I

Cuando Rumata dejó atrás la tumba de San Miki, séptima y última de aquella carretera, había anochecido ya por completo. El alabado caballo jamajareño que le dió Don Tameo como pago de lo que había perdido a las cartas resultó ser un auténtico penco. Sudaba, se rozó las patas, era lerdo, y trotaba tambaleándose. Rumata le apretaba los flancos con las rodillas, lo fustigaba entre las orejas con el guante, pero el animal no hacía más que mover tristemente la cabeza sin acelerar el paso. A lo largo de la carretera había unos arbustos que en la oscuridad parecían nubes de humo petrificadas. El zumbido de los mosquitos se hacía insoportable. En el turbio cielo, sobre su cabeza, titilaban unas deslucidas estrellas. De vez en cuando soplaba un vientecillo templado y fresco a la vez, como solía ocurrir cada otoño en aquel país marítimo, de días polvorientos y sofocantes y noches frescas.

Rumata se embozó mejor en su capa y soltó las bridas. No tenía por qué apresurarse.

Faltaba aún una hora para la medianoche, y el Bosque Hiposo se distinguía ya formando una negra franja dentada en el horizonte. A ambos lados de la carretera se extendían campos cultivados, entre los cuales centelleaban a la luz de las estrellas los malolientes pantanos y se destacaban las sombras de los túmulos y las podridas empalizadas del tiempo de la Invasión. Allá a lo lejos, a la izquierda, se veía un resplandor que aumentaba y disminuía a intervalos. Debía estar ardiendo alguna aldea, una de tantas Cadaverinos, Ahorcaperros o Atracabobos que por real decreto habían cambiado sus antiguos nombres por los de Villa — soñada, Buenaventura o Los Serafines. Aquel país, cubierto por la capa de sus nubes de mosquitos, desgarrado por sus barrancos, inundado por sus pantanos y azotado por la fiebre, la peste y los resfriados hediondos, se extendía cientos de kilómetros, desde las orillas del Estrecho hasta la saiva del Bosque Hiposo.

Tras una de las curvas de la carretera, una sombra surgió de entre los arbustos. El caballo se estremeció y enderezó las orejas. Rumata cogió las bridas, tiró como de costumbre de los encajes de su manga derecha y echó mano a la empuñadura de su espada. El hombre que había salido al camino se quitó el sombrero.

— Buenas noches, noble Don — dijo quedamente —. Os pido mil perdones.

— ¿Qué deseas? — preguntó Rumata, prestando oído. No existían emboscadas silenciosas. Los bandidos se descubren por el crujir de alguna cuerda; los Milicianos Grises, por no poder contener los eructos producidos por la mala cerveza; las partidas de los barones, por su fiero resuello y el entrechocar de sus armaduras; y los monjes cazadores de esclavos, por su ostentoso rascarse. Pero entre los arbustos reinaba el silencio. Por otra parte, aquel hombre no parecía ser un cebo ni tenía su aspecto: era un hombrecillo rechoncho, vestido con una humilde capa.

— Permitidme ir junto a vos — dijo, haciendo una reverencia.

— Está bien — dijo Rumata, dando un tirón a las bridas —. Puedes sujetarte al estribo.

El hombre echó a andar al lado de Rumata. Llevaba el sombrero en la mano, y en su cabeza relucía una gran calva. Parece un comerciante, pensó Rumata. Irá comprando lino o cáñamo a los barones y asentadores. Pero tiene que ser atrevido… Aunque quizá no sea comerciante. Tal vez sea un intelectual. Un fugitivo. Un proscrito. Esos son quienes más andan de noche por las carreteras en estos tiempos. Claro que también puede ser un espía…

— ¿Quién eres y de dónde vienes? — preguntó Rumata.

— Me llamo Kiun — dijo el hombre tristemente —. Vengo de Arkanar.

— Creo más bien que huyes de Arkanar.

— Sí, noble Don; huyo de Arkanar.

Un pobre hombre, se dijo para sí mismo Rumata. ¿O tal vez un espía? He de probarlo ¿Y para qué? ¿Qué me importa? ¿Quién soy yo para probar a nadie? ¿Por qué no he de creer en lo que me dice? Está claro que es un intelectual que huye de la ciudad para salvar su vida. Va solo y tiene miedo, y como es débil busca protección. Ha encontrado a un aristócrata. Los aristócratas, por su orgullo y estupidez, no entienden de política, pero sus espadas son largas y no les gustan los Grises. ¿Qué impide pues que Kiun busque el desinteresado amparo de un aristócrata estúpido y orgulloso? No, no lo probare. No es necesario. Hablaré con él para pasar el rato, y luego nos despediremos como buenos amigos.

— Kiun… — murmuró —. Yo conocía a un Kiun. Vendía drogas y era alquimista. Vivía en la Calle de la Hojalata. ¿Eres pariente suyo?

— Sí, noble Don — dijo Kiun —. Pariente lejano. Pero a ellos les da lo mismo… hasta la duodécima generación.

— ¿Y hacia dónde huyes, Kiun?

— A cualquier parte. Cuanto más lejos, mejor. Muchos huyen a Irukán. Intentaré llegar allí.

— Entiendo, entiendo — dijo Rumata —. Y seguramente has pensado que algún noble Don podrá ayudarte a pasar el puesto fronterizo.

Kiun no respondió.

— ¿O acaso crees que este noble Don no sabe quién es el alquimista Kiun de la Calle de la Hojalata?

Kiun siguió callado. Creo que no he hablado como debía, pensó Rumata. Entonces se levantó, apoyándose en los estribos, y gritó, imitando la voz del pregonero de la Real Plaza: — ¡Se te acusa y eres culpable de horrorosos e imperdonables crímenes contra Dios, la Corona y la Seguridad!

Kiun seguía callando.

— ¿Y si este noble Don adorara a Don Reba y fuera fiel de todo corazón a la palabra y obra de las Milicias Grises? ¿No crees que esto pueda ser posible?

Kiun no pronunciaba palabra. A la derecha de la carretera fue destacándose de la oscuridad la quebrada sombra de una horca. Del travesaño pendía un cuerpo desnudo, colgado por los pies. No hay modo de sacarle nada, pensó Rumata. Tiró de las bridas, cogió a Kiun por un hombro y lo hizo girarse hacia él.

— ¿Y si te cuelgo ahora mismo al lado de ese vagabundo? — dijo, mirando el pálido rostro y las oscuras fosas de sus ojos —. Yo personalmente. Pronto y con facilidad. Con una buena cuerda arkanareña. En nombre de los ideales. ¿Por qué no hablas de una vez, sabihondo Kiun?

Kiun seguía sin responder. Pero castañeteaba los dientes y se retorcía bajo la mano de Rumata como una lagartija atrapada bajo una bota. En aquel momento algo cayó a la cuneta de la carretera, y se oyó un chapoteo. Y, como si quisiera ahogar ese ruido, Kiun comenzó a gritar desesperadamente: — ¡Cuélgame! ¡Cuélgame, traidor!

Rumata tomó aliento y soltó a Kiun.

— No temas — dijo —. Sólo era una broma.

— Mentira, mentira… — refunfuñó Kiun —. ¡Por todas partes mentira!

— No te irrites — dijo Rumata —. Será mejor que recojas lo que tiraste antes de que se moje.

Kiun aguardó un poco, balanceándose medio sollozando y sacudiendo inútilmente su capa con las manos, hasta que por fin se metió en la cuneta. Rumata le esperó, encorvado en su silla. Esto quiere decir que tiene que ser así, pensó; que no hay otra salida…

Kiun salió de la cuneta, ocultando bajo su capa lo que le había caído.

— Libros, ¿verdad? — preguntó Rumata.

Kiun negó con la cabeza.

— No — dijo con voz ronca —. Tan sólo un libro. Mi libro.

— ¿De qué trata?

— Temo que no os interese, noble Don.

Rumata suspiró.

— Cógete al estribo. Vamos.

Caminaron en silencio durante largo rato.

— Oye, Kiun — dijo finalmente Rumata —. No tengas miedo. Todo fue una broma.

— ¡Qué mundo tan bueno! — profirió amargamente Kiun —. ¡Qué mundo tan alegre! Todos bromean, y todo el mundo lo hace del mismo modo. Incluso el noble Don Rumata.

Rumata se sorprendió.

— ¿Sabes como me llamó?

— Por supuesto que lo sé — dijo Kiun —. Os reconocí por la diadema que lleváis en la frente. Y me alegré de encontraros en la carretera.

Por eso me llamó traidor, pensó Rumata.

— Creí que eras un espía — dijo —. Tengo la costumbre de matar a los espías.

— Un espía… — repitió Kiun —. Sí, claro. «¡En estos tiempos es tan fácil y remunerador ser espía! Nuestro águila, el noble Don Reba, procura saber lo que hablan y cómo piensan todos los súbditos del Rey. ¡Ya me gustaría ser espía! Aunque no fuera más que el humilde confidente de la taberna La Alegría Gris. ¡Qué cosa tan honrosa sería! A las seis de la tarde entraría en el salón de bebidas, y me sentaría en mi mesita. El dueño se apresuraría a servirme personalmente la primera jarra. Podría beber cuanto quisiera. La cerveza la paga Don Reba… es decir, no la paga nadie. Mientras bebiera, estaría escuchando. A veces haría como que tomaba notas de las conversaciones, y la pobre gente vendría a mí asustada proponiéndome su amistad y su bolsa. En sus ojos no vería más que lo que yo querría: una lealtad perruna, un temor respetuoso, y un admirable odio impotente. Podría entonces sobar a las jovencitas y estrechar entre mis brazos a las mujeres delante de sus maridos, sin que estos hicieran más que sonreírme servilmente.» Un magnífico razonamiento, ¿verdad, noble Don? Lo escuché de boca de un muchacho de unos quince años, un alumno de la Escuela Patriótica.

— ¿Y qué le dijiste? — se interesó Rumata.

— ¿Qué le podía decir? No me hubiera entendido. Por eso le conté cómo las gentes de Vaga Kolesó les rajan la barriga a los confidentes que cogen y les echan dentro pimienta, y cómo los soldados borrachos meten a los espías en sacos y los ahogan en los albañales. Pero él no me creyó. Me dijo que en la Escuela no les habían dicho nada de eso. Entonces saqué un papel y escribí nuestra conversación, pensando en aprovecharla para mi libro, pero él creyó que era para delatarlo y se orinó en los pantalones de miedo.

Entre los arbustos empezaron a verse las luces del albergue de Baco el Esqueleto.

Kiun se calló.

— ¿Qué ocurre? — preguntó Rumata.

— Hay allí una patrulla de Milicianos Grises — murmuró Kiun.

— ¿Y qué? — dijo Rumata —. Ahora escucha otro razonamiento, estimado Kiun: «Nosotros apreciamos a estos sencillos y toscos muchachos, nuestras bestias grises de combate, porque los necesitamos. Desde ahora el pueblo tendrá que morderse la lengua si no quiere que se la arrollen a la garganta y la cuelguen luego de un árbol» — Rumata se echó a reír a carcajadas, porque lo que acababa de decir le había salido perfecto, en la mejor tradición de los Acuartelamientos Grises.

Kiun se encogió como si quisiera meter la cabeza entre los hombros.

«— La lengua de la gente sencilla ha de saber cuál es su sitio. Dios no le dio la lengua al pueblo para que charle, sino para lamer las botas de su amo, que como tal le fue dado por los siglos de los…» En el poste que había a la entrada del albergue estaban atados los ensillados caballos de la patrulla de Milicianos Grises. La ventana estaba abierta, y se oían roncas y maldicientes voces, y el entrechocar de la taba contra la mesa. En la puerta estaba el propio Baco el Esqueleto, que cerraba completamente el paso con su descomunal panza.

Vestía un chaquetón de cuero con las mangas remangadas, y sostenía un machete en su peluda mano. Posiblemente había estado cortando carne de perro para sus huéspedes y, sudando aún por el esfuerzo, había salido a refrescarse un poco. En la escalera estaba medio acurrucado un miliciano con el hacha de combate entre las rodillas. El mango del hacha empujaba su cara hacia un lado. Se notaba que había bebido mucho, y su aire era melancólico. Al ver al noble Don, tragó saliva y gritó con voz afónica: — ¡Alto-o-o-o-o! ¿Quién va-a-a-a? ¡Vo-o-s, noble Do-o-on!

Rumata, con la barbilla desdeñosamente levantada, siguió adelanté sin mirarlo siquiera.

— …pero si su lengua no lame la bota que debe — prosiguió en voz alta —, entonces hay que cortarla, pues ha sido dicho: «tu lengua es mi enemigo».

Kiun iba escondiéndose tras la grupa del caballo y andando a grandes zancadas.

Rumata veía con el rabillo del ojo cómo su calva estaba perlada de sudor.

— ¡Alto, he dicho-o-o-o-o! — volvió a gritar el miliciano.

Inmediatamente se le oyó rodar por las escaleras, armando gran estrépito con el hacha y lanzando votos a Dios, al diablo y a toda la noble canalla.

Serán unos cinco, pensó Rumata mientras tiraba de sus puños. Son unos borrachos carniceros. Es absurdo.

Dejaron atrás el albergue y torcieron hacia el bosque.

— Si es necesario, puedo ir más aprisa — dijo Kiun, con acento falsamente decidido.

— ¡Absurdo! — repitió Rumata en voz alta, deteniendo el caballo —. Sería absurdo haber cabalgado tantos kilómetros sin entablar combate ni una sola vez. ¿Tú nunca sientes deseos de pelear, Kiun?

— No, noble Don. Nunca he sentido ese deseo.

— Eso es lo malo — murmuró Rumata, mientras hacía dar media vuelta al animal y se ajustaba tranquilamente los guantes.

Por la curva aparecieron dos jinetes, que al verlo se detuvieron en seco.

— ¡Hey, vos, noble Don! — empezaron a gritar —. ¡Mostrad vuestro salvoconducto!

— ¡Patanes! — replicó Rumata con voz cristalina —. ¿Para qué queréis mi salvoconducto, si sois analfabetos? — apretó con las rodillas al caballo y, al trote, fue al encuentro de los milicianos. Están acobardados, pensó: titubean. Al menos les daré un par de guantazos…

No, no vale la pena. Aunque me gustaría desahogar un poco el odio que he ido acumulando durante todo el día. Pero no vale la pena. Hay que seguir siendo humano, hay que saber perdonar y permanecer tranquilo, como los dioses. Que hieran y profanen si quieren: nosotros seguiremos tan tranquilos, como los dioses. Los dioses no tienen por qué apresurarse, disponen ante sí de toda la eternidad.

Con estos pensamientos llegó al lugar donde estaban los milicianos. Estos levantaron sus hachas, confusos y retrocedieron.

— ¿Y bien? — preguntó Rumata lentamente.

— ¡Oh! Sois vos — dijo el primer soldado, indeciso —. No os habíamos reconocido. ¿Sois realmente el noble don Rumata?

El segundo soldado hizo dar media vuelta a su caballo y huyó al galope. El primero seguía retrocediendo, tras bajar el hacha.

— Os pedimos mil perdones, noble Don — dijo rápidamente —. Nos equivocamos. Fue un error. Los chicos han bebido un poco y están deseando… ya sabéis… — empezó a alejarse, haciendo andar a su animal de costado —. Vos comprenderéis… los tiempos son malos…Tenemos que dar caza a los ilustrados que huyen… No querríamos que el noble Don presentara una queja…

Rumata le volvió la espalda.

— ¡Llevad buen viaje, noble Don! — le deseó el miliciano, como si se quitara un peso de encima.

Cuando se hubo alejado lo suficiente, Rumata llamó a media voz: — ¡Kiun!

Nadie respondió.

— ¡Eh, Kiun!

Tampoco esta vez recibió respuesta. Entonces aguzó el oído y, entre el incesante zumbar de los mosquitos, distinguió un susurro entre los arbustos. Seguramente Kiun se estaba abriendo paso apresuradamente hacia el oeste, donde a unos treinta kilómetros de allí se hallaba la frontera irukana. Y esto es todo, se dijo Rumata. Se acabó la conversación. Siempre ocurre lo mismo. Un control, un prudente intercambio de parábolas de doble sentido… Uno pierde semanas enteras en charlas triviales con toda esa chusma, y cuando tropieza con un hombre de verdad no puede cambiar con él dos palabras.

Hay que protegerlo, salvarlo, mandarlo a sitio seguro… Y lo más triste es que uno lo ve marchar sin que el otro haya acabado de comprender si fue realmente un amigo el que lo ayudó o tan solo un degenerado engreído. Y lo mismo le ocurre a uno, que se queda también sin saber nada de él, de lo que realmente quiere, de lo que puede hacer, de lo que persigue en su vida.

Recordó las noches de Arkanar. En las calles principales se ven buenas mansiones de piedra. Un farol acogedor brilla sobre la puerta de una taberna. Dentro de ella hay unos tenderos plácidos y bien alimentados que beben cerveza sentados ante unos veladores limpios, y razonan sobre lo bien ordenado que está el mundo; baja el precio del pan, sube el de las armaduras, las conspiraciones se descubren a tiempo, los hechiceros y los intelectuales sospechosos son empalados, el Rey se muestra majestuoso y sereno como siempre, y Don Reba infinitamente listo y siempre alerta. «Parece mentira las cosas que inventan. ¡Dicen que el mundo es redondo! Por mí, como si quieren que sea cuadrado.

Pero por favor, que no vayan por ahí turbando los ánimos.» «¡La lectura, la lectura es la que tiene culpa de todo esto, amigos! La felicidad, dicen, no está en el dinero; los plebeyos son tan seres humanos como los nobles; y así cada vez más, hasta que llegan a los panfletos y luego a las revueltas…» «¡Hay que empalarlos a todos, amigos! ¿Sabéis lo que haría yo? Yo preguntaría sin rodeos: ¿Sabes leer? ¿Sí? ¡Pues al palo! ¿Haces versos? ¡Al palo! ¿Sabes la tabla? ¡Al palo, sabes demasiado!» «¡Hey, tú, gordinflona, trae tres jarras y una ración de conejo asado!». Mientras, por la empedrada calle se oye el resonar de las botas claveteadas de los muchachos de las camisas grises, con el rostro encendido y las pesadas hachas al hombro. «¡Amigos, ahí van nuestros defensores! ¿Van ellos a consentir que pase algo? ¡Nunca en su vida! ¡Miren al mío allá, en el flanco derecho! Ayer le di la última paliza. ¡Sí, amigos míos, se acabaron los tiempos agitados!

¡Vivan las Milicias Grises! ¡Viva la seguridad del trono, el bienestar, la tranquilidad inalterable y la justicia! ¡Viva Don Reba! ¡Viva el Rey, nuestro Señor! ¡Ah, qué vida tan magnífica!» Y mientras, por las negras llanuras del reino de Arkanar iluminadas por las llamas de los incendios, por caminos y veredas, comidos por los mosquitos, con los pies ensangrentados, sudorosos y cubiertos de polvo, extenuados, atemorizados, desesperados, pero aferrados a su único ideal, huyen, caminan, se arrastran, burlando los puestos de vigilancia, centenares de infelices declarados fuera de la ley por saber y querer enseñar y curar a su pueblo, agotado por las enfermedades y sumido en la ignorancia; por saber hacer de piedras y barro, como si fueran dioses, una nueva naturaleza que pueda adornar la vida de un pueblo que no sabe lo que es la belleza; por querer descubrir los secretos de la naturaleza para ponerlos al servicio de su pueblo, torpe y atemorizado por antiguas historias demoníacas. Son gente indefensa, generosa, poco práctica quizá, cuyo único delito ha sido adelantarse mucho a su época.

— ¡Adelante, viejo penco! — le gritó en ruso al caballo —. ¡Parece que estés muerto!

Cuando llegó al bosque era ya medianoche.

Nadie podía decir exactamente de dónde le venía su nombre al Bosque Hiposo. No obstante, existía una tradición oficial según la cual, hacía trescientos años, los ejércitos del mariscal imperial Totz, luego proclamado primer Rey de Arkanar, cuando se abrían paso a través de la saiva persiguiendo a las hordas de bárbaros bronceados, preparaban en aquel bosque, durante sus acampadas, una bebida hecha con la corteza de los árboles blancos que producía un hipo irrefrenable. Esa misma tradición aseguraba que el mariscal Totz, una mañana — que estaba pasando revista al campamento, frunció su aristocrática nariz y exclamó: «¡Esto es insoportable! ¡Todo el bosque hipa y apesta a ese condenado brebaje!». Al parecer, de ahí vino el origen de su extraño nombre.

Sea como fuere, aquel no era un bosque ordinario. En él crecían árboles enormes, de troncos duros y blancos, como no había otros ni en el Imperio ni en el ducado de Irukán, ni mucho menos en la República Mercantil de Soán, que desde hacía tiempo había empleado todos sus bosques en construir barcos. Se decía que había bosques como aquel más allá de la Cordillera Roja del Norte, en el país de los bárbaros; pero se decían tantas cosas de aquel ignoto país…

El bosque era atravesado por una carretera abierta dos siglos atrás. Aquella carretera conducía a unas minas de plata que, por derecho feudal, eran propiedad de los barones de Pampa, descendientes de unos de los compañeros del mariscal Totz. El derecho feudal de los barones de Pampa le costaba a los reyes de Arkanar doce arrobas de plata pura anuales, por lo que cada nuevo Rey, apenas era coronado, reunía un ejército y lo lanzaba contra el castillo de Bau, nido de los barones. Pero los muros del castillo eran sólidos y los barones audaces, y cada campaña costaba más de treinta arrobas de plata.

Por esta razón, cuando el ejército regresaba derrotado, los reyes de Arkanar se veían obligados a ratificar el derecho feudal de los Pampa, y a concederles además otros privilegios como por ejemplo hurgarse las narices en presencia del rey, cazar al oeste de Arkanar o llamar a los príncipes por sus nombres, sin mencionar títulos ni dignidades.

El Bosque Hiposo estaba lleno de misterios. Durante el día pasaban por la carretera los convoyes de mineral enriquecido, pero por la noche estaba desierta, ya que eran pocos los valientes que se decidían a andar por ella a la luz de las estrellas. Corrían rumores de que, por las noches, desde el Árbol Padre, graznaba el pájaro Síu, que nadie había visto ni podía ver, pues no era un ave ordinaria. También se hablaba de unas arañas peludas que saltaban desde las ramas de los árboles a los cuellos de las caballerías y en un instante les roían los tendones y se ahogaban en su sangre. Se decía que por el bosque andaba una enorme bestia arcaica llamada Pej, que tenía el cuerpo cubierto de escamas, se reproducía una vez cada doce años, y arrastraba tras de sí doce colas que rezumaban veneno. Y algunos habían visto en pleno día cómo el jabalí pelado cruzaba gruñendo la carretera. Este jabalí había sido maldito por San Miki y era un animal muy fiero, invulnerable al hierro, pero que podía ser herido con armas de hueso.

Allí se podía topar uno con un esclavo prófugo marcado entre los omoplatos, tan callado e impecable como las arañas peludas, y con un hechicero retorcido que recogía misteriosos hongos para hacer infusiones mágicas, con las cuales las personas se podían volver invisibles, transformarse en ciertos animales o adquirir una segunda sombra. De noche deambulaban por la carretera los hombres del terrible Vaga Kolesó, y los fugitivos de las minas de plata, que tenían las pahuas de las manos negras y las caras transparentes. Los curanderos se reunían allí para pasar sus veladas, y los cazadores furtivos del barón de Pampa asaban en los pocos claros que tenía el bosque los bueyes robados, ensartados enteros en el asador.

En lo más intrincado del bosque, a más de un kilómetro de la carretera, había un árbol gigantesco reseco por los años. Bajo sus ramas, y rodeada por una renegrida empalizada, se hallaba una retorcida isba, hecha de gruesos troncos redondos. Aquella isba se hallaba allí desde tiempos inmemoriales. Su puerta no se abría nunca, y junto al cobertizo había unos ídolos tallados en troncos de árboles. Aquella casa era el sitio más temible de todo el Bosque Hiposo. Se decía que aquel era precisamente el sitio donde iba cada doce años la arcaica bestia Pej a dar a luz a sus crías, tras lo cual se arrastraba debajo de la casa y moría, de tal modo que los sótanos de la isba estaban repletos de veneno negro. Cuando aquel veneno rebosase fuera, sería el fin. También se hablaba de que en las noches de tormenta los ídolos se arrancaban a sí mismos de la tierra e iban hasta la carretera para hacer señas, y que de tarde en tarde se encendían luces ultraterrenas en las muertas ventanas de la isba, se oían ruidos, y por la chimenea surgía un humo que ascendía directamente hacia el mismísimo cielo.

No hacía mucho, al tonto Irma Higa, de la aldea Bienabierta (que la gente conoce con el nombre de Gañades), se le ocurrió por pura estupidez acercarse una noche a la citada isba y mirar por una ventana. Cuando regresó a su casa estaba idiota perdido, pero después de serenarse un poco contó que en la isba ardía una luz muy clara, y que junto a una mesa ordinaria estaba sentado con los pies sobre un banco un hombre que bebía directamente de un barrilito sujetándolo con una sola mano. Aquel individuo tenía la cara llena de manchas y bolsas que le colgaban hasta casi la cintura. Sin duda era el mismísimo San Miki antes de convertirse a la fe, cuando, como es bien sabido, era polígamo, borracho y blasfemo. Para mirarlo había que dominar el miedo. Por la ventana salía un olor dulzón que angustiaba, y por los árboles de alrededor de la isba danzaban sombras. De todo el distrito vino gente a escuchar lo que contaba el tonto, hasta que por fin un día vinieron los milicianos, le retorcieron los brazos hasta ponerle los codos junto a los omoplatos, y se lo llevaron consigo a Arnakar. A pesar de esto no se dejó de hablar de la isba, que desde entonces comenzó a ser llamada la Guarida del Borracho.

Rumata, tras abrirse paso a través de las matas de helechos gigantes, desmontó junto al cobertizo de la Guarida del Borracho y ató las bridas a uno de los ídolos. En la casa había luz, y la entreabierta puerta pendía de un solo gozne. El padre Kabani estaba sentado ante la mesa, completamente postrado. La habitación apestaba a alcohol y en la mesa, entre huesos roídos y trozos de nabo cocidos, se destacaba una enorme jarra de arcilla.

— Buenas noches, padre Kabani — dijo Rumata, cruzando el umbral.

— Bienvenido — respondió el padre Kabani con voz ronca, que parecía salir de lo más profundo de un cuerno de caza.

Rumata se acercó a la mesa haciendo sonar las espuelas, tiró los guantes sobre el banco y volvió a mirar al padre Kabani. Este seguía sentado sin moverse, con el rostro apoyado en las manos. Sus peludas cejas entrecanas colgaban sobre sus carrillos lo mismo que la hierba seca sobre un acantilado. Cada vez que respiraba, las ventanas de su abultada nariz daban salida a un aire saturado de alcohol no asimilado.

— ¡Yo lo inventé, yo! — dijo de pronto, haciendo esfuerzos por levantar la ceja derecha y mirando a Rumata con un ojo nublado —. ¡Yo mismo! ¿Y para qué? — Extrajo la mano derecha de debajo de su mejilla y agitó un peludo índice —. Y, a pesar de todo, no tengo la culpa… Yo lo inventé… pero no tengo la culpa… ¿Eh? De acuerdo, de acuerdo, he fallado, así que no inventemos nada más, que nadie tenga nuevas ideas y… ¡Oh, al diablo con todo!…

Rumata se desabrochó el cinto y se soltó la espada.

— Adelante, adelante — dijo.

— ¡La caja! — vociferó el padre Kabani, y después hizo una larga pausa mientras movía de una manera extraña los carrillos.

Rumata, sin quitarle ojo de encima, pasó sobre el banco un pie con la bota de montar llena de polvo y se sentó, poniendo la espada a su lado. — La caja… — repitió el padre Kabani con voz abatida —. Decimos que inventamos cosas. Pero en realidad todo está inventado desde hace muchísimo tiempo. Alguien lo inventó todo hace una enormidad de años, lo metió en una caja, le hizo un agujero en la tapa y se fue… Se fue a dormir… ¿Y qué ocurrió entonces? Llega el padre Kabani, cierra los ojos, mete una mano por el agujero — mientras decía esto, el padre Kabani contempló su mano — y… ¡zas! ¡lo inventé!

Yo inventé esto, dice, y el que no lo crea es un imbécil… Meto la mano una vez, ¿y que sale? Un alambre espinoso. ¿Para qué? Para que los lobos no entren en los rediles.

Vuelvo a meter la mano… ¡dos! ¿Y qué? Una cosa muy ingeniosa, un instrumento para picar la carne. ¿Para qué? Para hacer picadillo fino y que la carne sea tierna. ¡Bravo!

Meto otra vez la mano… ¡tres! Agua ardiente. ¿Para qué? Para que prenda la leña húmeda. ¡Ah!

El padre Kabani calló y empezó a inclinarse hacia adelante, como si alguien tirara de él sujetándolo por el pescuezo.

Rumata cogió la jarra, olió su contenido y se echó varias gotas en el dorso de la mano.

Las gotas tenían un color lila y olían a fuel. Sacó su pañuelo y se limpió bien la mano. En el pañuelo quedaron unas manchas de grasa. La despeinada cabeza del padre Kabani tropezó con la mesa y volvió a levantarse al instante.

— El que puso todo eso en la caja sabía para qué servía… ¿Alambre espinoso para los lobos? Eso es lo que yo creía, imbécil. Pero era para cercar las minas y evitar que se fugaran de ellas los reos del Estado. ¡Yo no quiero eso! ¡Yo también soy reo del Estado!

¿Acaso me preguntaron a mí? ¡Sí, me preguntaron! ¿Eso que es, alambre espinoso?

Alambre espinoso. ¿Para los lobos? Para los lobos. ¡Muy bien, bravo! Cercaremos con él las minas. Y Don Reba las cercó personalmente. Y también se quedó con mi picadora de carne. ¡Bravo, tienes ingenio!

Y ahora, en la Torre de la Alegría, hace con ella picadillo fino. Dice que da buen resultado…

Lo sé, pensó Rumata. Lo sé todo. Sé cómo gritaste en el despacho de Don Reba, cómo te arrastraste a sus pies pidiéndole: «¡Dádmela, no la emplee!» Pero ya era tarde.

Tu picadora se puso en marcha.

El padre Kabani cogió la jarra y pegó a ella su bocaza. Mientras tragaba aquella mezcla tóxica, rugía como el jabalí. Luego dejó de nuevo la jarra sobre la mesa y empezó a masticar un pedazo de nabo. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

— ¡El agua ardiente! — exclamó por fin, con voz entrecortada —. Para encender hogueras y hacer divertidos trucos. Pero, ¿qué le ocurriría al agua ardiente si se pudiera beber?

Mezclada con la cerveza, no tendría precio… Por eso no se la doy a nadie. Me la beberé yo mismo. Y me la bebo. Bebo durante todo el día, y también durante toda la noche. Estoy abotagado. Me caigo a cada momento. Hace poco me miré al espejo y no lo creeréis, Don Rumata, pero me asusté. Me miro. ¡Dios mío! ¿ese es el padre Kabani? Parece más bien un pulpo con manchas de colores. ¡Vaya con lo que inventé! Realmente pueden hacerse verdaderos trucos…

El padre Kabani escupió inconscientemente sobre la mesa y frotó con el pie bajo ella.

Luego preguntó de pronto: — ¿Qué día es hoy?

— La víspera de la fiesta del Justo Koté — dijo Rumata.

— ¿Y por qué no hace sol?

— Porque es de noche.

— Otra vez de noche — murmuró melancólicamente el padre Kabani, y cayó de bruces sobre la mesa.

Rumata permaneció un tiempo silbando entre dientes y mirando a Kabani. Luego se levantó de la mesa y fue hacia la despensa. Allí, entre un montón de nabos y otro de serrín, brillaban los tubos de vidrio del gran alambique del padre Kabani, admirable creación de un ingenio natural, químico por instinto y maestro en el arte de soplar el vidrio.

Rumata dio dos vueltas en torno a aquella «máquina infernal», buscó en la oscuridad una barra, y empezó a golpear el aparato al azar. Se oyó ruido de vidrios rotos, de líquidos derramándose y de metales en vibración. Un repugnante olor a orujo agrio invadió la estancia.

Rumata, haciendo crujir con sus tacones los vidrios rotos, se abrió paso hasta el rincón más apartado y encendió una linterna eléctrica. Allí, debajo de un montón de cosas inservibles y dentro de una sólida caja fuerte de silicitona, se hallaba un sintetizador portátil Midas. Apartó lo que le estorbaba, marcó en el disco la combinación de cifras y abrió la tapa de la caja fuerte. El sintetizador parecía algo extraño en medio de todos aquellos objetos, incluso a la blanca luz de la linterna eléctrica. Rumata echó en el embudo receptor varias paletadas de serrín y el sintetizador empezó a funcionar casi en silencio, encendiendo automáticamente las luces de un tablero indicador. Con la puntera de su bota acercó luego un mohoso cubo a la ranura de salida, y en el acto comenzaron a caer en su abollado fondo mohedas de oro con el aristocrático perfil de Pis VI, Rey de Arnakar.

Rumata trasladó al padre Kabani a un camastro de crujientes tablas, le quitó las botas, lo giró del lado derecho y lo tapó con una raída manta. El padre Kabani se despertó, pero no pudo moverse ni razonar. Se limitó a canturrear varios versos de un romance profano que estaba prohibido y que empezaba así: — Roja florecilla soy, en tu pequeña mano… — y luego volvió a roncar sonoramente.

Entonces Rumata limpió la mesa, barrió el suelo y lavó los cristales de la única ventana, que estaban ya negros por la suciedad y los experimentos químicos que el padre Kabani realizaba en su antepecho. Tras la estufa encontró un barril con alcohol, y lo vació echándolo por un agujero que habían hecho las ratas. Después le dio de beber al potro jamajareño, le echó un pienso de cebada, se lavó, y se sentó a esperar, mirando cómo ardía la lámpara de aceite. Llevaba seis años arrastrando aquella extraña vida, aquella doble vida, y podía decir que ya se había acostumbrado a ella. Pero de vez en cuando, como ahora por ejemplo, pensaba que todas aquellas atrocidades organizadas y aquella aguzada incultura no eran reales, sino fingidas, y que todo pertenecía a una extraña representación teatral cuyo papel principal lo desempeñaba él, Rumata. Le parecía que de un momento a otro, tras una réplica afortunada suya, iban a comenzar los aplausos, y que los expertos del Instituto de Historia Experimental le gritarían entusiásticamente desde sus palcos: «¡Muy bien, Antón! ¡Genial! ¡Bravo, Toshka!». Rumata llegó incluso a mirar a su alrededor, pero no vio una sala llena de público sino tan solo una humilde habitación de toscas paredes de troncos ennegrecidos por el hollín.

En aquel momento el caballo relinchó y coceó, y se oyó un ruido bajo, acompasado y continuo, tan familiar para él que se le saltaron las lágrimas, pero increíble en aquel país.

Rumata lo escuchó con la boca abierta. El ruido cesó al fin, la llama de la lámpara vaciló, y la luz se avivó. Se abrió la puerta y, procedente de la oscura noche, irrumpió en la estancia Don Kondor, Juez General, Custodio de los Grandes Sellos del Estado de la República Mercantil de Soán, Vicepresidente de la Conferencia de los Doce Negociantes y caballero de la Orden Imperial de la Mano Santa.

Rumata se puso en pie con tanta energía que casi volcó el banco. Hubiera querido alzarse y abrazar y besar en ambas mejillas al recién llegado, pero sus piernas, de acuerdo con la etiqueta, se flexionaron instintivamente, sus espuelas chocaron con solemnidad, su mano derecha describió un amplio semicírculo partiendo del corazón, y su cabeza se inclinó en una reverencia hasta hundir la barbilla en los encajes de su pechera.

Don Kondor se quitó su birrete de terciopelo adornado con una pluma de viaje, lo sacudió hacia Rumata como si quisiera ahuyentar los mosquitos, y lo tiró sobre el banco. Luego se desabrochó los cierres de la capa. La prenda resbalaba aún por su espalda cuando ya se había sentado en el banco con las piernas abiertas, la mano izquierda apoyada en el costado y la derecha en la dorada empuñadura de su espada, cuya punta se hundía en la carcomida tablazón del suelo. Don Kondor era un hombre pequeño, delgado, en cuyo rostro estrecho y pálido destacaban unos grandes ojos. Sus cabellos eran negros y los llevaba sujetos, al igual que Rumata, con una robusta diadema de oro adornada en su parte frontal con una gran piedra verde.

— ¿Estáis solo, Don Rumata? — preguntó con voz entrecortada.

— Sí, noble Don — dijo Rumata, deprimido; El padre Kabani gruñó en aquel momento, con voz alta y clara: — ¡Noble Don Reba, sois una hiena! ¡Eso es lo que sois!

Don Kondor ni se giró a mirarlo.

— He venido volando — dijo —. Acabo de aterrizar.

— Supongo que no os habrán visto — dijo Rumata.

— Una leyenda más o menos, ¿qué importa? — dijo Don Kondor irritado —. No tengo tiempo para viajar a caballo. ¿Qué ha ocurrido con Budaj? ¿Dónde se ha metido? ¡Pero sentaos, Don Rumata!

Rumata se dejó caer sumisamente en el banco.

— Budaj ha desaparecido — dijo —. Lo esperé en el I Soto de las Espadas. Pero en lugar suyo se presentó un tuerto desharrapado que contestó al santo y seña y me entregó un saco lleno de libros. Esperé dos días más, y luego me puse en contacto con Don Gug, que me dijo que había acompañado a Budaj hasta la misma frontera y que este siguió su camino acompañado por un noble Don digno de confianza, ya que lo perdió todo jugando a las cartas y tuvo que venderse a Don Gug en cuerpo y alma. Por consiguiente, Budaj ha desaparecido aquí, en Arkanar. Eso es todo lo que sé.

— Que no es mucho — dijo Don Kondor. — No obstante, creo que lo principal no es Budaj — protestó Rumata —. Si está vivo, lo encontraré y lo sacaré de donde sea. Sé hacer esas cosas. Pero quisiera hablar con vos de otro asunto. Quisiera advertiros una vez más que la situación que se está produciendo en Arkanar rebasa los límites de la teoría básica… — en el rostro de Don Kondor se dibujó una mueca de desagrado —. Oh, no, tenéis que escucharme ahora — dijo Rumata firmemente —, porque he llegado a la conclusión de que por radio no conseguiré jamás explicároslo. ¡En Arkanar todo ha sufrido un profundo cambio! Ha surgido un nuevo factor que influye sistemáticamente. Esto se refleja en el hecho de que Don Reba incita conscientemente a toda la gente inculta del reino contra los intelectuales. Es más; todo aquel que sobrepasa un poco el nivel cultural medio del vulgo se ve amenazado. ¿Me oís, Don Kondor? Esto no es sentimentalismo: es un hecho. Si uno es inteligente, culto, tiene sus dudas, habla en forma ordinaria o simplemente no bebe vino, puede considerarse amenazado. Cualquier tendero tiene derecho a acosarlo hasta la muerte. Centenares, millares de personas han sido declaradas fuera de la ley. Los milicianos les dan caza y los cuelgan a lo largo de las carreteras, desnudos y boca abajo.

Ayer mismo, en mi calle, patearon a un anciano por ser culto. Lo estuvieron golpeando, me han dicho, por más de dos horas. Y quienes lo hacían eran gente bestial, de rostros feroces, que se ensañaban hasta quedar empapados en sudor. — Rumata hizo una pausa y finalizó, más calmado — : En una palabra, dentro de poco no habrá en Arkanar ni una sola persona que sepa leer. Pasará lo mismo que en la Región de la Orden Sacra después de la matanza de Barkán.

Don Kondor lo miró fijamente y apretó los labios.

— No me gusta como piensas, Antón — dijo en ruso.

— A mí tampoco me gustan muchas cosas. Alexandr Vasílievich — respondió Rumata —.

No me gusta que nos hayamos atado de pies y manos en el propio planteamiento del problema, con eso de la influencia sin efusión de sangre. Porque en mis condiciones esto no es más que inacción justificada científicamente. ¡Sé perfectamente lo que me vas a responder! Yo también conozco la teoría. Pero aquí no hay nada teórico. Aquí estamos presenciando una práctica típicamente feudal. ¡Esas bestias matan personas a cada momento! Aquí todo es inútil. Por una parte, nuestros conocimientos son insuficientes, y por otra, el oro pierde valor ya que llega demasiado tarde.

— Antón — dijo Don Kondor —, no te precipites. Yo también creo que la situación en Arkanar es realmente extraordinaria. Pero también estoy convencido de que tú tampoco has preparado aún una proposición constructiva.

— En efecto — asintió Rumata —. Aún no tengo preparada ninguna proposición constructiva. Pero me es muy difícil dominarme.

— Antón — dijo Don Kondor —, somos en total doscientos cincuenta los que nos hallamos en este planeta. Todos se dominan, aunque a todos les sea muy difícil. Los más veteranos hace veintidós años que están aquí. Vinieron desde la Tierra como simples observadores. Se les prohibió terminantemente inmiscuirse en nada. Imagina por un momento lo que representa esto: ¡prohibido terminantemente! Ellos no hubieran podido ni salvar a Budaj, aunque hubieran visto que lo estaban pateando ante sus propios ojos.

— No necesito que se me hable como a un niño — dijo Rumata.

— Es que a veces sois tan impacientes como los niños — exclamó Don Kondor —. Y hay que tener mucha paciencia.

Rumata sonrió amargamente.

— Y mientras nosotros esperamos, probamos y nos preparamos — dijo —, esas bestias seguirán matando personas cada día.

— Antón — dijo Don Kondor —, en el universo hay millares de planetas a los cuales aún no hemos llegado, y en los que la historia sigue su curso normal.

— ¡Pero aquí sí hemos llegado!

— Sí, aquí sí hemos llegado. Pero no para satisfacer nuestra justa cólera, sino para ayudar a esta humanidad. Si te sientes débil, márchate. Vuelve a casa. A fin de cuentas, no eres ningún niño: sabías perfectamente lo que ibas a encontrar aquí.

Rumata no respondió. Don Kondor, algo ablandado y como si hubiera envejecido, arrastrando la espada como si fuera un palo, se paseó por la habitación, moviendo tristemente la cabeza.

— Me hago cargo de lo que sientes — dijo por fin —. Yo también he sufrido lo mismo. Hubo un tiempo en que esta sensación de impotencia y de propia ruindad me parecían lo más terrible del universo. Algunos, más débiles, llegaban a perder la razón y tenían que ser evacuados a la Tierra para ser curados. Yo necesité quince años para comprender qué es en realidad lo más horroroso. Finalmente llegué a la conclusión de que lo más terrible es perder la condición de ser humano. Antón, aquí somos dioses, y tenemos que ser más inteligentes que esos dioses de leyenda que las gentes de aquí se forjan de cualquier manera, a su imagen y semejanza. Y avanzamos como por el borde de un cenagal. Si damos un paso en falso, nos hundiremos en el fango y nunca más en la vida podremos limpiarnos de él. Horán el Irukano escribió en su Historia del Santo Advenimiento: «Cuando Dios bajó de los cielos y se presentó al pueblo saliendo del pantano de Pitan, tenía los pies sucios.» — Y por eso quemaron a Horán — dijo Rumata tristemente.

— Sí, lo quemaron. Pero dijo eso refiriéndose a nosotros. Yo llevo aquí quince años.

Hasta he dejado de soñar en la Tierra. En una ocasión, cuando revolvía unos papeles, encontré la fotografía de una mujer y tardé mucho en recordar quién era. Hay veces que pienso horrorizado que he dejado de ser un miembro del Instituto para convertirme en un ejemplar de su museo, es decir, el Juez General de una república feudal mercantil, y que en este museo ya hay una sala reservada para mí. Eso es lo realmente terrible: el tener que identificarse con este papel. Dentro de cada uno de nosotros, el noble Don lucha con el revolucionario. Y todo lo que hay a nuestro alrededor ayuda al noble Don, mientras que el revolucionario está solo, porque hasta la Tierra hay muchos años y muchos parsecs. — Don Kondor hizo una pausa —. Así son las cosas, Antón — dijo después con voz más enérgica —. Debemos seguir siendo revolucionarios.

No me comprende, pensó Antón — Rumata. ¿Cómo me va a comprender? El ha tenido suerte, no sabe lo que es el Terror Gris ni quién es Don Reba. Todos los acontecimientos de que ha sido testigo durante los quince años que lleva trabajando en este planeta se ajustan más o menos a la teoría básica. Por eso, cuando yo le hablo de fascismo, de las Milicias Grises y de activación de la pequeña burguesía, a él le parece que todo esto son manifestaciones sentimentales. ¡No juegues con la terminología, Antón! Las confusiones terminológicas traen consecuencias peligrosas. No puede comprender que el nivel normal del salvajismo medieval corresponde al pasado feliz de Arkanar. A él le parece que Don Reba es algo así como el Cardenal Richelieu, es decir, un político inteligente y previsor que defiende el absolutismo frente a los desafueros de los nobles feudales. Yo soy el único en este planeta que veo la sombra horripilante que se está extendiendo por este país, aunque todavía no llegue a comprender de quién es esta sombra y lo que significa…

Además, ¿cómo puedo convencerle si veo en sus ojos que casi está dispuesto a mandarme a la Tierra para someterme a una cura?

— ¿Cómo sigue nuestro estimado Sinda? — preguntó.

Don Kondor dejó de taladrarle con la mirada y gruñó: — Está bien, gracias. — Luego, tras una pausa, dijo — : Tenemos que convencernos de una vez por todas de que ni tú, ni yo, ni ninguno de nosotros, veremos el fruto real y tangible de nuestro trabajo. Nosotros no somos físicos, sino sociólogos. Para nosotros la unidad de tiempo no es el segundo, sino el siglo, y nuestra obra no es ni siquiera sembrar, sino tan solo preparar el suelo para la siembra. A veces llegan de la Tierra algunos…

entusiastas, que el diablo se los lleve, sprinters con escasa capacidad pulmonar…

Rumata sonrió de mala gana y se tironeó innecesariamente de las botas. Sprinters, pensó. Sí, ha habido sprinters.

Hacía diez años, Stefan Orlovski, llamado aquí Don Kapata, comandante de una compañía de ballesteros de Su Majestad Imperial, durante los tormentos públicos de dieciocho brujas estorianas, ordenó a sus soldados disparar contra los verdugos, mató a sablazos al Juez Imperial y a dos ujieres, y por fin se vio ensartado por las picas de la guardia de palacio. Mientras se retorcía agonizante no dejaba de gritar: «¡Sois personas!

¡Acabad con ellos!». Pero nadie podía oír su voz, ahogada por el rugido de una multitud que gritaba: «¡Fuego! ¡Más fuego!» Casi en la misma época, en el otro hemisferio, Cari Rosemblum, uno de los especialistas más competentes en las guerras campesinas de Alemania y Francia, conocido allí como Pani-Pa, negociante en lanas, sublevó a los campesinos murisanos, tomó por asalto dos ciudades y fue asesinado de un flechazo por la espalda cuando intentaba poner coto a los saqueos. Todavía estaba vivo cuando acudió el helicóptero de salvamento, pero ya no podía hablar. Lo único que hizo fue mirar a sus salvadores con una expresión culpable en sus grandes y perplejos ojos azules anegados en lágrimas.

Y poco antes de la llegada de Rumata, el amigo y confidente del tirano de Kaisan (el especialista en historia de las reformas agrarias Jerome Tafnat, perfectamente camuflado), promovió sin más un motín palaciego, usurpó el poder, y durante dos meses intentó instaurar el Siglo de Oro, sin dignarse responder a las interpelaciones que le hacían sus compañeros desde la Tierra, adquirió fama de loco, y después de salir ileso de ocho atentados fue felizmente secuestrado por el comando de emergencia del Instituto y trasladado en un submarino a la base insular que tenían en el Polo Sur.

— Y en la Tierra — murmuró Rumata — creen aún que los problemas más difíciles de resolver son los que plantea la Física del Cero…

Don Kondor levantó la cabeza.

— Oh, por fin — susurró.

El potro jamajareño pateó y relinchó estridentemente, y se oyó una enérgica maldición pronunciada con marcado acento irukano. Se abrió la puerta y apareció don Gug, chambelán mayor de su excelencia el Serenísimo Duque de Irukán, grueso, colorado, con el bigote arrogantemente atusado hacia arriba, una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos pequeños y alegres que brillaban bajo los bucles de una peluca color castaño. Rumata sintió el impulso de levantarse de un salto y abrazar al recién llegado, que no era otro que Pashka, su amigo de la infancia; pero don Gug asumió bruscamente una actitud formal, hizo una adusta mueca cortesana y una ligera reverencia, apretando su sombrero contra el pecho, y distendió los labios en una sonrisa de circunstancias. Rumata miró furtivamente a Alexandr Vasílievich. Pero este se había convertido de nuevo en el Juez General y Custodio de los Grandes sellos, y estaba sentado con las piernas abiertas, la mano izquierda apoyada al costado y la derecha en la dorada empuñadura de su espada.

— Habéis negado tarde, Don Gug — dijo en tono desagradable.

— Mil perdones, señor — medio gritó Don Gug, al tiempo que se aproximaba a la mesa —.

Juro por el raquitismo de mi duque que el retraso ha sido debido a circunstancias imprevistas. Las patrullas de Su Majestad el Rey de Arkanar me han detenido cuatro veces, y he tenido que batirme otras dos con unos desvergonzados — mientras decía esto, levantó con elegancia su brazo izquierdo y mostró la ensangrentada venda que lo cubría — Y a propósito, nobles Dones, ¿de quién es ese helicóptero que hay tras la casa?

— Mío — contestó desabridamente Don Kondor —. No dispongo de tiempo para irme batiendo por las carreteras.

Don Gug sonrió amistosamente y se sentó a horcajadas en el banco.

— Nobles Dones — dijo —, hemos de constatar que el sapientísimo doctor Budaj ha desaparecido misteriosamente entre la frontera irukana y el Soto de las Espadas.

El padre Kabani se agitó en su camastro, se dio media vuelta y murmuró con voz espesa, sin despertarse: — Don Reba…

— Dejad que me encargue yo de Budaj — dijo Rumata violentamente —, e intentad al menos comprenderme…



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