En el fondo sólo quedaba la Navidad del año pasado, las últimas vacaciones que pasé en casa de mis tíos. Hacía frío y el pueblo se hundía en la niebla. La vida allí era aburrida como siempre, nadie llamaba por teléfono, nadie venía a buscarme. Mi tío se dormía frente a los ballets de la televisión, mi tía hacía grandes colchas de croché. En la penumbra el árbol de plástico parpadeaba como un semáforo roto.
Incluso a mediodía la niebla envolvía la casa como un sudario. Cada media hora me acercaba a la ventana para ver si salía el sol. Nunca se veía nada. De noche soñaba que tenía brazos larguísimos, tan largos que llegaban hasta el cielo. Llegaban al cielo y cogían las nubes, las apartaban una tras otra como si fueran las cortinas del cine. ¿Hay sol o no?, me preguntaba con rabia. Lo encontraba por fin, su rayo luminoso me golpeaba en mitad de la frente. Sólo me golpeaba a mí y a nadie más, porque lo había buscado yo, lo había sacado de su madriguera con mis brazos desmesurados, con mi voluntad.
En fin de año fui a la leñera y me emborraché. De fuera llegaba, intermitente, el ruido de los coches. Todos corrían en la niebla. ¿Adónde iban? Quizá, de tristeza, a matarse antes del banquete. La leña olía a moho, y brillaba, mojada como la de un galeón hundido. Estoy en el vientre de la ballena, pensaba, mientras todo me daba vueltas. Me ha tragado y no puedo liberarme. Estoy prisionera en lo más hondo de un castillo, o quizá ya estoy en el más allá y ésta es mi tumba. Se pudre la leña y se pudren ya mis huesos. Si ésta es la tumba, ¿dónde está la ultratumba? En algún momento se tendría que abrir una rendija, por algún sitio entraría la Luz. O se desatarían las llamas.
¿Debía creer? ¿Volver a caer en la trampa y creer de nuevo?
En algún sitio debía estar mi madre. Quizá ya estaba en el infierno, y por eso yo no podía verla. O quizá no había nada, nada de nada. Después de un año sólo había gusanos y después de dos, polvo.
«Reza un poco por mamá y por las almas del purgatorio», me decían cada tarde las monjas, cuando estaba en el colegio. Yo obedecía, con las manos juntas y los ojos hacia lo alto. Esperaba que, de un momento a otro, apareciera mamá, una ráfaga de luz y viento. La reconocería por el calor, por el pequeño tornado de tibieza que surgiría del estómago. El amor, me diría, la ha hecho volver del mundo de los muertos.
Rezaba y rezaba, pero lo único que continuaba encendiéndose y apagándose era una bombilla defectuosa.
¿Existía de verdad el amor? ¿Y en qué forma se manifestaba?
Cuanto más pasaba el tiempo, menos lo entendía. Era una palabra, una palabra como mesa, ventana, lámpara. ¿O era otra cosa? ¿Y cuántos tipos de amor existían?
De pequeña había creído en él, como se cree en la existencia de los duendes. Pero un día miré en las hendiduras de los troncos, bajo el sombrerillo de las setas. No había duendes ni hadas, sólo musgo, líquenes, un poco de mantillo y algún insecto.
En lugar de besarse, los insectos se devoraban entre sí.
Mi madre murió cuando yo no había cumplido los ocho años. Un accidente de coche mientras yo estaba en el colegio. Recuerdo bien aquel día. La maestra me llevó al despacho de la directora. Una tenía un brazo en mi hombro, otra movía los labios: «Ha sucedido algo terrible…»
Yo me quedé quieta, sin llorar. Quién sabe si en alguna parte volveré a encontrar su perfume, pensé.
¿Por qué los rostros desaparecen con el tiempo y los olores no? ¿Cómo era su perfume, qué contenía? Seguro que agua de colonia barata, mezclada con el olor de su piel y el de jabón y talco. Mi madre siempre estaba lavándose.
En mis primeros siete años siempre estuvimos juntas. Vivíamos en un pequeño apartamento. Era alegre, vistosa, de buen color. Se iba al trabajo después de haberme acostado y, al despertar, volvía a encontrarla de pie junto a la cama. Se me echaba encima, riendo: «Se aproxima una lluvia de besos…»
Así era y así, pensaba yo, sería siempre.
Aún no sabía que nuestros nombres no estaban esculpidos en piedra, sino sólo trazados sobre una pizarra. De vez en cuando, alguien pasaba el borrador y una salía de la lista. ¿Lo pasaba con voluntad precisa? ¿Lo pasaba por distracción? ¿Era precisamente aquél el nombre que quería borrar, o quizá era el de arriba, o el de abajo?
Sobre la puerta de la cocina habíamos colgado una estampa de Jesús. Siempre había, debajo, una lucecita encendida. Aunque no quemaba, se movía como una llama. Jesús tenía el corazón en la mano, pero no me impresionaba, porque, en vez de descomponerse y gritar de dolor, estaba bien peinado, con las mejillas sonrosadas y sonreía sin ningún temor. «¿Quién es ese señor?», pregunté la primera vez que lo vi. «Es un amigo», respondió mamá, «un amigo que te quiere». «¿A ti también te quiere?» «Claro. Quiere a todos.»
El olor de aquel día, el día de la muerte, para mí es desde entonces el del pan recién hecho. De la silla de la directora colgaba la bolsa de una panadería. De allí salía el perfume e invadía toda la habitación.
En el alféizar de la ventana una batata agonizaba en un vaso de agua sucia.
La «cosa terrible» era la muerte.
«Quiero ir donde está», dije.
«Lo siento. Ya no es posible.»
En los días siguientes se superpusieron un número casi infinito de olores. El olor del hospital, un olor que no había conocido hasta entonces, pero feo, el olor de la tierra removida y de las flores que han envejecido, el olor de sus amigas, la Pina, la Giulia y la Cinzia, que me habían abrazado tantas veces, el olor de la sotana del viejo cura que tenía prisa y hablaba rápido, el olor de un bocadillo de mortadela que alguno se estaba comiendo cerca, el olor a pino del aparador que teníamos en la cocina.
Ahora era ella la que estaba encerrada en aquel aparador largo y estrecho.
Sus amigas lloraban y se sonaban la nariz. La señora que me había acompañado me cogía fuerte como si temiera que volara al cielo.
«¿Yo también tengo que llorar?», le pregunté. Movió la cabeza adelante y atrás, como diciendo «Sí». Me esforcé en llorar, pero con poco éxito. Tenía un único pensamiento en la cabeza. ¿Adónde va una persona cuando ya no está en ninguna parte?
Al día siguiente empecé a pedirle a Jesús que me dejara ciega. En el colegio me habían contado que había curado a muchos ciegos, escupiendo sobre sus párpados. Si había hecho eso, pensaba, también podría hacer lo contrario. Dicen que también ciertos animales son capaces de hacerlo: te escupen un líquido en los ojos y te hundes en el mundo de las sombras.
Esto era lo que yo quería con todas mis fuerzas. Llegar al mundo donde no hay nada, ni casas ni calles m coches ni caras ni mañanas ni tardes. Sólo la noche. Una noche en alta mar, con el cielo cubierto, sin estrellas ni lunas ni faros en el horizonte.
Por lo general los ciegos saben dónde ir con el tacto. Yo hubiera sido una ciega distinta: me habría movido por el olfato. Sentiría el olor del semáforo rojo y el del verde, el olor de la lluvia y ese olor, más intenso, que precede a la nieve. Hubiera sentido el olor de las personas antipáticas y el de las simpáticas, el olor de aquellas de las que podía fiarme y el de esas a las que había que morder antes de que se acercaran demasiado.
Le había pedido a Jesús que me llevara a la sombra porque estaba convencida de que allí se escondía mi madre. Dando vueltas por las tinieblas, arriba y abajo, antes o después olfatearía un rastro, y el rastro me llevaría hasta ella, a la turbulencia tempestuosa de sus besos.
Olor a desinfectante, olor a menestra de verduras, a cebolla, a puerro, olor a cerrado, a polvo, a faldas sucias, olor a pipí en la cama y a jabón barato, olor a humedad, olor a incienso. En el mapa de estos olores, no reconocía ni uno mío.
En el colegio había una monja que siempre me cogía del brazo. Quería consolarme, pero me daba miedo.
¿Tenía que acostumbrarme a aquel nuevo olor de mi vida?
Todavía no estaba ciega, pero había aprendido a hacer un juego con los ojos. Cuando alguien se me ponía delante, imaginaba ser un caracol: proyectaba hacia adelante y hacia atrás los ojos hasta que todo se volvía opaco.
Sólo por la tarde me ponía contenta, cuando todas estábamos en pijama junto a la cama y la monja decía: «Juntemos las manitas y recemos a Jesús.»
Jesús me había seguido de una vida a la otra y, puesto que era mi amigo y me quería, era algo bueno. Así, con las manos juntas, repetía dentro de mí: «Por favor, ya que me quieres y quieres a mamá, haz que vuelva conmigo para siempre.»
Pero el Jesús del dormitorio era distinto del de la cocina. En vez de sonreír con el corazón en la mano, estaba clavado en una cruz, sucio, casi desnudo y con los ojos cerrados. Allí estaba, con su dolor, y no miraba a nadie.
Entretanto buscaban a mis parientes. Nunca había habido un padre. Mamá no tenía hermanos ni hermanas. Sus padres habían muerto hacía tiempo.
«Qué suerte», me dijo un día la de la cama de al lado, «al final te adoptarán».
Así, con el paso de las semanas, también aquél se había convertido en mi sueño. No quería otra mamá, pero me gustaría tener por fin un papá y una casa con una habitación sólo para mí, con mis juguetes y mis olores.
Un día llegó una asistente social. Tenía las mejillas rojas y un abrigo verde botella muy gastado. «Tienes suerte», exclamó con alegría. «Hoy hacemos las maletas y mañana te vas a casa de tus tíos. El tío Luciano es el hermano de tu abuelo. Está casado, pero no tiene hijos. Pasarás con ellos las vacaciones de Navidad y el verano. ¿Estás contenta?»
No dije ni sí ni no. Me quedé quieta, con los ojos de caracol que se proyectaban adelante y atrás.
A la mañana siguiente llegó mi tío a recogerme. Sus zapatos crujían mientras atravesaba el gran pórtico. En vez de darme un beso me tendió la mano: «Encantado. Soy Luciano.»
Su coche tenía los asientos de plástico rojo, muy limpios. Atrás había dos cojines de punto llenos de encajes y bordados. En cada curva oscilaban como medusas gigantes. Guardábamos silencio.
«Ahora conocerás a tu tía Elide», me dijo poco antes de llegar a la granja.
Mi tía parecía esculpida en madera. Mejillas rojas y duras y una nariz muy grande. Me dio dos besos como mordiscos, diciendo: «Bienvenida.»
Por la tarde la ayudé a limpiar el pollo. Al día siguiente preparamos los bizcochos para Navidad. Hablaba poco. «Pásame eso, coge aquello.»
Yo tenía un cuarto en el piso de arriba, con una cama grande y fría. Había una mesa, un armario y el suelo de baldosas. Desde la ventana se veía el escaléxtric de la carretera comarcal. Vuom, vuom, hacían los coches; grrrrn, los camiones.
A menudo había niebla. En esos días los grandes Tir parecían mamuts. Emergían de la nada, como fantasmas, y por la nada volvían a ser tragados.
Aquella Navidad, bajo el árbol de plástico con las luces parpadeantes, encontré un paquete. Y, dentro del paquete, una caja. Dentro de la caja, una camisa blanca.
«¿Te gusta?», preguntó la tía Elide.
«Sí», respondí.
En realidad, la camisa blanca no me importaba en absoluto. Lo único que me hubiera gustado de verdad era un osito con quien compartir la cama. Mi osito de siempre había terminado en el mundo de la sombra, con todo lo demás.
Aquella Navidad recibí una camisa blanca, y he recibido una camisa blanca casi todas las Navidades siguientes. Una camisa cada vez más cerrada, cada vez más casta.
En el colegio siempre estaba sola. De vez en cuando alguna monja me llevaba aparte y me decía: «No es bueno aislarse, que luego vienen las penas.» Entonces, para contentarla, buscaba compañía, me metía en el grupo pero nadie me echaba la pelota. Me quedaba un rato, mano sobre mano, y después volvía a retirarme a un banco con mis pensamientos.
Hay buenos pensamientos y malos pensamientos, repetían las monjas a menudo. ¿Cuáles eran los pensamientos buenos y cuáles los malos? ¿Cómo se podían distinguir unos de otros? Los pensamientos no tienen olor y eso hace todo más difícil.
Yo andaba por los senderos del jardín y pensaba. Si Dios fuese verdaderamente amable, también les habría dado un perfume, así sería posible distinguirlos desde que se forman en la mente. Una cosa es acercarse a una rosa; y otra, a una prímula. La primera te aturde con su olor, de la otra ni te das cuenta. Del mismo modo, los pensamientos malos deberían tener un olor fuerte, desagradable, a caca o a pescado podrido, por ejemplo, y los buenos, por el contrario, un perfume suave, amable, olor a vainilla o chocolate. Así el mundo sería más simple. Nadie podría esconderse detrás de las palabras porque de repente todos sentirían el hedor o el perfume. Quien piensa mal o tiene malas intenciones, sería descubierto antes de abrir la boca.
Hacia los ocho años, en el catecismo, había descubierto la existencia del ángel de la guarda. Desde aquel día, cuando me preguntaban: «¿Por qué estás siempre sola?», respondía: «Está conmigo el ángel de la guarda, no estoy sola.»
«El ángel de Rosa está siempre con ella», bisbiseaban las monjas, mirándome desde lejos. «Dios te bendiga», murmuraba la vieja hermana portera, cuando pasaba a mi lado. Así yo podía pensar en paz.
Había una cosa que me atormentaba desde hacía algún tiempo. Se refería a Jesús. Yo había hecho algunos cálculos. En el dormitorio éramos doce y cada una de nosotras, por la noche, le pedía algo. Había otros cuatro dormitorios, con peticiones parecidas y, además, estaban las monjas. Así que, sólo con nosotras, debía ocuparse de un montón de personas. Si además salía del colegio, el número aumentaba espantosamente. ¿Cómo se las arreglaba Jesús para acordarse de todas las peticiones y, sobre todo, para concederlas? Y, además, ¿estábamos realmente seguros de que las concediera? Mamá me decía que Jesús me quería y que también la quería a ella. Las monjas decían que quería a todos.
Pero ¿qué era el amor? No conseguía entenderlo. No era un olor ni una moneda para comprar las cosas. Las monjas hablaban del amor como si fuera el pegamento del mundo, pero cegaban las ventanas y leían las cartas por miedo a que el amor estallara. ¿De qué amor estaban hablando?
Cuanto más me lo preguntaba, menos conseguía entenderlo. Se lo pregunté a mi compañera de pupitre. «Es cuando un hombre y una mujer duermen desnudos, uno encima y la otra debajo.»
Los veranos con mis tíos eran interminables. Nadie venía a vernos. No hacíamos excursiones, salvo el 15 de agosto a un santuario mariano poco distante. El aire no se movía, la luz era deslumbrante, el calor fermentaba los excrementos. Pipí de conejo, caca de gallina. Sólo se podía pasear con la nariz tapada.
«Deberías acostumbrarte, señorita», me decía mi tía, con mala sombra. Un día, el gallinero, la conejera, la leñera y la casa serían mías. A esto se refería mi tía. Debía acostumbrarme porque aquélla sería mi vida, limpiar las gallinas, retorcerles el pescuezo, recoger los tomates, pelarlos, hervirlos, despellejar a los conejos y luego, por la tarde, sentarme delante de la casa, al anochecer, a mirar pasar como una exhalación los Tir por la carretera comarcal.
«Si no hubiera sido por nosotros», repetía a menudo.
Si no hubiera sido por vosotros, continuaba dentro de mí, a esta hora tendría una casa preciosa y un papá. O estaría en el mar con las monjas, de campamento. Asi que cualquier cosa sería mejor que quedarme allí, inhalando el plomo de los motores, el metano de la descomposición.
Incluso las personas en el verano huelen más. A treinta metros, con los ojos cerrados, hubiera distinguido entre mi tío y mi tía, el párroco y el cartero.
Con el calor los ruidos llegaban a ser terribles. Vrouum vroumm, los acelerones de los camiones en el escaléxtric. Bzzzzbzz, el zumbido de las moscas. Croac, croac, el croar de las ranas en una zanja poco distante. Y de noche, los mosquitos. Mosquitos de todas las dimensiones. En cuanto apagabas la luz, se te echaban encima, silbaban alrededor de las orejas, zssszss. Matarlos no servía de nada. Por cada muerto, diez salían de la nada.
En la cocina, mi tío había instalado una especie de lámpara que compró en una feria. En cuanto un insecto la rozaba, se carbonizaba. Sonaba un chichs, olía a pollo quemado. A cada muerte, mi tía gritaba: «¡Otro!», y repetía el número que hacía en la jornada.
Zsss, croac, vroumm, chichs, bzzzzbzz… ¿Con quién podía hablar yo? Las preguntas que acumulaba en la cabeza desde el invierno, en verano se me convertían en un sombrero estrecho.
A mi tía no le caía simpática, a mi tío le era indiferente. El cartero me regalaba siempre un caramelo y el párroco no me soportaba.
Lo supe desde la primera vez que lo vi. Olor a menestra, olor a bodega, olor a algo sucio. Tenía los ojos pequeños y oblicuos como los de un jabalí. Cuando mi tía me presentó, se quedó inmóvil, mirándome como si hubiera visto un insecto. Ni me dio la mano ni me acarició. Sólo se tocó la nariz y dijo:
«Sí, la hija de la Marisa.»
Un día de agosto fui a verlo, de todas formas. Si don Firmato no sabía responderme, ¿quién iba a poder? Estaba echando una cabezada en la penumbra fresca, al fondo de la iglesia. Me senté a su lado, le tiré de una manga.
«Eres tú», refunfuñó.
«Quiero saber una cosa.»
«Dime.»
«¿Qué es el amor?»
Se volvió a mirarme: sus ojos eran lentos, acuosos.
«¿Cuántos años tienes?»
«Doce.»
«El amor es pecado.»
Entre todos los pecados, don Firmato prefería el de la carne, y por eso los otros niños lo llamaban entre ellos don Filete. No había domingo en que, después de rodeos más o menos largos, no acabara hablando de aquello. Si la lectura del día eran las bienaventuranzas, se las arreglaba como fuera para hablar de la perdición de los sentidos. Para don Firmato, un muro infranqueable dividía el mundo. Se estaba a uno u otro lado. Un lado era el infierno y otro el paraíso. Se nacía ya predispuesto. No había posibilidad de elección. Todo estaba decidido desde el principio.
Una vez, alguien escribió «Firmato = Cerdo» con pintura roja en los muros de la casa del cura. Al pasar por allí, se me escapó la risa.
Esa misma tarde, llegaron los carabineros y le hicieron un montón de preguntas a mi tía. La puerta de la casa ¿estaba abierta de noche, o no? ¿Se podía salir por la ventana y volver sin que nadie se diera cuenta? Luego subieron a mi cuarto y miraron en el armario y debajo de la cama. Me miraron las manos y los antebrazos. Escudriñaron incluso debajo de mis uñas para ver si quedaba alguna huella de pintura.
«Mi sobrina», repetía mi tía siguiendo a los carabineros, «es una chica estupenda. Todos los domingos va a misa conmigo. Por la noche se acuesta temprano. Y además, sargento, si hubiera sido ella la habría matado con mis propias manos».
Los carabineros asentían, muy serios. Don Firmato debía estar absolutamente convencido de mi culpabilidad. Si hubiese dependido de él, yo ya hubiera ardido en las llamas del infierno. Mi tía me había defendido únicamente porque sabía que me era imposible salir de casa por la noche. Cada tarde cerraba con llave todas las puertas y del segundo piso, donde yo dormía, no se podía bajar sin hacerse daño.
Pero al día siguiente tuve que unirme al grupo de fieles encargado de borrar la pintada de los muros de la casa del cura. Cuando pasó por mi lado, el párroco me dijo en un murmullo: «De tal madre, tal hija. Ella está en el infierno y tú estás ya en la sala de espera.»
Mi madre era puta. A los ocho años yo no lo sabía todavía: estaba convencida de que trabajaba de noche limpiando oficinas. Seguí creyéndolo hasta los once años. Entretanto el sueño de seguirla al mundo de las sombras había desaparecido. Las monjas habían llamado a un psicólogo para que me ayudara. El psicólogo vino al colegio. Hablamos en una habitación, solos los dos.
«Muerta», me dijo. «¿Puedes entender lo que significa? Significa que tu madre ya no está aquí, en la tierra, que nunca podrás abrir una puerta y verla. Ya no podrás tocarla ni abrazarla. Te tienes que acostumbrar a vivir con las cosas hermosas que recuerdes de ella.» Luego me acarició y continuó: «Si quieres llorar, llora.»
Todos querían que llorase, pero yo no tenía ganas. En vez de llorar me preguntaba: ¿adónde va a parar la basura? También la basura es así. Un día la bolsa está en casa, en el rincón bajo el fregadero, y al día siguiente ya no está. Viene un camión grande y la devora. Después de pasar el camión, sólo queda el hedor en el aire.
La muerte no debía de ser algo muy distinto: salía y devoraba a las personas como a las bolsas dejando tras de sí una nube de mal olor. El mismo olor que cuando los Tir de la carretera comarcal atropellaban a un perro.
La verdad me la gritó a la cara tía Elide, una mañana. Por alguna razón, se había enfadado conmigo. En esas ocasiones, sus ojos se volvían de vidrio; su lengua, de metal. «Ya es hora de acabar con la farsa», gritó. Y luego desgranó la verdad como un rosario. «Tu madre no murió en un accidente, sino que la atropellaron mientras esperaba a los clientes en una curva de la circunvalación.»
«¿Qué vendía?», pregunté.
Mi tía me miró con aire de desafío. «¿No lo entiendes? Vendía su cuerpo. Era una mujer que sólo sabía abrir las piernas.»
Desde aquel día, cada vez que hablaba de ella, tía Elide la llamaba así. La mujer que abría las piernas.
Lo aguanté más de un año. Luego, una mañana, en la cocina, en cuanto empezó a decir: «Sólo sabía…», la corté.
«¡También sabía abrir de par en par los brazos!», le grité.
Mi tía se puso palidísima.
«Desgraciada», murmuró, «con los sacrificios que hacemos por ti».
Entonces cogí un tizón de la chimenea con las tenazas y lo acerqué a las cortinas.
«Tócame y le prendo fuego a todo.»
Llegó mi tío en su socorro: «El fuego se apaga con agua», y me tiró a la cara el contenido de la jarra.
¿Empecé a odiarlos aquel día?
Creo que sí.
Me quedaba en mi cuarto y escribía mensajes. Os odio, quiero que os muráis, que os atropelle un coche, que os dé un ataque, una enfermedad terrible. A las palabras, añadía dibujos, y luego lo rompía todo, iba al baño y, antes de hacerlo desaparecer, descargaba encima mis cosas.
Pero, delante de ellos, fingía que no pasaba nada, me esforzaba en ser amable. Tenía miedo de las represalias. Mi tío siempre me amenazaba con encerrarme en la leñera porque estaba llena de ratones, arañas y serpientes. Para vencer el miedo, empecé a ir sola a la leñera. Allí nadie me buscaba ni nadie me molestaba. Al poco tiempo, la leñera se había convertido en mi refugio preferido. Los seres humanos ya me daban más miedo que los ratones y las serpientes.
Una vez, mientras iba en bicicleta por un camino blanco, encontré a una señora con dos niños. Gritaba como una loca porque a pocos metros de ella había una bicha. Para demostrarle que no hacía daño, me bajé de la bicicleta, cogí por la cola a la bicha y se la puse delante de las narices. «Ve», le dije, «basta cogerlas por la cola. No pueden revolverse». En lugar de darme las gracias, siguió gritando como una obsesa.
Al día siguiente, todo el pueblo decía que yo debía tener algo raro porque iba por ahí con serpientes en el bolsillo y les acariciaba el hocico, como se acaricia a los perros.
A los trece años estaba más que harta de mis tíos. Sólo imaginarme sus voces y sus caras me ponía en un estado de profundo desagrado. Así, unos días antes de Navidad, decidí que ese año no iría a su casa. Pedí hablar con la directora y se lo dije.
«¿Por qué?», me preguntó mirándome directamente a los ojos.
«Porque no me gusta.»
«¿Hay algún problema?»
«Ninguno. Son viejos y me aburro. Sólo es eso.»
«Entonces lo siento, pero tienes que ir. El juzgado les ha concedido tu custodia. Y además estar solos el día de Navidad es distinto que estar solos cualquier otro día del año. Si te quedaras aquí, al final te arrepentirías.»
Toda la noche estuve pensando en escaparme, pero por la mañana hice lo mismo que todos los años. Cogí el autobús y me fui a la granja.
Los bizcochos ya estaban en el horno.
«¡Por fin has llegado!», gritó mi tía al verme entrar. «Cámbiate y limpia los conejos. Después ven aquí, que hay que desplumar el capón.»
Toda la antevíspera estuve haciendo lo que me mandaba.
Al anochecer empezó a caer una llovizna helada. Habíamos comido en silencio en la mesa de formica de la cocina, frente al televisor encendido. Los cristales estaban cubiertos de vapor. En una gran olla hervía el pavo. Era demasiado grande y, por arriba, sobresalían los muñones de las patas.
Lavé los platos y me fui a la cama. Las sábanas estaban heladas y el edredón parecía mojado. Vuom grnn vuom. De la ventana cerrada llegaba el ruido de los coches. Me sentía triste, esa tristeza reposada que precede al llanto. A los labios, por costumbre, me vino una oración pero me la tragué. Era ya demasiado mayor para los ositos y ya no conseguía agarrarme a los rezos. ¿Cuál era entonces el antídoto de la tristeza? Quería llorar pero de los ojos no salía nada. Sentía mi cuerpo como si fuera de otra persona. Intenté abrazarme. Frío sobre frío. Un abrazo entre dos serpientes, entre dos trozos de chatarra. Ahora me tiro por la ventana, pensé. Probablemente no me moriré, pero por lo menos me rompo las piernas o la espina dorsal, paso la Navidad en el hospital y el resto de mi vida en una silla de ruedas. Y en aquel instante sentí el perfume de mamá. Encendí la luz. En el cuarto no había nadie. ¿De dónde venía? ¿Era de verdad o sólo lo había soñado? En el techo, encima de la cama, había aparecido una mancha de moho. Parecía el hocico de un oso o el de un mono con la boca abierta.
Del piso de arriba todavía llegaba el ruido de la televisión. Allí estaban los dos monolitos, en las butacas cubiertas de celofán antipolvo. Dos insectos secos. Dos momias apergaminadas. Mi tía mandaba y mi tío obedecía. «Sí, Elide. Muy bien, Elide. Tienes razón, Elide.»
La víspera de Navidad procuré pasarla tranquila. Mi tía decía algo y yo la obedecía inmediatamente. Hacía todo sin levantar la vista para que no pudiera leer mi interior. De vez en cuando iba a mi cuarto y lanzaba la almohada contra la pared, y luego hundía la cara en la almohada y gritaba en silencio.
Por la noche abriríamos los paquetes, nos intercambiaríamos besos de agradecimiento, devoraríamos el pavo frío frente a un espectáculo de variedades y mi tío se reiría por los chistes más idiotas, los más vulgares.
Me esperaba la sexta camisa blanca, pero recibí un par de guantes de lana azul con refuerzos de polipiel. También yo sorprendí a mis tíos. En vez del acostumbrado jarrón hecho con mis propias manos o de los agarradores de croché, les regalé una pera y una manzana con un precioso lazo rojo. Todos los años, al abrir los regalos, mi tía repetía suspirando: «¡Qué maravillosa era la Navidad cuando el único regalo eran dos nueces y una naranja!» Así que le di gusto.
Luego nos sentamos a la mesa. Y, mientras mi tía se lamentaba de que los tortelloni no habían salido tan bien como los del año anterior y mi tío la tranquilizaba diciéndole que incluso quizá estuvieran más buenos, llamaron a la puerta. Mi tía estiró el cuello como un pavo.
«¿Quién será a esta hora y en un día como éste?»
Me levanté y fui a abrir. Era un negro con una bolsa inmensa. Vendía bragas y toallas. El blanco de sus ojos brillaba en la noche.
«¿Quieres comprar cosas bonitas?», me preguntó.
«Pasa», le dije, «es la cena de Navidad».
Mi tía se puso en pie de un salto: «¿Quién es?», gritó. «¿Cómo se te ocurre dejarlo entrar?»
«¿Es o no la cena de Navidad?», respondí.
«Lo es, pero no para él. Si fuera cristiano no andaría por ahí esta noche vendiendo sus porquerías.»
Mi tío se levantó y con una mano, débilmente, tocó la mano del negro.
«Gracias», dijo para demostrar su autoridad viril, «no necesitamos nada». Y lo acompañó a la puerta.
«¿Has cerrado bien con llave?», le preguntó mi tía cuando volvió.
«Sí.»
Seguimos comiendo en silencio. En el vídeo, niños de todos los colores, amaestrados como monos de circo, cantaban villancicos tontos, y alrededor los adultos daban palmas con los ojos brillantes.
Golpeé la cuchara en el borde del plato.
Los monolitos levantaron los ojos.
«¿Y si hubiera sido Jesús?», dije.
Mi tía se levantó a recoger los platos. «No digas tonterías. Jesús no era negro. Y no iba por ahí vendiendo bragas.»
Cuando me pasó el plato con las tajadas de pavo guisado, pensé: parecen trozos de cadáver. Es más: son trozos de cadáver, y lo dejé.
«¿Cómo vas a saber que no te gusta si ni siquiera lo pruebas?»
En vez de mandarla al infierno, sólo dije: «No tengo más hambre.»
Con el tenedor pinchó una tajada y me la lanzó al plato. «Pues te lo comes igual.»
En ese momento sucedió una cosa extraña. Sentí que el corazón empezaba a hincharse. Parecía como si hubieran desatornillado una arteria y la hubieran sustituido por una bomba de bicicleta. El manómetro subía y el corazón se volvía más grande. ¿Qué pasaría si chocara contra el lado cortante de las costillas?
Así que abrí la boca.
«¿Por qué no hablamos del amor?»
«¿De qué amor?», preguntó inmediatamente Cuello de Pavo.
«No lo sé. Os lo pregunto. ¿Cuántos amores existen? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Diez? ¿Mil? Puesto que os casasteis, por lo menos conoceréis uno, ¿no? Por eso se casa la gente, ¿no? O vosotros…»
Mi tío se levantó. Temblaba de la cabeza a los pies.
«¡Ten respeto o…!»
«¡Sólo he hecho una pregunta! No sé qué es el amor, dónde está. Ni siquiera sé si existe de verdad y cómo…»
Mi tía me interrumpió con una sonrisilla: «Deberías habérselo preguntado a tu madre. Era una verdadera especialista.»
En ese instante el corazón tocó las costillas y desordenó todo. Cogí la tajada de pavo con las manos, la tiré al suelo y la aplasté con el zapato. «Detesto la carne», grité. «¡La detesto!» Y salí cerrando la puerta con violencia.
Hacía frío y no había cogido la chaqueta. La bici de mi tía estaba apoyada en la pared. Salí y empecé a pedalear. No sabía adónde ir, sólo sentía una increíble fuerza en las piernas.
En el cielo había unas cuantas nubes y unas cuantas estrellas.
La ruedecilla de la dinamo hacía vrrr contra la llanta de la rueda, la luz del faro era débil, intermitente, casi no atravesaba la oscuridad de la noche.
Casi sin darme cuenta llegué a la estación. Faltaba poco para las diez y el bar estaba abierto todavía. Entré y dije: «Una grappa.»
Era la primera vez en mi vida que pedía algo distinto de un chocolate caliente.
El primer sorbo me dio tos, y el segundo. Al tercero sentí flojas las piernas. En un rincón brillaban las luces de un flipper.
«¿A qué hora pasa el próximo tren?», pregunté.
«El último ya ha pasado», me respondió el hombre del mostrador, fregando vasos. «Y el próximo pasa mañana por la mañana.»
Tenía la cara grande y un gran bigote colgante. A lo mejor es mi padre, pensé. Mamá había llegado como yo a la estación, huía de algo y tenía miedo, estaba callada en un rincón y él, fingiendo consolarla, la había aplastado con su cuerpo enorme contra la pared del váter. Y nueve meses después yo vine al mundo.
Había terminado la bebida y me sentía rara.
«¿Tiene usted hijos?», le pregunté estúpidamente.
«Por desgracia, no», respondió. «Pero te puedo decir lo mismo que no me parece bien que estés aquí a estas horas. Ahora mismo cierro el local y vuelves a casa, ¿de acuerdo?»
Me acompañó a la puerta y echó la persiana metálica. Tenía un 127 decrépito, le costó bastante arrancarlo. Cada vez que lo intentaba, el tubo de escape temblaba como si fuera a caerse. Y luego se alejó dejando una estela de nubarrones blancos.
¿Volver a casa? ¿Qué me esperaba en casa? ¿Y si volviera al colegio? A lo mejor no había nadie, todas las monjas habían ido a ver a sus familias. Desde la vez del tizón, nunca me había atrevido a rebelarme de esa manera contra mis tíos. Como máximo, había sido un poco maleducada. ¿Cómo me recibirían? En el fondo, siempre había sido una huésped desagradecida.
Alcé la vista, un satélite atravesaba el cielo como si fuese un cometa. Era la noche de Navidad. Quizá mis temores eran temores inútiles. Quizá con su cola incandescente la estrella había calentado incluso el corazón de mis tíos. Llamaría a la puerta y, por primera vez, me acogerían con los brazos abiertos.
Ya pedaleaba hacia la casa, cuando oí una voz que me llamaba. Era el vendedor de bragas. Fumaba sentado entre las bolsas de mercancía.
«Estás aquí», dije.
Me hizo una seña para que me sentara y me ofreció su cigarro. Una, dos, tres caladas. A la tercera, alguien me cogió el estómago y lo revolvió. ¿Dónde estaba? ¿En una barca? Tenía ganas de vomitar como si hubiera mar gruesa. Todo me daba vueltas. Sí, iba en una barca y la barca se hundía, giraba en el remolino que me arrastraría al fondo. «¿Nunca habías fumado?», preguntó el negro. Su mano se apoyó en mi pierna, arriba, cerca de la ingle.
De repente, el remolino se detuvo y me eché a reír. La noche era negra, la carretera era negra, el vendedor de bragas era negro. ¿De qué color era el alma? Puede que también fuera negra, y por eso se me había escapado siempre. En vez de hundirme, ahora iba a tientas. Tendía las manos hacia adelante como en el juego de la gallina ciega. ¿Dónde estaba el límite de las cosas? No conseguía encontrarlo.
A nuestras espaldas pasó un tren. El ruido cubrió sus palabras. ¿Qué olor era aquel olor? Olor de bosque, de jungla, olor de animal que persigue y es perseguido. Su cuerpo estaba muy cerca, tan cerca que aplastaba el mío. ¿Quería calentarme? ¿Entonces por qué me apretaba con tanta fuerza? Yo tenía más ganas de reír que de llorar. Veía el blanco de sus ojos, sus manos habían desaparecido en la noche. ¿Cuántas manos tenía? Me parecía sentirlas por todas partes. Cuando en mi boca entró una especie de babosa prepotente, para defenderme cerré de golpe los dientes.
De repente, me encontré en el suelo. El negro gritaba cosas que yo no entendía, y escupía. Luego recibí una patada en la espalda.
Inmediatamente después, estaba montada en la bici y pedaleaba.
Pedaleaba y pedaleaba en la noche con el faro apagado y todo me parecía absolutamente quieto. Las piernas eran pesadas como las de las pesadillas, cuando debes escapar y nada responde a tus órdenes. Al principio sudaba. Luego el sudor se transformó en hielo. Un coche, adelantándome a toda velocidad, hizo sonar con rabia el claxon. Casi perdí el equilibrio. Cuando puse los pies en tierra miré alrededor y no reconocí nada. Ni una señal, ni un semáforo, ni un edificio.
¿Adónde iba? ¿Quién era yo? Observaba aquellos dedos que apretaban los frenos como los dedos de un desconocido. ¿Cómo me llamaba? Era como intentar coger un pez con las manos: cuanto más lo intentaba, más se me escapaba. No había nadie cerca a quien poder preguntarle: «¿Sabe quién soy?»
De repente en mi interior se formó una enorme cavidad y en aquella cavidad yo giraba con los ojos de par en par y la boca muy abierta, como un pez en el acuario. Yo era el pez y también su dueño. Existía y me miraba existir. Y, aun existiendo y mirándome existir, ni siquiera estaba segura de existir.
Luego, de golpe, todas a la vez, empezaron a sonar las campanas. Así me desperté. Es Navidad, dije, y soy Rosa. La Rosa salida de casa con el pavo bajo los pies, la Rosa que nadie quiere, la Rosa sin flores y llena de espinas, la Rosa que sólo se ha llevado una patada del negro. Miré alrededor y por fin me di cuenta de dónde estaba, y volví a pedalear hacia el pueblo.
Si no me hubiese fumado aquel cigarrillo, ¿hubiera sido todo de otra manera? ¿Quién puede saberlo? Tenía la grappa en el estómago, la primera grappa de mi vida. Con el humo, se había convertido en dinamita.
No pedaleaba con calma sino con rabia. El faro seguía apagado, pero la dinamo giraba y giraba. No cargaba la luz, sino la oscuridad de mi corazón. A cada vuelta de la cadena, aquel dolor confuso, aquella vaga sensación de humillación se transformaban en odio. Un odio puro, transparente e indestructible como el carbono en la composición del diamante. Al subir a la boca, el odio se transformaba en palabras. Aceleraba hacia la carretera comarcal y gritaba: «¡Iros todos al infierno!» «¡Reventad, cabrones, hijos de puta, mierdosos!»
El corazón había tocado las costillas, se había enredado entre ellas, como una pelota entre las ramas de un árbol. Para hacerlo estallar, bastaría un movimiento minúsculo. Las costillas eran como cuchillos. Respiraba y se clavaban en la carne. Cuanto más respiraba, más lancinante era el dolor. Quizá en un ventrículo se había formado un absceso y ahora, por fin, estaba supurando.
La plaza de la iglesia parroquial estaba llena de coches. Por las vidrieras se filtraba la luz cálida de las velas. Tiré la bicicleta al suelo. Si hubiese encontrado a alguien en la puerta, le hubiera pegado un puñetazo. No encontré a nadie, así que abrí la puerta de una patada.
Todo sucedió muy rápidamente. La iglesia estaba llena de gente. A pesar de la homilía, todos se volvieron a mirarme. Atravesé la nave central a grandes pasos.
«¡Todos me dais asco!», grité, «¿y sabéis por qué? ¡Porque sólo sois repugnantes, asquerosos sepulcros blanqueados!».
El párroco se quedó con la boca abierta y un brazo suspendido en el aire. Algún niño se echó a reír. Fui al nacimiento, cogí al niño del pesebre y lo levanté sobre mi cabeza, como un trofeo.
«¿Sabéis qué es esto?», grité, dándole vueltas en el aire. «¿Queréis de verdad saber qué es? ¡Es una estatuilla estúpida!»
Nadie rechistaba, todos me miraban asustados.
«¡Adoráis a una estatua!», dije, antes de tirarla en mitad de la nave. «¡Sólo una estatua!»
El ruido del niño al hacerse pedazos los despertó. Todos se persignaron. Vi a mi tía derrumbarse en la primera fila, a mi tío saltar para cogerme.
Don Firmato empuñó el candelabro y se precipitó hacia mí.
Conseguí huir por la nave de la izquierda. Al pasar, corriendo, arranqué los carteles de colores del catecismo. Con grandes letras, habían escrito: «El amor es…» Los arrojé sobre las velas a San Antonio. En menos de un segundo ardían. Yo ya estaba en la puerta.
Antes de salir, me volví y grité con toda la fuerza de mis pulmones:
«¡Escucha, Firmato, cerdo! ¡Amor sería besar a la Magdalena, no vomitarle en la cara!»
Luego me monté en la bicicleta y volví a casa.
¿Quería morir? Probablemente sí. La casa estaba vacía. En el fondo de la chimenea, todavía ardían las brasas.
De pronto, no sabía qué hacer. Me sentía vacía. Ya no me latía el corazón, sino la cabeza. Sentía un dolor fortísimo entre los ojos. Todo me daba vueltas. Me dejé caer en el celofán del sillón. ¿Qué pasaría ahora? ¿Llegarían los carabineros y me detendrían? O a lo mejor me mataba mi tía. ¿Cómo le había dicho aquel día al sargento?, «con mis propias manos».
Estaba demasiado cansada para sentir algún tipo de miedo. Nada iba bien y, por lo tanto, todo iba bien. No muy lejos, un perro aullaba tristemente. De la carretera comarcal llegaba el ruido de los coches que volvían a casa.
«Mamá…», dije antes de dormirme y, en el breve sueño, soñé que me abrazaba. Me apretaba fuerte, sonriendo, sin decir nada. Entonces, de pronto, tenía encima a mi tía, que gritaba con las tenazas de la chimenea en la mano. Cuando las tenazas me caían encima, comprendí que ya no soñaba. Ya no quería morirme, así que intenté escapar de la butaca.
«¡Que no se escape, cógela!», gritaba a mi tío. Mi tío me cayó encima como un jugador de rugby. Resbalamos y rodamos por el pasillo.
«¡Te mato! ¡Te mato, hija de puta y de Satanás!», seguía gritando mi tía. Y golpeaba. Golpeaba como cuando sacudía los edredones, golpeaba a ciegas. Yo intentaba cubrirme la cabeza con los brazos. Cuando vi la sangre, también yo empecé a gritar.
«¡Mátame! ¡Mátame si quieres! ¡Así te llevo conmigo al infierno!»
Asestó otro par de golpes, cada vez más débiles, y lanzó las tenazas al suelo. Se cubrió la cara con las manos y estalló en sollozos.
El perro de los vecinos seguía ladrando.
Me quedé en la cama dos días. No tenía ganas de comer, no tenía ganas de nada. El simple hecho de mover una pierna me parecía imposible. De vez en cuando dormía, de vez en cuando miraba el moho del techo.
El segundo día, por la tarde, oí la voz del sargento, abajo, en la cocina. No había venido para llevarme, como esperaba, sino sólo para decir que don Firmato, por respeto a la devoción y a la fe de mi tía, había retirado la denuncia. «Además», añadió, «en el pueblo todos les tienen aprecio».
Mi tía le dio las gracias con un hilo de voz. «Y pensar que la recogí en casa sólo por hacer una buena obra. Sin padre, ¡y huérfana de semejante madre! Y nosotros somos viejos. Esperábamos salvarla, sargento. Usted me entiende. Y ahora tenemos que soportar esta cruz.»
Antes de irse, el sargento dijo: «¡Coraje!»
Al tercer día, cuando mis tíos salieron para ir al centro comercial, bajé a la cocina, cogí la botella de Alkermes para los dulces y me escondí en la leñera.
¿Cuántos estratos de piel existen en nuestro cuerpo? Hay quemaduras de primer, segundo y tercer grado. Existe la abrasión leve, cuando se roza algo, y aquella en la que la piel resulta literalmente desollada. Entre una y otra existe la misma diferencia que entre un ligero malestar y la supervivencia. La piel nos sirve para respirar, para proteger los estratos de tejido más frágiles.
¿Cuántos estratos me quedaban a mí?
Bebía Alkermes sentada sobre el caballete para cortar la leña y me miraba el brazo. En un punto había piel, en otro no. El dolor tendría que haber sido limitado, pero, con sus tentáculos, se extendía por todas partes. Quizá incluso la cara estaba desnuda. Ya no era rosa, sino rojo escarlata. Debía de parecer la de un mono de Borneo. O la del demonio.
¿El infierno existía o no? Si la nada estaba sobre nuestras cabezas, ¿también estaba bajo nuestros pies? ¿O existía un gran equilibrio entre los dos polos? ¿Arriba, un cielo crepitante y ligero como un velo de tul y, abajo, todos los desechos, todas las limaduras de hierro del mundo? Quizá por eso la tierra tenía consistencia, porque el centro era de una pesadez extraordinaria.
Allí, abajo, había fuego y plomo y estaño y carbón. Y también las almas más sucias. Se revolcaban entre las llamas como los cerdos se revuelcan en el fango. Sin el centro pesado, nuestro planeta sería como un merengue. Voluminoso pero ligerísimo. No podría mantener su rumbo ni una fracción de segundo. Saliéndose de su camino, estallaría como una bola de nieve contra el cristal de un coche. Así que si seguíamos aquí, el centro debía ser forzosamente pesado. Pesado y habitado, como la manzana está habitada por el gusano.
Cada casa tiene su propietario. ¿Qué rostro tenía el dueño del infierno? ¿Era el mismo que dominaba nuestros días?
Cuando arranqué el cartel donde habían escrito: «El amor es…» y lo acerqué a las llamas, se encendió inmediatamente. Podría, por lo menos, haber opuesto algo de resistencia, antes de dejarse consumir, podría haber luchado unos minutos. Así la gente podría haber dicho: «¿Ves? El amor resiste al fuego. O al menos lo intenta…»
El amor vence todo, había oído repetir muchas veces. El amor es más fuerte que la muerte. Pero no era verdad, porque el amor, incluso si existe, es frágil. Es tan frágil que es casi invisible. Y ser invisible y no existir es casi lo mismo. El humo de un incendio se puede ver a kilómetros de distancia, y durante años perdura en el entorno el signo de las llamas. El amor no llega a verse ni siquiera cuando se mete en él la nariz.
También yo ardía. Me ardía el cuerpo y ardía por dentro. Por eso bebía, para sentir algo de alivio. Pero era un alivio que duraba poco. Tendría que haberme revolcado en la nieve helada o tendría que haber gritado con una voz tremenda todo lo que me salía del corazón.
«Odio» era mi palabra preferida. Me puse a repetirla despacio, a flor de labios. Te odio. Os odio. Me odio. Te odio. Os odio. Me odio. Luego eliminé el pronombre y sólo dejé «odio». Lo dije al revés y se convirtió en «oido».
Separando las letras, lo transformé en «Oh dios»… [1]
¿Por qué todos tenían miedo de terminar en el infierno? Me daría mucho más miedo terminar en el paraíso. Podría sostener la mirada de Satanás, ¡pero la de Dios! Absolutamente imposible. Dios vería mi pequeñez. Me despreciaría, como me despreciaban el párroco y mi tía. Y, además, yo había roto la estatua de Jesús. La había roto en la noche más sagrada, en la de su nacimiento. ¿Adónde podía ir, aunque existiera otro mundo?
De noche, en la cama, pensé: igual que existen oraciones al ángel, deben existir también dedicadas al diablo. Quise repetir el Ángel de la Guarda, sustituyendo la invocación. Pero luego no podía dormirme. Tenía la sensación de que la mancha del techo tenía mil ojos. Ojos fluorescentes y lenguas que brillaban asaetando la oscuridad del cuarto. Me desperté en el corazón de la noche al sonido de mi voz. Gritaba. Durante un momento me pareció que la mancha del techo era un mono enorme con la boca sucia de sangre y ascuas en los ojos que se avalanzaba sobre mí.
Lo que me quedaba de vacaciones lo pasé como un polizón en un barco. Siempre encerrada en mi dormitorio. En cuanto salían, bajaba a la cocina.
El cuatro de enero decidí volver al colegio. Se lo dije a mi tía en el gallinero. No dijo ni sí ni no ni «buen viaje». Ni siquiera levantó la vista del cubo de alpiste.
Metí mis cosas en la bolsa. El autobús salía a mediodía. Mi tío estaba cazando. Cuando mi tía se fue al mercado, mezclé la comida de los conejos y las gallinas con veneno para los ratones.
«¿Ya estás aquí?», observó la superiora al verme llegar.
Entramos en su despacho. En un rincón humeaba un hervidor eléctrico. La monja lo apagó, echó el agua en la tetera y se sentó frente a mí.
«¿Ha pasado algo?», me preguntó.
Me encogí de hombros. «Absolutamente nada. Me aburría.»
Empecé a sentirme incómoda por la insistencia de su mirada.
«¿Qué te has hecho en la cabeza?»
«Me he caído de la bicicleta.»
El reloj, detrás del escritorio, dio las cuatro y media. Fuera casi estaba oscuro. La mano de la superiora acarició la mía. Su voz era baja, tranquila.
«Rosa, ¿por qué no dices la verdad? De mí no tienes nada que temer.»
«No existe la verdad.»
«¿Estás segura?»
Respondí lo primero que me vino a la cabeza.
«A mí nadie me quiere. Da lo mismo que viva o que me muera.»
«Te equivocas. Yo te quiero.»
«Usted sólo quiere cobrar la mensualidad.»
«¿Qué puedo hacer para que cambies de idea?»
«Nada.»
«¿Quieres que llame al psicólogo?»
«Detesto a los psicólogos.»
«¿Entonces?»
«Está bien así.»
«No lo creo.»
«Yo estoy bien así y con eso basta.»
Entonces sentí sus manos sobre las mías, eran pequeñas y más bien frías.
«¿Por qué no me miras a los ojos?»
«No es obligatorio, ¿no?»
«No es obligatorio, pero sería amable.»
«La amabilidad no me importa.»
En aquel instante sonó la campana del rosario.
La madre superiora se levantó.
«Tengo que irme, pero antes de que salgas quiero decirte dos cosas. La primera es ésta: la puerta de mi despacho y de mi habitación están siempre abiertas, de día y de noche, si tienes ganas de hablar sólo tienes que empujar y entrar.»
«¿Y la segunda?»
«Recuerda que no tienes ninguna responsabilidad de tu pasado, pero que tienes mucha respecto al futuro. El futuro está en tus manos y a ti te toca construirlo. Por eso te invito a reflexionar y a abrirte a los demás antes de hacer alguna tontería.»
Los meses que siguieron fueron meses de oscuridad, rasgados por resplandores inesperados y violentísimos. Todo me parecía inútil, no soportaba la compañía de nadie. Iba a clase y no oía ni una de las palabras de los profesores. Pasaba horas inclinada sobre los libros pero ante mí sólo pasaban páginas y páginas opacas. Sólo me faltaba un año para el título, pero ni siquiera eso me alegraba.
Mi futuro era como las páginas, opaco.
Seguramente volvería a la granja y pasaría el resto de mi vida limpiando la mierda de los conejos y las gallinas. Un día, mis tíos morirían y yo me convertiría en la dueña de todo, pero sería demasiado tarde. Vieja y fea, no encontraría a nadie con quien vivir. O, a lo mejor, un día lo abandonaría todo y me iría a vivir en la calle, con los perros. Ellos, al menos, me querrían. O ninguna de estas cosas. Me quedaría simplemente en la granja y, año tras año, la niebla se me metería dentro y devoraría mis huesos. Para devorar el cerebro se había inventado el alcohol. Entre los agujeros de la nariz y los de los oídos reinaría la oscuridad profunda de una bodega. Y dentro daría vueltas una única idea, vieja como el mundo: la mejor manera de terminar. Así un día, arrastrando los pies, entraría en la leñera y me colgaría de la viga más alta. En los periódicos, me dedicarían apenas un suelto: Desequilibrada encontrada muerta en su casa.
Y, mientras, a mi alrededor, mis compañeras sólo hablaban de su futuro. Había quien pensaba casarse y quien soñaba con ir a la universidad. Una quería estudiar enfermería y otra ser guarda forestal. De la más tímida y silenciosa se decía que quería hacer los votos y pasarse el resto de su vida encerrada allí. Yo nunca le decía a nadie lo que pensaba. Si alguna me preguntaba, le respondía del modo más banal. Estudiaré informática, ayudaré a mis tíos en el campo.
A veces sucede que, de repente, surge en el mar una isla que antes no existía, o la lava de un volcán crea o aniquila una región entera. A mí me estaba pasando algo parecido: no era una isla lo que nacía dentro de mí sino una ciénaga. Era una ciénaga sin albas ni crepúsculos, el viento no soplaba entre sus cañaverales ni entre las hojas de los sauces. El aire era oscuro, detenido. En el aire oscuro y detenido, el fango fermentaba emanando miasmas. De noche lo sentía salir lentamente de los orificios de mi cuerpo. Era olor a metano, olor a azufre, olor a algo que se pudría en lo más hondo.
El invierno pasó y los días empezaron a alargarse. Los gorriones y los mirlos corrían afanosos de un lado a otro del jardín, mientras en las ramas se hinchaban los brotes. Entre la hierba de las zanjas y las pendientes aparecían las primeras flores, el lila de las violetas, el amarillo claro de las prímulas. Todo, acariciado por el sol, volvía a la vida. Con el cambio de estación, también la fermentación de la ciénaga había producido alguna forma de energía. ¿Acaso no ocurrió lo mismo en los orígenes del mundo? En las pozas sin oxígeno los aminoácidos, en cierto momento, enloquecieron y dieron lugar a la vida. No enloquecieron solos sino con la ayuda de un rayo. Un rayo caído en el agua que produjo el cortocircuito. También dentro de mí empezaban a caer rayos, silbaban y estallaban como los cohetes de fin de año. Por un instante su luz blanca rasgaba el velo de la oscuridad. Andaba por los largos corredores y me preguntaba cuánto tiempo podría mantener oculta aquella tremenda energía.
El cortocircuito se produjo en Semana Santa, durante la misa. De repente, durante el ofertorio, los rayos abandonaron su trayectoria usual y en vez de extinguirse en la ciénaga se dirigieron a la cabeza. En una fracción de segundo lo vi todo y me quedé ciega, lo oí todo y me quedé sorda. Había dentro de mí potencia, energía, devastación. Corrí hacia la pared y me golpeé contra ella. Entre la frente y el muro, ¿quién ganaría? Buscaba un interruptor, un pulsador, algo que cortase la corriente. Lo buscaba y no lo buscaba.
Cuando una mano intentó detenerme, lo primero que hice fue morderle. La ceremonia se interrumpió. Alguien gritó: «¡Rápido, un médico!» Oía los gritos de alguien que corría hacia la salida. Luego algo entró en mi cuerpo, una aguja probablemente. Lo que era fuego, inmediatamente se transformó en niebla. Soy odio, furor, pensé, antes de ser tragada. Soy yo y no soy yo. Puro deseo de destruir.
Estuve en el hospital cuatro días. El electroencefalograma resultó absolutamente perfecto. Cada mañana llegaba un médico y me preguntaba: «¿Estás segura de que no has tomado nada? ¿Y no habrás bebido además algo?» Pero, según los análisis, estaba limpia.
También las monjas me hacían preguntas: «¿No te has dado un golpe en la cabeza?» Y yo: «Sí, durante las vacaciones de Navidad. Me caí de la bicicleta.» Nunca había tenido habilidad para decir mentiras, pero, de pronto, la adquirí. Sabía engañar a los demás, manejarlos. Sabía fingir una cara inocente mientras por mi mente pasaban pensamientos terribles. Por primera vez en mi vida me sentía segura, capaz, potente. Cuando estaba sola me repetía: mentir y tener el mundo en las manos son las dos caras de la misma moneda.
De vuelta al colegio me convertí en la interna más tranquila, la más devota. Era la primera en rezar el rosario y, por la noche, en el dormitorio, mi voz destacaba sobre las otras. En la iglesia, ante el sagrario, era la única que tocaba el suelo al hacer la genuflexión.
Podía hacerlo, podía permitirme hacerlo porque ya sabía que estaba vacío. El crucifijo era una estatua y en el sagrario sólo había obleas. Inclinarse ante aquello o ante un tambor de detergente era exactamente lo mismo.
Sentía que ahora mi mirada y mi pensamiento coincidían. Una era acero y el otro el filo de la hoja. El amor no me importaba en absoluto, era un tótem que adoraba demasiada gente y que, como cualquier tótem, estaba vacío. Era importante que yo fuera fuerte, que fuera capaz de afrontar la vida, de encauzarla para extraerle el máximo beneficio.
La lucidez era mi caballo de batalla, ver las cosas como son y no como quisiéramos que fueran. Durante la misa, al observar todas aquellas cabezas inclinadas a mi alrededor, debía hacer un gran esfuerzo para no soltar una carcajada. En el fondo, me decía apretando los labios, la compasión debe ser esto, comprender que sólo son pobrecillas, no conocen otra vida que la del esclavo, por eso tienen necesidad de creer que en el cielo hay alguien. En el momento del Padre Nuestro, abría las manos hacia lo alto como si esperase el maná y decía: «Padre Nuestro que no estás en el cielo ni en ningún sitio…»
Naturalmente quería algo más. Quería la absoluta certeza de que todo era una estafa. Llevaba recorridas muchas calles pero aún me faltaba la más espinosa. La del sacrilegio con el corazón frío. La noche de Navidad, en el momento de arrojar al Niño Jesús, había fumado y bebido, no había ciencia en aquel gesto sino sólo rabia. Ahora deseaba la demostración exacta del teorema.
Dios puede matar a quien quiere, y de mil maneras distintas, ahí está la Biblia entera, negro sobre blanco, para demostrarlo. Si Dios existe, me decía, hará caer sobre mí un castigo espantoso. Si, por el contrario, no existe, no pasará nada.
De noche, fui al despacho de la superiora. No me había mentido, la puerta siempre estaba abierta. Sobre la mesa no había nada interesante, así que busqué en los cajones. Tuve más suerte: había un rosario gastado por el uso y una pequeña cruz de madera sobre la que habían escrito «Jerusalén».
De mi mano fueron directamente a la taza del váter.
Vuelta a la cama, dormí profundamente y sin sueños.
Una semana después el váter se atrancó. Vino el fontanero a desmontarlo. Sacó el rosario y la cruz, envueltos en papel higiénico como en el velo de una novia.
Sobre el colegio descendió una capa de hielo. Hubo interrogatorios, encuentros con el padre confesor, investigaciones exhaustivas. Yo misma me maravillaba de mi habilidad para mentir, de la naturalidad con que lo hacía.
Durante diez días no se habló de otra cosa. Hubo una ceremonia para volver a consagrar los objetos ultrajados. Y, luego, incluso sobre aquel hecho cayó el olvido.
Volví al despacho de la superiora a primeros de junio. Me llamó ella. Yo estaba convencida de que se trataba de la usual visita de rutina antes de las vacaciones. Pero, inmediatamente después de decirme que me sentara, me dijo: «Lo siento, Rosa, pero no podemos seguir teniéndote aquí.»
Siguió un largo silencio. Por la ventana abierta entraba el olor del jazmín.
«¿Por qué?», debería haber preguntado pero no tenía gana. Cuando abrí la boca, sólo dije: «Vale.»
«Hasta la mayoría de edad estarás con tus tíos…»
«Vale…»
La superiora se sentó frente a mí. Por la manera en que suspiró, comprendí que ya era una persona vieja. De nuevo sus manos pequeñas y frías sobre las mías.
«¿No quieres decir nada más?»
«¿Qué más debería decir? Usted es la que ha decidido, no yo.»
«¿Por qué no me abres el corazón?»
«El corazón es una caja.»
«En las cajas siempre hay algo.»
«Mi caja está vacía.»
«Permite que no te crea.»
«Es libre de creer o no creer lo que quiera.»
«Rosa, ¿me ocultas algo? Estoy muy preocupada por ti.»
«Puesto que estoy a punto de irme, mi vida ya no le afecta.»
«La primera vez que cogí tu mano entre las mías tenías casi ocho años.»
Empezaba a hartarme.
«Paciencia», dije, levantándome, «todo pasa».
«El amor no pasa», respondió, siguiéndome hasta la puerta. Me apretaba con sus manos gráciles.
«Acuérdate de que yo estoy aquí siempre y que te espero. Me digas lo que me digas, lo aceptaré.»
Era patética.
«Vale», respondí secamente.
«Abrázame por lo menos, deja que te dé un beso.»
Me incliné a su altura. La piel de sus mejillas era suave y fresca.
Mis tíos me recibieron en silencio. A su silencio, opuse el mío. Nadie ya me decía que fuera a la iglesia, ya no tenía la obligación de los buenos modales, de mí todos esperaban lo peor y a mí no me costaba ningún trabajo ofrecérselo.
En vez de correr a ayudar a mi tía, por la mañana dormía hasta tarde. Bajaba a desayunar cuando estaban comiendo. La nariz de Cuello de Pavo se dilataba de furor pero, en vez de saltarme a la garganta, callaba. El día de mi regreso le dije: «Si se te ocurre rozarme, sólo rozarme, armo tal escándalo que por vergüenza tendrás que mudarte de pueblo.» Por eso estaba quieta, inmóvil, con la boca cerrada y, en cuanto yo salía, la tomaba con el marido. En el fondo yo era la sobrina de él: era él el que le había metido aquella cruz en casa. La pequeña huérfana que había adoptado por caridad cristiana y que eternamente debería haberles estado agradecida, se les había revuelto como una serpiente con los dientes llenos de veneno.
Cuando el sol atenuaba un poco su fuerza, cogía la bicicleta de mi tía y me daba un paseo por las calles blancas. Esperaba al crepúsculo para ver las luciérnagas y muchas veces también me quedaba a mirar las estrellas.
Cuando volvía, mis tíos llevaban durmiendo un buen rato. Aunque mi tío no tuviera gana, mi tía lo arrastraba a la cama con las gallinas. Entonces me iba al cuarto de estar y abría el armario de los licores. Había tres o cuatro botellas, llevaban años allí, regalo de alguien que seguramente ya estaba muerto. Empecé por la Vecchia Romagna y seguí con el Amaretto. Me tumbaba en el diván y por fin sentía calor. No el calor externo del sol de agosto sino un calor que llegaba de dentro. El mismo calor de la lluvia de besos.
Dos semanas después las botellas estaban vacías. Volvía a casa y necesitaba beber. Así empecé a coger dinero de la chaqueta de mi tío. Cuando se dio cuenta y escondió la cartera, empecé a pasarme por las iglesias de los pueblos vecinos. Llevaba un alambre retorcido y lo metía en el cepillo de las limosnas. Una o dos tardes de trabajo me bastaban siempre para comprar otra botella de licor.
En septiembre debería haberme matriculado en el instituto y hacer todo lo posible por acabar los estudios. En realidad sólo pensaba en una cosa: en alcanzar la mayoría de edad. Me sentía como un velocista en la línea de salida: los músculos estaban tensos, la mirada fija en la meta. Quería llegar lejos, demostrarles a todos de lo que era capaz.
A finales de diciembre cumplía los años. A mediados de octubre empecé a organizar la fuga.
Un mes después, respondiendo a un anuncio, encontré mi camino. En la ciudad vecina, una familia buscaba a una chica. Debería ocuparme de una niña, acompañarla al colegio, a la piscina. A cambio tendría una habitación con baño sólo para mí, una pequeña compensación económica y la posibilidad de asistir a un cursillo de formación. Fui a conocerlos y nos gustamos. Cuando volvieran de las vacaciones, en enero, empezaría a trabajar. Naturalmente no les dije nada a mis tíos. Había esperado durante meses con la misma paciencia de una araña que teje su tela.
El día antes de la partida, compré una botella de vino espumoso. Antes de irme la dejé en la mesa, junto a dos vasos y una nota. «Por fin podéis brindar. La cruz se va por su propio pie.»
Afuera todavía estaba oscuro, por la carretera comarcal ya corrían los coches de los que trabajaban lejos de sus casas.
En algún sitio sonaba una campana. Hasta que no desaparecí de su vista, el perro de los vecinos continuó ladrando.
Pocas cosas son en el mundo tan delicadas como las plantas de interior. Basta un cambio de posición u orientación, una microscópica corriente de aire, para que en pocos días pasen de la máxima lozanía a la muerte.
La casa nueva estaba llena de plantas. Era un doble ático con muchas ventanas en el techo. Bajo cada franja de luz crecía una pequeña selva. Giulia, la mamá de la niña, las quería mucho y, en cuanto llegué, lo primero, me enseñó a cuidarlas. Lavando y abrillantando las hojas, no pude evitar acordarme de las plantas que crecían en el colegio, amarillentas, tristes, estropeadas. Un poto que caía polvoriento de un armario, una maceta de pena al fondo del pasillo.
Las plantas hablan del lugar donde viven pero hablan también de quienes viven con ellas. En el colegio no le importaban a nadie, mientras que aquí las trataban con amor.
Con el paso de los días me di cuenta de que lo que les sucede a las plantas no es muy distinto de lo que les sucede a los hombres. Con las monjas, yo era una planta de las monjas, una planta opaca de hojas pálidas. Con mis tíos, era una planta que moría de sed, me habían comprado convencidos de que era de plástico. Pero en la nueva casa yo era una planta que absorbía la luz. La luz me entraba dentro y evaporaba la niebla, el aire penetraba en los poros y quitaba el polvo. Por la mañana me miraba al espejo y repetía mi nombre. «Rosa», decía despacio, como si me viese por primera vez.
Durante años había sido una olla tapada. Hervía, hervía y el líquido de condensación se quedaba dentro. Lentamente iba desapareciendo. Oía nuevas palabras a mi alrededor, descubría una manera distinta de afrontar la vida. Escuchaba y sabía que aquélla era la manera justa de vivir, la manera que debería haber sido la mía desde el principio.
En los primeros días la señora Giulia me siguió paso a paso. Quería ver cómo me las arreglaba en la cocina. Me enseñó los tres o cuatro platos preferidos de su hija. Comprobó si yo era capaz de secundarla en las tareas. Como todo iba bien, una semana después me dejó libre y volvió a sus clases.
Entre nosotras había nacido una simpatía inmediata. Era muy cariñosa y yo respondía a su cariño procurando hacer mis tareas de la mejor forma posible. No sé cuántos años podría tener, seguro que más de cuarenta porque ya tenía algunas canas. Una vez, mientras preparaba un arroz, dijo: «En los hijos sólo he pensado a última hora.» El marido debía de tener más o menos la misma edad. Quizá un par de años más. Se habían conocido en la universidad, me contó la señora Giulia. Ahora él era un arquitecto famoso y tenía un gran estudio donde, a menudo, se quedaba a trabajar hasta tarde. Era alto, con una barba bien cuidada, elegante, y, además de la arquitectura, le gustaba mucho la música. Cuando estaba en la casa, las notas de su potente estéreo invadían todas las habitaciones.
De noche, antes de dormirme, por el tragaluz miraba las estrellas, los aviones y los satélites. Mirándolos, imaginaba que la señora Giulia y el arquitecto eran mis verdaderos padres, los que tendrían que haberme adoptado en vez de mis tíos. Y pensaba que ahora, aunque con diez años de retraso, había llegado por fin a mi verdadera casa.
Comía y cenaba con ellos y, por la noche, veíamos la televisión sentados en el mismo diván. Y, unas semanas más tarde, incluso empecé a intervenir en sus conversaciones. Me preguntaban: «¿Tú qué opinas, Rosa?», y yo respondía con libertad. Nadie se reía cuando yo hablaba, sino que parecían escucharme con cierto interés. Por primera vez sentía que mis ideas eran dignas de respeto y no desentonaban al lado de las de las personas normales.
Mi dormitorio estaba en la mansarda, junto al de Annalisa, la niña. El tragaluz estaba exactamente encima de la cama y así, de noche, cuando no conseguía dormirme, podía mirar el cielo.
El colegio, la granja, existían ahora en una nebulosa diferente, los veía pequeños, lejanos, inofensivos. Habían desaparecido de mi vida y estaban a punto de desaparecer de mi memoria. Ahora estaba en la familia adecuada, en la que debería haber nacido.
Observaba el cielo y luego, bajo las mantas, repetía las palabras prohibidas de siempre. Papá. Mamá. Papá.
¿Dónde había ido a parar la chica que todas las noches se emborrachaba en el salón? ¿Aquella chica que, durante más de diez años, había vivido prisionera entre la sordidez de la granja y la tristeza del colegio? Del odio que durante tanto tiempo había dominado mi corazón, apenas si conseguía vislumbrar alguna huella. Era como una tormenta que, después de desahogarse imitando el fin del mundo, termina de repente y corre veloz hacia otra región. La hierba todavía está húmeda en la tierra, algún árbol se ha incendiado, pero la tormenta ya está lejos. Esa sutil línea violeta en fuga hacia el horizonte ya no da miedo.
Lo único que me molestaba un poco en aquella casa era la niña. La habían malcriado de un modo terrible. Le bastaba mover un dedo para señalar cualquier cosa y ya la tenía. La madre la abrazaba continuamente, parecía querer triturarla. «Sé que me equivoco», decía, «pero no puedo evitarlo. Cuando se llega a padres tan tarde, se es también un poco abuelos».
Annalisa era arrogante y nerviosa. Cuando estábamos solas, me trataba como a una zapatilla vieja. Naturalmente, yo no se lo permitía, y, si nadie me veía, le apretaba fuerte las muñecas. No para hacerle daño, sólo para que entendiera quién mandaba en aquel juego.
Una mañana, fuimos a unos grandes almacenes del centro para renovar su guardarropa. Al pasar ante el espejo, me avergoncé un poco. Ella parecía una princesa y yo Cenicienta. Mis vestidos todavía eran los de la granja, los del colegio. Bajo las luces despiadadas de la tienda, mostraban su verdadera naturaleza de harapos.
La dependienta tuvo que enseñar montones de vestidos. La madre se los probaba y la niña se ponía caprichosa porque estaba harta.
«¿Qué te parece, Rosa?», me preguntaba, de vez en cuando, la señora Giulia y yo daba mi opinión. Demasiado ancho. Demasiado llamativo. No le pega.
Cuando en el mostrador se acumularon una docena de prendas, la dependienta preguntó: «¿Es suficiente?»
«Sí, sí», respondió la señora.
«¿Pasamos a la chica?»
De repente sentí que me ardían las mejillas como después de una larga carrera. Me había confundido con le hermana de Annalisa. ¿Qué respondería la señora? ¿Ah, no, ella no, es del servicio? O…
Yo había bajado la vista cuando la oí decir: «Sí. Pasemos a la chica.»
Tuvimos que cambiar de sección. Cruzando la tienda, me sentía como ebria, insegura, en evidencia.
La dependienta abrió un gran armario. Mientras elegía los vestidos, charlaba con la señora.
«Hoy día los chicos son todos así. Sólo les gustan las cosas viejas. Cuanto más son de buena familia, más les gusta parecer mendigos. Usted no me creerá, señora, pero he visto a madres que imploraban a sus hijas que aceptaran un vestido. Es que somos así, copiamos todo de los americanos. Todo lo peor, claro.»
Luego cogió un vestido de algodón azul lirio, y me lo puso encima: «¿Qué me dice de éste? ¿O quiere algo mas llamativo?»
«Sí, más color», asintió la señora, «algo en tonos verdes. Un verde que le resalte los ojos».
Me probé cuatro o cinco. Cada vez que salía del probador, me sentía una persona distinta. Y entonces la señora Giulia se me acercó y me tiró del pelo, mirándome al espejo.
«¿Ves lo bonita que eres cuando te haces valer?»
Salimos de la tienda con dos bolsas en la mano, una para mí, otra para Annalisa.
Por primera vez en mi vida le prestaba atención a mi aspecto físico. Hasta entonces, sólo me había fijado en lo que llevaba dentro. Nunca había pensado que pudiera ser importante la manera en que los otros me veían. Empezaba a darme cuenta de que no era ni demasiado delgada, ni demasiado gorda. No era altísima, pero tampoco baja. Si me dejaba suelto el pelo y me miraba al espejo, veía frente a mí a una chica guapa.
Poco tiempo después de la visita a la tienda, la señora empezó a insistir en que reemprendiera los estudios interrumpidos. No dejaba de repetir: «Te falta sólo un año, es una lástima que mandes todo a paseo. Y además, con lo inteligente que eres, ¿quieres ser niñera toda la vida?»
Reflexioné un poco, y le di la razón. ¿Qué sentido tenía dejar que se cerraran las vías que se abrían? Ya no había muros a mi alrededor. Podía estudiar letras, filosofía o medicina. Todos esperaban que tuviera un mal final, como mi madre, para entendernos, pero iba a convertirme en alguien importante. Un gran médico. Un filósofo entrevistado por todos los periódicos.
A la semana siguiente empecé a asistir a un instituto nocturno. En la clase todos eran adultos y yo me encontraba a mis anchas. Iba en autobús y, al terminar las clases, muchas veces me recogía el arquitecto. Su estudio estaba en la misma zona de la ciudad y no era raro que se quedara trabajando hasta tarde.
Las primeras veces me intimidaba mucho. Subía al coche en silencio y en silencio permanecía todo el camino. Con él, no tenía la misma confianza que con su mujer. Nunca había habido hombres en mi vida, aparte de mi tío, que más que un hombre era una larva. Pero sentía que junto a él sucedía algo extraño. Si me preguntaba alguna cosa, la voz me salía demasiado aguda o demasiado baja. Si me miraba, sudaba como una fuente.
¿Se daba cuenta de mi timidez? No lo sé. Conducía con gestos tranquilos, parecía completamente concentrado en la calzada. Frena, pon punto muerto, cambia de marcha, vuelve a circular.
Y una noche, detenidos ante un semáforo, se volvió y dijo: «Vamos, cuéntame algo de ti.»
No estaba preparada para aquella pregunta, así que balbuceé alguna frase forzada. Para mentir necesitaba tiempo. Entonces cayó la barrera y las palabras salieron con naturalidad. Mi padre había muerto en un accidente de trabajo, poco antes de que yo naciera. Trabajaba en la policía y un camión enloquecido lo había atropellado mientras estaba de servicio en un cruce. Mi madre era profesora de latín. Un día, al volver del instituto, había sufrido un ataque. Así, con poco más de siete años, me había quedado completamente huérfana. Tenía dos tíos, personas buenas y laboriosas, pero eran muy ancianos y no podían tenerme con ellos. Por eso me había criado en un colegio.
De vez en cuando, durante mi relato, él hacía breves comentarios. «¿De verdad?» «¡No me digas!» «¡Qué desgracia!» Al final me preguntó: «¿Cómo te encontrabas en el colegio?»
«Era un lugar precioso», respondí. «Tenía una habitación con baño sólo para mí, que daba a un jardín cuidadísimo. Teníamos pistas de tenis y piscina cubierta. Pero…»
«¿Qué…?»
«Nunca pude creerme aquellas historias.»
«¿Qué historias?»
«Las historias de las monjas. Jesús y todo lo demás. El paraíso y el infierno… Esas cosas que se inventaban para que fuéramos buenas. Me las creí un poco al principio, cuando era niña. En cuanto crecí, me di cuenta de que todo era una estafa.»
El arquitecto se volvió a mirarme.
«Una estafa…», repitió, riendo. «¡Menuda pieza!»
La semana siguiente, mientras esperaba el autobús para ir al instituto, pasó por la parada. Abrió la puerta, diciendo: «¿Subes?»
Creía que me iba a llevar a clase, pero en cuanto subí exclamó alegre: «¡Hoy hacemos novillos! ¡Vamos de excursión!»
Intenté oponerme, faltaba poco para los exámenes, no me apetecía perderme una clase.
Él se apresuró a callarme. «Eres estupenda. ¿Qué va a pasar porque faltes una vez?»
Me llevó a un restaurante a la salida de la ciudad, en las colinas. Era a finales de abril, aún había demasiada humedad para estar al aire libre, así que comimos en una especie de galería. El mantel era de cuadros blancos y rojos, a nuestro alrededor había pocas mesas ocupadas. Pidió vino. Me bebí una copa con el estómago vacío y se me subió enseguida a la cabeza.
Él bebía a sorbos el suyo lentamente mirándome a los ojos y, entonces, con voz más baja de lo acostumbrado, dijo: «¿Sabes que me fascinas? Eres tan joven, pero tienes tantas ideas… Cuéntame ahora algo de ti, como la otra noche.»
«¿Qué?»
«No lo sé. Sobre la estafa, por ejemplo.»
Bebí otra copa y volví a hablar. Empecé desde el principio, del Jesús con el corazón en la mano que no me había protegido ni había protegido a mi madre. Continué con el crucifijo que oía todas las súplicas y no respondía a ninguna. Cuando trajeron los tallarines, le tocaba el turno a don Firmato y a la noche de Navidad.
El arquitecto estaba tan prendido de mis palabras que casi se olvidaba de comer; en cuanto me interrumpí un momento, me apremiaba diciendo: «¿Y entonces?» Así llegué al Ángel de la Guarda y al Padre Nuestro modificados, murmurados cada noche en el silencio de mi habitación. Luego conté, con pelos y señales, lo del rosario en el váter. El hecho de que estuviese todavía viva era la demostración perfecta de mi teorema. El cielo era un espacio vacío.
Parecía arrebatado por mis palabras, de vez en cuando movía la cabeza, o se echaba a reír. «¡No me lo puedo creer! ¿De verdad lo hiciste?» Entonces yo me extendía, añadiendo detalles, complacida.
Antes de que trajeran el dulce, me tocó la mano con delicadeza. «Eres una persona extraordinaria, ¿sabes? Eres tan joven y ya tan libre por dentro… Yo alcancé tu lucidez poco antes de los treinta años. Sólo entonces comprendí que la única vida que vale la pena vivir es aquella en la que no existen límites. Hay que abrir la puerta y eliminar las ataduras, el sentido de culpa. ¿Verdad?»
«¡Sí!», respondí con la voz del profesor que acaba la lección.
Aquella noche, en la cama, volví a experimentar la sensación del calor que surgía de dentro. No había tenido padre durante muchos años. Ahora estaba contenta de haber esperado tanto. No habría podido encontrar uno mejor. El arquitecto, al que ahora llamaba sólo Franco, aprobaba todo lo que yo decía, como yo compartía cada palabra que salía de su boca. Parecíamos de verdad padre e hija.
Antes de dormirme pensé que, en el fondo, incluso la adopción ya casi no parecía una locura. Probablemente, en un lapso de tiempo no demasiado largo, los tíos se irían al infierno y yo sería libre de convertirme en la hija de otro. Era verdad que ellos ya tenían una hija, pero nunca les daría las satisfacciones que yo podría darles. Parecía más bien estúpida. Y además era demasiado caprichosa para hacer algo a derechas.
¿Sabía la señora Giulia que, de cuando en cuando, íbamos a cenar solos? La segunda vez, al volver a casa, me hubiera gustado preguntárselo, pero luego, no sé por qué, la pregunta murió en mis labios. Incluso cuando estaba con ella, nunca conseguí decir: «Sabe, ayer por la noche salí a cenar con su marido.» Tenía relaciones intensas y profundas con los dos, pero de un modo distinto. Por eso intuía que lo adecuado era no mezclarlos.
A primeros de mayo Franco se fue de viaje. Tenía un curso de dos semanas en una universidad extranjera. En aquel período, la señora Giulia casi nunca estaba en casa. Hacia las siete de la tarde llamaba por teléfono con voz divertida diciendo: «Rosa, también esta noche la paso fuera. Dale a Annalisa la pasta de siempre.»
Yo sentía una inquietud completamente nueva. Aún no sabía que el amor no es un lazo de raso que adorna las muñecas, sino una cadena que las hiere.
Acostaba a la niña lo antes posible y luego iba al estudio de Franco a oler sus cosas, las plumas, los lápices, los folios. A partir del olor conseguía reconstruir su cara y el calor de su voz. Luego me sentaba en su sitio, cogía los libros y los abría. No eran libros de arquitectura, sino de filosofía. En algunos, muchas frases estaban subrayadas. Leía y me daba cuenta de que eran las mismas frases que yo también hubiera subrayado.
La noche siguiente a su vuelta, Franco fue a recogerme al instituto. Detuvo el coche en una calle lateral y sacó dos paquetes.
«Para ti», dijo.
Era el primer regalo que recibía desde las camisas blancas de mis tíos. Me sentía confusa.
«¿Los abro ahora?»
«Por supuesto.»
Abrí primero el más grande. Dentro había un jersey. Era negro y tenía dibujada delante una Tour Eiffel de colores, con París escrito al pie.
«Ah, gracias», dije, besándolo en las mejillas. «Es precioso.»
Luego empecé a desenvolver el segundo paquete. «¿Qué será?»
Él sonreía. «Ábrelo y verás.»
El papel era rojo burdeos, ligero como papel de seda. Se deslizaba bajo los dedos con extrema facilidad. Vislumbré dos cosas blancas y suaves, y las levanté con los dedos. Se trataba de un sujetador y un liguero, los dos de encaje blanco.
«¿Te gustan?», me preguntó, acercando su cara a la mía. «Los vi en un escaparate y pensé que a lo mejor no habías tenido nunca nada parecido. No soy una chica, pero creo que se siente cierto placer estando guapa también por dentro. ¿O no?»
«Creo que sí.»
«No pareces muy entusiasmada.»
«Sí, lo estoy.»
«De todas formas, si no te gustan, no tienes que ponértelos. Puedes dejarlos en el cajón o regalarlos.»
Puso en marcha el coche y condujo en silencio, mirando fijo al frente.
Quizá, sin querer, lo había ofendido. Volví a coger la ropa interior.
«¡Es verdaderamente preciosa! Estoy deseando ponérmela. ¿Qué es? ¿Seda?»
«Sí, seda.»
Por la ventana abierta entraba el aire caliente y perfumado de mayo. Quería ganar tiempo, reparar la ofensa.
«¿Por qué no vamos a tomar un helado?», dije.
Poco después, estábamos sentados al aire libre, en la heladería de un barrio residencial.
No tenía ganas de cosas frías y dulces, sino de algo fuerte, así que pedí un whisky.
«¿Estás segura?», me preguntó. Y por fin sonrió de nuevo.
Hacía muchos meses que no tomaba bebidas fuertes. No había cenado todavía y el estómago empezó a arderme desde los primeros sorbos. El vaso me parecía pequeño; así que, en cuanto lo acabé, pedí otro.
Franco cogió mi mano entre las suyas, tenía dedos alargados, fuertes y suaves, calientes. Acercó sus labios a mi oído, susurrando: «¿Tienes algo que olvidar?»
A nuestra espalda crecía un jazminero. Las flores se habían abierto y el olor era tan fuerte que daba náuseas. Frente a nosotros había un grupo de chicos en moto, alguno fumaba, otros lamían el helado sentados a horcajadas en los sillines.
Antes de hablar, la mirada se me perdió en un punto oscuro de la noche. Después abrí la boca y empecé: «Mi madre no era profesora de latín, sino puta. Murió atropellada junto a una hoguera en la circunvalación…»
Aquella noche debería haber sentido dentro de mí la ligereza que sigue a las grandes empresas. En el fondo, por primera vez en mi vida, me había librado de un peso. Incluso del peso. Tendría que haberme hundido en un sueño felizmente ininterrumpido. Por el contrario, en cuanto apagué la luz, la angustia empezó a devorarme. ¿Por qué había hablado? ¿Para sentirme más protegida? ¿O porque pensaba que estaría más protegida? ¿Por qué razón ahora me sentía amenazada?
Aunque no tenía el coraje de admitirlo, en algún lugar de mí, profundísimo, ya estaba surgiendo el arrepentimiento. ¿Cómo se me había ocurrido contar mi secreto? Aquel secreto era el motor de mi fuerza, la voluntad furiosa que me permitía no encariñarme con nadie y superar cualquier obstáculo. Ahora aquel secreto era algo conocido, lo sabía otra persona que podía ir por ahí contándoselo a todos. Quizá el mismo Franco ya había empezado a despreciarme. Al día siguiente, al encontrarme en la cocina, ni siquiera levantaría la vista para saludarme.
En el recuadro del tragaluz habían aparecido nubes pesadas y blanquecinas. Corrían veloces y en pocos minutos cubrieron la luna y las estrellas. Mañana llueve, pensé, y de repente comprendí. El amor es darse al otro sin posibilidad de defenderse.
Faltaba menos de un mes para mi examen de selectividad. En la mesa discutíamos sobre lo que haría después. La señora Giulia y Franco no eran contrarios a que siguiera estudiando. Annalisa iba por la mañana al colegio y yo me quedaba completamente libre.
Con pesar había descartado la arquitectura porque no entendía las matemáticas. La indecisión era entre filología y filosofía.
La señora Giulia insistía en la primera hipótesis. «Si sabes lenguas», decía, «puedes trabajar en muchos campos diferentes y además puedes moverte, viajar».
Pero Franco era partidario de la filosofía. «Sería una verdadera lástima desperdiciar una cabeza como la tuya…» Según él, en las aulas de filosofía encontraría mi realización porque me gustaba especular sobre los máximos sistemas y lo sabía hacer con una falta de prejuicios que era raro encontrar en una persona tan joven.
A Franco le encantaba este aspecto de mi carácter. Para que me quisiera más, yo había aprendido a acentuarlo. Le pedía prestados libros de filosofía. En vez de estudiar, pasaba el tiempo leyéndolos y por la noche nos quedábamos levantados hasta tarde, discutiendo.
«Has tenido el gran privilegio», me dijo un día, «de crecer sin amor. Por eso, desde el principio, has podido ser libre. Miras las cosas y las ves como son. No tienes necesidad de construir extrañas teorías».
«El amor es una sustancia tóxica», solía repetir, «porque te envenena interiormente y siempre te empuja a hacer lo que no quieres. Pero las personas como tú son libres. Sabes arreglártelas, salir adelante. Conquistas cualquier cosa como un barco rompehielos».
«Pero tú te has casado», le rebatí un día.
Se echó a reír. «¡El amor y el matrimonio no son la misma cosa! Se casa uno por el dinero, por la sociedad, por necesidad biológica, no precisamente por amor. ¿Por qué crees que Giulia y yo estamos de acuerdo en tantas cosas? Porque aclaramos esto desde el principio. Nos teníamos simpatía y los dos deseábamos un hijo. Por lo demás somos completamente libres.»
Yo lo escuchaba y asentía. Asentía y escuchaba. No me cansaba nunca de hablar con él. Me sentía superior, lejana de todo, de todos, protegida por el afecto de aquel hombre mayor, de aquel casi padre que estaba a mi lado.
Hacia la mitad de junio, Annalisa y la señora Giulia se fueron una semana a la playa. La escuela había terminado.
El día de su partida, Franco me llevó a cenar a casa de un amigo suyo. Era un profesor de filosofía y quería que hablara con él para aclararme las ideas sobre el futuro. Me pareció una atención hacia mí.
Tenía la tarde libre, así que me preparé con calma. Me di una larga ducha fría y luego elegí con cuidado un vestido. Todavía no me había puesto la ropa interior de París y me pareció la mejor ocasión para hacerlo.
Antes de salir, Franco me invitó a un aperitivo en la terraza. El aire era tibio, cargado de los perfumes que anunciaban con antelación el verano. Sobre nuestras cabezas pasaban como flechas, cruzándose en el aire, decenas y decenas de pájaros-avión.
«Ya verás», me dijo, «Aldo es un tipo increíble. Te gustará. Nos conocemos desde niños».
Media hora después estábamos en casa de su amigo. También vivía en un ático, pero sin terraza.
La primera cosa que me impresionó fue su fealdad. Bajo, gordo y calvo, tenía aún en la cara los signos de un acné juvenil. Parecía uno de esos sapos que en invierno se adormilan bajo las piedras. Pero era simpático. Me estrechó la mano con calor diciendo: «¡Así que ésta es la famosa Rosa!», y luego siguió hablando con la velocidad de una ametralladora. «¿Con qué vino empezamos? ¿Con el blanco, con el tinto o quizá con un Aperol o un Campan? ¿Preferís que nos sentemos ya a la mesa o nos relajamos un poco en el salón?»
«Ésta es la noche de Rosa», dijo Franco. «Que decida ella.»
Intenté protestar débilmente: «No es mi fiesta.»
Aldo se echó a reír. Su risa era igual que su modo de hablar.
«En cierto sentido, sí. ¿No es una fiesta dejar el mundo de la adolescencia para hacerse mayor?»
«Dentro de unos meses serás una novata de filosofía», precisó Franco, «y todo cambiará».
«Entonces, vino blanco», dije y ya estábamos brindando.
«¡Por tus estudios!» dijeron, alzando las copas. «¡Por tu vida!»
Poco después nos sentamos a la mesa.
Aldo no estaba casado. La cena la había preparado la asistenta el día antes y él había comprado algo en la freiduría.
«Lamento ser un cocinero tan malo», dijo.
«No tiene ninguna importancia», respondí yo, como si fuese una vieja amiga. «Lo importante es estar juntos.»
El vino me había soltado la lengua. No me acuerdo de qué habíamos empezado a hablar, pero recuerdo una sensación precisa. Me sentía brillante, segura de mí misma. ¿Qué había sido de la Rosa que había vivido hasta entonces? ¿La Rosa insegura, opaca? ¿La Rosa con su invisible mochila de piedras sobre los hombros? Era como si una varita mágica hubiese borrado los dieciocho años precedentes.
Aquella noche, Rosa era una mujer joven, fascinante, capaz de entretener a dos hombres mayores que ella, y más inteligentes, sin aburrirlos en ningún momento. Rosa era una mina desconocida incluso para sí misma. Bastaba excavar un poco para encontrar un tesoro escondido.
Hacia el final de la cena Aldo me preguntó: «¿Qué estarías dispuesta a hacer por conseguir un buen dinerito?»
Me eché a reír. «Depende de cuánto.»
«Digamos mil millones.»
«Por mil millones haría cualquier cosa.»
«¿Incluso matar?»
Me quedé callada. Vi a mi tía, frente a mí, que me golpeaba con el atizador. En el fondo, matar también podía ser una forma de placer. ¿Qué daño le haría al mundo que alguien como mi tía desapareciera? Hasta mi tío se alegraría.
«Sí, incluso matar.»
En aquel momento sonó el teléfono, pero Aldo no fue a descolgarlo.
Ahora me interrogaba Franco.
«¿Y qué no harías por ninguna cantidad?»
Para ganar tiempo me limpié la boca con la servilleta, me bebí todo el vino del vaso, me volví a pasar la servilleta por los labios y luego dije: «No renunciaría a mis ideas. Las ideas no tienen precio.»
Franco y Aldo insistieron en quitar la mesa sin mi ayuda. «Si no, ¿qué fiesta en tu honor sería ésta?», dijeron. «Mientras, relájate un poco en el salón.»
Me dejé caer como un peso muerto en el diván. Las piernas apenas me sostenían. Oía las voces de mis amigos en la cocina. Estaban alegres, reían.
Sobre mí, en cambio, había caído una terrible tristeza. Me había venido a la cabeza el papagayo que vivía en el bar del pueblo de mis tíos. Era verde y estaba sobre un caballete, junto al televisor. Los borrachos eran su compañía habitual. Cuantas más preguntas le hacían, más fuerte gritaba. Todos se reían con sus ocurrencias y él, de alegría, batía las alas. Luego, cuando el bar cerraba, metía la cabeza bajo el ala y, completamente solo y trasquilado, se adormilaba a la luz del tubo de neón.
¿Qué tristeza era aquella tristeza? ¿La tristeza de la granja? ¿La tristeza del colegio? ¿La tristeza de la madre que ya no estaba en ningún sitio? ¿Era verdad que había desaparecido o existía todavía en algún sitio? Los ojos se me humedecían peligrosamente. Dejé caer la cabeza hacia atrás, como cuando te echas colirio, y me sorprendí al verme reflejada en el techo.
El techo era un espejo.
«¿Para qué sirve?», pregunté cuando volvieron.
«¡Para ver mejor el polvo!», respondió Franco.
Aldo reía. «No le hagas caso. El espejo me sirve para controlar que la gente no me robe las cosas. Tengo aquí muchos libros de valor y también objetos de pequeñas dimensiones. Cuando hay algo bello, a todos les atrae…»
Mientras hablaba, había cogido papel de fumar y había empezado a mezclar una cosa oscura con el tabaco sobre un gran libro ilustrado. Franco se sentó a mi lado, apoyando el brazo alrededor de mi cuello. Llevaba unos pantalones ligeros, su muslo se adhería perfectamente al mío.
«Una fiesta estupenda, ¿eh?»
«Magnífica», respondí, pero ya sólo tenía en la cabeza al papagayo. Él, por lo menos, se quedaba solo en cierto momento. ¿Qué había sido de la Rosa de hacía un instante? No conseguía encontrarla. Ahora sólo quedaba la Rosa que tenía ganas de llorar.
Cuando me pasaron el cigarrillo aspiré con avidez. Aldo se sentó a mi lado, en la otra parte. La cabeza empezó a darme vueltas vertiginosamente. Ya no querían salir las lágrimas, sino el vómito. Sentía cómo la cena se balanceaba entre el estómago y la garganta como si fuese una barquilla con mar gruesa.
¿De quién era aquella mano húmeda y blanda? ¿De quién era aquella voz? Parecía venir de muy lejos. ¿Qué decía? ¿Por qué sacaban a relucir a mi madre? Abrí la mano y me encontré un billete en la palma. Lo agarré fuerte como si fuera un picaporte al que agarrarme. ¿Estaba sentada o tendida? No estaba en condiciones de decirlo. Algo pesado me aplastaba, quería apartarlo pero no tenía fuerza en los brazos. Así que hice lo que se hace cuando se encuentra un oso. Me hice la muerta.
No hacía mucho, con Annalisa, había visto un documental sobre el adiestramiento de perros. Al principio, los perros corrían felices y desobedientes. Al final del curso, no les quedaba ninguna alegría, sólo vivían para responder a las órdenes. «¡Levántate! ¡Siéntate! ¡Túmbate! ¡Cógelo con la boca! ¡Déjalo! ¡Ahí! ¡Gira!» La voz del instructor era fuerte. Si la voz no bastaba, usaba el silbato. Si también el silbato era inútil, pasaba a la descarga eléctrica. Había un electrodo en el collar y el animal se revolvía, gritando de dolor.
Aquella noche y las noches siguientes tuve el mismo sueño. Estaba en una gran casa vacía, una casa llena de pasillos y habitaciones. Aunque hubiera por medio alguna herramienta de trabajo, ladrillos, un palustre, un pincel en un tarro de pintura, parecía abandonada desde hacía tiempo. Las tablas del suelo crujían y de las paredes y las jambas colgaban telarañas. ¿Por qué me encuentro aquí?, me pregunto, pero no sé la respuesta. Así que sigo adelante. Avanzo despacio, con cautela, tanteando sin cesar el terreno. No sé adónde dirigirme, pero está claro que voy buscando la salida. Y, exactamente al bajar las escaleras, oigo la voz de un niño. En vez de jugar o reír, está llorando. «¿Qué sucede?», grito en el vacío de la casa. «¡Que alguien lo busque! ¡Que alguien le ayude!» En ese instante me doy cuenta de que en algún sitio, dentro, ha estallado un incendio. Las paredes son de madera y el humo corre ya por los pasillos. La voz del niño es cada vez más desesperada. En lugar de ponerme a salvo, corro a buscarlo. Subo un piso, subo otro, llego a la mansarda y luego corro a la bodega. No hay decenas de puertas sino cientos y están todas cerradas. El llanto se desplaza de una a otra. Las llamas me siguen como una jauría de perros. Luego el llanto se hace más nítido, más preciso, entiendo que alguien le está haciendo daño al niño. Tengo ante mí tres puertas y una voz me dice: «Sólo podrás abrir una, elige pero hazlo rápido.» Me decido por la de la izquierda, alargo las manos para abrirla y sólo entonces me doy cuenta de que en vez de brazos tengo tentáculos. No los tentáculos fuertes del pulpo, sino los de la medusa, resbaladizos y blandos. Los lanzo igualmente hacia el picaporte, parecen espaguetis demasiado cocidos, se agarran un instante y enseguida resbalan, caen. En el pasillo el calor es casi insoportable, las medusas no soportan las altas temperaturas. Ya siento cómo ceden los tentáculos de las piernas. Moriré derretida, pienso, y en ese instante me doy cuenta de que hay un hombre sobre mí. ¿Me ha sacado él del agua? ¿O ha venido a ayudarme? Ahora estoy completamente en el suelo, el niño llora cada vez más fuerte. Quisiera taparme los oídos, pero no tengo oídos. Miro al hombre y veo que tiene dos ojos oscuros y en la mano un arpón. Lo levanta y lo lanza contra mí. Siento cómo me atraviesa la punta y me clava en el suelo. Un momento antes de morir, me doy cuenta de que la voz del niño era la mía.
Al día siguiente, me desperté en la casa vacía. Franco volvió a primeras horas de la tarde.
«¿Por qué tienes esa cara?», preguntó en cuanto me vio.
«Me duele la cabeza.»
«Es lo que pasa cuando se mezclan los vinos.»
Me dio una pastilla y, al rato, volvió a salir. Me quedé toda la tarde en casa. La señora Giulia llamó por teléfono.
«¿Hay algún problema?», dijo cuando oyó mi voz.
«Un terrible dolor de cabeza.»
«Será el estrés del examen.»
Después de la llamada, cogí el vodka del frigo y me lo bebí como si fuese agua. Me quedé en el diván frente al televisor hasta que reuní la fuerza para arrastrarme a la cama. Ya casi estaba en el duermevela cuando sentí la respiración de Franco. Sabía a vino y a ajo. Estaba sobre mí.
«No», dije en voz baja.
«¿Por qué no?»
«Estoy cansada.»
«Lo importante es que yo no esté cansado.»
¿Quién ha dicho que las estrellas sólo caen en las noches de agosto? Estando allí, con los ojos abiertos, vi una luminosísima que atravesaba el cielo. ¿Qué deseo?, me pregunté. Pero era demasiado tarde, la estrella había desaparecido ya.
Dos noches después vino Aldo a cenar a nuestra casa. Habría podido escapar, pero me quedé. ¿Dónde hubiera podido esconderme?
Empecé a beber desde primeras horas de la tarde. A la hora de la cena apenas si me tenía en pie. Sólo me acuerdo de que nos reímos mucho. En cierto momento me oí decir: «Para hacer eso, ¡quiero por lo menos el triple de dinero!»
De tanta carcajada, tenía la cara inundada de lágrimas.
Cuando volvió la señora Giulia, tenía la cara llena de pústulas, me subían desde el cuello a las mejillas. Para evitar verme, había cubierto el espejo con un trapo.
«Eres demasiado emotiva», me regañó con cariño, «no vale la pena agobiarse así por un examen que, a fin de cuentas, es una tontería».
Para dejarme estudiar en paz, se quedaba todo el día con Annalisa. Yo estaba sentada en mi cuarto, frente a los libros abiertos, y bebía vodka. Luego me lavaba los dientes y comía caramelos de menta para que no lo notaran.
Para evitar quedarme sola con Franco, acompañaba a la señora a todas partes. En cuanto había un silencio demasiado largo entre nosotras, yo empezaba a hablar. Tenía miedo de que la verdad le viniera a los labios. Que de repente pudiera decir: «¿Qué ha pasado entre tú y mi marido?»
Como, por el momento, no parecía sospechar nada, seguía tratándome con el cariño de siempre. Quizá lo mejor hubiera sido abrirle mi corazón y contarle cómo habían ido las cosas. Pero, con toda seguridad, también la habría perdido a ella y no era capaz de soportarlo.
Una noche, Franco me cerró el paso en las escaleras. Yo había bajado a la cocina a coger una botella de vino. Había invitados a cenar y todos comían en la terraza. Me apretaba con fuerza contra las paredes, sentía su cuerpo duro contra la fragilidad del mío. Sus labios estaban a la altura de mis ojos, los vi moverse susurrando: «¿No quieres divertirte?»
«Voy a gritar.»
El primero de julio, como todos los estudiantes, salí con el diccionario bajo el brazo para presentarme al examen escrito. Cuando ya estaba en las escaleras, la señora Giulia se asomó a la puerta y gritó: «¡Mucha suerte!» «Gracias», respondí.
Sentada ante el folio en blanco, lo llené de arriba abajo con la misma frase. «No sé qué escribir, no sé qué escribir, no sé qué escribir…» Cuando no quedaba ni una línea libre, me levanté, lo entregué y salí del aula. Era temprano, así que paseé un poco por la ciudad antes de volver a casa.
Al segundo examen, el de matemáticas, ni siquiera fui. Salí a la hora justa, cogí un autobús y luego otro, para no correr el riesgo de que me vieran. Me senté en un bar a desayunar y luego di un paseo por las calles de los alrededores. De pronto, en una calle solitaria, se detuvo un coche. Dentro iba un hombre gordo con la nariz aplastada.
«¿Dónde vas tan sola?», dijo, asomándose a la ventana abierta.
«No sé adónde voy», respondí con rabia, «pero tú puedes irte al infierno».
El hombre gritó no sé qué y volvió a arrancar, derrapando.
Me sentía hinchada. Estaba nerviosa. La regla se me había atrasado una semana. Los exámenes tienen la culpa, me decía, pero era la primera en no creérmelo.
La segunda semana de julio, la señora Giulia volvió a la playa con Annalisa. Esa vez Franco se fue con ellas. En esos días hubiera debido presentarme a las pruebas orales.
El día del examen, me quedé en casa para hacer el test de embarazo.
Dio positivo.
Aquella tarde llamé por teléfono a Aldo. «Sé que estás sola», dijo, «¿quieres que vaya a hacerte compañía?»
Colgué el teléfono sin responder.
¿Y ahora? Algo estaba creciendo dentro de mí como un día yo había crecido dentro de mi madre.
Pensaba con nostalgia en la penumbra del colegio, en aquel mundo donde cada cosa tenía su justo lugar. Es imposible volver atrás. Al final de los túneles, hay siempre luz. Pero si el túnel es una cuña, al final sólo hay una oscuridad más profunda.
Allí estaba yo, a tientas, y ya sabía que aquella oscuridad no era una oscuridad aparente. Ni siquiera empujando, dando patadas, gritando palabras mágicas, podría abrir un respiradero. Quizá, desde el principio, había elegido el destino de la rata que equivoca la dirección, y en vez de dirigirse hacia lo alto, desciende y tropieza con un muro de roca.
¿Existía alguien que pudiera ayudarme?
A mis tíos no les daría esa satisfacción. Ya veía a Cuello de Pavo repitiendo con aire altivo: «Dije que eras como tu madre, capaz sólo de…»
Lo único que me quedaba era llamar a la superiora. ¿Pero con qué palabras iba a decirle que esperaba un hijo y no sabía de quién?
Pasé los tres días siguientes bebiendo y llorando por los distintos divanes de la casa. Por fin me decidí y marqué el número del colegio. ¿No había dicho que aceptaría cualquier cosa que yo le dijera?
«La madre superiora no está», respondió la telefonista.
«¿Cuándo podría hablar con ella?», pregunté cambiando la voz para que no me reconociera.
«Lleva dos meses en el hospital. Está muy mal.»
Fin de la comunicación.
Mientras esperaba que Franco volviera empecé a tomar baños muy calientes, a golpearme el vientre con violencia. Había dentro una especie de araña que estaba creciendo. Día tras día alargaba sus patas peludas. Primero me invadiría la vejiga y luego el intestino. Desde allí subiría al estómago y colonizaría el hígado. La sentiría llegar hasta la garganta. Quizá ya no era una araña sino un murciélago, una criatura de la noche. Como todos los que viven en la oscuridad, no necesitaba ojos, nacería ciego, con los globos oculares completamente vacíos. Por eso yo hacía cualquier cosa para que no viniera al mundo.
El domingo por la noche volvieron a la ciudad.
Mientras la señora deshacía las maletas, me acerqué a Franco y le dije: «Estoy embarazada.»
Se quedó un instante inmóvil, mirándome fijamente a los ojos.
«¿Estás segura?»
«Sí.»
«No te preocupes, es sólo un accidente de tráfico. El que ha hecho el daño, paga la reparación.»
Al día siguiente la señora me preguntó: «¿Qué? ¿Has aprobado?»
«Sí», respondí, «con notable».
Insistió en celebrarlo aquella noche. Compró una tarta helada y una botella de vino espumoso. Después de brindar todos juntos, me eché a llorar.
«¿Por qué llora?», preguntó Annalisa con su voz estúpida. Franco miraba por la ventana. La señora me abrazó.
«Rosa llora porque es demasiado sensible.»
A la semana siguiente, Franco pidió cita en la clínica de un amigo. «Ya verás, es menos grave que sacarse una muela.»
No podía pegar un ojo. En verano, la mansarda era una especie de horno. Incluso con el tragaluz totalmente abierto, me faltaba el aire. Me duchaba e inmediatamente volvía a ducharme. La barriga y los pechos habían empezado a hincharse. «Te sienta bien haber ganado peso», observó la señora Giulia.
En el silencio de la noche, miraba las estrellas. La verdad es que el cielo era grande, incluso podría haber habido Alguien allí arriba. Sola, con aquella cosa que me crecía dentro, me habían vuelto las ganas de rezar. Un día había pensado, sólo los débiles y los estúpidos tienen necesidad de Él. Ahora me daba cuenta de que tenía razón. Había sido estúpida y ahora era débil, por eso pedía a grandes voces que Alguien se asomase al umbral del universo. Ya que nadie me ayuda, ¡ayúdame Tú!
Sentía vergüenza de mis pensamientos, de mi hipocresía. Lo trataba como si fuera una compañía de seguros. Después de lo que había dicho y hecho, ¿con qué palabras podría dirigirme ya a Él? Cualquier invocación sería lanzada desde el cielo como una pelota de tenis que rebota contra un muro.
Quizá tenía razón don Firmato: era verdaderamente la hija de Satanás. Quizá la mejor solución habría sido que mi tía me hubiera matado con sus propias manos aquella noche. Había notado el olor a azufre y no se había equivocado. ¿Con quién me había concebido mi madre? Y ¿con quién había concebido yo a mi hijo?
Miraba al cielo y no podía llorar. Miraba al cielo y no podía rezar.
No sé por qué, pero a los labios me vino una palabra. Una palabra que nunca había pronunciado. Perdón.
Una noche tuve un sueño. En mi vientre ya no había una araña sino un pequeño punto de luz. En vez de estar quieto, giraba sobre sí mismo lanzando sus rayos en la oscuridad. Yo nunca había visto una luz tan clara, tan intensa y transparente.
A la mañana siguiente me desperté con un ruido extraño en los oídos. Mientras me duchaba, pensé que sería la tensión baja. Por la tarde el ruido continuaba. No era el usual zumbido, más bien se parecía al ruido del mar: ese que se oye en una caracola o cuando rompen las olas en la playa.
Sólo faltaban dos días para la cita en la clínica. ¿Qué debía hacer con ese niño que yo no había deseado? ¿Cómo iba a aceptar a uno con la cara de Aldo o con la cara de Franco? Lo odiaría, intentaría destruirlo desde el primer día. En vez de leche, le daría de beber veneno.
Quizá mi madre había experimentado conmigo los mismos sentimientos, había pensado en tirarme al váter y no lo había hecho. Ahora era yo la que lamentaba el rechazo de ese gesto. Mi vida era una total equivocación. Mejor, mucho mejor sería no haber nacido.
La mañana de la intervención, Franco me dio dinero para el taxi. Debía tener también para la vuelta. La clínica estaba casi en las afueras. Salí con mucho anticipo para llegar puntual. El autobús me dejó en mi destino una hora antes de lo previsto.
No tenía ganas de entrar, así que di un paseo por las calles de los alrededores. Había algunas casas de reciente construcción, campos incultos, cuatro o cinco cobertizos y, entre los cobertizos, casi aplastada, una iglesita. Debía de haber sido construida cuando la ciudad aún quedaba lejos. El aire ya era caliente. La puerta estaba entreabierta. Pensé en el fresco, así que la empujé y entré. Era pequeña y no precisamente bonita, con el suelo de baldosas como la consulta de un dentista. Sobre el altar reinaba un feo crucifijo. No parecía un Cristo muerto sino un Cristo en plena agonía. Se retorcía, descompuesto, como si aún el dolor le devorara los huesos. Pero las flores de los dos jarrones a sus pies ya estaban muertas. Se inclinaban, marchitas, sobre el agua sucia.
A la derecha del altar había una estatua de la Virgen. Tenía una corona de lucecitas en la cabeza, como las góndolas, y el largo manto azul y blanco. Tenía los brazos abiertos como si esperara acoger a alguien. Estaba descalza, pero esto no le impedía aplastar con el pie desnudo la cabeza de una serpiente.
Ante ella temblaban dos velas encendidas.
Estaban a punto de apagarse, pensé, y en ese instante, por una vidriera rota, irrumpieron los gorriones. Gorjeaban con fuerza, persiguiéndose en el aire como si estuvieran jugando. Volaron aquí y allí con gran estruendo. Luego, se posaron sobre los dos brazos de la cruz.
No eran compañeros de juego, sino una madre con sus pequeños. Ahora los pequeños piaban y batían las alas y la madre los alimentaba, hundiendo el pico en sus pequeñas gargantas abiertas de par en par. Ellos pedían y ella les daba. Los alimentaba aunque ya fueran grandes, aunque ya pudieran volar solos.
La Virgen, con su sonrisa apacible, seguía mirándome. En mitad de las mejillas tenía dos círculos apenas un poco más rojos.
Levanté los ojos hacia ella y le dije: «¿No deberías ser Tú la madre de todos nosotros?»
Entonces alargué la mano para tocarle el pie que aplastaba la serpiente. Pensaba que estaría frío, pero estaba tibio.
Media hora después estaba sobre la camilla de la clínica. El médico amigo de Franco untaba el gel para la ecografía. El ruido del mar aún no me había abandonado. Tunf, sfluc, tunf, sfluc, tunf, sfluc.
«Doctor», pregunté, «¿es posible que sienta ya el corazón de mi hijo?»
El médico se echó a reír. «¡Qué imaginación!» Me señaló un punto en la pantalla. «Eso que llamas tu hijo, ahora mismo no es muy diferente de un esputo.» Luego añadió: «Vístete y siéntate en la sala de al lado. Procederemos dentro de media hora.»
Me vestí y empecé a esperar. De pronto, sentada, sentí el olor de mi madre. El olor de su piel y del agua de colonia. Ese olor que yo llevaba años sin sentir. El olor de la lluvia de besos. Miré a mi alrededor. En la sala no había nadie, las ventanas estaban cerradas. Entonces comprendí e hice lo único que podía hacer. Me levanté y me fui.
Cerca de la parada del autobús, había una cabina de teléfonos. Llamé a Franco. Estaba en el estudio.
«¿Cómo estás?», me preguntó.
«Estoy bien porque he decidido tenerlo.»
«¿Te has vuelto loca?»
«A lo mejor.»
«¿Quieres traer al mundo otro pobre infeliz?»
«A lo mejor.»
Siguió un largo silencio, luego dijo:
«Jamás me hubiera esperado de ti un comportamiento tan estúpido. Pero, en fin, tú eres libre de arruinarte la vida. Habría que ver si me la quiero arruinar yo también.»
La barriga todavía no se notaba, pero le faltaba poco. ¿Qué haría yo entonces?
Pensaba en esto, unos días después, cuando, al entrar en la cocina, me encontré a los dos, frente a mí, con la cara inmóvil, lívida.
«¿Qué ha pasado?», pregunté con un hilo de voz, preparada para lo peor.
La voz de Giulia temblaba.
«¿Cómo has podido hacerme esto?»
Bajé la mirada. ¿Así se vengaba él?
«Es verdad, debería haberlo dicho antes.»
«¿Decirme qué? ¿Que eres una ladrona? ¡Y yo que te he tratado como a una hija! Hace días que busco mi anillo de la esmeralda y ¿dónde lo encuentro? ¡En el fondo de uno de tus cajones! ¡Quién sabe cuántas cosas habrás hecho desaparecer en estos meses!»
«Hemos cometido el error de fiarnos», añadió Franco con una mirada opaca. «Pero cuando la raíz está podrida, antes o después se pudre la planta. Te hemos querido, de todas formas. Por eso no llamaremos a la policía. Pero debo pedirte que dejes la casa antes de mañana por la mañana. Y, obviamente, que devuelvas todo lo que no te pertenece.»
La enésima noche en blanco. En vez de descansar, pasé el tiempo pensando en la mejor manera de vengarme. La ausencia de luz favorece los pensamientos más tremendos.
Me hubiera gustado coger a su hija y ahogarla con una almohada, arrojarla a un canal, ver su pelo dorado fluctuar bajo el agua como trapos viejos. Me hubiera gustado coger una lata de gasolina y vaciarla sobre el parqué y los muebles de madera y lanzar luego una cerilla y dejarlo morir como mueren las mujeres indias, sobre la pira del marido. Me hubiera gustado estropear los frenos de su coche y verlo estrellarse contra un muro. Me hubiera gustado escupirle a la cara y clavarle un cuchillo en el vientre. Me hubiera gustado abrirlo de la cabeza al vientre como un atún, extrayendo las vísceras calientes con mis manos. Me hubiera gustado darle a beber una pócima mortal, un veneno lentísimo, que produjese una agonía insoportable.
Luego pensé que la muerte, en el fondo, era un don, que sería mucho mejor obligarlo a vivir en la humillación y el tormento. Podría caerse por las escaleras y romperse la espina dorsal, quedar en una cama para siempre, con el respirador tapándole la boca. O podría hundirse una casa de las que había construido. El hundimiento provocaría un montón de muertos y él iría a la cárcel y lo perdería todo. Cuando saliera, la mujer no estaría esperándolo, la hija, ya adulta, fingiría no conocerlo. Y él acabaría en la calle, rondando por los comedores de los vagabundos con bolsas de plástico en la mano.
También habría podido decirle a su mujer que no había robado nada en su casa. Yo odiaba, sí, pero mi odio no tenía ningún nexo con la codicia. Habría podido contarle con pelos y señales todo lo que ocultaba la historia del robo. Habría podido revelarle lo que hacía su marido cuando se quedaba a trabajar hasta tarde en el estudio. Habría podido decirle que el hijo que me crecía dentro probablemente era el hermano o la hermana de Annalisa y que, por lo tanto, estábamos a punto de ser parientes.
Habría podido decírselo, pero ella hubiera podido no creerme. Es más, con toda seguridad no me hubiera creído, porque yo sólo era alguien sin familia, la hija de la prostituta que robaba y empinaba el codo, mientras que el hombre acusado era su marido. El hombre que la mantenía en el bienestar y con el que había traído al mundo una hija que era la luz de sus ojos. Callar era menos grave que no ser creída.
Poco antes del alba cogí mi bolsa del armario y metí las pocas cosas con las que llegué.
Antes de salir dejé una nota en el bolso de la señora Giulia. Decía: «Algún día comprenderá. Perdóneme», y, debajo, mi nombre.
Era a primeros de agosto y la ciudad estaba desierta. Un vehículo del servicio municipal de limpieza pasaba lentamente por la calle y regaba las aceras. Los pájaros-avión chillaban a decenas entre los tejados de las casas. Un gato con un collar rojo atravesó la calle. Yo no sabía adónde ir, así que acabé en el parque. Era el lugar más fresco que conocía. Había algunos ancianos que paseaban al perro, muchachos que aprovechaban la temperatura suave para hacer jogging.
Me senté en un banco apartado. A poca distancia, sobre una fuentecilla de hierro colado, se posaban las palomas. Alargaban el cuello, por turno, hacia el chorro de agua. Veía cómo se llenaba el buche y cómo descendía el agua por la garganta.
Más allá, una vieja con los pies envueltos en dos bolsas de plástico examinaba el contenido de una papelera. Olía las cosas y luego las tiraba. Tenía un rostro sereno, casi divertido. Quizá algún día fue una persona importante, había tenido hijos y los hombres se habían enamorado de ella.
Me había preguntado siempre qué es el amor, pero nunca qué es la vida. Venimos al mundo y somos el himno mismo de la precariedad. Basta un virus un poco arrogante, un golpe ligero en la nuca para que nos deslicemos a la otra parte.
Somos un himno a la precariedad y una invitación al mal, a hacérnoslo mutuamente los unos a los otros. Una invitación que hemos aceptado desde el primer día de la creación. La hemos aceptado por obediencia, por pasión, por pereza, por distracción. Te mato para vivir. Te mato para poseer. Te mato para librarme de ti. Te mato porque amo el poder. Te mato porque no vales nada. Te mato porque quiero vengarme. Te mato porque matar me da placer. Te mato porque me molestas. Te mato porque me recuerdas que a mí también me pueden matar.
Todo en el mundo tiene su contrario. El Norte y el Sur. Lo alto y lo bajo. El frío y el calor. El macho y la hembra. La luz y la oscuridad. El bien y el mal. Pero entonces, si es así verdaderamente, ¿por qué es posible decir: «Te mato» y no es posible decir: «Te devuelvo la vida»? La vida nació antes que el hombre y ningún hombre es capaz, con su sola voluntad, de crear la vida. «¡Muere!», podemos gritar, pero no: «¡Vive!». ¿Por qué? ¿Qué se esconde en este misterio?
Mientras pensaba estas cosas, se me acercó un perro. Parecía viejo, tenía mechones de pelo blanco, el vientre hinchado por la desnutrición, la mirada cubierta por un velo opaco. Con fatiga se sentó a mi lado. Tenía la boca abierta y respiraba ruidosamente.
«No tengo comida», le dije, pero no se movió.
El sol empezaba a pegar, así que me puse bajo un gran castaño de Indias. La copa daba una sombra agradable, bajo sus hojas zumbaban decenas de insectos.
El perro me siguió. No había banco y me senté en la tierra. El perro se tendió a mi lado. Su respiración parecía un fuelle.
«¿Quieres una caricia?», le pregunté, poniéndole la mano en la cabeza. Entrecerró los ojos con una expresión que parecía de felicidad.
El cielo sobre nosotros era azul como el fondo de una taza de esmalte. Ya no había pájaros-avión sino sólo alguna paloma que volaba fatigosamente. Más arriba, el vientre plateado de un avión brillaba como un arenque. Luego desapareció, dejando tras de sí una franja blanca, larga y precisa como un camino en el campo.
¿Hay senderos en el cielo?, me pregunté entonces. Y ¿adónde llevan? Y ¿quién los traza?
En ese momento el perro me dio la pata.
«¿Nos guía Alguien o estamos solos?», le pregunté.
Tenía los ojos entornados, le colgaba la lengua. Parecía sonreír.
«Respóndeme.»