EL BOSQUE EN LLAMAS

I

Conozco su edad, pero no su rostro. Eso es lo que no me deja dormir de noche. Vino al mundo el 3 de marzo, a las tres de la noche. A las tres de la noche, el 3 de marzo de 1983.

Un amigo experto en esoterismo lo encontraba motivo de felicitación. No a todos toca, me había dicho, nacer con cifras tan perfectas. Yo no le hice mucho caso. Giulia estaba ligeramente por debajo del peso normal y era más bien fea, como todos los recién nacidos.

Los primeros diez días los pasó en la incubadora. Un poco de ictericia, nada más, pero fue suficiente para desencadenar la inquietud de la madre.

«Me ocultan algo», repetía con mirada nerviosa. «Hay algo que no quieren que sepa.»

Entonces yo me sentaba en la cama y pasaba horas tranquilizándola, aunque todo era inútil.

Cuando por fin le pusieron a la niña en los brazos, la miraba como se mira una mercancía que sospechas que te han vendido averiada.

«No succiona bastante», decía. «¿Respira o no respira? No lo entiendo.»

Por fin, consiguió transmitirme las dudas incluso a mí. Una tarde, paré al médico en el pasillo.

«¿Qué le pasa a mi hija?»

Estábamos ante el cristal del nido.

Giulia dormía bajo la lámpara con el culo en pompa. Probablemente estaba soñando, porque hacía muecas.

«¿Por qué iba a pasarle algo? Mírela», dijo sonriendo, «es una florecilla que no ve el momento de crecer».

Al día siguiente volvimos a casa. Aparentemente, Anna estaba tranquila. Pero a Giulia no le ayudó el cambio de aires. Confundía el día y la noche. Gritaba como si tuviese hambre pero, en cuanto Anna le ofrecía el pecho, volvía la cara. Sólo después de insistir mucho, conseguía que mamara un poco. Era una lucha extenuante. Cuando Giulia estaba otra vez en su cuna, Anna estallaba en sollozos.

«No me quiere», gritaba, «no quiere saber nada de mí».

De acuerdo con el pediatra, una semana más tarde pasamos a la leche artificial. La mejora fue muy pronto evidente para Giulia, pero no para Anna. El parto había desencadenado en ella una depresión latente desde hacía tiempo. No se lavaba, no hacía la compra, no guisaba. Cuando yo volvía del trabajo por la tarde, encontraba a la niña gritando de hambre y sucia hasta el cuello.

En poquísimo tiempo, tuve que aprender a hacer de mamá. Cambiar los pañales, echarle los polvos de talco, comprobar con los labios la correcta temperatura de la leche.

Cuando iba al instituto, las chicas me decían siempre: eres el mejor de todos. Mis compañeros insinuaban que quizá yo fuese homosexual, pero no era verdad. Prefería leer a jugar al fútbol. Si salía con una amiga, me gustaba más hablar con ella que ponerle inmediatamente las manos encima.

Y a lo mejor por eso, cuando me vi haciendo de mamá, no me preocupó demasiado. En vez de ir al bar a beber con los amigos, acepté mis responsabilidades. Los hijos son cosa de dos, me repetía. Si uno está mal, es justo que el otro cargue con el peso. Un día se curará, me decía, y mi sacrificio habrá servido para construir una familia feliz.

Yo quería a Anna más que a nada en el mundo. Amaba su fragilidad, su imprevisibilidad. Amaba sobre todo el hecho de que no pudiese vivir sin mi amor.

La había conocido en el instituto, apareció en mi clase el penúltimo año, su familia acababa de mudarse desde otra ciudad. Estaba en el tercer pupitre y era muy silenciosa. Mientras las otras chicas hacían cualquier cosa por llamar la atención, ella hacía cualquier cosa por esconderse. Silenciosa, vestida con sobriedad, si le preguntaban enrojecía antes de responder. Naturalmente, se convirtió en el hazmerreír de la clase. Las chicas decían: o es tonta u oculta algo. Los chicos se encogían de hombros: dejadla, es una auténtica monja y está más plana que un lenguado.

Una tarde me la encontré por casualidad en el parque. Era mayo, en el lago los cisnes nadaban alargando el cuello, los gorriones saltaban en el polvo. Habíamos hablado del instituto, de los profesores simpáticos y de los antipáticos, del examen de selectividad, de las vacaciones, de lo que haríamos en el futuro.

«¿No tienes ninguna pasión?», le pregunté.

«¿Pasiones?», repitió, bajando la mirada. «Sí, me gusta leer. Leer poemas, novelas… Sí, me gustaría matricularme en letras. Pero estoy indecisa porque también me gustaría estudiar psicología. Tenemos tantas cosas en la cabeza, sería estupendo que entendiéramos algo, ¿no te parece?»

«Ah, sí», respondí, y le hablé de mi pasión por los árboles. Pensaba estudiar biología o ingeniería agrícola.

Pareció maravillada. Probablemente se preguntaba cómo llega uno a apasionarse por cosas tan poco interesantes como los árboles.

«Incluso los árboles», le dije, «pueden ser simpáticos o antipáticos. ¿No lo has pensado nunca? Por ejemplo, fíjate en ése, un ciprés de Arizona, ¿cómo es?».

Anna lo miró un poco, luego abrió la boca. «Antipático.»

«¿Y ése?», continué, señalando un sauce llorón.

«Simpático. Muy simpático.»

En aquel momento, pensé que de una chica así incluso podría enamorarme.

Luego llegó el pánico prolongado del examen de selectividad, el alivio de haberlo superado, las breves vacaciones antes de iniciar las prácticas de ingreso en la universidad. Y la perdí de vista.

Volví a encontrarla pocos meses antes de la licenciatura. Yo estaba en el vestíbulo de la estación cuando se me acercó y me dijo: «¿Te acuerdas de mí?»

Fuimos a un bar a beber algo.

«¿Y ése cómo es?», me preguntó, señalando hacia arriba, a la hojarasca.

«Es un almez», le respondí, «antipático, muy antipático».

Al año siguiente nos casamos.

En este largo período, he escrito a Giulia muchas cartas. Empecé hace cuatro años, con la felicitación de Navidad y luego la de cumpleaños. La primera vez me quedé mucho rato con la pluma suspendida en el aire. ¿Cómo debía firmar? ¿Papá? ¿Tu padre? ¿Saverio? ¿O quizá Saverio, tu papá? No terminaba de decidirme. Abrí y cerré aquel sobre tantas veces que, cuando finalmente lo mandé, ya estaba viejo y estropeado.

Al año siguiente, me armé de valor y le escribí la primera carta. Elegí el papel que creía que se adaptaba a ella, a su edad. Tenía unos gatitos que corrían detrás de una mariposa. En escribirla tardé más de un mes, era como esculpir las letras en piedra. Luego, la dejé sobre la mesa otro mes. Después de mandarla, me puse a esperar la respuesta. Los días se distinguían sólo por la inquietud. ¿Llegará o no llegará?

Por fin llegó una carta. Pero era la mía, devuelta. Un sello violeta decía: «destinatario desconocido». Las felicitaciones las había mandado a la misma dirección. ¿Qué había pasado? Quizá les había ocurrido algo a los abuelos. Estaban enfermos o habían muerto. O era ella la que estaba mal. No podía tranquilizarme. Vivían desde hacía generaciones en la misma casa, ¿era posible que hubieran cambiado de dirección inesperadamente? O quizá habían sido los propios abuelos los que no querían que aquellas cartas acabaran en sus manos. Las volvían a echar al buzón, como se vuelve a echar al agua un pez demasiado pequeño.

Vuelve atrás. Vuelve al origen.

La mayor parte del tiempo lo paso viendo la televisión. Veo sobre todo programas para adolescentes y me pregunto: ¿cuál le gustará más? ¿Será fan de algún cantante o preferirá cuidar las plantas del jardín? ¿Será la alegría de sus abuelos o una espina en su corazón?

Muchas noches sueño con ella. Estoy en las calles de una gran ciudad, Nueva York o Los Ángeles. Me parece verla entre la multitud. Va andando delante de mí, la llamo, pero no me oye. Entonces la alcanzo, le toco el hombro, se vuelve y no la reconozco. «Perdone», balbuceo. Un sueño banal. El sueño banal de una persona banal.

En la época del hecho buscaron a mis antiguos compañeros en el instituto o la universidad. Querían saber qué clase de persona era yo. A algunos incluso les había costado acordarse de mí.

«¿Saverio?», repetían, como buscando algo sin importancia en el fondo de un baúl, y añadían: «Ah, sí, un tipo normal, completamente normal. ¿Quién lo hubiera dicho?»

Intento pensar en otra cosa pero no lo consigo. El rostro que recuerdo es el que tenía con cuatro años. Estaba perdiendo la redondez de la primera infancia, Anna le hacía dos trencitas para ir a la guardería. Salía de casa cantando, en la mano su bolsa de plástico rosa. Es una parte de mí que sigue andando por el mundo, mirando, asombrándose. ¿Conoce la verdad? ¿No la conoce? No lo sé y no me está permitido saberlo. Durante muchos años incluso he pensado en desaparecer de su vida. Durante muchos años he pensado en matarme.

Pienso en Giulia y no en Anna. ¿Por qué? Porque Anna vive de nuevo conmigo.

Volvió en cierto momento y, en lugar de rechazarla, la he acogido. No ha sido fácil. Ni inmediatamente. Al principio no quería verla, luego tuve miedo. Me hablaba y no podía creer lo que me decía. Me sentía inseguro, confuso. Así que pedí una entrevista con el psicólogo. Después de verlo, incluso tenía menos claras las ideas. Pasé al psiquiatra. Me dio fármacos. Se me hinchaba la lengua y ella no se iba.

«Escúchame, Saverio», decía hablando despacio, con delicadeza. Entonces yo gritaba, corría, golpeando las cuatro paredes. Era como si alguien me hubiese prendido fuego, como si dentro de mí hubiese una grabadora que se pusiera en marcha por su cuenta.

«¡Tú también quieres matarme!», le grité una noche, despertándome en la oscuridad.

Soplaba un fuerte mistral. El alba no debía de estar lejos porque oía los pesqueros que volvían al puerto. Su voz era como un murmullo.

«No», me respondió, «quiero que empieces a vivir».

II

Las gaviotas respetan horarios regulares. Al alba, en pequeños grupos, sobrevuelan el mar en dirección a tierra. Poco antes del crepúsculo, hacen el recorrido inverso. Pasan las horas de luz en algún vertedero, alimentándose de las cosas más inmundas.

Cuando vivíamos en la ciudad, las veía muchas veces pelearse por un bocado de basura. Más que gaviotas, parecían gallinas en un gallinero. ¿Dónde habían ido a parar aquellas nobles criaturas que siempre habían inspirado a los poetas? Eran estúpidas, ávidas, sin gracia. Imposible imaginar que fueran los mismos animales majestuosos y solemnes que hacia la tarde sobrevolaban la tierra para alcanzar el mar abierto.

¿Cuál era la verdadera gaviota? ¿La criatura cándida y solitaria o el ave prepotente que se revuelca en la inmundicia?

Y si es así con las gaviotas, que no tienen conciencia, ¿cómo será con nosotros?

¿Cómo puede ser que tengamos la arrogancia de decir: sí, éste soy yo? ¿Quién soy? No lo sé, como máximo puedo saber cómo me muestro. Cómo me muestro ante mí mismo, cómo me muestro ante los demás.

A muchos les basta con eso. Somos figurantes, hay que conformarse.

Pero, en cierto momento, hasta una comparsa puede rebelarse. Se puede cansar de repetir todas las tardes el mismo papel, la misma reverencia, la misma ocurrencia. Así, de improviso, alguien o algo nos sugiere desnudarnos, revolcarnos en los excrementos, decir inconvenientes.

¿Quién ha hablado? ¿He recibido órdenes de alguien, o me ha movido mi voluntad?

Nunca he creído en el alma, pero sí en el DNA. Es invisible a nuestros ojos pero mide decenas de kilómetros y dura siglos, incluso milenios, millones de años. Bastaría esto para volver ridícula cualquier afirmación de conocimiento.

Sin saberlo, se puede tener un tatarabuelo cortador de gargantas. Uno que no lo hacía por oficio sino por placer: en cuanto alguien no le caía bien, se le echaba encima y le abría una gran sonrisa bajo el mentón. Así el nieto lejano se afeita todos los días y cuando ve a un peatón en un paso de cebra, frena, se detiene y lo deja pasar con un gesto de cortesía. Y cuando en la escuela hay una reunión de padres, modera las opiniones más mordaces, con su sensatez ayuda a todos a elegir la solución mejor.

Pero, luego, de repente, aquel gen que llevaba dormido siglos se despierta y, en vez de calmar una disputa, el nieto corta la garganta a los contendientes. Y entonces chilla de maravilla, de horror. ¿Cómo ha sido posible? ¡Quién lo hubiera dicho! Una persona tan correcta, tan amable.

La noche pasa y es larguísima. Una noche interminable como la de los enfermos. Uno llama al alba, la espera, y el alba no llega. Y entonces se pregunta, ¿de dónde viene ese gen? ¿Era necesario para la evolución? El homicidio dentro de la misma especie en el mundo animal es rarísimo, entre los hombres es casi la norma. Comemos, bebemos, nos reproducimos y matamos al prójimo. Ésta es la partitura de cualquier vida. Y entonces, pregunto, ¿de dónde viene? Abel era bueno y Caín no. Pero, al principio, incluso Caín parecía bueno. Araba la tierra y alimentaba a los animales, exactamente como su hermano. Y, de pronto, sucedió algo y ya no era igual. ¿Por qué?

Si no se puede definir el odio, ¿cómo se puede definir el amor? Cualquier palabra se arriesga a ser patética. Es lo único que puedo decir. No ha habido día, hora, minuto en que mi pensamiento no haya estado concentrado en Anna. Me despertaba y pensaba en ella. Iba en el coche y pensaba en ella. Trabajaba y pensaba en ella. Pensaba y me preguntaba: ¿cómo puedo ayudarla, de qué manera puedo hacerle la vida menos agobiante? Yo sabía que sin mí no podía arreglárselas. Su vida iluminaba la mía, dándole un sentido.

Cuando Giulia cumplió un año, la situación empezó a mejorar. Giulia era precoz, tenía un carácter alegre y eso, de algún modo, había tranquilizado a su madre. Iban por la calle, con el cochecito, y todos la paraban, le decían: ¡qué simpática es, qué linda! Anna se sentía orgullosa de haberla traído al mundo. La angustia la devoraba todavía, pero conseguía mantenerla bajo control con las medicinas.

Y además yo, con los años, había aprendido a conocerla como un perro de carreras conoce la pista de obstáculos. Allí hay tres vallas, a la derecha una rampa, más allá, un túnel de aire y luego la lona sobre la que saltar. Cinco minutos de retraso en volver a casa quería decir encontrarla llorando en el sofá, convencida de que en aquel momento yo estaba caído en el asfalto. Olvidar un encargo significaba para ella el oscuro silencio del abandono.

Cuando pasaba el día fuera por el trabajo, llamaba desde cualquier bar, desde cualquier teléfono, desde cualquier cabina abandonada en un cruce. Cuando tenía que acompañarme un ayudante, inventaba excusas para llamar continuamente por teléfono. Mi madre está mal, decía, o cualquier otra cosa por el estilo.

Yo era reservado en lo que tocaba a nuestra dependencia recíproca. Sabía que, vista desde fuera, hubiera podido provocar comentarios no precisamente benévolos. Pocas personas, me decía, tienen la fortuna de vivir un amor tan intenso. Por eso era mejor mantenerlo oculto. Oía las historias de mis colegas, peleas continuas, reivindicaciones, mujeres nerviosas que sólo esperaban que la puerta se cerrase detrás del marido para huir de casa.

Una vez, incluso casi llegué a discutir con uno de ellos. «Pero ¿no te aburres con tu mujer?», me había preguntado burlón.

«Hablas así porque no sabes lo que es el amor», le respondí, molesto.

Sabía que los conocidos nos llamaban «los papagayos inseparables», pero no me importaba en absoluto. Hablan con resentimiento, me decía, porque les gustaría estar en nuestro lugar.

En aquel tiempo, trabajaba en una sociedad para la protección ambiental, me ocupaba de las enfermedades de los árboles, podía aplicar mis conocimientos y estaba contento.

A veces, de noche, cierro los ojos y no duermo. Veo el fuego. Es el fuego pero no es el fuego. Es un bosque de alerces. Parece otoño pero la hierba de los pastizales está alta, así que no es otoño. Una vez más, lo que parece no es lo que es en realidad. Alguien camina por allí y ese alguien soy yo. El bosque es el bosque que me ha sido confiado. Cuando todo empieza, todavía está verde. Sólo existe la sospecha de que ha sido atacado por lepidópteros devastadores. Recojo algunas hojas, un poco de corteza, esparzo aquí y allí trampas de feromonas, para ver si el insecto ha llegado ya.

Mientras, en casa, Giulia se ha caído de la trona y se ha hecho un buen chichón. No hay teléfonos en el bosque, no puedo saberlo. Sólo me entero en el camino de vuelta. Cuando entro en casa, Giulia está en el diván y Anna la aprieta contra sí. Llora.

«Es culpa mía. No ve con un ojo.»

Vallas, túnel. Inútil tranquilizarla, decirle que todos, antes o después, nos hemos caído de la trona.

Al día siguiente, temprano, la llevo al hospital. Desde allí, llamo por teléfono a los compañeros de trabajo y digo: Llegaré un poco más tarde. Pero sale el médico de Urgencias. Junto a él, Anna parece un espectro. Lo oigo decir: «Es mejor hospitalizarla inmediatamente.»

El mismo día, los lepidópteros llegan al bosque.

Normalmente un bosque muere más despacio que un hombre. Tarda meses en irse, incluso años. Pero cuando se va, se va para siempre. Y con él se van también todas las otras formas de vida. Los líquenes y los musgos, los coleópteros y las hormigas rojas, los curculiónidos y los piquituertos, los luganos y los mitos. El que puede, escapa. El que no lo consigue, se extingue con él.

Mi muerte y la del bosque empezaron con curiosa sincronía.

Giulia tenía algo en la cabeza pero aún no se sabía bien lo que era. Había que abrir para saberlo. Yo andaba sobre las primeras agujas caídas y no me preocupaba por Giulia sino por Anna. Si Giulia muere, me decía, quiere decir que era su destino, pero ¿cómo conseguirá Anna sobrevivirle? Andaba y de repente sentía los hombros frágiles. ¿Cuánto peso se estaba acumulando sobre ellos?

Anna pasaba los días en el hospital y cada día se hacía más transparente, la voz se había reducido a un hilo. Cada vez que podía, la apretaba entre mis brazos, fuerte, le hablaba bajo al oído.

A Giulia le habían cortado el pelo. Así sus ojos eran enormes y ya sin alegría.

La operación fue bien, y la convalecencia. En aquellos días debería haberme sentido abatido, desesperado, pero me sentía como un león. Había en mi interior una energía extraordinaria. Yo era la base, no podía ceder.

Debíamos esperar la biopsia.

Pocos días antes de los resultados, Anna y Giulia volvieron a casa.

En el bosque, los primeros dos árboles se pusieron amarillos. Bastaba mover una rama para que las agujas cayeran como lluvia. Las agujas que caen fuera de estación impresionan más que las hojas. Caen y parecen dientes, la hoja planea, la aguja se precipita. La rama negra es como una encía desnuda. Alrededor todo es vida y en el bosque es muerte. O preludio de la muerte.

En el hospital, Anna había hecho amistad con una enfermera. Las había visto varías veces hablando sin parar entre ellas.

Una tarde, al volver del bosque, encontré la casa vacía. Faltaba un día para los resultados, por eso me preocupé.

Estuve toda la noche conduciendo, dando vueltas. Pasé y volví a pasar junto al río, por los puentes. Anna podría haber cometido una locura. Lo que para nosotros es una locura, a ella le hubiera parecido una cosa natural.

Con las primeras luces del alba fui a la policía a denunciar la desaparición.

Poco antes del mediodía, oí su llave en la cerradura. Tenía a Giulia en brazos y sonreía. Me besó como si volviera de un paseo y luego se dirigió al teléfono.

«¿Qué haces?», le pregunté.

Y ella: «Estoy llamando al médico.»

«¡Lo llamo yo!»

Vi cómo sus hombros se agitaban. «No importa.»

Un minuto después, llegaba el resultado. Anna cayó directamente de rodillas, con el auricular todavía en la mano.

«Papá, ¡quiero agua!», gritaba Giulia.

«Dime, qué», grité yo. La niña se asustó y se echó a llorar.

«¡Dime!»

Anna temblaba, se cubría el rostro con las manos y repetía: «¡Gracias, Dios mío! Gracias, Señor…»

La cogí por los hombros.

«Hablas con Dios», le grité a la cara, «¿o te dignas a hablar con tu marido?»

III

En la isla nunca se desatan incendios. Demasiada piedra, demasiada poca vegetación. No se desatan incendios, pero yo siento siempre el olor del fuego. Pero ¿qué olor tiene el fuego si dentro no hay nada que se queme? El fuego de un bosque es distinto al fuego de neumáticos viejos. El fuego que quema las plumas o los huesos es distinto al que devora las hojas.

De noche sueño que los alerces se transforman en llamas. Cada alerce es una llamarada solitaria. Si observo mejor, me doy cuenta de que no son alerces sino personas. O mejor, alerces con cabeza de persona. Está el rostro de Anna, ahí, arriba, y el de Giulia, y está también mi rostro. Ardemos todos sin un grito, sin una imprecación. Sólo se oye el crepitar seco de las ramas muertas. Y yo que me revuelvo bajo las llamas con las manos en el pelo repitiendo: «¡Eran lepidópteros, no llamas! ¿Por qué ahora arde todo? ¡Nunca he creído en el infierno!»

La primera vez, ella vino de noche. Sentí algo fresco en las mejillas, abrí los ojos y vi brillar su mirada. Desprendía una tristeza tremenda. Alguien, algo, no sé quién, me dijo en un soplo: «¿Qué has hecho?»

Nunca he creído en el infierno, ni en los diablos, ni siquiera en los fantasmas, así que ni siquiera he creído en Dios, nunca. Es más, la idea misma de Dios siempre me ha disgustado. ¿Qué necesidad había de molestarlo para explicar el universo? Existían las leyes de la física, las leyes de la química. Su interacción posibilitaba la explicación de cualquier cosa.

Después de la enfermedad de Giulia, Anna se convirtió en otra persona.

Salía a menudo con su nueva amiga enfermera y volvía a casa cargada de paquetes. Empezó a preocuparse de su ropa, a maquillarse ligeramente, a ponerse vestidos alegres, de colores.

Un día volví a casa y encontré en cada ventana jarrones llenos de prímulas. En vez de saludarla, la ataqué.

«¿Cómo se te ha ocurrido?»

«Creía que iba a gustarte. Al fin y al cabo, es primavera.»

«Ya, pero estas flores deben estar en los bosques, ¿no lo sabes? Podrías haberme dicho, quiero ver las prímulas y yo te hubiera llevado. Pero ponerlas aquí, en medio del cemento, como pequeñas cabezas decapitadas… Eso no. Me dan náuseas.» Y, mientras hablaba, empecé a destrozarlas y tirarlas al suelo.

También las gaviotas actúan así. Cuando tienen algún contencioso con un semejante, destrozan la hierba con el pico y la lanzan a poca distancia, como diciendo, ten cuidado, la próxima vez tú podrías ocupar el lugar de la hierba.

Ahora yo la llamaba cada media hora y ella nunca estaba en casa. Por la tarde, con indiferencia, yo decía: «A las cuatro intenté hablar contigo pero no estabas…» Nunca perdía la serenidad. Respondía: «He salido con Silvia, con Giulia. Hemos ido al parque…»

Iban con frecuencia a ver a cierto monje de un convento de las afueras. Cuando hablaba de él, a Anna le brillaban los ojos. «Tienes que venir a conocerlo», me decía siempre, «es un hombre verdaderamente extraordinario».

«Ya sabes», le respondía, «que no soy muy proclive a esas cosas. ¿Qué cambia con que haya o no haya Dios?».

«¡Cambia todo!»

Nunca había visto discutir a Anna con tanto ímpetu.

«Piensa en una flor», me decía. «Una cosa es verla como una flor. Es azul o amarilla o roja o lila. Tiene pétalos y sépalos, el ovario, el tallo, el pistilo. Puede vivir en los prados o enraizada en las rocas. Otra cosa es verla como la realización de un sueño. Alguien ha imaginado la belleza para nosotros y, para realizarla, ha creado la flor. Antes que cualquier otra cosa, una flor es un don para nuestra mirada.»

«¿Quién te ha enseñado a razonar de una manera tan confusa?»

«A mí me parece muy claro», respondía, bajando la mirada.

Por la mañana, mientras preparaba el desayuno, la oía cantar. Entonces, desde el baño, le gritaba: «¡Apaga la radio!»

¿Dónde estaba mi Anna? ¿Dónde estaba la frágil criatura que, durante años, había dominado mis pensamientos? Ahora podía ocurrir que sólo nos viéramos por la mañana y por la noche. Durante el día éramos dos extraños.

No teniendo que vivir ya entre vallas y túneles, también yo había empezado a tener mi vida. Acababa el trabajo y me entretenía un poco más con mis compañeros, daba un paseo al centro para beber un aperitivo. A veces volvía a casa y la mesa no estaba puesta todavía.

Un compañero, un día, me dijo: «¿Por qué no abres los ojos? Cuando una mujer cambia, sólo hay una razón. Otra persona ha entrado en su vida. Se arregla, se maquilla, canta. ¿No serás tan tonto como para creer que lo hace por las palabras de un viejo fraile?»

En el Evangelio, el diablo sube a la montaña y dice a Jesús: «Todo esto será tuyo, si me obedeces.» El diablo podría parecerse a un agente inmobiliario o a la carcoma. O a la semilla de una hierba que se mete por todas partes, al rompesacos, por ejemplo, que se posa sobre la superficie de un cuerpo y luego avanza, avanza sobre la piel como una flecha silenciosa. Nadie lo ve, nadie lo siente y el rompesacos excava su surco. Conoce perfectamente su dirección. Sube hasta el cerebro o desciende hasta el corazón. Y allí estalla.

Así aquellas palabras fueron palabras carcoma. Yo estaba quieto y ellas arañaban cada vez más hondo. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? La amiga, el fraile, las continuas salidas… Era evidente que sólo se trataba de una excusa. En todos los años en que nuestro amor había estado vivo, nunca sus ojos habían brillado de aquel modo.

Con el hilo de la sospecha se puede coser cualquier tipo de vestido. Así, poco a poco, conseguí reconstruir el desarrollo de los acontecimientos. Y a grabar con fuego un nombre y un rostro. ¿Quién podía ser, si no el médico? En aquellos días de miedo e incertidumbre, él había estado muy cerca. El destino de Giulia estaba en sus manos. Hubiera podido existir negligencia, descuido en la operación, pero todo se había desarrollado de la mejor manera posible.

No lo había hecho por la niña, estaba claro, sino por aumentar el flujo de admiración. Había visto a aquella joven madre desesperada, una presa ofrecida en bandeja de plata. Para cogerla, bastaba alargar la mano. No hay nada mejor que una mujer que necesita consuelo, ser tranquilizada. Es más: el cerdo había elegido a propósito aquella profesión. Las madres abatidas caían una tras otra en sus brazos. Y era evidente que también la enfermera, aquella Silvia, de alguna manera les hacía de Celestina. Ella era la que engatusaba a las presas. Las llevaba de paseo, les hablaba sólo de él para aumentar su idolatría.

La prueba del nueve fue la llamada con los resultados. Anna había cogido el teléfono y había marcado el número de memoria. Se lo sabía de memoria. En cada uno de sus gestos había familiaridad. ¡Ella, que hasta tenía miedo de llamar a la lechería de debajo de casa! ¿Y qué otra cosa era el fraile, sino un nombre en clave para indicar algún motel de las afueras?

Andaba por el bosque y no pensaba en otra cosa. No tenía a nadie con quien desahogarme, y así la rabia y los pensamientos crecían desmesuradamente. Andaba y hablaba en voz alta. Si algo se me ponía a tiro, le soltaba una patada. Sobre mi cabeza, sobre mis hombros, caía una lluvia de agujas muertas. Sólo la idea de la venganza me daba una especie de paz transitoria. Imaginaba todas las maneras en que podría hacerles daño. Y, al imaginarlas, sentía que me crujía el cráneo. Apretaba los dientes tan fuerte como si, entre las mandíbulas, tuviera un hueso. Podría contarle todo a su mujer, mandarle una carta anónima, recortando las letras de un periódico. Podría cubrir su elegante coche con frases injuriosas. Podría esperarlo en la puerta de su casa y darle una lección.

Delante de Anna, no conseguía esconder mi turbación. De noche, a su lado, daba vueltas y vueltas en la cama.

Una noche no pude aguantar más. Cuando me preguntó: «¿Qué te pasa? ¿Por qué no duermes?», le respondí: «Hueles a algo que no conozco.»

Se echó a reír. Parecía una carcajada frívola. «¡He cambiado de crema hidratante!»

«Podrías inventar una excusa mejor», murmuré, antes de levantarme e irme a dormir al salón.

Vino a buscarme al diván. Me miraba preocupada.

«No me toques», le dije. «Me das asco.»

No dejó de tocarme.

«Saverio, ¿qué pasa?»

«Que has cambiado.»

«Es verdad, pero ¿por qué te disgusta?»

«Porque cuando una mujer cambia, sólo hay una razón.»

«¿Y cuál es?»

«¿Quieres que te lo diga a la cara?»

«Sí.»

«Está enamorada de otro.»

Anna suspiró profundamente. «Es verdad. Estoy enamorada, pero no de otra persona.»

«¿Entonces de quién?»

«Estoy enamorada de la vida.»

«No digas tonterías de fotonovela.»

«No son tonterías. Es lo que siento.»

«¿Oyes los pajarillos cantar?»

«No, he encontrado un sentido.»

«Pero ya tenías un sentido. Era yo. Éramos nosotros, tu familia.»

«Lo sois todavía. Lo sois más que antes.»

De la garganta me salió una carcajada como un aullido.

«¡Quién lo diría! "Cariño, esta noche llegaré tarde. Cariño, mira qué peinado. Huele mi perfume. Mira cómo me contoneo con los tacones nuevos. Mira, cariño, mira. ¿No parezco una auténtica puta?"»

Anna se levantó. Yo seguía dándole la espalda.

«¿Por qué tienes que hacerme tanto daño?»

«Porque veo la verdad.»

«Tú ya sólo ves tus fantasmas.»

«Ya que estamos en el tema. ¿Por qué no me llevas a conocer a tu famoso fraile?»

«No creo que te interese.»

«Al contrario. Me interesa muchísimo.»

Aquella noche, en el sofá, me dormí riendo. La había puesto en dificultades. Se pilla antes a un embustero que a un cojo, ¿existía un dicho más verdadero que éste?

Para organizar bien la puesta en escena, se requiere tiempo. Tardó una semana en decirme: «Esta tarde, a las cuatro, nos esperan en el convento.»

Habíamos llevado a Giulia al cumpleaños de una compañera de guardería. Luego nos dirigimos a la autovía. Conducía Anna y permanecimos en silencio todo el trayecto. De vez en cuando me parecía oírla tragar como un animal que percibiera el inminente peligro.

El convento estaba compuesto por una serie de feos edificios a una veintena de kilómetros de la ciudad. Alrededor sólo había la mediocridad desesperada del monocultivo interrumpido por algunas hileras de chopos todavía sin hojas.

La entrada era fría y escuálida. El hermano portero nos acomodó en dos butaquitas de polipiel color avellana claro. Cuando se abrió la puerta al fondo del corredor y apareció un hombre anciano, Anna se levantó y fue a su encuentro.

Los vi abrazarse antes de que él cogiera una mano de Anna entre las suyas con un gesto de afectuosa intimidad. Me quedé sentado. Ante mí, Anna dijo: «Saverio, mi marido.»

El fraile me estrechó la mano y me hizo una seña para que entrara en un pequeño cuarto lateral.

Nos sentamos uno frente al otro. Yo miraba su barba y me preguntaba, ¿es verdadera o falsa?, cuando él dijo: «Su mujer me ha hablado mucho de usted.»

«Ah, ¿sí? ¿Y qué le ha dicho?»

«Está muy preocupada.»

«¿Por qué?»

«Porque dice que ha cambiado y no entiende la razón.»

«Es ella la que ha cambiado.»

El fraile sonrió. «Eso es verdad. Anna en los últimos meses ha vivido una verdadera revolución.»

«¿Y entonces por qué yo no puedo cambiar también?»

«Hay muchos tipos de cambio.»

«¿Por qué el de ella le gusta y el mío no?»

«Depende de la luz de la mirada.»

En alguna parte del pasillo sonó una campanilla.

Empecé a irritarme.

«¡La misma palabrería de siempre, decrépita! "El ojo es tu linterna, etcétera." Los ordenadores piensan hoy casi como los hombres y usted todavía cree en esas cosas. O peor, pretende que yo crea.»

Aquel hombre me miraba con dos ojos oscuros e inmóviles. Yo tenía la sensación de ser un animal exótico en una jaula. Me estaba escrutando y yo no tenía ningún medio de defenderme. Le he dado demasiado carrete, pensé. Ya es hora de cortar por lo sano, de desenmascararlo.

Me puse en pie de repente. La silla se volcó.

«¿Por qué no deja de hacer teatro?», grité en voz mucho más alta que lo que hubiera querido.

El fraile permaneció inmóvil, con la misma mirada, sin bajar los párpados. «Ahora entiendo», dijo despacio, mientras yo estaba en la puerta.

«¿Qué entiende?», le respondí a gritos.

A la vuelta, conduje yo.

«Es un actor excelente, tu amigo», dije. «Casi inspira respeto. Casi.»

«A veces tengo la impresión de que estás loco.»

«Entonces estamos locos los dos. Yo soy Napoleón, ¿y tú?»

Mientras hablaba, apretaba con rabia el acelerador. Parecía como si tuviera que aplastar algo con los pies.

«Saverio, sé que te parece extraño, pero mi vida ha cambiado. Ha cambiado por algo que no se puede ver.»

«No creo en lo que no se puede ver.»

«Pero crees en las leyes de la química.»

«Todo lo que existe es química. Química y física. Yo, tú, este coche, el motor, la gasolina, el asfalto, los árboles. Es lo que construye la vida.»

«¿Y quién ha construido eso? ¿Quién ha construido las leyes que permiten que estemos aquí?»

«Las leyes han existido siempre.»

«No es verdad. Las leyes las ha creado Dios.»

«Ciertamente. Y el hombre desciende del mono y pronto caerá sobre la tierra otra lluvia de fuego. ¿No es así?»

«No me tomes el pelo.»

«No te estoy tomando el pelo. ¿Cuál es la dirección de ese neurólogo al que ibas después del parto?»

«Hablas así porque tienes envidia.»

«¿De qué? ¿De tus cuentos? No, gracias. Creí en Papá Noel hasta los seis años y ya es bastante.»

«Yo creo en Dios, no en Papá Noel.»

«Si Giulia hubiera muerto, no creerías.»

«Dios nos salva siempre.»

«Ah, ¿sí? Veamos», dije, apretando aún más el acelerador.

«¡Ve más despacio!», gritó Anna. «¡Piensa en nuestra hija!»

«Ya piensa Dios. ¿O no? Veremos.»

Entonces enfilé a toda velocidad el sentido de dirección contrario. Después de algunos segundos nos encontramos de frente un coche. Viré una fracción de segundo antes del impacto.

De vuelta en nuestro carril estallé en una carcajada nerviosa.

«¿Quién te ha salvado? ¿Quién ha girado el volante? ¿Dios o yo?»

Anna lloraba cubriéndose el rostro, doblada sobre sí misma. «Eres un hombre malo», repetía. «Eres un hombre malo.»

Hice amago de consolarla. «No digas eso. Estaba bromeando.»

Sus lágrimas me daban una alegría profunda.

IV

El bosque ya estaba casi completamente quemado. Sólo una treintena de alerces parecían disfrutar todavía de buena salud. Pero bastaba acercarse para advertir que también habían sido atacados por los primeros signos de la destrucción. Llevaba casi un año intentando resolver aquel problema y todas las soluciones que fui encontrando se habían demostrado vanas. Después del moho y la podredumbre, intenté culpar a diversos tipos de lepidópteros pero no encontré rastro de ninguno. Pensé entonces en la lluvia ácida. En Norteamérica, cerca de los grandes lagos, había visto bosques enteros de coníferas destruidos así. Había demasiadas industrias en la llanura padana, demasiados vertidos y, cuando cambiaba la corriente del viento, todos acababan penetrando en los valles.

Estaba bastante convencido de esta hipótesis, pero los análisis del agua en los últimos meses me habían desmentido una vez más. El bosque se moría y yo no podía entender la razón. El cliente que había encargado el trabajo quería una respuesta y yo salía del paso dándole largas. Estaba haciendo pruebas, aún inacabadas. La sospecha de que el responsable de todo fuera un virus cada día aumentaba. Pero decir un virus es como decir todo y nada. Los insectos tienen sus leyes, para combatirlos basta pensar como ellos y encontrar un enemigo que los devore. La única ley que conoce el virus, en cambio, es la anarquía. Vive en todas partes, como le parece o según leyes exclusivamente suyas. Vive, pero su fin no es la vida sino la devastación y la muerte del organismo que lo acoge. No tiene un rostro sino muchos. Cada vez que se consigue identificar una de sus caras, cambia de máscara y contraseña e inmediatamente cruza una frontera que lo vuelve inaprensible.

Pasaba días enteros bajo aquellos árboles agonizantes. Un árbol que se muere es algo que produce un malestar extremo. Sobre todo al encargado de salvarlo. Un árbol muere sin palabras y su tronco permanece durante mucho, demasiado tiempo, como un dedo apuntado contra el cielo. Un dedo que grita tu impotencia. Conoces todo su ciclo vital y, a pesar de eso, no has podido hacer nada.

Muchas veces en estos años, volviendo con el pensamiento a aquellos días, me he dicho que también el bosque hizo, de alguna manera, su contribución a la ruina. Había un virus en el bosque y otro virus en mi cuerpo. Al rozarse, provocaron una mezcla mortal.

Si en aquellos días hubiera cuidado un jardín frondoso, por ejemplo, quizá todo hubiera ido de otra manera. Yo habría llegado al jardín lleno de pensamientos sombríos, y el jardín, con su quietud, con su armonía, me los hubiera quitado de la cabeza. En el gran invernadero los cítricos estarían en flor y los parterres serían un triunfo del color. Con su canto de belleza, la vida hubiera disuelto cualquier sombra.

Pero, todo lo contrario, cada mañana volvía a la agonía del bosque. Pasaba el día allí, con las agujas que me caían encima. Perdía el control de mi mujer y perdía el control de los alerces. Era realmente demasiado para un hombre solo.

Cuando estaba allá arriba, en el bosque, sólo pensaba en Anna, en cómo vengarme. Pero cuando estaba en casa, pensaba en el bosque, en la mejor solución. Un día, antes o después, subiría y le pegaría fuego de verdad.

Dormía y apretaba los dientes con tanta fuerza que una noche Anna me despertó y me dijo: «¡Escucha! Debe haber un ratón en algún sitio…»

Sería el 3 o el 4 de mayo. Ya habían adelantado la hora oficial y me quedé más tiempo en el bosque. Llegué a casa a algo más de las nueve. Las ventanas estaban apagadas, en el apartamento no había nadie. Estaba cansado, desanimado. Esperaba cenar un plato caliente, recibir un gesto de cariño. En el fondo, por ellas me atormentaba todo el santo día.

La rabia estalló de repente. Empecé a darle patadas a todo lo que tenía a mi alcance, a tirar los objetos de las repisas. Cogí la foto de nuestra boda y la estrellé contra el suelo, rompí el cristal y el marco y rompí la foto en pedazos tan pequeños como confeti. Cuando la puerta se abrió los recogí en la palma de la mano.

Anna parecía cansada.

«Un día negro», dijo. «Se me ha pinchado una rueda, y también estaba pinchada la de repuesto.»

Me puse delante de ella y le soplé los pedazos a la cara. «Nuestra boda», dije, «esto es lo que queda».

«¿Por qué dices eso?»

«¿Por qué? ¿Por qué?», empecé a gritar. «¿Por qué? Trabajo todo el día por mi familia y vuelvo y soy un hombre solo. Ya no tengo mujer ni hija. El pobre imbécil sólo sirve para traer dinero a casa. ¡Pero el pobre imbécil está harto, absolutamente harto!»

Giulia se escondió detrás de las piernas de su madre.

«Tranquilízate, Saverio, cálmate. Ya te he dicho que hemos tenido problemas.»

Me sentía como una cafetera que lleva demasiado tiempo en el fuego, la presión subía y subía y seguía subiendo.

«¡No sabes decir otra cosa!», grité, y luego hice algo que jamás hubiera creído posible. Le solté una bofetada.

Hubo un momento de silencio. El teléfono sonó pero no lo descolgó nadie. Giulia dijo: «Papá malo.»

Anna la cogió en brazos y le dio un beso en la frente.

«No. Papá no es malo. Sólo está muy cansado. Mira, le hacemos una caricia.»

Giulia dudaba con la mano en el aire. Había sorpresa, miedo en sus ojos. Entonces Anna la guió hasta mi mejilla.

«Querido papá.»

Las yemas de sus dedos eras frescas, inseguras, sobre mi cara incandescente.

«Te odio», murmuré al oído de Anna antes de salir de la casa.

No tenía las llaves del coche, no tenía la billetera. Volver a buscarlos hubiera sido demasiado humillante. ¿Dónde podía ir a dormir aquella noche si no era al sótano?

Ahora sé que, en el camino que recorrí hasta llegar a aquel punto, el sótano era el último túnel que superar, la última valla que salvar antes de alcanzar la meta. Hubiera podido irme a la calle, entrar en el primer bar y emborracharme antes de caer adormilado en un banco del parque. Hubiera podido ir a casa de un amigo y hablar con él como un loco hasta las primeras luces del alba. Hubiera podido hacer todo eso, pero, como un autómata, empecé a bajar las escaleras.

En el sótano encontré lo que me faltaba. Una bicicleta. Una bicicleta nueva, con un faro rojo al lado del timbre. Del manillar colgaba la bolsa de una tienda para hombres.

Yo tenía razón: en el cambio de Anna había realmente otro hombre, un hombre tan arrogante como para esconder su bicicleta en mi sótano. Sí, venir en bicicleta era más fácil que venir en coche, dejaba menos huellas. ¿Qué hacía allí la bicicleta?, me pregunté.

¿Lo había sorprendido un día la lluvia y ella lo había acompañado a casa en coche? «Dejemos la bici en el sótano», le dijo, «mi marido no baja nunca».

Mientras yo me volvía loco por aquel bosque, ellos se decían cosas dulces entre mis sábanas.

¿Era el médico o no era el médico? A estas alturas ya no tenía ninguna importancia. Me bastaba saber esto, que yo no me había engañado.

Ahora el fuego de los alerces se extendía en mi interior. Sentía cómo las llamas lamían el tronco y las ramas crepitaban un instante antes de romperse.

Era imposible dormir allí y me quedé sentado un rato. Entonces vi dos viejas pesas de gimnasia. Las cogí y empecé a moverme. Hice pectorales, dorsales y carrera sobre el terreno, flexiones y más pectorales. Sentía en mi interior una energía tremenda. En la base de toda energía, hay alguna forma de calor. Para no estallar, debía disiparla. En el sótano no se veía el alba, así que no dejaba de mirar el reloj. Tenía un pulsador que iluminaba la esfera un momento.

Las cinco y media.

Las seis.

Las seis y cuarto.

A las ocho Anna llevaba a Giulia a la guardería. Esperaría su vuelta para salir y decirle lo que pensaba de su conducta. Esa mañana misma, iría al abogado y pediría la separación. Una separación dolosa con custodia de la niña. Me sentía muy cerca del triunfo.

Todo se desarrolló de un modo muy rápido. A las ocho y media salí. Ante la puerta de casa había un perro blanco, grande, que no había visto jamás.

«¡Aparta!», le dije.

Pero siguió mirándome como si no me hubiera oído. Entonces cogí con fuerza la piel del cuello y con un movimiento brusco lo tiré por las escaleras.

Anna no había vuelto todavía. Me quedé esperándola de pie, en el recibidor. Esperé entre cinco y diez minutos.

Cuando entró y me vio, dijo: «¿Dónde has dormido? He estado preocupada toda la noche.» Fingía, ponía cara de tristeza.

«¿No te has dado cuenta? Estaba muy cerca.»

«¿Muy cerca?»

«Bajo tus pies.»

«¿En el sótano?»

«En el sótano.»

Disfruté estudiando la expresión de su rostro. Parecía desilusionada. «Entonces ¿ya lo has visto todo?»

«Lo he visto todo.»

Yo esperaba que estallara en sollozos, que se arrojara a mis pies implorando perdón. Pero sonrió, hasta sus ojos eran alegres. Abrió los brazos diciendo: «Entonces feliz cumple…»

¿Por qué tenía todavía una pesa en la mano? La levanté y cayó sobre su frente. Hubo un ruido sordo y Anna cayó al suelo como un trapo.

V

Del bosque no he sabido más. ¿Dónde habrán ido a parar todos los apuntes que tomé, todas las fichas con los análisis y las pruebas? Es muy probable que el propietario renunciara a salvarlo.

Una mañana llegarían dos trabajadores forestales y con la motosierra cortarían los troncos, uno tras otro. Durante una semana entera invadiría el valle aquel sonido de muerte. Dientes de metal que agredían a lo que un día estuvo vivo. Luego el ruido se apagaría y volvería a borbotear el riachuelo. Los picos volverían a picotear otras cortezas; y los luganos y los jilgueros, a volar estupefactos sobre aquella gran mancha desnuda que un día había sido su mundo.

Perder los dientes, perder el pelo. De noche no soñaba con otra cosa. El bosque que moría y yo que me quedaba sin dientes. Sin dientes y calvo. Los dientes no se caían uno a uno, sino todos a la vez. Tintineaban en el suelo como bolas de cristal.

El pelo no tilia de manera diferente. Me pasaba la mano y se me quedaban mechones enteros entre los dedos como si fueran una peluca. Entonces me ponía a llorar. Lloraba en silencio. ¿Adónde podía ir con aquel aspecto? Sin dientes, sin pelo, sólo podía dar risa o lástima. No inspiraría ni respeto ni miedo. Por eso no he querido volver a aparecer en público.

El bosque estaba muerto y también Anna estaba muerta. La vi tendida en el suelo y me sentí impotente, como con los árboles. No pensaba que fuese tan fácil apretar el interruptor. Apenas si la había rozado y se había ido.

Durante algunos minutos, pensé en una broma, repetí: «Venga, vamos, levántate, era una broma.»

Le llevé un vaso de agua fría.

Los labios no se abrieron y el agua resbaló por el cuello, mojando la camiseta.

¿Podía escapar? Sí, hubiera tenido tiempo de sobra. Hubiera podido coger el coche y correr hasta la frontera sin levantar el pie del acelerador. Incluso, hubiera podido meterla en un saco y tirarla a algún río.

Pero sólo me quedé a su lado, cogiéndole la mano.

Cuando alguien llamó a la puerta, fui a abrir.

Era el cartero. Cogí el telegrama y le dije: «Entre. He matado a mi mujer.»

Giulia todavía estaba en la guardería.

Un mes más tarde, el abogado me llevó un periódico con su foto. Supe que era ella por los zapatos, el babero, la bolsa. El rostro lo cubría una mancha desenfocada, de los bordes sobresalían dos coletas con un lazo a cuadros. Debieron hacer la foto la mañana de la tragedia porque Anna sabía anudárselas así. La oía tararear en el baño: «¿De quién son estas coletas? Las coletas de un ratoncito.»

Una persona desconocida la llevaba de la mano. Giulia parecía un pelele, los brazos flojos, arrastrando las piernas. ¿Le habían dicho algo o lo había comprendido sola? La foto desenfocada, de todos modos, era una hipocresía. En el pie de foto habían escrito: La pequeña Alice (nombre supuesto) hija del ingeniero agrónomo uxoricida.

Luego, un día, cuando ya estaba aquí, con el olor y el ruido del mar, de pronto abrí los ojos y entendí por qué había muerto el bosque. Su final no lo había causado ni un insecto ni un cáncer ni un virus, sino sólo la envidia. Envidia porque los alerces crecen entre o junto a los abetos blancos, los abetos rojos, los pinos silvestres. En verano son tan iguales que los profanos los llaman sólo árboles de Navidad, pero en invierno todo cambia. Los alerces se deshojan y los abetos y los pinos conservan las agujas. Así, desnudos en el hielo, aparecen, delicados, cubiertos de nieve. La gente pasa y dice: mira ésos, qué hermosos, y qué tristes aquéllos, muertos ya.

Y así los alerces sintieron envidia. No tenían paz: ¿qué tienen ellos que no tengamos nosotros? Si Dios nos ha hecho, ¿por qué no nos hizo a todos iguales? Nos ha dado las agujas y una forma piramidal a los tres. Crecemos a la misma altura y alimentamos a los mismos tipos de animales. Con nuestra leña se construyen casas magníficas. Los vapores de nuestras resinas curan a los enfermos de los bronquios. ¿Por qué, entonces, los pinos y los abetos reciben un trato de favor?

Desde hace un par de años mantengo correspondencia con el fraile amigo de Anna. Empezó él. No le contesté inmediatamente. Es más, al principio, cuando veía sus cartas, las rompía gritando: «¿Qué quiere de mí? ¿No tengo ya bastante sufrimiento?» Por fin, le mandé una nota pidiéndole que no me escribiera más. Me contestó. Dejé pasar unos meses y también le contesté yo. Es la única persona que ha dado señales de vida en estos años.

Mi teoría sobre la muerte del bosque le hizo mucha gracia, pero añadió una apostilla. Los alerces, escribió, no tienen envidia de las agujas perennes, sino del amor. ¿No sucede lo mismo entre los hombres? ¿Por qué cree que Caín mató a Abel? Porque creía que era más querido. ¿Y por qué los hermanos de José lo arrojaron a un pozo? Porque el padre lo prefería hasta el extremo de regalarle una túnica de mangas largas, la misma túnica que encontraron ensangrentada entre la arena.

Quien vive en el amor arriesga más que los otros, y muchas veces debe pagar un precio muy alto. En muchos años de guía de las almas, nunca he dejado de maravillarme ante esto. En vez de abrir el alma, el amor muchas veces la cierra. ¿Por qué? ¿Tememos, quizá, que sea como la comida, como el agua, como el dinero, y llegue alguien más voraz que nosotros y lo devore ante nuestros ojos? Pero el amor es como el aire. Infinito. No podemos dividirlo en trocitos, guardarlo en la bolsa, en el bolso, conservarlo en la despensa. No podemos coger un trozo de amor porque encontraremos siempre a alguien cuyo trozo nos parezca más grande.

Y así el demonio de la envidia devasta el mundo. El miedo de no tener bastante nos vuelve mezquinos. Arrebato, aferro. Cuanto más arrebato y aferro, más miedo tengo de perder, de no tener bastante.

¿Recuerda nuestro primer encuentro? El color de su alma era rojo fuego. No había maldad en su interior, sino confusión. Es exactamente cuando no se presta atención cuando estalla un incendio. Se tira una colilla y esa colilla hace arder un bosque entero.

Usted quería a Anna y tenía miedo de perderla, me repite. Pero ¿se ha preguntado alguna vez si la quería de verdad? ¿Vio alguna vez, verdaderamente, la persona de Anna?

¿O la quería con un amor narcisista? Amaba su amor por ella, el modo en que era capaz de protegerla. ¿Amaba su fragilidad, su dependencia?

Cuando se transformó en una persona fuerte, autónoma, su sentimiento se invirtió. Empezó a tener miedo de Anna en el momento en que ella se libró del miedo. No es un juego de palabras sino algo serio sobre lo que reflexionar.

¿Qué vida es una vida vivida en el miedo? Es la vida del que camina con la mirada baja. La vida de un esclavo. Pero el destino al que estamos llamados no es el de los esclavos, sino el de hijos y hermanos. Es el destino del amor y la libertad. Porque la libertad verdadera no es hacer lo que nos parece, sino vivir como criaturas libres del miedo.

Vuelvo a pensar a menudo en la última vez que hablé con su mujer. Fue la noche antes de la tragedia, Anna me llamó por teléfono. Había angustia en su voz.

«Saverio me ha dado una bofetada y ha desaparecido. Nunca se había portado así. Lo peor es que la niña también empieza a temerle.»

«¿No hará una tontería?», pregunté.

«Espero que no. Mañana es su cumpleaños», continuó después de una pausa. «Le he comprado la bicicleta que quería. Espero que le guste, que se tranquilice un poco. Además, no se puede pretender que el matrimonio esté siempre limpio de nubes. Saverio vive en su caparazón y tiene miedo de que alguien lo saque. Antes, en el caparazón vivíamos los dos, hasta que yo salí y se quedó solo. Es como si gritara: "¡Vuelve adentro!"»

«¿Y tú quieres volver?»

«Aunque quisiera, sería imposible.» Y añadió: «Padre, por fin empiezo a entender aquella frase…»

«¿Qué frase?»

«Esa que habla del odio en el mundo. Hasta hoy siempre me había preguntado ¿cómo es posible que la gente te odie mientras tú vives amando?»

«¿Tienes miedo?»

«He tenido, pero ahora estoy serena. Y, además, ¿el amor no es también paciencia? Quiero a mi marido, quiero a nuestra hija. Sé que también él nos quiere, que sólo es cuestión de tiempo. Sólo tiene que salir de su mundo de fantasmas.»

Ya ve, querido Saverio, usted ha tenido el gran privilegio de bajar la escalera hasta el fondo. No le tomo el pelo cuando digo esto. Desde abajo se ven las cosas con bastante más claridad que desde un punto medio. Podría haber seguido flotando entre la confusión de los sentimientos el resto de sus días. Habría claros y nublados. Una mañana odiaría a su mujer y por la noche la chantajearía con su amor. Hay parejas que aguantan así toda la vida sin ni siquiera acariciar la duda de que se pueda salir del infierno cotidiano.

En su vida, la farsa se transformó en tragedia. Para liquidar tres vidas, le bastó levantar un brazo y dejarlo caer con rabia sobre la frente de Anna. ¿Cuánto duraría todo? ¿Un segundo? ¿Medio segundo? Un segundo después, usted ya estaba llorando junto al cuerpo de su mujer.

Muchos, en este punto, escribirían la palabra «fin». A mí, por el contrario, me gusta pensar que todo fin es en realidad un nuevo principio. Sí, algo ha terminado, pero ese «algo» nunca es el todo. Eso a lo que nosotros llamamos fin, muchas veces sólo es una fase de transformación. Usted, que ha estudiado durante tanto tiempo los insectos, debería tener bien clara esta idea. Anna está muerta, pero también una parte de Saverio está muerta. Ahora, la parte viva de Saverio debe reemprender la marcha.

Compadecerse, despreciarse, odiarse, son modos de volver vano el sacrificio de su mujer. Será Otro quien lo juzgue algún día. Mientras, en su corazón, deje un espacio a la acción de la misericordia. Cárguese a la espalda su mochila llena de ceguera, violencia, confusión, odio, amargura, y eche a andar. Camine aunque le digan que es inútil, o que ya no tiene derecho. Siga andando incluso cuando ya no vea la calle, cuando la niebla lo envuelva y avance inseguro por el borde de un precipicio. Y andando, antes o después, se dará cuenta de que la vida es un camino que recorrer y no un caparazón en el que, como máximo, podemos estirar las piernas.

La mayor parte de las personas no vive, espera simplemente que la vida pase. ¿En qué se convierte la vida entonces? Sólo en un contenedor de distracciones para engañar al aburrimiento. Luego llega de improviso la muerte o la devastación de una enfermedad y todos gritan: «¡Qué engaño! ¡Qué estafa! Esto no figuraba en las reglas del juego.»

Pero tenemos a la muerte delante desde el momento de nuestra concepción. La muerte esta ahí, como un enigma, una interrogación perpetua que llevamos dentro incluso en el más feliz de los días.

Si se debe morir, ¿qué sentido tiene la vida? Cada hombre que nace debe volver a descubrir el significado de esta pregunta. Y descubrirlo no quiere decir convertirse en el dueño de nada, sino liberarse. Liberarse de todas esas cosas que llevamos en la mochila, de la avidez, de la envidia. Y sobre todo de la idea de nosotros mismos.

He dicho «liberación» pero también podría haber dicho «purificación». Purificación de lo que sale de nuestro corazón, de nuestra boca, de eso tan pasado de moda pero en realidad tan extraordinariamente vivo que se llama «pecado». El pecado no es una transgresión de las reglas de un orden jerárquico, sino un telón negro que nos echamos encima. En esa oscuridad artificial, no vemos nada, no sentimos nada, pero estamos convencidos de entenderlo todo.

El pecado es una carencia, un daño que nos hacemos sólo a nosotros mismos. Algo que nos aleja dramáticamente de nuestra condición de criaturas nacidas para vivir en la Luz. Usted tenía delante el amor luminoso de su mujer, el amor confiado de su hija, pero, en la tela espesa en la que se había dejado envolver, no sólo no los vio, sino que incluso los confundió con una amenaza.

La muerte de Anna debe servirle para rasgar ese telón.

Ya soy viejo. En mi vida he vivido y visto muchas cosas, he tenido diversas visiones del mundo. Con el tiempo, me he dado cuenta de que estas visiones, en apariencia fundadas y estables, eran en realidad como los espejos refractarios de un calidoscopio. En cada ocasión pensaba: sí, esto es el mundo, esto es la vida. Hay que actuar así o asá. ¿Cuánto duraban estos pensamientos? Bastaba un soplo para que se rompieran y de aquel mundo surgiera otro y otro más y otro.

Hubo un momento en que me rebelé. Todo esto es una locura. Es una locura existir. Yo soy una locura. Es locura todo en lo que he creído. Durante años me he arrodillado ante el vacío. Durante años he hablado del vacío. Durante años he intentado convencer a quien tenía a mi lado de que el vacío estaba lleno, y de que esa plenitud tenía un nombre y un sentido dignos de veneración y de respeto. Mi desesperación era absoluta. Cada mañana me levantaba y me preguntaba: ¿qué hago? ¿Sigo viviendo con mi hábito de fraile como si no pasara nada, difundiendo mentiras o pongo fin directamente a mis días?

Ha sido terrible, ¿sabe?

Confesaba a las personas, recibía las confidencias de almas extraviadas, todos esperaban de mí un camino, una certeza, mientras yo me debatía en la oscuridad más absoluta, sin poder confiar mi extravío a nadie. Movía el calidoscopio con rabia, buscando una nueva respuesta a mis preguntas. Fue entonces cuando se me escapó de las manos y cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. De pronto, me di cuenta de que todo aquello en que había creído hasta entonces no era otra cosa que ideas, proyecciones de mis angustias, de mis miedos. Había querido volver accesible lo que es inaccesible, había querido limitarlo, darle un nombre, un tiempo de desarrollo. Había querido reducirlo todo a la limitación de mi mente de hombre.

Fue en ese momento cuando empecé verdaderamente mi camino. El momento en que me quedé completamente desnudo, completamente inerme, completamente sin voz.

Ahora, cada día me levanto y voy a la ventana y sé que ese día podría ser el último. Ya no tengo miedo, ni sensación de vacío, más bien la trepidación un poco adolescente de quien espera el primer encuentro con el Enamorado.

Cada mañana, poco antes del alba, me asomo a la ventana de este feo edificio de cemento, miro afuera y veo los campos abandonados y, más allá, la silueta oscura de los cobertizos y las fábricas y las luces de los coches. ¡Hay tantas personas que van a trabajar a esa hora! Ahí me quedo hasta que la luz domina a la oscuridad.

Es un espectáculo que no cesa de asombrarme. Hay, en ese instante, delicadeza, fragilidad y también una inmensa potencia. Entonces, la mancha oscura del campo se convierte en hierba. Veo los tallos, uno al lado del otro, y el rocío que los cubre y los insectos que se quitan la sed en el rocío. Veo los gorriones que se posan sobre la fronda de las matas. Oigo su piar desordenado, alegre, y el piar más preciso de los pinzones y los herrerillos. Oigo el ruido de los coches y veo a las personas dentro. Veo sus corazones como he visto el rocío sobre los tallos, uno por uno, sus historias, sus angustias, sus inquietudes. Veo sus corazones y los corazones de las personas que están a su alrededor. Los niños que todavía duermen en casa, protegidos por el calor de las mantas y las mujeres ya despiertas y los padres ancianos que han pasado una noche insomne y ahora escuchan la radio. Veo los corazones y siento la respiración. Oigo la respiración de los que nacen y la respiración del que se va, como un gran concierto de viento. Es música de órgano o de flauta. Sube, desciende, sube. Entre el cielo y la tierra hay un intercambio continuo.

Y por eso cada mañana, sobre este feo alféizar de cemento, apoyo los codos y lloro. Lloro como quizá sólo pueden llorar los viejos, dócilmente, en silencio. Lloro porque veo el amor. El amor que nos precede y el amor que nos acogerá. El amor que, a pesar de todo, acompaña cualquier camino, incluso el más pequeño, incluso el más retorcido, incluso el más rico en errores. Lloro por el amor, y por todos los corazones que nacen, viven y mueren cerrados como cajas de muerto.

Rezo por usted. Rezo porque también usted pueda un día asomarse a su ventana.

Bajo el garabato de su firma había unas líneas más.

P. S. En los últimos meses he visto varias veces a su hija. Es una adolescente seca y longilínea, lleva el pelo como su madre, recogido en una cola de caballo, y tiene los mismos ojos, pero el color, así como la forma de las manos, son los de usted. Es una chica reflexiva, acostumbrada, como usted, a razonar meticulosamente. Se necesita un poco de tiempo para advertir la sutil inquietud que se agita en su interior. Las primeras veces rechazó bruscamente el tema. A la tercera dijo: «Mi padre es un asesino.»

Le respondí: «Tu padre es un hombre que realizó un gesto tremendo, pero no es un hombre malo.»

Estábamos sentados, uno al lado de la otra, sobre una tapia, sus pantalones tenían el borde deshilachado, balanceaba nerviosamente las piernas adelante y atrás. Mirando a lo lejos, dijo: «No se mata si no se es malo.»

¡En la adolescencia todo es blanco o negro! Respondí: «A veces hacemos algo malo porque somos débiles o estamos confundidos, porque tenemos miedo. ¿Qué harías si ahora saliera una serpiente de la tapia? Aunque te gusten los animales, probablemente la matarías.»

Con el tiempo, pude hablar de ustedes dos, del amor que unía a sus padres. «Cuando tú eras pequeña, tu madre estaba enferma y tu padre te cuidó como pocos padres lo hubieran hecho.»

Al pie de la tapia crecía una malva. Una abeja se zambulló dentro.

«Lo ves», observé entonces, «la abeja necesita la flor. Pero también la flor, para existir, necesita a la abeja. Estamos todos unidos por un invisible abrazo. Tu padre te necesita y tú lo necesitas a él».

Permaneció largo rato en silencio, con las manos no dejaba en paz a un mechón de pelo. Volvía la cabeza de modo que yo no pudiera verle el rostro. Respiró profundamente dos o tres veces, parecía querer rebelarse contra algo que la estaba ahogando. Luego, con la voz rota, muy bajo, preguntó: «Pero mamá, mi madre, ¿se alegraría?»

Le dije: «Sería la madre más feliz del mundo.»

Con la carta en la mano fui a la ventana. Era el crepúsculo y las gaviotas volvían de tierra firme. Había dos adultas sobre mí. Estaban casi inmóviles con sus grandes alas blancas. Las seguía una gaviota más joven. Aún tenía el plumaje oscuro y, a intervalos regulares, llamaba a las otras con un largo silbido.

El mar debía de estar un poco movido porque oía las olas romper contra los escollos. Cuando el mar estaba agitado, oía cómo mi sangre hacía un ruido similar, el corazón la bombeaba hasta los oídos y de los oídos descendía otra vez al corazón.

En el sobre del fraile, había otra carta. Era más pequeña y en papel rosa, cuadriculado. La abrí allí, de pie, mientras el sol desaparecía en el horizonte.

Querido papá…

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