Y entonces nos azotaron las ráfagas de la tormenta con su dura tiranía, nos golpearon con sus alas alzadas, persiguiéndonos hacia el sur.
Con el mástil inclinado y la proa sumergida, nos acosan los aullidos y vendavales, pero casi pisando la sombra de su enemigo, adelanta la cabeza inclinada, el barco avanza rápido, las ráfagas rugen violentas, y hacia el sur volamos.
La balada del viejo marinero,
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1798)
En nuestro días, 19 de noviembre, mediodía
EL TIMBRE DE LA puerta no dejaba de sonar y Michael no quería levantarse a pesar de que lo estaba oyendo, pues en ese momento tenía un sueño de lo más agradable: Kristin y él subían una pista de montaña en el jeep. Ella apoyaba los pies descalzos en el salpicadero y se reía con la cabeza echada hacia atrás mientras la música aullaba en la radio. Por la ventanilla entraba la brisa y le alborotaba los cabellos rubios.
La serie de timbrazos cortos no cesó. Fuera quien fuese no tenía intención de marcharse.
Michael alzó la cabeza de la almohada, entreabrió los párpados y miró alrededor. ¿Por qué tenía una bolsa vacía de Doritos al lado de la cara? Luego, echó una ojeada a los números iluminados del reloj: 11:59. Se frotó los ojos y los abrió de nuevo, pestañeando a la luz del mediodía.
La visita tocó el timbre otra vez.
Tiró las mantas hacia atrás y puso los pies en el suelo.
– Vale, vale, córtate un poco, anda -masculló entre dientes.
Cogió un albornoz de la percha colgada detrás de la puerta y salió del dormitorio arrastrando los pies. A través de la mirilla de la puerta principal logró distinguir una forma difusa, la de alguien de pie en el descansillo con la capucha de la parka echada, así que se acercó más para mirar.
– Yo también te estoy viendo, Michael. Abre la puerta de una vez, que hace un frío de perros aquí fuera.
Era Joe Gillespie, su editor de la revista Eco-Travel.
Abrió el cerrojo y la puerta. Mientras el visitante se apresuraba a entrar, la lluvia fría le salpicó las piernas desnudas.
– Recuérdame que la próxima vez consiga un trabajo en el Miami Herald -comentó Gillespie mientras pateaba el suelo con energía.
Michael recogió de la entrada una copia empapada del Tacoma News Tribune, y después echó una ojeada a los lejanos picos envueltos en niebla de la cordillera de las Cascadas. Las vistas habían sido el motivo por el cual había comprado la casa, pero ahora sólo eran un recuerdo espantoso. Sacudió el periódico y cerró la puerta.
Gillespie estaba de pie en la raída alfombra de ganchillo, la que Kristin había tejido, con la parka chorreando agua. Se echó hacia atrás el capuchón y el poco pelo que le quedaba se le agitó alrededor de la cabeza.
– ¿Es que no vas a volver a mirar tus mails? -le preguntó Gillespie-. ¿Ni tampoco el contestador?
– No, si puedo evitarlo.
A Gillespie se le escapó un suspiro de pura frustración y miró alrededor, al salón desordenado.
– ¡Jesús, Michael! ¿Tienes acciones en Domino’s? Pues deberías.
El aludido notó el par de cajas de pizza y las latas de cerveza vacías dispersas por la mesita de café y en la chimenea de piedra.
– Vístete -ordenó Gillespie-, nos vamos a almorzar.
Michael, aún casi dormido, se limitó a quedarse allí de pie con el periódico mojado en la mano.
– Vamos, pago yo.
– Dame cinco minutos -replicó él, y le dio el periódico mientras se ponía en marcha.
– Que sean diez -contestó Gillespie en voz alta a sus espaldas-, pero aféitate y dúchate.
Michael le tomó la palabra. En el cuarto de baño encendió el calefactor y le dio al agua caliente. La casa siempre estaba fría y tenía corrientes de aire, y aunque se juraba a menudo que algún día intentaría aislarla mejor y hacer un poco de mantenimiento elemental, ese día nunca llegaba. El agua tardó un minuto o dos en calentarse. El armarito de las medicinas situado sobre el lavabo estaba abierto y había media docena de botes de color naranja en las estanterías con prescripciones médicas. Tomó uno del estante inferior, el último antidepresivo que le había recetado el terapeuta, y se tragó un comprimido con un poco de agua por fin tibia.
Después, pese a lo poco que le interesaba la perspectiva, cerró la puerta y se miró al espejo. Esa mañana su revuelto pelo negro estaba incluso más despeinado de lo habitual, rizado en un lado de la cabeza y aplastado en el otro. Tenía los ojos oscuros ribeteados de rojo y nublados. No se había afeitado en un par de días y hubiera jurado -¿era eso posible?- que aunque apenas pasaba de los treinta, le habían salido un par de canas en la barbilla. ‹El tiempo pasa deprisa con su carro alado›, maldijo para sus adentros. Introdujo una cuchilla nueva en la maquinilla y dio un par de rápidas pasadas por la barba crecida.
Después de ducharse con agua tibia, se puso unos vaqueros, una camisa del mismo tejido y las botas más limpias y secas que encontró delante de la puerta.
Gillespie se había repantigado en el viejo sillón de cuero, donde separaba cuidadosamente las hojas de la revista.
– Me he tomado la libertad de subir las persianas para que entrara algo de luz. Deberías hacerlo de vez en cuando.
Subieron al coche de Gillespie, un Toyota Prius nuevo, por supuesto, y se dirigieron al restaurante al que solían ir siempre. A pesar de no ser un lugar muy recomendable por su decoración, a Michael le gustaban los reservados de vinilo, el suelo de linóleo y el expositor de pasteles con chillonas luces blancas del Olympic. Era el extremo opuesto a un restaurante de franquicia o, Dios no lo quisiera, a un Starbucks, y tenía la virtud añadida de servir desayunos a cualquier hora del día. Michael pidió el Lumberjack especial y Gillespie eligió la ensalada griega con acompañamiento de requesón y una infusión de hierbas.
– Oye, tú -dijo Michael-. ¿No te estás pasando un poco?
El editor sonrió mientras vertía la mitad de un sobrecito de Equal en la infusión.
– ¿Y qué demonios te importa? Va en la cuenta de gastos.
– En ese caso, tomaré postre.
– Buena idea -afirmó Gillespie-. Te doy permiso para que te pidas una rodaja de merengue de limón.
Era una broma recurrente entre ellos, pues el pastel de merengue de limón que descansaba en el estante superior del expositor no se había movido de ahí en los cinco años que llevaban frecuentando el establecimiento y, desde luego, no había sido reemplazado jamás.
Mientras comían, Michael no pudo dejar de notar que Gillespie había colocado un sobre de la compañía de paquetería FedEx en el asiento cercano a su muslo. De vez en cuando alargaba la mano y lo tocaba, sólo para asegurarse de que seguía allí. Debía de ser algo importante, dedujo Michael, y ya que no lo había dejado en el coche bajo llave, debía de tener algo que ver con él de algún modo.
Conversaron sobre la revista: habían contratado a un nuevo editor de fotografía, habían subido las ventas de publicidad, se había ido aquella recepcionista tan guapa, y también charlaron de béisbol, de los Seattle Mariners, pues algunas veces iban juntos al estadio Safeco. De lo que no hablaron fue de Kristin. Michael se dio cuenta de que Gillespie quería evitar el tema a toda costa. Y tampoco hubo mención alguna acerca del sobre hasta que, finalmente, abordó la cuestión mientras limpiaba los restos de la yema de huevo con el bollo inglés.
– Está bien, ya he mordido el anzuelo -admitió Michael haciendo un gesto con la corteza del bollo-. El suspense me está matando.
Durante un segundo, el editor simuló no saber de qué le estaba hablando.
– ¿Es la maqueta de mi artículo sobre Yellowstone?
Gillespie bajó la mirada hacia el sobre, frunciendo los labios, como si estuviera intentando tomar una decisión.
– No, tu artículo de Yellowstone salió el mes pasado. Tengo la sensación de que ni siquiera lees ya la revista.
Michael se sintió pillado en falta, en concreto porque era verdad. Los últimos meses apenas había leído el correo, comprobado su cuenta AOL o devuelto las llamadas. Todos entendían la razón, pero poco a poco iban perdiendo la paciencia.
– Hay algo que creo que deberías ver -dijo Gillespie, deslizando el sobre por la mesa.
Michael se limpió los dedos en la servilleta; después, lo abrió y sacó los papeles del interior. Algunos eran fotos en blanco y negro, parecían imágenes de satélite, y el resto, una resma de folios con el membrete del National Science Foundation (NSF) [1] y el logotipo en la parte superior de las páginas, muchas de las cuales estaban marcadas con el nombre Point Adélie.
– ¿Qué es Point Adélie?
– Es un centro de investigación, y bastante pequeño, por cierto. Estudian de todo, desde el cambio climático hasta la biosfera local.
– ¿Dónde está? -inquirió Michael, alargando la mano para coger su taza de café.
– En el Polo Sur. O al menos tan cerca de él como se puede estar. Los pingüinos Adelaida migran allí.
Michael mantuvo suspendida en el aire la taza de café y, a su pesar, se le aceleró el pulso.
– Me ha llevado meses poner esto en marcha -continuó Gillespie- y conseguir los permisos correspondientes. No te imaginas la cantidad de papeleo burocrático y de trámites que he tenido que hacer para poder mandar a alguien a la base que hay ahí. La CIA parece un sitio amistoso si la comparas con la NSF, pero acabo de conseguir un permiso para enviar un reportero a Point Adélie durante un mes. Estoy planeando sacar un reportaje de unas ocho a diez páginas desplegables, con fotos a todo color y unas tres mil o cuatro mil palabras de texto; en fin, la enchilada completa.
Michael sorbió su café con el único fin de ganar tiempo y pensar.
– Te ahorraré la necesidad de preguntar -comentó Gillespie-. Pagaremos la tarifa habitual por palabra, pero te aumentaré algo por las fotos. Además, cubriremos tus gastos, dentro de lo razonable, claro.
Él aún no sabía qué contestar. Había demasiadas cosas bullendo en su cabeza. No había vuelto a trabajar, ni siquiera había pensado en ello, desde el desastre de las Cascadas y no estaba seguro de si deseaba retomar su vida anterior. Sin embargo, otra parte de sí mismo se sentía vagamente insultada. ¿El proyecto llevaba meses en marcha y Gillespie no se lo había mencionado hasta ahora?
– ¿Para cuándo la necesitas? -preguntó, sólo para ganar algo más de tiempo.
Gillespie se retrepó en el asiento mostrando una ligerísima satisfacción, como un pescador que siente un tirón en el hilo.
– Bueno, ahí está el quid de la cuestión. Necesitamos que te marches el viernes.
– ¿Este viernes?
– Sí. No es tan fácil llegar hasta allí. Tendrás que volar hasta Santiago de Chile y de ahí a Puerto Williams, donde cogerás un barco de la guardia costera que te llevará hasta donde lo permitan los hielos y desde allí te transportarán en helicóptero a la base. Es una oportunidad muy concreta y el tiempo puede estropearla en cualquier momento. Ahora, allí es verano, así que habrá días en que el termómetro alcance algunos grados sobre cero.
Michael finalmente se decidió a preguntar.
– ¿Por qué no me los has dicho antes?
– Sabía que aún no estabas interesado en trabajar.
– Entonces, ¿quién era?
– ¿Quién era qué?
– Venga ya, Joe. Si llevas meses organizando esto, seguro que has pensado en otra persona capaz de hacerlo.
– Crabtree. Iba a encargárselo a él.
Otra vez Crabtree, el tipo que siempre le iba respirando al cuello a Michael, intentando quitarle los encargos.
– ¿Y por qué no va él?
Gillespie se encogió de hombros.
– Una endodoncia.
– ¿Qué?
– Que se tiene que hacer una endodoncia y salvo que tengas un certificado sanitario totalmente limpio, no dejan ir allí a nadie. Y por encima de todo, como allí no hay ningún dentista al que se pueda llamar, necesitas llevar un certificado del tuyo que diga que está todo en perfecto estado de revista.
Michael no daba crédito a sus oídos. ¿Crabtree había perdido el trabajo por un problema en las encías?
– Así que, por favor -rogó Gillespie, inclinándose hacia delante-, dime que no tienes ninguna caries y que todos tus empastes están en buen estado.
Él movió la lengua por el interior de la boca.
– Por lo que yo sé, sí.
– Bien. Así que eso nos deja frente a la cuestión principal. ¿Qué piensas, Michael? ¿Estás preparado para ponerte de nuevo la armadura?
Ésa era sin duda la pregunta del millón de dólares. Si se lo hubieran preguntado la noche anterior, la respuesta habría sido ‹no, y no vuelvas a llamar›, pero había algo que le llamaba la atención, algo que no podía negar… un destello de aquella antigua emoción. Toda su vida había sido el primero en enfrentarse a cualquier desafío, ya se tratase de escalar un acantilado escarpado o de hacer puenting o incluso de explorar el fondo de un arrecife coralino. Y aunque había estado reprimiéndola durante meses, esa misma emoción intentaba aflorar a la superficie. Fijó la mirada en la foto de satélite que coronaba la pila; desde arriba, la base tenía el aspecto de un puñado de vagones de carga dispersos en una llanura helada al lado de una playa desierta y rocosa. Era todo lo sombría que podía ser una imagen, pero le atraía más que si fuera la costa brasileña.
Gillespie le observaba con atención, a la espera. Una racha de viento glacial estampó unas cuantas gotas en la ventana de la cafetería.
Algo empezó a agitarse en la mente de Michael. Descansó los dedos sobre la foto granulosa. Siempre podría negarse, simplemente volvería a su casa y… ¿Y qué? ¿Se tomaría otra cerveza? ¿Seguiría atormentándose un poco más? ¿Echaría a perder una parcela más de su vida, sólo para intentar compensar lo que le había pasado a Kristin? Y eso que ni siquiera era capaz de decir qué era lo que compensaba o no.
O bien podía aceptar. Observó detenidamente la siguiente foto, tomada al nivel del suelo: mostraba una cabaña alzada sobre unos bloques de hormigón a unos cuantos palmos del hielo. Había una media docena de focas alrededor tumbadas como si estuvieran tomando el sol.
– ¿Tenemos tiempo para tomar postre? -preguntó Michael, y Gillespie, tras golpear la mesa con la palma de la mano en ademán de triunfo, hizo un gesto a la camarera.
– ¡Merengue de limón para los dos! -exclamó.
20 a 23 de Noviembre
MICHAEL NO RECORDABA CON claridad nada de lo acaecido durante los días siguientes mientras intentaba preparar el viaje a la Antártida. Tenía a mano la mayor parte del equipo necesario para climas fríos de otras expediciones anteriores a Siberia y Alaska, pero no era fácil arreglar todo lo demás. Su primera tarea fue visitar al dentista, donde Wilde temió, durante unos cuantos minutos, que todo quedara allí.
– Bueno, ya sabe que tiene esa muela del juicio en el lado superior derecho -comentó el doctor Edwards-. En serio le puede dar un montón de problemas.
– Pero de momento no he notado nada.
– Aun así, si yo fuera usted…
– No me la puedo sacar ahora. No tengo tiempo suficiente para que se me cure.
– Bien, pero no me diga luego que no le avisé -remachó el doctor Edwards.
– No lo haré, se lo prometo. Sólo necesito que me firme este certificado dando su visto bueno al NSF.
El médico se empujó las trifocales hacia el puente de la nariz y estudió el formulario mientras el paciente se quedaba tumbado en el sillón.
– Llevo veinte años en la profesión y, ¿sabe usted?, jamás había visto uno como éste.
– Yo tampoco. -Michael esperó que le hiciera algún gesto.
– A la Antártida, ¿eh? -El dentista continuó estudiando el papel.
– Sí.
– Le envidio. Ya me gustaría tener tiempo para hacer una excursión como ésa.
Por el modo en que lo dijo parecía una escapadita rápida a Acapulco. Michael pensó en el desafortunado Crabtree y su empaste inminente.
El médico echó una última ojeada a la radiografía que le acababa de hacer, aún sobre el visor de placas.
– No veo ningún problema, aparte de esa maldita muela del juicio…
Finalmente sacó un bolígrafo del bolsillo del pecho y garrapateó su firma en la línea de puntos. Michael ya se había levantado del sillón antes de que el higienista tuviera tiempo suficiente de quitarse la bata.
El siguiente fue el internista, donde tuvo que realizar un montón de pruebas y rellenar otra montaña de papeles. Había tenido ya una buena ración de percances físicos a lo largo de los años, que iban desde un hombro dislocado y algunos tendones desgarrados hasta la rotura de varios huesos, pero teniendo en cuenta el trabajo al que se dedicaba, que a menudo conllevaba ir a lugares donde ningún humano había puesto un pie antes, había escapado relativamente indemne. Así que el internista no encontró nada nuevo que fuera motivo de preocupación. Sólo tenía una pregunta, le informó, antes de firmar los papeles del permiso.
– ¿Qué tal lo lleva desde el punto de vista psicológico? ¿Acude a la consulta de su terapeuta de referencia?
Michael se temía esto antes o después.
– Ahora me encuentro perfectamente -replicó-. Me recetó Lexapro y me está sentando fenomenal. -En realidad, no tenía ni idea de si le estaba haciendo algún efecto, sólo quería evitar cualquier cosa que pudiera empañar un certificado de salud bien limpio-. Lo mejor para mí -añadió, con la expresión más animada que pudo mostrar- es salir de la ciudad y volver al trabajo.
El internista lo aceptó.
– Estoy de acuerdo -comentó, garabateando su nombre en la línea inferior del formulario-. Ya me gustaría a mí hacer lo mismo.
Michael nunca hubiera sospechado la cantidad de gente que parecía abrigar sueños referentes a la Antártida.
Pero quedaba todavía otra visita pendiente y seguramente sería la más difícil con diferencia.
Desde que almorzó con Gillespie sabía que tarde o temprano llegaría ese momento y con el fin de posponerlo, primero se había lanzado a ultimar todos los detalles de la expedición con verdadera precipitación, y luego había hecho cuanto se le había ocurrido para retrasarlo. Dio de baja el correo y las suscripciones a las revistas, y también le pidió a un vecino que echara una hojeada a su casa y pusiera en funcionamiento las cañerías de vez en cuando para evitar que se congelaran. Pasó varias horas en el almacén de suministros fotográficos de Tacoma Camera, comprando todo tipo de pilas, lentes, trípodes y tarjetas de memoria que pudiera llegar a necesitar. Ya tenía suficiente de todo esto, sin duda, pero en una expedición de este tipo, y en un lugar donde no había forma de reemplazar un fotómetro defectuoso o abastecerse de lo que pudiera agotarse, quería estar seguro de disponer de todo cuanto pudiera ser necesario.
De alguna manera, agradeció todas esas distracciones, ya que por una vez dejó de estar inmerso en su interminable espiral de culpa y remordimiento. Podía concentrarse en otra cosa distinta, en algo futuro, y que era casi inminente.
Pero en el fondo de su mente, aquella última tarea seguía presente y no podía postergarla más. Le esperaba en el Hospital Regional de Tacoma.
En la sala de los enfermos en coma.
Donde sabía que nadie le daría la bienvenida.
Por otro lado, se armó de valor ante cualquier posible enfrentamiento. Los padres de Kristin solían estar siempre allí, o al menos uno de los dos. Pensó que si iba a la hora de la cena podría evitar toparse con ellos. Cuando entró en la sala y se registró, la enfermera le dijo:
– Cuánto me alegro de verle de nuevo, señor Wilde. Estoy segura de que Kristin se alegrará de que haya venido.
Mientras caminaba por el pasillo, se preguntó qué podría significar eso.
Kristin no había salido del coma desde hacía meses y jamás iba a salir de ese estado vegetativo según le habían informado los doctores, a pesar de que él no era un familiar y técnicamente no deberían haberle dicho nada. El traumatismo había sido muy fuerte, el tratamiento se había demorado demasiado y el daño sufrido por el cerebro era devastador. A todos los efectos, Kristin ya no estaba viva.
Sólo quedaba de ella lo que se apreciaba a la vista: una forma inmóvil, tan delgada que apenas abultaba debajo de la manta azul claro, recostada entre una maraña de tubos y monitores parpadeantes que emitían pitidos. Wilde se quedó al otro lado del cristal, mirando a través de las láminas de la persiana veneciana. Si hubiera querido, habría podido convencerse incluso de que ella estaba bien. El cabello rubio, lavado por su madre con regularidad, se desparramaba por la almohada, y el rostro tenía un aspecto sereno, con los ojos cerrados. Pero la piel alrededor de la boca y de la nariz, que antes había estado atezada por el sol, se veía ahora pálida y llena de manchas, tantos eran los instrumentos y tubos que le habían quitado y vuelto a poner.
Para su alivio, no había ninguna señal de parientes. Michael bajó la cremallera de su parka y entró, deteniéndose súbitamente al escuchar una voz.
– Hola, forastero.
Durante un segundo aterrador fue como si Kristin le hubiera hablado de nuevo, pero cuando se volvió, sólo vio a su hermana Karen, acurrucada en una silla en una esquina.
– No quería asustarte -se excusó ella.
La joven sostenía un tomo pesado sobre el regazo, probablemente uno de sus libros de leyes; le recordaba a su hermana mayor, como para su pesar ocurría siempre. Se parecían como dos gotas de agua con aquellos mismos penetrantes ojos azules, los mismos dientes blancos parejos y el alborotado cabello rubio. Incluso su voz sonaba semejante. Todo lo que Karen decía sonaba a sus oídos con el mismo tono irónico de Kristin.
– Hola, Karen.
Nunca sabía qué decirle; en realidad, nunca lo había sabido. Mientras que Kristin había sido la hermana bulliciosa, siempre saliendo y entrando de la casa, Karen era la estudiante diligente y tranquila, encorvada sin descanso sobre la mesa de la sala de estar con un montón de libros de derecho y papeles desparramados alrededor. Michael solía intercambiar con ella algunas palabras cuando iba a recoger a Kristin, pero siempre se sentía como si la estuviera interrumpiendo en alguna actividad importante.
– Bueno, ¿cómo va? -Una pregunta estúpida, como bien sabía, pero fue lo único que se ocurrió.
Karen sonrió con la sonrisa de Kristin, con la comisura derecha ligeramente elevada.
– Igual -contestó con resignación y aceptación-. Mis padres quieren que siempre haya uno de nosotros a su lado, así que les dije que me quedaría aquí mientras se tomaban el Early Bird Special [2] en Applebee.
Michael asintió y se quedó mirando la mano de Kristin, que yacía sobre la manta. Tenía los dedos más delgados y más frágiles de como los recordaba y llevaba sujeto al dedo índice un pequeño dedal negro, debía de ser algún dispositivo de control.
– No le ha dado ningún ataque en lo que llevamos de semana, -comentó Karen. -No sé si eso es una buena señal o no.
«¿Qué señal podría considerarse buena?», pensó Michael. Él sabía que Kristin, la real, la viva, la Kristin que quería escalar con él todos los picos y explorar todos los bosques, jamás regresaría. Por tanto, ¿qué era lo que esperaban? ¿Algún indicio de que finalmente comenzara a fallar todo? ¿Algún signo de que ni siquiera las máquinas conseguirían que saliera adelante, aunque se quedara en el limbo para siempre?
– ¿Te importa si me siento en la cama? -inquirió.
– Considérate mi invitado.
Michael se sentó cuidadosamente en el borde del lecho y puso su mano sobre la de Kristin, que transmitía la sensación de contener en su interior los frágiles huesos de un pajarillo.
– ¿Es uno de tus libros de leyes? -preguntó Michael, asintiendo en dirección al pesado libro que la chica aún tenía en el regazo.
– Legislación y reformas del Congreso sobre agravios. -Cerró el libro con un enérgico golpe.- Creo que harán pronto una película.
– ¿Con Tom Cruise de prota?
– Pensaba más bien en Wilford Brimley.
Un auxiliar entró en estampida, sacó la bolsa de plástico de la papelera y la tiró dentro de un cubo con ruedas que había dejado fuera. Cuando se marchó, Karen dijo:
– Me alegro de verte de nuevo. ¿En qué has andado metido?
– Poca cosa. -No podía decir la verdad, como él sabía muy bien. Karen estaba al tanto (¿y quién no?) de que había estado a la deriva desde el accidente-. He querido acercarme -añadió- antes de marcharme de la ciudad el viernes.
– Oh. ¿Y adónde vas?
– A la Antártida. -Aún le costaba ponerlo en palabras.
– Guau. Es un encargo, supongo.
– Para Eco-Travel. Acaban de conseguir la autorización para que me vaya. Estaré durante un mes en una pequeña base cerca del Polo Sur.
Karen depositó el libro en el suelo a un lado de su silla.
– Kristin te hubiera envidiado tanto…
Michael no pudo evitar mirar de nuevo a Kristin, pero, claro, el rostro de la durmiente no evidenció expresión alguna ni mostró indicio alguno de actividad. Fuera el momento que fuese en el que entrara en la habitación, se sentía dividido… No sabía si hablar como si Kristin estuviera presente de alguna manera, como si pudiera escucharle y ser consciente de lo que ocurría a su alrededor, aunque él supiera que eso no era posible, o quizá comportarse como si ella no estuviera aquí. La primera opción le parecía un engaño y la segunda, una crueldad.
– Ya sabes, Krissy tenía unos cuantos libros sobre la Antártida -le dijo Karen-. Todavía están en las estanterías de su cuarto. Cosas como la expedición de Ernest Shackleton. Si los quieres, estoy segura de que a ella le habría gustado que los tuvieras tú.
Así que ahora se estaban repartiendo sus pertenencias, con ella aún allí. O no. Michael se preguntó dónde estaría ella en realidad. ¿Era posible que quedara algún vestigio de consciencia flotando en el vacío cósmico de la que ellos no tuvieran noticia?
– Gracias. Me lo pensaré.
– No lo menciones delante de mi familia. Siguen creyendo que algún día Kristin regresará a casa y todo volverá a ser como antes.
Él asintió. Ellos compartían un entendimiento tácito de la situación, a pesar de que no hablaban jamás del tema. Ambos conocían el diagnóstico médico y lo habían aceptado. Karen incluso había visto el escáner del cerebro de su hermana, donde se veía, en un tono apropiadamente negro, el enorme sector que ya se había atrofiado. Se lo había descrito a Michael como «un pueblo grande con sólo dos o tres lucecitas reluciendo tras las ventanas». E incluso las que quedaban se iban apagando. Tarde o temprano la oscuridad se las tragaría también.
Wilde escuchó la voz retumbante del padre acercándose por el pasillo. Era el vendedor de coches con más éxito de Tacoma y trataba a todo el mundo como un cliente potencial, de modo que venía saludando a las enfermeras del mostrador de recepción. Michael se puso en pie, intercambiando una mirada con Karen; ambos sabían lo que iba a ocurrir y no veían el modo de evitarlo.
Cuando el señor Nelson cruzó la puerta y vio a Michael al lado de la cama se detuvo en seco y su esposa chocó contra su espalda. Karen también se levantó, preparada por si debía salir en defensa de Michael.
– Creía haberte dicho que no quería verte más por aquí -masculló el padre de Kristin.
– Michael sólo ha venido a despedirse -terció Karen, moviéndose para interponerse entre ellos.
La señora Nelson pasó al lado de su esposo con una bolsa de comida de Applebee en una mano. Michael nunca estaba completamente seguro de cuál era su postura. El padre de Kristin, como él tenía meridianamente claro, le culpaba del accidente; no le gustaba Michael, pero lo cierto es que jamás había soportado a ningún hombre que le robara el afecto de su hija. Sin embargo, en lo tocante a la señora Nelson, ésta apenas podía proferir tres palabras antes de que su marido comenzara a hablar a la vez, de modo que era muy difícil saber lo que realmente opinaba sobre cualquier materia.
Michael sabía que Karen era su única aliada.
– Ha llegado hace apenas unos minutos -decía la joven en esos momentos-, y a Kristin le habría gustado que viniera.
– Nadie sabe lo que Krissy quiere…
Wilde notó que el padre había llevado de nuevo la conversación al tiempo presente.
– … pero yo sí sé lo que quiero -continuó el señor Nelson-. Y lo que quiere su madre. Queremos que descanse y se recupere, y que no piense en lo ocurrido. Estos pensamientos sólo sirven para que empeore.
– Lamento que te sientas así -se aventuró a decir Wilde-, pero no he venido para molestarte. Acabo de despedirme de Kristin y me voy ya.
Michael se volvió para echarle una última mirada a la chica, quieta y silenciosa como una estatua; entonces rozó el hombro fornido del padre, que no quiso apartarse ni un centímetro de su camino. Durante un momento fugaz creyó percibir una mirada de afecto en la acobardada señora Nelson.
Estaba en la mitad de camino del pasillo cuando escuchó unos pasos rápidos que se le acercaban por la espalda. Era Karen. ¿Por qué tenía que recordarle tanto a su hermana? La muchacha le cogió la manga mientras hablaba:
– Ya sé que Kristin no está aquí, y que tú también lo sabes, pero mis padres aún creen…
– Lo tengo claro.
– Pero si quieres echar una ojeada a esos libros…
– Gracias, lo pensaré -repuso, sabiendo que no lo haría. Y sabiendo también que no era de los libros de lo que ella estaba hablando.
El auxiliar pasó haciendo un ruido sordo con el carro de la basura.
– De todas formas, no lo sé, pero creo que una parte de Krissy todavía anda por aquí -le dijo Karen-. Sé que se alegra de que hayas venido.
Él vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Sé que realmente la amabas y yo también la quería de verdad -comentó, y añadió entre balbuceos-: salvo quizá aquel momento en que me quitó los patines y les rompió la cuchilla. -Se echó a reír y le soltó la manga-. Y todo lo que sé es que ella querría que te dijera que tengas cuidado en el viaje.
Wilde sonrió.
– Lo haré.
– No, de verdad -replicó ella con más urgencia en la voz-. Lo digo en serio. Ten cuidado.
Él le pasó un brazo por los hombros para consolarla.
– Juro solemnemente que mantendré en todo momento los mitones puestos y las orejas calientes.
Ella le apartó con dulzura.
– Si no lo haces, Krissy se enfadará a muerte contigo… y yo también.
– Eso no me gustaría nada -replicó Michael.
– No, no te gustaría nada.
– ¡Karen! -gritó el señor Nelson, sacando la cabeza por la puerta de la habitación-. Tu madre quiere hablar contigo.
La interpelada se mordió el labio.
– ¡Karen, ya!
Michael le acarició el hombro, se volvió y se dirigió hacia el puesto de enfermeras.
Esta vez nadie le dijo una palabra cuando él pasó por delante.
1889
VERDE, UN INTENSO RESPLANDOR verde esmeralda.
Ella soñaba con…
… el verde de la hierba de los pastos de Yorkshire.
El verde de las hojas en Regent´s Park un día soleado.
El paño verde de las mesas de billar en el club de Pall Mall. A las mujeres les estaba prohibido subir las escaleras, pero Sinclair había encontrado un modo de colarla a hurtadillas, a pesar del portero, y hacerla subir por las escaleras del servicio.
Las verdes aguas del Bósforo…
Por eso ella estaba contenta mientras pudiera seguir inmersa en el verdor. Le recordaba la fragancia de los campos mientras se hacía mujer; la hierba húmeda, cuando se cernía bajo la brisa estival, mientras las vacas se recortaban en blanco y negro contra ella; las ondulantes colinas verdes a la luz del crepúsculo, con el sol relumbrando como el reloj de bolsillo de su padre…
Podía sentir la textura de las hojas, suaves, planas y céreas, mientras atravesaba el parque de la ciudad en su descanso a mediodía en el hospital. Era sólo media hora, pero en aquel momento podía inhalar una bocanada de aire fresco, aire que no oliera a sangre, éter o morfina. A veces metía hojas y flores de olor delicado en los bolsillos del uniforme antes de regresar a las salas del hospital.
El verde del mar…
Nunca había navegado antes de embarcarse rumbo a Turquía. Ella siempre había imaginado que sería azul, o incluso gris, o al menos siempre había tenido ese aspecto en todas las imágenes que había visto; pero al asomarse desde la cubierta hacia la estela de aguas revueltas, le había sorprendido su matiz verdoso como la pátina mate de las estatuas del Royal Museum, donde Sinclair la había llevado muy poco antes de que partiera su regimiento…
Pero entonces el ensueño terminó, pues antes o después todos acababan, y una mano fría se cerró en torno a su corazón. Tuvo que luchar de nuevo para encerrarse en el verde y envolverse en la red de su imaginación para caldear la mano gélida que se había deslizado entre sus ropas hasta helar el mismo tuétano de sus huesos. Esto había sucedido miles de veces y temía que volviera a sucederle otras mil más, antes de que pudiera despertarse… antes de que lograra liberarse de ese extraño sueño en el que estaba atrapada.
24 de noviembre, 10:25 horas
MICHAEL DESCUBRIÓ AL PEQUEÑO pelirrojo mientras bajaba del avión en el aeropuerto de Santiago y comprendió que era un científico nada más verle. Había algo en ellos que los delataba, aunque era difícil precisar qué exactamente, pues no se trataba de algo evidente, como el olor del formaldehido o un transportador de ángulos sobresaliendo del bolsillo. No; era más un asunto relacionado con el rostro. Michael había estado siempre rodeado de investigadores mientras fotografiaba y escribía sobre el mundo natural; como observadores eran sujetos muy atentos y al mismo tiempo capaces de permanecer neutrales; podían formar parte de un grupo y mantenerse a cierta distancia de éste, y por mucho que intentaran pertenecer a alguno de ellos, en realidad jamás se integraban del todo. Sucedía como en un enorme banco de peces luna que había fotografiado bajo el agua en las Bahamas. La mayoría de los peces, en busca de seguridad, intentaban moverse hacia el centro del cardumen, pero algunos, por la razón que fuera, se quedaban en los bordes y jamás lo conseguían.
Y no cabía duda de que eran los más asequibles para los depredadores.
Durante la escala que tuvo que hacer antes de coger el avión a hélice que le llevaría a Puerto Williams, Michael arrastró su petate hasta la atestada cafetería del aeropuerto. El pelirrojo estaba sentado a solas en una mesa de esquina, con la cabeza inclinada sobre el portátil. Michael se acercó lo suficiente para apreciar que estaba estudiando un complejo mapa ilustrado con números, flechas y líneas entrecruzadas. Le dio la sensación de que era un mapa topográfico. Sólo permaneció un segundo o dos delante del tipo hasta que se acercó a la silla que tenía enfrente. Su rostro era pequeño y estrecho, y las cejas, también pelirrojas aunque más claras. El hombre le evaluó con la mirada y dijo después:
– Seguramente esto no le resultaría de interés.
– Le sorprendería -repuso Michael mientras se le acercaba-. No pretendía molestarle. Sólo estoy esperando mi enlace a Puerto Williams.
Esperó a ver si la insinuación surtía efecto, y así fue.
– Yo también -coincidió él.
– ¿Le importa si me siento? -dijo Michael, señalando la silla vacía junto a la mesa, la última silla vacía a la vista.
Dejó caer el petate en el suelo con un pie metido dentro de una de las asas, un hábito que había adquirido a lo largo de un montón de viajes de madrugada en el extranjero, y luego extendió la mano y se presentó.
– Michael Wilde.
– Darryl Hirsch.
– A Puerto Williams, ¿eh? ¿Es ése su lugar de destino?
Hirsch pulsó unas cuantas veces el teclado y después cerró el portátil. Miró a Michael con cierta inseguridad, como si no supiera qué idea hacerse de él.
– Usted no es un agente de un servicio de inteligencia del gobierno o algo parecido, ¿no? Porque si lo es, lo está haciendo de pena.
Michael se echó a reír.
– ¿Qué le ha hecho pensar eso?
– Que soy científico y vivimos en una época de idiotas. Por lo que yo sé, me da la sensación de que está comprobando si no se me va a ocurrir probar que la Tierra se está calentando, aunque no hay duda de que así es. Los casquetes polares se están fundiendo, los osos polares están desapareciendo y el Diseño Inteligente [3] está perfectamente diseñado por idiotas. Adelante, ya lo he dicho, puede arrestarme.
– Relájese. Si no le importa que se lo diga, suena usted algo paranoico.
– Sólo porque uno sea paranoico -observó Darryl- no quiere decir que no le sigan a uno.
– Eso es muy cierto -replicó Wilde-, pero me gusta pensar que soy un buen chico. Trabajo para la revista Eco-Travel haciendo tanto artículos como fotos. Viajo a la Antártida para cubrir un reportaje sobre la vida en una base de investigación.
– ¿Cuál de ellas? Hay lo menos doce países que han instalado bases ahí, sólo para justificar su derecho sobre el territorio.
– Point Adélie. Está todo lo cerca que se puede estar del Polo.
– Oh -exclamó Hirsch, procesando las noticias-. Yo también. Hum. -Sonó como si aún no hubiera abandonado su teoría conspirativa-. Es una gran coincidencia. -Luego tabaleó con los dedos sobre la tapa del portátil-. Así que es usted periodista.
Michael detectó ese destello interesado que había visto en tantas ocasiones, un millón de veces. Cuando la gente descubría que era reportero, en primer lugar venía una ligera sorpresa, seguida de la aceptación y al final, apenas un nanosegundo después, la comprensión progresiva del hecho de que podría hacerlos famosos, o al menos que podría escribir sobre ellos. Veía cómo se iban encendiendo las distintas lucecitas en sus cabezas.
– Eso es estupendo -dijo Hirsch-. Qué coincidencia. -Con estudiada despreocupación abrió de nuevo el portátil y comenzó a teclear-. Deje que le enseñe algo. -Le dio la vuelta a la pantalla para que Michael también pudiera verla y volvió a aparecer el mismo elaborado mapa-. Éste es el suelo oceánico de la plataforma continental, bajo el hielo que rodea Point Adélie. Puede ver aquí hasta dónde se extiende y aquí -continuó mientras señalaba con un dedo con la uña mordida en un lugar de la pantalla- dónde se sumerge de pronto, en lo que llamamos el talud abisal. En esta expedición estoy planeando descender unos doscientos metros. Por cierto, soy biólogo marino, del Instituto Oceanográfico de Woods Hole. Estoy particularmente interesado en los blénidos, los bacalaos antárticos, así como en los moluscos, viruelas y granaderos. Sabe a los que me refiero, ¿no?
Michael dijo que sí, aunque para sus adentros se vio obligado a reconocer que sus conocimientos eran algo esquemáticos, por decirlo de algún modo.
– … y cómo funcionan sus metabolismos en este medio ambiente tan increíblemente hostil. Ahora que lo pienso, una parte de mi trabajo le puede ofrecer algunas fotos de lo más interesantes. Estas criaturas están adaptadas de un modo fantástico a sus nichos ecológicos, y para mí al menos son excepcionalmente hermosas, aunque a algunos, supongo, les provoque rechazo, pero eso se debe sólo a que parecen muy extraños a primera vista…
No había forma de frenarle. No parecía necesitar siquiera tomas aliento. Michael se quedó mirando la carta de cafés expreso colocada junto al ordenador y se preguntó cuántos de ésos se habría metido en el cuerpo su nuevo compañero de viaje.
– … y muchos de esos animales, no importa lo pequeños o simples que sean, portan una cantidad considerable de parásitos desde las glándulas anales hasta los conductos oculares. -Lo decía como si estuviera describiendo una selección de maravillosos itinerarios de un parque de atracciones-. Y estoy seguro de que usted debe saber que la mejor apuesta de un parásito con vistas a asegurar su supervivencia es cerciorarse de que el anfitrión que están devorando sea a su vez engullido por otro.
El reportero se preguntó atónito si ésa era la clase de conversación que solía entablar el joven pelirrojo.
– Por ejemplo, ¿sabe que la larva del acanthocephalan vuelve loco adrede a su hospedador anfípodo?
– No -admitió Michael-. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?
– Porque de ese modo el huésped abandona su escondrijo, generalmente bajo una roca, y gira de modo salvaje por aguas abiertas hasta que se lo come un pez.
– No me diga.
– No se preocupe, le enseñaré un montón de ésos cuando lleguemos allí -repuso Darryl a modo de consuelo-. Es de lo más emocionante.
Michael comprobó que se estaba preparando para emprender otro panegírico sobre las glorias que les aguardaban para ser descubiertas en el suelo oceánico cuando un pequeño altavoz anunció, primero en español y luego en inglés, que los pasajeros con destino Puerto Williams podían embarcar.
Hirsch mantuvo esa misma cháchara todo el tiempo que tardaron en cruzar el frío asfalto barrido por el viento subir los pocos escalones que daban acceso al avión. Ni siquiera tuvo que agachar la cabeza al entrar; en cabio Michael tuvo que doblarse bien doblado para evitar golpearse en la cabeza. El avión sólo tenía diez asientos, cinco a cada lado, e iban muy apretados, pues todos llevaban gruesos abrigos y parkas, botas, guantes y gorros. El resto de los pasajeros parloteaban en español y portugués. Darryl se sentó justo enfrente de Michael, pero una vez que el avión comenzó a rodar por la pista de aterrizaje azotada por el viento, con las hélices ronroneando y los motores rugiendo, se agostaron todos los intentos de mantener una conversación. Debían chillarse a pleno pulmón para hacerse entender a través del estrecho pasillo.
Michael se abrochó el cinturón y miró por la ventanilla redonda. El fuerte viento zarandeó el avión y dificultó la maniobra de despegue, pero una vez terminada, se alejó de tierra rápidamente, remontó una sierra de precipicios recortados y viró hacia el sur a lo largo de la costa del Pacífico. Pasaron un par de minutos antes de que el estómago de Michael volviera a asentarse. Más abajo, vio mecerse las olas coronadas de blanco, picadas por los vientos incesantes. Se dirigían, como bien sabía hacia la zona más ventosa, además de la más seca, fría y desierta, de la Tierra. Era la primera hora de la tarde, pero la luz duraría aún bastante, porque estaban en pleno verano austral, donde nunca se ponía el sol. Aparecía por el horizonte norte como la rodaja de una moneda mate, bañándolo todo con su luminiscencia apagada, interrumpida por episodios de relumbrante brillo o penumbra debido a las nubes de tormenta. A lo largo de las semanas y meses siguientes, el astro rey viajaría lentamente a través del cielo, alcanzando su cenit en el solsticio del 21 de diciembre, antes de comenzar su nuevo viaje a finales de marzo. La luna se comportaría del mismo modo que el sol.
Aunque el reportero deseaba permanecer despierto para poder recordar todos los momentos del viaje, cada vez se le hacía más difícil conseguirlo. Llevaba ya viajando de esa guisa lo que le parecían días, desde Tacoma a Los Ángeles, de Los Ángeles a Santiago y ahora de Santiago a Puerto Williams, la ciudad más meridional del mundo. Bajó la persiana de plástico de la ventanilla y cerró los ojos. En el avión hacía mucho calor y llevaba los pies asfixiados dentro de las botas de montañero, pero estaba demasiado cansado para incorporarse e intentar deshacer los nudos. Buscó la mejor posición posible en aquel incómodo sillón, ya que sentía clavadas en la espalda las rodillas del tipo que iba sentado detrás de él a través del respaldo de fina tela; pero aun así se quedó dormido. El zumbido constante de los motores, la intimidad de la cabina, la luz que jamás cambiaba…
Comenzó a soñar, como solía ocurrirle, con Kristin en algún momento en que habían sido felices juntos, cuando hacían kayak en Oregón, o paracaidismo en Yucatán; pero cuanto más profundo se hacía el sueño, más oscuro y turbulento se volvía. Muy a menudo se encontró en un extraño estado, dormido y a la vez siendo consciente del hecho, intentando poner en orden sus pensamientos y dirigirlos hacia otra dirección, pero sin que eso fuera posible. Antes de poder evitarlo estaba de nuevo en aquella cornisa despejada en las Cascadas, acurrucado para combatir el frío, con Kristin acunada en sus brazos. Le dolían de tan fuerte que la sujetaba, y presionaba los pies contra la pared rocosa con tanto vigor que perdió cualquier amago de sensación por debajo de los tobillos. Le hablaba en todo momento, contándole cómo su padre perdería los estribos y que su hermana la acusaría de hacerse la reina del drama; pero el asistente de vuelo le zarandeó para pedirle que se incorporara para aterrizar y abrió los ojos, se dio cuenta de que lo que aferraba era su mochila y que sus largas piernas estaban enredadas en las guías metálicas del asiento de delante.
Darryl estaba despierto y sonriente; había que ver lo que unos cuantos cafés podían hacer por un hombre.
– ¡Mire por su ventana! -le gritó por encima del ruido de los motores-. ¡Está por su lado!
El interpelado se sentó, rascándose la pelusa de la barbilla, y alzó la persiana. Una vez más le sorprendió esa luz fantasmagórica que le hacía querer cerrar los ojos o mirar en otra dirección; pero mucho más lejos, allí abajo, se veía el mismo final del continente sudamericano, con la forma de un zapato de punta estrecha, adentrándose hacia la nada donde se fundían el Atlántico y el Pacífico. Y justo en la punta del zapato vio una diminuta mancha borrosa.
– ¡Puerto Williams! -gritó Darryl, exultante-. ¿Lo ve?
Wilde tuvo que sonreír. Aquel tipo empezaba a gustarle de alguna manera, o bien pensó que podría llegar a acostumbrarse a él. Alzó los pulgares en su dirección.
El piloto les dio algunas instrucciones en español, que Michael supuso que se referían a la posición correcta de los asientos, y el aparato se inclinó en un ángulo agudo antes de dirigirse hacia una larga línea de montañas puntiagudas. Cuando se colocaron en paralelo a éstas, presumiblemente protegidos por ellas de los vientos del este, perdió repentinamente altitud y los oídos de Michael se destaponaron con el sonido de un corcho cuando se extrae de una botella; luego, el piloto apagó los motores. Durante un momento pareció que el avión se encontraba en caída libre, antes de que Michael oyera el estruendo del tren de aterrizaje desplegándose y percibiera cómo el morro del aparato se alzaba ligeramente. El rugido del motor decreció de forma considerable y la aeronave pareció deslizarse, como un ave marina, sobre el pavimento de grava, donde tocó con un golpe sordo y después rodó libre de obstáculos hacia dos hangares herrumbrosos, una destartalada terminal y la torre de control que Michael hubiera jurado que estaba inclinada lo menos diez grados.
Varios pasajeros aplaudieron y el piloto se asomó para decirles:
– Muchas gracias, señoras y señores, y bienvenidos al fin de la Tierra. [4]
Para esto Michael no necesitaba traductor. Bienvenidos al fin de la Tierra.
24 de noviembre, 4.15 horas
EL CAPITÁN BEJAMIN PURCELL, oficial al mando del rompehielos Constellation, se estaba impacientando. Desde su cabina había escuchado la llegada del avión a bordo del cual venían sus dos últimos pasajeros, pero de eso ya hacía más de una hora. ¿Dónde demonios se habían metido? ¿Cuánto tiempo les iba a llevar ir desde la pista de aterrizaje hasta el puerto? Puerto Williams, que en último recuento de población había arrojado un total de 2.512 habitantes, no ofrecía precisamente muchas atracciones para el turismo. Una vez que te habías detenido a ofrecer un homenaje a la proa de la escampavía Yelcho, usada para rescatar a la expedición a punto de morir de hambre de Ernest Shackleton de la isla Elefante en 1916, no había mucho más que pudiera captar el interés, y de lo contrario Purcell lo habría sabido seguro, pues había llevado este barco entre los puertos más meridionales de Argentina y Chile durante casi los últimos diez años y no había visto más cooperación ni amistad entre ambos países que cuando comenzó. En estos momentos no existía una conexión fiable por barco entre Puerto Williams, ubicado en la costa norte de la isla Ambarino, y Ushuaia, en la parte argentina del canal.
Subió al puente, donde el alférez Gallo hacía la guardia mientras estaban en el muelle. Justo desde la cubierta superior de la torreta de control, que se alzaba unos catorce metros sobre el puente y se usaba como puesto de vigilancia para avistar icebergs, se disfrutaba de la mejor vista posible del puerto y de cuanto sucedía en la ciudad, que se extendía a lo largo de la parte superior de la colina. A unos escasos cientos de metros, en el muelle Guardián Brito, el malecón principal, había atracado un crucero noruego desde cuya sala de fiestas se oía estridentemente uno de los viejos éxitos de Abba (¿Era Dancing Queen?).
– ¡Dámelos! -le dijo al alférez, gesticulando en dirección a los binoculares que estaban depositados al lado del timón.
Los dirigió hacia la parte superior de la colina, hacia el centro comercial, donde apenas había nada salvo unas cuantas tiendas de artesanía, un almacén y una oficina de correos, en busca de alguien con aspecto de reportero o de biólogo marino, pero únicamente observó a turistas ancianos fotografiándose unos a otros delante de las elevadas agujas de granito conocidas como los Dientes de Navarino, visibles a cierta distancia. No cabía duda de que si alguien se tomaba la molestia de viajar a uno de los puntos más remotos del planeta, probablemente querría una prueba incontrovertible del hecho para cuando se regresara a casa.
– ¿Se ha instalado ya la doctora? -le preguntó Purcell al alférez Gallo.
– Muy bien, señor. Sin problemas.
– ¿Dónde la ha alojado?
– La suboficial Klauber se ha presentado voluntaria para ceder su camarote a la doctora Barnes, señor.
Había sido una solución afortunada, pensó Purcell. No era fácil hacerse con camarotes. La doctora, uno de los tres pasajeros de la NSF que tenía que transportar a Point Adélie, era una afroamericana de considerable volumen (un relleno bastante apropiado, pensó, para la Antártida) y gran presencia. Había llegado la víspera, y cuando se dieron la mano sintió crujir sus dedos bajo aquel formidable apretón. Se las apañaría bien allí, no era un lugar para debiluchos.
Purcell hizo otro barrido de la ciudad y esta vez, finalmente, vio dos hombres mirando hacia el puerto y uno de ellos, un pequeño pelirrojo, preguntándole algo a un pescador chileno. Éste asintió y después señaló con el brazo que sostenía un cubo de cebo hacia el Constellation. El otro tipo era alto, con el pelo negro revuelto y un petate lleno hasta arriba. También llevaba una mochila de nailon azul que dejaba adivinar la forma de un maletín para un ordenador portátil.
Cuando los dos hombres tomaron la dirección del puerto, Purcell vio que el más pequeño había alquilado los servicios de un adolescente local para que empujara una carretilla con su equipaje.
– Aquí están -masculló Purcell-. Menuda patada en el culo les voy a dar. -El alférez saludó con dos cortos pitidos del silbato del barco.
– Largad amarras -ordenó el capitán-, y prepárense para zarpar.
Mientras Michael arrastraba la bolsa por el embarcadero de metal y cemento, vio descender la pasarela a un tripulante vestido con las características ropas blancas de los marinos. El navío era más grande de lo esperado, debía de alcanzar lo menos ciento treinta metros de eslora, con algo que parecía un helicóptero protegido debajo de una lona en la cubierta de popa. Los laterales del barco estaban pintados de rojo, excepto una gran franja diagonal blanca que cruzaba la proa. En la popa había unos gigantescos tornillos en forma helicoidal. Michael se imaginó que rompería primero el hielo con el casco y luego lo trocearía con los helicoides. El barco, visto de cerca, era como una enorme cubitera flotante.
– ¿Doctor Hirsch? -gritó el marinero-. ¿Señor Wilde?
– Yo -replicó Darryl en castellano y Michael alzó la barbilla en ademán de reconocimiento.
– Soy el contramaestre Kazinski. Bienvenidos a bordo del Constellation.
Kazinski sacó las bolsas de la carretilla y, mientras Hirsch le daba unos cuantos billetes al porteador adolescente, giró sobre sí mismo y subió la pasarela con brusquedad.
– El oficial al mando -comentó por encima del hombro- es el capitán Purcell. Ha solicitado su presencia esta noche en la cena, en el comedor de los oficiales a las siete. Por favor, vístanse con corrección.
Michael se preguntó qué querría decir con eso. Se le había olvidado meter un esmoquin, en caso de haber tenido uno, claro.
Ya en la cubierta, Wilde paseó la mirada alrededor. El puente se alzaba al menos cinco metros por encima de su cabeza; le sorprendió por su inusual altura y amplitud, al recorrer casi por completo la anchura del barco y estar colocado allí arriba como si fuera una especie de nido de cuervo, montado en lo que parecía el cañón de una chimenea. Desde lo alto debía de haber una vista mejor que buena. Intentaría tomar algunas fotos con gran angular durante el viaje hacia Point Adélie.
– Compartirán un camarote de popa -les informó Kazinski-. Síganme y se lo mostraré.
Mientras se dirigían hacia una estrecha escalera, varios marineros se apresuraron a adelantarlos, y Wilde escuchó los pasos de otros claqueteando por los escalones que subían por encima de sus cabezas. Escuchó algunas observaciones en jerga sobre líneas de amarre, cambios de tanques de fuel y un comentario socarrón sobre algo del sónar sin sentido para él, que provocó la hilaridad de la marinería. El navío estaba claramente preparado para salir de forma inmediata.
– ¿Cuántos hombres hay a bordo? -inquirió Michael.
– La tripulación la forman ciento dos personas, entre hombres y mujeres, señor.
Michael había comprendido correctamente. Todavía no había visto ninguna mujer, pero aparentemente sí las había. Como para probarlo, una mujer alta y delgada en uniforme, con un sujetapapeles bajo el brazo, irrumpió procedente de una escotilla; Kazinski se cuadró inmediatamente y saludó.
Ella correspondió el saludo y después extendió el brazo hacia Hirsch.
– Usted debe de ser el doctor Hirsch. Soy la teniente Kathleen Healey, la oficial de operaciones a bordo. -Tenía un aire seco, firme y eficiente, e incluso el corto cabello castaño que asomaba por debajo de su gorra parecía cortado en aras de la máxima eficacia-. ¿Y usted es el periodista? -Se dirigió a Michael-. Lo siento, leí su nombre en el informe matinal, pero lo he olvidado.
Wilde se presentó y repuso:
– Encantado de estar a bordo.
– Sí, les estábamos esperando.
El reportero comenzó a tener la impresión de que tanto él como Hirsch habían estado entorpeciendo el trabajo.
– Son ustedes los últimos del contingente de la NSF -comentó Healey.
– ¿Hay otros? -preguntó Hirsch.
– Sólo una más, la doctora Charlotte Barnes. Llegó hace dos días.
Arriba se oyó otro largo y atronador silbido y tres marineros pasaron casi volando. La cubierta retumbó con el sonido del motor de estribor al encenderse.
– Si me disculpan…
Michael asintió y cuando comenzó a andar la pudo escuchar gritando órdenes a derecha e izquierda.
– Por aquí -les mostró Kazinski, desapareciendo por otra escotilla.
Michael esperó a que Hirsch pasara y luego lo hizo él. El pasillo era tan estrecho que resultaba difícil maniobrar con aquel petate tan grande que contenía su equipo fotográfico concienzudamente empaquetado para protegerlo contra roturas. Las cámaras y los accesorios estaban metidos en sus estuches metálicos en el centro, y luego envueltos en toda la ropa que llevaba, y, claro, como resultado, la bolsa pesaba lo suyo.
– El Constellation -iba relatando Kazinski- figura entre los rompehielos más grandes de la flota de la guardia costera. Pesa en torno a las trece mil toneladas y funciona con media docena de motores diesel y tres turbinas de gas. Llevamos, además, en torno a cuatro millones de litros de fuel. A toda máquina desarrolla setenta y cinco mil caballos y alcanza en aguas abiertas los diecisiete nudos. En alta mar tiene un ángulo de balanceo de hasta diecinueve grados.
Michael pensó qué se sentiría en ese caso. Sabía lo que era pasar mal tiempo a raíz de su estancia en Nueva Escocia y había sufrido una borrasca de aúpa en las Bahamas, pero jamás había estado a bordo de un rompehielos en una tormenta en el Antártico.
– ¿Puede llegar a ocurrir? -preguntó Hirsch-. Que se incline hasta los diecinueve grados, quiero decir. -Sonó como si estuviera ansioso de que sucediera.
– Nunca se puede decir -replicó Kazinski, alargando el paso por encima del umbral de otra escotilla y luego advirtiéndoles-. Cuidado con dar un mal paso por aquí. El mar en verano no es tan malo como en invierno, pero aún así esto es el cabo de Hornos. Puede ocurrir cualquier cosa en cualquier momento. Tengan cuidado de nuevo.
Los llevó a lo largo de otro pequeño tramo de escaleras metálicas y los ojos de buey desaparecieron súbitamente; Michael se imaginó que debían de haber descendido justo por debajo del nivel de flotación ya que incluso el aire se había vuelto más pesado, frío y húmedo. Los tubos fluorescentes del techo titilaron y conforme seguían su camino hacia la popa, las vibraciones en el suelo se incrementaron, lo mismo que el ruido.
– Bueno, ya hemos llegado -anunció el contramaestre, agachando la cabeza para entrar por la puerta de un camarote-Hogar, dulce hogar.
Cuando el periodista entró, apenas quedó espacio para que los tres pudieran estar de pie. Había dos estrechas literas pegadas a las paredes opuestas, cubiertas con unas mantas de lana a rayas dobladas con pulcritud militar. De la pared entre ambas pendía una bandeja de metal en estos momentos plegada. Sólo había una luz sobre sus cabezas que relucía alegremente dentro de un globo de cristal esmerilado y una puerta de contrachapado que daba al cuarto de baño. Michael olió a moho.
– ¿Éste es el camarote de lujo? -bromeó Michael, y Kazinski se echó a reír.
– Sí, señor. Está reservado sólo para los dignatarios.
– Nos lo quedamos.
– Buena decisión. Son nuestras últimas literas a bordo, señor.
A Darryl, afortunadamente, no pareció importarle. Tan pronto como Kazinski se marchó, abrió la cremallera de uno de sus bolsos y comenzó a colocar unas cuantas cosas en la litera de la derecha.
– Veamos -le dijo a Michael, deteniéndose un segundo-. ¿Quiere ésta?
Wilde sacudió la cabeza.
– Es toda tuya -repuso, tuteándole. Luego, se descolgó la mochila del hombro y la puso sobre la cama-, pero si nos dejan chocolatinas esta noche sobre las almohadas, quiero la mía.
Mientras en biólogo desempaquetaba sus cosas, Michael sacó una de sus cámaras digitales, una Canon S80 estupenda para los complicadísimos disparos con el gran angular, y subió a cubierta. El Constellation había abandonado el muelle y avanzaba lentamente hacia el sudeste por el canal Beagle, así llamado en homenaje al HMS Beagle, el mismo barco que había llevado a Darwin por esas aguas en 1834. La temperatura del aire no era extrema, quizá unos dos o tres grados sobre cero, ya que el barco navegaba por un canal relativamente protegido. El viento era suave.
Pudo hacer unas cuantas fotos sin preocuparse de los guantes y sin que se le quedaran ateridos los dedos. Probablemente no usaría ninguna de esas instantáneas para ilustrar el artículo, pero siempre le gustaba disponer de imágenes que registraran cada fase importante de una expedición. Solía usarlas como recordatorio cuando llegaba el momento de escribir y nunca se terminaba de sorprender de que algo que recordaba de una forma determinada, con frecuencia ofrecía un aspecto bastante diferente al mirar las fotos. Había aprendido que la mente le jugaba a uno gran cantidad de trucos.
El puerto se atisbaba cada vez más lejos y la línea costera se veía emborronada por una capa de pálido color verde de musgos y líquenes. Los indios patagones habían poblado en tiempos aquel país azotado por los vientos, y en 1520 Fernando Magallanes, a la búsqueda de un paso protegido en la ruta del oeste, la había apodado Tierra del Fuego cuando había visto sus hogueras ardiendo en las playas y colinas desiertas. No quedaba nada ardiente, ni siquiera cálido ya por allí y, desde luego, tampoco ningún signo de los antiguos patagones. Habían sido diezmados por las enfermedades y por la usurpación de su hogar por los exploradores europeos. El único signo de vida que Michael pudo ver en la costa fue el de las bandadas de petreles blancos que se lanzaban desde los bordes de los acantilados erosionados, donde habían colocado los nidos y alimentaban a las crías. Cuando los dedos se le pusieron demasiado fríos para manejar la cámara, la metió dentro de su parka, cerró el bolsillo con una cremallera y simplemente se inclinó sobre la barandilla.
El agua allí abajo era un intenso color azul oscuro, y se abría a ambos lados de los costados del barco con un constante movimiento ondulante. Wilde había leído sobre la Antártida todo lo posible desde que había recibido el encargo de Gillespie y sabía que esas aguas libres de hielos no durarían mucho. Conforme abandonaran el canal y entraran en el mar de Hoces y el cabo de Hornos, el océano se transformaría en el más bravío del planeta. Incluso en ese momento, en pleno verano austral, los icebergs se convertían en una amenaza continua. De hecho, él esperaba su aparición en cualquier momento. Fotografiar icebergs y glaciares, intentando reflejar los delicados matices que van del blanco cegador a un intenso color lavanda, era un reto técnico y artístico de primera categoría, y a él le gustaban los desafíos.
Llevaba allí un buen rato antes de darse cuenta de que había otro pasajero en la barandilla, una mujer negra con el pelo trenzado, arropada con un largo abrigo de plumón verde. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. Debía de estar a unos seis metros e intentaba manejar su cámara con torpeza. Desde su posición, Michael pensó que era una Nikon 35 milímetros. La dirigía hacia el agua, donde habían emergido un par de leones marinos con sus esbeltas cabezas negras reluciendo como bolas de bolera, y Michael le gritó:
– No es tan fácil desde un barco en movimiento, ¿a que no?
Ella le miró. Tenía una cara ancha con altos pómulos y cejas arqueadas.
– Nunca es fácil -repuso-; ni siquiera sé por qué lo intento.
La mujer aferraba la barandilla para mantener el equilibrio, pues el navío se mecía al compás de las olas a pesar de que el mar estaba relativamente en calma. Michael se dirigió hacia ella.
– Usted debe de ser el fotógrafo que andábamos esperando -aventuró.
– Sí. -Empezaba a sentirse como el alumno problemático de la clase-. Y usted debe de ser la doctora que llegó antes de tiempo.
– Ah, sí, claro, cuando uno viene del Medio Oeste se hacen las conexiones cuando se puede.
Se presentaron el uno al otro y Michael le echó una ojeada a su cámara.
– Está utilizando película -comentó.
– He tenido esta cámara durante diez años y la habré usado un par de veces. ¿Qué tiene de malo la película?
– La verdad es que está bien, pero le puede dar algunos problemas cuando empeore el tiempo polar. La película se rompe con bastante facilidad en temperaturas extremas.
Ella se quedó mirando a la cámara que tenía en la mano como si la hubiera traicionado.
– Sólo me la he traído porque mi madre y mi hermana insistieron en que debía llevar fotos de vuelta. -Entonces se le iluminó la expresión-. Quizá me pueda usted dejar algunas de las suyas. Ellas no se darán cuenta.
– Sírvase usted misma.
Los leones marinos balaron y después volvieron a sumergir sus cabezas bajo las olas.
– ¿Trabaja usted para la National Science Foundation? -preguntó Michael.
– Ahora sí -repuso ella-. Me gradué en medicina gracias a un préstamo blando para estudiantes y aún debo un pastón, espero liquidarlo con el dinero de la NSF. -Michael calculó por su aspecto que debería de llevar fuera de la facultad de medicina más de cinco o seis años-. Además, el hospital en el que trabajaba en Chicago está siendo investigado actualmente por seis agencias distintas. Me pareció un buen momento para marcharse.
– ¿A la Antártida? -Michael estaba anotando unas cuantas cosas mentalmente, pensando que sería un estupendo personaje para el artículo de Eco-Travel.
– ¿Sabe usted cuánto le pagan a alguien lo bastante loco para firmar por un contrato de seis meses? -Una racha de viento se alzó súbitamente, haciendo revolotear sus trenzas sobre los hombros, algunas de ellas teñidas de un cierto tono rubio-. Le puedo decir algo: seguro que más que en urgencias. De hecho, me enteré de este concierto gracias a un amigo que estuvo aquí hace un año.
– ¿Y vivió para contar la historia?
– Me dijo que le había cambiado la vida.
– ¿Y eso es lo que usted pretende? -le preguntó-, ¿qué le cambie la vida?
Ella se echó un poco hacia atrás y se hizo un silencio.
– No, qué va, la verdad es que estoy bastante contenta con mi vida -comentó, aunque le miró con una cierta cautela-. Parece usted bastante curioso.
– Lo siento -repuso él-, es un mal hábito. Va con el trabajo.
– ¿De fotógrafo?
– Me temo que también soy periodista.
– Ah, vale, al menos ya sé con quién me la juego, pero vayamos algo más despacio. Vamos a tener un montón de tiempo antes de ponernos al tanto, o eso creo.
– Lleva razón -replicó el, pensando para sus adentros que su técnica como interrogador debía de haberse oxidado un poco-. ¿Por qué no volvemos al asunto de las fotos y empezamos de nuevo?
Él rápidamente le dio unos cuantos consejos sobre fotografiar el mar, especialmente en las peculiares condiciones de luminosidad que se daban tan al sur, y después regresó a su camarote. ‹Tómate tu tiempo›, se recordó a sí mismo, ‹deja que tus personajes se abran por sí mismos›. En la puerta del camarote recordó que le habían dicho que se vistiera de forma apropiada para la cena, y pensó en buscar su camisa de franela menos arrugada y dejarla un buen rato debajo del colchón.
20 de junio de 1854, 18:00 horas
AQUÉLLA HABRÍA SIDO OTRA noche más para Sinclair Archibald Copley, teniente del 17° regimiento de lanceros, de no ser por el desenlace tan inesperado de la misma.
Comenzó en el cuartela eso de las seis de la tarde con varias manos al écarté. En el transcurso de las mismas, el joven perdió a las cartas un total de veinte libras. Otra nueva petición de fondos no le iba a hacer mucha gracia a su progenitor, el cuarto conde de Hawton, quien había jurado no ayudarle más después de haberle comprado el grado de oficial en el ejército. No obstante, y a pesar de dicha promesa, había abonado de tapadillo la considerable deuda pendiente con el sastre de Sinclair y luego unas deudas impagadas al propietario oriental de uno de los establecimientos de peor reputación en el suburbio londinense de Bluegate Fields, donde el joven se había permitido lo que su padre había definido como «conducta depravada». Era poco probable que le negara una pequeña ayuda más a un hijo a quien de forma inminente iban a destinar a Crimea para luchar contra los ejércitos del zar.
– ¿Qué os apetecería cenar en mi club? -sugirió Rutherford mientras recogía sus ganancias-. Como invitados míos, por supuesto.
– Es lo menos que puedes hacer -repuso Le Maitre, el otro perdedor de la tarde, a quien todos conocían como Frenchie por el indudable eco francés de su apellido-. Al fin y al cabo, vas a pagar con mi dinero.
– Vamos, vamos -terció Rutherford al tiempo que se acariciaba unas extravagantes patillas de boca de hacha-, no nos pelemos por esto. ¿Y tú qué dices, Sinclair?
El interpelado tampoco tenía demasiado interés en acudir al Atheneum, pues también adeudaba dinero a varios miembros del club.
– Yo preferiría ir a The Turtle.
– Pues a The Turtle en ese caso -convino Rutherford, levantándose de la silla con dificultad, pues todos ellos tenían por costumbre empinar el codo sin cesar mientras jugaban-, y después, ¿qué os parece si le hacemos una visita de última hora a madame Eugenie?
El capitán Rutherford les guiñó un ojo a Le Maitre y Sinclair mientras guardaba las libras en el bolsillo de su pelliza escarlata. Estaba de buen humor, y tenía bueno motivos para ello.
Los tres oficiales de caballería anduvieron un tanto escorados por el alcohol en dirección a Oxford Street. Varios civiles se apartaron de su camino nada más verlos. El tercero chapoteó por las endonadas vías públicas de Londres hasta llegar a la esquina de Harley Street, donde la señorita Florence Nightingale había fundado recientemente un hospital para mujeres menesterosas. Sinclair se detuvo a contemplar a una preciosa joven de gorro blanco que se asomaba para cerrar las ventanas de la tercera planta. Ella también le vio; no era difícil, pues las charreteras y los botones dorados brillaban en la oscuridad. El teniente le sonrió. Ella se metió dentro y cerró las contraventanas, pero no sin antes haberle devuelto la sonrisa, o eso pensó él.
– ¡Venga, vamos, me muero de hambre! -gritó Rutherford desde el final de la calle.
Sinclair apretó el paso para dar alcance a sus compañeros, y juntos recorrieron el camino hasta llegar a The Turtle. A la entrada de la taberna había una esfera luminosa cuyo brillo incidía sobre el letrero de madera situado encima de la entrada; en éste se presentaba a una tortuga de color verde brillante de una forma inverosímil: el reptil se erguía sobre las patas traseras. Sinclair escuchó desde fuera el griterío de las conversaciones y el entrechocar de copas y la cubertería.
La puerta se abrió de golpe cuando un tipo obeso con sombrero de copa salió a toda prisa. Rutherford alargó la mano para mantener abierta la hoja y permitir la entrada de Le Maitre y Sinclair.
En el enorme hogar de piedra crepitaba un fuego. Grandes mesas de caballete ocupaban una estancia de techos bajos por la que se movían esquivando comensales varios camareros vestidos con delantales llenos de manchurrones, llevando en las bandejas pollos asados y grandes trozos de rosbif. Los parroquianos golpeaban la mesa con las jarras vacías para pedir que se las rellenaran, pero Sinclair no tenía hambre ni sed.
– Dame cinco libras, Rutherford.
– ¿Para qué…? Ya te he dicho que invito yo.
– Te las devolveré.
La práctica totalidad de las tabernas tenían un foso con arena en la parte posterior, pero el de aquella tasca era especialmente concurrido y Sinclair concluyó que con un poco de suerte podría recuperar en las peleas lo que había perdido a las cartas.
– Eres incorregible -replicó Rutherford mientras le entregaba el dinero con gesto amable.
– Voy contigo -saltó Le Maitre.
Rutherford se quedó perplejo.
– ¿Vais a dejarme cenar solo?
– No por mucho tiempo -contestó Sinclair mientras tomaba del brazo a Le Maitre y tiraba de él hacia el fondo de la taberna-. Volveremos enseguida con nuestros beneficios.
El asqueroso callejón de detrás de la tasca estaba repleto de huesos y tripas, y más allá del mismo se alzaba un viejo establo reconvertido donde se celebraban las peleas de perros. El interior era sofocante y fétido. En los candelabros había lámparas de gas cuya luz iluminaba al gentío arremolinado en torno al foso, un cuadrado de cuatro metros y medio por cada lado y menos de metro y medio de fondo.
En el centro del mismo se hallaba el encargado o jefe del pozo, un tipo sin camisa sobre cuya espalda desnuda podía verse tatuada la Union Jack. En ese momento anunciaba el siguiente combate. La arena del pozo estaba salpicada de sangre, baba y restos de pelambreras arrancadas a mordiscos.
– A un lado está Duque, de pelaje negro y marrón -gritó-, y al otro, Blanquito. Y ahora, si abren paso, podrán tener la ocasión de ver a estos dos magníficos animales antes de hacer sus apuestas.
El público se apartó hasta formar dos pasillos para permitir el paso de dos hombres, cada uno de ellos llevaba un pitbull con bozal sujeto con cadenas. Los perros tiraban ferozmente de las correas mientras avanzaban hacia el borde del pozo, y todo cuanto podían hacer sus dueños era impedirles que se metieran dentro y se enzarzaran el uno contra el otro.
– Duque viene de Rosemary Lane y Blanquito, bueno, es el orgullo Ludgate Hill. Aquí tienen a dos magníficos campeones y un combate muy reñido… ¡Hagan sus apuestas, por favor, hagan sus apuestas!
El jefe del pozo salió del hoyo de una zancada e hizo rodar un tonel hasta el borde.
– ¿Has visto pelear a alguno de los dos? -le preguntó Frenchie al oído para hacerse entender en medio de la batahola de gritos.
– Sí, una vez aposté por Blanquito y gané -replicó Sinclair, y alzó la mano cuando pasó el encargado de hacer las apuestas-. ¡Cinco por Blanquito!
– ¡Que sean diez! -agregó Frenchie.
El corredor de apuestas tomó nota de la jugada, pero no les pidió el dinero por adelantado al ser evidente por el atuendo que se trataba de unos caballeros, sino que se volvió hacia un viejo borrachín que le tironeaba de la manga.
– Última oportunidad, caballeros -anunció el jefe, dando un puñetazo en la tapa del tonel cerrado-. ¡Hagan juego!
Se desató un aluvión de gritos y todos alzaron las manos cuando los amos de los perros les quitaron las cinchas de los bozales y los canes ladraron con furia, chorreando espuma por la boca.
Entonces, sonó una campana y el jefe del pozo gritó:
– ¡No más apuestas!
Todos los asistentes se volvieron hacia el barril. El hombretón retiró la tapa y lo volcó de una patada.
Un tropel de ratas negras, marrones y grises salió dando tumbos y el palpitante surtidor de animalejos cayó al pozo, donde los roedores se incorporaron rápidamente y corrieron en todas las direcciones: unos se mordisquearon entre sí mientras otros rebuscaban entre los tablones de madera del agujero. De hecho, algunas consiguieron salir del foso, pero los desternillados apostadores las devolvían al hueco a puntapiés.
Los perros se sumieron en un estado de frenesí nada más ver a los roedores y saltaron al pozo enseñando los dientes y con las garras preparadas en cuanto sus amos los soltaron. El can blanco fue el primero en cobrarse una pieza, partiendo limpiamente en dos a una rata gorda de un solo mordisco.
Sinclair cerró un puño en señal de triunfo y Frenchie voceó:
– ¡Bien hecho, Blanquito!
Duque, el perro negro y marrón, igualó el marcador enseguida, zarandeando a un ratón como un guiñapo hasta dejarlo hecho un trapo. Los roedores corretearon hacia los laterales del pozo, subiéndose unos sobre otros en su ansia de escapar del peligro. Blanquito atacó a uno situado en lo alto del montón y lo lanzó al aire; la rata cayó sobre el lomo y el perro la destripó con un zarpazo que provocó una salva de vítores entre sus hinchas.
La escena continuó de esta guisa hasta cumplirse casi los cinco minutos, dejando sangre, huesos y trozos de rata por todas partes. Sinclair siempre se quedaba detrás por ese motivo: no deseaba mancharse el uniforme.
Blanquito había perdido el ánimo homicida en algún momento, optando por comerse a la presa, lo cual era propio de un mal entrenador, sospechó Sinclair. Un perro debía tener hambre antes de empezar el combate a fin de mantener viva su sed de sangre, pero no tanto como para detenerse y zamparse a la pieza.
– ¡Levántate, Blanquito! -gritó Frenchie, al igual que muchos otros.
Sin embargo, el perro permaneció a gatas, comiéndose a los roedores muertos de alrededor. Entretanto, Duque no se detuvo con la carnicería.
Sinclair vio evaporarse su dinero incluso antes de que sonase la campana y el jefe gritase:
– ¡Tiempo, caballeros!
Los dueños de los pitbull saltaron al pozo a fin de alejar a ambos perros de las ratas aún vivas y poner distancia entre los dos canes.
El mandamás del pozo se volvió hacia su compañero el juez, un golfillo cubierto de roña que hizo sonar una campana de latón antes de anunciar:
– Efectuado el recuento, el ganador es… el Duque, caballeros, el Duque de Rosemary Lane se ha impuesto en este combate. El número de víctimas abatidas asciende a… la docena del fraile.
Se levantó un clamor entre los apostantes del Duque y entonces empezó el intercambio de recibos y monedas. El corredor de apuestas se personó antes Sinclair y éste le entregó el billete de cinco libras de muy mala gana. Frenchie hizo lo mismo.
– Qué poca gracia le va a hacer a Rutherford -anunció Le Maitre.
Frenchie estaba en lo cierto, y Sinclair lo sabía, pero ya había apartado esa pérdida de su mente. Siempre era mejor no detenerse mucho tiempo en los reveses del infortunio; de hecho, sus pensamientos volaban ya en otra dirección mucho más placentera, y mientras se unía al gentío que regresaba a la tasca ya estaba fantaseando con la atractiva joven de blanco gorrito recién planchado a la que había visto cerrando las ventanas del hospital.
30 de noviembre
DURANTE DÍAS, EL CIELO había estado lleno de bandadas de pájaros que aleteaban detrás del Constellation conforme se dirigía hacia el sur, hacia el Círculo Polar Antártico, y Michael había instalado su monópode, un Manfrotto con disparador adaptado para hacer ajustes rápidos y automáticos, en el puente voladizo a fin de tomar el mayor número posible de fotos. Por la noche, en su camarote había estado leyendo sobre ellos, de modo que sabía qué era lo que estaba viendo.
Seguía siendo difícil captarlos en vuelo, pero a esas alturas del viaje al menos ya era capaz de distinguirlos entre sí.
Casi todos los pájaros estaban provistos de orificios nasales en forma de tubo, con picos que contenían glándulas excretoras de sal, de modo que eso no le ayudaba mucho; ni tampoco sus diseños de color, que eran casi siempre blanco y negro. Lo único que facilitaba el trabajo era que las diferentes especies mostraban patrones de vuelo únicos y reveladores métodos de alimentación.
Así, por ejemplo, los petreles se zambullían en picado, eran pequeños y regordetes y volaban sobre el mar moviendo las alas con rapidez, salteando su vuelo con cortos planeos. A menudo recorrían la cresta de una ola, antes de sumergirse para capturar un poco de krill.
Los petreles damero bailoteaban con sus patas palmeadas sobre la mismísima superficie del agua.
Os petreles plateados, grises como el cañón de un arma, se sostenían en el viento y después doblaban las patas y se dejaban caer, con la cabeza retrasada hacia el mar, como un miedoso saltando desde lo alto de un gran acantilado.
Los petreles paloma antárticos surfeaban sobre el oleaje, donde hundían sus anchos picos laminados como palas, y de esa forma filtraban el plancton del agua. Sus primos, los petreles paloma de pico estrecho, volaban con una mayor languidez, inclinándose para pescar con agilidad alguna presa ocasional desde unos cuantos centímetros por encima del mar.
Los petreles blancos, los más difíciles de ver porque no contrastaban contra la espuma y el agua pulverizada del turbulento océano, rebotaban como bolas de billar, dirigiéndose de un lado para otro y de ese modo, sus pequeñas alas puntiagudas rozaban ligeramente el agua helada para evaluar la forma y el rumbo del oleaje.
Pero el rey de todos ellos era el albatros errante, la mayor de las aves marinas; planeaba en las alturas como un gobernante vigilando majestuoso su reino. Uno se posó en la lona del helicóptero en la cubierta inferior justo cuando Michael rebuscaba en su bolsa impermeable de suministros una nueva tarjeta de memoria y varios más se entretenían cerca del barco, volando a su altura. El fotoperiodista no había visto ninguna criatura viajar con tal belleza y economía de movimientos. Con una envergadura de unos tres metros, los pájaros de color blanco ceniza, apenas parecían ejercer ningún tipo de esfuerzo en absoluto. Michael había estudiado que sus alas eran un milagro de diseño aerodinámico, que percibían cada pequeño y sutil cambio en el viento e instantáneamente ajustaban su juego completo de músculos para cambiar el ángulo y modificar cada pluma individual. Sus mismos huesos no pesaban casi nada, ya que en parte eran huecos. Aparte de los cortos periodos en que el albatros debía anidar o buscar compañía en alguna isla antártica, en general vivía toda su vida en el aire, extrayendo la fuerza de sus adaptables alas y usándolo gracias a algún prodigioso instinto navegador para dar vueltas a todo el globo una y otra vez.
No era de extrañarse entonces que los marineros siempre los hubieran reverenciado ni que los considerasen como una señal de buen agüero, tal y como explicó el capitán Purcell esa noche durante la cena; luego, añadió:
– Esos pájaros tienen un sistema de navegación global en sus cabezas mejor que todo lo que llevamos en la cabina del timonel.
– Unos cuantos me han hecho compañía hoy -comentó Michael-, mientras estaba en la cubierta voladiza.
Purcell asintió mientras alargaba la mano hacia la botella de espumosa sidra.
– Pueden ajustar su ángulo y su velocidad de vuelo a la rapidez del barco que estén siguiendo.
Rellenó de sidra el vaso de la doctora Barnes. Como Michael había constatado en su primera noche a bordo, cuando había pedido una cerveza con tanta inocencia, no se servía alcohol en los barcos de la Armada de Estados Unidos ni en los de la guardia costera.
– Un amigo mío, un ornitólogo de Tulane -aportó Hirsch-, anilló con un sistema electrónico a un albatros en el océano Índico y le siguió vía satélite durante un mes. Viajó unos quince kilómetros, deteniéndose en una única ocasión. Parece ser que el ave es capaz de ver a centenares de metros de alturas los bancos bioluminiscentes de calamares. Cuando éstos ascienden a la superficie para alimentarse las aves descienden para hacer lo propio.
Charlotte hizo una pausa para coger uno de los cuencos y servirse de la bandeja de plástico; luego, comentó:
– Esto de aquí son calamares, ¿no? -Todo el mundo se echó a reír-. Quiero decir que no me haría ninguna gracia dejar sin comer a algún albatros hambriento.
– No, ésta es una de las especialidades del cocinero, tiras de calabacín fritas.
La doctora se sirvió y después se la pasó a la oficial de operaciones, la teniente Kathleen Healey, a quien todos llamaban «Ops» para abreviar.
– Servimos un buen surtido de hortalizas y fruta fresca al zarpar -observó el capitán Purcell-, y montones de enlatados y congelados en el largo camino de regreso.
El barco viró con brusquedad, como si diera un paso hacia el lado, y luego volvió a virar. Michael puso una mano sobre la cinta de goma que rodeaba todo el borde de la mesa y la otra en el vaso de sidra, los pasajeros todavía no se habían habituado a los continuos balanceos del rompehielos.
– El barco tiene una forma parecida a la de un balón de fútbol -comentó Kathleen, que parecía completamente indiferente a la turbulencia-; de hecho, no está diseñado para navegar por aguas tranquilas, ni siquiera tiene quilla. Más bien se diseñó para moverse suavemente a través de los icebergs y el hielo, y ése es un buen motivo para que estén ustedes contentos de ir a bordo.
– Hemos tenido muchísima suerte -añadió el capitán-, tenemos altas presiones sobre nosotros, lo que implica mar tranquila y buena visibilidad, con lo cual avanzaremos a buen ritmo hasta Point Adélie.
Michael detectó la duda en su voz al igual que los demás.
– ¿Pero…? -inquirió Charlotte mientras sostenía una tira de calabacín en la punta de su tenedor.
– Bueno, da la sensación de que se está disolviendo -añadió él-. En el cabo, el tiempo cambia de manera muy rápida.
– Gradualmente nos estamos acercando a lo que se conoce como la Convergencia Antártica -informó la teniente Healey-, que es donde las aguas frías procedentes de las fosas polares entran en contacto con el agua más cálida procedente de los océanos Índico, Atlántico y Pacífico. Navegaremos por mares mucho más impredecibles y con un clima menos benigno.
– ¿Al de hoy le llamaría usted benigno? -Preguntó Charlotte, antes de morder el calabacín de su tenedor-. Se me han congelado tanto las trenzas que se han quedado tiesas -comentó con una risotada, pero todo el mundo sabía que no era una broma.
– Lo de hoy le parecerá una ola de calor antes de que lleguemos a nuestro destino -comentó el capitán mientras cogía el bol de la pasta primavera-. ¿Alguien quiere repetir?
Darryl no había probado el aperitivo, cóctel de gambas, por lo que alargó la mano de forma inmediata. A pesar de su tamaño, habían comprobado que era un tragón: podía zamparse a todos los comensales de esa mesa tranquilamente.
– Sólo estoy intentando prepararles para lo que se avecina -continuó el capitán.
Y su aviso se hizo realidad mucho antes de lo que cabía esperar. La intensidad del viento había ido a más y era cada vez mayor el tamaño de los témpanos que se encontraban en su camino; las dimensiones de algunos superaban ya las de un vagón de tren. Cuando no era posible rebasar alguno, el barco hacía aquello para lo que estaba preparado: se abría camino a través del hielo. Una vez terminada la cena, con el sol aún colgado inmóvil sobre el horizonte, el periodista se dirigió hacia la proa para observar el enfrentamiento encarnizado que se entablaba entre el orgullo del rompehielos de la guardia costera y los icebergs que pasaban.
Darryl Hirsch ya estaba allí, envuelto en un pasamontañas de lana roja que le cubría por completo la cabeza y el rostro y del cual sólo asomaban sus gafas.
– Has de ver esto -dijo cuando se le unió Michael en la barandilla-. Desde luego es casi hipnótico.
Justo delante tenían una masa tabular de hielo del tamaño de un campo de fútbol, y Michael sintió que el Constellation tomaba impulso antes de embestir directamente al centro del iceberg cubierto de nieve. El hielo al principio no cedió ni un centímetro y Michael se preguntó cuál sería su grosor. Los motores rugían y gruñían y el casco redondeado del navío, justo por ese motivo, se alzó sobre la superficie del glaciar y dejó que sus trece mil toneladas de peso presionaran hacia abajo. Primero se abrió una fisura mellada en el hielo y luego otra, que tomaron direcciones opuestas. El rompehielos empujó hacia delante, sin ceder un instante, hasta que de repente con un gran ruido de crujidos y chasquidos el hielo quebró. Se levantaron enormes astillas a ambos lados de la proa, elevándose casi hasta la altura de la cubierta donde se encontraban Darryl y Michael. Instintivamente, se apartaron de la barandilla, pero pronto tuvieron que aferrarse a ella para no salir despedidos dando tumbos en dirección a la popa.
Cuando las astillas cesaron, miraron hacia abajo para ver cómo los trozos se alejaban a ambos lados del barco antes de ser absorbidos debajo del casco, de camino hacia los tres gigantescos helicoides traseros de casi cinco metros de diámetro que se encontraban en el otro extremo; allí eran triturados y troceados hasta adquirir un tamaño manejable, antes de alejarse de la estela del barco.
Pero lo que más sorprendió a Wilde fue la sección inferior de la montaña de hielo. Lo que parecía blanco y prístino en la parte superior no tenía el mismo aspecto cuando se rompía y quedaba expuesto. La zona sumergida era bastante desagradable de ver: su color pálido y amarillento recordaba el aspecto de la nieve allí donde se había meado un perro.
– Las algas causan esa decoloración de la parte inferior -comentó el biólogo, intuyendo el rumbo de sus pensamientos. Debió alzar la voz para que Michael pudiera oírle sobre los crujidos provocados por el troceo del hielo y los vientos cada vez más fuertes-. Esos icebergs no son de hielo sólido, tienen canales de agua salada en los que hay algas, diatomeas y bacterias.
– ¿Y viven debajo del hielo? -gritó Michael.
– No… viven en él -respondió Hirsch a voz en grito, y parecía vagamente orgulloso de ellos por su inventiva.
El barco se abalanzó de nuevo hacia delante y después se hundió ligeramente. Incluso bajo aquella extraña luz, Michael apreció que Darryl empezaba a ponerse blanco como el papel.
Después de aquello, el biólogo se excusó apresuradamente para dirigirse abajo, y Michael se hartó de intentar mantenerse en pie y se dirigió hacia la sala de oficiales, la cual mostraba una gran actividad por la noche, con juegos de cartas y algún DVD que otro vociferando desde la televisión. Las opciones iban desde Bruce Lee y Jackie Chan, pasando por la lucha profesional hasta algún largometraje protagonizado por The Rock, pero no había nadie en estos momentos, por lo que supuso que la tripulación debía de estar dedicada a sus distintas tareas. Agachó la cabeza para dirigirse hacia el gimnasio, una habitación atestada dedicada al ejercicio alojada en la proa, separada del océano helado sólo por los mamparos. Kazinski estaba en la cinta andadora con unos pantalones cortos y una ajustada camiseta con el lema «Bésame, soy guardacostas».
– ¿Cómo puedes aguantar ahí sin caerte? -preguntó Wilde, cuando el barco dio otro tumbo.
– ¡Es lo mejor! -aseguró Kazinski, agarrándose a la barandilla y manteniendo un ritmo brutal-. ¡Es como montar un potro salvaje!
Había un pequeño monitor sobre sus cabezas que mostraba una imagen en tiempo real desde la proa. Michael pudo ver una imagen granulosa en blanco y negro del mar revuelto, donde cabeceaban los bloques de hielo, a pesar de las gotas de agua y espuma que manchaban la lente exterior.
– Se está poniendo la cosa fea ahí fuera -comentó Michael.
Kazinski echó una ojeada al monitor sin perder el paso.
– Se va a poner bastante peor cuando estalle la tormenta, téngalo por seguro.
Michael se alegraba de que Darryl no estuviera ahí para escuchar aquello. Atravesar por el estrecho más mortal del planeta sin sufrir ninguna tormenta le habría parecido como haber ido a París y no haber visto la Torre Eiffel.
Extendió las manos para sujetarse a ambas paredes del corredor y fue trastabillando hasta llegar a su propio camarote y abrir luego la puerta. El biólogo no se hallaba en su litera, pero la puerta de acceso al cuarto de baño estaba cerrada y pudo escucharle dentro, echando fuera todo lo que había comido.
Wilde se dejó caer en su litera y se tumbó. «Abróchense los cinturones. Ésta va a ser una noche movidita», dijo para sus adentros. Kristin citaba a menudo la vieja frase de Bette Davis en el largometraje Eva al desnudo, la mencionaba cada puesta de sol cuando se encontraban en problemas en algún lugar peligroso. Lo que habría dado por tenerla en ese momento a su lado y escuchar la cita de sus labios una vez más.
La puerta de contrachapado se abrió de golpe y Hirsch, doblado por la mitad, tropezó y se dejó caer despatarrado sobre su cama. Cuando se dio cuenta de que su compañero de cuarto estaba allí, masculló entre dientes:
– No creo que quieras entrar ahí. No he atinado.
A Michael le habría sorprendido que lo hubiera hecho.
– Crees que volverá a ocurrirte esta noche, ¿no? -le preguntó al verle vestido sólo con unos calzoncillos largos.
Darryl le dedicó una sonrisa lánguida.
– En su momento me pareció una buena idea.
– ¿Estarás bien?
El barco dio otro bandazo, tan violento que tuvo que agarrarse al armazón de la cama que estaba anclada al suelo.
Hirsch adquirió un tono más intenso de verde y cerró los ojos.
Michael se inclinó contra la pared interior, todavía agarrado al marco. Sí, sin duda iba a ser una noche muy dura y se preguntó cuánto duraría una tormenta de éstas. ¿Días? ¿Podría encresparse más? Y ya puestos en lo peor, ¿cuánto podría empeorar?
Cogió una de sus guías Audubon, pero el barco se mecía y cabeceaba tanto que no se podía leer. Intentar enfocar la vista bastaba para marearle. Colocó el libro debajo del colchón. Allí en los camarotes de popa del barco, el ruido de los motores y los propulsores era más alto que nunca. Darryl yacía tan inmóvil como una momia, pero aún enfurruñado y resoplando.
– ¿Qué has tomado? ¿Escopolamina?
Hirsch gruñó un sí.
– ¿Algo más?
– Una banda de acupresión. Se suponía que iba a ayudarme.
Michael jamás había oído hablar de ello, pero tampoco parecía que Darryl estuviera a punto de recomendarlo a nadie, desde luego.
– ¿Quieres que vaya a ver si Charlotte tiene algo más fuerte? -le preguntó a Darryl.
– No salgas ahí fuera -susurró el biólogo-. Morirás.
– Sólo voy a ir hasta el fondo del corredor. Volveré pronto.
Esperó a un momento de calma momentánea y después se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. El largo pasillo se inclinaba primero hacia un lado y luego hacia el otro y parecía una especie de caseta de feria. Las luces fluorescentes titilaban y zumbaban. El camarote de Charlotte estaba aproximadamente a mitad del barco, quizá a unos treinta metros de distancia, pero tuvo que ir muy despacio y con los pies muy separados para conservar el equilibrio.
Brillaba un hilo de luz debajo de su puerta, lo cual significaba que aún estaba despierta, así que llamó.
– Soy Michael -gritó-. Creo que Darryl necesita ayuda.
La doctora abrió la puerta con una bata enguantada con adornos chinos, unos dragones verdes y dorados escupiendo fuego, y zapatillas de lana. Se había anudado el pelo trenzado en un recogido en lo alto de la cabeza.
– No me lo digas -comentó, alcanzando ya su maletín negro-, se ha mareado.
Al llegar, encontraron a Darryl acurrucado en forma de una pelota. Era tan pequeño, medía poco más de metro sesenta, huesudo como un palo, que parecía un niño con dolor de barriga esperando a su mamá.
La mujerona se sentó en un lado de la cama y le preguntó qué se había tomado. Él le enseñó también la banda acupresora, a lo que ella repuso:
– No tengo nada en contra de las creencias de nadie.
Rebuscó en su maletín y sacó una jeringa y una botella.
– ¿Has oído hablar de la fenitoína sódica?
– Es lo mismo que el Dilantin.
– Oh, ya veo que conoces bien tus medicinas. ¿Lo has tomado alguna vez?
– Una vez, antes de una inmersión.
– Espero que no nos toque zambullirnos pronto. -Preparó la jeringa-. ¿Alguna reacción anómala?
Hirsch comenzó a sacudir la cabeza para decir que no, pero se pensó mejor lo de sacudir nada de forma innecesaria.
– No -masculló entre dientes.
– ¿Para qué sirve eso? -inquirió Michael mientras ella enrollaba una de las mangas del científico.
– Disminuye la actividad nerviosa del intestino. Es un medicamento para ataques y, hablando técnicamente, no está bien visto usarlo para el mareo. -Agitó un bote con alcohol-. Pero a los submarinistas les gusta. -Dispuso la jeringa, aunque tuvo que esperar de nuevo a que el barco se recuperara de lo que parecía una serie de puñetazos-. Quédate muy quietecito -le dijo a Darryl, y después clavó la aguja en la piel pecosa de la parte superior del brazo.
– Dale unos diez minutos y empezarás a sentir los efectos.
Deslizó la aguja usada dentro de un sobre de plástico naranja y la botella al fondo de su bolso. Por primera vez miró alrededor y pareció inspeccionar el camarote.
– Vaya, hombre, parece que me han dado la mejor habitación a bordo. No me lo creí cuando Ops me lo dijo, pero ahora sí. -Arrugó la nariz cuando le vino una vaharada de hedor procedente del cuarto de baño-. Chicos, ¿no habéis oído hablar del Lysol? [5] Michael se echó a reír e incluso Darryl sonrió ligeramente. Pero cuando ella se fue, el reportero comenzó a ponerse la parka, las botas y los guantes. El ambiente del camarote resultaba hediondo y sofocante, y la acción en el exterior era demasiado tentadora para resistirse a ella. El biólogo volvió la cabeza hacia un lado y fijó en él una mirada torva.
– ¿Adónde crees que vas? -graznó.
– A hacer mi trabajo -replicó Michael, deslizando una pequeña cámara digital dentro de un bolsillo de la parka; la batería se acabaría rápidamente expuesta al frío-. ¿Puedo hacer algo por ti antes de irme?
Darryl contestó que no.
– Sólo llama a mi esposa y a los niños y diles que les quiero a todos, a ella y a los chicos.
Michael jamás le había preguntado por su familia.
– ¿Cuántos tienes?
– Ni idea -repuso Darryl, despidiéndole-. No me acuerdo.
Quizá la medicina había comenzado a actuar antes de lo esperado.
Michael dejó la luz del camarote encendida y caminó cuidadosamente por el corredor, hasta salir por la escotilla, y justo cuando iba a continuar hacia el puente, donde pensó que podría obtener unas cuantas fotos asomándose por una puerta o un ojo de buey, a través de una puerta corredera vio una imagen aparentemente perfecta de un mar y un cielo grises, un panorama donde no se podía distinguir el horizonte y el mundo se reducía a un escenario de auténtica e indiscutida desolación.
Pudo visualizar la foto terminada en su mente.
Tras echar hacia atrás la capucha, rebuscó la cámara con los guantes puestos y se la colgó del cuello. Necesitó ambas manos para empujar la manilla de la puerta, pero el viento se coló dentro cuando había conseguido abrirla apenas unos cuantos centímetros y le atrapó con el mismo efecto que si le agarrase del cuello. Se dio cuenta de que probablemente ésa era una idea bastante mala, pero algunas veces había obtenido sus mejores fotos gracias a sus peores ideas. Empujó con más fuerza y después se deslizó por el hueco. Apenas había pasado cuando la puerta se cerró a sus espaldas.
Estaba en la cubierta, justo debajo del puente, con el agua helada corriéndole a raudales por los pies y el viento azotándole con tal saña que le secó las lágrimas de los ojos y le quemó la frente. Se agarró con un brazo al montante metálico y se quitó un guante con los dientes, pero el barco cabeceaba tanto que era imposible disparar una foto. Cada vez que lo intentaba, se le metía dentro del plano alguna parte de la nave, cosa que no deseaba en absoluto. No quería nada que pudiera identificarse, nada concreto que se inmiscuyera en ella. Buscaba una imagen pura, casi abstracta, de la naturaleza todopoderosa e indiferente.
Esperó a que el navío se enderezara para volverse a tumbar y se lanzó hacia el siguiente apoyo, un armazón de acero que albergaba los aparejos del bote salvavidas. Desde allí, por encima de la barandilla, no había nada de qué preocuparse, excepto por la posibilidad de congelarse. El agua marina pulverizada le barría la cara y empapaba la cámara cuando justo en ese momento el barco se escoró unos cuarenta y cinco grados, de modo que lo único que pudo captar fue el cielo turbulento. Retrocedió un par de pasos y alzó la cámara, apostado a la espera de que el barco corrigiera la inclinación. Tenía los dedos casi congelados y se dio cuenta de que no podía abrir la boca para inspirar aire sin que el viento le dejara sin respiración. Intentó disparar una vez, pero aún no tenía ángulo bastante, y cuando iba a hacer otro, un megáfono comenzó a aullar directamente por encima de su cabeza.
– ¡Señor Wilde! ¡Abandone la cubierta inmediatamente! ¡Ahora!
Incluso bajo el ruido del viento distinguió la voz de la oficial de operaciones, la teniente Healey.
– ¡Ahora mismo! ¡E informen al capitán!
La puerta corredera se abrió antes de que Michael se volviera. Protegido por una chaqueta impermeable sobre sus pantalones de faena, Kazinski se le acercó con un salvavidas amarillo.
– ¡Agárrese a él! -le gritó Healey y Michael devolvió la cámara al interior de su parka, luego se aferró al montante y asió el salvavidas con la mano enguantada, ya que la otra la tenía casi totalmente entumecida.
Una vez que Michael se sujetó, Kazinski lo cobró como si fuera un pez y cerró la puerta de un golpe, pasando después el pestillo. Luego se quedó apoyada allí, limpiándose el agua helada y sacudiendo la cabeza consternada.
– Con todos mis respetos, señor, esto que ha hecho es algo de tontos.
El reportero sabía por qué lo había hecho.
– El capitán está en el puente. Si yo fuera usted, me prepararía para recibir una buena bronca.
En ese momento, el periodista sólo quería que los dedos le volvieran a la vida. Frotó la mano una y otra vez contra la pernera de su pantalón, pero la tela estaba tan mojada que no le ayudó nada. Se abrió la cremallera de la parka y metió la mano debajo de la axila.
Kazinski le hizo un gesto en dirección a las escaleras que llevaban al puente, como si le mostrara el camino a galeras, y Michael pensó que a lo mejor era exactamente eso.
Subió despacio. El capitán Purcell hizo girar su silla en cuanto Wilde entró en el puente brillantemente iluminado y le increpó:
– ¿Se puede saber qué demonios creía usted que estaba haciendo allí fuera? ¿Es que se le ha ido la puta cabeza?
Michael se encogió de hombros y se terminó de bajar la cremallera del abrigo, dejándoselo abierto.
– Puede que no fuera buena idea del todo -explicó, aun cuando sabía que sonaba bastante endeble-, pero pensé que podía conseguir unas cuantas fotos estupendas para la revista.
Los otros dos oficiales sentados delante de unas consolas de navegación disimularon su diversión lo mejor posible.
– Estoy acostumbrado a las hazañas bastante descabelladas que se les ocurren a los científicos que debo llevar de un lado para otro -se le encaró Purcell-, pero me imagino que son tan listos que se les puede permitir que hagan alguna que otra estupidez. Pero de usted, no me imagino nada en absoluto. No es un científico y tan seguro como que hay Dios, que no es marino.
El alférez Gallo, que estaba delante de una rueda plateada montada en una consola aislada, informó:
– El barómetro está cayendo de nuevo, señor.
– ¿A cuánto? -ladró Purcell en respuesta, haciendo girar de nuevo su silla y ajustándose los auriculares que se le habían torcido mientras le echaba la bronca a Michael.
– Nueve con ochenta y cinco, señor.
– Jesús, lo vamos a tener encima esta noche.
Los ojos del capitán examinaron los monitores y diales relucientes, el sónar, el radar, el GPS y el calón; todos mostraban un flujo constante y multicolor de datos.
Una salpicadura de granizo se estrelló contra las ventanas cuadradas del lado oeste y el barco cedió como si lo hubiera abofeteado una mano gigantesca. Michael se agarró con fuerza a una de las tiras de cuero que colgaban del techo. Había oído historias de marineros que habían salido por los aires de una punta a la otra del puente y se habían roto brazos y piernas en el proceso. Se preguntó si su flagelación pública había terminado o si se suponía que debía esperar aún.
A pesar del rugido del mar en el exterior, el golpeteo como latigazos de la lluvia y el aullido del viento que parecía venir de todos lados a la vez, la atmósfera del puente rápidamente recuperó la tranquilidad de un centro de operaciones. Los blancos paneles de luz achatados del techo arrojaban una fría luz uniforme sobre las paredes azules de la habitación, y los oficiales hablaban unos con otros en un tono de voz bajo, pausado, con los ojos fijos en los datos que ofrecían los instrumentos.
– Sala de máquinas, avante toda -ordenó Purcell, y el teniente Ramsey, con el que Michael se había encontrado un par de veces, cogió un regulador con una pequeña manilla roja. Mientras ejecutaba la orden, repitió las palabras del capitán.
Poco después, Ramsey asintió discretamente en dirección a Wilde, que aún permanecía en pie como un chico al que alguien ha llevado a la oficina del director, y le dijo a Purcell con brusquedad:
– Si no necesita aquí más al señor Wilde, señor, quizá debería reunirse con Ops en la torreta de mando. Es imposible caerse desde allí y seguramente le gustará ver como se dirige el barco.
Purcell resopló disgustado y sin volverse respondió:
– Avísele: va a tener que hacerse a nado todo el camino hasta Chile si se cae al mar. Lo lleva claro si se piensa que esta nave va a dar media vuelta por él.
Michael no lo dudó y lo tomó como una autorización para ascender por las escaleras en espiral que le señaló Ramsey y, rápidamente, comenzó a subir.
– ¿Te gustaría tener un poco de compañía, Kathleen? -le escuchó decir a Ramsey a través de sus auriculares, pero no se detuvo a comprobar si iba a ser bien recibido o no. Siguió hacia arriba hasta que estuvo fuera del puente, y se encontró de pie en una plataforma en un túnel casi totalmente negro, del que partía una escalerilla de hierro hacia arriba.
El rompehielos retembló y él se estrelló contra las paredes redondeadas, golpeándose los hombros. Se sintió como si estuviera dentro de la chimenea de El mago de Oz, cuando le cogió un tornado y le hizo dar tantas vueltas. Allí arriba, al menos a unos siete u ocho metros de altura, percibió un resplandor azul, muy parecido al que deja un televisor al apagarse, y pudo escuchar los pitidos y zumbidos de la maquinaria.
Puso la bota en el primer peldaño de la escalerilla y comenzó a subir muy despacio. Salía despedido de espaldas contra la escalerilla, cuyos peldaños se le clavaban en la espalda cada vez que se alzaba la proa, para luego verse arrojado hacia delante cuando se enderezaba el barco. Estuvo a punto de partirse los dientes de delante en una ocasión, y se le pasó por la cabeza la posibilidad de que le quitaran el permiso dental si eso llegaba a ocurrir.
Los peldaños estaban fríos y húmedos y tenía que sujetarse con fuerza en uno antes de poner el pie en el siguiente. Cuando logró alcanzar los últimos vio un par de zapatos negros de suela de goma y después unos pantalones azules. Se arrastró el resto del camino y cuando el barco pareció nivelarse durante un par de segundos, se pudo poner en pie.
La oficial de operaciones sujetaba con firmeza una versión más pequeña de la rueda que había más abajo, con su severa expresión iluminada por el monitor del GPS y un par más de instrumentos que Michael no pudo identificar. Tenía los ojos fijos justo delante suya y la mandíbula apretada. Pegado a su corto cabello marrón llevaba unos auriculares. La misma torreta de mando, el equivalente actual de un nido de cuervo, apenas dejaba espacio para ambos y Michael procuró no echarle el aliento al cuello.
– Salir a la cubierta ha sido muy mala idea -le dijo, recordándole a Michael que había sido ella la que le había pillado-. Estamos registrando vientos de unos ciento sesenta kilómetros por hora.
– Ya lo he cogido -comentó él-. El capitán creo que también lo ha mencionado. -Entonces, esperando cambiar de tema, continuó-: ¿Así que aquí pasa usted el tiempo, sentada en el asiento del conductor?
Había por todos lados ventanas reforzadas, equipadas con pantallas de vidrio giratorias, impulsadas por la fuerza centrífuga para evacuar agua como los limpiaparabrisas, y ofrecían una visión sin obstáculos de trescientos sesenta grados del rugiente océano que les rodeaba. Detrás de él, en la cubierta de popa, se había soltado uno de los extremos de la lona que cubría el helicóptero y aleteaba como el ala enorme de un murciélago, de oscuro color verde.
Ojalá hubiera podido conseguir una foto decente…
– Cuando la visibilidad es tan limitada como en el día de hoy, con una alta marejada como ésta, el control del barco pasa a la torreta de control.
Michael comprendió por qué. Mirase donde mirase, la imagen mostraba un movimiento convulso, con el mar gris revuelto y agitado a kilómetros de vista, lleno de grandes bloques de hielo afilados dando vueltas, sumergiéndose y chocando unos contra otros. Las olas más altas que había visto en su vida impactaban contra la proa del barco, estrellándose contra la cubierta de proa y lanzando espuma congelada al aire. El agua pulverizada llegaba hasta las ventanas de su aguilera.
Y todo ello, tanto el bullente oleaje enloquecido y el cielo turbio como las manchitas negras de los pájaros, arrastradas como hojas por el viento aullante, estaba bañado por la luz antinatural del sol austral, un orbe de tono cobrizo mate fijado empecinadamente en el horizonte de septentrión. Era como si toda aquella imagen tumultuosa estuviera iluminada desde abajo por una linterna gigante que quemaba sus últimas gotas de carburante.
– Bienvenido a los Aulladores Cincuenta -añadió la oficial de operaciones en un tono de voz algo más agradable-. Una vez que se traspasan los cincuenta grados de latitud sur, es cuando uno se encuentra con el mal tiempo de verdad.
La proa del cúter se alzó con tanta ligereza como si la hubieran empujado desde abajo hasta que estuvo apuntando hacia arriba casi hasta las deshilachadas nubes de tormenta que se apresuraban por el cielo meridional. Kathleen se aferraba al timón con los pies bien aposentados y separados, y Michael intentó afirmarse contra el pasamano de la barandilla.
Unos momentos más tarde, subieron a la cresta de una ola y sintió un hormigueo bajo los pies. Cuando pasó, el barco se tambaleó y después cayó como una piedra, resbalando por el costado de aquella pronunciada colina. A través de la parte frontal de la torre de control, Wilde pudo mirar hacia aquel gigantesco seno, una grieta oscura del tamaño de un desfiladero, sin que hubiera nada allí salvo un fondo acuático que parecía retirarse cuando el barco se precipitaba a él de cabeza.
– A la orden, mi capitán -contestó Kathleen a los auriculares y giró el timón hacia la derecha. Michael sintió el sabor en la boca de la pasta que había comido para cenar-. Profundidad, mil quinientos metros -le confirmó al capitán en la sala inferior.
El barco se sumergió más y más bajo; después, se detuvo; y luego viró, mientras el agua se alzaba en escarpadas murallas a todo su alrededor, antes de volverse hacia estribor. Incluso entonces, Michael pudo escuchar a los motores acelerar y rugir, y a los propulsores girar, algunas veces al aire, mientras el barco intentaba abrirse su propio camino a través del campo de minas sembrado de hielo que se lo había tragado.
– Si usted es un hombre piadoso y aficionado a rezar -comentó la oficial de operaciones, lanzando su primera mirada directa a Michael-, hágalo ahora. -Y en ese momento giró el timón otra vez hacia la derecha-. Estamos pasando sobre los restos de no menos de ochocientos barcos y diez mil marineros.
El navío embistió contra un iceberg que se había alzado de pronto delante de ellos imponente como un tritón.
– Mierda, debería haber visto eso -masculló Kathleen entre dientes y un momento más tarde dijo por los auriculares: «Sí, señor», y girando el timón, añadió-: Ya lo veo, señor. Eso haré.
– Espero no estar distrayéndola -intervino Michael sobre el ruido del aguanieve y el viento que les azotaba-, y si le sirve de consuelo, tampoco yo lo he visto acercarse.
– No es su trabajo -aclaró ella-, sino el mío.
El periodista se quedó callado para dejarla concentrarse y se puso a cavilar sobre la tumba que yacía debajo de él y en el naufragio de cientos de barcos -goletas y balandros, bergantines y fragatas, barcos pesqueros y balleneros- aplastados por el hielo, quebrados por las olas, destrozados hasta convertirse en pedazos por el viento abrasador. Y pensó también en los miles de hombres que habían caído en aquellas hambrientas fauces vacías e inmensas, hombres cuya última imagen habría sido la de los mástiles de sus barcos quebrándose como ramitas o la de una losa de hielo reluciente sobre sus cabezas aplastándolos, ¿hasta dónde había dicho ella, mil quinientos metros?, hacia el fondo de un mar tan profundo que ninguna luz lo había penetrado jamás.
¿Qué era lo que yacía justo debajo de ellos, a tantas brazas bajo el casco, helado en el suelo oceánico para toda la eternidad?
El navío se escoró de un lado a otro. La oficial giró de nuevo el timón hacia la derecha.
– Todo a estribor, señor -comunicó ella al capitán.
Michael también vio cómo tomaba fuerza la ola que se dirigía hacia ellos como una pared que extendiese sus alas a ambos lados, portando témpanos del tamaño de casas y bloqueando incluso la luz mortecina del sol fijo.
– ¡Sujétese fuerte! -ladró Kathleen, y Michael se aplastó contra la pared con las piernas tensas y los pies separados. Nunca había visto nada tan grande moverse con tanta fuerza y velocidad, empujando todo, al mundo entero, parecía, delante de sí.
Ops intentó hacer virar el barco de modo que evadiera el grueso de la ola, pero le faltaba tiempo para poder eludir los treinta metros de altura de semejante ola.
Un objeto algo blanco, no, negro, fuera de control y preso por la formidable garra de la tormenta, aceleró hacia ellos todavía a mayor velocidad mientras se acercaba al navío, una aullante masa de furiosa agua gris, alzándose y creciendo a cada segundo. Un instante más tarde, la ventana estalló con el sonido del impacto de una escopeta y se dispersaron astillas de hielo por todo el compartimento como agujas voladoras.
Kathleen gritó y cayó lejos del timón, chocando contra Michael que intentó sujetarla cuando empezó a deslizarse hacia el suelo. El agua congelada les acribilló el rostro y él se la sacudió para ver, aún vivo y graznando, la cabeza ensangrentada de un albatros blanca como la nieve que yacía sobre el timón. Su cuerpo había atravesado la ventana rota con las alas plegadas moviéndose inútilmente a cada lado. La ola aún se alzaba sobre el barco y el pájaro movía el pico roto, aplastado como la nariz de un boxeador. Michael se encontró mirando sus fijos ojos negros mientras Kathleen se arrastraba por el suelo y se apagaba la luz azul de los monitores de la consola inundada en medio de un gran chisporroteo.
El barco gruñó cuando pasó la ola, cabeceó hacia un lado y después hacia el otro, y finalmente se enderezó.
El albatros abrió el pico destrozado una vez más, emitiendo apenas un ruido ronco y luego, mientras Michael intentaba recuperar la respiración y Kathleen gemía de dolor a sus pies, la luz de los ojos del pájaro se apagó como cuando se sopla una vela.
20 de junio de 1854, 23:00 horas
EL SALÓN DE AFRODITA, conocido por la clientela habitual como la casa de madame Eugenie, se hallaba en la transitada avenida del Strand, pero en la parte posterior de la misma. Unas linternas siempre encendidas colgaban de las puertas de la cochera. El salón permanecía abierto para hacer negocios mientras estuvieran prendidas.
Siclair jamás las había visto apagadas.
Fue el primero en bajar del cabriolé, seguido por Le Laitre y luego por Rutherford, que había pagado al cochero. Gracias a Dios, el capitán era un hombre adinerado y de naturaleza generosa cuando estaba borracho, como ocurriría en el momento de abandonar los servicios del prostíbulo. A veces era imposible persuadir a madame Eugenie para que cargase el importe en su cuenta, pero ella aplicaba un tipo de interés rayano en la usura y nadie deseaba ser llevado a los tribunales por una abultada deuda con el Salón de Afrodita.
En cuanto hubieron subido el tramo de escaleras les abrió la puerta y les dejó pasar John-O, un jamaicano imponente con dos dientes frontales de oro. Los conocía a todos, claro, pero en parte le pagaban por no demostrarlo jamás.
– Buenas noches -saludó Rutherford con voz poco clara, como si visitara a una conocida-. ¿Está madame en casa?
John-O hizo con la cabeza una señal en dirección al recibidor, oculto en parte por una colgadura roja de terciopelo. Sinclair podía escuchar el soniquete del pianoforte y a una joven cantando la popular The Beautiful Bankas of the Tweed. Avanzó hacia la luz y el júbilo del burdel con sus compañeros a la zaga. Madame Eugenie alzó los ojos desde el diván donde permanecía sentada entre dos de sus muchachas cuando Frenchie apartó el cortinaje.
– Bienvenus, mes amis -saludó, levantándose rápidamente. La mujer de piel rugosa como la superficie del cuero parecía un pájaro viejo envuelto en lustrosas plumas nuevas. Lucía un intrincado vestido gris entretejido con oro y estrás. Se acercó a los visitantes con las manos extendidas, exhibiendo un anillo chillón en cada dedo-. Cuánto me alegra su visita.
Sinclair se dejó caer en una otomana llena de cojines mientras Le Maitre reía a carcajadas, pues estaba tan ebrio que le costaba mantener el equilibrio tanto como a sus compañeros. La estancia era espaciosa, antaño había sido la sala de exposiciones de una sociedad bibliográfica, pero la dama se lanzó en picado sobre la propiedad cuando hubo pocos bibliófilos para sufragar los gastos de la casa y se apoderó de ella en un pispás. Ahora, las estanterías estaban llenas de baratijas: bustos de cupidos y flores de seda en floreros de fina porcelana. Una enorme y vieja réplica al óleo de Leda seducida por Zeus colgaba encima de la chimenea.
Los despachos y estudios de la planta superior se habían convertido en alcobas destinadas a un uso más íntimo y privado.
Alrededor de media docena de femmes galantes circulaban por el recibidor vestidas con ropas tintineantes y muy elaboradas, y otros tantos clientes permanecían repantigados en sillas o sofás. Un criado se le acercó para preguntarle si deseaba tomar algo.
– Un vaso de ginebra, sí, y sírvales otro a mis amigos.
– Que sea whisky para mí -le atajó Rutherford, y le lanzó una mirada elocuente cuyo significado venía a ser: Si voy a pagarlo todo yo, tomaré lo que me apetezca.
Sinclair era consciente de que se metía en problemas y deudas cada vez mayores, pero a veces, cavilaba, la salida estaba al fondo del pozo, y siempre quedaban caminos para continuar cuesta abajo.
Se percató de que Frenchie ya se había enredado con la ramera de vaporosa falda amarilla y pelo negro como el carbón.
– ¿Es usted, Sinclair? -preguntó una voz. El interpelado identificó la voz, se trataba de Dalton-James Fitzroy. El tipo era tonto de remate, y las tierras de su familia colindaban con las suyas-. ¿Qué hace aquí, mi buen Sinclair?
El aludido se volvió sobre la otomana y vio a Fitzroy, cuyo ancho trasero descansaba en el banco del medio junto a la joven cantante y cuando ella se dio la vuelta, Sinclair encontró su rostro vulgar y pudo calcularle la edad, doce o trece años como mucho, a pesar de una silueta larguirucha.
– Tenía entendido que el acoso de sus acreedores le había obligado a huir de la ciudad -observó Fitzroy, cuyo rostro mofletudo relucía a causa del sudor.
Sinclair Copley apeló a toda su fuerza de voluntad para no morder el anzuelo de la provocación y se limitó a replicar:
– Buenas noches.
Pero Fitzroy se había emperrado y no iba a rendirse fácilmente.
– ¿Y cómo va a pagar al boticario si pilla una gonorrea esta noche?
La intervención de la madame le ahorró el mal trago de la respuesta al salir en defensa de su establecimiento y revolotear entre ellos, diciendo:
– Mis señoritas de compañía son limpias como la plata, messieurs. El doctor Evans las examina régulièrement todos los meses y nuestros invitados -apostilló al tiempo que abarcaba toda la estancia con un ademán de la mano- son la flor y nata de la sociedad. Sólo nos frecuentan los más distinguidos caballeros, como puede comprobar usted mismo. -Movía en el aire uno de sus dedos ensortijados, y aunque hablaba con tono zalamero, lo hacía con toda la intención del mundo-. Debería darle vergüenza comportarse de forma tan grosera delante de unas damiselas tan complacientes, señor.
Fitzroy se tomó la llamada de atención con flema, se agachó hacia el teclado del piano haciendo una reverencia a modo de disculpa.
– Tal vez sea mejor que enfunde el sable y abandone el campo -contestó, lo cual parecía encajarle como anillo al dedo, pensó Sinclair, viniendo de un cobarde redomado como Fitzroy, un fanfarrón de tomo y lomo, un valiente hasta que el ejército hacía un llamamiento a filas.
El obeso Dalton-James forzó todas las costuras de su chaleco cuando se puso de pie. Tomó la mano de la chica y anduvo con paso vacilante hacia la escalera principal.
– John-O -llamó la madame-, ten la bondad de mostrad a nuestro huésped la Suite des Dieux.
La muchacha miró hacia atrás con miedo, y de entre todos se fijó en Copley, quien pudo advertir debajo del colorete y el maquillaje su extrema juventud y su inexperiencia. No pudo morderse la lengua y lanzó una pulla.
– ¿Por qué no se lleva a una mujer? -embromó a Fitzroy.
Dos caballeros del salón rompieron a reír.
– Chacun à son goût, [6] Sinclair. Usted mejor que nadie debería saberlo.
Madame Eugenie se acercó a Sinclair y chasqueó la lengua en cuanto Fitzroy abandonó la sala con su reticente trofeo.
– ¿Por qué está hoy tan irritable? No es su forma de ser, milord -Copley no era un lord, no, todavía no, pero conocía el gusto de la mujer por halagar de ese modo a los clientes-. Eso no está bien, y el señor Fitzroy ha pagado bien por este privilegio.
– ¿Qué privilegio…?
La mujer retrocedió, como si le sorprendiera la estupidez de su invitado.
– Nadie a desflorado aún a esa muchacha.
¿Una virgen? El oficial sabía que era el engaño más viejo de ese negocio incluso en su estado de embriaguez. Las vírgenes cotizaban a precio más alto no sólo porque era más seguro yacer con ellas, sino porque tenían reputación de ser capaces de curar varias infecciones amatorias con un uso muy activo. Todo eso era un disparate, por descontado, y en condiciones normales, de no ser por esa mirada acongojada de la muchacha, si era de verdad y no obra de una actriz consumada digna de pisar las tablas de Convent Garden, Sinclair se habría olvidado del incidente en un abrir y cerrar de ojos, pues, al fin y al cabo, ¿Qué le importaba a él? Ninguna ley prohibía la prostitución y doce años era la edad del consentimiento. Todos los días desgraciaban a muchachas de tan tierna edad y Fitzroy no había tenido reparo alguno en gastar veinticinco o treinta libras por tener ese privilegio.
– Venga, ese bastardo gordinflón va a ser tu vecino en el futuro. No comiences ahora una gresca -le tranquilizó Rutherford.
La madame guiñó un ojo a otra de las mujeres, una cuya melena rojiza caía en cascada sobre los cremosos hombros desnudos. Ésta tuvo la astucia de levantar de la otomana a Sinclair y llevarle hasta un sofá de dos plazas, encima del cual colgaba el cuadro de una ninfa que huía de un sátiro. El criado apareció con la ginebra.
Frenchie había ocupado el lugar de la muchacha en el pianoforte y ahora estaba tocando una lúgubre pieza de Mozart tan bien como su considerable borrachera se lo permitía.
La pelirroja dijo llamarse Marybeth e intentó liar a Sinclair en una conversación, preguntándole primero por su regimiento y luego por un posible destino para después demostrar una profunda preocupación por su seguridad, un sentimiento algo prematuro desde la perspectiva del joven, quien no lograba sacarse de la cabeza a la muchacha de silueta juguetona y ojos temerosos mientras la arrastraban escaleras arriba detrás de John-O y sus dientes de oro.
Sinclair había tenido una hermana que murió de tuberculosis a una edad muy similar.
– Para ya con ese latazo y toca algo parecido a una canción -le gritó uno de los clientes a Le Maitre-. Si hubiera querido ir al liceo, habría acudido con mi mujer.
Una salva de aplausos y carcajadas acogió el comentario. Frenchie accedió a la petición del público y se lanzó a interpretar My Heart’s in the Highlands con bastante torpeza. En cuanto terminó la pieza, empezó a tocar otra partitura muy popular en el Strand, momento en que Sinclair oyó un grito procedente de los pisos superiores.
Todos lo ignoraron escrupulosamente, aunque Frenchie dejó de tocar durante un segundo y Marybeth le hizo daño a Sinclair al abotonarle el cuello de la camisa. Un hombre entrado en años continuó subiendo las escaleras en compañía de una morena con aspecto de matrona. Copley aguzó el oído cuando terminó la canción y escuchó un sollozo amortiguado y el ruido de un objeto al caer sobre el suelo, y eso a pesar de que la Suite des Dieux estaba dos pisos por encima.
– Acaban de llenar la table d’hôte -se apresuró a decir madame Eugenie, dando una palmada-. Caballeros, por favor, disfruten el pato con salsa de cerezas y ostras servidas en su concha.
Varios clientes se levantaron, Rutherford entre ellos, para dirigirse hacia el bufé de la habitación contigua, mas Sinclair se quedó libre y se encaminó a las escaleras. La suerte se puso de su parte, pues John-O estaba dando la bienvenida a un terceto de clientes borrachos y debía hacerse cargo de los sombreros y las capas. De ese modo, el joven teniente fue capaz de pasar desapercibido mientras subía los escalones.
La suite en cuestión se hallaba en el segundo piso, justo encima de la puerta de la cochera. Sinclair la había ocupado en un par de ocasiones y sabía que esa puerta, como todas las demás en el Salón de Afrodita, no estaba cerrada a pesar de estar ocupada. Madame Eugenie había descubierto hacía mucho tiempo que las exigencias del negocio requerían que John-O o ella pudieran acceder a cualquier aposento de forma inmediata, aunque actuaban siempre con prudencia.
Se detuvo en la alfombra del corredor cuando llegó a la puerta y en silencio apoyó la oreja sobre la madera. Como bien sabía, la pieza constaba de dos habitacioncitas: una antecámara con muebles de arce y un dormitorio provisto de una cama de cuatro columnas con baldaquín. Escuchó el reverberar de la voz de Fitzroy en el cuarto y después un sollozo apenas audible de la chica.
– Vas a hacerlo -tronó Fitzroy.
La muchacha lloriqueó de nuevo, llamándole ‹señor› una y otra vez. Desde fuera daba la impresión de que ella se movía despacio y con precaución por el dormitorio. Un vaso o una botella se hicieron añicos al estrellarse contra el suelo.
– No pienso pagar por esto -aseguró Fitzroy.
Sinclair escuchó el silbido de un látigo al cortar el aire; luego, un grito.
Abrió de golpe la puerta y cruzó la antecámara a la carrera para entrar en el dormitorio. El hombre estaba desnudo de cintura para arriba, pero todavía llevaba puestos los pantalones blancos; uno de los tirantes le colgaba suelto y sostenía el otro en la mano.
– ¿Sinclair? Que me zurzan…
La chica cubría su desnudez con una sábana ensangrentada. Tenía el rostro lleno de churretes, pues el mar de lágrimas había movido todo el maquillaje y los coloretes.
– Entrar aquí de esa manera… ¡Menuda desfachatez! -exclamó Fitzroy mientras se dirigía a por sus ropas, depositadas en un largo banco de madera-. ¿Dónde está John-O?
– Vístete y vete de aquí.
– Quien va a marcharse eres tú -aseguró Fitzroy, cuya barriga le colgaba como un saco de patatas.
El tripudo echó mano a un bolsillo y extrajo de él una Derriger plateada de dos cañones, el arma típica de un fullero como él. Sinclair Copley no debía sorprenderse. La chica vio su oportunidad y pasó corriendo entre ambos y salió pitando de la estancia.
La visión de la pistola no disminuyó la determinación de Sinclair, más aún, la reafirmó.
– Gordinflón cobardica. Si me apuntas con eso, empieza a pensar en apretar el gatillo -le desafió, avanzando un paso con gesto amenazador.
El truhán retrocedió hasta las ventanas.
– Lo haré, dispararé -gritó él.
– Dame eso -gruñó Copley al tiempo que daba otro paso y extendía una mano.
Fitzroy cerró los ojos antes de disparar. El soldado escuchó un sonoro estallido. Se produjo un desgarro en la manga del uniforme y notó cómo le corría brazo abajo la humedad de la sangre.
Los cristales de una copa crujieron bajo sus botas cuando se lanzó a por Fitzroy, que agitó el arma con intención de apuntarle, pero Sinclair ya estaba lo bastante cerca para agarrarla y quitársela de un tirón. El gordo se revolvió en busca de un lugar para escapar, pero ¿adónde podía ir?
El oficial escuchó los pesados pasos del jamaicano en las escaleras. Fitzroy también debía de haberlas oído, pues gritó:
– ¡Aquí dentro, John-O!
Después, miró con aire triunfal a Sinclair y éste, ciego de rabia, se giró a por él y le aferró por las asentaderas de los pantalones y lo sostuvo en vilo mientras daba tres pasos en dirección a las ventanas cerradas para, acto seguido, arrojarle contra los cristales. Fitzroy salió despedido entre gritos de terror al exterior, aterrizando en medio de una lluvia de esquirlas de cristal a pocos metros, encima de los ladrillos de la puerta cochera. Los caballos enganchados al carruaje situado debajo relincharon a causa del susto.
El jamaicano se quedó atónito en la entrada del dormitorio cuando Sinclair se dio la vuelta y vio el trozo de tela ensangrentada colgando de la manga del brazo izquierdo.
– Haga el favor de decirle a madame que me envíe la factura del cristalero -dijo.
Y rozó al hombretón cuando abandonó la suite.
Rutherford y Le Maitre le esperaban en compañía de varios clientes más al pie de las escaleras.
– ¡Cielo santo! ¿Te han disparado? -inquirió Rutherford mientras Sinclair bajaba por las escaleras.
– ¿Quién ha sido? -insistió Frenchie-. ¿El sinvergüenza de Fitzroy?
– Llevadme a ese hospital por el que pasamos antes, el de Harley Street.
Sus dos amigos intercambiaron una mirada de perplejidad.
– Pero si es para mujeres indigentes… -repuso Rutherford.
– Cualquier puerto es bueno durante la tormenta -replicó Sinclair.
‹Y tal vez esta noche aún sea posible recuperar algo›, pensó para sus adentros.
1 de diciembre, 11:45 horas
LA TORMENTA BRAMÓ DURANTE horas y únicamente remitió al mediodía siguiente. Habían abandonado la cabina dañada del piloto, dejándola sellada para el resto del viaje.
Barnes había ayudado al médico de a bordo a retirar las esquirlas de hielo y los fragmentos de cristal del rostro de la teniente Kathleen Healey, pero no se había solucionado la comprometida situación de los ojos y Charlotte era de la opinión de que debían llevarla cuanto antes de vuelta a la civilización, donde convenía que la atendiera un oftalmólogo de primera.
– Podría perder para siempre la vista de un ojo o tal vez de ambos -le informó al capitán en su camarote.
Purcell no le contestó, pero clavó la mirada en los zapatos mientras se devanaba los sesos. Alzó la vista al cabo de unos segundos y dijo:
– Haga el equipaje.
– ¿Volvemos…?
– Tenía previsto acercarlos más a Point Adélie antes de utilizar el helicóptero, pero creo que podremos conseguirlo desde aquí.
A Charlotte no le gustó ni un ápice cómo sonaba ese ‹creo›.
– Vamos a tener que prescindir de algunas provisiones y existencias… Nada esencial, por supuesto. Podremos embarcarles a usted y a los señores Hirsch y Wilde, con sus equipos, y despegar desde aquí. Los tanques del helicóptero deberían tener suficiente capacidad para dejarlos allí y regresar hasta el barco aunque nos dirijamos ya al norte. ¡Teniente Ramsey! -llamó a voz en grito cuando el oficial cruzó el pasillo por delante de la puerta.
– ¿Señor?
– Prepare el helicóptero. ¿Qué pilotos llevamos a bordo?
– Los alféreces de navío Díaz y Jarvis.
– Ordéneles llenar los depósitos del helicóptero. Que se preparen para llevar a tres pasajeros a Point Adélie lo más pronto posible.
– ¿Desde aquí, señor? ¿No va a ser…?
Pero el capitán le atajó de plano y le dio nuevas órdenes antes de despedirle y centrar su atención otra vez en Charlotte, a quien preguntó si también iba a pedirles que se apresuraran.
– ¿Cuándo debería decírselo?
Purcell echó un vistazo a su reloj antes de contestarle:
– Saldrán a las trece horas.
Charlotte debió hacer un rápido cálculo mental. Si se marchaban a la una de la tarde, les quedaban cincuenta y cinco minutos.
Sabía dónde encontrar a Darryl, pues seguía en su catre, con el rostro menos verde que la noche anterior, pero de un color menos natural de lo acostumbrado. El biólogo cerró los ojos cuando ella le puso al corriente de la situación en un evidente intento de hacer acopio de fuerzas para ponerse de pie, y lo logró.
– ¿Estarás bien? -inquirió ella al ver sus movimientos de sonámbulo mientras se acercaba a por sus bártulos.
– Ajá. Vamos, ve a por Michael -respondió él.
– ¿Sabes dónde está?
– ¿Dónde va a ser? En cubierta.
Charlotte debía atender a sus propios asuntos y no disponía de tiempo para realizar una búsqueda en condiciones, por lo cual subió enseguida a la cubierta principal y miró a proa sin ver nada y luego a popa, donde varios marineros forcejeaban para retirar la lona acolchada de color verde oscuro que protegía al helicóptero. El viento seguía siendo fuerte y la lona oscilaba alrededor del aparato como una capa enorme. El reportero estaba tomando fotos de aquella tarea.
– Se supone que debemos montar en ese helicóptero en menos de una hora, ¿lo sabías? -preguntó ella.
– Sí, me ha informado la tripulación -contestó él, todavía arrodillado a fin de obtener la instantánea deseada-. No llegué a sacar mis cosas del petate, así que estaré listo en tres minutos.
– Lo tuyo es el Trivial, te sabes todas las respuestas -replicó ella-. Bueno, tengo cosas que hacer. Asegúrate de encontrar a Hirsch cuando bajes a por tus cosas. El chico no parece estar en condiciones de mantenerse en pie.
Michael tomó un par de fotografías más mientras Charlotte se dirigía abajo y luego recogió el equipo. Había adquirido el equilibrio de los marineros y era capaz de andar sin problemas a pesar del cabeceo de la nave, pero no le apenaba la partida, pues se consideraba a sí mismo persona non grata desde su garbeo de la noche anterior, y eso por no mencionar la desastrosa visita a la cabina, y se había esmerado en no dejarse ver por los oficiales de mayor graduación. Incluso el contramaestre Kazinski le había mirado como un imán de mala suerte. Cuando ocurrió el accidente, él había hecho por la teniente Healey cuanto se le había ocurrido: la había ayudado a bajar por la escalera como un bombero, lo cual le exigió quedarse fuera y por debajo de ella, y luego volvió a subir para intentar retirar de allí el cuerpo del ave muerta y sellar de algún modo la ventana de la torreta, pero no pudo hacer demasiado: el cuerpo del albatros estaba demasiado clavado en los cristales de la ventana y el filo de la pantalla le había abierto el pecho como un escalpelo, lo cual le indujo a dejarlo tal y como estaba, pues de ese modo al menos había algo que impedía que las ondulantes olas inundaran la torreta otra vez.
No, no iba a lamentar ni un ápice marcharse del barco y llegar a Point Adélie, donde podría empezar en serio su trabajo.
En otros tiempos, el reportero había estado bastante familiarizado con los helicópteros y en cuanto retiraron la lona, pudo ver que el del barco era uno de la clase Dolphin, un aparato consistente de dos motores y un rotor, destinado habitualmente a misiones como interceptar envíos de droga, patrullar sobre los hielos y realizar operaciones de búsqueda y rescate. Estaba pintado de un rojo idéntico al del buque a bordo del que navegaban, una medida de seguridad donde un punto de color podía marcar la diferencia entre el descubrimiento y la supervivencia, o quedar perdido para siempre. Varios tripulantes empezaron a cargar de combustible los depósitos y a preparar el aparato para el despegue mientras otros introducían algunas cajas. Le recordaron el equipo de boxes de una carrera NASCAR, [7] cada uno de ellos atendía su trabajo con la confianza nacida de la práctica sin hablar casi con nadie. Recogió el trípode y el resto del equipo antes de bajar a su camarote.
Darryl se hallaba tendido en la litera, mordisqueando un barra proteica.
– ¿Por qué no vas al comedor y tomas algo caliente? -le sugirió Wilde mientras guardaba la maquinilla de afeitar en una bolsa-. Están preparando hamburguesas.
– No puedo -replicó Darryl.
– ¿no te ves con fuerzas? Bueno, puedo traerte una.
– No puedo porque no como carne. -Michael dejó de empaquetar-. ¿No te habías dado cuenta? -preguntó Darryl.
El periodista pensó en ello y le sorprendió no haber caído en la cuenta con anterioridad. Hirsch había comido frutas, verduras, mucho pan, queso, galletitas, sopa de maíz, tarta de cereza y soufflé de espinacas, pero jamás le había visto probar hamburguesas, chuletas de cerdo ni pollo frito.
– ¿Y desde cuándo…?
– Desde la universidad, en cuanto me especialicé en biología.
– ¿Y qué te llevó a tomar esa decisión?
– Todo -contestó Darryl mientras desenrollaba un poco más la envoltura de la barrita-. Me faltó estómago para interferir en el proceso de la vida en cuanto comencé a estudiarla en serio con todas sus incontables permutaciones y manifestaciones y la vi en su totalidad, y lo que había en común, sin importar que la criatura fuera grande o pequeña.
Michael creyó haberle entendido.
– ¿Te refieres al deseo de vida?
Darryl asintió.
– Todas las especies, desde la ballena azul hasta la mosca de la fruta, luchan con todas sus fuerzas para preservar su existencia, y cuanto más las estudiaba, incluso aunque fueran diátomos unicelulares, más hermosas me parecían. La vida es un milagro, un puto milagro, con independencia de la forma que adopte, y nunca he vuelto a sentirme con el derecho a arrebatarle la vida a ninguna innecesariamente.
El periodista podía compartir ese punto de vista mientras no se viera en la obligación de renunciar a las costillas ni al solomillo, pero seguía sin comprender una cosa.
– ¿Por qué no lo has mencionado antes ni en el comedor ni en la sala de oficiales? Te habrían preparado platos para vegetariano o algo por el estilo.
Darryl le miró durante un buen rato.
– ¿Sabes qué suelen decir los militares y los marineros sobre los vegetarianos? -Wilde jamás se había planteado la cuestión, y Darryl lo notó-. Sería mejor decirles que soy pedófilo.
Michael no pudo contener la risa.
– ¿Y qué vas a decir en Point Adélie? ¿Seguirás intentando mantener el secreto?
El científico se encogió de hombros mientras terminaba la barrita proteica y formaba una bola con el envoltorio.
– Lidiaré con ese problema cuando no quede otro remedio. -Se levantó de la litera y empezó a ponerse un suéter-. En cuanto a los demás científicos, no van a notarlo ni van a preocuparse. -Sacó la cabeza por el agujero de la prenda-. Dale a un glaciólogo un buen trozo de hielo para investigar y le harás el hombre más feliz del planeta. A los científicos les preocupa poco lo que hagas mientras no les estorbes en sus experimentos.
Michael tuvo que mostrarse de acuerdo. Había hecho reportajes a dos tipos de esa clase, un primatólogo en Brasil y un herpetólogo en el suroeste de Estados Unidos. Ambos vivían totalmente abstraídos en sus mundos raros y minúsculos. Debía de haber un buen puñado de ellos en Point Adélie.
Cuando el biólogo terminó de empaquetar sus cosas, ambos arrastraron sus equipajes hasta la cubierta de popa, donde el reportero pudo comprobar que los pilotos ya estaban dentro del aparato y llevaban a cabo una comprobación rutinaria del instrumental de a bordo. El contramaestre Kazinski apareció con el equipaje de la doctora Barnes a cuestas. Ésta caminaba justo detrás, vestida con un abrigo verde de tres cuartos y con las coletas del pelo recogidas con un gran nudo.
El capitán se acercó a ellos poco antes de que subieran al helicóptero. Pareció dirigirse a todos, salvo a Michael.
– En nombre de la guardia costera de Estados Unidos me gustaría desearles lo mejor para el resto de su singladura hasta Point Adélie. Nos alegra haberles sido de ayuda, acudan a nosotros siempre que nos necesiten.
Charlotte y Darryl le dieron las gracias con profusión al tiempo que le estrecharon la mano; al final, el capitán miró directamente a Michael.
– Intente no meterse en líos un día sí y otro también, señor Wilde.
– Espero que la teniente Healey se encuentre bien. ¿Sería tan amable de tenerme al tanto de su mejoría?
– Lo haré -contestó el capitán con un tono que dejaba bien a las claras que no iba a hacerlo.
Aparecieron un par de marineros, recogieron sus equipajes y empezaron a colocarlo en el compartimento de carga.
Purcell desvió la vista hacia el oeste, y luego añadió:
– Mejor será que se pongan en marcha. Vamos a tener más mal tiempo.
Luego, se despidió de los pilotos con la mano y se dio la vuelta para encaminarse de vuelta al puente.
Michael agachó la cabeza y siguió a Charlotte y a Darryl por una puerta lateral; se dejó caer en un asiento al otro lado, junto a una gran ventana cuadrada, donde disfrutaba de una gran panorámica, pues esos helicópteros estaban diseñados para ofrecer la máxima visibilidad. Hacía calor en la cabina, así que se despojó del abrigo y los guantes y se abrochó el cinturón del asiento en el preciso instante en que los pilotos encendieron el rotor y todo el aparato empezó a vibrar en medio de un zumbido. Se puso los cascos para atenuar el sonido. Estaban provistos de un intercomunicador. Un tripulante dio una palmada en un costado del aparato y cerró la puerta de golpe. Había un breve pasillo entre el compartimento de pasajeros y la cabina a través del cual podía ver a los pilotos, Díaz y Jarvis, tal y como le habían dicho los marineros encargados de retirar la lona, mientras encendían los contactos situados encima de sus cabezas y revisaban diales y pantallas de ordenador. Parecía una versión en miniatura del puente del barco.
El helicóptero se balanceó sobre la plataforma como una adolescente con zapatos de aguja, pero luego cobró una repentina estabilidad y fuerza antes de alzarse en el aire y poner rumbo hacia la popa. Después, mientras el barco se movía debajo de ellos, el aparato se orientó hacia el suroeste y se alejó tras ejecutar un brusco viraje. El periodista echó un vistazo. Lo último que vio fue la ventana estropeada de la torreta. Habían retirado el cuerpo del pájaro y habían sellado el hueco gracias a una improvisada cubierta de madera con tiras de aluminio entrecruzadas y tubos de ventilación.
Debajo de él se extendía el mar de Weddell, así llamado en honor al marinero escocés dedicado a la caza de focas James Weddell, el primero en explorar aquellas aguas a partir de 1820. La superficie estaba salpicada de bloques de hielo a la deriva e inmensos icebergs, inmóviles en apariencia. Desde lo alto, Michael podía ver las grietas aserradas de los témpanos. Cuando la luz era la adecuada y un rayo de sol incidía desde el ángulo apropiado, el hielo de dentro refulgía como un rutilante letrero de neón azul, y cuando la luz se desvanecía, ofrecía la apariencia de los tubos cuando se acababa de apagar el interruptor, y las grietas volvían a ser una cicatriz atemorizante, una sutura negra o un semblante extremadamente lívido.
Se produjo un chisporroteo en los audífonos antes de que el alférez Díaz se presentara e informara de que el tiempo estimado del trayecto sería de una hora.
– Esperamos un vuelo sin turbulencias -anunció-, pero ya saben cómo son estas cosas por estas latitudes.
Michael no pudo evitar una mirada de refilón hacia su compañero: Hirsch había tenido ya suficientes turbulencias para toda la vida, pero había apagado los cascos y dormía como un bendito con la boca abierta y la cabeza ladeada hacia el amplio hombro de Charlotte, que mostraba grandes ojeras y miraba hacia el mar con expresión reflexiva.
Wilde adivinó en parte qué podía estar pensando. Resultaba difícil no darle vueltas a ciertas cosas cuando se sobrevolaba la yerma y desnuda vastedad del Antártico, cosas como la insignificancia de la propia existencia y la posibilidad de que el menor yerro desencadenase una serie de hechos cuyo saldo fuera el desastre o la muerte. La Antártida seguía siendo el territorio más inexplorado por el hombre a pesar de que los exploradores, los balleneros y los cazadores de focas habían surcado aquellas aguas durante siglos. Le había salvado lo inhóspito de sus condiciones de vida. La industria hizo un alto en el camino cuando fue demasiado elevado el coste de matar a los pocos cetáceos supervivientes para obtener aceite o barbas de ballena. La brutal depredación había diezmado la población de focas hasta que también había cesado de forma gradual, eso sí, después de haber sacrificado con desenfreno a cientos de miles de ellas. La carnicería había sido brutal y desmedida dondequiera que los hombres habían puesto el pie, y tan rápida, que la posibilidad de que los matarifes se enriquecieran desapareció en el plazo de cien años.
Habían matado a la gallina de los huevos de oro una vez y otra, y otra más.
Pero a la postre, la gélida firmeza del Polo Sur había terminado por derrotar a los supuestos invasores y se había impuesto a todos, salvo a los intrusos menos agresivos. Había bases y estaciones de investigación científica como Point Adélie dispersas por las orillas del océano Antártico, pero apenas eran guijarros diseminados por las arenas de una vasta playa, minúsculas manchas negras en un mundo de mares azules y picos cristalinos. Sin embargo, como Michael había tenido ocasión de aprender durante sus almuerzos en el comedor de oficiales, la mayoría de esas estaciones no estaban allí tanto para la búsqueda del conocimiento como para reforzar una hipotética reclamación territorial sobre la tierra y los ilimitados recursos minerales que pudiera haber en el subsuelo.
– La Antártida es el único continente sin naciones y para mantener ese estado de cosas se firmó el Tratado Antártico, suscrito en 1959 -había señalado la teniente Healey una noche en el transcurso de la cena-. El tratado declaraba zona internacional a la Antártida, es decir, a los territorios situados al sur de los sesenta grados de latitud sur. Es una zona libre de armas nucleares. Lo firmaron cuarenta países.
– Pero eso no ha detenido a los okupas -había terciado Darryl mientras llenaba hasta los bordes el plato con patatas gratinadas-. Y si viene uno, acuden todos.
La teniente había sonreído con pesar al oír aquello.
– Tiene razón. Muchos países han establecido estaciones de investigación científica, por llamarlas de algún modo, incluso algunos tan poco probables como China o Perú. Es su manera de afirmar sus derechos a la participación en cualquier debate sobre el futuro de la Antártida o sobre cualquier posible explotación futura de los recursos mineros.
– En otras palabras, se ponen en línea de salida, como nosotros -apostilló el biólogo-, para echar a correr en cuanto suene el pistoletazo inicial. -Se metió en la boca otra cucharada de patatas y antes de tragarlas, añadió-: Y eso va a ocurrir.
Michael no dudaba de que tuviera razón, aunque se le hacía duro imaginar semejante catástrofe mientras a través de la ventana contemplaba el gélido paisaje de debajo, iluminado por un sol acuclillado detrás del horizonte con aspecto de ser una gruesa bola de bronce. El hielo sin fin y el océano parecían tan insensibles como eternos.
Distinguió al oeste los primeros indicios del frente tormentoso que había intuido el capitán. Unas menudas nubes grises llenaban el cielo y comenzaban a dirigirse hacia ellos como jirones de un sudario rasgado por dedos invisibles. También el mar empezaba a encresparse: las olas suaves aumentaron de altura y sus crestas se colmaron de espuma. Un viento cada vez más fuerte empujaba a las bandadas de pájaros.
Hirsch empezó a despabilarse y se retrepó en el asiento. Daba la impresión de haber superado el mareo: estaba pálido, como todo buen pelirrojo, pero ya no tenía la piel verdosa. Dirigió una sonrisa a Michael y le hizo una señal con los pulgares hacia arriba. Charlotte estudiaba un mapa plegado sobre su regazo.
Wilde podía ver a Díaz y Jarvis en la cabina, donde conversaban mientras supervisaban los monitores y los paneles de control. El aparato ganó altitud al cabo de unos segundos y también velocidad, si su apreciación no era errónea. A sus pies, era imposible distinguir otra cosa que no fuera una interminable planicie de banquisa, la capa de hielo flotante que se formaba en las regiones oceánicas polares. El helicóptero pareció sobrevolar la nada durante los siguientes veinte minutos, pero se dirigía a su destino lo más rápido posible. ‹La tormenta debe avanzar más deprisa de lo que esperaban›, dedujo el reportero.
Reclinó la cabeza y cerró los ojos. Él también se hallaba cansado. No había sido fácil conciliar el sueño a bordo del rompehielos a causa del runrún constante de los motores, el rechinar de los talones de proa cuando pulverizaban los bandejones, trozos de hielo del tamaño de un autobús, por no mencionar los camarotes oscuros y húmedos; de hecho, las ropas aún olían a moho. Era imposible dormir un par de horas sin ser despertado por alguna brusca sacudida o, peor todavía, verse lanzado fuera de la litera y acabar en el suelo. No le importaba cómo fueran los cuartos en Point Adélie. Únicamente aspiraba a dormir en una cama estable sin que el más letal de los océanos del mundo golpetease a pocos metros de él, muriéndose de ganas por entrar.
Se preguntó si habría algún cambio en la situación de Kristin. Se le hacía extraño hallarse tan desconectado de la realidad, estar tan lejos, en el sentido pleno del término, de las preocupaciones de su vida cotidiana. Se había tomado una suerte de año sabático con respecto a sus amigos, su familia y su trabajo, eso era cierto. La desolación le había dejado vacío por dentro y había permitido que el contestador se hiciera cargo de las llamadas y que AOL conservara los mensajes electrónicos, pero sabía que se enteraría enseguida si ocurría algo grave. El mundo, o al menos la hermana pequeña de Kristin, se las arreglaría de una u otra forma para abrir una brecha en sus murallas y hacérselo saber, aunque la comunicación habitual era difícil allí donde se dirigía y su capacidad de reacción a cualquier posible suceso era prácticamente nula. Difícilmente podía acudir a la cabecera de una cama ni, peor aún, a un cementerio desde el rincón más inaccesible del planeta, a miles de kilómetros de distancia.
Había algo terrible en todo eso. Si era sincero consigo mismo, suponía todo un alivio. Se sentía liberado de una gran carga desde que se embarcó en aquel viaje. Tenía la impresión de haber recibido un permiso después de haber vivido con la obligación de estar siempre de guardia. Durante meses se había sentido esclavo del reloj, incapaz de avanzar un paso sin volver la vista atrás por si había algo que decir, incluso aunque la existencia de barreras físicas le impidiera decirlo, pues la familia de Kristin le había dejado fuera de juego.
El viento zarandeó el helicóptero. Michael entreabrió un ojo sin mover la cabeza. En el exterior, la escena se había transformado totalmente: las nubecillas grises se habían convertido en un ejército espectral de nubarrones ocupando posiciones en el cielo y una capa de niebla se arremolinaba sobre el mismo océano, ahora situado muy lejos, hasta cubrirlo casi por completo. Las líneas divisorias entre cielo y mar, hielo y aire, se estaban oscureciendo cada vez más. Como bien sabía Michael, ése era uno de los grandes riesgos en la Antártida: todo el universo quedaría reducido en cuestión de minutos a una blanquecina sopa de fotones en al cual las embarcaciones encallarían, los exploradores caerían en grietas imposibles de advertir y los pilotos, incapaces de orientarse, estrellarían los aviones contra la masa de hielo o los harían colisionar en los picos de los glaciares.
– Podría decirse, supongo, que tenemos viento desfavorable -anunció el alférez Díaz por los audífonos del casco. Michael se enderezó en el asiento y miró a sus compañeros de viaje: Darryl estiraba el cuello para mirar por la ventanilla de Charlotte, que dobló el mapa antes de guardarlo-. Pero casi hemos llegado a Point Adélie. Estamos siguiendo la línea de la costa desde el noroeste. Si la bruma se levanta, podrán ver una vieja factoría noruega de balleneros o tal vez incluso la colonia de grajos de Adélie. -Apagó el intercomunicador, pero volvió a encenderlo al cabo de unos segundos-. El alférez Jarvis me ruega que les avise de que el tiempo de aterrizaje va a ser mínimo, por lo cual les pido que sean tan amables de bajar del helicóptero en cuanto les avisemos de que salir es seguro. No se demoren a la espera de sus bolsas y equipo. El personal de tierra los recogerá por ustedes.
Entonces interrumpió la comunicación y no volvió a reanudarla.
El periodista se anudó bien los cordones de las botas y reunió el abrigo, el sombrero y los guantes cerca de él, incluso a pesar de que no iba a ser capaz de ponérselos hasta haberse soltado el arnés de seguridad del asiento. El aparato perdió altitud poco a poco en medio de la bruma. No lo veía, pero era capaz de percibirlo. De vez en cuando resultaba visible algún área de la costa rocosa, y en un par de ocasiones vislumbraron el borrón negro de una nutrida colonia de pingüinos arracimados en una llanura nevada. Entonces, atisbó los restos abandonados de unos edificios de madera coloreada por el hollín y la herrumbre, y de entre la niebla asomaba lo que parecía ser la aguja de una iglesia, aunque resultaba difícil decirlo a ciencia cierta, pues el helicóptero sobrevoló el área a gran velocidad, subiendo y bajando por culpa de las corrientes de aire y sufriendo sacudidas de un lado para otro. Al cabo de unos pocos minutos, cuando el aparato descendió y giró, apareció la loma. El rotor runruneó más fuerte que nunca. Michael se inclinó sobre la ventana para mirar hacia abajo. Las hojas de la hélice hacían jirones del velo de niebla y a través del mismo logró ver a un hombre vestido con una parka naranja con capucha. Les hacía señales con las manos mientras se deslizaba sobre el hielo. Le rodeaban unas manchas grises y marrones en movimiento: unas avanzaban a brincos entre la nieve y el hielo y otras desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, como si se evaporasen de pronto. El helicóptero se cernió sobre el suelo, pero un golpe de viento le zarandeó en el aire. En la cabina, Jarvis y Díaz se agachaban sobre los mandos. Éste último hablaba de forma atropellada por el micrófono.
En el suelo, el hombre desapareció del campo de visión de Michael para luego volver a cruzar por el mismo, todavía haciendo señales con los brazos en alto. El aparato se balanceó otra vez y empezó a descender lentamente después de que un cuerno sonara por dos veces. El contacto con los patines de aterrizaje con el hielo produjo un chasquido muy similar al de una de esas cubiteras pasadas de moda cuando se apretaba para liberar los cubitos. Debajo se oían los gritos del hombre de naranja, que pasó resbalando delante de la ventana. Wilde entrevió debajo de las gafas de esquí un rostro barbudo y gastado por la intemperie. Entonces, escuchó el gradual suspiro de los rotores principal y de cola al aminorar el giro. Los pilotos cambiaron de posición las llaves con movimientos rápidos y soltaron los cinturones.
Michael los imitó.
Díaz se giró y anunció a voz en grito:
– ¡Fin de trayecto!
Jarvis ya había saltado a tierra y estaba tirando de la puerta del compartimento de pasajeros. Ésta se abrió de sopetón y un soplo de aire antártico se coló en tromba dentro de la cabina. Charlotte seguí a forcejeando para liberarse del arnés del asiento y Darryl hacía lo posible por ayudarla.
– Todos abajo a la voz de ya -gritó Jarvis, tendiendo una mano a Charlotte, que al fin había logrado zafarse y daba los primeros pasos sobre el hielo con cautela. Darryl avanzó a tropezones detrás de ella. Michael los sonrió.
Los pilotos y el tipo de la parka naranja comentaron a gritos algo sobre las focas de Weddell y sus cachorros. Michael seguí ensordecido a causa del rugido del helicóptero y se perdía más palabras de las que escuchaba antes de poderlas comprender.
Se alejó del aparato mientras otros hombres enfundados en parkas y protegidos con gafas de esquí corrían hacia la estructura de la cola, donde Jarvis ya había abierto el compartimento de carga. Observaba cómo deslizaban fuera varios palés de vituallas cuando estuvo a punto de perder pie y debió fijar la vista en donde pisaba. ¿Dónde estaba? No había signo alguno de una estación de investigación científica y de pronto descubrió que la capa de hielo tenía boquetes de más sobre el hielo, algo rojo, pastoso y húmedo. El tipo de la parka naranja volvió a vociferar, pero en esta ocasión Michael logró escuchar buena parte de sus palabras.
– ¡Atentos, miren por dónde pisan! ¡Las focas de Weddell están alumbrando aquí a las crías! -Charlotte y Darryl se cogieron del brazo y permanecieron inmóviles-. ¡Han abierto agujeros con los dientes en la placa de hielo! -les gritó el hombre, señalando varios puntos en derredor-. ¡Han hecho respiraderos en el hielo!
Michael vio una cría a pocos metros de distancia. Su figura apenas era distinguible contra el manto helado. Y luego descubrió a otra. Eran blancas, pero estaban embadurnadas de sangre. Ambas tenían abiertos sus ojos negros. Una de las madres yacía detrás de ellas, y así tendida, parecía un gran tubo gris.
Después, cuando observó con más detalle, descubrió a una foca adulta, de mayor tamaño y pelaje más oscuro, que metió la cabeza en un agujero con forma de cono y de algún modo se las arregló para deslizarse por el mismo.
– ¡No se detengan! -gritó el hombre del abrigo anaranjado-. ¡Salgan del hielo!
Alguien de la estación, un tipo cuyo mostacho helado se asemejaba a un picaporte, guiaba a Charlotte y Darryl hacia delante. Michael avanzó trabajosamente en la misma dirección, pero a veces la bruma dificultaba ver dónde ponía el pie, y el hielo, resbaladizo en el mejor de los casos, era aún menos transitable, pues estaba humedecido por la sangre y los restos del alumbramiento de las crías. Wilde soltó un suspiro de alivio cuando al fin pisó la gravilla y el liquen. Un soplo de viento disipó la niebla de una zona y eso le permitió ver a no más de cincuenta metros un manojo de estructuras prefabricadas de color gris turbio situadas en una loma baja. Las habían levantado a pocos centímetros del permafrost, acurrucadas unas junto a otras hasta formar el patio del colegio más feo del mundo. El asta de la bandera cubierta de hielo se alzaba en el centro del mismo con la Vieja Gloria ² flameando al soplo del viento helado.
El hombre de la parka naranja caminó tras él hasta darle alcance y dijo:
– Le llamamos el jardín de la Antártida. -Michael dio patadas en el suelo para sacudirse el frío con sus frías botas manchadas de sangre-. Ahora bien, debo advertirle: no siempre tiene tan buen aspecto.