BARRIOS LE PIDE A SU MUJER

LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

– Dos -dijo, complacido, en el momento en que Concepción, con la cucharita cargada de azúcar elevada e inclinada sobre su taza de té, lo miraba con una sonrisa inquisitiva.

Concepción dejó caer el azúcar en la taza de su marido, volvió a llenar la cucharita y después de echarla en la taza comenzó a revolver el contenido con una delicada pericia. Estaba de pie, inclinada sobre la mesita del jardín, preparando el té de su marido y el suyo. A pesar de su aire maduro, Concepción se conservaba todavía hermosa: era delgada, alta, y su piel tenía un ligero matiz oliváceo que le daba un aspecto sumamente interesante. Barrios la miraba emitiendo una sonrisa pensativa; miraba su blusita blanca, casi de niña, aplastando todavía más sus senos de adolescente, la cadenita de oro que colgaba bailoteando sobre el escote mientras ella se movía, de un lado al otro, inclinada sobre la mesa para servir el té; miraba su pollera floreada y acampanada como la de una niña y sus suaves y flexibles zapatillas rojas parecidas a las de baile. Todo lo demás, Barrios lo conocía. Suspiró, con tristeza, de un modo imperceptible, sin que Concepción lo notara. Ella echaba azúcar en su propia taza en ese momento, y se sentaba en el blanco sillón de hierro forjado, enfrente suyo.

– Estás hermosa, como siempre -dijo Barrios, sonriéndole.

Concepción sonrió para sí misma, con los ojos bajos, mientras revolvía el té de su propia taza. Se cruzó de piernas con sumo cuidado, dejando entrever sin embargo parte de sus delicados muslos largos.

– Los cuarenta están muy cerca, ya -dijo sin dejar de sonreír-. Nunca puede ser como antes.

– ¡No! -exclamó Barrios con vehemencia. Su gorda cara se echó hacia adelante, mirando a Concepción con los ojos muy abiertos-. Como siempre, y más todavía -dijo.

Concepción sacudió la cabeza.

– Tu té se enfría -dijo.

Los ojitos de Barrios miraron hacia la mesa, con sumo placer. El té, para decir la pura verdad, nunca le había gustado, pero recibirlo de manos de Concepción, en ese atardecer de diciembre, ¡ah, eso lo convertía en un deleite extraordinario! El murmullo del agua emergiendo de la manguera que serpeaba semioculta por el césped, el verdor apacible de los canteros que se extendían a lo largo de la galería, atravesados por unos caminitos rojos de polvo de ladrillo, y ese sol de la tarde dorando, en el fondo, un grupo de amplios árboles, producían en Barrios un estremecimiento de paz. El orden, la paz, y la limpieza y la bondad; todo eso constituía el universo de Concepción. Barrios se sentía a sí mismo en ese momento, de un modo secreto, como una gran mancha disonante en medio de todo eso. El reloj de la iglesia de Guadalupe dio las siete. Las campanadas, resonantes y regulares, medidas y equilibradas, permanecieron vibrando gravemente en el oído de Barrios hasta unos minutos después de haber dejado de sonar. Las escuchaba viendo al mismo tiempo como Concepción, con una leve sonrisa destellando en sus ojos dorados, retiraba la taza de sus labios y la depositaba otra vez sobre el plato produciendo un leve tintineo. Era un hermoso espectáculo; nunca olvidaría ese momento, se dijo Barrios, con un ligero desasosiego.

– Has tenido una buena idea al decidirte a construir lejos de la playa -dijo.

Concepción meditó un momento y respondió seriamente. Sabía hacer eso con frecuencia: elevaba el labio superior y arrugaba la frente con aire pensativo antes de hablar.

– Un poco por obligación -dijo-. Cerca de la playa los terrenos son demasiado caros. Y un poco para tranquilidad mía y de mamá también. Dentro de unos días empieza la temporada oficial y esto se convierte en una romería.

Hacía apenas dos meses que Concepción había ocupado la casa; durante el año anterior había ido retocándola poco a poco, así que cuando entró a vivir definitivamente en ella no faltaba casi nada: casi nada, pensó Barrios, viendo en medio del cantero de césped sobre el que el agua de la manguera corría produciendo un murmullo débil, un rosal cuidadosamente estacado sobre el que resplandecía una gran rosa amarilla. La casa le había sido entregada a Concepción el año anterior, pero debido a las amortizaciones del crédito mutual mediante el cual la había construido, se había quedado sin el dinero suficiente como para amueblarla y adornarla. Había preferido vivir un año más en el departamentito al fondo de un largo pasillo, que ocupaba en el centro de la ciudad, hasta tener la casa en condiciones. En ese departamento habían vivido juntos Concepción y Barrios, hasta que se separaron, en el año cincuenta y seis. Durante ocho años, desde que volvieron del viaje de bodas, habían vivido en ese departamentito oscuro y sin patio, algo viejo, abarrotado de muebles extraños, papeles y las colecciones de diarios viejos que Barrios conservaba con casi ninguna utilidad y excesivo e inexplicable orgullo. Al separarse, Concepción había permanecido en la casa y Barrios había comenzado a deambular de pensión en pensión, como continuaba haciéndolo todavía.

– Te debía esta visita en tu nueva casa -dijo Barrios, sorbiendo un traguito de té. Sus dedos regordetes estaban imposibilitados de enganchar en el asa, así que se resignó a sostener la taza con la palma de la mano, ciñéndola con los dedos, como si se tratara de una copa de cognac. En otra circunstancia la taza le hubiera quemado la mano, pero en ese momento Barrios se hallaba demasiado extasiado con lo que lo rodeaba como para advertirlo. Los canteros verdes, los senderitos rojos de polvo de ladrillo, la gran rosa amarilla, el sol dorando en el fondo las copas de los árboles agrupados y la presencia de Concepción, a la que había visto por última vez hacía ya casi un año, en la calle, de pasada, todos esos detalles mágicos colmaban y casi rebasaban los sentidos de Barrios, impidiéndole percibir cualquier otra cosa. Estaba como elevado en una atmósfera extraordinariamente viva, intensa y real y por un momento olvidó su barba de tres días, su olor a bebida, los ciento veinticinco kilos de su cuerpo enfundado, en pleno diciembre, en un traje negro cuyo pantalón, desde hacía por lo menos cuatro días, no se sacaba ni siquiera para dormir. Sobresaltado, Barrios se miró la mano, el dorso de la mano, las uñas; las uñas estaban adornadas en el borde por una pareja franja negra. Rápidamente dejó la taza sobre la mesa y cerró las manos, ocultándolas entre sus gruesos muslos. Eso era lo único real; sus uñas sucias y su olor a bebida, pensó; pero al comprobar que Concepción había recibido con una sonrisa agradable sus palabras, con una sonrisa casi misteriosa, Barrios volvió a olvidarse de sí mismo para penetrar enteramente en ese mundo elevado, hermoso y mágico.

– Sin embargo, la última vez que nos vimos te escondiste en una zapatería para no saludarme -dijo Concepción.

Barrios se sintió enrojecer; así que ella lo había visto.

– ¿Qué? -dijo, echándose hacia adelante con una sonrisa incrédula.

– Así como suena -dijo orondamente Concepción, sonriendo también-. Con todos los kilos que has engordado en los últimos años, como para no reconocerte. Y encima, ese traje negro. ¿No tenés otro?

Barrios mantuvo su sonrisa, con la mirada fija en el rostro de Concepción; si ella lo había visto, quizás había adivinado la razón que lo impulsó a obrar así. Había sido en pleno centro; al verla, su corazón comenzó a palpitar violentamente y el rostro le ardía. Inexplicablemente, había sentido el impulso de ocultarse, de no ser visto. Se había metido en una zapatería hasta que la vio pasar por la vereda de enfrente; esperó un momento y después salió viéndola doblar la esquina, alta y delgada, con su paso plácido, bajo el sol de la mañana.

– ¿Tanto te pesaba saludarme? -dijo Concepción.

– Estás equivocada. De veras -dijo Barrios.

– Ay, Alfredo, siempre mentiroso, vos -dijo Concepción-. ¿Qué te costaba, digo yo, cruzarte y saludarme?

Barrios sintió otra vez, inexplicablemente, el impulso de emitir una sonrisa ambigua y malévola. Mientras sonreía pensó que era mucho más conveniente para él dejar que su mujer imaginara que la había evitado no por temor ni vergüenza, sino por simple desprecio. Se sintió mal mientras trataba de dar esa sensación, pero continuó sonriendo.

– No hablemos de eso ahora -dijo con aire misterioso-. Qué linda tu casa.

La galería en la que se hallaban sentados, en esos sillones de hierro blanco trabajosamente construidos, sobre almohadones de provenzal floreado, estaba en la parte trasera de la casa, y el piso era de mosaicos de un rojo intenso, oscuro y fresco; una franja de portland, angosta y regular, separaba la galería de los canteros de césped sobre los que el agua de la manguera se deslizaba produciendo un leve murmullo, atravesados irregularmente por los senderos rojizos de polvo de ladrillo. Más allá, en el fondo, un grupo de árboles, de amplia copa, recibía la luz dorada del crepúsculo. Era el día cinco de diciembre del año 1962. Seis años antes, Concepción se había separado de su marido declarando que no volvería a compartir su vida con él, salvo que Barrios cambiara la suya propia. Barrios había aceptado la decisión, tranquilamente; pesaba treinta y cinco kilos menos entonces, y no tenía más que treinta y nueve años. Se afeitaba todos los días, o día por medio a más tardar, en aquella época.

Concepción hizo una mueca triste y dejó la taza sobre la mesa.

– ¿Cómo estás, Alfredo? -dijo.

Barrios emitió una risita cascada, como la de un hombre no de cuarenta y cinco sino de noventa años.

– Bien -dijo.

Meditó sobre un hecho muy curioso mientras lo decía: había aceptado tranquilamente que Concepción lo abandonara, casi lo había deseado, pero cada vez que se encontraba con Concepción y Concepción le preguntaba "¿Cómo estás?", él respondía con la misma palabra: "Bien", acompañando su respuesta con una risita seca que quería significar todo lo contrario. Salvo aquella mañana en que se había escondido inexplicablemente en la zapatería, siempre procuraba, delante de Concepción, referirse a sí mismo con un aire de despecho y amargura.

– El té, Alfredo -dijo Concepción-. Se enfría.

Barrios recogió la taza, obedientemente, y se bebió todo el té de un solo trago. Después dejó la taza sobre el plato, produciendo un tintineo seco, y suspiró con satisfacción.

– ¡Qué bien se está aquí! -dijo.

Se sintió nuevamente elevado a esa atmósfera nítida, hermosa y mágica. ¿Cómo podía haber despreciado miles de momentos como ése, al lado de aquella mujer, de Concepción, que ahora le sonreía con paz y alegría? No sabía cómo. El rostro oliváceo de Concepción se mantenía suave y joven; apenas si algunas arrugas alrededor de los hermosos ojos dorados revelaban el paso del tiempo. Nadie le hubiese dado más de treinta años. Tal vez ella estaba negándose a envejecer hasta que él volviera a su lado. La idea le gustó. Habría llegado a celebrarla con una sonrisa de no haber visto, al bajar la cabeza, las manchas de grasa que exhibía, innumerables y antiguas, en las solapas todas arrugadas en los bordes de su saco negro. Concepción lo pescó en el momento en que se cruzaba de brazos para ocultarlas.

– ¿En qué gastas la cuota de la tintorería, si puede saberse? -dijo amablemente mientras se levantaba-. Voy a traer un poco de bencina. Ya vengo.

Barrios intentó protestar y cuando trató de levantarse sus gruesas rodillas chocaron contra el borde de la mesa, haciendo saltar y tambalear los pocillos, las cucharas, los platos y la tetera, con un estrépito espantoso. Enrojeció; le costó salir del sillón, estaba demasiado gordo hasta para un sillón de jardín, de los más anchos. Viendo a Concepción abrir la puerta de tela metálica de la cocina, y desaparecer en el interior, Barrios se preguntó cuándo reventaría por fin, cuándo se libraría por fin de ese cuerpo sucio, torpe y pesado que soportaba como una condena. La vista del atardecer borró gradualmente su pensamiento. ¡Qué deleite, la verdad, estar vivo para contemplar el césped, brillando húmedo, atravesado por los sinuosos caminitos rojizos, para oír el murmullo del agua que emergía de la boca de la manguera, y alzando la vista desde la galería, descubrir el último sol de la tarde dorando la copa de los árboles en el fondo, bajo un cielo de un azul cada vez más oscuro! Solamente a Concepción podían ocurrírsele cosas tan estupendas; Concepción era naturalmente buena y apacible, y no podía rodearse más que de cosas buenas y apacibles. Peso sobre peso había ahorrado para hacerse esa casa con el crédito mutual del Magisterio; se sacrificó durante años para conseguir ese pedazo de terreno, ese techo, ese jardincito, donde vivir y morir en paz. Emitió una sonrisita pensativa. ¿No estaba exagerando la nota? Se había hecho por fin esa casita en un barrio de fin de semana, exprimiendo en lo posible su sueldo de inspectora de escuelas con quince años de antigüedad, aparte de unos pesos que había heredado de un tío materno, y la había ido amueblando poco a poco, según se lo iba permitiendo su entrada mensual; eso era todo. Casi todo el mundo hacía lo mismo. Se volvió, enfrentándose con la mesita donde acababa de tomar el té. Sintió una oscura compasión por su mujer y por sí mismo. Y sin embargo, pensó mientras la sonrisa iba borrándose en su rostro fofo y barbudo, en sus ojitos saltones y su gruesa nariz rojiza, hasta convertirse en una mueca melancólica, sin embargo había algo sólido, incontrovertible y límpido en esa fresca galería, quieta y cuidada, algo que lo atraía oscuramente y le hacía sentir la medida de su propia miseria.

Un perro ladró en la lejanía, y Barrios, exactamente como había sucedido con las campanadas del reloj de la iglesia, continuó oyendo el ladrido hasta mucho tiempo después que se hubo disipado. ¡Qué deleite ese crepúsculo! Sentía admiración por ese poder secreto emergido de las cosas que lo rodeaban, un poder capaz de elevarlo de golpe, y a pesar suyo, a una esfera mágica. Años hacía que no experimentaba algo semejante, quizá desde antes de haberse separado de Concepción; sí, desde mucho antes, ahora lo recordaba. Había sido en el año 51; al pronunciar las palabras "Alfredo Barrios, mi general, secretario general del gremio de los trabajadores de La Prensa ", mientras le estrechaba la mano a aquel hombre sonriente, picado de viruela, que lo miraba con cierto asombro afectuoso, él había sentido un estremecimiento extraño, un temblor en la voz, y de golpe, se había sentido elevado hasta aquel mundo mágico. Once años habían pasado, pero sin ningún esfuerzo podía recordar, uno tras otro, mil detalles que había percibido en un instante de duración infinitesimal, en un relámpago de comprensión; un doblez en el saco del Presidente, las caras de sus compañeros de delegación, el travesaño de madera trabajada de una silla oscura, la luz de invierno penetrando a través del ventanal del despacho, la larga mesa, la textura del aire, todo, todo. Le resultaba inexplicable esa elevación súbita y plácida al mismo tiempo, y ante ella el resto de su vida parecía un sueño, una pesadilla. ¡Qué débiles resultaban los minutos y los años del pasado contemplados a la luz honda e inmóvil, resplandeciente, de esos momentos! La comprobación de que esos momentos eran un despertar intenso y fugaz a ese sueño constante, atravesó su pensamiento como una estrella fugaz y borrándose en seguida como pensamiento persistió en su interior como una vaga inquietud.

La voz de Concepción se oyó canturrear dentro de la casa, una voz grave. Barrios se sentó otra vez en el sillón, desconsolado. Casi en seguida Concepción apareció por la puerta de tela metálica de la cocina, trayendo un trapito blanco y una botella de bencina. Al pasar Concepción, la hoja de tela metálica golpeó en el marco con estrépito.

– Dame el saco -dijo Concepción, ocupando nuevamente el sillón de hierro curvo, pintado de blanco; se sentó sobre el almohadón estampado con flores amarillas y rojas.

¡El saco! Barrios se estremeció, recordando las manchas de sudor de la camisa, en las axilas. Esa mañana al levantarse lo había notado: dos lamparones ocres, resecos, de sudor viejo. Una ola de profunda vergüenza lo arrasó.

– No te molestes -dijo-. Está bien así.

– Dámelo, vamos -dijo Concepción, extendiendo el brazo hacia Barrios, con una expresión comprensiva y paciente.

– Es lo mismo. Estoy por jubilarlo -dijo Barrios.

Concepción no se inmutó en lo más mínimo.

– ¿Será posible que no cambies nunca? -dijo sonriendo pacientemente-. ¡Qué hombre orgulloso, Dios mío! No estás obligado a nada. Me molesta verte tan sucio nada más.

– Te digo que está bien así -dijo Barrios con voz dura.

Concepción dejó en el suelo la botella de bencina, de un modo tan violento que el vidrio pareció a punto de quebrarse. En seguida se puso de pie, pálida y furiosa.

– ¡No te aguanto! -gritó-. Nunca te aguanté.

Barrios también se puso de pie, costosamente; por segunda vez, sus gruesas rodillas chocaron contra el borde de la mesita de hierro, produciendo un estrépito terrible, y también por segunda vez sintió sus amplias caderas ajustadas por los travesaños del sillón. Sus gruesos labios rodeados por la sombra negra de la barba empalidecieron, temblando confundidos. Concepción le daba la espalda, vuelta hacia los canteros de césped; con el trapo de limpieza entre las manos, estrujándolo nerviosamente, parecía una actriz de segundo orden estrujando un pañuelo junto a las candilejas, de cara al público, en una escena culminante. Barrios era su partenaire afligido, en segundo plano.

– No te pongas así -murmuró con voz temblona, aproximándose. Dio dos pasos lentos y pesados oprimiendo el brazo de Concepción.

– Está bien, te doy el saco. No es por orgullo.

Concepción no le respondió, ni siquiera se dio vuelta. Continuó parada, estrujando el trapo de limpieza, media cabeza más alta que su marido. Con desaliento, casi con fatiga, Barrios contempló nuevamente el césped húmedo, brillante, la oscura manguera serpeando entre los verdes canteros, vomitando con un leve murmullo su chorro de agua fresca, los caminitos rojos de polvo de ladrillo, la gran rosa amarilla en la cima de ese rosal estacado y podado, parecido a un rosal de utilería, y el grupo de árboles en el fondo, tocado por los rayos dorados y difusos del crepúsculo primaveral. Torpemente, se quitó el saco y se lo entregó a su mujer.

– Es que estoy sucio. No quiero que toques nada de esa roña -murmuró, sintiendo que todo el rostro le temblaba. Eso equivalía al "Bien" con que sabía responder, amargamente, cada vez que Concepción le preguntaba cómo estaba.

Antes de que Concepción agarrara el saco, Barrios permaneció inmóvil, en actitud de dárselo, con el brazo extendido, en mangas de camisa, una camisa de color indefinido, amarillenta, que presentaba dos lamparones de sudor reseco debajo de las axilas. Por fin Concepción se volvió y agarró el saco, con un suave manotazo decidido. Se sentó y comenzó a limpiarlo, fregando las solapas con el trapo blanco impregnado de bencina. Trabajaba absorta, contemplando la prenda con una semisonrisa pensativa. Barrios la miraba, de pie en medio de la galería, dando la espalda al césped y a los árboles.

– Como si no te conociera -dijo Concepción-. Como si no supiera lo enemigo del agua que sos. Ay, Alfredo, no entiendo, no entiendo cómo se puede vivir así. En todos estos años no ha habido un día en que no pensara en vos, en cómo estabas, en qué hacías. A pesar de tu edad, seguís siendo un chiquilín. ¿Te cuesta mucho afeitarte, bañarte, conseguir una mujer que te lave la ropa? No, pero el señor necesita que la mujer que haga eso lo atienda como una esclava a su rey. -Plácidamente Concepción sacudía la cabeza mientras fregaba con el trapo impregnado de bencina las solapas del traje oscuro.- Si una no los viste y no les da de comer en la boca, los señores no están contentos. Un chiquilín, ni más ni menos. Te conozco bien, muy bien, Alfredo, y me he preocupado muchas veces por vos. Hubiera ido a buscarte, pero últimamente pensaba en esa vez que te escondiste en la zapatería y se me iban las ganas. ¿Por qué te escondiste, Alfredo? ¿Tanto desprecias a tu mujer como para no saludarla en la calle? No debías haberte escondido, debías haber venido hasta donde yo estaba y saludarme. Pensé que lo ibas a hacer cuando me di cuenta de que me habías visto. Cuando te vi entrar en la zapatería me dio una rabia terrible. Se veía que te estabas escondiendo de mí. -Alzó la cabeza sonriendo, mostrándole el saco.- ¿Qué es esto, se puede saber? Son durísimas. Me parece que no salen con nada estas manchas.

El éxtasis invadía otra vez a Barrios. La vista de su mujer limpiándole el saco, fregando apaciblemente sus solapas, era algo que excedía su esperanza y hasta su sensibilidad. Le parecía extraño e increíble tenerla delante suyo, en esa fresca galería de mosaicos rojos; se preguntó por qué había aceptado, seis años atrás, la separación con tranquilidad, casi con alivio, y no supo respondérselo. Sin dejar de mirar a su mujer, Barrios se sentó en el sillón frente a ella.

– Grasa, creo -dijo-. No sé bien.

Concepción lo miró durante un momento.

– ¿Cómo podes llevar esta vida? -dijo, y sin esperar respuesta inclinó la cabeza y siguió fregando las solapas del saco negro.

Las manos regordetas de Barrios se expusieron en un gesto breve.

– Mi vida es como la de cualquier otro -dijo, tratando de emitir una voz indiferente y dura. Sin embargo, ese no era su pensamiento íntimo, verdadero. Más bien pensaba lo contrario, que su vida era diferente a la de los otros, que a menudo la consideraba con extrañeza, y que el resultado de esa comparación era siempre un sentimiento de soledad y de diferencia con el resto de la gente. Pero algún móvil demasiado secreto incluso para él mismo le impedía confesarlo. Contemplando a su mujer fue asaltado de pronto por el extraño presentimiento de que estar sentado en ese momento allí, en esa galería, era un hecho extraordinario e incontrolable, que no sólo su vida sino también la de la humanidad y la del universo eran fortuitas e incontrolables. Un horror oscuro lo estremeció, sobre todo porque su vaga fugacidad lo hacía incomunicable.

– Como la de cualquier otro -repitió y volvió a sonreír.

Concepción le respondió sin alzar la vista esta vez, vigilando su trabajo con una sonrisa abstraída.

– Ojalá fuera como la de cualquier otro -dijo-. Ya por tu orgullo y por tu vanidad no te pareces a nadie. No conozco a nadie que tenga tantos humos en la cabeza. Deberías mirarte al espejo más seguido.

Las palabras de Concepción no lo ofendían. Había una aceptación de su persona implícita en esos reproches. Nadie más en el mundo se preocupaba por su conducta o por su facha. Barrios experimentó cierto placer al sentirse reprendido y su placer se hizo más intenso cuando comenzó a mentir de un modo descarado.

– Bueno -dijo-. Hay gente que no piensa como vos. La gente de La Nación , por ejemplo. Ayer recibí una carta donde me piden una serie de notas sobre el problema de la agricultura en esta zona.

Concepción alzó la cabeza de golpe, mostrando un rostro iluminado.

– ¡No digas! -exclamó.

– Sí -dijo Barrios, tan orgullosamente como si se hubiese olvidado de que semejante acontecimiento era pura fábula-. Me ofrecen tres mil pesos por nota. Saben que soy el mejor periodista de la ciudad.

Concepción lo miraba con ojos agitados, con una alegría casi desesperada. Por un momento había dejado de refregar con el trapito blanco impregnado de bencina las solapas del saco negro.

– ¿Les contestaste? -Hizo la pregunta con un ligero temblor en la voz.

La visible excitación de su mujer proporcionó a Barrios un placer intenso y particular, como hacía años que no experimentaba. La mañana en que se había escondido en la zapatería sus sentimientos y emociones habían sido exactamente opuestos a los de ese momento. Aquella mañana no había obrado con ninguna frialdad ni premeditación, ni había sentido ningún desprecio hacia su mujer, sino todo lo contrario: se puso a temblar enteramente al verla en la calle y corrió a esconderse en el primer negocio que le vino a mano para no enfrentarse con ella. No pudo comprender porqué lo había hecho; ahora solamente recordaba el temor, la tristeza casi frenética y la humillación que lo había arrasado en ese momento. Barrios sonrió a su mujer de un modo frío y orgulloso, mientras recordaba cómo la había visto aquella vez bajo el sol frío de la mañana, caminando con su paso lento y plácido hasta desaparecer en la primera esquina.

– No -dijo Barrios en medio de su sonrisa-. Estoy pensando bien la propuesta. Además, no tengo máquina de escribir.

– ¡Ay, Alfredo! No dejes de contestarles. Depone tu orgullo. Sé responsable alguna vez en tu vida Qué importa lo que paguen ahora; basta que te hagas un nombre de nuevo, que puedas trabajar bien de una vez por todas. Esa gente tiene solvencia; si te ha escrito es por algo; capaz que te nombren corresponsal. Si te nombran corresponsal no vas a tener ningún problema. Yo te quiero, Alfredo. Estoy dispuesta a perdonarte si te veo capaz de cambiar. Tenemos esta casa; podemos vivir siempre aquí. Contéstales, Dito. Decíles que sí aceptas. Decíselo hoy mismo.

Al hablar, Concepción alzaba y bajaba constantemente la cabeza, vigilando su trabajo; limpiaba un poco la solapa del saco negro y dirigía la mirada a la cara de Barrios, hablándole en tono de súplica. Sus ojos dorados parecían excitados y húmedos. Hacía también años que su mujer no lo llamaba Dito. Era curioso. En la cama sabía llamarlo así; ella misma había inventado el sobrenombre, como si ese diminutivo, sacado de la nada de un modo iluminado y súbito, hubiese sido una respuesta de Concepción a la impresión producida en ella por la conducta sexual de su marido; como si el descubrimiento de esa intimidad hubiese requerido la creación de una nueva palabra para nombrar su realidad nueva, sus matices particulares. Barrios meditaba confusamente.

– No sé -dijo-. No sé qué hacer todavía.

Miró a su alrededor la fresca galería, los canteros de césped mojado, los caminitos de polvo de ladrillo, los árboles agrupados en el fondo del patio; no experimentó ningún placer, sino sólo la simple comprobación de que el largo día de diciembre declinaba de un modo cada vez más rápido y perceptible, penetrando en la noche. Ahora los rayos dorados se habían borrado de las copas de los árboles y sólo quedaba en el cielo una claridad tensa que producía unas sombras azuladas.

– No digas no sé -dijo Concepción-. Tenés que contestarles. Tenés que hacer ese trabajo aunque sea gratis.

– ¿Gratis? -Barrios emitió otra vez su risa cascada, la risa de un hombre de noventa años. Sus ojitos grises, inquietos y asustados, redujeron todavía más la alegría casi inexistente de su rostro- Nunca trabajaría gratis, y menos para La Nación. Además, ya te digo: no tengo máquina de escribir. Necesito una portátil para viajar a la campaña.

Concepción se echó a reír, infantilmente.

– Yo tengo una -dijo.

– ¿Podes prestármela?

Concepción vaciló un momento.

– Es del Ministerio de Educación. La tengo en casa por unos días.

Barrios miró los árboles del fondo. La cara de Concepción mostró una expresión ansiosa.

– Podrías trabajar aquí en casa -dijo, con aire inseguro.

– Gracias -dijo Barrios, sacudiendo su gorda mano en un ademán ofendido-. Ni para llevármela, ni para usarla aquí. Supongo que tendrás miedo de que te la venda, o me quede con ella. ¡Me tenés en un concepto tan bajo! No hay peligro. Ni siquiera pensaba aceptar ese trabajo. Me siento sin ninguna voluntad. Así que podes quedarte tranquila.

Mientras hablaba, Barrios hizo una observación aguda; no era que la mentira fuese más natural que la verdad, sino que para ser creída, la mentira empleaba siempre lo más verosímil, y eso la volvía más familiar que la verdad, la que por expresar la realidad verdadera resultaba a veces demasiado singular como para ser creída. Esta observación, produjo en Barrios, simultáneamente, alegría y desazón. Alegría por lo positivo de la observación misma, que revelaba en él un porcentaje de lucidez, y desazón porque ese porcentaje no alcanzaba a permitirle vislumbrar por qué mentía, qué fin concreto perseguía al hacerlo, y hasta qué punto la vehemencia con que expresaba su despecho no era una prueba de que su mentira no sólo implicaba una estafa a Concepción, sino también a sí mismo.

– Tranquila podes quedarte -dijo. Se puso de pie, con impaciencia y fastidio, y por tercera vez golpeó con sus rodillas la mesa sacudiendo estrepitosamente los pocillos, los platos y las cucharas, que tintinearon contra la loza. Concepción lo miraba perpleja-. Me tenés por el peor de los hombres. ¡El peor de todos! Sucio y borrachón, por dentro y por fuera. Sucio por dentro y por fuera. Para vos soy una porquería. No tengo ningún sentimiento. -Jadeó y miró furioso a su mujer-. Sí, señora. Tengo mis sentimientos. No soy una piedra del camino. No soy un cascote. Creías que me escondí en la zapatería por desprecio, que te evito en la calle porque no te soporto. -La verdad que confesaba, dicha en ese momento, se parecía más a una mentira que a una verdad. Jadeó-. Es al revés ¡Al revés! Me da asco y vergüenza de mí mismo presentarme ante vos con esta facha. Peso ciento treinta kilos (aumentó cinco al decirlo), me afeito una vez a la semana, y me baño una vez al mes. Ando sin trabajo y vivo del juego y del pechazo. ¿Con qué cara iba a saludarte en la calle? ¿Eh? ¿Con qué cara? Ya no soy el de antes, señora. La vida ha cambiado. Miedo me da encontrarla en la calle. Si me escondí en la zapatería fue porque cuando la vi me puse a temblar. Me hubiera echado a llorar en la calle si me enfrentaba con vos. (Sus ojos se llenaron de lágrimas.) Yo te he resp… (aspiró los mocos y juntó sobre el abdomen sus manos regordetas) resp… etado siempre.

Parecía como que estaba a punto de llorar. También el rostro de Concepción aparecía triste y perplejo, y sus ojos dorados se humedecieron. Tapó la botella de bencina y poniéndose de pie entregó el saco a Barrios Éste lo miró y mientras lo agarraba de un manotazo alzó el brazo y mostró las manchas de sudor reseco en las axilas.

– ¡Esta es la razón por la que no quería sacármelo! -gritó, y mientras se calzaba el saco echó a Concepción una mirada desafiante.

Concepción no dijo nada. Recogió la botella de bencina y el trapo húmedo y se encaminó al interior de la casa. Sus zapatillas rojas producían un suave chasquido al rozar el piso de mosaicos y la puerta de tela metálica se cerró con estrépito detrás suyo cuando entró en la cocina. Barrios la siguió con la mirada y cuando la vio entrar su expresión se hizo dura y satisfecha. Se volvió y contempló el atardecer, las sombras azules, el césped húmedo, el parejo rosal con su flor amarilla. Unos perros ladraron a lo lejos. (Habían estado ladrando desde hacía un largo rato pero, sin darse cuenta, Barrios los escuchó recién después que se callaron.) El grupo de árboles era el manchón más oscuro y sombrío de todo el paisaje; el cielo estaba luminoso.

Al oír resonar otra vez la puerta de tela metálica se volvió comprobando que Concepción regresaba con la máquina de escribir. Era una portátil italiana, moderna, con funda de cuero. Concepción traía una cara preocupada.

– No puedo prestártela más que por tres días -dijo-. Tengo que devolverla al Ministerio.

Hizo silencio y entregó la máquina a Barrios. Barrios la miraba atentamente al rostro, pero Concepción parecía evitar su mirada.

– Ojalá cambies algún día, Alfredo -dijo- porque yo también me siento muy sola.

Загрузка...