Rumata hizo que Budaj se acostara para descansar antes de emprender su largo camino, y se dirigió a su gabinete. El efecto de la sporamina se estaba disipando, y de nuevo empezaban a dolerle las contusiones y a inflamársele las muñecas. Hay que dormir un poco, pensó, y hay que entrar en contacto con Don Kondor. Hay que llamar también al dirigible de patrulla para que adviertan a la Base. Y hay que pensar qué podemos hacer ahora, si es que podemos hacer algo… y qué decisión tomar si ya no se puede hacer nada.
De improviso, Rumata se dio cuenta de que en el gabinete había un monje vestido de negro y con el capuchón calado hasta los ojos. Estaba sentado junto a la mesa, con las manos apoyadas en los altos brazos del sillón y muy encorvado. Bien, bien, pensó Rumata.
— ¿Quién eres y cómo has entrado aquí? — preguntó con voz cansada.
— Buenos días, Don Rumata — dijo entonces el monje, echándose hacia atrás el capuchón.
Rumata agitó la cabeza.
— ¡Vaya sorpresa! — exclamó —. Bienvenido seas, glorioso Arata? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué ha ocurrido?
— Lo de siempre — respondió Arata —. Mi ejército se ha dispersado, la gente se ha dedicado a repartirse la tierra, nadie quiere ir hacia el sur. El duque está reagrupando a sus soldados que quedaron vivos, y muy pronto empezará a colgar a mis campesinos con los pies hacia arriba a todo lo largo de la carretera de Estoria. Lo de siempre.
— Comprendo — dijo Rumata. Se recosió en el sola, puso las manos detrás de su cabeza y miró a Árala. Hacía veinte años, cuando Antón hacía modelos y jugaba a Guillermo Tell, aquel hombre era llamado Árala e! Hermoso, y seguramente su aspecto era muy distinto del que tenía ahora.
Por aquel entonces, Árala el Hermoso no tenía en su magnífica y ancha frente aquel horrible estigma de color lila, porque aquella marca se la hicieron después de la insurrección de los navieros soanos, cuando tres mil esclavos artesanos desnudos, arrastrados hasta los astilleros de Soán desde todos los rincones del Imperio y torturados hasta perder el instinto de conservación, escaparon del puerto una noche de tormenta y pasaron por Soán como una ola, dejando tras de sí muerte y luego, y no se detuvieron hasta llegar a las afueras de la ciudad, donde se encontraron con la infantería Imperial esperándoles protegida por sus relucientes armaduras.
Y, naturalmente, Arata el Hermoso tenía dos ojos. El ojo derecho se lo saltaron de un mazazo cuando el ejército campesino de veinte mil hombres que perseguía por la metrópoli a las milicias de los barones se topó, en campo abierto, con cinco mil soldados de la guardia Imperial, y fue rápidamente dividido, cerrado y pateado por las claveteadas herraduras de los camellos de combate.
Y Arata el Hermoso debía ser esbelto como un junco. Porque su joroba y su actual apodo databan de la insurrección plebeya que tuvo lugar en el ducado de Ubán, que se encontraba a dos mares de allí, cuando tras siete años de pestes y sequías cuatrocientos mil esqueletos vivientes armados de horcas y pértigas mataron a los nobles y pusieron cerco al duque de Ubán en su propia morada. El duque, cuya débil inteligencia se vio fortalecida por el peligro que lo amenazaba, dictó un perdón general para sus subditos, bajó cinco veces el precio de las bebidas alcohólicas, y prometió dar libertades. Arata se dio cuenta de que aquello era el fin, y empezó a explicar y a exigir a todos que no cayeran en el engaño; pero fue cogido por sus propios cabecillas, que pensaban que la ambición puede romper el saco, y apaleado con barras de hierro hasta que lo dieron por muerto y lo echaron a un albañal.
El fuerte anillo de hierro que llevaba en la muñeca derecha sí lo tenía cuando le llamaban Árala el Hermoso. Aquel anillo era la manilla que lo encadenaba al remo de una galera pirata. Arata rompió la cadena, le dio al capitán Egu el Amable un golpe en la sien con aquel mismo anillo, se apoderó de la nave y luego de toda la escuadra pirata, e intentó crear una república libre en el mar. Pero aquella empresa terminó en una orgía de sangre y borracheras, porque Arata era aún muy joven, no sabía odiar y pensaba que la libertad por sí misma era suficiente para que los esclavos se sintieran semejantes a dioses.
Arata era un sedicioso profesional, vengador por la gracia de Dios, un personaje bastante extraño en aquella edad media. La evolución histórica crea a veces lucios como aquél, y los arroja a los remolinos sociales para que las gordas carpas no puedan vivir tranquilas a costa del plancton. Árala era la única persona en aquel mundo por la que Rumata no sentía odio ni lástima, y en sus sueños febriles de hombre de la Tierra que había tenido que vivir allí cinco años entre sangre y hedor, Rumata se veía a sí mismo como Arata, que después de pasar por todos los infiernos del universo tenía el gran derecho de matar a los asesinos, torturar a los verdugos y traicionar a los traidores.
— Hay ocasiones en que me parece que todos somos impotentes — dijo Arata —. Soy el eterno cabecilla de los rebeldes, y sé que toda mi fuerza está en mi extraordinaria vitalidad. Pero esta fuerza no puede con mi impotencia. Mis victorias se transforman como por arte de magia en derrotas. Mis amigos de armas se tornan en mis enemigos, los más valientes huyen y los más fieles me traicionan o mueren. Y como no tengo más que mis manos, no puedo alcanzar los ídolos dorados que se ocultan en las fortalezas.
— ¿Cómo has llegado a Arkanar? — preguntó Rumata.
— He venido con los monjes.
— ¿Estás loco? ¿No comprendes lo fácil que es identificarte?
— Sí, pero no entre un montón de monjes. Entre los oficiales de la Orden, la mitad están tan chiflados y mutilados como yo. Los inválidos son los preferidos de Dios.
— ¿Y qué piensas hacer ahora?
— Lo de siempre. Conozco bien a la Orden Sacra. Antes de un año la gente de Arkanar no tendrá más remedio que salir de sus escondrijos y luchar por las calles con el hacha en la mano. Entonces los acaudillaré para que sepan a quién tienen que golpear y no persigan a todos sin distinción o se maten entre sí.
— ¿Necesitas dinero?
— Siempre necesito dinero. Y armas… — hizo una pausa, y luego añadió con voz insinuante — : Don Rumata, no sabéis la desilusión que me llevé cuando supe quién erais.
Odio a los curas. Por eso, fue muy amargo para mí saber que sus mentirosos cuentos eran verdad. Pero el pobre rebelde tiene que sacar partido de todo lo que puede. Los curas dicen que los dioses son dueños de los rayos. Don Rumata, necesito desesperadamente esos rayos para poder derribar las murallas de las fortalezas.
Rumata suspiró profundamente. Cuando salvó a Arata con el helicóptero, éste le pidió explicaciones. Rumata intentó entonces contarle algo de su vida, y una noche incluso le mostró una pequeñísima estrella que apenas podía divisarse en el firmamento, y le dijo que aquella estrella era el Sol. Pero el rebelde tan sólo sacó en claro una cosa: que los malditos curas llevaban razón, que más allá del sólido mundo real viven dioses, felices y omnipotentes. Y desde entonces, cada vez que Arata hablaba con Rumata le planteaba el mismo argumento: tú eres un dios, y puesto que existes, lo mejor que puedes hacer es darme algo de tu fuerza.
Y cada vez Rumata tenía que callar o desviar la conversación.
— Don Rumata — dijo el rebelde —, ¿por qué no queréis ayudarnos?
— Espera un poco. Antes querría saber cómo has entrado aquí.
— Eso no tiene importancia. Soy el único que conoce ese camino. No eludáis mi pregunta. ¿Por qué no queréis darnos algo de vuestra fuerza?
— No hablemos de eso.
— Creo que precisamente debemos hablar de eso. Yo no os llamé. Nunca he rezado a nadie. Fuisteis vos quien vino a mí. ¿O lo hicisteis tan sólo por distraeros?
Qué difícil es ser dios, pensó Rumata. Impacientemente, respondió: — No me comprendes. He intentado veinte veces explicarte que no soy ningún dios.
Pero tú no me crees. Además, nunca podrás comprender por qué no te puedo ayudar con armas…
— ¿Acaso no tenéis rayos?
— No puedo darte rayos.
— Eso ya me lo habéis dicho veinte veces. Quiero saber por qué no me los podéis dar. — No lo entenderías.
— Eso depende de cómo me lo explicarais.
— ¿Qué piensas hacer con los rayos?
— Quemar a toda esa dorada canalla, lo mismo que se queman los chinches, hasta que no quede ni uno de esa maldita estirpe. Barrer de la faz del planeta sus castillos. Destruir sus ejércitos y a todos los que los defienden y apoyan. Podéis estar seguro de que vuestros rayos tan sólo servirán para el bien. Y cuando no queden más que esclavos liberados y reine la paz, os devolveré vuestros rayos y no volveré a pedíroslos.
Tras esto, Rumata guardó silencio. Su respiración era pesada, su rostro se había vuelto más oscuro por la afluencia de sangre. Seguramente estaba viendo ya con la imaginación ducados y reinos devorados por las llamas, montones de cuerpos carbonizados entre las ruinas, y enormes ejércitos victoriosos gritando entusiásticamente: «¡Libertad! ¡Libertad!» — No — dijo Rumata —. No te daré rayos. Si lo hiciera, cometería un error. Intenta creerme. Veo más lejos que tú — Arata lo escuchaba con la cabeza hundida en el pecho —.
Te diré solamente un motivo, que aunque no es el más importante creo que podrás comprender. Tienes una gran vitalidad, Arata, pero a pesar de eso eres mortal. Si perecieras y los rayos pasaran a otras manos menos limpias que las tuyas… hasta a mí me horroriza pensar en lo que ocurriría.
Siguió un largo silencio. Rumata trajo una jarra de estoria y comida, e invitó a su huésped. Arata, sin levantar los ojos, empezó a comer pan y a beber vino. Rumata tenía la sensación de sufrir un doloroso desdoblamiento. Por una parte sabía que llevaba razón, pero por la otra comprendía que aquella misma razón lo humillaba de una extraña manera ante Arata. Aquel hombre superaba tanto a él como a todos los demás que habían llegado al planeta sin que nadie los llamara, y observaban llenos de impotente piedad el horrible bullir de su vida desde las enrarecidas alturas de unas hipótesis impasibles y de una moral extraña. Y Rumata pensó por primera vez: sin pérdidas no se puede conseguir nada. Nosotros somos infinitamente más fuertes que Arata en nuestro reino de bondad, pero somos infinitamente más débiles que él en su reino de maldad.
— No debíais haber bajado del cielo — dijo de pronto Árala —. Volved a él. Aquí no hacéis más que perjudicarnos.
— No es cierto — rechazó Rumata —. Nosotros, al menos, no dañamos a nadie.
— Sí, lo hacéis. Las esperanzas que nos dais son infundadas.
— ¿A quién le hacemos daño?
— A mí, por ejemplo. Antes, Don Rumata, yo tenía confianza en mí mismo. Vos habéis debilitado mi voluntad y habéis hecho que sienta vuestra fuerza a mis espaldas. Antes, en cada batalla que libraba, me comportaba como si fuera mi última batalla. Ahora me he dado cuenta de que procuro reservarme para las futuras batallas, que serán las decisivas porque vos tomaréis parte en ellas. Iros, Don Rumata; volved a vuestro cielo y no regreséis más. O dadnos vuestros rayos o al menos vuestro pájaro de hierro, o desenvainad vuestra espada y poneos a la cabeza de todos nosotros.
Arata calló y volvió a tomar el pan. Rumata observó sus dedos sin uñas. Hacía dos años que el propio Don Reba le había arrancado las uñas con un aparato especial.
Todavía no lo sabes todo, pensó. Crees que el único que está condenado al fracaso eres tú. Todavía no sabes que tu causa está perdida, porque el enemigo no está únicamente frente a tus soldados, sino también dentro de ellos. Es posible que puedas echar a la Orden, y que el empuje de la insurrección campesina te remonte al trono de Arkanar, y quizás puedas arrasar los castillos señoriales y arrojar a los barones al estrecho, y tal vez el pueblo en armas te rinda los honores de un gran libertador. Y tú serás bueno y sabio, posiblemente el único hombre bueno y sabio de tu reino, y como tal empezarás a repartir tierras entre tus compañeros de lucha. ¿Pero qué van a hacer ellos con esas tierras si no disponen de siervos? Y desde ese momento la rueda comenzará a girar hacia atrás. Y lo mejor que podrá ocurrir es que tu muerte sea natural y no veas cómo aparecen nuevos condes y barones entre tus antiguos y fieles soldados. Eso ya ha ocurrido antes, mi buen Arata; en la Tierra y aquí mismo, en tu planeta.
— ¿No me decís nada? — dijo Arata, al tiempo que retiraba su plato y limpiaba con la manga de su sotana las migajas que habían caído sobre la mesa —. Hace tiempo, yo tenía un amigo. Tal vez hayáis oído hablar de él: se llamaba Vaga Kolesó. Empezamos a luchar juntos, pero luego se pasó al bandidaje y se convirtió en el rey de la noche. Nunca le perdoné esta traición. Y él lo sabía. Me ha ayudado mucho, por miedo y por interés, pero nunca ha querido regresar a su puesto: su objetivo era otro. Sus hombres fueron quienes, hace dos años, me entregaron a Don Reba — Arata se miró los dedos y apretó los puños —.
Esta mañana me encontré con Vaga en el puerto de Arkanar… En nuestras cosas no se puede ser amigo a medias, porque eso es lo mismo que ser enemigo a medias. — Se levantó, y se echó el capuchón sobre los ojos —. ¿El oro está en el mismo sitio?
— Sí — dijo Rumata, muy despacio —. En el mismo sitio.
— Entonces me voy. Muchas gracias, Don Rumata.
Arata cruzó el gabinete, y desapareció tras la puerta. Al cabo de un rato se oyó como abajo sonaban débilmente los cerrojos.
Una nueva preocupación, pensó Rumata. ¿Cómo habrá podido entrar Arata en la casa?