Roberto Masello
Sangre y Hielo

A BORDO DEL COVENTRY, CORBETA DE SU MAJESTAD, EN EL OCÉANO ATLÁNTICO.

LATITUD: 65 GRADOS Y 28 MINUTOS SUR. LONGITUD: 120 GRADOS Y 13 MINUTOS OESTE.


28 de diciembre de 1856


SINCLAIR SE INCLINÓ SOBRE la litera de madera donde yacía Eleanor. Ésta seguía castañeteando los dientes a pesar de que él la había abrigado con su gabán y luego sepultado debajo de todas las mantas y sábanas que había logrado encontrar. La respiración de la joven levantaba vaharadas en la humedad del aire gélido. A la vacilante luz de la lámpara de aceite podía ver el movimiento de los ojos por debajo de los párpados. El rostro de la mujer era blanco y frío como el hielo que había rodeado el barco durante las últimas semanas.

El hombre le acarició la frente con su mano entumecida, y le apartó de los ojos un mechón de la larga melena de color castaño oscuro. Al tacto, la piel de la muchacha era tan yerma e implacable como la hoja de una espada, pero aún percibía la parsimoniosa circulación sanguínea debajo de la epidermis. No sabía demasiado bien cómo, pero iba a tener que velar por sus necesidades, y pronto, porque ya no había forma de hacerlo allí. Debía salir del camarote y bajar a la bodega.

– Descansa -le instó con dulzura-. Estaré de vuelta antes de que hayas podido notar mi ausencia.

Ella suspiró en señal de protesta y apenas movió los labios.

– Intenta dormir.

Le ajustó la gorra de lana alrededor de la cabeza, la besó en la mejilla y se levantó todo cuanto permitía el techo bajo del opresivo camarote. Sostuvo en alto la lámpara -el cristal estaba tiznado y apenas quedaba aceite de ballena en el fondo- y escuchó delante del umbral durante unos instantes antes de abrir la puerta hacia el oscuro pasillo exterior. Fue capaz de percibir los murmullos de los tripulantes en algún lugar de la bodega. No necesitaba distinguir las palabras para saber qué decían. Había estado oyendo las maldiciones y percibido la hostilidad de sus miradas desde que un viento implacable, primero, y las tormentas, después, habían desviado la nave de su singladura original, cada vez más cerca del Polo Sur. Los marineros eran gente supersticiosa incluso en los tiempos de bonanza y él era consciente de que habían llegado a ver a los pasajeros -Eleanor y él mismo- como el origen de todos los males actuales de la corbeta, pero ¿acaso podían ellos hacer algo para evitarlo? No le gustaba dejar sola a Eleanor ni siquiera unos minutos.

El militar había quitado las espuelas de las botas hacía tiempo, pero resultó imposible evitar el crujido de la madera mientras avanzaba por el corredor. Sinclair hizo todo lo posible por pisar sólo cuando era especialmente fuerte el golpeteo de trozos de hielo contra el casco de la nave o el viento nocturno agitaba las velas con intensidad; pero en cuanto rebasó la cocina, la luz de su lámpara iluminó a Burton y Farrow, reunidos junto a una botella de ron. La corbeta cabeceó hacia estribor, lo cual obligó a Sinclair a estirar un brazo para apoyarse en la pared.

– ¿Adónde va? -gruñó Burton. Llevaba un anillo de oro en una oreja y las motas de humedad congeladas en su barba gris refulgían como diamantes.

– A la bodega.

– ¿Qué busca?

– No es de su incumbencia.

– Podríamos hacer lo que fuera -masculló Farrow en voz baja mientras el navío se enderezaba con un gemido ensordecedor.

Sinclair se encaminó hacia la escalera que conducía a la despensa de debajo. Una capa de escarcha cubría los peldaños y el aceite de la lámpara se agitaba haciendo un ruido de salpicadura cuando ésta oscilaba de un lado para otro, proyectando fantasiosas sombras parpadeantes sobre los barriles de tocino en salazón, bacalao seco y bizcocho de mar, casi todos a punto de abarcarse, y los toneles de ron chileno que había roto la tripulación. El equipaje del oficial de lanceros se hallaba un poco más lejos, dentro de un gran arcón asegurado con candados y pesadas cadenas. Parecía intacto a primera vista.

Pero cuando se inclinó y el débil resplandor de la lámpara se extendió sobre el baúl pudo apreciar marcas de arañazos y hendiduras, como si alguien hubiera intentado abrir los candados con una ganzúa o incluso levantar la tapa haciendo palanca. No le sorprendió. De hecho, sólo era capaz de imaginar una razón por la cual la dotación del barco no les había desvalijado: los marineros no sólo le odiaban, también le temían. Era consciente de lo que veían cuando miraban a un veterano lancero condecorado de la guerra de Crimea: debían enfrentarse a un consumado experto en el manejo de la pistola, la lanza y el sable. Aflojó el cuello de la casaca militar y extrajo del bolsillo de la camisa las llaves del cofre.

Miró hacia atrás para cerciorarse de que estaba solo y nadie le observaba. Dejó correr la cadena humedecida antes de abrir el candado y luego alzó la tapa del baúl en cuyo interior, debajo de ropas de equitación, uniformes y varios libros -había ejemplares de las obras de Coleridge, Chatterton y George Gordon, lord Byron-, halló lo que había venido a buscar: dos docenas de botellas cuidadosamente envueltas y empaquetadas con la etiqueta ‹Madeira. Casa del Sol. San Cristóbal›. Limpió una con los pantalones de montar y la sujetó bajo el brazo mientras volvía a cerrar el arcón.

Subir los escalones haciendo juegos malabares con la botella y la lámpara fue un empeño delicado, y empeoró cuando el militar vio a Burton acechando en lo alto.

– ¿Ha encontrado lo que buscaba, teniente? -Sinclair no le contestó-. ¿Necesita ayuda? -continuó Burton, extendiendo una mano enguantada.

– No es necesario.

Pero el marino ya había visto la botella.

– Alcohol, ¿eh? Nos vendría bien una copita para entrar en calor.

– Ya está usted bastante caliente.

Sinclair se alejó de la escalera y pasó rozando primero a Burton y luego a Farrow, que se daba palmadas en los miembros para estimular la circulación, antes de agacharse y entrar en la cocina, donde sostuvo el envase de vidrio cerca de la estufa, ardientes aún los rescoldos del carbón, a fin de deshelar el contenido. Después, regresó al camarote, rezando para no encontrar a Eleanor en peor estado.

Pero resultó que no estaba sola. Una luz parpadeante se filtraba por debajo de la puerta, y al abrirla descubrió al médico del barco, el doctor Ludlow, inclinado sobre la enferma. El galeno era un tipo de lo más repulsivo: encorvado, abotargado y con unos modales que pasaban bruscamente de la amabilidad a la arrogancia. Sinclair no habría confiado en aquel sujeto ni para que le cortara el pelo, una de las muchas tareas de un médico naval, y desconfiaba de él en lo tocante a Eleanor, por quien había mostrado un interés indecoroso casi desde que subieron a bordo. En ese momento le sostenía la muñeca lánguida y sacudía la cabeza.

– El pulso está realmente bajo, teniente, bajo de verdad. Temo por la vida de la pobre muchacha.

– Yo no -afirmó Sinclair, hablando más a la paciente que al médico.

Liberó la mano de Eleanor de los dedos sudados del doctor y volvió a taparla con las mantas. Ella ni se agitó.

– Me temo que se han helado hasta mis sanguijuelas.

Al menos eso era una buena noticia. Lo último que la enferma necesita era otra sangría, como bien sabía Sinclair.

– Una lástima -repuso el oficial, plenamente consciente del gran deleite que obtenía el médico al ponerlas en el pecho y las piernas de la joven-. Si tiene la bondad de dejarnos solos… Puedo arreglármelas bastante bien por mis propios medios.

Ludlow hizo una leve venia y dijo:

– Vengo de parte del capitán Addison. Desea hablar con usted en cubierta.

– Acudiré en cuanto sea posible.

– Lo siento, teniente, pero se ha mostrado muy insistente.

– Cuanto antes se vaya usted, antes podré hablar con el capitán.

Ludlow se detuvo, como para verificar si le estaba echando o no, y abandonó el camarote. En cuanto salió el doctor, el militar apuntaló la puerta con un taburete y desenfundó la daga, oculta bajo la carcasa, para abrir la botella.

– Espera, espérame -le dijo a Eleanor, aunque dudaba si ella era capaz de oírle.

Le levantó la cabeza de la improvisada almohada, una loneta rellena de trapos, y le llevó la botella a los labios.

– Bebe -la instó, pero ella siguió sin responderle. Ladeó la botella hasta verter el líquido en sus labios, que se volvieron rosas, recuperando cierta semblanza de vida-. Bebe.

Sinclair percibió su respiración en el dorso de la mano. Inclinó aún más la botella hasta que un hilillo sonrosado le corrió por la barbilla y se acumuló en torno a un broche de marfil que llevaba colgado al cuello. La mujer sacó la punta de la lengua, como si buscara alguna gota suelta, y Sinclair sonrió.

– Sí, eso es -la animó-. Toma más, más.

Y así lo hizo ella, que abrió los ojos al cabo de un par de minutos y alzó la mirada hacia el teniente con expresión confusa, donde se entremezclaban el arrepentimiento extremo con una sed aún mayor. Él sostuvo la botella con firmeza hasta que ella hubo absorbido todo. La mirada de Eleanor fue menos borrosa y se normalizó su respiración. Él colocó su cabeza sobre la almohada cuando tuvo la impresión de que había tomado bastante; lo vomitaría todo si bebía más.

Colocó el corcho en su sitio y ocultó la botella debajo del montón de sábanas.

– Debo ver al capitán. No me entretendré mucho.

– No -imploró ella con un hilo de voz-. Quédate.

Él le estrechó la mano. ¿Eran imaginaciones suyas o estaba ya más tibia al tacto?

– Háblame -le pidió.

– Y eso voy a hacer, hablaré sobre… sobre los cocoteros altos como la catedral de San Pablo… -Ella esbozó un atisbo de sonrisa-. Y sobre la arena blanca como la tiza de Dover…

La referencia a los blancos acantilados de Dover era uno de los latiguillos privados de ambos, lo arrastraban como una cancioncilla popular, y se lo decían en murmullos el uno al otro de continuo en momentos menos duros que aquel trance.

Él retiró el taburete de la puerta y apagó la lámpara a fin de conservar el aceite restante antes de salir del camarote. Un solitario haz de luz penetraba en el pasillo desde la cubierta superior, pero le bastó para abrirse camino hasta los escalones.

Hacía frío bajo cubierta, pero era mucho más intenso en el exterior, donde el viento soplaba como un fuelle: succionaba el aire de los pulmones y los llenaba con una ráfaga de aire gélido. El capitán Addison permanecía al timón, abrigado por varias capas de ropas, la última de las cuales era una lona de vela desgarrada. A los ojos del oficial de caballería sólo era un corsario que le había extorsionado hasta obtener tres veces el precio del pasaje suyo y de Eleanor. El hombre percibía la desesperación y no tenía escrúpulo alguno a la hora de explotarla.

– Ah, teniente Copley -anunció-. Confiaba en que pudiera hacerme compañía.

Algo más se escondía debajo de esa petición, Sinclair lo supo en cuanto miró a su alrededor: las olas del mar, encrespado y salpicado por grandes bloques de hielo, y el cielo nocturno que en esas latitudes tan meridionales irradiaba una inalterable relumbre similar al destello del estaño; dos marineros montaban guardia, uno en cada extremo de la cubierta, en previsión de la aparición de algún iceberg infranqueable o con espolones; otro tripulante, el vigía, permanecía encaramado en lo alto del mástil, en el nido del cuervo. El avance del barco era moroso e inseguro, y dependía del capricho de los vientos que azotaban las pocas velas que aún seguían desplegadas. La nave barloventaba entre el flamear del velamen, cuyos chasquidos sonaban como descargas de fusilería.

– ¿Qué tal va su esposa?

Copley se acercó, deslizando las botas sobre la resbaladiza superficie de la cubierta.

– El buen doctor -continuó Addison- me ha dicho que no mejora.

El capitán había atado por debajo de la mandíbula una cinta deshilachada de color carmesí con la cual sujetaba el tricornio a la cabeza.

Sinclair sabía que si había algo en lo que él y Addison estaban de acuerdo era en la falta de credibilidad del médico de la nave. De hecho, todos los ocupantes del barco entraban en la categoría de gente poco digna de fiar, pero era la única nave en la que ellos podían embarcarse de forma inmediata y sin responder a ninguna pregunta.

– Está algo mejor, ahora descansa -contestó.

Addison asintió con gesto caviloso, como si le preocupara, y se ensimismó en la contemplación del encapotado cielo sin estrellas.

– Los vientos siguen soplando en nuestra contra. Acabaremos en el Polo si no cambiamos pronto de rumbo. En la vida había visto un vendaval semejante.

Copley leyó entre líneas el verdadero significado de la frase: la tripulación atribuía ese tiempo adverso a la presencia a bordo de los misteriosos pasajeros. Para empezar, se consideraba que traía mala suerte la presencia de una mujer en un barco, y el hecho de que Eleanor tuviera un aspecto tan desmejorado, además de su palidez espectral, sólo servía para empeorar las cosas. Al principio, Sinclair había intentado entrar a formar parte de la vida cotidiana de la tripulación con objeto de convertirse en asiduo, en un pasajero amigable, pero no hubo modo material de llevar a cabo ese propósito, así de simple, se lo impedían las necesidades de Eleanor y las condiciones impuestas por su propia enfermedad, aquella oculta dolencia. Incluso los dos tripulantes de cubierta, Jones y Jeffries si no andaba equivocado con los nombres, le miraban con malicia no disimulada desde debajo de sus capuchas de lana y a través de los andrajos de protección de la cara.

– Cuénteme otra vez qué clase de negocios tenía usted en Lisboa, teniente.

Ellos habían reservado los pasajes en Portugal.

– Son asuntos diplomáticos de naturaleza muy sensible; no puedo desvelarlos ni siquiera ahora -repuso Sinclair.

El viento volvió a soplar con energías renovadas y agitó los jirones de la vela con que se envolvía el capitán, azotándole en las piernas mientras sostenía la rueda del timón con ambas manos. Miró a Sinclair, bañado por la extraña luminosidad de aquel cielo nocturno. Parecía un daguerrotipo desprovisto de color, reducido a sombras y tonalidades de gris.

– ¿Fue allí donde su esposa cayó enferma?

La plaga había asolado la ciudad hacía apenas unos años, el teniente lo sabía.

– La afección de mi mujer no es contagiosa, puedo garantizárselo. Es un desorden interno que atenderemos en cuanto lleguemos a Christchurch.

Sinclair percibió cómo uno de los marineros, Jones, lanzaba a Jeffries una mirada de interpretación inequívoca: ‹Si es que alguna vez llegamos a Christchurch›. Ese interrogante también acechaba al teniente Copley. ¿Habían llegado tan lejos, y con semejante premura, sólo para morir en los mares helados?

Un repentino golpe de viento arrastró las siguientes palabras de Addison e hinchó las velas, haciendo chirriar los mástiles, pero trajo consigo una visión de lo más extraña: un ave gigantesca planeando en el cielo, un albatros. Sinclair jamás había visto uno, aunque supuso que debía de ser uno de esos pájaros gracias a los versos del delicioso poema de Coleridge. El ave de vientre blanco y largo pico rosáceo se mantuvo suspendido sobre sus cabezas con las alas de puntas negras extendidas y una envergadura alar de unos tres metros, según el cálculo del teniente. El albatros mantuvo un porte de imperturbable serenidad a pesar de lo tumultuoso del firmamento, descendió y voló alrededor de los mástiles, dando bordadas en las invisibles corrientes de aire sin grandes movimientos, más allá de una leve agitación de las patas.

– Un gony -observó Jones, usando el término acuñado por la marinería para referirse al albatros errante o viajero.

Jeffries asintió de forma apreciativa. El albatros era símbolo de buena suerte y sólo traía desgracias para quienes intentaban hacerle daño.

Una gran ola levantó la nave: el casco crujió al contacto con trozos de hielo desgajados de los icebergs y Sinclair tuvo que agarrarse a un cabo con las dos manos a fin de no caerse. El pájaro descendió en picado y pasó por delante de la proa de la corbeta para luego remontar el vuelo hasta un tembloroso penol, donde se encaramó, cerrando las garras en torno a la resbaladiza madera y plegando las alas. La visión extasió a Sinclair, que se preguntó cómo podía sobrevivir volando bajo un cielo tan desolado durante millas y más millas de olas y témpanos de hielo a la deriva.

– ¡Señor! ¡Capitán, capitán Addison!

Sinclair volvió la cabeza a tiempo de ver a Burton subir a cubierta por la escalera. Su barba helada estaba tan rígida como un tablón. Farrow venía tras él, acunando algo debajo de su pelliza negra de piel de foca.

Burton entreabrió bien las piernas para mantener el equilibrio y se dirigió hacia el timón sin lanzar una mirada en dirección al teniente de caballería.

– Debo informaros de algo muy preocupante, señor -anunció a voz en grito.

El oficial de caballería se vio obligado a alargar el cuello para poder ver, pues, tanto Burton como Farrow se habían colocado de un modo que parecían desear taparle la visibilidad. Observó un destello… ¿Sería un vaso? Luego escuchó farfullar a los hombres por lo bajinis unos con otros. Addison alzó una mano, como si deseara imponer la calma, y luego miró hacia abajo, como si examinara el trofeo que le habían llevado. Sinclair logró verlo en ese momento, y con desaliento descubrió que se trataba de una botella de vino etiquetada como Madeira.

El capitán pareció perplejo y luego indignado, como si él no fuera un hombre a quien pudiera engañársele.

– Véalo usted mismo, capitán -le urgió Burton, pero Addison parecía todavía receloso. Farrow se llevó un guante a la boca y lo mordió para tirar de él y sacárselo; después, usó los dedos para retirar el tapón de corcho y sostuvo la botella bajo la nariz del capitán. Arrojó la manopla al suelo e insistió-: Huélalo, patrón, o mejor aún, humedézcase los labios con eso. Addison acercó de mala gana la cabeza al botellín y retrocedió como si hubiera percibido un hedor insoportable. En ese momento el doctor Ludlow subió las escaleras e hizo acto de presencia en cubierta a tiempo de asentir en silencio cuando el capitán, con una expresión de horror en el semblante, miró a Sinclair.

– ¿Es eso cierto? -inquirió mientras aceptaba la botella oscura de la mano de Farrow.

– Es verdad que sostiene en la mano la medicina de mi esposa, robada de nuestro camarote, sin duda -contestó Sinclair.

– ¿Medicina…? -espetó Burton.

– Eso es una maldita botella de sangre -soltó Farrow.

– ¿No os dije que ellos eran el problema? -les gritó Burton a Jones y Jeffries, que no comprendían nada, pero parecían predispuestos a participar activamente en cualquier posible tumulto-. Pregúnteles a esos dos qué le pasó a Brome durante la guardia… ¿Cómo es posible que cayera por la borda un marinero tan mañoso que había cruzado dos veces el cabo de Hornos?

De pronto, todo el mundo se puso a dar gritos y otra media docena de tripulantes salieron presurosos de la bodega. Cuatro de ellos acarreaban el arcón que Sinclair acababa de asegurar. Lo dejaron caer sobre la cubierta helada por los bordes. Dentro del cofre se escuchó el tintineo de las espuelas al golpetear contra el vidrio de las botellas. Los marinos le sujetaron los brazos antes de que el teniente pudiera echar mano a la espada, y le anudaron un cabo alrededor de las muñecas antes de hacer unos buenos nudos y dejarle bien sujeto contra el mástil principal, que se le clavaba en los hombros. Seguía protestando a voz en grito cuando vio a Burton y a Farrow bajar corriendo al interior del barco.

– ¡No! ¡Dejadla en paz! -gritó el teniente.

Pero no había nada que él pudiera hacer, ni siquiera era capaz de moverse. El capitán Addison ordenó a uno de los marinos que se hiciera cargo del timón y luego cruzó la cubierta dando grandes zancadas para mirar fijamente a los ojos de Sinclair.

– No soy dado a creer en maldiciones, teniente -murmuró en voz baja, como si le estuviera confiando un secreto-, pero ésta… -continuó, agitando la botella-. Ésta es la gota que colma el vaso de mi paciencia.

Los marineros que le aferraban por los brazos le sujetaron con más fuerza.

– Los hombres os responsabilizan de la muerte de Bromley y yo mismo ya no albergo dudas -Sopesó la botella negra en su mano y susurró-: Me las tendré que ver con un motín a bordo si no lo hago.

– ¿Si no hace qué…?

Addison no le contestó y en vez de eso miró hacia la boca de la escotilla, donde Burton y Farrow forcejeaban para subir hasta cubierta a Eleanor, envuelta en una manta usada a modo de eslinga por los dos hombres. La mujer tenía los ojos abiertos y extendió un brazo hacia Sinclair. Se le había caído la improvisada gorra de lana y sobre el rostro le colgaban guedejas sueltas, restos de lo que antaño fuera una sedosa y abundante melena castaña.

Farrow hizo girar en el aire una herrumbrosa cadena y el capitán se alejó sin asentir ni intentar detenerle. Volvió junto al timón y lanzó por la borda la botella sin molestarse siquiera en mirar la trayectoria de ésta.

– ¿Qué ocurre, Sinclair? -gritó la aterrada Eleanor. El tumulto casi sofocaba su voz.

Todo estaba muy claro para el militar, que forcejeó para desembarazarse del cabo y alejarse del mástil, pero las botas de montar resbalaban sobre las planchas heladas de cubierta y Jeffries le asestó un tremendo puñetazo en la boca del estómago. El teniente se dobló en dos e hizo lo posible por recobrar el aliento. Sólo vio botas, cabos y cadenas mientras le arrastraban hacia la enferma, que ahora estaba incorporada, aunque se tenía en pie a duras penas, sostenida por Burton. Llevaron a Sinclair por la fuerza hasta poner a los cautivos espalda contra espalda. Cuánto deseó el tener la ocasión de abrazarla una vez más, pero todo lo que pudo hacer fue susurrarle:

– No temas. Estaremos juntos.

– ¿Dónde? ¿Qué estás diciendo…?

Ella no solo se había asustado por efecto de las palabras, también estaba delirando.

Farrow cacareó como una gallina en plan burlón al tiempo que daba vueltas alrededor de los presos y dejaba correr la cadena sobre las manos enguantadas hasta envolverles las rodillas, las cinturas y los hombros, y también los cuellos. La piel de ambos se desprendía como el yeso de un revoque en cuanto los fríos eslabones les rozaban la piel. Sinclair podía percibir la respiración agitada y el pánico creciente de la joven a pesar de estar de espaldas a ella.

– ¿Por qué, Sinclair? -preguntó con voz entrecortada.

Jones y Jeffries abandonaron sus puestos de guardia y los arrastraron hasta la regala como si fueran leños con los que se alimenta el fuego del hogar. Sinclair reaccionó por instinto y clavó las botas entre los tablones, pero alguien le soltó a puntapiés y perdió el equilibrio, por lo que durante unos segundos se encontró mirando de frente las olas que batían el casco. Aunque pareciera mentira, estaba contento de que la mirada de su esposa tuviera que estar fija en el cielo, en el albatros que suponía aún encaramado al penol.

– ¿No deberíamos decir algunas palabras…? -se aventuró a decir el doctor Ludlow con una nota de miedo en la voz-. Todo parece tan… salvaje.

– Eso es cosa mía -gritó Burton mientras se inclinaba para fulminar a Sinclair con la mirada-. Que el Todopoderoso se apiade de vuestras almas -un nutrido grupo de marineros los agarraron y levantaron del suelo-. ¡Y sálvese quien pueda!

Resonaron algunas carcajadas y los gritos de terror de Eleanor antes de que los lanzaran de cabeza por la borda y ambos cayeran más y más hacia las olas. El teniente tuvo la impresión de que transcurría más tiempo del normal antes de que él y su acompañante atravesaran la fina capa de hielo. Los gritos de Eleanor se cortaron en seco y todo quedó en silencio mientras la cadena tiraba de ellos hacia el fondo y los dos se hundían rápidamente dando vueltas en círculos bajo el agua helada. Él contuvo la respiración durante varios segundos, pero incluso aun cuando hubiera sido capaz de aguantar un poco más, expelió el oxígeno de sus pulmones y se entregó a la muerte y a la suerte que les aguardara en el fondo del mar, fuera cual fuese.

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