V


Hasta hacía muy poco tiempo, la corte de los reyes de Arkanar había sido una de las más cultas del Imperio. En ella existían sabios, que en su mayoría eran simples charlatanes, aunque entre ellos destacaban algunos, como Baguir Kissenski, que descubrió la esfericidad del planeta; el galeno Tata, que concibió la teoría de que las epidemias eran producidas por unos gusanillos muy pequeños, invisibles al ojo humano, arrastrados por el viento y el agua; y el alquimista Sinda, que como todos los alquimistas buscaba el procedimiento para transformar la arcilla en oro, pero que descubrió la ley de la conservación de la materia. También había en la corte poetas, en su mayoría lameplatos y aduladores; pero algunos eran como Pepín el Bueno, autor de la tragedia histórica La Campaña del Norte; Tsurén el Sincero, que había escrito más de quinientas baladas y sonetos a los que el pueblo había puesto música; y Gur el Escritor, creador de la primera novela laica que registra la historia literaria del Imperio, novela que relata los amores desafortunados de un príncipe que se enamoró de una bárbara bellísima. La corte tenía magníficos artistas, bailarines y cantantes. Pintores de talento cubrieron las paredes con frescos de brillo imperecedero, y buenos escultores adornaron con sus obras los jardines de palacio. No se puede decir que los reyes de Arkanar fueran defensores de la cultura y amantes del arte; simplemente, consideraban que las ciencias y las artes eran cosas que daban esplendor a la corte, lo mismo que las ceremonias matutinas de tocador o la presencia de la engalanada guardia real a la puerta de palacio. La tolerancia aristocrática llegó hasta el extremo de que algunos sabios y poetas pasaron a ser ejes importantes del aparato del Estado. Por ejemplo, no hacía más de medio siglo, el doctor alquimista Botsa ocupó el puesto, hoy suprimido por innecesario, de Ministro de Minas, empezó la explotación de varios yacimientos, e hizo que Arkanar fuera famoso por sus magníficas aleaciones, cuyo secreto cayó en el olvido tras la muerte de Botsa. Y Pepín el Bueno dirigió la instrucción pública hasta que, hacía relativamente poco tiempo, fue eliminado el Ministerio de Historia y Bellas Artes, que él dirigía, por considerar que su labor era peligrosa y corrompía las mentes.

Claro está que antes también se habían dado casos en que un pintor o un sabio no del agrado de la favorita real, que generalmente era alguna dama voluptuosa y estúpida, había sido vendido al extranjero o envenenado con arsénico. Pero hasta Don Reba nadie se había dedicado verdaderamente a ello. Durante los años que Don Reba llevaba ejerciendo el cargo de Ministro omnipotente de Seguridad de la Corona, había hecho tales estragos en el mundo cultural de Arkanar que incluso algunos grandes nobles habían expresado su disgusto manifestando que la corte estaba aburrida, y que durante los bailes tan sólo se oían chismes idiotas.

Baguir Kissenski, acusado de enajenación mental capaz de producir delitos de Estado, fue encerrado en un calabozo, del que pudo salir y ser trasladado a la metrópoli gracias a los enormes esfuerzos realizados por Rumata. Su observatorio fue quemado, y sus discípulos que quedaron con vida huyeron cada cual a donde pudo. Tata, el galeno de la corte, al igual que cinco colegas suyos, resultó ser un envenenador que, por instigación del duque de Irukán, conspiraba contra la Real persona, de todo lo cual se reconoció culpable tras ser sometido a tortura, y, por supuesto, fue ahorcado en la Real Plaza.

Rumata gastó treinta kilos de oro tratando de salvarle, perdió cuatro agentes (nobles que no sabían lo que hacían realmente), y poco faltó para que cayese él mismo, ya que fue herido en uno de los intentos por liberar a los condenados. Aquella fue su primera derrota, tras la que comprendió que Don Reba no era un simple figurante. Una semana más tarde Rumata se enteró de que el alquimista Sinda iba a ser acusado de ocultación al tesoro del secreto de la piedra filosofal. Rumata, que estaba aún furioso por su reciente derrota, preparó entonces una emboscada cerca de la casa del alquimista, y él mismo, con la cara tapada por un trapo negro, desarmó a los milicianos que debían arrestar a Sinda, los ató y los encerró en un sótano. Y aquella misma noche el alquimista, que no se había enterado de nada, fue acompañado hasta la frontera de Soán, donde se encogió de hombros y continuó sus experiencias en busca de la piedra filosofal, vigilado de cerca por Don Kondor. Pepín el Bueno decidió inesperadamente meterse a fraile, e ingresó en un lejano monasterio. Tsurén el Sincero, que una vez desenmascarado el doble sentido y la tolerancia a los gustos del vulgo de que adolecían sus composiciones poéticas fue deshonrado y privado de sus bienes, intentó presentar batalla y comenzó a recitar en las tabernas baladas abiertamente destructivas. Elementos patrióticos lo apalearon por dos veces, dejándolo por muerto. Finalmente, tras estos incidentes, el poeta decidió seguir los consejos de su buen amigo y admirador Don Rumata, y marchó a la metrópoli. A Rumata le quedó un recuerdo imperecedero del instante en que Tsurén, estando ya en la cubierta del barco a punto de zarpar, se aferró, con sus finas manos a unos obenques y, pálido como estaba V. por la borrachera, comenzó a recitar con una voz joven y sonora su soneto de despedida: Cual hoja marchita cae sobre él alma…

En cuanto a Gur el Escritor, se sabía que fue llamado al despacho de Don Reba y que, tras hablar con él, había comprendido que un príncipe de Arkanar no podía enamorarse de una escoria enemiga, y había llevado personalmente sus libros a la Real Plaza y los había arrojado uno por uno a la hoguera. Ahora, cada vez que el Rey realizaba una salida, se veía a un Gur encorvado y con rostro cadavérico entre una multitud de cortesanos, esperando una disimulada seña de Don Reba para dar un paso adelante y recitar versos ultrapatrióticos que aburrían a todo el mundo.

Los actores representaban ahora una única obra: La Aniquilación de los Bárbaros o el Mariscal Totz, Rey Pisa I de Arkanar. Los cantantes preferían los conciertos con acompañamiento de orquesta. Los pintores que aún conservaban el pellejo pintaban letreros. Es cierto que dos o tres de estos pintores seguían siendo pintores de la corte, y se dedicaban a pintar retratos del Rey en compañía de Don Reba, en los cuales este último sujetaba al Monarca por el codo (no se alentaban otras variantes). En estos retratos, el Rey aparecía como un hermoso joven de unos veinte años, con la armadura puesta, y Don Reba como un hombre ya maduro de rostro importante. Sí, la corte de Arkanar se había vuelto aburrida. No obstante, los grandes señores, los nobles desocupados, los oficiales de la guardia y las frívolas beldades, los unos por vanidad, los otros por costumbre y los terceros por miedo, cada mañana, al igual que en los mejores tiempos, hacían acto de presencia en las recepciones de palacio. Hablando honestamente, muchos de estos nobles ni siquiera se habían dado cuenta del cambio, porque en los conciertos y en los certámenes poéticos de antaño lo que más les importaba eran los descansos, durante los cuales podían discutir los méritos de sus sabuesos y contarse chistes picantes. También podían comentar las cualidades de las almas del otro mundo, pero consideraban que los temas como la forma del planeta o las causas de las epidemias eran indecorosos. Entre los oficiales de la guardia produjo sin embargo cierta melancolía la desaparición de los pintores, entre los cuales no faltaban maestros en el arte del desnudo.

Rumata llegó a palacio con un cierto retraso. La recepción matinal había ya comenzado. Los salones estaban repletos, y se oían la voz irritada del Rey y las melodiosas órdenes del Ministro de Ceremonias disponiendo el vestido de Su Majestad.

Los palaciegos hablaban de lo ocurrido la noche pasada. Un bandido con rostro de irukano y armado con un estilete había penetrado por la noche en palacio y, tras asesinar a un centinela, entró en la alcoba real, donde había sido desarmado y detenido personalmente por Don Reba. Cuando el magnicida era conducido a la Torre de la Alegría, una muchedumbre de enfurecidos y fieles patriotas había caído sobre él y lo había literalmente despedazado. Aquel era el sexto atentado en el último mes, por lo que el hecho en sí no llamó demasiado la atención. De lo que se hablaba era de los pormenores del mismo. De este modo pudo saber Rumata que cuando Su Majestad vio al criminal, se incorporó en el lecho, cubrió con su cuerpo el de la hermosa Doña Midara, y pronunció estas históricas palabras: «¡Vete de aquí, canalla!». La mayoría de los presentes explicaba estas palabras suponiendo que el Rey confundió al criminal con uno de sus lacayos. Y en lo que todos coincidían era en opinar que Don Reba siempre estaba alerta, y en que era invencible en la lucha cuerpo a cuerpo. Rumata dio a entender con buenas palabras que estaba de acuerdo con esta opinión, y además refirió la historia, que acababa de inventar, de cómo Don Reba fue agredido en una ocasión por doce bandidos, de los cuales tres quedaron tendidos en el suelo, y los demás se dieron a la fuga. La historia fue escuchada con gran interés y credulidad, en vista de lo cual Rumata insinuó que él la supo a través de Don Sera; y como éste era conocido por todos como un gran embustero, la desilusión fue enorme. Sobre Doña Okana nadie comentaba nada. O no estaban enterados de ello, o lo disimulaban.

Estrechando manos, repartiendo cumplidos y algún que otro codazo, Rumata fue abriéndose paso entre aquella multitud emperifollada, perfumada y sudorosa, Los cortesanos charlaban a media voz. «Sí, sí, esa misma yegua. Tenía las manos rozadas y, que el diablo se la lleve, aquella misma noche la perdí adrede jugando con Don Keu.» «Y hablando de muslos… ¡señor mío, qué muslos! Como decía Tsurén: Montañas de espuma fresca… n-no, no… esto… Cerros de espuma fresca… Bueno, no importa: unos muslos descomunales.» «Entonces abro de pronto la ventana, me pongo el puñal entre los dientes y, figuraos, amigo mío, siento que la reja se doblega bajo de mí.» «Le di en los dientes con la empuñadura de mi espada, de tal modo que el asqueroso perro Gris dio dos vueltas de campana. Si quiere puede ir a verlo: ahora está así, con los labios de esa manera…», «…y Don Tameo vomitó en el suelo, resbaló, y fue a caer de cabeza en la chimenea…», «…y el fraile le dijo: Cuéntame, hija mía, cuéntame el sueño que has tenido… ¡ja, ja, ja!».

Qué desgracia, pensó Rumata. Si me matan ahora, esta colonia de protozoos será lo último que vea en mi vida. Lo único que me puede salvar es la sorpresa. Tan sólo la sorpresa me puede salvar a mí y a Budaj. Hay que encontrar el momento oportuno y atacar. Hay que cogerle desprevenido, no dejarle que abra la boca y no dejar que me maten. ¿Por qué he de morir?

Así llegó a la puerta de la alcoba donde, sujetando la espada con la mano, hizo la flexión de piernas prevista por la etiqueta y se aproximó al lecho real. En aquel momento le estaban poniendo las medias al Rey. El Ministro de Ceremonias seguía con la vista los ágiles movimientos de los dos ayudas de cámara que realizaban la operación. A la derecha de la revuelta cama estaba Don Reba, conversando en voz muy baja con un hombre alto y huesudo con uniforme militar de terciopelo gris. Aquel personaje era el padre Tsupik, uno de los jefes de las Milicias Grises y coronel de la guardia de palacio.

Don Reba, como buen cortesano, sabía hablar de modo que, a juzgar por la expresión de su rostro, lo mismo podía estar alabando las virtudes de una yegua que el buen comportamiento de la sobrina del Rey. Pero el padre Tsupik era militar y antes había sido tendero de ultramarinos, y no sabía disimular. Así que el coronel palidecía, se mordía los labios, apretaba y aflojaba los dedos que sujetaban la espada, y finalmente contrajo una mejilla, dio bruscamente media vuelta y, faltando a todas las reglas de etiqueta, salió de la alcoba. Todos los que contemplaban la escena se quedaron helados ante tamaña falta de educación. Don Reba siguió su marcha con una indulgente sonrisa, mientras Rumata, que conocía los roces que se habían producido entre Don Reba y el alto mando Gris, se hacía una tajante reflexión: «Ahí va otro difunto.» La historia del capitán pardo Ernst Rem estaba a punto de repetirse.

El Rey tenía ya las dos medias puestas. Los ayudas de cámara, atendiendo a una melodiosa orden del Ministro de Ceremonias, cogieron con las puntas de sus dedos, con veneración, los zapatos del Soberano. En aquel momento el Monarca apartó a los ayudas de cámara con los pies y se volvió hacia Don Reba con tanta energía que su vientre se montó sobre una de sus piernas lo mismo que un saco bien repleto.

— ¡Ya estoy harto de atentados! — gritó el Rey histéricamente —. ¡Atentados! ¡Atentados!

¡Ya es hora de que yo pueda dormir por las noches sin tener que luchar con asesinos!

¿Por qué no lo arreglas para que los atentados se produzcan de día? ¡Eres un mal ministro, Reba! ¡Otra noche así y daré orden de que se encarguen de ti! — en aquel momento Don Reba hizo una reverencia, con la mano derecha puesta sobre su corazón —.

Oh, tras estos atentados me duele terriblemente la cabeza.

El Rey calló de repente y prestó atención a su vientre. El momento era propicio. Los ayudas de cámara no sabían qué hacer. Había que atraer la atención del Rey. Rumata le arrebató el zapato derecho al criado que lo sostenía, hincó una rodilla en el suelo y empezó a calzar respetuosamente el grueso pie enfundado en una media de seda que le ofreció el monarca. Este era uno de los remotos privilegios de que gozaba la casa de los Rumata: el de calzar el pie derecho de las personas coronadas del Imperio. El Rey lo miró turbiamente, pero de pronto en sus ojos brilló un relámpago de interés.

— ¡Ah, eres Rumata! — exclamó —. ¿Todavía estás vivo? Reba prometió que te estrangularía. — Se echó a reír —. Este Reba es un ministro de pacotilla. No hace más que prometer y prometer y prometer. Prometió desarraigar el movimiento sedicioso, pero la sedición sigue desarrollándose. Ha metido en palacio a un montón de patanes Grises… y mientras yo sigo enfermo ha colgado a todos los galenos de la corte.

Rumata terminó de calzarle el zapato, hizo una reverencia y retrocedió dos pasos. Al hacerlo se dio cuenta de que Don Reba lo estaba mirando atentamente, y se apresuró a adoptar una expresión entre orgullosa y estúpida.

— Estoy completamente enfermo — continuó el Rey —. Me duele todo. Quiero que me dejen en paz. Ya hace tiempo que me hubiera marchado a descansar, pero ¿qué sería de todos vosotros sin mí?

Le calzaron el otro zapato. Se puso en pie, e inmediatamente lanzó un quejido y se llevó una mano a la rodilla.

— ¿Dónde están los galenos? — se lamentó amargamente —. ¿Dónde está mi buen Tata?

¡Lo ahorcaste tú, imbécil! ¡Con sólo oír su voz ya me sentía mejor! ¡Cállate! Ya sé que era un envenenador. Pero a mí eso me importaba poco. ¿Qué tenía que ver que fuera un envenenador? ¡Era un ga-le-no, ¿comprendes, asesino?! ¡Un ga-le-no! Envenenaba a unos, pero a otros los curaba. A mí me curaba. Vosotros lo único que sabéis hacer es envenenar. ¡Sería mejor que os colgaseis todos! — Don Reba hizo una reverencia, poniéndose una mano sobre el corazón, y permaneció así —. ¡En cambio los habéis colgado a todos ellos! ¡Ahora ya no quedan más que tus charlatanes! Y los curas, que me dan agua bendita en lugar de medicinas. Pero, ¿quién sabe hacer una pócima? ¿Quién puede darme friegas en mi pierna enferma?

— ¡Majestad! — exclamó Rumata en aquel instante, y le pareció que todo el palacio había quedado en silencio —. ¡Dad una orden, y dentro de media hora tendréis en palacio al mejor galeno del Imperio!

El Rey lo miró sorprendido. El riesgo era extraordinario. Don Reba no tenía más que hacer una seña y… Rumata sentía físicamente todos los ojos clavados en él a través de las plumas de las flechas. Sabía perfectamente para qué servían aquellas claraboyas que había en el techo de la alcoba. Don Reba lo miró con expresión de cortés y bondadosa curiosidad.

— ¿Qué significa esto? — refunfuñó el Rey —. ¡Pues claro que lo ordeno! ¿Dónde está este galeno?

Rumata hizo un esfuerzo. Le parecía que las puntas de las flechas se clavaban ya en su espalda.

— ¡Majestad! — dijo apresuradamente —. ¡Ordenad a Don Reba que traiga aquí al insigne doctor Budaj!

A Don Reba le había faltado decisión. Lo principal ya estaba dicho, y Rumata aún seguía vivo. El Rey dirigió sus empañados ojos hacia el Ministro de Seguridad de la Corona.

— ¡Majestad! — prosiguió Rumata, ya más seguro de sí —. Como sabía que Vuestra Majestad sufría horriblemente, y teniendo en cuenta las obligaciones de mi linaje para con mis Soberanos, hice venir de Irukán al eminente galeno doctor Budaj. Por desgracia, por el camino el insigne doctor fue apresado por las Milicias Grises de nuestro respetado Don Reba, y hace una semana que sólo él conoce lo que haya podido ocurrir después. Tengo la seguridad de que este galeno no está lejos de aquí, tal vez en la Torre de la Alegría, y confío en que esa incomprensible fobia que siente Don Reba por los curanderos no haya tenido aún funestas consecuencias para la suerte del doctor Budaj.

Al terminar de hablar, Rumata contuvo la respiración. Parece que todo ha salido a pedir de boca, pensó. ¡Prepárate ahora, Don Reba! Con estos pensamientos, miró a Don Reba y se quedó helado. El Ministro de Seguridad de la Corona permanecía tan tranquilo como siempre, y solamente movió la cabeza como si le reprochase su acción con un cariño paternal. Rumata no esperaba aquello. Este hombre es sorprendente, pensó.

Pero el Rey sí procedió como esperaba.

— ¡Bandido! — graznó —. ¿Dónde está ese doctor? ¡Responde pronto o te estrangulo!

Don Reba sonrió amigablemente y dio un paso adelante.

— Vuestra Majestad — dijo — es realmente un soberano dichoso, puesto que son tantos sus fieles subditos que a veces se estorban entre sí en su deseo de servirlo. — El Rey lo miró inexpresivamente —. No niego que el noble propósito de una persona tan vehemente como don Rumata, lo mismo que todo lo que ocurre en el reino, me es conocido. No niego que fui yo quien mandó al encuentro del doctor Budaj a nuestros tutelares Milicianos Grises, con el único propósito de ahorrarle a ese venerable anciano los posibles contratiempos de un viaje tan largo. Tampoco niego que no me apresuré a presentar ante Su Majestad a Budaj el irukano.

— ¿Y cómo te atreviste a hacer eso? — le reprochó el Rey.

— Vuestra Majestad, Don Rumata es joven aún, y tan inexperto en política como diestro en lances de honor. El no sabe las bajezas de que es capaz el duque de Irukán, llevado por la profunda y feroz ira que siente contra Vuestra Majestad. Pero nosotros estamos vigilantes, ¿no es así, Majestad? — el Rey asintió con la cabeza —. Es por eso por lo que creí necesario llevar a cabo primero una pequeña investigación. No creo que sea prudente apresurarnos, pero si Su Majestad — una reverencia al Rey — y Don Rumata — una inclinación de cabeza a Rumata — insisten, hoy mismo, después de comer, el doctor Budaj comparecerá ante Vuestra Majestad para iniciar vuestra curación.

— No sois tonto, Don Reba — aceptó el Rey —. No está mal llevar primero a cabo una investigación. Nunca está de más. Maldito irukano… — dio un alarido, y volvió a cogerse la rodilla —. ¡Maldita pierna! Bien… ¡lo espero después de comer!

El Rey se apoyó en el hombre del Ministro de Ceremonias y se dirigió lentamente hacia la sala del trono, pasando junto a Rumata, que no podía salir de su asombro. Cuando el Rey se hubo perdido entre el nutrido grupo de cortesanos que le abrían paso, Don Reba le dirigió a Rumata una amable sonrisa y le preguntó: — Esta noche estáis de guardia en la alcoba del príncipe, ¿no es así?

Rumata asintió sin decir palabra. Rumata se dedicó a recorrer los interminables pasillos de palacio, oscuros, húmedos, y que olían a amoníaco y a podredumbre. Iba pasando a través de suntuosas habitaciones adornadas con alfombras y tapices, por gabinetes llenos de polvo, con ventanas estrechas y enrejadas, y junto a almacenes llenos de trastos viejos. Por allí casi no había gente. Eran raros los cortesanos que se aventuraban a recorrer aquel laberinto de la parte posterior de palacio, donde de los regios aposentos se pasaba sin transición aparente a la cancillería del Ministerio de Seguridad de la Corona.

Allí no era difícil perderse. Aún era reciente el caso ocurrido a una patrulla de la guardia real cuando iba haciendo el recorrido exterior de palacio. La patrulla fue sorprendido por las desesperadas voces de un hombre que, dirigiéndose a ella, sacaba sus arañados brazos por entre las rejas de una tronera. «¡Salvadme!», gritaba el desdichado. «¡Soy un paje! ¡No sé cómo salir de aquí! ¡Hace ya dos días que no como! ¡Sacadme de este encierro!» Y durante diez días estuvieron discutiendo los Ministros de Finanzas y del Patrimonio Real, hasta que finalmente decidieron cortar la reja. Durante estos diez días hubo que alimentar al pobre paje haciéndole llegar el pan y la carne pinchados en la punta de una pica. También eran peligrosos aquellos corredores porque en ellos los soldados de la guardia real, que siempre estaban algo bebidos, solían tropezarse con los Grises que guardaban el Ministerio, que tampoco eran abstemios. En aquellos encuentros solían enzarzarse a espadazos hasta que se cansaban, tras lo cual cada bando se marchaba por su lado llevándose sus heridos. Finalmente, se rumoreaba que por allí se paseaban también los difuntos, que tras dos siglos de existencia de palacio no eran pocos.

Del interior de una cavidad de la pared surgió un centinela Gris, con el hacha preparada.

— Está prohibido el paso — dijo secamente. — ¿Y tú qué sabes, imbécil? — respondió Rumata distraídamente, a la vez que lo apartaba con una mano.

Siguió adelante, y se dio cuenta de que el centinela ni se movió de su sitio. De pronto se dio cuenta de que las palabras afrentosas y los gestos vulgares le salían espontáneamente, y no por el hecho de estar representando el papel de un cínico de alta cuna, sino porque hasta cierto punto actuaba ya así. Se imaginó a sí mismo en la Tierra con aquellos modales, y sintió vergüenza. ¿Cómo me ha ocurrido esto? pensó. ¿Adonde han ido a parar mi educación y el respeto que me inculcaron de pequeño hacia mis semejantes, esos seres magníficos que se llaman hombres? Y lo peor es que ya no hay quien pueda salvarme, se horrorizó. Porque los odio realmente, los desprecio… No siento hacia ellos la menor lástima. Los odio y los desprecio. Puedo justificar la brutalidad de este muchacho al que acabo de apartar de mi paso por las condiciones sociales en que se ha desarrollado, por la educación tan feroz que ha recibido, por todo lo que se quiera, pero veo claramente que es mi enemigo, que es el enemigo de todo lo que yo quiero, de mis amigos y de lo que considero más sagrado. Y por eso mi odio no es teórico, no es el odio al «representante típico» de una sociedad, sino algo personal. Lo odio por la cara babosa que tiene, por lo que apesta su cuerpo sucio, por ser ciego en su fe, por su rabia hacia todo lo que rebasa los límites de sus instintos carnales y su afición a la bebida. Ahí está ahora ese cernícalo, a quien no hace aún medio año su panzudo padre molía a palos con la sana esperanza de poderle enseñar a vender harina pasada y confituras en almíbar, resollando e intentando en vano recordar los párrafos mal empollados del reglamento y sin saber qué hacer: si darme un hachazo, gritar «¡a mi la guardia!», o simplemente dejarme pasar sin que nadie se entere. Esto último es lo que hará, y luego volverá á meterse en su cavidad y seguirá rumiando su corteza de mascar y babeando. Y no hay nada más de este mundo que le interese, ni siquiera pensar. ¡Pensar! ¿Para qué?

¿Acaso nuestro águila Don Reba es mejor que él? Es cierto que su psicología está más embrollada y sus reflejos son más complejos, pero sus ideas son parecidas a los laberintos de este palacio, que apestan a amoníaco y a crímenes, y él se ha convertido ya en un ser vil, en un criminal horrible, en una araña despiadada. Yo vine aquí por amor a los hombres, para ayudarles a erguirse y a ver el cielo. Pero está visto que soy un mal explorador. No sirvo para sociólogo. ¿Cuándo habré caído en el pantano del que hablaba Don Kondor? ¿Es que un dios puede tener algún otro sentimiento que no sea la piedad?

A espaldas de Rumata se oyeron pasos por el corredor. Rumata se detuvo y posó una mano en su espada. Pero quien venía hacia él era Don Ripat.

— ¡Don Rumata!… ¡Don Rumata! — llamó desde lejos, en voz baja.

Rumata soltó la espada. Cuando llegó a su lado, Don Ripat miró hacia atrás y dijo a su oído: — Hace una hora que os estoy buscando. ¡Vaga Kolesó está en palacio! Está hablando con Don Reba en los aposentos lilas.

Rumata frunció las cejas por un instante. Luego se separó prudentemente y dijo con tono de sorpresa: — ¿Os referís al célebre bandido? ¿Pero acaso no es un personaje imaginario? O mejor dicho, ¿no había sido ya ejecutado?

El teniente se pasó la lengua por sus resecos labios.

— Existe, existe — respondió —. Y ahora está en palacio… Pensé que os podría interesar.

— Querido Don Ripat — dijo Rumata —, a mí me interesan los rumores, los chismes, los chistes… La vida es tan aburrida… Vos seguramente no me comprendéis — el teniente lo miró con alocados ojos —. Pero pensad por vos mismo: ¿qué pueden importarme los negocios sucios que pueda tener Don Reba? Por otra parte, le respeto demasiado como para atreverme a juzgarlo. Bien, perdonad, pero tengo prisa. Me está esperando una señora…

Don Ripat volvió a humedecerse los labios, se despidió con una reverencia y se alejó andando de lado. Cuando había avanzado unos pasos Don Rumata tuvo una gran idea.

— Esperad — dijo, regresando hacia él —. ¿Qué os pareció la pequeña intriga que le montamos esta mañana a Don Reba?

Don Ripat se detuvo de buena gana.

— Quedamos muy satisfechos.

— ¿No creéis que fue algo encantador?

— ¡Estuvo magnífico! Los oficiales Grises están muy contentos de que os hayáis pasado abiertamente a nuestro lado. Un hombre tan inteligente como vos, Don Rumata…

mezclándoos con barones y nobles degenerados.

— ¡Querido Don Ripat! — dijo Rumata orgullosamente, girándose para retirarse —. Habéis olvidado que, desde la altura en que me sitúa mi linaje, es muy difícil distinguir incluso entre el Rey y vos mismo. Adiós.

Y sin más echó a andar a grandes zancadas por el corredor, y entró decididamente por unos pasillos laterales, apartando sin pronunciar palabra a los centinelas con que tropezaba a su paso. Aún no sabía exactamente lo que iba a hacer, pero comprendía que la fortuna le deparaba una ocasión extraordinaria. Tenía que escuchar la conversación entre las dos arañas. Por algo había ofrecido Don Reba una prima catorce veces mayor por Vaga Kolesó vivo que por Vaga Kolesó muerto.

Desde detrás de unas cortinas lilas salieron a su encuentro dos tenientes Grises, con las espadas desnudas.

— Buenos días, amigos — dijo Rumata, situándose entre ellos —. ¿Está el Ministro? — Sí, pero está ocupado — respondió uno de los tenientes.

— No importa, esperaré — dijo Rumata, y cruzó las cortinas.

La estancia donde se introdujo estaba completamente a oscuras. Rumata fue pasando a tientas entre sillones, mesas y soportes de candelabros. Varias veces sintió como alguien resoplaba junto a su oído, despidiendo un olor a ajos y a cerveza. Al cabo de un rato distinguió una débil línea iluminada, oyó la conocida voz gangosa de tenor del respetable Vaga, y se detuvo. En aquel mismo instante la punta de una lanza se apoyó cautelosamente entre sus omoplatos.

— Cuidado, imbécil — dijo irritado, pero sin levantar la voz —. ¿No ves que soy Don Rumata?

La lanza se retiró. Rumata acercó un sillón a la franja de luz, se sentó, estiró las piernas, y bostezó de forma claramente audible. Luego miró.

Allí estaban las dos arañas. Don Reba estaba sentado en una postura muy incómoda, con los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados. A su derecha, sobre un montón de papeles, había un pesado cuchillo arrojadizo con mango de madera. La cara del ministro mostraba una sonrisa amistosa aunque algo forzada. Vaga estaba sentado, de espaldas a Rumata, en un sofá. Parecía un gran señor viejo y lleno de rarezas que llevara treinta años sin salir de su palacio rural.

— Nonrió sueste socaba chítela y esta rachí puede querelar lo ojerao. Diñelarás bin mile parneses. Estaría bien tasabar la guardia. Pero nonrió sueste no querrá. Así que lo dicho. Ya sabe lo que olacera.

Don Reba pasó una mano por su afeitada barbilla.

— Pides buté — dijo pensativo.

Vaga se encogió de hombros.

— Es lo que olacera. Y es mejor no pajelar. ¿De acuerdo? — De acuerdo — dijo resueltamente el Ministro de Seguridad de la Corona.

— Está bien — dijo Vaga, y se levantó.

Rumata, que no había comprendido nada de aquel galimatías, vio que Vaga llevaba un bigote esponjoso y una perilla cana y puntiaguda, como los cortesanos de la época de la pasada regencia.

— Ha sido muy agradable hablar con vos — dijo Vaga.

Don Reba se levantó también.

— Lo mismo digo — murmuró —. Es la primera vez que veo a alguien tan decidido.

— Y yo también — respondió Vaga con un tono aburrido —. Estoy admirado y orgulloso por el valor del Primer Ministro de nuestro remo.

Tras estas palabras, dio media vuelta y se encaminó a la puerta, apoyándose en su bastón. Don Reba, que no le quitaba la vista de encima, puso distraídamente sus dedos en la empuñadura del cuchillo. Al mismo tiempo, tras Rumata alguien empezó a aspirar con una fuerza extraordinaria, y el tubo marrón de una cerbatana surgió por la rendija que formaban las cortinas. Don Reba permaneció de pie, como escuchando, durante unos segundos, y luego se sentó, abrió un cajón de la mesa, sacó unos papeles y se puso a leerlos. Rumata oyó que alguien escupía tras él y vio como la cerbatana desaparecía.

Todo estaba claro. Las arañas se habían puesto de acuerdo. Rumata se levantó, pisó a alguien a quien no pudo ver en la oscuridad, y empezó a buscar la salida de los aposentos lilas.

El Rey comía en una sala enorme con dos hileras de ventanas. La mesa tenía treinta metros de largo y estaba puesta para cien comensales: el Rey, Don Reba, las personas de sangre real (dos docenas de personas pictóricas, glotonas y bebedoras), los Ministros del Patrimonio y de Ceremonias, un grupo de aristócratas de abolengo cuya invitación era tradicional (entre ellos figuraba Don Rumata), una docena de barones que estaban de paso en la ciudad, con los alcornoques de sus hijos, y toda una serie de aristócratas menores, a los cuales les estaba reservado el extremo más alejado de la mesa. Estos últimos hacían siempre lo imposible por recibir una invitación a la real mesa. Cuando por fin recibían esta invitación con los números de los cubiertos que tenían reservados, recibían igualmente con ella una advertencia: «En la mesa hay que estar quietos, a Su Majestad no le gusta cuando hay movimiento. Las manos deben ponerse sobre la mesa, porque al Rey no le gusta que nadie las esconda bajo ella. No hay que mirar hacia los lados ni hacia atrás, pues al Soberano tampoco le gusta esto.» En cada una de aquellas comidas se devoraban enormes cantidades de manjares, se bebían verdaderos lagos de vinos añejos, y se rompía tal cantidad de porcelana fina de Estoria que sus restos formaban verdaderas montañas. El Ministro de Finanzas se vanagloriaba en uno de sus informes al Rey de que el importe de cada una de estas comidas de Su Majestad equivalía al presupuesto de medio año de la Academia de Ciencias de Soán.

Mientras aguardaban a que, tras un triple toque de corneta, el Ministro de Ceremonias anunciara que «la mesa estaba servida», Rumata, con un grupo de cortesanos, escuchaba por décima vez la narración que hacía Don Tameo de una comida regia a la que tuvo el honor de asistir hacía medio año.

— …busqué mi sitio y, como todos, permanecí de pie hasta que llegó el Rey y se sentó.

La comida iba transcurriendo normalmente, pero yo noté que mi asiento estaba húmedo.

¡Figuraos, queridos amigos, hú-me-do! Y lo peor era que no me atrevía a moverme, ni a agitarme, ni a bajar una mano. Finalmente, aprovechando una ocasión, palpé lo que tenía debajo. ¡Estaba mojado de verdad! Olí mis dedos y… nada de particular. ¿Qué será esto? pensé. Entretanto acabó la comida, y todos empezaron a levantarse. A mí me daba miedo hacerlo. En esto veo que el Rey se dirige hacia mí. Yo sigo sentado, lo mismo que un barón pueblerino que no entiende de etiqueta. Su Majestad se acerca moviendo amablemente su cabeza, coloca una mano sobre mi hombro y me dice: «Querido Don Tameo, ya hemos comido; ahora vamos a ver un ballet, y sin embargo tú sigues sentado.

¿Qué te ocurre? ¿No te ha llenado mi comida?» Palidecí. «Vuestra Majestad puede mandarme matar si lo desea», murmuré, «pero es que estoy sentado sobre algo mojado».

El Rey se echó a reír y me ordenó que me levantase. Así lo hice y… ¿qué pasó? Pues que todo el mundo se echó a reír a carcajadas. ¡Amigos, me había pasado toda la comida sentado sobre una tarta al. ron! Su Majestad también se rió mucho. «Reba», dijo finalmente, «esta ha sido sin duda una broma tuya. Haz el favor de limpiar al noble Don, puesto que has sido tú quien le ha ensuciado las posaderas». Y Don Reba muerto de risa, sacó su puñal y empezó a rascar los restos de tarta que habían quedado adheridos a mis calzones. ¿Os figuráis cual era mi situación? No quiero ocultar que estaba temblando, porque temía que Don Reba, considerándose rebajado públicamente, se vengara de mí.

Afortunadamente, todo terminó bien. Aquél fue el día más feliz de mi vida, nobles Dones.

¡Cómo se reía el Rey! ¡Qué satisfecho estaba Su Majestad!

Los cortesanos se reían a carcajadas. Aquellas bromas eran frecuentes en la mesa real. Se las arreglaban de forma que los invitados se sentasen sobre foie gras, en sillas con las patas rotas, sobre huevos de oca… También le podían poner a uno agujas envenenadas en el asiento. Al Rey le gustaba que lo divirtieran. Rumata pensó: ¿Qué haría yo si me ocurriera lo que a Don Tameo? Me temo que el Rey tendría que buscarse otro Ministro de Seguridad, y que el Instituto se vería obligado a mandar a Arkanar a otra persona. Hay que estar siempre alerta, lo mismo que nuestro águila Don Reba.

Sonaron las cornetas, el Ministro de Ceremonias gritó melodiosamente, el Rey entró cojeando, y todos empezaron a sentarse. En los ángulos de la sala unos soldados de la guardia real permanecían inmóviles, apoyados en sus mandobles. A Rumata le tocaron dos vecinos poco habladores. A su derecha se encontraba Don Pifa, rollizo, comilón, y esposo de una de las bellezas de la corte, y a su izquierda Gur el Escritor, que no apartaba su mirada del plato vacío. Los invitados se quedaron extasiados mirando al Rey.

Este se sujetó al cuello una grisácea servilleta, echó una ojeada a los platos y cogió un muslo de pollo. Cuando sus dientes se hincaron en dicho muslo, cien cuchillos fueron a chocar con los platos, y cien manos avanzaron resueltamente hacia los manjares. En la sala comenzó a oírse un poderoso y acompasado ruido de chasquidos y succiones. El vino empezó a gorgotear. Los bigotes de los soldados de la guardia se agitaron ávidamente. A Rumata, al principio le daban asco aquellas comilonas, pero ahora ya se había acostumbrado. Mientras trinchaba con su puñal una paletilla de cordero, miró de soslayo hacia su derecha y desvió inmediatamente su vista: Don Pifa había hecho presa en un jabalí asado, y sus quijadas funcionaban como las de una excavadora. No dejaban ni los huesos. Rumata contuvo la respiración y engulló de un trago su vaso de irukán.

Luego miró a su izquierda y observó como Gur removía perezosamente con su cucharilla la ensalada que tenía en el plato.

— ¿Qué escribís ahora, padre Gur? — preguntó Rumata a media voz Gur se estremeció.

— ¿Escribir?… — murmuró —. No sé… Mucho.

— ¿Versos? — Sí… versos.

— Vuestros versos son realmente horribles, padre Gur — Gur le miró de una forma extraña —. Sí, sí, horribles. Vos no sois poeta.

— No, no soy poeta — admitió el comensal —. A veces pienso: ¿qué soy y qué es lo que temo? Pero no lo sé.

— Mirad a vuestro plato y seguid comiendo. Yo os diré lo que sois. Sois un escritor genial, el descubridor del camino más moderno y más fructífero de la literatura — las mejillas de Gur comenzaron a enrojecer —. Dentro de cien años, o quizá antes, centenares de escritores seguirán vuestro camino.

— ¡Qué Dios les perdone! — exclamó Gur.

— Y ahora os diré lo que teméis.

— Le temo a las tinieblas.

— ¿O a la oscuridad?

— A la oscuridad también. En la oscuridad nos sentimos dominados por los fantasmas.

Pero a lo que más, temo es a las tinieblas, porque ellas hacen que todo lo que existe a nuestro alrededor se vuelva gris.

— Exacto, padre Gur. ¿Sabéis dónde se puede conseguir todavía vuestra obra?

— No, no lo sé. Ni quiero saberlo.

— Pues sabedlo por si acaso: en la metrópoli hay un ejemplar en la biblioteca del Emperador; otro ejemplar se guarda en el museo de curiosidades de Soán; y el tercero lo tengo yo.

Gur se sirvió con sus temblorosas manos un trozo de jalea.

— Yo… no sé… — miró tristemente a Rumata, con sus ojos grandes y hundidos —. Me gustaría leerla… Releerla…

— Os la puedo prestar con mucho gusto.

— ¿Y luego?

— Luego me la devolveréis.

— Luego os la devolverán — dijo Gur bruscamente. Rumata agitó la cabeza.

— Don Reba os da miedo, padre Gur.

— ¿Miedo?… ¿Acaso vos habéis tenido que quemar alguna vez a vuestros hijos? ¿No?

Entonces, ¿cómo podéis hablar de miedo?

— Me descubro ante lo que habréis tenido que sufrir, padre Gur. Pero al mismo tiempo condeno el hecho de que os hayáis rendido.

Gur empezó entonces a susurrar en voz tan baja que Rumata apenas podía distinguir sus palabras en medio del ruido de los comensales.

— ¿Para qué me decís todo esto? ¿Sabéis acaso lo que es al verdad? La verdad es que el Príncipe Jaar amó a la hermosa de piel bronceada Vainevnivora y que tuvieron hijos. Y yo conocí al nieto. Y es cierto que la envenenaron. Pero después me explicaron que todo eso es mentira, y me dijeron que la única verdad es aquella que hoy conviene al Rey, y que todo lo demás es falso y delictivo. Es decir, que toda la vida he estado escribiendo mentiras y ahora… ¡ahora digo la verdad!

Se puso repentinamente en pie y recitó, sin respirar: Como la eternidad, grande y glorioso, es el Rey al que llaman Generoso. El infinito ante él retrocede, y a la primacía sitio le cede.

El Rey dejó de rumiar y fijó en Gur su inexpresiva mirada. Los invitados se encogieron.

Don Reba fue el único que sonrió y dio unas discretas y casi mudas palmadas. El Rey escupió un hueso sobre el mantel y dijo: — ¿La eternidad?… Sí, llevas razón. Retrocedió… Te felicito. Puedes seguir comiendo.

Los chasquidos y las conversaciones se reanudaron. Gur se sentó de nuevo. — ¡Qué fácil y qué dulce es decir la verdad en presencia del Rey! — murmuró Gur con un hilo de voz.

Rumata permaneció un rato silencioso y luego dijo: — Padre Gur, os entregaré un ejemplar de vuestro libro, pero con la condición de que empecéis inmediatamente a escribir otro.

— No — respondió Gur —. Ya es demasiado tarde. Que lo escriba Kiun. Yo ya estoy envenenado. Además, ya no me importa. Lo único que anhelo es habituarme a beber.

Pero no lo consigo. Me hace daño al estómago.

Otra derrota, pensó Rumata. Otra vez he llegado tarde.

— ¡Oye, Reba! — dijo el Rey de repente —. ¿Dónde está el galeno? Me prometiste que vendría después de comer.

— Y aquí está, Majestad — dijo Don Reba —. ¿Queréis que lo llame?

— ¡Claro que lo quiero! Si a ti te doliera la rodilla como me está doliendo a mí, estarías gruñendo como un cerdo. ¡Haz que venga inmediatamente!

Rumata se apoyó en el respaldo de su silla y se preparó para ver lo que ocurriría a continuación. Don Reba levantó una mano e hizo chasquear los dedos. Se abrió una puerta, y un anciano cargado de espaldas, vestido con una larga toga adornada con imágenes de arañas, estrellas y serpientes entró haciendo reverencia. Bajo el brazo llevaba una bolsa alargada. Rumata se sintió sorprendido. Se imaginaba a Budaj de otro modo completamente distinto. No podía creer que un hombre de su talento, un humanista como el autor del Tratado sobre los venenos, tuviera aquellos descoloridos y fugaces ojos, aquellos labios que temblaban de miedo y aquella sonrisa aduladora. Pero recordó a Gor el Escritor. Por lo visto, la investigación a que había sido sometido el presunto espía no tenía nada que envidiarle a la conversación literaria entre Gur y Don Reba. Habría que coger a Reba de los testículos, pensó Rumata, llevarlo a un calabozo y decirle a los verdugos: «Aquí tenéis a este espía irukano que se ha disfrazado como nuestro Ministro.

El Rey ordena que le hagáis declarar dónde está el verdadero Ministro. Cumplid con vuestra obligación, pero cuidad de que no muera antes de una semana.» Rumata tuvo que cubrirse la cara para disimular su placentera sonrisa. ¡Qué cosa tan horrorosa es el odio!

— ¡Bien, bien, acércate, galeno! — dijo el Rey —. Eres demasiado raquítico. Pero no importa, ven aquí. Haz una flexión de piernas.

El desgraciado Budaj comenzó a hacer la flexión. Su rostro estaba contorsionado por el pánico.

— Más, más — insistía el Rey —. ¡Haz otra! ¡Otra más! ¿No te duelen las rodillas? ¿Te las has curado? ¡Enséñame los dientes! No están mal. Ya quisiera yo tener unos dientes como éstos. Y las manos también pueden pasar: son fuertes. Se te ve sano a pesar de parecer tan raquítico. Bueno, empieza a curarme: demuestra lo que eres capaz de hacer.

— Per… permitidme Vuestra Majestad ver esa pierna… esa piernecita… — oyó Rumata, y levantó los ojos.

El galeno estaba de rodillas ante el Rey, y le apretaba cuidadosamente la pierna.

— ¡Hey, hey! — gritó el Rey —. ¿Qué estás haciendo? ¡No me aprietes! ¿No te has comprometido a curarme? ¡Pues deja de toquetear y cúrame!

— Todo está cla… claro, Vuestra Majestad — susurró el galeno, y empezó a buscar apresuradamente en su bolsa.

Los invitados dejaron de comer. Los pequeños nobles del extremo de la mesa incluso se irguieron un poco y alargaron sus cuellos, movidos por la curiosidad.

Budaj sacó de su bolsa varios frascos de piedra, los fue destapando y oliendo sucesivamente, y los colocó en fila sobre la mesa. Después cogió la copa del Rey y la llenó hasta la mitad de vino. Mientras le daba a la copa unos pases con ambas manos y murmuraba unos conjuros, fue vaciando en ella el contenido de los frascos. Un fuerte olor a amoníaco invadió el ambiente. El Rey apretó los labios, miró lo que había en la copa, arrugó la nariz y desvió sus ojos hacia Don Reba. El Ministro hizo una mueca compasiva.

Los cortesanos contuvieron la respiración.

¿Qué está haciendo este hombre? pensó Rumata. ¡Si lo que tiene el Rey es gota!

¿Qué es lo que acaba de echar? En su tratado dice claramente que en los casos de gota hay que frotar las articulaciones inflamadas con tintura reposada durante tres días del veneno de la serpiente blanca Cu. ¿Acaso esta mezcla es para darle friegas?

— ¿Esto para qué es, para darme friegas? — preguntó el Rey, mirando la copa con desconfianza.

— No, Vuestra Majestad — respondió Budaj, algo más tranquilo ya —. Es una pócima para beber.

— ¿Para beber? — dijo el Rey, poniendo cara de disgusto y recostándose en su sillón —.

¡No tomaré nada! ¡Dame friegas!

— Como desee Vuestra Majestad — asintió sumisamente Budaj —. Pero me atrevería a sugerir que las friegas no van a conseguir nada.

— ¿Y por qué todos me dan friegas, mientras tú quieres hacerme tomar esta porquería?

— Majestad — dijo Budaj, enderezándose orgullosa — mente —, el único que conoce esta medicina soy yo. Con ella he curado al tío del duque de Irukán. En cambio, las friegas no han conseguido curar a Vuestra Majestad.

El Rey miró a Don Reba. Este volvió a sonreír compasivamente.

— Eres un miserable — murmuró el Rey, dirigiéndose enojadamente al médico —. Un paleto. Un raquítico. — Cogió la copa —. ¿Y si te doy con la copa en los dientes? — Volvió a mirar el contenido de la copa —. ¿Y si me produce náuseas? — En ese caso tendréis que repetir el tratamiento, Majestad — dijo Budaj, afligido.

— Bien, ¡sea lo que Dios quiera! — dijo el Rey, y se llevó la copa a los labios. Pero de pronto la retiró con tanta violencia que salpicó el mantel —. ¡Bebe tú antes! Ya sabemos cómo son los irukanos. ¡Vendisteis a San Miki a los bárbaros! ¡Anda, te digo que bebas!

Budaj adoptó una expresión infinitamente ofendida, tomó la copa y bebió un largo trago.

— ¿Qué? — preguntó el Rey.

— Está amargo, Majestad — dijo Budaj con voz apagada —. Pero hay que beberlo.

— Sí, sí — refunfuñó el Rey —. Ya sé que hay que beberlo. Dame la copa. ¿Ves? te has bebido la mitad, y has conseguido…

El Rey levantó la copa y bebió de un trago lo que quedaba en ella. A lo largo de la mesa corrieron suspiros de compasión, y luego todo quedó en silencio. El Rey se quedó como helado y con la boca abierta. De sus ojos empezaron a fluir abundantes lágrimas.

Se puso rojo, luego azulado. Extendió los brazos sobre la mesa e hizo chasquear nerviosamente los dedos. Don Reba le tendió un pepinillo en vinagre, pero el Rey se lo tiró a la cabeza y volvió a extender los brazos.

— Vino… — jadeó.

Alguien se apresuró a darle una jarra. El Rey, cuyos ojos giraban frenéticamente, empezó a engullir con ansia. Dos rojizos arroyuelos nacieron en la comisura de sus labios y fueron a morir en la blanca pechera de su bordada camisa. Cuando la jarra quedó vacía el Rey se la tiró furiosamente a Budaj, pero afortunadamente erró el tiro.

— ¡Infame! — rugió con voz desconocida —. ¡Me has matado! ¿Por qué? ¡Haré colgar a todos los que son como tú! ¡Reventarás, bandido! — Se tocó la rodilla y añadió — : ¡Me duele! ¡Me sigue doliendo!

— Majestad — dijo Budaj —, para vuestra total curación es necesario que sigáis bebiendo esta pócima una vez al día, durante una semana como mínimo.

El Rey sintió que algo le estrujaba la garganta.

— ¡Fuera de aquí! — gritó —. ¡Fuera todos!

Los cortesanos, volcando sus sillas por la prisa, se lanzaron hacia las puertas.

— ¡Fue-e-e-e-e-era! — seguía gritando el Rey, como un poseso. Empezó a tirar toda la vajilla que estaba a su alcance.

Al salir de la sala, Rumata se ocultó tras una cortina y se echó a reír a carcajadas. Tras la cortina de enfrente, alguien se reía también estridente y entrecortadamente, como si le faltara la respiración.


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