LIBRO PRIMERO La toga

CAPÍTULO PRIMERO El republicano

Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio. Aunque su verdadera ascendencia permanecía obscura, desde hacía tiempo en la aldea de Gavrillac todos habían despejado el misterio que la envolvía. La gente de Bretaña no era tan ingenua como para dejarse engañar por un pretendido parentesco que ni siquiera tenía la virtud de ser original. Cuando un noble apadrina a un niño que no se sabe de dónde ha salido, ocupándose de su crianza y educación, hasta los campesinos más ingenuos comprenden perfectamente la situación. De ahí que los habitantes del pueblo no dudasen acerca del verdadero parentesco que unía a André-Louis Moreau -como llamaron al muchacho- con Quintín de Kercadiou, señor de Gavrillac, que habitaba la gran casa gris que, desde una elevación, dominaba la villa situada a sus pies.

André-Louis había estudiado en la escuela del pueblo al tiempo que se hospedaba en casa del viejo Rabouillet, el notario que se encargaba de los asuntos del señor de Kercadiou. Más tarde, a la edad de quince años, lo enviaron al Liceo de Louis Le Grand, en París, para que estudiara derecho, carrera que, cuando regresó al pueblo, ejerció junto con el viejo Rabouillet. Por supuesto, todo esto lo sufragó su padrino, el señor de Kercadiou, quien, al poner nuevamente al joven bajo la tutela de Rabouillet, demostró que seguía ocupándose del porvenir de su ahijado.

André-Louis aprovechó al máximo estas oportunidades. Al cumplir veinticuatro años, su sabiduría era tan grande que hubiera provocado una indigestión intelectual en cualquier mente ordinaria. Sus apasionados estudios acerca de la naturaleza humana, desde Tucídides hasta los Enciclopedistas, desde Séneca hasta Rousseau, no hicieron más que confirmar su precoz intuición de la irremediable locura que padece nuestra especie. En este sentido, no aparece en toda su azarosa vida ningún indicio que permita pensar que haya cambiado de opinión.

Físicamente era esbelto, de mediana estatura, con un rostro astuto, nariz y pómulos prominentes, y abundante cabello negro que le llegaba casi a los hombros. Tenía la boca grande y en sus labios delgados se dibujaba un irónico mohín. Lo único que lo redimía de la fealdad era el esplendor de un par de ojos luminosos, siempre interrogantes, de un castaño obscuro tirando a negro. De su singular facultad para discurrir, así como de su raro y gracioso don de la palabra, dan fe sus manuscritos -lamentablemente demasiado escasos-, entre los cuales destacan sus Confesiones. De sus magníficas dotes oratorias, por entonces él mismo apenas si era consciente, aunque ya había alcanzado cierta fama en el Casino Literario de Rennes. Uno de aquellos cafés, ahora ubicuos en el país, donde los jóvenes intelectuales de Francia se reunían para estudiar y discutir las nuevas filosofías que influían en la vida social. Pero la fama allí adquirida no podía considerarse digna de envidia. Su carácter demasiado travieso, demasiado cáustico, lo inclinaba a ridiculizar las sublimes teorías de sus colegas sobre la regeneración del género humano. Hasta tal punto era así, que André-Louis llegó a quejarse de la inquina que todos le tenían, argumentando que lo único que hacía era ponerlos ante el espejo de la verdad, y que si al reflejarse se veían ridículos, no era culpa suya.

Lógicamente, con eso lo único que consiguió fue exasperar a sus colegas, a tal punto que consideraron seriamente expulsarlo del Casino, lo cual resultó inevitable cuando su padrino, el señor de Gavrillac, lo nombró representante suyo en los Estados de Bretaña. Los miembros del Casino Literario declararon, por unanimidad, que en un club como aquél, dedicado a la reforma de la sociedad, no podía figurar el representante oficial de un noble, un hombre de confesados principios reaccionarios.

Y aquellos tiempos no se prestaban para tomar medidas a medias. Una débil esperanza había asomado en el horizonte cuando el señor Necker logró convencer al rey de que debía convocar los Estados Generales -lo que no ocurría desde hacía casi doscientos años-; pero esa luz se había ensombrecido últimamente a causa de la insolencia de la nobleza y del clero, pues ambos estamentos estaban decididos a asegurar que la composición de la Asamblea General salvaguardara sus privilegios.

La próspera e industriosa ciudad portuaria de Nantes -la primera en expresar el sentir que ahora se extendía rápidamente por todo el país-, publicó en los primeros días de noviembre de 1788 un manifiesto que obligó a la municipalidad a presentar ante el rey. El documento manifestaba su rechazo a que los Estados de Bretaña, a punto de reunirse en Rennes, fueran, como en el pasado, un mero instrumento en manos de la nobleza y del clero. También pedía para el Tercer Estado el derecho a votar los impuestos. Para poner fin a la amarga anomalía que suponía el hecho de que el poder estuviera en manos de aquellos que no pagaban impuestos, el manifiesto exigía que el Tercer Estado estuviera representado a razón de un diputado por cada diez mil habitantes, que éste saliera estrictamente de la clase que representaba, y que no fuera un noble, ni delegado, ni senescal, ni procurador ni intendente de un aristócrata; que la delegación del Tercer Estado 1 fuera igual en número a las de los otros dos estados, y que en todos los asuntos los votos se contaran por cabeza, y no, como hasta ahora, por clases.

Este manifiesto, que contenía otras peticiones secundarias, permitía vislumbrar a los elegantes y frívolos caballeros que paseaban ociosamente por el CEil de Boeuf de Versalles algunos de los desconcertantes cambios que el señor Necker se disponía a desencadenar. De haber podido, era fácil adivinar cuál hubiera sido su reacción al documento. Pero Necker era el único piloto capaz de llevar a puerto seguro la zozobrante nave del Estado. Siguiendo su consejo, Su Majestad el rey volvió a remitir el asunto a los Estados de Bretaña para que lo solucionaran, pero con la significativa promesa de intervenir si las clases privilegiadas -la nobleza y el clero-se resistían al deseo del pueblo. Y por supuesto, las clases privilegiadas, precipitándose ciegamente hacia su destrucción, se resistieron, lo que provocó que el rey suspendiera los Estados.

Y ahora eran esas mismas clases se negaban a acatar la autoridad del soberano. La ignoraban deliberadamente, querían seguir celebrando sus sesiones y proceder a las elecciones a su manera, convencidos de que así lograrían salvaguardar sus privilegios y continuar su rapiña.

Una mañana de noviembre Philippe de Vilmorin llegó a Gavrillac con todas estas noticias. Era estudiante de teología del Seminario de Rennes y miembro del Casino Literario. Pronto encontró en aquel pueblo, desde tiempo atrás adormecido, el caldo de cultivo adecuado para encender su indignación. Un campesino de Gavrillac, llamado Mabey, había muerto aquella mañana en los bosques de Meupont, cerca del río, a causa de los disparos del guardabosque del marqués de La Tour d'Azyr. Al infortunado campesino lo sorprendieron robando un faisán que había caído en una trampa y el guardabosque cumplió al pie de la letra las órdenes de su señor.

Enfurecido ante un acto de tiranía tan absoluto y despiadado, el señor de Vilmorin propuso llevar el caso ante el señor de Kercadiou. Mabey era vasallo de Gavrillac, y Vilmorin esperaba que el señor de aquel pueblo exigiría por lo menos una indemnización para la viuda y los tres huérfanos, víctimas de aquella brutalidad.

Pero como Philippe y André-Louis eran amigos de la infancia, casi como hermanos, el seminarista se dirigió primero a éste. Lo encontró solo, desayunando en un amplio comedor de techo bajo y blancas paredes: el comedor de Rabouillet, único hogar que André-Louis conociera. Tras abrazarse, Philippe expuso su airada denuncia contra el señor de La Tour d'Azyr.

– Algo he oído ya -dijo André-Louis.

– ¿Y lo dices así, como si no te causara la menor sorpresa? -le reprochó su amigo.

– No puede sorprender ninguna bestialidad viniendo de una bestia. Y el señor de La Tour d'Azyr lo es; todo el mundo lo sabe. Fue una locura que Mabey intentara robarle sus faisanes. Debió robar los de otro.

– ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir acerca del caso?

– ¿Qué más puede decirse? Soy un hombre práctico, al menos eso espero.

– Lo que puede decirse es lo que me propongo decirle a tu padrino, el señor de Kercadiou. Voy a apelar a él en demanda de justicia.

– ¿Contra el señor de La Tour? -preguntó André-Louis arqueando las cejas.

– ¿Por qué no?

– No seas ingenuo, querido Philippe. Los perros no se comen a los perros.

– Eres injusto con tu padrino. Es una persona humanitaria.

– Todo lo humanitario que quieras, pero aquí no es cuestión de humanidad, sino de leyes de caza.

Disgustado, Philippe de Vilmorin levantó los brazos al cielo. Era un mozo alto, de aspecto distinguido, un par de años más joven que André-Louis. Vestía sobriamente de negro, como correspondía a un seminarista, con blancos vuelillos en las mangas y hebillas de plata en los zapatos. Su caballera era negra, pulcramente peinada y sin empolvar.

– Hablas como un abogado -estalló.

– Naturalmente. Pero no malgastes conmigo tu furia. Dime qué puedo hacer.

– Quiero que vengas conmigo a ver al señor de Kercadiou y que uses tu influencia para obtener justicia. Supongo que no será mucho pedir.

– Mi querido Philippe, estoy para servirte. Pero te advierto que será inútil. Déjame terminar mi desayuno, y estaré a tus órdenes.

Philippe de Vilmorin se dejó caer en una butaca, al lado de la chimenea, donde ardían varios troncos de pino. Mientras aguardaba le comentaba a su amigo los últimos acontecimientos que habían tenido lugar en Rennes. Joven, ardiente, entusiasta e inspirado en los utópicos ideales, denunciaba apasionadamente la rebelde actitud de los privilegiados.

A André-Louis, que estaba al tanto de los sentimientos de una clase a la que -como representante de un noble- casi pertenecía, no le sorprendieron las noticias de su amigo. Philippe de Vilmorin se exasperó al ver que su amigo aparentemente no participaba de su indignación.

– ¿Pero es que no lo entiendes? -exclamó-. Los nobles, desobedeciendo al rey, socavan los cimientos del trono. No advierten que su existencia depende de ese trono, que si se derrumba, ellos serán los primeros en caer. ¿Es que no lo ven?

– Evidentemente no. Son las clases gobernantes, y nunca se ha visto que esas clases tengan ojos para otra cosa que no sea su propio beneficio.

– Pues de eso nos quejamos. Eso es lo que queremos cambiar.

– ¿Queréis abolir las clases gobernantes? Es un experimento interesante. Creo que ése fue el plan original de la creación, pero fracasó por culpa de Caín.

– Lo que vamos a hacer -replicó Vilmorin reprimiendo su furia- es poner el gobierno en otras manos.

– ¿Y crees que con eso va a cambiar algo?

– Estoy seguro.

– ¡Ah! Probablemente estudiando teología has llegado a hacerte dueño de la confianza del Todopoderoso. Sin duda Él te habrá confiado su intención de hacer un nuevo género humano.

El ascético rostro de Vilmorin se cubrió con una nube de reproche:

– Blasfemas, André -censuró a su amigo.

– Te juro que hablo absolutamente en serio. Para lograr lo que quieres, necesitarás nada menos que la intervención divina. Habría que cambiar al hombre, no al sistema. ¿Podrías tú o nuestros fanfarrones amigos del Casino Literario de Rennes, podrían los de ninguna sociedad cultural de Francia, esbozar un sistema de gobierno que aún no se haya probado? Seguro que no. ¿Puede acaso mencionarse algún sistema, que no haya acabado en el fracaso? Mi querido Philippe, el futuro sólo puede leerse con certeza en el pasado. Ab actu ad posse valet consecutio. El hombre nunca cambiará. Siempre será avaro, codicioso, vil. Hablo del hombre en sentido general.

– ¿Pretendes decir que no puede mejorarse la suerte del pueblo? -le desafió Vilmorin.

– Al decir pueblo, te refieres, naturalmente, al populacho. ¿Lo abolirás? Ése sería el único modo de mejorar su suerte, pues mientras exista el populacho, estará condenado a la miseria.

– Por supuesto, hablas a favor de los que te dan de comer. Supongo que es natural -afirmó Vilmorin entre triste e indignado.

– Al contrario, trato de hablar con absoluta imparcialidad. Volvamos a esas ideas tuyas. ¿A qué forma de gobierno aspiras? Por lo que dices, infiero que te refieres a una república. Bien, pues ya la tienes. En realidad, Francia es hoy una república.

Philippe le contempló de hito en hito.

– Lo que dices es paradójico. ¿Dónde dejas al rey?

– ¿El rey? Todo el mundo sabe que en Francia no hay rey desde los tiempos de Luis XIV. En Versalles hay un obeso caballero que lleva la corona, pero las mismas noticias que me traes demuestran lo poco que cuenta. Son los nobles y el clero los que ocupan las más elevadas posiciones, con el pueblo de Francia a sus pies. Ellos son los verdaderos gobernantes. Por eso digo que Francia es una república hecha de acuerdo con el mejor patrón: el de Roma. Entonces, como ahora, las grandes familias patricias vivían en el lujo, reservándose el poder y la riqueza y cuanto valía la pena poseer. Y el populacho, aplastado por los poderosos, gemía, sudaba, se moría de hambre y perecía en las covachas romanas. Y eso era una república, la más opulenta que ha existido.

Philippe se impacientaba.

– Por lo menos admitirás -arguyó- que no podemos estar peor gobernados.

– Ése no es el problema. El problema es saber si estaremos mejor gobernados sustituyendo la actual clase gobernante por otra. Sin ninguna garantía, no pienso mover un dedo para que nada cambie. ¿Y qué garantía podéis dar? ¿Cuál es la clase que tomará el poder? Yo te lo diré: la burguesía.

– ¿Qué?

– Te sorprende, ¿eh? La verdad suele ser desconcertante. ¿No habías pensado en eso? Pues bien, ahora puedes meditar en el asunto. Examina bien el manifiesto de Nantes. ¿Quiénes son sus autores?

– Yo puedo decirte quiénes obligaron al municipio de Nantes a enviárselo al rey. Fueron unos diez mil obreros: tejedores, carpinteros de ribera y artesanos de todos los oficios.

– Sí, pero estimulados, forzados por sus amos, los ricos comerciantes y armadores de esa ciudad -replicó André-Louis-. Tengo la costumbre de observar las cosas de cerca, y por ello nuestros compañeros no me soportan en los debates del Casino Literario. Yo profundizo, mientras que ellos se quedan en la superficie. Detrás de los obreros y artesanos de Nantes, aconsejándolos, apremiando a esos pobres, estúpidos e ignorantes trabajadores para que derramen su sangre en pos del fantasma de la libertad, están los fabricantes de velamen, los de tejidos, los armadores y hasta los traficantes de esclavos. ¡Los negreros! ¡Los mismos hombres que viven y se enriquecen traficando con sangre y carne humana en las colonias, dirigen aquí una campaña en nombre del sagrado nombre de la libertad! ¿No ves que todo esto es un movimiento de mercaderes y traficantes, envidiosos de un poder que sólo se deriva del nacimiento? Los bolsistas de París, que poseen los títulos de la Deuda nacional, viendo la ruinosa situación financiera del Estado, tiemblan ante la idea de que pueda residir en un solo hombre el poder de cancelar la deuda declarando la bancarrota. Para salvaguardar sus intereses, tratan de socavar el actual estado social y edificar sobre sus ruinas uno nuevo en el que ellos sean los amos. Y para conseguirlo, inflaman al pueblo. Ya en Dauphin hemos visto correr la sangre, la sangre del pueblo, pues siempre es su sangre la que se derrama. Ahora estamos viendo otro tanto en Bretaña. ¿Y qué pasará si prevalecen las nuevas ideas? ¿Qué pasará si desaparece el poder señorial? Habremos cambiado la aristocracia por la plutocracia. ¿Vale eso la pena? ¿Crees que bajo el yugo de los bolsistas, los negreros y los hombres enriquecidos por el innoble arte de comprar y vender, la suerte del pueblo será mejor que bajo el de la nobleza y el clero? ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez, Philippe, qué es lo que hace el gobierno de los nobles tan intolerable? Es la ambición. La ambición es la maldición de la humanidad. ¿Y esperas menos ambición por parte de unos hombres que se han crecido precisamente en la ambición? Estoy dispuesto a admitir que el actual gobierno es execrable, injusto, tiránico, todo lo que quieras. Pero abre bien los ojos y verás que el gobierno con el que se pretende sustituir al actual puede ser infinitamente peor.

Philippe permaneció un momento pensativo; después volvió al ataque:

– Pero tú no hablas de los abusos, de los horribles e intolerables abusos del poder gobernante que hoy nos tiranizan.

– Donde haya poder, siempre habrá abusos.

– No si la posesión del poder depende de una administración justa.

– La posesión del poder es el poder mismo. No podemos dictar nuestro deseo a quienes lo sustentan.

– El pueblo sí podrá. Cuando tenga el poder.

– Otra vez te pregunto: al hablar del pueblo, ¿te refieres al populacho? ¡Claro! ¿Y qué poder puede ejercer el populacho? Puede gobernar salvajemente. Puede matar e incendiar por un tiempo. Pero no puede ejercer un gobierno duradero, porque el poder exige unas cualidades que el populacho no tiene, y si las posee deja de ser populacho. El inevitable y trágico corolario de la civilización es el populacho. Por lo demás, los abusos pueden corregirse, sí, con la equidad, pero la equidad, si no se encuentra en algunos privilegiados de la inteligencia, no se puede encontrar en ninguna parte. El señor Necker está empeñado en corregir abusos y limitar privilegios. Eso está claro. Para ello se ha de reunir a la Asamblea General.

– Y gracias al cielo, en Bretaña hemos comenzado ya de un modo prometedor -exclamó Philippe.

– ¡Bah! Eso no es nada. Los nobles no cederán sin luchar. Una lucha fútil y ridícula si quieres, pero supongo que también la futilidad y la ridiculez son atributos de la naturaleza humana.

Philippe de Vilmorin sonrió con sarcasmo:

– Probablemente también calificarás la muerte de Mabey de fútil y ridícula, ¿no? No me sorprendería oírte argumentar, en defensa del marqués de La Tour d'Azyr, que su guardabosque fue muy piadoso al matar a Mabey, puesto que la alternativa era que éste hubiese sido condenado a galeras de por vida.

André-Louis acabó de beber el resto de su chocolate, dejó la taza en la mesa y echó su silla hacia atrás:

– Confieso que no participo de tu misericordia, mi querido Philippe. Me conmueve la muerte de Mabey. Pero, una vez dominada la impresión que la noticia me causó, no puedo olvidar que, después de todo, Mabey estaba robando cuando lo mataron.

La indignación de Vilmorin estalló:

– ¡Ése es el punto de vista que cabe esperar del asistente fiscal de un noble, del representante de un noble en los Estados de Bretaña!

– Philippe, no eres justo. ¿Por qué te enfadas conmigo? -gritó André-Louis conmovido.

– Me ofenden tus palabras -confesó Vilmorin-. Estoy profundamente ofendido por tu actitud. Y no soy el único que está resentido por tus tendencias reaccionarias. ¿Sabías que el Casino Literario está considerando seriamente tu expulsión? André-Louis se encogió de hombros: -Eso ni me sorprende ni me preocupa. Vilmorin continuó apasionadamente:

– A veces pienso que no tienes corazón. Siempre hablas en nombre de la Ley, nunca en el de la Justicia. Creo que me equivoqué al venir a verte. No es posible que me ayudes en mi entrevista con el señor de Kercadiou.

Philippe cogió su sombrero con la clara intención de marcharse. André-Louis se puso en pie de un salto y retuvo a su amigo por un brazo:

– Te juro -le dijo- que ésta es la última vez que hablaré contigo de leyes o de política. Te quiero demasiado para enfadarme contigo por los asuntos de los demás.

– Es que yo hago míos esos asuntos -insistió Philippe con vehemencia.

– Por supuesto… y por eso te quiero. Está muy bien que seas así. Vas a ser sacerdote y los asuntos de los demás son también los del sacerdote. Yo, en cambio, soy un hombre de leyes, el representante de un noble, como has dicho, y en las cuestiones legales lo único que importa es el cliente. Ésa es la diferencia entre nosotros dos. Sin embargo, no lograrás librarte de mí.

– Pero te digo francamente que prefiero que no vengas conmigo a ver al señor de Kercadiou. Tu deber para con tu cliente te impide ayudarme.

El enojo de Philippe había pasado, pero su determinación, basada en las razones expuestas, permanecía firme.

– Muy bien -dijo André-Louis-. Será como quieres. Pero nada podrá impedirme pasear contigo hasta el castillo y esperarte mientras apelas ante el señor de Kercadiou.

Así las cosas, salieron de la casa como excelentes amigos, pues el carácter dulce de Philippe de Vilmorin no conocía el rencor. Y juntos subieron por la calle principal de Gavrillac.

CAPÍTULO II El aristócrata

La soñolienta aldea de Gavrillac, a media legua del camino principal de Rennes, permanecía al margen del ajetreo del tránsito de la carretera principal. Situada en una curva del río Meu, se extendía a los pies de la colina coronada por la casa señorial. Gavrillac no sólo pagaba tributos a su señor -parte en dinero y parte en servicios-, sino también diezmos a la iglesia e impuestos al rey, lo que la dejaba en una situación bastante precaria. Sin embargo, a pesar de todo, allí la vida no era tan dura como en otros lugares. Por ejemplo, allí no se sufría tanta crueldad como la que padecían los desdichados vasallos del poderoso señor de La Tour d'Azyr, cuyas vastas posesiones sólo estaban separadas de la aldea por las aguas del Meu.

El castillo de Gavrillac tenía un aire señorial que se debía más a estar situado en aquella elevación del terreno que a cualquier otra característica especial. Hecho de granito, como todas las casas de Gavrillac, y patinado por tres siglos de existencia, su fachada era lisa y sólo tenía dos pisos con cuatro ventanas en cada uno. Estaba flanqueado, a ambos lados, por unos torreones cuadrados. Situado al fondo de un jardín, ahora mustio, pero muy agradable en verano, y con su fachada con terraza de balaustrada de piedra, tenía el aspecto de lo que en realidad era y había sido siempre: la residencia de personas poco presuntuosas, más interesadas en la agricultura que en la aventura.

Quintín de Kercadiou, señor de Gavrillac -pues éste era el vago título que ostentaba, al igual que sus antepasados, aunque en verdad nadie sabía de dónde provenía-, confirmaba la impresión causada por su casa. Rudo como el granito, jamás había aspirado a pertenecer a la corte, ni siquiera había servido en el ejército del rey. Eso de representar a la familia en las altas esferas se lo dejaba a su hermano menor, Étienne. Desde joven, Quintín de Kercadiou se había interesado en los bosques y prados que rodeaban su castillo. Cazaba y cultivaba sus tierras, aparentemente no se distinguía mucho de cualquiera de sus rústicos aparceros. No hacía ostentación de su posición, como tanto le hubiera gustado a su sobrina, Aline de Kercadiou. Aline había pasado dos años en el ambiente de la corte de Versalles, junto a su tío Étienne, y, por tanto, tenía ideas muy distintas a las de su tío Quintín acerca de lo que convenía a la dignidad señorial. A pesar de que esta única hija de un tercer Kercadiou, salida del orfanato a la edad de cuatro años, había ejercido un tiránico dominio sobre el señor de Gavrillac, quien hacía las veces de padre y de madre, jamás logró convencerle para que renunciara a aquella vida sencilla.

La joven, cuyo rasgo dominante de carácter era la persistencia, seguía luchando asidua e inútilmente desde que regresó del gran mundo de Versalles, unos tres meses atrás.

Aline estaba paseando por la terraza cuando llegaron André-Louis y Philippe de Vilmorin. Para protegerse del aire frío, envolvía su esbelto cuerpo en un abrigo de piel blanca e iba tocada con una cofia, también blanca, que apenas sujetaba sus rubios rizos. El aire frío avivaba sus mejillas y parecía añadir un destello a sus ojos, que eran de un azul obscuro.

La doncella conocía a André-Louis y a Philippe de Vilmorin desde la infancia. Los tres habían jugado juntos, y André-Louis -gracias al parentesco espiritual que le unía a su tío- la llamaba «prima». Estas relaciones, casi de familia, habían continuado entre ella y André-Louis mucho después de que Philippe, al crecer, se alejara de la intimidad infantil para convertirse, a los ojos de Aline, en el señor de Vilmorin.

La muchacha saludó con la mano a los recién llegados y permaneció -consciente de su encantadora imagen- aguardándoles al final de la terraza, cerca de la corta avenida por la cual ellos se acercaban.

– Si venís a ver a mi tío, llegáis en un momento poco oportuno -les dijo algo nerviosa-. Está reunido a puertas cerradas. ¡Oh, está muy ocupado!

– Esperaremos, señorita -dijo Vilmorin inclinándose galantemente sobre la mano que ella le ofrecía-. ¿Quién no esperaría con gusto al tío pudiendo estar un momento con la sobrina?

– Señor abate -dijo ella con sorna-, cuando hayáis recibido las órdenes, os tomaré como confesor. Sois tan perspicaz como comprensivo.

– Pero ninguna curiosidad -dijo André-Louis-. No has pensado en eso.

– No logro entender lo que quieres decir, primo André.

– No te preocupes, pues nadie lo entiende -sonrió Philippe y entonces vio un vehículo detenido ante la puerta del castillo. Era uno de esos carruajes que solían verse en las grandes ciudades, pero rara vez en el campo: una espléndida carroza de nogal, con dos caballos y escenas pastoriles exquisitamente pintadas en los paneles de las portezuelas. Tenía capacidad para llevar a dos personas, además del pescante para el cochero, y detrás, un estribo para el lacayo. Pero ahora el estribo estaba vacío, pues el lacayo se paseaba por delante de la puerta luciendo la resplandeciente librea azul y oro del marqués de La Tour d'Azyr.

– ¿Cómo? -exclamó Philippe-. ¿Es el marqués de La Tour d'Azyr quien está con tu tío?

– En efecto -contestó la joven poniendo cierto misterio en su voz y en su mirada, en lo cual Philippe de Vilmorin no reparó.

– ¡Oh, perdón! Servidor de usted -dijo Philippe inclinándose ante ella y, sin más ni más, se encaminó hacia el castillo.

– ¿Quieres que te acompañe, Philippe? -le preguntó André-Louis.

– No sería galante presumir que lo prefieras -dijo Vilmorin mirando a Aline-. Ni creo que sirva para nada; si quieres, puedes esperarme…

Philippe de Vilmorin se alejó a toda prisa. Tras un momento de sorpresa, Aline se echó a reír de un modo encantador:

– ¿Adonde va con tanta prisa? -preguntó.

– A ver al señor de La Tour d'Azyr y también a tu tío.

– Pero no puede hacer eso. No pueden recibirle. ¿No le dije que estaban muy ocupados? Y tú, André, ¿no me preguntas por qué están tan ocupados?

La joven pronunció estas palabras con un redoblado misterio que traslucía alegría o burla, o quizás ambas cosas a la vez. André-Louis no pudo adivinarlo.

– Ya que es obvio que ardes en deseos de contármelo, ¿para qué te lo voy a preguntar? -dijo.

– Si empiezas con tus ironías, no te lo diré aunque me lo preguntes. ¡Oh, no! Te enseñaré a tratarme con el debido respeto.

– Espero no faltarte jamás el respeto.

– Y mucho menos cuando sepas que la visita del señor de La Tour d'Azyr tiene relación conmigo. Yo soy el objeto de esa visita -concluyó mirando al joven con ojos brillantes y unos risueños labios entreabiertos.

– Según veo, a ti te parece obvio lo que eso implica… Pero debo confesarte que para mí no es tan obvio.

– ¡Serás tonto! Ha venido a pedir mi mano.

– ¡Dios mío! -exclamó André-Louis mirándola fijamente, desconcertado.

Ella frunció el ceño y dio un paso atrás alzando la barbilla:

– ¿Te sorprende?

– Me disgusta -replicó él-. De hecho, no lo creo; te estás burlando de mí.

Para sacarlo de dudas, ella dijo:

– Estoy hablando en serio. Esta mañana mi tío recibió una carta oficial del señor de La Tour d'Azyr anunciándole que venía con ese propósito. No te negaré que eso nos sorprendió un poco…

– ¡Oh, ya veo! -exclamó André-Louis aliviado-. Comprendo. Por un momento, casi temí…

Se interrumpió, miró a la joven y se encogió de hombros.

– ¿Por qué te quedas callado? ¿Temiste acaso que mi estancia en Versalles no me hubiese servido de nada? ¿Crees que iba a permitir que me cortejaran como a una cualquiera? Pues fuiste un tonto. Conmigo hay que hacerlo de la forma adecuada; contando en primer lugar con mi tío.

– Entonces, según las costumbres de Versalles, ¿su consentimiento es lo más importante?

– ¿Y qué otra cosa pudiera serlo?

– Tu consentimiento, por ejemplo.

Ella se echó a reír.

– Yo soy una sobrina muy sumisa… cuando me conviene.

– ¿Y te convendría ser sumisa si tu tío aceptase esa monstruosa proposición?

– ¿Monstruosa? -repitió ella-. ¿Puede saberse por qué te parece monstruosa?

– Por muchas razones -replicó él, irritado.

– Dime una por lo menos -dijo ella con ademán retador.

– Que es dos veces mayor que tú.

– No tanto, no tanto -replicó ella.

– Como mínimo tiene cuarenta y cinco años.

– Pero no aparenta más de treinta. Es realmente muy guapo… no me lo negarás. Ni tampoco que es rico y poderoso; es el noble más ilustre de Bretaña. Hará de mí una gran señora.

– Ya lo eres por la gracia de Dios, Aline.

– Vaya, eso está mejor. A veces puedes llegar a ser casi cortés -dijo y empezó a pasear arriba y abajo por la terraza. André-Louis la seguía.

– Algo más podría ser para demostrarte las razones por las cuales no debes permitir que esa bestia manche la belleza que Dios te ha dado.

Ella frunció el entrecejo y apretó los labios.

– Estás hablando de mi futuro esposo -le dijo en tono de reprobación.

– ¿Es cierto? ¿Ya es un hecho consumado? ¿Consentirá tu tío? ¡De modo que vas a ser vendida sin amor a un hombre que no conoces! Yo había soñado algo mejor para ti, Aline.

– ¿Mejor que ser la marquesa de La Tour d'Azyr?

El joven hizo un gesto de exasperación.

– ¿Acaso los hombres y las mujeres no son más que meros títulos? ¿Sus almas no cuentan para nada? ¿No hay en la vida alegría ni felicidad aparte del poder y del placer de los títulos rimbombantes que ambicionan las personas como él? Yo te había colocado tan alto, tan alto, Aline, mucho más que a ningún otro ser, como algo que no era terrenal. Hay alegría en tu corazón, inteligencia en tu mente, y, tal como pensaba, una visión que te permite traspasar la falsa cáscara y llegar al corazón de las cosas. Y ahora veo que vas a entregar todo eso, vas a vender tu cuerpo y tu alma por el título de marquesa de La Tour d'Azyr.

– Eres poco delicado -replicó ella ceñuda, aunque sus ojos reían-. Y te precipitas en tus conclusiones. Mi tío no dará otro consentimiento que el necesario para que ese caballero trate de obtener el mío. Mi tío y yo estamos muy compenetrados. No voy a venderme como si fuera un saco de patatas.

El permaneció inmóvil, mirándola fijamente, con las pálidas mejillas cubiertas de rubor.

– Te has divertido torturándome -exclamó-. Pero voy a olvidarme porque me has aliviado.

– Vuelves a precipitarte, primo André. He permitido a mi tío que consienta en que el señor marqués me haga la corte. Me gusta mucho el aspecto de ese caballero. Considerando que es una persona eminente, me halaga ser su preferida. La suya es una posición que compartiría gustosa. El señor marqués no tiene tampoco nada de tonto. Será interesante que me corteje. Y quizá lo sea más casarse con él. Así que, tras considerar todo esto, es probable, incluso muy probable, que al final me case con él.

Él contempló el dulce rostro infantil, aquel óvalo de blanca pureza, y quedó desconcertado.

– ¡Qué Dios se apiade de ti, Aline! -dijo con voz ahogada.

Aline taconeó el suelo. Pensó que André-Louis era desesperante y bastante presumido.

– Te muestras insolente.

– Implorarle a Dios no puede ser una insolencia, Aline. Y yo no he hecho otra cosa, y lo seguiré haciendo, porque pienso que seguramente vas a necesitar mis oraciones.

– ¡Eres insoportable!

El rubor que invadía sus mejillas mostraba claramente la cólera que ahora dominaba a la joven.

– Es que sufro, Aline. ¡Oh, primita mía, piensa bien lo que vas a hacer! fíjate en las realidades que vas a cambiar por esas falsedades. Realidades que jamás conocerás, porque la falsedad te lo impedirá. Cuando el señor marqués de La Tour d'Azyr venga a hacerte la corte, estúdialo bien, consulta tu delicado instinto; deja que tu noble naturaleza juzgue libremente a ese animal. Considera que…

– Considero, señor, que estáis abusando de la bondad y la confianza que siempre os he demostrado. ¿Quién sois? ¿Quién os ha dado permiso para emplear conmigo ese tono insolente?

Él se inclinó y volvió a ser el hombre frío e indiferente de siempre y, tras recuperar su habitual tono zumbón, dijo:

– Os felicito, señorita, por la rapidez con que comenzáis a adaptaros al gran papel que vais a interpretar. -Adaptaos vos también, señor mío -replicó ella volviéndole la espalda.

– ¿Adaptarme a ser polvo vil bajo el altivo pie de la señora marquesa? -preguntó-. Espero que sabré ocupar mi lugar en el futuro.

Esa frase detuvo a Aline. Al volverse de nuevo, André-Louis percibió en sus ojos un brillo sospechoso. Y por un momento la burla del joven se tradujo en arrepentimiento.

– ¡Oh, Dios, he sido un necio, Aline! -exclamó avanzando hacia ella-. Te pido que olvides lo que he dicho.

Al volverse, ella casi tenía la intención de pedirle perdón también. Pero la contrición de él hizo que no fuera necesario.

– Trataré de olvidarlo -dijo ella-, siempre y cuando prometas no ofenderme de nuevo.

– No, no lo haré -contestó él-. Pero yo soy así. Lucharé por salvarte hasta el fin; lucharé contra ti misma si es necesario, me perdones o no.

Así estaban los dos, frente a frente, un poco como retándose, cuando otras personas salieron al porche.

El primero en salir fue el señor marqués de La Tour d'Azyr, conde de Solz, caballero de las Órdenes del Espíritu Santo y de Saint Louis, y general de brigada del ejército del rey. Era un caballero alto, de talante gentil, marcial, y expresión desdeñosa. Iba magníficamente ataviado con casaca de terciopelo morado adornada de oro. Su chaleco, también de terciopelo, tenía el tono dorado del albaricoque. El calzón y sus medias eran de seda negra, y los zapatos de raso tenían tacones de laca roja y hebillas con diamantes. Sus cabellos empolvados se recogían en la nuca con una ancha cinta de seda; debajo del brazo llevaba un tricornio y de su cinto colgaba una espada con empuñadura de oro.

Ahora que estudiaba al caballero con absoluta imparcialidad, al ver la magnificencia de su porte, la elegancia de sus movimientos, su gentil y desdeñosa expresión, André-Louis tembló por Aline. Ante sus ojos tenía al irresistible conquistador cuyos galanteos le habían convertido en la comidilla de todos, en la desesperación de las viudas con hijas en edad de merecer y en la desolación de los maridos con esposas atractivas.

Contrastando con él, le seguía de cerca el señor de Kercadiou. Las cortas piernas del señor de Gavrillac soportaban a duras penas un cuerpo que a los cuarenta y cinco años empezaba a inclinarse hacia la obesidad y una enorme cabeza llena de indiferencia hacia todo. Su rostro era sonrosado y estaba levemente marcado por las huellas de la viruela, que de joven estuvo a punto de acabar con su vida. Su atavío mostraba un descuido rayano en el desaseo, y a esto, sumado el hecho de no haberse casado nunca -despreciando el primer deber de un caballero, que es tener un heredero-, debía la fama de misógino que le atribuían en la comarca.

Detrás del señor de Kercadiou iba Philippe de Vilmorin, muy pálido y controlándose, con los labios apretados y el ceño fruncido.

En eso, un elegante joven descendió del carruaje y salió a encontrarse con ellos. Era el caballero de Chabrillanne, primo del señor de La Tour d'Azyr, quien, en tanto que aguardaba el regreso de su pariente, había observado con creciente interés, y sin que nadie notara su presencia, el paseo de André-Louis con Aline por la terraza.

Al ver a Aline, el señor de La Tour d'Azyr se apartó de sus acompañantes y se dirigió hacia ella. El marqués inclinó la cabeza para saludar a André-Louis, con aquella mezcla de cortesía y condescendencia que le era habitual. Socialmente, el joven abogado estaba en una extraña situación. Por su origen, no podía clasificarse entre los nobles ni entre los plebeyos, y mientras ninguna de las dos clases le reclamaba como suyo, ambas lo trataban con idéntica familiaridad. Devolvió fríamente al marqués su saludo y, con discreción, se apartó de él y de Aline para ir a reunirse con su amigo.

El marqués tomó la mano que la joven le tendía y la llevó a sus labios.

– Señorita -dijo mirando el azul profundo de sus ojos que a su vez le sonreían-. Vuestro señor tío me ha permitido el honor de cortejaros. ¿Queréis hacerme el honor de recibirme mañana? Tengo algo de gran importancia que comunicaros.

– ¿De gran importancia, señor marqués? Casi me asustáis…

Pero el sereno rostro de la joven no denotaba temor alguno. No en balde Aline se había graduado en la versallesca escuela del artificio.

– Nada más lejos de mi intención -dijo él.

– Pero, señor, ¿es un asunto de gran importancia para vos o para mí?

– Espero que para los dos -respondió él, lanzándole una ardiente mirada.

– Despertáis mi curiosidad, señor. Y, por supuesto, como soy una sobrina muy sumisa, me sentiré honrada recibiendo vuestra visita.

– Soy yo quien se sentirá honrado. Que sea mañana a esta hora, pues.

Él volvió a inclinarse y se llevó los dedos de ella hasta sus labios. A su vez, ella hizo una reverencia para romper el hielo. Después, sin otra cosa que esta mera formalidad se separaron.

La joven estaba un poco aturdida ante la innegable belleza de aquel hombre, ante su aire principesco y la seguridad que parecía emanar de su poderío. Casi involuntariamente, lo comparó con el hombre que acababa de criticarla -el delgado e imprudente André-Louis, con su casaca pardusca y aquellos zapatos sencillos con hebillas de acero- y se sintió culpable de una imperdonable ofensa por haberle permitido que criticara al marqués. Al día siguiente el señor de La Tour d'Azyr se presentaría ante ella para ofrecerle una gran posición, un encumbrado título. Y ella ya había menoscabado la dignidad de aquel título prestándose a oír palabras insolentes. Nunca más volvería a tolerarlo; no cometería otra vez la puerilidad de permitirle a André-Louis que se expresara en términos denigrantes al hablar de un hombre en comparación con el cual no era más que un lacayo.

Estos argumentos, surgidos espontáneamente de su vanidad, de su ambición, y de su enorme disgusto, no eran del todo convincentes.

Mientras tanto, el señor de La Tour d'Azyr subió a su carruaje, no sin antes despedirse brevemente del señor de Kercadiou y de Philippe de Vilmorin, quien, en respuesta a sus palabras, se había inclinado en señal de silencioso asentimiento.

La carroza partió. Detrás, muy derecho en su puesto, iba el lacayo de peluca empolvada con su casaca azul y oro, mientras el señor de La Tour d'Azyr, desde la ventana, le decía adiós a Aline, quien respondía a su vez con un ademán de la mano.

Philippe de Vilmorin tomó del brazo a su amigo, y le dijo:

– Vamos, André.

– Pero ¿por qué no os quedáis los dos a comer? -exclamó el hospitalario señor de Gavrillac-. Beberemos brindando por… -añadió haciendo un guiño dirigido a la joven que se acercaba. El bueno del señor de Gavrillac carecía de astucia.

Philippe de Vilmorin deploró que una cita contraída anteriormente le impidiera aceptar tal honor. Se mostraba muy grave.

– ¿Y tú, André? -le preguntó a su ahijado.

– ¿Yo? No puedo quedarme; también he sido citado, padrino -mintió- Y tengo mi superstición contra los brindis…

En realidad André-Louis no quería quedarse allí. Estaba enojado con Aline por el risueño recibimiento que le había dispensado al marqués de La Tour d'Azyr y por el sórdido negocio que la convertía en mercancía. Sufría una terrible desilusión.

CAPÍTULO III La elocuencia de Vilmorin

Mientras bajaban la colina, Vilmorin permanecía callado mientras André-Louis hablaba. El tema de su peroración era la mujer en sentido general. Pretendía haberla descubierto aquella mañana, y las frases que se le ocurrían sobre las mujeres eran poco halagüeñas y, en ocasiones, casi groseras. Philippe de Vilmorin apenas le escuchaba; aunque pueda parecer extraño en un joven francés de su tiempo, no le interesaban las mujeres. El pobre Philippe era una excepción en muchos aspectos.

Frente a El Bretón Armado -posada y casa de postas situada a la entrada del pueblo de Gavrillac-, Philippe interrumpió a su compañero justo cuando llegaba a la culminación de su diatriba contra las mujeres, devolviéndolo súbitamente a la realidad, pues entonces advirtió la carroza del marqués de La Tour d'Azyr parada ante la puerta del mesón.

– No puedo creer que no me hayas estado escuchando -dijo André a su amigo.

– De haber estado menos absorto en tu propio discurso, lo hubieras notado antes y te habrías ahorrado la saliva. La verdad es que me das pena, André. Parece que has olvidado por completo a qué hemos venido. Sabes muy bien que estoy citado aquí con el marqués, quien desea que le explique mejor el asunto. Allá arriba, en Gavrillac, no podía resolverse nada. No era el momento oportuno. Pero confío en el marqués.

– ¿Confías… en qué?

– En que hará cuanto esté en sus manos para reparar el daño. Se encargará de la viuda y de los huérfanos. Si no fuera así. ¿Por qué habría de querer oírme de nuevo?

– ¡Me extraña tanta condescendencia en él! -exclamó André-Louis, y añadió-: Timeo Danaos et dona ferentes.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Philippe.

– Entremos y lo sabremos… a no ser que mi presencia sea un estorbo.

Los jóvenes entraron en una habitación que siempre estaba reservada para el marqués. Un fuego de leña ardía al fondo de la estancia, y allí estaban sentados el señor de La Tour d'Azyr y su primo, el caballero de Chabrillanne. Al entrar Vilmorin, ambos se levantaron. André-Louis permaneció en la puerta.

– Os estoy muy agradecido por vuestra cortesía, señor de Vilmorin -dijo el marqués en tono tan desdeñoso que desmentía la educación de sus palabras-. Sentaos, os lo ruego. ¡Ah! ¿El señor Moreau nos acompaña? -preguntó con frialdad.

– Si no tenéis inconveniente, señor marqués…

– ¿Por qué habría de tenerlo? Sentaos, Moreau.

Hablaba despectivamente, mirando a André por encima del hombro, como a un lacayo.

– Sois muy amable -dijo Philippe- al darme la oportunidad de explicaros el asunto que tan inoportunamente me llevó a Gavrillac.

El marqués se arrellanó cómodamente cruzando las piernas, y tendió una de sus finas manos hacia las llamas, para calentarse. Sin molestarse siquiera en volverse hacia el joven que estaba detrás de él, replicó:

– Dejemos a un lado lo amable de mi concesión -dijo en tono sombrío y Chabrillanne se rió. André-Louis consideró la facilidad con que reía el primo del marqués y casi, casi, le envidió tal capacidad.

– De todos modos os estoy agradecido -insistió Philippe-por condescender a oírme abogar por la causa de esa pobre gente.

El marqués abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Qué causa? -exclamó mirándole por encima del hombro.

– ¿Cómo que qué causa? Me refiero a la causa de la viuda y los huérfanos del infortunado Mabey.

El marqués dejó vagar la mirada de Vilmorin a su primo, quien de nuevo se echó a reír, dándose esta vez una palmada en la rodilla.

– Me parece -dijo lentamente el marqués- que ha habido un malentendido. Yo os pedí que vinierais aquí porque el castillo de Gavrillac no era el sitio más adecuado para tener una discusión, y porque vacilé en haceros recorrer el largo camino que hay hasta mi castillo. Pero a mí solamente me interesan ciertas frases pronunciadas por vos en el castillo de Gavrillac. Es a causa de esas frases por lo que estáis aquí y por lo que quiero oír vuestras explicaciones… si queréis honrarme con ellas.

André-Louis empezó a notar algo siniestro en el aire. Su intuición era más rápida que la de Vilmorin, quien únicamente se sentía un poco sorprendido.

– No comprendo, caballero -dijo el joven seminarista-. ¿A qué frases os referís?

– Parece, señor mío, que debo refrescaros la memoria -dijo el marqués ladeándose en su cómodo asiento de modo que, al fin, quedó frente a Philippe de Vilmorin-. Os referisteis, muy elocuentemente a pesar de estar completamente errado, a la «infamia» del hecho de sumaria justicia realizado por un criado mío sobre ese tal Mabey, o como se llame ese ladrón. «Infamia» fue precisamente la palabra empleada por vos. Y no os retractasteis de ella ni siquiera cuando tuve el honor de informaros que mi guardabosque actuó así cumpliendo una orden mía.

– Si fue un acto infame -dijo Vilmorin-, eso es algo que no puede cambiarlo la alcurnia de la persona responsable. Lejos de ser un atenuante, la altura de esa alcurnia es un agravante.

– ¡Ah! -dijo el marqués sacando una tabaquera de oro de su bolsillo-. Un acto infame, decís… ¿He de entender que ya no estáis tan convencido de esa «infamia» como, al parecer, lo estabais antes?

Philippe de Vilmorin estaba perplejo. No acababa de comprender adonde pretendía ir a parar con todo aquello.

– Se me ocurre pensar, señor marqués, en vista de vuestro deseo de asumir tal responsabilidad, que tal vez estáis convencido de tener alguna justificación que escapa a mi entendimiento.

– Así está mejor, mucho mejor.

El marqués tomó un poco de rapé y luego sacudió el polvo que había caído sobre el encaje de su chorrera. Entonces prosiguió:

– Me alegra que por fin comprendáis que, no siendo vos propietario, no teníais clara idea del caso y podíais haberos lanzado a una conclusión precipitada e injustificable. Que esto sea un aviso para vos, de ahora en adelante. Cuando os diga que desde hace meses me vienen molestando con parecidos saqueos, comprenderéis tal vez que era necesario imponer un correctivo lo bastante enérgico para acabar con ellos. Ahora que esa gentuza sabe el riesgo que corre, creo que al fin mis cotos de caza quedarán protegidos. Y aún hay algo más, señor de Vilmorin. No me enoja tanto el robo en sí como el desprecio hacia mi absoluto e inviolable derecho. Hay, señor mío, como no habréis dejado de observar, un diabólico espíritu de rebeldía en el ambiente, y sólo existe un modo de hacerle frente. La tolerancia, incluso la más leve, la indulgencia más insignificante que practiquemos hoy, nos obligará mañana a tener que tomar medidas más duras. Estoy seguro de que me comprendéis y de que también apreciaréis mi condescendencia al explicaros cosas que en modo alguno tengo que explicarle a nadie. Si algo de lo que acabo de decir no os parece suficientemente claro, os ruego acudáis a las leyes de caza, de las que vuestro amigo el abogado puede daros una idea.

Y dicho esto, el caballero se volvió de nuevo hacia el fuego. Era como si hubiera dado por terminada la entrevista. Y, sin embargo, el perplejo y vagamente inquieto André-Louis no tenía la misma impresión. El joven abogado pensaba que aquella disertación era tan extraña como sospechosa. Sospechaba que el aristócrata fingía dar explicaciones con palabras corteses mientras que, en realidad, no hacía sino estimular y aguijonear con su tono calculadamente insolente la impaciencia de un hombre con las ideas de Philippe de Vilmorin. Y esto fue precisamente lo que sucedió.

Philippe se puso en pie.

– ¿Pero es que no hay en el mundo otras leyes que las de caza? -preguntó enérgicamente-. ¿No habéis oído hablar jamás de las leyes que no están escritas, las leyes de la humanidad?

El marqués suspiró fastidiado de tener que continuar la conversación:

– ¿Y qué tengo yo que ver con las leyes de la humanidad? -dijo extrañado.

Vilmorin le miró un instante sin saber, en medio de su estupor, cómo contestarle.

– Nada, señor marqués; lo veo claramente. Pero ojalá no tengáis que recordarlo cuando os veáis precisado de apelar a esas leyes de las que ahora os burláis.

El señor de La Tour d'Azyr echó atrás la cabeza con gesto altanero.

– ¿Qué significan esas palabras? No es la primera vez que hoy os expresáis en términos ambiguos que acaso pudieran contener una velada amenaza.

– No es una amenaza, señor marqués, es… una advertencia. Una advertencia de que actos como este que se ha cometido contra un ser humano, una criatura de Dios… ¡Oh, podéis burlaros, señor, pero esas gentes también son criaturas de Dios, ni más ni menos como vos y como yo… aunque esa idea pueda herir vuestro orgullo! A los ojos de Aquel que todo lo ve…

– Por favor, no me echéis ahora un sermón, futuro señor abate.

– Os burláis, señor marqués. Os reís. ¿Os reiréis acaso cuando Dios os pida cuenta de la sangre y del saqueo que manchan vuestras manos?

– ¡Señor! -gritó el caballero de Chabrillanne haciendo restallar esa palabra como un látigo y poniéndose en pie de un salto. Pero el marqués lo contuvo.

– Sentaos, caballero. Habéis interrumpido al señor abate y me gustaría seguir oyéndole. Me interesan mucho sus raras teorías.

Un poco apartado de los demás, André también se había puesto en pie, realmente alarmado ante la expresión que leyó en el hermoso rostro del señor de La Tour d'Azyr. Entonces se acercó a la chimenea y tomó del brazo a su amigo:

– Será mejor que nos vayamos -le dijo.

Pero Philippe de Vilmorin, dando rienda suelta a la pasión largo tiempo reprimida, se precipitó sin reflexionar:

– ¡Oh, señor! -dijo-, pensad en lo que sois y lo que seréis. Deteneos a pensar cómo vos y los vuestros vivís exclusivamente de abusos que, a la larga, sólo pueden acarrear otros abusos.

– ¡Revolucionario! -espetó el marqués con desprecio-. ¿Tenéis el descaro de presentaros ante mí para soltarme esa fétida jerga de los que ahora os hacéis llamar intelectuales?

– ¿Jerga? ¿Lo pensáis así de veras? ¿Os parece una jerga recordarle al señor feudal cómo oprime en su provecho todo lo que encuentra a su paso? ¿No ejerce sus derechos sobre las aguas del río, sobre el fuego devorador, sobre el pan, la hierba o la cebada del pobre, en fin, sobre el viento que hace girar las aspas del molino? La verdad de mi jerga os dice que el pobre campesino no puede dar un paso en el sendero, cruzar un puente sobre el río ni comprar una vara de tela sin tropezarse con la rapacidad feudal y sin que lo carguen con impuestos feudales. ¿No os parece ya bastante, señor marqués? ¿Debe exigirse también la mísera vida de cada uno en pago del menor delito contra vuestros sacrosantos privilegios, sin que os importe que queden viudas y huérfanos desvalidos? ¿No estáis contentos si vuestra sombra no sobrevuela el país como una maldición? ¿Acaso vuestro orgullo os hace creer que Francia, este paciente Job de las naciones, ha de sufrir eternamente?

Philippe se detuvo como aguardando una respuesta. Pero no hubo réplica. El marqués le contemplaba extrañamente, con ojos siniestros y sonriendo a medias, desdeñosamente.

– Vamonos, Philippe -dijo André-Louis tirando de la manga de su amigo.

Pero el joven seminarista se libró de su mano, y siguió hablando exaltado:

– ¿No veis cómo se amontonan las nubes anunciando tormenta? ¿Imagináis quizá que la Asamblea Nacional convocada por Necker y prometida para el año que viene sólo os dará nuevos medios para contribuir a la bancarrota del Estado? Os engañáis. En esa reunión, el Tercer Estado, al que tanto despreciáis, será la fuerza preponderante y hallará la forma de poner fin a la llaga gangrenosa de los privilegios que devora a nuestro desgraciado país.

El marqués se movió en su sillón y al fin contestó:

– Tenéis, caballero, el peligroso don de la elocuencia. Es un don que no emana tanto de vuestra causa como de vos mismo. Porque, después de todo, ¿qué es lo que me ofrecéis? Los platos recalentados de los efusivos discursos pronunciados en vuestros salones literarios e inspirados en míseros emborronadores de papel como Voltaire, Jean-Jacques y otros. Entre vuestros jóvenes filósofos no hay ni uno sólo con suficiente talento para comprender que somos una clase consagrada por derecho de antigüedad y que, al defender nuestros derechos y privilegios, nos asiste la autoridad de los siglos.

– La humanidad -replicó Philippe- es más antigua que la aristocracia. Los derechos del hombre empezaron cuando el hombre fue creado.

El marqués se echó a reír, encogiéndose de hombros.

– He ahí una respuesta que debía haberme esperado. Es la misma cantinela de todos los filósofos.

Entonces terció el caballero de Chabrillanne:

– ¿Para qué tantos rodeos? -dijo a su primo con impaciencia.

– Para llegar hasta este punto -respondió el marqués-. Primero quería estar bien seguro.

– A fe mía que ahora no podéis tener ninguna duda.

– Ahora no.

El marqués se levantó y se volvió a Vilmorin, quien no había comprendido el sentido del breve diálogo entre La Tour d'Azyr y su primo.

– Señor abate -dijo el aristócrata-, realmente tenéis el peligroso don de la elocuencia. Ese don puede arrastrar a otros hombres a su ruina. De haber nacido caballero, no hubierais adquirido con tanta facilidad esos falsos puntos de vista que proclamáis.

El señor de Vilmorin le miró fijamente sin comprender.

– ¿De haber nacido yo caballero? -repitió lentamente y confundido-. Pero he nacido caballero, señor. Mi familia es tan antigua y mi sangre tan pura como la vuestra.

El marqués enarcó las cejas y pestañeó con indulgente sonrisa. Sus ojos obscuros y líquidos se clavaron en el rostro de Philippe de Vilmorin.

– Temo que en ese punto os han engañado.

– ¿Engañado…?

– Vuestros sentimientos delatan la indiscreción en la que, sin duda, incurrió vuestra señora madre.

Después de aquel insulto brutal en son de burla, dicho con total frialdad, sobrevino un silencio sepulcral. André-Louis permanecía mudo, aterrado, mientras su amigo escudriñaba el rostro del señor de La Tour d'Azyr como buscando un significado que se le escapaba. Súbitamente entendió la vil afrenta. La sangre le subió a las mejillas y la indignación ardió en sus ojos. Un convulsivo estremecimiento lo sacudió. Entonces, tras lanzar un grito inarticulado, alzó la mano y le propinó una bofetada al marqués en su cara burlona.

Como un relámpago, el caballero de Chabrillanne se levantó poniéndose entre los dos hombres.

André-Louis había visto la trampa demasiado tarde. Las palabras del señor de La Tour d'Azyr eran como una jugada en una especie de ajedrez verbal, calculada para exasperar al contrario impulsándole a reaccionar de un modo que le dejara enteramente a su merced.

El marqués estaba muy pálido, excepto en la mejilla, donde se veía la huella de los dedos de Vilmorin. Pero no dijo una palabra. En su lugar, fue el caballero de Chabrillanne quien habló, asumiendo el papel que previamente le habían asignado en aquel juego vil.

– Caballero, ¿os dais cuenta de la gravedad de lo que acabáis de hacer? -le preguntó fríamente a Philippe-. Y por supuesto, comprenderéis también lo que inevitablemente trae consigo.

Philippe de Vilmorin no comprendía nada. El pobre hombre había actuado impulsivamente, por un sentimiento de decencia y de honor, sin tomar en cuenta las consecuencias. Pero al intuir la siniestra invitación del caballero de Chabrillanne, si deseó evitar tales consecuencias, fue por respeto a su vocación sacerdotal que rigurosamente le prohibía prestarse al combate de honor que obviamente le imponía el señor de Chabrillanne.

Retrocedió.

– Dejemos que una afrenta borre la otra -dijo con voz apagada-. El balance sigue estando a favor del señor marqués. Con eso debe bastarle.

– ¡Imposible! -dijo el caballero crispando los labios. Después habló suavemente, pero con firmeza-: Habéis dado una bofetada, señor. No creo equivocarme si digo que al señor marqués nunca antes le había sucedido algo así. Si os sentíais ofendido, no teníais más que exigir la satisfacción que merece vuestro honor, de caballero a caballero. Vuestra acción no parece sino confirmar la sospecha que tan ofensiva os pareció. En cualquier caso, una acción de esta naturaleza no puede quedar inmune.

Como puede verse, el papel del caballero de Chabrillanne era echarle leña al fuego, para asegurar que la víctima no escapase.

– No quiero que quede inmune -dijo el joven seminarista. Después de todo, había nacido noble, y la tradición de su clase renacía en él con más fuerza que la escuela de humildad en la que se preparaba para sacerdote. De modo que pensó que su nombre y su honor le exigían pagar con la muerte antes que evitar las consecuencias de su acción.

– ¡Pero si ni siquiera lleva espada, señores! -exclamó André-Louis, aterrado.

– Eso se arregla fácilmente. Puede coger la mía.

– Quiero decir -insistió André-Louis entre indignado y asustado por la suerte de su amigo-, que no acostumbra a llevar espada, que jamás la ha llevado ni sabe manejarla. Es un seminarista, casi ya medio sacerdote, y, por tanto, le está prohibido aceptar el compromiso en que vos le ponéis.

– Todo eso debió recordarlo antes de dar la bofetada -dijo diplomáticamente el caballero de Chabrillanne.

– Esa bofetada fue provocada deliberadamente -dijo con rabia André-Louis. Después se calmó, aunque no fue gracias a la altanera mirada de su interlocutor, por cierto-. ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy hablando en vano! ¿Cómo van a desistir de un plan ya trazado? ¡Vamonos, Philippe! ¿No ves la trampa en la que has caído…?

Echándolo a un lado, Philippe de Vilmorin le cortó secamente:

– ¡Silencio, André! El señor marqués está en todo su derecho.

– ¿Que está en su derecho? -dijo André-Louis dejando caer los brazos desalentado.

El hombre a quien más amaba en el mundo había caído en la misma locura que parecía dominar al resto de los mortales. Un distorsionado sentido del honor hacía que descubriera su pecho ante el cuchillo que lo iba a matar. No era que no viera la trampa, sino que aquel sentido del honor le impulsaba a desdeñar cualquier otra consideración. En ese momento, André-Louis vio en su amigo una figura singularmente trágica. Quizá noble, pero no por ello menos lastimera.

CAPÍTULO IV La herencia

Philippe de Vilmorin quiso zanjar el asunto inmediatamente. En esto era a un tiempo objetivo y subjetivo. Presa de emociones encontradas, y en conflicto con su vocación sacerdotal, estaba impaciente por acabar con aquello cuanto antes. También se temía un poco a sí mismo. Las circunstancias de su educación, y la vocación que había sentido en los últimos años, le habían quitado mucho del brío que es natural en los hombres. En cierto modo, se había tornado tímido y delicado como una mujer. Como lo sabía, temía que, si pasaba el ardor del momento, pudiera sobrevenirle una deshonrosa debilidad.

El marqués, por su parte, también deseaba un inmediato ajuste de cuentas, y puesto que estaban presentes el caballero de Chabrillanne y André-Louis para servir de padrinos, no había ninguna razón para retrasar el duelo.

Así las cosas, en pocos minutos todo estuvo arreglado, y por la tarde el siniestro grupo de cuatro hombres se dirigió hacia la pista para bochas que había detrás de la posada. Estaban completamente solos; nadie podía verles, ni siquiera a través de las ventanas del mesón que estaban detrás del tupido follaje de los árboles.

No hubo formalidad alguna a la hora de elegir el campo de honor, ni tampoco se midieron las espadas. El marqués se despojó de su cinturón y desenvainó la espada, pero se negó a quitarse los zapatos y la casaca, pues consideró que no merecía la pena tomando en cuenta lo insignificante que era su contrincante. Alto, flexible y atlético, tenía ante sí a un rival no menos alto, pero delgado y enclenque. También Vilmorin desdeñó hacer ninguno de los usuales preparativos. Reconociendo que de nada podía aprovecharle quitarse la ropa, se puso en guardia completamente vestido. Sus pómulos salientes parecían arder.

El caballero de Chabrillanne, apoyándose en un bastón, pues había cedido su espada a Vilmorin, contemplaba el duelo con silencioso interés. Frente a él, al otro lado de los combatientes, estaba André-Louis, el más pálido de los cuatro, con ojos febriles y retorciéndose las manos sudorosas.

Su instinto le impulsaba a interponerse entre los contrincantes para evitar el encuentro. Sin embargo, ese generoso impulso quedaba anulado por la plena conciencia de su inutilidad. Para calmarse, se aferró a la convicción de que aquel duelo no podía tener consecuencias realmente serias. Si el honor de Philippe le obligaba a cruzar la espada con el hombre a quien había abofeteado, la noble cuna del señor de La Tour d'Azyr también le obligaba a procurar no herir gravemente al joven inexperto a quien había provocado de modo tan evidente y ofensivo. Después de todo, el marqués era un hombre de honor. Sólo se proponía dar una lección, dura tal vez, pero que el contrario pudiera aprovechar en vida. Para consolarse, André-Louis se aferró obstinadamente a esta idea.

Se cruzaron los aceros: comenzaba el combate. El marqués presentaba a su adversario apenas el perfil de su esbelta figura, con las rodillas ligeramente dobladas como resortes, mientras que Vilmorin permanecía cuadrado presentando un blanco perfecto y con las rodillas rígidas como si fuesen de madera. El honor y el espíritu de lealtad competitiva clamaban a un tiempo contra semejante encuentro.

Como era de suponer, todo acabó enseguida. De joven, casi en su infancia, Philippe había recibido nociones de esgrima como cualquier adolescente de su clase. Así que conocía los rudimentos del arte de manejar la espada. Pero ¿de qué podían servirle en aquel momento? Hubo tres quites, y entonces, sin ninguna prisa, el marqués deslizó su pie a lo largo del húmedo césped, y su elástico cuerpo se tendió en una estocada a fondo hasta romper la frágil guardia de Vilmorin. Deliberadamente, la hoja del marqués atravesó al joven seminarista… André-Louis saltó con el tiempo justo para coger el cuerpo de su amigo por debajo de los brazos. Entonces se le doblaron también a él las piernas por el peso y cayeron juntos en la húmeda hierba. André-Louis apoyó en su hombro izquierdo la cabeza inerte de Philippe. Los brazos le colgaban flácidos y la sangre que manaba de la herida le había empapado las ropas.

Con el rostro pálido y los labios temblorosos, André-Louis levantó los ojos hasta los del marqués, quien contemplaba su obra con expresión grave. Pero en su cara no se leía ni sombra de remordimiento.

– ¡Le habéis matado! -gritó André-Louis.

– Por supuesto.

El marqués limpió la hoja del acero con su pañuelo de encajes. Cuando concluyó tan delicada tarea, manifestó:

– Ya le dije que tenía el peligroso don de la elocuencia.

Y se volvió para irse, dejando a André-Louis en libertad de interpretar su frase como quisiera. Sin soltar el cuerpo de su amigo que se desangraba, André-Louis llamó al aristócrata:

– ¡Vuelve, cobarde asesino, y remata tu obra asesinándome a mí también!

El marqués volvió el rostro, lleno de ira. Pero el señor de Chabrillanne le detuvo cogiéndolo por el brazo. Aunque había tomado parte activa en los hechos, ahora estaba un poco pálido. No tenía el valor del señor de La Tour d'Azyr y era mucho más joven.

– Vamonos -dijo-, su furia es natural. Eran amigos.

– ¿Has oído lo que me ha dicho? -preguntó el marqués.

– Nadie podrá negarlo, ni vos ni ningún otro hombre -replicó André-Louis-. Vos mismo acabáis de confesarlo al explicarme el motivo por el cual lo habéis matado. Porque le teníais miedo.

– Y si así fuera, ¿qué? -contestó el caballero.

– ¿Y lo preguntáis? Nada sabéis de la vida ni de la humanidad como no sea el modo de llevar elegantemente una casaca y de peinar vuestro cabello. ¡Oh, sí, y también blandir vuestras armas contra niños y sacerdotes! ¿Es que no tenéis sensibilidad, ni alma? ¿No comprendéis que es una cobardía matar a quien se teme, y doble cobardía matar de esta forma? Si le hubierais clavado un puñal por la espalda, por lo menos estaría a salvo el valor de vuestra vileza. Hubiera sido una vileza sin disfraz. Pero temiendo las consecuencias de un acto como éste, escondisteis vuestra cobardía bajo el pretexto de un duelo.

El marqués se libró de la mano de su primo y dio un paso hacia André-Louis, alzando ahora su espada como un látigo. Pero otra vez el caballero le detuvo.

– ¡No, no, Gervais! ¡Déjalo, por el amor de Dios!

– ¡Dejadle que venga, caballero! -gritó André-Louis con voz ronca-. Dejadle que remate en mí su cobardía.

El caballero de Chabrillanne soltó a su primo. El marqués avanzó con los labios lívidos y los ojos febriles hasta el jovenzuelo que tan abiertamente le insultaba. Y entonces se contuvo. Quizá de pronto se acordó del parentesco que el pueblo atribuía al señor de Gavrillac con aquel joven, así como del afecto que el noble le profesaba. Probablemente pensó que no le convenía tener problemas con el señor de Gavrillac, sobre todo ahora que la amistad de este caballero era para él tan importante. Sin embargo, le dolía retirarse después de haber sido ofendido en su dignidad.

Fuese lo que fuere, lo cierto es que el caballero se detuvo en seco, lanzó una incoherente interjección que era mezcla de ira y de desprecio, dio media vuelta y se alejó apretando el paso con su primo.

Cuando el posadero y su gente acudieron, encontraron a André-Louis abrazado al cuerpo de su amigo, murmurando apasionadamente al sordo oído del que yacía en sus brazos:

– ¡Philippe! ¡Háblame, Philippe! ¿No me oyes? ¡Oh, Dios mío! ¡Philippe!

Una mirada bastó para que todos comprendieran que ya no eran necesarios ni un médico ni un sacerdote. La mejilla que descansaba contra la de André-Louis tenía un color plomizo, los ojos aparecían vidriosos y un poco de espuma sanguinolenta asomaba en los labios entreabiertos.

Medio cegado por las lágrimas, André-Louis siguió, dando traspiés, el cuerpo de su amigo, que los otros llevaron a la posada. Ya arriba, en la habitación donde lo acostaron, se arrodilló junto al lecho y con la mano del muerto entre las suyas, juró con rabia impotente que el señor de La Tour d'Azyr pagaría muy caro lo que había hecho.

– Le temía a tu elocuencia, Philippe -dijo-. Si no obtengo la justicia que exijo por este asesinato, juro que me tomaré la justicia por mi mano, y lo que él temía de ti, tendrá que temerlo de mí. Temía que arrastraras a los hombres con tu verbo y que destruyeran el orden que a él le sostiene. Pues los hombres serán arrastrados, y tu elocuencia, y tus argumentos, y tus ideas serán la herencia que yo recibiré de ti. Haré míos todos tus pensamientos. Poco importa que yo crea o no en tu evangelio de la libertad. Lo conozco, palabra por palabra, y esto es lo que importa para nuestro propósito, el tuyo y el mío. Y si todo fallara, tus ideas hallarán expresión en mi lengua. Así al menos habremos frustrado su vil intento de acallar la voz que temía. No sacará ningún provecho de la sangre que mancha su alma. Mi voz le perseguirá más implacablemente de lo que hubiera hecho la tuya.

Este pensamiento le regocijó, calmándolo y atenuando su dolor, lo que le permitió orar muy bajito. Después su corazón tembló al pensar cómo Philippe, un hombre de paz, casi un sacerdote, un apóstol del cristianismo, iba a presentarse ante su Creador con el pecado de la ira en su alma. ¡Era horrible! Pero Dios vería lo justo de su cólera. En cualquier caso, aquel pecado no podía ensombrecer el amor que Philippe siempre había practicado, ni la noble pureza de su gran corazón. Después de todo, pensaba André-Louis, Dios no era un aristócrata.

CAPÍTULO V El señor de Gavrillac

Por segunda vez en aquel día, André-Louis fue al castillo, con presteza y sin preocuparse por los curiosos que le veían atravesar el pueblo ni por los murmullos de las gentes excitadas por el suceso del que había formado parte activa.

Bénoit -el viejo criado a quien grandilocuentemente llamaban «senescal»- lo condujo a la habitación de la planta baja que, también con grandilocuencia, recibía el nombre de biblioteca. Ciertamente la sala tenía algunos estantes donde dormían el sueño eterno algunos volúmenes maltratados, pero los útiles de caza -escopetas, reclamos, cuernos y cuchillos-aparecían allí más profusamente que los libros. Los muebles eran macizos, de roble intrincadamente tallado, y eran muy antiguos. Grandes vigas de madera cruzaban el alto techo pintado de blanco.

Allí estaba el robusto señor de Gavrillac paseándose inquieto cuando entró André-Louis. Ya estaba enterado de todo lo ocurrido en la posada El Bretón Armado. El señor de Chabrillanne acababa de salir de allí después de informarle debidamente, y el señor de Kercadiou confesó estar profundamente afligido y perplejo.

– ¡Qué pena me da! -exclamó-. ¡Qué pena! -repitió bajando la enorme cabeza-. ¡Un joven tan estimable y con un futuro tan prometedor! ¡Ah, ese La Tour d'Azyr es un hombre muy resentido en estas cuestiones! Quizá tenga razón. No lo sé. Jamás he matado a un hombre por una discrepancia de opinión. De hecho, nunca he matado a nadie. No está en mi naturaleza. Si lo hiciera, ya nunca más podría dormir tranquilo. Pero no todos los hombres somos iguales.

– La cuestión, querido padrino, consiste en qué debemos hacer ahora -comentó André-Louis con aplomo, pero intensamente pálido.

El señor de Kercadiou le miró de hito en hito:

– ¿Qué diablos quieres que hagamos? Según he oído, Vilmorin abofeteó al marqués.

– Después de haber sido groseramente provocado por él.

– Igual que tu amigo lo provocó con su lenguaje revolucionario. El pobre tenía la cabeza llena de esas tonterías de los enciclopedistas. Eso les pasa a los que leen demasiado. Yo nunca me he preocupado mucho por los libros, André, ni he visto que del estudio salga otra cosa que problemas. Inquieta a los hombres, les complica la existencia, y destruye la sencillez, que es la única fuente posible de la paz y la felicidad. ¡Ojalá este desdichado asunto te sirva de aviso, querido André! También tú te has ido aficionando a esas especulaciones filosóficas que quieren trastornar el orden social. Ya ves lo que sale de ahí. Un joven fino, estimable, hijo único, y además de una viuda, se olvida de sí mismo, de su posición, de su deber para con su madre. Se olvida de todo, y se deja matar de esa manera. Es muy triste. Te juro por mi alma que es muy triste.

Sacó un gran pañuelo y se sonó la nariz con vehemencia.

André-Louis tenía el corazón en un puño y sintió que la esperanza -no muy grande por cierto- que tenía en el apoyo de su padrino se desvanecía.

– Veo -dijo- que todas vuestras críticas van contra el muerto y ninguna contra el asesino. Y, no obstante, no puedo creer que estéis de acuerdo con semejante crimen.

– ¡Crimen! -exclamó el señor de Kercadiou-. ¡Por Dios, muchacho, estás hablando del señor de La Tour d'Azyr!

– Sí, y del abominable asesinato que ha perpetrado…

– ¡Basta! -exclamó el señor de Kercadiou con énfasis-. No puedo permitir que hables de él en semejantes términos. El señor marqués es mi amigo y es muy posible que estrechemos más aún nuestras relaciones.

– ¿A pesar de esto? -preguntó André-Louis.

El señor de Kercadiou empezaba a perder los estribos:

– ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Lamento lo sucedido, pero no tengo derecho a condenarlo. Es una regla establecida para ajustar diferencias entre caballeros.

– ¿Realmente creéis eso?

– ¿Qué demonios quieres dar a entender? ¿Diría yo algo en lo que no creo? Estoy empezando a enfadarme contigo.

– «No matarás», dice tanto la ley de Dios como la del rey.

– Veo que estás dispuesto a sacarme de mis casillas. Fue un duelo…

André-Louis interrumpió a su padrino:

– No se puede llamar duelo a un encuentro con dos pistolas donde la única que está cargada es la del marqués. Él invitó a Philippe a visitarle con la deliberada intención de arrastrarlo a una discusión, y tras exaltarle con sus insultos, matarle. Un poco de paciencia, mi querido padrino. No estoy hablando de algo que yo haya inventado, sino de lo que el mismo marqués me ha dicho.

Un poco dominado por la gravedad del joven, el señor de Kercadiou miró a otra parte, se encogió de hombros y se dirigió a la ventana.

– Sólo un tribunal de honor podría decidir en este asunto; y aquí no tenemos tribunales de honor -dijo.

– Pero sí los tenemos de justicia.

Muy irritado, el señor se volvió rápidamente y clavó los ojos en su ahijado.

– ¿Y qué tribunal de justicia crees que escucharía la querella que tienes en mente?

– En Rennes está el tribunal del procurador del rey.

– ¿Y crees que el procurador del rey va a escucharte?

– A mí, quizá no. Pero si vos presentarais la querella…

– ¿Poner yo la querella? -saltó el señor de Kercadiou mostrándose horrorizado ante tal sugerencia.

– El hecho ha ocurrido aquí, en vuestros dominios…

– ¿Quieres que yo acuse al señor de La Tour d'Azyr? Me parece que no estás en tus cabales. Estás loco, tan loco como ese pobre amigo tuyo que mira cómo ha acabado por meterse en lo que no le importaba. El lenguaje que empleó aquí al hablarle al marqués de la muerte de Mabey era muy ofensivo. Tal vez tú no lo sabías. Por eso no me sorprende que el marqués haya buscado la satisfacción que exigía su honor.

– Ya veo… -dijo André-Louis.

– ¿Ya ves? ¿Qué diablos es lo que ves? -le interrumpió su padrino.

– Que tendré que hacerlo todo yo solo.

– ¿Y puedes hacerme el favor de decirme qué diablos piensas hacer? -Iré a Rennes y expondré los hechos ante el procurador del rey.

– Estará demasiado ocupado para escucharte.

La mente del señor de Kercadiou estaba un poquito aturullada, pero continuó:

– Bastantes problemas hay ya en Rennes con esa locura de la Asamblea General con la cual el maravilloso Necker cree que va a sanear las finanzas del reino. ¡Como si un insignificante suizo empleado de banco, que además es un condenado protestante, pudiera tener éxito allí donde hombres como Calonne y Brienne han fracasado!

– Buenas tardes, padrino -dijo André-Louis.

– ¿Adonde vas?

– Ahora a casa. Mañana a Rennes.

– Espera, muchacho, espera -dijo el achaparrado caballero y le puso una mano en el hombro-. Ahora escúchame, André, lo que piensas hacer es cosa de caballeros andantes, propia de lunáticos. Nada bueno sacarás si persistes en esa actitud. Tú has leído Don Quijote y sabes lo que le sucedió cuando se enfrento con los molinos de viento. Eso mismo, ni más ni menos, te pasará a ti. Deja las cosas como están, hijo mío. No quisiera que algo malo te ocurriera.

André-Louis le miraba, sonriendo tristemente.

– Hoy hice un juramento y condenaría mi alma si lo rompiera.

– ¿Quieres decir que te irás, a pesar de todo lo que te he dicho? -tan impetuoso como inconsecuente, el señor de Kercadiou volvía a montar en cólera-: Pues bien, entonces… ¡vete al diablo!

– Empezaré por visitar al procurador del rey.

– Y si te metes en problemas, luego no vengas aquí a suplicar mi ayuda -estalló el señor de Kercadiou. Realmente estaba muy disgustado, y siguió tronando-: Puesto que has escogido desobedecerme, puedes romperte esa cabeza vacía que tienes contra el molino de viento e ir a la perdición.

André-Louis inclinó la cabeza con gesto irónico y se dirigió a la puerta.

– Si el molino fuera demasiado grande -dijo desde el umbral-, ya veré qué hago con el viento que lo mueve. Adiós, padrino.

Y salió dejando solo al señor de Kercadiou que, con el rostro rojo de ira, trataba de descifrar la última frase de su ahijado. En realidad, su mente no era lo bastante aguda para comprender ni a André-Louis ni al señor de La Tour d'Azyr. Por eso ahora estaba igualmente enojado con los dos. Consideraba que esos hombres testarudos, que siguen obstinadamente sus impulsos, son realmente muy problemáticos e irritantes. Él amaba la vida tranquila y quería estar en paz con sus vecinos. Y le parecía tan obvio que ése era el mejor estilo de vida, que sólo los locos podían empeñarse en vivir de otra manera.

CAPÍTULO VI El molino

Entre Nantes y Rennes había un servicio de tres diligencias por semana que, por una suma de veinticuatro libras -más o menos equivalentes a guineas inglesas-, cubría ese recorrido en unas catorce horas de viaje. Una vez por semana, una de esas diligencias se apartaba de la carretera para pasar por Gavrillac llevando y recogiendo cartas, periódicos y, algunas veces, pasajeros. Generalmente, André-Louis utilizaba estos coches en sus viajes de ida y vuelta a la ciudad. Pero ahora tenía demasiada prisa para perder un día esperando el paso de la diligencia. Por eso alquiló un caballo en El Bretón Armado y al día siguiente se puso en camino. Tras una hora de veloz galope, bajo el cielo gris, y recorriendo diez millas a través de tediosas comarcas, llegó a la ciudad de Rennes.

Cruzó a caballo el puente sobre el Vilaine, y entró por la parte principal de la importante ciudad, cuyos treinta mil habitantes parecían haberse dado cita al mismo tiempo en las calles. La aglomeración de gente era tan grande que obstruía el paso. Estaba claro que el desdichado Philippe no había exagerado cuando hablaba de la conmoción que sacudía aquella ciudad.

Se abrió paso lo mejor que pudo hasta llegar a la Plaza Real, donde el gentío era mucho más compacto. Encaramado en el pedestal de la estatua ecuestre de Luis XV, un joven de pálido rostro arengaba a la multitud. Por su edad y por su ropa evidentemente se trataba de un estudiante, y un grupo de compañeros, ataviados igual que él, hacían las veces de guardia de honor en torno a la estatua.

Por encima de las cabezas de la muchedumbre, André-Louis pudo coger al vuelo unas cuantas frases gritadas a viva voz: «… Era la promesa del rey… Se oponen a la misma voluntad del rey en Bretaña… El rey los ha disuelto… Los insolentes nobles desafían al pueblo y a su soberano…».

De no haberlo sabido ya por Philippe, esas frases le hubieran bastado a André-Louis para comprender que el Tercer Estado estaba al borde de la rebeldía. El joven pensó que aquella demostración de furor popular le venía como anillo al dedo para sus planes. Así, con la esperanza de que la situación predispondría al procurador del rey en su favor, se abrió paso atravesando la amplia Plaza Real, donde el gentío empezaba ahora a dispersarse. Dejó su caballo en una posada llamada La Cuerna del Ciervo y se dirigió a pie al Palacio de Justicia.

En las obras de lo que más tarde sería la catedral, también se agolpaba el populacho. Pero André-Louis no se detuvo para averiguar el motivo de aquella concentración. Siguió andando y llegó al bello palacio italiano, uno de los pocos edificios que sobrevivió al incendio que había tenido lugar hacía sesenta años.

No sin dificultad, llegó al gran vestíbulo llamado Sala de los Pasos Perdidos, donde esperó media hora hasta que un ujier se dignó informar al dios que presidía aquel santuario de la justicia que un abogado de Gavrillac pedía humildemente audiencia para tratar un asunto importante.

Probablemente el dios se dignó recibirlo debido a la gravedad de lo que estaba ocurriendo en la calle. Tras ser acompañado por la ancha escalinata de piedra, André-Louis pasó a una sala de espera muy espaciosa, pero escasamente amueblada. Allí había otras personas esperando, hombres en su mayoría.

Así transcurrió otra media hora, durante la cual André-Louis se dedicó a pensar lo que iba a decir en la entrevista. Mientras meditaba, comprendió que sus probabilidades de éxito eran pocas ante un hombre que veía las leyes y la moral a través del prisma de su clase social.

Al fin le dejaron pasar por la maciza puerta de roble hasta elegante y bien iluminado salón donde brillaba tanto el oro y había tanto raso que más bien parecía la alcoba de una damisela a la última moda.

Era un ambiente bastante frívolo para un procurador del rey, pero, al menos a los ojos del común de la gente, aquel personaje no tenía nada de frívolo. Estaba sentado al final de la estancia, al lado de una de las ventanas que daban a uno de los patios interiores, detrás de una mesa Luis XV adornada con pinturas de Watteau y taraceada de oro y nácar. Vestía una casaca escarlata, lucía en el pecho una condecoración, y una chorrera salpicada de diamantes como gotas de rocío caía sobre su pecho. Arrogantemente, el señor de Lesdiguiéres echó hacia atrás su imponente peluca empolvada, mientras André-Louis hacía una genuflexión.

Al ver aparecer a aquel joven flaco, de lacio pelo negro, ataviado con casaca obscura y calzón de montar, con aquellas botas de jinete enfangadas, el augusto rostro del procurador del rey se arrugó juntando sus negras cejas sobre su enorme nariz ganchuda.

– ¡Sois vos el que se anuncia como abogado de Gavrillac para comunicarme una importante información? -refunfuñó.

El tono perentorio invitaba a hablar sin hacerle perder su precioso tiempo al procurador del rey. El señor de Lesdiguiéres estaba acostumbrado a imponer su personalidad, y no le faltaban motivos, pues había visto a más de un pobre diablo asustarse ante el trueno de su voz.

Ahora esperaba hacer lo mismo con aquel joven abogado de Gavrillac. Pero esperó en vano.

André-Louis encontró ridículo a aquel hombre. Sabía que la presunción no es más que la máscara de la debilidad y de la mediocridad. Y ante él tenía a la presunción en carne y hueso. Eso era lo que él veía en la arrogancia de la cabeza, en el ceño fruncido, en la inflexión de su voz engolada. Es más fácil para un hombre dárselas de héroe ante su ayudante de cámara, que ha visto dispersas las diferentes partes que componen el todo imponente, que serlo ante un estudioso de la humanidad dedicado a examinar al género humano sobre una mesa de disección.

André-Louis avanzó decidido, imprudentemente según pensó el señor de Lesdiguiéres:

– Y vos sois sin duda el procurador de Su Majestad en Bretaña -dijo tratando al augusto señor como a un mortal cualquiera-. ¿Vos sois el que administra la justicia de nuestro rey en esta provincia?

La sorpresa se reflejó en el orondo rostro, bajo la gran peluca profusamente empolvada.

– ¿Por casualidad vuestra visita tiene algo que ver con esa infernal insubordinación del populacho? -preguntó.

– No, señor.

El procurador volvió a fruncir el ceño:

– Entonces, ¿por qué demonios venís a robarme el tiempo cuando ese barullo en las calles reclama toda mi atención?

– El asunto que me trae aquí es igualmente importante.

– ¡Eso tendrá que esperar! -rugió el procurador, colérico y echando hacia atrás los encajes de su bocamanga para alcanzar la campanilla de plata que estaba en la mesa.

– Un momento, señor -el tono de André-Louis era perentorio, y la mano del señor de Lesdiguiéres se paralizó en el aire ante tanto atrevimiento-. Seré muy breve.

– Ya os he dicho que…

– Y cuando me hayáis oído -continuó André-Louis interrumpiendo la interrupción-, convendréis conmigo en que el caso es de extrema gravedad.

El señor de Lesdiguiéres miró fijamente a su interlocutor.

– ¿Cómo os llamáis? -preguntó.

– André-Louis Moreau.

– Pues bien, André-Louis Moreau, si sois breve os escucharé, pero os advierto que me enojaré si la importancia de vuestra demanda no está a la altura de vuestra impertinencia.

– Vos mismo lo juzgaréis, señor -dijo André-Louis.

Y acto seguido expuso el caso, empezando por la muerte de Mabey hasta llegar al asesinato de Philippe de Vilmorin, pero sin decir el nombre de su acusado, pues temió que, si lo mencionaba antes de tiempo, el procurador no le dejaría terminar su relato.

André-Louis tenía el don de la palabra, de cuyo poder aún era poco consciente, aunque pronto lo descubriría. Contó lo sucedido ciñéndose a la verdad, sin exageraciones, gracias a lo cual su demanda resultó tan sencilla como irresistible. Gradualmente el rostro del personaje se suavizó hasta reflejar, no sólo curiosidad, sino casi simpatía.

– ¿Y quién es el hombre a quien acusáis? -preguntó.

– El marqués de La Tour d'Azyr.

Ese nombre sonó como un pistoletazo. La simpatía desapareció instantáneamente del rostro del procurador y en su lugar aparecieron la cólera y la arrogancia.

– ¿Cómo? -gritó, y sin dar tiempo a que el joven respondiera-: ¡Hay que ser realmente imprudente para venirme a mí con una acusación contra un caballero tan eminente como el marqués de La Tour d'Azyr! ¿Cómo os atrevéis a tildarle de cobarde…?

– Más que eso, le llamo asesino -agregó el joven- y pido que la justicia actúe contra él.

– ¡Dios mío! ¿Y qué más queréis?

– Eso os corresponde a vos decirlo, señor.

A duras penas, el procurador consiguió serenarse:

– Os daré un consejo -dijo el señor de Lesdiguiéres mordazmente-. No es prudente acusar a un noble. Eso, en sí, ya es una ofensa punible. Y ahora, escuchadme. En el caso de Mabey, asumiendo que lo que contáis sea exacto, el guardabosque excedió en el cumplimiento de su deber, pero es algo tan insignificante que no vale la pena dedicarle tiempo. Además, no es un asunto que deba decidir el procurador del rey, ni ninguna corte, como no sea la corte señorial del marqués de La Tour d'Azyr, puesto que el caso concierne estrictamente a su jurisdicción. Como abogado, deberíais saberlo.

– Como abogado estoy al tanto de ese punto, pero como abogado también entiendo que si el caso se resolviera por esa vía, lo más que obtendríamos sería el injusto castigo del guardabosque, quien no hizo otra cosa que cumplir las órdenes de su señor. Y a mí no me interesa que cuelguen en la horca a Benet, el guardabosque, sino al señor de La Tour d'Azyr.

El señor de Lesdiguiéres dio un puñetazo en la mesa.

– ¡Dios mío! -gritó amenazador-. ¡En verdad sois un insolente!

– No es mi intención, señor. Soy un abogado que defiende una causa: la causa de Philippe de Vilmorin. Vengo a pedir la justicia del rey para que su asesinato no quede impune.

– Pero vos habéis dicho que se trataba de un duelo, ¿no? -preguntó el procurador del rey, entre enfurecido y extrañado.

– He dicho que le dieron al asunto la apariencia de un duelo. Pero fue una cosa muy diferente, como os demostraré si me escucháis hasta el final.

– ¡Tómese su tiempo, señor! -dijo irónicamente el señor de Lesdiguiéres, cuyo suntuoso salón no había presenciado jamás una escena semejante.

Ni corto ni perezoso, André-Louis contestó solemnemente:

– Muchas gracias, caballero. Puedo demostrar que Philippe de Vilmorin nunca practicó la esgrima, mientras que de todos es sabido que el marqués es un gran espadachín. ¿Se le puede llamar duelo a un combate en el que sólo uno de los contrincantes está armado? Pues la comparación vale también para un duelo tan desigual como el que tuvo lugar allí.

– Ése es el falaz argumento que siempre se esgrime después de los duelos.

– Pero no siempre con igual justicia. Y en un caso, al menos, tuvo éxito.

– ¿Éxito? Explicaos mejor…

– Hace diez años, en el Delfinado. Me estoy refiriendo al caso del señor de Gesvres, un caballero de aquella provincia que obligó a batirse en duelo al señor de La Roche Jeannine, y lo mató. El señor Jeannine pertenecía a una familia poderosa, que se empeñó en obtener justicia apelando al mismo argumento que ahora presento contra el marqués de La Tour d'Azyr. Como recordaréis, los jueces declararon que había habido provocación intencionada por parte del señor de Gesvres, y le hallaron culpable de asesinato premeditado, y lo ahorcaron.

El procurador del rey saltó en su asiento y ladró:

– ¡Mal rayo me parta! ¿Tenéis la desfachatez de sugerir que el señor marqués debe ser ahorcado?

– ¿Por qué no, señor, si la ley lo ordena, y más aún si existe un precedente como el que os acabo de referir, y que se puede verificar sin dificultad?

– ¿Me preguntáis por qué no? ¿Tenéis la temeridad de preguntármelo?

– Sí, señor, la tengo; ¿podéis contestarme? Si no podéis, pensaré que para una poderosa familia como la de La Roche Jeannine es posible hacer cumplir la ley, esa misma ley que permanece muda e inerte cuando se trata de un pobre hombre desconocido que ha sido brutalmente asesinado por un noble. El señor de Lesdiguiéres comprendió que con argumentos no conseguiría convencer al decidido joven y decidió amenazarle.

– Os daré un último consejo, que os marchéis enseguida, y ya podéis dar gracias de que os deje salir de aquí sin castigo.

– ¿Debo entender, caballero, que os negáis a emprender la investigación del caso que he presentado? ¿Nada de lo que os he dicho ha podido conmoveros?

– Lo que debéis entender es que si dentro de dos minutos no estáis fuera de aquí tendréis que ateneros a las consecuencias. El procurador del rey hizo sonar la campanilla de plata. Pero André-Louis no se calló:

– Os he informado de que ha tenido lugar un así llamado «duelo» en el transcurso del cual ha muerto un hombre. Resulta extraño que tenga que recordaros a vos, encargado de administrar la justicia del rey, que los duelos están prohibidos por la ley y que es vuestro deber abrir una investigación. Estoy aquí como abogado de la atribulada madre de Philippe de Vilmorin para exigiros esa investigación que debéis a su familia.

Detrás del joven abogado se abrió suavemente una puerta. El procurador, pálido de furia, apenas podía contenerse:

– ¿Queréis provocarme, insolente truhán? -bramó-. ¿Creéis que la justicia del rey debe actuar sólo porque así lo quiere un desvergonzado plebeyo? Estoy asombrado de mi paciencia con vos. Pero os daré un último aviso, señor abogado: refrenad esa lengua o tendréis que arrepentiros de su ligereza. ¡Sacad a este hombre de aquí! -levantó despreciativamente su enjoyada mano dirigiéndose al ujier que estaba detrás de André-Louis.

El joven abogado titubeó un instante. Entonces, encogiéndose de hombros, se volvió hacia la puerta. Aquél era el molino de viento; y él, el caballero andante de la triste figura. Atacarlo más de cerca sería exponerse a ser despedazado. No obstante, antes de salir, André-Louis se volvió:

– Señor de Lesdiguiéres -dijo-, ¿puedo citaros un ejemplo curioso de la Historia Natural ? El tigre fue durante siglos el rey de la selva y aterrorizaba a todos los animales, incluyendo a los lobos. Pero el lobo, cazador también, un día se cansó de ser cazado. Se unió con otros lobos, y todos juntos, formando manadas para protegerse, descubrieron la fuerza del grupo, o sea, de la asociación, y se lanzaron a la caza del tigre con resultados desastrosos para éste. Debería estudiar a Buffon, señor de Lesdiguiéres.

– Ya esta mañana he tenido ocasión de estudiar a un bufón -replicó con una sonrisa de sarcasmo el procurador del rey. De no ser porque estaba convencido de que su retruécano era muy ingenioso, probablemente no se hubiera dignado responderle-. Y no os entiendo -añadió.

– Ya me entenderá, señor de Lesdiguiéres. Ya me entenderá -dijo André-Louis y salió.

CAPÍTULO VII El viento

André-Louis acababa de romper su inútil lanza contra el poderoso molino de viento. La imagen quijotesca sugerida por el señor Kercadiou persistía en su mente, y ahora comprendía que sólo gracias a su buena suerte había escapado indemne de aquella entrevista. Ahora le quedaba sólo el viento, el torbellino. Y lo que estaba ocurriendo en Rennes, reflejo de los graves sucesos de Nantes, hacía soplar aquel viento a su favor.

Volvió casi corriendo a la Plaza Real, donde la aglomeración del populacho era mayor. Según su opinión, allí estaba el corazón y el cerebro de aquella conmoción que excitaba a la ciudad.

Pero la conmoción que André-Louis había presenciado allí antes no era nada comparada con la que encontró a su regreso. La primera vez había un cierto silencio en torno a la voz del orador que denunciaba al Primer y al Segundo Estado desde el pedestal de la estatua de Luis XV. Ahora el aire vibraba con la voz de la multitud que se levantaba furiosa. Aquí y allá los hombres alzaban sus puños y garrotes, y por doquier se desencadenaba la más fiera anarquía mientras los gendarmes, enviados por el procurador del rey, no lograban restablecer el orden en medio de aquella tempestuosa marea humana.

De todas partes brotaban los gritos de: «¡A palacio! ¡A palacio! ¡Mueran los asesinos! ¡Mueran los nobles! ¡A palacio!».

Un artesano que estaba junto a André-Louis le explicó el motivo de la creciente excitación:

– ¡Le han matado! Su cuerpo está aún al pie de la estatua, y hace menos de una hora que asesinaron a otro estudiante cerca de las obras de la catedral. ¡Claro, lo que no consiguen por una vía, lo intentan por otra!

El artesano estaba enardecido:

– Nada los detendrá. ¡Cómo no pueden intimidarnos, por Dios que están dispuestos a asesinarnos! Están decididos a que los Estados de Bretaña hagan lo que ellos quieran. Lo único que les importa es defender sus intereses.

André-Louis lo dejó con la palabra en la boca y trató de abrirse paso a través de aquella avalancha humana.

Al pie de la estatua se encontró con un grupo de estudiantes que, rodeando el cuerpo del muchacho asesinado, expresaban su temor y su rabia.

– ¿Qué haces tú aquí, Moreau? -dijo una voz.

André-Louis miró a su alrededor y se encontró con un hombre pequeño, de unos treinta años, que le miraba con cierta impertinencia. Era Le Chapelier, un abogado de Rennes, un prominente miembro del Casino Literario de esa ciudad, hombre de ideas revolucionarias y con excepcionales dotes de orador.

– ¡Ah, eres tú, Le Chapelier! ¿Por qué no te diriges a la gente? ¿Por qué no les dices lo que tienen que hacer? ¡Vamos, hombre, sube! -dijo André-Louis señalándole el pedestal.

Le Chapelier escudriñó el rostro impasible de André-Louis tratando de detectar la ironía que sospechaba en sus palabras. Ambos eran polos opuestos en sus puntos de vista políticos y, como todos los miembros del Casino Literario de Rennes, aquel vigoroso republicano desconfiaba de André-Louis. De haber prevalecido la opinión de Le Chapelier contra la influencia de Vilmorin, André-Louis hubiera sido expulsado mucho antes de aquella tertulia intelectual de Rennes, cuyos miembros estaban exasperados por las burlas que él hacía de sus ideales.

Por eso ahora Le Chapelier sospechaba que la invitación de André-Louis era otra de sus burlas, y aunque no encontró en su rostro ninguna señal de ironía, sabía por experiencia que aquella cara nunca solía delatar los pensamientos que tras ella se ocultaban. -Nuestras opiniones no pueden coincidir en esto -dijo Le Chapelier.

– Pero ¿puede haber aquí dos opiniones? -repuso André-Louis.

– Dondequiera que nos encontremos siempre habrá dos opiniones, Moreau, sobre todo ahora que eres delegado de un noble. Ya puedes ver con tus propios ojos lo que hacen tus amigos. No me cabe la menor duda de que estás de acuerdo con sus métodos -dijo con fría hostilidad Le Chapelier.

André-Louis le miró sin sorprenderse. Después de todo, si siempre estaban enfrentados en los debates académicos, ¿cómo no iba a sospechar Le Chapelier ahora de sus intenciones?

– Si no te diriges a las gentes para decirles lo que deben hacer, lo haré yo -declaró André-Louis.

– ¡Caramba! Si quieres que te atraviesen con una bala, no seré yo quien lo impida. Quizás así quedemos en tablas.

Apenas dijo esto, Le Chapelier se arrepintió, pues por toda respuesta, André-Louis subió de un salto al pedestal. Ahora estaba alarmado, pues sólo podía suponer que la intención de André-Louis era hablar en favor del Privilegio, es decir de los nobles a quienes representaba. Le Chapelier lo cogió por una pierna para obligarlo a bajar.

– ¡Eso no! -gritó-. ¡Baja de ahí, loco! ¡No permitiremos que lo eches todo a perder con tus payasadas! ¡Baja de ahí!

Pero André-Louis, agarrado a una de las patas de bronce del caballo, lanzó al aire su voz que, como las notas de un clarín, sobrevoló las cabezas de la muchedumbre: «¡Ciudadanos de Rennes, la patria está en peligro!».

El efecto fue inmediato. Una vibración semejante a las pequeñas olas que forma el viento en el mar recorrió aquellas cabezas, seguida del más absoluto silencio. Todos contemplaron al esbelto joven que les arengaba, descubierto, con largas mechas de cabello negro sobre la frente, su tirilla medio deshecha, el rostro pálido y la mirada febril.

André-Louis sintió una súbita oleada de gozo cuando advirtió instintivamente que se había apoderado de aquella multitud pendiente de su grito y de su audacia.

Incluso Le Chapelier, aunque seguía aferrado a su tobillo, ya no tiraba tratando de bajarlo del pedestal. A pesar de que seguía desconfiando de las intenciones de André-Louis, aquella primera frase había conseguido confundirlo y atraer su atención.

Entonces, lenta, impresionantemente, con una voz tan clara que llegaba a toda la plaza, el joven abogado de Gavrillac empezó su discurso:

– Temblando de horror ante el vil asesinato perpetrado aquí, mi voz reclama vuestra atención. Ante vuestros ojos se ha cometido este crimen: el asesinato de quien noblemente, lleno de altruismo, alzó su voz contra la garra que nos oprime a todos. Por temor a esa voz y a la luz que podía arrojar, nuestros opresores enviaron a sus gendarmes para silenciarla con la muerte.

Le Chapelier soltó el tobillo de André-Louis y se lo quedó mirando boquiabierto. No sólo parecía hablar en serio por primera vez en su vida, sino que lo hacía a favor del camino correcto. ¿Qué le había pasado?

– ¿Qué otra cosa podéis esperar de los asesinos sino el asesinato? -prosiguió André-Louis-. Yo tengo algo que contaros, algo que os demostrará que esto que ha ocurrido aquí no es nada nuevo; algo que os revelará cuáles son las fuerzas a las que os enfrentáis. Ayer…

Se hizo un silencio. Una voz se elevó del gentío, a unos veinte pasos:

– ¡Es uno de ellos!

Inmediatamente sonó un disparo de pistola y una bala fue a incrustarse en la estatua de bronce, justo detrás de André-Louis.

Instantáneamente la multitud se arremolinó, intensificándose hacia el lugar de donde habían disparado. El pistolero pertenecía a un considerable grupo de la oposición, cuyos miembros quedaron rodeados en cuestión de segundos y se vieron en serias dificultades para protegerlo.

Al pie del pedestal se oyó la voz de los estudiantes haciéndole coro a Le Chapelier, quien ordenaba a André-Louis que se ocultara. -¡Baja! ¡Baja ahora mismo! ¡Te asesinarán como ya hicieron con La Riviére!

– ¡Dejadles! -André-Louis abrió los brazos en un supremo gesto teatral, y se echó a reír-: Aquí me tienen, a su merced. Dejadles que añadan mi sangre a la crecida del río que pronto les ahogará. Dejadles que me asesinen. Es un oficio que conocen muy bien. Pero mientras esté aquí, no podrán impedirme que os hable, que os diga lo que podéis esperar de ellos. Y soltó otra carcajada, entre gozoso y eufórico. Se reía por dos motivos. En primer lugar, le divertía descubrir con cuánta fluidez pronunciaba frases que emocionaban tan ardientemente a la multitud; y, en segundo, se acordaba del ingenioso cardenal de Retz, quien, con el propósito de despertar la simpatía popular hacia él, acostumbraba a contratar a sus compinches para que dispararan sobre su coche. De pronto se encontraba en una situación similar a la de aquel astuto político. Claro que él no había contratado a nadie para que le disparara, pero no por ello dejaba de estar en deuda con aquel personaje, y dispuesto a sacar el máximo partido de aquel acto.

El grupo que trataba de proteger al asesino luchaba a brazo partido tratando de abrirse paso para escapar de la multitud enfurecida.

– ¡Dejadles huir! -gritó André-Louis-. ¿Qué importa un asesino más o menos? Dejadles huir y escuchadme, compatriotas.

Entonces, cuando más o menos consiguió restablecer el orden, André-Louis empezó su relato. Expresándose con un lenguaje sencillo, aunque sin renunciar a la vehemencia, logró emocionar a todos aquellos corazones con lo ocurrido el día antes en Gavrillac. La gente lloraba mientras escuchaba la descripción de la situación en que se hallaban la viuda de Mabey y sus tres hijos hambrientos «que se han quedado huérfanos en venganza por la muerte de un faisán». También hubo lágrimas cuando evocó a la pobre madre de Philippe de Vilmorin, un estudiante de Rennes, conocido de muchos allí, quien murió en un noble esfuerzo por defender la causa de los afligidos.

– El marqués de La Tour d'Azyr -continuó el orador- dijo, refiriéndose a Philippe de Vilmorin, que su elocuencia era demasiado peligrosa, y para acallar su valiente voz, le asesinó. Pero ha fracasado en sus objetivos. Yo, amigo íntimo del pobre Philippe, asumo su apostolado, y hoy no es mi voz la que oís, sino la suya.

Al fin Le Chapelier pudo comprender el desconcertante cambio de André-Louis.

– No estoy aquí -continuó el improvisado orador- sólo para pedir que venguéis con vuestras manos a Philippe de Vilmorin, estoy aquí para deciros lo que él os hubiera dicho hoy si estuviera vivo.

Hasta aquí André-Louis era sincero. Pero no añadió que no creía en aquellas ideas, no dijo que era una ambiciosa burguesía la que en provecho propio empujaba al pueblo a cambiar el actual estado de cosas. Sin embargo, su auditorio creyó que las ideas que expresaba eran las que sentía.

Y ahora, con voz terrible, con una elocuencia que a él mismo le asombraba, denunciaba la inercia de la justicia del rey cuando los acusados eran los nobles. Sarcásticamente, se refirió al procurador del rey, el señor de Lesdiguiéres:

– ¿Sabíais -preguntó a la muchedumbre- que el señor de Lesdiguiéres sólo sabe administrar justicia cuando resulta favorable a nuestros grandes nobles? ¿No sería más justo y razonable que la administrara de otro modo?

Hizo una pausa de gran efecto dramático para dejar que su sarcasmo hiciera mella en quienes le oían. Sin embargo, las dudas de Le Chapelier despertaron de nuevo, poniendo en tela de juicio su naciente confianza en la sinceridad de André-Louis. ¿Adónde quería ir a parar ahora?

Pero sus dudas se desvanecieron enseguida. André-Louis continuó hablando como se suponía que lo hubiera hecho Philippe de Vilmorin. Tantas veces había discutido con el amigo muerto, tantas veces había participado en los debates del Casino Literario, que se sabía al dedillo todos los tópicos -en esencia aún verdaderos- de los reformadores.

– ¿Cuál es -gritó André-Louis- la composición de nuestro país? Un millón de sus habitantes pertenece a las clases privilegiadas. Ellos son Francia. Porque, evidentemente, el resto no son más que objetos. No se puede pretender que veinticuatro millones de almas cuenten para algo, ni que puedan ser representativas de esta gran nación, ni que tengan otro destino que no sea el de servir de criados a aquel otro millón de elegidos. Una inquietante risa multitudinaria se oyó en la plaza abarrotada, tal y como André-Louis quería.

– Viendo peligrar sus privilegios a causa de la invasión de esos otros veinticuatro millones de habitantes, en su mayor parte integrados por la «canalla», como dicen ellos; posiblemente creados por Dios, pero evidentemente sólo para ser esclavos de los privilegiados, ¿cómo puede sorprendernos que el administrar justicia esté en manos de gentes como el señor de Lesdiguiéres, gentes sin seso para pensar ni corazón para conmoverse? Ellos tienen que defenderse del asalto de la canalla, de esa chusma que somos nosotros. Pensad tan sólo en algunos de esos derechos señoriales que peligrarían seriamente si los privilegiados obedecieran por fin a su soberano y admitieran que el voto del Tercer Estado tiene tanta importancia como el de ellos.

Tras una breve pausa, siguió:

– Si admitieran al Tercer Estado, ¿qué sería del derecho que poseen sobre la tierra, los árboles frutales, las viñas? ¿Qué sería del privilegio que tienen sobre la primera vendimia y para ejercer el control de la venta del vino? ¿Qué sería de su derecho a los impuestos que paga el pueblo y que mantienen su opulento estado? ¿Qué de los tributos que les dan un quinto del valor de las posesiones, y que han de pagárseles antes de que los rebaños puedan alimentarse en las tierras comunales? ¿Qué de la indemnización que les resarce del polvo levantado en sus caminos por los rebaños que van al mercado? ¿Y qué sería del impuesto sobre cada una de las cosas que se venden en los mercados públicos, sobre los pesos y las medidas, y todo lo demás? ¿Qué sería de sus derechos sobre los hombres y animales que trabajan en los campos; sobre las barcas y los puentes que cruzan los ríos, sobre la excavación de pozos, sobre las madrigueras de conejos, sobre los palomares y el fuego, pues hasta a la más pobre chimenea campesina le sacan provecho? ¿Qué pasaría con sus exclusivos derechos de pesca y de caza, cuya violación se considera tan grave que puede incluso castigarse con la pena capital?

Al cabo de otra pausa, André-Louis prosiguió:

– ¿Y qué sería de sus execrables y abominables derechos sobre las vidas y los cuerpos del pueblo, derechos que, aunque rara vez ejercen, nunca han sido revocados? Hoy día, si a un noble que regresa de cazar se le antoja asesinar a dos de sus siervos de la gleba para refrescarse los pies en su sangre, puede alegar que tenía absoluto derecho a hacerlo. Sin miramientos de ninguna clase, ese millón de privilegiados cabalga y se divierte encima de veinticuatro millones de seres humanos, esa canalla que no existe sino para su propio placer. ¡Ay del que levante su voz para protestar en nombre de la humanidad y contra estos abusos ya excesivos! Ya os he contado el asesinato a sangre fría que presencié por poco menos que eso. Vuestros propios ojos han presenciado el asesinato de otro infeliz aquí, en este pedestal donde estoy ahora, y otro más, junto a las obras de la catedral, sin contar que también habéis sido testigos del frustrado atentado contra mi propia vida. Entre esos asesinatos y la correspondiente justicia que debería castigarlos, están los Lesdiguiéres, esos procuradores del rey que en vez de instrumentos de justicia, son muros levantados para proteger los privilegios y los abusos dondequiera que se ejerzan esos derechos grotescos y excesivos. ¿Cómo puede extrañarnos que no cedan ni una pulgada, que se resistan a la elección de un Tercer Estado cuyos votos podrían dar al traste con todos estos privilegios, obligando a los privilegiados a someterse a la igualdad ante la ley, al mismo nivel que el más humilde hombre del pueblo, proporcionándole al país el dinero necesario para salvarlo de la bancarrota que ellos mismos han provocado pagando impuestos en la misma proporción que los demás? Antes que ceder a todo esto, prefieren resistirse incluso a las órdenes del rey.

Al llegar a este punto, André-Louis recordó una frase que Vilmorin había dicho el mismo día de su muerte; en aquel momento no le dio ninguna importancia. Pero ahora se disponía a usarla:

– ¡Son los nobles quienes, desobedeciendo al rey, están socavando los cimientos del trono! En su locura, no se dan cuenta de que si ese trono se derrumba, ellos serán los primeros en caer.

La frase fue ovacionada con un terrorífico rugido. Otra vez el auditorio vibró como sacudido por un oleaje mientras André-Louis sonreía irónicamente. Entonces pidió silencio, y le obedecieron en el acto, lo que le hizo comprender hasta qué punto se había adueñado de aquella gente. En su voz cada uno de los presentes reconocía su propia voz, una voz que por fin expresaba las ideas que durante meses y años habían rondado aquellas mentes sencillas pero sin acabar de definirse.

Ahora el orador se disponía a concluir, hablando más tranquilo, exagerando más los movimientos irónicos de su boca siempre risueña:

– Al despedirme del señor de Lesdiguiéres le cité un ejemplo sacado de la Historia Natural de Buffon. Le dije que cuando los lobos andaban aislados por la jungla se hartaron de huir del tigre que siempre los cazaba. Entonces se reunieron en grupos y les tocó el turno de cazar ellos al tigre. El señor de Lesdiguiéres me contestó desdeñosamente que no me entendía. Pero vuestra inteligencia es más aguda que la suya. Y por eso estoy seguro de que me comprendéis. ¿Verdad que sí?

Otra vez se oyó un gran rugido, ahora mezclado con risas. André-Louis había arrastrado a aquellas gentes a un extremo tal de peligroso apasionamiento que bastaba la menor incitación para que llegaran a cualquier exceso de violencia. Si había fracasado ante el molino, por lo menos ahora era dueño del viento.

– ¡A palacio! -gritaban las gentes blandiendo garrotes, alzando los puños y alguna que otra espada-. ¡A palacio! ¡Abajo el señor de Lesdiguiéres! ¡Muerte al procurador del rey!

Evidentemente, André-Louis era el dueño del viento. Sus peligrosas dotes oratorias -un don que en ninguna parte es más poderoso que en Francia, pues sólo allí las emociones del hombre responden con tanta vehemencia a la llamada de la elocuencia- le habían dado ese poderío. A una orden suya, el torbellino haría añicos aquel molino contra el cual antes había luchado en vano. Pero eso francamente no entraba en sus planes.

– ¡Esperad! -ordenó-. ¿Acaso es digno de vuestra noble indignación ese instrumento miserable de un sistema corrompido?

André-Louis confiaba en que sus palabras fueran comunicadas al señor de Lesdiguiéres. Pensó que era bueno para el alma del procurador del rey que por una vez al menos pudiera oír la pura verdad sobre su persona.

– Es el sistema en sí lo que debemos atacar y derribar, no a un mero instrumento. Si nos precipitamos podemos echarlo todo a perder. ¡Ante todo, hijos míos, nada de violencia!

¡«Hijos suyos»! ¡Si lo hubiese oído su padrino!

– Ya habéis visto los funestos resultados de la violencia prematura por doquier en Bretaña, sin contar lo que oímos acerca de lo que ocurre en toda Francia. Nuestra violencia provocaría la de ellos. Eso les vendría como anillo al dedo para consolidar su poder. Enviarían a sus militares. Estaríamos frente a las bayonetas de los mercenarios. Os ruego que no provoquéis eso. No les facilitéis las cosas, no les deis el pretexto que están esperando para hundirnos en el barro de nuestra propia sangre.

Del absoluto silencio que ahora reinaba en la plaza, súbitamente brotó un grito:

– Y entonces, ¿qué hacemos?

– Voy a decíroslo -contestó André-Louis-. La riqueza y el poder de Bretaña están ligados a Nantes, una ciudad burguesa, una de las más prósperas del reino gracias a la energía de la burguesía y al trabajo del pueblo. Fue en Nantes donde nació este movimiento, a resultas del cual, el rey ordenó la disolución de los Estados tal como están ahora constituidos. Una orden que aquellos que basan su poder en los privilegios y en el abuso no vacilan en desobedecer. Dejad que en Nantes conozcan la verdadera situación en que nos encontramos. Al contrario que Rennes, Nantes tiene el poder de hacer que su voluntad prevalezca. Dejemos que Nantes ejerza una vez más ese poder y, mientras tanto, esperemos. Así triunfaréis. Así, los ultrajes, los crímenes que se han perpetrado ante vuestros ojos, serán al fin vengados.

Tan abruptamente como antes subió al pedestal, André-Louis bajó de la estatua. Había terminado. Había dicho todo -tal vez más de lo que se proponía decir- en nombre del amigo muerto que hablaba por su boca. Pero la gente no quiso que aquello acabara así. Las aclamaciones hicieron temblar el aire. Había jugueteado con las emociones de la gente como un arpista hace con las cuerdas de su instrumento. Y ahora todos vibraban de pasión, como en una sinfonía cuya nota final era la esperanza.

Una docena de estudiantes cargaron en hombros al delgado André-Louis haciéndolo aparecer otra vez por encima de la clamorosa muchedumbre.

Le Chapelier se mantuvo junto a él, con el rostro enrojecido y los ojos brillantes.

– Muchacho -le dijo-, hoy has encendido una hoguera que iluminará el rostro de Francia con un fulgor de libertad.

Y entonces, dirigiéndose a los otros estudiantes, añadió:

– ¡Al Casino Literario! ¡Enseguida! Tenemos que tomar medidas inmediatamente; hay que enviar un delegado a Nantes para que les lleve a nuestros amigos de allí el mensaje del pueblo de Rennes.

El gentío retrocedió, abriéndole paso al grupo de estudiantes que llevaban en hombros al héroe del momento. Haciéndoles señales con la mano, André-Louis pidió a la gente que se dispersara. Debían regresar a sus hogares y aguardar allí pacientemente lo que sucedería dentro de poco.

– Durante siglos enteros habéis soportado la carga con una fortaleza que es un ejemplo para el mundo -dijo halagándolos-. Resistid un poquito más. El final está a la vista, amigos míos.

Siempre a hombros del pequeño grupo de estudiantes, André-Louis salió de la plaza y subió por la calle Real hasta llegar a una antigua casa, una de las pocas que habían sobrevivido al incendio de la ciudad. En el piso superior de aquella casa tenían lugar habitualmente las sesiones del Casino Literario. Allí estaban todos los miembros de la sociedad convocados por un mensaje previo de Le Chapelier.

Cuando se cerró la puerta, unos cincuenta hombres, jóvenes en su mayoría, excitados con la ilusión de la libertad, recibieron a André-Louis como a la oveja descarriada, colmándole de felicitaciones.

Mientras las puertas de abajo permanecían custodiadas por una guardia de honor formada por hombres del pueblo, en el piso de arriba comenzaron las deliberaciones sobre las medidas que debían adoptar inmediatamente. La guardia de honor resultó realmente necesaria, pues nada más empezar a hablar los miembros del Casino, la casa fue asaltada por los gendarmes que Lesdiguiéres envió con orden de arrestar al revolucionario que había incitado al pueblo de Rennes a la sedición. La fuerza enviada era de unos cincuenta hombres, pero quinientos hubieran sido pocos. La muchedumbre rompió sus carabinas, y hasta alguna cabeza. Poco acostumbrados a aquel estallido popular, los gendarmes se retiraron prudentemente. De lo contrario, los hubieran hecho pedazos a todos.

Mientras esto ocurría en la calle, en el salón del piso de arriba, Le Chapelier se dirigía a sus colegas del Casino Literario. Allí, sin temor a las balas, ni a nadie que pudiera informar de sus palabras a las autoridades, Le Chapelier dio rienda suelta a su oratoria. Su discurso era tan directo y brutal como delicado y elegante era él.

Elogió el vigor y la grandeza del discurso del amigo Moreau. Sobre todo, alabó su buen tino. Las palabras de Moreau los habían cogido a todos por sorpresa, pues hasta entonces le consideraban el crítico más feroz de sus proyectos de reforma y regeneración. Eso sin contar el recelo que despertaba en ellos su nombramiento como delegado de un noble en los Estados de Bretaña. Pero ahora conocían la razón de su conversión. El asesinato de su amigo Vilmorin había originado aquel cambio. En aquel crimen brutal, Moreau había descubierto finalmente la verdadera magnitud de aquel mal que ellos habían jurado expulsar de Francia. Y acababa de demostrarles que era el más ferviente apóstol de la nueva fe. Les había mostrado el único camino razonable. El ejemplo tomado de la Historia Natural era el más indicado. Tenían que unirse, como los lobos, asegurando la uniformidad de acción del pueblo; y enviar inmediatamente un delegado a Nantes, que era la ciudad más poderosa de Bretaña. Le Chapelier invitó a sus compañeros a elegir al delegado.

André-Louis, sentado cerca de la ventana, apenas reaccionaba, escuchando confuso aquella cascada de elocuencia.

Cuando acabaron los aplausos, oyó una voz que exclamaba:

– ¡Propongo como delegado a nuestro líder Le Chapelier!

Le Chapelier echó hacia atrás su cabeza elegantemente peinada, que hasta ese momento mantenía inclinada, como meditando, y su rostro palideció. Nerviosamente afirmó los lentes de oro sobre su nariz.

– Amigos míos -dijo pausadamente-. Me siento profundamente honrado, pero si aceptara, usurparía un honor que corresponde a otro. ¿Quién puede representarnos mejor, quién es el más indicado para hablar con nuestros amigos de Nantes, en nombre del pueblo de Rennes, que el campeón que hoy ha sido capaz de interpretar a la perfección la voz de esta gran ciudad? Debemos conceder el honor de ser nuestro mensajero a quien le pertenece: a André-Louis Moreau.

Levantándose en respuesta a la salva de aplausos que acogió esta proposición, André-Louis inclinó ligeramente la cabeza aceptando:

– Que así sea -dijo-. Quizá me corresponda terminar lo que he comenzado, aunque también pienso que Le Chapelier hubiera sido un digno representante. Partiré esta noche.

– Partirás en el acto, muchacho -dijo Le Chapelier revelando el verdadero origen de su generosidad-. Después de lo sucedido aquí, estás en peligro. Debes partir secretamente. Ninguno de nosotros debe decir a nadie bajo ningún concepto que te has ido. No me gustaría que sufrieras ningún daño a causa de esto, André-Louis. Pero debes ser consciente del riesgo que corres y, si realmente deseas ayudarnos a salvar a nuestra afligida madre patria, actúa con cautela, siempre en secreto, incluso oculta tu identidad. O de lo contrario, el señor de Lesdiguiéres te echará el guante y entonces estarás perdido.

CAPÍTULO VIII Omnes Omnibus

André-Louis salió de Rennes a caballo metiéndose en una aventura más complicada de lo que había pensado al dejar la soñolienta aldea de Gavrillac. Pasó la noche en una posada del camino, de la que salió a primera hora de la mañana para llegar a Nantes al atardecer del siguiente día.

Mientras cabalgaba a través de las anodinas llanuras de Bretaña, tuvo tiempo para pasar revista a todo lo que había hecho y a su actual situación. A pesar de su interés estrictamente académico en la nueva filosofía que pretendía cambiar el orden social y las escasas simpatías que despertaba en él, súbitamente se había convertido en un revolucionario revoltoso, encargado de propagar heroicamente la acción revolucionaria. De representante y delegado de un noble en los Estados de Bretaña, había pasado del modo más absurdo a ser representante y delegado del Tercer Estado de Rennes.

Era difícil determinar hasta qué punto, en medio del torrente de su oratoria y en el calor del momento había podido llegar a autosugestionarse. Pero lo cierto era que ahora, al mirar fríamente hacia atrás, no podía engañarse acerca de lo que había hecho. Cínicamente, había presentado a quienes le escuchaban sólo un aspecto de la gran cuestión que se debatía.

Pero ya que el desorden reinante en Francia servía de baluarte al señor de La Tour d'Azyr, dándole total inmunidad para cometer cualquier crimen, aquel estado de cosas tendría que asumir las consecuencias de su injusticia. Así justificaba André-Louis sus actos. Y gracias a eso no se arrepentía de llevar su mensaje de sedición a la bella ciudad de Nantes, cuyas amplias calles y espléndido puerto la convertían en próspera rival de Burdeos y Marsella.

En el muelle La Fosse encontró una posada, donde dejó su caballo y cenó junto a una ventana desde la que veía los barcos de todas las naciones anclados en el estuario del Loira. La pálida luz del sol se reflejaba en las amarillas aguas del río y en los mástiles de los buques.

Por los muelles la vida bullía con una efervescencia que sólo podía verse en los muelles de París. André-Louis vio marineros de países lejanos, exóticamente vestidos, hablando lenguas extrañas; corpulentas pescaderas con cestos llenos de sardinas sobre las cabezas y voluminosas faldas arrolladas hasta los muslos, pregonando su mercancía; barqueros con gorros de lana y calzones remangados hasta la rodilla, campesinos con chaquetas de piel de cabra y chanclos de madera que sonaban ruidosamente sobre el empedrado; carpinteros de ribera y peones de los astilleros, reparadores de fuelles, cazarratas, aguadores, vendedores de tinta y otros buhoneros ambulantes. Y desparramados en aquella masa proletaria que hormigueaba constantemente, también vio a industriales sobriamente ataviados, a mercaderes con largas casacas, y a algún que otro comerciante en su coche tirado por dos caballos abriéndose paso entre el gentío a los gritos de «¡Cuidado!» de su cochero. También de vez en cuando pasaba alguna dama en su silla de manos, o un abate remilgado, o un oficial uniformado de rojo montando a caballo con aire desdeñoso. Y, por supuesto, no faltó la gran carroza de un noble con blasones en las portezuelas, y el lacayo subido en el estribo posterior, con su librea resplandeciente y la peluca empolvada. También vio capuchinos de hábito castaño y benedictinos vestidos de negro, y muchísimos curas -Dios estaba bien servido en las dieciséis parroquias de Nantes-, y en contraste con ellos, aquí y allá, andrajosos aventureros y gendarmes uniformados de azul y con polainas, guardianes de la paz.

Representantes de todas las clases sociales de los setenta mil habitantes de aquella industriosa ciudad engrosaban la corriente humana que pasaba por los muelles, al pie de la ventana que servía de atalaya a André-Louis.

Gracias al camarero que le sirvió en la taberna, André-Louis obtuvo noticias acerca del estado de ánimo reinante en la ciudad. El mesero, que apoyaba a las clases privilegiadas, afirmó apesadumbrado que se notaba cierto desasosiego. Todos estaban pendientes de lo que sucediera en Rennes. Si era cierto que el rey había disuelto los Estados de Bretaña, todo iría bien, y los descontentos no tendrían pretexto para nuevos disturbios. Ya había habido en Nantes algunos chispazos que alteraron el orden. Y esperaba que no se repitieran. A causa de los rumores, desde muy temprano en la mañana, la multitud acudía a los soportales de la Cámara de Comercio para recibir las últimas noticias. Pero aún no se sabía nada. Ni siquiera se tenía la certeza de que Su Majestad hubiera disuelto los Estados.

Eran las dos, la hora más animada en la Bolsa, cuando André-Louis llegó a la Plaza del Comercio. Dominada por el imponente edificio de la Bolsa, la plaza estaba tan concurrida que André-Louis tuvo que forcejear para abrirse paso hasta la escalinata del pórtico de columnas jónicas. Una sola palabra le hubiera bastado para que le dejaran pasar, pero intuitivamente no dijo nada. Su voz tenía que caer sobre aquella multitud igual que un trueno, del mismo modo que el día anterior había caído sobre el pueblo de Rennes. No quería malograr el efecto teatral de su aparición en público.

El edificio de la Bolsa estaba celosamente custodiado por una fila de ujieres precariamente armados, pues la guardia había sido improvisada a toda prisa por los comerciantes de la ciudad en previsión de posibles disturbios. Uno de estos ujieres le cerró el paso a André-Louis cuando quiso subir por la escalinata.

El delegado de Rennes le susurró unas palabras al oído para presentarse.

El ujier le indicó con un gesto que lo siguiera. Cuando llegaron al umbral de la Cámara, André-Louis se detuvo y le dijo a su guía:

– Esperaré aquí. Dígale al presidente que venga a verme.

– ¿Vuestro nombre, caballero?

André-Louis estaba a punto de contestar cuando, de pronto, recordó que Le Chapelier le había aconsejado ocultar su identidad en vista de lo peligroso de su misión.

– Mi nombre no le dirá nada. No tiene la menor importancia. Soy el portavoz del pueblo, nada más.

El ujier se fue y, a la sombra de las columnas del pórtico, André-Louis dejó vagar la mirada sobre la multitud de rostros aglomerados a sus pies.

Entonces llegó el presidente, seguido por otros hombres deseosos de saber las noticias que traía aquel joven desconocido.

– ¿Sois mensajero de Rennes?

– Soy el delegado que envía el Casino Literario de aquella ciudad para informaros de lo que allí sucede.

– ¿Cuál es vuestro nombre?

André-Louis calló un instante.

– Creo que cuantos menos nombres pronunciemos mejor.

El presidente abrió los ojos desmesuradamente y se puso muy serio. Era un hombre corpulento, de mejillas coloradas, autosuficiente. Tras un momento de vacilación, dijo:

– Entrad en la Cámara.

– Con vuestro permiso, señor, quiero comunicar mi mensaje desde aquí.

– ¿Desde aquí? -dijo el gran comerciante frunciendo el entrecejo.

– Mi mensaje es para el pueblo de Nantes, y sólo desde aquí puedo hacerlo llegar al mayor número de habitantes. No sólo es mi deseo, sino el de aquellos a quienes represento, que este mensaje sea escuchado por la mayor cantidad de ciudadanos posible.

– Decidme, caballero, ¿es cierto que el rey ha disuelto los Estados?

André-Louis miró al presidente. Sonrió como pidiendo perdón, e hizo señas hacia la multitud, que ahora se empinaba para ver mejor al esbelto joven que había hecho salir al pórtico al presidente y a otros miembros de la Cámara. El curioso instinto de las masas, les hacía presentir que aquél era el portador de las noticias que estaban esperando.

– Llamad también al resto de los miembros de la Cámara, caballero -dijo André-Louis-, y así podréis oírlo todos.

– Que así sea.

Una orden bastó para que los miembros de la Cámara se reunieran en lo alto de la escalinata, dejando despejado en el último peldaño un espacio en forma de herradura.

Allí se colocó André-Louis dominando a todos los reunidos. Se quitó el sombrero y lanzó el primer obús de una alocución que fue histórica, pues marcó una de las grandes etapas de Francia en su avance hacia la revolución.

– ¡Pueblo de la gran ciudad de Nantes, vengo a llamaros a las armas!

En medio del estupefacto, y más bien asustado, silencio que siguió a estas palabras, André-Louis miró detenidamente a su público durante un instante y prosiguió:

– Soy un delegado del pueblo de Rennes, encargado de anunciaros lo que ocurre, y he venido a invitaros, en esta hora de peligro para nuestro país, a levantaros y marchar en su defensa.

– ¡Vuestro nombre, vuestro nombre! -gritaron varias voces hasta convertirse en el grito unánime de toda la multitud.

El joven no podía contestar a aquella masa excitada como lo había hecho con el presidente. Era necesario que mostrara su compromiso y así lo hizo:

– Mi nombre -dijo- es Omnes Omnibus, y eso es todo. Por ahora es bastante. No soy más que un portavoz. He venido a anunciaros que dado que las clases privilegiadas en la asamblea de los Estados en Rennes han desobedecido la voluntad del rey y la nuestra, Su Majestad ha disuelto los Estados.

La ovación fue delirante. Los hombres aplaudían, reían y gritaban frenéticamente: «¡Viva el rey!». André-Louis aguardó hasta que la gente advirtió gradualmente la gravedad de su rostro y llegó a comprender que aquello no era todo. También el silencio se restableció paulatinamente y André-Louis pudo proseguir:

– Os regocijáis demasiado pronto. Desgraciadamente, los nobles, en su insolente arrogancia, han decidido no darse por enterados del mandato real, y a pesar de todo persisten en reunirse para resolver los problemas como les plazca.

Un silencio de desaliento acogió aquel desconcertante epílogo de la noticia que habían recibido con tanta alegría. Al cabo de una breve pausa, André-Louis continuó:

– De modo que esos hombres que ya estaban contra el pueblo y contra toda justicia e igualdad, incluso contra la humanidad, ahora también se han rebelado contra el rey. Antes que ceder una pulgada en los excesivos privilegios que hace tanto disfrutan, a expensas de la miseria de toda una nación, se burlarán de la autoridad real, incluyendo al mismísimo soberano. Están decididos a probar que en Francia no existe otra soberanía salvo la de los parásitos y holgazanes como ellos.

El público aplaudió débilmente. La mayoría permaneció esperando en silencio.

– Esto no es cosa nueva. Siempre ha sucedido lo mismo. En los últimos diez años no ha habido un ministro que, en vista de las necesidades y peligros del Estado y habiendo aconsejado las medidas que ahora pedimos como único remedio para evitar que nuestra patria se precipite al abismo, no fuera expulsado de su cargo por la influencia de los privilegiados. Dos veces ha sido llamado el señor Necker al ministerio, y dos veces lo han despedido, cuando sus insistentes consejos de reforma amenazaban los privilegios del clero y de la nobleza. Ahora por tercera vez lo han llamado, y al fin parece que tendremos Estados Generales a pesar de los privilegiados. Pero lo que las clases privilegiadas no pueden evitar, están determinadas a inutilizarlo. A menos que tomemos medidas para impedirlo, los nobles y el clero convertirán los Estados Generales en un mero instrumento para perpetuar los abusos gracias a los cuales viven, asegurando que el Tercer Estado esté representado por quienes ellos designen, y negándonos toda representación efectiva. No se detendrán ante nada con tal de obtener este propósito. Se burlan de la autoridad del rey y silencian con balas las voces que se levantan para condenarlos. Ayer mismo, en Rennes, dos jóvenes que arengaban al pueblo, como yo hago ahora, fueron asesinados a instigación de la nobleza. Su sangre pide venganza.

Comenzando en un apagado murmullo, la indignación de los presentes fue en aumento hasta transformarse en un rugido de ira.

– Ciudadanos de Nantes -continuó el orador-, ¡la madre patria está en peligro! Marchemos en su defensa. Proclamemos ante el mundo que las medidas para liberar al Tercer Estado de la esclavitud sólo encuentran obstáculos en el frenético egoísmo de las clases encumbradas dispuestas a seguir recibiendo de las generaciones venideras el odioso tributo de dolor y lágrimas. La barbarie de los medios empleados por nuestros enemigos para perpetuar nuestra opresión, debe prevenirnos, pues sin duda intentarán establecer la aristocracia como un principio constitucional para el gobierno de Francia. El establecimiento de la libertad y la igualdad debe ser el objetivo de todo ciudadano perteneciente al Tercer Estado; y nuestra unidad debe ser indivisible, especialmente entre los jóvenes y los que han tenido la dicha de nacer lo suficientemente tarde para recoger por sí mismos los preciosos frutos de la filosofía de este siglo XVIII.

Ahora estallaban aclamaciones. André-Louis los había hechizado con su irresistible retórica. Y no dejó de aprovechar aquel júbilo popular:

– Juremos -gritó a pleno pulmón- alzar en nombre de la humanidad y de la libertad un baluarte contra nuestros enemigos; oponer a su ambición sedienta de sangre la serena perseverancia de los hombres cuya causa es justa. Dejemos aquí constancia de nuestra protesta contra cualquier tiránico decreto que en el futuro nos declare sediciosos cuando lo único que nos anima son puras y justas intenciones. Juremos por el honor de nuestra patria que si uno de nosotros fuese llevado ante un injusto tribunal y se intentara contra él uno de esos actos llamados de conveniencia política -que de hecho no son sino actos de despotismo- juremos, digo, dar plena expresión a la fuerza que está en nosotros y usarla en defensa propia con el coraje y la desesperación que nos dicte la conciencia.

Los aplausos apenas dejaron oír estas últimas palabras. André-Louis observó con satisfacción que incluso algunos ricos comerciantes le aclamaban y le estrechaban la mano, pues no sólo participaban pasivamente de aquel entusiasmo, sino que lo lideraban. Eso le confirmó que la filosofía en la que se inspiraba el nuevo movimiento tenía su origen en la burguesía, y que si estas ideas se llevaban a la práctica, lo más lógico sería que aquella misma burguesía ocupara el lugar que ahora detentaba la aristocracia. Si podía decirse que André-Louis había encendido en Nantes la antorcha de la Revolución, no era menos cierto que aquella antorcha se la había entregado la opulenta burguesía de la ciudad.

Ni que decir tiene cuáles fueron las consecuencias de aquel discurso. La Historia nos cuenta que el juramento que Omnes Omnibus propuso a los ciudadanos de Nantes fue la piedra angular de la protesta formal firmada por varios millares de ciudadanos. Tampoco los resultados de esa poderosa protesta -que después de todo estaba en armonía con el soberano- se hicieron esperar. ¿Quién puede decir hasta qué punto aquella protesta animó la mano de Necker cuando el veintisiete de aquel mismo mes de noviembre obligó al Consejo a adoptar la más significativa y razonable de todas aquellas medidas que el clero y la nobleza se habían negado a aceptar? En aquella fecha se publicó el real decreto ordenando que los diputados elegidos en los Estados Generales ascendieran por lo menos a mil, y que los del Tercer Estado fueran tantos como los del clero y la nobleza juntos.

CAPÍTULO IX La secuela

Caía la tarde del siguiente día cuando André-Louis se acercaba a Gavrillac. Consciente de la alarma que causaría la presencia del apóstol de la Revolución que había llamado a las armas al pueblo de Nantes, quiso que se ignorara en lo posible su paso por aquella ciudad. Por eso dio un largo rodeo, cruzando el río en Bruz y volviéndolo a vadear un poco más arriba de Chavagne, aproximándose a Gavrillac por el norte para hacer creer que volvía de Rennes, a donde todos sabían que había partido un par de días antes.

Empezaba a anochecer y, debía de hallarse a una milla del pueblo cuando observó que alguien a caballo avanzaba lentamente hacia él. Estaban a pocos metros de distancia cuando notó que aquella persona se inclinaba para verlo mejor. Enseguida oyó una voz de mujer llamándole:

– ¿Eres tú, André? ¡Por fin!

Un poco sorprendido, André-Louis detuvo su caballo, y entonces oyó otra pregunta impaciente, ansiosa:

– ¿Dónde estabas?

– ¿Que dónde he estado, prima Aline? ¡Oh!… viendo mundo.

– Desde el mediodía he estado recorriendo este camino, esperándote -la joven hablaba anhelosa, apresuradamente-. Esta mañana llegó desde Rennes una compañía de gendarmes a caballo buscándote. Registraron el castillo y el pueblo hasta que descubrieron que regresarías montado en el caballo que alquilaste en la posada El Bretón Armado. Allí están al acecho. Durante toda la tarde te he estado esperando para avisarte y evitar que caigas en la trampa.

– ¡Mi querida Aline! ¡Cuánto me duele haberte causado tanta preocupación!

– Eso no tiene importancia.

– Al contrario, es la cosa más importante que me has dicho. El resto sí que carece de importancia.

– ¿Pero no te das cuenta de que han venido a arrestarte? -preguntó ella cada vez más impaciente-. Te buscan por sedicioso y por orden del señor de Lesdiguiéres.

– ¿Sedicioso? -preguntó André-Louis evocando los acontecimientos de Nantes. Era imposible que en tan poco tiempo tuvieran noticias de ello en Rennes.

– Sí, por sedicioso. A causa del discurso que pronunciaste en Rennes el miércoles.

– ¡Ah, eso? -exclamó él-. ¡Bah!

Por el tono aliviado de André-Louis, de haber estado más atenta, ella hubiera comprendido que aquel desdén revelaba el temor a las consecuencias de otra maldad más grave.

– En realidad no fue nada -comentó él.

– ¿Nada?

– Casi sospecho que la verdadera misión de esos soldados ha sido mal interpretada. A buen seguro han venido para darme las gracias de parte del señor de Lesdiguiéres. Yo contuve al pueblo de Rennes cuando estaba decidido a quemar el palacio con él dentro.

– Después de haberlo incitado a que lo hiciera. Supongo que te asustaste al ver lo que habías provocado, y en el último momento te echaste atrás. Pero dijiste cosas del señor de Lesdiguiéres que él no olvidará jamás.

– Es cierto -dijo André-Louis pensativo.

Pero la señorita de Kercadiou ya lo había previsto todo y alertó al joven acerca de lo que tenía que hacer:

– No puedes entrar en Gavrillac -le dijo-; tienes que apearte de ese caballo y dejar que yo me lo lleve. Esta noche lo dejaré en la cuadra del castillo, y mañana por la tarde, cuando estés bien lejos, lo devolveré a la posada.

– ¡Pero eso es imposible!

– ¿Imposible? ¿Por qué?

– Por varias razones. Una de ellas es lo que a ti pudiera sucederte si te atreves a hacer tal cosa.

– ¿A mí? ¿Crees que me dan miedo esa partida de patanes enviados por Lesdiguiéres? Yo no soy la sediciosa.

– Pero es casi como si lo fueras si ayudas a un sedicioso. Ésa es la ley.

– ¿Y a mí que me importa la ley? ¿Crees que la ley se atrevería conmigo?

– Por supuesto que no. Estás protegida por uno de los abusos que denuncié en Rennes. Lo había olvidado.

– Denuncia todo lo que quieras, pero mientras tanto aprovéchate de mi condición. Ven, André, haz lo que te digo. Baja de tu caballo.

Viendo que él titubeaba, ella le tendió la mano y lo cogió por el brazo. Su voz vibraba fervorosamente:

– Tú no te das cuenta de la gravedad de tu situación. Si esa gente te atrapa, es casi seguro que te ahorcarán. ¿Te das cuenta? No puedes ir a Gavrillac. Tienes que alejarte enseguida y desaparecer durante un tiempo, hasta que todo esté olvidado. Mientras mi tío no consiga tu perdón, debes esconderte.

– Eso llevará mucho tiempo -dijo André-Louis-. Porque el señor de Kercadiou nunca cultivó amistades en la corte.

– Pero sí ha cultivado la del señor de La Tour d'Azyr -le recordó ella para su asombro.

– ¡Ese hombre! -gritó indignado, y luego se echó a reír-: ¡Pero si fue contra él que levanté la cólera del pueblo de Rennes! Ya veo que no te contaron todo mi discurso.

– Sí me lo contaron, y eso también.

– ¡Ah! ¿Y a pesar de todo quieres salvarme, a mí, al hombre que busca la muerte de tu futuro esposo, sea a manos de la ley o de las del pueblo? ¿O acaso el asesinato del pobre Philippe te abrió los ojos, y al ver el verdadero carácter de ese hombre, has dejado tu ambición de llegar a ser la marquesa de La Tour d'Azyr?

– A veces no demuestras ninguna capacidad de razonar.

– Tal vez. Pero no llego al extremo de imaginar que el señor de La Tour d'Azyr mueva un solo dedo para salvarme a mí.

– En lo cual, como de costumbre, te equivocas. Puedes estar seguro de que lo hará si yo se lo pido.

– ¿Si tú se lo pides? -el horror se dejó traslucir en la voz de André-Louis.

– Claro que sí. Todavía no he dado mi consentimiento para ser marquesa de La Tour d'Azyr. Aún lo estoy pensando. Y esa situación ofrece ventajas, entre otras, la de asegurarse la completa obediencia del pretendiente.

– ¡Ah, ya veo! Entiendo. Piensas decirle: «Si me negáis esto, yo me negaré a ser marquesa». ¿Es eso lo que quieres decir?

– Si fuera preciso, puedo hacerlo.

– ¿Y no ves que eso te comprometería? Estarías en sus manos y faltarías a tu palabra de honor si luego le rechazaras. ¿Crees que puedo consentir que por mi culpa caigas en sus manos? ¿Crees que querría perjudicarte de ese modo, Aline?

Ella soltó el brazo de André-Louis.

– ¡Oh, estás loco! -exclamó la joven perdiendo la paciencia.

– Es posible, pero prefiero estar loco. Prefiero eso antes que tu cordura. Con tu permiso, Aline, voy a entrar en Gavrillac a caballo.

– ¡No, André, no debes hacerlo! ¡Te matarán! -alarmada, Aline retrocedió con su caballo para cerrarle el paso.

Ya era noche cerrada, pero la luna se abrió paso entre las nubes para disipar las tinieblas.

– Vete -le rogó ella-. Sé juicioso y haz lo que te pido. Mira, ahí viene un carruaje. ¡Ojalá no nos encuentren aquí juntos!

André-Louis se decidió rápidamente. No era hombre que se complaciera en falsos heroísmos, ni tenía el menor deseo de conocer la horca que el señor de Lesdiguiéres le destinaba. La tarea inmediata que se había impuesto estaba cumplida. Había logrado que todos oyeran -y en tono enérgico- la voz que el señor de La Tour d'Azyr creía haber silenciado. Pero si bien su tarea había terminado, no tenía la menor intención de que acabara su vida.

– Aline, sólo te pongo una condición. «. -¿Cuál?

– Que jamás le pidas al señor de La Tour d'Azyr que me ayude.

– Ya que insistes y el tiempo apremia, la acepto. Y ahora cabalga conmigo hasta la vereda. Ya el coche se acerca.

La vereda a la que se refería Aline partía de la carretera a unas trescientas yardas de donde estaban y llevaba directamente, colina arriba, hasta el castillo. En silencio, André y Aline penetraron con sus cabalgaduras en el camino vecinal, bordeado de espesos setos. Cuando llevaban recorridas unas cincuenta yardas, ella se detuvo:

– ¡Ahora! -dijo.

Él la obedeció, se apeó del caballo y le entregó las riendas.

– No tengo palabras para agradecerte lo que haces -dijo él.

– No es necesario -contestó Aline.

– Espero que algún día te lo podré pagar.

– Tampoco eso será necesario. Era lo menos que podía hacer. No quisiera oír decir que te han ahorcado, ni tampoco lo querría mi tío, aunque está muy enojado contigo.

– Eso supongo.

– No puede sorprenderte. Fuiste su delegado, su representante. Confiaba en ti, y ahora has cambiado de casaca. Con razón está indignado, te llama traidor y jura que nunca volverá a dirigirte la palabra. Pero no quiere que te ahorquen, André.

– Por lo menos estamos de acuerdo en algo, pues yo tampoco lo quiero.

– Haré todo lo que pueda para que hagáis las paces. Y ahora… adiós, André. Escríbeme cuando estés a salvo.

– Que Dios te bendiga, Aline.

Ella se fue y él se quedó escuchando el ruido de los cascos de los caballos hasta que se extinguió en la distancia. Entonces, lentamente, cabizbajo, volvió sobre sus pasos en dirección a la carretera, dudando qué rumbo tomar. De pronto se detuvo, recordando que casi no tenía dinero. No tenía dónde esconderse en toda Bretaña y mientras estuviera allí, el peligro era inminente. Pero para salir de la provincia tan rápidamente como aconsejaba la prudencia, necesitaba caballos. ¿Cómo iba a conseguirlos si sólo tenía un luis de oro y algunas monedas de plata?

Además, estaba muy cansado. Había dormido muy poco desde la noche del martes, y había pasado largo tiempo cabalgando, lo cual era fatigoso para alguien que no estaba acostumbrado a montar a caballo. Estaba tan exhausto que era imposible pensar que pudiera llegar muy lejos aquella noche. Tal vez podría llegar hasta Chavagne. Pero cuando llegara allí, necesitaría cenar y dormir. ¿Y qué haría al día siguiente?…

De haberlo pensado antes, Aline hubiera podido prestarle algunos luises. Estuvo a punto de seguirla hasta el castillo, pero la prudencia le detuvo. Antes de que pudiera hablar con ella, le verían los criados y la noticia de su llegada correría de boca en boca por todo el pueblo.

No tenía elección. Tendría que ir a pie hasta Chavagne, pernoctar allí y seguir viaje antes del amanecer. Con resolución, dio media vuelta y observó el camino por donde había venido. Pero volvió a detenerse. Chavagne estaba en el camino de Rennes, si seguía en aquella dirección se metería en la boca del lobo. Lo mejor era dirigirse hacia el sur otra vez. Al pie de los prados, había una barca que le llevaría a la otra orilla del río. Así evitaría pasar por el pueblo y, poniendo agua entre él y el peligro inmediato, aumentaría su sensación de seguridad.

A un cuarto de milla de Gavrillac, estaba el sendero que conducía hasta la barca. Después de veinte minutos andando, André-Louis llegó con los pies destrozados. Vio que había luz en las ventanas de la cabaña del barquero y dio un rodeo para evitarla. Al amparo de la obscuridad, se arrastró sigilosamente hasta la pequeña embarcación. Pero para su consternación, descubrió que la barca estaba atada a la orilla con cadena y candado.

André-Louis sonrió. Por supuesto, tenía que haberlo imaginado. La barca era propiedad del señor de La Tour d'Azyr y era lógico que la dejara amarrada para que los pobres diablos como él no dejaran de pagar sus señoriales derechos.

Viendo que no había otra alternativa, André-Louis fue a la cabaña del barquero y golpeó su puerta. Al abrirse, se echó hacia atrás para que la luz que salía del interior no lo iluminara.

– ¡Necesito la barca! -dijo lacónicamente.

El barquero, un patán corpulento a quien André-Louis conocía muy bien, salió de la cabaña alzando un farol. La luz dio de lleno en la cara del viajero.

– ¡Bendito sea Dios! -exclamó.

– Veo que sabes que tengo prisa -dijo André-Louis mirando fijamente el rostro perplejo del hombre.

– Claro que sí, pues sabéis que en Rennes os espera la horca -masculló el barquero-. Ya que habéis sido tan necio para regresar a Gavrillac, lo mejor será que os alejéis de aquí cuanto antes. No diré a nadie que os he visto.

– Gracias, Fresnel. Tu consejo coincide con mis intenciones. Pero por eso mismo necesito la barca.

– ¡Ah, no, eso no! -exclamó Fresnel impetuosamente-, no diré nada, pero es todo lo que puedo hacer, pues mi pellejo vale tanto como el vuestro.

– No tendrías que haber visto mi rostro. Olvida que lo has visto.

– Eso haré, señor, pero nada más. No puedo llevaros a la otra orilla.

– Entonces dame la llave del candado y yo cruzaré el río.

– Eso no cambiaría nada. No puedo. Nada diré, pero no quiero… no me atrevo… a ayudaros.

André-Louis contempló un momento la expresión adusta y resuelta del barquero. Su actitud era comprensible. Aquel hombre, que vivía a la sombra del marqués de La Tour d'Azyr, no se atrevería a hacer nada que fuera contra la voluntad de su temido amo.

– Fresnel -dijo tranquilamente-, como bien dices, me espera la horca, y todo por el asesinato de Mabey. De no haber sido asesinado, yo no hubiera tenido necesidad de denunciar el caso como lo he hecho. Si mal no recuerdo, Mabey era amigo tuyo. En honor a su memoria, ¿podrías hacerme el pequeño favor que te pido para salvarme?

La sombra que cubría el rostro del barquero, en vez de extinguirse, se nubló más:

– Lo haría si me atreviera, pero no me atrevo -dijo enojándose, como si necesitara enfadarse para justificar su decisión-. ¿Es que no comprendéis que no puedo hacerlo? ¿Queréis que un pobre hombre como yo arriesgue su vida por vos? ¿Qué habéis hecho nunca vos, ni los vuestros, por mí para pedirme ahora algo así? Esta noche no cruzaréis el río en mi barca. Marchaos ahora mismo, marchaos antes de que me arrepienta y recuerde que hablar con vos sin informar de vuestra presencia puede ser peligroso. ¡Así que marchaos!

Dispuesto a entrar en su cabaña, el barquero le dio la espalda, y André-Louis se sumió en el desaliento.

En un relámpago, André-Louis comprendió que debía obligar a aquel hombre y que tenía los medios para hacerlo. Recordó la pistola que Le Chapelier le había dado cuando salió de Rennes, un obsequio que al principio desdeñó. No estaba cargada ni André-Louis tenía municiones. Pero ¿cómo iba a saberlo Fresnel?

Rápidamente sacó el arma de su bolsillo y, cogiendo al barquero por el hombro, lo obligó a girar sobre sus talones.

– ¿Y ahora qué queréis? -preguntó el barquero furioso-. ¿No os he dicho ya que…?

Bruscamente se calló. El cañón de la pistola apuntaba a su sien.

– Necesito la llave del candado de la barca. Eso es todo, Fresnel. O me la das enseguida o yo mismo la cogeré después de levantarte la tapa de los sesos. Lamentaría tener que matarte, pero no vacilaré si me obligas. Es tu vida contra la mía, y no te parecerá extraño que si uno de los dos tiene que morir, yo prefiera que seas tú.

Fresnel metió la mano en un bolsillo y sacó la llave. Cuando se la dio a André, sus dedos temblaban, más de ira que de miedo.

– Cedo a la fuerza -gruñó mostrando los dientes como un perro-, pero no os servirá de mucho.

André-Louis cogió la llave sin dejar de encañonarlo.

– Me parece que me estás amenazando -dijo-. En cuanto me haya ido, correrás a delatarme para que los soldados me persigan.

– ¡No, no! -exclamó el barquero advirtiendo el peligro en la siniestra voz de André-Louis-. Os juro, señor, que ésa no es mi intención.

– Creo que será mejor garantizar mi seguridad.

– ¡Por el amor de Dios! ¡No me hagáis daño, señor! -el bribón estaba aterrorizado-. No tengo ninguna mala intención. ¡Os lo juro por Dios! No diré una sola palabra a nadie. No haré…

– Prefiero estar más seguro de tu silencio que de tus promesas. Pero hoy estás de suerte. Tal vez estoy loco, pero me repugna derramar sangre. Entra en tu casa, Fresnel. ¡Vamos! Yo te sigo.

Cuando estuvieron en el interior de la cabaña, André-Louis le detuvo.

– Ahora dame una cuerda -ordenó, y el otro obedeció rápidamente.

Cinco minutos más tarde, Fresnel estaba fuertemente atado una silla y amordazado con un trozo de madera envuelto por una bufanda.

Ya en el umbral, André-Louis se detuvo y se volvió:

– Buenas noches, Fresnel -le dijo al barquero en cuyos ojos brillaba el odio-. No creo que nadie más necesite esta noche tu barca. Pero ya vendrá mañana alguien a desatarte. Mientras tanto resiste como puedas lo incómodo de tu situación, y recuerda que esto se debe tan sólo a tu falta de caridad. Si pasas la noche reflexionando en eso, no desaprovecharás la lección. Quizá mañana por la mañana te hayas vuelto tan caritativo que ni siquiera recuerdes quién te ató. Buenas noches.

Salió y cerró la puerta.

Desatar la barca y remar hasta la otra orilla, impulsado por la corriente plateada a la luz de la luna, no le tomó más de seis o siete minutos. Metió la proa de la barca entre los arbustos que bordeaban la orilla sur del río, saltó a tierra y amarró la embarcación a un árbol. Un poco desorientado en medio de la obscuridad, decidió cruzar el húmedo prado en busca de la carretera.

Загрузка...