La blanca fachada de la casa de Concepción relumbraba como un fragmento más de claridad lunar, toda circundada por la fronda oscura de los árboles. El rectángulo de la ventana, una zona de luz cálida, contrastaba con su atmósfera amarillenta, plena y plácida, como un escenario vivo que el medio cuerpo borroso de Concepción, oscurecido por el contraste, atravesaba una y otra vez con sus movimientos distraídos y lentos. Desde el automóvil detenido en la calle de tierra bajo la fronda oscura, Barrios y Hermosura la contemplaban desde hacía por lo menos diez minutos. El cuadro que la ventana abierta exponía ante sus ojos poseía una carga de magia tan intensa que la atracción que ejercía sobre Barrios era casi dolorosa. No había hecho más que suspirar y emitir exclamaciones sin significado desde que llegaron. Hermosura aguardaba mansamente, la mano sobre el volante, que Barrios saliera del éxtasis de su contemplación; a cáela silencio de Barrios le echaba una rápida mirada de reojo, para saber si ese silencio era el definitivo, pero por la expresión condolida de Barrios comprendía que faltaba todavía un poco más, y entonces volvía otra vez la cabeza curiosamente hacia la ventana. Si en ese momento la figura borrosa de Concepción atravesaba el marco rectangular, Hermosura se mostraba ligeramente interesado. Barrios jadeaba y suspiraba. Ni una sola brisa soplaba en esa clara noche de diciembre. "Ahí está, ahí está", decía Barrios cabeceando con vehemencia hacia la casa cada vez que su mujer hacía su aparición en la ventana, dándole suaves golpes en el brazo a su compañero. "Fíjate como se apoya en la ventana. ¿Nos habrá visto? No; seguro que no nos vio. Nos llamaría si nos viera. ¡No sabes las ganas que tengo de estar ahí adentro en este momento! ¡Y pensar que yo la abandoné! ¡Me rogaba que no la dejara! Al fondo hay un jardín, lleno de rosales, vos vieras. Ahí mira para este lado. Uy, que no nos vea. No. No quiero que nos vea. Capaz que nos llama si nos ve. ¿Cuántos años le das? Parece una piba, ¿no es cierto? El que no la conoce le da veinticinco años. Tiene un libro, fijáte. Le gusta mucho la lectura; siempre me leía en la cama, ¿vos sabes? Tiene una biblioteca grandísima, un capital en libros. ¿Qué te parece si me mudo a esta casa? ¿Qué te parece? ¿Eh, Hermo? ¿Qué me decís?". Hermosura emitió un corto y casi inaudible gruñido de aprobación. Después dijo:
– Son las diez y veinte. Quedé en pasar a buscar al hombre a las diez.
Barrios le echó una mirada resignada, resoplando. Con las primeras vibraciones del arranque un calor maloliente comenzó a ascender al interior del coche, desde el motor. Apenas el coche comenzó a marchar pesadamente en primera, Barrios asomó la cabeza por la ventanilla y siguió contemplando la casa de su mujer, la ventana iluminada por una luz cálida emergiendo tranquilizadora entre los paraísos negros de la vereda, la fachada blanca, hecha como de materia lunar, y la figura de Concepción desplazándose imprecisa, con un libro en la mano, frente al marco oblongo de la ventana. Al desplazarse el vehículo un aire fresco y agradable envolvía la cabeza de Barrios, produciéndole una sensación de leve felicidad; y cuando el coche dobló, dando bandazos de borracho sobre la callecita de tierra arenosa, levantando una nube de polvo blanco que envolvía la luz eléctrica de la esquina, Barrios dejó de mirar por la ventanilla hacia atrás y se recostó contra el asiento delantero del coche, sin poder apartar de su corazón aquella limpia imagen que acababa de contemplar, loco de entusiasmo, durante más de un cuarto de hora. Junto al volante, a su lado, Hermosura vigilaba atentamente el camino. Las siluetas de los dos hombres inmóviles se destacaban en la oscuridad tenue del coche, más intensa que la del exterior, a pesar de que la luz del tablero tocaba sus rostros llenándolos de reflejos y sombras. Hermosura alzó la mano para tocarse distraídamente el sombrero de fieltro gris y Barrios lo miró con cierta conmiseración, pensando que la vida de su compañero carecía de posibilidades, de futuro, como la de un muerto. En cambio la suya, ahora que había vuelto a encontrarse con Concepción, que la había reencontrado en esa isla de paz que era la casita que acababan de contemplar, había sufrido un cambio, aunque no hubiese sido más que un cambio de posibilidades. El tiempo no estaba constituido por esos días monótonos e iguales que lo llevaban a uno insensiblemente a la tumba, que corroían de un modo secreto la materia de nuestra vida, sino por esos cambios profundos, esos momentos de plenitud en los que todo el pasado indistinto y gris y el incierto futuro, parecían cambiar de sentido. Hasta ese día la vida le había parecido larga y penosa, una cadena que se arrastra, cuyo peso nos debilita hasta consumirnos; pero a la luz de esa posibilidad de reencuentro, el futuro, el tiempo, se convertían en un aire fugaz, liviano y vivo, imposible de aprehender y de retener. (En seguida podía comprobarse que era la esperanza de felicidad la que hacía que la vida se volviera trágica, no la experiencia del sufrimiento, porque el sufrimiento nos induce a pensar que ninguna de las cosas que constituyen la vida merece nuestra adhesión y nuestro afecto.) Todo eso constituía vagamente, el pensamiento de Barrios. Había vidas en las que no existía ni la esperanza de felicidad ni la experiencia del sufrimiento. No eran vidas, suspiró Barrios, mirando a Hermosura de reojo. Su propia vida había sido así durante mucho tiempo. Necesitó estar solo, separarse de Concepción, como es necesaria la muerte previamente para gozar después la apoteosis de la resurrección, para comprender que había tenido algún valor positivo su relación con ella. Y ahora que existía la posibilidad de reencuentro, su miseria y su soledad se le presentaban de un modo nítido e intolerable. Pensó con desaliento que no podría vivir más de esa manera, que debía hacer un esfuerzo para cambiar, para hacer de su vida algo digno y verdadero. Pero, ¿qué era lo digno, y qué lo verdadero? No sabía., Diez años atrás hubiera podido responder rápida y claramente a esa pregunta: ahora no sabía. Lo digno le sonaba como algo vacío, absurdo y temible que otros esgrimían equívocamente contra él, y lo verdadero, lo real, como una cosa turbia e incierta. Diez años atrás, al pan podía llamárselo pan, y al vino vino. Pero ahora todo aparecía confuso y mezclado, y él en el medio, vencido y solitario, sintiendo en su interior cómo la marea de la perplejidad y del miedo subía más y más hasta anegarlo todo. Hermosura frenó frente a una casa oscura, sacándolo de sus vagos pensamientos.
– Ya vengo -dijo Hermosura, bajando y dejando el motor en marcha y la puerta abierta.
Barrios contempló la casa, en la que no parecía haber una sola luz encendida; era un edificio grande de dos plantas, de tipo europeo, con un jardín arbolado al frente. El efecto que producía la luz lunar sobre sus paredes grises era turbio y desalentador. Barrios oyó desde el coche los golpes que daba Hermosura con el llamador, tres golpes rápidos que retumbaron en la noche silenciosa. Por un momento no se oyó ningún otro sonido. Barrios percibió, intermitentemente, un olor agudo, insoportable, a aguas servidas. Hermosura volvió a golpear, cuatro veces seguidas esta vez, y casi de inmediato se encendió una luz en la casa, cuya claridad se hizo visible a través del rectángulo de la banderola en la cima de la alta puerta de calle. Hermosura retrocedió dos pasos respetuosamente al advertirlo.
Al fin la alta puerta de calle se abrió, arrojando sobre el patio arbolado un chorro de luz recta, y en seguida la larga sombra de un hombre pequeño y delgado, con una cabeza arratonada. Después de apagar la luz de la casa el hombre cerró la puerta y vino hacia el coche en compañía de Hermosura. Desde el interior del automóvil, al que ascendía desde el motor un relente cálido, Barrios alcanzaba a percibir las voces confusas de su amigo y el pasajero. Reconocía perfectamente la voz de Hermosura, y por lo tanto la del pasajero, que era aguda y agria, y un poco sarcástica. Cuando estaban aproximándose al coche Hermosura se adelantó e inclinándose sobre el tablero encendió la luz interior. Se volvió al hombre flaco.
– Acomódese, doctor. Póngase cómodo -dijo.
El doctor se inclinó para entrar en el asiento trasero, y mientras lo hacía murmuró "Buenas noches" con un tono desconfiado. Tenía la cara muy chiquita, como la de un adolescente, pero arrugada y rojiza. El pelo, peinado a la cachetada, era totalmente gris; y al responderle, mirándolo al rostro, Barrios observó que tenía una boca de labios delgados y pálidos, lisos, sin una estría, y que sus ojitos oscuros resbalaban sobre los objetos con una mirada inquieta y cretina. Vestía un saco sport color azul y una remera liviana de color blanco debajo.
– Buenas noches -dijo Barrios.
Hermosura apagó la luz interior, así que Barrios se volvió y dejó de mirar al hombre sentado en el asiento trasero. Este suspiró, acomodándose al parecer con cansancio sobre el asiento. Hermosura hizo jugar el cambio de marcha, encendió los faros y avanzó en primera por la callecita de tierra, mientras las sombras de los árboles, agigantadas por la luz de los faros, se desplazaban lentamente a los costados de la calle. En seguida tomaron una calle asfaltada y doblaron por la ancha costanera, percibiendo el olor del río. La costanera aparecía iluminada por unos altos arcos de luz de mercurio, que producían una intensa claridad verdosa. Frente a ellos, veinte cuadras más adelante, los semáforos del puente colgante, unas luces rojas, se encendían y se apagaban en la oscuridad difusa. Por un momento nadie habló en el interior del coche hasta que por fin, proveniente del asiento trasero, la voz del hombre resonó, chillona y pueril, interrumpida por un constante carraspeo, de la misma manera que la oscuridad en que lo sumía el rincón del asiento en el que se había ubicado, era interrumpida por el reflejo de la luz exterior de los arcos de gas de mercurio, que penetraba en el coche con rápidas intermitencias iluminando el rostro de sus ocupantes.
– Estaba acostando a mi madre cuando llegaron ustedes -dijo-. Si yo no la acuesto, no se duerme. Tiene ochebta y un años y es fuerte como un roble, la vieja. Pero si no la acuesto yo, no se duerme.
– ¿No?-dijo Barrios. íntimamente, ese hombrecito le desagradaba.
El otro no respondió a pesar de que Barrios había hecho la pregunta en un tono interesado y cordial. Parecía tratar de ignorarlo, en virtud de ese sentimiento de desconfianza que había demostrado de un modo fugaz al entrar en el coche, pero su recelo parecía carecer de orden y de contención, porque después de un momento hizo oír otra vez su voz chillona, dirigida a nadie en particular.
– Lástima que el último hijo que le queda le haya salido tan calavera -dijo-. La verdad es que a mí me gustan todas.
Barrios emitió una risita connivente porque si bien el hombre le desagradaba, como si sospechara en él algo detestable y equívoco, su desenfado, su vestimenta cara y juvenil, y esa gran casa rodeada de árboles donde vivía, le imponían cierto respeto. Incluso esa demostración de desconfianza era motivo de respeto, porque si bien revelaba una intimidad que deseaba conservar, esa intimidad parecía vinculada a su posición y a su independencia. La risa de Barrios indujo al hombre a guardar silencio.
Después dijo a Hermosura.
– ¿Estaremos allá para las once?
– Sí, doctor, quédese tranquilo -dijo Hermosura-. Son las diez y media. Si es donde usted me dijo, en veinte minutos estamos allá.
– Perfecto -dijo el hombre, con su voz chillona.
En seguida, la falta de contención venció su cautela.
– Pero mire, mujeres como ella conozco pocas -dijo-. Mi padre murió en el año diez, y ella sacó adelante la familia. Administró las propiedades que le dejó mi padre, y cuando joven ella misma recorría a caballo el campo que tenía en el norte, y les daba órdenes a los peones, y encima tenía siete hijos y a todos les dio educación. En el año cuarenta y ocho se enfermó del corazón, pero a no ser por eso, sigue fuerte como un roble. Yo nunca me casé; vivo con ella. Lástima que haya salido tan vago.
Rió con placer, como para sí mismo.
– ¡Las que habré hecho en mi vida! -dijo.
Hermosura emitió una risa súbita, excesiva. Esa demostración repentina animó al doctor, que saliendo de su rincón de sombra apoyó los brazos sobre el respaldo del asiento delantero y se aproximó a Hermosura.
– Así es. Yo de joven era terrible. Terrible -Se interrumpió para reír-. Y ahora no he cambiado mucho que digamos. Desde que la vieja se enfermó me he tranquilizado un poco, imagínese. Pero siempre, qué quiere que le diga: siempre. La vieja estuvo ocho años muy enferma, y para esa época me sosegué un poco. Pero después, desde el cincuenta y seis más o menos, empezó a mejorar. Basta con que yo la acueste para que ella se duerma tranquila.
El coche entró en la costanera vieja, más oscura que el tramo anterior. La luna iluminaba la superficie tranquila del río.
– Imagínese -dijo el hombre, de un modo pensativo.
Volvió a sumirse en el rincón más oscuro del asiento y pareció permanecer pensativo un largo rato. Después encendió un cigarrillo con un encendedor que resonó metálicamente, nítidamente, cuando lo hizo funcionar. En seguida volvió a echarse hacia adelante, apoyando los brazos en el borde del respaldo del asiento delantero.
– La verdad es que tengo todos los vicios. Me gustan todas.
Permaneció en su actitud pensativa; parecía estar reflexionando sobre su pasado. Barrios permanecía silencioso, aguardando que aquel hombre venciera su desconfianza y le permitiera participar en la conversación. Extrañamente, estaba seguro de que eso sucedería, como si su desconfianza hubiese sido una prueba ritual a la que el hombre hubiese estado sometiéndolo, antes de entregarle totalmente su intimidad. Barrios guardó silencio, un silencio expectante y lúcido.
– Hoy mismo, nomás, mire -dijo el hombre. Ni pensaba salir cuando me invitaron a esta partida. Y en seguida agarré viaje. Y eso que reciencito nomás había estado pensando que me tenía que quedar en casa, mire. Imagínese.
– No se puede hacer ningún proyecto nunca -dijo Barrios- porque uno nunca sabe lo que va a pasar.
El hombrecito pareció luchar consigo mismo antes de responderle, pero daba la impresión de sufrir una inclinación secreta que le impedía hacer su voluntad. Después de un momento dijo:
– Es verdad. Tiene muchísima razón.
– Por más planes que uno haga -dijo Barrios resignada-mente-, la vida se encarga de cambiarlos.
– ¡Exacto! ¡Eso es! -dijo el hombre, con pueril vehemencia.
Exageraba un poco su entusiasmo, como si la desconfianza demostrada un rato antes hubiese sido una carga demasiado pesada para él, y estuviese tratando de aliviarla. A distancia regular, una hilera de columnas sosteniendo en el extremo un farolito con una lámpara adentro, se elevaba sobre el parapeto de la costanera. Por sobre el borde del parapeto asomaba la cima oscura de los árboles diseminados abajo, en la oculta franja de playa que separaba el malecón del río. Había un turbio cielo estrellado.
Ahora el hombre se dirigía a Barrios, en forma atropellada y casi febril. Fumaba y hablaba con el cigarrillo pendiendo de los labios.
– Eso es. Yo he hecho muchos planes en mi vida -decía-. Y siempre algo me los ha cambiado. Es muy cierto lo que usted dice, mi amigo. Yo estuve en una época a punto de casarme, mire, imagínese. Le estoy hablando del año 40. Y fíjese que un mes antes me salió un viaje a Inglaterra y rompí el compromiso. Y eso que andaba enloquecido atrás de mi novia. ¡Es que a mí me han gustado todas, siempre!… Para la timba y el cabaret, y para la joda en general, yo he sido siempre el primero. No es por jactarme, mire, porque yo soy un hombre sencillo, y eso que tengo una posición, pero le puedo asegurar, siempre me ha ido bien en la garufa, imagínese. ¿Y usted? ¿Qué hace?
– Yo -dijo Barrios con aire tranquilo-. Yo soy periodista.
– Ah, periodista -dijo el hombre-. Es un trabajo para un temperamento aventurero. Los periodistas se meten en cualquier lado, donde les guste. ¡Y ven cada cosa! ¿Usted no vio esa película italiana, "La dolce vita"?
– No -dijo Barrios-. No voy al cine.
– Bueno -dijo el hombre-. Ahí hay un periodista. Es el personaje principal. El tipo se mete en todos lados. Anda con hembras de categoría, mire, con príncipes, millonarios, artistas de cine, de todo, mire, imagínese.
– Sí -dijo Barrios-. La verdad es que un periodista tiene acceso a muchos ambientes.
– Se manda una vidurria que más de uno la quisiera para sí mismo. Está en una posición estratégica para la joda-. El hombrecito le dio a Barrios una palmada suave en el hombro, y rió con entusiasmo. Después volvió nuevamente al tema de su madre, esa viejita que le había dado educación a siete hijos, y había recorrido a caballo, cuando joven, sus propiedades en el norte de la provincia. El hombre hablaba con una admiración temerosa de aquella amazona decrépita que acababa de acostar un momento antes; y su voz chillona continuó reinando en el interior del automóvil, mientras penetraban en el puente colgante extendido sobre el río, haciendo resonar la plataforma de madera. Debajo, en el río, la luna resplandecía sobre el agua quieta. La ciudad quedaba atrás, agolpada sobre el murallón de la costanera. El coche salió del puente de ruidoso maderamen embreado penetrando en la lisa y silenciosa carretera, cuyo primer trecho aparecía bordeado por unos tenues sauces entre los que se entreveraba la claridad lunar. Después los sauces desaparecieron, y a los dos lados de la carretera se hizo visible una interminable llanura envuelta en una penumbra agrisada por la luna, una llanura pantanosa, llena de esteros y arroyos, en la que de vez en cuando restallaba el pelo húmedo de algún caballo erguido en la noche. El horizonte parecía velado, más oscuro, quizá tormentoso. Pero más acá, en las proximidades de la carretera, los quietos rayos lunares caían intensos y suaves al mismo tiempo, señalando débilmente los contrastes de sombra de los aromitos y las matas de pajabrava, que saben silbar y murmurar cuando sopla el viento. El hombrecito habló sin parar durante esa parte del trayecto: enumeró sus propiedades, los campos en el norte, las casas en la ciudad, el chalet en Huerta Grande, el automóvil. "Pero yo soy un hombre sencillo", dijo, "porque me gustan todas". Ese calificativo, sencillo, sonaba de un modo equívoco, como si detrás de él se ocultara una tendencia inconfesable de su personalidad. Después contó algunas aventuras amorosas que había tenido no hacía mucho. Una había sido con una empleadita de tienda, una chica que trabajaba en un negocio del centro. Contó con lujo de detalles todas las características de la conquista; desde que la invitó por primera vez a subir al automóvil (él era conocido del dueño, y visitaba con frecuencia la tienda) hasta la última vez que se habían acostado juntos, tres días atrás. Habló del temperamento sexual de la chica sobre todo, con un asombro simulado que ocultaba cierta jactancia; su cara arratonada, entre la de Hermosura y la de Barrios, se llenaba de un buen humor maligno en aquella penumbra del automóvil, cuando decía que las últimas veces acostumbraba ponerle dinero entre las piernas. "Son interesadas las mujeres, no hay nada que hacerle", dijo, riendo. Contó detalles eróticos extraños, prácticas completamente originales. Había una relación estrecha entre su actual impudicia, entre su tono desenfadadamente confesional, y el grave recelo que había demostrado hacia Barrios al penetrar en el coche, como si ese recelo hubiese estado dirigido más contra sí mismo que contra Barrios, motivado por el conocimiento de esa tendencia suya a exponer su intimidad desnuda sin control, irresistiblemente, con un placer que le hacía daño. Después describió el aspecto de su madre; por sus señas, era una mujer delgada y pequeña como él, con una cabellera plateada y sedosa que se peinaba hacia arriba coronándola con un rodete, y una piel tersa y rosada como de una niña; vestía siempre de negro, unos vestidos ceñidos a su cuerpo magro, abotonados hasta el cuello, alrededor del cual llevaba un collar de plata vieja que había pertenecido en otros tiempos a su madre y a su abuela. "Es una vieja buena moza", dijo. Y repitió: "Y fuerte, fuerte como un roble". Quedó pensativo, sonriendo, y mirando por entre los hombros de Hermosura y Barrios la lisa carretera iluminada por los faros del automóvil, una cinta azulada que parecía desplazarse en dirección contraria a la marcha del vehículo. Atravesaron dos o tres puentecitos bordeados por una baja barandilla, que hicieron estremecerse y saltar ruidosamente al viejo Ford negro. Ahora, en uno de los costados de la carretera la vasta llanura lunar se llenó de casitas de blancas fachadas, y ranchos viejos y precarios, y el otro costado permaneció liso y turbio, manchado a veces por los negros montones de pajabrava, o unos altos eucaliptus agrupados de a dos o tres, entre cuya miríada de hojas quietas, una fronda sin cohesión, podían percibirse los suaves destellos grises de la claridad nocturna del cielo. El calor de la tarde había disminuido, pero no soplaba brisa. Sólo el desplazamiento veloz, que hacía vibrar y temblar la carrocería, llenaba el interior del coche de un fresco aire agitado. El hombrecito parecía contento, y suspirando, y diciendo palabras casi inaudibles, como "Qué cosa", o "Así es, así es" o "Hay que embromarse", sacudía la cabeza y sonreía como para sí mismo. Después hizo silencio, dejó de reír, y dijo enseguida: "Parece que mi padre era un hombre de los de antes. Yo no lo conocí. Usted iba a la estancia, y lo confundía con uno de los peones. Le decían El Capataz, ¿usted sabe?". El coche aminoró la marcha al llegar frente al puesto de la policía caminera, pero nadie controlaba el paso de los vehículos, de modo que Hermosura aceleró en seguida, y avanzó por la ruta oscura a setenta kilómetros por hora. "¿Usted sabe?" dijo el hombre. Y en seguida agregó con vehemencia: "Si esta noche llego a ganar, me voy al cabaret y me levanto dos o tres locas".
Barrios preguntó si era una partida grande.
– Sí -dijo el hombre- Va a haber mucha gente.
– ¿A qué juegan? -dijo Barrios.
– A punto y banca.
– Ah -dijo Barrios-. Ferrocarril.
– Sí, eso. Ferrocarril. Sí, imagínese -dijo el hombrecito-. ¿Por qué no se quedan? Conmigo pueden entrar.
– Yo no -dijo Hermosura.
Barrios no respondió en seguida. Parecía meditar.
– No llevo plata encima -dijo.
– Qué lástima -dijo el hombrecito-. Después nos íbamos y nos levantábamos unas minas en el cabaret.
Hicieron silencio. El viejo Ford negro vibraba, zumbando en la veloz oscuridad. Los faros iluminaban el recto camino liso. Ahora, a los costados de la larga cinta azulada por la que el automóvil corría en la noche, la vasta llanura había desaparecido; en su lugar se divisaban árboles reunidos en grupos oscuros, apretujados, dejando entrever de vez en cuando el fragmento blanco de la fachada de alguna quinta, o el suave espejismo de un rayo de luna, insustancial y perecedero, atravesando oblicuamente la fronda negra.