Massingham nunca había podido comprender por qué era tradicional que la policía asistiera al entierro de la víctima de un asesinato. Cuando el crimen todavía estaba sin resolver, ello podía tener cierta justificación, aunque él nunca había creído en la teoría de que el asesino tendía a exponerse a la vista del público sólo por la satisfacción de ver enterrar o incinerar los restos de su víctima. Profesaba, también, una aversión irrazonable a la cremación -a lo largo de generaciones, su familia había preferido saber dónde yacían los huesos de sus antepasados- y le disgustaba la música religiosa enlatada, una liturgia desprovista de gracia y de significado, y la hipocresía de tratar de dignificar un simple acto de higiénica eliminación con connotaciones falsas.
El funeral de la señora Miskin le permitió alimentar todos estos prejuicios, y se sintió todavía más disgustado cuando se procedió al ritual de examinar las coronas, una hilera patéticamente reducida de ofrendas florales junto a la pared del crematorio, y descubrió que una de ellas, particularmente espléndida, procedía de la brigada. Se preguntó a quién le habrían confiado la misión de comprarla y si aquel mensaje de pésame, más bien exagerado, iba dirigido a la señora Miskin, que no había de verlo, o a Kate, que no lo hubiera deseado. Pero, al menos, la ceremonia fue breve y, por suerte, coincidió con el extravagante funeral de una estrella pop en la capilla contigua, de modo que el interés del público y la prensa por su reunión, mucho más sobria, quedó misericordiosamente reducido.
Habían de regresar al apartamento de Lansdowne Road y, mientras esperaba a Dalgliesh en el coche, quiso suponer que Kate se habría ocupado de disponer los refrescos de rigor, pues necesitaba desesperadamente echar un trago. El acto parecía haber agriado también el humor de su jefe. Camino de Londres, en dirección sur, éste se mostró todavía menos comunicativo de lo que era su costumbre. Massingham dijo:
– ¿Leyó aquel artículo del padre Barnes en uno de los suplementos dominicales, señor? Al parecer, asegura que en Saint Matthew ocurrió una especie de milagro, ya que Paul Berowne tenía estigmas en las muñecas después de la primera noche que pasó en aquella sacristía.
Los ojos de Dalgliesh estaban clavados en la carretera, frente a él.
– Lo leí.
– ¿Y cree que es cierto?
– Más de una persona querrá que lo sea para llenar la iglesia en un futuro previsible. Han de poder comprar una alfombra nueva para la sacristía pequeña.
Massingham dijo:
– Me pregunto por qué lo hizo. Me refiero al padre Barnes, claro. No complacerá ni mucho menos a lady Ursula. E imagino que Berowne se habría disgustado mucho.
Dalgliesh repuso:
– Sí, se habría disgustado. O tal vez le hubiese divertido. ¿Cómo saberlo? En cuanto a la razón de que lo hiciera, incluso un clérigo, al parecer, dista de ser inmune a la tentación de convertirse en un héroe.
Recorrían ya Finchley Road cuando Massingham volvió a hablar.
– Con respecto a Darren, señor. Al parecer, finalmente su madre ha plegado velas. El consejo va a solicitar al Tribunal de Menores que cambie la orden de supervisión por otra de asistencia directa. Pobre pequeño, ha caído en manos del Estado Asistencial con todo lo que esto significa.
Siempre con la vista fija en la carretera, Dalgliesh dijo:
– Sí, lo sé, el director de Servicios Sociales encontró tiempo para llamarme. Y mejor que sea así. Creen que padece leucemia.
– Mal asunto.
– Hay excelentes probabilidades de curación. La han pillado a tiempo. Ayer lo ingresaron en Great Ormond Street.
Massingham sonrió y Dalgliesh lo miró de soslayo:
– ¿Qué es lo que le divierte, John?
– Nada, señor. Estaba pensando en Kate. Probablemente me preguntará si supongo seriamente que Dios permitió que mataran a Berowne y a Harry para que el pequeño Darren se curase de su leucemia. Fue Swayne, después de todo, el primero en indicar que el niño estaba enfermo.
Había sido un error y la voz de su jefe fue fría:
– Yo diría que esto significaría cierto empleo extravagante de los recursos humanos, ¿no cree? Vigile la velocidad, John, está rebasando el límite.
– Lo siento, señor.
Aflojó el pie en el acelerador y siguieron su camino en silencio.
Una hora más tarde, sosteniendo sobre una rodilla un plato con bocadillos de pepino, Dalgliesh pensó que todos los tés de los funerales a los que había asistido eran curiosamente semejantes por su mezcla de alivio, embarazo e irrealidad. Pero éste le despertó un recuerdo más intenso y más personal. Él tenía entonces trece años y había vuelto con sus padres a una granja de Norfolk tras haber oficiado su padre el funeral de un arrendatario local. Después, al ver a la joven viuda, con un vestido negro nuevo que no podía pagarse, ofreciendo a los asistentes las salchichas y bocadillos preparados en casa, insistiendo para que él tomara el pastel de fruta que ella sabía que era su predilecto, percibió por primera vez la sensación penosa y casi abrumadora de la tristeza en plena vida, y le maravilló la gracia con la que los pobres y los humildes sabían afrontarla. Nunca había pensado en la humildad relacionándola con Kate Miskin, y ésta nada tenía en común con aquella viuda de la granja y su desolado e incierto futuro. Pero cuando vio la comida servida, los bocadillos preparados antes de que ella se marchara para ir al crematorio, cubiertos después con papel de aluminio para mantenerlos frescos, el pastel de frutas, vio que eran casi exactamente los mismos alimentos y ello despertó en él la misma sensación compasiva. Supuso que a ella le había resultado difícil decidir qué era lo más apropiado servir, si alcohol o té. Se había decidido por el té y había acertado; era té lo que necesitaban.
Era un grupo reducido y curiosamente variopinto: un pakistaní que había sido vecino de su abuela y su bellísima esposa, ambos más a sus anchas en aquel funeral de lo que él suponía que hubieran estado en una fiesta, sentados los dos juntos con una discreta dignidad. Allan Scully ayudaba a servir las tazas, procurando vagamente pasar desapercibido. Dalgliesh se preguntó si procuraba no dar la impresión de tener derecho a tratar como propio aquel apartamento, pero después decidió que su interpretación era demasiado sutil. Aquél era, seguramente, un hombre al que no le importaba en absoluto lo que los demás pudieran pensar. Al observar a Scully mientras pasaba los platos, con aire inseguro, Dalgliesh recordó aquella sorprendente conversación telefónica, la persistencia con la que él había asegurado que sólo podía hablarle a él, la claridad del mensaje, la calma extraordinaria de su voz y, en especial, aquellas últimas e ilustrativas palabras.
– Y hay otra cosa. Hubo una pausa después de descolgar yo y antes de que hablara ella, y entonces me habló muy deprisa. Creo que en realidad otra persona marcó el número y después le pasó a ella el receptor. He estado reflexionando al respecto, y hay una sola interpretación que encaje con todos los detalles. Está sometida a alguna clase de amenaza.
Al observar el tipo desgarbado de Scully, con su metro noventa, los ojos amables tras las gafas con montura de concha, el rostro delgado y más bien agraciado, sus rubios cabellos largos y descuidados, pensó que parecía un amante poco indicado para Kate, si amante era. Y entonces captó la mirada que Scully dirigió a Kate mientras ésta hablaba con Massingham, especulativa, intensa, por un momento vulnerable en su abierto anhelo, y pensó: «Está enamorado de ella». Y se preguntó si Kate lo sabía y en caso afirmativo, hasta qué punto le importaba a ella.
Fue Allan Scully el primero en marcharse, desvaneciéndose sutilmente, más que efectuando una decidida retirada. Cuando también se despidieron los dos pakistaníes, Kate guardó los platos y tazas de té en la cocina. Hubo una sensación de anticlímax, el vacío usual e incómodo que se produce al final de toda ocasión vagamente social. Ambos hombres se preguntaron si debían ofrecerse para ayudarla a fregar todo aquello, o si Kate deseaba verse libre de su presencia. Y entonces, de pronto, ella dijo que le gustaría volver al Yard con ellos, y, ciertamente, no parecía haber ninguna buena razón para que ella se quedara en casa.
Pero Dalgliesh se sintió un tanto sorprendido cuando ella le siguió hasta su despacho y se quedó frente a la mesa, tan rígida como si la hubiera llamado para dirigirle una reprimenda. La miró y vio que la confusión había arrebolado, casi manchado de rojo, su cara; después, ella dijo con voz ronca:
– Gracias por haberme elegido para la brigada. He aprendido mucho.
Estas palabras brotaron con dureza, sin la menor obsequiosidad, lo cual le hizo comprender lo mucho que le había costado decirlas. Le contestó afablemente:
– Siempre aprendemos. Eso es lo que a veces resulta tan penoso.
Ella asintió como si diera la conversación por terminada y acto seguido se volvió y avanzó con paso firme hacia la puerta, pero de pronto dio media vuelta y gritó:
– ¡Nunca sabré si yo quería que ocurriera de aquella manera! Su muerte. Si yo fui la causante. Si la deseaba. Nunca lo sabré. Ya oyó usted lo que me dijo Swayne: «¿No piensas darme las gracias?». Él lo sabía. Usted le oyó. ¿Cómo podré estar nunca segura?
Él le dijo lo que era posible decir:
– Claro que no quería usted que ocurriera. Cuando piense en ello con calma y sensatez, lo sabrá. Ahora tiende a sentirse parcialmente responsable. Todos lo hacemos cuando perdemos a alguien a quien amamos. Es una culpabilidad natural, pero no es racional. Hizo usted lo que creyó conveniente en aquel momento. Nadie puede hacer más. Usted no mató a su abuela. Lo hizo Swayne, y fue su última víctima.
Pero en un asesinato nunca había una víctima final. Ninguno de los afectados por la muerte de Berowne permanecía inalterado, ni él, ni Massingham, ni el padre Barnes, ni Darren, ni siquiera aquella patética solterona, la señorita Wharton. Esto Kate lo sabía perfectamente. ¿Por qué había de suponer que ella era distinta? Aquellas frases sonaron a falsas al pronunciarlas. Y había cosas que se encontraban más allá de su esfuerzo para tranquilizar. El pie de Berowne, clavado en el acelerador en aquella curva peligrosa; las manos ensangrentadas de ella, tendidas hacia el asesino. Pero ella era resistente, sabría encajar. A diferencia de Berowne, aprendería a aceptar y llevar su carga personal de culpabilidad, como también él había aprendido a llevar la suya.
La única experiencia de la señorita Wharton con un hospital de niños se remontaba a cincuenta años atrás, cuando ingresó en su pequeño hospital rural para que le extrajeran las amígdalas. Difícilmente podía Great Ormond Street estar más alejado de sus traumáticos recuerdos referentes a aquel hecho. Era como entrar en una fiesta infantil, con aquella sala tan llena de luz, de juguetes, de madres y de actividades felices, que era difícil creer que aquello era un hospital hasta ver las caras pálidas y las delgadas extremidades de los niños. Después se dijo a sí misma: «Pero están enfermos, todos están enfermos y algunos de ellos morirán. Nada puede evitarlo».
Darren era uno de los que guardaban cama, pero estaba sentado, vivaracho y ocupado con un rompecabezas en una bandeja. Dijo con satisfacción y dándose importancia:
– Uno se puede morir con lo que yo tengo. Me lo dijo uno de los niños.
La señorita Wharton casi gritó para expresar su protesta:
– ¡Oh, Darren no, no! ¡Tú no vas a morirte!
– Supongo que no. Pero podría morirme. Ahora estoy con unos padres adoptivos. ¿Se lo han dicho ya?
– Sí, Darren, y eso es maravilloso. ¡Me alegro tanto por ti! ¿Eres feliz con ellos?
– Son muy buenos. El tío me llevará a pescar cuando salga de aquí. Vendrán algo más tarde. Y tengo una bicicleta…, una Chopper.
Sus ojos estaban ya clavados en la puerta. Apenas la había mirado desde que llegó y, mientras ella avanzaba hacia su cama, pudo captar en su cara un curioso embarazo de adulto, y de pronto ella se vio a sí misma como la veía él, una anciana patética y bastante ridícula, portadora de su obsequio: una violeta africana en un pequeño tiesto.
– Te echo de menos en Saint Matthew, Darren -le dijo ella.
– Sí. Bueno, creo que ahora ya no tendré tiempo para aquello.
– Claro que no. Estarás con tu familia adoptiva. Lo comprendo.
Tuvo ganas de añadir: «Pero pasamos momentos felices juntos, ¿no es así?». Pero se abstuvo. Se parecía demasiado a una súplica humillante en busca de algo que ella sabía que el niño no podía darle.
Había traído la violeta porque le pareció más manejable que un ramo de flores, pero él apenas le dirigió una mirada y ahora, al contemplar ella la sala llena de juguetes, se preguntó cómo pudo haber imaginado que aquello fuera un regalo apropiado. Él no lo necesitaba, y tampoco la necesitaba a ella. Pensó: Se siente avergonzado de mí. Quiere desembarazarse de mí antes de que llegue ese nuevo tío. Y el pequeño apenas pareció advertirlo cuando ella le dijo adiós y se retiró, entregando la violeta a una de las enfermeras, camino de la salida.
Tomó el autobús hasta Harrow Road y se dirigió a pie a la iglesia. Tenía allí mucho que hacer. Hacía tan sólo dos días que había vuelto el padre Barnes, rehusando un período de convalecencia, pero el número de servicios y el de asistentes a ellos había aumentado desde aquel artículo en el periódico acerca de un milagro, y habría aquella tarde una larga fila de penitentes en espera de confesión, después de las vigilias. Saint Matthew ya nunca volvería a ser lo mismo. Se preguntó hasta cuándo habría allí un lugar para ella.
Esta era la primera vez que iba sola a la iglesia desde el asesinato, pero en su sensación de congoja y soledad apenas notó la menor aprensión cuando trató de meter la llave en la cerradura y descubrió, tal como había ocurrido aquella terrible mañana, que no podía introducirla. La puerta, como entonces, no estaba cerrada con llave. La empujó, con el corazón latiéndole fuertemente, y llamó:
– Padre, ¿está usted aquí? ¿Padre?
Una mujer joven salió de la sacristía pequeña. Era una muchacha corriente, respetable, en absoluto inquietante, que llevaba una chaqueta y un pañuelo azul en la cabeza. Al observar el pálido semblante de la señorita Wharton, dijo:
– Lo siento. ¿La he asustado?
La señorita Wharton logró mostrar una débil sonrisa.
– No es nada. Sólo que no esperaba ver a nadie aquí. ¿Ha encontrado lo que buscaba? El padre Barnes todavía tardará otra media hora.
– No, no busco nada -contestó la joven-. Yo era amiga de Paul Berowne. Sólo quería visitar la sacristía pequeña, estar un rato sola allí. Quería ver dónde ocurrió, donde murió él, y ya me marcho. El padre Barnes dijo que devolviera la llave en la vicaría, pero tal vez pueda dársela a usted, puesto que ya está aquí.
Se la tendió y la señorita Wharton la cogió. Después vio que la joven se dirigía hacia la puerta. Cuando llegó junto a ella, se volvió y dijo:
– El comandante Dalgliesh tenía razón. Es sólo una habitación, una habitación perfectamente corriente. Aquí no había nada, nada que ver.
Y dicho esto se marchó. La señorita Wharton, todavía temblorosa, cerró la puerta exterior, recorrió el pasillo hasta la reja y contempló, a través de la iglesia, el rojo resplandor de la lámpara del santuario. Pensó: Y esto también es una lámpara corriente, de bronce pulimentado y con un vidrio rojo. Es posible desmontarla, limpiarla y llenarla con aceite corriente. Y las hostias consagradas detrás de la cortina corrida, ¿qué son? Tan sólo delgados discos transparentes de harina y agua, que vienen bien protegidos en cajitas, a punto para que el padre Barnes los coja entre sus manos y diga sobre ellos las palabras que los convertirán en Dios. Pero en realidad no se convertían. Dios no estaba allí, en aquella pequeña hornacina detrás de la lámpara de bronce. Ya no estaba en la iglesia. Como Darren, se había marchado. Después recordó lo que el padre Collins había dicho en un sermón, la primera vez que ella fue a Saint Matthew: «Si descubres que ya no crees, compórtate como si todavía lo hicieras. Si sientes que no puedes rezar, sigue diciendo las palabras». Se arrodilló en el duro suelo, aferrándose con ambas manos a la reja de hierro y dijo las palabras con las que siempre comenzaba sus plegarias privadas: «Señor, no soy digna de que tú entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».