PARTE IV. EL VIAJE DE REGRESO

Alcé los ojos al cielo y recé y mientras devanaba una oración un malvado murmullo me llegó que mi corazón en polvo convirtió.

Cerré los ojos y así los mantuve pese a que sus globos pulsaban y latían, ya que el cielo y el mar, el mar y el cielo, pesaban sobre mi mirada cansada al seguirme los muertos tan de cerca.

La balada del viejo marinero,

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1798)


CAPÍTULO CUARENTA

18 de diciembre, 9:00 horas


MICHAEL SE PUSO A patear el suelo delante de la enfermería para sacudirse la nieve de las botas. El ruido hizo salir a Charlotte. Al verle, se llevó un dedo a los labios, le cogió del brazo y le guió de nuevo hacia la entrada exterior.

– Ahora, no -susurró.

– ¿Cómo se encuentra?

La doctora tironeó de los guantes hacia delante y hacia atrás mientras se los ponía.

– Lo está pasando bastante mal a pesar de no tener una fiebre muy alta. Le he administrado un sedante y le he puesto un gotero de glucosa. Mejor será que la dejemos descansar.

El periodista se sintió más disgustado de lo que esperaba. Desde el momento en que trajeron a Eleanor del campamento ballenero le había hechizado su rostro, el sonido de su voz y el deseo de descubrir el resto de su historia.

– Y Murphy se ha pasado para recordarme que no hagamos mención de su presencia aquí.

– Ah, vale, a mí también me ha enviado la nota -repuso Michael.

– Venga, vamos -terció ella, echándose la capucha sobre la cabeza-. Creo que lo que necesito ahora es un tazón del café superfuerte del tío Barney.

Apoyándose el uno en el otro para sostenerse bajo el viento racheado, avanzaron centímetro a centímetro rampa abajo hacia la zona común. Habían puesto por la noche un árbol de Navidad de mentirijillas con una serie de adornos de espumillón un tanto estropeados, y éste se alzaba algo mustio en una de las esquinas de la habitación.

Darryl ya se había apropiado de una mesa en la parte de atrás, donde hundía el tenedor en un plato lleno hasta arriba de tofu frito mezclado con verduras. La presencia del biólogo ya se había notado: el tío Barney había encargado más tofu por radio para que lo incluyeran en el pedido que debía llegar con el siguiente vuelo. Charlotte se deslizó en la banqueta más cercana a él, mientras que Wilde se sentó con su bandeja frente a ellos. La doctora, con sus trenzas sujetas en lo alto de la cabeza, lucía un aspecto parecido al de una piña.

Lo primero que hizo fue echar un montón de azúcar en el tazón de café y beberse un buen sorbo.


– ¿Qué, intentando ponerte en pie? -le preguntó Darryl-. Espero que no te importe que te lo diga, pero con esa pinta que tienes… deberías meterte en la cama.

– Gracias por tus amables palabras -replicó ella, poniendo el tazón sobre la mesa-. ¿Cómo es que tu mujer no te ha pegado ya un tiro?

Hirsch se encogió de hombros.

– Nuestro matrimonio se basa en la sinceridad -respondió él, y Michael se echó a reír.

– Lo más extraño de todo es que cuando estaba en Chicago dormía como un lirón, a pesar de las alarmas de los coches que saltaban en mitad de la noche y los vecinos de fiesta hasta las cuatro de la madrugada. Aquí, en este sitio tan tranquilo como una tumba y sin coches a menos de unos cuantos miles de kilómetros a la redonda, me despierto de pronto de madrugada.

– Pero… ¿Cierras bien las cortinas de la cama? -inquirió Darryl.

– Ni se me ocurriría -replicó ella, mojando una tostada en un huevo poco hecho-. Se parecería demasiado a un ataúd.

– ¿Has probado a correr las cortinas de opacidad de la ventana?

Ella hizo una pausa, masticando con lentitud.

– Ah, sí, claro, me levanté y trasteé un poco con ellas anoche.

– La idea es cerrarlas antes de acostarse -le recriminó Darryl.

– Lo hice, pero juraría que… -Barnes se detuvo bruscamente y después continuó-. Habría jurado que escuché algo afuera, en la tormenta.

Michael aguardó. Una nota en la voz de la mujer le advirtió lo que se avecinaba.

– ¿Que oíste qué…? -preguntó el biólogo.

– Una voz… Gritos.

– Quizá era una banshee -explicó Hirsch, removiendo su plato con el tenedor.

– ¿Oíste lo que gritaba? -inquirió Michael en el tono más despreocupado que logró improvisar.

– Me pareció entender, pese al rugido del viento, algo asó como ‹Devuélvemelo›. -Sacudió la cabeza y luego retornó a los huevos y la tostada-. Empiezo a echar de menos las alarmas de los coches.

El periodista logró tragarse el bocado a duras penas, pero decidió guardarse la noticia para sí mismo todavía.

– Esto me recuerda otra cosita… -comentó la doctora mientras rebuscaba en el bolsillo de su abrigo hasta sacar una muestra de sangre en un vial de plástico-. Necesito un análisis de sangre completo de esto.

A Darryl no pareció emocionarle mucho la perspectiva.

– ¿Y a qué se debe que recaiga tanto honor en mi persona?

– Porque eres tú el que tiene todo ese equipo tan magnífico en tu laboratorio.

– ¿De quién es eso? -preguntó.

– De uno de los reclutas -comentó ella, con brusquedad-, y te lo encargo a ti porque no hay más candidatos capaces de hacer un análisis de sangre.

– Vale -dijo él, golpeándose ligeramente en la boca con la servilleta-, y ya que estamos, también yo tengo algunas novedades.

Michael no estaba seguro de si hablaba en serio.

– Estáis sentados, amigos, al lado de alguien grande de verdad. En la última tanda de cebos he atrapado un ejemplar de una especie desconocida hasta ahora.

Tanto Michael como Charlotte le dedicaron toda su atención a partir de ese momento.

– ¿Es eso verdad? -preguntó Michael.

Darryl asintió, sonriente.

– Aunque se relaciona estrechamente con el Cryothenia amphitreta, que permaneció sin descubrir hasta el 2006, no se conoce este pez en concreto.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro? -inquirió Charlotte.

– He consultado una fuente incuestionable, un pequeño tomo titulado Peces del océano Antártico, y ahí no figura. La morfología de su cabeza no se parece a nada que haya visto antes. Tiene una protuberancia que se bifurca sobre los ojos y una cresta púrpura.

– Eso es estupendo -exclamó Michael-. ¿Cómo le vas a llamar?

– De momento he pensado en llamarle Cryothenia, que como ya sabéis significa ‘procedente del frío’, hirschii.

– Vaya, don Modesto -comentó Charlotte entre risas.

– ¿Cómo que don Modesto? -replicó Darryl-. Los científicos llevan toda la vida poniéndoles sus nombres a las cosas, y seguro que le va a sentar como una patada en el culo a un tal doctor Edgar Montgomery, allá en Woods Hole.

– Pues entonces genial -le felicitó Michael.

– Lo que quiero hacer ahora -continuó Darryl-, y de forma inmediata, es ir a por unos cuantos ejemplares más. Debe de haber toda una colonia en las cercanías. Necesito diseccionar el que me he traído, y sería estupendo contar con unos cuantos más para conservarlos intactos.

– A lo mejor tienes suerte -sugirió Michael.

– Murphy nos ha ordenado a todos permanecer en la base hasta que amaine la tormenta, pero espero obtener permiso para llegar por lo menos hasta la caseta de inmersión, donde quiero poner algunas redes y trampas más. Seréis bienvenidos los dos. Les podréis contar a vuestros nietos que estuvisteis presentes allí donde se fraguó la Historia.

Charlotte mojó un poco más de pan en el huevo y añadió:

– Pues la verdad es que me encantaría helarme el culo pescando por ahí, pero creo que en vez de eso me voy a echar una estupenda siestecita, y bien larga.

Pero Michael, que aprovechaba como fuera cualquier oportunidad que surgiera de salir de la base, especialmente ahora que Eleanor estaba fuera de su alcance, repuso:

– Estoy listo, ¿cuándo quieres que vayamos?

Una hora más tarde cruzaron la llanura helada en una motonieve. Michael ejercía de piloto y Darryl iba detrás. El periodista había conducido ese tipo de vehículos durante años y la experiencia solía resultarle de lo más estimulante, pero hacerlo en la Antártida tenía un factor añadido. El aire era tan frío que quemaba y cada centímetro de piel expuesta ardía como si le hubieran prendido fuego, y luego, al cabo de unos segundos, se quedaba totalmente insensible. Por ello mantuvo la cabeza abatida, pegada al manillar, cubierta por el pasamontañas, con los ojos tapados con gafas protectoras y una capucha de piel bien ajustada alrededor.

El paseo hacia la cabina de inmersión, alzada sobre unas patas de hormigón, se les hizo tremendamente corto. Michael dejó que el vehículo se deslizara lentamente hasta alcanzar el pie de la rampa, que moría en la puerta. En el mismo momento en que apagó el motor, el rugido del viento lo inundó todo y les envolvió por completo, hasta el punto de casi derribar a Darryl. El periodista le agarró por el hombro para estabilizarle y después le ayudó a trasladar el equipo al interior. Cerrar la puerta fue una lucha tremenda, ya que el viento racheado amenazaba con arrancarla de las bisagras.

– Jesús -exclamó Michael, y se dejó caer sobre el banco de madera, apartándose la capucha con los mitones.

La temperatura de la caseta no era más agradable que la del exterior a causa del agujero practicado en el suelo, por donde se colaba el frío, pero al menos estaban protegidos del viento. Hirsch encendió los pesados calefactores y durante un par de minutos se limitaron a quedarse allí sentados sin intentar siquiera decir una palabra.

Poco a poco se notó el efecto de los calefactores y la diferencia de temperatura propició la formación de una fina bruma que pendía como un sudario sobre el agujero de inmersión.

– Hay un montón de hielo obstruyendo el agujero -observó Michael-. Vamos a tener que romperlo o no podremos bajar nada.

– ¿Y por qué crees que te he traído? -respondió el biólogo, mientras intentaba atar sus trampas y redes a las largas cuerdas sin quitarse los gruesos guantes.

– Debería habérmelo imaginado -comentó el periodista.

Echó un vistazo al equipo y a los instrumentos colgados en las paredes y luego examinó las herramientas esparcidas por el suelo: sierras para el hielo, cables de acero, arpones. El instrumento más apropiado parecía ser una aguzada pica, aunque era imposible usarla sin quitarse las manoplas, lo cual hizo a desgana. A pesar de todo, tenía otros guantes debajo, pero al menos eran más delgados y le permitían cerrar los dedos en torno a la empuñadura.

Una fina película de hielo recién formado cubría el agua, que se hallaba a poco más de medio metro. El trabajo de hacer practicable el agujero consistía en hundir la punta de la pica hasta quebrar el hielo, y luego tirar del instrumento para tomar impulso y dar otro golpe.

El esfuerzo agotador acabó por recordarle a Michael sus años de niñez, cuando debía limpiar con una pala la entrada de la casa después de cada nevada. Su padre siempre le aconsejaba salir y hacerlo cuanto antes, pues, tal y como le decía, ‹no te resultará más fácil cuando la nieve haya tenido tiempo de helarse›. Recordaba bien aquel dolor peculiar que le subía por los brazos cuando hundía la pala en lo que parecía nieve suelta y luego resultaba ser hielo bien duro. El estremecimiento le recorría toda la columna vertebral y hacía que le dolieran hasta los dientes. Estaba reviviendo esa sensación una y otra vez y el hombro que se había dislocado en las Cascadas comenzó a quejarse con amargura.

Al fin, consiguió reducir el hielo del fondo hasta convertirlo en una papilla medio derretida, aunque sabía que comenzaría a fraguar de nuevo con rapidez.

– ¿Estás preparado? -le preguntó a Darryl, sintiendo cómo le corría el reguero de sudor por la espalda hasta llegarle a la cintura.

– Ya está… casi -respondió Darryl, probando la abrazadera de una trampa con forma de reloj de arena.

La cuerda tenía redes y cepos atados cada cierta distancia, lo cual le confería un aspecto similar al de la pulsera de un gigante. Hirsch, para sujetarla, la había enlazado y enrollado en torno a los enormes calentadores tipo rodapié de la cabaña. Darryl se arrastró de rodillas hacia el agujero y se inclinó justo en el borde para lanzar dentro del agua el extremo lastrado del cable.

– ¿Puedes hacer más hueco? -pidió.

Michael usó la pica para retirar ese puré de cubitos a un lado. Hirsch dejó caer la cuerda dentro del agujero y el lastre sujeto al otro extremo lo arrastró hacia dentro. El torno al que iba atada zumbó conforme iba soltando más cable, arrastrando los distintos artefactos del biólogo hacia las profundidades del océano polar.

Michael utilizó la pica para apartar los grumos de hielo hasta que el instrumento saltó de su mano de forma repentina e inexplicable, y cayó dando tumbos por el agujero de hielo como un tronco que se precipita por un barranco.


– ¿Qué demonios ha pasado?

Darryl se echó a reír y alzó la mirada antes de advertirle:

– Murphy te la va a cobrar.

Michael le acompañó en sus risas hasta ver a Darryl salir lanzado de cabeza hacia el agujero. ‹Se habrá enganchado al cable›, pensó en un primero momento para evitar que éste siguiera corriendo, pero el cable simplemente rozó con fuerza debajo de su bota de goma hasta que olió a quemado y continuó desenrollándose.

Y de todas formas, no había sido culpa del cable.

Una manaza de color azul cobalto había aferrado con fuerza a Darryl por el cuello de la parka y alguien intentaba abrirse camino por debajo de la tarima de la caseta. La situación del biólogo no era fácil, pues tenía medio cuerpo fuera y la cabeza y un brazo ya sumergidos en el agua; sin embargo, agitaba el otro como un poseso para repeler a su atacante.

Michael le cogió por las botas y dio un fuerte tirón con el propósito de subirle.

Entonces, alguien se movió por el espacio existente entre la tarima y el hielo del suelo, y enseguida asomó por el agujero una cabeza grande, con la barba congelada y unos globos oculares blancos y enloquecidos.

Era Danzing.

El musher soltó a Darryl en cuanto clavó los ojos en Wilde, como un león distraído ante el descubrimiento de una presa más apetecible, e intentó subir para meterse en la caseta. Darryl estaba empapado y pedía ayuda a gritos.

Sin embargo, Michael podía ofrecerle bien poca. Danzing, cubierto por una capa plateada de nieve congelada, había sacado ya ambos brazos de debajo de la tarima y se elevaba por la abertura como Poseidón surgiendo de las profundidades del mar.

– De… vuel… vemelo -gruñó a través de lo que quedaba de su garganta destrozada.

Wilde le lanzó otra patada, pero Danzing era muy rápido y se anticipó, agarrándole por la bota. Por suerte, ésta estaba húmeda y se le escurrió entre los dedos.

El biólogo había conseguido salir del todo del agujero y ahora estaba agazapado debajo de un banco, donde intentaba secarse el agua del pelo en pleno ataque de pánico. Daba la impresión de ignorar todavía qué le había golpeado ni qué estaba pasando.

Pero Michael sabía perfectamente a quién se enfrentaba. Danzing chorreaba agua helada por los empapados pantalones negros y la camisa de franela, pues debía de haberse mojado mientras intentaba subir por el agujero; seguía de rodillas, mas ya intentaba ponerse en pie. El periodista recorrió las paredes con la mirada hasta que descubrió uno de esos lanzaarpones usados para defenderse de los leopardos marinos. No lo dudó y se subió de un brinco al banco de madera para poder retirarlo de la pared.

Danzing ya se había incorporado y avanzaba hacia él, mas tropezó con el cable, trastabilló y estuvo a punto de caer, lo cual le concedió a Michael el tiempo preciso para preparar el arma y apuntar a la monstruosa criatura que se le echaba encima entre jadeos.

Apenas había distancia entre ellos cuando apretó el gatillo y la punta del arpón en forma de tridente explotó en el interior del pecho del atacante. La fuerza del impacto envió hacia atrás al agresor, pero, a trancas y barrancas, logró detenerse en el mismo borde del agujero y, tras unos segundos de duda, mantuvo el equilibrio; luego, llevó la mano al arpón, todavía clavado en su pecho, y lo aferró con fuerza mientras lo miraba boquiabierto y sorprendido. Michael no perdió el tiempo y con una patada le hizo caer de espaldas por el embudo helado.

Se oyó un fuerte ruido de salpicadura, un gorgoteo, el sonido del hielo resquebrajándose y luego… sólo silencio, roto por el zumbido de los calefactores.

Darryl se quejaba a grito pelado mientras intentaba sacudirse el agua congelada del pelo. Michael aún no podía acudir en su socorro. Cargó el arma y se asomó al borde del agujero con el lanzaarpones dispuesto.

No había nada que ver, excepto el tenso cable de acero reforzado que sostenía las trampas de Darryl y una temblorosa tracería de hielo azulado que comenzaba a cerrarse de nuevo sobre la tumba marina de Danzing.

CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

18 de diciembre, 1:00 horas


SINCLAIR PERMANECIÓ ANTE LAS puertas abiertas de la iglesia y se quedó mirando al exterior, hacia la cegadora blancura de una ventisca tan densa que apenas veía el pie de las escaleras. Ni los perros podrían andar por ahí en esas condiciones.

Empujó las puertas con el hombro hasta que las cerró de nuevo y se volvió para contemplar sus dominios: una capilla lóbrega donde los perros del trineo yacían espatarrados sobre el suelo de piedra o acurrucados en apretadas pelotas entre los viejos bancos, un lugar cuyas paredes azotaba el viento implacable, susurrando a través de las grietas de la madera y los marcos de las ventanas. En realidad, sólo era una jaula enorme, eso y sólo eso… y él, nada más que otra bestia aprisionada en su interior.

Sus pensamientos vagaron hasta detenerse en un día, una tarde de domingo en la que había llevado a Eleanor al zoológico de Londres con la esperanza de distraerla, pero las cosas no habían salido todo lo bien que él hubiera deseado. Ella parecía cada vez más alicaída conforme pasaban ante sus ojos un animal tras otro encerrados en sus jaulas, y comenzó a considerar a aquellas criaturas cautivas desde su punto de vista. Muchos estaban solos, confinados en espacios pequeños sin ningún elemento proveniente de la naturaleza, ni arbustos, árboles, rocas, arena o aunque sólo fuera barro helado, que pudieran hacerles sentir más cómodos y en un ambiente familiar para ellos. Eleanor se había aferrado a su brazo y vagaban por el sinuoso sendero, pasando al lado de una fila tras otra de gruesos barrotes de hierro hasta que llegaron al animal más popular de los exhibidos.

El tigre de Bengala.

Envuelto en su elegante piel tapizada de rayas negras, anaranjadas y blancas, caminaba nerviosamente de un lado para otro en un espacio tan pequeño que apenas le permitía darse la vuelta. A sólo unos escasos metros de distancia se congregaba una muchedumbre de espectadores y varios niños le hacían muecas cuando la bestia dirigía una torva mirada en su dirección. Uno de ellos lanzó una bellota entre los barrotes que rebotó sobre el morro del felino. Éste rugió, y ellos se echaron a reír y se palmearon las espaldas unos a otros, llenos de regocijo.

– ¡Dejadlo ya, parad de una vez! -les recriminó Eleanor, adelantándose para sujetar la mano de uno de los chicos que iba a lanzar otra bellota. El muchacho se volvió, sorprendido, y sus desaliñados compañeros la rodearon hasta que Sinclair dio un paso adelante a su vez.

– Largaos de aquí -les advirtió en voz baja pero severa-, u os arrojaré dentro de la jaula.

El chico vaciló entre impresionar a sus colegas o salvar el pellejo, y cuando Sinclair adelantó la mano para agarrarle de la manga escogió la segunda opción y salió disparado hasta ponerse fuera de su alcance. Pero una vez que se sintió a una distancia segura, se detuvo para tirarle una bellota y gritarle unas cuantas palabras llenas de desafío.

Sinclair se volvió hacia Eleanor, que había clavado una mirada inmóvil en el tigre. Éste había interrumpido sus vueltas interminables y le devolvía la mirada. No se atrevió a decir una palabra, ya que era como si ella y el tigre hubieran entrado en una silenciosa comunión. Ambos se sostuvieron la mirada el uno al otro durante al menos un minuto, y escuchó decir a un espectador anciano con grandes bigotes blancos y retorcidos hacia arriba:

– Miren, la señora ha sido hipnotizada.

Sin embargo, cuando ella colocó su brazo bajo el de Copley para continuar el paseo le caía una lágrima de los ojos.

Michael se sentía como si hubiera interpretado muchas veces variaciones de esa escena: intentar convencer a Murphy de que lo imposible era posible y que había ocurrido lo impensable. Primero fue que había encontrado a una mujer congelada en el hielo; luego, que Danzing había sido asesinado por uno de sus propios perros; y ahora, que después de haber asesinado a Ackerley, había regresado una vez más para atacar a Darryl en la caseta de inmersión. La única ventaja era que Murphy se había acostumbrado de tal manera a estas extrañas charlas que había dejado de cuestionarse la veracidad de las palabras de Michael o su cordura. En ese momento estaba sentado detrás de la mesa de su despacho, peinándose el espeso cabello canoso con los dedos, más blanco cada día que pasaba. Como observó Michael, hacía preguntas en un tono de voz resignado, casi mecánico.

– ¿Estás seguro de que te lo has cargado esta vez con el arpón? -le preguntó al periodista.

– Sí -repuso éste-. Creo que al fin se ha ido para siempre.

Sin embargo, ¿estaba tan seguro como parecía sonar?

– De cualquier manera -replicó Murphy-, voy a ordenar que nadie vaya a la caseta de inmersión por ahora… Sólo será hasta que estemos seguros. Cerciórate de que el señor Hirsch entiende el mensaje alto y claro.

Se oyó una ráfaga de estática procedente de la radio que había detrás de su asiento.


– Velocidad del viento, ciento veinte, nor-noroeste -informó una voz lejana-. Las temperaturas alcanzarán de cinco a quince grados bajo cero, y está previsto que suban hasta los… -Hubo una nueva interferencia y después la voz regresó, continuando-… centro de altas presiones moviéndose en dirección suroeste desde la península chilena hacia el mar de Ross.

– Parece que tendremos mañana un respiro -comentó el jefe, haciendo girar la silla y apagando el cacharro-, al menos por parte de este jodido tiempo. -Luego se volvió para enfrentarse a Michael de nuevo con un impreso en la mano-. El informe de la doctora Barnes -comentó poniéndose las gafas para leer en voz alta- dice: ‹La paciente, la señora Eleanor Ames, que se declara ciudadana inglesa de unos veinte años de edad -se detuvo, echando una ojeada a Michael por encima del borde de las gafas-, se encuentra en situación estable, con todas las constantes vitales estabilizadas en este momento. Muestra todavía signos de hipotensión y arritmias recurrentes, junto con una anemia extrema, que le será tratada definitivamente una vez finalicen los análisis de sangre›.

Abatió el papel.

– ¿Tienes idea de cuándo los terminará Hirsch?

– No.

– Que no se te note mucho, pero dale un empujoncito a ver si los remata de una puñetera vez.

– ¿Y no sería más eficaz si lo hicieras tú?

– No quiero levantar más sospechas de las que ya circulan por ahí -repuso Murphy-. Todo lo que él sabe es que debe analizar otra muestra de sangre, así que mejor lo dejamos como está. Y por si no lo has notado, el pelirrojo no se lleva nada bien con las figuras de autoridad.

Se recostó otra vez en el sillón, aún enarbolando el papel.

– De modo que éste es el primer documento oficial, fechado y todo, mira tú, que recoge la existencia de la Bella Durmiente.

– Eleanor Ames -le corrigió Michael.

– Ah, vale, llevas razón, la verdad es que es bastante real ya. -Guardó la hoja dentro de una carpeta de plástico azul con gestos deliberados-. Y en consecuencia, todo lo que suceda de aquí en adelante tendrá que quedar debidamente registrado -comentó-, o por otra parte podemos optar por no generar ningún documento, al menos de momento, y sin que circule ninguna información. En otras palabras, la elección es ésta: o no dejar registros escritos o soltar la boca. ¿Entiendes lo que quiero decir?

El reportero asintió.

– Lo último que necesitamos, lo último en este puto mundo, es tener más gente encima de la que ya se nos va a echar, desde la NSF a cualquier otra agencia a la que se le ocurra declararse competente en este asunto. Me he pasado dos años hasta poder cualificarme para obtener una pensión completa. No me gustaría tenerlos por aquí cumplimentando formularios y haciendo declaraciones. -Hizo un gesto en dirección a una tambaleante pila de papeles y formularios de aspecto oficial en una bandeja de oficina-. ¿Ves esto? Toda esta mierda no es más que jodida rutina. Imagínate qué ocurriría si se hiciera público lo que te he leído.

Michael se lo imaginaba la mar de bien. De hecho, ya se estaba preguntando qué era lo que le iba a decir, y qué no, a su editor, Gillespie, durante su próxima conversación.

– Estando las cosas como están, éste es el motivo de que te pida que te guardes para ti mismo todo lo que puedas. Y ya que estamos en ello, hazme un favor más.

– Haré cuanto esté en mi mano.

– Me gustaría que fueras el contacto, o como quieras llamarle, con la señorita Ames. Échale una mano a Charlotte y mantenme informado de lo que ocurra, qué tal va la paciente, qué hace, qué crees tú que debemos hacer. No me parece necesario decirte que no pienso que haya ocurrido jamás nada parecido a esto, en ningún otro momento y lugar, y no tengo ningún interés particular en difundir por ahí que está aquí a cualquiera que no lo sepa ya. Me gustaría llevar esto con calma, discreción y precaución.

– Pero ¿tu plan consiste en dejarla confinada en la enfermería? -inquirió Michael-. Porque te aseguro que se le va a ir la olla ahí dentro. Al menos a mí me ocurriría seguro.

– Ya veremos, lo que hagamos dependerá de cómo vayan las cosas, y no antes de haber obtenido más información de Darryl y Charlotte.

– ¿Y qué hay de su compañero, el hombre al que ella llama Sinclair? -le urgió el reportero-. Si las predicciones mejoran, ¿podríamos regresar a Stromviken para buscarle?

– Mañana mismo, si el tiempo no lo impide. Entonces a lo mejor podemos organizar una partida de búsqueda. -Lo cierto es que sonó como si no tuviera el más mínimo interés en ello; Wilde sospechaba que guardaba la esperanza de que ese Sinclair, que desde su punto de vista no era más que otro marrón de cuidado, desapareciera sin más-. A lo que me refiero es a que vayamos a cosa por vez -continuó Murphy-. Si asumimos que ella es quien dice que es, y dice que es…

– Me he roto la cabeza para buscarle otra explicación a todo esto -le interrumpió el reportero-. Créeme, lo he intentado de veras.

– Bueno, vale, sigue intentándolo -replicó el jefe O’Connor-, pero si lo asumimos así, y continuando la línea del argumento, pensamos que tienes razón, ¿qué pasaría si ella se contagia de algo procedente de alguien de por aquí, algo para lo que no esté inmunizada?

Michael no había pensado en aquello y se le escapó una exclamación ahogada.

– ¿Te das cuenta? -insistió Murphy, alzando las manos-. Éste es el tipo de cosas que hemos de considerar. Quiero decir, no soy médico, pero diablos, si lo fuera, sabría qué hacer respecto a Ackerley.

Michael también había estado preguntándose sobre este asunto. No se había hecho ningún anuncio de su muerte, y era sólo cuestión de tiempo el que alguien se diera cuenta de que nadie había visto al escurridizo Gnomo durante bastante tiempo.

– ¿Y qué es lo que has hecho con el cuerpo? -le preguntó Michael.

– Está almacenado en frío -repuso Murphy-. Se lo he comunicado a su madre, ya que vive con ella, allí en Wilmington, pero la verdad, estaba tan empanada que no he conseguido hacérselo entender. No he realizado ningún informe oficial, porque es lo segundo que pasa, y teniendo en cuenta que ocurrió tan de seguido a lo de Danzing, ya me puedo dar por contento si no aparece una maldita delegación del FBI a investigar. -Una repentina racha de viento sacudió todo el módulo hasta los bloques de cemento sobre los que se apoyaba-. Por eso le pedí a Lawson que fuera allí y limpiara el laboratorio de botánica, y que intentara proteger aquello en lo que estuviera trabajando.

Parecía una decisión buena, e incluso loable, pero Michael se preguntaba si habría alguien en la base capaz de mantener todas las plantas vivas, especialmente aquellas orquídeas con sus largos y delicados tallos. Todo en la Antártida parecía conspirar contra la supervivencia, contra la vida, y conforme se acercaba el momento de su marcha, sólo podía pensar en aquello, en la única persona que el frío eterno había protegido realmente, acogiéndola en su seno.

– Y no olvides lo que te he dicho sobre esa mujer, la tal Ames -le gritó Murphy-. Trátala con guante blanco en todo momento.

Michael se dejó caer por la enfermería por si ella estaba despierta y consciente. No quería parecer un pretendiente inoportuno, pero al mismo tiempo deseaba desesperadamente conocer su historia. Llevaba a cuestas, en su mochila, sus cuadernos y bolígrafos de reportero y una grabadora del tamaño de una palm. Dudó sobre si llevarse o no su cámara, pero le pareció que era un poco indiscreto y le daba miedo incomodarla. Así que decidió que las fotos podían esperar.

Sin embargo, se dio cuenta de que no había escogido la mejor ocasión. Tocó en la puerta cerrada, a pesar de que la enfermería generalmente estaba abierta de par en par, y escuchó a Charlotte apresurarse en el interior.

– ¿Sí? -preguntó-. ¿Quién está ahí?


El reportero se identificó y la puerta se entreabrió el espacio suficiente para dejarle entrar. Charlotte, con su ropa de hospital de color verde, tenía un aspecto tenso, y a Eleanor no se le veía por ninguna parte, allí en la zona destinada a los enfermos.

– ¿Está despierta?

La doctora suspiró y luego asintió.

– ¿Va todo bien?

Ella inclinó la cabeza hacia un lado y dijo en voz baja:

– Tenemos lo que tú llamarías algunas dificultades técnicas.

– ¿Y de qué tipo…?

– Psicológicas, emocionales… Problemas de adaptación.

Se oyó un sollozo procedente de la zona de enfermos.

– Es decir, no creo que sea exactamente un shock -aclaró la doctora-, dadas las circunstancias, pero le he administrado otro sedante suave, a ver si le ayuda.

– ¿Crees que sería positivo que entre y hable con ella antes de que le haga efecto? -susurró Michael.

Charlotte se encogió de hombros.

– Quién sabe… Quizá le sirva para distraerse un poco. -Pero cuando él se dirigía hacia donde se encontraba la enferma, le advirtió-: Eso siempre que no le digas nada que la altere.

Michael se preguntó cómo era posible decirle algo a Eleanor Ames sin mencionar nada que pudiera molestarla.

Cuando entró en la zona, se la encontró de pie con un suave y esponjoso albornoz blanco, mirando hacia fuera por el estrecho panel de la ventana. La mayoría del cristal estaba cubierto de nieve y sólo dejaba pasar un pálido simulacro de luz diurna. Volvió rápidamente la cabeza cuando él accedió a la habitación, temerosa, asustadiza y claramente algo avergonzada por haber sido sorprendida con aquel atuendo doméstico. Tiró de las solapas del albornoz para cerrarlas bien y después retornó a su contemplación de la ventana.

– No hay mucho que ver hoy -comentó Michael.

– Él está ahí fuera.

El reportero no tuvo que preguntar a quién se refería.

– Está allí fuera, completamente solo.

Una abundante bandeja de comida yacía intacta en la mesilla de noche.

– Y ni siquiera sabe que le he dejado en contra de mi voluntad.


Eleanor comenzó a andar de un lado para otro con un par de zapatillas blancas y los ojos llorosos clavados en la ventana. Había experimentado una transformación extraña; la primera vez que Michael la había visto, en el iceberg y luego en la iglesia, le había parecido tan ajena a este mundo, tan fuera de lugar y de época. Nunca había puesto en duda que estaba hablando con alguien de quien le separaba un gran abismo de tiempo y experiencia, sin lugar a dudas.

Pero ahora, con el cuello del albornoz blanco ceñido alrededor del rostro, el cabello recién lavado colgándole libremente por la espalda, y arrastrando las zapatillas por el suelo de linóleo, tenía el mismo aspecto exacto de cualquier otra joven que acabara de salir de una cabina de tratamiento de spa pijo.

– Ha sobrevivido a muchas cosas -afirmó Michael, escogiendo las palabras cuidadosamente-. Estoy seguro de que podrá sobrevivir también a esta tormenta.

– Eso era antes.

– ¿Antes de qué?

– De que yo le abandonara. -Tenía un puñado de pañuelos de papel húmedos hechos una pelota en la mano y los usó para secarse las lágrimas.

– No tuvo elección -añadió Michael-. ¿Cuánto tiempo hubiera podido resistir allí, comiendo alimento para perros y quemando viejos breviarios para mantener el calor?

¿Había hablado con demasiada precipitación? Estaba intentando consolarla, pero sus ojos verdes habían relampagueado en una muda advertencia.

– Hemos pasado por cosas peores juntos. Cosas peores de las que usted jamás haya conocido y que jamás pueda imaginar. -Le dio la espalda y sus frágiles hombros se agitaron debajo del albornoz.

Michael dejó la mochila en el suelo y se sentó en la silla de plástico que había en una esquina de la habitación. Algo en su interior le decía que la actitud más comprensiva sería simplemente marcharse y regresar cuando ella se hubiera tranquilizado, pero, por otro lado, a lo mejor era lo que deseaba pensar, algo le decía que a pesar de su pena y su confusión, ella no quería que él se fuera en realidad… que extraería algo de consuelo del hecho de que él se quedar allí. En el entorno artificial en el cual la habían metido, él podría ser una especie de nota familiar.

– La doctora me ha dicho que no puedo salir de aquí -comentó Eleanor, en un tono de voz más tranquilo.

– Desde luego no con esta tormenta -afirmó él en tono ligero.

– De esta habitación -precisó la joven.

Desde el principio el reportero había entendido lo que ella quería decir.


– Es sólo de momento -le aseguró-. No queremos exponerla a nada, como gérmenes, bacterias o cosas así, contra lo que usted no tenga defensas naturales.

Eleanor dejó escapar una risa amarga.

– He cuidado de soldados con malaria, disentería, cólera y fiebre de Crimea, la cual contraje, por cierto. -Inspiró profundamente-. Y como puede ver las he sobrevivido todas. -Entonces se volvió hacia él y dijo con algo más de alegría-: Pero la señorita Nightingale, desde luego, ha estado impulsando grandes reformas en este sentido. Hemos empezado a airear las salas del hospital, incluso por la noche, para disipar los miasmas que se forman. Y yo personalmente creo también que introduciendo mejoras en la higiene y la nutrición se pueden salvar una gran cantidad de vidas. Es sólo cuestión de convencer a las autoridades pertinentes.

Era el discurso más largo que le había oído pronunciar y ella también debió de quedar sorprendida de su propia locualidad, porque se detuvo de repente y un ligero rubor le inundó las mejillas. A Michael le quedó claro que era fácil adivinar lo seriamente que se había tomado sus deberes como enfermera.

– Pero ¿qué estoy diciendo? -masculló ella entre dientes-. La señorita Nightingale hace mucho que murió. Y sin duda, todo esto que acabo de decir debe de haber sonado estúpido. El mundo ha seguido su camino y aquí estoy yo contándole cosas que usted debe saber ya, porque se debe de haber comprobado hace muchos años si son verdad o están completamente equivocadas. Lo siento, me he olvidado.

– Florence Nightingale llevaba razón -comentó Michael-, y usted también. -Hizo una pausa-. Y no estará confinada en esta habitación durante mucho tiempo. Veré qué podemos hacer.

Ella ya había estado expuesta a él y a los gérmenes que pudiera acarrear consigo, así que, pensó Michael, ¿qué problema habría en otros posibles contactos? Y en cuanto a encontrarse con otras personas dentro de la base, tanto probetas como reclutas, bueno, seguro que había montones de formas de andar de un lado para otro sin generar muchas interacciones. Point Adélie no era precisamente la estación Grand Central.

Eleanor se sentó en el borde de la cama, frente a Michael. El sedante debía de estar haciéndole efecto porque había dejado de llorar y ya no se retorcía las manos.

– Contraje la fiebre después de la batalla. -El reportero se moría por sacar la grabadora, pero no quería hacer nada que pudiera confundirla o molestarla en ese estado de ánimo tan voluble. Le dejó seguir-: Sinclair, el teniente Sinclair Copley, del 17º de lanceros, resultó herido en la carga de la caballería. Cogí la enfermedad mientras le cuidaba.


Tenía la mirada como ausente, y Michael se dio cuenta de que incluso el tranquilizante más suave debía de tener mucho efecto en alguien que jamás los había tomado.

– Pero la verdad es que tuvo suerte. Murieron casi todos sus compañeros, incluso su querido amigo el capitán Rutherford. -Suspiró y bajó la mirada- Según lo que me dijeron, la caballería ligera resultó completamente destruida.

Michael casi se cayó de la silla. ¿La caballería ligera? ¿Estaba hablando de la famosa carga de la caballería ligera, aquella que inmortalizara el poema de Alfred Tennyson? ¿Hablaba de una experiencia de primera mano?

¿Estaba sugiriendo entonces que su compañero congelado, ese teniente Copley, era un superviviente de la carga? Fuera lo que fuese, una fantasía coherente o un registro histórico de inimaginable autenticidad, debía tomar nota.

Deslizó una mano dentro de su mochila, y con destreza sacó la grabadora.

– Si no le importa -la informó-, voy a usar este instrumento para registrar nuestra conversación.

Y apretó el botón.

Durante un buen rato, ella observó con gesto pensativo a su interlocutor y a la pequeña y brillante luz roja indicadora de que estaba en marcha, pero parecía como si no le importara en realidad. Él no estaba seguro de que ella hubiera entendido lo que le estaba diciendo, o lo que la máquina hacía en realidad. Tenía la sensación de que había tantas cosas que le resultaban novedosas, desde las doctoras negras hasta las luces eléctricas, que escogía sólo algunas cosas, una por vez para captarlas y procesarlas.

– Les ordenaron atacar las posiciones de los cañones rusos -continuó ella- y fue entonces cuando les aniquilaron. Había piezas de artillería en las colinas, a cada lado del valle, así que las probabilidades en contra eran sobrecogedoras. Estuve trabajando noche y día, igual que mi amiga Moira y las demás enfermeras, pero no podíamos con todo. Había demasiadas batallas, demasiados hombres heridos o agonizantes. No pudimos hacer más.

Él pudo observar en sus ojos cómo ella había retrocedido hasta ese momento y volvía a revivirlo.

– Estoy seguro de que usted hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudar.

Le devolvió una mirada compungida.

– Hice cuanto pude y más -aseguró, con rotundidad. Sus ojos se nublaron al recordar aquellos sucesos que aún tenían el poder de obsesionarla-. Todas nosotras nos vimos obligadas a hacer cosas para las que no nos habían preparado.

Y el reportero comprobó entonces que aquella marea de la memoria la arrastraba consigo de regreso a su época.


A la noche siguiente de encontrar a Sinclair, lo recordaba muy bien, se había apropiado en secreto de varias cosas, entre ellas un vial de morfina. Valía más que el oro, y por ello la señorita Nightingale mantenía un ojo atento a las reservas de la misma. Escogió el momento en que ésta había dado ya la última vuelta y se suponía que Eleanor tenía que estar en las habitaciones de las enfermeras, profundamente dormida, para deslizarse por las tortuosas escaleras con una lámpara turca en la mano y rehacer el camino hacia las salas de los afectados por la fiebre. Varios soldados la confundieron con la señorita Nightingale y susurraron bendiciones a su paso.

– ¿Eso sucedió después de qué batalla? -la interrumpió Michael amablemente, aunque la voz la despertó bruscamente de su ensoñación.

– Balaclava.

– ¿En qué año ocurrió?

– A finales de octubre de 1854. Y los barracones del hospital estaban tan atestados que los hombres yacían sobre la paja, hombro con hombro.

El highlander, recordó, aquel que una vez le había advertido en su delirio de que Sinclair era un hombre malo, estaba justo a su lado. Si también lo veía sufrir mucho, había decidido compartir con él el contenido del vial, pero dedujo que era completamente innecesario en cuanto llegó a la sala. Dos camilleros con el rostro cubierto con pañuelos estaban inclinados sobre el cuerpo del escocés para cerrar los dos lados de su mugrienta manta de lana sobre él, pero no antes de que Eleanor captara un atisbo del rostro. Estaba tan blanco como una valla recién pintada de cal y la piel tenía el aspecto de una pieza de fruta seca de la que se había extraído todo el zumo y la pulpa.

– Buenas tardes, señorita -le dijo uno de ellos-. Soy yo, Taylor. -La joven reconoció al tipo orejudo del día de la amputación fatal de Frenchie-. Y Smith también está aquí -le informó, señalando al tipo fornido que cosía a toda prisa los dos lados de la manta. Ella sabía que aquel envoltorio asqueroso serviría como sudario y ataúd del muerto y que arrojarían su cuerpo en una fosa común abierta en las colinas cercanas.

Alzaron el cuerpo del suelo a la de tres y Taylor se echó a reír por debajo de su pañuelo.

– Este tipo es más ligero que una pluma.

Se deslizaron fuera de la sala, balanceando el cuerpo envuelto en la manta entre ellos y Eleanor pudo arrodillarse en el espacio que había dejado para atender a Sinclair, que, para su alivio, mostraba una mejoría evidente e inesperada.

Michael volvió a interrumpirla.

– Usted y las otras enfermeras bajo el mando de la señorita Nightingale… ¿Cuántas eran en total?

– No muchas… Un par de docenas en los mejores momentos -respondió ella, con aspecto cansado-. Muchas cayeron enfermas y murieron, pero tanto Moira como yo resistimos. Yo había encontrado una camisa limpia y una navaja para Sinclair. Usé la navaja para cortarle el pelo, ya que lo tenía infestado de piojos, y después le ayudé a afeitarse.

– Debió de estarle muy agradecido.

– Llevaba en el bolsillo el vial de morfina.

– ¿Se lo dio usted también?

Apareció en su rostro una mirada vacilante.

– No. No lo hice. Tenía tan buen aspecto que pensé en guardarlo… por miedo a que tuviera una recaída y lo necesitara entonces. -Alzó los ojos hasta Michael-. Era muy difícil de obtener.

– Ahora pasa igual -le explicó el reportero-. Eso es lo único que no ha cambiado. Sin embargo, él se recuperó, así que debió usted de sentirse muy contenta… y también orgullosa.

– ¿Orgullosa? ¿Orgullosa de qué?

Eleanor jamás habría usado esa palabra. Nunca había vuelto a sentir orgullo en su vida después de saber cuáles eran sus espantosas necesidades, y menos todavía después de ayudarle a satisfacerlas.

Y cuando se vio obligada a compartir esas mismas necesidades, no había sentido nada más que un sentimiento de vergüenza abrumador y permanente.

– ¿Qué hicieron cuando él se recuperó y terminó la guerra? ¿Regresaron ambos a Inglaterra?

– No -replicó ella, dejándose llevar por sus pensamientos durante unos momentos-. Jamás retornamos a casa.

– ¿Y eso por qué?

¿Cómo iban a volver después de haberse convertido en aquello? Porque ella enfermó nada más empezar la mejoría de Sinclair. La visita a la sala de afectados por la fiebre había tenido sus consecuencias y a la mañana siguiente, Eleanor notó los primeros síntomas: un mareo ligero y una viscosa humedad extendiéndose por su piel. Hizo cuanto pudo por disimularlo, ya que sabía que no tendría posibilidades de ver a su amado una vez la relevaran de sus obligaciones. Sin embargo, cuando acudió a su lado para llevarle un cuenco de sopa de cebada, tropezó con sus propios pies, derramando la sopa y cayéndose casi encima de él. Copley la sujetó en sus brazos y llamó pidiendo ayuda.

Un camillero con pañuelo llegó hasta allí arrastrando los pies, con la colilla de un cigarro tras la oreja, pero avivó el paso cuando vio que era Eleanor la que necesitaba ayuda y no un soldado agonizante cualquiera.


Sinclair se sentía muy acongojado y ella intentó, incluso en la situación en la que estaba, asegurarle que se encontraba bien. La escoltaron de vuelta a las habitaciones de las enfermeras en la torre, donde antes de acostarla Moira le puso inmediatamente un vaso de oporto en los labios. Era un misterio cómo se las apañaba para encontrar este tipo de cosas. Eleanor recordaba poco de lo sucedido durante la semana siguiente… aparte de ver el rostro preocupado de Moira encima del suyo, una y otra vez… y el de Sinclair en el transcurso de esa noche inolvidable.

Fue consciente del bajo sonido siseante de la máquina sólo cuando dejó de hablar. Incluso no se había dado cuenta de haber estado hablando.

– ¿Por qué no regresaron nunca a Inglaterra? -insistió Michael de nuevo.

– Allí no habríamos sido bienvenidos -aclaró ella finalmente, apoyándose en las manos-. No la menos… teniendo en cuenta lo que éramos. Nos habíamos convertido en… ¿cómo les llaman ustedes? -Empezaba a mostrarse soñolienta, confusa; fuera lo que fuese lo que le hubiera dado la doctora estaba consiguiendo su objetivo de forma indudable-. ¿Cómo les llaman a quienes han sido expulsados de su propio país?

– ¿Exiliados? -sugirió él.

– Sí -murmuró ella-, creo que ésa es la palabra. Exiliado.

Se oyó un ligero click y la joven bajó la mirada para ver cómo se desvanecía la luz roja de la pequeña cajita siseante del reportero.

– Ah, vaya, su faro se ha apagado.

– Bueno, lo volveremos a encender en otro momento -repuso el reportero, alzándole los pies del suelo con suavidad para depositarlos en la cama-. Y ahora, creo que debería dormir un rato.

– Pero tengo unas rondas de visitas que hacer… -dijo ella, mientras luchaba sin éxito para sujetarse la cabeza antes de que cayera de nuevo sobre la almohada. Sentía una creciente sensación de urgencia. ¿Por qué yacía ella allí cuando debía estar visitando las salas? ¿Por qué andaba allí parloteando mientras los soldados morían?

Alguien le quitó las zapatillas.

– No estoy cumpliendo ni mucho menos con mis obligaciones…

Una vez que cerró los ojos, Michael le echó una manta por encima. Se había quedado profundamente dormida otra vez. Guardó la grabadora y el cuaderno, después bajó la persiana y apagó la luz.

Y luego, simplemente se quedó allí como un centinela, observándola bajo aquella tenue luz que penetraba en la habitación. Ya había estado de vigilancia otras veces como ahora, reflexionó. La mata apenas se movía mientras ella respiraba y tenía la cabeza vuelta contra la almohada. ¿Dónde estaría ella ahora? ¿Y qué extraña concatenación de sucesos la había llevado hasta su terrible fallecimiento, envuelta en cadenas y confiada al mar? Ésa era una pregunta que no sabría nunca cómo ni cuándo hacer, pero lo que sí sabía era que le quedaba muy poco tiempo. El permiso del NSF finalizaba en un par de semanas. Y aun así, ¿quién sabía qué reacción experimentaría al revivir un drama como ése? Los mechones sedosos de su pelo le cruzaban la mejilla y aunque sintió el momentáneo impulso de apartarlos, sabía que no debía tocarla. Ella se encontraba en algún lugar muy lejano… Era una exiliada de una época y un lugar que ya no volverían a existir jamás.

CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

19 de diciembre, 2:30 horas


TODO HABÍA IDO A pedir de boca hasta que el análisis de sangre encargado por Charlotte le distrajo, refunfuñó Darryl.

Había trabajado muy duro en las muestras de sangre y tejidos del Cryothenia hirschii, el descubrimiento que se iba a convertir en la base de su prestigio científico, y los resultados preliminares habían sido espectaculares: la sangre del pez no estaba libre por completo de hemoglobina, sino que también era misteriosamente baja en aquellas glicoproteínas anticongelantes objeto de su estudio. En otras palabras, esa especie podía prosperar en las aguas gélidas del océano Antártico, pero siempre que fuera extremadamente cuidadosa. Tenía menos protección contra la congelación que todas las demás especies examinadas hasta la fecha, y un mero roce con hielo real se propagaba por todo su cuerpo como un relámpago y la congelaba al instante y donde se encontrara. Quizá por eso había descubierto el primer ejemplar, e incluso aquellos otros dos que ahora nadaban en el tanque del acuario, muy cercanas a la costa, y vagando cerca de la corriente cálida que fluía de una de las cañerías de desagüe del campamento. O quizá podría haber sido que simplemente les gustaban los rayos de luz diurna, por tenues que fueran, que se filtraban a las profundidades a través de los agujeros de la caseta de inmersión. Fuera cual fuese la razón, él estaba agradecido de haberlos encontrado.

Estaba registrando todos los nuevos datos, que hacían su hallazgo cada vez más original y valioso, cuando recordó el favor que le había prometido a Charlotte. Sacó la muestra del frigorífico y notó que en la etiqueta no había ningún nombre sino sólo dos iniciales: «E.A.». Repasó mentalmente con rapidez los nombres de los probetas, pero ningunos de ellos correspondía con aquellas dos letras. Así que debía de proceder de uno de los reclutas; tenía relación con unos cuantos y un par más que sólo conocía por sus apodos: Moose y T-Bone. Por otro lado, Charlotte no le había dado instrucciones acerca de qué era lo que debía buscar, lo cual resultaba bastante molesto. ¿Es que no se daba cuenta de que él tenía también mucho trabajo?

Afortunadamente, el laboratorio de biología marina poseía todo aquello que un hematólogo pudiera necesitar, desde el último modelo de centrifugadora hasta un autoanalizador que realizaba ensayos monoclonales, estudios fluorométricos y lecturas ópticas avanzadas de plaquetas, y todo en una sola tacada. Pasó toda la batería de test, desde el de la alanina aminotransferasa hasta los triglicéridos, además de todo aquello que pudiera encontrarse entre medias, y mientras esperaba para llevarle los datos a Charlotte, leyó de pasada los datos impresos, lo cual le dejó helado. No tenían sentido y en algunos casos podría haber estado mirando los resultados de uno de sus ejemplares marinos. Mientras que un milímetro cúbico normal de sangre humana contiene una media de cinco millones de glóbulos rojos y siete mil de glóbulos blancos, en esta muestra ambos mostraban resultados casi inversos. Si la analítica era correcta, el paciente de Charlotte hacía que el pez recién descubierto por él pareciera en comparación un animal vital y de sangre bien roja.

Esto le convenció de que el resultado no podía ser correcto o de que había intercambiado las muestras sin querer. «Caramba», pensó, «lo mismo estoy pillando el Gran Ojo y ni siquiera me he dado cuenta». Tendría que pedirle a Michael que comprobara hasta qué punto se encontraba aún en la realidad, pero antes, y únicamente para comprobar que el equipo funcionaba correctamente, introdujo una muestra de su propia sangre y los resultados fueron correctos. De hecho, tenía el colesterol más bajo de lo normal, lo cual le alegró mucho. Con los restos de la muestra de «E.A.» realizó un nuevo análisis… y obtuvo los mismos resultados.

Si eso era sangre humana, sólo los niveles de toxicidad habrían matado al paciente en menos de lo que dura un latido de corazón.

Quizá, reflexionó, lo mejor sería salir del laboratorio un rato y aclararse un poco la mente. Desde la pasada visita a la caseta de inmersión, donde Danzing casi había conseguido ahogarle, había estado encerrado en su cuarto o en el laboratorio. El cuero cabelludo y las orejas le dolían todavía a consecuencia de la ligera congelación, así que como medida de precaución había estado tomando un anticoagulante y una tanda de antibióticos. En el Polo Sur, el no prestar atención a las pequeñas cosas, una mancha azul en un dedo del pie, una sensación de quemazón en las puntas de los dedos, podía costarte una extremidad o… incluso la vida. Y tampoco era que aquel mal tiempo incansable hiciera las actividades al exterior más fáciles… Se preguntó, mientras guardaba los resultados del laboratorio en los bolsillos de su parka, cómo el personal de Point Adélie que «sobrehibernaba», como le llamaban, se las apañaba para resistir. Seis meses de mal tiempo ya era suficientemente malo, pero seis meses de mal tiempo sin sol siquiera era del todo inconcebible.

Fuera, el viento soplaba con tanta fuerza que al intentar inclinarse para resistirlo no lo conseguía y permanecía erguido. Agachó la cabeza y empujó hacia delante, sujetándose a las cuerdas guía que habían puesto a lo largo de las explanadas que se extendían entre los laboratorios y los módulos comunes. A su izquierda, las luces del laboratorio de botánica de Ackerley brillaban con fuerza. Se le ocurrió de pronto que hacía tiempo que no le había visto y pensó que sería buena idea pasarse por allí para saludar. Y quizá a lo mejor mangarle una o dos fresas.

Cuando llegó a la celosía de madera ubicada delante de la puerta, tuvo que aferrarse con fuerza al azotarle una racha de viento particularmente violenta; luego, se impulsó rampa arriba hacia el laboratorio. Ackerley había instalado una doble cortina de grueso plástico para entorpecer la corriente de aire procedente de la puerta y cuando Darryl las apartó se internó en el calor la luz brillante y la humedad familiares del laboratorio. «Debería venir aquí más a menudo», pensó, «es como unas vacaciones en un mar tropical».

– Hola, Ackerley -saludó mientras sacudía los pies en la esterilla de goma-. ¡Necesito una guarnición de ensalada!

Pero la voz que le respondió no era la de Ackerley, sino la de Lawson, y procedía de algún lugar detrás de las mamparas metálicas. Darryl se sacó la parka con un encogimiento de hombros y también el gorro, los guantes y las gafas, dejándolas en un desvencijado perchero tallado en el hueso de una ballena, y se fue en busca de Lawson.

Lo encontró sobre una peldañera ocupándose de un racimo de rojas fresas maduras que colgaban de una tracería de tubos empañados de vaho. Alrededor de su cabeza lucía racimos de relucientes frutas húmedas y, sobre las mesas, contenedores transparentes en los cuales había toda una auténtica jungla de otras plantas, como tomates, rábanos, cogollos, rosas y, lo más maravilloso de todo, orquídeas. Lucían una docena de colores distintos, desde el blanco, pasando por el fucsia, hasta el amarillo dorado. Se alzaban sobre unos extraños tallos inclinados que parecían las patas de una grulla.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Darryl-. ¿No es éste el trabajo de Ackerley?

– He venido a echar una mano -respondió Lawson, sin comprometerse.

– Esto es como Hawai -comentó Darryl, alzando el rostro hacia las luces cálidas y brillantes montadas en el techo por encima de los tubos-. No me extraña que Ackerley odie salir de aquí. -Le echó el ojo a una fresa particularmente suculenta y dijo-: ¿Crees que le importará si pruebo una?

Lawson le miró desde lo alto de la escalerilla y contestó:

– No. Cógela.

Hirsch alzó el brazo y tomó la más baja de las fresas colgantes y después se la introdujo en la boca. El tío Barney se las apañaba para cocinar una gran cantidad de comida rica, pero no había nada comparable al sabor de una fresa recién cogida del tallo.

– A propósito, ¿dónde está él?

Lawson se encogió de hombros.

– Pregúntale a Murphy.

Esto le resultó extraño. ¿Por qué tenía que preguntarle al jefe O´Connor? También era raro que hubiera alguien allí en ausencia de Ackerley. Se parecía mucho a él, no quería que nadie extraño anduviera por su laboratorio sin estar presente.


Pero ahora que lo pensaba, tampoco el sitio tenía aspecto normal. Por lo general, estaba limpio y ordenado; sin embargo, al volver la vista a un lado y mirar por un tosco pasillo, vio un par de armarios volcados sobre un suelo manchado de tierra y lleno de muestras de líquenes y musgos. Además, descubrió una escoba y un recogedor apoyados sobre un estante, y también una bolsa negra de basura que parecía llena de desechos. «¿Qué pasa aquí? ¿Han nombrado a Lawson nuevo jardinero ayudante?», se preguntó para sus adentros.

El biólogo intentó un par más de trucos para entablar conversación, pero terminó dándose cuenta de que Lawson quería que se marchara. Normalmente, el chico era bastante sociable, e incluso en algunas ocasiones casi podía llamársele gregario, pero desde luego no en ese momento. Quizá no estaba contento con su nuevo trabajo y sólo quería terminarlo lo antes posible.

Darryl le dio las gracias por la fresa y se puso encima de nuevo todo el equipo. Algunas veces le daba la sensación de que se pasaba la mitad del tiempo en el Polo quitándose y poniéndose las mismas capas de ropa.

Cuando abandonó el laboratorio de botánica, avanzó con gran esfuerzo hacia el patio de la bandera, aferrándose con fuerza a las cuerdas guía. La nieve era tan espesa en el aire que era difícil ver nada a unos cuantos metros adelante, pero cuando se acercó al módulo de administración, vio a Murphy y a Michael con los rostros abatidos, abriéndose camino por la explanada hacia alguno de los módulos destinados a almacén. Les habría llamado, pero sabía que su voz sería arrastrada por el viento, así que se limitó a seguirles. Se dirigieron hacia uno de los cobertizos destartalados donde abrieron el candado de las puertas de acero corrugado y se metieron dentro.

Esto picó la curiosidad de Hirsch. Jamás se le debe presentar un misterio a un científico sin esperar que intente resolverlo.

El biólogo se desplazó sigilosamente dentro del cobertizo y después de quitarse las gafas cubiertas de nieve echó una mirada alrededor. Era una especie de antesala, llena de cajones de cocina y suministros para la base. Había un par de puertas de acero algo más allá que también estaban abiertas… y daban a lo que Darryl supuso había servido alguna vez como almacén y despensa para la carne.

Se adentró un paso y se detuvo abruptamente cuando vio que Murphy se volvía hacia él y le encañonaba con un arma. El reportero también estaba armado con un lanzaarpones.

– Madre del cielo, ¿qué mierda estás haciendo aquí? -inquirió el jefe con un susurro lleno de ansiedad.

Darryl estaba demasiado aturdido a la vista del armamento exhibido para ser capaz de contestar.

Michael abatió el lanzaarpones y dijo:

– Vale, lo hecho, hecho está. Simplemente quédate ahí detrás, y bien quietecito.

– ¿Por qué?

– Lo sabrás dentro de un minuto.

Murphy lideró la marcha con cautela y se desplazaron por un pasillo de unos tres metros de altura flanqueado por pilas de cajas y cajones hasta que le dieron la vuelta a una esquina y Darryl vio un cajón de madera alargado marcado con la etiqueta «Condimentos variados Heinz», encima del cual, y de forma inexplicable, una esposa ensangrentada colgaba de un tubo.

– Mierda -masculló Murphy-, mierda, mierda, mierda.

«Pero ¿qué demonios buscan?», se preguntó Darryl. «¿Qué esperan encontrar?». Durante un momento, se preguntó si no habría regresado Danzing. ¿Cómo era que el arpón que le había atravesado el pecho no le había enviado derecho al fondo del mar?

– Ackerley -dijo Murphy, elevando la voz ligeramente-. ¿Estás aquí?

¿Ackerley? ¿Estaban buscando a Ackerley? ¿Aquí o por todas partes? Y si era así, ¿a qué le tenían tanto miedo? Ese hombre era tan inofensivo como una de sus coles.

Se oyó un sonido parecido a un rasgueo, como el de un bolígrafo sobre el papel, y todos avanzaron silenciosamente hacia el siguiente pasillo. Éste también estaba vacío, pero el rasgueo aumentó de intensidad. Murphy, enarbolando el arma por delante, se dirigió hacia el siguiente corredor y allí fue donde vieron a Ackerley o a algo que se le parecía mucho. Tenía un aspecto más demacrado de lo habitual, con la cola de caballo suelta y colgando de la nuca como una ardilla muerta. Llevaba una bolsa de basura de plástico hecha jirones envolviéndole los hombros y estaba sentado en un cajón de Coca-Cola rodeado por montones de envases vacíos de soda y papeles, albaranes arrancados de las cajas, donde estaba escribiendo. En ese momento, garrapateaba en la parte de atrás de uno de ellos, reclinado en una tabla sujetapapeles apoyada en el regazo, y trabajaba con la concentración de un físico intentando desarrollar una ecuación especialmente compleja.

– Ackerley -insistió Murphy.

– No, ahora no -replicó el botánico sin mirar siquiera por encima de sus pequeñas gafas redondas.

El jefe y Michael intercambiaron una mirada entre ellos como diciendo: «Pero ¿esto de qué va?». Entretanto, Darryl simplemente se le quedaba mirando, aterrado. ¿Qué era lo que le había pasado a Ackerley? La garganta, que se le veía parcialmente bajo la bolsa de plástico, parecía destrozada, y la muñeca de la mano izquierda, la que sujetaba la tabla casi sin fuerzas, tenía aspecto de estar rota y magullada. La piel estaba moteada con goterones de sangre seca.


– ¿Qué estás haciendo? -preguntó el reportero en un tono de voz deliberadamente inocente.

– Tomando notas.

– ¿De qué?

Ackerley continuó escribiendo.

– ¿Sobre qué estás escribiendo? -insistió Murphy.

– Sobre el proceso de la muerte.

– Pues a mí no me pareces muerto -intervino Darryl, aunque no le pareció del todo verdad tampoco.

El botánico terminó de redactar una frase, y después alzó lentamente los ojos. Los tenía bordeados de rojo, e incluso el blanco de la pupila estaba teñido de un ligero tono rosado.

– Oh, ya lo creo que sí -comentó-, sólo que aún no del todo.

Su voz tenía un sonido bajo, como de borboteo. Le dio un sorbo a uno de los envases abiertos y después simplemente lo dejó caer de la mano.

El jefe abatió el cañón del arma, permitiendo que apuntara hacia el suelo, y Ackerley hizo un gesto en su dirección.

– Yo no haría eso si fuera tú.

Murphy lo elevó rápidamente y el botánico dejó que el último papel cayera flotando hacia el suelo para reunirse con los demás.

– Los he numerado, para que podáis leerlos en orden.

– ¿Leer qué? -inquirió Michael.

– Lo que ocurre -aclaró Ackerley- después.

Se hizo un silencio y luego el botánico se arrancó la bolsa de plástico de la garganta; la piel estaba tan destrozada que a Darryl le sorprendió que pudiera hablar con ella en ese estado, ya que se podía ver como se movían las cuerdas vocales.

El botánico cabeceó en dirección al arma del jefe O´Connor y dijo:

– Ahora, será mejor que uses eso.

– ¿De qué estás hablando? -replicó Murphy-. No te voy a disparar. Queremos saber algo.

– No pasa nada -intervino el reportero-. Hablaremos con la doctora Barnes. Debe de haber alguna manera de que podamos ayudarte.

– Úsalo -insistió el botánico con una horrible voz rasposa-, y justo después, sólo por seguridad, quema mis restos. -Se alzó lentamente sobre sus pies, y dio un paso vacilante en su dirección-. De otro modo, podéis terminar como yo. -Los tres dieron un paso hacia atrás-. Aparentemente se contagia con bastante facilidad.

– ¿El qué? -preguntó Darryl, chocando contra una estantería llena de cacharros y sartenes que tintinearon dentro de sus cajas.

– La infección. Va por la sangre o por la saliva. Es como el VIH y parece estar presente, al menos hasta cierto punto, en todos los fluidos corporales. -Se tambaleó al acercarse y, sin perder de vista el arma, murmuró-: Hazlo u os mataré a todos. No sé si tengo elección sobre este tema.

Le vieron parpadear muy despacio detrás de las gafitas. El pie chocó con uno de los envases vacíos que había a su alrededor y éste dio un giro perezoso sobre el hormigón.

Michael intentó azuzarle hacia atrás con la punta del arpón, pero Ackerley lo apartó a un lado.

– Usa la pistola, y hazlo bien.

Continuó acercándose a ellos y cada vez había menos espacio para seguir retirándose. Darryl dio un paso hacia atrás y pasó al corredor que contenía el equipo de cocina, pero a esa distancia escasa percibió la mirada demencial, aunque llena de voluntad, de los ojos de Ackerley. Realmente creía lo que estaba diciendo.

– ¡Dispara! -gritó el botánico, mientras una burbuja de sangre brotaba de su garganta abierta-. ¡Dispárame!

Y con los brazos extendidos, arremetió contra el brazo de Murphy.

El tiro restalló con fuerza, y su eco permaneció varios segundos en los fríos confines del almacén. La cabeza del botánico salió hacia atrás y las gafas volaron en dirección contraria, cayendo sobre el suelo de cemento.

Pero mantuvo los ojos abiertos a pesar del balazo y dibujó con los labios una vez más la palabra «dispara», hasta que al fin se quedó inmóvil y la última burbuja de sangre explotó cerca de su garganta.

A Murphy le temblaba el brazo y se dobló de costado.

Hirsch hizo ademán de arrodillarse junto al cadáver, pero el reportero le advirtió:

– Apártate.

Darryl se quedó quieto.

– Eso es -repuso Murphy, con voz temblorosa-, deja espacio a su alrededor.

– Creo que deberíamos esperar un rato -añadió Michael con cierta solemnidad.

Así que permanecieron sentados sobre los cajones de madera, con las cabezas abatidas y los ojos clavados en el cuerpo, apiñados a su alrededor en un círculo irregular. Darryl no sabría decir cuánto esperaron, no estaba seguro, pero fue Michael el que en un momento dado se arrodilló para buscarle el pulso y escuchar algún posible latido del corazón. Sacudió la cabeza para indicar que no había ninguno.

– Pero aun así, no voy a volver a correr ningún riesgo -indicó Murphy, y Darryl sabía que era mejor dejarlo así. El jefe haría lo que él quisiera y era aconsejable no inmiscuirse mucho en el asunto.

CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

20 de diciembre, 23:00 horas


MICHAEL SE HABÍA PREPARADO durante meses para recibir esa llamada, pero aun así fue un duro golpe cuando sucedió.

– Ha sido una bendición -decía Karen, al menos por tercera vez-. Ambos conocíamos a Krissy y a ella no le habría gustado seguir de esta manera.

La vigilia se había acabado. Buscó una silla en la abarrotada zona de comunicaciones y tomó asiento, doblado por la mitad, como si le doliera tras recibir un puñetazo en el estómago, porque así era como se sentía. El último ocupante del asiento había dejado un crucigrama casi completado en la mesa de teléfono vía satélite.

– ¿Cuándo ocurrió exactamente?

– En torno a la medianoche, el jueves. He esperado un poco para llamar porque, como ya te puedes imaginar, hemos andado todos por aquí como locos.

Intentó hacer regresar su mente al jueves por la noche, pero incluso estando tan cerca en el tiempo era difícil saber con certeza qué había estado haciendo. Todo fluía tan deprisa en la Antártida que ya tenía mérito ser capaz de recordar el día de la semana, así que mucho más, sin duda, cualquier cosa de días anteriores. ¿Dónde estaba él? ¿Qué había estado haciendo justo en ese momento? A pesar de ser tan práctico y realista, sentía que le gustaría haberlo sabido, que hubiera querido tener algún tipo de extraña conexión psíquica con Kristin que le hubiera advertido de su marcha. Y saber que se había ido por su propio bien.

– Claro, ahora mi madre le echa la culpa a mi padre a sus espaldas. Cree que si hubiéramos dejado a Krissy en el hospital, todavía estaría viva, si se le puede llamar vida a eso.

– Yo jamás lo habría llamado así.

Karen suspiró.

– Tampoco Krissy.

– ¿Cuándo es el funeral?

– Mañana. La ceremonia va a ser algo muy breve. Y, bueno, me he tomado la libertad de encargar algunos girasoles en tu nombre.


Era una buena elección. Los girasoles, con sus rostros erguidos, amarillos y llenos de luz, eran los favoritos de Kristin. «Éstas no son unas florecillas remilgadas», le había dicho una vez cuando atravesaron un campo plantado de ellos en Idaho. «¿Sabes?, dicen: "Eh, mírame, qué grande soy, qué amarillo, ¡aquí me tienes!"».

– Gracias -dijo Michael-. Te lo debo.

– Sólo fueron 9,95 dólares en total. Creo que podemos olvidarlo.

– Ya sabes que me refiero a todo… incluida esta llamada.

– Sí, bueno, cuando regreses a Tacoma puedes invitarme a un Blue Plate Special¹ en la cafetería griega que quieras.

– En el Olympic.

Se hizo una pausa, y la línea se llenó con los leves chasquidos de la estática.

– Así que -insistía Karen-, ¿cuándo regresas?

– El permiso de la NSF dura hasta final de mes.

– ¿Y entonces, qué? ¿Te darán la patada en el Polo Sur?

– Me retendrán aquí hasta que llegue el siguiente avión con suministros.

– ¿Has conseguido lo que fuiste a buscar, alguna buena historia? Si Michael hubiera estado de ánimo para echarse a reír, lo habría hecho. No sabía ni cómo empezar a explicarle todo cuanto había ocurrido.

– Eh, sí, vale -contestó-, sólo puedo decirte que no creo que me quede corto de material.

Cuando colgaron, él, simplemente, se quedó allí sentado, mirando sin ver el crucigrama sin terminar. La mirada se le detuvo en una pista que decía: «Fotógrafa algo pervertida». Cinco letras. Cogió el lápiz azul que alguien se había dejado por allí y lo rellenó. «Arbus». Después, siguió allí sentado, dándole vueltas al lápiz en la mano, perdido en sus pensamientos, y dejando que las novedades le calaran bien.

– Oye, ¿has terminado con el teléfono? -le preguntó uno de los reclutas, inclinándose sobre el lateral de la puerta.

– Sí, claro -repuso Michael, dejando de nuevo el lápiz en la mesa-, ya he acabado.

Retornó a su habitación pero Darryl ya se había acostado y no había forma humana de que Michael consiguiera conciliar el sueño, no sin un par de píldoras para dormir. Estaba intentando dejarlas, de todos modos, como preparación para su regreso al mundo real. Así que guardó el portátil y un puñado de papeles y, colgándose la mochila de los hombros, se enfrentó a lo que quedaba de tormenta para dirigirse a la sala de descanso y establecerse allí. Murphy había dicho que el informe meteorológico anunciaba una ligera mejoría al día siguiente, lo que les permitiría volver a Stromviken a la búsqueda del esquivo teniente Copley.

Como le había oído hablar a Eleanor mucho de él, el periodista tenía una curiosidad especial por conocerle.

Cogió una taza de café de la máquina y apagó la televisión en la cual se veía un vídeo de Notting Hill, por lo que dedujo que Betty y Tina debían de haber sido las últimas en estar allí. Pero por lo demás, el lugar estaba maravillosamente vacío. El reloj de la pared indicaba que era justo un poco más de la medianoche. Michael encendió el reproductor de CD y una ráfaga de notas de Beethoven -incluso él era capaz de reconocer la obertura de la Quinta Sinfonía-, inundó el espacio. Era una compilación de música y no cabía duda de que pertenecía a uno de los probetas. Bajó el volumen y se dejó caer al lado de una mesa de juego, donde colocó su trabajo.

«No pienses en Kristin», se dijo para sus adentros cuando se dio cuenta de que había estado allí sentado, dándole vueltas al tema, durante al menos un movimiento completo de la sinfonía. «Piensa el alguna otra cosa». Posó los ojos en el trabajo que se había traído, y en especial en las páginas sueltas que Ackerley había estado garrapateando en la vieja despensa de la carne, y estuvo casi a punto de echarse a reír. Estaba claro que en el Polo Sur las distracciones agradables lucían por su ausencia.

La caligrafía del Gnomo consistía en una serie de garabatos finos e inseguros muy similar a la de las etiquetas que el botánico había pegado cuidadosamente sobre cada uno de los cajones de muestras de musgos y líquenes guardados en el laboratorio, pero esas páginas eran especialmente difíciles de leer, manchadas como estaban de sangre y escritas en el revés de facturas y hojas de inventario.

La primera página y la segunda, cuidadosamente numeradas, como él había prometido, en la esquina superior derecha, volvían a narrar el ataque, cómo se había vuelto para ver a Danzing avanzar pesadamente por el pasillo que daba a la encimera del laboratorio.

Recuerdo que me tiró al suelo, destruyendo de paso una orquídea meticulosamente cultivada (género Cymbidium) al arrastrarla en mi caída, y me atacó con gran violencia y sin ningún tipo de provocación. El asalto, aunque aparentemente fortuito y sin sentido, al final se reveló como totalmente deliberado y con un propósito.

Michael se echó para atrás en el asiento, sorprendido. Tenía que quitarse el sombrero ante este hombre que, después de haber sido salvajemente atacado y herido, y haber vuelto de entre los muertos, como había hecho, se las había apañado para no perder la compostura científica y su estilo de prosa. Las notas, escritas en la despensa de la carne en condiciones de extrema dureza, podían leerse como un artículo a punto de ser remitido a una revista académica para ser examinado por sus pares.

Por salvajes e inconexos que pudieran parecer sus esfuerzos, el señor Danzing se atuvo siempre al propósito de atravesar la piel y acceder al suministro de sangre.

¿El señor Danzing?

No quedó claro en el momento del suceso cuáles eran sus razones ni qué componentes específicos de la sangre andaba buscando. De hecho, sigo desconociéndolas. Sin embargo, me recordó en grado sumo las necesidades hematófagas de la Nepenthes ventricosa.

La sangre fría del científico le dejó sin aliento.

La defunción, tal y como entendemos ese concepto a priori, no tuvo lugar hasta que pasó al menos un minuto de los hechos. Desconozco el tiempo transcurrido entre ese momento y lo que de aquí en adelante referiré como la Reanimación, aunque, tal y como he podido comprobar, la descomposición material no ha sido excesiva. (Deben consultarse los gráficos de descomposición y morbilidad). La rápida refrigeración de mis restos parece haber ayudado de forma considerable.

Las siguientes líneas estaban completamente manchadas y Michael tuvo que ponerse a buscar la página siguiente según la numeración. Estaban todas extendidas en el tablero de la mesa que tenía delante, como las piezas de un rompecabezas. Halló la continuación en los márgenes de una orden de compra.

La reanimación fue gradual, muy semejante al despertar de un estado profundo de sueño, posiblemente en estado hipnogógico. La línea entre el sueño y la vigilia la crucé de forma imperceptible, aunque fue seguida de forma inmediata por una sensación de pánico y desorientación. Estaba en una oscuridad total, confinado de alguna manera, y el miedo a un enterramiento prematuro fue, sin duda, la idea más relevante que ocupó mi mente. Siendo franco, grité y me debatí contra lo que me constreñía, y me sentí muy aliviado cuando descubrí que estaba envuelto sólo en bolsas de plástico, que eran permeables y fáciles de romper.

«Dios mío», pensó Michael. La ordalía de Ackerley parecía extraída de un libro de Edgar Allan Poe, y el hecho de que él hubiera tenido parte en el asunto le hizo sentir una aguda punzada de culpabilidad.

Pero mi mano izquierda estaba incomprensiblemente sujeta a un tubo por una esposa. Esto me llevó a suponer que alguien, ¿quizá el señor O´Connor?, tenía razones para creer que: a) una tercera parte podría tener algún interés en hacerse con mi cuerpo (¿con qué propósito?); o b) era de esperar que sucediera algo parecido la Reanimación. Me llevó varias horas, e incluso la abrasión de bastantes trozos de piel, así como, creo, la dislocación de tres dedos, el poder liberarme.

Tras la obtención de la libertad, debo consignar que me asaltó una sed intensa y en cierto modo sobrecogedora. Todos los intentos de saciarla con las distintas bebidas disponibles en la despensa fueron inútiles. Vino acompañada además por molestias visuales.

Soy un científico o, más exactamente, lo era, y estoy totalmente convencido de que mi presente y antinatural estado pronto tendrá un final; y creo que es de mi incumbencia, mientras me sea posible, describir lo mejor que mis capacidades me permitan las sensaciones que experimenté.

Michael debió buscar de nuevo la página siguiente. La encontró debajo de su tazón de café. Ésta estaba escrita en la parte de atrás de un folleto de anuncio de cerveza Samuel Adams.

Los objetos situados dentro de mi campo visual parecían borrosos. Únicamente puedo compararlo con la iluminación procedente de un tablero de débiles luces fluorescentes, ligeramente tenue.

Ahora bien, el pestañear pareció mejorar la imagen, aunque después volvía a emborronarse otra vez y eso me obligaba a realizar un bizqueo casi continuo. Por ese motivo, pestañeo continuamente, incluso en este momento, para poder continuar escribiendo. Es posible que esta molestia ocular sea un signo del reflujo de la Reanimación.

Nota: Por favor, envíen mi amor y mis efectos personales a mi madre, la señora Grace Ackerley, al 505 de French Street en Wilmington, DE.

Michael hizo una pausa en ese momento. «Jesús». Entonces, cogió de nuevo el tazón de café y siguió leyendo.

También estoy experimentando unas ciertas dificultades respiratorias. Es como si sufriera escasez de oxígeno, lo cual hace que sienta un ligero mareo, aunque mis pulmones y mis vías respiratorias no parecen obstruidas de ninguna manera.

Michael fue consciente de ser observado antes incluso de ver realmente a alguien. Al mirar por encima del borde del tazón de café descubrió en la amplia entrada arqueada una esbelta figura deslizante envuelta en un abrigo naranja.

Supo que era Eleanor incluso a pesar de llevar echada la capucha y de que la cubría por completo el abrigo que llevaba casi a rastras por el suelo. Posó la taza sobre la mesa y le preguntó:

– ¿Por qué no está en la cama?

La pregunta real era: «¿Cómo es que está fuera de la enfermería? Se supone que está en cuarentena de verdad y, desde luego, fuera de vista de todos».

– No podía dormir.

– La doctora Barnes podría darle algo que la ayudara.

– Ya he dormido bastante. -Pero él vio cómo la capucha giraba cuando ella paseó la mirada, perpleja, alrededor de la habitación. Se detuvo en el piano y su banqueta vacía, y después volvió a moverse por toda la sala de descanso-. He oído música.

– Sí -dijo él-. Una pieza de Beethoven, seguro que lo conoce.

– Conozco algunas de las composiciones de Herr Beethoven, sí. Pero…

– Es un CD -comentó él, haciendo un gesto hacia el reproductor que había en una estantería-. Hace música.

Se levantó de la silla y se dirigió al aparato; primero lo detuvo y luego lo puso en marcha de nuevo; sonaron las notas del comienzo de la sonata Claro de Luna.

Eleanor, desconcertada, avanzó por la habitación y echó la capucha hacia atrás, descubriendo la cabeza. Se dirigió directamente hacia la máquina y permaneció de pie delante de ella a unos cuantos pasos, como si tuviera miedo de acercarse un poco más. Michael, para sorprenderla, pulsó la tecla de avance rápido y saltó hacia el Concierto para el Emperador, con lo que los fastuosos sonidos de la orquesta aparecieron de nuevo y a ella se le desorbitaron los ojos aún más asombrada, si eso era posible. Entonces, se volvió hacia él y le miró… con una sonrisa en los labios. Era la primera vez que veía en su rostro una sonrisa como esa, de puro asombro. Sus ojos relucieron y casi se echó a reír.

– ¿Cómo puede hacer eso? ¡Suena como si estuviéramos en Covent Garden!

Michael no tenía muchas ganas de ofrecerle una conferencia sobre la historia de los instrumentos electrónicos de audio, ni aunque hubiera sabido cómo hacerlo, pero sin duda estaba cautivado por su evidente disfrute.

– Es complicado -repuso-, pero fácil de usar y puedo enseñarte cómo.

– Me gustaría mucho.

También a él, pensó. El aroma de la máquina de café era fuerte y le preguntó si quería uno.

– Sí, gracias -respondió ella-. Ya he tomado antes café turco, en Varna y Scutari.

– Sí, bueno, éste es el que llamamos Folgers. Procede de la misma familia.

El reportero mantuvo un ojo fijo en la puerta mientras llenaba el tazón. No era frecuente que nadie se dejara caer por allí a esa hora, pero no sabía cómo explicar la presencia de ella si alguien lo hacía. En Point Adélie no aparecían caras nuevas de la noche a la mañana procedentes de la nada.

– ¿Azúcar? -inquirió.

– Si hay, sí.

Él sacudió un paquete de azúcar, lo abrió y lo echó en el café. Ella observó con interés hasta el menor de sus gestos, y él debió recordarse de nuevo a sí mismo que hasta la cosa más simple de su mundo, en el momento en que se encontraban, era extraño, raro y algunas veces incluso alarmante para alguien que no hubiera nacido en él.

– Le ofrecería leche, pero parece que se ha acabado.

– Ya me imagino que debe ser muy difícil conseguir leche en un sitio tan remoto como éste. Seguramente será difícil tener vacas aquí…

– No, no tenemos -comentó Michael-. Tiene razón en eso. -Le alargó el tazón y le preguntó si quería sentarse.

– No, aún no, gracias.

Con la taza en las manos, caminó lentamente alrededor del perímetro de la sala de descanso, registrándolo todo, desde la mesa de ping pong, donde se detuvo para hacer saltar una bola un par de veces, hasta la pantalla de televisión de plasma, la cual estudió sin preguntar qué demonios era aquello; gracias a Dios, no estaba encendida. No había manera de que Michael pudiera explicarle todo en ese momento.

Había pósteres enmarcados en la pared, seguramente suministrados por alguna agencia gubernamental, en los cuales se conmemoraba algún triunfo nacional. Uno era el del equipo nacional de hockey de Estados Unidos de 1980; otro, de Chuck Yeager de pie, con el casco bajo el brazo al lado de su avión experimental X-1, y la última, ante la cual se detuvo Eleanor, mostraba a Neil Armstrong en traje espacial plantando la bandera americana en el suelo de la Luna. «Por favor, no -rogó Michael-; jamás se creería eso».

– ¿Está en el desierto, por la noche? -inquirió ella.

– Algo así. Seguro.

– Su ropa se parece a como visten ustedes aquí.

Depositó la taza en la parte superior de la televisión para poder quitarse el abrigo y lo dejó en un maltrecho sofá de polipiel. Vestía de nuevo sus ropas originales, recién lavadas, y le pareció a Michael una figura de un cuadro de época. El vestido era de color azul oscuro, con los puños y el cuello de blanco y las mangas abullonadas; sobre el pecho llevaba un broche de marfil blanco. Sus zapatos eran de cuero negro, abotonado hasta muy por encima del tobillo; se había apartado el pelo de la cara y lo llevaba recogido detrás con una peineta de ámbar que él no había visto antes.

Ella le echó una ojeada a la mesa donde él había estado sentado y preguntó:

– ¿He interrumpido su trabajo?

– No, no se preocupe.

Las páginas de Ackerley eran lo último que él quería que ella viera y rápidamente las recogió en una pila ordenada, con el anuncio de la cerveza Sam Adams en la parte superior.

– Le veo nervioso -comentó ella.

– ¿Usted cree?

– Está todo el rato mirando la puerta. ¿Tanto le asusta que me descubran?

«No se le escapa ni una», pensó él.

– No es por mí -repuso él-. Es por usted.

– La gente siempre hace cosas por mí -comentó ella, meditabunda-. Y es bastante extraño, porque soy la que sufre al fin y al cabo.

Se dirigió hacia el piano y pasó los dedos con ligereza por las teclas.

– Puede tocarlo si quiere.

– No mientras actúe la orquesta… -aclaró ella, señalando la música ambiental con un gesto de la mano. Su voz era dulce y con aquel acento inglés le sonaba a Michael como alguien salido de la serie de televisión Masterpiece Theater.

Apagó el reproductor de CD y ella e le quedó mirando como si fuera un mago y lo hubiera conseguido con un simple gesto de la mano. Luego, sacó la banqueta de debajo del piano.

– Considérese mi invitada -le indicó él, y habría jurado que, aunque se echó para atrás, estaba deseando hacerlo-. De perdidos, al río. -Usó esta expresión porque pensó que sería la única que ella podría reconocer.

Eleanor sonrió y pestañeó. Lentamente, como una vieja cámara cuyo obturador se abriera y cerrara. El reportero se quedó inmóvil. ¿Es que en ese momento las cosas de repente habían adquirido el aspecto borroso del que Ackerley había hablado? ¿Estaba «refrescando la imagen» en ese instante?


De forma impulsiva, se recogió las faldas y se deslizó en la banqueta del piano. Sus dedos, pálidos y esbeltos, se estiraron sobre las teclas pero sin tocarlas. Michael echó de nuevo una ojeada hacia la puerta, hasta que escuchó las primeras notas de una vieja canción tradicional, Barbara Allen, que recordó haber oído antes en una versión en blanco y negro de Canción de Navidad, de Dickens. Bajó la mirada hacia Eleanor, cuya cabeza se inclinaba sobre el teclado aunque había cerrado los ojos. Se equivocó un par de veces de notas, se detuvo, y comenzó de nuevo donde se había quedado. Parecía… extasiada, como si después de mucho tiempo, finalmente se encontrara en algún lugar soñado.

Él permaneció en pie a su espalda, con un ojo puesto en la puerta, hasta que finalmente dejó de hacer de centinela y simplemente escuchó la música. Tocaba bien, a pesar de las notas ocasionales que había fallado. Era un estilo rico, muy expresivo, y podía imaginarse muy bien cuánto tiempo y cuán profundo lo había llevado dentro.

Una vez que terminó la pieza, se quedó muy quieta, con los ojos cerrados. Y cuando los abrió de nuevo, «qué verdes y vivos son», pensó Michael.

– Me temo que me falta un poco de práctica -se disculpó.

– Tiene una buena excusa.

Eleanor asintió y sonrió pensativamente.

– ¿Usted también toca? -inquirió.

– Sólo Chopsticks.

– ¿Qué es eso?

– Es una pieza muy difícil, reservada sólo para pianistas de concierto.

– ¿De verdad? Me gustaría escucharla -dijo ella, levantándose.

– No se mueva -indicó él-. No me llevará más de un momento.

Se sentó a su lado en la banqueta y mientras ella se retiraba a toda prisa, él puso los dedos índices sobre el teclado y tocó la melodía. En aquella estrecha cercanía pudo oler el aroma a jabón Irish Spring, y cuando terminó y la miró para ver si le había gustado, se dio cuenta de que había cometido un grandísimo error. Tenía las mejillas teñidas de un violento rubor casi como fuego y la mirada baja. Los hombros de ambos habían entrado en contacto y su pie le tocaba la bota, de modo que ella parecía horrorizada por aquel súbito contacto físico, pero no había querido ofenderle alejándose de él de un salto, sino que simplemente se había quedado allí sentada, esperando a que pasara el mal rato.

– Lo siento -dijo el reportero, levantándose-. No quería ofenderla. Se me había olvidado… -«¿Olvidar qué? ¿Qué hacía ciento cincuenta años lo que él había hecho se habría considerado pasarse mucho de la raya?»-. Es que, simplemente, hoy día esto no se considera…

– No, no me ha ofendido -replicó ella, con voz tensa-. Era una… pieza muy interesante. -Se alisó la falda-. Gracias por tocarla para mí.

– ¡Aquí estás! -La voz provenía de la puerta y el reportero vio cómo Charlotte, con el abrigo revoloteando sobre los pantalones de chándal y las botas de goma, suspiraba de puro alivio-. Iba a comprobar cómo estabas y cuando vi que te habías ido, imaginé toda clase de desastres.

– Me encuentro bastante bien -repuso Eleanor.

– Yo no sé si iría tan lejos -replicó Charlotte-, pero lo que sí es cierto es que la señorita va para arriba. Ya lo veo.

– Es consciente, espero, de que no puede tenerme confinada para siempre.

Charlotte mostraba el aspecto de quien no quiere abundar mucho en el tema.

– No me la has robado, ¿no, Michael? -le preguntó al hombre.

El reportero alzó las manos en ademán de inocencia y Eleanor salió en su defensa.

– No, no fue él. -Y luego añadió, como para sí misma-: Me he visto privada de muchas cosas, incluida la libertad, durante tanto tiempo, que sólo me queda ya una cosa.

Michael y Charlotte esperaron a que finalizara.

– Tengo muy claro lo que quiero.

Y él había tenido un agradable ejemplo de ello.

CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO

21 de diciembre, 15:15 horas


– VAMPIROS.

La palabra flotó en el aire de la atestada oficina de Murphy como si fuera una pieza de fruta podrida y nadie quisiera ser el primero en probarla. Darryl la había pronunciado, pero Michael, Charlotte y Lawson se limitaron a permanecer allí, atónitos, esperando que picara otro, y al final le tocó romper el impasse al jefe O’Connor.

– Vampiros -repitió-. ¿Es eso lo que dices que tenemos entre manos?

– Es una manera de hablar -continuó Darryl-. Tomé algunas muestras de Ackerley, las analicé y mostraron las mismas extrañas características que encontré en las de Danzing. -Volviéndose hacia Charlotte, añadió-: Y por cierto, son las mismas propiedades que había en la muestra que me diste para que la analizara. Una que está etiquetada como ‹E.A.›.

– Eleanor Ames -aclaró la doctora, y cuando Murphy le dedicó una mirada en plan de ‹se suponía que eso iba a ser un secreto›, ella le replicó-: Mientras sigamos trabajando a oscuras, no vamos a ir a ninguna parte. ¿Es que no podemos ponernos todos al día?

Michael estuvo de acuerdo en aquello.

– Eleanor Ames es el nombre de la mujer atrapada en el iceberg -le explicó a Darryl.

– ¿ La Bella Durmiente?

– La encontramos de nuevo en Stromviken.

– ¿Y cómo había llegado hasta allí?

– En el trineo tirado por los perros.

– Sí, vale, pero ¿quién se la llevó allí? ¿Y por qué?

– Fue por su propio pie. Con Sinclair, el hombre que estaba congelado con ella.

– No me coges el punto. ¿Quién conducía el trineo?

– Los dos están vivos -le informó Michael-. Fueron por su propio pie. Eso es lo que estoy intentando decirte.

El biólogo se echó a reír e incluso se dio un golpecito en la rodilla.


– Ah, ya, claro, claro. Creí que estábamos teniendo una reunión seria.

– Lo es -confirmó el periodista y cuando Darryl echó una ojeada a su alrededor, desde Lawson a Charlotte pasando por Murphy y vio que nadie se estaba riendo, la sonrisa también abandonó su rostro.

– Por Hala y el gran Pama¹ -comentó con aire grave.

– Por Hala y el gran Pama me parece de lo más adecuado -le secundó Murphy.

– Y ella está en cuarentena en el ala de enfermeros desde entonces -añadió Michael. No veía motivo para mencionar su pequeña excursión a la sala de descanso.

Darryl miró a su alrededor una vez más, sólo para asegurarse de que no le estaban tomando el pelo, pero las expresiones sobrias de esos rostros le dejaron muy claro que no era el caso. Su siguiente reacción fue de indignación.

– ¿Y no me lo habéis dicho? Todos lo sabíais y nadie pensó que había que decírmelo a mí también, ¿no? Especialmente teniendo en cuenta que yo era el tipo que debía hacer todo el trabajo duro en el laboratorio.

– Fue una orden mía -le cortó Murphy-. No quería que corriera por ahí. Este sitio se ha parecido demasiado a un circo de feria en los últimos tiempos.

Hirsch siguió echando chispas, pero después de escupir unas cuantas palabras más de protesta, y de que ellos se las apañaran para pedirle perdón y calmarle, continuó con su exposición.

– Bueno, su sangre, incluida la de vuestra señorita Ames, con la que me gustaría encontrarme alguna vez, ya que finalmente me habéis introducido en el círculo de informados, no es como la sangre humana que he visto hasta ahora.

– ¿En qué sentido? -preguntó Charlotte. A Michael esto le sonaba como si ella estuviese reteniendo algún tipi de información. ¿Cómo iban a resolver alguna vez este rompecabezas si todos guardaban piezas distintas y en secreto?

– No es sólo la escasez de glóbulos rojos -aclaró Darryl-, sino el hecho de que son consumidos de forma activa. Es como si esta sangre procediera de criaturas de sangre fría que estuvieran intentando convertirse en otras de sangre caliente, como si los reptiles o cualquiera de esos peces que he extraído del fondo del mar estuvieran tratando de imitar a los mamíferos a base de ingerir hemoglobina, pero fallando en el intento una y otra vez, y teniendo, por tanto, que volver a rellenar el depósito.

– Y el combustible sólo pueden conseguirlo de otros seres humanos, ¿a que sí? -sugirió Michael.

– De eso no estoy seguro. La barrera entre las especies debería funcionar así, pero esta enfermedad es tan extraña que en realidad no puedo confirmarlo. Probablemente alguien que la sufriera no haría distinciones de ningún tipo. La anemia que ocasionaría sería tan grande que intentarían resolverla con cualquier cosa para chutársela.

– Pero ¿cómo se las pueden apañar después de todo para hacer que el oxígeno circule por la corriente sanguínea sin glóbulos rojos? -inquirió la doctora, sentada en el borde de su silla plegable-. Sus órganos tendrían que dejar de funcionar y los músculos y otros tejidos comenzarían a pudrirse. ¿No perderían fuerzas de ese modo?

– Eso se acerca a lo que Ackerley describía en las notas que escribió en la despensa de la carne -la interrumpió el reportero.

Ése fue el turno de Charlotte para sentirse desconcertada.

– ¿Qué notas? -preguntó ella, pero Michael le hizo un gesto para indicarle que le informaría de todo más tarde. Todavía quedaban por allí demasiados secretos sin salir a la luz.

– Decía que tenía la sensación de que le faltaba el oxígeno -continuó Michael-, como si sus pulmones no pudieran llenarse, no importa lo profundamente que inspira. También decía que tenía que pestañear mucho, para aclararse la visión.

– Sí, eso tiene sentido -asintió Darryl-. El mecanismo ocular también se vería afectado. Pero tengo que decir algo a favor de este tipo de sangre: se recupera maravillosamente, de una forma sorprendente. Tiene más fagocitos por mililitro que…

– En cristiano, que lo entendamos todos, por favor -le interrumpió Murphy y Lawson asintió a su vez, de acuerdo con él.

– Son células que consumen partículas extrañas u hostiles -les explicó Darryl-. Como un escuadrón de limpieza. Así que si juntamos este rasgo como su capacidad para extraer lo que necesiten de cualquier fuente exterior, se obtiene un sistema autorregenerativo muy eficiente. Hablando desde un punto de vista teórico, mientras su riego se vea periódicamente alimentado con nueva sangre…

– Su portador podrá vivir para siempre -concluyó Charlotte.

Darryl simplemente se encogió de hombros en señal de aceptación, y Michael sintió como si una mano fría se le hubiera deslizado bajo la camisa para acariciarle el pecho. Hablaban de aquellos ‹portadores› como si fueran sujetos anónimos de algún experimento médico, pero, de hecho, estaban hablando de Erik Danzing y Neil Ackerley y, la más importante de todos, Eleanor Ames. Estaban hablando de la mujer que había descubierto en el hielo y devuelto a la vida, una mujer con la cual había tocado el piano y de la que había registrado una entrevista en la grabadora, como si fuera alguna criatura procedente de una película de miedo.


El silencio se extendió de nuevo por la habitación, como si la revelación y sus ramificaciones les hicieran conscientes de lo que realmente estaban haciendo allí. Michael sintió además una extraña punzada de autoafirmación. Si hasta ese momento alguien guardaba alguna duda acerca de la validez de la historia de Eleanor, si es que aún quedaba alguna cuestión pendiente sobre cómo podría haber sobrevivido todos esos años, congelada bajo el mar…

Pero esto sacaba a la luz una nueva cuestión sin resolver: ¿no se podía hacer nada para poner remedio a la enfermedad? El reportero sabía que eso era lo que en ese momento estaba en la mente de todos.

Finalmente, Murphy interrumpió aquellas reflexiones cuando preguntó, tras inclinarse sobre la mesa, con los dedos tabaleando sobre el tablero:

– ¿Pasaría algo si no le suministramos nada y le da el mono? ¿Qué pasaría si la confinamos, medicada y tranquilizada, hasta que se le pase el síndrome de abstinencia? Total, chicos, tenéis por ahí más drogas de las que sois capaces de emplear.

Darryl frunció los labios e inclinó la cabeza hacia un lado en un ademán escéptico.

– Si me perdonas la comparación, sería como denegarle la insulina a un diabético. La necesidad no desaparecerá, sino que el paciente entrará en estado de shock, luego en coma y morirá.

– ¿Y cómo se supone que la vamos a mantener en condiciones? -inquirió Lawson, poniendo en voz la pregunta en la que todos estaban reflexionando-. ¿Comenzamos una campaña de extracciones?

– Pues te lo digo desde ya: a los reclutas no les va a hacer gracia alguna -repuso Murphy, y bufó.

– Si tenemos en cuenta las reservas actuales de sangre, las transfusiones terminarán constituyendo un problema a considerar en cuestión de cierto tiempo -sugirió Darryl, que miró alrededor, a los rostros que le rodeaban- Hasta que no consigamos una cura, asumiendo que pudiera existir, no veo cómo podemos evitar hacer algo así.

– Creo que puedo sugerir una solución -intervino Charlotte, y Michael supuso que eso precisamente era lo que ella había estado guardándose para sí-. Ha desaparecido una bolsa de plasma. Tal vez la haya colocado en cualquier sitio, aunque no me imagino cómo ha podido ocurrir eso. Pero ahora, bueno, creo que tengo alguna idea de lo que le puede haber sucedido.

Wilde apenas podía dar crédito a lo que estaba oyendo, aunque en su interior pensó que probablemente sería cierto.

– Pues mira qué bien -repuso el jefe, exasperado-. Cojonudo, pero cojonudo de verdad.


Michael sabía lo que pasaba por la mente de O’Connor: los interminables informes que debería escribir y la investigación interna que tendría que llevar a cabo con la finalidad de poder transmitir todo eso a sus superiores. Y en realidad, ¿cómo iba a hacerlo? Lo despacharían hacia Bellevue en un abrir y cerrar de ojos.

– Y que no se nos olvide que queda otro por ahí fuera -añadió Murphy-. Y aún está suelto.

‹El joven teniente›, pensó el reportero. ‹Sinclair Copley›.

– Pues la situación está bien peligrosa en el exterior -comentó Lawson-. A menos que haya regresado a la estación ballenera, probablemente habrá terminado en el fondo de alguna grieta a estas alturas.

– Que Dios te oiga -replicó Murphy.

Pero Michael no estaba dispuesto a rendirse con tanta facilidad, ni pensaba que eso pudiera estar bien. Teniendo en cuenta todo lo que aquel hombre había sobrevivido, ¿quién podría decir con certeza que había sucumbido a la tormenta o al medio ambiente extremo del Polo? Miró por la ventana, donde observó el tono claro del cielo y los remolinos de nieve, y comentó:

– Va a haber una mejoría en el tiempo. Podemos aprovecharla para ir en su búsqueda. Si hay algo que sepamos de ese tipo, es que tiene una poderosa voluntad de supervivencia.

– Y hay algo más también -aseveró Charlotte-. Tenemos lo que más le importa en el mundo. Alguien que él querría recuperar… a costa de lo que fuera.

La mano fría que se había deslizado por el torso del repostero antes volvió a hacerlo de nuevo y, para su sorpresa, le apretó el pecho como si fuera un torno.

– Charlotte lleva razón -finalizó Darryl-. Si hubiera que buscar un cebo, sin duda, tenemos el mejor.

CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

21 de diciembre, 23:00 horas


ELEANOR SE SENTÍA COMO un preso encerrado otra vez en su celda. La doctora Barnes le había dejado un vaso de agua y otra de esas pastillas azules, pero ella no quería tomársela ni dormir más ni ocultarse en la enfermería por más tiempo, sobre todo porque la tentación de la caja blanca de metal era demasiado grande. Se devanó los sesos intentando recordar su nombre. ¿Cómo la habían llamado? ¿Nevera? ¿Era así?

Con independencia del nombre, ella había visto el contenido de la misma: unas bolsas de aspecto similar al haggis escocés, sólo que no eran asaduras de cordero u oveja con cebolla, harina y hierbas embutidas dentro de una bolsa hecha con el estómago del animal, no: sólo estaban llenas de sangre.

Y sintió otra vez el apetito con tal intensidad que hasta las paredes perdieron su color y a menudo debía cerrar los ojos y esperar un poco para abrirlos de nuevo a fin de que todo volviera a la normalidad. También se le alteró la respiración, que fue más agitada y superficial. La doctora Barnes había percibido ese cambio, o al menos eso pensaba ella, pero Eleanor no podía explicarle la causa, y menos aún el remedio.

Y ahí estaba ella, sola una vez más, tal y como rezaban los versos del poemario de Sinclair, ése que solía recitar él: ‹Solo, solo, siempre solo, en este inmenso y vasto océano›. ‹¿Dónde estará Sinclair ahora? ¿En la iglesia, resguardado y a salvo, o perdido en la nieve, buscándome?›, se preguntó.

Paseó por la sala de arriba abajo, dando vueltas por la estancia como el tigre enjaulado que había visto una vez en el zoológico de Londres. Había percibido la soledad y el confinamiento del pobre felino incluso en aquel entonces. Hizo un esfuerzo enorme por mantener apartados de esa nevera los ojos y también los pensamientos, lo cual le condujo por derroteros oscuros, pero ¿cómo no iba a serlo? Le habían arrebatado por completo su vida anterior: su familia, sus amigos y hasta su propio país, y su existencia en el momento presente se reducía a una enfermería en el Polo Sur, y a una necesidad voraz que ni siquiera le dejaba pensar.

Se había repuesto después de esa fatídica noche en que Sinclair acudió a ella y dejó de tener fiebre al día siguiente. Moira estaba exultante a su lado u la señorita Nightingale en persona puso una silla junto a su cama y le trajo un cuenco con cereales y té.


– Tu ausencia se ha notado en las salas del hospital. Los soldados se alegrarán de volverte a ver -le aseguró Florence Nightingale.

– Y yo de verles a ellos.

– Y a uno de ellos en particular, ¿verdad? -puntualizó la superintendente. La muchacha se sonrojó-. ¿No es ése el hombre que se las arregló para colarse en nuestro hospital de Londres para que se le suturase una herida?

– Sí, señorita, es él.

Ella asintió y no habló hasta que Eleanor hubo terminado de comer casi todo el cuenco de cereales.

– ¿Existe una relación entre vosotros desde entonces?

– Sí -admitió la joven.

– Mi mayor temor cuando recluto enfermeras es que puedan tomar afecto a algún soldado confiado a su cuidado. Eso afectaría mucho a la calidad de la asistencia y, lo que es más importante, podría en tela de juicio toda nuestra misión. Tenemos muchos detractores tanto aquí como en casa, ¿los sabes, no? Claro que lo sabes…

– Sí.

– ¿Sabes cuánta gente con estrechez de miras cree que nuestras enfermeras no son más que unas oportunistas o algo peor?

Nightingale le ofreció otra cucharada de cereales. Eleanor no había recobrado aún el apetito, pero no se atrevió a rechazarla.

– Por eso debo pedirte que no hagas nada, absolutamente nada, y nunca lo repetiré lo suficiente, nada que suponga un descrédito para nuestro trabajo en este hospital.

Eleanor dijo que sí con un leve asentimiento de cabeza.

– Bien, entonces creo que nos entendemos -concluyó la superintendente, que se levantó y dejó el cuenco sobre el asiento de madera-. Confío en que tu juicio haga honor a tu palabra. -Y dicho esto se marchó hacia la puerta, donde Moira había permanecido a la espera de que terminaran de conversar, y añadió-: Ha habido otro derramamiento de sangre en la carretera de Woronzoff. Mañana a primera hora voy a necesitaros a las dos listas para el servicio.

Entonces se marchó de verdad y Eleanor dejó caer la cabeza sobre la almohada, y quedó en reposo hasta la llegada de la noche, y con ella apareció Sinclair.

Él estudió el semblante de la joven a la luz de la vela como si estuviera buscando pistas de algo, pero lo que veía parecía hacerle muy feliz.


– Estás mejor -concluyó él tras llevarle la mano a la frente-. Ha desaparecido la fiebre.

– Sí -contestó ella, y apoyó la mejilla sobre la palma abierta del teniente.

– Mañana podremos irnos de este lugar maldito.

– ¿Irnos? -Eleanor no entendió a qué se refería. Sinclair estaba en el ejército y ella debía volver al trabajo al día siguiente.

– No podemos quedarnos aquí como si tal cosa, ¿verdad? Ya no.

Ella se quedó perpleja. ¿Por qué no? ¿Qué había cambiado, salvo el hecho de que los dos se habían recuperado?

– Me las compondré para hacerme con dos caballos -prosiguió él-, aunque quizá podamos apañarnos con uno.

– Pero, Sinclair, ¿qué estás diciendo? -inquirió ella, preocupada ante la posibilidad de que le hubiera vuelto la fiebre y el pobre delirase otra vez-. ¿Adónde vamos a ir?

– Adonde queramos. Todo este puñetero país es un campo de batalla. Vayamos donde vayamos, no habrá problema en encontrar lo que necesitamos.

– ¿Y qué necesitamos?

Entonces fue cuando él le buscó los ojos con su mirada y la observó fijamente y tomó el rostro entre sus manos antes de empezar a hablar, arrodillado junto a la cama.

Y le contó toda la historia entre cuchicheos, una narración tan terrible que ella no creyó ni una sola palabra. La historia de Sinclair versaba sobre las criaturas que acechaban en las noches de Crimea para alimentarse de los muertos.

– No podría describir a esa cosa aunque la veo en sueños todas las noches -admitió.

Siguió hablando de una maldición o de una bendición que desafiaba a la mismísima muerte, de una necesidad insaciable, y en lo que ella se había convertido: una esclava, al igual que él.

Ella no pudo creerlo, y no lo hizo.

Pero sentía una herida encima del pecho y tenía una cicatriz delatora. En palabras de Sinclair eso era la prueba.

Él la besó, arrepentido, pero a ella los ojos le escocieron y se le llenaron de lágrimas. Volvió el rostro hacia la pared y abrió la boca en busca de aire. La habitación tenía una gran ventana abierta por la que entraba la brisa del océano, pero de pronto sintió como si hubieran cerrado la estancia y el ambiente se convirtió en algo opresivo y agobiante.

Sinclair la tomó de la mano, pero ella la retiró también. ¿Qué le había hecho? ¿Qué les había hecho a los dos? Si mentía, eso era que estaba loco. Si decía la verdad, ambos estaban malditos y debían afrontar un destino peor que la muerte. Eleanor era anglicana y se había criado en el seno de la Iglesia de Inglaterra sin ser especialmente devota, eso se lo dejaba a su madre y a sus hermanas, pero la situación expuesta era un sacrilegio de tal magnitud a sus ojos que ella apenas podía soportarla ni llevar la clase de vida que iba a ser necesario llevar a partir de ese momento.

– No tenía otra forma de salvarte -dijo Sinclair-. Perdóname, Eleanor, di que me perdonas.

Pero no le resultó posible en ese momento, pues sólo era capaz de respirar el aire húmedo del Bósforo y considerar todo cuanto podía hacer…

Se le planteaba un dilema sin una salida fácil, incluso ahora, mientras iba y venía por la enfermería, ya que debía hacer un esfuerzo enorme por mantener la mente lejos de la caja blanca de metal situada enfrente de ella. Bastaba extender la mano, abrirla y tomar lo que necesitaba. Lo tenía justo ahí, tentándola.

Se obligó a desviar la mirada y acudió junto a la ventana.

El perenne sol austral emitía un brillo apagado que le hacía recordar el cielo avistado durante la aciaga travesía a bordo del Coventry, pero ella sabía que no iba a haber una noche propiamente dicha. Todo cuanto allí había era una pieza sin costura que iba deshilachándose y ella sabía que a los ojos de Dios se había llevado más días de los que le habían tocado en suerte.

Michael. Michael Wilde. Sus reflexiones eran menos sombrías cuando pensaba en él. Había sido muy amable con ella, y había parecido tan avergonzado cuando se había tomado la libertad de sentarse junto a ella frente al piano. Aunque él se había comportado de un modo inoportuno, Eleanor se daba cuenta de que estaba en un mundo nuevo, donde las costumbres habían cambiado, y le quedaba mucho por aprender. Unas cajitas negras interpretaban sinfonías enteras, las luces iban y venían dándole a un botón y las mujeres podían ejercer la medicina aunque fueran negras.

Entonces recordó lo sorprendida que se había quedado su madre ante la idea de su viaje a Londres, ella sola y sin un acompañante, para hacerse enfermera. Tal vez todo aquello que antes era chocante ahora se había convertido en rutinario. Tal vez el terrible peaje pagado en la guerra de Crimea había removido la conciencia de la humanidad y había puesto final a ese tipo de matanzas sin sentido. Quizá el mundo se había convertido en un lugar donde imperaba más la inteligencia, donde las cosas cotidianas eran mucho mejores y las naciones solucionaban sus diferencias elevando el tono de voz, pero sin apelar a las armas.

Se permitió disfrutar de un rayo de esperanza, una sensación a la que estaba muy poco acostumbrada.


Estar sentada al piano había sido una sensación tan estupenda, tan normal. Había disfrutado mucho acariciando las teclas con los dedos. Era como si hubiera recuperado todas las clases de piano impartidas por la mujer del reverendo, tocando en el salón con las ventanas abiertas de par en par mientras en cocker de la familia perseguía a algún conejo en el amplio prado circundante. La señora Musgrove hacía un pedido fijo a una tienda de música en Sheffield, y ésta le enviaba una selección de partituras populares dos veces al año. De ese modo Eleanor llegó a conocer y enamorarse de tantas y tantas baladas y canciones antiguas como The Banks of the River Tweed y Barbara Allen.

Michael también parecía haber disfrutado con la canción. Su rostro era el de un hombre sensible, aunque algo le acechaba. Él tenía su propia tragedia, una que había dejado algún tipo de secuela, y quizá fuera ese el motivo de que hubiera elegido acudir a un lugar tan solitario. Nadie habría elegido por propia voluntad un destino como aquél, sino que en cierto modo el lugar le había escogido. Se preguntó qué le habría ocurrido o de qué recuerdos podía estar huyendo. Ella no recordaba haberle visto un anillo de casado y no había mencionado a ninguna esposa en el tiempo que habían pasado juntos. No sabría decir por qué, pero le pegaba ser soltero.

Ay, cuánto echaba de menos la luz del sol, pero una luz de verdad, no una imitación, esa luz del sol cálida y dorada como el sirope que le bañara todo el cuerpo. Había vivido en las sombras toda una eternidad, huyendo con Sinclair de un pueblo en otro, sin demorarse demasiado en ningún lugar para que nadie descubriera su secreto. Habían viajado desde Scutari hasta cruzar los Cárpatos para llegar a la soleada Italia, donde ella asomaba la cabeza por la ventana del carruaje para disfrutar todo lo posible del sol mediterráneo. Solía sugerir a Sinclair que se detuvieran un tiempo en alguno de aquellos parajes, pero en cuanto él percibía en los lugareños un interés mayor del normal en la joven pareja inglesa, él insistía en ponerse de nuevo en camino. Copley vivía con el temor constante de que hubieran descubierto su deserción y repetía a menudo que esperaba que su padre sólo oyera hablar de su desaparición en el campo de batalla de Balaclava.

En cuanto a ella, no sabía qué temía más, si no ver nunca más a su familia o verla y que ellos adivinaran que había cambiado de un modo inenarrable.

En Marsella, Sinclair localizó a un viejo amigo de la familia mientras daban un paseo por los muelles y la arrastró hasta la tienda de un artesano para evitar ser detectado. Cuando el comerciante le preguntó qué deseaba, el antiguo teniente le contestó en un perfecto francés, al menos hasta donde ella era capaz de apreciarlo, que estaba interesado en… lo primero que vio: un broche de marfil con borde de oro que el hombre tenía en la mesa de trabajo.

El hombre lo alzó a fin de que se viera bien a la luz de la ventana. Eleanor quedó maravillada al ver la perfección con que estaba hecho ese camafeo con un tema clásico: Venus saliendo de entre las olas.


– ¿Podríamos haber elegido un tema mejor que la diosa del amor?

– Es una maravilla -respondió ella en voz baja-, pero ¿no deberíamos guardar el dinero que nos queda?

Combien d’argent? [16] -preguntó Sinclair, y abonó la factura sin rechistar.

Ella nunca llegó a saber el origen de sus fondos, pero lo cierto es que siempre disponían del dinero necesario para viajar al siguiente destino. Sospechaba que Sinclair se hacía pasar por quien no era ante los viajeros ingleses con quienes se encontraban y les pedía sumas a cuenta, y luego aumentaba esa cifra apostando las cantidades prestadas en las mesas de juego.

Al llegar a Lisboa, alquilaron una habitación en lo alto de un pequeño hotel con vistas a la fachada almenada de Santa María la Mayor. El redoble de campanas parecía un reproche constante y Sinclair, tal vez intuyendo por dónde iban los pensamientos de su compañera, le preguntó:

– ¿Y si nos casamos ahí?

Eleanor no supo qué responder. Se sentía maldita de tantas formas que le sobrecogía la perspectiva de entrar en una iglesia y hacer unos votos sagrados, por mucho que le hubiera gustado estar debidamente casada, pero el criterio de su compañero se impuso.

– Vayamos a echar un vistazo por lo menos. De todos modos, la iglesia es preciosa.

– Pero nunca conseguiremos la ayuda de un cura… No con todas las mentiras que deberíamos contarle.

– ¿Y quién ha hablado de un cura? -se mofó Sinclair-. De todos modos, ellos hablan portugués. Si quieres, podemos ponernos delante del altar y formular nuestros propios votos. Dios va a poder oírlos perfectamente sin necesidad de ningún intermediario papista, suponiendo, claro está, que exista un Dios que los oiga.

Profirió un sonido despectivo que dejaba claro sus muchas dudas al respecto.

Así pues, ella vistió sus mejores galas, Sinclair se puso su uniforme y juntos del brazo cruzaron la plaza de camino hacia la catedral. Hacían buena pareja y ella podía ver en los ojos de los transeúntes la buena impresión que causaban.

La Sé de Lisboa se había construido durante el siglo XII, aunque los terremotos de 1344 y 1755 habían causado daños de consideración, haciendo necesario llevar a cabo importantes trabajos de reparación y reconstrucción. Los dos robustos campanarios gemelos de estilo románico se alzaban como una fortaleza blanca a cada lado del gran arco de la entrada, encima de la cual descansaba una gran rosetón por cuyas vidrieras de colores se filtraba a la luz del sol, confiriendo un rubor áureo a los enormes pilares del interior.


Había varias capillas privadas en el interior de la catedral; el acceso estaba cerrado al público con verjas de hierro, pero era posible contemplar en todas las tumbas unas figuras de mármol donde los guerreros lucían una cota de mallas.

En una de ellas, Eleanor vio la figura de un noble reclinado; vestía armadura de cuerpo entero y aferraba la espalda con fuerza; estaba protegido por un perro. En otra, una dama vestida de forma clásica leía el Libro de las Horas.

La catedral era enorme y prevalecía el silencio a pesar de la presencia de un considerable número de fieles en los bancos y de muchos visitantes en los laterales. Eleanor únicamente oía el resonar de sus pasos. En un extremo del transepto, no lejos del presbiterio, un grupo de damas y caballeros bien ataviados abordaron a un anciano sacerdote de hábito negro y cinturón blanco. Ella reaccionó de forma instintiva y tomó la dirección contraria. Sinclair notó el tirón en el brazo y esbozó una sonrisa.

– ¿Temes que detecte nuestro olor?

– No bromees con eso.

– ¿Crees que va a darnos caza? -Ella no le respondió nada en esa ocasión-. No es necesario seguir con esto si quieres. Sólo lo hago por ti.

– Pues es un sentimiento de lo menos apropiado -replicó ella, distanciándose un poco y preguntándose qué le había llevado hasta ese lugar.

Sinclair la siguió y le tiró de la manga.

– Disculpa. No quería decir eso, y tú lo sabes.

La joven se percató de que varias personas los estaban observando. Estaban montando una escena, y eso era lo último que le apetecía. Se escondió detrás de la columna más próxima al altar y se cubrió el rostro con un pañuelo.

– Te desposaría en cualquier parte -dijo en voz baja e insistente-, debes saberlo. En la abadía de Westminster o en medio del bosque sin más testigos que los pájaros en los árboles.

Eleanor lo sabía, pero eso no bastaba. Sinclair había perdido la fe en todo y encima había sacudido profundamente los cimientos de sus propias creencias. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Qué esperaba ella conseguir de esa visita? Había sido un terrible error, y la joven lo había sabido desde que traspusieron el umbral de la catedral.

– Vamos, no nos quedemos en el rincón -dijo él con avidez mientras deslizaba una mano sobre la parte interior del codo y tiraba de Eleanor. Ella intentó resistirse, pero él la arrastró lejos de las sombras y la joven le dejó salirse con la suya para no causar conmoción alguna-. No tenemos nada que esconder -aseguró él.

Copley la condujo primero al pasillo central y luego hasta el ornamentado altar mayor. El rosetón de cristales coloreados de rojo, verde y amarillo refulgía como el calidoscopio que Eleanor había visto en una óptica londinense, y era tan hermoso que apenas podía apartar la mirada.

Él le tomó ambas manos entre las suyas y dijo:

– Yo, Sinclair Archibald Copley, te tomo a ti, Eleanor… -Se detuvo-. ¿No es raro? No sé si tienes un segundo nombre… ¿Lo tienes? ¿Cuál es…?

– Jane.

– Te tomo a ti, Eleanor Jane Ames, como mi legítima esposa, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.

Ella tuvo la certeza de estar llamando demasiado la atención, razón por la cual intentó bajar las manos, pero Sinclair se lo impidió.

– Espero haber recordado correctamente toda la fórmula. Si he olvidado algo, dímelo, por favor.

– No puedo, Sinclair -imploró ella.

– ¿No puedes o no quieres? -inquirió él con un creciente tono de crispación en la voz.

Eleanor estaba segura de que el sacerdote ya se había fijado en ellos. Lucía una barba blanca y tenía unos penetrantes ojos negros bajo esas cejas tan pobladas.

– Creo que deberíamos marcharnos ya.

– No hasta que hayamos preguntado a los feligreses aquí presentes…

– Pero, ¿a qué feligreses te refieres…?

El otro Sinclair, ése al que tanto temía, estaba a punto de aparecer.

– No nos iremos hasta que hayamos preguntado a los feligreses si alguno de los presentes conoce algún obstáculo para nuestra unión.

– Eso se hace antes de pronunciar los votos -le recordó ella-. No ridiculicemos esto todavía más… -Debían irse, lo supo cuando vio por el rabillo del ojo cómo el sacerdote se zafaba del grupo de aristócratas portugueses-. Ya hemos llamado bastante la atención, y esto no es seguro -cuchicheó ella-. Tú mejor que nadie deberías saberlo.

Sinclair fijó en ella una mirada embotada, como si se preguntase lo lejos que iba a llegar. La muchacha había aprendido a identificar esa mirada, la tenía cada vez que estaba a punto de pasar del gozo a la ira, de la amabilidad a la crueldad, y todo en cuestión de un segundo.

Le impidió hablar un ruido sordo procedente del suelo de piedra y del muro de detrás del altar, una pared levantada hacía siglos, donde estaba fijado el pesado crucifijo, que se agitó y empezó a balancearse. El sacerdote, que se acercaba hacia ellos dando grandes zancadas, se detuvo en seco y alzó la mirada, aterrado, cuando vio las grietas en el revoque. Toda la gente cercana a ellos dos se puso a chillar mientras se lanzaba al suelo y empezaba a rezar.

Eleanor y Sinclair retrocedieron a tiempo, pues enseguida la cruz se desprendió de los ladrillos del muro y se cayó en medio de una nube de polvo blanco. Sinclair la condujo detrás de una columna y se escondieron allí, temiendo que el temblor de tierra arrasara la catedral entera. Los cristales de la vidriera se astillaron como el hielo de un estanque y luego cayeron al suelo como una lluvia de esquirlas. Eleanor se cubrió la nariz y la boca con el pañuelo, y Sinclair hizo lo mismo con la manga del uniforme.

La muchacha atisbó al religioso entre la polvareda. El clérigo se santiguó y avanzó hacia ellos.

– Sinclair, el sacerdote viene hacia nosotros -le avisó ella entre toses.

– Por aquí -dijo él, guiando a la joven hacia una de las capillas laterales, donde ya había un par de hombres, elegantemente vestidos de frac, aterrados, pero con un ademán amenazador.

Sinclair debió cambiar de dirección, pero el sacerdote ya los había alcanzado para entonces. Aferró el galón dorado del uniforme y empezó a proferir palabras airadas que ninguno de los dos comprendió, aunque a juzgar por sus gestos parecía indicar que todo aquel caos era consecuencia de un terrible sacrilegio cometido por Sinclair.

‹¿Lo fue?›, se preguntó Eleanor.

El antiguo teniente se quitó de encima al religioso y, cuando lo hubo conseguido, le propinó un fuerte puñetazo en la boca del estómago. El anciano cayó de rodillas y luego, jadeando en busca de aire, se desplomó sobre el polvo del suelo.

Sinclair tomó a Eleanor de la mano y corrió por la nave hasta encontrar una puerta lateral próxima a la capilla del caballero vestido con armadura.

Durante unos instantes quedaron cegados por la deslumbrante luz del sol. Luego vieron cómo la gente abandonaba a la carrera sus tiendas y sus casas. Los perros ladraban sin cesar y los cerdos chillaban por las calles. Bajaron corriendo un tramo de sinuosos escalones y buscaron escondite en un callejón de adoquines, por donde tuvieron que sortear las tejas rojas que caían desde los tejados y se estrellaban en el suelo. Al cabo de unos minutos, lograron perderse en el caos de un mercado aterrado por el seísmo.

No había sido precisamente el día de boda con el que soñaba de joven cuando se tumbaba a holgazanear en los prados de Yorkshire.

‹¿Y ahora, qué?›.

Ahora estaba delante de esa achaparrada caja blanca, la nevera, con la respiración agitada y viendo cómo las paredes de la enfermería habían perdido todo su color. Extendió una mano en busca de sujeción, pero le temblaban las rodillas y al final se dejó caer y apoyó la cabeza sobre la fría superficie de la puerta. Lo que ella necesitaba estaba dentro, bien lo sabía, y los dedos se cerraron en torno a la manivela sin que se diera cuenta ni lo pretendiera siquiera.

Abrió la caja y tomó una de las bolsas; la sangre rebulló bajo sus dedos. Llevaba pegada una etiqueta: ‹0 negativo›. Eleanor se preguntó sobre su posible significado durante unos instantes, sólo eso. Luego, rasgó la bolsa con los dientes y allí mismo, en el suelo, con la suave bata blanca extendida alrededor, bebió el contenido de la bolsa como un recién nacido apura la tetina del biberón.

CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS

22 de diciembre, 10:00 horas


SINCLAIR NO ESTABA SEGURO de qué era lo que le había despertado. Al entreabrir los párpados se descubrió despatarrado sobre un banco alto y con la cabeza reclinada sobre el altar. En una mano sostenía el poemario de Coleridge y en la otra un cáliz prácticamente vacío. En el aire serpenteaba al fino hilo de humo de una vela chisporroteante.

Un perro sentado en el pasillo central sobre los cuartos traseros soltó un aullido de hambre.

Había estado soñando con Eleanor, ¿acaso le quedaba otra cosa?, pero no había sido un sueño feliz. Es más, difícilmente podía considerársele un sueño propiamente dicho, sino más bien un visionado de la última discusión que habían tenido antes de que él se hubiera marchado. Se había encaramado a lo alto del campanario para realizar un reconocimiento de los alrededores y había visto que la costa discurría hacia el noroeste, lo cual abría la esperanza de una posible ruta de escape.

– Quizá no estemos tan aislados después de todo -aventuró al bajar.

– Sinclair, estamos más abandonados de lo que hayan podido estar jamás dos personas -replicó ella en voz baja y con calma.

– Nada de eso -repuso él antes de hacer trizas otro devocionario y lanzarlo al fuego-. Tenemos tanto derecho a disfrutar del mundo como los demás.

– Pero nosotros no somos como los demás. Ignoro qué somos ni qué planes tenía para nosotros el Señor, pero esto… esto no puede ser Su plan.

– Bueno, pues entonces es mi plan, y por ahora deberá valer -le espetó él-. Ya he visto el plan de Dios, y déjame que te diga algo: no sé si el Diablo podría haberlo mejorado. El mundo es un matadero, y yo he jugado mi papel para que sea así. Si algo he sacado en claro de todo esto, es que debemos labrarnos nuestro propio destino. -Rasgó otro libro de himnos y agregó con la mirada puesta en el fuego-: Si queremos sobrevivir, vamos a tener que luchar por cada bocanada de aire, por cada bocado de comida, por cada gota de bebida. -Buscó con la mirada la botella más cercana y concluyó-: Dios ayuda a quien se ayuda.

Tras mirar al perro que seguía dando la murga con sus aullidos, siguió sin ver signo alguno del Todopoderoso por las inmediaciones, a menos que interpretara como tal el silencio reinante en el exterior… ¡Un momento! ¡La tormenta había cesado! El aullido del viento se había reducido a un susurro. Tal vez era el cese de los embates de la tempestad lo que le había despertado para darle la oportunidad de ir al fin en busca de Eleanor.

Dios ayuda a quien se ayuda, y él iba a ayudarse a sí mismo si lograba reunir fuerzas para enganchar a los perros y preparar el trineo. Se tomaría la justicia por su mano. Alzó la copa y apuró las últimas gotas.

A nadie le sorprendió que Wilde fuera el primero en presentarse junto al palo de la bandera, el punto de encuentro de la expedición de búsqueda. Permaneció de pie junto a la motonieve, dando patadas al suelo para evitar que se le congelaran los pies. Alguien había colocado una tela de espumillón alrededor del asta y ahora se había pegado al metal. Michael dudaba que alguien fuera capaz de quitarlo de ahí, de modo que iba a ser Navidad para siempre en Point Adélie.

Alzó la mirada al cielo de un azul espléndido y cegador a pesar de las gafas de sol; tenía el mismo color que los huevos de Pascua que él pintaba de crío. Un ave de apagado plumaje gris pasó por delante de su campo de visión; dio media vuelta y bajó en picado hacia su cabeza. El periodista se agachó deprisa, pero le escuchó gritar de nuevo cuando giraba para efectuar otra pasada. Alzó la mano enguantada al recordar que los pájaros siempre elegían como objetivo el punto más alto de su blanco, pero el pájaro efectuó un nuevo vuelo rasante, y entonces Michael cayó en la cuenta de que no había nido alguno por los alrededores, al menos ninguno a la vista, ni tampoco carroña que el ave pudiera reclamar como propia. Enseguida se ajustó los cristales de las gafas para ver mejor a la gorjeante ave. ¿No sería Ollie por un casual?

Se escuchó un aleteo alrededor de la punta del asta, donde la Vieja Gloria ondeaba sin apenas hacer ruido al ritmo de la fría brisa, que se detuvo en lo alto del módulo de administración. Rebuscó en los bolsillos, donde encontró una barra de granola. Bueno, él sabía que los pájaros no eran especialmente tiquismiquis: comían de todo. Bajo la atenta mirada del ave abrió el envoltorio con cierta dificultad al llevar las manos enguantadas con aquellas enormes manoplas. Al terminar, sostuvo en alto la barrita para permitir que el págalo lo examinara a gusto y luego lo lanzó a unos metros de su posición. Eran aves carroñeras, por lo cual no iba a dejar pasar la ocasión; y así fue: en cuestión de un segundo, el pájaro se lanzó desde el tejado y se precipitó sobre la comida con el pico ya entreabierto. De un par de picotazos rompió la barra en varios trozos y empezó a zampárselos. Michael estudió al págalo con la esperanza de apreciar algún detalle que le permitiera saber si era o no Ollie. El ave se tragó el último trozo y el humano se acuclilló para observarle mejor.

– ¿Eres tú, Ollie? -preguntó.

El ave lo miró con unos negros ojos redondos y brillantes como cuentas, pero no huyó. Michael se quitó un guante pese a ser consciente de que no era lo más inteligente ni lo más sensato cuando se estaba cerca de un págalo omnívoro. El pájaro se acercó dando saltos hasta subirse gentilmente a la palma de la mano y esperar ahí subido.

– ¿Quién me lo iba a decir?

Le habría resultado difícil explicar la razón por la cual se le hizo un nudo en la garganta. Tal vez era la emoción de ver que el pequeño de la nidada había sobrevivido a la tormenta después de todo, o a que era una de las pocas cosas que había sido capaz de tocar para mejorar su destino. En su mente saltó la imagen de Kristin en la cama del hospital y luego en el funeral al que no había podido asistir. Imaginó un ramo de grandes girasoles amarillos alrededor de un ataúd. El ave le correteó por encima de la mano, y él deseó llevar algo más en los bolsillos para poder dárselo. Cuando se bajó, Wilde se incorporó y se disculpó:

– No hay más.

Y le mostró las manos vacías.

El págalo anduvo pavoneándose sobre el terreno circundante y al final abandonó la espera de nueva comida y salió disparado hacia el cielo como un cohete. Su benefactor le vio sobrevolar la zona para luego desaparecer en dirección a la caseta de buceo. Varios pájaros se reunieron con él en el cielo, y Michael se consideró un estúpido al sentirse como un padre, feliz de que su hijo fuera aceptado en el recreo por los demás compañeros de clase.

Entonces oyó un rugido procedente de la explanada de detrás del módulo de administración y enseguida aparecieron Murphy, Lawson y Franklin montados cada uno en una motonieve. A Michael le recordaron a una de esas partidas al mando de un sheriff, en especial cuando se percató de que iban armados: Murphy llevaba un arma en la pistolera y el cañón del rifle de Franklin asomaba por el compartimento de carga.

– Pensé que era una partida de rescate, no un equipo SWAT [17] -comentó el periodista.

El jefe O´Connor le dedicó una mirada de significado inequívoco: «Madura», pero contestó con más suavidad.

– ¿No has estado nunca en los Boy Scout? Uno siempre debe estar preparado. -Tomó un fusil lanzaarpones de su reserva y se lo entregó. Michael notó que Lawson también llevaba uno-. Nos dividiremos en dos grupos cuando lleguemos a Stromviken -anunció Murphy en voz alta para hacerse oír por encima de los motores al ralentí-. Franklin y yo peinaremos el lado de la costa. Bill y tú revisaréis la factoría. Y vigilad vuestros movimientos -dijo antes de bajar el visor del casco-, el año pasado ya perdí a un probeta en una zanja y, la verdad, no me apetece sufrir otra baja más.


Bajó el visor y salió disparado como un loco en medio de un ruido atronador.

Franklin se acomodó sobre su propio vehículo, una motonieve de la marca Arctic Cat, y dijo:

– Mejor será ir en fila de a uno. Así estaréis seguros de que el suelo es firme.

Se puso en marcha y Lawson le siguió. Las motonieves eran máquinas potentes de doscientos cincuenta kilos de peso y un manillar similar a las bicicletas de montaña.

Michael se ajustó bien la capucha al casco y verificó el enorme faro y el antiniebla. Se acomodó en el asiento y le dio al acelerador, haciendo rugir al motor de cuatro tiempos. Las puntas de los esquís se levantaron cuando el tractor oruga se hundió en la nieve y él salió disparado tras la estela de Lawson. Pilotaba una Arctic Cat, una máquina que guardaba poca relación con la que tuvo de crío, una de las primeras Ski-doo de dos tiempos. Podía sentir debajo del cuerpo todos los caballos de potencia de aquel aparato, por no mencionar la resistente suspensión. Él estaba acostumbrado a sentir todos los baches e irregularidades del hielo, pero sobre aquel vehículo era como sobrevolar un paisaje nevado en una alfombra voladora.

Y por mucho que viera mantener la formación en fila india a Murphy, Franklin y Lawson, ése era el peligro: en cualquier momento podía formarse una fisura en el hielo y tragarse entero a cualquiera de ellos. Lawson le había puesto al corriente de la situación con todo lujo de detalles en la Escuela de la nieve, al poco de llegar a la estación científica, y aunque en su posición estaba de más conocer las diferencias entre grietas marginales, radiales, longitudinales, transversales y rimayas, sí valía la pena recordar que las últimas nieves podían haber formado una capa que impidiera detectarlas a simple vista, y no era difícil que se hubiera formado una suerte de puente en la parte de arriba, uno capaz de soportar el paso del primer hombre, pero no el del segundo, momento en que se abría un cañón de heladas paredes azules y cien metros de altura, al fondo de los cuales había un lecho de agua salada congelada donde la temperatura rondaba los cuarenta grados bajo cero. Eran pocos quienes habían caído dentro de una fisura y habían vivido para contarlo, y en todo caso, no de una pieza, pues siempre había que amputar algo.

Michael intentó seguir el trazado de los esquís, lo cual no siempre resultaba posible, pues a veces no eran visibles y otras no dejaban de ser un destello más apagado en alguna zona donde la nieve de la superficie -suavizada por el incesante soplo del viento- estaba más removida.

Se agachó detrás del parabrisas para evitar el frío cortante del aire, aunque el casco aerodinámico también ayudaba lo suyo, pues le cubría las mejillas y el mentón, y tenía un cubrenucas para amortiguar el rugido del motor, además de un sistema de doble respiración para expulsar el aliento hacia fuera y mantener limpio el campo de visión. Le recordaba mucho al traje de buceo de profundidad que llevaba cuando liberó a Eleanor del glaciar.


En la mente de sus compañeros Eleanor había pasado de ser la Bella Durmiente a la condición de novia del conde Drácula. ¿Cuánto tiempo podía conservarse el secreto de su presencia en Point Adélie? ¿Cuánto tardaría en ser un problema público o incluso algo peor? El permiso de la NSF finalizaba el 31 de diciembre, dentro de nueve días, fecha para la cual estaba prevista la llegada de un avión con provisiones, y él tenía muy claro que debía subir en él. ¿Qué sería de ella entonces? ¿A quién debería contarle la historia? Y sobre todo, ¿en quién podía confiar? Michael depositaba una gran confianza en Charlotte, pero ella era la doctora Barnes, la médico de toda la base, y no se le podía pedir que hiciera de niñera. Bueno, también estaba Darryl, pero no era exactamente la clase de tipo en quien se podía confiar algo así: poca atención iba a prestarte si no eras un pez para diseccionar y al que efectuarle estudios hematológicos.

¿Y qué ocurriría si Sinclair Copley jamás aparecía? Lawson había logrado que sonara poco probable, pero cuanto más lo pensaba, más sola y aislada veía a Eleanor, en una prisión no mucho mayor que el bloque de hielo.

A menos que…

El vehículo chocó con una elevación rocosa que surgía del suelo y voló por los aires para caer con un ruido sordo y coleó mientras seguía su avance.

«Concéntrate», dijo para sus adentros, «o vas a romperte el cuello y habrás perdido todas las posibilidades». Sacudió la cabeza para soltar los grumos de nieve adheridos al visor del casco y aferró el manillar con más fuerza, pero sus pensamientos no cambiaron de dirección, y siguieron centrados en el día no tan lejano en que tuviera que abandonar la base… y a Eleanor.

Pero ¿y si conseguía llevarla con él? Se maravillaba de que no hubiera considerado todavía esa posibilidad. ¿Y si lograba hacerla subir también a ese avión? La idea era un despropósito de tal calibre que apenas si daba crédito a que perdiera el tiempo considerándola siquiera, pero todo serían ventajas para el jefe O´Connor si se llevara a cabo y él podía usar todo el peso de su considerable influencia sobre los miembros de la estación científica que estaban al tanto de la situación, podía comprar su silencio, pues en manos de Murphy estaba el hacer que sus vidas fueran fáciles o difíciles, según quisiera él.

Aun así, ¿cómo podía llevar a cabo ese plan? ¿Cómo podía hacer Eleanor todo el trayecto de regreso a Estados Unidos, sobre todo tratándose de alguien como ella? Eleanor Ames jamás había visto un avión ni un automóvil, y ya puestos, ni un reproductor de CD. Tampoco tenía ciudadanía alguna, a menos que estuviera por ahí cerca la reina Victoria para confirmarla, claro, y desde luego carecía de pasaporte.

Además de todas las dificultades manifiestas propias de semejante viaje en sí, luego estaba la otra cuestión: ¿cómo podía él cuidar de alguien con su insólita condición? «¿A qué distancia está el banco de sangre más próximo en Tacoma?», se preguntó.


A un kilómetro de su posición, Michael vio el manojo arracimado de chimeneas, almacenes, cobertizos y allí, en lo alto de la colina, el campanario de la iglesia. Se alegró de llegar a tiempo para ver cómo Murphy y Franklin continuaban a la derecha, tal y como estaba planeado, en dirección a la playa sembrada de huesos blanqueados y presidida por el Albatros. ¿Qué podían hacer con Sinclair si le hallaban vivo en la factoría noruega? ¿Lo encerraban también en la enfermería? Existían muchas posibilidades de que estuviera atrincherado en la iglesia, en la sala situada tras el altar, y Michael quería ser el primero en encontrarlo para aplacar sus temores e intentar razonar con él. Si estaba vivo, iba a mostrarse receloso, suspicaz e incluso hostil. Y tenía todos los motivos del mundo, vistas las cosas desde su perspectiva.

Por ese motivo debía estar a solas con él cuando lo encontraran, si es que lo hacían, claro está.

Alcanzó a Lawson en el patio de despiece. Éste se había detenido allí porque los raíles de las vagonetas podían destrozar las motonieves por debajo. Michael apagó el motor en cuanto llegó a su lado. El silencio era sepulcral. Alzó el visor y recibió una bofetada de frío en la cara.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Lawson.

Michael quería librarse de él a toda costa, así que le contestó:

– ¿Por qué no empiezas por echar un vistazo por esos patios de ahí y por los alrededores? Yo subiré a la iglesia e iré peinando el terreno mientras voy bajando.

Lawson colgó el casco sobre el manillar, echó mano al fusil lanzaarpones y asintió en ademán de haberle entendido antes de marcharse.

El periodista guardó su casco y se encaminó a la iglesia. Observó las lápidas ladeadas mientras subía la ladera y enseguida las hojas cerradas de la entrada. Un indicio interesante, sobre todo cuando debía haber una batiente abierta y un buen montón de nieve delante. «Tal vez haya alguien en casa», pensó.

Tenía casi encima el sol del solsticio mientras subía los escalones, razón por la cual su cuerpo apenas proyectaba sombra sobre los tablones de madera y era tan poca que prácticamente la pisaba con los pies.

Tras abrir la chirriante puerta de un empellón, entró en la iglesia, donde fue recibido por los perros del trineo, que corrieron hacia él enseguida. Apoyó una rodilla en el suelo y dejó que le lamieran los guantes y el rostro mientras giraban a su alrededor. Sin embargo, Michael recorría la estancia con la mirada. Junto a la puerta había una pila de alimentos y pertrechos, como si alguien tuviera planeado salir en breve.

Vio una vela y una botella de vino negra sobre el altar.

No sabía si pegar gritos para anunciar su presencia o si arrastrarse en silencio para pillar desprevenida a su presa.


Pero entonces se formuló una pregunta clave: ¿estaba ahí para rescatar a Sinclair o para capturarlo?

Avanzó por el pasillo central con sigilo y dio un rodeo para evitar el altar mayor a fin de acercarse a la habitación de detrás, cuya puerta estaba entornada. La empujó hasta abrirla del todo y miró en el interior. Alguien había dormido en la cama, pero el fuego de la estufa se había apagado, dejando un olor a cenizas frías y lana húmeda. El golpeteo de los postigos le atrajo hasta el ventanuco y desde él pudo atisbar cómo una figura se escabullía entre las lápidas del cementerio, eligiendo un trayecto por la parte posterior de la iglesia.

Y no era ninguno de los integrantes del grupo de búsqueda.

El fugitivo llevaba la cabeza descubierta, lo cual permitía ver su melena de color rubio castaño, igual que el bigote, y vestía una parka roja con una cruz blanca en la espalda. Michael la identificó enseguida como una de las que Danzing solía tener colgadas en la percha del cobertizo de los perros.

De modo que ése era Sinclair, el amado de Eleanor. Después de todo, seguía vivo.

Michael notó una punzada extraña, pero desapareció casi antes de que la hubiera percibido.

Salió de la habitación a la carrera. Las pisadas hicieron mucho ruido y estuvo a punto de resbalar sobre el suelo de piedra. Los perros saltaron con sus juegos, interponiéndose en su camino.

– ¡Ahora no! -gritó, apartando sus cabezas peludas.

Cuando él llegó a la puerta de la entrada, Sinclair había bajado la ladera, a veces corriendo, a veces dejándose caer y deslizándose con los brazos abiertos. Debajo de la parka entrevió el destello de un galón dorado sobre una casaca y la vaina de un sable tintineando a un lado. Entonces, el fugitivo desapareció por un callejón estrecho que discurría entre dos grandes edificios destartalados. Michael intentó bajar deprisa la helada pendiente, pero sin soltar el arma, y eso le exigía ir con más cuidado, y además, durante el descenso se iba devanando los sesos sobre el posible destino del tal Copley.

Tal vez había oído el ruido de las motonieves o quizá le habían pillado con la guardia baja. El equipo acumulado junto a la puerta sugería que estaba planeando una misión propia, pero si hubiera querido esconderse, ¿por qué no lo había hecho, y punto? En esos patios y almacenes de ahí abajo debía haber algo que él quería.

Y a Michael sólo se le ocurría una cosa que pudiera querer: armas.

Al llegar al pie de la colina, atisbó una mancha roja pasando como una exhalación entre dos galpones y Michael le siguió. Por suerte, no se veía a Lawson por ninguna parte y los motores de los vehículos de Murphy y su compañero se oían lejos, junto a la costa. Bien. Lo último que Michael quería era una interferencia. Si podía echarle el guante a Sinclair, sería todo para él, al menos durante un tiempo.

Se acordó en ese momento de los estantes llenos de herrumbrosos arpones en lo que debió de ser una herrería, pero ¿dónde estaba la tienda? Wilde se detuvo un segundo para recobrar el aliento y orientarse, pues había visto ese local durante su visita anterior. Se sintió capaz de localizarla otra vez, ya que se acordaba de la posición, estaba más adelante y a su derecha, y tenía un distintivo inconfundible: junto a la puerta había una enorme ancla comida por la herrumbre.

Avanzó hacia allí con el fusil lanzaarpones bien sujeto y apuntando hacia el suelo, pues temía que aquel maldito trasto se le disparase si llegaba a tropezar y caerse.

Pasó delante de un edificio vacío tras otro y se fue parando ante cada uno para echar un vistazo al interior, donde vio cadenas colgantes, poleas congeladas, enormes mesas de trabajo llenas de melladuras, sierras de arco para metales y calderos de muchos diámetros y poca altura descansando sobre sus regordetas patas metálicas.

Los establecimientos parecían estar dispuestos al azar y de cualquier manera, pero poco a poco entendió que su posición respondía a un plan concreto. Todavía era posible ver el entrecruce de los raíles de las vagonetas. Todo estaba organizado como una primitiva cadena de montaje, o de desmontaje para ser más precisos. Los locales estaban ubicados en función de lo que fueran a obtener en el despiece de la ballena, empezando por la piel y terminando en los cartílagos.

Los huesos y los dientes de cetáceo, así como los ojos congelados -del tamaño de una pelota medicinal-, se acumulaban por doquier en grandes pilas apoyadas sobre las paredes.

Llegó a una intersección. Había veredas o callejones en todas las direcciones, lo cual le obligó a recordar su primera entrada en el pueblo fantasma, cuando había venido desde el suroeste, lo cual significaba que probablemente había cruzado un gran patio azotado por el viento para luego torcer a la derecha. Siguió dicho patio y para su gran alivio acabó por ver el ancla reclinada junto a una entrada baja y en penumbra.

Aminoró el paso conforme se aproximaba, pues en el interior de la herrería no se oía ruido alguno ni había el menor indicio de vida. Tal vez su pálpito era erróneo.

Agachó la cabeza para poder meterse dentro, donde recorrió la estancia con la vista hasta descubrir al fondo otra puerta, bloqueada en parte por media docena de barriles anillados con flejes metálicos. Escudriñaba por si había algo detrás de esa abertura cuando algo pasó volando junto a su mejilla y se hundió en la pared a un palmo. El arpón se quedó clavado en la madera y el astil vibrante continuó zumbando junto a su oído.


– No dé un paso más -ordenó una voz procedente de la oscuridad de la desordenada tienda. Michael siguió sin poder ver a su adversario cuando éste añadió-: Y suelte el arma.

Michael dejó caer el fusil lanzaarpones, que resonó al golpear sobre el suelo de ladrillo. El fuste de la enorme chimenea se alzaba en el centro de la habitación -debía de haber sido la forja-. Era de ladrillo rojo y no estaba empotrada en la pared. Una figura salió de detrás de la chimenea. El fugitivo se había quitado la parka y ahora lucía sólo la casaca escarlata de la caballería. Mantenía el sable envainado a un costado, pero tenía otro arpón preparado en la mano.

– ¿Quién es usted?

– Michael, Michael Wilde.

– ¿Qué hace aquí?

– He venido a buscarle.

Se hizo un silencio incómodo, roto sólo por el quejido del viento, que había encontrado el camino para bajar por la chimenea y helar la forja. En el ambiente flotaba un ligero olor a carbón.

– Usted debe de ser el teniente Copley -aventuró Wilde.

El comentario sorprendió al inglés, pero se recobró enseguida.

– Si sabe eso, entonces Eleanor ha de estar con ustedes.

– Sí, está a salvo con nosotros -le aseguró Michael-. Nos estamos haciendo cargo de ella.

Una chispa de odio llameó en los ojos del desconocido y Michael lamentó de inmediato haberlo expresado de esa forma. Seguramente, Sinclair pensaba que nadie salvo él podía realizar esa tarea.

– Está en la base, en Point Adélie -prosiguió Michael.

– ¿Así es como se llama el sitio?

Sinclair tenía el aspecto y el acento de un verdadero aristócrata inglés, como algunos que Michael había visto en las películas, pero el destello de sus ojos dejaba entrever una locura impredecible, lo cual tampoco debía sorprenderle en exceso, aunque ahora lo único que Michael deseaba era adivinar el modo de lograr que dejara de apuntarle con el arpón.

– No hemos venido para hacerle daño -dijo Michael-. Todo lo contrario. De hecho, podemos ayudarle.

El periodista se preguntó si debía seguir hablando o si convenía más permanecer callado.

– ¿De cuántos miembros consta vuestro grupo?

La respiración entrecortada del británico levantaba vaharadas de vapor. Michael pudo apreciar por vez primera que todo aquel esfuerzo le estaba pasando factura. El hombre seguía con actitud desafiante, pero le costaba mantenerse en pie.

– Cuatro hombres. Sólo hemos venido cuatro.

La punta del arpón osciló y los párpados se le cerraron lentamente, aunque Sinclair los abrió de pronto, alarmado.

¿Estaba a punto de desmayarse o simplemente «refrescaba la imagen», como hubiera dicho Ackerley? Michael se obligó a recordar que no tenía por qué estar enfrentándose necesariamente a un enemigo peligroso.

– Trabajamos aquí, en el Polo Sur -le informó Michael por iniciativa propia-. Somos norteamericanos.

La punta del arma bajó un poco más y Michael habría jurado haber visto el atisbo de una sonrisa en los labios del teniente.

– Hace mucho tiempo fantaseé con ir a América -repuso Sinclair entre toses-. Parecía el sitio perfecto: no conocía a nadie y nadie me conocía a mí.

Michael detectó un movimiento por el rabillo del ojo en la puerta trasera. Sinclair debió seguir la dirección de esa mirada, ya que se giró con el arpón en alto antes de darle tiempo a hacer nada, salvo gritar:

– ¡Alto!

Entretanto, Franklin se las había arreglado para franquear la puerta obstaculizada por los toneles y estaba allí, fusil en mano.

Sinclair vaciló sólo una fracción de segundo, pero arrojó el arpón cuando vio subir la boca del lanzaarpones. Al mismo tiempo un arma de fuego resonó de forma atronadora y salieron volando trozos de ladrillo en todas las direcciones. El periodista notó una sensación muy similar al picotazo de un avispón cuando uno se le clavó en la mejilla; además, se le metió en el ojo una minúscula esquirla. Michael ladeó la cabeza para sacarse la mota del ojo y cuando volvió a mirar con los ojos entrecerrados, el arpón, clavado en el tonel, vibraba de forma ostensible y Franklin seguía con el arma dispuesta, pero apuntaba hacia abajo, hacia Sinclair, que se había desplomado sobre el yunque. Los brazos le colgaban flácidos a los costados y le temblaban los dedos.

Murphy acababa de irrumpir en la habitación con la pistola en alto.

– Pero ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho? -clamó Michael.

– ¡Me lanzó un arpón! -se defendió Franklin, pero parecía alterado-. De todos modos, no le di a él, le di a la chimenea.

Michael se arrodilló junto a Sinclair y vio un hilo de sangre entre los cabellos del británico que se estaba apelmazando en la parte posterior de la cabeza.

– Entonces, ¿qué es eso?

– Una bala de rebote -replicó O´Connor-. Estaba usando balas de goma y ha debido de rebotarle.

Murphy se acuclilló al otro lado del yunque y entre los dos depositaron con suavidad el cuerpo en el suelo; luego, le dieron la vuelta hasta dejarlo descansando sobre la espalda. El herido tenía los ojos en blanco y los labios se le habían vuelto azules. ¿Cómo afectaría eso a Eleanor? Michael no lograba pensar en otra cosa.

– Llevémosle de vuelta al campamento -dijo Michael-. Vamos a necesitar que Charlotte le eche un vistazo cuanto antes.

Murphy asintió y se puso en pie.

– Pero antes vamos a atarle…

– Pero se está grogui -terció Michael.

– Por ahora -replicó Murphy-. Y si se recupera, ¿qué, eh? -Luego se volvió a Franklin y le dijo-: Vamos a ponerlo en la parte trasera de mi motonieve. Y lo mantenemos en cuarentena nada más llegar a la base. Manda una bengala a Lawson para que sepa dónde estamos, listos para marcharnos.

Mientras Franklin salía al exterior para lanzar la bengala, Michael se puso a recordar la cuarentena de Ackerley, ahí metido en un cajón de embalaje en un almacén de comida, y en lo bien que había acabado todo.

– Ya conoces el procedimiento -avisó el jefe O´Connor a Michael-. Nadie necesita saber dónde está hasta nueva orden. ¿Lo pillas?

– A la primera.

– Y eso va sobre todo por la Bella Durmiente.

Michael estaba más que predispuesto a guardar el secreto. Total, ¿qué importaba uno más? Estaba cogiéndole el truco a eso de callar confidencias, pero no dejaba de preguntarse cuánto tiempo podían seguir así las cosas. Incluso aunque el resto del campamento no llegara a enterarse de la presencia de Sinclair, Eleanor era harina de otro costal. Hasta donde él sabía, existía una conexión psíquica entre Sinclair y Eleanor.

El vínculo era muy fuerte; tanto, que no debería extrañarse si ella ya estaba al corriente de que habían encontrado a Sinclair y que éste había resultado herido cuando estaba preparándose para ir a buscarla.

CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

22 de diciembre, 19:30 horas


EL PEZ SE DEBATÍA con tanta tozudez mientras Hirsch lo llevaba al tanque del acuario que estuvo a punto de escapársele de entre las manos.

– Espera, espera, impaciente -murmuró.

Al cabo de unos instantes lo echó a la sección del tanque reservada para su anterior espécimen de Cryothenia hirschii. El pez traslúcido nadó un poco y asomó la boca antes de parar y asentarse tranquilamente en el fondo del tanque, donde se quedó quieto, virtualmente inmóvil, como habían hecho sus congéneres. Aunque el nototenia perteneciera a una especie desconocida hasta el momento, cosa de la cual él estaba convencido, una cosa parecía clara: la observación de éste no iba a ser lo más emocionante del mundo para un profano en la materia. No había mucho que mirar. Ahora bien, a él, el bicho le iba a granjear una reputación en el ámbito de la comunidad científica, que era donde importaba.

Marginando el tema de la morfología general, simplemente la sangre daría pie a un millar de pruebas de laboratorio. Las glicoproteínas anticongelantes de la misma eran ligeramente distintas a las de cualquier otro pez antártico estudiado hasta la fecha y algún día podrían ser utilizadas para otros fines: anticongelante de las alas de los aviones, o aislante de las sondas de profundidad, o sólo Dios sabía qué más…

Sin embargo, ahora estaba enfrascado en un experimento aún más singular. En cuanto Charlotte Barnes había mencionado la desaparición de una bolsa de plasma, nadie lo había dudado ni un instante: la había cogido Eleanor Ames. Si la muchacha abandonaba la protección de Point Adélie para establecerse en el mundo real, primero debía superar esa terrible adicción. Darryl no era ningún necio: no había forma de satisfacer ni de mantener en secreto una necesidad insaciable como ésa y se hacía perfecta idea del precio que ella debería pagar: convertirse en el ojo de un huracán mediático.

Había tomado muestras adicionales de la sangre de Eleanor para realizar de inmediato análisis, pruebas y chequeos, pues tenía un pálpito tan descabellado como el problema planteado. La sangre de Ames tenía el mismo que la de Ackerley: el índice fagocítico se salía del mapa literalmente, pero en vez de eliminar las bacterias, esos fagocitos no engullían sólo bacterias, sustancias extrañas y el detritus celular del flujo sanguíneo, devoraban también los glóbulos rojos; primero los propios, y luego cualesquiera otros que pudieran ingerir por otras fuentes.


Ahora bien, ¿qué ocurriría si él era capaz de encontrar una forma de mantener estable el nivel del tóxico, el elemento que ayudaba a los infectados a permanecer con vida en las condiciones más adversas, al tiempo que introducía un elemento capaz de eludir la necesidad de recibir eritrocitos externos? En suma, ¿y si Eleanor era capaz de tomar prestados por un par de truquitos la hemoglobina libre presente en la sangre del pez del acuario?

El biólogo tenía pensado efectuar una docena larga de diferentes combinaciones sanguíneas; luego, las guardaría en probetas cuidadosamente marcadas y las conservaría a temperatura estable en el frigorífico. Su intención era comprobar la evolución cada cierto tiempo, y estaba a punto de repetir las pruebas cuando alguien aporreó la puerta del laboratorio.

Hirsch la abrió y Michael entró pisando fuerte. Sus botas húmedas hicieron un ruido como de succión cuando pisó la estera de goma.

– ¿Te apetece un refresco?

– Muy gracioso -replicó Michael, sacudiéndose la capucha para quitarse la nieve acumulada en ella.

– No estaba de guasa. -Darryl se acercó al minifrigorífico, sacó un botellín de extractos vegetales, lo descorchó y lo depositó sobre la mesa de trabajo-. ¿Dónde has estado?

– En Stromviken.

Sólo había una razón para ir allí, y el biólogo la sabía.

– ¿Lo encontrasteis?

Michael vaciló, pues Darryl quería saber demasiado.

– ¿Estaba vivo?

El recién llegado eludió la respuesta y se concentró en bajar la cremallera de la parka y doblarla encima de un asiento cercano.

– Olvídate de las órdenes de Murphy -le instó el pelirrojo-. Al final, va a tener que decírmelo de todos modos, ya lo sabes. ¿Quién más de por aquí sabe hacer un análisis de sangre?

– Lo hayamos vivo, pero no vino por las buenas -contestó Michael-. Resultó herido y ahora Charlotte se ha hecho cargo de él.

– Pero ¿está herido de mucha gravedad?

– Charlotte piensa que es una contusión leve y un rasguño en la cabeza.

– Así pues, ¿está en la enfermería? -concluyó el biólogo, listo para salir a la carrera y tomar nuevas muestras de sangre.

– No, en el almacén de la carne.

– ¿Otra vez estamos con ésas…?

– Murphy no quiere poner en riesgo a nadie de la base.

Aunque a regañadientes, Hirsch acabó por conceder la razón al jefe O´Connor. Después de todo, había visto a Ackerley en acción y nadie sabía qué podía ocurrir si reunían a Eleanor con esa otra alma en pena, que presumiblemente padecía la misma enfermedad que ella. Podía desembocar en una alianza de mil demonios.

– Bueno, ¿y qué tal va? -preguntó Michael, con un tono demasiado a la ligera para ser natural.

– ¿Qué tal va el qué?

– La cura. ¿Has encontrado algo que ayude a Eleanor?

– Si vienes a preguntarme si me las he apañado para resolver uno de los mayores y más desconcertantes enigmas hematológicos en el espacio de, oh, vaya, unos pocos días, la respuesta es no. A Pasteur le llevó su tiempo, ¿vale?

– Disculpa -replicó Michael.

Darryl se arrepintió de haberse mostrado tan cortante.

– Pero estoy haciendo progresos y tengo algunas ideas.

– Eso está genial -repuso Michael, visiblemente animado-. Tengo fe en ti. ¿Sabes?, creo que me voy a tomar una soda.

– Sírvete tú mismo.

Michael se acercó a la nevera, tomó un frasco y permaneció dando sorbos junto al tanque donde estaba el Cryothenia hirschii.

– Tengo fe, sobre todo porque se me ha ocurrido una idea descabellada -confesó al fin sin volverse a mirar a Darryl.

– Estoy abierto a sugerencias -replicó el biólogo mientras tapaba otro vial y lo rotulaba-, aunque no tenía ni idea de que éste fuera tu campo.

– Y no lo es. Mi idea era que Eleanor pudiera subir conmigo al avión de suministros.

– ¿Qué…?

– Si tú encuentras una cura o al menos una forma de estabilizar su condición -respondió Michael, volviéndose-, yo podría tutelar su regreso a la civilización.

– Su lugar no está en un avión -contestó Darryl-. Lo suyo es permanecer en cuarentena, eso o el CDC. [18] La chica tiene en la sangre una enfermedad con… serios efectos secundarios, digámoslo así. -Al pelirrojo le bastó mirar de refilón a Michael para ver lo poquito que le había gustado la frase- Esta mujer es de acceso prohibido. Eso lo sabes, ¿no?

– Por Dios, claro que sí -contestó el periodista; la simple sugerencia le había ofendido.

– Y ahora tenemos un segundo paciente con idéntico problema, por si lo has olvidado. Dime, ¿también planeas llevártelo contigo?

– Si tenemos una solución, sí -contestó Michael, aunque con mucho menos entusiasmo. Le dio un buen trago a la botella de soda-. En tal caso, sí lo llevaría.

– Es una locura -le censuró Darryl-. El avión tiene prevista su llegada dentro de nueve días. ¿La verdad? Creo que en él sólo vas a volver tú. Michael pareció abatido, pero resignado a lo inevitable, como si supiera que había probado suerte con un globo sonda lleno de agujeros.

– Lo que podrías hacer es hablar con Charlotte para que me dejara sacarle sangre a… ¿Cómo has dicho que se llamaba ese tipo…?

– Sinclair Copley.

– Pues eso, al señor Copley, y lo antes posible. Y ahora, en vez de distraerme con ideas estúpidas, deberías irte al sobre y echar un sueñecito. Tal vez mañana te despiertes con alguna ocurrencia más decente.

– Gracias. Seguro que algo invento.

– No veo el momento de oírlo -repuso Darryl, que ya había vuelto a su trabajo.

Michael debía hacer otro alto en el camino antes de irse a dormir. Joe Gillespie le había dejado tres llamadas cada vez más urgentes, y él lo había estado evitando. Había pospuesto esa conversación por un buen montón de razones. ¿Qué iba a decirle…? ¿Cómo iba a contarle que los cuerpos encontrados en un iceberg se habían descongelado al fin y se habían dado a la fuga? ¿Que ahora estaban vivos, y de hecho, encerrados bajo llave? Oh, sí, eso era fácil de vender en comparación con lo de Danzing y luego lo de Ackerley… ¿Cómo podía revelarle que los muertos habían revivido, chiflados, eso sí, por culpa de alguna enfermedad desconocida que los había transformado en protagonistas de una versión antártica de La noche de los muertos vivientes?

No dejaba de darle vueltas hasta dónde podía contarle sin que su editor pensara que se le habían aflojado todos los tornillos de la cabeza. Y entonces, ¿cuál sería la reacción de Gillespie? ¿Lo notificaría a la central de la NSF para que lo evacuaran de forma inmediata, tal y como estaba estipulado, o intentaría contar con el jefe de la estación? Y claro, ése no era otro que Murphy O’Connor, cuya última frase sobre el tema había sido:

– Lo que aquí sucede, aquí se queda.


Michael telefoneó a casa del editor por el teléfono vía satélite con la esperanza de que le saliera el contestador automático, pero Gillespie descolgó apenas hubo sonado el primer timbrazo.

– Espero no haberte despertado -dijo Michael, haciéndose oír por encima del débil eco de la estática.

– ¿Michael…? -contestó Gillespie prácticamente a voz en grito-. ¡Por Dios, mira que eres difícil de localizar!

– Sí, bueno, las cosas han estado patas arriba por aquí abajo.

– Espera un segundo, déjame apagar el equipo de música…

Michael bajó la mirada hasta el bloc de notas situado sobre la encimera. Alguien había garrapateado a Santa Claus encime de un trineo y lo cierto es que lo había hecho bastante bien. Eso le hizo recordar las navidades del año anterior. Kristin le había regalado una pequeña tienda de campaña y él a ella una guitarra acústica que jamás iba a tener tiempo de aprender a tocar.

– Bueno, cuéntame, ¿por dónde va la historia? -preguntó Gillespie, otra vez al otro lado de la línea-. Quiero que el departamento de diseño se ponga con la portada y la maquetación lo antes posible, y en cuanto tengas algo escrito, y no me importa lo poco pulido que esté ese borrador, quiero leerlo. -Hablaba tan deprisa que las sílabas se montaban unas sobre otras-. ¿Cuáles son las últimas novedades que tenemos sobre los cuerpos atrapados en el hielo? ¿Se han descongelado? ¿Has descubierto algo sobre su identidad?

«¿Y qué contesto a eso?», dijo el interpelado para sus adentros. «¿Le digo que no sólo sé quiénes eran, sino también sus nombres, y que lo sé porque me lo han dicho ellos mismos?».

– Estoy especialmente interesado en la chica -admitió Gillespie-. ¿Qué aspecto tiene? ¿Está totalmente deteriorada o es posible utilizar alguna foto chula a toda página sin asustar a los lectores más jóvenes?

Michael estaba sumido en un mar de dudas. Le apetecía empezar a soltar un montón de mentiras, pero no estaba dispuesto a revelar la verdad. La idea de describirle a Eleanor, de servírsela en bandeja como tema de una instantánea oportunista…

– Espero que esté lo bastante conservada como para poder exponerla en algún sitio -continuó Gillespie, escupiendo las palabras tan deprisa como una ametralladora disparaba las balas-. La NSF va querer exhibirla por ahí, de eso estoy seguro, y no me sorprendería que montasen alguna que otra exposición en el Smithsonian.

A Michael le dio un vuelco el corazón. Cuánto lamentaba la prisa con que había informado a Gillespie del hallazgo. Cuánto le gustaría volver atrás en el tiempo y cambiar eso, empezar otra vez. Sí, eso era, podía echar marcha atrás, y cayó en la cuenta de que podía empezar ya.


– ¿Sabes…? He sido demasiado rápido con el gatillo…

– Demasiado rápido con el gatillo -repitió Gillespie, y por una vez habló despacio-. ¿Qué significa eso?

¿Que qué significaba eso? Podía imaginarse la confusión del editor, cada vez mayor.

– Bueno, los cuerpos no resultaron ser lo que yo pensaba…

– ¿Qué diablos me estás contando? O son cadáveres o no lo son… No me hagas esto, Michael… ¿Qué intentas decirme exactamente?

Wilde sacudió el auricular mientras él hablaba para imitar las interferencias de la estática y al cabo de unos segundos intervino de nuevo:

– Perdona, esto se ha cortado unos segundos… ¿Puedes repetirme lo último, Joe?

– Te preguntaba si la historia es real o no. Porque si me estás tomando el pelo, te lo advierto: no me está haciendo ninguna gracia.

Wilde alargó el brazo del auricular cuanto pudo para lograr la mayor autenticidad posible y replicó:

– No te estoy gastando una broma. Supongo que me engañé yo solo. Tenía toda la pinta de ser una mujer, se parecía muchísimo, pero bueno, al final no lo ha sido.

– ¿Y qué era entonces…? ¿Una muñeca hinchable?

– El típico mascarón con forma de mujer situado debajo del bauprés… Es realmente soberbio. -Por el momento, Michael estaba asombrado de su propia inventiva-. Es muy viejo y bastante hermoso, pero al fin no había ninguna mujer. Ni tampoco un hombre. Lo de detrás sólo era más madera oculta en el hielo, aunque hermosamente pintada. Debió de formar parte de un barco naufragado. -Podía embellecerlo más, pero no le convenía, no fuera a ser que Gillespie se emocionara y le pidiera más fotografías del bauprés, y no sabía cómo iba a ingeniárselas para apañar un montaje-. No sé cómo decirte lo avergonzado que estoy, Joe.

– ¿Avergonzado? -Michael le oyó débilmente-. Estás avergonzado… ¿Eso es todo? Estaba planeando convertirte en la estrella de Eco-Travel Magazine. Iba a gastar pasta de verdad y contratar una agencia de publicidad para que todos los medios de comunicación difundieran tu careto.

Con cada palabra pronunciada había calcinado literalmente sus posibilidades de ser noticia, ganar premios, cobrar fama y tal vez hacerse rico, Michael lo sabía perfectamente. Todo se desvanecía en el aire.

– Pero tengo más material de primera: una factoría ballenera abandonada, el último tiro de trineos de la Antártida, una tormenta estremecedora en el cabo de Hornos. Hay toneladas de material.


– Genial, Michael, es genial. Ya hablaremos tú y yo después del día 1, en cuanto hayas vuelto. Entonces podrás enseñarme lo que tienes de verdad.

– Dalo por hecho -contestó Michael, que evaluaba en silencio el daño causado a su carrera. Había tomado uno de esos momentos cumbre y le había prendido fuego.

– ¿Te sientes bien?

– Claro.

– ¿Y cómo va lo de Kristin? ¿Ha habido algún cambio?

Cazó al vuelo por dónde iba Gillespie. El editor sospechaba que la duración excesiva de la tragedia empezaba a hacerle mella y comenzaba a desquiciarle. Odiaba tener que explotar semejante situación, pero la aprovechó sin vacilar.

– Kristin ha muerto.

– Oh, mierda. Deberías haberlo dicho antes.

– Ya ves, entre eso y las extrañas condiciones de vida que hay aquí abajo, pues la verdad: estoy hecho polvo.

Se aseguró de confiar a su tono de voz una nota que ratificase que era así.

– Escucha, lamento de veras lo de Kristin.

– Gracias.

– Pero al menos sus padecimientos se han acabado, y los tuyos, también.

– Supongo.

– Bueno, vale, ahora tómatelo con calma y no fuerces las cosas. Ya hablaremos dentro de un par de días o así…

– Claro.

– Ah, otra cosita… Mientras, ¿por qué no vas al médico de la base para que te haga un chequeo? Asegúrate de que el doctor…

– Doctora, es una mujer.

– Bueno, que la doctora te eche un vistazo.

– Lo haré.

Michael agitó el teléfono por el aire y luego lo frotó contra la manga para crear un poco más de estática y ahorrarse de ese modo la necesidad de escuchar cualquier manida muestra de condolencia por parte de Gillespie. Murmuró una despedida en el auricular y cortó la comunicación.

Luego, permaneció sentado, con los antebrazos apoyados en las rodillas y las manos colgando en el aire. No estaba seguro, pero tenía la impresión de haber cometido la mayor estupidez de su vida. Él siempre se había guiado por el instinto, ya fuera a la hora de elegir una ruta para escalar la pared de una montaña, el curso de unos rápidos o qué cueva debía explorar, y en ese preciso momento había reaccionado del mismo modo: por instinto, y no estaba muy seguro de conocer la razón.

Únicamente sabía que una parte muy honda de su ser se negaba a entregar a Eleanor, la idea se le antojaba insoportable.

«Te has jodido tú solito y a conciencia», dijo para sus adentros.

Se arrastró hasta el comedor, donde se apoderó de un sándwich y un par de cervezas de la marca Sam Adams, cuya etiqueta, tan similar a un membrete, sólo le sirvió para acordarse de los albaranes y facturas sobre cuyos reversos Ackerley había escrito sus últimas notas.

El tío Barney había preparado unas bandejas con pasteles navideños: hombrecitos de pan de jengibre con un baño de azúcar rosáceo. Wilde tomó un par. Resultaba fácil pensar que el espíritu de la navidad reinara en un paisaje nevado como el Polo Sur, pero brillaba por su ausencia. Todos habían cantado las canciones preferidas de Danzing durante la ceremonia fúnebre, cierto, pero no había oído mucha música desde entonces. Una especie de mortaja pendía sobre Point Adélie y sus moradores.

Pensó en hacer una visita a la enfermería durante el camino de vuelta a su dormitorio, pero al final pasó de largo. No tenía corazón para enfrentarse a Eleanor en ese preciso momento y, menos aún, mentirle en lo tocante a Sinclair, tal y como se le había ordenado. Tenía serios problemas de conciencia, en especial después de haber desbaratado las cosas con Gillespie. Necesitaba estar a solas con sus pensamientos.

Y eso empezaba a convertirse en una constante demasiado habitual.

Aquello había comenzado como un interrogante fugaz hecho sin concederle mucha importancia, pero se había convertido en algo a lo que su mente volvía una y otra vez. ¿Qué iba a ser de Eleanor? Ella no podía quedarse en Point Adélie para siempre, eso era evidente, pero ¿cómo y bajo qué circunstancias podría marcharse? ¿Había trazado Murphy algún plan por su cuenta? Hasta donde él era capaz de prever, la señorita Ames iba a necesitar un amigo, no, más que eso, una persona conocida en quien ella confiara y también comprendió que se había asignado él solito ese papel sin pararse a pensarlo.

Observó su rostro cansado en el espejo del baño comunitario y resolvió afeitarse. ¿Por qué no hacerlo antes de acostarse? Total, en el Polo Sur todo se hacía al revés.

Pero no lo debía considerar la situación de la joven, también estaba la cuestión de Sinclair. El deseo de ambos era permanecer juntos, y ¿de qué servía entonces ese rol? Eso le convertía en una especie de carabina con el cometido de guiar a los dos amantes en un sorprendente nuevo mundo.


La cuchilla de le enredó en los pelos de la barba, más largos y resistentes de lo habitual, y acabó cortándose. Le aparecieron unas gotas de sangre en la mejilla y en el mentón.

Y si era sincero consigo mismo, ¿qué otro escenario esperaba? Removiendo en su interior, era consciente de que había sentimientos que no resistían un mínimo escrutinio. Él era un reportero gráfico al que le habían encomendado un trabajo, y eso era todo, por el amor de Dios. Debía concentrarse en eso. El resto sólo era un zumbido molesto en su cabeza.

Pasó una mano por el espejo para limpiar el vapor de un área y se observó. Tenía la mirada limpia, pero un tanto abotargada. «¿No estaré a punto de ser víctima del Gran Ojo?», se preguntó mientras se percataba de que también necesitaba un buen corte de pelo. El pelo negro era espeso, ingobernable y largo, y le cubría ya las orejas.

Un par de usuarios de la sauna estaban dale que te pego sin parar de hablar. Debían de ser Lawson y Franklin a juzgar por sus voces. Se echó un poco de agua fría sobre los cortes antes de darse una ducha rápida y regresar a su habitación.

Una vez allí se puso una camiseta nueva y un par de pantalones cortos antes de cerrar bien las cortinas. Jamás hubiera creído que llegaría a odiar la luz del sol, pero ahora… Se subió a la litera e intentó alisar un poco las sábanas. Había notado cómo Hirsch arreglaba la cama todos los días, pero él no veía motivo para hacer en Point Adélie algo que jamás hacía en su propia casa. Tiró de las sábanas para que la manta no le rozase las piernas y cerró todas las cortinas. Se tendió en el estrecho catre, apoyó la cabeza sobre la almohada de gomaespuma y permaneció con los ojos abiertos en medio de la semipenumbra.

Todavía tenía el pelo húmedo por la parte de detrás, de modo que levantó la cabeza de la almohada para frotárselo un poco y acelerar el secado. Cerró los ojos y respiró despacio a fin de relajarse, y lo hizo así otra vez, y otra, y otra, pero su mente aún era un hervidero de ideas en ebullición.

Le vino a la cabeza la imagen de Copley en el catre del almacén de carne después de que Charlotte le hubiera puesto seis puntos en la brecha de la cabeza. Habían cambiado de posición el cajón de los condimentos a fin de hacer sitio y habían enchufado varios calentadores ambientales. El jefe O´Connor había establecido turnos de vigilancia de ocho horas y había asignado el comedido a Lawson y Franklin. Michael se había ofrecido voluntario para montar guardia, pero Murphy había rehusado.

– Técnicamente hablando eres un civil. Dejemos que las cosas sigan así.

El colchón se combaba en el centro, por lo cual colocó el cuerpo un poco más cerca de la pared. Daba igual la opinión de Murphy: alguien debía contarle a Eleanor lo de Sinclair. Su reacción era una incógnita y tal vez no fuera una pregunta menor. Ella iba a sentirse aliviada, por supuesto. ¿Y encantada? Sí, tal vez. ¿Iba a reaccionar de forma apasionada? ¿Insistiría en estar con él de forma inmediata?

Michael no sabía si confundía un deseo suyo con una percepción más profunda, pero albergaba la sospecha de que una parte de Eleanor temía a Sinclair. A juzgar por la historia oída de sus labios, un cuento de fantasía sin parangón, Copley la había arrastrado a una odisea salvaje y llena de peligros, una odisea cuyos capítulos seguían escribiéndose.

Por mucho que ella pudiera haberle amado, ¿seguía estando tan entregada a él como al principio del viaje?

Recordó el camafeo de la joven: Venus salía de entre la espuma del mar. Era de lo más apropiado, sin duda. Eleanor también se había alzado del océano, y era muy hermosa. Sintió una punzada de culpabilidad enseguida, se sintió desleal por tener ese pensamiento cuando apenas acababan de dar sepultura a Kristin.

Pero era eso, y no podía ni negarlo ni frenarlo.

El rostro de Eleanor le acechaba en sueños. Los ojos de color verde esmeralda rodeados por esas largas pestañas, el sedoso pelo castaño, incluso esa palidez extrema. Parecía venir de otro mundo, porque en realidad era así, y él temía por cómo efectuara la entrada en este nuevo universo. Quería protegerla, guiarla, salvarla.

La litera estaba tan silenciosa y a oscuras como un sepulcro.

Recordó la primera visión de Eleanor, atrapada en su tumba de hielo.

Y luego cuando la encontró en la iglesia abandonada, donde estaba sola y desconcertada, pero no se achantó a causa del miedo. La llama de la entereza no se había apagado en ella a pesar de todo cuanto había tenido que soportar.

¿Qué pieza tocaba en el salón de entretenimiento? Ah, sí, Barbara Allen, una antigua y melancólica balada. Las notas lastimeras empezaron a sonar en su cabeza.

Se movieron las cortinas situadas junto al pie de la cama.

Rememoró el rubor de sus mejillas y el frufrú de su vestido de mangas abullonadas cuando él se había sentado junto a ella en la banqueta del piano. Las puntas de los zapatos negros tocando los pedales.

El colchón se curvó un poco más, como si soportase otra carga.

Él se recreo en la voz de la mujer: suave, refinada, con aquel acento británico.

Y entonces, como salida del negro pozo de la noche, la oyó:

– Michael…

¿Eran figuraciones suyas…? Fuera, en el exterior, aullaba el viento. Entonces sintió un cálido aliento sobre la mejilla y una mano le rozó el pecho tan delicadamente como un pajarillo al posarse en una rama.

– No lo soporto más.

Él no movió ni un solo músculo.

– No aguanto tanta soledad.

Ella yacía encima de la manta, pero aun así, Michael podía percibir las curvas del cuerpo de Eleanor presionando contra él. ¿Cómo diablos había logrado…?

– Pronuncia mi nombre, Michael.

Él se humedeció los labios y dijo:

– Eleanor.

– Otra vez.

Michael lo repitió y escuchó un sollozo. El sonido estuvo a punto de romperle el corazón.

Se volvió hacia ella y alzó la mano, buscando su cara en la oscuridad. Le rozó el rostro bañado en sollozos. La piel era fría al tacto, las lágrimas, calientes, y él se las besó.

Ella se apretó un poco más y él pudo sentir la respiración agitada y entrecortada de Eleanor sobre su cuello.

– Querías que viniera, ¿verdad?

– Sí -admitió él-, sí quería…

Entonces se encontraron los labios de ambos; los de ella eran suaves y carnosos, pero estaban helados. El deseo de entibiarlos se apoderó de Michael, que la besó con más fuerza mientras la estrechaba contra él, reduciendo la distancia entre ellos.

Él la empujó y avanzó a tientas en busca de su cuerpo. Eleanor era delgada como un árbol joven, y sólo vestía una especie de braguitas, suaves como una sábana y tan manejables como ésta.

Dios, qué sensación tan grata para el tacto recorrer su cuerpo. Acarició el costado desnudo de la mujer una y otra vez. Ella se estremeció. Seguía estando helada, pero su piel era suave al tacto. Recorrió con los dedos la colina de la pelvis -la cumbre de su cintura-, la llanura de su vientre y los suaves promontorios de sus pechos. La piel de Eleanor temblaba bajo sus yemas y los pezones se endurecieron como botones.

– Michael… -dijo con un suspiro mientras recorría su garganta con los labios.

– Eleanor…

Él notó el pinchazo de los dientes en su cuello.

– Perdóname -susurró ella.

Antes de que él tuviera ocasión de preguntar la razón ella le clavó los dientes en la yugular, donde notó una sensación de humedad deslazándose cuello abajo. ¿Era su sangre? Wilde intentó gritar y le extrañó el sonido estrangulado y sofocado que emitió. Entonces se puso a dar patadas a diestro y siniestro para liberarse de la ropa de cama.

Le puso las manos encima y empezó a empujar.

Oyó un chirrido estridente de las cortinas al descorrerse…

… y percibió un fogonazo de luz en la cara.

Él le dio otro empujón para echarla de la litera…

– ¡Michael! -bramó una voz-. ¡Despierta, por el amor de Dios! ¡Michael, despierta!

Él siguió empujando con las manos, pero otras se le habían agarrado bien.

– ¡Soy yo, Darryl!

Se asomó fuera de la litera.

Las luces estaban encendidas y el pelirrojo le sujetaba las manos con fuerza.

– Estabas teniendo una pesadilla. -El pulso le martilleaba las sienes, pero al menos dejó de mover las manos-. La madre de todas las pesadillas, diría yo -añadió el biólogo mientras Michael empezaba a calmarse y a respirar con más sosiego.

Miró hacia abajo. Las sábanas y las mantas estaban enrolladas alrededor de sus piernas y la almohada había ido a parar al suelo. Se llevó la mano a un lado del cuello. Al retirarla, los dedos estaban pringosos, sí, pero no era sangre, sino sudor.

– Menuda potra has tenido de que haya vuelto -le advirtió el biólogo, echándose hacia atrás-. Podría haberte dado un infarto.

– Un mal sueño, supongo que sólo era una pesadilla -repuso Michael con voz ronca.

– No hablo en broma -replicó Darryl, soltando un prolongado suspiro; se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesilla de noche-. ¿De qué rayos iba el sueño?

– No me acuerdo -mintió Wilde, que recordaba cada detalle.

– ¿Ya lo has olvidado?

El interpelado dejó caer la cabeza sobre la almohada y miró con aire ausente el techo.

– Sí.

– A propósito, me pareció oírte mencionar en nombre de Eleanor.

– Ajá.

– Pero no lo juraría. -Darryl tomó una toalla de detrás de la puerta y dijo-: Vuelvo en cinco minutos. No me importa cómo lo hagas, pero no te duermas.


Michael permaneció allí tendido, otra vez solo, a la espera de recuperar el ritmo normal de la respiración y de que se le pasaran las últimas secuelas del pánico.

Entretanto, en su mente, recreaba la larga melena de Eleanor cayendo sobre sus pechos níveos y sus rojos labios húmedos abiertos, pues aún querían más…

CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

23 de diciembre, 22:30 horas


– TENGO SED -DIJO SINCLAIR en voz alta.

Franklin se levantó del cajón donde estaba sentado, tomó un vaso de papel con una pajita dentro y se lo tendió para que bebiera.

El cautivo esposado sorbió el líquido con verdadera ansia. Tenía la garganta reseca, pero no era agua lo que deseaba, bien lo sabía él.

Copley estaba sentado al borde del catre en un almacén, rodeado por ingenios mecánicos del tamaño de una caja de betún capaces de emitir ondas de calor esporádicamente incluso a pesar de que él no era capaz de detectar el carbón o gas que alimentase ese fuego.

En verdad se trataba de una era de prodigios.

Tenía un dolor persistente en la coronilla, allí donde el fragmento de la bala le había hecho un rasguño en el cuero cabelludo, pero por lo demás estaba de una pieza. En torno al tobillo izquierdo llevaba unos grilletes improvisados consistentes en una cadena enganchada a la tubería de la pared y fijada con un candado.

Había una gran mancha rojiza en un lateral de la estancia atestada de cajas. Sólo podía ser sangre. ¿Solían interrogar allí a los prisioneros o hacían algo aún peor?

Trató de entablar conversación con el guardia, pero aparte de sonsacarle su nombre, Franklin, sus intentos habían resultado estériles. Llevaba puestas en los oídos unas cosas conectadas a unos cordelitos y resguardaba la cabeza detrás de una revista con una chica medio desnuda en la portada. Sinclair tenía la impresión de que Franklin temía a su prisionero, lo cual era de lo más lógico, ya puestos, y también que le habían ordenado no dirigirle la palabra, pero iba a ser un gran placer saldar la cuenta por lo del chichón de la cabeza si se le presentaba la ocasión.

El tiempo transcurrió despacio.

Desde su posición veía sus ropas, pulcramente apiladas en un cajón propiedad de un tal Dr. Pepper, [19] fuera quien fuese el fulano, ya que le habían privado de su atuendo a favor de un pijama de franela ridículo y un montón de mantas.


Se moría de ganas por levantarse, apoderarse de sus ropas e ir en busca de Eleanor. Ella se hallaba en algún lugar de ese campamento, y él tenía la intención de encontrarla.

Pero ¿y qué harían después? Era correr hacia un callejón sin salida. ¿Cuáles eran sus posibilidades, allí, abandonados en el confín de la tierra? ¿Adónde iban a huir? ¿Y por cuánto tiempo lograrían seguir libres?

Recordó haber visto barcos en la factoría ballenera. Uno de ellos, el albatros, era muy grande, y jamás podría botarlo y dirigirlo por sí solo, pero también los había más pequeños, como los botes de madera destinados a la caza de ballenas; tal vez estuvieran en condiciones de navegar después de haber efectuado unas cuantas reparaciones, pero claro, Sinclair no era marinero y estaban rodeados por el más peligroso de los océanos. Su única oportunidad consistía en hacerse a la mar cuando hiciera buen tiempo y confiar en que los encontrara y los rescatara algún barco con el que se cruzaran.

Daba la impresión de existir algún comercio, por lo que si él y Eleanor conseguían hacerse con ropas modernas y urdir alguna explicación plausible, podrían conseguir abordar otro barco y ser llevados de nuevo a la civilización, donde se perderían entre la gente que no los conocía ni llegaría a saber jamás su terrible secreto.

Sinclair confiaba en que su astucia natural les permitiría salir adelante una vez llegados a ese punto. La necesidad había hecho de él un virtuoso de la improvisación.

El metal chirrió al rozar sobre el hielo cuando se abrió la puerta exterior y un golpe de aire frío se coló en el interior, refrescando el calor sofocante generado por los pequeños calefactores. El preso reconoció al recién llegado en cuanto hubo terminado de quitarse los abrigos, los guantes y las gafas. Sinclair conocía a ese hombre, Michael Wilde, tras su encuentro de la herrería. Le había parecido un tipo bastante razonable, pero él seguía resuelto a no confiar en nadie.

Traía en la mano un libro encuadernado con tapas de cuero negro ribeteadas de dorado.

– Se me ocurrió que le gustaría recuperarlo -dijo Michael.

Pero Franklin saltó como un resorte para interceptarlo.

– El jefe ha dicho que no le demos nada. No sabes qué puede y qué no puede usar.

– Sólo es un libro de poesía -le explicó Wilde, dejando que lo examinara.

Franklin frunció el ceño.

– Parece muy antiguo -observó, pasando las páginas.

– Lo más probable es que sea una primera edición -admitió Michael, que lanzó una mirada a Sinclair mientras se lo entregaba.

– Es obra de un hombre llamado Samuel Taylor Coleridge -dijo Sinclair, aceptando el tomo con torpeza, al tener las muñecas engrilletadas-, y hasta donde sé, el libro jamás ha hecho daño a nadie.

Michael admitía la necesidad de todas esas precauciones, pero al mismo tiempo le avergonzaban.

– Eso me ha parecido -repuso Michael, y recitó los versos de la primera estrofa que recordaba haber estudiado en el colegio-: El Kublay Kahn en Xanadú / un altivo palacio para su deleite mandó alzar / por donde el río sagrado Alfa / cavernas inalcanzables para el hombre cruzaba / camino de un mar donde no hay sol. -Luego, dijo-: Me temo que eso es cuanto recuerdo de la poesía.

Eso no dejó menos perplejo a Sinclair.

– ¿Se conoce esta obra? ¿Incluso en esta época?

– Ya lo creo -replicó Michael, encantado de poder responderle-. Los poetas románticos como Wordsworth, Coleridge y Keats se enseñan tanto en el colegio como en la universidad, pero me temo que aún no sé qué significa el título de este libro… ¿Hojas sibilinas?

El prisionero acarició la cubierta del volumen como si se tratara de la cabeza de un perro de pelaje lustroso.

– Las sibilas griegas eran videntes… escribían sus profecías en el reverso de las hojas de los árboles.

Michael asintió, vivamente impresionado porque Sinclair tuviera tal respecto y aprecio a ese libro. Lo había incluido en el equipaje guardado junto a la puerta de la iglesia.

– Incluye La balada del viejo marinero, por lo que pude ver. Aún es un poema célebre.

Copley bajó la mirada y fijó los ojos en el tomo, para luego, sin abrirlo, declamar:

– Como quien recorre con miedo y espanto un camino solitario y vuelve la vista atrás una vez, sólo una, y sigue adelante pues…

Franklin le miró manifiestamente perplejo.

– … sabe que le va pisando los talones un demonio terrible.

Reinó un silencio sepulcral en el cobertizo cuando el cautivo acabó el último verso. Michael sintió que se le había helado hasta el tuétano. ‹¿Es así como percibe Sinclair su fuga, como un viaje solitario donde los perros le hostigan a cada paso que da?›, se preguntó. El aspecto obsesionado de su semblante, el vacío de su mirada, los labios agrietados, el pelo apelmazado y pegado a la cabeza como si hubiera ahogado… Todo ratificaba que era así.


Franklin pareció temer una posible continuación del recital, ya que le preguntó a Michael:

– ¿Te importa si me tomo un respiro?

– Adelante, ve.

Arrojó la revista sobre el cajón de embalaje y se marchó.

Sinclair apartó el libro en cuanto él se fue y recostó la espalda sobre la pared. Wilde retiró la manoseada copia de Maxim de donde la había dejado Franklin y se sentó.

– No tendrá por un casual algo para fumar, ¿verdad? -preguntó Sinclair con el tono despreocupado con que un caballero en el pleno sentido del término le pide a otro mientras holgazanea en su club.

– No, me temo que no.

– El guardián tampoco. ¿Me veo privado de tabaco por alguna razón especial o es que ya no fuman los hombres?

El periodista no fue capaz de contener una sonrisa.

– Lo más probable es que Murphy le ordenara no darte nada como un pitillo o un puro. Quizá se te ocurriera prenderle fuego a este lugar.

– ¿Conmigo dentro?

– No sería nada inteligente, eso he de concedérselo -repuso Michael-. Por lo demás, los hombres siguen fumando, pero mucho menos que antes. Resulta que provoca cáncer.

Sinclair le dedicó una mirada de incredulidad absoluta, como si hubiera sugerido que la luna estaba hecha de queso verde.

– Bueno, entonces, ¿beben por lo menos?

– Sin duda, y más aquí.

Sinclair aguardó a la expectativa mientras Michael decidía qué hacer. Violaba las órdenes expresas del jefe O’Connor si le daba una bebida y los más probable es que Charlotte también respaldara la tesis de que era una mala idea. Qué rayos, ya sabía que era desaconsejable, pero el hombre parecía tan sereno y tan racional, y sería la mejor forma de hacerle hablar para ganarse su confianza y sonsacarle acerca de su viaje, largo y lleno de incidentes. Aún no lograba imaginarse cómo Sinclair y Eleanor habían acabado en el fondo del mar cargados de cadenas.

– En el club siempre había preparada una licorera con el más fino oporto para los invitados.

– Ahora no hay de eso, se lo aseguro. La cerveza es más corriente.

Sinclair se encogió de hombros de forma amigable.


– No rehusaría una cerveza.

El periodista miró a su alrededor. La mayoría de las cajas contenían comida enlatada y vajilla, pero por alguna parte debían de estar los cajones de cerveza.

– No te vayas a ninguna parte, que ahora mismo vuelvo -bromeó Wilde.

Se puso en pie y se fue al siguiente pasillo, donde Ackerley había dejado una mancha de sangre sobre el suelo de hormigón. Intentó no pensar en ello mientras daba vueltas por allí cerca.

Al final, encontró un cajón de Sam Adams y rompió los precintos para sacar dos botellas. Usó su navaja suiza para abrirlas. Entonces regresó y entregó una a Sinclair. Entrechocó su cerveza su cerveza con la del preso y regresó a su asiento.

Copley echó la cabeza hacia atrás y dio un largo trago a la cerveza antes de estudiar la etiqueta, donde posaba un tipo de peluca.

– ¿Sabe…? Una vez se lió un escándalo por una botella como ésta.

– ¿Un escándalo?

– Resultó no ser cerveza, sino una botella negra de Mosela de tamaño similar a ésta que alguien había dejado en la mesa durante un banquete.

– ¿Y a santo de qué vino el problema?

– Lord Cardigan era un hombre puntilloso en esos temas y en su mesa sólo podía servirse champán.

– ¿Y cuándo fue eso?

– En 1840, si la memoria no me falla. Durante una comida del regimiento.

Mientras Sinclair le relataba la anécdota, Michael se descubrió pensando que esa conversación era cada vez más surrealista.

– … y eso fue todo. Deberá entender que es una historia de dominio público, pero no la viví en primera persona. Estaba en Eton esos años.

El periodista se obligó a tomar en cuenta que Ames y Copley habían vivido en una era y un mundo desaparecido hacía mucho. Esa anécdota era historia para él y un cotilleo del día para Sinclair.

El preso tomó un nuevo trago de cerveza con los ojos cerrados y luego entreabrió los párpados muy despacio.

¿Estaba ajustando la visión?

– Es una cerveza de poco cuerpo.

– ¿Ah, sí? Bueno, supongo que en el ejército tomarían algo más fuerte.

Sinclair estudió fijamente a Michael, evaluándole, y no despegó los labios. Vació la botella y la puso sobre el suelo, junto al tobillo encadenado.


– De todos modos, gracias.

– No hay de qué.

Michael se estrujó las meninges sobre cómo reconducir la conversación hacia donde a él le interesaba, pero entonces Copley dio un golpe de timón y preguntó:

– ¿Qué habéis hecho con Eleanor?

Ése no era precisamente el tema adonde él quería ir a parar, pero le respondió que se encontraba bien y descansando, una respuesta de lo más inocua.

– No le he preguntado eso. -El tono del teniente había cambiado-. ¿Dónde está? ¿Puedo verla? -Michael miró sin querer la cadena que le mantenía sujeto a la tubería de la pared-. ¿Por qué no nos permiten vernos?

– Porque así es como el jefe de operaciones quiere que sean las cosas.

Sinclair bufó, burlón.

– Parece un soldado de leva, reducido al simple cumplimiento de órdenes. -Respiró hondo y espiró con fuerza-. Y yo he visto adónde conduce eso.

– Veré qué puedo hacer -repuso Michael.

– Sólo somos marido y mujer, dos personas que han recorrido juntas un largo trayecto -continuó Copley, probando otra táctica, y de nuevo con tono conciliador-: ¿Qué daño puede haber en que nos veamos?

¿Marido y mujer? Michael no sabía eso y estaba seguro de que si Eleanor le hubiera hablado de su esposo, lo recordaría. Sinclair bizqueó otra vez y Michael se percató de que al prisionero parecía faltarle el aliento.

– ¿Le sorprende que ella sea mi esposa o es que ella no lo ha mencionado?

– No recuerdo que haya salido el tema.

– ¿Qué no haya salido…? -Tosió, y sacudió la cabeza con incredulidad-. ¿No ha salido o no quería saberlo?

– ¿De qué me habla?

– No soy tonto, así que no me haga pasar por tal.

– No pretendo…

– Soy un oficial al servicio de Su Majestad, en el 17º de lanceros -dijo con un tono acelerado en la voz, ahora más firme. Alzó las manos engrilletadas e hizo sonar las cadenas que le sujetaban a la pared antes de añadir-: Y no tardaría en arrepentirse de intentar jugar conmigo si no estuviera en desventaja.

Wilde se puso en pie, sorprendido ante el súbito cambio de tono. ¿Era efecto de la cerveza? ¿Ejercía el alcohol un efecto imprevisible a causa de su condición o esos cambios bruscos de humor eran parte de su forma de ser? Michael retrocedió un par de pasos a pesar de las cadenas.


– ¿Va a llamar al centinela? -se burló el preso.

– Quien debería examinarle es la doctora -precisó el periodista.

– ¿Qué…? ¿Otra vez la negra?

– La doctora Barnes.

– Los barriles de cerveza se acabarían enseguida si las taberneras tirasen la bebida con la misma generosidad con que me ha sangrado esa zorra.

¿Qué sucedía allí? ¿Qué había ido mal? Copley había pasado de la calma al paroxismo en un pispás y los ojos inyectados en sangre le brillaban enloquecidos.

Franklin entró con sus andares de pato y el bigote cubierto por el hielo.

– ¿Todavía siguen leyendo poesía?

Entonces, reparó en que Wilde estaba de pie y el aspecto de su cara reflejaba que algo se le había ido de las manos.

– ¿Va todo bien? -preguntó a Michael, y cuando éste no le respondió de inmediato, inquirió-: ¿Qué quiere que haga?

– Deberías ir en busca de Charlotte. Y tal vez convendría que trajeras también a Murphy y a Lawson.

Franklin miró con prevención a Sinclair y salió disparado al exterior.

Michael no había perdido de vista en ningún momento a Copley. Éste, sentado al borde del catre, le devolvía la mirada con los ojos enrojecidos.

Y de pronto, recobrando la misma voz mesurada con que había recitado los primeros versos, el inglés declamó:

– La maldición de un huérfano arrastraría a un espíritu desde lo alto a las honduras del infierno, pero, oh, la maldición de los ojos de un muerto es aún más terrible. -La mirada de sus ojos era instinto homicida puro-. ¿Conoce esos versos?

– No.

– Pues ahora ya los conoce -replicó Sinclair mientras golpeteaba con los nudillos la tapa del viejo libro, y riendo entre dientes de forma ominosa, añadió-: Luego, no diga que no está advertido.

CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE

24 de diciembre, 8:15 horas


ELEANOR NO TARDÓ EN saber que habían descubierto su secreto a pesar de todos sus esfuerzos por ocultar la bolsa vacía. Nadie le censuró nada, pero retiraron todas las demás de la enfermería y la doctora Barnes la miraba con precaución.

La necesidad de sangre avergonzaba a Eleanor, si debía ser sincera, la mortificaba, pero también la asustaba. ¿Qué iba a hacer la próxima vez que esa sed devoradora se apoderase de ella? En realidad, lo sabía. A veces, era capaz de pasar sin beber varios días, incluso una semana, pero el ansia era mayor cuanto más esperaba y más fuerte era la fuerza que la empujaba a saciar su necesidad.

¿Cómo podía confesar semejante deseo? ¿En quién podía confiar?

Miró por la ventana de su cuartito al patio de la bandera, donde permanecía de pie un hombre embozado con capucha y un abrigo voluminoso. Tenía la mirada fija en ese cielo de color peltre y sostenía algo en la mano enguantada, algo con aspecto de ser tiras de beicon.

A pesar de lo difícil que resultaba identificar a nadie debajo de tanta ropa, gorros y botas, el instinto le dijo que era Michael.

Sin dejar de mirar al cielo, le oyó silbar con fuerza para hacerse oír por encima del viento ululante. Un ave apareció al cabo de pocos segundos, tan pocos que le llevaron a pensar que tal vez estaba apostado en el tejado de la enfermería, y pasó muy cerca de la cabeza del hombre, que se agachó entre risas. Era un pájaro de plumaje gris y pico ganchudo. Esas carcajadas… Era el sonido más extraño y agradable que había oído en mucho tiempo. Le entraron ganas de salir corriendo al exterior, entre la nieve y el hielo, para reunirse con él y reírse por el revoloteo del pájaro merodeador y levantar el rostro para sentir en los párpados los rayos del sol, aunque fueran los de ese sol austral.

Miró de nuevo al exterior. Michael se irguió otra vez e hizo oscilar las tiras en alto antes de lanzarlas al aire. El ave dio media vuelta, bajó en picado y cazó con el pico una y se alejó. El resto cayó al suelo, pero el hombre se limitó a esperar el regreso del págalo, y sabiamente, al parecer, ya que éste se zambulló en la nieve próxima de forma muy poco elegante y tomó otra de las tiras. Otro pájaro marrón se posó en el suelo con el propósito de investigar, pero el primero corrió hacia él, chillándole, y Michael le arrojó una bola de nieve para espantarlo. ‹Ah, el pájaro oscuro es su favorito›, dedujo Eleanor, ‹su mascota›.

Se agachó y tendió una mano enguantada al págalo, que se acercó sin dudarlo y se subió a la misma, donde debía de llevar más tiras de beicon, aunque desde allí no podía distinguirlas. Y así permanecieron los dos, como si fueran viejos amigos. El viento sacudía las plumas del ave y dibujaba estrías en la ropa de Michael, pero ninguno se movió.

De pronto, Eleanor se sintió tan sobrepasada que no pudo seguir observando la escena. Sentía que toda su vida era una prisión y se dejó caer sobre el borde de la cama como si fuera una condenada.

El corazón se le llenó de pánico cuando alguien llamó a su puerta. ¿Era la doctora Barnes, que venía para enfrentarse con ella por su crimen? Eleanor no respondió, pero cuando el golpeteo de nudillos se repitió, dijo:

– Adelante.

La puerta se entreabrió y Michael asomó la cabeza por la abertura.

– ¿Me da la venia la dama para hacerle una visita?

– Permiso concedido, caballero. -Se sintió como si le hubieran dado un indulto-. Pero me temo que no puedo ofrecerte mucho, salvo una silla.

– Pues la acepto -contestó él, girando la silla y sentándose a horcajadas.

Aquel sobretodo tan grueso le colgaba a ambos lados y, dadas las dimensiones minúsculas de la habitación, él estaba a muy poca distancia, tan cerca que, de hecho, ella percibía el vigorizante aire frío procedente del abrigo y las botas. Ay, cuánto deseaba ser libre.

Michael necesitó unos segundos para descorrer la cremallera de la parka y poner en orden las ideas. Se sentía un tanto incómodo hablando con alguien en circunstancias tan extrañas como ésas, pero la desazón era mayor a la luz de aquel terrible sueño erótico del otro día protagonizado por ella. La pesadilla le había parecido demasiado real, tanto que incluso ahora le resultaba difícil mirarla a los ojos.

Lo minúsculo de la estancia los obligaba a estar muy cerca uno del otro, y él temía que esa cercanía aumentase la timidez de Eleanor.

El visitante vio palpitar la vena de la garganta por encima del cuello. La muchacha mantenía la vista fija en las manos, que mantenía apoyadas en el vientre. Aprovechó la ocasión para examinarle los dedos en busca de una alianza de matrimonio, pero no vio ninguna.

– Te he visto fuera con el pájaro -dijo ella.

– Se llama Ollie, le he puesto ese nombre en honor de otro huérfano: Oliver Twist.

– ¿Conoces la obra del señor Dickens? -preguntó con asombro.

– A decir verdad, jamás la he leído -admitió Michael-, pero he visto la película.

Ella volvió a quedarse perpleja y perdida mientras él pensaba: ‹Claro, no sabe qué es una película›.

– Mi padre era bastante radical en sus ideas -continuó ella-. Me dejaba asistir a la escuela tan a menudo como era posible e incluso frecuentar la casa del párroco, donde había una biblioteca.

‹Sus ojos son verdes y centelleantes como las hojas de las píceas después de la lluvia›, valoró Michael.

– El párroco y su esposa debían de tener unos doscientos libros -alardeó ella.

‹¿Qué pensaría si viera una librería de la cadena Barnes & Noble?›, se preguntó él.

– Quise reunirme contigo ahí fuera -comentó ella con una nota de tristeza en la voz.

– ¿Dónde?

– En el patio, cuando estabas dando de comer a Ollie.

Estuvo a punto de preguntar por qué no lo había hecho, pero cayó en la cuenta de que ella era virtualmente una prisionera. Su nerviosismo y su palidez lo evidenciaban. Michael echó un vistazo al cuarto, pero sólo había un libro y algunas revistas.

– Tal vez esta noche a última hora podamos colarnos un rato en el salón de entretenimiento para otro recital de piano.

– Eso me gustaría -contestó ella con menos entusiasmo del esperado.

– ¿Y qué otra cosa te gustaría hacer? Por un lado, voy a hacer una ronda a ver si te encuentro alguna lectura decente.

Ella vaciló unos segundos, pero luego se inclinó hacia delante y preguntó:

– ¿Puedo decir lo que quiero de verdad? ¿Algo por lo que daría cualquier cosa?

Michael permaneció a la espera con recelo. Temía que guardara relación con Sinclair Copley. ¿Cuánto tiempo sería capaz de guardar el secreto?

– Me gustaría dar un paseo por el exterior, me da igual el frío, y levantar el rostro para que lo caliente el sol. Sólo tuve ocasión de disfrutarlo durante la visita a la factoría ballenera. Lo que más deseo es verlo de nuevo, sentir su calor.

– Sol, lo que se dice sol, sí tenemos -concedió Michael-, pero no es que caliente mucho, francamente.

Michael permaneció inmóvil en su asiento mientras sopesaba las palabras de la joven y le daba más y más vueltas a la descabellada idea que acababa de ocurrírsele. Las consecuencias serían muy malas para él si le pillaban y el jefe O’Connor le arrancaría la piel a tiras, pero se estremeció sólo de pensarlo hasta el punto de no ser capaz de resistirse. Se preguntó qué pensaría Eleanor de llevarla a cabo.

– Supongamos que puedo concederte tu deseo -repuso él con cautela-, ¿estarías dispuesta a seguir mis instrucciones al pie de la letra?

Eleanor apreció perpleja.

– ¿Puedes sacarme a hurtadillas de aquí?

– Esa parte es fácil.

– ¿Y hacer que el sol caliente incluso en un lugar como éste?

Michael asintió.

– ¿Sabes qué…? Sí puedo.

Se había estado preguntando qué clase de regalo navideño podía hacerle al día siguiente; bueno, pues ahora lo sabía.

– ¿Eso…? -inquirió la doctora Barnes, mirando el tanque del acuario, donde varios especímenes flotaban en el agua-. Ahí sólo tienes peces muertos.

– No, no, no, esos no -contestó el biólogo-. Esos son los fallos. Échale un vistazo al Cryothenia hirschii y a los demás peces de hielo, los comodones que están tan panchos en el fondo del tanque.

Cuando la doctora estiró el cuello hacia delante pudo ver unos peces plancos, casi traslúcidos, de unos noventa centímetros, cuyas agallas se movían lentamente en el agua salada.

– Vale, ya los veo -informó ella, poco impresionada-. ¿Y qué?

– Esos peces podrían ser la salvación de Eleanor Ames.

Charlotte se mostró interesada al oír eso.

– He mezclado muestras de sangre de los nototénidos con la de Eleanor. Alguno de ellos lleva sangre mezclada -anunció con una sonrisa-, y como puedes ver están bien.

– Pero Eleanor no es un pez -le recordó la doctora.

– Estoy al corriente de eso, pero lo que vale para uno quizá valga para todos… -dijo, y señaló mediante señas la mesa del laboratorio, encima de la cual descansaba un microscopio con una lámina portaobjetos ya preparada.

El monitor ofrecía una imagen notablemente amplificada de plaquetas y células sanguíneas. Era la clase de cosas que retrotraían la mente de Charlotte a los tiempos de universitario en la facultad de Medicina.

– Estás viendo una gota de plasma con una concentración alta de hemoglobina -anunció mientras se ponía unos guantes de látex-. De hecho, es mi sangre.

– Observa qué ocurre ahora.

Darryl se inclinó sobre el microscopio y retiró la bandeja portaobjetos. El monitor se quedó en blanco. El biólogo depositó una gota minúscula en la misma lámina con una jeringuilla, la mezcló y volvió a ponerla en el microscopio.

– Normalmente, la afinaría como Dios manda, pero no tenemos tiempo.

Ajustó la visión y el monitor recuperó la imagen. Todo parecía exactamente igual, salvo la existencia de más glóbulos blancos o leucocitos, las células encargadas de defender a un organismo de enfermedades e infecciones, y algunos fagocitos. Los glóbulos blancos eran más grandes y asimétricos, y se movían activamente en busca de bacterias y agentes infecciosos, como se suponía que era su cometido.

– De acuerdo, ahora todo está más revuelto -observó ella-. ¿Qué has añadido?

– Una gota de la sangre de Eleanor. Observa qué sucede.

No ocurrió nada relevante durante unos segundos, y de pronto se desató un pandemónium. Los leucocitos se quedaron sin objetivos a los que destruir y empezaron a rodear y atacar a los glóbulos rojos, portadores de oxígeno gracias a la hemoglobina. Los acosaron hasta engullirlos y no dejar ni uno. Fue una escabechina de primer orden.

Ningún ser vivo de sangre caliente era capaz de sobrevivir con lo que quedaba después de la batalla.

La doctora Barnes miró a Hirsch, aún sin salir de su asombro.

– Lo sé, pero observa esto.

El pelirrojo repitió el proceso: retiró la lámina, usó otra jeringuilla para poner sobre la lámina original otra gota obtenida de uno de los muchos viales de cristal colocados sobre la mesa de trabajo. La tapa del vial llevaba una etiqueta que rezaba ‹AFGP-5›. [20]

La imagen de la pantalla se había reducido a una ondulante masa de glóbulos blancos moviéndose enloquecida en busca de nuevas presas, pero ahora cambió poco a poco, como el oleaje del mar cuando ha amainado la tormenta. Había otro elemento nuevo cuyas partículas se movían como barcos navegando en aguas que ahora permanecían en calma.

No eran objeto de ataque alguno.

– Los nuevos invitados son las glicoproteínas -dijo Darryl son esperar las preguntas de Charlotte- obtenidas de los especímenes de Cryothenia. Las glicoproteínas anticongelantes son proteínas naturales que detectan cualquier cristal de hielo existente en la sangre y le impiden desarrollarse. Circulan por la sangre de los peces nototénidos tan libremente como el oxígeno. Es una argucia evolutiva muy limpia y tal vez salve la vida de Eleanor.

– ¿Cómo?

– Podría llevar una vida relativamente normal si tolerase su ingesta periódica, y la chica parece capaz de soportar hasta la estricnina, a juzgar por la sangre.

– ¿Dónde, Darryl? ¿En el fondo del mar?

– No -respondió Hirsch con paciencia-, aquí o en cualquier parte. Necesitaría la hemoglobina de los glóbulos rojos tan poco como esos peces, pero habría un par de efectos secundarios -añadió, encogiéndose de hombros ante lo inevitable-. Por un lado, eso la convertiría en una criatura de sangre fría, sólo capaz de calentarse de forma externa, como lo hace una serpiente o un lagarto, tendiéndose al sol.

Charlotte se estremeció sólo de pensarlo.

– La segunda supone una amenaza más inmediata.

– ¿Es peor?

– Juzga por ti misma.

Darryl tomó otra lámina limpia y la frotó con fuerza sobre el dorso de la mano de Charlotte antes de ponerla bajo el microscopio. El monitor mostró las células vivas y muertas. Entonces, él puso una gota de AFGP-5, y no pasó nada. Era la imagen de una coexistencia pacífica.

– ¿Eso es un buen indicio? -preguntó ella, buscando el rostro de Hirsch con la mirada e intentando leer la respuesta en su semblante.

– No apartes los ojos de la caja tonta -le contestó él mientras tomaba un cubito de hielo entre los dedos enguantados, manteniendo el meñique delicadamente extendido, y tocó con un extremo de aquél la superficie de la lámina.

En el monitor, la esquinita del cubo de hielo parecía un iceberg monumental que enseguida ocupó la mitad del campo visual. Hirsch lo retiró con cuidado, pero el daño ya estaba hecho. Aparecieron miles y miles de grietas sobre la superficie del portaobjetos, como si un soplo de aire gélido hubiera helado las aguas de un estanque. El congelamiento alcanzaba a una célula, la helaba y pasaba a la siguiente, y así en todas las direcciones, y al final, cesó toda actividad. En cuestión de unos segundos quedó inmóvil todo cuanto había estado circulando. Las células estaban heladas. Muertas.

– Tienes todas las papeletas en contra cuando el hielo entra en contacto con el tejido.

– Pensé que las glicoproteínas anticongelantes lo evitaban.

– No. Impiden la propagación de cristales de hielo por el flujo de la sangre, pero eso no vale para las células de la piel. Ésa es la razón de que los peces anticongelantes permanezcan en el fondo, bien lejos de la capa de hielo.

– Eso no debería suponer ningún problema para Eleanor -observó Charlotte.

– Ya, pero ¿puede estar absolutamente segura de que jamás va a tocar nada helado bajo ninguna forma? No podría beber nunca una bebida fría ni tampoco rozar un cubito de hielo con los labios. ¿Puede estar segura de andar por la acera sin caerse y tocar un trozo de hielo? ¿Y cómo sabe que no se le va a ir el santo al cielo mientras abre el congelador para retirar un precocinado de verduras?

– ¿Qué sucedería si lo hiciera?

– Se congelaría tanto que saltaría hecha en más pedazos que el cristal de un vaso al romperse.

CAPÍTULO CINCUENTA

25 de diciembre, 13:15 horas


MICHAEL HABÍA ABRIGADO A Eleanor debajo de tanta ropa que no la hubiera reconocido ni su madre. La joven sólo era un abultado amasijo de prendas moviéndose con torpeza sobre la explanada helada. Michael miraba vigilante en todas direcciones, pero no había nadie por los alrededores. Ésa era una de las cosas que tenía salir de paseo en la Antártida: resultaba muy poco probable encontrarse con muchos transeúntes, incluso el día de Navidad.

La obligó a avanzar deprisa cuando pasaron por delante del almacén de carne e hizo otro tanto cuando estuvieron cerca del laboratorio de glaciología, donde estaban Betty y Tina, a quienes escuchó trabajar con las sierras en el almacén de muestras. Eleanor le miró con curiosidad, pero él sacudió la cabeza y tiró de ella para alejarla de allí.

En la perrera, un par de perros s pusieron de pie y movieron el rabo, movidos por la esperanza de que alguien los sacara a correr un poco, pero por suerte ninguno ladró.

Las luces del laboratorio de biología marina estaban encendidas, lo cual era un buen síntoma. Michael confiaba en el trabajo duro de Hirsch para ultimar alguna solución válida para el problema de Eleanor y Sinclair.

El periodista vio su destino en lontananza, a cierta distancia del más alejado de los módulos de la estación, y guió allí a su acompañante. Pasaron junto a la celosía de madera y subieron la rampa. Eleanor estaba tiritando a pesar de vestir tantas prendas.

Michael abrió la puerta, apartó las cortinas de plástico y la condujo hasta el laboratorio de botánica propiamente dicho. Enseguida se vieron envueltos por un aire cálido y húmedo. Ella gritó a causa de la sorpresa.

Wilde la condujo todavía más adentro y la ayudó a descorrer la cremallera y a despojarse de la ropa de abrigo, el gorro y los guantes. Las guedejas le cayeron sobre los hombros y una inesperada pincelada de color le iluminó las mejillas. Los ojos verdes relucían.

– Aquí estudian toda clase de plantas, tanto las variedades locales como las foráneas -le informó él mientras se desprendía de su propia ropa de abrigo-. La Antártida es todavía el medio ambiente más limpio del planeta y el mejor para el trabajo de laboratorio. -Se apartó el húmedo pelo adherido a la frente-. Pero tal vez no dure mucho al ritmo que van las cosas.


La joven no le oía: se había puesto a deambular por el lugar, atraída por la fragancia de los maduros fresones colgados de los tubos de plástico del techo, que jugaban un papel esencial en el sistema hidropónico. Las verdes hojas filosas de bordes dentados estaban salpicadas de flores blancas y brotes amarillos, y la luz artificial arrancaba destellos a las bayas humedecidas por efecto de los pulverizadores de agua.

El montaje del laboratorio había corrido por cuenta del propio Ackerley, y por eso era una mezcla entre equipos de alta tecnología y artilugios chapuceros, tubos de aluminio y mangueras de goma, baldes de plástico y lámparas de descarga de alta intensidad. Éstas se hallaban puestas al mínimo, pero Michael aprovechó el momento en que Eleanor cerraba los ojos y hundía el rostro entre las parras en flor para ponerlas a la máxima potencia.

Un chorro de luz bañó al instante todo el invernadero. La impresión de luminosidad aumentaba gracias a una hilera de reflectores caseros hechos con perchas y papel de estaño.

Los fresones refulgieron como zafiros, los pétalos blancos centellearon y las gotas de agua se condensaban y caían sobre las hojas verdes como una fina lluvia de diamantes.

Eleanor echó a reír y abrió unos ojos como platos; luego, para protegérselos puso la mano a modo de visera. Michael no la había visto tan feliz desde que le enseñó el milagro de oír a Beethoven en el equipo de música.

– ¿No te lo dije?

Ella asintió con la cabeza sin dejar de sonreír.

– Sí, señor, sí, pero aún no comprendo cómo es posible.

Eleanor examinó las lámparas luminosas y los reflectores plateados antes de proteger otra vez los ojos.

– Prueba una fresa -sugirió Michael-. El cocinero las usa para hacer tarta de fresas.

– ¿De verdad puedo? ¿No está prohibido?

Él alargó una mano, arrancó una de un tirón y se la acercó a los labios. La joven vaciló y aumentó el sonrojo de los mofletes antes de ladear la cabeza y morder una por la mitad.

Mientras la saboreaba, la intensa luz jugueteó con sus cabellos e hizo destellar el borde dorado del broche.

– Termínala -le invitó él, sosteniendo todavía la mitad restante.

Ella se detuvo para recobrar el aliento, con los labios empapados por el jugo de la fruta, y le observó. Los ojos de ambos se encontraron. Michael apenas fue capaz de sostenerle la mirada, pues su corazón se hallaba sobrepasado por una vorágine de sentimientos contradictorios: ternura, inseguridad, deseo.


Mas Eleanor no tuvo problema alguno en seguir mirándole mientras se inclinaba y tomaba el resto de la fruta entre los dientes. Éstos rozaron las puntas de los dedos de Michael antes de retirarse. Tragó el fruto y dejó en los labios la verde corona de la fresa. Wilde se quedó paralizado.

– Gracias, Michael -dijo ella. Era la primera vez que se dirigía a él por su nombre… Bueno, en la realidad, el sueño no contaba-. Ha sido un verdadero lujo.

– Es un regalo de Navidad.

– ¿Sí…? ¿Hoy es Navidad? -preguntó, sorprendida.

Él asintió mientras apretaba los dientes para soportar el dolor de los hombros, fruto de tanto reprimir sus deseos de abrazarla. No se atrevía. Ése no era el motivo por el que la había traído al laboratorio. Aquello no formaba parte del plan de vuelo ni tenía futuro.

Pero en tal caso, ¿por qué debía reprimirse tanto?

– En Navidad, hubiéramos decorado la casa con muérdago, hiedra y almáciga -comentó ella con gesto pensativo-. Mi madre hubiera hecho un pudín flambeado con brandy y lo hubiera servido con una ramita de acebo en lo alto. Cuando mi padre acercaba la cerilla al brandy, la luz alegraba toda la habitación, era como si hubiera una fogata.

Eleanor se dio la vuelta al cabo de unos segundos y se alejó del brillo de las lámparas.

– Hace demasiado calor si te quedas bajo la luz -se justificó.

Anduvo en dirección a uno de los pasillos. Él apreció cómo las mangas abullonadas y el blanco cuello alto del vestido realzaban su delgadez mientras la joven acariciaba las hileras de tomatales, las lechugas, las cebollas y los rábanos, todos crecidos sobre tableros y en cuencos transparentes llenos de un líquido claro.

– No hay tierra -observó la joven, mirando a uno y otro lado-. ¿Cómo pueden crecer las plantas?

– Se llama hidroponía o cultivo sin suelo -contestó él, siguiéndola hasta el pasillo-. Las plantas reciben todos los minerales y nutrientes necesarios para su desarrollo a través de una solución nutritiva disuelta en el agua. Añádase aire y luz, y ya lo tienes.

– Es milagroso y me gusta mucho más que el invernadero de la Gran Exposición de Londres. Mi padre nos llevó a mí y a mi hermana Abigail.

– ¿Cuándo fue eso?

– En 1851 -respondió ella con un tono de voz que dejaba entrever que daba un dato comúnmente conocido-, en el Palacio de Cristal de Hyde Park.


Acusaba el impacto de la sorpresa cada vez que ella soltaba algo semejante. No podía evitarlo.

Había otro juego de luces en la parte posterior para iluminar un minúsculo jardín de rosas, lirios y las orquídeas de Ackerley.

– ¡Qué preciosidad! -exclamó Eleanor mientras avanzaba por el estrecho pasillo flanqueado por brillantes rosas rojas y orquídeas multicolores de tallos largos y sinuosos.

Crecían en una solución mineral y no en el suelo, pero aun así, allí estaba presente ese aroma húmedo y cálido tan característico de la jungla. Eleanor se soltó el botón del cuello, sólo uno, y respiró profundamente.

– No podía ni imaginarme la existencia de un lugar como éste en un país tan remoto y frío -dijo mientras devoraba la catarata de colores y olores-. ¿Quién cuida de todas estas plantas? ¿Tú…?

– Oh, no -repuso él-. Habrían muerto todas en menos de una semana si yo estuviera a cargo de esto.

Pero precisamente a ella era la última persona a quien podía explicarle el destino de Ackerley. ¿Qué diría si se lo contaba? ¿Confesaría entonces su innegable pero secreta necesidad?

Michael estaba seguro de una cosa: no quería oír esas palabras de sus labios.

– Todos estamos al pie del cañón, pero la mayor parte del trabajo está automatizado y es cosa de los temporizadores y los ordenadores -replicó, intentando darle algo similar a una respuesta.

– Michael -empezó al fin, pero dejó inconclusa la idea incluso antes de empezar a exponerla.

– ¿Sí?

Tras unos instantes de cavilación, Eleanor entró en materia y se lanzó a fondo.

– Me da la sensación de que hay algo que no me estás contando, no puedo evitarlo.

Tenía toda la razón del mundo, admitió él, pero no le había revelado tantas cosas que no sabía por dónde empezar.

– ¿Guarda alguna relación con el teniente Copley?

El interpelado vaciló. No deseaba mentirle, pero le habían prohibido decirle la verdad.

– Le hemos estado buscando.

– Vendrá a por mí, y tú lo sabes. Si no lo ha hecho, pronto lo hará.

– No esperaría menos de tu marido.


Ella le lanzó una mirada intensa, como si se confirmaran sus sospechas, o al menos algunas de ellas.

– ¿Por qué dices eso?

– Perdón, pero di por supuesto que vosotros dos estabais…

– A los ojos de Sinclair, tal vez, pero a los ojos de Dios no estamos casados. Eso jamás sucedió por razones que no vienen al caso.

Debería estar complacido por el tono perentorio empleado y no hurgar más en el tema, pero dado que había salido el tema, el periodista sintió que no podía dejar pasar la ocasión.

– Pero ¿no querrías reunirte con él…? Si sigue vivo, por supuesto.

La joven estudió con atención una orquídea amarilla y frotó la cérea superficie con los dedos.

Tanta vacilación estaba sorprendiendo mucho a Michael.

– Sinclair ha sido y será siempre el gran amor de mi vida. -Eleanor acarició los dorados pétalos amarillos-. No obstante, nos hemos visto obligados a llevar juntos una vida que… No es posible… No debería serlo. -Michael sabía a qué se refería, por supuesto, pero guardó silencio. Ella continuó-: Me temo que con el paso de los años se ha enamorado de otra… cosa. Algo le fascina y le atrae con mucha más fuerza de la que yo jamás seré capaz de ejercer.

Los pulverizadores de riego se conectaron de pronto, enviando un fino surtidor de agua por encima de sus cabezas. Eleanor no se movió.

– ¿El qué?

– La muerte -replicó ella.

Los aspersores dejaron de soltar las nubes de agua pulverizada y ella se volvió a un lado, como si se avergonzara de lo que acababa de admitir.

– Se ha empapado tanto en ella que ha aprendido a vivir en su compañía. La muerte lo mantiene junto a sí todo el tiempo, como su fuera un perro fiel. No siempre fue así -se apresuró a añadir Eleanor, como si se arrepintiera de aquel rapto de sinceridad y lo considerase una deslealtad-. No lo era cuando nos conocimos en Londres. Era un hombre atento y amable, y siempre estaba buscando formas de divertirme.

Esa última frase le hizo sonreír.

– ¿Por qué sonríes?

– Acabo de acordarme de un día en Ascot… Nos invitó a cenar en su club de Londres… Ay, el pobre. Creo que se escapaba de sus acreedores por un pelo.

– ¿No me dijiste en una ocasión que procede de una familia aristocrática?

– Su padre era conde y él también lo hubiera sido un día, pero ya había apelado a la fortuna familiar para que le sacara del lío demasiadas veces.


Tengo entendido que su progenitor estaba profundamente decepcionado con él.

El agua pulverizada empezó a tejer un fino velo sobre los cabellos de Eleanor.

– Las posibilidades de Sinclair cambiaron del todo en Crimea. Esa guerra cambió a todos cuantos fueron allí y los supervivientes quedaron dañados para siempre. Era imposible que no fuera de otro modo. La joven se limpió el agua del pelo.

– No es posible bañarse en sangre todas las noches y empezar sin mácula a la mañana siguiente.

Michael no pudo evitar pensar en todas las contiendas que habían estallado desde entonces, y en todos los soldados involucrados en las mismas, todos habían intentado en vano dejar atrás los horrores de la guerra. Algunas cosas jamás cambiaban.

– ¿Cuánto tiempo crees que voy a permanecer en este lugar? -preguntó ella, sin mirarle.

Michael le respondió con una pregunta para no tener que contestar a ésa:

– ¿Adónde querrías ir?

– Oh, muy sencillo. Quiero volver a casa, a Yorkshire. Soy consciente de que ya no estará allí ningún miembro de mi familia y de que habrán cambiado muchas cosas, pero aun así, no habrá desaparecido todo, ¿verdad? Allí seguirán las montañas, los árboles y los arroyos. Habrán cerrado las antiguas tiendas, pero otras nuevas habrán ocupado su lugar. Seguirán allí la plaza del pueblo, la iglesia, la estación del tren y su confitería y el olor a bollos recién hechos y a mantequilla…

A medida que ella iba enumerando cosas, Michael pensaba si quedaría algo de todo eso, si no habrían cerrado la estación hacía décadas y si no habrían nivelado las colinas para construir un complejo de apartamentos.

– Es sólo que… No quiero morir en un lugar como éste, no deseo morir en el hielo.

La muchacha agachó la cabeza y se estremeció sólo de pensarlo. Él alargó una mano y la atrajo hacia él con suavidad.

– Eso no va a suceder. Te lo prometo.

Las lágrimas anegaban los ojos de Eleanor, que alzó la vista y miró a Michael, desesperada por creerle.

– Pero ¿cómo puedes asegurarme algo así?

– Puedo y lo haré. Te prometo que no me marcharé de aquí sin ti.

– ¿Te vas…? -preguntó con una nota de alarma en la voz-. ¿Adónde te marchas?

– Vuelvo a casa, a Estados Unidos.

– ¿Cuándo?

Él adivinó cuál era el verdadero temor de la joven. No le aterraba únicamente la posibilidad de perecer en la Antártida, sino sucumbir a su necesidad de sangre antes de ver su viejo hogar. «Es posible -pensó Wilde- que incluso ahora esté luchando con todas sus fuerzas para reprimir un ansia casi irresistible».

– Pronto -admitió él-, pronto.

La atrajo hacia él y la estrechó entre sus brazos. Gotas de agua condensada se balanceaban en el pelo de Eleanor, que se acercó a Michael de buena gana y apretó la mejilla contra su pecho.

– No lo entiendes -repuso ella con voz suave-. No harías esa promesa tan a la ligera si lo entendieras.

Pero Michael sabía que sí, que sí la haría.

Estaba recordando en esos instantes otra promesa realizada en la cordillera de las Cascadas, y tenía intención de cumplirla a toda costa, como aquella otra.

– Voy a llevarte a casa -le prometió.

CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO

26 de diciembre, 9:30 horas


COPLEY HABÍA EVALUADO CON detenimiento a sus dos carceleros antes de decidir contra cuál de ellos iba a tener más posibilidades.

Franklin era el más lerdo de ambos con diferencia, pero también el más precavido. Se comportaba como un soldado en un ejército de verdad: acataba las órdenes a rajatabla y no era de los que se las pensaban. Le habían mandado apartarse del preso y así lo hacía. De hecho, se negaba incluso a entablar conversación con él y mantenía la atención concentrada en una de esas revistas escandalosas durante todo el tiempo que durase su turno de guardia.

Por otra parte, sin embargo, el segundo centinela era más inteligente y sociable, y también más curioso. El cautivo apreció enseguida que este otro tipo estaba fascinado por la presencia de un visitante inesperado de otra época y aunque debía de haber recibido las mismas órdenes que Franklin, Lawson no parecía tener inconveniente en saltárselas. Se acomodaba, estiraba las piernas y apoyaba la espalda sobre un cajón para disfrutar de una buena charla. Sinclair observó que las botas de Lawson eran más resistentes, pues estaban provistas de suelas gruesas y cordones fuertes, e infinitamente mejores que sus propias botas de montar, una de las cuales se había desgarrado tras haber montado en el trineo.

Lawson había acudido a su turno con un gran libro lleno de imágenes coloreadas. Copley no podía ver qué era, pero sabía que lo averiguaría en su momento. Lawson era incapaz de permanecer callado durante mucho tiempo.

El británico aguardó en silencio durante varios minutos, al cabo de los cuales su vigilante al fin rompió a hablar.

– ¿Todo guay? -Sinclair le dedicó una benigna mirada de incomprensión- Oh, disculpe, eso quiere decir ´¿cómo está hoy?´. ¿Necesita que llame a la doctora o algo así?

¿La doctora? La presencia de esa mujer era lo último que pediría en este momento.

– No, no, en absoluto. -Sinclair le dedicó una elaborada sonrisa de abatimiento-. Es esta forzada inactividad, nada más. Nuestro buen Franklin habla poco, no es una compañía muy entretenida.

¿Por qué no halagar un poco a ese idiota?

– Es un tipo estupendo. Sólo cumple órdenes.

– Si hay otro camino más seguro a la perdición que ése, me gustaría mucho conocerlo.

Sinclair rió entre dientes, sabedor de que un pronunciamiento tan rotundo sólo iba a servir para espolear más la curiosidad del centinela. Notó como tamborileaba los dedos sobre la cubierta del grueso volumen.

El cautivo preguntó por Eleanor y su bienestar como una cuestión de pura rutina, pues nadie iba a decirle nada relevante a ese respecto, y él lo sabía. Recibió la típica respuesta llena de vaguedades. Incluso Lawson mantenía el pico cerrado en ese tema, pero ¿la mantenían apartada sólo de él? ¿Estaba bien de verdad? ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Cómo podía satisfacer esa peculiar necesidad que ninguno de los dos podía confesar a nadie? Ni siquiera él mismo sabía cuánto tiempo podía aguantar, y eso que contaba con el beneficio de haberse bebido la sangre de la foca.

Lawson le dio la vuelta a la conversación y acabó arrimando el ascua a su sardina, como Sinclair sabía que iba a hacer. La fascinación de ese hombre por los viajes del teniente se había hecho evidente durante sus últimos turnos juntos, y el propósito de ese grueso libro ahora le resultaba claro. Era un atlas de cuyas páginas sobresalían unos trocitos de papel coloreado. Lawson sostenía el libro en el regazo y lo abría por las páginas marcadas.

– He intentado trazar el itinerario de su viaje desde Balaclava hasta Lisboa -anunció, hablando como el típico niño empollón en un examen oral-. Creo haber conseguido localizar casi todos los puntos.

El tipo parecía un cartógrafo nato.

Copley esperó.

– Pero me he perdido un poco en torno a Génova. Cuando Eleanor y usted abandonaron la ciudad, ¿navegaron por el mar de Liguria rumbo a Marsella o siguieron la ruta por tierra?

Sinclair se sabía al dedillo el itinerario del viaje a pesar del tiempo transcurrido, pero fingió cierta confusión, como si le costara recordarlo.

De hecho, habían viajado en calesa y se habían detenido en un casino de San Remo, no muy lejos de Génova, donde había ganado una gran suma de dinero en unas partidas a la telesina, una variante local del póquer. Uno de los jugadores le había acusado de hacer trampas y él le había exigido una satisfacción por esa afrenta a su honor. El perdedor supuso que la satisfacción consistía en el duelo, pero en realidad hubo de esperar un poco más. Sinclair le atravesó limpiamente con su sable de caballería y se dio un festín. Luego, cuando hubo terminado con él, se lavó la sangre de la cara en un aromático limonar antes de regresar junto a Eleanor, que le esperaba donde se hospedaban.


– No estoy seguro de recordar el nombre de la villa -dijo Copley como si estuviera haciendo un gran esfuerzo-, pero estaba en Italia. Tal vez se llamara San Remo. ¿Puede encontrarlo ahí en ese mapa?

Vio a su interlocutor pegar la cabeza al papel e intentar trazar la ruta con el dedo. Lo estudió. Llevaba en la cabeza uno de esos estúpidos pañuelos propios de los marineros rasos. Era cuestión de tiempo que Sinclair lograra engatusarle para que se acercara y le mostrara el mapa en cuestión.

Luego, se libraría de las cadenas y reclamaría a la esposa arrebatada.

– Mañana -repitió Murphy, inclinándose sobre el respaldo de la silla de su despacho-. El avión de avituallamiento aterrizará mañana a las ocho. -Hundió los dedos en el pelo y se pasó la mano por la cabeza una vez más mientras sostenía en la otra el rotulador rojo con el cual había dibujado un círculo en torno al día siguiente en la pizarra blanca situada en la pared de detrás de su mesa-. Y tú vas a volver en ese avión -le espetó a Wilde.

– Pero ¿de qué me hablas? -protestó Michael-. Mi pase de la NSF no expira hasta final de mes.

– Se nos echa encima otro sistema de bajas presiones y para cuando haya pasado el frente las fisuras de los glaciares van a estar aún peor que ahora. El avión no podría aterrizar.

– Pues ya tomaré el próximo.

– ¿Dónde te crees que estás, chaval? -soltó Murphy-. No hay próximo avión hasta por lo menos el mes de febrero.

Michael no paraba de darle vueltas al asunto. ¿Cómo iba a ser posible que se marchara al día siguiente? Le había hecho una promesa a Eleanor y no estaba dispuesto a romperla. Se volvió hacia Darryl, pero éste se limitó a devolverle una mirada de comprensión.

– ¿Qué planes tienes para Eleanor y Sinclair? -preguntó Michael de sopetón-. Yo fui el primero en encontrarlos.

– Qué más quisiera yo que no los hubieras hallado. Maldita sea, qué ganas tengo de librarme de ellos.

– Soy la persona en quien más confían.

– ¿De verdad? ¿No llamaste pidiendo refuerzos la última vez que visitaste a Sinclair? ¿Qué sucedió con esa confianza? ¿Se rompió o qué?

El periodista aún se lamentaba de ese error de cálculo, y cuando Darryl se lanzó a explicar algún prometedor trabajo de hematología realizado en el laboratorio, Michael se devanaba los sesos. ¿Había llegado la hora de exponer su idea? ¿Acaso iba a tener otra oportunidad?

– Ambos deberían volver conmigo -soltó, interrumpiendo el discurso del biólogo.


Darryl se calló de inmediato y se volvió hacia él mientras el jefe O´Connor sacudía la cabeza con exasperación.

– ¿Y cómo sugieres que apañemos eso? -inquirió Murphy-. ¿Qué te piensas que tenemos aquí, la estación de Paducah a nuestra disposición? Un avión no aterriza y recoge tres pasajeros cuando en el listado de embarque figura sólo uno.

– Eso ya lo sé, pero ten un poco de paciencia conmigo. -Wilde estaba terminando de encajar las piezas del puzle mientras permanecía ahí sentado-. La esposa de Danzing está al corriente de la muerte de su esposo, pero desconoce la fecha de repatriación del cadáver, ¿no es cierto?

– Cierto, pero aún no he sacado tiempo para llamarla y contar que su esposo revivió, se convirtió en un zombi y acabó flotando por algún lugar debajo de la capa de hielo. Se hace cuesta arriba telefonearla, ¿no te parece?

– ¿Y qué hay de Ackerley? -presionó Michael-. ¿Sabe su madre la fecha prevista para el regreso del cuerpo a casa?

– No estoy seguro de que sepa algo -dijo Murphy, cada vez más intrigado-. Como os dije, la noticia la ha dejado atolondrada.

– Dejadme pensar -pidió Wilde, agachando la cabeza y concentrándose con todas sus fuerzas-, dejadme pensar. -Resultaba descabellado, pero ahora todas las piezas parecían encajar y tenía la corazonada de que incluso podía funcionar-. La esposa de Danzing…

– María Ramírez -le recordó el jefe O´Connor.

– Trabaja como forense del condado en Miami Beach.

– Sí, allí fue donde conoció a Danzing. En aquel entonces conducía un coche fúnebre. De hecho, él me dijo una vez…

– Dile a María que yo voy a acompañar los cuerpos de su esposo y de Ackerley a Miami Beach.

– Pero no es el caso -repuso Darryl, perplejo-. Danzing no volverá a levantarse, excepto quizá en mis pesadillas.

– Y la verdad -siguió Michael, sin hacerle caso al biólogo-, tampoco es que ella tenga mucho interés en tener allí el cadáver. ¿No fue la propia María quien dijo que nunca le había visto tan feliz como cuando bajaba hasta aquí, donde quería ser enterrado si se cumplían sus deseos?

– Ya, pero le informé de que la ley prohíbe los entierros en la Antártida -contestó Murphy.

– ¿Y qué hay de Ackerley? Vas a dejar sus restos aquí, ¿no es cierto? -insistió Michael-. ¿O planeas enviar a casa un cuerpo con un tiro en la cabeza? -Michael supo que tenía a O´Connor en su poder cuando le vio retorcerse en su silla-. Una bala de tu pistola, ¿no?


Darryl esbozó un gesto burlón al oír aquello y comentó:

– Anda, mira, por fin vamos a enterarnos de qué hiciste con los restos de Ackerley… Pidió ser incinerado, me consta, pero eso es una manifiesta contravención de los protocolos de la Antártida, ¿o no?

– Correcto, esto es lo que vamos a hacer -zanjó el jefe O´Connor, mirando a Hirsch fijamente a los ojos, sosteniéndole la mirada-. Oficialmente, Ackerley se cayó dentro de una grieta del glaciar mientras realizaba un trabajo de campo.

Michael suspiró de alivio al oír aquello.

– Eso es perfecto.

– No te sigo, chaval -admitió Murphy.

– ¿No lo ves? Podemos meter en ese avión dos bolsas de cadáveres, pero los nombres escritos en las etiquetas no tienen por qué coincidir con sus verdaderos ocupantes.

Michael veía que al jefe O´Connor se le habían bajado las persianas y andaba espeso de mente. Se llevaría el gato al agua si seguía presionando de forma convincente.

– Tal vez Eleanor y Sinclair no sean capaces de abandonar la estación como pasajeros de ese avión, pero podrían hacerlo perfectamente como carga. Te bastaría con usar unos papeles parecidos a los que has usado para meterme en ese vuelo. Volvemos a Santiago, y de allí, a Florida.

En la habitación reinó un silencio sepulcral, roto tan sólo por el tictac del reloj hasta que Darryl intervino:

– Hay nueve horas de vuelo desde Santiago a Miami. Morirán en el viaje.

– ¿Y eso por qué? -dijo Michael-. Han padecido cosas peores. Prueba a tirarte un siglo en suspensión animada. Comparado con eso, va a parecerles una bicoca.

– Ahora es diferente -replicó Murphy-. Están vivitos y coleando y, además, tienen cierto problemilla del que no hablas porque no te conviene.

– De eso estaba hablando antes de que me interrumpieran con tan poca educación -terció Darryl.

Michael se reclinó sobre el respaldo del asiento, feliz y contento de que alguien le diera el relevo, pero no tardó en comprender que el pelirrojo no se conformaba con un first down, él no perseguía las yardas del primer intento, él pretendía llegar a la zona de anotación.

Tras describir con orgullo los logros realizados en el laboratorio con el Cryotenia hirschii, dio a entender con bastante claridad que había encontrado una cura, o al menos algo muy similar hasta que se perfeccionara, para la enfermedad de Eleanor y Sinclair.

Si Michael le había entendido bien, Hirsch se declaraba capaz de extraer las glicoproteínas anticongelantes de los peces e inyectarlas en el sistema circulatorio humano. Una vez hecho esto, la sangre era capaz de llevar oxígeno y nutrientes sin necesidad de recibir continuas aportaciones adicionales de hemoglobina. Parecía irracional. Sonaba a locura. Tenía pinta de ser imposible. Pero era el primer hilo al que podía agarrarse, por muy frágil que fuera, y a él le valía.

– Me parece un disparate de tomo y lomo, pero no soy el científico en esta reunión. ¿Cómo sabes si funcionará?

– No lo sé -replicó Darryl-. El pez ha tolerado la sangre recombinada, pero Eleanor y Sinclair son otra cuestión.

«Y nos hemos quedado sin tiempo para hacer pruebas», caviló Michael.

– Pero me gustaría que todos recordarais -repitió el biólogo otra vez con tono solemne- que los dos van a verse en el mismo aprieto que mi pez. Pueden darse por muertos si alguna vez el hielo llegase a entrar en contacto con sus tejidos.

Los tres hombres debatieron y analizaron todos los elementos del plan durante la siguiente media hora a fin de que éste tuviera visos de éxito. El propio Murphy reconoció que no había consignado todo lo acaecido en la documentación de la base.

– No encontré la forma adecuada de explicar eso de que dos muertos habían vuelto a la vida.

El jefe O´Connor estaba muy preocupado por lo que el periodista hubiera podido contar a su editor. Pero Michael le aseguró que ya había deshecho el entuerto, y concluyó diciendo:

– Aunque eso implique que probablemente no vuelvan a darme otro encargo decente en la vida.

Una llamada desde la estación polar McMurdo, centro logístico para la mitad del continente, les obligó a poner fin a la reunión. Murphy los echó de su oficina con un ademán de la mano y ellos salieron mientras él empezaba a recitar las lecturas de presión barométrica registrada en Point Adélie en las últimas veinticuatro horas.

Hirsch y Wilde se demoraron en el recibidor de la entrada para tomarse un respiro y analizar cuanto acababan de hablar. Michael andaba al borde del ataque de nervios, y se sentía como si las venas fueran cables de alta tensión por los que circulara la electricidad.

– Bueno, ¿cuándo podrías hacer la prueba de esa transfusión?

– Sólo necesito otro par de horas en el laboratorio. Tendré el suero preparado para entonces.

– Pero estamos rodeados de hielo -le recordó Michael, temeroso.

– Con el cual ellos nunca deben entrar en contacto. Deberían salir de la enfermería y del almacén de carne ya metidos dentro de las bolsas. ¿Cuál es la alternativa? ¿Acaso planeas supervisar tú el procedimiento en Miami? -Michael sabía que eso nunca funcionaría. Hirsch continuó-: Si van a tener una mala reacción, más vale saberlo ahora, antes de cerrar las bolsas y subirlos al avión.

– ¿Con quién probamos primero? ¿Con Eleanor?

– Eso fijo. Por lo que sé del tal Sinclair, quizá necesite un poquito más de persuasión.

Darryl estaba a punto de darse la vuelta para marcharse cuando Michael le agarró por el codo.

– ¿Crees que funcionará? ¿Piensas que Eleanor se curará?

El biólogo vaciló y se lo pensó.

– Si todo sale bien -contestó, sopesando cada palabra-, tengo la esperanza de que Eleanor y Sinclair sean capaces de llevar una vida completamente normal. -Hirsch sostuvo la mirada de Michael igual que antes Murphy había aguantado la suya-. Siempre y cuando consideres normal la vida de una serpiente que sólo puede calentarse tendida al sol. Lo más probable es que con alguna inyección más de refuerzo Eleanor no vuelva a experimentar la necesidad que siente ahora, pero el contagio durará hasta el fin de sus días.

Esas palabras pesaron como losas en el corazón de Michael.

– Pero otro tanto le ocurrirá a Sinclair y ninguno representará un peligro para el otro ni para los demás -añadió el pelirrojo, como si eso mejorase las cosas.

Michael asintió en silencio, fingiendo que él también veía la simetría y la ecuanimidad de la situación, pero eso no hacía que las piedras fueran menos pesadas.

CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS

26 de diciembre, 11:20 horas


– VIAJÁBAMOS SIEMPRE BAJO NOMBRES falsos y los cambiábamos con cierta regularidad -dijo Sinclair-. Se convirtió en una especie de juego, si se le puede llamar así, elegir cómo nos llamaríamos en San Remo o en Marsella o dondequiera que fuéramos a ir.

Lawson estaba petrificado y Sinclair eligió algunos avatares de los episodios más dramáticos de su viaje y los exageró; así, le habló de las incursiones a medianoche a través de gargantas montañosas, cómo habían logrado huir por los pelos cuando las autoridades locales empezaban a recelar y las grandes apuestas en los casinos como forma de sufragar sus viajes.

Al mismo tiempo, tuvo la picardía de no sacar a colación los aspectos más vergonzosos y los episodios más terribles, generalmente relacionados con la búsqueda de sangre fresca. No, no había necesidad alguna de entrar en esos detalles escabrosos, y además, el tiempo no dejaba de correr.

El turno de guardia cambiaría en un par de horas y volvería a entrar de servicio el desconfiado Franklin. Si Sinclair iba a efectuar ese movimiento y quería disponer de un buen margen de tiempo hasta que alguien descubriera su fuga, debía actuar ahora.

– Desde Marsella continuamos viajando hacia el oeste. Eleanor cayó enferma en Sevilla, y se me ocurrió que tal vez el aire del mar la reviviría, así que viajamos hasta un pueblecito de la bahía de Cádiz. Ahora no lo recuerdo con exactitud, pero lo identificaré si vuelvo a oír el nombre…

Lawson consultó el atlas y aventuró:

– ¿No sería Ayamonte?

– No, no es ése. Me suena que era más largo y estaba subiendo desde la costa hacia Lisboa.

– ¿Isla Cristina?

– Tampoco -contestó Sinclair, que ladeó la cabeza y simuló concentrarse en un intento de recordar-, pero creo que si lo viera allí…

El guardia se levantó del cajón de embalaje en cuanto tuvo el atlas abierto por la página correcta y se acercó hacia el prisionero. Éste se preparó para actuar.


Lawson depositó el atlas en el regazo de Sinclair, quien reaccionó deprisa y, antes de que tuviera tiempo de retirarse, preguntó con la mayor de las inocencias:

– ¿Dónde estamos exactamente en este mapa?

– Justo aquí -respondió Lawson, señalando la línea amarilla que había trazado en la página.

Y mientras él fijaba los ojos en el mapa, Sinclair alzó la botella de cerveza que había ocultado y la estrelló limpiamente en la coronilla del incauto.

Lawson cayó de rodillas, pero si el prisionero inglés esperaba haberlo dejado grogui con el botellazo, se llevó un gran chasco. Aquel maldito pañuelo anudado a la cabeza había amortiguado el golpe, así que le asestó otro. La botella se hizo añicos, dejando un rastro de sangre, pero Lawson seguía consciente e intentaba escabullirse a gatas.

Sinclair debió reaccionar deprisa, pues estaba encadenado a la tubería de la pared y eso apenas le permitía alejarse unos metros de su posición. Enlazó la cabeza del herido con los grilletes de las manos y tiró de él hacia atrás, arrastrándole hasta el catre. Por suerte, el golpe había dejado tan aturdido a Lawson que éste apenas pudo ofrecer resistencia. El inglés le enrolló bien los grilletes a la altura de la tráquea y tiró con fuerza. Lawson se llevó las manos al cuello en un intento de quitarse la asfixiante presa de la cadena, pero Copley tiró más y más hacia atrás, hasta que las manos de su víctima colgaron sin fuerzas a los costados y dejó de patalear con los pies, calzados con esas botas que tanta admiración suscitaban en Sinclair.

A pesar de eso, el cautivo le retuvo durante unos segundos más como medida de precaución, y después le soltó, dejando que la cabeza de Lawson se desplomara hacia delante.

Sucedió una cosa curiosa: el atlas permaneció abierto sobre su regazo todo el tiempo que duró el forcejeo. Sinclair lo apartó mientras dejaba que el carcelero se desplomara sobre el suelo y luego se arrodilló junto a él y pegó el oído al pecho para verificar que seguía vivo. El corazón aún le latía.

Había estado antes en esa situación y por un momento, como una marea de sangre, le abrumó la urgencia de aprovechar la ocasión para alimentarse, pero no era el momento ni tenía el deseo de matar a ese hombre.

Puso los labios sobre los de Lawson y sopló tal y como había visto hacer a los marineros con los soldados que se habían caído al agua durante el chapucero desembarco que tuvo lugar en bahía Calamidad. Luego, le presionó el abdomen hasta que le vio recuperar la cadencia normal de respiración.

Antes de que pudiera recuperar el sentido, Sinclair le registró los bolsillos hasta encontrar las llaves de las esposas, aunque abrirlas resultó un trabajo delicado, en especial porque tenía el pulso muy acelerado ante la posibilidad de recuperar la libertad, tener unas botas nuevas y… encontrar a Eleanor.


26 de diciembre, 11:30 horas


– ¿Intentas disuadirme? -le preguntó Eleanor a Michael, mirándole fijamente a los ojos.

– No, por supuesto que no -negó Michael al tiempo que acercaba la silla un poco más a la cama donde ella estaba sentada y le aferraba las manos con más fuerza-. Temo por ti, pues esto entraña un riesgo, un riesgo grave.

La preocupación del joven la conmovía profundamente, pero apenas había habido nada arriesgado ni un peligro mortal desde hacía mucho tiempo. Alzó una mano y le acarició una mejilla.

– La elección es mía y mío es el riesgo, y lo acepto. No quiero seguir viviendo en las sombras si voy a seguir adelante. Quiero una existencia de la que no deba avergonzarme. ¿Lo entiendes, verdad?

Pudo ver que Michael sí lo comprendía, pero en cierto modo sentía más aprehensión que ella misma. Eleanor no le temía a la muerte después de todo por lo que había pasado durante el largo intervalo de su vida. Además, hacía tiempo que se habían ido todas las personas que conocía, su familia y sus amigos, así que ¿podía ser su vida aún más solitaria?

Y en cuanto a Sinclair, incluso si al fin se reunían, ¿qué iba a ser de ellos? Todo cuanto podían hacer, y de eso estaba convencida en lo más hondo de su ser, era compartir una soledad absoluta lejos del resto de la humanidad.

– Entonces, ¿voy en busca de Darryl y Charlotte? -preguntó Michael.

Ella asintió con la cabeza.

Él se marchó y Eleanor se quedó rumiando un torbellino de emociones. Sin querer, a pesar de sí misma, debía admitir que habían renacido en ella ciertas esperanzas y una expectativa de redención y, aunque a regañadientes, sabía que eso obedecía en parte al modo en la que miraba Michael Wilde.

Y a cómo reaccionaba ella, a cómo le devolvía esas miradas.

La puerta de la enfermería se abrió otra vez al cabo de varios minutos y esta vez Michael acudió acompañado por dos personas más. Darryl, cuyo pelo era de un rojo brillante más intenso que la cresta de un gallo, traía consigo una bolsa llena de fluido, y Charlotte también venía con una bandeja llena de objetos: rollos de algodón, agujas, alcohol y ese vendaje que se adhería tan bien a la piel.

Eleanor había visto varias veces la bandeja y se conocía el procedimiento al dedillo.

La doctora se sentó en la silla que Michael había dejado vacante y depositó la bandeja sobre la cama. Eleanor se subió una manga abullonada y observó cómo Charlotte le ajustaba el torniquete de goma.


– ¿Te ha advertido Michael de los peligros de tocar el hielo? -inquirió Darryl mientras Charlotte pinchaba en la bolsa una jeringuilla inusualmente larga e iba llenándola.

– Varias veces.

– Genial. Estupendo -repuso el biólogo, un tanto nervioso-. Tal vez notes cierto sofoco al principio a causa de la súbita sobrecarga de glicoproteína, pues vamos a ponerte una solución concentrada bastante fuerte, pero ese efecto debería pasar bastante deprisa.

Charlotte miró de reojo a Darryl y limpió un área del antebrazo con algodón humedecido en alcohol.

– Estoy preparada para cualquier cosa y tengo una fe ciega en mi médico -contestó ella.

Y era totalmente cierto. Una vez pasada la sorpresa inicial había llegado a tener una gran opinión de la doctora Barnes, pues poseía al mismo tiempo una naturaleza amistosa y tranquilizadora. Eso era algo que también había visto en Florence Nightingale: una habilidad para conectar con cada paciente y transmitirle calma y comprensión. Ninguna mujer negra hubiera podido ser médico en sus días: la barrera del color lo habría impedido de no haber existido el impedimento del sexo, pero en este mundo moderno al que Eleanor estaba a punto de unirse, muchas cosas antes inconcebibles eran ahora manifiestamente posibles.

Apenas notó el pinchazo de la aguja, pero el efecto del fluido al entrar en el flujo de su sangre fue inmediato. Lejos de sentir cierto acaloro, experimentó una extraña sensación refrescante, como si debajo de su piel fluyera un arroyo de montaña. Charlotte levantó los ojos del brazo y la miró, todavía sin soltar la jeringuilla.

– ¿te encuentras bien? -preguntó.

– Sí, eso creo -contestó ella, pero ¿lo estaba? ¿Qué sucedería cuando el escalofrío que ahora se extendía por su brazo llegara al corazón?

– ¿Qué sientes? -preguntó Darryl. Michael, mudo de espanto, se limitó a arrodillarse a los pies de la cama y estudiar su rostro.

– No se parece a nada que haya experimentado antes -replicó Eleanor-. Tal vez se parezca un poco a darse un baño de agua fría.

Unas gotas de sudor frío le perlaban la frente cuando Charlotte retiró la aguja y se apresuró a presionar el lugar donde le había pinchado.

– Lo mejor sería que permanecieras aquí tendida -opinó la doctora mientras dejaba caer la jeringa en la bandeja; luego, ayudó a Eleanor a apoyar la cabeza sobre la almohada.

Eso le vino bien a la muchacha, pues las paredes de la estancia empezaban a darle vueltas. Cerró los ojos, lo cual sólo empeoró la sensación de vértigo. Al abrirlos de nuevo, vio a Michael justo encima de ella. Concentró la mirada en el rostro del joven. Éste le había cogido la mano y ella fue capaz de notar cómo el sudor nervioso que le humedecía la mano a él se entremezclaba con su propio sudor helado.

Charlotte y Darryl permanecían de pie junto a él, y también parecían ansiosos. Eleanor se sintió conmovida al comprender que había sido capaz de encontrar tres amigos en aquellos parajes inhóspitos tan extraños. Eso le reforzó la moral y dio alas a sus ganas de vivir.

Tal vez la soledad en que había vivido desde que se había fugado con Sinclair de aquel hospital militar en Turquía no tuviera por qué ser algo permanente después de todo. Tal vez existiera una alternativa.

La gelidez interior se extendió por los brazos y los pechos. El hormigueo de la piel era una sensación muy parecida al modo en que abrían los pétalos de una flor nocturna.

Michael trajo una manta y la arropó en cuanto ella sufrió otra tiritona. Eleanor no pudo evitarlo: la escena le recordó mucho al viaje a bordo del Coventry, la travesía de aciago recuerdo que había terminado en el Polo Sur, y la noche en que Sinclair le había puesto encima todas las mantas y abrigos que logró encontrar… antes de que les atacara la tripulación del barco.

Luego, la sacaron del lecho y la cargaron de cadenas en la bamboleante cubierta.

Alguien le puso sobre los ojos una compresa caliente y, mientras yacía allí, se preguntó cómo sería su vida después de superar ese experimento totalmente nuevo, si es que vivía para contarlo, claro.

Michael arrastró a Darryl hacia la puerta y le preguntó con un hilo de voz:

– ¿Qué le pasa? ¿Podemos hacer algo más por ella?

– A estas alturas de la película, dudo que podamos hacer algo más por ella -le contestó el biólogo-. La inyección va a tardar un tiempo en hacerle efecto. Transcurrirá media hora, tal vez una hora, antes de que la solución se extienda por su sistema circulatorio y haga su papel. Lo sabremos mejor dentro de un rato.

Charlotte se acercó al lecho y le tomó el pulso.

– Va un poquito acelerado, pero aguanta bien -anunció.

Acto seguido, sacó el tensiómetro, ciñó el brazalete en torno al brazo de Eleanor y lo infló mediante una pequeña bomba de aire. Los números del indicador electrónico se detuvieron en 18,5 y 12. Hasta Michael sabía que era una tensión altísima.

– Vamos a tener que bajarle esa tensión si no lo hace por su cuenta en breve -comentó mientras ponía el estetoscopio sobre el pecho de Eleanor y verificaba el ritmo cardiaco-. ¿Cómo te sientes?

– Mareada.

Charlotte asintió y frunció los labios.

– Tú sólo intenta relajarte -le contestó mientras retiraba el tensiómetro, y agregó-: Descansa.

– Sí, doctora Barnes -respondió ella; la voz le falló al final.

– Llámame Charlotte, cielo, creo que ya nos conocemos como para tutearnos. -Deslizó un pulsador debajo de la mano de la muchacha-. Estaré en la puerta contigua. Apriétalo si me necesitas.

Charlotte retiró la bandeja de la cama y obligó a los dos hombres a salir de la habitación. Michael miró hacia atrás por última vez. Eleanor yacía con una compresa sobre los ojos y la larga melena extendida; de hecho, tocaba el borde dorado del camafeo de marfil.

– Vamos, fuera, estoy segura de que va a encontrarse bien.

Pero Michael detectó una nota de inseguridad en su voz.

– Tal vez debería quedarme a velarla -sugirió.

– Tienes que hacer las maletas, así que ponte a ello.

CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES

26 de diciembre, 12:45 horas


A MICHAEL LE RESULTÓ fácil hacer las maletas: se limitó a sacar las ropas del cajón de la cómoda y meterlas de cualquier manera en el petate, donde las apretó de la forma más compacta posible. El equipo fotográfico le llevó más tiempo. Era necesario proteger las lentes, los filtros y las correas en sus estuches correspondientes. Había aprendido tras varias amargas experiencias que si no los guardaba en su sitio, no los tendría a mano cuando se presentara la oportunidad de hacer la foto perfecta. Escribir es algo deliberado, pero la fotografía tenía mucho más que ver con la casualidad.

Únicamente dejó fuera un trípode y su fiel y vieja cámara Canon S80. No quería abandonar la base sin hacerle las últimas fotos a Ollie, al que pensaba darle cualquier cosa que pudiera coger del bufé de la festividad. Y para llevar la contraria, el tiempo estaba perfectamente en calma, soleado y brillante. Michael sabía que esa calma antecedía a la tormenta en ciernes de la tarde siguiente.

Mientras limpiaba la parte superior de la cajonera, recogió el collar de dientes de morsa y se lo puso. No planeaba quitárselo hasta que pudiera dárselo a la viuda de Erik en persona.

En Miami.

Adonde él llegaría, con mucha suerte, en un par de días.

Se descubrió a sí mismo, inmóvil, al lado de la litera, contemplando simplemente la enormidad de las tareas pendientes. Había que ver todo lo que era necesario poner en movimiento: inocular la droga a Sinclair, y luego convencer a ambos de que la única manera de sacarlos de la Antártida era sellados en bolsas y transportados por avión -¡en una máquina voladora!- a lo largo de miles de kilómetros en cuestión de horas. ¿Y adónde? A un país donde ninguno de los dos jamás había puesto el pie, en un siglo que apenas conocían.

Había tantas partes del plan que encontraría imposibles de creer que ni siquiera sabía por dónde empezar. ¿Y cuántas partes había también que él encontraba difíciles de asumir? ¿Es que realmente iba a hacer de carabina de ellos dos en el mundo moderno? Si lo pensaba, le caía encima una especie de parálisis mental. ‹Un viaje de mil kilómetros comienza con un primer paso›, se recordó a sí mismo. Al verse abocado a batallar con tantos imponderables, resolvió preocuparse por las cosas pequeñas una por una.


Cuando se abrió la puerta y entro Hirsch, estaba metiendo el estuche de la cámara dentro del petate hinchado.

– ¿Se sabe algo de Eleanor? -preguntó Darryl, desplomándose sobre la silla del escritorio.

– Nada desde que nos marchamos.

Darryl se estaba comiendo un gigantesco pastel de nata.

– Deberías pasarte por la sala común, han quedado montones de pasteles de Navidad y el ponche aún está caliente.

– Ah, sí, quizá lo haga, antes de que nos dirijamos hacia la despensa de carne.

Darryl asintió, chupándose la crema de las puntas de los dedos.

– ¿Le has contado a Eleanor el resto de tu plan?

El interpelado negó con la cabeza.

– Todavía estoy buscando una manera apropiada de mencionar la bolsa donde los vamos a meter.

– Pues si eso te parece complicado, a ver cómo les vas a contar lo del avión.

– Ahí te voy a estar esperando.

– Charlotte tiene un estupendo almacén de tranquilizantes en su armario de medicinas. Estoy seguro de que se las apañará para endilgarles una buena dosis.

Michael estaba del todo de acuerdo con eso. Su única esperanza era que la beligerancia de Sinclair se evaporara cuando comprendiera que era el único modo de que él y Eleanor pudieran ser rescatados de la difícil situación inmediata en la que se hallaban.

¿Y confiaría él en Michael lo suficiente para seguir adelante?

Darryl se quitó las botas de dos patadas, se levantó y se arrastró dentro de la cama inferior de su litera.

– Comer me da sueño -comentó, estirando las piernas-. Anda, despiértame cuando quieras que vayamos a ver al Príncipe Azul.

– Lo haré.

Darryl estiró las piernas.

– A propósito -añadió-, ya sabes que lo que estás haciendo es una locura, ¿no?

Michael asintió mientras tiraba de la cremallera para cerrar el petate.

– Me alegra oírlo. Porque si no fuera así, empezaría a preocuparme por ti.


Eleanor se despertó sobresaltada con la imagen del rostro lleno de reproche de la señorita Nightingale justo delante de ella. Nunca había conseguido superar la sensación de culpa por haber traicionado a aquella gran dama, y a la profesión también, al fugarse con Sinclair y a menudo soñaba con poder enmendar aquello.

Sentía los miembros fríos e insensibles, incluso debajo de la manta y se frotó vigorosamente los brazos para conseguir que circulara la sangre. Se incorporó y se concedió unos minutos para orientarse; después, apartó la manta y se sentó en el borde de la cama. Estuvo a punto de ponerse en pie, pero se lo pensó mejor, ya que el sonido podía hacer que la doctora Barnes apareciera corriendo desde la otra habitación y ella no quería compañía, y mucho menos atención médica.

¿Es que ya se había curado? Porque si era así, ¿se sentiría como en ese momento, ligeramente aturdida y algo helada, para el resto de su vida? ¿Era ése el precio a pagar?

Se envolvió la manta en torno a los hombros como si fuese in chal y se dirigió hacia la ventana para apartar las cortinas oscuras. En el exterior reinaba una tranquilidad sobrenatural y se le ocurrió que parecía la calma previa a la tormenta. La nieve del suelo relucía bajo los agudos y fríos rayos del sol. Tuvo que dar un paso hacia atrás y protegerse los ojos de aquel fulgor.

Y entonces hubo algo que cruzó por delante de su campo de visión, una especie de relámpago rojo, y volvió a avanzar para acercarse a la ventana de nuevo.

Apareció otra vez, cruzando subrepticiamente y con rapidez la explanada nevada, probando por un sitio u otro. Eleanor acercó más el rostro a la ventana para verle bien y la figura se detuvo, alzó una mano para protegerse los ojos y le devolvió la mirada.

Era Sinclair, y el abrigo rojo con la cruz blanca se inflaba sobre su uniforme de caballería.

Antes de que ella pudiera levantar una mano para hacerle una señal, él echó a correr por la nieve, tropezando y cayendo varias veces, hasta que escuchó cómo se abría de golpe la puerta del edificio en el vestíbulo. La mujer se apresuró hacia la entrada de la enfermería de puntillas y cuando se encontraron, ella le puso un dedo sobre los labios y le hizo gestos para que la siguiera al interior.

Una vez dentro, cerró la puerta de acceso al vestíbulo y apenas se había dado la vuelta cuando él la estrechó entre sus brazos.

– ¡Sabía que te encontraría! -le susurró. Registró rápidamente la habitación con la mirada, deteniéndose en los armarios llenos de medicamentos y preguntó:

– ¿Éste es el hospital de campaña?

– Sí -respondió ella.

– ¿Y aquí es donde te tienen? ¿Te encuentras bien?

– Sí, sí -repuso Eleanor, intentando desembarazarse con amabilidad de su abrazo demasiado estrecho-. Pero, ¿cómo has llegado hasta aquí?

Él se desentendió de la pregunta como si tal cosa.

– Debemos irnos -la informó.

– ¿Adónde, Sinclair? ¿Dónde vamos a ir? -Le sujetó las manos y clavó los ojos en los suyos, inyectados en sangre y medio enloquecidos-. Esta gente puede ayudarnos -le dijo, en tono implorante-. Ya lo han hecho conmigo, y también pueden ayudarte a ti.

– ¿Ayudarte? ¿Cómo?

– Tienen una medicina -replicó ella-, una medicina que puede ayudarnos a… cambiar.

Su respiración era acelerada e irregular. Eleanor sabía que estaba soportando la tensión de aquella terrible sed. Recorrió con vehemencia la habitación con los ojos y después los posó en el frigorífico, donde había encontrado la bolsa de sangre. Seguramente allí estaría la otra bolsa, la que contenía la medicina mezclada.

– Espera -le dijo ella, dirigiéndose hacia el frigorífico y lo abrió. Había una bolsa idéntica a aquella que Charlotte había usado para llenar la jeringa, quizá podría ser hasta la misma, sobre el estante metálico. Llevaba una etiqueta en la que se leía AFGP-5. Rezó para que fuese la correcta.

– Vámonos -insistió Sinclair-. Sea lo que sea, no tenemos tiempo.

Pero Eleanor le ignoró. Si podía salvarle, lo haría, y había visto cómo procedían con la aguja las veces necesarias para sentirse segura de poder hacerlo ella misma.

– Quítate el abrigo… ¡rápido!

– ¿Qué estás diciendo? ¿Has perdido la cabeza?

– Haz lo que te digo. No voy a dar un paso a menos que lo hagas.

Él se arrancó el abrigo exasperado.

Eleanor sacó la bolsa y encontró una aguja nueva en el armario.

– ¡Súbete la manga! -le ordenó, mientras llenaba la jeringa.

– Eleanor, por favor, no hay esperanza ni ayuda para nosotros. Somos lo que somos.

– Calla ya -susurró la mujer-. La doctora podría oírte.


Limpió la piel con el alcohol, y le dio unos golpecitos para descubrir dónde se encontraba la vena, y luego presionó el émbolo de la jeringa como había visto hacer a Charlotte para extraer el aire.

– Quédate muy quieto -le explicó ella, insertando la aguja y después presionando el émbolo. Podía adivinar lo que debería de estar sintiendo, el helor extendiéndose por su corriente sanguínea y la liega desorientación. Cuando retiró la aguja, él pareció indemne al principio, lo cual la asustó. ¿Había usado la medicina equivocada o se la había administrado incorrectamente?

– No sé qué clase de brujería ha sido la que has puesto en práctica, pero, ¿podemos irnos ya? -insistió él, bajándose la manga y poniéndose de nuevo el abrigo por encima de la chaqueta de su uniforme. Le colgaban unas tiras de trenza dorada como borlas-. ¿Dónde está tu abrigo?

Se apresuró a entrar en la habitación contigua, donde encontró el abrigo y los guantes de la joven, y después regresó y comenzó a envolverla en ellos.

– Tengo un plan -le informó-: vamos a botar un barco de los de la factoría ballenera. Si nos rescatan en el mar…

Entonces se estremeció, desde la coronilla hasta las suelas de las botas, unas botas diferentes, por cierto, y trastabilló hacia atrás hasta el borde de la cama.

Era la medicina correcta. Eleanor suspiró aliviada. Ahora él estaría incapacitado el tiempo suficiente para que ella pudiera explicárselo todo. Se arrodilló a un lado de la cama y los faldones de su largo abrigo se extendieron por el suelo mientras ella estrechaba las manos de Sinclair entre las suyas.

– Sinclair, debes escucharme. Tienes que comprenderlo.

Él la miró con los ojos desorbitados.

– Pasa un poco de tiempo hasta que la medicina hace efecto del todo, pero cuando lo haga, no volverás a sentir la necesidad que sientes ahora. -Incluso en los peores momentos, durmiendo en sótanos o acicateando los caballos por pasos de montaña bajo un diluvio, siempre se habían referido a su enfermedad en los términos más indirectos-. Sin embargo, la doctora me ha dicho…

Él intentó intervenir y se aclaró la garganta.

– La doctora… -Pero ya no pudo continuar.

– La doctora y los otros también me han dicho que no debemos tocar el hielo. ¿Me entiendes? ¡No debemos tocar el hielo! Si lo hacemos, moriremos.

Él se la quedó mirando como si se hubiera vuelto loca de repente. Luego se echó a reír, con amargura.

– Te endilgan un cuento de hadas y te lo crees.

– Oh, Sinclair, claro que sí. Claro que me lo creo.

– Pero aquí no hay más que hielo. ¿Es que había alguna forma mejor de conseguir que fueras una prisionera voluntaria?

Eleanor inclinó la cabeza, desesperada.

– No somos sus prisioneros y ellos no son nuestros captores. Esto no es la guerra.

Cuando alzó la mirada, vio que para Sinclair sí que lo era, y que siempre sería la guerra. Incluso aunque la necesidad física se aplacara, la enfermedad había hundido sus raíces tan profundamente dentro de su alma que no habría forma de extraerla de ningún modo, nunca. Incluso entonces, con el sudor perlándole la frente y la piel húmeda al tacto, se irguió tambaleante y obedientemente, como si hubiera sonado una corneta, se puso el abrigo y los guantes. Ella esperó, rezando para que la medicina le hiciera efecto del todo, pero él parecía estar usando toda su fuerza de voluntad para combatir sus repercusiones.

– ¡Sinclair!, ¿has escuchado una sola palabra de lo que te he dicho? No podemos salir de aquí sin protección.

– Entonces, por el amor de Dios, ¡abróchate ya! -replicó él, agarrando la manga de su abrigo. Eleanor apenas tuvo tiempo de coger el broche de la mesilla de noche antes de que él la arrastrara hacia la salida de la sala de enfermos-. Hace un día estupendo ahí fuera.

Avanzó pesadamente por el pasillo y abrió la puerta de un golpe hacia la rampa exterior. La luz del sol relumbró sobre la nieve y el hielo, y Eleanor sacó las gafas del bolsillo del abrigo y se las puso instintivamente.

– Los perros ya están uncidos al arnés -comentó, satisfecho-. Es de lo primero de lo que me he asegurado.

¿Lo había hecho? ¿Cuánto tiempo llevaba rondando el campamento?

Bajó la rampa con mucha dificultad con Eleanor a la zaga cuando repentinamente se detuvo y exclamó:

– De todos los estúpidos y malditos estorbos…

Eleanor se había echado la capucha sobre el rostro y la había ajustado cuidadosamente cuando al mirar por debajo de ella percibió a Michael de pie a unos cuantos metros, con la boca abierta, la mandíbula casi desencajada y con un aparato de metal negro con tres patas bajo el brazo. Parecía intentar encontrarle sentido a lo que estaba viendo.

– Si yo fuera tú -dijo Sinclair-, me daría la vuelta ahora mismo y echaría a correr.

Los ojos del periodista se dirigieron directamente a los de Eleanor, a la búsqueda de alguna respuesta.


El teniente apartó uno de los faldones del abrigo mostrando el sable que colgaba de su costado, pero cuando intentó avanzar de nuevo, Michael le bloqueó el camino con rapidez.

– ¡Buen Dios, tengo prisa! -explotó Sinclair, como si estuviera echándole una bronca a un chico de los establos algo retrasado. Soltó el brazo de Eleanor para sacar la espada de la vaina.

– Y ahora apártate de mi camino -repuso, blandiendo el sable bajo el resplandor del sol polar-, o te derribaré justo ahí donde estás.

– Michael -intervino la mujer-, ¡haz lo que te dice!

– Eleanor, ¡no debes salir fuera! ¡Tienes que volver adentro!

El intercambio de frases irritó a Sinclair, cuya mirada pasó de uno a otro con ojos relampagueantes, pero ardía con una fría furia cuando la fijó en Michael.

– Quizá es que he estado ciego -comentó mientras avanzaba hacia el periodista, apuntándole con la punta del acero.

Para el espanto de Eleanor, el reportero no se retiró, sino que alzó el artilugio metálico -con sus tres patas, como el caballete de un artista- y lo enarboló como si fuera un arma.

Era una locura, pensó ella, una completa locura.

– Tú puedes marcharte -le dijo el reportero, manteniendo su puesto-. No voy a intentar detenerte, pero Eleanor se queda.

– Así que de esto va la historia -se burló Sinclair-. Eres más estúpido de lo que pensaba.

– Quizá tengas razón -repuso Michael, dando un paso hacia delante-, pero así están las cosas.

El teniente hizo una pausa, como si estuviera reflexionando, y, de repente, arremetió contra Michael, con la espada silbando en el aire. La hoja chocó contra las patas del trípode, y le arrancaron unas chispas azules que revolotearon en el aire. Michael retrocedió, pero siguió luchando para frenarle.

Sinclair avanzó, acosándole con la punta de la espada, haciéndola girar en pequeños círculos. Eleanor se dio cuenta en ese momento de que su teniente tenía una herida en la nuca, donde alguien le había cortado el pelo para curarle la herida.

Michael fintó con el trípode, empujando a Sinclair con él, pero éste le respondió rechazándolo hacia un lado y continuó avanzando hacia él.

– No tengo tiempo -comentó-, así que tendrá que ser rápido.

Lanzó un par de tajos y al tercer golpe arrancó el trípode de las manos del reportero, que cayó con un ruido metálico contra el suelo duro. Michael se arrastró por el suelo buscándolo, ya que no tenía otra arma a mano, mientras el teniente alzaba el reluciente sable por encima de su hombro izquierdo para descargar el golpe fatal.

En ese momento se oyó un grito escalofriante y Charlotte, envuelta en una bata de seda verde y con las trenzas bailoteando alrededor de la cabeza, se lanzó por la rampa hacia abajo y le empujó.

El teniente trastabilló hacia delante, a punto de perder el sable, pero luego se giró, descargando el golpe en su nuevo atacante. La doctora recibió el impacto en la pierna y cayó, mientras su sangre se derramaba sobre la nieve.

Éste fue el turno de gritar de Eleanor, pero antes de que pudiera acudir en ayuda de Charlotte, Copley la cogió de nuevo por la manga del abrigo.

– ¿Podrás soportar la separación? -le recriminó, lleno de furia, y la arrastró hacia el barracón de los perros.

Ella lo acompañó por su propia voluntad, aunque sólo fuera para darles a Michael y a Charlotte tiempo suficiente para escapar.

CAPÍTULO CINCUENTA Y CUATRO

26 de diciembre, 3:00 horas


MICHAEL SE ARRODILLÓ JUNTO a Charlotte e intentó evaluar la magnitud de la herida.

– No tiene mala pinta -aseguró la doctora, sentándose y haciendo un gesto de dolor-. Sólo ha afectado a la carne.

– Te ayudaré a volver a la enfermería.

– Puedo llegar por mis propios medios -replicó ella-. ¡Ve a por Eleanor!

Pero le cedieron las rodillas cuando intentó ponerse en pie y Wilde tuvo que pasarle un brazo por la cintura para ayudarla a subir la rampa y entrar en la enfermería. Cuando pudo sentarla en una silla, y mientras seguía sus instrucciones para traerle el antiséptico, los antibióticos y las vendas, escuchó el tintineo de los arneses del trineo pasando justo por delante.

Al asomarse por la ventana, vio a Sinclair con su chaqueta roja y dorada de pie sobre los patines. Llevaba un pasamontañas y unas gafas; aparentemente había aprendido pronto cómo sobrevivir al tiempo en la Antártida. Eleanor estaba arrebujada en el compartimento de carga de brillante color naranja, con la cabeza abatida y la capucha ajustada, cuando el trineo pasó por allí con un fuerte ruido de siseo.

– Dime que ése era Santa Claus camino de su casa -bromeó Charlotte, empapando u algodón en antiséptico.

– Se dirigirá hacia la vieja estación ballenera -repuso Michael-. No hay otro sitio adonde puedan ir, especialmente ahora que se avecina una tormenta.

– Vete rápido -le insistió Charlotte de nuevo-, pero pídele primero un arma a Murphy. -Se encogió al aplicarse la torunda a la pierna-. Y llévate refuerzos.

El periodista le dio un confortador golpecito en el hombro y le dijo:

– ¿No te ha dicho nadie que no se debe empujar a un hombre con una espada en la mano?

– Está visto que nunca has trabajado en el turno de noche de urgencias.

Michael regresó corriendo por el vestíbulo, pero en vez de alertar a nadie más se dirigió directamente hacia el cobertizo que hacía de garaje. Reunir una partida llevaría tiempo y un arma sólo serviría para que terminara herido quien no debía. Además, sabía que podía alcanzarlos usando la motonieve. La única cuestión era si podría cogerlos antes de que Eleanor se viera fatalmente expuesta al hielo.

La primera motonieve que encontró fue una Artic Cat de color negro y amarillo, y se montó en ella de un salto, comprobó el indicador de combustible y arrancó el motor. El vehículo salió disparado del cobertizo, saltando salvajemente sobre la nieve resbaladiza, tanto que Michael estuvo a punto de salir despedido. Tuvo que frenar un poco, al menos hasta que estuviera fuera de la base, pero cuando dobló la esquina del módulo de administración casi se echó encima de Franklin. Éste se apartó de un salto y se libró de ser atropellado por muy poco.

– ¡Ve a la despensa de la carne! -le gritó Michael por encima del rugido del motor-. ¡Comprueba cómo está Lawson!

Michael odiaba pensar en lo que podría haber sucedido allí, pero estando Sinclair libre, desde luego, no podía ser bueno.

Una vez que rebasó la explanada principal, el reportero aferró con fuerza el manillar y aceleró la máquina, aunque con una mano debía mantener ajustada la capucha para que no se le fuera hacia atrás. Muy lejos, adelante, percibió el uniforme rojo del teniente y el naranja reluciente del trineo, mientras los perros aceleraban a través del hielo y la nieve. «Por favor», rogó, «que la piel de Eleanor esté bien cubierta».

Wilde vio que el teniente había colocado los perros en parejas en vez de en forma de abanico con traíllas más largas, y él sabía que hacer eso era particularmente peligroso en las condiciones actuales. Estando los perros tan cerca unos de otros, era fácil que al cruzar algún frágil puente de hielo, el peso de todo el trineo lo hiciera ceder, cayendo primero los perros y luego el mismo vehículo, que se vería arrastrado hasta las profundidades sin fondo de la grieta.

Sin embargo, a él mismo le podía pasar algo parecido. Por eso, intentó permanecer en el trazado que marcaba el trineo, aunque no resultaba fácil. El resplandor plateado del terreno era molesto y penetrante, y la avalancha de hielo y nieve que arrojaban los patines delanteros de la Artic Cat volaban hacia atrás, de modo que se adherían al parabrisas y a los cristales de sus gafas.

Conforme se acortaba la distancia entre ambos, el reportero comenzó a preguntarse qué iba a hacer cuando los alcanzara. Se devanó la cabeza, preguntándose qué podría haber en el compartimento para emergencias de la motonieve. ¿Un botiquín? ¿Algunas cuerdas de nailon? ¿Un GPS? ¿Una luz de emergencias?

Y entonces recordó cuál sería el artículo esencial que habría con seguridad: una pistola de bengalas.

Un teniente de lanceros no conocería la diferencia entre ésa y una pistola real.

El trineo giraba literalmente hacia la costa, y el reportero vio cómo Sinclair volvía la cabeza, consciente ahora de que le perseguían. El sol incidió sobre sus gafas y las charreteras doradas, así como en los faldones escarlatas de su chaqueta, que se agitaron al viento como la cola de una zorra. El pasamontañas negro le daba un aspecto menos parecido a un soldado que al de un ladrón en plena huida.

El deslizador estaba dando la vuelta en ese momento alrededor de un nunatak o pico montañoso negro como el carbón y el peligro se hizo entonces aún mayor, especialmente si Sinclair no lo descubría. Solían formarse bastantes grietas en torno a la base de aquellos salientes rocosos e incrementaban en número y profundidad conforme el glaciar se aproximaba al mar. El teniente continuaba dirigiéndose hacia la costa, sin duda, porque le facilitaba la orientación. En la Antártida era difícil juzgar las distancias, así como las direcciones, ya que apenas había puntos de referencia útiles, y el paisaje mantenía el mismo aspecto a veces incluso durante cientos de kilómetros. El sol, que en esa fecha estaba justo encima de sus cabezas, tampoco servía de mucho. Las sombras se quedaban pegadas a los talones de la gente como perros obedientes.

Michael estaba dividido entre el deseo de adelantar enseguida al trineo para forzar un enfrentamiento sobre un hielo inestable y la conveniencia de esperar hasta que hubieran alcanzado el suelo sólido de Stromviken, mas ése era el terreno del teniente y quién sabía las ventajas que podría extraer de él una vez que llegaran allí.

El inglés se vio obligado a disminuir la velocidad del trineo. Wilde aguzó la vista y descubrió los bloques recortados de un campo de seracs alzándose del terreno, como si un tenedor gigante hubiera estado revolviendo el suelo con sus púas. Los perros buscaban un camino alrededor del obstáculo, y Sinclair se inclinaba sobre el asidero, urgiéndoles a continuar.

Michael limpió el hielo y la nieve de sus gafas y agachó la cabeza detrás del parabrisas. Unas tenues nubes blancas se extendían como muselina por todo el cielo, tapando la luz del sol y haciendo caer la temperatura unos cuantos grados más, hasta detenerse a treinta grados bajo cero. La motonieve se acercaba rápidamente al trineo, tanto, que podía ver el sable del teniente golpeándole en el costado y la cabeza de Eleanor, bien envuelta en la capucha, que sobresalía ligeramente de la cesta del deslizador.

El teniente se volvió de nuevo cuando escuchó el rugido de la Artic Cat y gritó algo que Michael no logró escuchar, aunque dudó que fuera una oferta de rendición. Si algo sabía con certeza de Sinclair era que la voluntad de aquel hombre resultaba indomable.

Pero entonces, sin aviso alguno, vio cómo la nieve comenzaba a hundirse bajo el trineo. Se oyó un aullido salvaje y aterrorizado proveniente de los perros y Michael observó con horror cómo desaparecía el puente de nieve y los primeros animales se perdían de vista. Conforme se abría el abismo, las parejas de perros que les seguían se pusieron a ladrar enloquecidos, pero cayeron igual, porque estaban unidos al mismo tiro. El trineo, también, comenzó a mecerse como una canoa en los rápidos, con los patines chirriando en el hielo, y al final se inclinó de lado hacia la grieta.

El reportero aceleró hasta un serac cercano y frenó con brusquedad, patinando hasta detenerse. Cuando saltó de la motonieve y se quitó las gafas, vio como el trineo oscilaba al borde de la grieta, mientras Sinclair hundía los pies en el freno y mantenía el equilibrio a duras penas. Michael sabía que la fisura se extendería en cualquier dirección a partir de allí, incluso bajo sus propios pies, pero no tenía un bastón de esquí con el que evaluar el estado de la nieve. Todo lo que podía hacer era acercarse de forma indirecta y esperar que todo saliera bien. Abrió el compartimento de carga de la motonieve y cogió la cuerda y el equipo, pero antes de que pudiera avanzar unos metros, la parte trasera del trineo se alzó en el aire como la popa de un barco al hundirse, con el teniente aún aferrado a los manillares, y después de un segundo o dos de vacilación, se deslizó fuera de su vista.

– ¡Eleanor! -gritó el reportero, desentendiéndose de todo tipo de precauciones e intentó acercarse, tropezando a través de la nieve y el hielo, escurriéndose y deslizándose la mayor parte del camino. Cuando se acercó al borde de la grieta, se puso a cuatro patas y se arrastró hasta el borde, aterrizando ante lo que podría encontrarse.

La grieta era un agujero de hielo de un intenso color azul, pero el deslizador había caído apenas a unos tres metros o tres metros y medio, antes de atascarse entre las estrechas paredes. Los perros colgaban por debajo, como adornos terribles. Los que aún quedaban vivos se retorcían en sus collares y arneses, y su peso y los movimientos amenazaban con hacer caer también al trineo.

– ¡Corte las correas, Copley! -gritó Michael-. ¡Y las traíllas!

El teniente tenía un aspecto inseguro desde el punto donde colgaba en la parte trasera del trineo, pero aun así desenfundó la espada y comenzó a cortar las cuerdas enredadas que se encontraban más allá de su alcance.

Eleanor seguía acurrucada en la cestilla, con el rostro totalmente cubierto por la capucha.

Al principio sólo fue uno, luego varios, pero casi todos los cuerpos de los perros cayeron chocando contra las paredes de hielo y al final aterrizaron con golpes húmedos en el fondo invisible de la grieta. Un eco de aullidos agonizantes subió desde las profundidades del cañón azul, pero también terminaron por apagarse.

El reportero se ató la cuerda de forma apresurada bajo los brazos, hizo una lazada y la deslizó hacia el abismo.

– Eleanor -dijo, tumbado boca abajo y con sólo la cabeza y los hombros estirados hacia la grieta-, quiero que te pases esta cuerda por debajo de los hombros y después la ates a tu alrededor.


El lazo colgó como un dogal sobre su cabeza, pero fue capaz de asomarse por la capucha, alzar las manos enguantadas y cogerla.

– Una vez que lo hayas hecho -le instruyó Wilde-, quiero que salgas de la cestilla con tanto cuidado como puedas.

Sinclair cortó otra de las cuerdas y otros dos perros colgados se precipitaron hacia las profundidades de color púrpura. Aun así la parte delantera del trineo, inclinada en un ángulo ligeramente más bajo que la parte trasera, se deslizó medio metro o un metro más.

– La he atado -anunció Eleanor, con la voz amortiguada por la capucha.

– Bien. Ahora, aguanta.

No había nada que le sirviera para anclarse, una roca, la motonieve, algo a lo que pudiera atar en torno la cuerda; lo único que tenía era su cuerpo. Se sentó algo más atrás, hincó los talones de las botas en la nieve y después tiró, a pesar de las quejas de su hombro herido.

– Usa los pies, si puedes, para agarrarte a la pared y ayudarte a subir.

Ella se liberó de la cestilla y su cuerpo quedó instantáneamente colgando del borde de la grieta. La escuchó gemir y después vio cómo clavaba las puntas de sus botas negras en la pared helada. Él volvió a recoger más cuerda alrededor de su brazo y tiró más fuerte. Sentía la tensión del tendón mientras en su mente martilleaba un único pensamiento: «Ahora, no, no te rompas ahora».

Eleanor había subido ya un metro o tal vez algo más, pero las suelas resbalaron sobre la pared helada, perdió pie y se quedó colgada en el aire.

– ¡Michael! -gritó, colgando sobre el trineo y el abismo que se abría a sus pies.

Wilde hundió los talones más profundamente, pero no conseguía hacer suficiente tracción; él mismo se iba deslizando hacia la fisura, con los brazos temblando de forma incontrolable. Justo cuando pensó que no iba a poder sostenerla ni un segundo más, vio cómo Sinclair se estiraba por encima de los manillares y con las manos enfundadas en gruesos guantes, las puso bajo las botas de ella y la impulsó hacia arriba. Aunque el rostro del teniente estaba oscurecido por el pasamontañas negro y las gafas, Michael podía imaginarse perfectamente su miedo y su angustia. Pero Eleanor se elevó lo suficiente para que Michael pudiera agarrar la cuerda que la rodeaba y arrastrarla fuera de la grieta.

La joven se agachó sobre la nieve, intentando recuperar el aliento, y bajo la capucha estrechamente ajustada sólo se veían sus ojos verdes, dilatados por el terror.

– ¡Ponte en pie! -le dijo el reportero-. ¡El hielo! -Tenía nieve en el abrigo y sobre los mitones, y también en las botas. Con el dorso de la mano, él le quitó toda cuanto pudo, y después la puso rápidamente en pie.

– La cuerda -le instó-. Necesito la cuerda.

Pero estaba tan apretada a su alrededor que no podía soltarla. Michael volvió a asomarse por el borde y vio que el trineo se había deslizado un poco más y estaba inclinado en un ángulo aún más precario. Por ello, extendió su brazo bueno tan lejos como pudo.

– Póngase en pie en la parte superior del trineo -le dijo al teniente- y trate de agarrarse a mi mano.

Sinclair apenas podía moverse sin que el trineo volviera a deslizarse de nuevo, con los patines resbalando por el hielo. Se quitó las gafas y el pasamontañas y después de soltarse cuidadosamente el cinturón de la espada, lo apartó y lo dejó caer.

– ¡Rápido! -insistió Michael-. ¡Antes de que se caiga más!

El teniente se soltó con cautela del patín trasero hasta llegar a la carcasa naranja del trineo. Con los brazos extendidos como los de un acróbata, se fue acercando centímetro a centímetro, con las botas arañando la resbaladiza superficie de la cestilla. Al final se incorporó y unió su mano enguantada a la de Michael. Sus ojos se encontraron.

– ¡Vamos! -le urgió el reportero, pero el peso de Sinclair en la parte delantera del trineo era excesiva y con un crujido escalofriante comenzó a caerse.

– ¡No se suelte! -le suplicó el reportero, aunque él mismo se estaba viendo arrastrado hacia el borde. El aliento le atravesaba la garganta en carne viva, como si fuera un soplete, y la nieve y el hielo que tenía bajo el brazo comenzaron a desprenderse.

Un fino polvo blanco revoloteó hacia la grieta.

– ¡Le tengo! -le insistió Michael, pero mientras miraba el rostro del joven teniente cayeron sobre su mostacho y sus mejillas unas cuantas esquirlas de hielo y una expresión confusa invadió su rostro.

Copley intentó hablar, pero los labios se le recubrieron de una fina escarcha, robándoles todo el color. La lengua se le quedó rígida como un palo de madera y un brillo cristalino se extendió por sus mandíbulas, corriéndole por el cuello hacia abajo con tanta rapidez y dureza que el cuerpo se le puso rígido y los dedos perdieron fuerza.

El trineo hizo un ruido chirriante y se deslizó un metro más.

– ¡Sinclair! -gritó Wilde, pero la única cosa que aún quedaba viva en él eran sus ojos y al momento también ellos se volvieron vidriosos afectados por la extensión del hielo.

El cuerpo del teniente inglés quedó allí colgado sólo un instante más antes de que el trineo se liberara repentinamente y se hundiera, con la parte delantera hacia delante, en dirección hacia el fondo de la grieta azul. Se oyeron grandes chasquidos y claqueteos y, finalmente, un gran golpe demoledor, como si una lámpara de cristal explotara en mil piezas tintineantes. Los ecos se multiplicaron por las paredes irregulares, pero el abismo era demasiado profundo para que Michael pudiera ver ningún signo del teniente, o del desastre.

Cuando finalizó la última reverberación, Michael le llamó varias veces. Pero no se oía otro sonido que el susurro del viento deslizándose por el cañón helado.

Alzó el brazo, insensible y dolorido, fuera del agujero y se dejó caer de espaldas. Sentía los pulmones como si le ardieran. Eleanor estaba allí donde la había dejado, de espaldas al viento y con los brazos apretados a su alrededor. Tenía la cabeza abatida, y la capucha firmemente ajustada al rostro, sin que se viera nada de piel expuesta a los elementos.

– ¿Se ha ido? -preguntó con una voz apenas audible desde debajo de la capucha.

– Sí -repuso él-. Se ha ido.

La capucha hizo un asentimiento.

– Y no debería llorar siquiera…

Michael se puso en pie.

– … porque mis lágrimas se convertirían en hielo -finalizó.

Él acudió a su lado y le pasó un brazo por la cintura. Parecía repentinamente tan débil que pensó que se caería en la nieve, o que incluso se tiraría por su propia voluntad.

Mientras él la guiaba lentamente alrededor del borde de la grieta, ahora y para siempre una tumba desconocida, ella se detuvo y dijo algo tan bajo que no la entendió. Él no le preguntó qué había dicho, y no le pareció oportuno insistir en ello y tampoco vio lo que ella presionó contra sus labios antes de dejarlo caer al abismo azul, pero mientras caía revoloteando, en un relumbrar de oro y marfil, él comprendió qué era.

Con el sol polar sin vida pendiente sobre sus cabezas, retomaron su camino a través del campo de formas irregulares de los destrozados seracs.

CAPÍTULO CINCUENTA Y CINCO

29 de diciembre, 2:45 horas


MICHAEL APURÓ EL ÚLTIMO trago de whisky y miró por la ventana cuando se apagaron las luces de la cabina y el piloto anunció que se prepararan para el aterrizaje.

Incluso a esa hora, Miami parecía arder bajo una red de largos y relampagueantes rayos de luz que sólo se detenían ante las playas negras del océano.

La azafata recogió la taza de plástico y la botella vacía. El chico que había estado durmiendo en el asiento del otro lado del pasillo se despertó y apartó el portátil en el que no había trabajado durante horas. Le había dicho a Michael que era un «especialista en recursos», fuera lo que fuere, de alguna compañía americana que montaba una red de telecomunicaciones en Chile.

Wilde no había dormido ni una siesta durante días. Incluso en ese momento, no podía dejar de pensar en lo que yacía en la zona de carga del avión.

El chico del pasillo comentó:

– ¿Cuánto nos hemos retrasado? ¿Sólo cuatro horas?

Michael asintió. Cada hora extra, cada retraso, eran cruciales para él. Al menos, el paso de las aduanas en mitad de la noche fue más rápido de lo habitual, hasta que Michael mencionó que viajaba con restos humanos y necesitaba saber dónde debía acudir para reclamarlos.

– Le acompaño en el sentimiento, señor -le dijo el agente de aduanas-. Haga una parada cuando salga y comuníqueselo al agente de transportes internacionales. Ellos podrán ayudarle.

En la oficina de transportes, un chaval con un uniforme azul que no parecía tener edad de estar levantado tan tarde, lentamente repasó los informes de la NSF que le había proporcionado Murphy y los documentos médicos redactados por Charlotte, mientras Michael luchaba por no mostrar su impaciencia. Sabía que debía mantener la sangre fría y no hacer nada que atrajera una atención innecesaria. El chaval llamó a un empleado de categoría superior; la etiqueta plastificada que colgaba del grueso cuello del tipo lo identificaba como Kurt Curtis. Una vez verificó los papeles él mismo y volvió a comprobar el documento de identidad y el pasaporte del reportero, comentó:

– Le acompaño en el sentimiento, señor.


Wilde se preguntó cuantas veces más tendría que volver a escuchar eso. Curtis levantó el teléfono, pulsó el botón y después masculló unas cuantas palabras dándole la espalda al reportero. Gruñó «vale» tres veces, y después se volvió a decirle:

– Si me sigue, le llevaré a la terminal de transportes internacionales. -Señalando el petate de Michael, añadió-: No olvide llevarse eso.

En el exterior, la noche de Miami le envolvió como una toalla caliente y mojada. «Acostúmbrate», se dijo para sus adentros. Eleanor jamás podría vivir en Tacoma, donde la nieve y el aguanieve eran habituales. Curtis se situó en el asiento del conductor del cochecito, mientras Michael colocaba el petate en la parte trasera y se sentaba a su lado. Debía de haber llovido en las últimas dos horas, porque el asfalto estaba mojado y había charcos por aquí y por allá de varios centímetros de profundidad. Un jet rodaba en esos momentos por la pista de aterrizaje arrojando un tornado de aire viciado mucho más caliente aún, y el rugido del motor era ensordecedor. Curtis no pareció darse cuenta, pero aceleró el coche pasando por una serie de terminales hacia un enorme hangar abierto donde había aparcada una furgoneta con el letrero «Juzgado de instrucción del condado Miami/ Dade». Una mujer pequeña con pantalones negros y una blusa blanca estaba apoyada contra la puerta, fumando un cigarrillo. Alzó la mirada cuando Michael cogió su petate y salió del cochecito. Curtis dio un volantazo y se marchó.

– ¿Es usted Michael Wilde? -preguntó ella, dejando caer la colilla sobre el hormigón-. Soy María Ramírez, la mujer de Erik Danzing.

El reportero le tendió la mano y, afectado, le dijo que sentía su pérdida.

Ella se le quedó mirando atentamente con aquellos ojos oscuros y comentó:

– Un largo viaje, ¿eh?

Él sospechaba que tendría muy mal aspecto y ella se lo había confirmado.

– Sí, así es.

No podía evitar mirar alrededor, ¿dónde estaba la bolsa con el cuerpo? ¿Lo habían despachado ya o estaba aún en tránsito en algún otro lugar?

– Si está buscando la bolsa, ya está en la furgoneta.

– ¿Sí? -casi se le salió el corazón del pecho, y su reacción no escapó al escrutinio de la mujer.

– Bueno -dijo ella, aplastando el cigarrillo aún humeante bajo el zapato-, antes de que llame a la policía, al FBI, al INS o a quien sea, ¿no querría usted contarme algo antes?

Se había estado preparando para ese momento durante días, preguntándose cómo le iba a contar la historia, pero ahora que ya la tenía delante, lo único que quería hacer era abrir las puertas de la furgoneta y rescatar a Eleanor.


– Lo primero de todo -dijo ella-, no sé quién viene en esa bolsa; aunque no la he abierto, sé que no es Erik. Él mide por lo menos treinta centímetros más y pesa cuarenta y cinco kilos más que quien sea que esté ahí.

– Lleva razón -le aclaró él-. No es Erik.

María pareció sorprendida por aquella capitulación tan inmediata.

– Entonces, ¿dónde está él?

Michael abatió la cabeza y dijo:

– Va a tener que conformarse con lo que yo le diga, porque lo que le voy a contar está estrictamente prohibido por la NSF. -Y entonces comenzó a relatar la historia, recordándole a María que ella había dicho que Danzing, Erik, nunca había sido más feliz que cuando estaba en el Polo y que le gustaría que lo enterraran allí. Michael le confesó que así había sido-. Pero como eso habría sido una barbaridad, pensamos que era mejor no decirle a usted nada hasta que yo pudiera comunicárselo personalmente, en privado. -En ese momento, rebuscó bajo el cuello de la camisa y se sacó el collar de dientes de morsa por la cabeza. Cuando María lo vio, los ojos se le llenaron de lágrimas-. Sé que a él le habría gustado que usted lo tuviera -concluyó él-. Siempre lo llevaba puesto.

La mujer apretó el collar en la mano, dio media vuelta y se alejó varios metros con la cabeza gacha; lloraba, a juzgar por el estremecimiento de los hombros.

Michael esperó, sintiendo cómo se le pegaba la camisa a la piel y el pelo se le adhería a la nuca. Era todo lo que podía hacer para no irrumpir dentro de la furgoneta porque había gente por allí cerca, mecánicos y un par de repartidores de equipaje, y sabía que tenía que contenerse sólo un poco más.

María se recobró y sacó un sujetapapeles de la furgoneta. El collar colgaba de su cuello cuando se volvió.

– Vale, entonces, gracias. Erik tuvo lo que quería. Le debo una. -Entregándole los papeles, le dijo-: Firme en todos los lugares donde he puesto una cruz -Había al menos una docena y cuando terminó, arrancó un par de papeles copia y se los dio-. Ahora es oficial. Erik ha regresado.

– Gracias.

– Pero todavía no me ha dicho quién viene en la bolsa.

El reportero comprendió que ésa iba a ser realmente la parte más difícil del cuento. ¿Quién le iba a creer?

– Una amiga mía -dijo-. Se llama Eleanor.

– Querrá decir que se llamaba Eleanor.

– No; está viva.


María se detuvo y lo miró evaluándolo, como si intentara decidir si debería reconsiderar creerse lo que le había contado.

– No es posible que esté en esa bolsa, no. No puede haber hecho todo el viaje desde el Polo Sur en la zona de carga.

– Así es -repuso el reportero, cogiendo a María de la mano y casi arrastrándola hacia la parte trasera de la furgoneta-. Por favor, déjeme entrar para sacarla de ahí.

Uno de los mozos de equipaje se le quedó mirando con curiosidad.

– Madre de Dios -exclamó María-, ¿está usted loco? Pero ¿qué demonios les pasa allí a ustedes?

Sin embargo, ella no le detuvo cuando él abrió las puertas traseras, se metió dentro y las cerró de nuevo.

Habían puesto la bolsa en una estantería metálica, sujeta por dos tiras de lona. Michael las desató con rapidez, susurrando todo el tiempo: «Estoy aquí, estoy aquí»; pero no salió ningún sonido de la bolsa.

Aferró la cabezuela de la cremallera en la parte superior, aquella que él había estropeado a propósito para que no pudiera cerrarse del todo, la abrió de un tirón y separó los bordes a uno y otro lado.

La mujer estaba tan inmóvil como si estuviera muerta, con los brazos a ambos costados.

– Eleanor -la llamó, tocándole el rostro con las yemas de los dedos-. Eleanor, por favor, despierta.

Él acercó la cabeza lo suficiente para sentir su aliento en la mejilla. Era frío, no cálido, y también tenía la piel helada.

– Eleanor -insistió, y esta vez le pareció que había visto cómo se le estremecían los párpados-. Eleanor, despierta. Soy yo, Michael.

Su rostro adquirió una expresión disgustada, como si le molestase que la despertaran.

– Por favor… -habló él de nuevo, poniendo una mano sobre las de ella-. Por favor. -Incapaz de resistir un minuto más, se inclinó para besarla. Pero entonces, recordando la advertencia de Darryl, puso los labios sobre sus párpados, primero uno y luego el otro. No era así como habría deseado despertar a su Bella Durmiente… pero era suficiente.

Ella abrió los ojos y fijó la vista en el techo de la furgoneta, y después se giró para mirarle a él. Durante un segundo, temió que no le reconociera.

– Tenía tanto miedo -dijo ella-, tanto miedo de que al abrir los ojos me encontrara de vuelta en el hielo…

– Nunca más -sentenció él.


Ella levantó la mano de él y se la llevó a la mejilla.

María Ramírez le hizo jurar por lo más sagrado que nunca le contaría a nadie cómo había entrado esa mujer de forma ilegal en Estados Unidos, y Michael le hizo jurar a su vez que ella jamás divulgaría el verdadero destino de los restos de su marido. Entonces, conduciendo a través de la noche bochornosa, ella les dejó en un pequeño hotel que conocía en Collins Avenue, a un bloque de la South Beach.

– Cuando necesitamos un experto forense de fuera de la ciudad -explicó ella-, le traemos aquí. Y hasta ahora nadie se ha quejado.

Michael subió a Eleanor a la habitación, apagó todas las luces y comenzó a llenarle la bañera. En el momento en que se cerró la puerta, creyó oír un sollozo sofocado desde el otro lado. Estaba dividido entre tocar e intentar consolarla o simplemente dejar que las emociones siguieran su curso. ¿Cómo podría nadie soportar lo que ella había soportado, tanto en los días como en los siglos que le habían precedido, sin venirse abajo en ningún momento? ¿Y qué le podía decir él que le fuera de la más mínima ayuda?

En vez de ello, bajó las escaleras y convenció a la anciana de recepción para que le abriera la boutique y así le compró ropa veraniega, la más recatada que logró encontrar, un vestido amarillo de gasa de manga corta y unas sandalias. La mujer, que había mirado a Eleanor como si viniera de una fiesta de Halloween, comprendió e incluso añadió un par de artículos más a la pila.

– No va a poder ponerse los bombachos debajo de un vestido como éste -le comentó, lacónicamente.

Cuando regresó a la habitación, dio unos golpecitos a la puerta del baño, la abrió unos centímetros e introdujo la bolsa de la ropa limpia. Una nube de vapor brotó del interior.

– He pensado que deberías vestirte de forma apropiada para el clima de aquí -le dijo, antes de cerrar la puerta de nuevo-. Si tienes hambre, puedo salir y traer algo de comida.

– No -contestó una voz que sonó casi sepulcral-. Ahora no.

Se dirigió hacia la ventana y abrió las cortinas con adornos florales. Se veían todavía unas cuantas luces en los edificios cercanos. Pasó un camión de la limpieza. ¿Cómo iba a poder contarle todo lo que necesitaba saber? No era sólo al hielo a lo que tenía que temer… sino también al contacto humano. Al contacto humano muy íntimo.

¿Cómo iba a contarle que aunque su sed ya no existiera, la enfermedad sí? ¿Que podía ser una amenaza para cualquiera a quien deseara abrazar?

Y ya que estábamos, ¿podría decirse eso a sí mismo?

Cuando el zumbido del coche de la limpieza se alejó en la distancia, regresó a la puerta del baño y se pasó allí la siguiente media hora intentando aliviar su sensibilidad herida. Eleanor estaba tan disgustada por lo corto y lo liviano de su vestido que no salió de allí hasta que él no le juró repetidas veces que ahora esa era la última moda y que todo el mundo iba vestido de la misma manera.

– La mayor parte del tiempo, incluso llevan menos ropa -afirmó, preguntándose qué pensaría de la primera patinadora en biquini que se encontrara. Cuando finalmente consintió, salió del cuarto de baño furiosamente ruborizada y le dejó sin aliento.

Incluso a esa hora tan temprana, Ocean Drive estaba colapsado por el tráfico y Eleanor se asustó de los autobuses que pasaban como si fueran dragones escupiendo fuego. Se le colgó del brazo como si fuera un salvavidas, ante los coches, el clamor y las luces del tráfico. Pero fuera cual fuese la calidez que hubiera absorbido en el baño, desaparecía con toda rapidez; tenía la mano helada, como notó él.

En Point Adélie, ella le había confesado que lo que más deseaba en el mundo era sentir el calor del sol sobre el rostro y él estaba deseando poder mostrarle la salida del sol sobre el océano. Acababan de pararse en un cruce de la calle, donde se les emparejó un vendedor callejero que empujaba un carrito de helados italianos, casi el único peatón que vieron a esa hora y que les lanzó una mirada esperanzada.

Michael reaccionó como si el hombre llevara dinamita, a juzgar por el modo en que apartó a Eleanor del carro. El vendedor se le quedó mirando como si se hubiera vuelto loco, pero Michael se sabía las reglas y era consciente también de que nunca iba a poder bajar la guardia. Siempre tendría que estar alerta, y cuando viniera el momento en que pudiera contarle a ella el resto del secreto, igualmente tendría que mantener la discreción ante los demás. Pero, ¿por qué molestarla, en ese extraño momento en que ella iba a volver a experimentar la felicidad, con algo que él podía cargar a solas?

Cuando cruzaron la calle y después las dunas cubiertas de maleza, el cielo parecía variar del intenso color púrpura como la tinta a un resplandor rosado. Michael la llevó hasta las altísimas palmeras, a disfrutar de la brisa del mar, y después hacia las olas. Mientras al sol subía por el horizonte, se sentaron en la arena blanca y simplemente contemplaron el paisaje. Observaron cómo ascendía el sol, convirtiendo el océano en un espejo plateado, barnizando las nubes con un matiz rubí. Los ojos verdes de Eleanor relumbraron a la luz de la mañana y cuando un águila pescadora barrió la superficie del agua, la siguió con la mirada. Fue entonces cuando él descubrió su sonrisa atribulada.

– ¿Qué te pasa? -inquirió.

– Estaba pensando en algo -repuso ella, con su largo pelo castaño, aún húmedo por el baño, cayéndole sobre los hombros-, en una cancioncilla de una revista de variedades de otra época.

– ¿Qué decía? -Él percibió cómo sus dedos se deslizaban dentro de su mano. Expuestos al sol de la mañana, habían adquirido algo más de calor. El águila se precipitó sobre las olas.

– Y algún día iremos a la orilla del mar -recitó ella con voz cantarina-, donde hay cocoteros tan altos como San Pablo y la arena es tan blanca como la tiza de Dover.

Su mirada se deslizó por el brillante horizonte, la amplia playa blanca, Michael percibió algo parecido a la alegría bailoteando en sus ojos.

– Y así es -continuó ella, aún sosteniendo su mano-, aquí estamos.

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