EL INFIERNO NO EXISTE

I

He vuelto a la casa de mis padres, esa casa que durante tanto tiempo tú detestaste. Me ha costado abrir la puerta, había óxido en el cilindro de la cerradura y la madera se había hinchado por las muchas lluvias.

Cuando por fin cedió, tuve la impresión de encontrarme en un museo. O en una cripta mortuoria. Cada cosa estaba en su sitio. El aire era frío y húmedo, con esa fría humedad que preserva del insulto del tiempo a las cosas que no viven ya. Sobre la mesa, en la cocina, estaba todavía el mantel. Encima, una jarra y un vaso. En la chimenea quedaban cenizas. En el brazo del sillón estaban las gruesas gafas de mi madre, junto a un ovillo de lana atravesado por dos agujas. Coronaba el televisor la foto de nuestra boda. Salíamos de la iglesia cogidos del brazo, tú de chaqué, yo con un largo vestido blanco. En ese momento, alguien debía de haber lanzado arroz, porque tú sonreías y yo también. Pero sonreía con los ojos cerrados.

Fue mi madre la que eligió esa foto. Había otras mucho más bonitas. Se las ensené varias veces, pero ella se encabezonó. «Quiero ésta», decía, señalándonos con el dedo deformado por la artrosis. Yo insistía. «¿No es mejor ésta? ¿O ésta?» «No, no, quiero ésta.» «Pero ¿por qué precisamente ésta?» «Porque en ésta eres exactamente tú.» Con la manga le quité el polvo a la foto. En los ángulos del marco las arañas habían comenzado a tejer su tela.

Entonces me preguntaba qué hacía a aquella foto tan distinta de las otras. Me lo preguntaba, y no sabía responder. En el silencio innatural de la casa, ahora lo sabía. Era yo, con los ojos cerrados. A pesar de no ver, bajaba la escalinata lo mismo, confiándome a tu brazo. No tenía dudas sobre la seguridad con que me guiabas.

«Sólo ves lo que quieres ver», me había dicho mi padre poco antes de morir. Era la hora del crepúsculo y estaba ante el establo. Dos meses después murió. Una noche el perro volvió solo. Al alba del día siguiente, lo encontraron echado sobre el musgo. Algún animal había comenzado a roerle las orejas.

Era a primeros de septiembre. Nosotros navegábamos a vela hacia la Costa Esmeralda. «Ha muerto tu padre», me dijiste, emergiendo de debajo de cubierta. «El funeral será mañana o pasado. No te da tiempo a llegar.»

Mi madre, por su parte, murió mientras estábamos en Singapur, en uno de tus viajes de negocios. En el pueblo nadie sabía dónde estaba yo, así que nadie pudo avisarme. Me enteré a la vuelta.

Cuando estuve en el cementerio, sobre la tierra removida ya había crecido la hierba. Era mayo y las zanjas todavía estaban llenas de nieve. Los arroyos saltaban de una piedra a otra, hinchados de agua. Las ramas de los alerces estaban ya cubiertas de tiernas agujas verde claro. El mismo verde luminoso de los prados. Aquella vez no pude experimentar grandes sentimientos. Quizá todavía estaba anestesiada por tu presencia. Más que vivir, me miraba vivir.

Después, por suerte, también moriste tú.

La mañana en que te encontré tendido en el suelo del cuarto de baño, no fue muy distinto de ver un insecto.

Cuando todavía éramos novios, me hiciste leer La metamorfosis de Kafka. Era un cuento que te entusiasmaba. «Aquí», repetías siempre, «está toda la esencia del hombre moderno». Para complacerte, fingí que también me entusiasmaba a mí. «Me da escalofríos», te dije. Era sólo una mentira parcial, porque sentía de verdad escalofríos. Pero eran escalofríos de repugnancia.

En el momento en que te vi en el suelo, desnudo, con las piernas abiertas, cuando vi la blandura fondona de los años transformarse en rigidez, me volvió a la mente el mismísimo Gregorio Samsa. No te toqué, pero estoy segura de que, si lo hubiese hecho, bajo mi pie habría sentido, no la carne, sino el caparazón quitinoso de un escarabajo.

La semana siguiente fue la más dura. Tuve que llevar puesto el rostro abatido de la viuda. Habías sido un hombre importante y todos querían manifestarme su dolor. Cuando no soportaba más aquellas frases de circunstancia, me iba al cuarto de baño y ¿sabes qué hacía? Me echaba a reír. Reía hasta las lágrimas, reía con la alegre ordinariez de la adolescencia. Reía como alguien a quien le hubiera tocado la lotería y no pudiera decírselo a nadie.

En las páginas locales te dedicaron un artículo de dos columnas. «Deja mujer e hija», escribieron hacia el final. Del otro hijo, ni el menor indicio. Cuando uno muere, todo lo que queda detrás se vuelve bueno. ¿No es éste el último insulto para el que debe seguir adelante, arrastrando el peso de la memoria?

Acabada la farsa, sólo pensaba en una cosa: en lo feliz que sería mi vida de viuda. Me habías dejado una buena cuenta corriente y la curiosidad y las aficiones de mi juventud aún estaban intactas. Me gustaría viajar y aprender idiomas, me inscribiría en un curso de pintura a la acuarela, en un club literario. No aguantaría más imposiciones. Debía ganar tiempo para estar segura de morir con el rostro sereno de quien no tiene añoranzas.

¿Cómo pude ser tan ingenua? El mal tiene muchas caras y se desliza por todas partes con habilidad mimética. Parece morir, pero renace siempre. Tu corazón había cedido, pero tu espíritu seguía vivo. Espíritu de venganza, espíritu de destrucción, espíritu de odio por cualquier cosa capaz de huir de tu régimen de humillación.

A los cincuenta y cinco años ya no cabe la ilusión de que sólo hay vida por delante, de que se puede disfrutar de ella como si se acabara de nacer. Hubo un antes, y ese antes indica la dirección de los días por venir.

Al coger la lana y las agujas de mi madre, sus gruesas gafas de vieja cubiertas de polvo, comprendí una cosa. Los ejércitos en fuga suelen destruir los puentes. Tú, con mi vida, hiciste lo mismo. Con obsesiva meticulosidad destruiste todo lo que tenía a mis espaldas. Luego, para evitar que un día pudiese volver a levantar la cabeza, minaste también todo lo que tenía delante.

Esta casa abandonada y yo somos ahora la misma cosa. La humedad ha devorado las paredes. Si llueve, el agua se filtra por muchos puntos. Los pájaros carpinteros han dejado los postigos como un colador, mientras los ratones han roído todo lo que era posible roer: los cables de la electricidad y las reservas de velas, la Biblia sobre el comodín y el par de viejas revistas para encender el fuego, las bayetas y las fundas de los cojines ordenadamente guardadas en el arquibanco de la entrada.

La primera noche me vino el desconsuelo. Daba vueltas por las habitaciones con una vela en la mano y el abrigo puesto. Todo estaba en tal estado de degradación que me parecía imposible remediarlo en pocos días y sólo con mis fuerzas. Para afrontar las primeras noches, me traje un saco de dormir que había sido de los niños. Fui al dormitorio de mis padres, pero no tuve el coraje de acostarme en su cama. A mamá la encontraron allí, tendida de bruces en el suelo, un brazo adelante y otro atrás, como si estuviera nadando.

«¿Ha muerto de repente?», pregunté al médico de la zona.

«¿Quién podría decirlo?», me respondió encogiéndose de hombros. «Podría tranquilizarla diciendo: sí, perdió el conocimiento en tres minutos, pero ¿qué sentido tendría? El tiempo de los moribundos es muy distinto del nuestro. Lo que para nosotros es un momento, para ellos es la eternidad.»

Ahora que estoy sola en la casa, es exactamente esa eternidad lo que me da miedo. Si no murió de repente, ¿qué pensaría en los últimos instantes? Quizá intentara alcanzar el teléfono, y por eso tendía el brazo hacia adelante. Quizá pensó llamarme y no pudo. O quizá se dio cuenta de que sería perfectamente inútil.

¿Cuándo vine a verla la última vez? Se había quedado viuda hacía poco, dos años. ¿Cuánto distaba su casa de la nuestra? Tres horas y media en coche, cuatro, si había tráfico.

Mientras los niños fueron pequeños, los traje por lo menos un mes cada verano y un par de semanas durante el invierno. Todavía existía el viejo trineo que construyó el abuelo, nos montábamos todos para ir a hacer la compra. Al frenar, la nieve nos daba en la cara y nos transformaba a todos en monigotes.

Después los niños crecieron, Laura empezó a querer ser como todos, las vacaciones en la nieve con los abuelos ya no le bastaban. Quería cursos de esquí, y el telesilla, salir a las discotecas. Michele no, Michele siempre fue distinto. Adoraba la casa de la montaña. Ya de muy pequeño, con su testarudez, seguía al abuelo a todas partes. Cuando tenía cinco años, mi padre le hizo una flauta con una caña. De repente, de los sitios más impensables, oía surgir aquellas notas. Eran pesadísimas, pero a Michele debían parecerle maravillosas, las repetía sin cesar. A veces lo descubría sentado en una bala de heno o bajo el arco de la escalera. Tenía fruncidas las cejas como si estuviera pensando en algo muy serio.

A ti nunca te gustaron sus ojos.

«No son azules», decías, «y tampoco verdes. Son unos ojos color confusión».

Te irritaban las pestañas y las cejas, demasiado oscuras, demasiado marcadas. «Parecen pintadas», decías, señalando hacia él como si fuera un animal a la venta en la plaza pública.

Cuando tenía siete u ocho años le repetías continuamente: «Me recuerdas a Bambi, esa nena.»

Cuando luego, en la adolescencia, su cuerpo se alargó y perdió la gracia, tu estribillo preferido era: «Con esa pinta, pareces una puta.»

Poco antes de venirme aquí, oí decir a un cura en la televisión que el infierno no existe. Yo estaba haciendo no sé qué y no presté mucha atención pero, un par de días después, en un importante periódico, leí la misma afirmación.

El infierno no existe, decía el artículo, corroborado por la tesis de un teólogo muy conocido. O, si existe, está vacío. Yo estaba sola en casa y me puse a recorrer las habitaciones, golpeando a diestro y siniestro con el periódico. «¡Canallas! ¡Mentirosos!», gritaba. «Entonces, ¿Hitler dónde está? ¿Y Stalin? ¿Tocan el arpa en el más alto de los cielos? ¿O peinan los tirabuzones de los querubines? Si el infierno está vacío, por lo menos quiero ir yo. ¡Estar allí en lo hondo, en paz, entre el calor de las llamas, completamente sola como en un gran hotel fuera de temporada!»

Cuando me calmé, pensé, sí, están rebañando lo que queda en el plato. Nadie los escucha, nadie los sigue ya. Para ser populares han traspasado el último límite. Haced lo que os parezca, cualquier maldad, al final el banquete será democrático. Alegría, amor y eternidad para todos. Sentados juntos el médico misionero y el violador de niños. ¡Menudo festín!

Si el infierno no existe, nada existe. Y no sólo existe, sino que debe estar completamente separado de los espacios superiores. Debe haber alambradas y llamas y pináculos de vidrio astillado y compartimientos estancos y ausencia de atmósfera y presión y la poza de un agujero negro que se traga a todos los que intentan salir. Mi madre y mi padre jamás podrían estar contigo, ni siquiera deberían imaginar que existes todavía en algún lugar del universo. Por eso es necesario que, entre lo alto y lo bajo, se levanten todas esas barreras.

La primera noche dormí en mi cama de soltera, en el pequeño cuarto bajo el tejado. Más que dormí, esperé el alba en posición horizontal. No perdí la consciencia ni un instante. La casa estaba llena de vida. Reconocía algunos ruidos, los pasos de los ratones sobre el suelo, los de las comadrejas y las garduñas que, para buscar sus nidos, derribaban las tejas del tejado, la madera de los muebles que se hinchaba y deshinchaba, produciendo pequeños chasquidos, crujidos de asentamiento. En mitad de la noche empezó a soplar el viento. Era la tramontana golpeando la cara norte de la casa. De fuera llegaba el tintineo de una anilla de metal, como de jarcias contra el mástil de un velero. Oí abrirse de golpe la ventana de la cocina. No bajé, pero vi cómo la ráfaga entraba y arrollaba las cosas. El ovillo rodó de la silla y, por la habitación, empezaron a volar las hojas de periódico destinadas al fuego. Volaba la cortina bajo el fregadero y se tambaleaba la góndola souvenir sobre la repisa junto al reloj. Todo, de repente, tenía vida propia. La foto de la abuela en la cómoda y su voz que decía: «El que muere solo, se queda aquí abajo, a buscar compañía. Da vueltas sin parar como un animal enjaulado.»

Cuando la ráfaga acabó, me pareció oír pasos. ¿De quién eran? Parecían zapatillas en los pies de una persona anciana.

II

El hotel donde nos conocimos ya no existe. Los antiguos propietarios han muerto, sólo tenían un sobrino en Australia que nunca se preocupó de explotarlo. Todavía está el rótulo, o, mejor, una parte. Al…chio…rpone sigue escrito en la esquina de la calle principal. Al Vecchio Scarpone.

Habías ido para acompañar a una hermana tuya, convaleciente de una enfermedad pulmonar. Os quedasteis todo el verano y te aburrías mortalmente. De vez en cuando, con el correo de las once, te llegaban paquetes. Contenían libros. Cuando llovía, pasabas el tiempo en la habitación, leyendo. Cuando hacía buen tiempo, hacías lo mismo al aire libre, sentado en un banco o tumbado en la hierba.

A la fuerza tenía que fijarme en ti. Yo cursaba el último año de magisterio. En verano, para ganar algún dinero, echaba una mano en el hotel. Me parecías distinto a todos los chicos que conocía. En la verbena del 15 de agosto, había bailado con un cabo de los alpinos, pero no pasó nada dentro de mí. Del único varón de nuestra clase nos reíamos todas las chicas. Pero, cuando encontraba tu mirada, me ponía colorada sin motivo.

Estaba convencida de que nunca advertirías mi existencia. Entonces, una noche, cuando pasaba frente al columpio chirriante, me invitaste a sentarme. Me hablaste mucho y de muchas cosas, como una persona que se siente muy sola. No podía seguirte en todo. Más que conversaciones, las tuyas eran elucubraciones filosóficas, mi preparación de aspirante a maestra no me permitía acompañarte.

En el primer encuentro, te agradecí la atención. En el tercero, la gratitud se transformó en orgullo. Me hablabas siempre de usted, como si yo fuera una persona importante.

Una semana después, apartándome el pelo del hombro, murmuraste: «Ojos azules y pelo negro, labios rojos y piel blanca como la nieve que acaba de caer. ¿Nadie le ha dicho nunca que es preciosa?»

No, nadie me lo había dicho.

Como nadie me había dicho la frase que usaste como despedida.

«¿Se va a pasar la vida aquí enseñándoles a cuatro niños con bocio?»

En vez de responder, balbuceé algo confuso.

«¿Nunca ha pensado que puede obtener mucho más de la vida?»

«¿Más? ¿Qué?»

Habías subido el último peldaño, las puertas automáticas estaban a punto de cerrarse.

«¡Todo! ¡Si usted quisiera, podría tenerlo todo!»

Al verano siguiente, volviste por un par de semanas y sin tu hermana. Dimos largos paseos cogidos de la mano. Buscábamos siempre lugares solitarios y románticos, lejos de miradas indiscretas. Nos sentábamos bajo el gran sauce que había junto al torrente o en lo más hondo del bosque de alerces, en el claro. Allí, en vez de intentar besarme como hacían los otros, te sacabas del bolsillo un libro y me leías alguna poesía.

A tu lado, había aprendido a sentirme diferente. Había aprendido a comprender mejor, a razonar más profundamente. Te estaba agradecida por haberme concedido la osadía de tu inteligencia.

Aquella osadía, por fin, también me había vuelto inquieta a mí. Ya no me bastaba mi vida de siempre. La que se abría ante mí, en el valle, ahora me parecía una variante de la cadena perpetua.

En septiembre de ese año nos hicimos novios y en septiembre del año siguiente nos casamos.

A mi padre no le gustabas. Mi madre, en cambio, se esforzaba en defenderte. «¿Qué mal te ha hecho el pobre muchacho? ¡No te cae simpático sólo porque viene de la ciudad!» Entonces papá encorvaba los hombros. «No es eso», decía, y seguía tallando nerviosamente un trozo de madera. «¿Entonces?», insistía mamá. «No lo sé», refunfuñaba, «no me gusta», y se hacía aún más pequeño.

El día de nuestra boda yo ya había aprendido a avergonzarme de ellos. El refrigerio fue servido en el jardín de la villa de tus padres. Grandes pabellones protegían las mesas suntuosamente servidas. Los camareros iban y venían con bandejas y guantes blancos. Por allí, perdidos, vagaban mi padre y mi madre: parecían comparsas que se habían equivocado de película.

Al cortar la tarta, mi padre alzó la mano como para pedir un poco de silencio. En vez de pronunciar un discurso, se sacó del bolsillo su vieja armónica y empezó a tocar una canción tristísima. En ese instante, sentí que mi odio hacia él se convertía en una verdadera fuerza física. «Papá, ¡basta!», le bisbiseé después de unos minutos de tormento. Pero no me escuchó, continuó durante un espacio de tiempo que me pareció infinito.

En la sala, unos suspiraban, otros aguantaban con dificultad la risa. La risa que luego estalló fragorosa cuando llegaron los perros de caza de tu padre y, aullando, empezaron a hacerle el acompañamiento.

Viaje de novios a Viena, cena con un violinista zíngaro que tocaba sólo para nosotros, el dormitorio. Durante el noviazgo, únicamente nos habíamos dado un beso, rozándonos apenas los labios. Tu delicadeza me había conmovido.

Cerraste la puerta de la habitación y me cogiste con fuerza por las muñecas. Tus pupilas estaban inmóviles, parecían un pozo profundo que no se abría desde hacía años.

«¿Sabes lo que es el matrimonio?», me preguntaste, apretando con más fuerza.

«Quererse», quería decir, pero murmuré: «Suelta, me haces daño.»

«El matrimonio es un contrato. Ahora, y para siempre, serás una cosa mía.»

¿Quién era el hombre con el que me había casado?

III

He abierto la ventana para que se vaya la humedad. En el trastero, detrás del establo, había mucha leña cortada. La cesta todavía era sólida, la he llenado y he dado un par de viajes.

En el pueblo sólo quedan los viejos. Algunos me han saludado, otros han fingido no verme.

La iglesia lleva años abandonada. Sólo el 15 de agosto viene un cura, la abre y celebra el día de la Ascensión y luego se va en su utilitario antes de que la humedad le cale los huesos.

El cementerio empieza a ser invadido por los hierbajos, los padres mueren y los hijos están en la ciudad o incluso en el extranjero. Una visita en noviembre es suficiente para la conciencia, pero no para limitar el vigor de la vegetación.

Luigi fue mi compañero de pupitre en la clase única de los alumnos de elemental. Cuando ya llevábamos años casados, me lo encontré en la ciudad, detrás de la ventanilla de una oficina de correos próxima a casa. Era el mes de mayo. Para contarnos un poco cómo iban las cosas fuimos a tomar café.

Desde el coche, nos viste sentados juntos.

En las noches siguientes, no me dejaste dormir. «¿Quién era? A mí nunca me has sonreído así», gritabas una y otra vez, estrellando contra el suelo cualquier cosa que te cayera en las manos. Luego te encerrabas con llave en el salón y te ensordecías con tu música de Mahler.

Yo ya esperaba a Michele, pero tú no lo sabías todavía.

Con los años había aprendido a conocerte. Me había vuelto hábil como un meteorólogo que sabe prever los tifones. Yo podía prever casi siempre cuándo y cómo se desencadenarían. Normalmente, tomaba todo tipo de precauciones para evitar el impacto más violento.

Pero incluso los científicos más expertos se equivocan alguna vez. Creía que te tranquilizarías cuando te dije: «Espero otro hijo.» Me miraste durante un tiempo interminable. Luego murmuraste: «Ah, ¿sí? ¿Y de quién es?», y me pegaste un puñetazo en el vientre.

Naturalmente, nadie sospechaba cuál era la realidad de nuestro matrimonio. En público, en las ocasiones sociales, eras un marido intachable, galante, generoso, enamorado de la belleza de su mujer. Delante de los otros me mirabas con ojos radiantes, diciendo: «¿No es una joya?»

Cuando estábamos solos en casa y necesitabas algo, me llamabas Blancanieves. Desde que supiste que esperaba a Michele, Blancanieves se convirtió en Blancazorra.

El día de los dolores de parto tú estabas en Extremo Oriente en viaje de negocios. Fui al hospital sola, en taxi, y dejé a Laura con la canguro. Los dolores se prolongaron mucho. Cuando vi que acudía el jefe de la especialidad, comprendí que no todo iba como debía.

«¿Qué hace?», preguntaba, palpándome el vientre, «¿qué está haciendo?» Había alarma en su voz. «Se ha dado la vuelta», respondió un ayudante. «Debe haberse enredado el cordón en el cuello.»

En el último minuto, Michele había decidido no nacer. En vez de la cabeza, a la vida le ofrecía los pies. Con lo que nos ligaba, intentó estrangularse. Lo sacaron fuera in extremis.

Cuando lo pusieron sobre la mesa era violáceo y blando, abandonado como un trapo viejo. «No sale adelante», dijo una enfermera. Mientras el médico buscaba los latidos del corazón, su pequeño tórax empezó a moverse.

Es difícil imaginar qué quiere decir para una mujer tener un hijo, pues cada hijo es algo absolutamente distinto. Para unas puede significar alegría; para otras, sólo desesperación.

En aquel punto de mi vida yo estaba segura de que si Michele hubiera nacido muerto, yo también habría muerto poco después. Así como, en los matrimonios felices, los hijos son la prolongación natural de la relación, en las uniones minadas por la adversidad, se convierten en una especie de amarra a la que agarrarse con todas las fuerzas, una cosa pequeña e indefensa de la que cuidar y que, a cambio de ese cuidado, nos restituye día tras día todo el amor que se nos ha quitado.

Tenía ya a Laura, es verdad, pero Laura era una hembra y, al crecer, había demostrado que cada vez se te parecía más. Soberbia en lo más hondo, morbosamente amable cuando quería conseguir algo, sujeta a imprevistas explosiones de ira, Laura era tu preferida. Incluso antes de que naciera, yo sabía que Michele jamás recibiría un trato parecido.

Permaneció en la incubadora casi un mes. Cuando por fin me lo trajeron, tuve la impresión de coger en brazos a un animal de trapo. Allí estaba, volviendo los ojos acuosos hacia el techo, sin tensión en el cuerpo, sin voluntad de movimiento. Tomaba la leche deteniéndose con frecuencia, distraído, como si fuese presa de un antiguo cansancio.

Ocho días después, llegaste tú. Antes que tú, entró en la habitación un gran ramo de rosas rojas. Cuando nos quedamos solos, acercaste la silla a la cama y cogiste mi mano entre las tuyas. «Lo siento», dijiste, «el niño nunca será normal». Los médicos te habían revelado a ti lo que me habían ocultado a mí. «El cerebro», añadiste, «ha permanecido demasiado tiempo sin oxígeno».

«¿Entonces?», grité.

Te encogiste de hombros. «Entonces nada. Tendremos otro.»

Aquel día comprendí que dentro de cada madre vive un pequeño tigre. Cuando tenía tres meses, llevé a Michele a Milán a la consulta de un famoso neurólogo. Examinó detenidamente al niño, lo tocaba con circunspección, dándole la vuelta, como si fuese un hongo de cuyo veneno aún no se conoce la potencia.

Después nos sentamos frente a frente. Se quitó las gafas y me dijo: «No me gusta ilusionar a la gente. Indudablemente, sería más fácil, pero también más injusto. Así que le diré la verdad. El niño nunca podrá hacer nada. Es prácticamente seguro que no siente y su vista está reducida al mínimo.»

«¿Me puede decir algo más?»

«Una planta. Si se la alimenta, crece, se alarga hacia la luz, respira y sintetiza la clorofila, pero no se le puede pedir que hable o salte.»

Por primera vez, conseguí oponerme a tu voluntad. Tú querías encerrarlo en una especie de asilo e ir sólo en Navidad a acariciarle la cabeza. Yo quería tenerlo conmigo como hacen los canguros, los koalas, las madres de las zarigüeyas. Le hablaba todo el tiempo, lo acariciaba, olía su cálida piel de cachorro. Mientras tú y yo nos peleábamos salvajemente.

El día en que lo llamaste «el pequeño bastardo» metí unas cuantas cosas en una bolsa y volví a casa de mi madre. Ellos no sabían nada y lo trataban como a un niño normal.

Aquí sonrió por primera vez, la abuela le cantó un trabalenguas y él se echó a reír.

A la semana siguiente viniste a recogerme. En una mano tenías un ramo de flores; en la otra, el paquete de una joyería. Lloraste delante de mi madre como un hombre destruido. «Algunas veces soy demasiado nervioso», le dijiste, «pero no me merezco tanto. Y, además, Laura no puede dormir, tiene pesadillas, sólo llama a mamá».

Aquella noche, cuando nos quedamos solas, mi madre me habló: «En el matrimonio hay de vez en cuando enormes escalones de piedra, los miras y piensas que nunca podrás superarlos. Pero por ti, por los niños y por la obligación que has contraído, debes encontrar la fuerza para hacerlo. Y luego, cuando seas vieja como yo, mirarás atrás y ya no verás escalones sino sólo prados llenos de flores.»

Al día siguiente nos fuimos juntos. Michele atrás, en su sillita, y nosotros dos delante: saludábamos a mis padres sonriendo y con la mano abierta. Yo todavía era joven y quería que mi madre tuviese razón.

IV

Una vez, en alguna parte, leí una historia. Hablaba de un mono y un escorpión. Habiendo llegado a la orilla de un gran río, el mono decide atravesarlo a nado. Apenas ha metido una pata en el agua, cuando oye una vocecilla que lo llama. Mira alrededor y, a poca distancia, ve a un escorpión. «Oye», le dice el escorpión, «¿serías tan amable de llevarme?» El mono lo mira fijamente a los ojos. «No tengo la menor intención. Con ese aguijón, podrías atacarme mientras nado y hacer que me ahogara.» «¿Por qué iba a hacerlo?», responde el escorpión. «Si tú te ahogaras, también moriría yo. ¿Qué sentido tendría?» El mono piensa un poco y le dice: «¿Me juras que no lo harás?» «¡Te lo juro!» Entonces el escorpión sube a la cabeza del mono y el mono empieza a nadar hacia la otra orilla. Cuando está casi a la mitad, siente de pronto un pinchazo en el cuello. El escorpión le ha picado. «¿Por qué lo has hecho?», grita el mono. «¡Ahora moriremos los dos!» «Perdona», responde el escorpión, «no he podido evitarlo. Es mi naturaleza».

¿Cuál era tu naturaleza?

Durante años intenté comprenderlo. Pensé al principio en una especie de trauma, un estado de sufrimiento psíquico latente que te impulsaba a comportarte de aquel modo. Estaba convencida de que, con el tiempo y la dedicación, conseguirías superarlo y un día también nosotros seríamos una familia banalmente normal como las de la publicidad.

Luego, con los años, las fuerzas empezaron a debilitarse, las pocas que quedaban las usé para defenderme, ya no intentaba comprender. Ya sabía que cada frase, cada gesto era un campo minado. Un adjetivo de más, un adverbio fuera de su sitio y estallaría la tormenta. Andaba con cuidado, me movía con la estudiada lentitud de quien sabe que tiene un enfermo grave en casa y no quiere hacer ruido. También los niños habían empezado a moverse del mismo modo. Parecían dos lémures que, antes de lanzarse al vacío, comprueban la solidez de la rama.

Durante semanas, después de tu muerte, tuve la impresión de no estar sola en casa. Si me sentaba en el diván o atravesaba una habitación, de repente sentía una corriente gélida que arremetía contra mí. Aunque fuera pleno verano, tenía que ponerme un jersey de lana.

Una noche, poco antes de dormirme, tuve la certeza de ver una sombra que atravesaba el espacio que hay entre el cuarto de baño y la cama, como durante tantos años hiciste tú. Al día siguiente me fui a dormir a casa de una amiga.

«No lo quieren ni en el infierno», le dije, con un whisky en la mano.

Ya no necesitaba defenderme. Tú ya no estabas.

Lentamente me volvió el deseo de comprender. Ante mis ojos pasaban cuarenta años de tu vida, cuarenta años de los que yo conocía, o creía conocer, cada pliegue, cada respiro. En todos esos años siempre habías conseguido sorprenderme con tu habilidad para mistificar, tu constante capacidad de ser despiadado, falso, de no experimentar otro sentimiento que no fuera el placer de humillar, el gusto de destruir la intimidad más profunda de las personas. Más que un ser humano, parecías una divinidad destructiva, Shiva o una medusa de tentáculos irrefrenables. Derramabas veneno alrededor, y tinta. Veneno, para matar. Tinta, para borrar las huellas. Para disfrutar en secreto de la desesperación que sembrabas tras de ti.

Eras un hombre de éxito. Llevabas la empresa heredada de tu padre como pocos hubieran sabido hacerlo. Tus empleados te apreciaban, para los colaboradores más próximos eras un mito. A veces incluso debía defenderme de la envidia de otras mujeres; hubieran hecho cualquier cosa por tener un marido como tú. Nunca traicionaste las apariencias. En el almuerzo firmabas un importante contrato con tus socios americanos; a la hora de la cena, si no corría a abrirte la puerta, gritabas: «¿Dónde está la zorra del monte?»

En mi cumpleaños, el último que celebramos juntos, me regalaste un colgante con una gran perla negra.

«Ya casi somos viejos», dijiste. Y, levantando la copa, quisiste brindar. «Por tu muerte, que espero más atroz que la mía.»

Todavía no lo sabía, pero tu aguijón ya había picado, inoculando en mi cuerpo el veneno del que querías liberarte.

A los cuatro, cinco años, Michele era un niño como todos. Los tests de desarrollo no registraban ni un solo día de retraso con respecto a su edad. Los únicos signos que había dejado el sufrimiento al nacer eran la gracilidad del físico y una cierta disposición a la quietud y el silencio. Quizá la drástica respuesta de los médicos obedecía a una sugerencia tuya.

Cuanto más sutilmente lo detestabas, más, a aquella edad, te adoraba él. El amor que no se recibe es el que más se desea. De noche, a la hora a la que solías volver, se ponía a esperarte de pie, junto a la puerta. Que llegaras diez minutos o una hora después, no le importaba: no se movía de allí. Las veces que cenabas fuera, yo debía usar toda mi diplomacia para conseguir que abandonara su inútil espera.

Un día se empeñó en que le comprara una pequeña corbata. Ya hacía tiempo que no se llevaban las corbatas para los niños y me costó encontrarla. Por fin, apareció en el cajón de una vieja mercería. Era azul, con líneas transversales rojas. Una goma blanca servía para sujetarla al cuello. Los ojos de Michele brillaban de felicidad. En casa, vestido como un hombrecito, inmóvil ante el espejo, se miraba y me preguntaba: «¿Cuántos botones tiene papá en la chaqueta, uno solo o tres?»

Quería ser exactamente igual en todo al objeto de su amor. Hasta entonces yo había conseguido proteger su fragilidad, hacía lo posible por no irritarte, para no provocar tus explosiones de ira. Si sucedía algo, cerraba las puertas, ponía la radio a todo volumen. Tenía la ilusión de que lograra conservar su amor, esperaba que aquella devota dedicación, con el tiempo, te hiciera experimentar hacia él un sentimiento distinto.

Pero tú no reparabas en él, en su tensión. O, si reparabas, era con una sensación de fastidio. Para ti la verdad seguía siendo lo que había dicho el neurólogo. Michele era un retrasado, no estaba capacitado para vivir. Y, ante todo, en tu imaginación enfermiza, era además una criatura en la que no había huella de tu patrimonio genético.

Los pilares de tu mundo educativo eran muy diferentes de los míos, yo en Magisterio había estudiado con el método Montessori, mientras que tus libros de formación eran Hobbes y Darwin.

«La vida es una gran fuerza», repetías a menudo, «y esta fuerza se manifiesta de dos maneras, en el sexo y en la lucha». Sin atropellos, sin la propagación de los patrimonios genéticos, la vida se hubiera extinguido poco después de su aparición. El hecho de que los individuos nacieran con distinta capacidad para imponerse era la confirmación del principio. Había quien venía al mundo para dominar y quien venía para ser dominado. Para comprobarlo, bastaba con observar a los monos: en cada manada había un macho al que todos reconocían como el más fuerte, el jefe de la manada, y poseía a todas las hembras. Los otros machos, para sellar su evidente sumisión, además de no tocar a las hembras, cuando pasaban a su lado le ofrecían el culo.

Y nosotros, repetías a menudo cuando estabas en vena filosófica, ¿en qué nos diferenciamos de ellos? Sabemos hablar, sabemos usar los objetos y las máquinas y todo eso. En lo más hondo, en nuestros deseos, en nuestros sentimientos, somos idénticos a ellos. O jodes o te joden.

¡Qué locura pedir que comprendieras la delicada sensibilidad de Michele! Para ti sólo era un monito incapaz de lanzarse desde las lianas. No habiendo podido tirarlo tú mismo desde lo alto del árbol -en la manada era lo que se hacía con los imperfectos-, esperabas simplemente que, en alguna tentativa de vuelo, le faltara dónde agarrarse. Mientras la madre gritaba desesperada, tú, con los brazos cruzados, lo mirarías caer.

La ceguera que Michele tenía contigo se rompió cuando empezó a ir al colegio. Para el día de San José la maestra invitó a los niños a hacer un dibujo como regalo a papá y les pidió que lo comentaran con una frase bonita. Michele estaba nerviosísimo con la idea de entregártelo. En cuanto te sentaste a la mesa, se te acercó y te lo ofreció con las dos manos, los ojos luminosos de alegría. Sobre el papel había manchas irregulares color pastel que se difuminaban armónicamente una en la otra. Bajo el dibujo, a lápiz y con mayúsculas, había escrito: «VIVA PAPÁ.»

«Ah, gracias», dijiste cogiéndolo. Luego empezaste a darle vueltas para observarlo desde todos los puntos de vista.

«¿Qué es? ¿Una casita, un paisaje? No se sabe qué es. Parece una chapuza, ¿no?»

Lo apoyaste en la mesa y empezaste a comer con el apetito de siempre. Michele se sentó en su sitio, tenía los espaguetis delante y dos pequeñas lágrimas le bajaban por las mejillas. Cuando acabaste tu plato, te diste cuenta de que el suyo estaba lleno.

«¡Come!», le gritaste. «¿Quieres seguir siendo un enano?»

Él, con la mirada baja, movió la cabeza.

Repetiste «come» tres o cuatro veces. A la quinta, te levantaste bruscamente, tu vaso se derramó y el vino tinto cubrió gran parte del dibujo. Con una mano cogiste el tenedor, con la otra le apretaste el cuello. Buscando aire, el niño abrió la boca y tú aprovechaste para meterle los espaguetis en la garganta.

Desde ese día no te esperó más detrás de la puerta. En vez de preguntarme cuándo llegabas, apenas oía tus pasos corría a esconderse. Cuanto más débil lo veías, cuanto más asustado, más crecía en ti el rencor. «Un ectoplasma», gritabas. «Tengo que tener en casa un ectoplasma.» Cuando te lo encontrabas por la casa, le decías: «¿No te da vergüenza? Andas como una hembra.»

Una vez Laura intentó defenderlo: «¿Qué tiene de malo andar como una hembra?»

«No te permito que te metas en esto», le gritaste, pegándole un puñetazo a la puerta.

¡Pobre Laura! No tenía un mundo interior tan grande como el de Michele, pero tenía el mismo tipo de inseguridad. Vacilaba entre una madre incapaz de defenderla y un padre que gritaba casi siempre.

Poco a poco, según crecía, tu actitud se modificaba. Al principio sólo era un estúpido cachorro, luego empezó a transformarse en un objeto de cierto interés. A los once, a los doce años, la elogiabas con frecuencia. No por las notas ni por su carácter, sino por sus piernas o la forma de los glúteos, cada vez más atractiva. Al principio, enrojecía violentamente ante tus observaciones. Se cubría con jerséis inmensos como el superviviente de una catástrofe. Apenas la mirabas con insistencia, se iba de la habitación. Luego, sin embargo, una parte de sí misma probablemente comprendió. Se trataba de vivir con amor -no importa de qué tipo- o sin amor, de estar del lado del más débil o del más fuerte.

Así, a los trece o catorce años, Laura eligió. Eligió ser distinta a mí y a su hermano y complacerte. Eligió maquillarse y ponerse minifaldas, cuando todavía su cara y su cuerpo conservaban vivas las huellas de la infancia. Te hablaba como hablan las mujeres y tú la tratabas como a una mujer. De noche, después de cenar, os sentabais juntos en el salón, tú en el sillón y ella sobre tus rodillas. Hablabais en voz muy baja. De vez en cuando oía vuestras risas. Cuando querías fumar, te encendía un cigarro. Cuando querías beber, te acercaba a los labios el vaso de whisky.

A menudo he visto en la televisión a mujeres que lloran por sus matrimonios infelices y a chicas más jóvenes que comentan con mordacidad su debilidad. «La culpa es suya», decían, «¿por qué no lo deja?». En los momentos de mayor crisis, también yo me decía, ¡basta, me voy, salvo mi vida! Luego, pasada la rabia, pasada la humillación, miraba alrededor y decía, ¿adónde voy? No tenía oficio, ni renta, ni una casa propia a la que mudarme. Mis padres sólo eran pobres campesinos de la montaña y tenía dos hijos que criar. La ley debería haberme protegido, pero yo sabía que la ley, en la mayor parte de los casos, sólo es una apariencia. Habla del más débil y protege al más fuerte, al más astuto, al que tiene dinero para pagar a un abogado mejor.

Para acometer un gesto de esa clase, hubiera hecho falta un coraje superior al mío. Aquellos quince, dieciséis años de matrimonio habían llegado a destrozarme por dentro, a dejarme una fuerza de reacción casi nula. Y además tenía miedo. Sabía que nunca tolerarías la derrota de un abandono, que hubieras sido capaz de cualquier gesto con tal de volver a salir victorioso de nuevo.

Así asistí, casi impotente, a la ruina de mi hija. Sólo una vez le dije: «Laura, me gustaría hablar contigo…» Ella se dio media vuelta inmediatamente. «No tengo nada que decirte», respondió y se alejó de la habitación antes de que yo pudiese añadir otra cosa. Ya había elegido tu mundo y no podía traicionarte. Vivía la fidelidad de la hija predilecta.

También Michele crecía, y crecía cada vez más solitario, más pensativo. Iba bien en el colegio pero no tenía ningún amigo, pasaba las tardes enteras sin salir de la habitación. Le gustaba leer, le gustaba dibujar. Soportaba tus brutalidades como si fueran una cosa natural, sin rebelarse nunca, sin levantar jamás la cabeza.

A las madres les gusta hacerse ilusiones, así que yo alimentaba ciertas formas de esperanza sobre él. Está tan ensimismado en sus pensamientos, me decía, que no se da cuenta de cómo lo trataba su padre. Ni siquiera conmigo se abría mucho, pero era siempre amable y cariñoso. Algunas veces, cuando estábamos solos en casa, me sentaba en su cama y le preguntaba: «¿En qué piensas?»

Invariablemente, me respondía: «En nada especial.»

«¿En nada?»

«En nada. En la vida. En la muerte.»

En sus dibujos, había pasado fases de intensa pasión. En los primeros años le gustaba mucho pintar el cielo o el mar, cogía el pincel y pintaba todo el folio de azul y luego añadía manchas de color. Cada vez que yo intentaba adivinar, él tenía un gesto de impaciencia: «No lo ves, ¡son estrellas!» O: «¡Fíjate bien! Sólo son peces.»

Al período de los elementos, siguió el de los animales. No pintaba gorriones ni ardillas sino sólo animales feroces. Grandes felinos, jaguares, tigres, leopardos. Los sorprendía siempre en el instante que precede al asalto de la presa. Había concentración en aquellos ojos verde-amarillos, en aquellos cuerpos agazapados, una concentración que en un instante estallaría con fuerza inaudita. Parecía imposible que fueran dibujos de un chico de apenas diez años.

Una vez le pregunté si podía enmarcar uno y colgarlo en el salón, pero reaccionó con terror: «¡No! ¡No!», respondió con una insólita determinación, guardando los folios en una carpeta.

Luego, la fase de los felinos fue sustituida por la de las cruces. Las hacía pequeñas y grandes, distribuidas desordenadamente o repetidas geométricamente. Pero todas negras. Pocas veces aparecía algún elemento del paisaje. Un árbol sin hojas, una casa abandonada en medio del campo.

Un día, mientras estaba en el colegio, cogí todos sus dibujos y se los llevé a una psicóloga. Los examinó con detenimiento. Tenía una mano en la barbilla y, de vez en cuando, me hacía alguna pregunta. Me importaban poco los felinos y el mar, pero me preocupaban las cruces. ¿Qué querían decir? ¿Era normal que las dibujara un chico saludable de doce años?

La psicóloga imputó todo al sufrimiento al nacer. Esos instantes transcurridos entre la vida y la muerte debían de haber dejado un signo indeleble en su personalidad. Probablemente el niño no se daba cuenta, repetía acríticamente módulos religiosos aprendidos en la familia. Objeté que ninguno de nosotros era creyente y que, al margen del bautismo, mis hijos no habían tenido ningún tipo de formación religiosa. Pareció dudar. Volvió a observar rápidamente los dibujos y dejó caer: «Quizá sea esto lo que quiere decirle. Que le falta algo…»

Algunos meses más tarde, por primera vez, Michele reaccionó ante una de tus broncas. Lo hizo a su manera, naturalmente. Conocíamos ya toda la escala de tu rabia, preveíamos cada una de sus etapas. Así, un momento antes de la escena final -los platos rotos y las patadas en las piernas-, Michele dobló la servilleta, murmuró: «Perdonad», se levantó y se fue. Te quedaste de piedra por el estupor. Luego me miraste y corriste a buscarlo.

No estaba en su cuarto ni en ninguna otra habitación. Se había ido solo. ¿Dónde podía estar? Para no darte una satisfacción, fingí una tranquilidad que no sentía, pero en cuanto te fuiste a la oficina, me precipité a buscarlo. Di vueltas por el barrio toda la tarde. Cuanto más lo buscaba, me venían a la cabeza ideas más negras. Pensaba en su ingenuidad, en su dolor, en todos los peligros que podía encontrar.

Volví a casa poco antes de la cena. La casa estaba a oscuras. Encendí la luz del pasillo, decidida a llamar a los hospitales, y lo vi allí, acurrucado en un rincón. Era grácil, huesudo, tenía la cabeza entre las manos, sollozando. Me arrodillé a su lado: «¿Qué te ha pasado, Michele?», repetía. «¿Qué te han hecho?»

«Nada», decía, sin descubrirse la cara. «Nada…»

«¿Entonces por qué lloras?»

«Lloro por Jesús», me respondió mirándome por fin a los ojos. «Lloro porque ha muerto por nuestros pecados y nadie lo comprende.»

V

En el aparador, aquí, en la cocina, hay todavía una foto de Michele. Debió de ser hecha en la edad del gran cambio. Está en un prado, junto al abuelo y, con una hoz más grande que él en la mano, le está ayudando a recoger el heno.

En aquel período, esta casa se convirtió en su puerto seguro, su tabla de salvación. Sabía que con los abuelos podía ser como era, no encontraba juicio ni desprecio, sólo el cariño de personas tranquilas. Tú nunca te habías preocupado de aquellas vacaciones con mis padres. Sólo era, en el fondo, una manera como cualquier otra de quitártelo de encima. Pero, cuando te diste cuenta de que para él aquellos días eran días felices, empezaste a hostigarlo. Cada vez que programaba ir a verlos, inventabas algo o lo castigabas. La felicidad para ti era como un veneno, no soportabas verla brillar en los ojos de los demás.

A escondidas de ti y de mí, Michele había empezado a frecuentar la parroquia. Había un cura joven con el que se llevaba bien. Cuando cumplió catorce años, sin decir nada en casa, hizo la primera comunión. Fui la primera en descubrirlo y procuré mantenértelo en secreto cuanto pude. Un día, sin embargo, al volver del trabajo, lo viste entrar en la iglesia.

«¿Desde cuándo frecuentas esos sitios?», le dijiste, en la cena. «¿Es que te he dado yo permiso?»

Entonces él, con el súbito descaro de la adolescencia, te miró directamente a los ojos. «He hecho la primera comunión. Y pronto haré la confirmación.»

Por un momento temí lo peor. Pero permaneciste inmóvil, perfectamente dueño de tus palabras y tus gestos.

«Ah, ¿sí? No me sorprendes. ¿Qué otra cosa podía esperar de un descerebrado como tú? Anda, ve a despellejarte en los bancos hasta consumirte las rodillas. No serías capaz de otra cosa.»

No sé si por la edad o por las nuevas compañías, Michele se estaba haciendo más fuerte. Por primera vez desde su nacimiento, tenía amigos. Iba de excursión a la montaña o pasaba las tardes recogiendo cartones y papel usado. En vez de dibujar, ahora cantaba. Ya tenía las llaves de casa y oía su voz antes de que abriera la puerta. El timbre estaba cambiando. Era de barítono en un momento y, un momento después, parecía que dos trozos de cristal rechinaran a la vez. A mí no me molestaba, pero temía que te molestara a ti. Te hubieran irritado los gallos, las palabras, te hubiera irritado la luz pura que irradiaba de su mirada. Así que, con mucho cuidado, fingiendo bromear, le dije: «¡Quizá sea mejor que, hasta que no mejores el tono, no te oiga tu padre!»

Michele ya era casi tan alto como yo. Estaba delante del frigorífico abierto. Se encogió de hombros: «Paciencia», me respondió, «nadie se ha muerto nunca por un gallo de más».

Ante su cambio, me daba cuenta de que incluso yo reaccionaba de un modo ambivalente. Por una parte, me hacía feliz verlo abrirse y, por otra, tenía miedo de que alguien pudiera aprovecharse de su fragilidad, de que alguien pudiera dominarlo: «¿Con quién sales? ¿Qué hacéis juntos?» Siempre me respondía con sequedad. Si yo insistía, decía: «Sígueme, si te interesa tanto.»

Una vez, mientras tú estabas de viaje en el extranjero, por darle gusto, lo acompañé a misa. Estaba empeñado en que yo oyera una homilía de su amigo. Por la calle sólo me repetía: «No se puede escucharlo y permanecer indiferente. Ya verás, es como estar ante un muro. Si quieres seguir moviéndote, tienes a la fuerza que cambiar de dirección.»

Nos pusimos en los primeros bancos. Hacía tantos años que no entraba en una iglesia, que no recordaba ni una palabra. Para no desilusionar a Michele movía los labios, fingiendo rezar. El fragmento del Evangelio era la historia de un tesoro escondido en un campo. Michele estaba totalmente absorto, pero a mí me bullían las ideas en la cabeza. No podía hallar una razón clara para su cambio. La psicóloga me había puesto en guardia. Buscará compensar de alguna manera su fragilidad. Yo había vivido durante meses con el fantasma de las drogas, el alcohol, la depresión y, en lugar de eso, se había convertido en un muchacho devoto. Cada uno, me decía, encuentra como puede su forma de felicidad, hay quien se convierte en hincha de un equipo y quien va a la iglesia todos los días. No conseguía liberarme de una sutil inquietud. ¿Qué era? ¿Miedo a perderlo? ¿Miedo a que tomase un camino que yo era incapaz de entender? ¿O quizá una inconsciente forma de envidia, envidia de su credulidad, de que en su universo cada cosa hubiera encontrado su justo lugar?

También yo, en los años de mayor dificultad, había intentado aferrarme a los altares. Al pasar ante una iglesia, a menudo entraba y me ponía de rodillas a los pies de una estatua. Pero aquella estatua siempre seguía siendo una estatua. Le preguntaba: «¿Quién eres? Háblame. Ayúdame», y no obtenía ninguna respuesta. Si me hubiera arrodillado ante un montón de botes de tomate en el supermercado, hubiera sido exactamente lo mismo. Siempre me había dicho que la religión no es muy distinta de un cochecito de niños. En él se sienta quien no puede andar por su propio pie. Con un carrito los movimientos son limitados, puedes andar adelante y atrás, a derecha y a izquierda, pero no puedes subir escaleras o echar a correr por un prado.

Naturalmente, a Michele le ocultaba estos pensamientos.

Cuando salimos de la iglesia, me preguntó: «¿Qué te ha parecido?» Yo respondí del modo más banal: «Muy interesante.»

De vez en cuando me hacía partícipe de sus reflexiones. Yo no debía ser muy hábil en fingir porque, una vez, me dijo: «No pareces muy entusiasmada.»

«Te escucho con gusto», respondí, «pero, como sabes, tengo mis ideas y es difícil cambiarlas».

Se levantó como disparado por un resorte gritando con rabia: «¿Por qué estás tan ciega? Jesús no es una idea, es el Salvador. Jesús es el principio y fin de todas las cosas. Y la vida es la clave para comprenderlo.»

Antes de que yo pudiese responder, salió de la habitación.

Era la primera vez que se comportaba conmigo de esa manera. El capullo de cariño en el que habíamos convivido quince años se había roto.

En el mismo período me llamaron del colegio. Querían saber por qué iba tan poco. Me cayó el cielo encima. Lo veía salir todas las mañanas con la mochila a la espalda. Nunca había imaginado que pudiera ir a otro sitio.

Volví a la psicóloga. Una exaltación mística, me dijo, a esa edad es casi normal, las hormonas se ponen en movimiento y la libido toma el mando. En quien se reprime, puede tomar una dirección distinta de la habitual. Y, además, quizá la asistencia a la iglesia le permite vivir una forma latente de homosexualidad sin dejarla estallar jamás, añadió. Me aconsejó no darle mucha importancia al asunto. Si no se convertía en motivo de oposición, en poco tiempo, tal como se había inflado, bajaría.

Seguí sus consejos. Para no empeorar las cosas, te tuve a oscuras, pero hablé claro con Michele.

«¿Por qué no vas al colegio?»

«Porque me aburro.»

A finales de junio todo salió a la luz. Lo suspendieron.

«Ya te había dicho que era un cretino», comentaste, hojeando las notas. Aunque hubiese tenido valor para ello, esa vez no hubiera sabido qué responderte. Luego te dirigiste a él. «¿Hasta cuándo crees que voy a mantenerte sin hacer nada?»

Michele te sostuvo la mirada. «Si quieres puedes dejar de hacerlo ahora mismo.»

«Ah, ¿sí? ¿Y cómo piensas vivir? ¿De la prostitución?»

«Vivo como los lirios del campo.»

«No digas idioteces.»

«No son idioteces, es mi fe.»

«¿Tu qué?»

«Creo en Jesús.»

Te echaste a reír ruidosamente y luego paraste de golpe. Con la voz en falsete canturreaste: «¡Creo en Jesús! ¡Creo en Jesús! Sólo un medio marica como tú puede caer en esa trampa.»

«No soy homosexual.»

«Si follaras como todo el mundo, no tendrías esas ideas fijas. Quien tiene cojones no cree en alguien tan desgraciado que se dejó matar.»

«¡No blasfemes!»

«No blasfemo, tesoro, digo la verdad. Jesús era un mitómano y además andaba más bien escaso de diplomacia política. Por eso lo mataron. Se sobrevaloró y calculó mal.»

«Jesús es el hijo de Dios.»

«Si hubiera sido el hijo de Dios, hubiera bajado de la cruz y hubiera incinerado a todos los presentes, lo dice hasta la Biblia. No bajó porque era incapaz de bajar.»

«No bajó porque no quiso bajar.»

«No bajó porque sólo era un pobre hombre que se había contado una bella historia. La historia acabó mal y él se quedó clavado allí arriba.»

Michele se levantó, parecía incluso más alto de lo que era.

«¡El pobre hombre eres tú!», te gritó a la cara.

«Michele, ¡basta!», dije, levantando la voz.

Pero era demasiado tarde. De una bofetada le volaste las gafas, con otra le devolviste la cabeza a la posición correcta.

«¿Qué has dicho?», repetías, zarandeándolo como a una rama. «¿Qué has dicho?»

Callaba, pero seguía mirándote fijamente a los ojos.

«Aquí mando yo, baja la mirada», empezaste a gritar. Mientras más lo zarandeabas, más te sostenía la mirada. Así lo arrastraste hasta su cuarto. No sé lo que pasó allí dentro. Te oía gritar cada vez más fuerte. Michele callaba.

Después de un tiempo que me pareció interminable, saliste, dejándolo encerrado.

«Está castigado», me dijiste guardándote la llave en el bolsillo, «y ahí se queda hasta que yo mande».

VI

¿Cuánto duró su cautiverio? Diez días, quince acaso. Me habías dado permiso para abrir la puerta tres veces al día. «Si te haces la lista, lo sabré.»

Te habías hecho ilusiones con que así lo doblegarías. Todos los días esperabas que te suplicara que lo dejaras salir, pero aguantaba en su cuarto aparentemente sin inmutarse. Leía, escribía su diario. Cuando no estabas en casa, cantaba. Era el mes de junio.

A principios de julio fuiste a Tailandia para atender tu negocio, y, puesto que no dejaste instrucciones al respecto, lo dejé salir. Quería estar cerca de Laura, que estaba afrontando las pruebas escritas del examen de selectividad. Cuando Michele preguntó si podía ir a casa de los abuelos para la recogida del heno, le respondí: «Vete.»

Ya no era mi niño soñador sino un muchacho con las ideas bastante claras. Demostraba una determinación ante la que con frecuencia me sentía cohibida.

Desde la montaña me escribió una carta. La primera y la última de su breve vida. La he leído tantas veces que me la sé de memoria.

Querida mamá, hoy he ido a dar un paseo hasta los depósitos de la erosión del Comeglians. El aire era frío y no había ni una nube en el cielo. La abuela no quería dejarme ir, pero la he tranquilizado. Conozco mejor los senderos de la montaña que las calles de mi barrio.

Cuando vengo aquí, me doy cuenta de que en la ciudad todos los días son asfixiantes. Todo es tan feo, tan triste. Si respiro, siento el hedor de los tubos de escape; si abro los oídos, oigo su estrépito. Si abro el corazón, veo la miseria y la soledad de los otros corazones. Vivir lejos de la naturaleza, quiere decir vivir lejos de la belleza. Y vivir lejos de la belleza, quiere decir vivir lejos del pensamiento de Dios. Sé que en este punto bufarás. Piensas que yo soy como esas cocineras que le ponen a todo demasiada sal.

En vez de sal, pongo a Dios y tú no lo soportas. Piensas que Dios debería estar en las iglesias y en la cabeza de los curas. Me lo has dicho tú misma, ¿te acuerdas? Dios es una idea. Una idea como todas. Puedo creer en Dios o en Che Guevara. También puedo creer únicamente en las victorias de la Ferrari.

Por eso te sientes tan sola, ¿sabes? De vez en cuando miras a tu alrededor como si fueras una niña perdida. Quizá puedas engañar a los demás y a ti misma, pero a mí no me puedes engañar. En tus ojos hay temor, tienes demasiadas ideas en la cabeza y en el fondo no sabes cuál es la justa.

¡Pero Dios no es una idea! Es el lugar del que venimos y el lugar en el que un día nos reuniremos. Es la misericordia amorosa que nos guía en el camino. Ay, mamá, cuánto me gustaría que abrieras tu corazón, que te abandonaras como un recién nacido entre Sus brazos.

Me siento siempre tan impotente ante ti. Cuando intento hablarte, coges mis palabras con pinzas y las examinas detenidamente a la luz, como si buscaras algo escondido. ¿Se ve la filigrana? ¿No? ¿Son verdaderas? ¿Son falsas?

En el fondo estás convencida de que mi fe, bajo su aparente serenidad, esconde algo. Un miedo, un problema no resuelto. Algo a lo que temo y que no quiero mirar de frente. Aunque no me creas, te pudo asegurar que no es así. Desde muy pequeño, sentía dentro de mí una gran inquietud. Quizá fuera ésa la razón por la que no quería estar con los otros niños. ¿Qué inquietud era? Una inquietud de suspensión, de que algo falta. Aún percibía la oscuridad densa que acababa de dejar atrás. Intuía que otra no diferente un día se abriría de par en par ante mí. ¿Qué hacía yo allí en medio? Era como si, dentro, tuviese una esfera de cristal similar a la que tienen los magos. Sólo que no era cristalina, sino turbia, opaca. Cantar, pintar, estar siempre solo eran intentos de aclararla. Me ponía de rodillas y la frotaba como Aladino frotaba la lámpara. ¡Ilumínate, esfera! Y un día la esfera se iluminó.

Sólo entonces me di cuenta de que no se trataba de una esfera, cerrada por todas partes, sino de un capullo. Los rayos del sol lo habían acariciado y los pétalos se habían abierto. Esperaba sólo su caricia para dejarse invadir por la luz.

Aquel día comprendí que dentro de cada uno de nosotros existe uno de esos capullos. Puede ser más pequeño o más grande, estar más adelantado o atrasado en su proceso de floración, pero existe. Basta con dejar que se filtre en su interior un poco de luz para que empiece a abrirse.

Por eso me permito decirte: ¿por qué, en vez de pensar en las ideas, no piensas en la luz? No sigas defendiendo, juzgando, rechazando y aprobando. Sólo debes abandonarte, aceptar sin reservas ser hija no del caos o la casualidad, sino de la Luz.

¡Pobre mamá! Ya estarás muerta de aburrimiento. Te ha tocado oír las regañinas de tu hijo. Es culpa mía, porque no puedo evitar intentar compartir con los demás lo que es hermoso.

¡No sabes lo que me ha pasado al llegar a las pendientes erosionadas! He descubierto una marmota que daba de mamar a sus pequeños. Estaba escondida debajo de una gran roca. Cuando me vio, en vez de huir, se quedó quieta en su sitio, los cachorros seguían tomando la leche y ella me miraba a los ojos. Era la primera vez que veía una marmota tan cerca. Habitualmente oía los silbidos y luego veía sus pequeñas siluetas precipitarse en las madrigueras. ¿Ves? También en esto se equivoca papá. Dice que los animales temen mirar a los ojos a una criatura superior, pero se equivoca. A lo mejor es verdad para los babuinos, pero no para las marmotas.

Después de comer junto a un matorral de pino mugo, me tendí a mirar el cielo. ¡Qué hermoso sería que nuestras vidas pudieran ser igual de cristalinas, igual de serenas!

He vuelto a pensar a menudo en el choque de la última vez. Papá no me soporta, no me ha soportado nunca porque soy diferente a él y no puede entenderme. También yo, algunas veces, me desespero, porque intento molestar lo menos posible, pero él me ataca siempre y de cualquier manera. Estoy empezando a pensar que la mejor solución sería que yo me fuera pronto de casa. Entretanto, podría quedarme todo el verano con los abuelos. ¿Qué opinas? Creo que en otoño tendré que comunicaros una decisión importante y debo sentirme bastante fuerte para hacerlo. Aunque os dé disgustos en la vida de todos los días, rezo siempre por vosotros, por vuestros brotes, para que, antes o después, acepten la luz y se transformen en flores. Y os doy las gracias con inmensa gratitud porque, por vuestra generosidad, existo en este mundo.

Un abrazo fuerte, casi como el de una serpiente pitón, de tu desgraciadamente ex dócil niño


MICHELE


La carta llegó el mismo día que tú volviste de Tailandia.

«¿Dónde está tu hijo?», me preguntaste. Te dije la verdad: «Ha ido a ayudarle al abuelo a recoger el heno.»

Tú te empeñaste en que volviera a casa. «No se merece ningún tipo de vacaciones.»

Tuve que hacer largas negociaciones por teléfono. Michele no quería saber nada de volver. Sólo cuando, con una voz próxima al llanto, le dije: «Por lo menos piensa en mí, en cuánto me atormentará tu padre», con un suspiro dijo: «Vale, voy.»

En los meses, en los años que siguieron, no he hecho otra cosa que pensar en esa llamada telefónica. La he oído, la he vuelto a oír, la he desmontado y la he vuelto a montar. He intentado imaginar todos los puntos fundamentales, el momento exacto en que el destino, en lugar de ir en línea recta, invirtió la marcha. Finalmente, por mucho que barajara las cartas, la respuesta era siempre la misma. En la base de todo sólo encontraba mi falta de coraje. Tendría que haber creído más en Michele, dar un paso al frente, defenderlo, tener menos miedo a la violencia de tus reacciones.

Michele volvió a finales de julio. La ciudad estaba ya incandescente, las calles estaban casi desiertas y el asfalto se derretía bajo los pies. Laura había terminado el examen de selectividad, nunca había sido brillante en los estudios y aquella ocasión tampoco fue una excepción: su nota apenas superó el aprobado. Tú no te escandalizaste. «El tesoro de una mujer», te gustaba repetir, «no es precisamente su cerebro». Con generosidad le ofreciste una gran fiesta en la casa. Por sus dieciocho años y por el bachillerato. Puesto que la empresa ya estaba de vacaciones, pudiste celebrarla con nosotros. Mientras yo iba y venía con las bandejas de canapés, te veía siempre en medio de los corrillos de sus amigas. Todas se reían con tus bromas y tú les echabas la mano por la cintura.

Michele llegó aquella tarde. Estaba la música a todo volumen y los focos iluminaban la casa como si fuese una discoteca. Fue enseguida a abrazar a su hermana. «¿Lo has conseguido, eh?» Permanecieron un poco así, abrazados, sin decirse nada. Luego ella volvió al baile y él se dejó caer como un peso muerto en un sillón.

Miraba alrededor sonriendo. Lo observé un instante y tuve una sensación de lejanía. ¿Dónde estaba mi hijo en aquel momento? ¿Estaba allí, presente, o estaba en otra parte? No conseguía entenderlo. Una amiga de Laura se sentó a su lado, en un brazo de la butaca. Empezaron a reír y a bromear. Tú apareciste como un halcón, lo cogiste del brazo y lo obligaste a levantarse.

«¿Es ésta tu fiesta?»

«No.»

«Pues lárgate. No tienes nada que celebrar.»

Temí la posible reacción de Michele. Pero se levantó y en silencio abandonó la habitación.

No sé por qué pero verlo así, tan dócil, me oprimió el corazón. Me hubiera gustado seguirlo, hablarle, pero en aquel momento no podía dejar la cocina. Pensé ir a verlo a su habitación en cuanto te durmieras. Las palabras de su carta me habían impresionado, me parecían una especie de pasarela lanzada sobre el abismo, algo que me permitiría recomponer el doloroso curso de nuestras dos vidas. Quería ir a su cuarto y acurrucarlo como cuando era niño y se dejaba caer como un peso muerto entre mis brazos. Nos hubiéramos quedado así, hablando toda la noche, aunque ya era él quien podía cogerme en brazos.

Pero luego el cansancio me pudo. Tú seguías despierto, dabas vueltas por la habitación, abrías y cerrabas cajones como si buscaras algo. A mí, en cambio, se me cerraban los ojos.

«Paciencia», pensé, «haré mañana lo que quería hacer hoy», y fui a buscar mi último sueño de madre.

VII

Ahora sé que aquel día fue para mí como el fogonazo de un fotógrafo. No estaba todavía posando y aquel fogonazo me cegó. Mi existencia se detuvo en aquel preciso instante. Los años que he vivido después han quedado comprimidos en una fracción de segundo.

Muchas veces en las novelas o en las crónicas se oye hablar del presentimiento. De repente, una persona intuye que está a punto de suceder algo grave y entonces ocurre de verdad. Aquella mañana no me di cuenta de nada. Incluso, al despertarme, estaba de buen humor. Al día siguiente saldríamos para el acostumbrado viaje en barco con los amigos, a Cerdeña. Tenía que hacer las maletas, ocuparme de los últimos detalles. Michele se quedaría en casa, castigado, y regaría las plantas. Ésta era la decisión de su padre. Me había parecido muy contento. Para él, ir al mar había sido siempre una tortura. Salí antes de que hiciera mucho calor, poco después que tú. Laura se quedó en casa. Dormía.

No vi a Michele aquella mañana, pero no me preocupé. Había tenido siempre sus movimientos secretos. En el almuerzo comimos juntos las sobras de la noche anterior. Por la tarde tú fuiste a la empresa a resolver algunas cosas y yo salí a unos mandados.

No nos volvimos a encontrar hasta la hora de la cena.

Hacía mucho calor. Para que circulara el aire abrí todas las ventanas. Moscas y mosquitos daban vueltas en gran número alrededor de la lámpara halógena. De vez en cuando invadía la habitación el olor acre de insecto que se asaba, humeando, en la lámpara.

Para sentarnos, como siempre, te habíamos esperado. Hacerlo antes que tú hubiera sido una falta de respeto que no habrías tolerado. En vez de a las ocho, como siempre, llegaste a las ocho y diez. Tenías una expresión muy tensa.

Te dejaste caer en la silla y dijiste: «Alguien me ha robado el dinero.»

«¿Qué dices?»

«Estaba en el cajón y ya no está.»

Yo estaba a punto de decir: «Habrá entrado algún gitanillo», cuando Michele dijo: «He sido yo. Pero no he robado el dinero, sólo lo he cogido prestado. No estabas en casa y no he podido avisarte.»

Permaneciste perfectamente inmóvil. Sólo veía las venas de tu cuello palpitar con insólita velocidad.

Rompí el silencio, diciendo: «Michele, ¿cómo se te ha ocurrido?»

«Me encontré con una persona que lo necesitaba.»

Cuando hablaste, tu voz surgía de lo hondo, parecía casi un estertor. «¿Quién eres ahora, eh? ¿Quién eres? ¿Eres Robin Hood? ¿Robas a los ricos para dárselo a los pobres?»

«Te he dicho que te lo devolveré.»

«Ah, ¿sí? ¿Y cómo vas a ganarlo?»

«Trabajaré.»

«Trabajarás… ¿Y cómo crees que había ganado yo el dinero?»

«Con el sudor de tu frente, no, desde luego.»

Tus brazos empezaban a temblar de manera visible.

«¿Con el sudor de quién entonces?»

Michele se quedó un momento como distraído. Me pregunté si tenía miedo. Yo tenía miedo por él. Suspiró profundamente antes de decir: «Con el sudor de los niños que explotas en Oriente.»

En ese instante estalló el fin del mundo.

Laura huyó de la habitación, yo intenté separaros torpemente. «¡Parásito!», gritaste, golpeándolo, «tú también comes gracias a ellos y te compras tu ropa de maricón y vas al colegio. ¿Qué te crees que eres, muy distinto a mí? ¿Crees que eres mejor? ¡Responde!».

«Distinto, sí. Yo creo en algo.»

Me oía decir con voz débil: «Basta, ¡lo vas a matar!» Con un empujón, me hiciste retroceder.

«Ah, sí, ¿y en qué crees? ¿En el robo?»

Ya Michele había caído en un rincón.

«Creo en el amor.»

«Ahora vas a pelear.»

«En el amor del Espíritu.»

Lo levantaste del suelo, cogiéndolo de la camiseta. Ante su cuerpo delicado parecías un verdadero ogro.

«Entonces», le mascullaste en la cara, «¡pon la otra mejilla!».

Con una sonrisa de niño, te respondió: «¡Aquí la tienes!»

En enfocar una escena, las máquinas de proyección antiguas tardaban un buen rato. Al principio, todo era confuso, no había rostros ni paisajes sino sólo manchas de luz y de color en continuo movimiento. Así recuerdo las primeras horas del fogonazo de magnesio. Recuerdo a Michele, echado del cuarto a golpes. Recuerdo que me lancé contra ti. «Vas a matar a nuestro hijo», grité, mientras me cogías por la muñeca. Dentro de mí había un tigre, alguien le había prendido fuego a la cola y había enloquecido.

«¡Michele tiene un alma grande!»

«¡Su alma no me importa lo más mínimo!»

No sé cuánto tiempo continuamos así, gritándonos de todo. Me sentía como si hubiera salido fuera del cuerpo. Podían ser minutos o quizá horas. En cierto momento, me lanzaste contra el aparador de la entrada y saliste dando un portazo.

Te oí arrancar el coche en el garaje y atravesar el paseo de grava. Apretabas el acelerador como los adolescentes borrachos. Te detuviste un momento frente a la cancela automática. Cuando se abrió, saliste, derrapando, a toda velocidad.

Hubo un imprevisto frenazo. Y luego se oyó un golpe.

Temí que hubieras atropellado un perro, por eso me asomé. Michele parecía dormir, tendido en el asfalto. Tenía un brazo abandonado a lo largo del costado y el otro sobre la cabeza, como hacía cuando sentía demasiado calor en su cama de niño.

VIII

El odio es el único sentimiento que no se evapora con el tiempo. Más aún, con la fuerza de un huracán, continúa acumulándose como una energía viva y potente. Es el odio lo que, en todos estos años, me ha mantenido viva, me ha vuelto seca y obstinada, sedienta de venganza.

Hubiera podido decir: vivo sólo para recordar a mi hijo. Pero soy sincera y digo: vivo sólo para vengarlo.

O mejor: he vivido en esa espera.

Esa espera se frustró el mismo día en que te encontré tendido en el suelo del cuarto de baño. Te había deseado una muerte atroz. Un cáncer en el cerebro, alguna enfermedad inmunodepresiva que te convirtiera en una larva con pañales. Pero, por la suerte feliz que en este mundo protege siempre a los malvados, escogiste para ti la muerte mejor -una fulminante parada cardíaca- y me dejaste a mí la otra.

Esperaba que volver a casa de mis padres haría mi pena menos grave, pero no había contado con el silencio, ni con la memoria de los muertos.

No había contado con el oxígeno de la montaña que nutre mejor el cerebro y el corazón y vuelve más fuerte cada sensación. Igual que en la antigüedad quemaban a la esposa en la pira del marido, así he ido recogiendo por la casa los objetos más queridos y los he puesto encima de mi cama. De noche me cubro con ellos y me siento menos sola, esas cosas todavía tienen vida, respiran, emanan calor. Ni siquiera es mío el pijama que me pongo, sino de Michele.

La otra noche, andando por la casa, pasé delante de un espejo y me di cuenta de que irradiaba luz. ¿Era yo o era alguien que estaba a mi lado? ¿Era la luz del amor o la luz del odio? «¿Quién eres?», pregunté en voz baja. Por el tejado, sobre mí, andaba un ratón o quizá un lirón. «¿Quién es?», repetí más fuerte. Una tabla del suelo crujió. Tuve la impresión de que afuera iba a desatarse el viento.

Trágica fatalidad, escribió al día siguiente el periódico local.

Michele murió en el acto. Tú te apeaste del coche y te pusiste las manos en el pelo. No lo habías visto, no podías imaginarte que mientras salías a una velocidad disparatada, él corriera a tu encuentro.

Yo no hice nada, me quedé en el balcón, inmóvil, como en el palco de un teatro. Vi llegar la ambulancia, vi cómo el médico movía la cabeza.

Junto al médico había aparecido un viejo perro blanco. Noté que te miraba con la boca abierta y la lengua fuera, como si quisiera decirte algo.

Te vi coger al médico por las solapas, lo oí gritar: «Ya no es tarea nuestra.» Entonces le pegaste una patada al perro. En vez de aullar e irse, se sentó trabajosamente junto al cuerpo, en el asfalto.

Vi llegar a la policía y, luego, al coche fúnebre. Metieron a Michele primero en una bolsa de plástico y luego en un contenedor de metal. Cuando lo deslizaron en el interior, sentí un golpe sordo. Debe de ser la cabeza, pensé, desde niño la ha tenido demasiado grande.

Me acordé del primer jersey que le hizo mi madre, azul claro con gatitos bordados en la parte delantera. El modelo era para un niño de seis meses pero la cabeza no entraba, tuve que añadir dos botones para conseguir ponérselo. Volví a ver la cima de su cabeza clara, la fontanela todavía abierta. Intentaba meterle el jersey y él protestaba. Era mayo y estábamos en casa de mis padres. Acababa de bañarse, de su cuerpo emanaba tibieza, olor a polvos de talco.

Cuando los de la funeraria cerraron las puertas del furgón, el encantamiento se rompió. Grité: «¡Noooo!» como si fuera la única palabra del mundo. Luego perdí el sentido.

Durante todo el funeral me estrechaste bajo tu brazo. Yo lloraba, tú estabas petrificado. Recuerdo una gran multitud de rostros y de chicos que tocaban la guitarra. Sobre nosotros pegaba el sol de agosto.

Su amigo cura sudaba bajo los ornamentos.

«Por una razón oculta a nuestra pequeña mente de hombres, muchas veces el cielo reclama a sus hijos más luminosos, interrumpiendo bruscamente su camino terreno.»

Dos lágrimas le surcaban el rostro y no se preocupaba de ocultarlo.

«Es fácil rebelarse, fácil indignarse ante una arbitrariedad tan grande. Michele daba luz a nuestras vidas y todos nosotros, egoístamente, hubiéramos querido que esa Luz durara mucho más.»

Delante estaban los abuelos. Poco antes de que descendieran el féretro se arrodillaron junto a él. La abuela depositó un beso leve sobre la tapa. Vi sus labios moverse diciendo muy bajo: «Adiós, mi niño.» El abuelo tenía en la mano la pequeña flauta, la dejó sobre la caja, con una tímida caricia.

Luego sólo hubo oscuridad. Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Oscuridad con resplandores. Oscuridad con rayos, con truenos. Oscuridad con granizos. Oscuridad con terremotos y tifones. A fogonazos, vi caras, oí voces. Tu cara que decía: «Pero pienso ir al barco.» La cara de un médico: «Con éstas, resolveremos el problema.» La cara de un cura. «¡Fuera!», grité. La cara de mi madre: «Michele está todavía con nosotros.» «Estúpida embustera.» Gritaba siempre. De vez en cuando había termitas en mi cuerpo, alcanzaban los intersticios más íntimos, desde los que me devoraban a minúsculos mordiscos. Otras veces eran arañas, muchísimas arañas, peludas, negras, con las patas cortas y gruesas. Corrían por todas partes buscando el lugar mejor donde inocular su veneno. Y otras veces serpientes delgadas se me enroscaban en los tobillos, lanzando como flechas sus lenguas letales. Cuando volví a ver mi rostro en el espejo era el de una vieja. Hay arrugas de abuela y arrugas de bruja. Las mías eran todas arrugas de bruja.

Después de la tragedia, Laura se fue a estudiar al extranjero. Me llamaba por teléfono una vez al mes para no decir nada.

Tú te volcaste completamente en el trabajo.

«Ha sido una desgracia», seguías repitiendo. «Lo has matado», respondía yo. Y ésta era toda nuestra relación.

Seguía a tu lado para poder odiarte hasta el último día. Pero no era la única razón. Seguía a tu lado también porque no hubiera podido sobrevivir ni siquiera una hora a solas con mi dolor.

¡Qué ingenua fui al pensar que podía derrotarte en tu propio terreno! He hablado de termitas, de arañas, de áspides mortales, pero no de escorpiones. El escorpión eras tú.

Todavía recuerdo la indignación de Laura, una tarde, frente al televisor. Estaban transmitiendo una grabación sobre las niñas prostitutas del tercer mundo. Tu respuesta fue serena, de hombre adulto del mundo civilizado.

«No debes caer en el sentimentalismo», le dijiste. «Su vida no es como la nuestra. No estudian, no leen, no tienen qué comer. A los cinco años se las folla algún tío suyo, a los seis, se echan a la calle. Te las encuentras, las miras a los ojos y te das cuenta inmediatamente de que no saben hacer otra cosa. Es su destino. Y, además, mantienen a sus padres y a sus hermanos pequeños.»

«¿Quieres decir que es algo justo?»

«No, sólo que es una hipocresía escandalizarse tanto.»

¿Por qué no te di una bofetada? ¿Por qué no te la di un número infinito de otras veces? No sé por qué. O quizá lo sepa demasiado bien. Porque tenía miedo, porque estaba absolutamente sometida a tu voluntad, porque quizá, en el fondo, pensaba que tenías razón. Porque millones de personas siguieron ciegamente a Stalin y Hitler y a todos los demás dictadores sin la menor duda sobre la justicia de sus acciones. Una vez incluso me lo dijiste: «Me he casado contigo para reproducirme, porque eres bella y porque estás sana. Me he casado contigo porque eres pobre y no puedes huir a ningún sitio.» No dijiste «porque eres estúpida», pero seguramente lo pensaste.

Al final de mis días, minada por el virus devastador que me ha dejado como una cabaña roída por la carcoma, he comprendido que hubiera podido tomar decisiones distintas cada día de mi vida. Cada hora. Cada minuto. Cada segundo.

No se necesitaba mucho. Hubiera bastado un poco más de confianza. Hubiera bastado mirar apenas un poco más alto.

IX

El viento sopla desde hace tres días y ha traído las nubes. El verano llega a su fin, la nieve ya blanquea las cumbres de los montes. Con la proximidad del otoño, cambia el olor de la tierra. El sol no seca ahora la humedad de la noche, los campos permanecen húmedos. Empiezan a amarillear las hojas de los manzanos, se vuelven rojas las de los arces, las agujas de los alerces se inflaman. Las leñeras se llenan para el invierno. Dentro de unos días bajarán las vacas que han pasado el verano pastando en la montaña.

La semana pasada por fin subieron aquí a Michele. No quería dejarlo en la ciudad, contigo. Una pequeña tumba junto a la de los abuelos, cerca de la que pronto será la mía. Sobre ella he plantado caléndulas del huerto, amarillas y naranja, como pequeños soles. Esperemos que resistan, que el hielo tarde en llegar.

Algunas madres, he oído decir, llegan a oír la voz de sus hijos en la cinta de la grabadora. La dejan encendida durante la noche y por la mañana encuentran grabadas frases dulces. Otras juran haberlos visto, mezclados entre la multitud o aparecidos de improviso, luminosos, junto a ellas. A mí no me ha sucedido nunca. Michele se ha desvanecido en la nada, no me ha hablado, no lo he vuelto a ver. Quizá he dudado demasiado. He tenido, una vez más, demasiado miedo.

La casa está preparada para el invierno, he cambiado las ventanas, limpiado la chimenea y la estufa. En lugar del viejo calentador de leña, ahora hay uno eléctrico.

La casa está preparada, pero mi corazón no. Hay más calma en su interior, pero no paz, a veces el odio rebosa como masa demasiado fermentada.

No te perdono y no te perdonaré nunca.

La tierra no me es leve bajo los pies y menos leve será sobre mí. Me convertiré en un alma errante, un fantasma que vaga encadenado, la primera habitante del infierno. O la última. O no me convertiré en nada.

Todo golpea, esta noche. Es terrible. No me acordaba de cuánto puede parecerse la tramontana a un huracán.

Hace veinte años que no duermo una noche entera. A veces estoy quieta en la cama, a veces me levanto y doy una vuelta por la casa, bebo leche, oigo la radio de lugares lejanos. Es lo que he hecho esta noche, me levanté, me puse un grueso jersey de lana y fui a la cocina. No he hecho otra cosa que pensar en el infierno, en la estupidez que le oí un día a aquel teólogo. Así que cogí papel y pluma y me puse a escribir una carta:

Querido amigo teólogo de quien no recuerdo el nombre…

De repente se fue la luz, así que tuve que levantarme y encender una vela. Luego seguí:

Hace tiempo vi uno de sus programas y me indigné. Hay un punto en el que podría servirle de ayuda. El infierno está actualmente vacío porque todos los diablos, de todas las jerarquías, andan sueltos ahora por la tierra. No soy ignorante ni medieval. Lo digo porque he compartido mi vida con uno de ellos. Todos los días observo en qué se ha convertido el hombre y comprendo que alguien ha tenido que echarle una mano. El diablo no es hediondo ni primitivo. Su cualidad principal es la habilidad. Conoce como pocos el carácter humano y puede introducirse en cualquier persona. No dice cosas sucias, porquerías, usa argumentos razonables, refinados. «¿No crees que te mereces más en la vida, mucho más?», me dijo a mí hace muchos años, y yo pensé que tenía razón. No debía jamás contentarme con nada. No enseña los genitales ni se entrega al saqueo: nos acompaña en el laberinto de la vida con la graciosa ligereza de un bailarín de vals.

El infierno está vacío porque el dueño de la casa ha ido a llenar sus redes en el mundo de los vivos. Pronto volverá abajo literalmente encorvado por el peso de sus presas. Todos gritarán, alborotarán, intentarán rebelarse. «¿Era éste el fin del juego? ¿Por qué nadie nos lo dijo?» Pero será demasiado tarde.

En algún sitio leí que en las pinturas antiguas los hombres cercanos a Dios eran representados con grandes orejas porque oían directamente Su palabra. Pero ahora vivimos en un mundo de topos. Estamos ciegos, con pabellones auditivos prácticamente invisibles. Yo he intentado muchas veces tender los oídos hacia lo alto pero nunca he oído nada.

Siempre he oído, en cambio, surgir de abajo un fuerte ruido.

Me gustaría tener fe, resolverlo todo antes de marcharme, pero no lo consigo. He visto cómo el mal se expandía a manos llenas. Invadió mi vida y la de aquellos a quienes tenía cerca como una mancha de tinta. La injusticia, la desigualdad, la violencia. Ésta y no otras son las leyes que dominan el mundo. Por eso digo: déjenos por lo menos la alegría del infierno. Un infierno abarrotado y ruidoso como una playa en agosto. No veo la hora de hundirme en él y sufrir para siempre. Porque en mi vida sólo he provocado dolor y es justo que en el dolor yo viva para siempre.

Una última cosa. Usted ha dicho que hay que amar al diablo porque el diablo está solo con su desesperación.

Pues yo le digo esto: que las lágrimas del diablo deben importarnos tanto como las lágrimas del cocodrilo.

Saludos cordiales.

Y garabateé mi firma al pie.

Eran casi las cinco y el cielo todavía estaba oscuro. La luz no había vuelto. Con la vela en la mano fui a buscar un sobre. En el cajón de debajo del teléfono había varios. Cogí uno blanco que escondía un viejo folio doblado, ya amarillento. La letra era la de Michele.

Noche en la cabaña. Las estrellas velan sobre las peñas y sus bosques. Pero su mirada es fría. Sensación de soledad. ¿Adónde voy? La oscuridad dilata las preguntas, las vuelve inaccesibles. Sólo vuelvo a respirar cuando aparece el tenue resplandor de la aurora.

Señor, ¡qué grande es Tu misterio! Para darnos la luz, has creado las tinieblas. Para darnos la vida, has creado la muerte.

Mientras leía aquellas palabras, una ráfaga de viento casi arrancó una ventana. Entró con violencia, haciendo volar los folios, las cenizas, volcando el costurero de mi madre. Allí estaban guardados todos los retales de los jerséis que nos había regalado a lo largo de su vida. Estaban los jerséis de Laura, de Michele, los míos, los del abuelo. Todavía distinguía los colores de cada uno. Empujados por aquella mano invisible, comenzaron a correr por todas partes. Me puse de rodillas para intentar recogerlos.

El primero que cogí era azul.

En ese instante la vela se apagó y un haz de luz blanca atravesó la habitación.

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