HERMOSURA

En la estación terminal de ómnibus la gente se apretujaba en los andenes charlando agrupada junto a los largos coches interurbanos que esperaban la hora de salida con el motor en marcha, mientras los gritos de los vendedores ambulantes, los canillitas y los heladeros y la música turbia y alegre de los altoparlantes, se elevaba por sobre el tumulto de las voces.

Barrios pasó de largo junto a los andenes y se dirigió al bar en busca de su amigo Hermosura. Una interminable fila de taxis se extendía junto al cordón de la vereda. Barrios buscó a Hermosura en el bar, y como no lo encontró se dirigió a la fila de taxis. El coche de Hermosura era uno de los últimos, y su dueño se hallaba sentado junto al volante, con el codo apoyado en el marco de la ventanilla, sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano.

– Hola, Hermo -dijo Barrios, dándole unas palmaditas en el brazo.

Hermosura se tocó el sombrero gris de fieltro con los dedos y respondió al saludo de Barrios con aire aburrido.

– Hola -dijo.

Tenía una cara ovalada, una cabeza como un huevo asentado de punta sobre el grueso cuello; su nariz era grande y deforme, llena de poros negruzcos, como un pedazo de masilla mal trabajada. Sus ojos eran oscuros, pequeños y marrones Nunca sonreían.

– Vengo de visitar a mi mujer -dijo Barrios.

– Bueno -dijo Hermosura, con voz neutra. Pareció meditar un momento y en seguida agregó-: Entra por el otro lado. Si hago un viaje me acompañas.

Barrios dio unos saltitos alegres, pasando entre el coche de Hermosura y otro estacionado delante, y se metió en el automóvil, que parecía no haberse movido durante mucho tiempo, porque el Ford 37 de Hermosura se recalentaba fácilmente apenas se ponía en marcha y en ese momento no despedía ningún calor. Barrios depositó la máquina de escribir en el asiento, entre él y Hermosura. Éste la miró.

– ¿Y eso? -dijo.

– Una máquina de escribir -dijo Barrios-. Es mía; yo se la había dejado a mi mujer porque no la necesitaba, pero ahora me ha salido un trabajo y se la pedí de vuelta.

Hermosura gruñó, asintiendo, pero no dijo nada. La gente iba y venía por la vereda de la estación; bajo uno de los tres únicos árboles que adornaban la vereda había un kiosko de cigarrillos: un armario con un sol de noche encima; la luz del sol de noche iluminaba la fronda intrincada del árbol y las hojas verdes emitían unos vivos reflejos.

– Un trabajito en la profesión -dijo Barrios-. Cosa de nada.

Hermosura suspiró y cambió de posición, cruzándose de brazos. Parecía escuchar con suma atención a Barrios, pero no hacía ningún comentario; Barrios estaba habituado ya a sus silencios; conocía a Hermosura desde sus épocas de periodista, pero sólo después de haberse separado de Concepción y haber dejado el trabajo, había comenzado a intimar con él. Hacía por lo tanto cinco o seis años que se veían casi todos los días, en las cercanías de la estación de ómnibus, o en el restaurante "El Tropezón". Antes de tener el taxi, Hermosura había manejado durante mucho tiempo un colectivo del servicio urbano. Tenía aproximadamente la edad de Barrios.

– Para ir tirando, no más -dijo Barrios.

Súbitamente, Hermosura le dio un golpecito a la máquina de escribir con el puño.

– ¿Cuánto vale? -dijo.

– No sé -dijo Barrios, con aire de quien realiza cálculos mentales. Dieciocho o veinte mil, me parece.

Hermosura emitió un silbido de admiración.

– Lindo chiche -dijo, dándole otro golpecito.

Barrios emitió una oronda sonrisa.

– Lindo, sí; muy moderno -dijo.

– Ahí se armó la podrida -dijo Hermosura, mirando hacia la estación; una montonera de gente salía de los andenes y formaba cola frente a la parada de taxis. Seguro que acababan de llegar ómnibus de Rosario o de Buenos Aires. Hermosura puso el motor en marcha, mientras la fila de taxis estacionados junto a la vereda comenzaba a desplazarse lentamente hacia adelante.

– No -dijo Barrios-. Yo me quedo en el bar.

– Tengo servicio toda la noche -dijo Hermosura-. Pero de nueve a diez descanso. Mi socio se enfermó y tengo que hacerle el turno toda la noche.

– Te espero en el bar entonces -dijo Barrios.

Hermosura gruñó afirmativamente. Barrios descendió y pasando otra vez por delante del coche de Hermosura comenzó a caminar por la vereda en dirección al bar de la estación. Barrios experimentaba una especie de sentimiento de superioridad respecto de Hermosura que éste parecía reconocer y acatar sin mayores discusiones. Pero había cierto afecto en esa superioridad; y en el acatamiento natural y tranquilo de Hermosura parecía existir al mismo tiempo cierta indiferencia. Hermosura se dejaba conducir exteriormente por Barrios, pero no influir ni modificar. Parecía haber llegado a un punto de su vida en el que cualquier cosa le venía bien, menos perder su tranquilidad, un punto en el cual, al mismo tiempo, nada podía hacérsela perder, excepción hecha de la muerte. Pero Hermosura nunca pensaba en la muerte; más todavía; parecía no pensar jamás en nada. Sin embargo, Barrios se sentía bien a su lado, y quizá justamente por eso: porque la simple virtud de haber abolido de sí mismo todo pensamiento, puede hacer de un hombre la mejor de las compañías.

Barrios pasó junto a la cola de pasajeros en la parada de taxis y penetró en el bar de la estación, cuyas puertas se hallaban abiertas. El ambiente era más pesado y caluroso en el interior del bar. Las mesas se hallaban casi todas ocupadas por hombres y mujeres sudorosos, cansados por el viaje reciente, vestidos con ropa liviana de todos colores; a los pies de cada mesa se veían pilas de paquetes, bolsos y valijas. Por el aspecto de los parroquianos era fácil determinar si se trataba de gente del campo o de la ciudad, incluso si la gente que no era de la ciudad venía de un punto cercano, un suburbio, o de los pueblos más lejanos de la provincia. Tres muchachos vestidos con ropas humildes, la cara color tierra, contemplaban la valija abierta de un vendedor ambulante, llena de anillos de fantasía, lapiceras, cadenitas doradas, peines, espejos y billeteras. Barrios se dirigió al cajero y lo saludó riendo. El cajero manipulaba rápidamente la caja registradora, atento al ir y venir de los mozos; era un hombre joven, rubio, con un fino bigote rubio, y un saco blanco de brin que parecía limpio.

– Téngame esto -dijo Barrios, extendiéndole al cajero la máquina de escribir. El cajero la recibió rápidamente y la guardó debajo del mostrador-. Ojo, que vale plata -dijo Barrios, con la sonrisa del hombre que tiene en ese momento un humor espléndido. El cajero estaba demasiado atareado como para responderle, así que Barrios se dirigió a una mesa vacía, debajo del reloj hexagonal adosado a la pared en lo alto, y se sentó a tomar una cerveza. Se bebió el primer vaso de cerveza helada de un solo trago, y cuando el mozo le trajo el segundo, Barrios contempló con hondo placer la bebida dorada coronada en la superficie con una capa de espuma blanquísima. Su gorda cara sombreada por la barba relucía de satisfacción y sus ojitos, hundidos bajo dos protuberancias adiposas a la altura de los pómulos, brillaban excitados y alegres. ¡Qué bárbaro era estar ahí en ese bar, durante ese anochecer templado de diciembre, contemplando el ir y venir de los viajeros, después de haber pasado un largo crepúsculo en compañía de Concepción! No había en el mundo entero nada mejor que ese vaso de cerveza rubia, coronada de espuma blanca, que pasaría por el interior ardiente de su cuerpo, por las vísceras gastadas, como una brisa fría; ni el olor inquietante de su cuerpo, ni sus muelas podridas, ni sus ciento veinticinco kilos torpes y ansiosos parecían sobrevivir en ese instante; todo parecía haber desaparecido sin dejar rastro. Y casi parodiando su propia plenitud, con un ademán en exceso demorado, Barrios alzó el segundo vaso de cerveza y se lo mandó de un trago; la cerveza enfrió suavemente su garganta y su pecho. Barrios dejó el vaso vacío sobre la mesa y cruzó las manos sobre el abdomen. No tenía ganas de hablar, solamente de pensar en sí mismo y contemplar el vasto mundo que se extendía alrededor suyo, un mundo sobre el que él reinaba en ese momento. Súbitamente pensó con desaliento que Hermosura volvería, y su tranquila soledad se vería hecha pedazos. Pensó en levantarse y desaparecer, buscar otro barcito donde nadie lo conociera, y tomar cerveza hasta la madrugada, solo y feliz. Después se iría a acostar y a la mañana siguiente comenzaría su nueva vida. Pero no podía levantarse, sencillamente porque no tenía un centavo. y debía esperar el regreso de Hermosura para pagar la cuenta. En el bar de la estación no se fiaba; el cajero lo había advertido: "Para la consumición no hay amigos ni parientes. No se fía. El que toma, paga. Si mi padre se sienta ahí, en esa mesa (había dicho el cajero) y me pide un café, yo se lo cobro. Para la joda y la conversación, todos amigos, fenómeno. Yo sigo la joda fenómeno. Pero el que se sienta y pide, paga". Era su lema, el norte de su vida. "No es mal muchacho", pensó Barrios, mirándolo manipular la caja registradora y vigilar al mismo tiempo el movimiento de los mozos con fríos ojos atentos. Llamó al mozo y le pidió el tercer vaso de cerveza. (Después de todo, el pobre Hermosura no era tampoco un mal muchacho, y su compañía no era desagradable.) Capaz que cuando regresaba él decidía acompañarlo en los viajes que hiciese durante el turno de la noche, recorriendo en el automóvil la ciudad dormida y desierta, que él conocía tanto, y que había visto crecer, porque había nacido en ella y por lo tanto la había amado. Recordó las calles rectas de los suburbios, perdiéndose en la oscuridad atravesada apenas por una línea de puntos luminosos, los focos del alumbrado público y las calles arboladas, angostas y oscuras, y las avenidas anchas e iluminadas por los altos arcos de gas de mercurio que expandían una claridad blanca, casi verdosa, y las casitas de los barrios, con sus fachadas amarillas y sus verjas de hierro o madera, ante las que la gente se sentaba a tomar el fresco de la noche a esa altura del año y durante el resto del verano y a conversar con los vecinos tomando un porrón de cerveza helada mientras los chicos jugaban en la esquina, en medio de la calle, bajo el círculo de luz sucia del foco del alumbrado público. Barrios bebió un corto trago de cerveza fría y en seguida se entristeció. Había ido perdiéndolo todo, desde su nacimiento; ya no tenía infancia, ni juventud, ni mujer, ni amigos, nada. Tal vez lo conveniente era no haber nacido, teniendo en cuenta que cada una de las pequeñas cosas de la vida era fugaz y perecedera. La vida misma tenía ese carácter, era así, fugaz y perecedera. En lo profundo de sí mismo, casi sin advertir lo que significaba, Barrios pensó que si se analizaba la cuestión desde ese punto de vista, el de la brevedad de la vida, el sufrimiento tenía un sentido, el de ayudarnos con su presencia a reducir la importancia de la muerte. (Ay, eso era atroz, pensó Barrios; la muerte era atroz.) Y lo era más todavía en su caso, porque él iba a morir quién sabe de qué manera vergonzante, entre qué clase de gente. Recordó la historia de un abogado de la ciudad, un usurero, que había muerto en un prostíbulo, mientras se hacía flagelar por una prostituta. Él lo había conocido. El hecho había ocurrido veinte años atrás y Barrios recordó que aquel hombre había llevado aparentemente una existencia sobria y tranquila, característica de muchos usureros, que suelen ejercer una moral estricta para mantener su superioridad ante los hombres que por el desorden de su vida deben recurrir económicamente a ellos, ocultando así su propia irregularidad, consistente en prestar dinero a un interés demasiado elevado. Sin embargo, en la muerte, aquel hombre frío había sido atrapado en lo íntimo de sí, y su horrenda inclinación había sido puesta al desnudo. Parecía no interesar la vida que cada uno llevaba, sino por qué clase de muerte era sorprendido. (Ay, por Dios, él no quería morir así.) Barrios se estremeció; él quería despedirse en paz de la vida, en compañía de Concepción, él no quería morir en la calle, o en un prostíbulo, sucio y borracho, o en una mesa de juego. Capaz que la muerte lo sorprendía en el cuarto de la pensión, y nadie se daba cuenta hasta dos o tres días después, y por el olor, no por otra cosa. Esto le resultó ya intolerable, y hubiera gritado en el interior del bar, en medio de la gente, si no hubiese visto a Hermosura penetrar en el local, buscándolo con la mirada desde la puerta. Él alzó la mano y gritó, llamándolo. Hermosura se acercó a la mesa.

– Hice dos viajes -dijo. Separó una silla y se sentó, sacándose el sombrero y dejándolo sobre la mesa. Su calva cabeza relucía húmeda; tenía unas franjas de pelo detrás de las orejas y un matorral en la nuca, veteados de gris. Su sombrero olía mal, y los bordes del ala gris se hallaban gastados.

– Estaba esperándote -dijo Barrios-. ¿No querés una cerveza?

– Sí -dijo Hermosura-. Pensaba tomar una.

– Yo te la pido -dijo Barrios.

Llamó al mozo y le pidió dos cervezas, mientras Hermosura miraba fijamente el suelo. Cuando el mozo se retiró, Barrios se mandó de un trago el resto de cerveza que quedaba en su vaso.

– Ahora tengo una hora libre hasta las diez -dijo Hermosura-. Pero después tengo un viaje especial al campo.

– ¡Ah, te acompaño! -dijo Barrios, con gran entusiasmo, sacudiendo en el aire su mano regordeta.

– Como quieras -dijo Hermosura.

Volvió a quedar en silencio. Barrios lo miró.

– Podríamos comer un asadito por ahí, hasta las diez -dijo.

– Podríamos -dijo Hermosura.

Barrios meditó un momento, con una sonrisa, y después habló.

– Estoy por irme a vivir otra vez con mi mujer -dijo-. Ella me lo pidió varias veces, y ahora estoy por irme. Imagináte: tiene una casita flamante en Guadalupe, y quiere que vivamos los dos juntos. ¿Qué te parece?

Hermosura gruñó, en el momento en que el mozo depositaba los dos vasos de cerveza dorada sobre la mesa. Barrios volvió a sacudir su mano ante el rostro apático de Hermosura.

– ¿Y? ¿Qué te parece? -dijo.

Hermosura se encogió de hombros, permaneciendo un momento con los hombros elevados, y dejándolos caer después en seguida. Mientras tanto frunció los labios expresando de ese modo que carecía de punto de vista, pero como Barrios continuaba clavando una mirada inquisitiva en su rostro, Hermosura murmuró algo así como "Me parece bien", y después desvió la cara y se mandó un trago de cerveza.

– Claro que sí, que está bien -dijo Barrios riendo satisfecho-. Voy a invitarte a mi casa cuando viva en Guadalupe. Ya vas a ver. Es un palacete. Tiene jardín al fondo y un montón de frutales. Ya era hora de que cambiara de vida, ¿no te parece? -No hacía la pregunta esperando ninguna respuesta, sino que parecía estar haciéndosela a sí mismo-. ¿Qué voy a andar haciendo de pensión en pensión? más vale vuelvo con mi mujer, que es tan buena, la pobre. Una de estas tardes podemos ir con el coche y ver la casa.

– Esta noche tengo que ir justamente a buscar un cliente a Guadalupe. Es el del viaje especial. Tengo que llevarlo al campo. Podemos echarle un vistazo a la casa de tu mujer, si querés -dijo Hermosura.

– ¡Eso! ¡Eso! -gritó Barrios, con gran satisfacción, señalando a Hermosura con un índice regordete y mocho-. ¡Perfecto! ¡Macanudo! ¿Vamos ya? ¿No vamos a comer el asadito? ¿Eh? Tiene que ser invitación tuya, eh, porque yo no tengo un peso. No tengo un peso. Nada. Ni un peso. Ni para la cerveza tengo.

Hermosura carraspeó y llamó tranquilamente al mozo.

– ¿Cuánto es? -preguntó.

Pagó toda la consumición y salieron. Pasaron junto a la cola de pasajeros que aguardaba frente a la parada de taxis y cruzaron la calle en dirección al correo central. Doblaron la esquina por detrás del correo y se internaron en un parquecito que servía de playa de estacionamiento. El coche permanecía semioculto por la sombra de los árboles. Hermosura explicó que había dejado el coche en ese sitio por estar fuera de horario. Barrios no le respondió; de golpe lanzó una exclamación y se golpeó la frente con la mano.

– ¡Me olvidé la máquina en el bar! -dijo-. La tiene el cajero. Tenemos que volver ahora.

– Bueno -dijo Hermosura, a quien al parecer todo le daba igual-. Pasamos en el coche. -Meditó un momento y después agregó:- Qué vida te vas a dar con tu mujer, eh. Una vida de bacán.

Barrios sonrió satisfecho y miró a Hermosura, pero éste no lo miraba. El taximetrista puso en marcha el motor y el vehículo comenzó a desplazarse lentamente por el parquecito, hacia la calle. Frente a la playa de estacionamiento, más allá de la calle, había otro parque, con un largo estanque rectangular sobre el que caía la sombra de unos árboles altísimos. Hermosura debió dar paso a una larga fila de autos y colectivos antes de bajar con el coche a la calle y acelerar hacia la estación de ómnibus. Barrios miraba el movimiento de la ciudad a través del parabrisas y sonreía con un tranquilo placer.

– ¡Vos sí que no tenés problemas, Hermosura! -dijo Barrios, después que recogieron la máquina de escribir del bar de la estación, y mientras se dirigían hacia un restaurante.

Hermosura no dijo nada. Ni siquiera sonrió. Muy pocas veces sonreía, por otra parte, y no porque tuviese preocupaciones o tristezas sino casi por falta de hábito. Veinte años atrás Hermosura había vivido un acontecimiento singular en su existencia, en la época en que era conductor de un ómnibus del servicio urbano. Cumplía el servicio nocturno. Una noche subió al ómnibus una mujer flaca y fea, de unos treinta años, vestida de negro, que llevaba una criatura de meses o de días en los brazos. Se ubicó en el primer asiento y Hermosura sólo reparó en ella cuando comprobó que ya había hecho una vuelta entera del recorrido, y que la mujer seguía sentada ahí, en el primer asiento del colectivo, sin mirar a ninguna parte, con la nena en brazos. El colectivo se había vaciado por completo, y sólo de cuando en cuando subían algunos pasajeros, empleados de algún trabajo nocturno o simples calaveras. Era una noche de mucho frío. Apenas si la ciudad se divisaba borrosamente a través de los vidrios de las ventanillas, empañados por el vaho frío de la helada. Hermosura contempló muchas veces a la mujer a través del espejo: tenía puesto un abrigo negro todo raído, y unas medias negras de algodón; llevaba el pelo malamente recogido en la nuca, un pelo sucio y descolorido. La nena tenía unas ropitas blancas y frágiles, pero la mujer la había envuelto en un chal negro de lana. La cara de la mujer reflejaba una especie de rabia latente, una acritud que acentuaba todavía más su fealdad. Parecía completamente sola en el mundo, tanto, que ya ni siquiera se le ocurría tratar de despertar compasión. Tal vez nunca la había pedido, y padecía una rabia íntima y original, innata, o tal vez la había adquirido de tanto pedir piedad y no recibirla. Cuando terminó la última vuelta del recorrido ella seguía firme en su lugar, y entonces Hermosura se puso de pie suspirando y se aproximó a ella. "Perdone, señora", dijo. "¿Busca alguna dirección?". "No", dijo la mujer. "No busco ninguna dirección". "El recorrido terminó. Tengo que guardar el coche. Pero si quiere puedo llevarla antes a alguna parte". "No tengo ninguna parte adonde ir", dijo la mujer. Su voz era seca y agria, como su cara y las secas manos que sostenían la criatura envuelta en el chal negro. "¿Es de afuera?", preguntó Hermosura. La mujer no le respondió. Miró la borrosa ciudad a través del vidrio de la ventanilla y su mirada se distendió ligeramente. "¿Dónde estamos?", dijo. "Bueno", dijo Hermosura. "Es un barrio muy alejado: la parada de la línea cinco, en el barrio San Martín". Por la expresión de la mujer, Hermosura comprendió que no tenía la menor idea de donde quedaba eso. El colectivo iluminado y cerrado era una isla cálida en medio de la dura noche fría, bañada de luz lunar. La mujer meditó un momento. Se notaba su vacilación, su resistencia profunda a pedir algo, como si el hecho de no tener más remedio que hacerlo acentuara su acritud y su odio. "¿No podría quedarme a dormir aquí?", dijo por fin. Y en seguida agregó duramente: "No es por mí, es por la nena". También Hermosura vaciló en ese momento, no tanto por temor a ofenderla, porque comprendió que esa mujer no tenía orgullo sino más bien furor, como por temor de que ella rechazara cualquier ofrecimiento, aunque también pensó que si le había pedido permiso para dormir en el colectivo lo más probable era que aceptara cualquier cosa sin ningún agradecimiento, remarcando incluso, a pesar de aceptarlo, su rabia y su desprecio por el favor recibido. Y así fue, exactamente así fue, en efecto. "Si usted no lo toma a mal, señora, puede venir a mi casa. Yo vivo solo, pero tengo una pieza vacía y dos camas turcas. A la mañana puede seguir su camino. Me da no sé qué por la nena" -dijo Hermosura. "No soy señora", dijo la mujer. "Señorita". "Bueno, Señorita", corrigió Hermosura. "Véngase a mi casa, si no lo toma a mal. Aunque no se acueste, por lo menos la nena no va a tomar frío". "Es cosa mía, si me acuesto o no, y con quién me acuesto", dijo la mujer, pero aceptó y poniéndose de pie siguió a Hermosura hasta su casa, llevando en los brazos a la nena, envuelta en el chal negro. Iba a salir de esa casa siete años más tarde, dejando la nena.

Sí; cosa de siete años más tarde, efectivamente. Una semana después que la mujer llegó a la casa, Hermosura cambió las dos camas turcas por una vieja cama de bronce de dos plazas, y una cuna de madera para la nena que fue ubicada junto a la cama. Por dos o tres años durmieron los tres en la misma pieza y cuando la nena comenzó a caminar la instalaron en la habitación de al lado. Durante esos siete años Hermosura trabajó para la mujer y la nena con la misma naturalidad con que había estado haciéndolo para sí mismo; al poco tiempo de vivir los tres juntos consiguió un empleo como taximetrista desde las nueve de la noche hasta las siete de la mañana, y continuó manejando el ómnibus municipal desde el mediodía hasta las siete de la tarde. La mujer, entretanto, no había cambiado mucho, y seguía tan fea y tan agria como siempre. De su pasado le contó muy pocas cosas. Era del campo y había vivido sola con su padre en una chacra miserable hasta que el malabarista de un circo que pasaba por el pueblo la tendió boca arriba en un maizal una noche y la dejó embarazada. El viejo la echó de la casa, llamándola puta, y ella se vino para la ciudad. Acababa de llegar la noche que Hermosura la encontró en el colectivo.

La mujer era eficiente en el trabajo de la casa, como todas las campesinas; sabía cocinar, lavaba la ropa, y limpiaba todas las mañanas; solamente en su persona era descuidada, y en la atención de la nena. No es que la golpeara o la maltratara de cualquier otra manera, sino que parecía mantener hacia ella una actitud de furiosa indiferencia, tan extrema y habitual que Hermosura sabía preguntarse si no hubiese sido más humano castigar a la criatura hasta hacerla sangrar. La chica creció taciturna y callada y cuando la madre la abandonó junto con su padre adoptivo era una criatura rubia y delgada, de grandes ojos azules y aire enfermizo, que todavía no había comenzado ni siquiera a ir a la escuela.

La casa de Hermosura estaba ubicada en un barrio alejado del centro pero cercano a una de las largas avenidas que atraviesan la ciudad. En el mismo barrio, y en una casa similar a la suya, aunque más grande, vivía un muchacho al que le decían el Lucho. Tendría en esa época unos veintidós o veintitrés años. Su padre era ferroviario, y él también había trabajado un par de años en las oficinas del ferrocarril, pero no se sabía quien lo había convencido de que tenía un no sé qué, algo de artista, algo particular, así que por amor a sí mismo, el Lucho fue perdiéndole afición al trabajo, y comenzó a faltar a la oficina de un modo cada vez más frecuente, hasta que dejó de ir por completo. En realidad era buen mozo, aunque muy bajo de estatura; tenía el pelo rubio cuidadosamente ondeado y peinado con brillantina y unas facciones tensas y regulares. No era esencialmente malo, no hacía nada peligroso ni atroz. Cuando dejó de ir al trabajo comenzó a levantarse cada vez más tarde y a reducir su vida de un modo tal que casi no salía de su casa, salvo para ir a la esquina de la avenida, pararse junto a la vidriera del almacén y decirle de vez en cuando cosas a las mujeres. Pero no groserías, que pudieran evidenciar alguna motivación francamente erótica de su conducta, sino cosas galantes, floridas, y a veces irónicas. Permanecía serio y tieso, mostrando su perfil coronado por el casquete ondeado del pelo endurecido por la brillantina, algo imbecilizado por el amor a sí mismo y la idea de su distinción. De tardecita se lo veía salir de su casa, atravesar las veredas irregulares semiocultas por la fronda de los paraísos y encaminarse hacia la avenida con paso lento y estudiado, con una expresión adquirida de tanto observar al detalle las caras de Intervalo y Misterix, y los duros primeros planos de Hollywood. En realidad, algo parecía haber estallado en el corazón del Lucho alrededor de los 20 años, un movimiento de su alma, peristáltico y final, latente de un modo oscuro durante muchos años, que se manifestaba en ese casi despiadado amor a sí mismo que cerraba su vida y la hacía pobre e irrespirable. Hermosura lo conocía desde que era casi un niño, y le llevaba algunos años. Lo sabía ver de vez en cuando en la esquina del almacén cuando iba para el trabajo. Por eso más que odio o furor experimentó asombro la noche que se le rompió el eje del coche y cuando regresó a su casa a las dos de la madrugada encontró al Lucho en su propia cama, la vieja cama de bronce que había cambiado unos años antes por dos camas turcas, abrazado a su mujer.

Asombro y alivio. Asombro porque los vio juntos, abrazados, porque su propia mujer le gritó en la cara que venían haciéndolo desde tres o cuatro años atrás dos o tres veces por semana, antes de que Hermosura hubiese tenido tiempo de abrir siquiera la boca. Y alivio porque si bien pensó que a él debía darle una paliza y a la mujer echarla de la casa, aunque no sentía ni la necesidad ni la convicción suficientes para hacerlo, al mismo tiempo sintió que también esa mujer era un ser humano, que había algo sobre la tierra capaz de arrojarla fuera de su furor y su desprecio y convertirla en alguien como todos los demás. Eso pensaba mientras echaba a golpes al Lucho de su casa, y esa era la razón por la que lo golpeaba con tranquilidad, casi con buen humor. El Lucho ni siquiera se defendió; se dejó golpear calladamente, y cuando estuvo en la calle se acomodó la onda rubia endurecida por la brillantina, y se fue a dormir. Hermosura se enteró después de que la mujer lo buscó al día siguiente, cuando hizo su valija y se fue de la casa. Se lo llevó con ella y se puso a ejercer la prostitución para mantenerlo. Al tiempo se mudaron de la ciudad, y Hermosura los perdió de vista.

La nena quedó con él, porque su madre la amenazaba cada vez que el Lucho iba a visitarla, diciéndole que si llegaba a decirle alguna vez una sola palabra a su padre adoptivo la mataría. La nena le contó muchos detalles a Hermosura después que su madre se fue de la casa, como por ejemplo que la mujer le hacía regalos al Lucho, y que a veces el Lucho entraba por la ventana en vez de hacerlo por la puerta. A veces comían en la cocina, y ella los oía hablar desde la cama. Hermosura sentía cariño por la criatura, que se comportaba de un modo silencioso y tranquilo. Sin embargo, a medida que crecía comenzó a cambiar; se volvió más charlatana, y el pelo rubio, que antes había sido suave y sedoso, se le volvió grasiento y pajizo; uno de los ojos azules se le desvió ligeramente y hablaba y gritaba cada vez más con una voz desagradable y chillona. A los doce o trece años se convirtió en una de esas chicas que andan por la calle saludando con la cabeza a los hombres que pasan en coche, y que las barras de muchachos se llevan a un departamento, o a un baldío, o a una casa en construcción, se divierten con ella después de haberla usado cada uno a su turno, y finalmente le sacan fotografías o la emborrachan largándola desnuda a la calle. Una mañana en que Hermosura volvió a su casa del trabajo, no la encontró: había levantado vuelo. Sólo supo de ella dos años más tarde: la habían sorprendido trabajando en un prostíbulo, y no sólo era menor de edad y padecía una enfermedad venérea, sino que también estaba un poco loca. Los ojos se le habían desviado todavía más, y cuando la llevaron a presencia del juez de menores, trató de seducirlo en el interior del despacho, así que el juez la mandó derecho a lo del psiquiatra. Éste ordenó su internación en el pabellón de mujeres perteneciente al manicomio de la ciudad. La única vez que Hermosura fue a visitarla la nena trató de desnudarse y se abalanzó sobre sus órganos genitales.

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