El mensaje recibido desde Pembroke Lodge era cortés pero carente de toda ambigüedad. El señor Lampart operaría durante toda la mañana, pero con mucho gusto vería al comandante Dalgliesh cuando se lo permitiera su trabajo. Esto sería alrededor de la una o algo más tarde, según fuera la longitud de su lista. Traducido, ello quería decir que el señor Lampart era un hombre atareado, dedicado a salvar vidas y aliviar dolores, que legítimamente podía alegar que estas benignas actividades tenían preferencia sobre las sórdidas preocupaciones de un policía, por distinguido que fuese éste. Y también la hora de la cita estaba bien calculada. Dalgliesh difícilmente podía quejarse de quedarse sin su almuerzo, puesto que el señor Lampart, ocupado en cosas más importantes, prescindía obviamente de preocuparse por el suyo.
Se llevó a Kate con él y le pidió que condujera el coche. Ella se acomodó en el asiento de la derecha sin protestar y condujo como siempre lo hacía, con perfecta competencia y siguiendo estrictamente las instrucciones del manual, sin ninguno de los bruscos gestos de impaciencia o los repentinos aumentos de velocidad tan propios de Massingham. Cuando llegaron a Haverstock Hill y pasaban ya por el Round Pond, él dijo:
– Pembroke Lodge está a cosa de un kilómetro después de los Spaniards. No creo que nos pase desapercibida la entrada.
Ella redujo la marcha pero, aun así, sólo la vio en el último momento, una entrada amplia y pintada de blanco, apartada de la carretera y amparada por unos castaños. Un ancho camino de gravilla se curvaba hacia la izquierda y después se dividía para rodear una zona de césped inmaculado frente a la casa. Vieron una baja pero elegante villa eduardiana al borde del seto, evidentemente construida cuando un hombre rico podía satisfacer sus deseos de aire fresco, de una vista amplia y una conveniente proximidad con respecto a Londres, sin encontrarse acosado por las autoridades de planificación o los conservacionistas preocupados por la intrusión en terrenos públicos. Mientras el Rover avanzaba lentamente entre el crujido de la gravilla, Dalgliesh observó que los antiguos establos a la derecha de la casa habían sido convertidos en garajes, pero apenas se observaban otros cambios arquitectónicos, al menos exteriormente. Se preguntó cuántas camas podía acomodar aquella clínica. Probablemente no más de treinta, como máximo. Sin embargo, las actividades de Stephen Lampart no se limitaban a su tarea en aquella propiedad suya. Formaba parte, como había averiguado ya Dalgliesh, de la plantilla de dos de los principales hospitales de Londres, con sus respectivas escuelas de medicina, y sin duda operaba también en clínicas privadas, aparte de Pembroke Lodge. Pero éste era su domicilio personal y Dalgliesh no dudaba que debía de ser altamente rentable.
La puerta exterior estaba abierta. Daba paso a un vestíbulo ovalado y elegante con un par de puertas ornamentadas y un letrero que invitaba a los visitantes a entrar. Se encontraron en una primera sala, cuadrada y muy luminosa. La escalera, con su balaustrada delicadamente tallada, estaba iluminada por un enorme ventanal con vidrios de color. A la izquierda había una chimenea de mármol jaspeado y, sobre ella, un cuadro al óleo, al estilo de un Gainsborough de la última época: una joven madre, de cara muy seria y rodeando con sus blancos brazos a dos hijas vestidas de satén azul y encajes. A la derecha, había un escritorio de caoba pulimentada, más decorativo que útil, complementado con un jarrón de rosas y presidido por una recepcionista de bata blanca.
El olor a desinfectante era perceptible, pero quedaba apagado por el aroma más intenso de las flores. Era evidente que había llegado recientemente una remesa de éstas. Grandes manojos de rosas y gladiolos, dispuestos formalmente en cestillos con cintas y otros ejemplos más osados del ingenio de los floristas se acumulaban junto a la puerta, esperando su distribución. El aura de feminidad mimada era casi abrumadora. No era un lugar en el que un hombre pudiera sentirse a gusto, y sin embargo Dalgliesh notó que era Kate la que se sentía menos a sus anchas. Vio que dirigía una mirada de fascinado disgusto a una de las más extravagantes ofrendas de felicitación conyugal: una cuna de más de medio metro de longitud, densamente recubierta con capullos de rosas teñidas de azul, y con una almohada y una colcha de claveles blancos similarmente decapitados, y toda esa monstruosidad estaba embellecida por un enorme lazo azul. Al avanzar hacia la mesa de recepción, a través de una alfombra lo bastante gruesa como para hundir en ella los pies, un carrito lleno de botellas de colores, pintura para las uñas y todo un surtido de tarros, fue empujado a través de la sala por una elegante mujer de cierta edad, vestida con chaqueta y pantalones de un rosado pálido, que era evidentemente la cosmetóloga. Dalgliesh recordó una conversación que había oído casualmente en una cena, unos meses antes: «Pero querida, el lugar es divino. Una se siente rodeada de atenciones apenas llega. La peluquera, la masajista, un menú Cordon Bleu, y champaña en vez de Valium si una se siente deprimida. Hay de todo. Sin embargo, lo malo es que no sé si se exceden un poco. Una se siente absolutamente violentada cuando empieza el parto y comprende que hay ciertas humillaciones e incomodidades que ni siquiera nuestro querido Stephen puede evitar». Dalgliesh se preguntó, de pronto y sin que viniera a cuento, si las pacientes de Lampart se morían alguna vez delante de él. Probablemente no, al menos no allí. Las que presentaran un riesgo debían de ingresar en otra parte.
Aquel lugar tenía su propia aura sutil de mal gusto, pero el mal gusto definitivo de la muerte y el fracaso debía de estar rigurosamente excluido.
La recepcionista, al igual que la decoración, había sido cuidadosamente elegida para tranquilizar, no para amenazar. Era una mujer de mediana edad y aspecto agradable sin ser bella, educadísima y con un peinado impecable. Desde luego, se les esperaba. El señor Lampart no haría esperar al comandante más de unos pocos minutos. ¿Les apetecía tomar café? ¿No? En ese caso, les rogaba que esperaran en el salón.
Dalgliesh miró su reloj. Supuso que Lampart llegaría al cabo de unos cinco minutos, un retraso perfectamente calculado, lo suficientemente largo para demostrar ausencia de toda ansiedad, pero lo suficientemente breve para no irritar a un hombre que era, después de todo, un alto funcionario del Yard.
El salón en el que se encontraban era espacioso y de techo alto, con una gran ventana central y otras dos más pequeñas, una a cada lado, que ofrecían la visión del césped y una vista más distante del seto. Parte de su formalidad eduardiana y de su cálido ambiente se centraba en la alfombra Axminster, los grandes sofás situados en ángulo recto con la chimenea, y en ésta, con sus carbones sintéticos ardiendo bajo la repisa labrada. Stephen Lampart había resistido a toda tentación de combinar el aspecto hogareño de aquella habitación con un gabinete de consulta. No había ningún diván discretamente oculto detrás de un biombo, ni tampoco un lavabo. Era una habitación en la que, por unos momentos, podían olvidarse las realidades clínicas. Tan sólo la mesa de caoba recordaba al visitante que era también una habitación destinada al trabajo.
Dalgliesh contempló los cuadros. Había un Frith sobre la chimenea y se acercó a él para estudiar más atentamente el meticuloso romanticismo con el que representaba una escena victoriana. Se trataba de una vista de una estación ferroviaria de Londres, con héroes uniformados que regresaban de alguna aventura colonial. Los coches de primera clase aparecían en primer plano. Damas lujosamente vestidas y tocadas, acompañadas por sus hijas, decorosamente ocultas las piernas por pantalones con volantes, saludaban decorosamente a los recién llegados varones de sus casas, en tanto que las bienvenidas menos comedidas que se dedicaban a la tropa ocupaban la periferia de la tela. En la pared opuesta había una serie de diseños teatrales, decorados y trajes para lo que parecían ser unas obras de Shakespeare. Dalgliesh supuso que el mundo del teatro proporcionaba a Lampart algunas de sus principales pacientes, y que aquellos dibujos eran un acto de agradecimiento por los servicios prestados. Una mesa lateral estaba cubierta de fotografías dedicadas y enmarcadas en plata. Dos de ellas, con unas rúbricas complicadas, eran de figuras menores de monarquías europeas destronadas. Las demás eran de madres impecablemente ataviadas, anhelantes, sentimentales, triunfantes o renuentes, que sostenían sus bebés entre brazos inexpertos. Había, al fondo, la inconfundible aura de nodrizas y amas. Esta falange de maternidad en una habitación que, por otra parte, era esencialmente masculina, ofrecía una nota de incongruencia. Pero al menos, pensó Dalgliesh, el hombre no había desplegado sus diplomas médicos en la pared.
Dalgliesh dejó a Kate estudiando el Frith y se dirigió hacia las ventanas. El gran castaño que se alzaba en medio del césped tenía todavía su follaje estival, pero el muro de hayas que en parte ocultaba el seto mostraba ya el primer bronce del otoño. La luz matinal se difundía a través de un cielo que al principio se había mostrado tan opaco como la leche cremosa, pero que ahora se había aclarado para convertirse en plata. No había sol, pero Dalgliesh sabía que brillaba por encima de aquella gasa de nubes y que el aire era fresco. Por el camino paseaban lentamente dos figuras, una enfermera con gorro blanco y capa, y una mujer con un casco de cabellos amarillos y un grueso abrigo de pieles que parecía demasiado pesado para aquella jornada de principios de otoño.
Exactamente seis minutos después llegó Stephen Lampart. Entró sin prisas, se excusó por la tardanza y les saludó con tranquila cortesía, como si se tratara de una visita social. Si le sorprendió encontrar a Dalgliesh acompañado por una detective, supo ocultarlo admirablemente. Sin embargo, al presentarlos Dalgliesh y mientras se estrechaban la mano, pudo observar en Lampart una mirada aguda y calculadora. Era como si saludara a una posible paciente, calculando a través de su larga experiencia, en aquel primer encuentro, si era probable que ella pudiera causarle problemas.
Vestía ropa cara, pero no formal. El traje de lana, gris oscuro y con una raya casi invisible, y la inmaculada camisa azul claro, sin duda tenían la misión de distanciarlo de la ortodoxia más intimidadora propia del médico de gran éxito. Dalgliesh pensó que hubiera podido ser un banquero, un académico o un político. Pero, cualquiera que fuese su actividad, habría brillado en ella. Su cara, sus ropas, su mirada llena de confianza en sí mismo, ostentaban la huella inconfundible del éxito.
Dalgliesh esperaba que se sentara ante la mesa, lo que le hubiera proporcionado una posición de dominio, pero, en cambio, les indicó el bajo sofá y se sentó ante ellos, en un sillón más alto y de respaldo recto. Esto le concedía una ventaja más sutil y al propio tiempo reducía la entrevista al nivel de una conversación íntima, incluso agradable, sobre un problema mutuo. Dijo:
– Desde luego, sé por qué están aquí. Es un asunto muy desagradable. Todavía me es difícil creerlo. Supongo que todos los parientes y amigos les dicen siempre lo mismo. Un asesinato tan brutal es una de esas cosas que les ocurren a los extraños, pero no a la gente a la que uno conoce.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Cómo se enteró?
– Lady Berowne me telefoneó poco después de que ustedes le dieran la noticia, y apenas me fue posible me presenté en la casa. Deseaba ofrecerles toda la ayuda posible a ella y a lady Ursula. Pero todavía no conozco los detalles. ¿Pueden ustedes decirme algo más de lo que ocurrió exactamente?
– A los dos los degollaron. Todavía no sabemos por qué ni quién lo hizo.
– He sabido eso a través de los diarios y la televisión, pero las informaciones me han parecido casi intencionadamente confusas. Tengo la impresión de que tratan ustedes el caso como un asesinato.
Dalgliesh replicó secamente:
– No hay pruebas que sugieran que fuese un pacto de suicidio.
– Y la puerta de la iglesia, la que da a esa sacristía o lo que fuese, allí donde encontraron los cadáveres, ¿puedo preguntar si la encontraron ustedes abierta, o ésta es una de esas preguntas que no pueden contestar?
– Estaba sin cerrar.
– Bien, al menos eso tranquilizará a lady Ursula.
No explicó el motivo, pero, por otra parte, tampoco necesitaba hacerlo. Tras una pausa, preguntó:
– ¿Qué desea de mí, comandante?
– Me gustaría que nos hablara usted de él. Este asesinato podría ser lo que a primera vista aparenta. Dejó entrar a alguien y esa persona, un extraño, los mató a los dos. Pero si la cosa no es tan sencilla, entonces necesitamos saber todo lo que sea posible acerca de él.
Lampart dijo:
– Incluso quién sabía dónde estaba ayer por la noche, y quién le odiaba lo suficiente como para cortarle la garganta.
– Incluido todo lo que pueda usted decirnos y que resulte aunque sea remotamente relevante.
Lampart hizo una pausa como para reunir y ordenar sus pensamientos. Era del todo necesario. Los dos sabían que sus pensamientos habían sido ordenados mucho tiempo antes. Finalmente, dijo:
– No creo que pueda servirle de gran ayuda. Nada de lo que yo sepa o pueda suponer acerca de Paul Berowne tiene la menor relación con su muerte. Si me pregunta sobre sus enemigos, supongo que debía de tenerlos, enemigos políticos. Pero yo supondría que Paul tenía menos que la mayor parte de los miembros del gobierno, y, por otra parte, no son estos enemigos personas capaces de pensar en el asesinato. La idea de que esto pudiera ser un crimen político es absurda. A no ser, desde luego… -hizo una nueva pausa y Dalgliesh esperó-, a no ser que alguien de la extrema izquierda le tuviera una animosidad personal. Sin embargo, esto parece improbable. Más que improbable, ridículo. Sarah, su hija, era muy contraria a sus ideas políticas, pero nada me permite suponer que la gente con la que ella se mezcla, ni siquiera su amiguito marxista, sean capaces de utilizar una navaja como arma.
– ¿A qué gente se refiere?
– Bueno, un pequeño grupo revolucionario de la extrema izquierda. No creo que los laboristas quieran tenerlos a su lado. Yo hubiera creído que usted lo sabía ya. ¿Acaso no es misión de la Sección Especial seguirle los pasos a esa gente?
Su mirada era franca y levemente inquisitiva, pero Dalgliesh captó la nota de desprecio y disgusto que había en aquella voz cuidadosa, y se preguntó si Kate la había oído también. Preguntó:
– ¿Quién es el amigo?
– Verdaderamente, comandante, no es que lo esté acusando. Yo no acuso a nadie. -Dalgliesh no habló. Se preguntó qué período de silencio Lampart juzgaría convincente antes de facilitar la información. Tras una pausa, dijo-: Es Ivor Garrod. El abanderado de todas las causas de moda. Yo sólo lo he visto una vez. Sarah lo llevó a cenar a Campden Hill Square, hará unos cinco meses, principalmente, creo yo, para enojar a su padre. Fue una cena que prefiero olvidar. A juzgar por lo que habló allí, la violencia que él propugna alcanza una escala mucho más grandiosa que simplemente cortarle el cuello a un ex ministro conservador.
Dalgliesh preguntó con calma:
– ¿Cuándo vio usted por última vez a sir Paul Berowne?
El cambio en el interrogatorio casi desconcertó a Lampart, pero éste respondió con perfecto aplomo:
– Hace unas seis semanas. No éramos tan amigos como lo habíamos sido antes. En realidad, yo me proponía telefonearle hoy y preguntarle si podía cenar conmigo esta noche o mañana, a no ser, desde luego, que su conversión religiosa hubiera anulado su afición a la buena comida y a los vinos de marca.
– ¿Por qué quería usted verlo?
– Quería preguntarle qué pensaba hacer con respecto a su esposa. Usted ya sabe, desde luego, que recientemente había abandonado su escaño así como su cargo ministerial, y es probable que usted sepa mejor que yo sus razones. Al parecer, se proponía situarse al margen de la vida pública. Yo quería saber si esto incluía situarse también al margen de su matrimonio. Estaba la cuestión de la provisión financiera para lady Berowne, para Barbara. Ella es prima mía. La conozco desde la infancia. Me intereso por ella.
– ¿Hasta dónde llega este interés?
Lampart miró a un lado por encima de su hombro, para observar a la mujer rubia y su enfermera, que todavía seguían dando pacientemente su paseo circular sobre el césped. Por un momento pareció como si transfiriese todo su interés a ellas, pero después se rehízo, de modo tal vez demasiado obvio, y se volvió de nuevo hacia Dalgliesh.
– Lo siento. ¿Hasta dónde llega mi interés? No quiero casarme con ella, si esto es lo que usted infiere, pero me preocupo por ella. Durante los últimos tres años, he sido su amante además de su primo. Supongo que a eso se le puede considerar un interés considerable.
– ¿Sabía su marido que usted y ella eran amantes?
– No tengo la menor idea. Generalmente, los maridos se enteran de estas cosas. Paul y yo no nos veíamos tanto como para crear con ello una situación embarazosa. Somos los dos hombres ocupados, y ahora con muy poco en común. Excepto Barbara, desde luego. Por otra parte, difícilmente podía él hacer objeciones, en el sentido moral. Él tenía una querida, como sin duda ustedes han descubierto ya. ¿O acaso no han hurgado todavía en esa parte escabrosa?
Dalgliesh repuso:
– Me interesa saber cómo hurgó usted en ella.
– Barbara me lo contó. Ella lo suponía, o, mejor dicho, lo sabía. Hace unos dieciocho meses utilizó los servicios de un detective privado y le hizo seguir. Para ser más preciso, ella me habló de sus sospechas y yo busqué un hombre adecuadamente discreto para que le prestara ese servicio. No creo que eso la molestara particularmente, esa infidelidad. Se trataba tan sólo de que deseaba saberlo. No creo que viera en esa mujer una seria rival. En realidad, sospecho que más bien la complacía. La divertía y le daba algo con lo que enfrentarse a Paul si resultaba necesario. Y, desde luego, la libraba de la desagradable necesidad de dormir con él, al menos sobre una base inconvenientemente regular. No obstante, ella no cerraba su puerta. A Barbara le agradaba comprobar de vez en cuando que él todavía se sentía adecuadamente subyugado.
Era, pensó Dalgliesh, mostrarse notablemente franco, innecesariamente incluso. Se preguntó si aquella disposición aparentemente ingenua a confiar sus más íntimas emociones, así como las de otras personas, procedía de un exceso de confianza en sí mismo, de su arrogancia y vanidad, o si había en ello algún motivo más siniestro. Lampart no sería el primer asesino en suponer que si se le cuentan a la policía detalles que ésta no tiene un derecho particular a preguntar, la policía se muestra menos inclinada a sospechar otros secretos más peligrosos. Preguntó:
– ¿Y él se mostraba adecuadamente subyugado?
– Supongo que sí. Es una lástima que no esté aquí para preguntárselo.
Con un movimiento rápido y sorprendentemente desmañado, se levantó y se dirigió hacia la ventana, como si el cuerpo le pidiera movimiento. Dalgliesh se volvió en su sillón y le observó. De pronto, el otro se dirigió a la mesa, descolgó el teléfono y marcó un número. Dijo:
– Hermana, creo que la señora Steiner ha hecho ya suficiente ejercicio al aire libre. Esta mañana hace demasiado fresco para pasear lentamente. Dígale que yo volveré a verla -consultó su reloj- dentro de unos quince minutos. Muchas gracias. -Colgó el teléfono, volvió a su sillón y dijo casi ásperamente-: Vayamos al grano. Supongo que lo que desea de mí es una especie de declaración. Dónde estaba yo, qué estaba haciendo, con quién estaba cuando Paul murió… Si fue un asesinato, no soy tan ingenuo como para engañarme pensando que no puedo ser sospechoso.
– No se trata de sospechas. Hemos de hacer esas preguntas a todos los que tuvieran una estrecha relación con sir Paul.
Se echó a reír, con una súbita explosión sonora, agria y despectiva.
– ¡Estrechamente relacionados! Vamos a suponerlo así. ¡Y todo esto es simple rutina! ¿No es eso lo que suelen ustedes decir a sus víctimas? -Dalgliesh no contestó y el silencio pareció irritar a Lampart, que preguntó-: ¿Dónde debo hacer esa declaración? ¿Aquí, o en el puesto local de policía? ¿O acaso operan ustedes desde el Yard?
– Podría hacerla allí, en mi despacho, si ello le resulta conveniente. Tal vez podría venir esta tarde. Pero también se le puede tomar la declaración en el puesto local si con ello se ahorra tiempo. No obstante, sería útil conocer ahora la sustancia de la misma.
Lampart repuso:
– Supongo que habrá observado que no he pedido que estuviera presente mi abogado. ¿No cree que esto muestra una confianza conmovedora en la policía?
– Si quiere que su abogado esté presente, desde luego está usted en su perfecto derecho.
– No quiero que venga. No lo necesito. Espero no decepcionarle, pero creo tener una coartada. Es decir, si es que Berowne murió entre las siete de la tarde y la medianoche. -Dalgliesh seguía guardando silencio y Lampart prosiguió-: Estuve con Barbara durante todo ese tiempo, como sin duda ya saben ustedes. Deben de haber hablado ya con ella. Antes, desde las dos hasta las cinco de la tarde, estuve aquí, operando. La lista está a su disposición y la instrumentista y el anestesista pueden corroborarlo. Ya sé que iba enguantado, enmascarado y con un gorro en la cabeza, pero puedo asegurarle que mi personal reconoce mi trabajo aunque no me vean la cara. Pero, desde luego, me la vieron también, antes de ponerme la máscara. Hago mención de esto por si se les ocurriera alguna idea fantasiosa sobre la posibilidad de que hubiera persuadido a alguno de mis colegas para hacerse pasar por mí.
Dalgliesh dijo:
– Eso puede ocurrir en las novelas, pero difícilmente en la vida real.
– Y después, Barbara y yo tomamos el té en esta habitación y seguidamente pasamos algún tiempo en mi apartamento privado, arriba. Después, yo me cambié y salimos juntos de aquí, alrededor de las siete cuarenta. El portero de noche nos vio salir y probablemente podrá confirmar la hora. Fuimos al Black Swan, en Cookham, donde cenamos juntos. No es que yo observara con rigor la hora, pero supongo que llegamos allí alrededor de las ocho y media. Conduzco un Porsche de color rojo, por si eso importa. La mesa estaba reservada para las nueve menos cuarto. Jean Paul Higgins es el administrador y él podrá confirmarlo. Sin duda, confirmará también que eran ya más de las once cuando nos marchamos. Sin embargo, agradecería que se empleara en ello un poco de tacto. No soy extremadamente sensible en cuanto a la reputación, pero no puedo permitirme el lujo de que la mitad del Londres elegante se dedique a chismorrear sobre mi vida privada. Y si bien algunas de mis pacientes tienen sus pequeños caprichos, como el de parir bajo el agua o ponerse en cuclillas sobre la alfombra del salón, no creo que a ninguna le agradase que la ayudara a dar a luz un sospechoso de asesinato.
– Seremos discretos. ¿Cuándo llegó aquí lady Berowne? ¿O fue usted a buscarla antes, a Campden Hill Square?
– No. No he entrado en el número sesenta y dos desde hace semanas. Barbara vino en taxi. No le gusta conducir en Londres. Llegó hacia las cuatro, supongo. Estuvo en el quirófano, viéndome operar, desde las cuatro y cuarto, aproximadamente, hasta que terminé. ¿No le había mencionado este detalle?
– ¿Estuvo con usted todo el tiempo?
– Casi todo. Creo que salió unos pocos minutos después de ver la tercera cesárea.
– ¿Y ella llevaba también bata y máscara?
– Desde luego. Pero ¿qué importancia puede tener esto? Seguramente, él no murió antes de las siete.
– ¿Lo hace muy a menudo? Me refiero a verle operar.
– No tiene nada de raro. Es un capricho suyo… -Hizo una pausa y añadió-: De vez en cuando.
Los dos guardaron silencio. Había ciertas cosas, pensó Dalgliesh, que incluso Stephen Lampart, con su actitud de irónico desprendimiento y su desprecio por la reticencia, no llegaba a atreverse a decir. De modo que ella se excitaba así. Eso era lo que la excitaba: ver, enfundada en una bata y con una máscara en el rostro, cómo sus manos cortaban el cuerpo de otra mujer. La carga erótica del sacerdocio médico. Las enfermeras ayudantes moviéndose, como en una ceremonia bien ensayada, alrededor de él. Los ojos grises encontrando los ojos azules por encima de la máscara. Y después observar, mientras él se quitaba los guantes, extendía los brazos en una parodia de bendición al tiempo que un acólito le quitaba la bata. La mezcla embriagadora de poderío, misterio y crueldad. Los rituales del cuchillo y la sangre. Se preguntó dónde habrían hecho después el amor… ¿en el dormitorio de él, en una salita privada? Era sorprendente que no se acoplaran sobre la mesa de operaciones. O tal vez lo hicieran.
Sonó el teléfono sobre la mesa. Murmurando unas palabras de excusa, Lampart descolgó el auricular. La conversación, sostenida aparentemente con un colega, fue de tono eminentemente clínico y unilateral, ya que Lampart se dedicó casi todo el rato a escuchar. Sin embargo, no hizo ningún intento para acortarla. Dalgliesh contemplaba el jardín mientras su mente hacía un juicio preliminar. Si ellos habían salido de Pembroke Lodge a las siete cuarenta, el coche tuvo que llevar una buena velocidad para llegar al Black Swan a las ocho y media. ¿Tiempo para cometer un asesinato en el camino? Era factible, siempre y cuando él pudiera encontrar una excusa para dejarla a ella en el coche. Ningún hombre en su sano juicio la hubiera llevado consigo a la iglesia para tan sangrienta misión, incluso en el caso de que ella supiera o sospechara lo que se llevaba entre manos. Por consiguiente, tuvo que haber una excusa. Alguien a quien él tuviera que hacer una breve visita. Algún asunto que solucionar. El coche tuvo que quedar aparcado cerca de la iglesia. En sí, esto hubiera sido arriesgado. Un Porsche rojo es un automóvil llamativo. ¿Y después qué? La llamada a la puerta de la iglesia. Berowne dejándole entrar. La excusa ya preparada para justificar la visita. ¿Cuánto tiempo requerían tales preliminares? Menos de un minuto, tal vez. El golpe repentino para atontar a Berowne. Después, entrar en aquel lavadero en busca de la navaja que sabía con seguridad que encontraría allí, quitarse rápidamente la chaqueta y la camisa y volver a la sacristía, navaja en mano. Los cuidadosos cortes preliminares, seguidos por el golpe final hasta el hueso. Cuando estudiaba, debió de cursar alguna asignatura de medicina forense, suponiendo que después no hubiera continuado. Él podía saber mejor que cualquier otro sospechoso cómo simular un suicidio.
Y después, el desastre. Aparece Harry, tambaleándose, probablemente medio borracho, medio dormido, pero no tan dormido como para no poder ver ni recordar. Y entonces, ya no quedó tiempo para sutilezas, ni tampoco se requería ninguna. Y a continuación, el rápido lavado en el fregadero, la navaja depositada cerca de la mano de Berowne, la rápida mirada a derecha e izquierda, la oscuridad protectora, la puerta dejada sin cerrar puesto que él no podía llevarse la llave, el regreso sin apresuramientos al coche. Tendría que depender del silencio de ella, desde luego. Necesitaría estar seguro de que ella se aferraría a su historia y diría que habían ido directamente al Black Swan. Sin embargo, se trataba de una mentira fácil, sin complicadas elaboraciones, detalles difíciles u horarios que recordar con exactitud. Ella diría lo que de hecho había dicho ya. «Fuimos directamente allí. No, no recuerdo la ruta. No me fijé. Pero no nos detuvimos.» Él tendría que inventar un buen motivo para pedirle a ella que mintiera. «Necesitaba ver a uno de mis pacientes, una mujer.» Pero ¿por qué no decirle eso a la policía? Nada tiene de malo una rápida visita profesional. La necesidad de pararse podía ser también levemente indecorosa. O eso o algo que hubiera recordado repentinamente. Una llamada telefónica que hubiera quedado sin respuesta. Demasiado rápido. Necesitaba más tiempo. ¿Y por qué no esperar y efectuarla desde el Black Swan? Pero, desde luego, siempre estaba la explicación obvia. Diría que había ido a la iglesia, hablado con Berowne y dejado a éste con vida y perfectamente bien. De este modo, ella apoyaría su coartada por propio interés, aparte del interés que significara para él. Y si, al final, ella no lo hacía, él seguiría teniendo su argumento. «Fui allí para hablar con Berowne acerca de su esposa. Sólo me quedé unos diez minutos, como máximo. La conversación fue perfectamente amistosa. Sólo vi allí a Berowne, y cuando lo dejé estaba vivo y perfectamente.»
Lampart colgó el teléfono y dijo:
– Les ruego que me excusen. ¿Dónde estábamos, comandante? ¿En el Black Swan?
Pero Dalgliesh cambió la orientación del interrogatorio y dijo:
– Usted había conocido íntimamente a sir Paul Berowne, aunque últimamente no tuvieran mucho trato. Dos hombres que comparten una mujer nunca dejan de interesarse el uno por el otro. -Hubiera podido añadir que a veces se obsesionan pensando el uno en el otro, pero continuó-: Es usted médico y me pregunto qué opina de la experiencia que tuvo él en la sacristía de Saint Matthew.
El halago no tenía nada de sutil y Lampart era demasiado listo para que le pasara desapercibido. Sin embargo, no sería capaz de resistirlo. Estaba acostumbrado a que se le preguntara su opinión, a que se le escuchara con deferencia. Era algo que formaba parte de su misma existencia. Contestó:
– Yo soy ginecólogo y no psiquiatra. Sin embargo, pensaría que la psicología de este hecho era particularmente complicada. Es una historia usual. Son únicamente las manifestaciones las que resultan un poco extrañas. Llamémoslo crisis al llegar la vida a su mitad. A mí no me gusta la expresión «menopausia masculina», que por otra parte es inexacta. Las dos cosas son fundamentalmente diferentes. Creo que examinó su vida, lo que había logrado, lo que podía esperar de ella, y consideró que no valía gran cosa. Había intentado la práctica legal y la política, y ninguna de las dos cosas le satisfacía. Tenía una esposa a la que deseaba pero a la que no amaba. Una hija que no le quería a él. Un trabajo que le vedaba toda esperanza que pudiera tener de prorrumpir en una protesta espectacular o exuberante. De acuerdo, se buscó una amante. Éste es el expediente fácil. Yo no he visto a esa señora pero, por lo que Barbara me contó, se trata más bien de una cuestión de comodidad y de tomar una taza de cacao, de unos discretos chismorreos de oficina más que de romper la camisa de fuerza en la que se encontraba atrapado. Por consiguiente, necesitaba una excusa para mandarlo todo a paseo. ¿Cuál podía ser mejor que la de proclamar que el propio Dios le había indicado que seguía un camino equivocado? No creo que fuese el que eligiera yo, pero siempre se puede alegar que es preferible a un derrumbamiento nervioso, al alcoholismo o al cáncer.
Al observar que Dalgliesh no decía nada, siguió hablando con rapidez, con una especie de sinceridad nerviosa que resultaba casi convincente.
– Lo he visto una y otra vez. Los maridos. Se sientan dónde está sentado ahora usted. En apariencia, vienen para hablarme sobre sus esposas, pero son ellos los que tienen el problema. No pueden triunfar. Es la tiranía del éxito. Pasan la mayor parte de su juventud trabajando para prepararse, la mayor parte de su joven virilidad la aplican a labrarse el éxito: la esposa adecuada, la casa adecuada, las escuelas adecuadas para los niños, los clubs adecuados. ¿Para qué? Para conseguir más dinero, más comodidades, una casa más grande, un coche más rápido y más impuestos. Y ni siquiera consiguen unas emociones aceptables con ello. Y les quedan otros veinte años para seguir funcionando. Y las cosas no son mucho mejores para aquéllos que no se sienten desilusionados, para los que encuentran su lugar en la sociedad, los que verdaderamente disfrutan con lo que hacen. El temor de éstos es la perspectiva de la jubilación. De la noche a la mañana, uno descubre que no es nadie. Un muerto que anda. Usted ya ha visto a esos ancianos espantosos que buscan un lugar en un comité, que tratan de pescar una comisión real, un empleo, cualquier clase de empleo, mientras les ofrezca la ilusión de que todavía son importantes.
Dalgliesh contestó:
– Sí, los he visto.
– Dios mío, es que prácticamente se arrodillan y suplican para conseguirlo.
– Creo que esto es cierto, pero no aplicable a él. Él era todavía un ministro joven. Él éxito le estaba esperando. Él se encontraba aún en la etapa de la lucha.
– Sí, ya lo sé. El segundo candidato a primer ministro conservador. ¿Y usted cree que era una verdadera posibilidad? Yo no. No llevaba fuego en la sangre, al menos para la política. Ni siquiera un pequeño rescoldo que lo animara.
Hablaba con una especie de amargura triunfal, y añadió:
– Yo estoy muy bien. Soy uno de los afortunados. No soy un rehén de la suerte. Mi trabajo me da todo lo que necesito. Y cuando esté a punto de ir a la chatarra, tengo el Mayflower, un yate de cincuenta pies. Está amarrado en Chichester y ahora no puedo dedicarle mucho tiempo. Pero apenas me retire lo equiparé y zarparé. ¿Y usted, comandante? ¿Ningún Mayflower?
– Ningún Mayflower.
– ¡Pero usted tiene su poesía, claro! Lo había olvidado.
Pronunció la palabra como si fuera un insulto. Como si dijera: «Tiene usted sus trabajitos en madera, su colección de sellos, sus bordados». Peor todavía, pues hablaba como si supiera que durante cuatro años no había escrito ningún poema, y que era posible que nunca más volviera a hacerlo. Dalgliesh dijo:
– Para ser alguien que no era íntimo suyo, sabe mucho acerca de él.
– Me interesaba. Y, en Oxford, su hermano mayor y yo éramos amigos. Yo cenaba a menudo en Campden Hill Square cuando él vivía y los tres habíamos ido a navegar juntos varias veces. Hasta Cherburgo para ser exactos, en 1978. Uno llega a conocer a un hombre cuando los dos han sobrevivido juntos a una galerna de fuerza diez. En realidad, Paul me salvó la vida. Yo me caí por la borda y él pudo pescarme.
– ¿Pero no es la suya una evaluación bastante superficial, una explicación obvia?
– Es sorprendente cuan a menudo la explicación obvia es la correcta. Si tuviese usted que diagnosticar, lo sabría.
Dalgliesh se volvió hacia Kate:
– ¿Desea preguntar algo, inspectora?
Lampart no tuvo tiempo para impedir la momentánea expresión de sorpresa y desconcierto producida al ver que una mujer, a la que consideraba como poco más que una esclava de Dalgliesh, cuya misión consistía solamente en tomar con discreción notas y permanecer sentada como dócil y silencioso testigo, al parecer disfrutaba de permiso para interrogarle. Dirigió hacia ella una mirada penetrante y risueña, pero sus ojos se mostraban alerta.
Kate preguntó:
– Con respecto a esa cena en el Black Swan, ¿es ese lugar uno de sus predilectos? ¿Usted y lady Berowne van allí a menudo?
– Bastante a menudo en verano. Menos, en invierno. El ambiente es agradable. Está a una distancia conveniente de Londres y ahora, después de cambiar Higgins su chef, la comida es buena. Si me pide usted una recomendación para una cena tranquila, sí, puedo recomendarlo.
El sarcasmo era visible y su enojo había resultado demasiado evidente. La pregunta, aunque inofensiva y aparentemente irrelevante, le había molestado. Kate prosiguió:
– ¿Y estuvieron allí, los dos, la noche del siete de agosto, cuando Diana Travers se ahogó?
Él contestó secamente:
– Es obvio que usted ya sabe que estuvimos allí, por lo que no veo la necesidad de esta pregunta. Era la fiesta del cumpleaños de lady Berowne. Cumplía veintisiete años. Nació el siete de agosto.
– ¿Y la acompañó usted, no su marido?
– Sir Paul Berowne tenía otros compromisos. Yo ofrecí la fiesta a lady Berowne. Se suponía que él se reuniría más tarde con nosotros, pero telefoneó para decir que no le era posible. Puesto que sabe usted que estábamos allí, es obvio que sabrá también que nos marchamos antes de que ocurriera la tragedia.
– ¿Y aquella otra tragedia, señor, la de Theresa Nolan? Desde luego, tampoco estaba usted presente cuando ocurrió, ¿no es así?
«Cuidado, Kate», pensó Dalgliesh, pero no intervino.
– Si me pregunta si estuve sentado al lado de ella en Holland Park cuando ingirió toda una botella de tabletas de Distalgesic y se ayudó con unos tragos de jerez de cocinar, no, no estuve presente. De haber estado allí, lógicamente hubiera impedido que lo hiciera.
– Ella dejó una nota en la que explicaba claramente que se había matado debido al sentimiento de culpabilidad que le producía su aborto. Un aborto perfectamente legal. Ella era una de sus enfermeras en esta clínica. Me pregunto por qué no se sometió a esa operación en Pembroke Lodge.
– No lo pidió. Y si lo hubiera hecho, yo no la habría operado. Prefiero no operar a las personas de mi plantilla. Si parece haber razones médicas para poner fin a un embarazo, las envío a un colega ginecólogo. Así lo hice con ella. En realidad, no acierto a ver cómo su muerte o la de Diana Travers puedan tener algo que ver con el asunto que les ha traído aquí esta mañana. ¿Es necesario perder tiempo con preguntas irrelevantes?
Dalgliesh repuso:
– No son irrelevantes. Sir Paul recibió cartas que sugerían de un modo retorcido pero inconfundible, que de alguna manera estaba relacionado con esas dos muertes. Todo lo que le ocurriese durante las últimas semanas de su vida ha de ser relevante. Probablemente, esas cartas eran el tipo usual de necedad maliciosa a la que los políticos están expuestos, pero es conveniente eliminar toda clase de posibilidades.
Lampart pasó su mirada de Kate a Dalgliesh.
– Comprendo. Siento haberme mostrado poco cooperador, pero no sé absolutamente nada sobre esa Travers, excepto que trabajaba en Campden Hill Square como asistenta por horas y que se encontraba en el Black Swan la noche de la fiesta de cumpleaños. Theresa Nolan vino aquí desde Campden Hill Square, donde había estado atendiendo a lady Ursula, incapacitada entonces por la ciática. Tengo entendido que la contrataron a través de una agencia de enfermeras. Cuando lady Ursula ya no necesitó una enfermera de noche, sugirió a la joven que ofreciera sus servicios aquí. Tenía el título de comadrona y resultaba perfectamente satisfactoria. Debió de quedar embarazada mientras trabajaba en Campden Hill Square, pero yo no le pregunté quién fue el responsable y no creo que ella lo dijera nunca.
Dalgliesh preguntó:
– ¿No se le ocurrió que el hijo pudiera ser de sir Paul Berowne?
– Sí. Se me ocurrió. Imagino que se les ocurrió a bastantes personas.
No dijo nada más y Dalgliesh no lo presionó en este punto. Pasó a preguntar:
– ¿Qué ocurrió cuando descubrió su embarazo?
– Acudió a mí y me dijo que no podía permitirse tener el hijo y quería una interrupción de embarazo. La envié a un psiquiatra y dejé que éste tomara las medidas necesarias.
– ¿Creyó usted que el estado de la joven en aquellos momentos, me refiero a su estado mental, permitía que solicitara legalmente un aborto?
– Yo no la examiné. No discutí ese punto con ella. Y tampoco era una decisión médica que yo pudiera tomar. Como he dicho, la envié a un colega psiquiatra. Le dije a la joven que podía ausentarse, sin dejar de percibir su paga, hasta que tomara una decisión. No volvió aquí hasta una semana después de la operación. En cuanto a lo demás, ustedes ya lo saben.
De pronto se levantó y empezó a pasear de un lado a otro, hasta que se volvió hacia Dalgliesh:
– He estado reflexionando sobre este asunto de Paul Berowne. El hombre es un animal y vive más a sus anchas consigo mismo y con el mundo cuando recuerda que lo es. Desde luego, es el más inteligente y el más peligroso de todos los animales, pero no por ello deja de serlo. Los filósofos, y también los poetas, que yo sepa, han complicado demasiado este punto. En realidad, no es tan complicado. Nuestras necesidades básicas son muy claras: comida, techo, afecto, sexo y prestigio, por este orden. Eso es lo que buscan las personas más felices, y se consideran satisfechas al conseguirlas. Berowne no. Sólo Dios sabe cuáles eran las cosas intangibles e inalcanzables a las que creía tener derecho. La vida eterna, probablemente.
Dalgliesh dijo:
– ¿Por lo tanto, usted cree en la probabilidad de que se matara él mismo?
– No tengo las pruebas suficientes. Pero le diré que si ustedes deciden finalmente que fue suicidio, para mí no será ninguna sorpresa.
– ¿Y el vagabundo? Hubo dos muertos.
– Eso ya es más difícil. ¿Mató él a Paul, o fue Paul el que lo mató a él? Evidentemente, la familia no deseará admitir esta última posibilidad. Lady Ursula jamás aceptará esa explicación, cualquiera que sea el veredicto final.
– Pero usted…
– Oh, yo creo que si un hombre tiene en su interior suficiente violencia para cortarse su propia garganta, desde luego también es capaz de cortar la de otro. Y ahora, debo rogarles que me excusen -Miró a Kate-. Me está esperando una paciente. Llegaré al Yard entre las ocho y las nueve y media y firmaré mi declaración. -Añadió, levantándose-: Tal vez para entonces se me haya ocurrido algo más que pueda servirles de ayuda. Pero no confíen demasiado en ello.
Hizo que estas últimas palabras sonaran como una amenaza.
Había una corriente ininterrumpida de tráfico ante la verja de la entrada, y Kate tuvo que esperar más de un minuto antes de encontrar un hueco en el que meterse. Incluso pensó en cómo debía de arreglárselas Lampart para salir. Tenía toda la entrevista en su libreta de notas, escrita con su clara aunque poco ortodoxa taquigrafía, pero poseía el don de una memoria verbal casi perfecta y hubiera podido mecanografiar la mayor parte de la conversación sin necesidad de consultar sus jeroglíficos. Dejó que su mente recorriera cada pregunta y cada respuesta, pero aun así no podía ver dónde su jefe se había mostrado tan astuto.
Había dicho muy poca cosa, formulando unas preguntas breves y a veces aparentemente desconectadas de la línea de investigación. Pero Lampart, y después de todo ésta era la intención del jefe, se había sentido invitado a decir muchas cosas, incluso demasiadas. Y toda aquella charla sobre la crisis del hombre de mediana edad era psicología popular como la que cualquiera podía recibir por correo si escribía a un consultorio público preguntando qué le ocurría al marido o al padre. Desde luego, tal vez tuviera razón, pero, al fin y al cabo, médicamente hablando, las variedades de la menopausia masculina no eran la especialidad de Stephen Lampart. Le habían pedido su opinión y él la había dado, pero cabía esperar en un hombre tan satisfecho de su voz como lo estaba él que se mostrara algo más comunicativo en su explicación sobre los problemas psicológicos del embarazo y el aborto. Sin embargo, cuando se trató de Theresa Nolan, ¿qué obtuvieron? Nada en claro, un silencio absoluto sobre los indicios evidentes. Ni siquiera había querido pensar en ella, mucho menos hablar de ella. Y no era simplemente por el hecho de que estas preguntas las hubiera hecho Kate, y las hubiera formulado con una corrección extrema pero carente de toda deferencia, que ella sabía resultaría más ofensiva para la vanidad de él que la rudeza o un abierto antagonismo. Ella esperaba que, con suerte, esto le obligara a él a cometer alguna indiscreción, pero no podía funcionar si no había nada que esconder. Oyó entonces la voz de su jefe:
– Ese detalle emocionante acerca de sir Paul salvándole la vida… ¿Usted lo cree?
– No, señor. Al menos, no como lo ha contado él. Creo que probablemente ocurrió algo por el estilo: él se cayó por la borda y su amigo lo izó. No lo hubiera mencionado si no hubiese algún tipo de corroboración, pero creo que lo que en realidad decía era: «Miren, puedo haberme acostado con su mujer, pero nunca hubiera sido capaz de matarlo. Él me salvó la vida». -Y añadió-: No ha sido muy sutil su manera de hablar de Garrod.
Le dirigió una rápida mirada. Él sonreía con una expresión de disgusto, como hacía a veces cuando uno de sus colegas empleaba un americanismo. Sin embargo, dejó pasar esta observación con un simple comentario:
– En él nada ha sido sutil.
De pronto, ella notó una sensación de optimismo, intensa, embriagadora y peligrosamente cercana a la euforia, que siempre surgía cuando un caso se desarrollaba bien, pero ella había aprendido ya a desconfiar de esta sensación y a sofocarla. «Si esto va bien, si le echamos la mano encima, sea quien sea el culpable, y lo conseguimos, entonces estoy en mi camino. Realmente, estoy en mi camino.» Pero esta ilusión era más profunda que la mera ambición o la satisfacción de haber pasado airosamente un examen, de haber rematado debidamente una tarea. Había disfrutado con ella. Cada minuto de su breve confrontación con aquel engreído comediante le había resultado profundamente placentero. Pensó en sus primeros meses en el CID, en aquellas arduas y concienzudas investigaciones puerta a puerta que habían constituido su labor entonces, en las patéticas víctimas y los todavía más patéticos villanos. Resultaba infinitamente más satisfactoria esta cacería sofisticada, sabiendo que se enfrentaba a un asesino con inteligencia para pensar y planear, un asesino que no era una víctima ignorante e impotente de las circunstancias o de la pasión. Había aprendido a dominar su rostro mucho antes de entrar en la policía. Conducía ahora con cuidado, reflejando la calma en su rostro y observando la carretera que se abría ante ella. Sin embargo, una parte de lo que estaba sintiendo debió de comunicarse a su acompañante, que le preguntó:
– ¿Ha disfrutado usted, inspectora?
La pregunta y el raro uso de su grado la sorprendieron, pero decidió contestar sinceramente, sabiendo que no tenía otra opción. Había aprendido bien esta parte de su oficio. Conocía la reputación de él, y cuando los colegas hablaban del jefe, ella siempre se había esforzado en escuchar. Decían: «Es un hijo de mala madre, pero es justo». Sabía también que existían ciertas inconveniencias que él era capaz de perdonar, así como ciertos caprichos que sabía tolerar, pero la falta de sinceridad no se contaba entre ellos. Por consiguiente, contestó:
– Sí, señor. Me agradó la sensación de controlar la situación, de que estábamos llegando a alguna parte. -Y entonces añadió, sabiendo que al decirlo se adentraba en un territorio peligroso, pero pensando también que bien podía salir airosa-: ¿Representa esta pregunta una crítica, señor?
– No. Nadie entra en la policía si no obtiene cierto placer del ejercicio del poder. Y a la brigada de homicidios no se agrega nadie que no tenga cierta afición a la muerte. El peligro comienza cuando el placer se convierte en un fin por sí mismo. Entonces es cuando llega la hora de pensar en otro tipo de trabajo.
Kate tuvo ganas de preguntarle: «¿Ha pensado usted alguna vez en otro trabajo, señor?», pero sabía que la tentación era ilusoria. Había ciertos superiores a los que cabía hacerles semejante pregunta después de tomar un par de whiskies en la cantina de los oficiales, pero Dalgliesh no era uno de ellos. Recordó el momento en que le dijo a Allan que Dalgliesh la había elegido para la nueva brigada. Él había contestado, sonriendo: «¿No crees, pues, que ha llegado el momento de que trates de leer sus versos?», y ella había replicado: «Preferirla llegar a adaptarme al hombre, antes de intentar adaptarme a su poesía». No estaba segura de haberlo conseguido. Dijo:
– El señor Lampart habló de los navajazos. Deliberadamente, nosotros no le habíamos dicho cómo murió sir Paul. Por lo tanto, ¿por qué ha mencionado una navaja?
Dalgliesh repuso:
– Totalmente razonable. Él era un viejo amigo, una de las personas que habían de saber cómo se afeitaba Berowne. Debió de adivinar cuál fue el arma utilizada. Es interesante que no se decidiera a preguntarnos directamente si fue así. A propósito, tendremos que comprobar esos horarios sin perder tiempo. Creo que es una tarea para Saunders. Lo mejor será que haga tres viajes a la misma hora, con la misma marca de coche y la misma noche de la semana, y si hay un poco de suerte, con las mismas condiciones meteorológicas. Y necesitaremos saber todo lo posible acerca de Pembroke Lodge. Quién es el propietario de la finca, quién tiene acciones, cómo funciona el negocio y cuál es su reputación.
Ella no podía tomar nota escrita de sus instrucciones, pero por otra parte tampoco era necesario. Se limitó a contestar afirmativamente y Dalgliesh prosiguió:
– Tenía los medios, tenía los conocimientos y tenía el motivo. No creo que quisiera un matrimonio con ella, pero, desde luego, tampoco deseaba una amante empobrecida que pudiera empezar a pensar en la cuestión del divorcio. Sin embargo, si quería ver muerto a Berowne, y muerto antes de que se gastara el dinero en algún proyecto descabellado para albergar vagabundos, no necesitaba cortarle el cuello. Es médico. Existen métodos más sutiles. Ese asesino no mató simplemente por conveniencia. Hubo una explosión de odio en aquella habitación y el odio no es una emoción fácil de ocultar. No lo vi en Stephen Lampart. Arrogancia, agresión, celos sexuales contra el hombre poseedor de la mujer, pero odio no.
A Kate nunca le había faltado valor y no le faltó ahora. Después de todo, él la había seleccionado para su equipo. Era de suponer que juzgara que su opinión era digna de ser oída. Él no buscaba una subordinada femenina para que acariciara su ego. Por consiguiente, dijo:
– Sin embargo, ¿no pudo haber sido conveniencia más que odio, señor? Matar sin despertar sospechas no es fácil, ni siquiera para un médico. Él no era el médico de cabecera de sir Paul. Y esto, de haberlo podido hacer como había planeado, podía ser el asesinato perfecto, incluso lejos de la sospecha de asesinato. Fue Harry Mack el que enredó la cosa. Sin esa segunda muerte, ¿no lo hubiéramos interpretado según las apariencias, es decir, como un suicidio?
Dalgliesh contestó:
– Seguido por el usual y eufemístico veredicto de «con las facultades mentales perturbadas». Tal vez. Si no hubiera cometido el error de llevarse las cerillas y quemar a medias el dietario. Eso fue un refinamiento innecesario. En ciertos aspectos, la pista de aquella cerilla a medio quemar es la más interesante del caso.
De pronto, Kate se sintió a sus anchas con él, casi como una compañera. Ya no pensaba en la impresión que pudiera causar ella, sino en el caso. Hizo lo que hubiera hecho con Massingham. Con los ojos fijos en la carretera, pensó en voz alta:
– Una vez el asesino decidió quemar el dietario, supo que necesitaba llevarse las cerillas a la iglesia. Berowne no fumaba, por lo que no podía haber un encendedor en el cadáver. Evidentemente, hubiera sido una imprudencia utilizar su propio encendedor, si es que lo tenía, y no podía estar seguro de encontrar cerillas en la sacristía. Y cuando las encontró, la caja estaba encadenada y resultaba más fácil y rápido utilizar la caja que llevaba consigo. El tiempo era vital. Por consiguiente, volvemos a alguien que conocía a sir Paul, que conocía sus hábitos, que sabía dónde se encontraba el martes por la noche, pero que no estaba familiarizado con la iglesia. Sin embargo, difícilmente podía llevar el dietario en la mano cuando llegó. Por lo tanto, llevaba una chaqueta o un abrigo con bolsillos amplios. O tal vez una bolsa o algo por el estilo, un macuto, una cartera, un maletín de médico.
Dalgliesh observó:
– También pudo haberlo llevado en medio de un periódico doblado.
Kate prosiguió:
– Llama a la puerta. Sir Paul le franquea la entrada. Pide ir al lavabo. Deja su bolsa allí, junto con las cerillas y el dietario. Se quita ropa. Tal vez se queda desnudo. Después vuelve a la sacristía pequeña. Pero esto empieza a parecer extraño, señor. Su víctima no hubiera permanecido allí, esperando tranquilamente. Seguro que no al encontrarse ante un hombre desnudo y con una navaja abierta en la mano. Paul Berowne no era viejo ni estaba enfermo o debilitado. Se hubiera defendido. No es posible que ocurriera así.
– Concéntrese en las cerillas.
– Pero debía de estar desnudo cuando cometió el crimen. Al menos, desnudo hasta la cintura. Él sabía que correría la sangre en abundancia. No podía correr el riesgo de mancharse la ropa. Pero… ¡Claro! Primero atonta a su víctima de un golpe. Después va a buscar la navaja, se desnuda y efectúa la operación delicada. Vuelve al lavabo. Se lava rápidamente pero a fondo, y vuelve a vestirse. Después, finalmente, quema el dietario. Así puede estar seguro de que no habrá sangre en la reja de la chimenea. Debió de ocurrir todo por este orden. Finalmente, tal vez por hábito, se mete la caja de cerillas en el bolsillo de la chaqueta. Esto sugiere que estaba acostumbrado a llevar cerillas. Un fumador, tal vez. Debió de tener un sobresalto al meterse la mano en el bolsillo más tarde y encontrarlas, y comprender que hubiera debido dejarlas en el lugar del crimen. ¿Por qué no regresó? Demasiado tarde, tal vez. O acaso no se sintiera capaz de entrar nuevamente allí.
Dalgliesh dijo:
– O acaso sabía que una segunda visita aumentaría el riesgo de ser visto, o de dejar alguna pista en la sacristía. Pero supongamos que el asesino se llevó su caja de cerillas adrede. ¿Qué sugiere esto?
– Que la caja que utilizó podía serle atribuida. Pero esto es improbable, desde luego. Utilizaría una marca corriente, una de esas cajas que hay a millones. Y no pudo saber que encontraríamos aquella cerilla medio quemada. Tal vez se la llevó porque era una caja que alguien podía echar en falta. Tal vez planeara devolverla, y esto significa que no fue a la iglesia desde su propia casa. Lógicamente, él venía de Campden Hill Square, donde se había apropiado del dietario y también de la caja de cerillas. Pero, en este caso, si la caja de cerillas procedía de casa del propio Berowne, ¿por qué no dejarla en el escenario del crimen? Aunque se averiguase la procedencia de la caja, sólo podía llevarnos hasta el propio Berowne. Por lo tanto, hemos de pensar de nuevo en un simple error. Una cuestión de hábito. Se metió la caja en el bolsillo.
Dalgliesh dijo:
– Si lo hizo, no debió de preocuparle mucho después de la primera impresión causada por el descubrimiento. Se diría que nosotros supondríamos que Berowne utilizó las cerillas de la caja encadenada, o que pensaríamos que las cerillas se habían quemado junto con el dietario. O acaso llegáramos a la suposición de que pudo haber utilizado una cerilla de uno de esos estuches que se obtienen en hoteles y restaurantes, lo bastante pequeñas como para consumirse sin dejar traza. Desde luego, no cabe imaginar a Berowne como un hombre que recogiera cerillas del restaurante, pero la defensa podría argumentar que esto fue lo ocurrido. No es éste, precisamente, un momento propicio para solicitar acusación sólo por las pruebas forenses, y no hablemos ya de ese par de centímetros de cerilla medio quemada.
Kate preguntó:
– ¿Cómo cree usted que ocurrió, señor?
– Posiblemente, de modo muy parecido a lo que usted ha descrito. Si sir Paul se hubiera encontrado ante un asaltante desnudo y armado, dudo que hubiéramos encontrado lo que encontramos en aquella habitación. No había señal de lucha, lo cual sugiere que primero debió de quedar aturdido por un golpe. Hecho esto, el asesino emprendió su trabajo, con rapidez, expertamente, sabiendo perfectamente lo que había de hacer. Y no necesitó mucho tiempo. Un par de minutos para desnudarse y coger la navaja. Menos de diez segundos para cometer el asesinato. Por consiguiente, el golpe para aturdir a la víctima no tuvo que ser muy fuerte. De hecho, debió de estar muy bien calculado, para no dejar una contusión sospechosamente grande. Pero hay otra posibilidad. Pudo haber puesto algo alrededor de la cabeza de Berowne, y de este modo haberlo derribado. Algo blando, un pañuelo de cuello, una toalla, su propia camisa. O tal vez un lazo corredizo, un cordón, un pañuelo de bolsillo.
Kate objetó:
– Pero en este caso debió procurar no apretarlo demasiado, para no estrangular a su víctima. La causa de la muerte había de ser la herida en la garganta. ¿Y no hubiera dejado marcas un pañuelo?
Dalgliesh contestó:
– No necesariamente. No, una vez terminada su labor de carnicero. Pero tal vez sepamos algo a través de la autopsia de esta tarde.
Y de pronto, ella se encontró de nuevo en la sacristía pequeña, viendo otra vez aquella cabeza medio seccionada, viendo todo el cuadro vívidamente, nítidamente, tan claro como un grabado en color. Y esta vez no tuvo aquel bendito momento de preparación, ninguna posibilidad de preparar su mente y sus músculos para lo que sabía que había de contemplar. Sus manos, con los nudillos muy blancos, apretaron el volante. Por un momento, imaginó que el coche se había parado, que había pisado el pedal del freno, pero seguían avanzando suavemente, a lo largo de Finchley Road. Era extraño, pensó, que el horror, brevemente recordado, pudiera ser a veces más terrible que la realidad. Pero su compañero estaba hablando. Debía de haberse perdido unos segundos de lo que él estaba diciendo. Sin embargo, le había oído hablar sobre la autopsia, diciendo que tal vez le gustara a ella asistir a la misma. Normalmente, esta sugerencia, que había de traducir como una orden, le hubiera agradado. La hubiera recibido con satisfacción, como una nueva afirmación de que ella formaba parte, realmente, de su equipo. Pero ahora, por primera vez, notó un espasmo de repugnancia, casi una revulsión. Asistiría, desde luego. No sería ésta su primera autopsia. No temía ponerse en ridículo. Podía mirar, sin sentirse mareada. En la escuela de adiestramiento de detectives, había visto a sus compañeros varones tambalearse en la sala de autopsias, mientras ella se mantenía firme. Era importante estar presente en la autopsia, si el forense lo permitía. Se podían aprender muchas cosas, y ella ansiaba aprender. Su abuela y la asistenta social la estarían esperando a las tres, pero tendrían que limitarse a esperar. Había intentado, aunque no con un gran afán, encontrar un momento en aquel día para telefonear y decir que no podría ir. Sin embargo, se dijo que ello no era necesario, pues su abuela debía de saberlo ya. Intentaría ir un rato al finalizar la jornada, si no era demasiado tarde. Pero ahora, para ella y en este momento, los muertos habían de tener prioridad sobre los vivos. No obstante, por primera vez desde que se había incorporado al CID, una vocecilla traicionera, que hablaba con un tono desconfiado, le preguntaba qué era, exactamente, lo que su trabajo le estaba haciendo.
Había elegido ser oficial de la policía deliberadamente, sabiendo que este trabajo era el apropiado para ella. Pero nunca, desde el primer momento, se había hecho ilusiones al respecto. Era una tarea en que la gente, cuando necesitaba a la policía, exigía que ésta se personara en el acto, incuestionablemente, efectivamente, y cuando no la necesitaba, prefería olvidar que existía. Era un trabajo en el que a veces se exigía actuar con gente cuya compañía resultaba indeseable, y mostrar respeto a unos superiores que inspiraban muy poco respeto o ninguno, un trabajo en el que una podía encontrarse como aliada de hombres a los que se despreciaba y enfrentada a algunos hacia los que, más a menudo de lo que cabía suponer, con mayor frecuencia de lo que convendría, se sentía simpatía, incluso compasión. Ella conocía las cómodas ortodoxias según las cuales la ley y el orden eran la norma y el crimen era la aberración, y la vigilancia en una sociedad libre sólo podía realizarse con el consentimiento de los vigilados, incluso, presumiblemente, en aquellas zonas donde la policía siempre había sido considerada como enemigo y que ahora había sido elevada a convenientes estereotipos de opresión. Pero ella tenía su propio credo. Mantenía la cordura sabiendo que la hipocresía podía ser políticamente necesaria, pero que no por ello había que creer en ella. Mantenía la honradez, puesto que de lo contrario el oficio no tenía ningún sentido. Cumplía las órdenes para que los colegas del otro sexo la respetaran, incluso si resultaba excesivo esperar que simpatizaran con ella. Mantenía una vida privada limpia, sin embrollos. Había suficientes hombres en el mundo sin verse una atrapada por líos de sexo con los colegas. No caía en el fácil hábito de la obscenidad, puesto que ella ya había tenido suficientes conocimientos de ello en los Ellison Fairweather Buildings. Sabía hasta qué punto podía esperar razonablemente ascender y cómo se proponía llegar a tales niveles. No se creaba enemigos innecesarios, pues ya le resultaba bastante difícil a una mujer ascender sin que le pusieran la zancadilla por el camino. Al fin y al cabo, todo trabajo presentaba sus desventajas. Las enfermeras se acostumbraban al olor de los vendajes y de las sábanas, de los cuerpos sin lavar, a los dolores de otras personas y al olor de la muerte. Ella había decidido su opción y ahora, más que nunca, no se arrepentía de ello.
El hospital donde Miles Kynaston trabajaba como forense llevaba años necesitando una nueva sala de autopsias, pero las instalaciones para los pacientes vivos habían gozado de prioridad sobre las destinadas a los difuntos. Kynaston refunfuñaba al respecto, pero Dalgliesh sospechaba que en realidad no le importaba en demasía. Disponía del equipo que necesitaba y la sala de autopsias en la que trabajaba era un territorio familiar en el que él se encontraba tan cómodo como si se hubiera enfundado en un batín viejo. No deseaba en realidad verse trasladado a un lugar más amplio, más lejano y más impersonal, y sus quejas ocasionales no eran más que unos ruidos rituales destinados a recordar al comité médico la existencia de un Departamento de Patología Forense.
Sin embargo, era inevitable que cada vez se produjera un cierto apiñamiento. Dalgliesh y sus oficiales se encontraban allí principalmente por interés más que por necesidad, pero el sargento responsable de las pruebas, el oficial de huellas, los oficiales que habían explorado el escenario del crimen y recogido sus sobres, botellas y tubos, ocupaban un espacio necesario. La secretaria de Kynaston, una mujer obesa y de mediana edad, jovialmente eficiente como presidente del Instituto Femenino, vestida con su traje sastre de tela gruesa, estaba acurrucada en el rincón, con una gran bolsa a sus pies. Dalgliesh siempre esperaba que sacara de ella su labor de punto. A Kynaston siempre le había desagradado utilizar un magnetófono, y de vez en cuando se dirigía hacia ella y le dictaba sus hallazgos con unas frases telegráficas y pronunciadas en voz baja, pero que ella parecía entender. Kynaston siempre trabajaba con música, generalmente barroca y a menudo procedente de un cuarteto de cuerda: Mozart, Vivaldi, Haydn. Esa tarde, la grabación era una que Dalgliesh reconoció inmediatamente, puesto que también él tenía el disco: Neville Marriner dirigiendo el Concierto en sol para viola, de Telemann. Dalgliesh se preguntó si su tono enigmático y melancólico procuraba a Kynaston una catarsis necesaria, si era ésta su manera de intentar dramatizar las indignidades rutinarias de la muerte, o si, como los pintores de brocha gorda y otros operarios con empleos menos singulares, simplemente le agradaba oír música mientras trabajaba.
Dalgliesh observó, con una mezcla de interés y de irritación, que Massingham y Kate mantenían los ojos clavados en las manos de Kynaston, con una atención que sugería que les asustaba apartar la mirada por si, inadvertidamente, llegaban a encontrar sus ojos. Se preguntó cómo supondrían que veía aquel ritual de destripamiento teniendo algo que ver con Berowne. El despego, que había llegado a ser para él una segunda naturaleza, se veía ayudado por la práctica eficiencia con que los órganos eran extraídos, examinados, embotellados y etiquetados. Sentía exactamente lo mismo que cuando, siendo él un joven aspirante, había presenciado su primera autopsia: sorpresa ante los brillantes colores de las espirales y bolsas que colgaban de las manos enguantadas y ensangrentadas del forense, y una admiración casi infantil al pensar que una cavidad tan pequeña pudiera contener una colección tan grande y diversa de vísceras.
Después, mientras se lavaban meticulosamente las manos en el lavabo, Kynaston por necesidad y Dalgliesh por una pulcritud que le hubiera resultado difícil explicar, este último preguntó:
– ¿Qué puede decirse sobre la hora de la muerte?
– No hay motivo para alterar el cálculo que hice en el lugar de autos. Las siete, como lo más temprano. Digamos entre las siete y las nueve. Podré ser un poco más preciso cuando se haya analizado el contenido del estómago. No había señales de lucha. Y si Berowne fue atacado, no intentó protegerse. No hay cortes en la palma de la mano. Bien, usted mismo lo ha visto. La sangre de la palma de la mano derecha procedía de la navaja, y no de cortes producidos al intentar defenderse de ella.
Dalgliesh preguntó:
– ¿De la navaja o de la hemorragia de la garganta?
– Eso también es posible. Desde luego, la capa de sangre en la palma era algo más gruesa de lo que cabía esperar. En cualquiera de los dos casos, nada viene a complicar la causa de la muerte. En ambos, se trata del clásico corte a través del ligamento tiroideo, que lo secciona todo, desde la piel hasta la columna vertebral. Berowne era un hombre saludable y nada permite creer que no hubiera vivido hasta una edad muy avanzada de no haberle cortado alguien la garganta. Y Harry Mack estaba en mejor forma, médicamente hablando, de lo que yo hubiera esperado. Un hígado no muy saludable, pero que todavía hubiera resistido unos cuantos años más de excesos antes de darse por vencido. El laboratorio examinará los tejidos del cuello en el microscopio, pero no creo que esto le proporcione ninguna pista. No hay ninguna señal de ligadura junto a los bordes de la herida. El chichón en la nuca de Berowne es superficial, y probablemente se lo hizo al caerse.
Dalgliesh observó:
– O al ser derribado.
– O al ser derribado. Tendrá que esperar el informe del laboratorio sobre la mancha de sangre, antes de poder progresar mucho más en sus pesquisas, Adam.
Dalgliesh dijo:
– E incluso en el caso de que aquella mancha no fuese de la sangre de Harry Mack, todavía no está usted dispuesto a decir que Berowne no fuera capaz de avanzar a tropezones hacia Harry, incluso con los dos cortes superficiales en la garganta.
Kynaston contestó:
– Yo diría que es improbable. No podría decir que fuese imposible. Y no estamos hablando simplemente de los cortes superficiales. ¿Recuerda aquel caso citado por Simpson? El suicida prácticamente se rebanó la cabeza, y sin embargo permaneció consciente el tiempo suficiente para echar a patadas, escaleras abajo, al hombre de la ambulancia.
– Pero si Berowne mató a Harry, ¿por qué regresar a la cama para terminar con su propia vida?
– Una asociación natural: cama, sueño, muerte. Si había decidido morir en su cama, ¿por qué cambiar de opinión sólo por el hecho de haber tenido que matar primero a Harry?
– No fue necesario. Dudo de que Harry hubiera llegado a él con tiempo para impedir aquel corte final. Es algo que va contra el sentido común.
– O contra la idea que usted tiene de Paul Berowne.
– Ambas cosas. Fue un doble asesinato, Miles.
– Le creo, pero le va a costar lo suyo demostrarlo y no creo que mi informe sirva para mucho en ese sentido. El suicidio es el más privado y misterioso de todos los actos, inexplicable porque el actor principal nunca está presente para explicarlo.
Dalgliesh añadió:
– A menos, desde luego, que deje detrás de él su testimonio. Si Berowne decidió matarse, yo hubiera esperado encontrar alguna nota, un intento de explicación.
Kynaston repuso enigmáticamente:
– El hecho de que usted no la encontrara no significa necesariamente que él no la escribiera.
Cogió un nuevo par de guantes de goma y dejó que la máscara se deslizara sobre su boca y su nariz. Estaban entrando ya un nuevo cadáver. Dalgliesh consultó su reloj. Massingham y Kate podrían regresar en coche al Yard y continuar con el papeleo. Él tenía otra cita. Después de las frustraciones de aquel día necesitaba un leve descanso, incluso obsequiarse con un pequeño regalo. Se proponía extraer información de manera más agradable que a través de un interrogatorio policial. Aquella mañana, mucho más temprano, había telefoneado a Conrad Ackroyd y había sido invitado a tomar un civilizado té de la tarde con el propietario y director de la Paternoster Review.
Conrad y Nellie Ackroyd vivían en una villa eduardiana, cuidadosamente estucada, en Saint John's Wood, con un jardín que llegaba hasta el canal. Era una casa que, según se decía, había hecho construir Eduardo VII para una de sus queridas, y que Nellie Ackroyd había heredado de un tío soltero. Ackroyd se había instalado en ella, procedente de su apartamento de la ciudad, situado sobre las oficinas de la revista Paternoster, tres años después de casarse, y había acomodado satisfactoriamente sus libros, sus pertenencias y su vida, de acuerdo con los gustos de Nellie en cuanto a comodidad y vida hogareña. Ahora,.aunque tenían una sirvienta, fue él mismo el que abrió la puerta a Dalgliesh, con sus ojos negros tan brillantes de expectativa como los de un niño.
– Adelante, adelante. Sabemos para qué vienes, querido amigo. Es sobre mi pequeño escrito en la Review. Me alegra que no hayas juzgado necesario venir acompañado. Estamos bien dispuestos para ayudar a la policía en sus pesquisas, como decís vosotros con tanto tacto cuando habéis atrapado a vuestro hombre y le estáis retorciendo los brazos en una pequeña habitación sin ventanas, pero yo me limitaré a ofrecer el té a un individuo corpulento que desgasta los muelles de mi sofá y se come mis bocadillos de pepino con una mano, mientras con la otra apunta todo lo que diga.
Dalgliesh repuso:
– Un poco más de seriedad, Conrad. Estamos hablando de un asesinato.
– ¿De veras? Corrió el rumor -sólo un rumor, desde luego- de que Paul Berowne pudo haberse montado su propio viaje. Me alegro de que no sea verdad. El asesinato es más interesante y mucho menos deprimente. Resulta poco considerado que los amigos de uno se suiciden; es algo demasiado parecido a querer dar un buen ejemplo. Pero todo esto puede esperar. Primero, el té.
Y voceó desde el pie de la escalera:
– ¡Nellie, querida, ha llegado Adam!
Al mirarle, mientras le precedía hacia la sala de estar, Dalgliesh pensó que no parecía haber envejecido ni un día desde que se conocieron. Daba una impresión de obesidad, tal vez a causa de su cara casi redonda y de sus carnosas mejillas de marsupial. Pero sus carnes eran firmes y se mostraba activo, moviéndose con la gracia de un bailarín. Sus ojos eran pequeños y un tanto sesgados hacia arriba. Cuando se divertía, reducía todavía más su tamaño entre dos pliegues gemelos de carne. Lo más notable de su rostro era la continua movilidad de su boca, pequeña y bien formada, que él utilizaba como un foco húmedo de emoción. Apretaba los labios para mostrar desaprobación, los inclinaba hacia abajo como los de un niño para revelar desaprobación o disgusto, y los alargaba y curvaba cuando sonreía. No parecía que se estuviera quieta ni un solo momento, ni que tuviera nunca la misma forma. Incluso en reposo, fruncía los labios como si disfrutara del sabor de su lengua.
Nellie Ackroyd era tan esbelta como él robusto. Rubia en vez de morena como él, y además le llevaba sus buenos ocho centímetros de estatura. Sus largos y rubios cabellos formaban una trenza alrededor de su cabeza, según la moda de los años veinte. Sus faldas de lana estaban bien cortadas pero eran más largas de lo que había sido usual durante medio siglo, y las acompañaba invariablemente con una holgada chaqueta de punto. Los zapatos eran puntiagudos, con cordones. Dalgliesh recordaba a una de las maestras de la escuela dominical de su padre que hubiera podido ser perfectamente su doble. Cuando ella entró en la habitación, por un momento él se sintió transportado a aquella sala de la iglesia del pueblo, sentado en círculo con los otros niños, en sus bajas sillas de madera, y esperando que la señorita Mainwaring repartiera aquella estampa dominical, una imagen bíblica en colores que él mojaba y pegaba con infinitas precauciones en el espacio de su tarjeta correspondiente a aquella semana. Le había sido simpática la señorita Mainwaring -muerta ya desde hacía más de veinte años, de cáncer, y enterrada en aquel distante cementerio de Norfolk- y simpatizaba también con Nellie Ackroyd.
El matrimonio de los Ackroyd había dejado estupefactos a sus amigos y había sido motivo de libidinosas especulaciones para sus escasos enemigos. Pero cada vez que se encontraba con ellos Dalgliesh no dudaba de que juntos eran auténticamente felices y cada vez se maravillaba ante la variedad infinita del matrimonio, aquella relación a la vez tan privada y pública, tan llena de convenciones y al mismo tiempo tan anárquica. En su vida privada, Ackroyd gozaba de la reputación de ser uno de los hombres más amables de Londres. Sus víctimas indicaban que bien podía permitirse este lujo, ya que un número de la Paternoster Review contenía normalmente suficiente bilis para satisfacer toda la vida de un hombre. Las reseñas de los nuevos libros y obras de teatro eran siempre agudas y amenas, a veces perspicaces y ocasionalmente crueles, y constituían una forma de entretenimiento quincenal apreciada por todos, excepto por las víctimas. Incluso cuando el suplemento literario del Times cambió su práctica, la Paternoster siguió conservando el anonimato de sus críticos. Ackroyd era de la opinión de que ninguno de ellos, ni siquiera el más escrupuloso o desinteresado, podía ser totalmente sincero si su texto iba firmado, y preservaba la confianza de sus colaboradores con el celo exquisito del director consciente de que difícilmente ha de encontrarse ante una demanda judicial. Dalgliesh sospechaba que las reseñas más incisivas las escribía el propio Ackroyd, instigado por su esposa, y se recreaba con una imagen privada de Contad y Nellie sentados en sus camas separadas y comunicándose sus más felices inspiraciones a través de la puerta abierta de comunicación.
Cada vez que se encontraba con ellos le impresionaba aquella autonomía, equivalente a una conspiración, en su felicidad conyugal. Si alguna vez hubo un matrimonio de conveniencia, era éste. Ella era una cocinera magnífica y a él le entusiasmaba la comida. A ella le gustaba cuidar a los enfermos, y él padecía cada invierno una leve bronquitis recurrente, así como ataques de sinusitis que exacerbaban su discreta hipocondría y que a ella le permitían entregarse con satisfacción a darle friegas en el pecho y prepararle inhalaciones. Dalgliesh, aunque era el menos curioso de todos los hombres acerca de la vida sexual de sus amistades, no podía resistir el preguntarse de vez en cuando si el matrimonio había llegado incluso a consumarse. En conjunto, juzgaba que sí. Ackroyd era un acérrimo seguidor de la legalidad. Y al menos una noche de su luna de miel debió de cerrar los ojos y pensar en Inglaterra. Y después de ese necesario sacrificio a las exigencias legales y teológicas, los dos se habían entregado plenamente a los aspectos más importantes del matrimonio, la decoración de su casa y el estado de los bronquios de Conrad.
Dalgliesh no llegaba con las manos totalmente vacías. Su anfitriona era una coleccionista apasionada de los cuentos para niñas de los años veinte y treinta, y su serie de primeras ediciones de Angela Brazil era particularmente notable. Los estantes de su sala de estar atestiguaban su adicción a esta poderosa nostalgia, con sus libros en los que una serie de heroínas de pecho plano, con blusas y botas, llamadas Dorothy o Magde, Marjorie o Elspeth, manejaban con vigor palos de hockey, revelaban la trampa perpetrada en el partido de campeonato, o desempeñaban un papel esencial para desenmascarar espías alemanes. Dalgliesh había encontrado su primera edición unos meses antes en una librería de segunda mano en Marylebone. El hecho de que no pudiera recordar con exactitud cuándo o dónde le demostraba el largo tiempo transcurrido desde la última vez que viera a los Ackroyd. Sospechaba que éstos eran visitados con frecuencia por personas que, como él mismo, deseaban algo, generalmente información. Dalgliesh reflexionó de nuevo sobre la extravagancia de unas relaciones humanas en que la gente se describía a sí misma como amigos a los que no les importaba no verse entre sí durante años, y que sin embargo, cuando se encontraban, podían reanudar su intimidad como si no hubiera existido el menor intervalo de olvido. No obstante, su mutua vinculación era totalmente auténtica. Cabía que Dalgliesh sólo les visitara cuando necesitaba algo, pero siempre se alegraba de sentarse en la elegante sala de estar de Nellie Ackroyd y contemplar el centelleo del cañal a través del invernadero eduardiano. Al reposar ahora sus ojos en él, le resultaba difícil creer que aquel agua moteada por la luz y vista a través de las cestas colgantes de un abigarrado conjunto de hiedra y geranios rojos era la misma que, tres kilómetros más arriba, fluía como una amenaza líquida a través de los oscuros túneles y discurría, fangosa, ante la puerta sur de la iglesia de Saint Matthew.
Entregó su obsequio con el acostumbrado y casto beso que parecía haberse convertido en una convención social incluso entre amistades relativamente recientes.
– Es para ti -dijo-. Creo que se llama Dulcy juega fuerte.
Nellie Ackroyd desenvolvió el paquete lanzando un gritito de placer.
– No seas malo, Adam. Se llama Dulcy sabe jugar. ¡Es magnífico, y además está en perfecto estado! ¿Dónde lo encontraste?
– En Church Street, creo. Me alegro de que todavía no lo tuvieras.
– He estado buscándolo durante años. Esto completa mis Brazils anteriores a 1930. Conrad, querido, ¡mira lo que me ha traído Adam!
– Muy amable por tu parte, muchacho. Ah, aquí llega el té.
Fue servido por una criada ya de edad, y depositado delante de Nellie Ackroyd con un cuidado casi ritual. Era un té más que completo. Finas rebanadas de pan sin corteza y con mantequilla, una bandeja de bocadillos de pepino, bollos hechos en casa con nata y mermelada, y un pastel de frutas. Le recordó los tés de la rectoría en su infancia, los clérigos visitantes y los ayudantes de la parroquia, sosteniendo sus anchas tazas en el salón desvencijado pero confortable de su madre, y se recordó a sí mismo, cuidadosamente peinado, haciendo circular los platos. Era extraño, pensó, que la visión de una fuente con finas rebanadas de pan untadas con mantequilla pudiera evocar todavía aquella momentánea pero aguda punzada de dolor y nostalgia. Al observar cómo Nellie alineaba con exactitud las tazas, sospechó que toda la vida de aquel matrimonio estaba regida por pequeños rituales diurnos: el té de la mañana, el cacao o la leche como última cosa por la noche, las camas cuidadosamente preparadas, con el camisón y el pijama extendidos sobre ella. Y eran ahora las cinco y cuarto, la oscuridad de aquel día otoñal pronto anunciaría la caída de la tarde, y esa pequeña ceremonia del té, tan inglesa, tenía como motivo propiciar las furias del atardecer. No estaba seguro de si a él le agradaría vivir así, pero como visitante juzgaba que aquel ambiente era relajante y se guardaba de menospreciarlo. Al fin y al cabo, también él tenía sus dispositivos para mantener a raya la realidad. Dijo:
– Ese artículo en la Review… Supongo que no pensarás convertir tu periódico en una nueva revista de murmuraciones.
– Ni mucho menos, mi querido amigo. Sin embargo, a la gente le gusta de vez en cuando alguna habladuría. Estoy pensando en incluirte a ti en nuestra nueva columna «Cuál es su tema de conversación». Personas incongruentes a las que se ha visto cenar juntas. Adam Dalgliesh, poeta y detective, con Cordelia Gray en Mon Plaisir, por ejemplo.
– Tus lectores deben de llevar unas vidas muy aburridas si es que encuentran algún interés en el hecho de que una joven y yo cenemos virtuosamente pato a la naranja.
– Una joven muy hermosa que cene con un hombre que le lleva veinte años siempre es interesante para nuestros lectores. Les da esperanzas. Y tú tienes muy buen aspecto, Adam. Es evidente que esta nueva aventura te sienta bien. Me estoy refiriendo a tu nuevo trabajo, claro está. ¿No eres tú el que manda la brigada del crimen delicado?
– Eso no existe.
– No, es el nombre que le doy yo. En la Policía Metropolitana probablemente la llaman C3A, o algo así de aburrido. Pero tú sabes a qué me refiero. Si el primer ministro y el jefe de los socialdemócratas ingieren arsénico mientras cenan juntos en secreto para planear una coalición, y se ve el cardenal arzobispo de Westminster y a Su Gracia de Canterbury abandonando misteriosamente, de puntillas, el lugar del suceso, no nos interesa que el CID local irrumpa allí, ensuciando las alfombras con sus zapatones del cuarenta y cinco. ¿No es ésta, más o menos la idea?
– Un guión fascinante, aunque improbable. ¿Y si se encontrara al director de una revista literaria muerto de una paliza, y se observara que un oficial de detectives abandonaba el lugar de puntillas? ¿Qué originó tu artículo sobre Paul Berowne, Conrad?
– Un comunicado anónimo. Y no es necesario que adoptes una expresión de disgusto. Todos sabemos que vosotros os sentáis en las tabernas para pagar dinero de nuestros contribuyentes a los más sórdidos ex presidiarios, a cambio de informaciones recibidas, en su mayor parte, sin duda, de una exactitud más que dudosa. Estoy bien enterado de esas confidencias. Sin embargo, yo ni siquiera tuve que pagar por ésta. Me llegó por correo, totalmente gratuita.
– ¿Quién más la recibió, si es que lo sabes?
– Llegó a tres diarios, dirigida a los redactores de las columnas de chismes. Decidieron esperar antes de utilizar el material.
– Muy prudentes. Tú lo comprobaste.
– Naturalmente, lo comprobé. Al menos, Winifred lo hizo.
Winifred Forsythe era, nominalmente, la ayudante editorial de Ackroyd, pero había pocas tareas relacionadas con la Review que ella no supiera manejar, y no dejaba de haber quienes aseguraban que era el poder financiero de Winifred lo que mantenía a flote la revista. Tenía la apariencia, la manera de vestir y la voz de un ama de llaves victoriana, y era una mujer intimidante, acostumbrada a salirse con la suya. Tal vez a causa de cierto temor atávico a la autoridad femenina, pocas personas se atrevían a enfrentarse a ella, y cuando Winifred hacía una pregunta esperaba recibir la oportuna respuesta. Más de una vez Dalgliesh había deseado tenerla en su plantilla de colaboradores.
Ackroyd dijo:
– Empezó por telefonear a la casa de Campden Hill Square y preguntar por Diana Travers. Contestó una mujer, que no era lady Berowne ni lady Ursula. Se trataba de una sirviente o una asistenta; Winifred dijo que no le había sonado a secretaria, ya que no mostró la suficiente autoridad ni tenía un tono de voz competente. Por otra parte, Berowne nunca tuvo una secretaria en su casa. Era, probablemente, el ama de llaves. Cuando oyó la pregunta, guardó silencio y se le escapó una especie de resuello. Después dijo: «La señorita Travers no está aquí, se marchó». Winifred preguntó si tenían una dirección y ella contestó negativamente y colgó el teléfono con cierta brusquedad. No fue una reacción bien montada. Si querían ocultar el hecho de que la Travers había trabajado allí, hubieran tenido que adiestrar a esa mujer con más eficiencia. En la encuesta no se mencionó el hecho de que la joven había trabajado para Berowne, y nadie más parece estar relacionado con el hecho. Sin embargo, parecía que nuestro anónimo estaba en lo cierto, al menos en uno de sus datos. No cabía duda de que a la Travers se la conocía en Campden Hill Square.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Y después?
– Winifred fue al Black Swan. Debo admitir que el pretexto que empleó no era particularmente convincente. Les dijo que estábamos pensando en escribir un artículo sobre personas ahogadas en el Támesis. Podíamos confiar en que nadie hubiera oído hablar de la Paternoster Review, de modo que la incongruencia esencial de la consulta no podía ser demasiado aparente. Aun así, todos se mostraron curiosamente cautelosos. El propietario -no recuerdo su nombre, creo que era un francés- no estaba allí cuando Winifred llegó, pero las personas con las que habló habían sido bien adiestradas. Después de todo, a ningún propietario de restaurante le gusta que se produzca una muerte en el local. En plena vida nos acecha la muerte, pero cabe esperar que no lo haga en plena cena. Meter unas infortunadas langostas vivas en agua hirviendo es una cosa -a propósito, ¿cómo puede creer la gente que ellas no lo notan?-, pero un cliente ahogado en el local es otra cosa muy diferente. No es que el Támesis pueda considerarse exactamente como su local, pero ésta es la teoría general. Demasiado cerca para resultar cómodo. A partir del momento en que uno del grupo que cenó con ella llegó chorreando para decir que la chica estaba muerta, el propietario y su personal adoptaron posiciones defensivas, y debo reconocer que, al parecer, lo hicieron con una habilidad considerable.
Dalgliesh no dijo que él ya había estudiado los informes de la policía local. Preguntó:
– ¿Qué ocurrió, exactamente? ¿Pudo averiguarlo Winifred?
– La chica, Diana Travers, llegó con un grupo de cinco amigos. Creo que eran, en su mayoría, gente del teatro, o al menos que intentaban serlo. Ninguno de ellos era conocido en este aspecto. Después de cenar armaron un poco de barullo y se dirigieron a la orilla del río, donde se armó cierto jaleo entre ellos. No es cosa que se aliente demasiado en el Black Swan; se tolera, sin duda, cuando se trata de un joven vizconde con buenas relaciones, pero los componentes de aquel grupo no eran ni lo bastante ricos, ni lo bastante aristocráticos, ni lo bastante famosos para permitirse esa conducta. El propietario se estaba preguntando si debía enviar a alguien para hacerles una advertencia, cuando el grupo se trasladó más arriba y se encontró más o menos fuera del alcance del oído.
Dalgliesh apuntó:
– Supongo que para entonces habrían pagado ya la cuenta…
– Sí, desde luego, todo estaba pagado.
– ¿Quién pagó?
– Bien, esto tal vez te sorprenda. Pagó Dominic Swayne, el hermano de Barbara Berowne. Era su fiesta. Él reservó la mesa y él pagó.
Dalgliesh dijo:
– Ese joven debía de llevar la cartera bien repleta si pudo pagar una cuenta de seis cenas en el Black Swan. ¿Por qué no formaba parte del grupo que celebraba el cumpleaños de su hermana?
– Winifred juzgó que no sería práctico hacer esa pregunta. Sin embargo, se le ocurrió pensar que tal vez él hubiera organizado su fiesta la misma noche para molestar a su hermana o, desde luego, a los que la acompañaban.
Esto también se le había ocurrido a Dalgliesh. Recordó el informe policial. El grupo lo constituían seis personas: Diana Travers, Dominic Swayne, dos chicas estudiantes de teatro y cuyos nombres no recordaba, Anthony Baldwin, diseñador de escenarios y Liza Galloway, que seguía un curso de administración teatral en el City College. Ninguno tenía antecedentes policiales, y de haberlos tenido ello hubiera ocasionado cierta sorpresa. Ninguno había sido investigado por la policía de Thames Valley, y tampoco esto resultaba sorprendente. No había habido nada sospechoso, al menos superficialmente, en la muerte de Travers. Se había sumergido desnuda en el Támesis y se había ahogado con una eficiencia poco espectacular, en cuatro metros de agua infestada por los juncos, en una cálida noche estival.
Ackroyd prosiguió su relato:
– Al parecer, el grupo tuvo el buen gusto, desde el punto de vista de los del restaurante, de no entrar un cadáver envuelto en hierbajos directamente a través de las puertas cristaleras del comedor. Afortunadamente, la puerta lateral que conduce a las cocinas era la más cercana. Las chicas entraron, anunciando a gritos que una de su grupo se había ahogado, mientras Baldwin, que aparentemente se comportó con más sentido común que los demás, trataba de administrar a la joven el «beso de la vida», aunque no con gran eficiencia. El chef salió para sustituirlo, con más experiencia, y estuvo trabajando en ella hasta que llegó la ambulancia. Para entonces, la chica estaba muerta del todo. Probablemente, lo había estado desde el momento en que la sacaron del agua. Pero tú ya estás enterado de todo esto. No irás a decirme que no has estudiado el informe de la encuesta efectuada, ¿verdad?
– ¿Preguntó Winifred si Paul Berowne había estado allí aquella noche? -inquirió Dalgliesh.
– Sí, lo preguntó, con todo el tacto de que fue capaz. Al parecer, se le esperaba. Tenía algún asunto que le impedía unirse al grupo para la cena, pero dijo que intentaría llegar a tiempo para tomar el café con ellos. Poco antes de las diez, llamó por teléfono para decir que le habían entretenido y que no le era posible llegar. El detalle interesante es que estuvo allí…, al menos su coche.
– ¿Cómo descubrió eso Winifred?
– Bien, debo decir que gracias a su astucia y sobre todo a la buena suerte. ¿Supongo que conoces el aparcamiento de coches junto al Black Swan?
Dalgliesh contestó:
– No, nunca he estado allí. Es un placer que todavía me reservo. Explícamelo.
– Pues bien, al propietario le desagrada el ruido de los coches al llegar y al partir, y no le culpo por ello, de modo que el aparcamiento está a unos cincuenta metros del restaurante y rodeado por un alto seto de hayas. No tienen un encargado del aparcamiento, pues es de suponer que resultaría demasiado caro. Los clientes han de caminar esos cincuenta metros y, si llueve, dejan primero a sus invitados ante la puerta, por lo tanto, ese aparcamiento queda aislado y es más o menos privado. Sin embargo, el portero le echa un vistazo de vez en cuando, y se le ocurrió a Winifred que difícilmente pudo Berowne haber dejado su coche allí si en realidad telefoneaba para decir que no podía llegar a tiempo. Después de todo, a cualquiera de aquel grupo se le podía haber ocurrido marcharse poco después, y entonces habría reconocido el coche. Por lo tanto, ella investigó un poco más en los alrededores. Hay una especie de zona libre poco antes de llegar a la A3, frente a una pequeña granja situada a poca distancia de la carretera. Preguntó allí.
– ¿Con qué pretexto? -quiso saber Dalgliesh.
– Bueno, dijo tan sólo que estaba realizando una investigación privada para encontrar un coche robado. La gente siempre contesta a todo, mientras se le hagan las preguntas con suficiente aplomo… Deberías saber esto, mi querido Adam.
– Y tuvo suerte -dijo Dalgliesh.
– Ya lo creo. Un chico de unos catorce años estaba haciendo sus deberes de la escuela en su dormitorio, cuya ventana se encuentra en la fachada del edificio, y vio un Rover negro aparcado. Por ser chico, naturalmente se sintió interesado. Se mostró muy seguro acerca de la marca. Estuvo allí desde las diez, aproximadamente, y seguía allí cuando él se acostó.
– ¿Tomó el número de la matrícula?
– No, esto le hubiera obligado a salir de casa, desde luego, y no se sentía tan intrigado como para tomarse esa molestia. Lo que le interesó fue el hecho de que hubiera sólo un hombre en el coche. Lo aparcó, lo cerró y se encaminó hacia el Black Swan. No es raro que aparquen coches allí, pero generalmente se trata de parejas de enamorados que se quedan dentro del coche.
– ¿Pudo dar una descripción?
– Tan sólo de tipo muy general, pero más o menos correspondía a la de Berowne. Yo estoy convencido de que era su coche y de que él estuvo allí, pero admito que no hay pruebas. Eran las diez de la noche cuando el chico le vio, y en aquella parte no hay farolas. Yo no podía saber con certeza que se encontraba en el Black Swan cuando Diana Travers se ahogó y, como habrás observado en mi artículo, procuré cuidadosamente no decir semejante cosa.
– ¿Consultaste con tus abogados antes de darlo a la imprenta?
– Claro que sí. No es que les gustara mucho, pero tuvieron qué admitir que no podía contener calumnia. Después de todo, era un dato puramente factual. Nuestras habladurías siempre lo son.
Y las habladurías, pensó Dalgliesh, eran como cualquier otro artículo en el mercado. Uno sólo lo recibía si tenía algo de valor que dar. Y Ackroyd, uno de los chismosos más notorios de Londres, tenía fama por la precisión y el valor de sus palabras. Coleccionaba pequeños retazos de información como otros guardan tornillos y clavos. Tal vez no los necesitara para la faena que en un momento dado tenía entre manos, pero antes o después podían resultarle útiles.
Y, por otra parte, le gustaba la sensación de poder que la murmuración le otorgaba. Tal vez redujera para él aquella ciudad vasta y amorfa a unas proporciones manejables, a los pocos centenares de personas que contaban en su mundo y que le daban la ilusión de vivir en un pueblo privado, íntimo pero diverso y no carente de excitación. Y él no era malévolo. Le gustaba la gente y disfrutaba complaciendo a sus amigos. Ackroyd se acurrucaba como una araña en su estudio y tejía su tela de blanda intriga. Le resultaba importante que al menos un hilo de la misma le conectase con un alto funcionario de la policía, como otros, mucho más poderosos, hacían con las camarillas parlamentarias, el teatro, Harley Street o la abogacía. Casi con toda seguridad, había registrado sus fuentes, dispuesto a ofrecer a Dalgliesh una pequeña prima de información. Dalgliesh creyó llegado el momento de buscarla y preguntó:
– ¿Qué sabes de Stephen Lampart?
– No mucho, puesto que la naturaleza me ha ahorrado misericordiosamente la experiencia de los partos. Dos buenas amigas tuvieron sus bebés en su clínica de Hampstead, Pembroke Lodge. Todo fue muy bien; el heredero de un ducado y un futuro banquero mercantil, ambos dados a luz sin problemas y los dos varones, lo cual, tras una serie de niñas, era lo que se pretendía. Tiene fama de ser un buen ginecólogo.
– ¿Y con las mujeres?
– Mi querido Adam, eres un hombre libidinoso. Por ser un ginecólogo, debe de tener particulares tentaciones. Después de todo, las mujeres están siempre dispuestas a mostrar su gratitud de la única manera que las pobrecillas conocen. Sin embargo, él sabe protegerse a sí mismo, y no sólo en lo que se refiere a su vida sexual. Hace ocho años, hubo una querella por calumnia. Tal vez la recuerdes. Un periodista llamado Mickey Case tuvo la mala idea de sugerir que Lampart había efectuado un aborto ilegal en Pembroke Lodge. En aquellos tiempos, las cosas eran algo menos liberales. Lampart se querelló y consiguió daños y perjuicios. Arruinó a Mickey. Desde entonces, no ha habido ni traza de escándalo. No hay nada como la fama de querellante para que uno se salve de la difamación. A veces se rumorea que él y Barbara Berowne son algo más que primos, pero no creo que nadie posea pruebas al respecto. Han sabido ser notablemente discretos y Barbara Berowne, desde luego, desempeñó a la perfección el papel de la amante y hermosa esposa del diputado cuando se le exigió que lo hiciera, lo cual no sucedía muy a menudo. Berowne nunca fue un tipo sociable. Una pequeña cena de vez en cuando, las usuales meriendas electorales, recaudación de fondos y cosas por el estilo. Sin embargo, a ella no se le exigía que se exhibiera en ese papel particular con inconveniente frecuencia. Lo curioso de Lampart es que se pasa la vida trayendo críos al mundo, pero al mismo tiempo le desagradan intensamente los niños. Aunque aquí estoy bastante de acuerdo con él. Hasta las cuatro semanas, son perfectamente encantadores, pero después, todo lo que pueda decirse en favor de los críos es que llega un momento en que han crecido ya. Él tomó sus precauciones contra la procreación; se sometió a una vasectomía.
– ¿Y cómo diablos te has enterado de eso, Conrad?
– Mi querido amigo, no es ningún secreto. La gente suele jactarse de esas cosas. Apenas se la hizo empezó a lucir una de esas corbatas nauseabundas que lo pregonan por ahí. Admito que es una nota bastante vulgar, pero es que en Lampart hay una nota de vulgaridad. Ahora la tiene más controlada, me refiero a la vulgaridad. La corbata está guardada en un cajón junto con, no me cabe duda de ello, otros recuerdos de su pasado.
Y eso no dejaba de ser un premio, pensó Dalgliesh. Si Barbara Berowne estaba embarazada y Lampart no era el padre, ¿quién podía serlo? De haber sido el propio Berowne y haber conocido él este hecho, ¿se hubiera sentido más o menos predispuesto a darse muerte? Probablemente, un jurado hubiera pensado que menos. Para Dalgliesh, que jamás había creído en la teoría del suicidio, esto no tenía una relevancia particular. Sin embargo, la tendría, y muy considerable, para el fiscal, si él, Dalgliesh, agarraba a su hombre y el caso llegaba ante los jueces.
Ackroyd dijo entonces:
– ¿Cómo te fue con la formidable lady Ursula? ¿La conocías ya?
– No. En mi vida social no suelo tratar con hijas de condes. Y, hasta el momento, tampoco había conocido a ninguna en el ámbito de mi trabajo. ¿Qué debería pensar acerca de ella? Dímelo tú.
– Lo que todo el mundo quiere saber acerca de ella -al menos, todos los de su generación- es por qué se casó con sir Henry. Pero resulta que yo conozco la respuesta. La he deducido totalmente por mi cuenta. Tal vez pienses que mi teoría es obvia, pero ello no le restará mérito. Explica por qué tantas mujeres hermosas eligen a hombres tan ordinarios. Es porque una mujer hermosa -y estoy hablando de belleza, no solamente de atractivo- es totalmente ambivalente en lo que respecta a su belleza. Con una parte de su mente sabe que ésta es la cosa más importante que hay en su persona. Y, desde luego, hay que reconocer que así es. Pero con otra parte de su persona desconfía de ello. Al fin y al cabo, sabe que se trata de algo transitorio. Ha de presenciar cómo se desvanece esa belleza. Ella desea ser amada por otra cualidad, en general una que no posee. Por lo tanto, cuando lady Ursula se cansó de todos aquellos jóvenes inoportunos que la rodeaban y la colmaban de cumplidos, eligió al viejo Henry, que durante años la había amado devotamente, que sin duda seguiría amándola hasta que muriese, y que no parecía darse cuenta de que se había apropiado la belleza más admirada de Inglaterra. Al parecer, todo funcionó perfectamente. Ella le dio dos hijos y le fue fiel…, es decir, más o menos. Y ahora, pobrecita, se ha quedado sin nada. El título de su padre se extinguió cuando su único hermano murió en 1917. Y ahora ocurre esto. A no ser, desde luego, que Barbara Berowne lleve en su vientre un heredero, lo cual, dadas las circunstancias, parece improbable.
Dalgliesh preguntó:
– ¿No será la parte menos importante de la tragedia, esa extinción del título de baronet?
– No necesariamente. Un título, particularmente si es antiguo, confiere una confortable sensación de continuidad familiar, casi una especie de inmortalidad personal. Si se pierde, uno empieza a comprender que toda la carne es ceniza. Voy a darte un consejo, mi querido Adam. No subestimes nunca a lady Ursula Berowne.
Dalgliesh repuso:
– No hay peligro de ello. ¿Conociste personalmente a Paul Berowne?
– No. Conocía a su hermano, pero no muy bien. Nos conocimos cuando se hizo novio oficial de Barbara Swayne. Hugo era un anacronismo, más bien un héroe de la primera guerra mundial que un soldado moderno. Casi se esperaba verlo golpeándose los pantalones caqui de montar con su bastón, y llevando espada. Cabía esperar que los de su especie se hicieran matar. Nacen para eso. Si no lo hicieran, ¿qué diablo harían de sus personas cuando envejecieran? Era, desde luego, el hijo predilecto, y con mucho. Era el tipo de hombre al que su madre comprendía, que se había criado junto a ella, con esa mezcla de belleza física, temeridad y encanto. Empecé a interesarme por Paul Berowne cuando decidimos escribir ese corto artículo, pero admito que la mayor parte de información que obtuve sobre él es de segunda mano. Una parte de la tragedia privada de Paul Berowne, desde luego pequeña si la miramos sub specie aeternitatis, la resumió perfectamente Jane Austen. «Su carácter tal vez se agriara un poco al descubrir, como tantos otros de su mismo sexo, que, debido a una injustificable inclinación en favor de la belleza, era el marido de una mujer muy necia.» Orgullo y prejuicio, palabras del señor Bennet.
– Razón y sensibilidad, palabras del señor Palmer. Y cuando uno conoce a Barbara Berowne, esa inclinación no parece tan injustificable.
– ¿Razón y sensibilidad? ¿Estás seguro? Sea como sea, me satisface verme inmune a ese especial atractivo y al impulso de posesión que parece inseparable de él. La belleza sofoca la facultad de crítica. Sabe Dios lo que pensó Berowne estar consiguiendo, aparte de toda una carga de culpabilidad. Probablemente, el Santo Grial.
En general, pensó Dalgliesh, la visita a Saint John's Wood había sido más fructífera incluso de lo que él esperaba. Se entretuvo antes de dar por terminado su té. Debía a su anfitriona, como mínimo, la apariencia de una decente urbanidad, y por otra parte tampoco tenía ningún deseo especial de marcharse con apresuramiento. Relajado por la solícita atención de Nellie Ackroyd, cómodamente instalado en una butaca discretamente mecedora, cuyos brazos y respaldo parecían diseñados precisamente para amoldarse a su cuerpo, y con la vista calmada por el distante fulgor del canal visto a través de aquel invernadero lleno de luz, tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse y despedirse, y emprender su regreso al Yard, recoger a Kate Miskin y llevarla con él a entrevistar a la única hija de Berowne.
Melvin Jones no llevaba la intención de hacer el amor. Había encontrado a Tracy en el lugar de costumbre, la cerca junto al camino de sirga, y habían caminado, rodeando ella con su brazo el suyo y con su cuerpo delgado apretado contra el de él, hasta que llegaron a su lugar secreto, aquella franja de hierba aplanada detrás de los densos saúcos, junto al erguido y muerto tocón de un árbol. Y ocurrió todo como sabía él que ocurriría. El breve y escasamente satisfactorio espasmo y lo que ocurrió antes no presentaron ninguna diferencia con lo que siempre había sucedido.
El intenso olor a tierra y a hojas muertas, el blando suelo bajo sus pies, el cuerpo ávido de ella forcejeando bajo el suyo, el olor de sus axilas, sus dedos arañando su cuero cabelludo, el roce de la corteza del árbol contra su mejilla, el centelleo del canal divisado a través de la hojarasca. Todo terminó, pero después la depresión que siempre seguía fue peor que todo lo que hubiera experimentado antes. Tenía ganas de hundirse en la tierra y gemir en voz alta. Ella murmuró:
– Cariño, tenemos que ir a ver a la policía. Debemos explicarles lo que vimos.
– No fue nada. Tan sólo un coche aparcado frente a la iglesia.
– Frente a la puerta de la sacristía. Frente al lugar donde ocurrió aquello. La misma noche. Y sabemos la hora, más o menos las siete. Pudo ser el coche del asesino.
– No es probable que condujera un Rover negro, y ni siquiera vimos su matrícula.
– Pero tenemos que explicarlo. Si no encuentran a quién lo hizo y vuelve a matar, nunca nos lo perdonaremos.
Esta nota de untuosa rectitud le dio náuseas. Se preguntó por qué no había notado nunca ese tono plañidero en la voz de ella. Sabiendo que de nada iba a servir dijo:
– Me dijiste que tu padre nos mataría si supiera que nos hemos estado viendo. Todas esas mentiras que le has contado, sobre tus clases nocturnas. Dijiste que nos mataría a los dos.
– Pero, cariño, ahora es diferente. Él lo comprenderá. Y siempre podemos casarnos. Les diremos que estamos prometidos.
Claro, pensó él, repentinamente iluminado. A papá, aquel respetable predicador laico, no le importaría con tal que no hubiera escándalo. Papá disfrutaría de la publicidad, de una sensación de importancia. Ellos tendrían que casarse. Papá, mamá y la propia Tracy se asegurarían de ello. Era como si su vida se revelara de pronto en una lenta película de desesperanza, sucediéndose una imagen tras otra a lo largo de los años insoslayables. Trasladarse a la casita de los padres de ella, pues ¿dónde más podían permitirse vivir? Esperar un piso del municipio. El primer bebé llorando en plena noche. La voz plañidera y acusadora de ella. La muerte lenta, incluso del deseo. Un hombre había muerto, un ex ministro, un hombre al que él nunca había conocido, nunca había visto, cuya vida y la suya jamás habían entrado en contacto hasta ese momento. Alguien, su asesino o un automovilista inocente, había aparcado su Rover frente a la iglesia. La policía detendría al asesino, si es que había un asesino, y éste iría a la prisión de por vida, y al cabo de diez años se le dejaría salir, libre de nuevo. Pero él sólo tenía veintiún años y su sentencia perpetua sólo terminaría con su muerte. ¿Y qué había hecho él para merecer semejante castigo? Un pecado tan insignificante, comparado con el asesinato. Tuvo que reprimir un gemido ante tamaña injusticia.
– Está bien -dijo con sorda resignación-. Iremos al puesto de policía de Harrow Road. Les explicaremos lo del coche.
El piso de Sarah Berowne se encontraba en una tétrica hilera de casas victorianas de cinco pisos, cuya recargada y mugrienta fachada distaba unos diez metros de Cromwell Road, situada detrás de un seto de polvorientos laureles y aligustre espinoso y casi privado de hojas. Junto al interfono había una hilera de nueve timbres, el más alto de los cuales ostentaba una sola palabra: «Berowne». La puerta se abrió al empujarla, apenas llamaron, y Dalgliesh y Kate atravesaron un vestíbulo y avanzaron por un estrecho pasillo, con el suelo recubierto de linóleo y las paredes pintadas en el sempiterno crema brillante; el único mobiliario consistía en una mesa para la correspondencia. La caja del ascensor sólo tenía cabida para dos pasajeros. Su pared posterior la cubría casi por completo un espejo, pero mientras la cabina ascendía lentamente y rechinando, la imagen de sus dos figuras tan cerca entre sí que él podía oler el limpio y dulce aroma del cabello de ella, y casi podía imaginar que oía latir su corazón, no hizo nada para disipar su incipiente claustrofobia. Se detuvieron con una sacudida. Al salir al pasillo y volverse Kate para cerrar la reja del ascensor, Dalgliesh vio que Sarah Berowne les esperaba ante su puerta abierta.
La semejanza de familia era casi sobrecogedora. La joven estaba enmarcada frente a la luz de su apartamento, como una frágil sombra femenina de su padre. Tenía los mismos ojos grises y ampliamente separados, la misma inclinación de los párpados, la misma distinción en el porte, pero carente de la pátina masculina constituida por la confianza y el éxito. Los cabellos rubios, sin mechas de oro como los de Barbara Berowne, sino más oscuros, casi rojizos, mostraban ya las primeras hebras grises y colgaban en secos y mortecinos mechones junto a aquella cara alargada de Berowne. Él sabía que sólo tenía veinte años y pico, pero parecía mucho mayor, con aquella piel color de miel exangüe y fatigada. Ni siquiera se molestó en echar una ojeada a su credencial y Dalgliesh se preguntó si es que no le importaba o con ello denotaba un leve gesto de menosprecio. Se limitó a inclinar levemente la cabeza cuando le presentó a Kate, y después se hizo a un lado y les invitó a pasar a la sala de estar, atravesando el recibidor. Una figura familiar se levantó para recibirlos y se encontraron cara a cara con Ivor Garrod.
Sarah Berowne los presentó, pero no explicó el motivo de su presencia. No obstante, no había razón para hacerlo, ya que se trataba de su apartamento y ella podía invitar a quien se le antojara. Eran Kate y él los intrusos, presentes allí, en el mejor de los casos, por invitación o porque no había más remedio, tolerados, rara vez bien acogidos.
Después de la oscuridad del pasillo y de aquel ascensor claustrofóbico, se encontraban ahora en el vacío y la luz. El apartamento era una reconversión a partir de la mansarda del tejado; la sala de estar, de techo muy bajo, abarcaba casi toda la longitud de la casa y su pared norte, totalmente de vidrio y con puertas correderas, daba a un estrecho balcón. Había una puerta en el extremo más distante, que presumiblemente llevaba a la cocina. Dalgliesh supuso que el dormitorio y el baño tenían su entrada por el vestíbulo, en la parte frontal de la casa. Había adquirido la habilidad de captar las características sobresalientes de una habitación sin aquel examen preliminar abierto que él hubiera juzgado ofensivo en cualquier extraño, y mucho más en un policía. Pensaba a veces que no dejaba de ser extraño que un hombre morbosamente sensible respecto a su propia intimidad hubiera elegido un trabajo que le exigía invadir casi a diario la intimidad de los demás. Sin embargo, los espacios donde vivía la gente, y las posesiones personales con las que ésta se rodeaba, eran inevitablemente fascinantes para un detective, una afirmación de identidad que resultaba intrigante en sí misma, pero también como delación de carácter, intereses y obsesiones.
Esa habitación era, evidentemente, a la vez sala de estar y estudio. Estaba amueblada escasamente, pero con comodidad. Había dos grandes y viejos sofás en paredes opuestas, y sobre ellos estantes para libros, el estéreo y un pequeño armario para las bebidas. Ante la ventana había una mesita redonda, con cuatro sillas. La pared situada frente a la ventana estaba recubierta con paneles de corcho en los que se había fijado, con chinchetas, una colección de fotografías. A la derecha había fotos de Londres y de londinenses, evidentemente destinadas a establecer una postura política, parejas elegantemente ataviadas para una fiesta en los jardines de palacio, avanzando sobre el césped de Saint James's Park, con la tarima de la banda de música como fondo; un grupo de negros en Brixton, mirando malhumorados al objetivo; los Queen's Scholars de la escuela de Westminster, decorosamente situados en el interior de la Abadía; un abarrotado patio de recreo Victoriano, con un niño delgado y de ojos tristones que se agarraba a una barandilla como si fuera un animalito aprisionado; una mujer con cara de zorro eligiendo un abrigo de pieles en Harrods; un par de jubilados, con las deformadas manos en sus regazos y sentados muy rígidos, como figuras de Staffordshire, uno a cada lado de su estufa eléctrica de un solo panel. Pensó que el mensaje político era demasiado fácil para llevar mucho peso, pero, en su opinión, las fotografías eran técnicamente válidas y, ciertamente, con una buena composición. A la izquierda del tablero había lo que probablemente había sido un encargo más lucrativo: una hilera de retratos de escritores de fama. Parte de la preocupación de la fotógrafa por las privaciones sociales parecía haber infectado también su trabajo en este sentido. Los hombres, sin afeitar, vestidos despreocupadamente con camisas sin corbata y el cuello abierto, daban la impresión de acabar de tomar parte en un debate literario del Canal 4, o de dirigirse a una bolsa de trabajo de los años treinta, mientras que las mujeres parecían inquietas o a la defensiva, excepto una rolliza abuela famosa por sus novelas detectivescas, que miraba tristemente a la cámara, como si deplorase la nota sanguinaria de su oficio o bien la magnitud de su progreso en él.
Sarah Berowne les indicó el sofá a la derecha de la puerta y ella se sentó en el opuesto. Era, pensó Dalgliesh, una distribución muy poco conveniente para todo lo que no fuera una conversación a gritos. Garrod se acomodó en el brazo del sofá al otro lado de ella, como si se distanciara deliberadamente de los tres. En el último año se había retirado, al parecer voluntariamente, del escenario de la política y últimamente se le oía mucho menos exponer los puntos de vista de la Campaña Revolucionaria Obrera, concentrándose, aparentemente, en su trabajo como asistente social de la comunidad, cualquiera que fuese el significado de esta denominación. Pero se le reconocía inmediatamente como hombre que, incluso en reposo, se comportaba como si conociera perfectamente la fuerza de su presencia física, aunque con esa fuerza sometida a un control consciente. Llevaba unos pantalones vaqueros con una camisa blanca de cuello abierto y tenía un aspecto a la vez deportivo y elegante. Parecía salido, pensó Dalgliesh, de un retrato de los Uffizi, con su rostro florentino alargado y arrogante, la boca generosamente curvada bajo el breve labio superior, la nariz pronunciada y una mata de pelo negro, con unos ojos a los que nada les pasaba por alto. Preguntó:
– ¿Desean beber algo? ¿Vino, whisky o café?
Su tono era casi estudiadamente cortés, pero no sardónico ni tampoco provocativamente obsequioso. Dalgliesh conocía su opinión sobre la Policía Metropolitana, pues la había proclamado con harta frecuencia. Sin embargo, ahora llevaba el juego con mucho cuidado. Habían de estar todos en el mismo bando, al menos por el momento. Dalgliesh y Kate rehusaron su invitación y hubo un breve silencio que rompió Sarah Berowne al decir:
– Han venido a causa de la muerte de mi padre, claro. No creo que pueda decirles gran cosa que sirva de ayuda. Hacía más de tres meses que no lo había visto ni había hablado con él.
Dalgliesh dijo:
– Pero usted estuvo en el sesenta y dos de Campden Hill Square el martes por la tarde.
– Sí, para ver a mi abuela. Tenía una hora libre entre mis citas y quería tratar de descubrir qué estaba sucediendo, con la dimisión de mi padre y los rumores sobre su experiencia en esa iglesia. No había nadie más a quien preguntárselo, con quien hablar. Pero ella había salido a tomar el té. No esperé y me marché alrededor de las cuatro y media.
– ¿Entró en el estudio?
– ¿El estudio?
Pareció sorprendida, pero en seguida dijo:
– Supongo que está usted pensando en su dietario. La abuela me dijo que lo habían encontrado medio quemado en la iglesia. Estuve en el estudio, pero no lo vi.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Pero sabía dónde lo guardaba él?
– Claro. En el cajón del escritorio. Todos lo sabíamos. ¿Por qué lo pregunta?
Dalgliesh repuso:
– Sólo por si lo vio usted. Hubiera sido útil saber si el dietario se encontraba allí a las cuatro y media. No podemos seguir los pasos de su padre desde que salió de la oficina de un agente de fincas en Kensington High Street, a las once y media. Si casualmente hubiera mirado usted en el cajón y hubiese visto el dietario, habría entonces la posibilidad de que él hubiera regresado a casa, sin ser visto, en algún momento durante aquella tarde.
Esta era tan sólo una posibilidad y Dalgliesh no creía ni mucho menos que Garrod ignorase las demás. Este dijo entonces:
– Ni siquiera sabemos lo que ocurrió, excepto lo que Sarah supo a través de su abuela, es decir, que sir Paul y el vagabundo murieron degollados, y que al parecer la navaja de él fue el arma. Esperábamos que usted pudiera decirnos algo más. ¿Está sugiriendo que se trató de un asesinato?
Dalgliesh contestó:
– Bien, no creo que pueda haber ninguna duda de que fue un asesinato.
Vio como los dos interlocutores sentados frente a él adoptaban visiblemente una postura más rígida, y entonces añadió con toda calma:
– Desde luego, el vagabundo, Harry Mack, no se cortó él mismo la garganta. Su muerte puede no tener un gran significado social, pero sin duda su vida tenía alguna importancia, al menos para él.
Pensó: «Si esto no provoca a Garrod, no sé qué otra cosa puede hacerlo». Sin embargo, Garrod se limitó a decir:
– Si nos piden que presentemos una coartada por el asesinato de Harry Mack, le diré que estuvimos los dos aquí desde las seis del martes hasta las nueve de la mañana del miércoles. Cenamos aquí. Yo compré un flan de setas en Marks y Spencer, en Kensington High Street, y lo despachamos entre los dos. Podría decirle qué vino bebíamos, pero supongo que esto debe de carecer de importancia.
Era la primera señal de irritación, pero su voz seguía siendo suave, y su mirada clara y fija. Sarah Berowne dijo:
– Pero papá… ¿Qué le ocurrió a papá?
De pronto parecía tan asustada e indefensa como una chiquilla que se hubiera perdido.
Dalgliesh contestó:
– Tratamos el caso como una muerte sospechosa. No podemos decir mucho más hasta que obtengamos el resultado de la autopsia y de los análisis forenses.
Repentinamente, ella se levantó y se dirigió hacia la ventana para contemplar los treinta metros de descuidado jardín otoñal. Garrod abandonó el brazo del sofá y se acercó al armario de las bebidas; seguidamente, llenó dos copas de vino tinto. Le ofreció una en silencio a la joven, pero ésta denegó con la cabeza. Después volvió al sofá y se sentó, sosteniendo su copa, pero sin beber. Dijo:
– Vamos a ver, comandante, supongo que ésta no es exactamente una visita de pésame. Y aunque resulte tranquilizador oírle expresar su preocupación por Harry Mack, no está usted aquí a causa de un vagabundo muerto. Si el cadáver de Harry hubiera sido el único en esa sacristía de iglesia, como máximo habría movilizado a un sargento de detectives. Yo pensaría que la señorita Berowne tiene derecho a saber si se la está interrogando en una investigación por asesinato o si ustedes tan sólo sienten curiosidad por saber por qué Paul Berowne pudo haberse rajado la garganta. Quiero decir que o bien lo hizo o no lo hizo. La investigación criminal es trabajo de ustedes, no mío, pero yo creo que, en estos momentos, ya debería estar bien claro si las cosas van por un lado o por el otro.
Dalgliesh se preguntó si esa contundente parrafada había sido intencionada. De todos modos, Garrod no consideró necesario excusarse por ella. Contemplando aquella figura inmóvil junto a la ventana, Dalgliesh vio que Sarah Berowne se estremecía ligeramente. Después, como por un esfuerzo de su voluntad, se apartó de la ventana y le miró fijamente. Dalgliesh ignoró a Garrod y habló directamente a la joven.
– Me gustaría mostrarme más seguro, pero, por el momento, esto no es posible. Evidentemente, el suicidio es una posibilidad. Yo esperaba que usted hubiera visto recientemente a su padre y pudiera decirme qué impresión le causó, si le dijo algo que pudiera tener relevancia con respecto a su muerte. Ya sé que esto es doloroso para usted. Lamento que nos veamos obligados a hacer estas preguntas, y que tengamos que estar aquí.
Ella dijo:
– Me habló en una ocasión acerca del suicidio, pero no en el aspecto al que usted se refiere.
– ¿Recientemente, señorita Berowne?
– Oh, no, hace años que no nos hablamos. Me refiero a hablarnos como algo más que emitir sonidos con las bocas. No, esto ocurrió cuando yo estaba en casa, terminado mi primer curso en Cambridge. Uno de mis amigos se había matado y mi padre y yo hablamos sobre su muerte, y sobre el suicidio en general. Siempre lo he recordado. Él dijo que ciertas personas pensaban en el suicidio como una de las opciones que se abrían ante ellos. No lo era. Era el fin de todas las opciones. Y citó a Schopenhauer: «El suicidio puede ser considerado como un experimento, una pregunta que el hombre hace a la naturaleza, tratando de obligarla a una respuesta. Es en realidad un torpe experimento, pues implica la destrucción de la misma conciencia que plantea la pregunta y espera la contestación». Papá dijo que mientras vivamos aquí siempre existe la posibilidad, la certeza del cambio. El único momento racional para que un hombre se mate no es cuando la vida se hace intolerable, sino cuando él preferiría no vivirla aunque se hiciera tolerable, incluso agradable.
– Eso suena a desesperación final -observó Dalgliesh.
– Sí, supongo que eso es lo que pudo haber sentido él, una desesperación definitiva.
De pronto habló Garrod, diciendo:
– Pudo haber citado con mayor razón a Nietzsche. «El pensamiento del suicidio es un gran consuelo, ya que por medio de él uno logra escapar de una mala noche.»
Ignorándole, Dalgliesh siguió hablando directamente con Sarah Berowne:
– Por consiguiente, ¿su padre no la veía ni la escribía? ¿No le explicó lo que había ocurrido en aquella iglesia, por qué estaba abandonando su puesto, su escaño parlamentario?
Casi esperaba que ella replicara: «¿Qué tiene esto que ver con esta investigación y qué tiene que ver con usted?», pero lo que contestó fue:
– ¡Oh, no! Supongo que él no creía que a mí me importara una u otra cosa. Sólo me enteré de ello cuando su mujer me telefoneó. Fue cuando abandonó su cargo ministerial. Parecía como si ella pensara que yo pudiera tener cierta influencia sobre él. Esto demostraba lo poco que nos conocía a él y a mí. Si ella no me hubiera telefoneado, yo habría tenido que enterarme de su dimisión por los periódicos. -Y de repente exclamó-: ¡Dios mío! Ni siquiera pudo convertirse como un hombre corriente. Se le tuvo que conceder su propia visión personal y beatífica. Ni siquiera pudo dimitir de su cargo con una reserva decente.
Dalgliesh intervino con tono suave:
– Parece ser que actuó con una reserva considerable. Evidentemente, pensaba que se trataba de una experiencia privada, más propia para ser realizada que discutida.
– Bien, es que difícilmente podía plantearla en las primeras páginas de los suplementos dominicales. Tal vez se diera cuenta que con ello sólo lograría ponerse en ridículo. Él y su familia.
Dalgliesh inquirió:
– ¿Hubiera importado mucho?
– A mí no, pero a la abuela sí le hubiera importado…, y supongo que le importa ahora. Y a su esposa, desde luego. Ella creía haberse casado con un futuro sucesor del primer ministro. No le hubiera agradado verse atada a un chiflado religioso. Pues bien, ahora ya se ha librado de él. Y él se ha librado de nosotros, de todos nosotros.
Guardó silencio por unos momentos y después dijo con súbita vehemencia:
– No voy a fingir. Por otra parte, usted sabe perfectamente que mi padre y yo estábamos… digamos distanciados. No hay ningún secreto en ello. No me gustaban sus ideas políticas, no me gustaba cómo trataba a mi madre, no me gustaba cómo me trataba a mí. Yo soy marxista, y tampoco esto es un secreto. Su gente debe de tenerme apuntada en una de sus listas, en alguna parte. Y yo respeto mis creencias políticas. No creo que él lo hiciera en realidad. Esperaba de mí que discutiera de política como si estuviéramos charlando sobre una obra teatral reciente que ambos hubiéramos visto, o un libro que hubiésemos leído, como si fuese una diversión intelectual, algo sobre lo que se pudiera tener lo que él llamaba una argumentación civilizada. Decía que esto era una de las cosas que él deploraba en la pérdida de la religión, pues significaba que la gente elevaba la política al nivel de una fe religiosa y eso era peligroso. Pues bien, esto es lo que la política es para mí, una fe.
Dalgliesh dijo:
– En vista de sus sentimientos respecto a él, el legado que le deja debe de plantearle un dilema de conciencia.
– ¿Es esta su manera diplomática de preguntarme si maté a mi padre por su dinero?
– No, señorita Berowne. No, es una manera particularmente diplomática de averiguar cómo se siente usted ante un dilema moral que no tiene nada de raro.
– Pues me siento bien, perfectamente. En lo que a mí se refiere, no hay dilema. A todo lo que consiga se le dará un buen uso, por una vez. No va a ser mucho. Veinte mil libras, ¿verdad? Van a necesitarse más de veinte mil libras para cambiar este mundo.
De pronto volvió al sofá, se sentó y vieron que estaba llorando. Dijo entonces:
– Lo siento, lo siento mucho. Esto es ridículo. No es más que la impresión. Y el cansancio. Esta noche apenas he dormido. Y he tenido un día muy atareado, con cosas que no podía cancelar. Y por otra parte, ¿por qué había de cancelarlas? Nada puedo hacer por él.
Este fenómeno no era nuevo para Dalgliesh. Las lágrimas de los demás, el dolor de los demás eran inseparables de una investigación por asesinato. Había aprendido a no mostrar sorpresa ni embarazo. La respuesta variaba, desde luego. Una taza de té caliente y dulce si había alguien a mano para prepararla, una copa de jerez si la botella estaba cerca, un trago de whisky. Nunca había sido apto para reconfortar con una mano en el hombro de los demás, y en este caso sabía que este gesto no sería bien acogido. Sintió que Kate se envaraba a su lado, como si quisiera moverse instintivamente hacia la joven. Después, Kate miró a Garrod, pero Garrod no se movió. Esperaron en silencio. Los sollozos no tardaron en ser controlados y Sarah Berowne alzó de nuevo su cara hacia ellos y dijo:
– Lo siento, lo siento muchísimo. Por favor, no me hagan caso; dentro de unos momentos estaré bien.
Garrod dijo entonces:
– No creo que haya nada más que podamos decirles y les resulte útil, pero si lo hay tal vez podría esperar a otros momentos. La señorita Berowne está trastornada.
Dalgliesh repuso:
– Ya lo veo. Si quiere que nos marchemos, desde luego lo haremos inmediatamente.
Ella alzó la vista y dijo a Garrod:
– Vete tú. Yo estoy bien. Ya has dicho lo que viniste a decir. Estuviste aquí conmigo el martes por la noche, toda la noche. Estuvimos juntos. Y nada puedes decir acerca de mi padre. Jamás lo conociste. Por consiguiente, ¿por qué no te marchas?
Dalgliesh quedó sorprendido ante el repentino veneno en su voz. A Garrod no debió de gustarle esa contundente despedida, pero era demasiado dueño de sí y demasiado astuto para protestar. La miró con lo que parecía ser amable interés en vez de enojo, y dijo:
– Si me necesitas, me llamas.
Dalgliesh esperó hasta que llegó a la puerta y entonces dijo tranquilamente:
– Un momento. Diana Travers y Theresa Nolan. ¿Qué sabe usted sobre ellas?
Garrod quedó inmóvil durante un segundo y después se volvió lentamente y contestó:
– Sólo que las dos están muertas. De vez en cuando, le echo un vistazo a la Paternoster Review.
Dalgliesh continuó:
– El reciente artículo de sir Paul en esta revista se basaba en parte en un comunicado anónimo que le enviaron a él y a varios periódicos. Este comunicado.
Sacó un papel de su cartera y se lo entregó a Garrod. Reinó el silencio mientras lo leía. Después, con la cara totalmente inexpresiva, Garrod se lo pasó a Sarah Berowne y dijo:
– Seguramente, no estará sugiriendo que Berowne se cortó el cuello porque alguien le envió una carta poco amable. ¿No sería mostrarse excesivamente sensible, tratándose de un político? Y él era abogado. Si creía que era motivo de querella, sabía dónde encontrar el remedio.
Dalgliesh dijo:
– No sugiero que esto aporte un motivo para un suicidio. Me estaba preguntando si usted o la señorita Berowne tenían alguna idea de quién pudo haberlo enviado.
La joven le devolvió el papel, limitándose a negar con la cabeza, pero Dalgliesh observó que su exhibición no había sido bien recibida. Ella no era buena actriz, ni tampoco una hábil mentirosa. Garrod dijo:
– Admito que yo daba por sentado que la criatura que Theresa Nolan abortó era de Berowne, pero no me sentí inclinado a hacer nada al respecto. De haberlo hecho, hubiera buscado algo más efectivo que ese párrafo insustancial y lleno de despecho. Sólo vi una vez a la chica, en una poco afortunada cena que se dio en Campden Hill Square. Lady Ursula estaba convaleciente y era la primera noche que bajaba. Desde luego, la pobre chica no parecía muy contenta, pero es que a lady Ursula le habían enseñado a saber en qué lugar la gente tiene derecho a cenar y, claro está, el lugar que debe ocupar cada uno en la mesa. La enfermera Nolan, pobre chica, estaba comiendo fuera del lugar que se le había destinado y se lo hizo notar.
Sarah Berowne intervino con voz suave:
– No intencionadamente.
– ¡Es que no he dicho que fuera intencionadamente! Las mujeres como tu abuela resultan ofensivas por el mero hecho de existir. La intención no tiene nada que ver con ello.
Y entonces, sin tocar a Sarah Berowne, sin dirigirle siquiera una mirada, se despidió de Kate y Dalgliesh tan formalmente como si todos hubieran sido comensales en una cena, y la puerta se cerró tras él. La joven trató de dominarse, pero finalmente estalló en sollozos. Kate se levantó, atravesó la puerta del lado opuesto y, después de lo que a Dalgliesh le pareció un tiempo innecesariamente largo, regresó con un vaso de agua, se sentó al lado de Sarah Berowne y se lo ofreció en silencio. La joven bebió ávidamente, y después dijo:
– Gracias. Me he comportado como una tonta. Pero es que no me hago a la idea de que esté muerto, de que nunca más volveré a verlo. Supongo que siempre pensé que algún día, de alguna manera, las cosas se arreglarían entre nosotros dos. Supongo que pensaba que sobraba tiempo para ello. Había todo el tiempo del mundo. Y ahora todos han desaparecido: mamá, papá, el tío Hugo… ¡Dios mío me siento tan desesperada!
Había cosas que a él le hubiera gustado preguntar, pero no era el momento oportuno. Esperaron hasta que ella volvió a calmarse y después le preguntaron si verdaderamente se encontraba bien del todo, antes de marcharse. Esta pregunta le sonó a él insincera, como una hipocresía formal. Estaba tan bien como pudo haberlo estado mientras ellos se encontraban allí.
Al alejarse de la casa en el coche, Kate guardó silencio durante unos momentos y después dijo:
– Es una cocina totalmente eléctrica, señor. Hay un paquete intacto de cuatro cajas de cerillas Bryant and May en la alacena, y eso es todo. Pero, eso no demuestra nada. Pudieron haber comprado una sola caja y tirarla después.
Dalgliesh pensó: «Ha ido a buscar el vaso de agua mostrando una compasión auténtica, una preocupación sincera, pero su mente seguía fija en la búsqueda de pruebas. ¡Y algunos de mis hombres creen que las mujeres son más sentimentales que ellos!». Dijo:
– No nos servirá de mucho tratar de encontrar una caja de cerillas. Una cerilla es el objeto al que más fácilmente se le puede echar mano, y el más difícil de identificar.
– Pero hay otra cosa, señor. Miré en el cubo de la basura y encontré el envoltorio de cartón del flan de setas de Marks y Spencer. Es verdad que lo comieron, pero tenía dos días más que su fecha de venta, adjudicada al martes. Por lo tanto, no pudo haberlo comprado entonces. ¿Desde cuándo Marks y Spencer vende alimentos pasados de fecha? No supe si desearía usted o no tener ese envase.
Dalgliesh contestó:
– Todavía no tenemos derecho a sacar nada del piso. Sería prematuro. Cabría decir incluso que es una pista que les favorece. Si ellos hubieran planeado este crimen, sospecho que Garrod habría comprado la comida el martes por la mañana, y se habría asegurado de que la dependienta se acordara de él. Y, además, hay otra cosa: han presentado una coartada para toda la noche. Esto sugiere que tal vez no estén enterados de las horas más importantes.
– Pero ¿no es Garrod demasiado listo para caer en semejante trampa?
– Desde luego, no presentaría una coartada perfectamente ajustada para las ocho, pero la que tiene, más bien generosa en este aspecto, cubre todas las horas desde las seis de la tarde hasta las nueve de la mañana siguiente, lo que sugiere que juega sobre seguro.
Y, como todas las demás coartadas, no sería fácil desmontarla. Los dos se habían estudiado su actuación antes de la visita, como lo hacían antes de cada entrevista. Sabían que Garrod vivía solo en un apartamento de un solo dormitorio en Bloomsbury, situado en un gran bloque de viviendas anónimas, sin portero. Si aseguraba haber pasado la noche en otro lugar, era difícil prever cómo cabría demostrar otra cosa. Como todos los restantes relacionados con el caso que habían sido interrogados hasta el momento, Sarah Berowne y su amante habían presentado una coartada. La policía tal vez no la juzgara como demasiado convincente, pero Dalgliesh tenía una opinión demasiado elevada sobre la inteligencia de Garrod para suponer que la coartada pudiera ser anulada con facilidad, y, desde luego, no mediante un sello con una fecha en el envase de cartón de un flan de setas.
De nuevo en el Yard, apenas había entrado Dalgliesh en su despacho irrumpió también en él Massingham. Éste se enorgullecía de su capacidad para controlar toda excitación y su voz resonó con una cuidada indiferencia.
– Harrow Road acaba de telefonear, señor. Hay un hecho interesante. Hace diez minutos, una pareja se presentó en el puesto, un chico de veintiún años y su chica. Dicen que se encontraban el martes por la tarde en el camino de sirga, al parecer haciendo el amor. Pasaron por la verja de entrada de Saint Matthew poco antes de las siete. Había un gran Rover negro aparcado frente a la puerta sur.
– ¿Se fijaron en la matrícula?
– No ha habido tanta suerte. Ni siquiera están seguros de la marca, pero sí con respecto a la hora. A la chica la esperaban en su casa a las siete y media y los dos miraron sus relojes poco antes de abandonar el camino de sirga. Y el chico, Melvin Jones, cree que pudo haber sido una matrícula A. En Harrow Road creen que dice la verdad. El pobre muchacho parece petrificado. Desde luego, no es ningún chiflado que ande buscando publicidad. Han pedido a los dos que esperen hasta que yo llegue allí. -Y añadió-: Aquel aparcamiento junto a la iglesia podría ser útil para cualquiera que lo conociera, pero es evidente que los vecinos de ese barrio prefieren aparcar sus coches allí donde puedan tenerles la vista encima. Y, desde luego, no es un lugar donde haya teatros ni restaurantes lujosos. En mi opinión, sólo hay un Rover negro al que cabría suponer aparcado ante aquella iglesia.
Dalgliesh contestó:
– Eso es prematuro, John. Oscurecía y esos jóvenes llevaban prisa. Ni siquiera pueden estar seguros de la marca.
– Me está usted deprimiendo; será mejor que me vaya allí. Sería todo un golpe de suerte descubrir que en realidad se trataba del furgón de la funeraria local.
Sabía que Ivor regresaría aquella noche. No quería telefonear primero, en parte por un exceso de cautela, y en parte porque él siempre suponía que ella le estaría aguardando cuando sabía que su visita era probable. Por primera vez desde que eran amantes, descubrió que él tenía su señal, un timbrazo largo en el interfono de la entrada, seguido por otros tres cortos. ¿Por qué no podía telefonear, hacerle saber cuándo podía esperar su llegada?, pensó con enojo. Trató de concentrarse en el trabajo de su último proyecto, el montaje de dos fotos en blanco y negro tomadas el último invierno en Richmond Park, con las desnudas ramas de los enormes robles bajo un cielo de nubarrones acumulados, y que planeaba montar, invirtiendo una debajo de la otra, de modo que la maraña de ramas tuviera el aspecto de raíces reflejadas en el agua. Sin embargo, mientras manipulaba las copias con una creciente insatisfacción, le pareció que aquella idea no tenía el menor sentido, que se trataba de un fácil efecto derivativo, y que ello, como toda su obra, era un símbolo de su vida, delgada, insustancial, de segunda mano, basada en la experiencia de otras personas y las ideas de los demás. Incluso las fotos de Londres, con toda su hábil composición, carecían de convicción y eran imágenes estereotipadas vistas a través de los ojos de Ivor, y no de los suyos. Pensó: «Debo aprender a ser mi propia persona; por tarde que pueda ser, por mucho que duela, debo hacerlo». Y le pareció extraño que se hubiera necesitado la muerte de su padre para demostrarle lo que era ella.
A las ocho sintió hambre y se preparó unos huevos revueltos, removiéndolos cuidadosamente sobre fuego bajo y actuando con tanto cuidado como si Ivor hubiera estado allí para compartirlos con ella. Si llegaba mientras ella estaba comiendo, siempre podía prepararse su plato. Se lavó y, al terminar, él todavía no había llegado. Salió al balcón y miró, a través del jardín, la oscura mole de la terraza del apartamento de enfrente, cuyas ventanas empezaban a iluminarse como señales procedentes del espacio. Aquellas personas desconocidas podrían ver también su ventana, aquella gran superficie de cristal iluminado. ¿Les visitaría la policía, les preguntaría si habían visto luz allí el martes por la noche? ¿Había pensado en eso Ivor, con toda su astucia?
Al contemplar la oscuridad, se obligó a pensar en su padre. Podía recordar el preciso momento en el que las cosas habían cambiado entre ellos. Vivían entonces en la casa de Chelsea, sólo sus padres, ella y Mattie. Eran las siete de una neblinosa mañana de agosto y ella estaba sola en el comedor, sirviéndose su primera taza de café, cuando sonó aquella llamada. Contestó al teléfono desde la sala y recibió la noticia en el preciso momento en que su padre bajaba por la escalera. Al ver su cara se detuvo, con la mano en la barandilla, y ella alzó la mirada hacia él.
– Es el coronel del tío Hugo. Ha querido llamar él mismo. Papá, Hugo ha muerto.
Y entonces sus ojos se encontraron, se sostuvieron la mirada por unos momentos y ella pudo ver claramente la mezcla de alegría y de viva esperanza, el conocimiento de que ahora él podría tener a Barbara. Aquello sólo duró un segundo. El tiempo avanzó, y entonces tomó el teléfono de la mano de ella y, sin hablar, ella volvió al comedor, atravesó las puertas cristaleras y se encontró en el envolvente verdor del jardín, temblando todavía a causa del horror.
Después, nada pudo ya funcionar debidamente entre ellos. Todo lo que siguió, el accidente de coche, la muerte de su madre, el matrimonio de él con Barbara menos de cinco meses después, pareció tan sólo la consecuencia inevitable de aquel momento de descubrimiento, no deseado por él, ni siquiera con su connivencia, pero aceptado como insoslayable. Y antes incluso del matrimonio, la enormidad de aquel conocimiento mutuo les imposibilitaba a ambos mirar fijamente a los ojos del otro. A él le avergonzaba que ella lo supiera, y a ella le avergonzaba saber. Y le parecía que cuando se trasladaron a la casa de Hugo, aquella casa que desde el primer momento de tomar posesión de ella pareció enojarse con ellos y repudiarlos, ella siempre llevó su conocimiento de aquella cosa como si fuera una infección secreta, y que si Halliwell, Mattie y su abuela lo sabían, era porque ella les había contagiado tal conocimiento.
En Campden Hill Square, ella y su padre habían sido como huéspedes de un hotel que se hubieran encontrado por casualidad, sabedores ambos de una historia vergonzosa compartida entre los dos, deslizándose por los pasillos con el temor de que el otro pudiera aparecer de repente, planeando tomar las comidas a diferentes horas, violento cada uno al advertir la presencia del otro, su paso en el vestíbulo, la llave en la puerta. Ivor había sido su escape y su venganza. Había estado buscando con desespero una causa, una excusa para distanciarse de su familia, para amar, pero sobre todo para vengarse. Ivor, al que conoció cuando le encargó una serie de fotografías, le había facilitado todo esto. Antes de casarse su padre con Barbara, ella se había marchado de casa, pidiendo un préstamo con la garantía del modesto legado que le dejó su madre, para pagar un depósito a cuenta por el apartamento de Cromwell Road. Abrazando con pasión todo aquello que más le desagradaba a su padre, o lo que más despreciaba, había tratado de librarse de él. Sin embargo, ahora él se había ido y nunca más estaría libre de él, nunca.
Una de las sillas del comedor estaba todavía separada de la mesa. En ella, tan sólo ayer, su abuela se había sentado con grandes dificultades y le había dado la noticia con brutales monosílabos, mientras el taxímetro de su taxi funcionaba en la calle. Le había dicho:
– Nadie espera que muestres un gran pesar, pero procura, cuando venga la policía, ya que vendrá, comportarte con una discreción razonable. Si tienes alguna influencia sobre él, persuade a tu amante para que haga lo mismo. Y ahora, tal vez puedas ayudarme a abrir la puerta del ascensor.
Siempre la había atemorizado un poco su abuela, pues sabía desde su infancia que ella había sido una decepción, puesto que se esperaba un hijo. Y tampoco tenía ninguna de las cualidades que su abuela admiraba: belleza, inteligencia, ingenio, ni siquiera valor. Para ella no había ningún apoyo en aquella sala atiborrada de muebles en el piso alto de Campden Hill Square, donde la anciana se había instalado desde la muerte de Hugo, como una profetisa arcaica que esperase el inevitable juicio final. Había sido su padre el que siempre le había apoyado, en su infancia y después. Había sido su padre el que le había prestado el mayor apoyo cuando abandonó Cambridge al terminar su primer año allí, y fue a un politécnico de Londres para estudiar fotografía. ¿Qué le había importado a ella, en realidad, la cólera de su madre cuando el capricho de Barbara resultó obvio? ¿No sería que ella había odiado la amenaza contra su vida cómoda, ordenada y convencional, que se había encolerizado contra el hecho de que su padre, hechizado, ni siquiera parecía advertir su presencia? Tal vez, pensó, el reconocimiento tardío de aquellos celos de otros tiempos fuese un breve paso hacia la conversión en su propia persona.
Ivor llegó después de las once, y ella se sentía muy cansada. Él no se disculpó ni perdió tiempo en preliminares. Tendiéndose en el sofá, dijo:
– No ha sido muy ingenioso, ¿verdad? Mi presencia aquí se debía a la necesidad de tener un testigo. Y tú vas y quieres quedarte a solas con el que es, probablemente, el detective más peligroso del Yard, y además acompañado por un esbirro hembra traído para que tuvieras la seguridad de que él iba a comportarse como un caballero.
Ella replicó:
– No te preocupes. No le he revelado el santo y seña de los Boy Scouts. Y supongo que son seres humanos. La inspectora Miskin se ha mostrado muy amable.
– No me hagas reír. Esa chica es una fascista.
– Ivor, ¿cómo puedes decir tal cosa? ¿Cómo puedes saberlo?
– Mi especialidad es saber. Supongo que ella te acarició la mano y te preparó una buena taza de té.
– Me sirvió un vaso de agua.
– Lo cual le proporcionó una excusa para husmear en la cocina, sin tener que molestarse en enseñar un permiso de registro.
– ¡No ha sido así! -gritó ella-. ¡No ha pasado nada de eso!
– Tú no tienes idea de lo que es la policía. El problema vuestro, de los liberales de la clase media, es que estáis condicionados para ver en los policías unos aliados. Nunca aceptáis la verdad acerca de ellos. No podéis. Para vosotros, ellos siempre son como el paternal sargento Dickson, echándose atrás el mechón de cabellos y diciendo la hora a los chiquillos. Así os han criado. «Si alguna vez te encuentras en apuros, querida, si un hombre malo se acerca a ti y te enseña el pito, busca siempre un policía.» Mira, Dalgliesh conoce tus ideas políticas, está enterado del testamento, sabe que tienes un amante que es un marxista comprometido y al que le gustaría meter las manos en el dinero por las mejores o las peores razones. Por consiguiente, tiene un motivo y un sospechoso muy satisfactorio desde su punto de vista, precisamente lo que anda buscando el establishment. Seguidamente, puede dedicarse a la tarea de fabricar las pruebas.
– En realidad, tú no crees semejante cosa.
– ¡Por favor, Sarah, hay precedentes! No es posible que hayas vivido más de veinte años con los ojos cerrados. Tu abuela prefiere creer que su hijo no fue un asesino ni un suicida. Eso me parece justo. Incluso puede persuadir a la policía para que se deje arrastrar por sus fantasías. Está casi chocheando, pero esas viejas todavía tienen una influencia extraordinaria. Sin embargo, no va a hacer de mí la víctima sacrificada en aras del orgullo de la familia Berowne. Sólo hay una manera de tratar a la policía. Es no decirle nada, absolutamente nada. Dejar que esos gilipollas suden lo suyo. Obligarles a trabajar por una vez para ganarse sus jubilaciones.
Ella dijo:
– Supongo que, si realmente resulta necesario, me dejarás que les diga dónde estaba yo el martes por la noche.
– ¿Si es necesario qué? ¿De qué me estás hablando?
– Si llegan a detenerme.
– ¿Por cortarle el cuello a tu padre? ¿Lo crees probable? Bien pensado, sin embargo, pudo haberlo hecho una mujer. Con una navaja en la mano, no se necesitaría mucha fuerza, sino tan sólo unos nervios a toda prueba. Pero tuvo que ser una mujer en la que él confiara, una mujer que pudiera acercarse a él. Esto explicaría el hecho de que no hubiese ninguna lucha.
Ella preguntó:
– ¿Cómo sabes que no hubo lucha, Ivor?
– Si la hubiese habido, la prensa y la policía lo habrían dicho. Hubiera sido una de las indicaciones más sólidas de que no hubo suicidio. Ya sabes qué cosas se dan a la prensa: «Sir Paul luchó desesperadamente por su vida. Había señales considerables de desorden en la habitación». Tu padre se mató él mismo, pero esto no significa que la policía no utilice su muerte para dar la lata a todo el mundo.
Ella dijo:
– ¿Y si me decidiera a hablar?
– ¿Hablar de qué? ¿Darles los nombres en código de once personas cuyas direcciones, cuyos nombres reales, ni siquiera conoces? ¿Darles la dirección de un bloque de viviendas del extrarradio, donde no encontrarán nada incriminador? Apenas un agente de policía ponga el pie en el piso franco, la célula se desbandará, se formará de nuevo y se establecerá en otro lugar. No somos tontos. Hay un procedimiento para tratar con la traición.
– ¿Qué procedimiento? ¿Arrojarme al Támesis? ¿Rajarme la garganta?
Vio sorpresa en los ojos de él. ¿Fue imaginación suya percibir una nota de respeto en su mirada? Sin embargo, él se limitó a decir:
– No seas ridícula.
Abandonó el sofá y se encaminó hacia la puerta, pero había algo más que necesitaba preguntar. En otros momentos se hubiera sentido asustada y todavía lo estaba un poco, pero tal vez hubiese llegado el momento de avanzar un breve paso hacia el valor. Preguntó:
– Ivor, ¿dónde estabas tú el martes por la noche? Nunca habías llegado tarde a una reunión de la célula, pues siempre has llegado allí antes que nosotros. Sin embargo, cuando llegaste eran ya más de las nueve y diez.
– Estaba con Cora en la librería y hubo un atraco en el metro. Lo expliqué en su momento. No estaba en la iglesia de Saint Matthew degollando a tu padre, si esto es lo que quieres dar a entender. Y hasta que la policía se vea obligada a aceptar que se suicidó, será mejor que no nos reunamos. Si es necesario, me mantendré en contacto por el método usual.
– ¿Y la policía? ¿Y si vuelven?
– Volverán. Insiste en la coartada y procura no pasarte de lista. No te enrolles. Estuvimos aquí los dos toda la noche, a partir de las seis. Comimos un flan de setas y bebimos una botella de Riesling. Todo lo que debes hacer es recordar lo que hicimos el domingo por la noche y trasladarlo al martes. No creas estar haciéndome un gran favor, pues eres tú misma lo que necesitas proteger.
Y, sin tocarla siquiera, se marchó. Así era, pensó ella, como terminaba el amor, cerrándose de golpe una puerta metálica y con el chirrido del ascensor en el que él descendía lentamente para salir de su vida.