Los cadáveres fueron descubiertos a las nueve menos cuarto de la mañana del miércoles, dieciocho de septiembre, por la señorita Emily Wharton, una solterona de sesenta y cinco años perteneciente a la parroquia de Saint Matthew de Paddington, Londres, y por Darren Wilkes, de diez años de edad, sin parroquia en particular, que él supiera. Esta pareja inusual había abandonado el piso de la señorita Wharton en Crowhurst Gardens, poco antes de las ocho y media, para recorrer a pie el medio kilómetro que separaba el canal Grand Union de la iglesia de Saint Matthew. Una vez allí, la señorita Wharton, como hacía todos los miércoles y viernes, tenía que retirar las flores marchitas del jarro situado ante la estatua de la Virgen, quitar las gotas de cera y los restos de cirios de los candelabros de bronce, limpiar el polvo de las dos filas de sillas de la Capilla de Nuestra Señora, que era el lugar adecuado para la pequeña congregación esperada en la primera misa de aquella mañana, y tenerlo todo a punto para la llegada del padre Barnes, a las nueve y veinte minutos.
Fue en una misión similar, siete meses antes, cuando conoció a Darren. Éste estaba jugando solo en el camino de sirga, si cabe llamar juego a una ocupación tan inútil como la de arrojar latas de cerveza vacías al canal, y ella se detuvo para darle los buenos días. Tal vez él se sintió sorprendido al verse saludado por una persona adulta que no le reprendió ni le asaltó a preguntas. Cualquiera que fuese la razón, lo cierto es que, tras dedicarle una primera mirada inexpresiva, se sintió atraído por ella, siguiéndola primero discretamente, más tarde describiendo círculos a su alrededor, como hubiera podido hacerlo un perro extraviado, y finalmente trotando a su lado. Cuando llegaron los dos a la iglesia de Saint Matthew, él la siguió al interior del templo con tanta naturalidad como si aquella mañana hubieran emprendido juntos el camino desde el principio.
Aquel primer día, la señorita Wharton pudo constatar que él jamás había estado antes en una iglesia, pero ni entonces ni en ninguna otra de las subsiguientes visitas mostró el niño la menor curiosidad acerca de su finalidad. Recorrió alegremente la sacristía y el cuarto de las campanas mientras ella atendía sus obligaciones, observó con expresión crítica cómo disponía los seis narcisos rodeados de hojas en el jarrón a los pies de la Virgen, y presenció con la total indiferencia propia de la infancia las frecuentes genuflexiones de la señorita Wharton, interpretando sin duda aquellos súbitos movimientos como una manifestación más de los hábitos peculiares de los adultos.
Pero ella le volvió a encontrar en el camino de sirga la semana siguiente, y también la otra. Después de la tercera visita, sin que terciara ninguna invitación, el niño regresó con ella a su casa, y compartió con ella su lata de sopa de tomate y sus filetes de pescado.
El almuerzo, como una comunión ritual, confirmó la curiosa y mutua dependencia que, sin mediar palabra al respecto, les unía. Para entonces, ella sabía ya, con una mezcla de gratitud y ansiedad, que el niño había llegado a serle necesario. En sus visitas a Saint Matthew, él siempre abandonaba la iglesia, misteriosamente presente un momento y desaparecido al siguiente, cuando empezaban a entrar en ella los primeros feligreses. Después de la misa le encontraba matando el tiempo en el camino de sirga, y él se reunía con ella como si en ningún momento se hubieran separado. La señorita Wharton jamás había mencionado su nombre al padre Barnes ni a ninguna otra persona de Saint Matthew, y, que ella supiera, tampoco él había mencionado el de ella en su mundo secreto infantil; sabía ahora tan poco sobre él, sus padres y su vida, como el primer día en que se encontraron.
Sin embargo, esto había ocurrido hacía ya siete meses, una fría mañana de mediados de febrero, cuando los arbustos que flanqueaban el camino del canal, separándolo del municipio vecino, eran todavía enmarañados matorrales de espino carente de vida; cuando las ramas de los fresnos estaban cubiertas de brotes negros, tan cerrados que parecía imposible que un día pudiera salir el verde de ellos y las delgadas y desnudas ramas de los sauces, colgantes sobre el canal, trazaban delicadas plumas en la rápida corriente. Ahora, el verano empezaba ya a mostrar tonos pardos, camino del otoño. La señorita Wharton, cerrando brevemente los ojos mientras caminaba sobre la alfombra de hojas caídas, pensó que todavía podía oler, predominando sobre el olor del parsimonioso curso del agua y de la tierra húmeda, un vestigio de las primeras flores del saúco. Era ese olor el que, en las mañanas estivales, más claramente la llevaba con el pensamiento a los caminos de su infancia en Shropshire. Aborrecía el comienzo del invierno y, mientras caminaba esa mañana, le había parecido olfatear su aliento en el aire. Aunque hacía una semana que no llovía, el camino estaba resbaladizo a causa del fango, que amortiguaba el ruido de los pasos. Caminaban bajo las hojas en un silencio ominoso, e incluso el discreto piar de los gorriones quedaba amortiguado. Sin embargo, a su derecha la orilla del canal todavía mostraba el verdor estival, con hierbas que crecían abundantemente sobre las cubiertas de neumáticos rajadas, los colchones abandonados y los jirones de tela que se pudrían por debajo de ellas, y las inclinadas ramas de los sauces dejaban caer sus delgadas hojas sobre una superficie que parecía demasiado aceitosa y estancada para poder absorberlas.
Eran las nueve menos cuarto y se estaban aproximando a la iglesia, pasando ahora por uno de los bajos túneles que flanqueaban el canal. Darren, que tenía manifiesta predilección por esta parte del camino, lanzó un grito de alegría y se adentró en el túnel, buscando sus ecos y pasando las manos, como pálidas estrellas de mar, a lo largo de las paredes de ladrillo. Ella siguió a aquella silueta saltarina, casi temiendo el momento de atravesar el arco que había de conducirla a aquella oscuridad claustrofóbica y húmeda, con olor a río, y que le permitiría oír, con una intensidad fuera de lo corriente, los lengüetazos del agua del canal junto a las piedras de la orilla, así como el lento goteo del agua desde el techo. Aceleró el paso y, poco rato después, la media luna luminosa en el extremo del túnel se había ensanchado para acogerles de nuevo a la luz diurna, y el niño volvió a su lado, temblando.
– Hace mucho frío, Darren -dijo ella-. ¿No deberías ponerte la capucha?
Él encogió sus delgados hombros y meneó la cabeza. A la señorita Wharton la sorprendía lo poco que llevaba el pequeño como ropa de abrigo, y la indiferencia que demostraba ante el frío. A veces, le parecía que el niño prefería vivir sometido a un escalofrío perpetuo. A lo mejor, abrigarse en una fría mañana de otoño era algo considerado poco viril, y por otra parte tenía muy buen aspecto con su tabardo provisto de capucha. Se sintió aliviada la primera vez que apareció con él; era una prenda de un azul chillón con rayas rojas, cara y evidentemente nueva. Un signo tranquilizador de que la madre a la que ella nunca había visto y de la que él nunca hablaba, trataba de prodigarle los debidos cuidados.
El miércoles era el día que ella destinaba a cambiar las flores, y aquella mañana llevaba un ramito de rosas, envuelto en papel de seda, y otro de pequeños crisantemos blancos. Los tallos estaban húmedos y notaba cómo se filtraba la humedad a través de sus guantes de lana. Las flores estaban todavía en capullo, pero una de ellas empezaba a abrirse y eso le produjo una evocación transitoria del verano, que traía consigo una antigua ansiedad. Darren solía llegar a aquellas citas matinales en la iglesia con un obsequio floral. Le dijo que las flores procedían de la casa de campo del tío Frank, en Brixton. Sin embargo, ¿sería verdad? Y además, estaba aquel salmón ahumado, su obsequio del último viernes, que le entregó directamente poco antes de la hora de la cena. Le explicó que se lo había dado el tío Joe, que era el propietario de un café en el camino de Kilburn. Sin embargo, aquellas lonchas, tan jugosas y deliciosas, así como la bandeja blanca en que estaban depositadas, tenían completa semejanza con todo lo que ella había contemplado, con un anhelo sin la menor esperanza, en Marks and Spencer, con la excepción de que alguien había arrancado la etiqueta. El niño se sentó ante ella, observándola mientras comía, haciendo una mueca extravagante de disgusto cuando ella sugirió que compartieran el manjar, pero mirándola fijamente, con una satisfacción concentrada, casi airada; algo semejante, pensó ella, a la madre que observa a su hijo convaleciente cuando éste toma sus primeros bocados sólidos. Sin embargo, ella se lo comió todo, y, con aquel sabor delicioso todavía presente en su paladar, le había parecido una ingratitud interrogarlo a fondo. Sin embargo, los obsequios se estaban sucediendo cada vez con mayor frecuencia. Si le traía más cosas, sería preciso tener una breve charla con él.
De pronto, el niño lanzó un grito, echó a correr con todas sus fuerzas hacia adelante y de un salto se plantó en la orilla. Ahí se quedó balanceándose, temblorosas sus delgadas piernas, con aquellas zapatillas de deporte, blancas y de suela gruesa, que ofrecían un aspecto incongruentemente pesado para aquellas piernecillas huesudas. Solía mostrar esos repentinos brotes de actividad, adelantándose a la carrera para ocultarse entre las matas y saltar después hacia ella, brincando sobre los charcos de agua, buscando botellas rotas y latas de conserva en la cuneta y arrojándolas al agua con una energía desesperada. Ella fingía asustarse cuando él se presentaba pegando un brinco, le aconsejaba que tuviera cuidado cuando trepaba por alguna de las ramas más inclinadas y cuando se colgaba de ella, casi rozando el agua. Sin embargo, en realidad disfrutaba con aquella vitalidad. Resultaba menos preocupante que el letargo que tan a menudo parecía apoderarse de él. Ahora al contemplar su cara, con aquellas muecas de mono, mientras se balanceaba con los dos brazos, retorciendo frenéticamente el cuerpo y mostrando el blanco plateado de su delicada caja torácica bajo la pálida piel, allí donde la chaqueta se separaba de sus pantalones vaqueros, la señorita Wharton experimentó una sensación de cariño tan dolorosa como una lanzada en su corazón. Y con el dolor volvió aquella antigua ansiedad. Cuando el niño se dejó caer junto a ella, le preguntó:
– Darren, ¿estás seguro de que a tu madre no le importa que vengas a Saint Matthew para ayudarme?
– Qué va, ya le dije que no pasa nada.
– Es que vienes a mi casa muy a menudo. A mí me gusta, pero ¿estás seguro de que a ella no le importa?
– Mire, ya se lo he dicho muchas veces. No pasa nada.
– Sin embargo, ¿no sería mejor que fuese a verla, sólo para conocerla y para que sepa con quién estás?
– Ya lo sabe. Además, no está en casa. Ha ido a visitar a mi tío Ron, de Romford.
Otro tío. Ya no sabía ni cómo llevar la cuenta de ellos. Entonces, surgió en ella nueva ansiedad.
– ¿Quién cuida de ti, Darren? ¿Quién hay en tu casa?
– Nadie. Duermo con una vecina hasta que ella regrese. Estoy la mar de bien.
– ¿Y la escuela de hoy?
– Ya se lo he dicho. No tengo que ir. Es fiesta, ¡hoy es fiesta! ¡Ya se lo he dicho!
Su voz había alcanzado un tono alto, casi histérico. Entonces, al ver que ella no hablaba, se puso a su lado y le explicó con más calma:
– Hoy venden Andrex a cuarenta y ocho peniques la doble ración de panecillos, en Notting Hill. En aquel supermercado nuevo. Si le interesa, puedo conseguirle un par de panecillos.
Ella pensó que el niño debía de pasar mucho tiempo en los supermercados, comprando para su madre, en su camino de regreso a casa al salir de la escuela. Tenía una habilidad especial para encontrar gangas, y siempre le hablaba de ofertas especiales en los artículos más baratos. Contestó:
– Procuraré ir allí yo misma, Darren. Se trata de un precio muy interesante.
– Sí, eso es lo que pensé. Es un buen precio. Es la primera vez que veo venderlos a menos de cincuenta peniques.
Durante casi todo el camino, el objetivo de ambos había estado a la vista: la cúpula de cobre verdoso del campanario de aquella extraordinaria basílica románica de Arthur Blomfield, construida en 1870, junto a aquella indolente arteria urbana acuática, con tanto aplomo como si la hubiera erigido junto al Gran Canal de Venecia. En su primera visita a Saint Matthew, nueve años antes, la señorita Wharton había decidido que convenía admirarla, puesto que era su iglesia parroquial y ofrecía lo que ella describía como privilegios católicos. A partir de entonces, había apartado con firmeza de su mente la arquitectura del edificio, junto con sus recuerdos de arcos normandos, retablos de talla y las familiares torres del estilo inglés primitivo. Creía que se había acostumbrado ya a él, pero todavía se sentía levemente sorprendida cuando veía al padre Barnes acompañar a grupos de visitantes, expertos interesados en la arquitectura victoriana, que no ocultaban su entusiasmo ante el baldaquino, admiraban las pinturas prerrafaelitas en los ocho paneles del púlpito, o plantaban sus trípodes para fotografiar el ábside, y comparaban el templo, con un tono confiado y poco eclesiástico (incluso los expertos debieran aprender a bajar sus voces en la iglesia), con la catedral de Torcello, cerca de Venecia, o con la basílica similar que Blomfield había construido en Jericho, en Oxford.
Y ahora, como siempre, con aquella presencia impresionante, se erguía ante ellos. Atravesaron la verja entre las barandillas del canal y enfilaron el camino de grava que conducía al pórtico de la puerta sur, cuya llave obraba en poder de la señorita Wharton. Esta puerta conducía a la sacristía pequeña, donde ella colgaba su abrigo, y a la cocina, donde limpiaba los jarrones y disponía las flores frescas. Cuando llegaron ante la puerta, ella contempló el pequeño parterre de flores que los jardineros de la parroquia trataban de cultivar, con más optimismo que éxito, en la poco agradecida tierra junto al camino.
– ¡Mira, Darren, qué hermosas! ¡Las primeras dalias! No creía que llegaran a florecer. No, no las cojas. Están muy bonitas aquí.
El niño se había agachado y tendía ya la mano hacia las flores, pero al hablar ella se enderezó y se metió la sucia mano en el bolsillo.
– ¿No las quiere para la Virgen?
– Para Nuestra Señora tenemos ya las rosas de tu tío.
¡Si al menos fueran de su tío! Pensó que debía preguntárselo. No podía seguir con aquello, ofreciendo a Nuestra Señora flores robadas, si es que eran robadas. Pero ¿y si no lo eran y ella le acusaba injustamente? En ese caso, destruiría todo lo que había entre ellos dos. Y ahora no podía perderlo. Por otra parte, eso podría meterle en la cabeza la idea del robo. Surgieron en su mente aquellas frases recordadas a medias: corrupción de la inocencia, ocasión de pecado. Decidió que le convendría pensar profundamente al respecto. Pero ahora no, todavía no.
Buscó en su bolso su llavero de madera, y trató de introducir la llave en la cerradura. Sin embargo, no pudo conseguirlo. Perpleja, pero todavía tranquila, hizo girar el pomo y la pesada puerta de hierro se abrió. Ya estaba abierta, pues había una llave en la cerradura por el otro lado. El pasillo estaba silencioso y a oscuras, y la puerta de roble que conducía a la sacristía pequeña, a la izquierda, estaba bien cerrada. Por consiguiente, el padre Barnes debía de encontrarse allí. Sin embargo, era extraño que hubiera llegado antes que ella. ¿Y por qué no había dejado encendida la luz del pasillo? Cuando su mano enguantada encontró el interruptor, Darren se escabulló junto a ella, en dirección a la reja de hierro forjado que separaba el pasillo de la nave de la iglesia. Le gustaba encender un cirio cuando llegaba, pasando sus delgados brazos a través de la reja para llegar al candelabro y a la caja de las limosnas. Al iniciar su camino, ella le había entregado, como de costumbre, una moneda de diez peniques, y ahora oyó un leve tintineo mientras el niño metía su vela en el soporte y buscaba las cerillas sujetas por una cadenilla al brazo metálico.
Y fue entonces, en aquel preciso momento, cuando notó el primer indicio de inquietud. Cierta premonición alertó su subconsciente; interiores inquietudes y una vaga sensación de intranquilidad se unieron para convertirse en temor. Había un leve olor, extraño pero al mismo tiempo horriblemente familiar; la sensación de una presencia reciente; el posible significado de aquella puerta exterior sin cerrar, la oscuridad del pasillo… De pronto, supo que allí había algo alarmante, e instintivamente exclamó:
– ¡Darren!
El niño se volvió y la miró fijamente, y a continuación, inmediatamente, volvió a su lado.
Poco a poco al principio, y después con un movimiento brusco, ella abrió la puerta. La luz la deslumbró. El largo tubo fluorescente que desfiguraba el techo estaba encendido y su resplandor eclipsaba la suave luz del pasillo. Y pudo ver entonces el horror personificado.
Eran dos, y supo instantáneamente y con absoluta certeza que estaban muertos. La habitación era una especie de caos. Los habían degollado y parecían animales sacrificados en medio de un charco de sangre. Instintivamente, empujó a Darren detrás de ella, pero ya era tarde. Él también lo había visto. No gritó, pero notó que el niño temblaba y profería un leve y patético gruñido, como un cachorro enfadado. Lo empujó hacia el pasillo, cerró la puerta y se apoyó en ella. Notaba perfectamente un frío incontrolable, acompañado por los tumultuosos latidos de su corazón. Parecía como si éste se hubiera hinchado en su pecho, y como si, enorme y caliente, estremeciera su frágil cuerpo con un doloroso tamborileo, como dispuesto a partirla en dos. Y el olor, que al principio había sido insinuante, casi imperceptible, poco más que una tonalidad extraña en el aire, parecía ahora invadir el pasillo con los intensos efluvios de la muerte.
La señorita Wharton oprimió su espalda contra la puerta, agradeciendo el apoyo que le ofrecía aquella sólida madera de roble tallada. Sin embargo, ni esta solidez ni sus ojos estrechamente cerrados podían ahuyentar el horror. Tan vivamente iluminados como si estuvieran en un escenario, seguía viendo los cadáveres, bajo una luz más brillante e intensa que cuando sus ojos horrorizados los hablan visto por primera vez. Uno de ellos se había deslizado desde el bajo camastro situado a la derecha de la puerta y yacía en el suelo, mirándola, con la boca abierta y la cabeza casi separada del tronco. Volvía a ver las venas y arterias seccionadas, asomando como tuberías retorcidas a través de los coágulos de sangre. El otro estaba apoyado torpemente, como un muñeco de trapo, en la pared más distante. Su cabeza había caído hacia adelante, y sobre su pecho se había extendido una gran mancha de sangre, como un babero. Todavía llevaba en la cabeza un gorro de lana marrón y azul, pero lo llevaba de través. El ojo derecho quedaba oculto, pero el izquierdo la miraba con una espantosa familiaridad. Así mutilados, le parecía a ella como si todo lo humano se hubiera vaciado junto con la sangre: vida, identidad y dignidad. Ya no parecían dos hombres. Y había sangre en todas partes. Tuvo la sensación de que ella misma se estaba ahogando en sangre. La sangre se agolpaba en sus oídos, la sangre gorgoteaba como un vómito en su garganta, la sangre salpicaba, en forma de glóbulos brillantes, las retinas de sus ojos cerrados. Aquellas imágenes de muerte, que no le era posible disipar, flotaban ante ella en un torbellino de sangre, se disolvían, volvían a formarse y después se disolvían de nuevo, pero siempre entre un mar de sangre. Y entonces oyó la voz de Darren y notó la mano de éste que tiraba de su manga.
– Es mejor que nos larguemos de aquí antes de que llegue la poli. ¡Vamos! Nosotros no hemos visto nada. ¡Nada! No hemos estado aquí.
Había en su voz la nota aguda del miedo. Se aferraba al brazo de ella. A través de la delgada tela de mezclilla, sus dedos mordían, agudos como dientes. Suavemente, ella se soltó. Cuando habló, le sorprendió la tranquilidad que había en su voz.
– No digas tonterías, Darren. Desde luego, nadie sospechará de nosotros. En cambio, huir… eso sí que parecería sospechoso.
Le empujó a lo largo del pasillo.
– Yo me quedo aquí. Tú irás a buscar ayuda. Debemos cerrar la puerta con llave. Yo esperaré aquí mientras vas a buscar al padre Barnes. ¿Sabes dónde está la vicaría? Es el piso de la esquina, en aquella manzana de Harrow Road. Él sabrá lo que hay que hacer. Él avisará a la policía.
– Pero usted no puede quedarse sola aquí. ¿Y si él está todavía aquí? ¿En la iglesia, esperando y vigilando? Es mejor que nos marchemos los dos, ¿vale?
La autoridad que había en aquella voz infantil la desconcertó.
– Pero es que no me parece bien, Darren, dejarlos aquí. Los dos no. Me parece… bueno, desacertado. Yo debería quedarme.
– Tonterías. Usted no puede hacer nada. Están muertos, un par de fiambres. Ya los ha visto.
Hizo un rápido gesto como si pasara la hoja de un cuchillo a través de su garganta, puso los ojos en blanco y carraspeó. El sonido fue horriblemente real, como un vómito sanguinolento en su boca, y ella gritó:
– ¡Por favor, Darren, no hagas eso!
Inmediatamente, él se mostró conciliador, con una voz más tranquila. Puso su mano sobre la de ella.
– Será mejor que venga conmigo a ver al padre Barnes.
Ella bajó la vista y le miró, compungida, como si fuera ella la menor de los dos.
– Si lo crees así, Darren.
Él había asumido ya el mando y su cuerpecillo casi vibraba.
– Sí, es lo que yo creo. Venga conmigo.
Estaba excitado. Ella lo oyó en el temblor de su voz, y lo vio en aquellos ojos brillantes. Ya no estaba asustado y, en realidad, ni siquiera trastornado. Había sido una tontería pensar que había que protegerlo contra aquel horror. Aquel brote de temor al pensar en la policía se había desvanecido. La señorita Wharton llegó a preguntarse si, criado entre aquellas impresionantes y fugaces imágenes de violencia, el niño sabría distinguir entre ellas y la realidad. Tal vez fuese una suerte que, protegido por su propia inocencia, no consiguiera hacerlo. Darren apoyó su delgado brazo en los hombros de ella acompañándola hacia la puerta, y ella se apoyó en el niño, notando aquellos duros huesecillos bajo su brazo.
«Qué amable es -pensó-, qué cariñoso, este querido chiquillo.» Le hubiera gustado hablarle de las flores y del salmón, pero ahora no era momento para pensar en ello, desde luego.
Se encontraron en el exterior. El aire, puro y frío, parecía oler tan dulcemente como la brisa marina. Pero cuando, entre los dos, cerraron la pesada puerta, con sus barras de hierro forjado, la señorita Wharton descubrió que no podía introducir la llave en la cerradura. Sus dedos se movían rítmicamente, como presa del espanto. Fue él quien le arrebató la llave y, poniéndose de puntillas, la introdujo en el agujero de la cerradura. Y, entonces, las piernas de ella se doblaron lentamente y se dejó caer poco a poco sobre el escalón, tan inerte como una marioneta. El niño la miró.
– ¿No se encuentra bien?
– Creo que no puedo andar, Darren. En seguida estaré mejor, pero ahora tengo que quedarme aquí. Tú irás a buscar al padre Barnes. Pero… ¡date prisa!
Al ver que él seguía titubeando, añadió:
– El asesino todavía puede encontrarse ahí dentro. Cuando hemos llegado, la puerta no estaba cerrada. Debió de irse después de… Supongo que no se habrá quedado dentro, esperando que lo cojan, ¿verdad que no?
«Es extraño -pensó- que mi mente razone, en tanto que mi cuerpo parece haberse dado por vencido.»
Sin embargo, era verdad. No era posible que él siguiera allí, escondido en la iglesia, cuchillo en mano. A menos que aquellos dos hubieran muerto hacía muy poco. No obstante, la sangre no parecía muy reciente… ¿o tal vez sí? De pronto, sus intestinos ronronearon. «Dios mío, rogó, no permitas que ocurra nada de esto, al menos ahora. Yo nunca voy al retrete.» No sería capaz de ir, una vez atravesada esa puerta. Pensó en la humillación que ello supondría, en la llegada del padre Barnes, acompañado por la policía. Ya resultaba suficientemente humillante encontrarse tumbada allí, como un montón de ropa vieja.
– Date prisa -repitió-. Yo me encuentro bien. ¡Pero tú date prisa!
El niño salió, disparado. Cuando estuvo lejos, ella siguió allí, luchando contra aquel terrible desconcierto de sus intestinos y contra la necesidad de vomitar. Trató de rezar, pero, extrañamente, parecía como si las palabras se mezclaran todas ellas entre sí. «Descansen en paz las almas de los inocentes, en la misericordia de Cristo.» Pero tal vez no eran ellos los inocentes. Debería haber una plegaria que sirviera para todos los hombres. Para todos los seres asesinados en todo el mundo. Tendría que preguntárselo al padre Barnes. Con toda seguridad, él lo sabría.
Y entonces la asaltó un nuevo y diferente terror. ¿Qué había hecho de su llave? Miró la que tenía en la mano. Tenía atado un gran rectángulo de madera, chamuscado en un extremo, allí donde el padre Barnes lo había acercado demasiado a la llama del gas. Por consiguiente, esa era la llave del padre, la que guardaba en la vicaría. Debía de ser la que ella había encontrado en la cerradura y le había entregado a Darren para que volviera a cerrar la puerta. Por lo tanto, ¿qué había hecho con la suya? Revolvió frenéticamente su bolso, como si la llave fuera una pista vital y su pérdida equivaliera a un desastre, viendo en su imaginación una legión de ojos acusadores, a la policía que le exigía explicaciones, y el rostro cansado y decepcionado del padre Barnes. Pero sus dedos nerviosos la encontraron en su sitio, entre el monedero y el forro del bolso, y entonces la sacó con un suspiro de alivio. Debía de haberla guardado automáticamente, al descubrir que la puerta ya estaba abierta. Sin embargo, no dejaba de ser extraño que no pudiera recordarlo. Todo era como un vacío entre el momento de su llegada y aquel otro momento en el que había abierto de par en par la puerta de la sacristía pequeña.
Advirtió entonces una sombra que se cernía sobre ella y, al levantar la vista, vio al padre Barnes. Una sensación de alivio inundó su cuerpo. Preguntó:
– ¿Ha telefoneado a la policía, padre?
– Todavía no. Creí más procedente verlo todo yo mismo, por si se trataba de una broma del chiquillo.
Por tanto, pasaron junto a ella para entrar en la iglesia y en aquella habitación espantosa. No dejaba de ser extraño que, acurrucada en su rincón, ni siquiera lo hubiese advertido. La impaciencia se agolpó como un vómito en su garganta. Le entraron ganas de gritar: «¡Bueno, ahora ya lo ha visto!» Había pensado que, cuando el sacerdote llegara, todo recuperaría su normalidad. No, no una total normalidad, pero sí que todo tendría más sentido. Existían las palabras adecuadas y él las pronunciaría. Sin embargo, al mirarle, supo que el padre no aportaría ningún consuelo. Observó su cara, desagradablemente moteada por el frío matinal, con barba de más de un día, los dos pelos erizados junto a las comisuras de la boca, el rastro de sangre negruzca en el agujero izquierdo de la nariz, como si hubiera tenido una hemorragia nasal, y los ojos todavía medio pegados por el sueño. Qué absurdo pensar que él le traería fuerzas, que de alguna manera haría soportable aquel horror. El hombre ni siquiera sabía qué había de hacer. Había ocurrido lo mismo con la decoración de Navidad. La señora Noakes siempre se había ocupado del púlpito, ya desde los tiempos del padre Collins. Y entonces Lilly Moore sugirió que eso no era justo, pues deberían turnarse las demás en el púlpito y en la pila bautismal. Él hubiese tenido que tomar una decisión y mantenerse firme. Siempre ocurría lo mismo. Pero vaya momento de pensar en la decoración de Navidad, con la mente llena de muérdago de flores de pascua, rojas como la sangre. Pero ésta no era tan roja, sino más bien de un color pardo rojizo.
Pobre padre Barnes, pensó, disolviéndose su irritación para convertirse en sentimentalismo. Es un fracaso como yo. Somos los dos unos fracasados. Notó a su lado la presencia de Darren, que temblaba. Alguien debería llevarle a su casa. «Oh, Dios mío -pensó-, ¿qué será todo esto para él, para los dos?» El padre Barnes seguía a su lado, dándole vueltas a la llave de la puerta con sus manos sin enguantar. Ella dijo entonces, suavemente:
– Padre, debemos avisar a la policía.
– ¿La policía? Desde luego. Sí, hemos de avisar a la policía. Telefonearé desde la vicaría.
Pero seguía titubeando y, obedeciendo a un impulso, ella preguntó:
– ¿Los conoce, padre?
– Oh, sí, sí… El vagabundo es Harry Mack. ¡Pobre Harry! A veces dormía en el pórtico.
No era necesario que se lo contara, pues ella ya sabía que a Harry le gustaba dormitar en el pórtico. Había asumido la tarea de limpiarlo después de marcharse él, retirando las migas, las bolsas de papel, las botellas vacías, y a veces cosas incluso peores. Habría debido reconocer a Harry, aquel gorro de lana, la chaqueta… Trató de no pensar en el motivo de no haber sido capaz de hacerlo. Preguntó, con la misma suavidad de antes:
– Y el otro, padre, ¿lo ha reconocido?
Él la miró desde su altura. Ella pudo ver su temor, su desconcierto y, por encima de todo, una especie de asombro ante la enormidad de las complicaciones que iban a surgir. Contestó lentamente, dejando de mirarla:
– El otro es Paul Berowne, sir Paul Berowne. Es…, era ministro de la Corona.
Apenas abandonó el despacho del jefe superior de policía y regresó a su oficina, el comandante Adam Dalgliesh telefoneó al inspector jefe John Massingham. El auricular fue descolgado con la primera llamada y la disciplinada impaciencia de Massingham llegó a través de la línea con tanto vigor como su voz. Dalgliesh dijo:
– El jefe ha hablado con el Ministerio del Interior, Hemos de ocuparnos de esto, John. De todas maneras, la nueva brigada inaugurará su existencia el próximo lunes, así que sólo nos adelantamos en seis días. Y Paul Berowne puede ser todavía, técnicamente, el diputado por el Nordeste de Hardfordshire. Al parecer, el sábado escribió al ministro de Hacienda para solicitar el condado de Chilton, y nadie parece muy seguro de si la dimisión data del día en que se recibió la carta o de la fecha en que el ministro firmó la autorización. Sin embargo, todo esto es puramente técnico. Hemos de asumir el caso.
Pero Massingham no estaba interesado en los detalles del procedimiento para el abandono de un escaño parlamentario, y preguntó:
– ¿Están seguros en la división de que el cadáver es el de sir Paul Berowne?
– Uno de los cadáveres. No olvide al vagabundo. Sí, es Berowne. Hubo una comprobación de identidad en el lugar de autos, y, al parecer, el párroco local le conocía. No era la primera vez que Berowne pasaba la noche en la sacristía de la iglesia de Saint Matthew.
– Curioso lugar para ir a dormir.
– O a morir. ¿Ha hablado con la inspectora Miskin?
Una vez empezaran a trabajar juntos, ambos la llamarían Kate, pero ahora Dalgliesh le otorgó su debido rango. Massingham contestó:
– Hoy está libre de servicio, señor, pero conseguí encontrarla en su casa. He pedido a Robins que recoja su equipo y ella se reunirá con nosotros en el lugar de los hechos. También he avisado a los demás.
– De acuerdo, John. Puede sacar el Rover. Nos encontraremos fuera. Cuatro minutos.
Pasó por su mente que tal vez a Massingham no le habría desagradado que Kate Miskin hubiese abandonado ya su casa y hubiese sido imposible entrar en contacto con ella. La nueva brigada había sido organizada en el Cl para investigar delitos graves que, por razones políticas o de otra índole, necesitaran ser manejados con gran sensibilidad. A Dalgliesh le resultaba tan evidente el hecho de que la brigada necesitaría una detective experimentada, que había dedicado sus energías a elegir la más apropiada, en vez de especular sobre si encajaría o no en el equipo. Había seleccionado a Kate Miskin, de veintisiete años de edad, por su hoja de servicios y su actitud durante la entrevista, convencido de que poseía las cualidades que él estaba buscando. Eran también aquéllas que más admiraba en un detective: inteligencia, valor, discreción y sentido común. Quedaba por ver qué otras cosas pudiera aportar con su contribución. Él sabía que ella y Massingham habían trabajado juntos, antes de ser nombrado el inspector detective de división y ella sargento. Se rumoreaba que su relación había sido a veces tempestuosa, pero Massingham había aprendido a disciplinar algunos de sus prejuicios desde entonces, ya que no en vano tenía el célebre temperamento Massingham. Y una nueva e incluso iconoclasta influencia, hasta cierta rivalidad saludable, podría resultar más efectiva operativamente que la complicidad francmasona y machista que frecuentemente unía a un equipo de policías todos varones.
Dalgliesh empezó a despejar su escritorio, rápida pero metódicamente, y después comprobó el contenido de la bolsa que se llevaba en casos de asesinato. Le había dicho a Massingham cuatro minutos y estaría allí puntualmente. Se había trasladado ya, como por un acto consciente de su voluntad, a un mundo en el que el tiempo era medido con precisión, los detalles eran observados obsesivamente y los sentidos se mostraban sobrenaturalmente alerta ante los sonidos, los olores, las imágenes, un simple parpadeo o el timbre de una voz. Había tenido que abandonar aquella oficina para ver numerosos cadáveres, en diferentes lugares y distintos estados de descomposición, jóvenes, viejos, patéticos, horripilantes y todos ellos con un solo hecho en común, el de que habían encontrado una muerte violenta a manos de otra persona. Pero este cadáver era diferente. Por primera vez en su carrera, la víctima era alguien a quien él había conocido y apreciado. Se dijo que era inútil especular sobre la diferencia, en caso de haberla, que esto introduciría en la investigación. Sabía ya que la diferencia estaba presente.
El jefe de policía había dicho:
– Tiene la garganta cortada, posiblemente por él mismo. Pero hay un segundo cadáver, el de un vagabundo. Es probable que este caso resulte complicado en más de un sentido.
Su reacción ante la noticia había sido en parte previsible y en parte compleja y perturbadora. Se había producido ese impulso inicial de incredulidad tan lógico cuando uno se entera de la muerte inesperada de cualquier persona conocida, aunque sea casualmente. Habría experimentado lo mismo si le hubieran dicho que Berowne había muerto a causa de un infarto o de un accidente de coche. Sin embargo, a esta primera sensación la había seguido otra de afrenta personal, una vaciedad seguida por una oleada de melancolía, no lo suficiente intensa como para calificarla de dolor, pero más aguda que una mera pena, y le había sorprendido por su misma intensidad. Sin embargo, había tenido la fuerza suficiente para decir:
– No puedo aceptar este caso. Estoy demasiado implicado, demasiado comprometido.
Mientras esperaba el ascensor, se dijo que no estaba más implicado en este caso que en cualquier otro. Berowne había muerto. Su tarea consistía en averiguar cómo y por qué. Su compromiso residía en su trabajo con los vivos, no con los muertos.
Apenas había cruzado las puertas giratorias cuando Massingham llegó por la rampa con el Rover. Al acomodarse a su lado, Dalgliesh preguntó:
– ¿Se han puesto en marcha los de las huellas y los fotógrafos?
– Sí, señor.
– ¿Y el laboratorio?
– Envían una bióloga cualificada. Se reunirá con nosotros allí.
– ¿Ha podido hablar con el doctor Kynaston?
– No, señor, sólo con su ama de llaves. Él ha estado en Nueva Inglaterra, visitando a su hija. Siempre va allí en otoño. Se le esperaba en Heathrow; en el vuelo BA 214, que llega a las siete y veinticinco. Ha aterrizado ya, pero probablemente está atascado en la Westway.
– Siga llamando a su casa hasta que llegue.
– Doc Greeley está disponible, señor. Kynaston estará fatigado a causa del viaje.
– Quiero a Kynaston, fatigado o no.
Massingham dijo:
– Lo mejor de lo mejor para este cadáver.
Algo que había en su voz, una nota de diversión, incluso de desprecio, irritó a Dalgliesh. «Dios mío -pensó-, ¿me mostraré excesivamente sensible ante esta muerte, antes incluso de haber visto al difunto?» Se ciñó el cinturón de seguridad sin decir palabra y el Rover enfiló Broadway, la carretera que había cruzado menos de dos semanas antes, disponiéndose a visitar a sir Paul Berowne.
Con la vista fija al frente, sólo consciente a medias del mundo existente más allá de la claustrofóbica comodidad del coche, y de las manos de Massingham aferradas al volante, del cambio de marchas prácticamente insonoro, del tendido de semáforos de tráfico, permitió deliberadamente que sus pensamientos se despojaran del presente y de toda conjetura acerca de lo que le esperaba, y, mediante un ejercicio mental, recordó, como si algo importante dependiera de la exactitud de sus recuerdos, todos los momentos de aquella última entrevista con el hombre que ahora estaba muerto.
Era el jueves cinco de septiembre y él se disponía a salir de su despacho y dirigirse a la Escuela de Policía de Bramshill, para iniciar una serie de conferencias ante los mandos superiores, cuando le llegó la llamada desde aquella oficina privada. El secretario particular de Berowne hablaba como suelen hacerlo los de su categoría. Sir Paul agradecería que el comandante Dalgliesh pudiera dedicarle unos minutos. Sería conveniente que viniera en seguida. Dentro de una hora, sir Paul tenía que abandonar su oficina para reunirse con un grupo de sus electores en la Cámara.
Dalgliesh apreciaba a Berowne, pero esta convocatoria era más que inconveniente No se le esperaba en Bramshill hasta después del almuerzo y había planeado aprovechar su viaje al norte de Hampshire para visitar unas iglesias en Sherborne Saint John y Winchfield, y almorzar en un pub cercano a Stratfield Saye, antes de llegar a Bramshill con el tiempo suficiente para cambiar las cortesías usuales con el comandante antes de iniciar su conferencia a las dos y media. Se le ocurrió pensar que había llegado a la edad en que un hombre espera sus placeres con menos avidez que en la juventud, pero se siente desproporcionadamente enojado cuando sus planes sufren un trastorno. Se habían producido los usuales preliminares largos, fatigosos y ligeramente agrios para la creación de la nueva brigada en el CI, y su mente estaba pensando ya con alivio en la solitaria contemplación de unas efigies de alabastro, unos cristales del siglo XVI y las impresionantes decoraciones de Winchfleld. Sin embargo, parecía como si Paul Berowne no quisiera dedicar largo tiempo a su entrevista. Todavía podían resultar posibles sus planes. Salió de su despacho, se puso su abrigo de mezclilla, en previsión de una mañana otoñal incierta, y, cruzando Saint James's Station, se dirigió al Ministerio.
Al cruzar las puertas giratorias, pensó una vez más en lo mucho que prefería el esplendor gótico del antiguo edificio de Whitehall. Reconocía que debía de ser exasperante e inconveniente para los que trabajaban en él, pero, al fin y al cabo, lo habían construido en una época en que las habitaciones las calentaban estufas de carbón alimentadas por todo un ejército de sirvientes, y en que un par de docenas de notas cuidadosamente escritas a mano por los legendarios excéntricos del Ministerio bastaban para controlar unos acontecimientos que ahora requerían tres divisiones y dos subsecretarios. Sin duda, el nuevo edificio era excelente en su clase, pero si la intención había sido la de expresar una autoridad firme pero atemperada por cierta humanidad, no estaba muy seguro de que el arquitecto lo hubiera conseguido. Parecía más apropiado para una empresa multinacional que para un gran ministerio del Estado. Encontraba a faltar particularmente los enormes retratos al óleo que dignificaban aquella impresionante escalinata de Whitehall, siempre intrigado por las técnicas con las que artistas de diversos talentos aceptaban el reto de dignificar las facciones ordinarias, y a veces más que vulgares, de sus modelos mediante la explotación visual de magníficos ropajes, y grabando en sus caras mofletudas la enérgica solución del poder imperial. Pero al menos habían quitado la fotografía de estudio de una princesa real que, hasta fechas recientes, adornaba el vestíbulo de entrada. Era un retrato que parecía más adecuado para un salón de peluquería del West End.
Fue reconocido con una sonrisa por el conserje de la recepción, pero a pesar de ello sus credenciales fueron cuidadosamente examinadas y se le pidió que esperase al ordenanza que había de escoltarlo, aunque él había asistido a suficientes reuniones en aquel edificio como para estar razonablemente familiarizado con aquellos particulares pasillos del poder. Quedaban ya muy pocos de los antiguos ordenanzas, y durante años el Ministerio había reclutado mujeres. Éstas acompañaban a los visitantes con una competencia jovial y maternal, como si quisieran tranquilizarles en el sentido de que el lugar, si bien podía parecerse a una prisión, era tan acogedor como una clínica, y que los que iban allí lo hacían por su propio bien.
Finalmente, le introdujeron en la oficina exterior. La Cámara todavía observaba las vacaciones estivales y aquella habitación presentaba una quietud poco usual. Una de las máquinas de escribir estaba enfundada y un solo empleado repasaba papeles sin dar muestras de la urgencia que normalmente imperaba en el despacho privado de un ministro. La escena hubiera sido muy distinta unas semanas antes. Pensó, y no por primera vez, que un sistema que requería ministros que dirigieran sus ministerios, cumplieran con sus responsabilidades parlamentarias y emplearan el fin de semana para escuchar las quejas de sus electores, bien podía haber sido planeado para asegurar que las decisiones principales las tomaran hombres y mujeres cansados hasta el punto del abatimiento. Sin duda, ello aseguraba que dependieran todos, intensamente, de sus funcionarios permanentes. Los ministros vigorosos seguían siendo ellos mismos, pero los más débiles degeneraban hasta convertirse en marionetas, aunque por otra parte esto no llegaba a preocuparles necesariamente. Los altos cargos ministeriales eran hábiles en lo que se refería a ocultar, ante sus títeres, incluso la más leve sacudida de las cuerdas y los alambres. Sin embargo, Dalgliesh no había necesitado recurrir a su fuente privada de rumores ministeriales para saber que Paul Berowne no presentaba trazas de esta lacia servidumbre.
Berowne abandonó su mesa y tendió la mano como si aquél fuese su primer encuentro. Tenía una cara severa, incluso algo melancólica, en estado de reposo, pero se transfiguraba cuando sonreía. Ahora sonrió al decir:
– Siento haberle hecho venir tan apresuradamente. Me alegra que hayamos podido localizarlo. No se trata de algo particularmente importante, pero creo que puede llegar a serlo.
Dalgliesh nunca podía mirarle sin recordar el retrato de su antepasado, sir Hugo Berowne, en la National Portrait Gallery. Sir Hugo no se distinguió especialmente, excepto por una obediencia apasionada, aunque infructuosa, a su rey. Su único gesto notable registrado fue el de encargar a Van Dyke la ejecución de su retrato, pero ello bastó para asegurarle, al menos pictóricamente, una transitoria inmortalidad. Hacía ya mucho tiempo que la casa solariega de Hampshire habla sido vendida por la familia, cuya fortuna estaba muy mermada, pero el largo y melancólico semblante de sir Hugo, enmarcado por un cuello de exquisitos encajes, todavía contemplaba con arrogante condescendencia al gentío que pasaba por allí, el caballero decididamente monárquico del siglo XVII. La semejanza del actual baronet con él era casi sobrenatural. Tenía la misma cara larga y huesuda, los pómulos altos que descendían a lo largo de las mejillas hasta una barbilla puntiaguda, los mismos ojos separados con un marcado descenso del párpado izquierdo, las mismas manos pálidas y de dedos largos, y la misma mirada fija pero ligeramente irónica.
Dalgliesh observó que la superficie de su mesa de trabajo estaba casi despejada. Era éste un artificio necesario para todo hombre que, abrumado por el trabajo, deseara mantener su cordura. Ello permitía atender un asunto en un momento determinado, concederle plena atención, dilucidarlo y después apartarlo. En aquel preciso momento, indicaba que la única cosa que exigía atención era algo relativamente poco importante, un breve mensaje en una cuartilla de papel blanco. Se la entregó a Dalgliesh, y éste leyó:
«El diputado en el Parlamento por el Nordeste de Herfordshire, a pesar de sus tendencias fascistas, es un liberal notorio cuando se trata de los derechos de las mujeres. Sin embargo, tal vez las mujeres debieran prestar atención, puesto que la proximidad de ese elegante baronet puede ser fatal. Su primera esposa murió en un accidente de automóvil; conducía él. Theresa Nolan, que cuidaba a su madre y dormía en su casa, se suicidó después de someterse a un aborto. Fue él quien supo dónde encontrar el cadáver. El cuerpo desnudo de Diana Travers, su empleada doméstica, fue hallado, ahogado, durante la fiesta de cumpleaños de su esposa, celebrada a orillas del Támesis, una fiesta en la que se esperaba que él estuviera presente. Una vez es una tragedia privada, dos veces es mala suerte, tres veces empieza ya a parecer descuido.»
Dalgliesh comentó:
– Está escrito con una máquina eléctrica de bola. No son las más fáciles a efectos de identificación. Y el papel procede de un bloque de tipo comercial corriente, de los que se venden a millares. Poca ayuda podemos encontrar en ello. ¿Tiene alguna idea de quién pueda haber enviado esto?
– Ninguna. Uno llega a acostumbrarse a las cartas usuales de tipo insultante o pornográfico. Constituyen parte de nuestro trabajo.
– Pero esto se acerca a una acusación de asesinato -dijo Dalgliesh-. Si encontramos al remitente, supongo que sus abogados aconsejarán una querella.
– Una querella, sí; así lo creo yo.
Dalgliesh pensó que quien hubiera redactado aquel mensaje era una persona con cierta educación. La puntuación era cuidadosa y la prosa tenía cierto ritmo. Aquella persona, cualquiera que fuese su sexo, se había preocupado por la ordenación de los hechos, y por obtener la mayor cantidad posible de información relevante. Sin duda, estaba por encima de los anónimos usuales y vulgares que llegaban al buzón de un ministro, y precisamente por ello era algo mucho más peligroso.
Devolvió la hoja y dijo:
– Esto no es el original, desde luego. Es una fotocopia. ¿Ha sido usted, señor ministro, la única persona que lo ha recibido, o no lo sabe con certeza?
– Fue enviado a la prensa, al menos a una publicación, la Paternoster Review. Aparece en la edición de hoy. Acabo de verla.
Abrió el cajón de su mesa, sacó la revista y se la entregó a Dalgliesh. La página ocho tenía un doblez, y Dalgliesh la recorrió con la mirada. La revista había estado publicando una serie de artículos sobre miembros jóvenes del Gobierno, y esta vez le tocaba el turno a Berowne. La primera parte del artículo era inofensiva, de hechos concretos, apenas original. Equivalía a una breve revisión de la carrera anterior de Berowne como abogado, con su primer y fallido intento de entrar en el Parlamento, su éxito en las elecciones de 1979, su ascenso fenomenal hasta alcanzar el rango ministerial, y su probable promoción a primer ministro. Mencionaba que vivía con su madre, lady Ursula Berowne, y con su segunda esposa en una de las pocas casas todavía en pie de las construidas por sir John Soane, y que tenía una hija de su primer matrimonio, Sarah Berowne, de veinticuatro años, que se movía en el ala izquierda de la política y a la que se suponía distanciada de su padre. Mostraba una actitud de desagradable sarcasmo respecto a las circunstancias de su segundo matrimonio. Su hermano mayor, el comandante sir Hugo Berowne, había encontrado la muerte en Irlanda del Norte y Paul Berowne se había casado con la prometida de su hermano al cabo de cinco meses del accidente de coche en el que habla muerto su esposa. Tal vez fuese apropiado que, en tan penosos momentos, la prometida y el esposo encontrasen mutuo consuelo, aunque nadie que haya visto a la hermosa Barbara Berowne podría suponer que el matrimonio fuese meramente cuestión de deber fraternal.» La revista seguía pronosticando, con notable percepción pero muy escasa caridad, acerca del futuro político de su personaje, pero gran parte de lo que decía era poco más que simples habladurías propias de las camarillas políticas.
El aguijón se encontraba en el párrafo final, y su origen era inconfundible. «Se sabe que es un hombre al que le gustan las mujeres, y no cabe duda de que muchas de ellas lo juzgan atractivo. Sin embargo, las mujeres que han estado más próximas a él han tenido una curiosa mala suerte. Su primera esposa murió en un accidente de coche, ocurrido mientras conducía él. Una joven enfermera, Theresa Nolan, que cuidaba a su madre, lady Ursula Berowne, se suicidó después de someterse a un aborto y fue Berowne quien descubrió su cadáver. Hace cuatro semanas, una joven que trabajaba para él, Diana Travers, fue hallada ahogada después de una fiesta celebrada en ocasión del cumpleaños de su esposa, una fiesta en la que se esperaba que él estuviera presente. Para un político, la mala suerte es tan perjudicial como la halitosis. Es algo que podría seguir acosándolo en su carrera política. Podría ser el mal olor de la desdicha, más bien que la sospecha de que no sabe lo que realmente quiere, lo que frustrara el pronóstico de que este hombre ha de ser el próximo primer ministro conservador.»
Berowne observó:
– La Paternoster Review no circula por el Ministerio. Tal vez sería mejor que lo hiciera. A juzgar por esto, es posible que nos perdamos cierta diversión, ya que no información. Yo la leía a veces en el club, sobre todo por sus reseñas literarias. ¿Sabe usted algo acerca de la revista?
Dalgliesh pensó que bien hubiera podido hacer esa pregunta a la gente de relaciones públicas de su ministerio. No dejaba de ser interesante que, al parecer, hubiera optado por no hacerlo. Contestó:
– Hace años que conozco a Conrad Ackroyd. Es el propietario y el editor de la Paternoster. Su padre y su abuelo ya lo eran antes. En aquellos tiempos se imprimía en Paternoster Place, en la City. Ackroyd no gana ni un céntimo con ella. Su padre le dejó bien provisto mediante otras inversiones más ortodoxas, pero supongo que tampoco presenta números rojos. A él le gusta de vez en cuando la murmuración escrita, pero su revista no es un segundo Prívate Eye. En primer lugar, Ackroyd no tiene los bemoles necesarios para ello. No creo que, en toda la historia de esa publicación, haya corrido jamás el riesgo de encontrarse ante una querella. Por lo tanto, la revista es, desde luego, menos audaz y menos divertida que el Eye, excepto en lo que se refiere a sus reseñas literarias y teatrales. Éstas contienen una perversidad que no deja de ser amena. -Recordó que sólo la revista Paternoster, habría podido describir una reposición de la obra de Priestley Llama un inspector, como una obra teatral sobre una joven sumamente cargante que causaba una serie de trastornos a una familia respetable. Añadió-: Los hechos en sí serán exactos, aunque habrá que comprobarlo. Sin embargo, el tono es sorprendentemente maligno para una publicación como Paternoster.
Berowne repuso:
– Sí, claro, los hechos son exactos.
Hizo esta afirmación con calma, casi con tristeza, sin dar ninguna explicación y, al parecer, sin intención de ofrecer ninguna.
Dalgliesh sintió el deseo de preguntar «¿Qué hechos? ¿Los hechos de este periódico o los hechos de la carta original?» Sin embargo, decidió no hacer esta pregunta. No se trataba todavía de un caso para la policía, y todavía menos para él. Por el momento, la iniciativa debía partir de Berowne. Se limitó a decir:
– Recuerdo la investigación sobre la muerte de Theresa Nolan, pero la muerte de Diana Travers, ahogada, es un hecho nuevo para mí.
– No salió en la prensa nacional -explicó Berowne- Hubo un par de líneas en el periódico local, informando sobre la investigación efectuada. No se hacía mención a mi esposa. Diana Travers no participaba en su fiesta de cumpleaños, pero ambas cenaron en el mismo restaurante, el Black Swan, junto al río, en Cookham. Pareció como si las autoridades adoptaran el lema de aquella compañía de seguros: «¿Por qué convertir en drama una crisis?».
Por consiguiente, se había echado tierra sobre el asunto, al menos en cierto modo, y Berowne lo había sabido. La muerte de una joven que trabajaba para un ministro de la Corona y que se ahogó después de cenar en el mismo restaurante en el que cenaba la esposa del ministro estuviera o no presente éste, hubiera justificado, en circunstancias normales, al menos un corto párrafo en uno de los periódicos nacionales. Dalgliesh preguntó:
– ¿Qué desea que haga yo, señor ministro?
Berowne sonrió.
– Pues sepa que no estoy muy seguro. Mantener cierta vigilancia, creo yo. No espero que asuma usted esa tarea personalmente. Evidentemente, ello sería ridículo. Pero si se convierte en un escándalo público, supongo que alguien tendrá que hacerle frente. Llegados a este extremo, yo quería meterle a usted en el asunto.
Pero esto era precisamente lo que no había hecho. Con cualquier otro hombre, Dalgliesh habría señalado este detalle y además con cierta aspereza. El hecho de que no sintiera la menor tentación de hacerlo con Berowne le interesaba. «Habrá informes sobre ambas investigaciones -pensó-. Puedo obtener la mayoría de los datos a partir de fuentes oficiales. Por lo demás, si se ve sometido a una acusación abierta, tendrá que procurar salir limpio de ella.» Y si esto sucedía, el que se convirtiera en una cuestión para él personal y para la nueva brigada que se estaba proponiendo, dependería de la magnitud del escándalo, de la certeza de las sospechas y de aquello a lo que éstas apuntaran. Se preguntó qué esperaba Berowne que hiciera él: ¿Encontrar a un chantajista potencial o investigarlo a él por un doble asesinato? Pero parecía probable que al final se produjera algún tipo de escándalo. Si la carta había sido enviada a la Paternoster Review, era casi seguro que también habría llegado a otros diarios o revistas, posiblemente a algunos de los de ámbito nacional. De momento, era posible que optaran por contener el fuego de sus cañones, pero eso no quería decir que hubieran arrojado la carta a la papelera. Probablemente, la habían estudiado mientras consultaban con sus abogados. Mientras tanto, esperar y vigilar era, probablemente, la opción más prudente. No obstante, en nada podía perjudicar tener una conversación con Conrad Ackroyd. Ackroyd era uno de los chismosos más notables de Londres. Media hora pasada en el elegante y confortable salón de su esposa solía resultar más productiva y muchísimo más amena que unas cuantas horas transcurridas hojeando archivos oficiales.
Berowne dijo:
– Tengo que reunirme con un grupo de electores en la Cámara. Quieren que les enseñe el lugar. Si tiene tiempo, tal vez quiera venir a acompañarnos.
De nuevo, esta petición equivalía a una orden.
Pero cuando abandonaron el edificio, se dirigió sin ninguna explicación hacia la izquierda y bajó la escalinata hacia Birdcage Walk. Ello significaba que harían el camino hasta la Cámara siguiendo el trayecto más largo, o sea, bordeando Saint James's Park. Dalgliesh se preguntó si habría cosas que su acompañante quisiera confiarle y que expresara con mayor facilidad fuera de su despacho. Aquellas cuarenta hectáreas de parque, de una belleza arrebatadora pero austera, atravesadas por senderos tan oportunos como si hubieran sido trazados a propósito para conducir de un centro de poder a otro, debían de haber oído más secretos que cualquier otra parte de Londres, pensó Dalgliesh.
Pero si era esa la intención de Berowne, estaba destinada a quedar truncada. Apenas habían atravesado Birdcage Walk cuando fueron saludados por un grito estentóreo y Jerome Mapleton trotó hasta llegar a su altura, con su semblante rubicundo y sudoroso, casi perdido el aliento. Era el diputado de un distrito electoral de Londres Sur, un escaño seguro que de todos modos él nunca dejaba vacío, como si temiera que una simple ausencia de una semana pudiera ponerlo en peligro. Veinte años en la Cámara todavía no habían mitigado su extraordinario entusiasmo por su tarea y su conmovedora sorpresa ante el hecho de que él se encontrase realmente allí. Hablador, gregario e insensible, se unía, como impulsado por una fuerza magnética, a cualquier grupo más numeroso o más importante que aquél del que formase parte en el momento. La ley y el orden eran su interés primordial, preocupación que le otorgaba popularidad entre sus prósperos electores de la clase media, agazapados detrás de sus cerraduras de seguridad y de las decorativas rejas de sus ventanas. Adaptando su tema a su audiencia de aquel momento, inició en el acto una charla parlamentaria sobre la comisión recientemente nombrada, dando saltitos entre Berowne y Dalgliesh como una barca pequeña en aguas alborotadas.
– Esa comisión… «La labor policial de una sociedad libre: la próxima década»… ¿No se llama así? ¿O se trata de «La labor policial en una sociedad libre: la próxima década»? ¿No se pasaron la primera sesión para decidir si había que incluir una u otra preposición? ¡Es típico! ¿Verdad que estudian la política en la misma medida que los recursos técnicos? ¿No se trata de un cometido muy importante? ¿No resultará esa comisión más numerosa de lo que normalmente se considera como efectivo? ¿No era la idea original revisar de nuevo la aplicación de la ciencia y la tecnología a la labor policial? Al parecer, la comisión ha ampliado sus términos de referencia.
Dalgliesh repuso:
– La dificultad consiste en que los recursos técnicos y la política no se dejan separar fácilmente, al menos cuando se busca una labor policial práctica.
– Ya lo sé, ya lo sé. Y créame que lo agradezco, mi querido comandante. Por ejemplo, esa propuesta de controlar los movimientos de vehículos en las autopistas. Pueden hacerlo, desde luego, pero la cuestión es si deben hacerlo. Pasa algo parecido con la vigilancia. ¿Pueden ustedes estudiar métodos científicos avanzados, divorciados de la política y la ética de su uso actual? Ésta es la cuestión, mi querido comandante. Usted lo sabe, y todos lo sabemos. Y a este respecto, ¿podemos seguir confiando en la doctrina tradicional según la cual al jefe superior de policía le incumbe decidir la distribución de recursos?
Berowne intervino a su vez:
– Supongo que no se le ocurrirá en ningún momento pronunciar la tremenda herejía de que deberíamos contar con una fuerza nacional de policía.
Hablaba sin interés aparente, con la mirada fija hacia adelante. Era como si estuviera pensando: «Puesto que se nos ha pegado este pelmazo, vamos a plantearle un tema previsible y a escuchar sus previsibles opiniones».
– No. Pero sería mejor tenerla por voluntad y por intención que por defecto. De iure, señor ministro, no de facto. Bien, no va a faltarle trabajo, comandante, y, dada la filiación del grupo de trabajo, tampoco le resultará aburrido.
Hablaba con cierta ironía y Dalgliesh sospechó que había tenido ciertas esperanzas de ser también un miembro. Entonces le oyó añadir:
– Supongo que ése es el atractivo que ofrece su trabajo para la clase de hombre como usted.
«¿Qué clase de hombre?», pensó Dalgliesh. El poeta que ya no escribe poesías. El amante que sustituye el compromiso por la técnica. El policía desilusionado de su oficio. Dudaba que Mapleton intentara que sus palabras resultaran ofensivas, pues aquel hombre era tan insensible para el lenguaje como para la gente. Replicó:
– Nunca he estado del todo seguro de dónde reside el atractivo, excepto que el trabajo no resulta aburrido y me concede una vida privada.
Berowne habló entonces con súbita amargura:
– Es un trabajo en el que hay menos hipocresía que en la mayoría. A un político se le exige escuchar patrañas, hablar de patrañas y dejar pasar patrañas. Lo máximo que podemos esperar en este aspecto es que no lleguemos a creerlas realmente.
La voz, más que las palabras, desconcertó a Mapleton, que finalmente decidió considerarlo como una broma y soltó una risita. Después se volvió hacia Dalgliesh.
– ¿Y a qué se dedica ahora, comandante? Aparte del grupo de trabajo, desde luego…
– Doy una semana de conferencias en el curso de mandos superiores de Bramshill. Después, he de volver aquí para poner en marcha la nueva brigada.
– Bien, supongo que eso le tendrá muy ocupado. ¿Y qué ocurre si yo asesino al diputado por Chesterfield Oeste, cuando el grupo de trabajo esté reunido?
Lanzó otra risita, divertido ante su propia audacia.
– Espero que resista usted la tentación.
– Sí, lo intentaré. La comisión es demasiado importante para que los intereses de la policía estén representados sólo a tiempo parcial. Y a propósito, hablando de asesinatos, sale hoy, en la Paternoster Review, un párrafo muy curioso sobre usted, Berowne. No demasiado elogioso, diría yo.
– Sí -respondió Berowne secamente-. Ya lo he visto.
Aceleró el paso para que Mapleton, que aún no había recuperado el aliento, tuviera que elegir entre hablar o utilizar sus energías para seguir el paso de sus acompañantes. Cuando llegaron al Ministerio de Hacienda, había decidido, evidentemente, que la recompensa no merecía tanto esfuerzo y, con un saludo casual, desapareció hacia Parliament Street. Pero si Berowne había estado buscando un momento para hacer nuevas confidencias, ese momento se había desvanecido. El semáforo de peatones se había puesto en verde. Ningún peatón, al ver la luz a su favor en Parliament Square, vacila. Berowne le dirigió una mirada apenada, como si quisiera decir: «Ya ve que incluso los semáforos conspiran contra mí», y atravesó la calle con paso vivo. Dalgliesh le vio cruzar Bridge Street, contestar al saludo del policía de guardia y desaparecer en New Palace Yard. Había sido un encuentro breve y poco satisfactorio. Tenía la sensación de que Berowne se encontraba en un apuro más grave y más sutilmente inquietante que aquellos mensajes anónimos. Regresó a Scotland Yard diciéndose a sí mismo que si Berowne quería hacer alguna confidencia, lo haría en el momento que él juzgara más conveniente.
Pero aquel momento no llegaría nunca. Y había sido a su regreso de Bramshill una semana más tarde cuando, al conectar la radio, oyó la noticia de que Berowne había dimitido de su cargo ministerial. Los detalles fueron escasos. Como única explicación, Berowne dijo que había llegado en su vida el momento de tomar una nueva dirección. La carta del primer ministro, publicada en el Times del día siguiente, había sido convencionalmente elogiosa, pero breve. El gran público británico, al que en su mayoría le hubiera sido difícil nombrar a tres miembros del Gabinete, en este o cualquier otro gobierno, estaba ocupado buscando el sol en uno de los veranos más lluviosos de los últimos años, y aceptó la pérdida de un joven ministro con ecuanimidad. Aquellos chismosos parlamentarios que permanecían en Londres, soportando el aburrimiento de la época de calma, esperaban, expectantes, el escándalo que se produciría, y Dalgliesh esperaba con ellos. Sin embargo, al parecer no había escándalo y la dimisión de Berowne seguía sumida en el misterio.
Desde Bramshill, Dalgliesh había reclamado ya los informes sobre las investigaciones efectuadas sobre la muerte de Theresa Nolan y Diana Travers. A la vista de los documentos, no había motivo de preocupación. Theresa Nolan, después de pasar por un confinamiento médico por motivos psiquiátricos, había dejado una nota para sus abuelos, que éstos habían confirmado como escrita sin duda por ella y en la que dejaba bien clara su intención de poner fin a sus días. Y Diana Travers, después de beber y comer con exceso, al parecer se había zambullido en el Támesis para nadar hasta la barcaza donde sus compañeros se estaban divirtiendo. A Dalgliesh le había quedado una sensación de duda en el sentido de que ninguno de los dos casos era tan claro como los informes pretendían demostrar, pero, por otra parte, tampoco había pruebas prima facie de juego sucio en ninguna de las dos muertes. No tenía la menor certeza acerca de qué profundidad había de dar a sus investigaciones, o de si, dada la dimisión de Berowne, había alguna motivación para ellas. Había decidido no hacer nada más de momento y dejar que Berowne diera el primer paso al respecto.
Y ahora Berowne, presunto portador de la muerte, había muerto a su vez, por su propia mano o por la de alguna otra persona. Cualquiera que fuera el secreto que quería confiarle en aquel breve paseo hasta la Cámara, quedaría ignorado para siempre. Pero, si de hecho había sido asesinado, entonces los secretos saldrían a relucir: a través de su cadáver, a través de los íntimos detritos de su vida, a través de las bocas, sinceras, traicioneras, balbuceantes o titubeantes, de su familia, sus enemigos y sus amigos. El asesinato era el principal destructor de la intimidad, como lo era de tantas otras cosas. Y a Dalgliesh el hecho de que debiera ser él, el hombre ante el cual Berowne había mostrado cierta disposición a la confianza, quien ahora se pusiera en marcha para iniciar ese proceso inexorable de violación, le parecía un giro irónico del destino.
Casi habían llegado a la iglesia cuando por fin pudo volver sus pensamientos al momento presente. Massingham había observado, en atención a él, un silencio inusual, como si percibiera que su jefe le agradecía este breve intervalo entre el conocimiento y el descubrimiento. Y no le fue necesario preguntar el camino. Como siempre, había trazado el mapa de su ruta antes de partir. Avanzaban por la carretera de Harrow y acababan de pasar ante el complejo del Hospital Saint Mary, cuando de pronto apareció ante ellos, a su izquierda, el campanario de Saint Matthew. Con sus pétreos motivos cruzados, sus altos ventanales arqueados y su cúpula de cobre, recordó a Dalgliesh las torres que, en su infancia, había erigido laboriosamente con su juego de construcciones, colocando precariamente una pieza sobre otra, hasta que finalmente se derrumbaban todas, en ruidoso desorden, en el suelo del cuarto de jugar. Éste le ofrecía ahora la misma fragilidad y, mientras lo miraba, casi esperaba ver cómo se inclinaba y se derrumbaba.
Sin decir palabra, Massingham enfiló el siguiente desvío a la izquierda y una estrecha carretera flanqueada en ambos lados por una serie de casitas. Eran todas ellas idénticas, con sus ventanucos de la planta superior, sus porches estrechos y su cuadrada ventana principal, pero era evidente que aquella carretera se adentraba en un mundo. Algunas de las casas todavía mostraban los signos indicativos de una ocupación múltiple; césped cuidado, pintura que se caía y cortinas corridas para mantener los secretos del interior. Pero a estas casas las sucedían otras con mayor colorido, de cierta aspiración social, con puertas recién pintadas, farolillos, alguna que otra maceta colgante con flores, y el jardín delantero pavimentado para permitir el aparcamiento del coche. Al finalizar el camino, la enorme mole de la iglesia, con sus paredes majestuosas de ladrillo ennegrecido por el humo, parecía tan extraña al lugar como distante de la escala que observaba toda aquella serie de pequeñas viviendas unifamiliares.
El gran pórtico del norte, de un tamaño propio para una catedral, estaba cerrado. Junto a él, un mugriento tablero indicaba el nombre y la dirección del párroco y el horario de las misas, pero nada más sugería que aquella puerta se abriera en alguna ocasión. Avanzaron lentamente por un estrecho camino asfaltado, entre el muro sur de la iglesia y la barandilla que bordeaba el canal, pero sin observar ningún signo de vida. Era evidente que la noticia del asesinato todavía no había circulado. Había tan sólo dos coches aparcados ante el porche sur. Uno de ellos, supuso, pertenecía al sargento de detectives Robins, y el Metro rojo a Kate Miskin. No le sorprendió que ésta hubiera llegado antes que ellos. Ella misma abrió la puerta antes de que Massingham pudiera llamar, con su ovalado y atractivo rostro bien maquillado bajo la aureola de cabellos de color castaño claro, y ofreciendo, con su camisa, sus pantalones y su chaqueta de cuero, un aspecto tan elegante como si acabara de llegar de un paseo por la campiña. Dijo:
– Respetuosos saludos del inspector de distrito, señor, pero ha tenido que regresar a la comisaría. Ha habido un homicidio en Royal Oak. Se marchó apenas llegamos el sargento Robins y yo. Si le necesita, estará disponible a partir del mediodía. Los cadáveres están aquí, señor. En lo que llaman la sacristía pequeña.
Era típico de Glynn Morgan no haber alterado en absoluto el escenario. Dalgliesh respetaba a Morgan como hombre y como detective, pero se alegró de que el deber, el tacto o una mezcla de ambas cosas, le hubieran obligado a retirarse. Constituía un alivio no verse obligado a halagar a un detective experto que difícilmente podía acoger con alegría al jefe de la nueva brigada CI que se entrometía en su trabajo.
Kate Miskin abrió de par en par la primera puerta a la izquierda y se apartó para que entrasen Dalgliesh y Massingham. La sacristía pequeña estaba tan profusamente iluminada como un plató de estudio cinematográfico. Bajo el resplandor de la luz fluorescente que bañaba todo aquel extraño escenario, el cuerpo inerte de Berowne, con la garganta cortada, la sangre coagulada, el vagabundo apoyado en la pared como una marioneta sin cuerdas, parecieron por un momento una cosa irreal, un cuadro de Grand Guignol demasiado exagerado y elaborado para resultar convincente. Dirigiendo apenas una mirada al cadáver de Berowne, Dalgliesh avanzó pisando la alfombra hasta llegar a Harry Mack, y se puso en cuclillas junto a él. Sin volver la cabeza, preguntó:
– ¿Estaban encendidas las luces cuando la señorita Wharton encontró los cadáveres?
– En el pasillo no, señor, pero ella dice que esta luz sí estaba encendida. El niño lo confirma.
– ¿Dónde están ahora?
– En la iglesia, señor. El padre Barnes está con ellos.
– Hable un poco con ellos, ¿quiere, John? Dígales que yo también lo haré apenas pueda. Y procure ponerse en contacto con la madre del chico. Debemos sacarlo de aquí tan pronto como sea posible. Después, quiero que vuelva usted aquí.
Muerto, Harry tenía un aspecto tan desaliñado como debió de tenerlo en vida. De no haber sido por aquel babero de sangre, hubiera podido estar dormido, con las piernas estiradas, la cabeza inclinada hacia adelante, y su gorro de lana tapándole el ojo derecho. Dalgliesh puso la mano bajo su barbilla y levantó suavemente aquella cabeza. Tuvo la sensación de que iba a desprenderse del cuerpo y rodar entre sus manos. Vio lo que esperaba encontrar: un solo corte a través de la garganta, al parecer de izquierda a derecha, que había seccionado la tráquea hasta las vértebras. El rigor mortis se había apoderado ya totalmente de él, y la piel estaba fría como el hielo, al tiempo que aparecía carne de gallina al haberse contraído los músculos erectores de los pelos cuando se impuso la rigidez mortal. Cualquiera que fuese la concatenación de azar o deseo que hubiera llevado a Harry Mack hasta aquel lugar, la causa de la muerte no presentaba ningún misterio.
Llevaba unos pantalones viejos a cuadros, muy holgados en las perneras, y sujetos a los tobillos con cordeles. Sobre ellos, hasta donde la sangre permitía verlo, llevaba un jersey de punto sobre una camiseta de marinero. La maloliente chaqueta cruzada, llena de mugre, estaba desabrochada, y su parte izquierda colgaba, abierta. Dalgliesh la levantó cuidadosamente, tocando tan sólo el borde extremo de la tela, y vio, debajo de ella, una mancha de sangre en la alfombra de unos dos centímetros de longitud y más espesa en el extremo derecho que en el izquierdo… Mirando más de cerca, creyó ver una traza de sangre, más o menos de la misma longitud, en el bolsillo de la chaqueta, pero la tela de ésta estaba demasiado sucia para poderlo afirmar con seguridad. Alguna que otra gota de sangre debió de haber caído o haber saltado desde el arma, antes de caer Harry, y después había manchado la alfombra al ser arrastrado el cuerpo hasta la pared. Pero ¿de quién era la sangre? Si se demostraba que era de Harry, el descubrimiento tendría poca importancia, pero ¿y si era de Berowne? Dalgliesh deseó que no tardara en llegar el biólogo forense, aunque sabía que de momento no podía esperar una respuesta concreta. Durante la autopsia, se tomarían muestras de la sangre de ambas víctimas, pero pasarían tres días, como mínimo, antes de que pudiera ver el resultado del análisis. No sabía qué impulso le había obligado a dirigirse primero hacia el cadáver de Harry Mack, pero ahora avanzó cuidadosamente a través de la alfombra hasta llegar a la cama, y permaneció en silencio mientras contemplaba el cadáver de Berowne. Ni siquiera cuando tenía quince años y se encontraba junto al lecho de muerte de su madre, había sentido la necesidad de pensar y mucho menos de pronunciar, la palabra «adiós». No se podía hablar con alguien que ya no estaba presente. Pensó que las personas podían vulgarizarlo todo, pero no esto. Aquel cadáver, del que se había apoderado una rigidez grotesca y que ya empezaba, o al menos así se lo pareció a su sensible olfato, a emitir los primeros efluvios agridulces de la podredumbre, todavía tenía, a pesar de todo, una dignidad inalienable, puesto que antes había sido un hombre. Sin embargo, sabía perfectamente con qué rapidez se extinguía aquella humanidad espúrea. Antes incluso de que el forense hubiera acabado su trabajo en el lugar del crimen y de que la cabeza fuera envuelta y las manos enfundadas en bolsas de plástico, antes incluso de que Doc Kynaston empezara a trabajar con sus bisturíes, el cadáver sería una prueba, más importante, más voluminosa y más difícil de conservar que otras pruebas del caso, pero de todos modos una simple prueba, etiquetada, documentada, deshumanizada, que sólo suscitaría interés, curiosidad o repugnancia. Pero todavía no. Pensó: «Yo conocía a este hombre, no muy bien pero le conocía. Me caía bien. Seguramente, merece algo mejor, por mi parte, que el hecho de observarlo con mis ojos de policía».
Yacía con la cabeza hacia la puerta y formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con la cama, cuyo extremo inferior tocaban sus zapatos. La mano izquierda estaba extendida y la derecha más cercana al cuerpo. La cama había sido cubierta con una manta de lana, tejida a mano y formando cuadros de colores chillones. Parecía como si Berowne se hubiera agarrado a ella al caerse, tirando de ella hasta el punto de que se había doblado en parte a su derecha. Sobre ella había una navaja abierta, con la hoja cubierta de sangre coagulada, a unos pocos centímetros de su mano derecha. Era extraordinaria la cantidad de detalles que se grabaron simultáneamente en la mente de Dalgliesh. Una delgada franja de lo que parecía ser barro seco entre el tacón y la suela del zapato izquierdo; las manchas de sangre que formaban una costra sobre la lana de cachemira, de color beige, del suéter; la boca entreabierta, inmovilizada en un rictus mitad sonrisa y mitad mueca; aquellos ojos muertos que, mientras los contemplaba, parecían encogerse en sus órbitas; la mano izquierda, con sus dedos largos y pálidos, curvados y delicados como los de una chica; la palma de la mano derecha, cubierta de sangre. Sin embargo, el conjunto del cuadro le dio una impresión de falsedad, y supo el motivo. No era posible que Berowne hubiera podido empuñar la navaja con la mano derecha y agarrarse a la manta al caer. Pero si primero había dejado caer la navaja, ¿por qué ésta había quedado sobre la manta y tan convenientemente próxima a su mano, como si se hubiera deslizado de los dedos ya entreabiertos? ¿Y por qué la palma había de estar tan llena de sangre, casi como si la mano de otro la hubiera levantado y pasado por la sangre que brotaba de la garganta? Si el propio Berowne hubiera utilizado la navaja, con toda seguridad la palma de la mano que la hubiera empuñado no habría quedado tan ensangrentada.
Notó un leve rumor a su lado y, al volverse, vio que la inspectora de detectives Kate Miskin estaba mirando, pero no al cadáver, sino a él.
En seguida apartó la vista, pero no antes de que él hubiera detectado, con disgusto, una expresión de grave y casi maternal solicitud. Inquirió con aspereza:
– ¿Y bien, inspectora?
– Parece evidente, señor, que se trata de un asesinato seguido por suicidio. La clásica serie de heridas infligidas por la misma persona: tres cortes, dos como intento y el tercero que llega hasta la tráquea. -Y añadió-: Podría utilizarse como ilustración en un libro de texto de medicina forense.
– No es difícil reconocer lo evidente -repuso él-. Sin embargo, es aconsejable una mayor lentitud para creerlo. Quiero que usted comunique la noticia a su familia. La dirección es el número sesenta y dos de Campden Hill Square. Allí están la esposa y una madre ya anciana, lady Ursula Berowne, así como una especie de ama de llaves. Utilice su discreción para averiguar cuál es la más indicada para recibir el primer golpe. Y llévese consigo un agente. Cuando la noticia corra, es posible que les importunen y necesiten protección.
– Sí, señor.
No mostró ningún resentimiento al recibir la orden de retirarse del escenario. Sabía que la tarea de llevar la noticia no era ningún encargo rutinario, que no la habían elegido a ella simplemente por tratarse de la única mujer del equipo y considerar él que se trataba de una misión propia de mujeres. En realidad, ella daría la noticia con tacto, discreción e incluso compasión. Dios sabía que había tenido suficiente práctica en sus diez años en la policía. Sin embargo, no dejaría de traicionar el dolor de los demás, acechando y escuchando, incluso mientras pronunciara las palabras formales de su pésame, el más leve parpadeo, cualquier tensión de las manos y de los músculos faciales, esperando la palabra imprudente, o cualquier otro signo de que, para alguna persona de aquella casa de Campden Hill Square, la noticia pudiera no ser una novedad.
Antes de concentrarse en el escenario del crimen, a Dalgliesh siempre le agradaba efectuar una breve exploración del entorno, para orientarse y, en cierto modo, para situar la escena del asesinato. Este ejercicio tenía su valor práctico, pero reconocía que, de una manera un tanto misteriosa, satisfacía una necesidad psicológica, tal como en su infancia le agradaba explorar una iglesia rural, caminando primero, lentamente, alrededor de ella, con una sensación de pasmo y emoción, antes de abrir la puerta y comenzar su ya planeada exploración hasta llegar al misterio central. Y ahora, aprovechando los pocos minutos de que disponía, antes de que el fotógrafo, los expertos en huellas y los biólogos forenses llegaran allí, tenía todo el lugar casi para él solo. Al salir al pasillo, se preguntó si aquella atmósfera tranquila, matizada por el aroma del incienso y los cirios y el olor, más sólidamente anglicano, de los mohosos libros de plegarias, el líquido de pulir metales y las flores, había ofrecido también a Berowne la promesa del descubrimiento, de un escenario ya preparado, una tarea inevitable e insoslayable.
El pasillo brillantemente iluminado, con su suelo de mosaico pulimentado con cera encáustica, y sus paredes pintadas de blanco, recorría toda el ala oeste de la iglesia. La sacristía pequeña era la primera habitación a la izquierda. Junto a ella y con una puerta de comunicación, había una cocinilla de unos tres metros por dos y medio. Había después un estrecho retrete con una taza anticuada de porcelana decorada y un asiento de madera de caoba, sobre el que había una cadena que colgaba bajo una única y alta ventana. Finalmente, una puerta abierta le llevó a una habitación cuadrada y de techo alto, casi con certeza situada debajo del campanario, y que era, obviamente, la sacristía propiamente dicha. Frente a ella, el pasillo quedaba separado de la nave de la iglesia por una reja de tres metros de longitud y delgados barrotes de hierro forjado, que permitía una visión, a lo largo de la nave, del cavernoso ábside y la capilla de Nuestra Señora a la derecha. Una puerta central en la reja, rematada con las figuras de dos ángeles trompeteros, permitía la entrada a la iglesia al sacerdote seguido por sus monaguillos. A la derecha, había una puerta de madera cerrada con un candado y también fijada en la reja. Detrás de ella, pero al alcance de la mano extendida, vio un candelabro de varios brazos, también de hierro forjado, con una caja de cerillas en un soporte de bronce sujetado con una cadena, y una bandeja que contenía unas cuantas velillas. Al parecer, ello había de permitir a la gente que tenía algo que hacer en la sacristía encender una vela cuando la puerta enrejada de la iglesia estaba cerrada. A juzgar por la limpieza de los portavelas, era ésta una medida que rara vez, o casi nunca, se tomaba. Había un solo cirio en su lugar, erguido como un pálido dedo de cera, y nunca había sido encendido. Dos de los candeleros de bronce suspendidos sobre la nave proporcionaban una luz suavemente difusa, pero la iglesia tenía un aire misterioso comparado con el resplandor del pasillo y las figuras de Massingham y el sargento de detectives que hablaban en voz baja, así como las de la señorita Wharton y el niño pacientemente sentados, como enanos deformes, en unas sillas bajas en lo que debía de ser el rincón destinado a la infancia, parecían tan distantes e insustanciales como si existieran en una dimensión diferente del tiempo. Mientras los observaba, Massingham levantó la mirada, le vio y atravesó la nave en dirección hacia él.
Regresó a la sacristía pequeña y, ante el umbral de la puerta, se puso sus guantes de goma. Como siempre, le sorprendió ligeramente el hecho de que fuese posible fijar la atención en el cuarto en sí, en su mobiliario y sus objetos, antes incluso de que los cadáveres hubieran sido retirados, como si en su fija y silenciosa decrepitud hubieran pasado a formar parte, por un momento, de los artefactos de la habitación, tan significativos, ni más ni menos, como cualquier otra pista física. Al avanzar dentro de la habitación, supo que Massingham se encontraba detrás de él, alerta y sacando también sus guantes, pero extrañamente sumiso, caminando con discreción detrás de su jefe, como un criado recién contratado que mostrara su deferencia al médico de la casa. Dalgliesh pensó: «¿Por qué se comportan como si yo necesitara ser tratado con tacto, como si sufriera alguna pena privada? Ésta es una tarea como cualquier otra. Promete ser lo bastante difícil sin que John y Kate deban tratarme como si yo fuera un convaleciente excesivamente sensible».
Recordó que Henry James había dicho sobre su muerte inminente: «¡Veo que llega, por fin, aquella cosa tan distinguida!». Si Berowne había pensado en tales términos, el lugar era de lo más incongruente para recibir tan honrosa visita. El cuarto tenía poco más de cuatro metros cuadrados y lo iluminaba un tubo fluorescente que cubría casi toda la longitud del techo. La única luz natural procedía de dos ventanas altas y curvadas. Las cubría por la parte exterior una tela metálica protectora, que parecía la de un gallinero y en la que se había acumulado el polvo de décadas enteras, de suerte que los cristales eran unos alvéolos cubiertos de mugre verdosa. Por su parte, el mobiliario parecía haber sido adquirido gradualmente a lo largo de los años, a base de donativos, de trastos desechados, y restos sin valor de antiguas ventas de objetos de ocasión. Frente a la puerta y debajo de las ventanas, había una antigua mesa de roble, con tres cajones a la derecha, uno de ellos sin asa. Sobre ella descansaba una sencilla cruz de roble, un secante muy usado sobre un vade de cuero, y un teléfono negro de modelo anticuado, cuyo auricular, descolgado, yacía a su lado.
Massingham comentó:
– Parece como si lo hubiera descolgado. ¿A quién se le ocurre llamar por teléfono precisamente cuando se está concentrando para cortarse la yugular?
– O bien su ejecutor no quiso correr el riesgo de que los cadáveres fuesen descubiertos demasiado temprano. Si al padre Barnes se le ocurría telefonear y no recibía contestación, lo más probable era que viniese aquí para comprobar si Berowne estaba bien. Si seguía oyendo la señal de comunicar, probablemente supondría que Berowne estaba haciendo una serie de llamadas, y dejarla de preocuparse.
– Tal vez consigamos una huella de palma de mano, señor.
– No lo creo, John. Si esto es asesinato, no nos las vemos con un necio.
Continuó su exploración. Con las manos enguantadas, abrió el cajón superior y encontró un bloque de papel blanco de cartas, barato, con el nombre de la iglesia como membrete, y una caja de sobres. Aparte de esto, el cajón no contenía nada interesante. Apoyadas en la pared de la izquierda había varias sillas de lona y metal bien apiladas, al parecer para ser utilizadas ocasionalmente por los miembros del consejo parroquial. Detrás de ellas había un archivador metálico de cinco cajones, y junto a él una pequeña librería con puertas de vidrio. La abrió y vio que contenía un surtido de viejos libros de oraciones, misales, folletos religiosos, y un montón de libritos con la historia de aquella iglesia. Había tan sólo dos sillones, uno a cada lado de la chimenea; uno era un mueble compacto y de color oscuro, tapizado con cuero ya deteriorado y provisto de un cojín hecho con labor de punto, y el otro era un sillón mugriento pero más moderno, con cojines fijos al armazón. Una de las sillas apiladas había sido sacada del montón. Colgaba de su respaldo una toalla blanca y sobre su asiento reposaba una bolsa de lona marrón, con la cremallera abierta. Massingham investigó cuidadosamente el contenido y dijo:
– Un par de pijamas, unos calcetines de repuesto y una servilleta que envolvía media hogaza de pan integral y un trozo de queso. Roquefort, a juzgar por su aspecto. Y también hay una manzana. Una Cox, si sirve de algo.
– No lo creo. ¿Nada más, John?
– Sí, señor. No hay vino. No sé qué podía estar haciendo aquí, pero no parece que fuese a acudir a una cita, al menos con una mujer. ¿Y por qué elegir este lugar con todo Londres a su disposición? La cama es demasiado estrecha. No ofrece ninguna comodidad.
– Buscara lo que buscase aquí, no creo que fuese comodidad.
Dalgliesh se había aproximado a la chimenea, una sencilla repisa de madera y una reja de hierro con dibujos de racimos y convólvulos, enclavada en medio de la pared de la derecha. Pensó que debía de hacer décadas que no se había encendido en ella un fuego. Frente al hogar había una gran estufa eléctrica con brasas artificiales, la parte posterior alta y curvada y triple quemador. Avanzó un poco más y observó que, en realidad, la parrilla del hogar había sido utilizada recientemente, ya que alguien había tratado de quemar un dietario. Yacía abierto en la parrilla, con las hojas dobladas y ennegrecidas. Al parecer, algunas páginas habían sido arrancadas y quemadas por separado, y los frágiles fragmentos de negra ceniza habían flotado hasta depositarse sobre los desechos que había debajo de la parrilla: cerillas usadas, polvillo de carbón, borra de la alfombra y la porquería de años acumulada. La cubierta azul del dietario, con el año claramente impreso, había ofrecido más resistencia a las llamas, y una esquina sólo estaba ligeramente chamuscada. Era evidente que quien lo hubiese quemado había procedido con apresuramiento, a no ser, desde luego, que sólo le hubiera preocupado destruir ciertas páginas. Dalgliesh ni siquiera lo tocó. Era una tarea para Ferris, el oficial a cargo del escenario del crimen, que ya esperaba con impaciencia en el pasillo. Era un hurón al que nunca le agradaba que otro que no fuese él examinara el lugar de un crimen, y a Dalgliesh le pareció como si su impaciencia para proceder a su trabajo penetrase a través de la pared como una fuerza palpable. Se agachó y examinó los desechos que había debajo de la parrilla. Entre los fragmentos de papel quemado vio una cerilla usada, cuya mitad aparecía tan limpia y blanca como si acabaran de encenderla. Dijo:
– Pudo haberla utilizado para quemar el dietario. Pero, en ese caso, ¿dónde está la caja? Eche un vistazo a los bolsillos de la americana, John.
Massingham se dirigió hacia la americana de Berowne, colgada de un gancho detrás de la puerta, y palpó los dos bolsillos exteriores y uno interior.
– Una cartera, señor, una estilográfica Parker y unas llaves con su llavero -dijo-. No hay encendedor ni cerillas.
Y tampoco las había en la habitación, al menos a la vista.
Con una excitación que iba en aumento pero que ninguno de los dos mostraba, se trasladaron a la mesa y examinaron atentamente el secante. También aquello debía de haber estado allí durante años. El rosado papel secante, ya desgastado en sus bordes, estaba marcado por una maraña de diferentes tintas y con borrones ya difuminados. Ello no era sorprendente, pensó Dalgliesh, ya que hoy en día eran mayoría los que utilizaban bolígrafos en vez de tinta. Sin embargo, al examinarlo con mayor atención, pudo ver que alguien había estado escribiendo recientemente con una pluma estilográfica. Sobre las señales más antiguas había trazos más recientes, una serie de líneas interrumpidas y semicurvas, en tinta negra, que cubrían una longitud de unos doce centímetros en el papel secante. Su carácter reciente era obvio. Se acercó a la chaqueta de Berowne y sacó la pluma estilográfica. Era un modelo estilizado y elegante, uno de los más recientes, y vio que estaba cargada con tinta negra. El laboratorio podría identificar la tinta, aunque las letras no pudieran ser descifradas. Sin embargo, si Berowne había estado escribiendo y había secado el papel en el escritorio, ¿dónde estaba ahora ese papel? ¿Se habría deshecho de él, lo habría roto, lo habría arrojado al retrete, o tal vez quemado entre los restos de las páginas del dietario? ¿O tal vez lo había encontrado otra persona, que acaso hubiera venido incluso con el único propósito de encontrarlo, y que después lo había destruido o se lo había llevado consigo?
Finalmente, él y Massingham atravesaron la puerta abierta, a la derecha de la chimenea, procurando no rozar el cadáver de Harry, y exploraron la cocina. Había un fogón de gas, relativamente moderno, montado sobre un fregadero de porcelana profundo y cuadrado, muy manchado, y con una servilleta de té, limpia pero arrugada, colgada de un gancho junto a él. Dalgliesh se quitó los guantes y tocó la servilleta. Estaba ligeramente húmeda, pero lo estaba toda ella, como si la hubieran empapado en agua, escurrido después y dejado que se secara durante la noche. La entregó a Massingham, que se quitó a su vez los guantes y la tocó. Dijo:
– Aunque el asesino estuviera desnudo, o semidesnudo, necesitó lavarse las manos y los brazos. Tal vez utilizó esto. La toalla de Berowne es, presumiblemente, la colgada en la silla, y me parece totalmente seca.
Salió para comprobarlo, mientras Dalgliesh proseguía su exploración. A la derecha había una alacena con la superficie de formica, llena de manchas de té, y sobre la cual se encontraban una tetera de gran tamaño, otra más pequeña y más moderna, y dos latas de té. Había también una taza de porcelana desportillada, con su interior manchado hasta el punto de parecer negro, y que olía a alcohol. Al abrir la alacena, vio que contenía una serie de tazas y platos de loza, ninguno de los cuales hacía juego, y dos servilletas de té limpias y dobladas, ambas secas; en el estante inferior encontró un surtido de jarrones para flores, así como un maltrecho cesto de mimbre que contenía trapos para el polvo y botes de productos de limpieza para metales y muebles. Al parecer, era allí donde la señorita Wharton y sus ayudantes arreglaban las flores, lavaban sus trapos y se reconfortaban con un té.
Unida a la tubería del fogón de gas por una cadenilla de latón había una caja de cerillas con un soporte metálico, similar a la encadenada al candelabro, y el soporte tenía una bisagra en la parte superior para permitir la inserción de una nueva caja. Había visto un dispositivo similar, con cadena, en el despacho parroquial de la iglesia de su padre en Norfolk, pero desde entonces no recordaba haber encontrado otro. Su uso era complicado y la superficie para raspar la cerilla apenas resultaba adecuada. Era difícil creer que las cajas hubieran sido extraídas y después colocadas de nuevo y todavía más difícil pensar que una cerilla de una de aquellas cajas encadenadas hubiera sido encendida y seguidamente trasladada, sin que se apagara, hasta la sacristía pequeña, para utilizarla en la incineración del dietario.
Massingham volvía a estar detrás de él y dijo:
– La toalla del otro cuarto está perfectamente seca y apenas sucia. Parece como si Berowne se hubiera lavado las manos al llegar y esto es todo. Es extraño que no la dejara aquí, excepto que no veo nada adecuado para colgarla. Sin embargo, todavía es más extraño que el asesino, suponiendo que hubiera un asesino, no la emplease para secarse, en vez de usar aquella servilleta pequeña.
Dalgliesh repuso:
– Tal vez no pensó en llevarla consigo a la cocina. Y si no lo hizo, difícilmente podía volver para buscarla. Demasiada sangre, demasiado riesgo de dejar una pista. Era mejor utilizar lo que encontrase más a mano.
Era evidente que la cocina era la única habitación con agua y un fregadero; lavarse las manos, así como lavarse en general, debía de hacerse allí, cuando se hacía. Sobre el fregadero había un espejo formado por piezas de cristal fijadas a la pared, y debajo de él un sencillo estante de vidrio. Sobre él, había una bolsa de goma espuma, con la cremallera abierta, que contenía un cepillo de dientes y un tubo de pasta, una toallita seca para la cara y una pastilla de jabón ya usada. Debajo, apareció un hallazgo más interesante: un estrecho estuche de cuero con las iniciales PSB grabadas en oro mate. Con las manos enguantadas, Dalgliesh levantó la tapa y encontró lo que ya esperaba: la gemela de la navaja asesina que se encontraba tan incriminadoramente cercana a la mano derecha de Berowne. En el forro de satén de la tapa había un adhesivo con el nombre del fabricante impreso con un tipo de letra anticuado, P. J. Bellingham, y su dirección en Jermyn Street. Bellingham, el barbero más caro y prestigioso de Londres, y todavía el suministrador de navajas a aquellos clientes que nunca se habían acomodado a los hábitos del siglo XX en cuestión de afeitado.
No había nada de aparente interés en el retrete y se dirigieron hacia la sacristía. Era obvio que allí era donde Harry Mack se había acomodado para pasar la noche. Lo que parecía una vieja manta del ejército, deshilachada en los bordes y más que mugrienta, había sido extendida de cualquier manera en una esquina, y su tufillo se mezclaba con el olor del incienso, produciendo una amalgama incongruente de piedad y pobreza. Junto a ella había una botella, un trozo de cuerda sucia y una hoja de periódico sobre la que se encontraba una rebanada de pan moreno, el corazón de una manzana y unas cuantas migas de queso. Massingham las recogió, las frotó entre sus palmas y sus pulgares, y las olió. Después, anunció:
– Roquefort, señor. No creo que Harry se procurase esta clase de queso.
No había señales de que Berowne hubiera comenzado su cena -esto podría servir de ayuda para decidir la hora aproximada de la muerte-, pero, al parecer, o bien había inducido a Harry a entrar en la iglesia con la promesa de darle de comer, o, lo que era más probable, había contribuido a satisfacer una necesidad obvia e inmediata, antes de disponerse a consumir su parte de aquella cena.
La sacristía le resultaba tan familiar, a partir de sus recuerdos de infancia, que Dalgliesh hubiera podido echarle un rápido vistazo, cerrar los ojos y enunciar en voz alta un inventario de objetos eclesiales: los paquetes de incienso en el estante superior del armario; el incensario y el receptáculo del incienso; el crucifijo y, detrás de la rajada cortina de sarga roja, las casullas bordadas y los roquetes cortos y almidonados de los niños del coro. Pero ahora su mente estaba fija en Harry Mack. ¿Qué le había despertado en su sopor de borrachera: un grito, el fragor de una pelea, el ruido de un cuerpo que se desplomaba? Sin embargo, ¿pudo haberlo oído desde esa habitación? Como si se hiciera eco de sus pensamientos, Massingham dijo:
– Pudo haberle despertado la sed, cosa que tal vez le llevó a la cocina en busca de un trago de agua, y de esta manera presenció el crimen. Parecía como si aquel tazón de porcelana fuese el suyo. El padre Barnes sabrá si pertenece a la iglesia, y, con un poco de suerte, tal vez haya huellas en él. También cabe que fuese al retrete, pero dudo que desde allí hubiera podido oír algo.
Y, pensó por su parte Dalgliesh, era improbable que después del retrete hubiera ido a la cocina para lavarse las manos. Probablemente, Massingham tenía razón. Harry se había instalado para pasar la noche allí y, en un momento dado, necesitó tomar unos sorbos de agua. A no ser por aquella sed fatal, todavía podría estar durmiendo apaciblemente.
En el pasillo, Ferris seguía caminando suavemente sobre las puntas de los pies, como el corredor que se prepara para emprender una carrera.
Massingham dijo:
– El secante, esa taza de loza esmaltada, la servilleta de té y el dietario son cosas que tienen todas ellas su importancia, y hay también, en la reja de la chimenea, lo que parece una cerilla encendida recientemente. Necesitamos todo eso. Pero necesitamos también todo lo que se encuentre en la chimenea y en los recodos de las tuberías del fregadero. Lo más probable es que el asesino se lavara en la cocina.
En realidad, nada de esto necesitaba ser expuesto, y menos para Charlie Ferris. Éste era el hombre más experto de la policía metropolitana, y el que Dalgliesh siempre esperaba que estuviera disponible cuando empezaba un caso nuevo. Era inevitable, dado su apellido, que se le apodara «Ferret»[1], aunque rara vez cuando la palabra podía llegar a sus oídos. Era bajito, con los cabellos de un color pajizo, facciones pronunciadas y un sentido del olfato tan bien desarrollado que, según se rumoreaba, había olfateado un suicidio en el bosque de Eppin, antes incluso de que los animales predadores llegaran al lugar del hecho. En sus momentos libres, cantaba en uno de los coros de aficionados más famosos de Londres. Dalgliesh, que le había oído cantar en un concierto organizado por la policía, nunca dejaba de sorprenderse ante la realidad de que un pecho tan estrecho y una estructura física tan frágil pudieran producir una voz de bajo tan profunda. El hombre era un fanático en su tarea e incluso se había procurado la indumentaria más apropiada para sus investigaciones: unos pantalones cortos blancos con una camiseta, un gorro de natación en tela plástica, perfectamente ajustado para impedir que los cabellos pudieran interferir en su búsqueda, guantes de goma tan finos como los de un cirujano, y zapatillas de baño, también de goma, en sus pies desnudos. Su dogma era el de que ningún asesino abandonaba nunca el escenario de un crimen sin dejar detrás de él alguna prueba de su delito. Y si la había, Ferris la encontraba.
Se oyeron voces en el pasillo. Habían llegado el fotógrafo y los expertos en huellas. Dalgliesh oyó la retumbante voz de George Matthew que maldecía el tráfico de la carretera de Harrow, y también la respuesta, más apacible, del sargento Robins. Alguien se rió. No se mostraban insensibles ni particularmente cínicos, pero tampoco eran sepultureros a los que se exigiera una reverencia profesional frente a la muerte. El biólogo forense todavía no había llegado. Algunos de los científicos más distinguidos del Laboratorio Metropolitano eran mujeres, y Dalgliesh, que se reconocía una sensibilidad anticuada que de ningún modo les hubiera confesado, siempre se alegraba cuando resultaba posible retirar los cadáveres más horripilantes antes de que ellas llegaran para investigar y fotografiar las manchas de sangre, y analizar la colección de muestras obtenidas. Puso en manos de Massingham la tarea de saludar a los recién llegados y comunicarles los detalles. Había llegado el momento de hablar con el padre Barnes, pero primero deseaba cambiar unas palabras con Darren antes de que se lo llevaran a su casa.
Dijo el sargento Robins:
– Se ha marchado ya, señor, pero ese diablillo nos ha estado tomando el pelo. No conseguimos arrancarle la dirección de su casa, y cuando finalmente nos dio una, era falsa, ya que se trataba de una calle que no existe. Nos hizo perder miserablemente el tiempo. Creo que ahora nos dice la verdad, pero para conseguirlo tuve que amenazarlo con el Departamento de Menores, la Asistencia Social y Dios sabe cuántas cosas, antes de que hablase. E incluso entonces, trató de burlarnos y evadirse. Tuve la suerte de poder alcanzarlo.
La señorita Wharton había sido conducida ya a Crowhurst Gardens por una agente de la policía, sin duda para verse rodeada allí por un ambiente de conmiseración y reconfortada con una taza de té. Había realizado meritorios esfuerzos para recuperar su integridad, pero, a pesar de todo, se mostró confusa acerca de la secuencia exacta de los acontecimientos antes de llegar a la iglesia y hasta el momento en que había abierto la puerta de la sacristía pequeña. Lo importante para la policía era si ella o Darren habían entrado en aquella habitación, lo que suponía el riesgo de que el escenario hubiese sido alterado. Ambos aseguraron que no había sido así. Aparte de esto, poco era lo que pudiera decir la buena mujer, por lo que Dalgliesh había escuchado brevemente su historia y había permitido que se marchara.
Sin embargo, no dejaba de resultar irritante que Darren se encontrase todavía allí. Si era necesario proceder a un nuevo interrogatorio, lo correcto era que el niño estuviera en su casa y con sus padres presentes. Dalgliesh sabía que la aparente indiferencia en la expresión del niño no garantizaba que aquel horror no le hubiese afectado. No siempre era un trauma evidente lo que más trastornaba a un niño, y no dejaba de ser curioso que éste se mostrara tan poco dispuesto a permitir que se le devolviera a su casa. Normalmente, un trayecto en coche, aunque fuera un coche de la policía, tenía su emoción para un niño, sobre todo en unos momentos en que empezaba a reunirse cierto gentío capaz de atestiguar su notorio papel en el asunto, un gentío atraído por los metros de cinta blanca que sellaban toda la parte sur de la iglesia, por los coches policiales y por el inconfundible furgón mortuorio, negro y siniestro, aparcado entre el muro de la iglesia y el canal. Dalgliesh se encaminó hacia el coche de la policía y abrió la puerta; después dijo:
– Soy el comandante Dalgliesh. Y es hora de que regreses a casa, Darren. Tu madre estará preocupada.
Y, seguramente, el niño debería estar en la escuela. El curso debía de haber empezado ya. Pero eso, gracias a Dios, era un problema que no le incumbía a él.
Darren, pequeño y con un aspecto extremadamente desaliñado, se había acomodado en la parte izquierda del asiento delantero. Era un niño de aspecto extraño, con una carita de mono, pálida bajo un sembrado de pecas, con nariz chata y ojos vivarachos detrás de unas pestañas rizadas y casi incoloras. Era evidente que él y el sargento Robins se habían estado midiendo su mutua paciencia casi más allá de todo límite, pero se animó al ver a Dalgliesh y preguntó con una infantil beligerancia:
– ¿Es usted el jefe aquí?
Un tanto desconcertado, Dalgliesh contestó con cautela.
– Más o menos, así es.
Darren miró a su alrededor con ojos brillantes y suspicaces, y después manifestó:
– Ella no ha sido. Quiero decir la señorita Wharton. Ella es inocente.
Muy serio, Dalgliesh repuso:
– No, no creemos que haya sido ella. Como tú sabes, se necesitó más fuerza de la que pudieran tener una señora de cierta edad y un niño. Tú y ella estáis fuera de toda sospecha.
– Vale, entonces todo va bien.
Dalgliesh le preguntó:
– ¿Te cae bien?
– Es una buena mujer. Pero necesita que se ocupen de ella. Es bastante boba. No sabe valerse por sí misma. De todas maneras, yo me ocupo de ella.
– Creo que ella confía en ti. Ha sido una suerte que estuvierais juntos los dos cuando habéis encontrado los cadáveres. Para ella, debe de haber sido espantoso.
– Le ha dado un soponcio. No puede soportar ver la sangre, ¿comprende? Por eso no tiene televisión en color. Dice que no puede pagárselo, pero eso es una tontería. Al fin y al cabo, siempre está comprando flores para BVM.
– ¿BVM? -repitió Dalgliesh, mientras su mente buscaba una marca de coche desconocida.
– Esa estatua en la iglesia. Esa señora vestida de azul, con cirios delante. La llaman BVM. Ella siempre está poniendo flores allí, y encendiendo velas. Valen diez peniques cada una. Cinco peniques las pequeñas.
Sus ojos se desviaron como si se encontrara en un terreno peligroso y se apresuró a añadir:
– Creo que no quiere tener televisión en color porque no le gusta el color de la sangre.
Dalgliesh contestó:
– Creo que, probablemente, tienes razón. Nos has sido muy útil, Darren. ¿Verdad que estás seguro de que ninguno de los dos ha entrado en ese cuarto?
– No, ya lo he dicho. Siempre he estado detrás de ella.
Sin embargo, aquella pregunta no le había resultado grata y por primera vez pareció como si le abandonara una parte de su desparpajo. Se arrellanó en su asiento y, con una expresión enfurruñada, miró a través del parabrisas.
Dalgliesh regresó a la iglesia y buscó a Massingham.
– Quiero que acompañe a Darren a su casa. Tengo la sensación de que nos oculta algo. Tal vez no sea importante, pero será útil que se encuentre usted allí cuando él hable con sus padres. Usted ha tenido hermanos, y conoce a estos niños pequeños.
– ¿Quiere que vaya ahora, señor? -preguntó Massingham.
– Desde luego.
Dalgliesh sabía que esta orden no era grata. Massingham odiaba tener que abandonar el escenario de un crimen, aunque fuese temporalmente, mientras la víctima siguiera en él, y esta vez se alejaría todavía de peor gana porque Kate Miskin, que había regresado ya de Campden Hill Square, iba a quedarse allí. Pero si había de marcharse, lo haría solo. Ordenó al chófer que abandonara el coche, con una sequedad poco usual en él, y partió a una velocidad que sugería que Darren iba a disfrutar de un viaje especialmente emocionante.
Dalgliesh atravesó la puerta de la reja para adentrarse en la iglesia, pero se volvió para cerrarla suavemente tras de sí. A pesar de sus precauciones, el metal resonó intensamente en el silencio reinante y suscitó ecos a su alrededor, mientras caminaba ya por la nave. Detrás de él, fuera del alcance de su vista pero siempre presente en su mente, estaba todo el aparato propio de su oficio: luces, cámaras, equipos, y un silencio truncado por voces susurrantes y tranquilas en presencia de la muerte. Sin embargo, ahí, protegido por elegantes rejas de hierro forjado, había otro mundo todavía no contaminado. El aroma del incienso se intensificó y vio ante sí un resplandor dorado, allí donde el reluciente mosaico del ábside dominaba la atmósfera y la gran figura de un Cristo Glorioso, con sus manos perforadas extendidas, contemplaba toda la nave con ojos cavernosos. Se habían encendido otras dos luces en el templo, pero la iglesia todavía seguía oscurecida, comparada con el duro fulgor de los arcos voltaicos instalados en el escenario, y necesitó todo un minuto para localizar al padre Barnes, una silueta oscura en el extremo de la primera hilera de sillas bajo el púlpito. Avanzó hacia él, oyendo sus propias pisadas sobre el suelo de mosaico, y preguntándose si al sacerdote le parecerían tan impresionantes como se lo parecían a él.
El padre Barnes estaba sentado muy erguido, con los ojos fijos en la resplandeciente curva del ábside, su cuerpo tenso y contraído, como el de un paciente que esperase sentir dolor y se dispusiera a resistirlo. No volvió la cabeza al aproximarse Dalgliesh. Evidentemente, acababan de convocarle. Iba sin afeitar y las manos, rígidamente unidas sobre su regazo, parecían sucias, como si se hubiera acostado sin lavárselas. La sotana, cuyo largo y negro perfil realzaba todavía más su magro cuerpo, era vieja y estaba llena de manchas de lo que parecía ser alguna salsa. Una de ellas parecía haber sido limpiada sin grandes resultados. Sus zapatos negros carecían de lustre y el cuero se resquebrajaba en los lados, mientras que la parte delantera tenía una tonalidad grisácea. Despedía un olor, en parte rancio y en parte desagradablemente dulzón, a ropas viejas e incienso, mezclado con un tufo de sudor acumulado, un olor que era una penosa amalgama de fracaso y temor. Cuando Dalgliesh descansó sus largas piernas al ocupar una silla contigua y apoyó un brazo en el respaldo, le pareció como si su cuerpo acompañara y, con su tranquila presencia, aliviara discretamente un cúmulo de miedo y tensión en su vecino, tan intenso que casi resultaba palpable. Sintió un repentino remordimiento. Desde luego, aquel hombre se había presentado en ayunas para la primera misa del día. Debía de estar anhelando café caliente y algún alimento. En otras circunstancias, alguien hubiera estado preparando té allí cerca, pero Dalgliesh no tenía la menor intención de utilizar la cocina, ni siquiera para poner una tetera a hervir, hasta que el especialista hubiera realizado su tarea.
– No le entretendré mucho tiempo, padre -dijo-. Se trata tan sólo de unas pocas preguntas y después le acompañaremos a la vicaría. Todo esto debe de haber sido un golpe muy duro para usted.
El padre Barnes seguía sin mirarle, pero contestó en voz baja:
– ¿Un golpe? Sí, ha sido un golpe. Nunca hubiera debido permitirle tener la llave. En realidad, no sé por qué lo hice. No es fácil explicarlo.
Su voz resultaba inesperada. Era una voz baja, un tanto ronca y con indicios de una energía mayor de lo que pudiera sugerir aquel cuerpo tan frágil; no era una voz educada, sino una voz en la que la educación había impuesto una disciplina que no había borrado del todo el acento provinciano, probablemente de East Anglia, de la infancia. Finalmente se volvió hacia Dalgliesh y dijo:
– Dirán que yo soy el responsable. No hubiera debido permitir que tuviese la llave. Soy culpable de ello.
Dalgliesh repuso:
– No es usted responsable de ello. Usted lo sabe perfectamente y también lo saben ellos.
Aquellos «ellos», ubicuos, atemorizadores y capaces de juzgar. Pensó, aunque no lo dijera, que un asesinato representaba una intensa emoción para aquellos que no tenían que llevar luto por nadie y ni siquiera se veían implicados directamente, y que en general la gente solía mostrarse indulgente con aquellos que facilitaban esta nueva emoción. El padre Barnes quedaría sorprendido -agradablemente o tal vez no- por el número de asistentes a su misa el domingo siguiente.
– ¿Podemos empezar desde el principio? -dijo-. ¿Cuándo vio por primera vez a sir Paul Berowne?
– El lunes pasado, hace poco más de una semana. Vino a la vicaría a eso de las dos y media, y preguntó si podía visitar la iglesia. Había venido primero aquí y había descubierto que no podía entrar. Nos gustaría tener la iglesia abierta en todo momento, pero ya sabe usted lo que ocurre hoy. Hay toda clase de vándalos, personas que tratan de abrir la caja de las limosnas, que roban los cirios. En el pórtico norte hay una nota en la que se dice que la llave se encuentra en la vicaría.
– ¿Supongo que no dijo qué estaba haciendo en Paddington?
– Sí, en realidad lo dijo. Dijo que un viejo amigo suyo se encontraba en el Hospital Saint Mary, y que deseaba visitarlo. Sin embargo, el paciente estaba sometido a un tratamiento y no se admitían visitantes, por lo que disponía de una hora libre Dijo que siempre había deseado visitar la iglesia de Saint Matthew.
Por lo tanto, así había empezado la cosa. La vida de Berowne, como la de todos los hombres ocupados, estaba dominada por el reloj. Se había reservado una hora para visitar a un viejo amigo, y, de una manera inesperada esta, hora le había quedado disponible. Se sabía que le interesaba la arquitectura victoriana. Por fantástico que fuese el laberinto en el que ese impulso le hubiera introducido, al menos su primera visita a Saint Matthew ostentaba el sello confortable de la normalidad y la razón.
– ¿Se ofreció usted para acompañarlo? -preguntó Dalgliesh.
– Sí, me ofrecí, pero me dijo que no me molestara. Yo no insistí. Pensé que a lo mejor quería ir él solo.
Así que el padre Barnes no carecía de sensibilidad.
– Por lo tanto, le dio usted la llave -dijo Dalgliesh-. ¿Qué llave?
– La de reserva. Sólo hay tres para el pórtico sur. La señorita Wharton tiene una y yo guardo las otras dos en la vicaría. Hay dos llaves en cada llavero, una para la puerta sur y otra, más pequeña, que abre la puerta de la reja. Si el señor Capstick o el señor Pool quieren una llave -se trata de nuestros dos sacristanes-, vienen a pedirla a la vicaría. Como puede ver, ésta queda muy cerca. Sólo hay una llave para la puerta principal del norte, que siempre guardo en mi estudio. No la dejo nunca a nadie, para que no se pierda. Por otra parte, es demasiado pesada para que se le dé un uso general. Le expliqué a sir Paul que encontraría un folleto que describe la iglesia en el rincón destinado a las publicaciones. Lo escribió el padre Collins y siempre hemos tenido la intención de ponerlo al día. Los guardamos en la mesa que hay en el pórtico norte, y sólo cobramos por cada uno tres peniques.
Volvió la cabeza con un gesto doloroso, como el de un enfermo de artritis, y casi como si invitara a Dalgliesh a comprar un ejemplar. Fue un gesto patético y más bien suplicante. Después prosiguió:
– Creo que debió de coger uno, porque dos días después encontré un billete de cinco libras en la hucha. La mayoría meten allí tan sólo los tres peniques.
– ¿Le dijo quién era?
– Me dijo que se llamaba Paul Berowne. Siento decir que en aquel momento esto no significó nada para mí. No me dijo que fuese un diputado ni un baronet, ni nada por el estilo. Desde luego, después de su dimisión, supe quién era. Salió en los periódicos y en la televisión.
Hubo una nueva pausa y Dalgliesh esperó. Al cabo de unos segundos, la voz empezó a sonar de nuevo, ahora más vigorosa y más resuelta.
– Creo que estuvo allí una hora, tal vez menos. Después me devolvió la llave. Me dijo que le gustaría dormir aquella noche en la sacristía pequeña. Desde luego, él no sabía que la llamamos así. Él me habló de la pequeña habitación con la cama. La cama ha estado allí desde los tiempos del padre Collins, durante la guerra. Él solía dormir en la iglesia durante la época de los bombardeos, para poder apagar las bombas incendiarias. Nunca la hemos sacado de allí. Tiene su utilidad cuando alguien se encuentra mal durante los servicios religiosos, o cuando yo quiero descansar antes de una misa de medianoche. No ocupa mucho sitio, ya que sólo se trata de una cama estrecha y plegable. Bueno, usted ya la ha visto…
– Sí. ¿Le dio alguna razón para ello?
– No. Me pareció una petición corriente y no me atreví a preguntar el motivo. No era hombre al que uno pudiera hacer demasiadas preguntas. Le hablé de las sábanas y de la funda de la almohada, pero me dijo que él traería todo lo necesario.
Y había traído una sábana doble y había dormido en ella, debidamente doblada. Además, había utilizado la vieja manta militar ya existente, doblada debajo de él, y encima aquella otra manta a cuadros multicolores. La funda de lo que era, obviamente, un cojín de sillón también cabía suponer que fuera suya.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Se llevó la llave consigo o volvió a pedirla por la noche?
– Volvió a pedirla. Debían de ser más o menos las ocho, tal vez algo antes. Se presentó ante la puerta de la vicaría, con una bolsa. No creo que viniera en coche, pues no vi ninguno. Yo le di la llave. No volví a verlo hasta la mañana siguiente.
– Hábleme de esa mañana siguiente.
– Como de costumbre, me dirigí a la puerta sur. Estaba cerrada. La puerta de la sacristía pequeña estaba abierta y vi que él no se encontraba allí. La cama estaba hecha, pulcramente. Todo estaba muy ordenado. Había sobre ella una sábana y una funda de almohada dobladas. A través de la reja, miré hacia la iglesia. Las luces no estaban encendidas, pero pude verlo. Estaba sentado en esta fila, algo más allá. Yo fui a la sacristía y me vestí para la misa, y después entré en la iglesia por la puerta de la verja. Cuando vio que la misa iba a celebrarse en la capilla de Nuestra Señora, se trasladó y se sentó en la última fila. No habló en ningún momento. Allí no había nadie más. Aquella mañana no le tocaba venir a la señorita Wharton, y el señor Capstick, que suele venir para asistir a la misa de nueve y media, estaba en cama con gripe. Estábamos solos los dos. Cuando terminé la primera plegaria y me volví hacia él, vi que estaba arrodillado. Comulgó. Después, nos dirigimos juntos a la sacristía pequeña. Me devolvió la llave, me dio las gracias, cogió la bolsa y se marchó.
– ¿Y eso fue todo en aquella primera ocasión?
El padre Barnes se volvió y le miró fijamente. En la penumbra de la iglesia, su cara parecía exangüe. Dalgliesh vio en sus ojos una mezcla de súplica, resolución y pena. Había algo que temía decir, pero que al mismo tiempo necesitaba explicar. Dalgliesh esperó. Estaba acostumbrado a esperar. Finalmente, el padre Barnes habló.
– No, hay algo más. Cuando levantó las manos y yo deposité la hostia en sus palmas, creí ver… -hizo una pausa y después prosiguió- que había en ellas marcas, heridas. Creí ver estigmas.
Dalgliesh fijó la mirada en el púlpito. La figura pintada de un ángel prerrafaelita portador de un lirio, con sus rubios cabellos rizados bajo un amplio halo, le devolvió la mirada con suave indiferencia. Después preguntó:
– ¿En las palmas?
– No. En las muñecas. Llevaba una camisa y un jersey. Los puños le venían un poco anchos. Se deslizaron hacia atrás, y entonces fue cuando vi aquello.
– ¿Ha hablado con alguien más sobre ello?
– No, sólo con usted.
Durante todo un minuto ninguno de los dos habló. En toda su carrera como detective, Dalgliesh no podía recordar una información procedente de un testigo que resultara más ingrata y -no había otra palabra- más impresionante. Su mente se llenó de imágenes de lo que semejante noticia pudiera representar para su investigación si alguna vez llegaba a hacerse pública: los titulares de los periódicos, las especulaciones divertidas de los cínicos, las multitudes de mirones, los supersticiosos, los crédulos, los auténticos creyentes, llenando aquella iglesia en busca de… ¿qué? ¿Una emoción, un nuevo culto, una esperanza, certidumbre? Pero su disgusto caló más hondo que la irritación ante esta indeseable complicación de su investigación, ante la extraña intrusión de la irracionalidad en una tarea tan arraigada en la búsqueda de pruebas que pudieran presentarse en un tribunal, pruebas documentadas, demostrables, reales. Le estremeció, casi físicamente, una emoción mucho más intensa que la del disgusto, y una emoción de la que se sintió casi avergonzado, pues le pareció a la vez innoble y en sí misma poco más racional que el hecho en sí. Lo que sentía en aquel momento era una revulsión casi lindante con el ultraje. Dijo:
– Creo que debe seguir guardando silencio. Esto no es importante por lo que se refiere a la muerte de sir Paul. Ni siquiera es necesario incluirlo en su declaración. Si siente la necesidad de confiar en alguien, hable con su obispo.
El padre Barnes se limitó a contestar:
– No hablaré de esto con nadie más. Creo que necesitaba hablar de ello, compartirlo, pero ahora ya se lo he dicho a usted.
Dalgliesh repuso:
– La iglesia estaba escasamente iluminada. Usted ha dicho que no se habían encendido las luces. Estaba en ayunas. Pudo haberlo imaginado, y también pudo haber sido una ilusión debida a la escasa luz. Por otra parte, vio las marcas tan sólo durante un par de segundos, cuando él alzó las palmas de sus manos para recibir la hostia. Pudo usted haberse equivocado.
Pensó: «¿A quién estoy tratando de tranquilizar, a él o a mí?». Y después vino la pregunta que, contra toda razón, había de formular:
– ¿Qué aspecto tenía? ¿Diferente? ¿Cambiado?
El sacerdote meneó la cabeza y seguidamente contestó, con una inmensa tristeza:
– Usted no lo entiende. Yo no hubiera reconocido una diferencia, incluso en el caso de haberla. -Después, pareció recuperar fuerzas y prosiguió más resueltamente-: Fuera lo que fuese lo que vi, estaba allí. Y no duró mucho tiempo. Y no es un hecho tan inusual. Se han dado otros casos antes. La mente actúa sobre el cuerpo de una manera muy extraña: una experiencia intensa, un sueño poderoso. Y, como dice usted, la luz era muy débil.
Por consiguiente, tampoco el padre Barnes quería creerlo. Buscaba argumentos para rechazarlo. Bien, pensó Dalgliesh, eso siempre era mejor que una nota en la revista parroquial, una llamada telefónica a los diarios o un sermón el domingo siguiente sobre el fenómeno de los estigmas y la sabiduría inescrutable de la providencia. Le interesó descubrir que compartían la misma desconfianza, acaso la misma revulsión. Más tarde, habría un tiempo y un lugar para considerar por qué había ocurrido eso, pero de momento había otras preocupaciones de carácter más inmediato. Cualquiera que fuese la causa que había llevado a Berowne de nuevo a aquella sacristía, había sido una mano humana, la suya o la de otro, la que había empuñado aquella navaja. Dijo:
– ¿Y ayer por la noche? ¿Cuándo le preguntó si podía volver?
– Por la mañana. Me llamó poco después de las nueve. Me dijo que llegaría después de las seis de la tarde, y, precisamente a esa hora, vino a buscar la llave.
– ¿Está usted seguro de la hora, padre?
– ¡Ya lo creo! Estaba viendo las noticias de las seis. Acababan de empezar cuando llamó a la puerta.
– ¿Y tampoco le dio ninguna explicación?
– No. Llevaba la misma bolsa. Creo que vino en autobús o en metro, o tal vez andando. No vi ningún coche. Le entregué la llave en la misma puerta, la misma llave. Me dio las gracias y se fue. Por la noche, no fui a la iglesia, ya que no tenía ninguna razón para hacerlo. No me enteré de nada hasta que el niño vino a buscarme y me dijo que había dos muertos en la sacristía pequeña. Usted ya conoce lo demás.
– Hábleme de Harry Mack -dijo Dalgliesh.
Era evidente que el cambio de tema resultaba grato y el padre Barnes fue locuaz hablando de Harry. El pobre Harry era un problema para la parroquia de Saint Matthew. Por alguna razón, que nadie conocía, durante los últimos cuatro meses se había acostumbrado a dormir en el pórtico sur. Solía acostarse sobre una capa de periódicos y taparse con una vieja manta que a veces dejaba en el pórtico, preparada para la noche siguiente, y que otras veces se llevaba, enrollada y atada alrededor de su cintura con un cordel. Cuando el padre Barnes encontraba la manta, no se atrevía a retirarla de aquel lugar. Después de todo, era el único cobijo que tenía Harry, sin embargo, en realidad no era apropiado dejar que el pórtico se utilizara como refugio o como almacén para las pertenencias de Harry, de aspecto poco grato y más bien maloliente. En realidad, se había comentado en el Consejo Parroquial si convenía instalar una verja con una puerta, pero esto se juzgó poco caritativo y había cosas más importantes en las que invertir el dinero. De hecho, ya resultaba bastante difícil reunir la aportación que se esperaba de los feligreses. Todos habían intentado ayudar a Harry, pero la cosa no era fácil. Éste era bien conocido en el Refugio del Viajero de Cosway Street, en Saint Marylebone, un excelente lugar donde solía tomar su comida del mediodía y recibir, cuando la necesitaba, atención médica para dolencias leves. Era un tanto inclinado a la bebida y, de vez en cuando, intervenía en reyertas. Saint Matthew había hablado con el Refugio acerca de Harry, pero nadie sabía qué podía sugerirse. Habían tratado de persuadir a Harry para que tuviese una cama en su dormitorio común, pero él no lo admitía. No podía soportar el contacto íntimo con otras personas, y ni siquiera tomaba su comida en el albergue. La metía entre rebanadas de pan y se la llevaba, para comer en plena calle. El pórtico era su lugar, recóndito y orientado hacia el sur, fuera de la vista de los demás.
Dalgliesh dijo:
– Por lo tanto, no es probable que llamara a la puerta ayer por la noche, para pedir a sir Paul que le dejara entrar.
– ¡Oh, no! Harry nunca hubiera hecho tal cosa.
Pero de algún modo había entrado. Tal vez se había instalado ya bajo su manta cuando llegó Berowne. Berowne, inesperadamente, le había invitado a compartir su cena. Pero ¿cómo pudo persuadir a Harry? Preguntó al padre Barnes lo que pensaba él al respecto.
– Supongo que debió de ocurrir así. Es posible que Harry ya estuviera en el pórtico. Generalmente se acostaba bastante temprano. Y era una noche inusualmente fría para el mes de septiembre. Sin embargo, es muy extraño. Debió de ver en sir Paul algo que le dio confianza. No era una cosa que acostumbrara hacer. Incluso los empleados del Refugio, tan experimentados con los vagabundos de la ciudad, no lograban persuadir a Harry para que pasara la noche allí. Sin embargo, claro está que ellos sólo se ocupan de un dormitorio. Era dormir o comer con otras personas lo que Harry no podía soportar.
«Y aquí -pensó Dalgliesh- tenía la sacristía principal para él solo. Pudo haber sido esta seguridad y, tal vez, la promesa de una cena lo que le persuadiera para entrar.» Preguntó:
– ¿Cuándo estuvo usted en la iglesia por última vez, padre? Le hablo del día de ayer.
– Desde las cuatro y media hasta las cinco y cuarto, más o menos, cuando leí las vísperas en la capilla de Nuestra Señora.
– Y cuando la cerró al salir, ¿qué seguridad puede tener de que no hubiera alguien allí, tal vez escondido? Evidentemente, usted no registró la iglesia…, ¿por qué habría de hacerlo? Sin embargo, si alguien hubiera estado escondido en ella, ¿había alguna probabilidad de que usted lo hubiera visto?
– Creo que sí. Ya ve usted cómo es la iglesia. No tenemos bancos de respaldo alto, tan sólo las sillas. No hay ningún lugar en el que alguien hubiera podido esconderse.
Dalgliesh sugirió:
– ¿Tal vez debajo del altar, del altar principal o del de la capilla de Nuestra Señora? ¿O acaso en el púlpito?
– ¿Debajo del altar? Es un pensamiento terrible, un sacrilegio. Pero ¿cómo hubiera podido entrar? Cuando yo llegué, a las cuatro y media, encontré la iglesia cerrada.
– ¿Y nadie había cogido las llaves durante el día, ni siquiera los sacristanes?
– Nadie.
Y la señorita Wharton había asegurado a la policía que su llave no había abandonado su bolso.
– ¿Pudo haber entrado alguien durante las vísperas? -inquirió-. ¿Tal vez mientras usted estaba rezando? ¿Estaba usted solo en la capilla de Nuestra Señora?
– Sí. Entré, como de costumbre, por la puerta sur, y la cerré, así como la puerta de la verja. Después, abrí la puerta principal. Ésta representa la entrada natural para cualquiera que desee asistir a un servicio. Mi gente sabe que siempre abro la puerta principal para las vísperas, y es una puerta muy pesada y chirría atrozmente. Siempre estamos hablando de engrasarla. No creo que hubiera podido entrar nadie sin oírlo yo.
– ¿Dijo usted a alguien que sir Paul iba a pasar aquí la última noche?
– No, desde luego que no. No pude decírselo a nadie. Y, por otra parte, tampoco lo hubiera dicho. Él no me pidió que lo guardara en secreto; en realidad, no me pidió nada. Sin embargo, no creo que le hubiese gustado que lo supiesen otras personas. Nadie más supo nada acerca de él, al menos hasta esta noche.
Dalgliesh siguió interrogándole sobre el papel secante y la cerilla apagada. El padre Barnes explicó que la sacristía pequeña había sido utilizada dos días antes, el lunes día dieciséis, al reunirse allí, como de costumbre, el Consejo Parroquial a las cinco y media, inmediatamente después de las vísperas. Él había presidido, sentado ante la mesa, pero no había utilizado secante. Siempre escribía con un bolígrafo. No había advertido ninguna marca reciente, pero, por otra parte, no era muy perspicaz para fijarse en esa clase de detalles. Estaba seguro de que ninguno de los componentes del Consejo había encendido aquella cerilla. Sólo fumaba George Capstick y lo hacía en pipa, utilizando un encendedor. Por otra parte, éste no había asistido al Consejo, porque todavía estaba convaleciente de una gripe. Los demás habían hecho la observación de que resultaba muy agradable no verse envueltos en el humo de su pipa.
Dalgliesh dijo:
– Se trata de detalles pequeños y probablemente sin importancia, pero le agradecería que no los comentara. Y me gustaría que echara usted un vistazo al secante y tratara de recordar qué aspecto tenía el lunes. Por otra parte, hemos encontrado un tazón de loza esmaltada, bastante sucio. Nos resultaría útil comprobar si pertenecía a Harry.
Y, al ver la cara del padre Barnes, añadió:
– No es necesario que vuelva a entrar en la sacristía pequeña. Cuando el fotógrafo haya terminado su tarea, nosotros le traeremos el tazón. Y después, supongo que le apetecerá volver a la vicaría. Más tarde, necesitaremos una declaración, pero eso admite espera.
Siguieron sentados durante un minuto, en silencio, como si lo que se había transmitido entre ellos necesitara ser asimilado en paz. Dalgliesh pensó que, por lo tanto, allí radicaba el secreto de la quijotesca decisión de Berowne de dimitir en su cargo. Había sido algo más profundo y menos explicable que la desilusión, que la inquietud propia de cierta edad, o que el temor de un escándalo amenazante. Lo que le sucedió en aquella primera noche en Saint Matthew, fuera lo que fuese, le indujo, el día siguiente, a cambiar toda la dirección de su vida. ¿Le habría dirigido también hacia su muerte?
Al levantarse los dos, oyeron el rumor metálico de la puerta de la verja. La inspectora Miskin esperaba en el pasillo. Cuando llegaron junto a ella, anunció:
– Ha llegado el forense, señor.
Lady Ursula Berowne estaba sentada en su salón, en el cuarto piso del número sesenta y dos de Campden Hill Square, y desde allí contemplaba las copas de los árboles como si fueran una visión distante, casi indistinguible. Le parecía como si su cabeza fuese una copa llena a rebosar, que sólo ella pudiera mantener estable. Una sola sacudida, un estremecimiento, una leve pérdida de control, y la copa se derramaría en un caos tan terrible que sólo podía terminar en la muerte. Era extraño, pensó, que su respuesta física al shock fuese ahora la misma que se había producido después de encontrar la muerte Hugo, de modo que su dolor actual se añadía al dolor que sentía por él, renovándolo como si acabara de enterarse de la noticia de su muerte. Y los síntomas físicos habían sido los mismos: una sed intensa, la sensación de que su cuerpo se había apergaminado y encogido, una boca seca y amarga como si la infectara su propio aliento. Mattie le había preparado, una y otra vez, café fuerte, que ella consumió casi hirviendo, sin leche, sin notar su dulzor excesivo. Después, dijo:
– Me gustaría comer algo, algo salado. Unas tostadas con anchoas…
Pensó que era como una mujer preñada por el dolor, sometida a extraños antojos.
Pero esto había cesado ya. Mattie insistió en colocar un chal sobre sus hombros, pero ella lo rechazó, exigiendo que se la dejara a solas. Pensó: «Hay un mundo fuera de este cuerpo, de este dolor. Debo entrar de nuevo en él. Sobreviviré. Debo sobrevivir. Siete años, diez como máximo, es todo lo que necesito». Y ahora esperaba, acumulando energías para hacer frente a los primeros de muchos visitantes. Sin embargo, al primer visitante lo había convocado ella misma. Había cosas que era preciso decirle, y tal vez después no hubiera mucho tiempo.
Poco después de las once, oyó el timbre de la puerta, después el chirrido de la cerradura y un apagado ruido metálico al cerrarse la puerta de la verja. Se abrió la puerta de su salón, y Stephen Lampart entró silenciosamente. Le pareció importante recibirle de pie, pero no pudo reprimir una mueca de dolor cuando en su cadera artrítica recayó el peso de su cuerpo, y supo que la mano que agarraba la empuñadura de su bastón temblaba. Inmediatamente, él se encontró a su lado y le dijo:
– ¡No, por favor! Le ruego que no se mueva.
Con una mano firme en el brazo de ella, la ayudó cariñosamente a acomodarse de nuevo en el sillón. A ella le desagradaba el contacto de tipo casual, la presencia de conocidos o extraños a los que su impedimento parecía autorizar a tocarla, como si su cuerpo fuese un obstáculo enojoso que debiera ser empujado suavemente para colocarlo de nuevo en su sitio. Quiso librarse de aquel contacto firme, autoritario, pero consiguió resistir a este impulso. Sin embargo, no pudo evitar que sus músculos se contrajeran con aquel contacto, y supo que a él no le había pasado por alto aquel rechazo instintivo. Una vez la hubo acomodado, gentilmente y con una competencia profesional, él se sentó en una silla frente a ella. Les separaba una mesa baja. Un círculo de madera de palisandro pulimentada establecía el dominio de él: fuerza contra debilidad, juventud contra edad, médico y paciente sumisa. Con la excepción de que ella no era su paciente. Él dijo:
– Tengo entendido que espera una intervención para sustitución de cadera.
Había sido Barbara, desde luego, la que se lo había explicado, pero él se guardaría de ser el primero en mencionar el nombre de ella.
– Sí, estoy en la lista del hospital ortopédico.
– Perdóneme, ¿por qué no acudir a una clínica privada? ¿No estará usted sufriendo innecesariamente?
Ella pensó que aquello era una observación incongruente, casi indecorosa, con la que iniciar una visita de pésame, pero tal vez fuese el modo que él tenía de enfrentarse a su dolor y su estoicismo, refugiándose en el terreno profesional, el único en el que se sentía seguro y que le permitía hablar con autoridad.
Lady Ursula contestó:
– Prefiero que me traten como una paciente de la Seguridad Social. Me agradan mis privilegios, pero éste es, precisamente, uno de los que no deseo.
Él sonrió levemente, como si quisiera contentar a un chiquillo.
– Me parece un tanto masoquista.
– Tal vez sí; sin embargo, no le he convocado aquí para pedirle una opinión profesional.
– Que, como ginecólogo, de todos modos no tendría competencia para ofrecerle. Lady Ursula, esta noticia sobre lo que le ha ocurrido a Paul es terrible, increíble. ¿No habría debido avisar a su propio médico? ¿O tal vez a un amigo? Debería tener a alguien a su lado. Es un error quedarse sola en momentos como éste.
Ella repuso:
– Tengo a Mattie si necesito los paliativos de costumbre: café, alcohol o calor. A los ochenta y dos años, las pocas personas a las que una desea ver están ya todas muertas. He sobrevivido a mis dos hijos, y eso es lo peor que puede ocurrirle a un ser humano. Tengo que soportarlo, pero no tengo por qué hablar de ello.
Hubiera podido añadir: «Y menos con usted», y le pareció como si estas palabras, aunque no pronunciadas, flotaran en el aire entre los dos. Por unos momentos, él guardó silencio como si las calibrase, aceptando la justicia que contenían. Después dijo:
– Desde luego, yo la hubiera visitado más tarde, aunque no me hubiese telefoneado. Pero es que no tenía la seguridad de que deseara ver a alguien tan pronto. ¿Recibió mi carta?
Debió de haberla escrito apenas Barbara le comunicó la noticia y la había enviado por mediación de una de sus enfermeras, que, en su apresuramiento por regresar a casa después de una noche de guardia, ni siquiera se había detenido para entregarla en mano, y se había limitado a introducirla en el buzón. En ella, él había empleado todos los adjetivos de costumbre. No había necesitado un diccionario de sinónimos para decidir la respuesta apropiada. Después de todo, el asesinato era algo espantoso, terrible, horrendo, increíble, un verdadero ultraje. Pero la carta, una obligación social cumplimentada con excesivo apresuramiento, carecía de convicción.
Y, por otra parte, hubiera debido saber que no resultaba procedente hacer que su secretaria la pasara a máquina. Sin embargo, pensó ella, eso era típico. Eliminando aquella pátina tan cuidadosamente adquirida de éxito profesional, prestigio, modales ortodoxos, el hombre auténtico quedaba a la vista: ambicioso, algo vulgar, sensible tan sólo cuando se le pagaba ostensiblemente. Pero sabía que gran parte de esto era prejuicio, y que el prejuicio era peligroso. Debía procurar delatarse lo menos posible si la entrevista había de transcurrir como ella deseaba. Y no era justo criticar la carta. Dictar un pésame a la madre de un marido asesinado al que uno le había estado poniendo cuernos durante los últimos tres años, era algo que hubiera exigido mucho más que el limitado vocabulario social que él pudiera poseer.
No le había visto desde hacía casi tres meses y de nuevo le impresionó su buen aspecto.
Había sido un joven atractivo, alto, un tanto desaliñado y con una espesa cabellera negra, pero ahora aquella figura desaliñada había sido pulida y perfeccionada por el éxito; ofrecía su alta figura con una fácil seguridad y sus ojos grises -que, como ella sabía, utilizaba tan certeramente- reflejaban una solidez fundamental. Su cabello, escarchado ahora por algunas canas, todavía era espeso, con un desorden que los peluqueros más caros aún no habían disciplinado por completo. Era un detalle que contribuía a su atractivo, indicando una individualidad indomable, muy distante del modelo tedioso y convencional de apostura masculina.
Se inclinó hacia adelante y la miró fijamente, con sus ojos grises ablandados por la compasión. Ella se indignó ante aquella fácil adquisición de la preocupación profesional, pero tuvo que reconocer que la adoptaba muy bien. Casi esperó que él le dijera: «Hicimos todo lo posible, todo lo humanamente posible». Después se dijo a sí misma que aquel pesar podía ser auténtico. Había de resistir a la tentación de menoscabar sus facultades, de clasificarlo como el apuesto y experimentado seductor de los seriales baratos. Fuera lo que fuese, aquel hombre no era tan sencillo de calibrar. Ningún ser humano lo es. Y estaba, al fin y al cabo, reconocido como un buen ginecólogo. Trabajaba de firme y conocía su oficio.
Cuando Hugo estudiaba en Balliol, Stephen Lampart fue su amigo más íntimo; en aquel tiempo, ella le apreciaba y parte de este aprecio todavía persistía, mezclado con resentimiento y sólo reconocido a medias, pero vinculado a recuerdos de paseos bajo el sol en Port Meadow, almuerzos y risas en las habitaciones de Hugo, con años de esperanza y promesa. Fue el muchacho inteligente, guapo y ambicioso procedente de un hogar de clase media baja, simpático, divertido, capaz de conseguir la compañía que deseara gracias a su aspecto y a su ingenio, astuto al ocultar la ambición que hervía en él. Hugo fue el privilegiado, con una madre hija de un conde, un padre baronet y distinguido militar, poseedor del nombre Berowne, heredero de lo que quedara de la fortuna de los Berowne. Por primera vez, se preguntó si él no se habría sentido antagonista, no sólo de Hugo, sino de toda su familia, y si su traición subsiguiente no tendría unas largas raíces en el terreno de una antiquísima envidia. Dijo:
– Hay dos cosas que debemos discutir, y tal vez no haya mucho tiempo ni tampoco otra oportunidad. Acaso deba decir, en primer lugar, que no he solicitado su presencia aquí para criticar la infidelidad de mi nuera. No estoy en condiciones de criticar la vida sexual de nadie.
Los ojos grises mostraron cautela.
– Es muy prudente por su parte. Pocos estamos en condiciones de hacerlo.
– Sin embargo, mi hijo ha sido asesinado. La policía pronto lo sabrá, si no lo sabe ya. Y yo ya lo sé ahora.
Él repuso:
– Perdone, pero ¿puede estar segura de ello? Todo lo que Barbara pudo decirme al telefonear esta mañana era que la policía había encontrado el cadáver de Paul y el de un vagabundo… -hizo una pausa- con heridas en sus gargantas.
– Los dos tenían la garganta cortada. Los dos habían sido degollados. Y, a juzgar por el tacto exquisito con el que se comunicó la noticia, supongo que el arma fue una de las navajas de Paul. Supongo que Paul pudo haber sido capaz de matarse. La mayoría somos capaces, si atravesamos situaciones lo suficientemente penosas. Pero de lo que no era capaz era de matar a ese vagabundo. Mi hijo fue asesinado, y esto significa que hay ciertos hechos que la policía se obstinará en descubrir.
Él preguntó, con toda calma:
– ¿Qué hechos, lady Ursula?
– Que usted y Barbara se entienden.
Las manos unidas flojamente sobre el regazo de él se contrajeron, para relajarse inmediatamente. Sin embargo, se mostró incapaz de enfrentarse a la mirada de ella.
– Comprendo. ¿Fue Paul o Barbara quien se lo explicó?
– Ninguno de los dos. Pero durante cuatro años he vivido en la misma casa con mi nuera. Soy una mujer. Puedo estar imposibilitada, pero todavía conservo el uso de mis ojos y de mi inteligencia.
– ¿Cómo se encuentra ella, lady Ursula?
– No lo sé. Pero, antes de que se marche, le sugiero que procure averiguarlo. Desde que recibí la noticia, sólo he visto a mi nuera durante tres minutos. Al parecer, está demasiado disgustada para hablar con las visitas. Todo parece indicar que a mí se me considera una visita.
– ¿Es justo lo que dice? A veces, resulta más difícil hacer frente al dolor de los demás que al de uno mismo.
– ¿Sobre todo si el de uno mismo no es muy intenso?
Él se inclinó hacia adelante y habló con suavidad:
– No creo que tengamos derecho a suponer eso. Es posible que los sentimientos de Barbara no sean intensos, pero Paul era su marido. Ella se preocupaba por él, probablemente más de lo que usted y yo podamos comprender. Se trata de un acontecimiento espantoso para ella, para todos nosotros. Veamos, ¿hemos de hablar de esto ahora? Tanto usted como yo estamos bajo una fuerte impresión.
– Hemos de hablar y no hay mucho tiempo. El comandante Adam Dalgliesh vendrá a verme tan pronto como hayan terminado con lo que estén haciendo en la iglesia. Es de suponer que deseará hablar también con Barbara. Con el tiempo, probablemente antes de lo que quepa suponer, también acudirán a usted. Yo he de saber lo que usted se dispone a decirles.
– ¿No es ese Adam Dalgliesh una especie de poeta? ¡Extraña afición para un policía!
– Si es tan buen detective como poeta, es un hombre peligroso. No subestime a la policía por lo que lea en los periódicos.
Él repuso:
– No subestimo a la policía, pero no tengo motivo para temerla. Sé que combinan un entusiasmo machista por la violencia selectiva con una rígida adhesión a la moralidad de la clase media, pero no creo que usted pueda sugerir seriamente que sospechen que yo le corté la garganta a Paul por el hecho de acostarme con su esposa. Es posible que estén alejados de la realidad social, pero, con toda seguridad, no pueden estarlo tanto.
Ella pensó: «Esto ya encaja más, éste es el hombre auténtico». Contestó con perfecta tranquilidad:
– Yo no digo que la policía sospeche de usted. No dudo de que podrá presentar una coartada satisfactoria para la noche pasada. Sin embargo, causarán menos problemas si ni usted ni ella mienten sobre su asunto. Yo prefiero, por mi parte, no tener que mentir al respecto. Como es natural, tampoco brindaré gratuitamente esta información, pero es muy posible que me lo pregunten.
– ¿Y por qué deberían hacerlo, lady Ursula?
– Porque el comandante Dalgliesh trabajará en estrecha relación con la Sección Especial. Mi hijo fue ministro de la Corona, aunque fuese por poco tiempo. ¿Supone que en la vida privada de un ministro, en particular un ministro de ese Ministerio, puede haber algo que desconozcan aquellas personas cuya tarea consiste en descubrir y documentar este tipo de escándalo potencial? ¿En qué clase de mundo cree usted que vivimos?
Él se levantó y empezó a caminar lentamente de un lado a otro, ante ella. Finalmente dijo:
– Supongo que tendría que haber pensado en esto. Y lo habría hecho, si hubiera dispuesto de más tiempo. Pero la muerte de Paul ha sido un golpe abrumador. No creo que mi mente trabaje todavía como es debido.
– Entonces, le sugiero que empiece ya a trabajar. Usted y Barbara han de coincidir en sus historias. Mejor dicho, han de coincidir en decir la verdad. Tengo entendido que Barbara era ya su amante cuando usted se la presentó a Hugo, y que siguió siéndolo después de morir Hugo y casarse ella con Paul.
Él se detuvo y se volvió hacia ella.
– Créame, lady Ursula, no fue nada planeado; las cosas no ocurrieron así.
– ¿Irá a decirme que ella y usted decidieron generosamente abstenerse de su relación sexual, al menos hasta que terminara la luna de miel?
Él se detuvo ante ella y la miró fijamente.
– Creo que hay algo que debería decir, pero me temo que no sea muy… propio de un caballero.
Sin decir una palabra, ella pensó: «Ese término carece ya de todo significado. Contigo, probablemente nunca lo tuvo. Antes de 1914, cabía hablar así sin que las palabras sonaran falsas o ridículas, pero ahora no. Esa palabra y el mundo que representaba, han desaparecido para siempre, pisoteados en los fangos de Flandes». Dijo:
– Mi hijo ha sido degollado. Ante semejante brutalidad, no creo que debamos preocuparnos por cuestiones de dignidad, sean o no falsas. Estoy hablando de Barbara, desde luego.
– Sí. Hay algo que usted debiera comprender, si no lo ha comprendido todavía. Yo puedo ser su amante, pero ella no me ama. Desde luego, no desea casarse conmigo. Se siente tan satisfecha conmigo como podría estarlo con cualquier hombre. Por eso yo comprendo sus necesidades y no planteo exigencias. Al menos, no muchas exigencias. Todos presentamos alguna. Y, desde luego, yo la quiero a ella, tanto como pueda yo querer a alguien. A ella, esto le es necesario, y se siente segura conmigo. Pero nunca desearía librarse de un excelente marido y de un título para casarse conmigo. No mediante el divorcio, y, desde luego, menos contribuyendo a un asesinato. Tiene usted que creer esto, si es que usted y ella han de seguir viviendo juntas.
Ella replicó:
– Al menos, ha hablado con franqueza. Parece que están cortados a la medida el uno para el otro.
Él aceptó el sutil insulto que había detrás de esa ironía.
– Ya lo creo -contestó con tristeza-, estamos cortados a la medida. -Y añadió-: Sospecho que ella ni siquiera se siente particularmente culpable. En todo caso, menos que yo, por extraño que esto pueda parecer. Es difícil tomarse el adulterio en serio si la persona no obtiene de él un excesivo placer.
– Su papel debe ser agotador y escasamente satisfactorio. Le admiro por su capacidad de sacrificio.
La sonrisa de él, aunque discreta, era evocadora.
– ¡Es tan hermosa! Se trata de un rasgo absoluto, ¿no cree? Ni siquiera depende de si ella se encuentra bien o contenta, o de si no está cansada o de lo que lleve puesto. Es algo que siempre está presente. No puede usted culparme por haber intentado hacerla feliz.
– Ya lo creo que sí -contestó ella-, puedo hacerlo y lo hago.
Pero sabía que con estas palabras distaba de ser sincera. Durante toda su vida se había sentido cautivada por la belleza física en hombres y en mujeres. Había sido la meta fija en su vida. Cuando, en 1918, con su hermano y su prometido muertos, ella, la hija de un conde, llegó a la edad propia de desafiar la tradición, ¿qué otra cosa tenía para ofrecer? Pensó, con ruda sinceridad, que no podía ofrecer un gran talento dramático. De modo casi casual e instintivo, exigió belleza física en sus amantes y nunca sintió celos de la de sus amigas, sino que se mostró excesivamente indulgente en este aspecto. Todos se sorprendieron, cuando a la edad de treinta y dos años se casó con sir Henry Berowne, aparentemente por unas cualidades menos obvias, y le dio dos hijos. Pensó ahora en su nuera, tal como la había visto muchas veces, de pie e inmóvil frente al espejo del vestíbulo. Barbara era incapaz de pasar ante un espejo sin aquel momento de inmovilidad narcisista, aquella mirada tranquila y profunda. ¿Qué podía mirar? Aquel primer pliegue junto a los ojos, aquel tono azul apagado, una reseca arruga en la piel, las primeras marcas en el cuello que mostraran cuan transitoria podía ser aquella perfección tan preciada.
Él seguía paseando de un lado a otro, sin dejar de hablar.
– A Barbara le gusta ver que se le presta atención. Hay que admitirlo en lo que se refiere al acto sexual. Desde luego, se presta una atención, específica e intensa. Ella necesita hombres que la deseen. En realidad, ni siquiera quiere que lleguen a tocarla. Si ella pensara que yo intervine en la muerte de Paul, no me daría las gracias. No creo que llegara a perdonarme y, desde luego, no me protegería. Lo siento. He hablado con excesiva franqueza. Pero creo que todo esto había que decirlo.
– Sí, había de decirlo. ¿A quién protegería ella?
– A su hermano, tal vez, pero no creo que por mucho tiempo, y no, desde luego, si ello implicara algún riesgo para ella. Nunca han estado muy unidos.
Ella contestó secamente:
– No se le exigirá ninguna lealtad fraternal. Dominic Swayne estuvo en esta casa con Mattie durante toda la velada de ayer.
– ¿Eso lo dice él o ella?
– ¿Es que le acusa a él de tener algo que ver con la muerte de mi hijo?
– Desde luego que no. La idea es ridícula. Y si Mattie dice que estaba con ella, no dudo de que así fue. Todos sabemos que Mattie es un modelo de rectitud. Usted me ha preguntado si había alguien a quien Barbara pudiera proteger. No se me ocurre pensar en nadie más.
Había dejado de pasearse y volvió a sentarse frente a ella. Después dijo:
– ¿Y sus razones para telefonearme? Me ha dicho que había dos cosas que teníamos que comentar.
– Sí. Debo estar segura de que el hijo que Barbara lleva en su vientre es mi nieto, no el bastardo de usted.
Los hombros de él se envararon. Por un momento, que pudo ser tan sólo un segundo, permaneció rígido, mirando sus manos cruzadas. En aquel silencio, ella pudo oír el tictac del reloj de pared. Después, él levantó la vista. Mantenía la calma, pero ella pensó que su rostro había palidecido.
– ¡Bien, sobre eso no puede haber ninguna duda! ¡Ni la menor duda! Hace tres años me sometí a una vasectomía. No me va lo de la paternidad y no tengo ningún deseo de quedar en ridículo por demandas judiciales en ese sentido. Puedo darle el nombre de mi cirujano, si desea una prueba. Probablemente, esto será más sencillo que confiar en unos análisis de sangre cuando nazca el pequeño.
– ¿El pequeño?
– Sí, es un niño. Barbara se sometió a una amniocentesis. Su hijo quería un heredero e iba a tenerlo. ¿No lo sabía usted?
Ella guardó unos momentos de silencio, y después dijo:
– ¿No es un procedimiento peligroso para el feto, sobre todo en un momento tan temprano del embarazo?
– No con las nuevas técnicas y en unas manos expertas, y pude ver que ella se encontraba en manos de un experto. No, no las mías. No soy tan imbécil.
Ella preguntó:
– ¿Sabía Paul lo del niño antes de morir?
– Barbara no me lo ha dicho. Supongo que no. Después de todo, ella misma acaba de enterarse.
– ¿De que está embarazada? No lo creo.
– No, del sexo del niño. La telefoneé ayer por la mañana y fue lo primero que le dije. Pero Paul pudo haber sospechado que había un crío en camino. Después de todo, volvió a aquella iglesia, tal vez para pedir a su Dios nuevas y mejores instrucciones.
Se apoderó de ella una indignación tan intensa que, por un momento, le fue imposible hablar, y cuando su voz brotó por fin temblaba como la de una mujer vieja e impotente. Sin embargo, al menos sus palabras podían herir:
– Nunca pudo resistir usted, ni siquiera cuando era un muchacho, la tentación de combinar la vulgaridad con lo que creía que era ingenio. No sé lo que le ocurrió a mi hijo en aquella iglesia y no pretendo comprenderlo, pero al final murió a causa de ello. La próxima vez que sienta la tentación de exhibir su humor barato, tal vez será mejor que lo recuerde.
La voz de él fue baja y tan fría como el acero.
– Lo siento. Desde el principio, pensé que esta conversación era un error. Estamos los dos demasiado impresionados para mostrarnos razonables. Y ahora, si me lo permite, bajaré para ver a Barbara antes de que la policía empiece a acosarla. Estará sola, supongo…
– Que yo sepa, sí. Anthony Farrell no tardará en llegar. Le mandé aviso a su casa apenas recibí la noticia, pero tiene que venir desde Winchester.
– ¿El abogado de la familia? ¿Y no parecerá sospechoso tenerlo aquí cuando la policía llegue? ¿No dará la impresión de ser una precaución necesaria?
– Es un amigo de la familia, además de su abogado. Es natural que las dos deseemos su presencia. Sin embargo, me alegra que usted la vea a ella antes de que llegue Farrell. Dígale que conteste a las preguntas de Dalgliesh pero que no anticipe información, ninguna información. No tengo razones para suponer que la policía adopte una visión innecesariamente dramática sobre lo que, después de todo, no era más que un adulterio corriente. Sin embargo, no es cosa que esperen que ella les confíe aunque estén bien enterados al respecto. Un exceso de ingenuidad resulta tan sospechoso como el defecto de ella.
Él le preguntó:
– ¿Estaba usted con ella cuando la policía le comunicó la noticia?
– La policía no le comunicó la noticia. Lo hice yo. Me pareció aconsejable en tales circunstancias. Una oficial de policía, muy competente, me la comunicó primero, y entonces bajé, yo sola, para hablar con Barbara. Se comportó muy bien. Barbara siempre ha sabido qué emociones es apropiado mostrar. Y es una espléndida actriz. Debería serlo, pues ha tenido una extensa práctica. Además, hay otra cosa: dígale que no hable del pequeño. Esto es importante.
– Si eso es lo que usted quiere, o lo que usted considera prudente… Sin embargo, podría ser útil mencionar el embarazo. Se mostrarán particularmente amables con ella.
– Se mostrarán igualmente amables. No van a enviar aquí a ningún necio.
Estaban hablando como cómplices, precariamente aliados en una conspiración que ninguno de los dos deseaba reconocer. Ella notó entonces un frío malestar, tan físico como una náusea, y con él se apoderó de todo su cuerpo una debilidad que la clavó en su butaca.
Inmediatamente, advirtió la presencia de él a su lado, el contacto de sus dedos, suaves pero firmes, que apretaban su muñeca. Pensó que debía disgustarle aquel contacto, pero en realidad ahora la reconfortaba. Descansó en la butaca, con los ojos cerrados, y su pulso se revigorizó bajo los dedos de él.
– Lady Ursula, verdaderamente debiera verla su médico. ¿No es Malcolm Hancock? Permítame que le telefonee.
Ella denegó con la cabeza.
– Estoy bien. Sin embargo, no quiero ver a nadie más. Hasta que llegue la policía, necesito estar sola.
Era una confesión de debilidad que no había pensado hacer, sobre todo a él, y menos en semejante momento. Él se dirigió hacia la puerta pero cuando tenía ya la mano en el pomo, ella le dijo:
– Hay otra cosa. ¿Qué sabe usted de Theresa Nolan?
– No más que usted, supongo, probablemente menos. Sólo trabajó en Pembroke Lodge durante cuatro semanas, y apenas me fijé en ella. La cuidó a usted y vivió en esta casa durante más de seis años, y, cuando acudió a mí, ya estaba embarazada.
– ¿Y Diana Travers?
– Nada, excepto que cometió la imprudencia de comer y beber demasiado y después zambullirse en el Támesis. Como debe usted de saber, Barbara y yo habíamos salido del Black Swan antes de que ella se ahogara.
Guardó silencio por unos momentos y después dijo con voz grave:
– Ya sé en lo que está usted pensando: en ese artículo indignante en la Paternoster Review. Lady Ursula, ¿me permite que le dé un consejo? El asesinato de Paul, si ha sido un asesinato, es algo perfectamente simple. Dejó entrar en aquella iglesia a un ladrón, un vagabundo, un psicópata, y esa persona lo mató. No complique su muerte, que -no es necesario decirlo- ya es lo bastante horrible, con antiguas tragedias perfectamente irrelevantes. Sin ellas, la policía encontrará sin dificultad dónde hincar sus dientes.
– ¿Cree que son las dos irrelevantes?
Él no contestó, pero preguntó a su vez:
– ¿Se lo han dicho a Sarah?
– Todavía no. Intenté telefonearle esta mañana a su casa, pero no ha contestado nadie. Seguramente había salido en busca de un trabajo. Lo intentaré de nuevo cuando usted se marche.
– ¿Quiere que vaya a verla? Después de todo, es la hija de Paul. Será un golpe terrible para ella. Es mejor que no se entere por la policía o las noticias de la televisión.
– No lo hará. En caso necesario, iré yo misma.
– Pero ¿quién la llevará hasta allí? ¿No es el miércoles el día libre de Halliwell?
– Siempre hay taxis.
La molestaba el aire de él, que parecía indicar que se hacía cargo de todo, introduciéndose en la familia con tanta astucia como en otro tiempo lo había hecho en Oxford. Pero entonces, una vez más, se reprochó su propia injusticia. Nunca le había faltado cierta dosis de amabilidad. En aquel momento le estaba diciendo:
– Debería tener tiempo para prepararse, antes de que la policía se dirija a ella.
¿Tiempo para qué?, se preguntó ella. ¿Para fingir con cierta decencia que el hecho la entristecía? No contestó. De pronto, deseó con tanta urgencia que aquel hombre se marchara, que eso fue lo único que pudo hacer para no ordenarle que se fuera de una vez. Consiguió tenderle la mano. Inclinándose él la tomó en la suya y la llevó a sus labios. El gesto, teatral y totalmente inapropiado, la desconcertó, pero no llegó a disgustarla. Después de marcharse él, se quedó contemplando sus delgados y ensortijados dedos, y aquellos nudillos manchados por la edad, sobre los cuales, brevemente, se habían posado los labios de él. ¿Había sido aquel gesto un tributo a una anciana que se enfrentaba, con dignidad y valor, a una última tragedia? ¿O había sido algo más sutil, una insinuación de que, a pesar de todo, eran aliados y él comprendía las prioridades de ella y sabría respetarlas?
Dalgliesh recordó que en cierta ocasión un cirujano le había dicho que Miles Kynaston prometía convertirse en un diagnosticador brillante, pero que había abandonado la medicina general para dedicarse a la legal porque no podía soportar el sufrimiento humano. El cirujano lo explicaba con una nota de humorística condescendencia, como si estuviera delatando la infortunada debilidad de un colega, algo que un hombre más prudente hubiera debido detectar antes de comenzar su carrera de medicina o que, al menos, hubiera tenido que solventar antes de terminar su segundo curso. Dalgliesh pensó que tal vez fuera verdad. Kynaston había cumplido lo que prometía, pero ahora aplicaba sus brillantes diagnósticos a unos difuntos silenciosos, cuyos ojos no podían implorarle que ofreciera alguna esperanza, y cuyas bocas ya no podían gritar. Desde luego, tenía cierta afición a la muerte. En ella, nada le desconcertaba, ni sus aspectos más desagradables, ni su olor, ni sus revelaciones más extrañas. A diferencia de la mayoría de los médicos, no la contemplaba como el enemigo final, sino como un enigma fascinante, y clavaba en cada cadáver la misma mirada intensa que en otro tiempo hubiese dedicado a sus pacientes vivos, considerándolo como una nueva prueba que, debidamente interpretada, podía aproximarlo más a su misterio esencial.
Dalgliesh le respetaba más que a cualquier otro de los forenses con los que había trabajado. Acudía presto cuando se le llamaba y era igualmente diligente cuando se trataba de informar sobre una autopsia. No hacía gala del cruel humor que algunos de sus colegas juzgaban necesario para reforzar su amor propio en la sociedad, y los que compartían con él alguna pena podían considerarse a salvo de las desagradables anécdotas tan frecuentes sobre los cuchillos empleados o la historia de los riñones perdidos. Y, muy en especial, era un testigo excelente en los juicios, demasiado incluso para ciertas personas. Dalgliesh recordaba el agrio comentario de un abogado defensor después de emitirse un veredicto de culpabilidad: «Kynaston está adquiriendo una infalibilidad peligrosa con los jurados. No necesitamos a otro Spilsbury».
Nunca perdía el tiempo. Mientras saludaba a Dalgiesh, se estaba quitando ya la americana y poniendo sus finos guantes de goma en aquellas manos de dedos gruesos, que mostraban una blancura poco natural, casi como si no circulara la sangre por ellas. Era alto y robusto, y daba una impresión de desordenada torpeza hasta que se le veía trabajar en un espacio limitado, donde parecía contraerse físicamente y volverse sólido, aunque grácil, moviéndose alrededor del cadáver con la rapidez y la precisión de un gato. Su cara era carnosa y sus espesos cabellos dejaban libre una frente alta y pecosa; su largo labio superior tenía la curvatura de un arco, y los ojos, oscuros y muy brillantes, bajo unos párpados gruesos, conferían a su rostro una expresión de sardónica y humorística inteligencia.
Ahora se agazapaba, como una rana, junto al cuerpo de Berowne, con las manos inertes ante él, pálidamente incorpóreas. Observaba las heridas de la garganta con una concentración extraordinaria, pero sin hacer el menor gesto para tocar el cuerpo, excepto el roce ligero de una mano sobre la parte posterior de la cabeza, como una caricia. Después preguntó:
– ¿Quiénes son?
– Sir Paul Berowne, ex diputado y ministro, y un tal Harry Mack, un vagabundo.
– A primera vista, asesinato seguido por suicidio. Los cortes son de libro de texto; dos de ellos bastante superficiales de izquierda a derecha, y después uno encima, rápido, profundo, que ha seccionado la arteria. Y la navaja al alcance de la mano. Como digo, a primera vista es obvio. ¿Demasiado obvio, tal vez?
– Así lo he pensado yo -respondió Dalgliesh.
Kynaston avanzó sobre la alfombra en dirección a Harry, caminando de puntillas como un bailarín inexperto.
– Un tajo. Suficiente. De nuevo, de izquierda a derecha. Lo que significa que Berowne, si es que fue Berowne, se encontraba detrás de él.
– Entonces, ¿por qué no está manchada de sangre la manga derecha de la camisa de Berowne? De acuerdo, hay manchas de sangre, la suya o la de Harry, o la de ambos. Pero si él mató a Harry, ¿no cabría esperar mayor cantidad de sangre en la manga?
– No, si se subió primero la manga de la camisa y sorprendió al otro por detrás.
– ¿Y volvió a bajarla antes de rajarse su propia garganta? Lo creo bastante improbable.
Kynaston dijo:
– Los analistas podrán identificar la sangre de Harry, o lo que puede ser sangre de Harry en la manga de la camisa, así como la de Berowne. Al parecer, no hay manchas visibles entre los cadáveres.
Dalgliesh repuso:
– Los biólogos forenses han examinado la alfombra con la lámpara de fibras ópticas. Es posible que consigan algo. Y hay una pequeña pero visible traza debajo de la chaqueta de Harry, y otra de lo que parece ser sangre en el forro de la chaqueta, justo encima de la primera.
Levantó la esquina de la alfombra y los dos observaron en silencio la mancha visible en la misma. Después, Dalgliesh dijo:
– Estaba debajo de la chaqueta cuando la encontramos. Esto quiere decir que ya estaba allí antes de que Harry se desplomara. Y si resulta ser sangre de Berowne, entonces éste fue el primero en morir, a no ser que, claro está, avanzara hacia Harry después de haberse hecho uno o más de los cortes superficiales en su propia garganta. Como teoría, me parece bastante absurda. Si estaba entregado a la tarea de rajarse la garganta, ¿cómo podía habérselo impedido Harry? Por consiguiente, ¿por qué molestarse en matarlo? Pero ¿es posible, médicamente posible?
Kynaston le miró fijamente. Los dos sabían la importancia de esta pregunta. Contestó:
– Después del primer corte superficial, yo diría que sí.
– Pero ¿pudo tener todavía la fuerza necesaria para matar a Harry?
– ¿Estando él medio degollado? De nuevo, después de hacerse ese primer corte superficial, no creo que sea posible descartar la posibilidad. Recordemos que debía de encontrarse en un estado de gran excitación. Es sorprendente la fuerza que demuestran a veces ciertas personas. Después de todo, estamos suponiendo que se le interrumpió en el momento de suicidarse. Difícilmente un momento en que un hombre se muestre racional. No obstante, no puedo estar seguro. Nadie puede estarlo. Me está pidiendo un imposible, Adam.
– Ya me lo temía. Pero es que parece demasiado claro.
– O tal vez quiera usted creer que es demasiado claro. ¿Cómo lo ve usted?
– Por la posición del cuerpo, creo que pudo haber estado sentado en el borde de la cama. Suponiendo que fuese asesinado, suponiendo que el asesino entrase primero en la cocina, entonces pudo haber regresado silenciosamente y atacado a Berowne por detrás. Un golpe, una cuerda alrededor del cuello. O bien agarrarle por el pelo, echarle atrás la cabeza, hacer el primer corte profundo. Los otros, los destinados a dar la impresión de un intento, pudieron haberse hecho después. Por consiguiente, hay que buscar cualquier marca además de los cortes, o tal vez un chichón en la parte posterior de la cabeza.
Kynaston dijo:
– Hay un chichón, pero es pequeño. Pudo haber sido causado al caerse. Sin embargo, sabremos algo más con la autopsia.
– Una teoría alternativa sería la de que el asesino le dejó primero sin sentido, después entró en el baño para desnudarse y regresó para proceder al degüello final, antes de que Berowne tuviera la oportunidad de volver en sí. Sin embargo, esto suscita unas objeciones obvias. Hubiera tenido que calcular con gran precisión la fuerza del golpe, y cabría esperar que éste hubiera dejado algo más que un ligero chichón.
Kynaston repuso:
– No obstante, esto suscita menos objeciones que la primera teoría, la de que entró aquí medio desnudo y armado con una navaja, y, con todo, no hay signos evidentes de que Berowne opusiera la menor resistencia.
– Es posible que le sorprendiera. Quizá él esperaba que el visitante regresara atravesando la puerta que da a la cocina. Es posible que recorriera el pasillo de puntillas y entrase por la puerta principal. Esta es la teoría más probable, en vista de la posición del cuerpo.
Kynaston preguntó:
– Entonces, ¿usted supone premeditación? ¿Supone que el asesino sabía que encontraría una navaja a su disposición?
– Desde luego. Si Berowne fue asesinado, su muerte fue premeditada. Sin embargo, estoy elaborando teorías antes de conocer los hechos a fondo, lo que siempre es un pecado imperdonable. De todos modos, aquí se planeó algo, Miles. Es todo demasiado evidente, demasiado claro.
Kynaston dijo:
– Terminaré el examen preliminar y después podrá usted ordenar que se los lleven. Normalmente, yo procedería mañana a esta autopsia, en primer lugar, pero no me esperan en el hospital hasta el lunes y la sala de autopsias está ocupada hasta la tarde. Las tres y media será la hora más temprana posible. ¿Les va bien a ustedes?
– No sé qué dirán en el laboratorio; para nosotros, cuanto antes mejor.
Algo en su voz alertó a Kynaston, que inquirió:
– ¿Usted le conocía?
Era algo que se repetiría una y otra vez, pensó Dalgliesh. Usted le conocía. Está emocionalmente implicado. No quiere considerarle como un loco, un suicida, un asesino. Contestó:
– Sí, le conocía ligeramente, de sentarnos en la mesa de una comisión.
Estas palabras le parecieron poco generosas, casi como una pequeña traición. Repitió:
– Sí, le conocía.
– ¿Qué hacía él aquí?
– Había tenido en esta habitación una especie de experiencia religiosa, casi mística, y es posible que esperase repetirla. Habló con el párroco para que le dejara pasar la noche aquí. No le dio ninguna explicación.
– ¿Y Harry?
– Parece ser que Berowne le dejó entrar. Tal vez le encontró durmiendo en el pórtico. Al parecer, Harry no toleraba estar en contacto con otras personas. Hay pruebas suficientes que indican que se disponía a dormir más allá del pasillo, en la sacristía más grande.
Kynaston asintió con la cabeza y continuó su trabajo rutinario. Dalgliesh le dejó entregado a él y salió al pasillo. Contemplar esa violación de los orificios del cuerpo, preliminares de las brutalidades científicas que la sucederían, era algo que siempre le había hecho sentir tan violento como si fuera un voyeur. A menudo se preguntaba por qué consideraba ese examen más ofensivo y maligno que la propia autopsia. Tal vez fuese debido a la muerte reciente, al hecho de que a veces el cadáver apenas se hubiera enfriado. Un hombre supersticioso bien podía temer que el espíritu, liberado tan recientemente, siguiera merodeando por allí y se sintiera ultrajado ante ese insulto a la carne que había abandonado pero que todavía era vulnerable. Nada podía hacer él ahora, hasta que Kynaston hubiese terminado. Le sorprendió descubrir que estaba fatigado. Esperaba sentirse exhausto más tarde, en una investigación en la que trabajase dieciséis horas diarias, pero este primer cansancio, la sensación de que estaba ya agotado mental y corporalmente, le resultaba nuevo. Se preguntó si empezaba ya a envejecer, o bien si se trataba de un signo más de que ese caso iba a ser diferente.
Regresó a la iglesia, y se sentó en una silla delante de una estatua de la Virgen. La enorme nave estaba ahora vacía. El padre Barnes se había marchado, acompañado hasta su casa por un policía. Se había mostrado muy útil con respecto al tazón, identificándolo como uno que Harry solía llevar consigo cuando le encontraba durmiendo en el pórtico. Y también había tratado de resultar útil con el secante, observándolo con una intensidad casi dolorosa antes de decir que, según creía, las señales negras no estaban allí cuando vio por última vez el secante, el lunes por la tarde. Sin embargo, no podía estar seguro. Había utilizado una hoja de papel de carta del escritorio para tomar notas durante la reunión. Ese papel había cubierto el secante, de modo que en realidad sólo había visto éste durante breve tiempo. No obstante, si no le fallaba la memoria, las marcas negras eran nuevas.
Dalgliesh agradeció aquellos minutos de tranquila contemplación. El aroma del incienso parecía haberse intensificado, pero le parecía mezclado con un olor enfermizo, más siniestro, y el silencio no era absoluto. A su espalda, oía el rumor de pasos, alguna voz que se alzaba ocasionalmente, tranquila, mientras unos profesionales invisibles efectuaban su tarea detrás de la reja. Los ruidos parecían muy distantes y sin embargo claros, y tuvo la sensación de un secreto y siniestro susurro, como si rebulleran unos ratones detrás del arrimadero. Sabía que los dos cadáveres pronto serían pulcramente envueltos en bolsas de plástico. La alfombra sería cuidadosamente doblada para preservar las manchas de sangre y, en particular, aquella significativa mancha de sangre seca. Las pruebas en el escenario del crimen, empaquetadas y etiquetadas, serían trasladadas al coche policial: la navaja, las migas de pan y de queso procedentes de aquella habitación más espaciosa, las fibras de la ropa de Harry, y aquella cerilla apagada. De momento, él conservaría en su poder el dietario. Necesitaba llevarlo consigo cuando fuese a Campden Hill Square.
Al pie de la estatua de la Virgen y el Niño, había un candelabro de hierro forjado con su triple hilera de cavidades para las velillas, cuyas mechas quedaban hundidas en sus rebordes de cera. Siguiendo un impulso, buscó en su bolsillo una moneda de diez peniques y la depositó en la caja. El ruido que hizo al caer fue extrañamente intenso. Casi esperó oír a Kate o Massingham situarse detrás de él para mirar, sin decir palabra pero con ojos llenos de interés, aquel acto atípico de extravagancia sentimental. Había una caja de cerillas en un soporte de latón sujeto con una cadenilla al pie del candelabro, similar al que había visto en la parte posterior de la iglesia. Cogió una de las velas más pequeñas y, encendiendo una cerilla, aplicó la llama a la mecha. Le pareció como si pasara un tiempo inusitadamente largo antes de que ésta prendiera. Después, la llama brilló intensamente, con un resplandor límpido e inalterado. Colocó la vela en una de las cavidades y después se sentó para contemplar la llama, permitiendo que ésta le hipnotizara y le hiciera retroceder en el recuerdo.
Hacía poco más de un año, pero parecía que hubiera transcurrido más tiempo. Los dos habían asistido a un seminario sobre sentencias judiciales en una universidad del norte, Berowne para inaugurarlo formalmente con un breve discurso, y Dalgliesh en representación de la policía, y después habían viajado juntos en tren, en el mismo compartimiento de primera clase. Durante la primera hora, Berowne, al que acompañaba su secretario privado, hojeó papeles oficiales, mientras Dalgliesh, tras una última revisión de la agenda, se disponía a releer The Way We Live Now de Trollope. Una vez guardada la última carpeta en su cartera de mano, Berowne le miró, dando la impresión de que deseaba hablar. El joven secretario, con un tacto que parecía asegurarle una brillante carrera, sugirió que él podía almorzar primero, si el ministro estaba conforme, y seguidamente desapareció. Y durante un par de horas, los dos hombres hablaron.
Al recordarlo ahora, Dalgliesh seguía sorprendido de que Berowne se hubiera mostrado tan franco. Era como si el propio viaje en tren, aquel anticuado pero acogedor compartimiento en el que los dos se encontraban, la ausencia de interrupciones y de la tiranía del teléfono, la sensación de un tiempo que volaba visiblemente, aniquilado bajo las ruedas traqueteantes, un tiempo que ya no contaba, los hubiesen liberado a los dos de una cautela que había llegado a formar parte tan integrante de sus vidas que ya no advertían su peso hasta que éste se desprendía de sus hombros. Eran los dos hombres muy reservados. Ni el uno ni el otro necesitaban la camaradería masculina del club o del campo de golf, del pub o del coto de caza que tantos de sus colegas juzgaban necesarios para solazarse o para sostener sus vidas excesivamente atareadas.
Berowne habló al principio espasmódicamente, después con facilidad, y por último íntimamente. De los temas ordinarios de una conversación casual -libros, obras teatrales recientes, amistades que tenían en común-, había pasado a hablar de sí mismo. Ambos se habían inclinado hacia adelante, con las manos cruzadas. A cualquier pasajero que casualmente hubiese mirado al pasar por el pasillo, le hubieran parecido, pensó Dalgliesh, dos penitentes encerrados en un confesionario privado y dándose mutuamente la absolución. No parecía que Berowne esperase unas confidencias recíprocas, un intercambio de indiscreciones. Él hablaba y Dalgliesh escuchaba. Dalgliesh sabía que ningún político hubiera hablado con tanta libertad de no haber tenido una confianza absoluta en la discreción de su oyente. Era imposible no sentirse halagado. Él siempre había respetado a Berowne; ahora le miraba con afecto y era lo bastante sincero respecto a sus reacciones para saber por qué Berowne había hablado de su familia:
– No somos una familia distinguida, tan sólo una familia antigua. Mi bisabuelo perdió una fortuna porque le fascinaba una cosa para la que estaba absolutamente falto de talento: las finanzas. Alguien le dijo que la manera de ganar dinero era comprar cuando las acciones estuvieran bajas y vender cuando la cotización fuese alta. Una norma más que sencilla y que impresionó su mente, más bien subdesarrollada, con la fuerza de una inspiración divina. No tuvo la menor dificultad en seguir el primer precepto. El problema fue que nunca tuvo la oportunidad de seguir el segundo. Era todo un genio para escoger perdedores. Lo mismo le había ocurrido a su padre, pero en el caso de éste los perdedores corrían sobre cuatro patas. No obstante, me siento agradecido a mi bisabuelo. Antes de perder su dinero, tuvo la buena idea de encargar a John Soane los planos de la casa de Campden Hill Square. A usted le interesa la arquitectura, ¿no es verdad? Me gustaría que la viese cuando pueda disponer de un par de horas. Es lo menos que se merece la casa. En mi opinión, es todavía más interesante que el museo Soane de Lincoln's Inn Fields; supongo que usted lo calificaría de neoclasicismo perverso. Yo la encuentro satisfactoria, al menos en el aspecto arquitectónico, pero no sé si es una casa más apta para admirarla que para vivir en ella.
Dalgliesh se preguntó cómo sabía Berowne que a él le apasionaba la arquitectura. Sólo podía ser por el hecho de haber leído sus poesías. A un poeta puede desagradarle profundamente tener que hablar sobre sus versos, pero saber que alguien los ha leído es algo que siempre se agradece.
Y ahora, sentado con las piernas extendidas, en una silla demasiado baja para acomodar en ella su estatura de un metro noventa y dos, con los ojos fijos en aquella única llama, que permanecía inmóvil en aquella calma aromatizada por el incienso, pudo oír de nuevo el tono, repleto de disgusto, con el que Berowne le había explicado por qué abandonó la práctica de las leyes.
– Son tan extrañas las cosas que determinan por qué y cuándo toma uno ese tipo de decisión. Supongo que llegué a persuadirme de que mandar gente a la cárcel era algo que yo no estaba dispuesto a hacer durante el resto de mi vida. Y aparecer tan sólo como defensor siempre me había parecido una opción excesivamente fácil. En realidad, nunca supe fingir que podía asumir la inocencia de mi cliente por el hecho de que yo me hubiera ocupado de asegurar que no llegara a confesar. Cuando uno ha visto a su tercer violador salir en libertad por el hecho de haber sido más listo que el fiscal, se pierde la afición a ese tipo de victoria. Pero esto es tan sólo la explicación fácil. Sospecho que no hubiera tomado la decisión si no hubiese perdido un caso importante, al menos importante para mí. No creo que usted lo recuerde… el caso de Percy Matlock. Mató al amante de su esposa. No era un caso particularmente difícil y confiábamos en lograr un veredicto de homicidio involuntario. E incluso con ese veredicto menos severo, abundaban las razones para mitigar la pena. Sin embargo, yo no me preparé con el cuidado debido. Supongo que pensé que no era necesario. En aquellos tiempos, yo era muy arrogante. Pero no fue tan sólo eso. En aquella época, yo estaba muy enamorado, una de esas aventuras que cuando ocurren parece revestir una importancia extraordinaria, pero que después le dejan a uno con la sospecha de que tal vez se tratara de una especie de enfermedad. Sea como fuere, no trabajé en el caso como hubiera sido de rigor. Matlock fue declarado culpable de asesinato y murió en la prisión. Tenía una hija, una niña pequeña. La condena de su padre desmontó la precaria estabilidad que ella había conseguido mantener y, cuando salió del hospital psiquiátrico, se puso en contacto conmigo y yo le encontré un trabajo. Todavía sigue llevando la casa para mi madre. No creo que fuera capaz de hacer otra cosa, pobre muchacha. Por lo tanto, yo vivo con un recuerdo constante e ingrato de mi necedad y mi fracaso, y sin duda eso me hace bien. El hecho de que ella me esté en realidad agradecida -devoción es la palabra que utiliza la gente- no me facilita más las cosas.
Después siguió hablando de su hermano, muerto cinco años antes en Irlanda del Norte:
– El título me llegó a través de su muerte. La mayoría de las cosas que yo suponía valiosas en la vida han llegado hasta mí a través de la muerte.
No habló, recordó Dalgliesh, de las «cosas valiosas» sino de las «cosas que yo suponía valiosas».
Podía oler, dominando la insistencia invasora del incienso, el leve olor acre del humo de la vela. Al abandonar su silla, la dejó encendida, con su llama pálida contaminando el aire, y atravesó la nave y la verja para pasar a la parte posterior de la iglesia.
En la sacristía grande, Ferris había montado su mesa metálica y depositado ordenadamente en ella su botín, con cada pieza etiquetada y metida en su bolsa de plástico. Ahora, lo contemplaba todo dando unos pasos atrás, con el aire ligeramente ansioso del que monta una parada en un bazar parroquial y se pregunta si está exponiendo debidamente sus artículos. Y ciertamente, así dignificados y etiquetados, aquellos objetos diversos y ordinarios habían adquirido un significado casi ritual: los zapatos, uno de ellos con su costra de barro detrás del tacón, la jarra manchada, el secante con su zigzag de marcas muertas dejadas por manos muertas, el dietario, los restos de la última cena de Harry Mack, el estuche cerrado de la navaja, y, ocupando el centro de la mesa, la prueba principal, la navaja asesina abierta, con pegotes de sangre en su hoja y en su mango de hueso. Dalgliesh preguntó:
– ¿Algo interesante?
– El dietario, señor.
Ferris hizo un movimiento como si se dispusiera a sacarlo de su bolsa, pero Dalgliesh le dijo:
– Déjelo. Cuénteme.
– Es la última página. Parece como si hubiera arrancado las entradas de los últimos dos meses y quemado estas páginas por separado, arrojando después el libro abierto a las llamas. La tapa sólo está chamuscada. La última página es la que contiene los calendarios del año pasado y del próximo. Ni siquiera tiene trazas de haberse chamuscado, pero falta la mitad superior. Alguien ha roto la página en dos. -Y añadió-: Supongo que pudo haberla doblado para utilizarla prendiéndole fuego a partir del piloto del calentador de gas.
Dalgliesh levantó la bolsa que contenían los zapatos y comentó:
– Es posible.
Sin embargo, le parecía improbable. Para un asesino con prisas, y este asesino las tenía, hubiera sido un método complicado e inseguro de conseguir fuego. Si había llegado sin encendedor ni cerillas, seguramente lo más fácil hubiera sido sacar la caja del soporte sujeto con la cadenilla al calentador. Examinó los zapatos que sostenía y dijo:
– Hechos a mano. Hay algunas rarezas que no pueden pasar por alto. Las punteras todavía están brillantes, pero los lados y los tacones están mates y ligeramente manchados. Parece como si hubieran sido lavados. Y todavía hay trazas de barro en los lados, así como debajo del tacón izquierdo. Probablemente, el laboratorio encontrará señales de que han sido raspados.
Pensó que difícilmente podían ser los zapatos que uno esperase encontrar en un hombre que había pasado el día en Londres, a no ser que hubiera paseado por los parques o a lo largo del camino de sirga del canal. Sin embargo, difícilmente hubiera podido llegar a pie a Saint Matthew siguiendo ese trayecto, y no había señales de que se hubiera limpiado los zapatos en algún lugar de la iglesia. Pero esto volvía a ser anticipar las teorías a los hechos. Cabía esperar que se enterasen más tarde del lugar donde Berowne había pasado su último día en la tierra.
Kate Miskin apareció en el umbral y dijo:
– Doc Kynaston ha terminado, señor. Está todo dispuesto para retirar los cadáveres.
Massingham suponía que Darren vivía en una de las viviendas de pisos construidas por el Ayuntamiento de Paddington, pero la dirección que finalmente, después de persuadirlo, le había dado, correspondía a una calle corta y estrecha cerca de Edgware Road, un enclave de cafés baratos y ordinarios, en su mayoría goaneses y griegos. Al entrar en ella, Massingham advirtió que no era un lugar que le resultara extraño, pues ya había estado antes allí. Era seguramente en aquella calle donde él y el viejo George Percival habían encontrado dos excelentes restaurantes vegetarianos, cuando ambos eran sargentos de detectives en la división. Incluso los nombres, exóticos y hasta el momento casi olvidados, acudieron a su memoria: Alu Ghobi y Sag Bhajee. Había cambiado poco desde entonces, y era una calle cuyos habitantes sólo atendían a sus negocios, principalmente el de suministrar a los de su raza comidas apreciables por su precio y su calidad. Aunque era la mañana y el momento más tranquilo del día, en el aire flotaba ya el intenso aroma del curry y las especias, recordando a Massingham que habían pasado varias horas desde el desayuno y que no tenía la menor certeza de dónde conseguiría almorzar.
Había sólo un pub, un edificio Victoriano alto y estrecho, comprimido entre un restaurante chino y un café tandoori, oscuro y poco acogedor, en cuyo escaparate unos letreros pintados a mano anunciaban en lenguaje retadoramente popular: «Salchichas con puré de patata», «Morcillas con verdura refrita» y «Rollos de salchicha en hojaldre». Entre el pub y el café, había una puerta pequeña con un solo timbre y una tarjeta con el único nombre de «Arlenne». Darren se detuvo, extrajo una llave de la caña de sus botas de lona y después, poniéndose de puntillas, la insertó en la cerradura. Massingham subió detrás de él por la estrecha escalera, carente de alfombra. Al llegar arriba, preguntó:
– ¿Dónde está tu madre?
Siempre en silencio, el niño señaló hacia la puerta de la izquierda. Massingham llamó suavemente y después, al no obtener respuesta, la abrió.
Las cortinas estaban corridas, pero eran de tela fina y sin ningún adorno, y, a pesar de la luz difusa, Massingham pudo ver que la habitación estaba espectacularmente desordenada. Una mujer yacía en la cama. Avanzó y, extendiendo la mano, encontró el interruptor de la luz junto a la cama. Al encenderse, ella emitió un leve gruñido, pero no se movió. Yacía boca arriba, desnuda excepto por una bata corta de la que había escapado un pecho surcado por venas azules, parecido a una medusa viva sobre el satén rosa de la bata. Una fina línea de lápiz de labios perfilaba la boca húmeda y abierta, de la que caía un hilillo de espesa saliva. Roncaba suavemente, con un rumor bajo y gutural, como si se hubiera acumulado flema en su garganta. Las cejas habían sido depiladas al estilo de los años treinta: delgados arcos situados muy por encima de la línea natural del arco ciliar. Incluso en su sueño, conferían a la cara una expresión de cómica sorpresa, como la de un payaso, realzada por unos círculos rojos en ambas mejillas. Sobre una silla colocada junto a la cama había un tarro de vaselina, con la tapa abierta y una mosca pegada al borde. El respaldo de la silla y el suelo estaban cubiertos de prendas de vestir, y la superficie de una cómoda que servía también como tocador, bajo un espejo ovalado, estaba atiborrada de botellas, vasos sucios, potes de cosméticos y paquetes de toallitas de papel. Plantado incongruentemente en medio de aquel desorden, había un frasco de cristal para mermelada, con un ramo de fresias, todavía sujeto por una banda elástica, y el delicado y dulce aroma de las flores se perdía entre el hedor de sexo, perfume y whisky. Massingham preguntó:
– ¿Ésta es tu madre?
Tenía ganas de preguntar si ofrecía a menudo aquel aspecto, pero se limitó a llevarse al niño de allí y cerrar la puerta. Nunca le había agradado interrogar a un niño con respecto a sus padres, y no pensaba hacerlo ahora. Era una tragedia más que corriente, pero la tarea correspondía al Departamento de la Juventud y no a él, y, cuanto antes llegara allí uno de sus funcionarios, tanto mejor. Le irritaba pensar en Kate, que habría vuelto ya al escenario del crimen, y experimentó cierto rencor contra Dalgliesh, que le había encomendado aquella gestión desagradable.
– ¿Dónde duermes tú, Darren? -preguntó.
El niño indicó un cuarto en la parte posterior, y Massingham, suavemente, hizo que le acompañara allí.
Era una habitación muy pequeña, poco más que un cuarto trastero, con una sola ventana situada muy alta. Debajo de ella había una cama estrecha, cubierta con una manta marrón del ejército, y al lado una silla con una colección de objetos bien ordenados. Había un modelo de coche de bomberos, una esfera de cristal que al sacudirla producía una tormenta de nieve en miniatura, dos modelos de coches de carreras, tres grandes canicas jaspeadas, y otro frasco de mermelada, éste con un ramo de rosas, que ya se estaban doblando sobre sus altos tallos desprovistos de espinas. Sólo había otro mueble, una vieja cómoda sobre la que se amontonaba una incongruente colección de objetos: camisas metidas todavía en sus envases de plástico transparente, ropa interior de mujer, pañuelos de seda para el cuello, latas de salmón, de alubias y de sopa, una lata de jamón y otra de lengua, tres juegos de piezas para construir barcos, un par de tubos de pintura de labios, una caja de soldados y tres botellas de perfume barato.
Massingham llevaba demasiado tiempo en la policía para emocionarse con facilidad. Ciertos delitos, como la crueldad con los niños o animales, la agresión violenta contra personas ancianas y débiles, todavía podían producir un estallido del temperamento espectacular de los Massingham, que había llevado a más de uno de sus antepasados a un desafío o ante un consejo de guerra. Pero hasta esto había aprendido a controlar con la disciplina. Pero ahora, al contemplar con ojos llenos de indignación aquella habitación infantil, con su patético orden, aquellas muestras de cierta autosuficiencia, aquel recipiente con flores, que, según suponía él, había arreglado el propio niño, sintió que se apoderaba de él una ira impotente contra la ramera borracha que dormía en la habitación contigua. Preguntó:
– ¿Robaste estas cosas, Darren?
Darren no contestó de momento, pero después asintió con la cabeza.
– Muchacho, te has metido en un mal fregado.
El niño se sentó en el borde de la cama. Dos lágrimas descendían por sus mejillas, y fueron seguidas por sollozos comprimidos y la palpitación de aquel pecho estrecho. De pronto gritó:
– ¡No quiero ir a un asilo municipal! ¡No iré, no iré!
– Deja de llorar -le ordenó Massingham, que odiaba las lágrimas y deseaba ante todo marcharse de allí.
¿Por qué puñeta le había metido en eso su jefe? ¿Por quién le tomaban, por un protector de la infancia? Dividido entre la compasión, la cólera y la impaciencia por volver de nuevo a lo que era su verdadero trabajo, ordenó con más aspereza:
– ¡Deja de llorar!
Debía de haber un tono de gran urgencia en su voz, pues los sollozos de Darren cesaron inmediatamente, aunque las lágrimas siguieran fluyendo. Entonces Massingham dijo con voz más suave:
– ¿Quién ha hablado aquí de asilos? Mira, lo que voy a hacer es telefonear a la Oficina de la Juventud. Vendrá alguien para ocuparse de ti. Será probablemente una asistenta social, y te caerá bien.
El rostro de Darren expresó un inmediato y vivo escepticismo que, en otras circunstancias, Massingham hubiera considerado cómico. El niño alzó la vista y preguntó:
– ¿Por qué no puedo ir a casa de la señorita Wharton?
¿Y por qué no?, pensó Massingham. Al parecer, el pobre chiquillo le tenía un gran aprecio. Dos náufragos ayudándose entre sí.
– En realidad, no creo que eso sea posible. Espérame aquí, vuelvo en seguida -contestó.
Miró su reloj. No le quedaba más remedio que esperar, claro, hasta que llegara la asistenta social, pero ésta no tardaría mucho y, al menos, el jefe tendría una respuesta para su pregunta. Sabía ahora lo que había estado preocupando a Darren, lo que había estado ocultando. Al menos, se había resuelto un pequeño misterio. El jefe podría relajarse y proseguir su investigación. Y, con un poco de suerte, también podría seguirla él.
Tampoco el predecesor del padre Barnes, el padre Kendrick, había podido hacer gran cosa con la vicaría de Saint Matthew's Court, un bloque anodino de tres plantas, en ladrillo rojo, que flanqueaba la carretera de Harrow. Después de la guerra, la autoridad eclesiástica decidió finalmente que la gran casa victoriana existente resultaba antieconómica y poco práctica, y vendió el lugar a una inmobiliaria, con la condición de que se cediera a perpetuidad una vivienda en la planta baja y el primer piso para alojar al cura de la parroquia. Era la única vivienda de estas características en el bloque, pero por otra parte no se la distinguía de las demás, con sus ventanas angostas y sus habitaciones pequeñas y mal proporcionadas. Al principio, los pisos fueron alquilados a unos inquilinos cuidadosamente seleccionados, y se hizo un intento para conservar los modestos ornamentos del lugar: la franja de césped que bordeaba la calzada, los dos parterres con rosales y los tiestos colgantes en cada balcón. Sin embargo, aquel bloque de viviendas, como la mayoría de los de su clase, había tenido una historia accidentada. La primera compañía inmobiliaria había sido liquidada y vendida a una segunda empresa, y después a una tercera. Los alquileres se aumentaron, con el disgusto general de los inquilinos, pero todavía eran insuficientes para cubrir los costes de mantenimiento de un edificio de construcción muy deficiente, y se daban las usuales y agrias disputas entre los inquilinos y los propietarios. Sólo la vivienda parroquial estaba bien conservada y las blancas ventanas de sus dos plantas destacaban con una muestra incongruente de respetabilidad entre la pintura medio desprendida y las maderas en curso de desintegración de las otras ventanas.
Los primeros inquilinos habían sido sustituidos por personas procedentes de la ciudad, jóvenes que se mudaban a menudo y que compartían una habitación entre tres, madres solteras que vivían de la seguridad social, estudiantes extranjeros, en una mezcla racial que, como si fuese un caleidoscopio humano, se agitaba continuamente para producir nuevos y más brillantes colores. Los pocos que iban a la iglesia se encontraban más a sus anchas con el padre Donovan, de Saint Anthony, con sus bandas de instrumentos de metal, sus procesiones carnavalescas y su benevolencia general en la cuestión racial. Ninguno de ellos llamaba nunca a la puerta del padre Barnes. Veían con ojos atentos e inexpresivos sus idas y venidas casi furtivas. Pero él era, en Saint Matthew's Court, un anacronismo casi como el de la iglesia que representaba.
Fue escoltado hasta la vicaría por un agente de paisano, no el que había estado trabajando junto al comandante Dalgliesh, sino un hombre de más edad, de anchos hombros, estólido y del que emanaba una calma tranquilizadora, que le habló con un leve acento rural que el cura no supo reconocer pero tuvo la certeza de que no era local. El agente dijo que pertenecía a la comisaría de Harrow Road, pero que había sido trasladado recientemente a ella desde West Central. Esperó mientras el padre Barnes abría la puerta principal y después le siguió y se ofreció para prepararle una taza de té, el específico británico contra el desastre, el dolor y los sustos. Si le sorprendió la suciedad de la mal equipada cocina de la vicaría, supo ocultarlo. Había preparado té en lugares peores. Cuando el padre Barnes reiteró que se encontraba perfectamente y que la señora McBride, que atendía su casa, llegaría a las diez y media, no insistió en quedarse. Antes de marcharse, entregó al padre Barnes una tarjeta con un número en ella.
– Éste es el número al que el comandante Dalgliesh dijo que podía llamar si necesitaba algo. Si tiene alguna preocupación, o si le ocurre alguna novedad, basta con telefonear. No hay ningún problema. Y cuando lleguen los de la prensa, dígales tan sólo lo mínimo que considere necesario. Nada de especulaciones. Especular no sirve de nada, ¿no cree? Dígales solamente cómo ocurrió todo. Una señora de su feligresía y un niño descubrieron los cadáveres y el niño vino a buscarle a usted. Es mejor que no dé ningún nombre, si no se ve obligado a ello. Vio usted que estaban muertos y llamó a la policía. No necesita decir nada más. Eso bastará.
Esta afirmación, que simplificaba las cosas de una manera asombrosa, abrió un nuevo abismo ante los ojos horrorizados del padre Barnes. Había olvidado a la prensa. ¿Cuándo llegarían? ¿Desearían sacar fotografías? ¿Debería convocar una reunión urgente del Consejo Parroquial? ¿Qué diría el obispo? ¿Debería telefonear inmediatamente al archidiácono y dejar el asunto en sus manos? Sí, ese sería el mejor plan. El archidiácono sabría lo que debía hacerse. El archidiácono era capaz de enfrentarse a la prensa, al obispo, a la policía y al Consejo Parroquial. Sin embargo, a pesar de todo temía que Saint Matthew estuviera condenado a convertirse en el centro de una desagradable atención.
Siempre celebraba la misa en ayunas y, por primera vez aquella mañana, se sintió débil, e incluso, paradójicamente, un poco mareado. Se dejó caer en una de las dos sillas de madera ante la mesa de la cocina, y contempló con una sensación de impotencia aquella tarjeta con sus siete cifras claramente escritas, y después miró a su alrededor, como si buscara inspiración para guardarla en algún lugar seguro. Finalmente, buscó su cartera en el bolsillo de la sotana y la deslizó en ella, junto con su tarjeta bancaria y su única tarjeta de crédito. Después dejó vagar sus ojos alrededor de la cocina, viéndola como debía de haberla visto aquel amable policía, en un estado de total abandono. El plato en el que había comido sus hamburguesas y sus guisantes congelados, que habían constituido su cena la última noche, todavía sin lavar en el fregadero; las manchas grasientas en la vieja cocina de gas; la viscosa capa de mugre que cubría el estrecho espacio entre los fogones y la alacena; la manchada y maloliente toalla colgada de un gancho al lado del fregadero; el calendario del año pasado, torcido en el clavo que lo sujetaba a la pared; los dos estantes llenos de un conglomerado de paquetes de cereales medio vacíos, botes de mermelada rancia, cuencos desportillados y paquetes de detergente; la mesa, barata e inestable, con sus dos sillas, cuyos respaldos mostraban las huellas de numerosas manos; el linóleo, curvado junto a la pared, donde se había despegado del suelo; todo aquel ambiente general de incomodidad, descuido, negligencia y suciedad. Y el resto del piso no estaba mucho mejor. La señora McBride no se esmeraba demasiado, puesto que no había allí nada en lo que esmerarse. No se esmeraba porque tampoco lo hacía él. Como él, lo más probable era que ella hubiera dejado de advertir también la lenta acumulación de polvo sobre sus vidas.
Después de treinta años de matrimonio con Tom McBride, Beryl McBride parecía más irlandesa incluso que su esposo. De hecho, el padre Barnes sospechaba a veces que su acento irlandés era menos adquirido que asumido, como un estereotipado irlandés teatral adoptado a partir de la unión marital o bien a partir de alguna necesidad menos identificable. Había observado que, en raros momentos de tensión, ella tendía a utilizar de nuevo el cockney de su infancia. La empleaba la parroquia doce horas por semana y sus obligaciones nominales consistían en venir los lunes, miércoles y viernes, limpiar la casa, lavar y secar las ropas y otras prendas domésticas que encontraba en el sucio cesto destinado a esta finalidad, y prepararle al párroco un sencillo almuerzo que le dejaba en una bandeja. Los demás días de la semana, así como los fines de semana, se confiaba en que el padre Barnes supiera ocuparse de sí mismo. Nunca había existido una descripción exacta de la tarea. La señora McBride y el ocupante de la casa habían de seguir una distribución de horas y deberes mutuamente acordada.
Doce horas por semana fue una distribución de tiempo adecuada, incluso generosa, cuando el joven padre Kendrick era el párroco del lugar. Éste estaba casado con una mujer que era el prototipo ideal de la esposa de un párroco, una fisioterapeuta rolliza y eficiente, perfectamente capaz de desempeñar sus tareas en el hospital y en la parroquia simultáneamente, y de infundir en la señora McBride, vigorosamente, las energías que sin duda confería a sus pacientes. Nadie, desde luego, esperaba que el padre Kendrick, se quedara allí. Fue tan sólo un párroco provisional, para rellenar el hueco después del largo ministerio desempeñado durante veinticinco años por el padre Collins y antes de que se produjera el nombramiento de un sucesor permanente, si es que llegaba un sucesor. Saint Matthew, como nunca se cansaba de señalar el archidiácono, representaba un excedente en el ministerio pastoral de la Iglesia en el radio interior de Londres. Con otras dos iglesias anglicanas a una distancia de cuatro o cinco kilómetros, ambas con una plantilla clerical de hombres jóvenes y con suficientes organizaciones parroquiales para constituir una seria competencia frente al departamento de servicios sociales, Saint Matthew, con una población reducida y de elevado índice de edad, era un recuerdo incómodo de la autoridad en declive de la Iglesia establecida en el interior de las ciudades. Sin embargo, el archidiácono solía decir: «Su parroquia se muestra notablemente leal. Es una lástima que los feligreses no sean al mismo tiempo ricos. No cabe duda de que esta parroquia es un agujero en nuestros recursos, pero difícilmente podríamos venderla. Se supone que el edificio tiene cierta importancia arquitectónicamente hablando, aunque yo nunca lo haya considerado así. Yo diría que ese campanario tan extraño difícilmente puede considerarse como inglés, ¿no cree? Al fin y al cabo no nos encontramos, ni mucho menos, en el Lido de Venecia, pensara lo que pensase el arquitecto». Y es que el archidiácono que, en realidad, nunca había visto el Lido de Venecia, se había criado en el Close de Salisbury, y, permitiendo cierto margen en la escala, había sabido exactamente, desde su infancia, el aspecto que había de tener una iglesia.
Antes de que el padre Kendrick se estableciera en su nueva parroquia urbana -mezcla racial, club de chicos, asociación de madres, reunión de jóvenes, es decir, el reto adecuado para un joven clérigo moderadamente ambicioso, pero con un ojo puesto en la mitra-, había tenido una breve conversación acerca de Beryl McBride.
– Francamente, esta mujer me aterra. Procuro mantenerme alejado de su lado. Sin embargo, Susan parece capaz de entendérselas con ella. Es mejor tener un cambio de impresiones con ella sobre las cuestiones domésticas. Ojalá la señora McBride hubiera adoptado la religión de su marido, en vez de su acento, pues con ello Saint Anthony se habría beneficiado de su cocina. Le indiqué al padre Donovan que había aquí una fruta madura a punto de ser cogida, pero Michael sabe cuándo apañárselas bien solo. Ahora, si puede convertir usted a su ama de llaves, la señora Kelly, a la doctrina anglicana, encontrará una bicoca.
Susan Kendrick, que envolvía expertamente artículos de porcelana en papeles de periódico, hundidos los pies hasta los tobillos en las virutas de madera procedentes de sus cajas de embalaje, se mostró enérgicamente informativa, pero poco más tranquilizadora.
– Necesita que la vigilen. Su cocina es sencilla y bastante buena, aunque su repertorio sea un tanto limitado. Sin embargo, ya no es tan de fiar en lo que se refiere al trabajo de la casa. Necesitará usted puntualizar desde un buen principio lo que desea. Si fija las reglas precisas y ella sabe que no puede engañarle, todo irá bien. Lleva aquí largo tiempo, desde luego, desde la época del padre Collins. No sería fácil sacarla de aquí. Y, por otra parte, es un miembro muy leal de la feligresía. Al parecer, por alguna razón Saint Matthew parece caerle bien. Como he dicho, puntualice desde el primer momento lo que desea. Y otra cosa, vigile el jerez. No es que no sea de fiar. Puede dejar donde quiera lo que desee: dinero, el reloj, comida…, pero le gusta echar un trago de vez en cuando. Lo mejor es ofrecerle uno en alguna que otra ocasión, y así la tentación es menor. Le sería difícil tenerlo siempre encerrado.
– No, claro que no -había dicho él-. No, lo comprendo perfectamente.
Sin embargo, fue la señora McBride la que indicó desde el principio cómo habían de funcionar las cosas. Desde el primer momento, no dejó la menor esperanza. Él todavía recordaba, con una sensación de vergüenza, aquella primera y definitiva entrevista. Él se había sentado delante de ella, en aquella pequeña habitación cuadrada que era utilizada como estudio, como si fuese él quien aspirase al puesto de trabajo, y había visto los agudos ojillos de ella, negros como dos moras, recorrer la habitación, observando los huecos en los estantes, allí donde había guardado el padre Kendrick sus libros encuadernados en piel, la vieja alfombrilla frente a la estufa de gas, sus escasos libros apilados junto a la pared. Y eso era todo lo que ella había asumido. Desde el primer momento, le tomó las medidas, vio su timidez, su ignorancia en lo que se refería a llevar una casa, su falta de autoridad como hombre o como cura. Y sospechaba, además, que ella había observado otros secretos más íntimos. Su virginidad, su temor casi vergonzoso ante la abrumadora y cálida feminidad de ella, su inseguridad en el aspecto social, por haber nacido en aquella casa pequeña junto al río en Ely, donde había vivido con su madre viuda, criado entre desesperadas dificultades, con las pequeñas decepciones de una pobreza respetable, aquellas privaciones que resultaban mucho más humillantes que la pobreza auténtica de las ciudades del interior. Podía imaginar incluso las palabras que pronunciaría ella más tarde ante su marido:
– En realidad, no es un caballero, no es como el padre Kendrick. En seguida salta a la vista. Después de todo, el padre del padre Kendrick era un obispo, y la señora Kendrick es, bien mirado, una sobrina de lady Nichols. Sabe Dios de dónde procede éste.
A veces, sospechaba que ella adivinó incluso cuan mermada estaba su reserva de fe, y que era esta carencia esencial, y no su inadecuación general, la causa principal del menosprecio de ella.
El último libro que había sacado de la biblioteca era una obra de Barbara Pym. Había leído con envidiosa incredulidad la amable pero irónica historia de una parroquia rural, donde los curas eran agasajados, alimentados y generalmente mimados con exceso por los miembros femeninos de la feligresía. Pensó que la señora McBride no tardaría en poner punto final a una situación semejante en Saint Matthew. Y, efectivamente, así lo había hecho. Durante su primera semana, la señora Jordan le visitó con un pastel de frutas de confección casera. Ella lo vio sobre la mesa al ir el miércoles y comentó:
– Es de Ethel Jordan, ¿verdad? Será mejor que la vigile, padre, por ser usted un cura soltero.
Estas palabras flotaron en el aire, cargadas de intención, y así se echó a perder un gesto de simple amabilidad. Al comer el pastel, éste le supo como una pasta insípida, y cada bocado del mismo le pareció un acto de indecencia compartida.
Llegó a la hora en punto. Cualesquiera que fuesen sus otras negligencias, la señora McBride era una maniática de la puntualidad. Oyó su llave en la puerta y, un minuto después, se presentó en la cocina. No pareció sorprendida al verle sentado todavía allí, con su mantel, y evidentemente recién llegado de su misa, y él supo en seguida que ella se había enterado ya de los asesinatos. La miró mientras se quitaba cuidadosamente el pañuelo de la cabeza, revelando las ondas desordenadas de un cabello de un negro poco natural, mientras colgaba su abrigo en el armario del recibidor, cogía el delantal colgado en el gancho detrás de la puerta de la cocina, se quitaba los zapatos y metía los pies en sus zapatillas caseras. No habló hasta que hubo puesto sobre el fogón la cafetera para preparar su café matinal.
– Un bonito suceso para la parroquia, padre. Dos muertos, o al menos así lo decía Billy Crawford en el quiosco. Y uno de ellos el pobre Harry Mack.
– Mucho me temo que sí, señora McBride. Uno de ellos era Harry.
– ¿Y quién era el otro? ¿O es que la policía todavía no lo sabe?
– Creo que no tendremos más remedio que esperar hasta que se informe al pariente más próximo, antes de que nos den esa información.
– Pero usted lo vio, padre. ¿Acaso no lo vio con sus propios ojos? ¿Y no supo reconocerle?
– En realidad, no debe preguntarme eso, señora McBride. Debemos esperar a que hable la policía.
– ¿Y quién podía matar a Harry? Desde luego, no pudieron matarle por algo que llevase encima, pobre diablo. No fue tampoco un suicidio, ¿verdad que no, padre? ¿Uno de esos pactos entre suicidas? ¿O es que la policía cree que lo hizo Harry?
– Todavía no saben lo que ocurrió. Desde luego, no deberíamos hacer suposiciones.
– Pues bien, yo no lo creo. Harry Mack no era un asesino. Más bien creo que el otro individuo, ese sobre el cual usted guarda tanto silencio, ese sobre el que no quiere decir nada, fue el que mató a Harry. Harry era un tipo desagradable, un pillastre mal hablado, que Dios le haya perdonado, pero era totalmente inofensivo. La policía no tiene derecho a cargarle el muerto a Harry.
– Estoy seguro de que no piensan hacerlo. Pudo haber sido cualquier otro, alguien que entrase allí para robar, o alguien al que dejara entrar el propio sir Paul Berowne. La puerta de la sacristía estaba abierta cuando llegó la señorita Wharton esta mañana.
Se volvió hacia la estufa, para que ella no pudiera ver el rubor que había invadido su rostro al advertir que se le había escapado el nombre de Berowne. Y a ella no le había pasado por alto, pues no hubiera sido propio de ella. ¿Y por qué le había hablado de aquella puerta sin cerrar? ¿Intentaba tranquilizarla a ella o a sí mismo? No obstante, ¿qué importaba aquello? No tardarían en hacerse públicos los detalles y parecía extraño que él se mostrara demasiado reticente y suspicaz. Pero ¿por qué suspicaz? Seguramente, nadie, ni siquiera la señora McBride iba a sospechar de él. Reconoció, con una confusión familiar de reproche y desaliento, que estaba diciendo más de lo que debiera en su intento usual de congraciarse con aquella mujer, de conseguir que estuviera a su lado. Era algo que nunca había conseguido y que tampoco conseguiría ahora. Ella no pareció captar el nombre de Berowne, pero él sabía que lo había archivado con toda seguridad en su mente. Sentado frente a ella, observó la nota de triunfo en sus ojillos astutos y oyó en su voz la nota de un júbilo maligno.
– De modo que se trata de un asesinato sangriento, ¿verdad? ¡Bonita cosa para la parroquia! Va a necesitar que le fumiguen la iglesia, padre.
– ¿Que la fumiguen?
– Bueno, quiero decir que la rieguen con agua bendita, o algo por el estilo. Tal vez sea oportuno que mi Tom hable con el padre Donovan. Él nos podría enviar un poco de Saint Anthony.
– Tenemos aquí nuestra propia agua bendita, señora McBride.
– En un caso como éste, no se pueden correr riesgos. Será mejor obtener una poca del padre Donovan. Para estar más seguros. Mi Tom puede traerla el domingo, después de la misa. Aquí tiene su café; hoy lo he hecho más fuerte. Lo cierto es que ha tenido usted una impresión muy desagradable.
Como siempre, el café era del tipo más barato de grano envasado. Resultaba ahora incluso menos bebible, puesto que su concentración permitía distinguir su sabor. En la superficie marrón, nadaban y se empujaban entre sí unos glóbulos de leche casi agria. Había, en el borde de la taza, una mancha de lo que parecía ser lápiz de labios, y la apartó lentamente de su boca, haciendo girar la taza, para que ella no lo observara. Sabía que hubiera debido llevarse el café al ambiente relativamente sereno de su estudio, pero no tuvo el valor necesario para ponerse de pie. Y, por otra parte, marcharse antes de que se hubieran vaciado las dos tazas hubiera sido ofenderla a ella. En su primera mañana en la casa, ella había dicho: «La señora Kendrick y yo siempre tomábamos juntas una taza de café antes de que yo empezara mi trabajo, como dos buenas amigas». No había tenido la oportunidad de comprobar si eso era verdad, pero de este modo se había establecido aquella pauta de falsa intimidad.
– Ese Paul Berowne era diputado del Parlamento, ¿verdad? Recuerdo haber leído en el Standard que dimitió, o algo por el estilo.
– Sí, era diputado del Parlamento.
– Y un noble, también, ¿verdad?
– Un baronet, señora McBride.
– ¿Qué hacía entonces, en la sacristía pequeña? Yo no sabía que hubiera ningún baronet que frecuentase la iglesia de Saint Matthew.
Era ya demasiado tarde para refugiarse en la discreción.
– Y no lo hacía. Era tan sólo alguien a quien yo conocía. Le di la llave. Quería pasar algún tiempo tranquilo en la iglesia -añadió, con la vana esperanza de que una confidencia tan peligrosamente cercana a la intimidad, de su tarea como sacerdote, pudiera halagarla, pudiera incluso dominar aquella curiosidad-. Deseaba un lugar tranquilo para pensar, para rezar.
– ¿En la sacristía pequeña? ¡Pues había elegido un lugar bien curioso! ¿Y por qué no se arrodilló en un reclinatorio? ¿Por qué no fue a la capilla de Nuestra Señora, delante del Santísimo Sacramento? Ése es el lugar adecuado para rezar, para los que no pueden esperar hasta el domingo.
Había en su voz una nota de agria desaprobación, que sugería que tanto el lugar como la plegaria eran igualmente criticables.
– Difícilmente hubiera podido dormir en la iglesia, señora McBride.
– ¿Y por qué había de querer dormir? ¿Acaso no tenía una cama en su casa?
Las manos del padre Barnes habían empezado a temblar de nuevo. La taza de café oscilaba entre sus dedos y notó que un par de gotas le escaldaban la mano. Cuidadosamente, volvió a dejar la taza en su plato, deseando que cesara aquel odioso temblor. Casi se le escaparon las siguientes palabras de ella.
– Bueno, si es que se mató, murió limpio, eso hay que reconocerlo.
– ¿Que murió limpio, señora McBride?
– ¿Acaso no se estaba lavando cuando Tom y yo pasamos por allí anoche, poco después de las ocho? ¿Él o Harry Mack? Y no irá usted a decirme que Harry se acercaba al agua corriente si podía evitarlo. Corría el agua de lo lindo por el desagüe. Claro que pensamos que usted se encontraba allí. «El padre Barnes se está dando un buen fregoteo en el lavabo de la sacristía», eso es lo que yo le dije a Tom. «A lo mejor quiere reducir la factura del gas en la Vicaría.» Y nos reímos.
– ¿Cuándo ocurrió eso, exactamente, señora McBride?
– Ya se lo he dicho, padre, poco después de las ocho. Nos dirigíamos a las Tres Plumas. No hubiéramos pasado junto a la iglesia, pero teníamos que recoger a Maggie Sullivan y es el camino más corto desde su casa hasta las Plumas.
– Pero la policía debiera saber esto. Podría ser una información importante. Les interesará hablar con todos los que se acercaron a Saint Matthew la noche pasada.
– ¿Qué les interesará? ¿Y cree que sólo les interesará? ¿Adónde quiere ir a parar, padre? ¿Va a decirme que Tom, la pobre Maggie Sullivan y yo le cortamos el cuello a aquel tipo?
– Claro que no, señora McBride. Eso es ridículo. Sin embargo, pueden ser ustedes testigos importantes. Ese ruido de agua en el desagüe… significa que sir Paul todavía vivía a las ocho.
– Alguien estaba vivo allí a las ocho, y de eso no hay ninguna duda. Y que no estaba gastando poca agua, que digamos.
Al padre Barnes le sobrecogió la idea de una terrible posibilidad y, sin pensar, la expresó en voz alta.
– ¿Se fijó en el color del agua?
– ¿Y usted cree que yo me dedico a mirar lo que sale por los desagües? ¡Claro que no me fijé en el color! ¿De qué color había de ser? Pero salía deprisa y abundante, esto puedo asegurárselo.
De pronto, adelantó la cara hacia él, por encima de la mesa. Sus enormes pechos, que tanto contrastaban con su cara delgada y sus brazos huesudos se posaron como grandes medias lunas sobre el borde de la mesa. Su taza de café fue depositada de golpe en el plato. Aquellos ojillos agudos se ensancharon, y después la mujer murmuró con un placer mal disimulado:
– Padre, ¿quiere decir que podía salir roja?
Él contestó débilmente:
– Supongo que es posible.
– ¿Cree que estaba lavándose las manos ensangrentadas, padre? ¡Oh, Dios mío! ¡Y pensar que hubiera podido salir y vernos! Habría sido capaz de matarnos a todos allí mismo, a Tom, a Maggie y a mí. Lo más probable es que nos hubiese rajado las gargantas allí mismo, para arrojarnos después al canal. ¡Madre de Dios!
La conversación había sido extraña, irreal, totalmente incontrolable. La policía le había dicho que hablara lo menos posible con los demás. Él había determinado no decir nada. Pero ahora ella sabía los nombres de las víctimas, sabía quién las había encontrado, sabía que la puerta estaba abierta, sabía cómo había muerto, aunque, desde luego, él no hubiera mencionado que habían sido degollados. Sin embargo, eso pudo haber sido simple deducción. Al fin y al cabo, un cuchillo era, en Londres, un arma más común que una pistola. Ella sabía todo esto y, además, había pasado por allí en el momento preciso. La miró a través de la mesa con ojos atemorizados, vinculado a ella por aquel chorro de agua ensangrentada que corría a través de las mentes de ambos, compartiendo los dos la misma y espantosa imagen de aquella figura silenciosa, capaz de salir alzando un cuchillo ensangrentado. Y se daba cuenta también de otra cosa. Por terrible que fuese el vínculo que les unía en aquella fascinante fraternidad de sangre, por primera vez estaban sosteniendo una conversación. Los ojos que se encontraban con los suyos a través de la superficie de la mesa brillaban por el horror y con una excitación demasiado próxima al placer para resultar cómoda. No obstante, había desaparecido aquella mirada familiar de insolencia y desprecio. Casi podía convencerse a sí mismo de que ella confiaba en él. La sensación de alivio fue tan grande que descubrió que su mano avanzaba a través de la mesa hacia la de ella, con una especie de gesto indicador de mutuo consuelo. Avergonzado, la retiró rápidamente.
Ella dijo entonces:
– Padre, ¿qué haremos?
Era la primera vez que le hacía semejante pregunta, y a él le sorprendió la confianza que de pronto reflejó su propia voz.
– La policía me ha dado un número especial de teléfono. Creo que deberíamos llamarles ahora, inmediatamente. Enviarán a alguien, ya sea aquí o bien a su casa. Después de todo, usted, Tom y Maggie son testigos muy importantes. Y, cuando hayamos hecho esto, necesitaré quedarme en el estudio sin que nadie me moleste. No he podido celebrar la misa. Leeré las oraciones de la mañana.
– Sí, padre -dijo ella, con una voz casi dulce.
Y había algo más que tendría que hacer. Era extraño que aquel pensamiento no se le hubiera ocurrido antes. Seguramente, era su deber visitar el día siguiente, o el otro, a la esposa y la familia de Paul Berowne. Ahora, sabiendo ya lo que había de hacerse, era notable la diferencia que sentía en su interior. Una frase bíblica resonó en su mente: «Haciendo el mal puede surgir el bien». Sin embargo la apartó en seguida. Se aproximaba demasiado a la blasfemia para resultar reconfortante.