Capítulo 8

Liz estuvo relativamente tranquila mientras duró la luz del día. Sin embargo, a medida que oscurecía, comenzó a sentirse más y más nerviosa.

– No pasa nada -se decía una y otra vez.

David le había prometido que iría más tarde y se quedaría con ella y Liz confiaba por completo en él. David cumpliría su promesa. La única pregunta era cuándo iba a llegar.

Comprobó que Natasha estaba bien. La niña estaba profundamente dormida en su cuna. Parecía que la tensión de la situación no la afectaba en absoluto.

– Preciosa -murmuró Liz-. Muy pronto volveremos a casa.

A Portland. A su casa sobre el río, a su vida normal. Había tenido muchas ganas de ir a Moscú, pero en aquel momento sólo quería marcharse.

A las nueve y media ya era noche cerrada. Liz miró por la ventana y observó las luces de la ciudad. El corazón le latía con más fuerza cada vez que respiraba. Tenía los nervios de punta y el cuerpo en estado de alerta. Iban a ir por ella, lo sabía, lo sentía en los huesos. ¿Y si aparecían antes de que llegara David?

– No podemos quedarnos aquí -murmuró en el silencio.

Abrió la puerta de la habitación y miró a ambos lados del pasillo. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo al darse cuenta de que no había nadie. Rápidamente, antes de poder cambiar de intenciones, tomó la llave de la habitación y llamó a la puerta de al lado. Diana Winston apareció a los pocos segundos.

– ¡Liz! ¿Qué ocurre?

– Tengo que bajar al vestíbulo a hablar con el recepcionista -respondió ella, intentando mantenerse calmada-. Natasha está dormida, pero me preguntaba si te importaría quedarte con ella un segundo, hasta que yo vuelva.

Diana sonrió.

– Claro que no -dijo. Entró en la habitación de nuevo, avisó a su marido de que salía un momento y siguió a Liz por el pasillo.

Liz la dejó con Natasha y bajó sigilosamente las escaleras, intentando no dejarse ver demasiado. Desde el último rellano divisó al recepcionista, sentado tras el mostrador, leyendo el periódico. Paseó la mirada rápidamente por todo el vestíbulo y no vio a nadie más. ¿Qué había ocurrido con el guardia de seguridad fornido? ¿Se había tomado un descanso, o acaso David le había mentido acerca de que iba a incrementar la seguridad del hotel para protegerla?

Parecía que se le iba a escapar el corazón del pecho y tenía la garganta oprimida. ¿Qué estaba ocurriendo?

El instinto le gritaba que tenía que proteger a Natasha, así que reunió valor, se acercó al mostrador y sonrió al recepcionista para pedirle que la cambiara de habitación. Sin embargo, el joven no parecía muy dispuesto a tomarse la molestia, hasta que Liz le pasó por el mostrador un par de billetes de quinientos rublos, unos cuarenta dólares. Entonces el recepcionista le dio la llave de otra habitación y Liz le pidió que mantuviera en secreto aquel cambio. Él asintió.

Liz volvió a mirar a su alrededor, pero siguió sin ver al guardia. ¿Qué habría ocurrido?

No tenía tiempo de preocuparse de aquello. Le dio las gracias al recepcionista y subió las escaleras hacia su habitación. Cuando llegó, estaba jadeando. Llamó suavemente y Diana abrió la puerta.

– ¿Ya lo has resuelto todo?

– Sí, muchas gracias -respondió Liz. Cuando Diana se marchó a su habitación, ella cruzó el pasillo y fue dos puertas más allá, hasta su nueva habitación. Abrió y entró. La habitación era idéntica a la suya, pero decorada en color azul, en vez de verde. Daba a una callecita interior, en vez de a la calle principal. Era perfecta para sus propósitos.

Volvió a su habitación anterior y metió en una bolsa algunos pañales de Natasha, la leche en polvo y un libro. Tomó también su bolso y un par de almohadas para poder asegurar a Natasha sobre la cama que iban a compartir. Liz sabía que no podría mover la cuna de la niña sin despertar a todo el mundo de su piso.

Se puso la bolsa al hombro y con cuidado, tomó a Natasha en brazos y la llevó a la nueva habitación. La niña no se despertó.

Cuando todo estuvo en su lugar, Liz pensó en llamar a David, pero no se sentía segura con la idea de usar el teléfono.

– Debo de haber visto demasiadas películas de espías -se dijo, intentando encontrar la ironía de la situación-. ¿Verdaderamente pienso que alguien ha pinchado el teléfono?

Aparentemente, la respuesta era afirmativa, porque no pudo descolgar el auricular. Pero aquello no era un problema. Siempre podría mirar por la mirilla cuando apareciera David y lo avisaría para que entrara en su nueva habitación.

Arrastró la silla de la habitación y la colocó junto a la puerta para poder oír los pasos de David y después acercó una lamparilla para tener luz. Intentó concentrarse en su libro, pero la mayor parte del tiempo estuvo escuchando los sonidos de la noche, preparándose para algún tipo de ataque pese a que sabía, por lógica, que no iba a ocurrir.

Un poco después de la medianoche, oyó un débil crujido de la madera del suelo. Esperándose ver a David, se puso en pie y miró por la mirilla de la puerta. En vez de David había dos hombres frente a la puerta de su antigua habitación. Uno de ellos se inclinó ante la cerradura.

Liz estuvo a punto de gritar. Tuvo que taparse la boca con la mano para evitarlo. El miedo regresó, tan frío y líquido como antes.

No era posible que estuviera sucediendo aquello. Los vio abrir la puerta y entrar en la habitación. Sintió pánico. ¿Qué podía hacer? Aquellos hombres se darían cuenta, al instante, de que ni la niña ni ella estaban allí. ¿Comenzarían a entrar en todas las habitaciones para encontrarlas?

Miró frenéticamente a su alrededor, buscando algún modo de escapar, pero no había ninguno. Sólo podría salir por la ventana y la altura sobre la calle era demasiado grande. ¿Podría usar algo como cuerda para descolgarse?

Respiró profundamente y se obligó a dejar de pensar cosas absurdas. Todo iba a salir bien. Aquellos hombres habían entrado silenciosamente. No querían meterse en problemas, ni que los descubrieran. Sí, estaban buscándola en su habitación, pero no tenían ni idea de adonde había ido. Ellos pensarían que se había marchado del hotel.

Liz continuó observando atentamente el pasillo. Después de un par de minutos, los hombres salieron de la habitación mirando a su alrededor, como si estuvieran buscando pistas. Ella bajó la cabeza antes de darse cuenta de que no podían verla.

Uno le dijo algo al otro en voz baja. Liz no pudo oír qué era. Parecía evidente que no querían que los demás huéspedes supieran que estaban allí. Finalmente, cerraron la puerta y se alejaron hacia el ascensor.

Liz esperó a que se hubieran marchado antes de dejarse caer sobre el suelo y acurrucarse. Estaba temblando y apenas podía respirar. ¿Qué habría ocurrido si no se hubiera cambiado de habitación? ¿Se habrían llevado aquellos hombres a Natasha?

Le ardían los ojos y parpadeó para que no se le cayeran las lágrimas. El peligro se había desvanecido por el momento. El pasillo estaba vacío. En silencio, recogió a su bebé, recorrió tres puertas y llamó a la habitación de Maggie.


David encontró un sitio para aparcar muy cerca del hotel. Habría estado muy contento con su suerte si no hubiera visto dos coches de policía aparcados justo enfrente del edificio. En cuanto los vio, tuvo un mal presentimiento.

Salió del coche y miró la hora. Eran casi las dos de la mañana. Aquella reunión había durado mucho más de lo que él había pensado. ¿Le habría entrado pánico a Liz por la espera o habría ocurrido algo?

Se apresuró a entrar al vestíbulo y se encontró a Liz sentada en un banco, con Natasha en brazos. Maggie estaba con varios policías. Su expresión de frustración le dio a entender a David que no estaba muy contenta con la forma en que estaban saliendo las cosas.

Él se acercó a Liz.

– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó.

Ella se sobresaltó al oír su voz, se levantó y lo miró fijamente. David detectó el miedo en sus ojos verdes y la desconfianza.

– Dos hombres han entrado en mi habitación -le dijo ella-. No sabían que me había cambiado de dormitorio una hora antes. Cuando bajé a la recepción a pedir el cambio, el guardia no estaba por ninguna parte. Ni en el pasillo, ni en el vestíbulo.

– ¿Qué?

– ¿Estás jugando conmigo, David? ¿Todo esto no es más que una broma para ti? ¿Me has mentido al decirme que pondrías a alguien de seguridad en el hotel para que estuviera más tranquila?

Él tuvo ganas de agarrarla por los brazos y agitarla.

– Claro que no. Dejé a un agente aquí. Yo mismo hablé con él a las nueve de la noche.

Ella no estaba muy convencida.

– Ahora no está aquí.

David soltó un juramento entre dientes.

– Ahora mismo vuelvo.

Se acercó a Maggie y les mostró su identificación a los policías. Después, les preguntó qué había ocurrido.

En cuestión de segundos entendió la causa de la frustración de Maggie. Los oficiales pensaban que sólo había sido un simple robo. No estaban interesados en oír la versión del secuestro de la niña.

– Los norteamericanos son unos paranoicos -le dijeron.

David los escuchó sin hacer ningún comentario. En vez de discutir, les pidió los detalles. Se haría una denuncia, pero nadie había robado nada… Los policías se encogieron de hombros, indicando que podían hacer muy poco.

– O quieren hacer muy poco -murmuró David en inglés.

Maggie asintió.

– Admito que al principio no me tomé las cosas muy en serio. Me pareció muy extraño que robaran el expediente de Natasha, pero si lo unimos a lo que ha ocurrido esta noche, hay demasiadas cosas que no concuerdan. Está ocurriendo algo.

David estaba de acuerdo con ella. Pero, ¿qué era lo que estaba ocurriendo? ¿Y dónde estaba el guardia?

Dejó a Maggie con la policía y salió del hotel. Recorrió varias calles contiguas al hotel y finalmente, en un callejón oscuro, encontró al guardia. El hombre estaba atado, oculto tras un gran contenedor de basura.

David se inclinó sobre él. Mientras le buscaba el pulso con una mano, con la otra marcaba un número en su teléfono móvil.

– Soy Logan -dijo cuando respondieron la llamada-. Tenemos un problema.

Dio la dirección del hotel y la localización del callejón donde se encontraba con el guardia de seguridad.

– Es Green -añadió-. Lo asigné para que protegiera el pasillo del hotel. Lo han atacado.

El guardia se movió.

– Está recuperándose. Lo dejaron inconsciente. No, no hay sangre. Está bien. Cinco minutos.

Se guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta y comenzó a desatar a Green. El hombre soltó un gruñido de dolor.

– ¿Logan?

– Sí, soy yo.

– Demonios, me atraparon por detrás. Oí un ruido en las escaleras y fui a investigar de qué se trataba. Un error clásico.

– Ocurre a veces.

– Sí y ahora tengo un buen dolor de cabeza para recordármelo. ¿Se han llevado a la niña?

– No. Liz y el bebé están bien.

Green se sentó y se frotó las muñecas.

– Siento haberlo fastidiado todo.

– No se preocupe. No ha ocurrido nada.

Salvo que Liz no lo había creído sobre lo del guardia.

David ayudó a Green a ponerse en pie y lo acompañó hasta la calle principal. Unos minutos después un coche negro se detenía frente al hotel. David ayudó al guardia a sentarse en el asiento trasero y después se incorporó. Cuando se volvió, vio a Liz observándolo desde la entrada del vestíbulo.

La policía se marchó veinte minutos después. Prometieron que investigarían el intento de robo, pero David dudaba que fueran a hacerlo. Acompañó a Liz y a Maggie a sus habitaciones y se quedó con Liz.


Ella lo dejó pasar, pero no le ofreció que se sentara. Él la miró mientras instalaba a Natasha, que estaba dormida entre una fortaleza de almohadas, sobre la cama. Cuando terminó, lo miró.

Liz tenía unas profundas ojeras y estaba agotada y atemorizada. Él tuvo la tentación de abrazarla, pero las acusaciones anteriores de Liz lo mantuvieron en su lugar.

– Yo no te mentiría -le dijo.

Ella asintió y se sentó al borde de la cama.

– Lo sé. Lo siento. Cuando salí y no vi al guardia, no supe qué pensar.

David podía ver la situación desde su punto de vista. No se conocían bien, así que, ¿por qué iba Liz a confiar ciegamente en él? Aun así, le resultaba difícil aceptar que ella hubiera tenido miedo y no lo hubiera creído.

– Alguien engañó al guardia. Lo golpearon y perdió el sentido -le explicó.

– Me lo imaginé cuando te vi acompañándolo al coche -ella se mordió el labio inferior-. Así que están dispuestos a atacar a la gente y meterse en las habitaciones para llevarse a Natasha. Debe de ser un bebé muy importante.

Él se acercó a ella e hizo que se pusiera en pie para abrazarla.

– Estoy aquí -le dijo.

– Lo sé.

– Todo va bien.

– No, no es cierto.

A él no le gustó el tono de resignación que tenía su voz, ni la verdad de lo que decía. Las cosas no iban bien y hasta que él averiguara lo que estaba sucediendo, no podrían ir bien.

– Sólo tengo que superar la vista con el juez -susurró Liz-. Puedo hacer eso, ¿no? Sólo es un día más.

Un día más y después se marcharía. Él sabía que era lo mejor, que ella estaría segura cuando llegara a casa. Pero en realidad, no quería que se fuera. La atrajo hacia la butaca e hizo que se sentara en su regazo y que se apoyara en él. Le acarició suavemente la larga melena.

– Vas a estar a salvo. Me aseguraré de que no te quedes sola ni un segundo hasta que se celebre la vista. Si yo no puedo estar aquí, enviaré a alguien de la embajada para que esté contigo. Tendrás escolta.

– Te lo agradezco.

– ¿Te ha explicado Maggie lo que ocurrirá durante la vista?

Ella asintió.

– Tenemos que ver al juez. Es el último paso antes de poder conseguir los visados para los niños. Hay un período de espera de diez días, pero normalmente se pasa por alto. Así que cuando terminemos en el juzgado, iremos a la embajada a recoger los visados y después, de vuelta al hotel a hacer las maletas. Nuestro vuelo sale a medianoche.

Un día más, pensó él con tristeza.

– ¿Quieres que nos vayamos a mi apartamento? -le preguntó.

– Preferiría no mover a Natasha. Ha estado dormida durante todo esto, pero no quiero tentar más a la suerte.

– Entonces yo me quedaré aquí.

Al darse cuenta de que ella miraba a la cama, añadió:

– En la butaca.

– No vas a dormir mucho.

– He sobrevivido a cosas peores.

– ¿Pasas mucho tiempo rescatando a norteamericanos?

– Normalmente no, pero estoy feliz por esta excepción.

– No sé qué habría hecho sin ti -susurró ella.

– No tienes por qué preguntártelo. Estoy aquí.

Y se quedaría hasta que ella se marchara. La abrazó y le besó la cabeza. El deseo, siempre latente, se encendió. Él no le prestó atención a las señales que le enviaba. No tenían importancia. Tenía que conseguir que Liz y Natasha estuvieran a salvo. En cuanto subieran al avión y se marcharan a casa, las olvidaría. O al menos, lo intentaría.


Al amanecer, David volvió a su apartamento y envió a Ainsley Johnson al hotel para que acompañara a Natasha y a Liz a la vista.

– ¿Elizabeth Duncan? -preguntó Ainsley cuando Liz abrió la puerta de la habitación-. Soy Ainsley Johnson. Trabajo con David Logan. He venido para asegurarme de que tu día transcurre sin problemas.

– Gracias. Por favor, pasa.

Liz sonrió e intentó no tirar del bajo de su camiseta. Se sintió desaliñada en comparación con la agente, que llevaba un magnífico traje de color azul claro y unas sandalias de cuero a juego.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó Ainsley.

– Cansada, pero bien.

– David me ha explicado lo que está ocurriendo. Siento que tu experiencia con la adopción haya sido tan difícil.

– Gracias.

Liz intentó no imaginarse a David con aquella estupenda rubia desayunando en una terraza después de haber pasado la noche juntos. Ainsley no llevaba alianza.

Intentó apartarse aquellas ideas de la cabeza. Sabía que la falta de sueño era la causa de aquellos nervios. ¿Qué importaba que Ainsley y David tuvieran una relación? Pero en realidad, sí le importaba, lo cual no tenía sentido.

Ainsley se acercó a la cama y comenzó a hablar suavemente con Natasha.

– Así que tú eres el motivo de todo este lío. Verdaderamente, eres una niña muy guapa. ¿Estás lista para deslumhrar al juez e irte a casa con tu nueva mamá?

Natasha se rió, movió los brazos y tiró al suelo su jirafa de juguete.Ainsley se agachó para recogerla.

– Eres una niña muy especial -canturreó-. Tu mamá debe de estar muy feliz -dijo y se volvió hacia Liz-. Sé que todo esto es muy estresante, pero terminará muy pronto.

Estupendo. Ainsley era guapa y además, encantadora. Aquélla no era la forma en que Liz quería empezar el día.

– Estoy lista -dijo-. La bolsa de Natasha está llena de pañales, comida y mudas.

– Bien. Las vistas individuales no suelen durar mucho -le dijo Ainsley-.Ya he hablado con tu asistenta social. A causa de lo que está pasando, hemos pensado que será mejor hacer el camino en grupo. Todo el mundo se quedará en el juzgado durante el tiempo que duren las vistas y después iremos en caravana a la embajada americana. Después de conseguir el visado, os quedaréis allí hasta que llegue el momento de ir al aeropuerto.

Liz tuvo un momento de pánico.

– Pero no he hecho las maletas.

– No te preocupes. Yo me ocuparé de ello. Es parte de nuestro plan de protección.

Liz miró el reloj y se dio cuenta de que no tenía tiempo de meterlo todo en las maletas en los pocos minutos que le quedaban. Pero al menos, podría recoger lo que había en aquella habitación temporal. Diez minutos después, Ainsley le dijo que era hora de marcharse.

Mientras iban hacia el juzgado, Ainsley le señaló varias vistas de la ciudad. Sin embargo, para Liz Moscú había perdido todo su atractivo. Para ella, era la ciudad en la que casi había perdido a Natasha.

Sólo quedaban unas horas, se dijo. Primero, la vista y después, estaría en la embajada hasta que saliera su vuelo a casa.

– Creo que te va a gustar tu nueva casa -le dijo a Natasha-.Tienes una habitación preciosa con mucha luz. Te he comprado una cuna, juguetes y mucha ropa bonita. Seremos muy felices.

Y estarían a salvo. En aquel momento, el hecho de no sentir temor le parecía un sueño imposible.


Las vistas se celebraban en un edificio de piedra. Liz subió las escaleras de la entrada con Natasha en brazos. Ainsley las seguía con la bolsa de las cosas del bebé.

Había ocho parejas con sus hijos adoptivos. Ainsley colocó a Liz en medio del grupo mientras se movían por la gran sala donde iban a comparecer ante el juez. La sala podría haber albergado, fácilmente, a un centenar de personas. El techo tenía una altura de tres metros y medio y sus pasos resonaban inquietantemente mientras el grupo se repartía entre los bancos y ocupaban sus sitios.

Pareja por pareja, los padres fueron llamados para presentarse al juez, un hombre de aspecto severo con el pelo gris y con gafas. Él revisaba los documentos, hacía unas cuantas preguntas que les eran traducidas a los padres por un hombre situado a la izquierda del juez y después, firmaba un papel. Cuando todo aquello terminaba, decía siempre lo mismo:

– No se exige la espera de diez días. Enhorabuena.

Con sus preciosos documentos, la familia feliz volvía a su banco.

“-Elizabeth Duncan.”

Liz se puso en pie y apretó a Natasha contra su pecho. Maggie la acompañó ante el juez, como había hecho con todos los demás. Ella tenía en la mano la carpeta con los duplicados de los papeles de Natasha.

El juez no la miró. En vez de eso, pasó las páginas varias veces. Liz notó que se le encogía el estómago. Por fin, el juez la miró y dijo algo en ruso.

Ella se quedó petrificada, incapaz de moverse ni de respirar.

– Por favor, diga su nombre completo.

Liz estuvo a punto de caer de rodillas del alivio. Era la misma pregunta que el juez había hecho en primer lugar a todos los padres. Todo iba a salir bien.

Ella dijo su hombre y después respondió a las otras preguntas. El ritmo de los latidos de su corazón se normalizó mientras veía al juez firmar varios documentos.

Él habló de nuevo.

– Tiene una niña preciosa -dijo el traductor-. En diez días, podrá solicitar el visado en su embajada. Hasta ese momento, no podrá sacar a la niña del país. Siguiente.

Liz se quedó mirándolo fijamente.

– ¿Qué? ¿Qué ha dicho?

Maggie tomó la documentación que le ofrecía el traductor y guió a Liz hacia los bancos.

Liz no podía creerlo.

– Esto no puede estar sucediendo -dijo.

– Lo siento -respondió Maggie-. Algunas veces se ponen quisquillosos. Por favor, no te agobies.

Ainsley se unió a ellas. La agente no estaba nada contenta.

– Esto no me gusta nada -dijo.

Liz miró a Maggie.

– Debe de haber algo que podamos hacer. ¿No podemos hablar con alguien? No puedo quedarme aquí diez días más. Me la van a quitar.

– No hay nada que podamos hacer -dijo Maggie-. Estoy segura de que todo irá bien.

Sin embargo, no parecía que estuviera muy convencida. Ni tampoco Ainsley. Liz miró a los otros padres, los padres felices que se marcharían aquella noche, mientras que ella se vería forzada a quedarse en Moscú.

Abrazó a Natasha y cerró los ojos fuertemente.

– No les dejaré que te lleven -le susurró a la niña.

Lo decía con todo el corazón pero, ¿cómo iba a conseguirlo?

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