-. ¿Qué significa eso? O lo has deseado o no.

A Annie empezaba a resultarle difícil respirar; el aire parecía haberse vuelto pesado y caliente, cargado con el olor a almizcle de la piel masculina. Nunca se le había dado bien fingir, así que, finalmente, dejó de intentar eludir sus escandalosas y persistentes preguntas.

– Soy doctora en medicina. Sé cómo realizan el acto sexual los seres humanos, y sé qué aspecto tienen los hombres sin ropa, así que es obvio que he pensado en el proceso.

– Yo también he pensado en el proceso -dijo él bruscamente. Es lo único en lo que he pensado desde que te vi. Ha sido un infierno. Estaba tan enfermo que apenas podía tenerme en pie, pero eso no me impidió desear hacerte mía. Mi sentido común me dice que te deje tranquila, que te lleve de vuelta a Silver Mesa en un par de días tal y como dije que haría, sin embargo, ahora mismo, daría diez años de mi vida por tenerte debajo de mí. Llevo excitado dos días enteros, ¿puedes imaginar lo que ha significado para mí?

Annie sintió una agridulce sensación de consuelo al descubrir que él también había experimentado aquella extraña y total fascinación que se había apoderado de ella desde que lo vio por primera vez. Tocarlo, incluso para curarlo, le hacía sentir un placer profundo e intenso. Y, cuando la había besado, creyó durante un instante que le estallaría el corazón. Annie deseaba saber más de todo aquello. Deseaba dejarse caer en sus brazos y permitirle hacer todas esas cosas sobre las que ella sólo había especulado anteriormente con calmada curiosidad. Su piel estaba caliente y sensible, y un débil y profundo pulso la atormentaba en los lugares más secretos de su cuerpo. Su semidesnudez hacía que aquellos latidos la perturbasen aún más que si se hubiera encontrado totalmente vestida, ya que se sentía tentada por la idea de que lo único que él tenía que hacer era subirle la camisa unos pocos centímetros.

Sí, lo deseaba. Pero si cedía ante él y ante lo que le hacía sentir cometería el peor error de su vida. Rafe era un fugitivo y pronto desaparecería de su vida. Sería una completa estúpida si se entregaba a él y corría el riesgo de llevar en su seno a un hijo ilegítimo, y todo eso sin tener en cuenta el daño que le haría emocionalmente.

Annie se esforzó por que su voz sonara firme y optó por hacer caso a su sentido común.

– Creo que ambos somos conscientes de que sería un error por mi parte aceptar tus insinuaciones.

– Sí, lo sé -murmuró Rafe-. Pero no me gusta nada pensarlo.

– No hay otra opción.

– Entonces, dame un beso de buenas noches. Es lo único que pido.

Annie volvió la cabeza hacia él vacilante, y Rafe capturó su boca con un lento y decidido movimiento que abrió sus labios y la dejó vulnerable a la penetración de su lengua. Si lo único que podía tener era ese beso, estaba decidido a sacar el mayor provecho de él. Saqueó el interior de su boca con duros y profundos besos, provocándola con su lengua en una evidente imitación del acto sexual, mientras Annie alzaba sus manos atadas y se agarraba a su camisa emitiendo suaves gemidos de placer. Rafe la besó hasta que su cuerpo empezó a latir por la necesidad que sentía de descargar su semilla en el interior de la joven. Entonces, percibió que la boca de Annie estaba inflamada y que lágrimas silenciosas empezaban a deslizarse por debajo de sus pestañas.

Rafe enjugó la humedad con su pulgar, reprimiendo a duras penas su deseo de tomarla.

– Duérmete, cariño -susurró con voz ronca.

Annie sofocó un gemido ahogado y cerró los ojos, pero pasó mucho tiempo hasta que su anhelante carne la dejó dormir.

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