LIBRO SEGUNDO El coturno

CAPÍTULO PRIMERO Los intrusos

Al llegar al camino de Rédon, André-Louis, obedeciendo más al instinto que a la razón, se volvió hacia el sur y echó a andar casi mecánicamente. No tenía una idea clara de adonde iba, ni de adonde debía ir. En aquel momento lo más importante era poner la mayor distancia posible entre él y Gavrillac.

Tenía la vaga idea de volver a Nantes, y una vez allí, empleando el arma recién descubierta de su retórica, excitar al pueblo para que le protegiera como primera víctima de la persecución que él había anunciado y contra la cual les había llamado a las armas. Pero esta idea no era más que una indefinida posibilidad que no acababa de convencerle.

Mientras tanto se reía a solas pensando en Fresnel, tal como lo había dejado, con la boca tapada y los ojos echando chispas. «Para no ser un hombre de acción -escribiría más tarde- creo que lo hice bastante bien»… Es una frase a la que André-Louis Moreau recurre más de una vez en sus Confesiones. Constantemente recuerda que no es un hombre de acción, sino dedicado a la vida contemplativa, y es como si pidiera excusas cada vez que la necesidad le obliga a actos violentos. Todo parece indicar que esta insistente distinción filosófica -por lo demás bastante justificada- es una prueba de su obsesiva vanidad. A medida que aumentaba su cansancio, se deprimía más a causa de los reproches que se hacía a sí mismo. No había sido sensato insultar al señor de Lesdiguiéres. «Es mucho mejor -escribe André-Louis en alguna página- ser malo que ser estúpido. La mayoría de las miserias de este pícaro mundo no son fruto de la maldad, como nos enseñan los curas, sino de la estupidez.» Y de todas las estupideces, la que más detestaba André-Louis era la cólera. Sin embargo, se había encolerizado con un tipo como el señor de Lesdiguiéres: un lacayo, un frívolo tipejo, un don nadie, a pesar de su poder para hacer el mal. Perfectamente hubiera podido cumplir la misión que se había impuesto a sí mismo sin provocar las iras vengativas del procurador del rey.

Ahora se veía lanzado a la aspereza de la vida, sólo con la ropa que llevaba puesta, un luis de oro y unas cuantas monedas de plata. Y con un conocimiento de la ley que no le serviría para evitar las consecuencias de su infracción.

También poseía el don de la risa, tristemente reprimida desde la muerte de Philippe, un carácter filosófico y ese temperamento optimista y desenfadado que es el bagaje de los aventureros de todas las épocas. Pero todo eso, que habría de contribuir a su salvación, no lo tomaba en cuenta.

Y así estuvo caminando como un autómata, en medio de la obscuridad, hasta que sintió que ya no podía más. Había rodeado la ciudad de Guichen, y ahora, a media milla de Guignen y a siete millas de distancia de Gavrillac, sus piernas se negaban a obedecerle.

Saliendo del camino principal, ya había cruzado a campo traviesa el norte de Guignen cuando de pronto, a su derecha, vio un seto vivo, detrás del cual se alzaba una alta construcción que debía de ser un granero en el límite de un gran prado. Inconscientemente, la silenciosa sombra que proyectaba, le hizo detenerse en su afán de encontrar un techo donde cobijarse. Se quedó un rato vacilando, y luego se dirigió hacia una verja que había situada un poco más allá en el seto. Tras empujarla, llegó al pie del granero. Era tan grande como una casa y, sin embargo, no era más que un gran techo sostenido por media docena de altos pilares de ladrillos. Pero, amontonada debajo del cobertizo, había una gran cantidad de heno que haría las veces de cálido lecho para una noche tan fría como aquélla. En los pilares de ladrillos se empotraban fuertes vigas de madera, cuyas cabezas sobresalían a modo de escalera para que los campesinos pudieran manipular el heno. Con las pocas fuerzas que le quedaban, André-Louis subió por una de aquellas escaleras hasta llegar a lo más alto del montón de heno donde se vio obligado a arrodillarse por falta de espacio para estar de pie. Entonces se quitó la casaca y el cuello postizo, las botas llenas de fango y las medias mojadas. Hizo un hueco en el heno y allí se acostó. Poco después estaba profundamente dormido, ajeno a las tribulaciones que sufría el mundo.

Al despertar, el sol estaba ya muy alto, así que supuso que el día debía de estar ya muy avanzado. Se dio cuenta de esto antes de que pudiera recordar por qué estaba allí. Cuando empezaba a despabilarse, llegó hasta él un murmullo de voces cercanas a las que al principio no dio importancia. Experimentaba una agradable sensación de descanso, el delicioso calor de la paja.

Pero cuando recuperó la conciencia de su situación, sacó la cabeza fuera del heno para oír mejor, y su pulso se aceleró, pues aquellas voces no presagiaban nada bueno. Oyó la voz de una mujer, argentada y musical, aunque algo alarmada:

– ¡Oh, Dios mío, Léandre, separémonos ahora mismo! Si mi padre llegara ahora…

Una voz de hombre, más sosegada, afirmó:

– No, no, Climéne, estás equivocada. No viene nadie. Estamos seguros. ¿Por qué te asustas de las sombras?

– ¡Oh, Léandre! Tiemblo sólo de pensar que mi padre pudiera encontrarnos aquí juntos.

André-Louis se tranquilizó. Obviamente se trataba de una pareja de enamorados que, teniendo menos que temer que él, estaban mucho más asustados. La curiosidad le hizo abandonar el cálido hueco del heno y aventurarse a echar una ojeada. Tendido boca abajo, estiró la cabeza y miró hacia abajo. En el espacio despejado que había entre el granero y el seto estaba a pareja, jóvenes ambos. Él era un mozo apuesto, de fino perfil y cabellera castaña, atada detrás con ancha cinta de raso negro. Vestía con cierta fatuidad, lo que a primera vista no le favorecía. Su casaca, cortada a la moda, era de terciopelo bastante usado, de color ciruela y adornada con un encaje de plata cuyo primitivo esplendor se había desvanecido. Por falta de almidón, los encajes colgaban como sauces llorones sobre sus delicadas manos. Su calzón era de paño negro, y las medias del más sencillo algodón, cosas ambas que desentonaban con la suntuosidad de la casaca. Calzaba zapatos fuertes y prácticos, con hebillas baratas de pasta negra. De no ser por su simpático aspecto, André-Louis le hubiera calificado como un caballero de hábitos poco honrados. Pero dejó de analizarlo para estudiar a la muchacha. Estudio que sin duda le atraía más, y eso a pesar de siempre andaba entre libros y no era su costumbre desperdiciar su tiempo tomando en consideración a las mujeres.

La niña -pues no era más que eso y a lo sumo tendría veinte años- no sólo tenía un rostro agraciado y un cuerpo atractivo, sino también una vivacidad y una gracia de movimientos que André-Louis nunca había visto coincidir en una sola persona. Y aquella voz musical, argentada, que le había despertado, poseía una modulación que hasta en una mujer fea hubiera sido irresistible. Ataviada con una capa con el capuchón echado hacia atrás, el sol arrancaba destellos de oro a su cabellera, levemente castaña, que enmarcaba con tirabuzones su rostro ovalado. La tez era de una tersura sólo comparable a la de los pétalos de las rosas. Desde donde estaba, André-Louis no podía precisar el color de los ojos, pero el destello bajo la línea obscura de sus pestañas le hizo suponer que serían azules.

Sin saber por qué, André-Louis se molestó al ver a la jovencita hablando tan íntimamente con aquel chico que, al parecer, llevaba los vestidos desechados por algún noble. Aunque no sabía a qué clase social pertenecían ambos, la conversación que sostenían era culta, tanto por el tono de voz como por el léxico que empleaban. André-Louis aguzó los oídos.

– No estaré tranquila hasta que nos casemos -dijo ella-. Sólo entonces sentiré que estoy fuera de su alcance. Y, sin embargo, si nos casamos sin su consentimiento, sólo aumentaremos nuestras tribulaciones. Estoy desesperada.

Evidentemente, el padre de la doncella era un hombre juicioso, que sabía ver claro a través de la deteriorada elegancia del joven sin dejarse engañar por sus hebillas de pasta barata.

– Mi querida Climéne -contestó el muchacho cogiéndole ambas manos-, no tienes por qué desesperarte. No te revelo el plan que he preparado para obtener el consentimiento de tu desnaturalizado padre porque no quiero frustrarte el placer de la sorpresa. Pero puedes confiar en mí y en el astuto amigo de quien te he hablado y que llegará de un momento a otro.

¡Imbécil afectado! ¿Se sabía de carrerilla el discurso o era un idiota pedante que tenía por costumbre expresarse de modo tan amanerado? ¿Cómo aquella encantadora mujer en flor desperdiciaba su perfume con semejante presumido que, para colmo, llevaba el ridículo nombre de Léandre?

Así pensaba André-Louis desde su observatorio. Mientras tanto, ella volvió a hablar:

– Es lo que desea mi corazón, Léandre. Pero me asalta el temor de que sea demasiado tarde para tu estratagema. Hoy tengo que casarme con ese horrible marqués de Sbrufadelli. Ya es mediodía, y está al llegar. Viene a firmar el contrato, para convertirme en la marquesa de Sbrufadelli. ¡Oh! -y soltó un tierno quejido-. El solo hecho de mencionar su nombre me quema los labios. ¡Si fuera mío jamás podría pronunciarlo, jamás! Detesto a ese hombre. ¡Sálvame, Léandre, sálvame, pues eres mi única esperanza!

André-Louis estaba algo desencantado. Tampoco ella correspondía a sus expectativas. Evidentemente se había dejado contagiar por el tono afectado de su ridículo amante. No había ninguna sinceridad en sus palabras. Lo que decía llegaba a la mente pero sin tocar el corazón. Tal vez todo se debía a la antipatía que Léandre le inspiraba a André-Louis.

¡Así que el padre de Climéne quería casarla con un marqués! Eso quería decir que la joven era de alcurnia. ¡Y, no obstante, era capaz de amar a aquel joven aventurero del ajado encaje! Desde luego, reflexionó André-Louis, no otra cosa podía esperarse de una mujer, pues todas las filosofías afirman que son las criaturas más locas de la loca humanidad.

– ¡Eso nunca sucederá! -rugía Léandre con ardiente pasión-. ¡Jamás te casarás con él! -decía alzando sus puños al azul del cielo, como Ajax desafiando a Júpiter-. ¡Ah, pero aquí viene nuestro amigo… -André-Louis no pudo oír el nombre, porque en ese momento Léandre le volvió la espalda-: él nos traerá buenas noticias, lo sé.

André-Louis miró también en dirección al seto, de donde salió un hombre delgado, vestido con una casaca mugrienta y un tricornio tan hundido en la cabeza que le tapaba el rostro. Cuando se descubrió para hacer una gran reverencia ante la amartelada pareja, André-Louis sonrió pensando que si él hubiera tenido una cara de perro como aquélla también llevaría el sombrero de forma que le cubriera el rostro. Si Léandre aparentaba vestir la ropa desechada por algún noble, el recién llegado parecía ataviarse con la desechada por Léandre. A pesar de su ajado traje y de su feo rostro, no obstante su barba de cuatro días, el recién llegado caminaba garbosamente, dándoselas de príncipe.

– Señor -dijo con tono conspirador-, ha llegado el momento de actuar, pues el marqués ya está aquí.

Abrumados, los jóvenes enamorados se separaron rápidamente. Climéne, retorciéndose las manos, la boca abierta y el pecho palpitando debajo de su blanco chal; Léandre, también boquiabierto, era el vivo retrato de la estupidez y la consternación.

Entretanto, el recién llegado decía:

– Hace una hora estaba en la posada cuando él llegó y, mientras almorzaba, le estudié atentamente. Después de examinarlo, no me queda ninguna duda acerca de nuestro éxito. Respecto a su aspecto físico, podría extenderme acerca de la fatuidad con que la naturaleza le ha dotado. Pero ésta no es la cuestión. Lo que nos interesa es su ingenio. Y confidencialmente os digo que le he encontrado tan imbécil que podéis estar seguros de que caerá en todas las trampas que le he preparado.

– ¡Cuéntalo todo! ¡Habla! -imploró Climéne tendiendo las manos en un ademán de súplica que ningún hombre sensible hubiera podido resistir. Pero entonces se contuvo emitiendo un chillido-: ¡Mi padre! -exclamó mirando a los dos hombres que estaban con ella-. ¡Ahí viene! ¡Estamos perdidos!

– ¡Huye, Climéne! -dijo Léandre.

– ¡Es demasiado tarde! -sollozó ella-. ¡Ya es tarde! ¡Ya está aquí!

– ¡Un poco de calma, señorita! Calmaos -dijo el amigo recién llegado- y confiad en mí. Os prometo que todo saldrá bien.

– ¡Oh! -exclamó lánguidamente Léandre-. Puedes decir lo que quieras, amigo mío, pero éste es el fin de todas mis esperanzas. Tu astucia nunca podrá sacarnos de este aprieto. ¡Nunca!

Un hombre muy corpulento, con cara de luna llena y una gran nariz, decentemente vestido de acuerdo con el gusto burgués se acercaba desde el seto. Sin duda estaba colérico, pero lo que dijo desconcertó a André-Louis:

– ¡Léandre, eres un imbécil! Todo lo dices flojamente, tus palabras no lograrán convencer a nadie. ¿Sabes lo que significan tus frases? Te voy a mostrar cómo se hace -gritó tirando su sombrero al suelo. Entonces se puso al lado de Léandre y repitió las últimas palabras que aquél había pronunciado mientras Climéne y el otro observaban tranquilamente:

– ¡Oh! Puedes decir lo que quieras, amigo mío, pero éste es el fin de todas mis esperanzas. Tu astucia nunca podrá sacarnos de este aprieto. ¡Nunca!

La desesperación vibraba en su metal de voz. Entonces se volvió a Léandre.

– Así es como se hace -le dijo irónicamente-. Tu voz tiene que expresar al mismo tiempo pasión, desesperanza, frenesí. No estás preguntándole a nuestro Scaramouche si te ha puesto un remiendo en los calzones, sino que eres un amante desesperado que expresa…

De pronto se calló sobresaltado. André-Louis había soltado una carcajada al comprender lo que sucedía y cómo había sido víctima de un engaño. El eco de su risa resonando bajo la techumbre que tan bien le ocultaba, asustó a los de abajo.

El hombre corpulento fue el primero en recuperar el aplomo, y se expresó con uno de sus habituales sarcasmos:

– ¿Lo oyes? -le gritó a Léandre-. ¡Hasta los dioses allá en lo alto se ríen de ti! -Y entonces, dirigiéndose al techo del granero y a su invisible habitante, añadió-: ¿Quién está ahí?

André-Louis apareció, asomando la despeinada cabeza.

– Buenos días -dijo amablemente.

Al arrodillarse, el horizonte que abarcaba su vista se dilató y pudo ver lo que pasaba al otro lado del seto. Allí había una enorme y destartalada carreta atestada de enseres de utilería que una tela impermeable no tapaba por completo y, al lado, una especie de casa con ruedas, de cuya chimenea salía lentamente una columna de humo. Tres caballos y una pareja de burros, todos cojos, pacían tranquilamente la hierba que rodeaba los vehículos. De haberlos visto antes, aquellos trebejos le hubieran aclarado a André-Louis la extraña escena que acababa de desarrollarse ante sus ojos. Al otro lado del seto había más gente, y a través del cercado de matas pasaban ahora otras personas: una muchacha de nariz respingona, que él supuso sería Colombina, la confidenta; un joven delgado y dinámico, el arquetipo idóneo para encarnar a Arlequín, y otro muchacho con cara de tonto.

Todo esto lo había comprendido André-Louis con una mirada, en los escasos segundos que tardó en decir «buenos días». El gordo Pantalone replicó a su saludo:

– ¿Qué diablos hacéis ahí arriba?

– Lo mismo que vosotros ahí abajo. Soy un intruso. La entrada aquí está prohibida.

– ¿Cómo? -dijo Pantalone mirando a sus compañeros y perdiendo en parte su acostumbrada serenidad. Aunque era algo que hacían con frecuencia, le desconcertó que alguien lo dijera con tanta crudeza.

– ¿De quién son estas tierras? -preguntó tratando de aparentar calma.

André-Louis contestó poniéndose las medias:

– Creo que es propiedad del marqués de La Tour d'Azyr.

– Es un nombre muy rimbombante. ¿Es muy severo ese caballero?

– Ese caballero -dijo André-Louis- es el diablo en persona, o si queréis, podría decirse que el diablo es un caballero comparado con él.

– Y sin embargo -observó el joven de aspecto malvado que representaba el papel de Scaramouche-, vos mismo confesasteis que habéis violado su propiedad.

– ¡Ah, pero es que yo soy abogado! Y como es sabido, los abogados son tan incapaces de cumplir las leyes como los actores de actuar. Sin embargo, la Naturaleza nos impone ciertas limitaciones, fue ella quien me venció anoche al llegar yo aquí. Por eso dormí en este lugar sin tener en cuenta al muy poderoso señor marqués de La Tour d'Azyr. Y al mismo tiempo, señor Scaramouche, yo no he proclamado mi delito tan abiertamente como vuestra compañía de la legua.

Tras ponerse las botas, André-Louis saltó al suelo en mangas de camisa y con la casaca al brazo. Mientras se la ponía, los pequeños ojos de Pantalón le examinaron detalladamente. Observó que sus vestidos, si bien sencillos, estaban modernamente cortados y eran de excelente paño, que su camisa era de fino cambray y que se expresaba como un hombre culto. Pantalone decidió ser cortés.

– Os agradezco que nos haya avisado, caballero… -empezó a decir.

– Y debéis hacerme caso, amigo mío. Los guardabosques del marqués de La Tour d'Azyr tienen orden de disparar a matar contra los intrusos. Imitadme y levantad el campamento.

Al instante salieron todos por la abertura del seto vivo hasta el ejido donde estaba el improvisado campamento de los cómicos de la legua. Allí, André-Louis se despidió de ellos. Pero cuando ya se iba, vio a un joven comediante lavándose la cara en un cubo colocado sobre una de las gradas de madera que servían de escalera a la casa con ruedas. Al cabo de un momento de vacilación, se volvió al señor Pantalone, quien seguía a su lado, y le dijo:

– Si no fuera mucho pedir, ¿me permitiría imitar a aquel caballero antes de irme?

– ¡Hombre, no faltaba más! -dijo Pantalone desbordante de amabilidad-. Eso no es nada. Rhodomont os facilitará lo que necesitéis. En la vida real ese joven es el dandi de la compañía, aunque en el escenario sea el matamoros. ¡Oye, Rhodomont!

El joven que estaba lavándose miró a través de la espuma de jabón. Pantalone dio una orden y Rhodomont, que en efecto era tan gentil y amable como terrible en la escena, le dejó el cubo limpio al visitante para que lo usara.

André-Louis se despojó de nuevo del cuello postizo y de la casaca, se arremangó su camisa y empezó a lavarse mientras Rhodomont le procuraba jabón, toalla, un peine roto y grasa para el pelo. André-Louis rechazó esto último, pero aceptó agradecido el peine. Después de lavarse, con la toalla al hombro, se peinó cuidadosamente la cabellera frente a un pedazo de espejo colgado en la puerta de la casa ambulante.

Mientras tanto el gentil Rhodomont chachareaba a su lado hasta que, de pronto, el fino oído de André-Louis percibió, cercano ya, un ruido de cascos de caballos. Despreocupadamente miró hacia el lugar de donde procedía el sonido, y se quedó de piedra, con el peine en alto. Por el camino venían siete jinetes uniformados con la casaca azul de los gendarmes.

Enseguida supo cuál era la misión de aquella tropa. Fue como si la fría sombra del cadalso se hubiera proyectado sobre él.

Los jinetes se detuvieron frente al campamento y el sargento que estaba al mando, gritó:

– ¡Eh, vosotros!

Los cómicos, que serían unos doce, se quedaron pasmados de miedo. Pantalone avanzó dos pasos con la cabeza muy erguida, casi tan majestuoso como el procurador del rey.

– ¿Qué diablos queréis? -dijo más bien mirando al cielo que al sargento. Y entonces, alzando la voz, volvió a preguntar-: ¿Qué sucede?

Tras cuchichear entre sí, los gendarmes se acercaron más a los comediantes.

André-Louis, en el primer escalón de la casa con ruedas, siguió peinándose la cabellera desgreñada de manera mecánica e inconsciente. Estaba pendiente del grupo de gendarmes que avanzaba, dispuesto a agarrarse a la primera solución que se ofreciera.

Impaciente, el sargento farfulló:

– ¿Quién os ha dado permiso para acampar aquí?

La pregunta no tranquilizó del todo a André-Louis. No podía consolarse con la idea de que aquellos gendarmes estuvieran dedicados solamente a perseguir a los vagabundos y a los intrusos en terrenos ajenos. Eso era sólo una parte de su misión, tal vez con la esperanza de cobrar algún impuesto. Lo más seguro es que vinieran desde Rennes buscando a un joven abogado acusado de sedición. Entretanto, Pantalone seguía gritando:

– ¿Que quién nos ha dado permiso? ¿Qué permiso? Esto es campo común, libre para todo el mundo.

Más que sonreír, el sargento hizo una mueca y avanzó más, seguido por sus hombres.

– No hay -susurró una voz detrás de Pantalone- ningún campo común, en el sentido propio de la palabra, en los vastos dominios del marqués de La Tour d'Azyr. Éste es un terreno acotado, y los alguaciles de campo del caballero cobran un impuesto a cuantos traen a pacer aquí a sus bestias.

Pantalón dio media vuelta y vio a André-Louis con la toalla al hombro, el peine en la mano y medio despeinado.

– ¡Maldito sea! -estalló Pantalone-. ¡Ese marqués de La Tour d'Azyr debe de ser un ogro!

– Ya os he dicho lo que opino de él -le dijo André-Louis-. En cuanto a esos hombres, más vale que me dejéis hablar con ellos. Tengo experiencia en la materia.

Y sin esperar el consentimiento de Pantalone, André-Louis avanzó hacia los gendarmes. Había comprendido que sólo la osadía podía salvarle.

Cuando estuvo al lado del sargento, sin dejar de peinarse, André-Louis le miró a la cara, sonriendo ingenuamente. Pero, sin hacer caso de la sonrisa, el militar gruñó:

– ¿Tú eres el jefe de esta banda de trotamundos?

– Sí… mejor dicho, lo es mi padre -y señaló con el pulgar hacia el señor Pantalone, que estaba a sus espaldas-. ¿Qué se le ofrece, mi capitán?

– Llevaros a todos a la cárcel.

Hablaba en términos tajantes. Los actores estaban aterrados. Con lo dura que era la vida errante de los pobres cómicos de la legua, ahora los amenazaban con la cárcel.

– ¿Cómo, mi capitán? Éste es un terreno comunal, libre para todos.

– De eso nada.

– ¿Dónde están los cercados? -preguntó André-Louis describiendo un amplio círculo con el peine para indicar la amplia libertad de aquel lugar.

– ¡Los cercados! -repitió con sorna el sargento-. ¿Para qué se necesitan cercados? No se puede pacer aquí sin pagar tributo al marqués de La Tour d'Azyr.

– Pero si no estamos paciendo -sonrió ingenuamente André-Louis.

– ¡Vete al diablo! ¡Vosotros no estáis paciendo, pero vuestros animales sí! -¡Sólo un poquito! -se disculpó André-Louis sonriendo de nuevo.

El sargento estaba cada vez más furioso. -No se trata de eso. Se trata de que estáis cometiendo un robo y eso se paga con la cárcel.

– Técnicamente, usted lleva razón -suspiró André-Louis sin dejar de peinarse y sosteniéndole la mirada al sargento-. Pero si hemos cometido una transgresión, ha sido por ignorancia. Le agradecemos mucho el aviso.

Entonces pasó el peine a su mano izquierda y, metiendo la derecha en el bolsillo del pantalón, dejó oír un tintineo de monedas-. Lamentamos haberos apartado de vuestro camino. Tomando en consideración la molestia que os hemos causado, ¿querríais hacernos el honor de deteneros en la próxima posada para beber a la salud de… del… señor de La Tour d'Azyr, o a la de cualquier otro de su clase?

El rostro del sargento se desencapotó, aunque no del todo.

– Bueno, bueno -refunfuñó-, pero tenéis que marcharos de aquí. ¿Entendido?

Y se inclinó un poco en la silla alargando la mano en la que André-Louis colocó una moneda de tres libras.

– Nos iremos dentro de media hora -dijo el joven.

– ¿Por qué dentro de media hora y no ahora mismo?

– ¡Oh, porque tenemos que almorzar!

Los dos hombres se miraron. Después el sargento contemplo la moneda de plata que relucía en la palma de su mano, y la expresión de su rostro se suavizó.

– Después de todo -dijo-, no es nuestro oficio hacer de alguaciles de la hoz del señor de La Tour d'Azyr. Nosotros somos de Rennes -los ojos de André-Louis chispearon a punto de traicionarle-. Pero si permanecéis aquí mucho tiempo, cuidado con los guardabosques del marqués. No están dispuestos a enternecerse. Bueno, bueno… que tengáis buen apetito, señores -se despidió.

– Buen viaje, mi capitán -contestó André-Louis.

El sargento volvió grupas y sus hombres le siguieron, pero cuando ya se iban, se volvió de nuevo.

– Oiga, señor -dijo dirigiéndose a André-Louis, quien enseguida estuvo a su lado-. Estamos buscando a un canalla llamado André-Louis Moreau, de Gavrillac, un fugitivo de la justicia que está condenado a la horca por sedición. ¿Por casualidad habéis visto por aquí a algún individuo sospechoso?

– Creo que sí, vimos a uno -dijo André-Louis audazmente y contento de poder complacer al sargento.

– ¿Lo habéis visto?- exclamó el gendarme-. ¿Dónde y cuándo?

– Anoche, en las cercanías de Guignen.

– Sí, sí -dijo el sargento sintiendo que había encontrado una pista.

– Vimos a un individuo que parecía tener miedo de que le reconocieran… Era un hombre de unos cincuenta años…

– ¡Cincuenta! -exclamó el sargento desalentado-. ¡Bah! El que buscamos no es más viejo que usted, delgado, de su misma estatura, y con el pelo negro como el suyo. Abran bien los ojos durante el viaje, señor comediante. El procurador del rey, en Rennes, pagará diez luises a quien le informe sobre el paradero de ese sinvergüenza. De modo que si tenéis los ojos abiertos y avisáis enseguida, podéis ganaros diez luises. Una ganancia inesperada para vosotros, ¿verdad?

– Sería un magnífico golpe de suerte, mi capitán -contestó André-Louis riéndose.

Pero el sargento ya había espoleado su caballo haciéndolo trotar para alcanzar a sus soldados. André-Louis seguía sonriendo, en silencio, como solía hacer cuando su peculiar sentido del humor estaba satisfecho.

Entonces se volvió, y regresó despacio adonde estaban Pantalone y el resto de los actores. Pantalone fue a su encuentro con los brazos abiertos. André-Louis creyó que iba a abrazarle.

– ¡Dios salve a nuestro salvador! -declamó el corpulento y gordo comediante-. Ya la sombra de la cárcel se cernía sobre nosotros. Porque aunque pobres, somos honrados y ninguno ha sufrido jamás la ignominia de estar en prisión. Lo más probable es que ninguno de nosotros sobreviviría a esa experiencia. Pero gracias a usted, amigo mío, estamos a salvo de eso. ¿Cuál es su magia?

– La magia que en Francia ejerce siempre un retrato del rey. Como habrá podido observar, los franceses son muy leales al rey. Lo aman, sobre todo en efigie, especialmente cuando está acuñada en oro. Pero también lo respetan si es de plata. El sargento se emocionó tanto al ver el noble rostro de Su Majestad, representado en una moneda de tres libras, que su enfado desapareció como por arte de magia, y ha seguido su camino dejándonos partir en paz.

– ¡Oh, es verdad, tenemos que levantar el campamento! ¡Hala, muchachos! ¡Vamos, vamos!

– Pero no nos iremos hasta después de almorzar -dijo André-Louis-. El sargento se emocionó tanto que nos concedió media hora para almorzar. Es verdad que habló de la posible visita de los guardabosques. Pero no hay que hacer mucho caso de eso, y si vinieran, de nuevo el retrato del rey, aunque sea de cobre, produciría el mismo efecto. Así pues, mi querido señor Pantalone, pueden almorzar a gusto. Puedo oler el guisado desde aquí, y su aroma me dice que no tengo que desearos buen apetito.

– ¡Mi amigo, mi salvador! -dijo Pantalone abrazando al joven abogado-. Te quedarás a almorzar con nosotros.

– Confieso que estaba esperando esa invitación -dijo André-Louis.

CAPÍTULO II Al servicio de Tespis

Mientras almorzaba con sus nuevos amigos detrás de la casa con ruedas y bajo el sol, que suavizaba el rigor de aquella fría mañana de noviembre, André-Louis advirtió que los cómicos eran tan curiosos como alegres y atractivos. Al parecer, no les preocupaba nada. Y hasta podría decirse que les divertían las privaciones de su vida nómada. Eran amables y teatrales hasta en los actos más cotidianos; exageraban sus gestos; engolaban la voz, buscaban las palabras más grandilocuentes. Realmente, parecían seres de otro mundo, un mundo irreal que sólo aludía a la realidad cuando ponían en escena una farsa, a la luz de las candilejas. Estaban unidos por lazos de lealtad y compañerismo, y André-Louis reflexionó cínicamente que esta armonía pudiera ser la causa de su aparente irrealidad. En el mundo real, la ambición y la competencia envidiosa impedían que surgiera un ambiente de amistad como aquél.

La compañía la formaban once personas: tres mujeres y ocho hombres que se llamaban entre ellos por el nombre de sus respectivos personajes, nombres que aludían genialmente a los arquetipos que representaban y que nunca cambiaban, fuera cual fuere la obra teatral representada.

– Somos -explicó Pantalone a André-Louis- una de las pocas compañías que aún conservan la tradición de la Comedia del Arte italiana. No queremos abusar de nuestra memoria ni frustrar nuestro talento con parlamentos altisonantes, fruto de las desdichadas lucubraciones de un autor. Cada uno de nosotros es su propio autor al mismo tiempo que actor. Somos improvisadores. Improvisamos al estilo de la noble escuela italiana.

– Ya me di cuenta -dijo André-Louis- cuando sin querer asistí al ensayo de vuestras improvisaciones.

Pantalone frunció el ceño:

– Veo que usted es bastante irónico, por no decir mordaz. Eso está muy bien. Es el temperamento que encaja con su fisonomía. Pero en este caso se equivoca. El ensayo que vio es excepcional entre nosotros. Simplemente era necesario para adiestrar a Léandre en su papel de galán. Tratamos de inculcarle el arte que no le dio la naturaleza. Si siguiera fracasando y no hiciera honor a nuestra escuela… Pero, en fin, no echemos a perder esta armonía anticipando cosas desagradables que espero puedan evitarse. Con todos sus defectos, queremos a nuestro Léandre. Y ahora voy a presentarle a los miembros de nuestra compañía.

Primero señaló al amable y alto Rhodomont, a quien André-Louis ya conocía.

– Sus piernas son tan largas y su nariz tan ganchuda que le han hecho merecedor de los papeles de furibundos capitanes -explicó Pantalone-. Sus pulmones han justificado nuestra elección. Hay que oír cómo ruge. Al principio le llamamos Spavento o Épouvante 1. Pero eran nombres demasiado vulgares para tan gran artista. Desde los tiempos en que el genial Mondor asombraba al mundo, no se ha vuelto a ver a un matón tan impetuoso en el escenario. Por eso decidimos conferirle el nombre de Rhodomont que Mondor hizo famoso, y le doy mi palabra de actor y de caballero, pues soy caballero, señor mío, de que nuestro bautismo ha quedado plenamente justificado.

Sus ojillos brillaban en el abotargado rostro mientras miraba al actor elogiado. El terrible Rhodomont se ruborizó como una colegiala cuando André-Louis se dedicó a escrutarlo solemnemente.

– Después tenemos a Scaramouche, a quien también ya conoce. A veces hace el papel de Scapin, y otras, de Coviello. Pero déjeme decirle que el papel en el que más se destaca es en el de Scaramouche. Incluso más de la cuenta, pues no sólo es Scaramouche en la escena, sino también en la vida real. Tiene un don especial para la intriga y, en ocasiones, puede llegar a ser agresivo; nunca deja de ser Scaramouche y no pierde ocasión de demostrarlo. Podría decir algo más sobre él, pero soy de naturaleza caritativa y amo a todo el mundo.

Scaramouche miró burlón a su maestro y siguió comiendo tranquilamente.

– Ustedes dos se parecen en el carácter, pues Scaramouche es bastante mordaz -le dijo Pantalone a André-Louis, y continuó presentando a su compañía-: Ese bribón de la gran nariz que hace muecas con la cara, lógicamente es Pierrot. ¿Acaso podía ser otro?

– Yo podría interpretar galanes perfectamente -dijo el rústico querubín.

– Una ilusión típica de Pierrot -comentó desdeñosamente Pantalone-. Ese rufián grandullón que está allí, el de las cejas tupidas, que parece que nació viejo y cuyos apetitos aumentan con los años, es Polichinela. La naturaleza le designó para ese papel. Ése tan ágil y pecoso es Arlequín; no el Arlequín con lentejuelas que últimamente ha degenerado tanto, sino el auténtico y original primogénito de Momo, el estrafalario de la Comedia del Arte, harapiento, imprudente, cobarde y payaso sinvergüenza.

– Como verá, cada uno de nosotros -dijo Arlequín imitando al director de la compañía- ha sido designado por la naturaleza para el papel que representa.

– Físicamente, amigo mío… sólo físicamente, o de otro modo no nos costaría tanto enseñar a Léandre su papel de galán enamorado. Aquí está Pasquariel, que a veces es boticario, a veces notario, otras lacayo y en ocasiones amable amigo servicial. También como hijo de Italia, tierra de glotones, es excelente cocinero. Y por último, estoy yo que, como padre de toda la compañía, represento dignamente el papel de Pantalone, padre de la damisela, aunque a veces haga de cornudo, o de ignorante doctor. Pero por regla general siempre soy Pantalone. Además, soy el único que tiene un apellido. Un verdadero apellido. Me llamo Binet, señor mío.

Entonces señaló a una rubia rolliza de unos cuarenta y cinco años que sonreía sentada en el primer peldaño de la casa ambulante.

– Y ahora vienen las señoras: la primera por orden de antigüedad es Madame.

Es dueña, madre y nodriza, según las circunstancias.

Simple y regiamente, la conocen por el nombre de Madame.

Si alguna vez tuvo otro nombre, hace tiempo que lo ha olvidado. En cuanto a esa picaronaza de la nariz respingona y la boca grande, es nuestra graciosa Colombina.

Y así llegamos a mi hija, Climéne, una jovencita cuyo talento no tiene rival fuera de la Comedia Francesa, a la que tiene el mal gusto de aspirar.

La encantadora Climéne sacudió sus bucles castaños y rió, sosteniéndole la mirada a André-Louis.

Sus ojos, que ahora sí podía ver, no eran azules como antes había creído, sino castaños.

– No le crea, caballero. Aquí soy una reina, y prefiero ser reina aquí que esclava en París.

– Señorita -dijo André-Louis poniéndose solemne-, siempre será una reina donde quiera que se digne reinar.

Por toda respuesta, la joven le dedicó una tímida y seductora mirada entornando los párpados. Mientras tanto, su padre le gritaba a Léandre:

– ¿Oíste? Frases como ésa son las que tienes que ensayar. Léandre enarcó las cejas y se encogió de hombros:

– ¿Esa frase? ¡No es más que un lugar común! André-Louis soltó una carcajada de aprobación:

– Léandre -le dijo a Pantalone- tiene más talento del que usted le concede. No deja de ser sutil considerar una trivialidad una frase en la que se llama reina a la señorita Climéne.

Algunos de los presentes se echaron a reír, incluido el señor Binet:

– ¿Ha creído que tiene el talento de decirlo deliberadamente? ¡Bah! Sus sutilezas son todas inconscientes.

La conversación se desvió por otros cauces, y pronto André-Louis supo lo que aún ignoraba sobre la compañía de la legua.

Iban hacia Guichen, donde pensaban actuar en la feria, que había de inaugurarse el martes siguiente. Al mediodía harían su entrada triunfal en la ciudad en cuyo mercado montarían el escenario.

El espectáculo tendría lugar el sábado por la noche y consistía en el estreno de un argumento 1 del señor Binet, que estaban seguros dejaría atónitos a los pueblerinos.

Al llegar a este punto de la conversación, Pantalone suspiró y se dirigió a Polichinela, sentado a su izquierda:

– Vamos a echar de menos a Félicien -dijo-. No sé cómo nos las vamos a arreglar sin él.

– Ya inventaremos algo -dijo Polichinela sin dejar de masticar.

– Siempre dices lo mismo, a pesar de que eres el menos indicado para pensar.

– No me parece tan difícil sustituir a Félicien -intervino Arlequín.

– Sería fácil si estuviéramos en un lugar civilizado. Pero ¿cómo vamos a encontrar entre los aldeanos de Bretaña a alguien que tenga ni siquiera su escaso talento? -dijo el señor Binet volviéndose a André-Louis para explicarle-: Félicien era nuestro administrador, tramoyista, carpintero y gerente, y a veces, incluso actuaba.

– Supongo que haría el papel de Fígaro -replicó André-Louis riéndose.

– ¡Ah! Veo que conoce a Beaumarchais -dijo Binet, contemplando al joven con renovado interés.

– Es bastante conocido.

– Tal vez en París, pero no sabía que su fama hubiera llegado hasta los páramos de Bretaña.

– Sucede que yo viví algunos años en París. Estudié en el Liceo de Louis Le Grand. Allí me familiaricé con sus obras.

– Es un hombre peligroso -sentenció Polichinela.

– Tienes razón -dijo Pantalone-. Un hombre ingenioso, aunque yo sea poco amigo de usar los textos de los autores. Pero su ingenio es responsable de la difusión de muchas de las nuevas ideas subversivas. Creo que esa clase de escritores deberían prohibirse.

– Seguramente el señor de La Tour d'Azyr piensa lo mismo -dijo André-Louis apurando su vaso, lleno del vino peleón de los cómicos.

De no haber recordado Binet gracias a quién estaban allí acampados, y que ya había transcurrido media hora desde la visita de los soldados, ese comentario hubiera dado lugar a una discusión. Con una agilidad sorprendente en alguien tan corpulento, Pantalone se puso en pie de un salto y empezó a dar órdenes, como un mariscal en el campo de batalla.

– ¡Hala, muchachos! No podemos estar aquí todo el santo día tragando y tragando. El tiempo vuela y aún queda mucho por hacer si queremos entrar en Guichen al mediodía. ¡A vestirse! Hay que desmontar el campamento en menos de veinte minutos. ¡Vamos, señoras! A ver si os ponéis lo más guapas posible. Todos los ojos de Guichen estarán sobre vosotras, y de la primera impresión que causéis dependerán los aplausos.

¡Vamos, vamos!

Todos le obedecieron sin rechistar. Al instante, toda la vajilla y lo que sobró de la comida fue a parar a cestas y cajas. Enseguida el terreno quedó despejado, y las tres damas, instaladas en el carruaje. Los hombres ya subían a la casa con ruedas cuando Binet se dirigió a André-Louis:

– Ahora tenemos que irnos -dijo con cierto dramatismo-. Quedamos para siempre vuestros amigos y deudores.

Y le estrechó la mano a André-Louis cuyas ideas, en el último momento, se habían reorganizado rápidamente. Recordando la seguridad que contra sus perseguidores había encontrado entre los miembros de la compañía de la legua, pensó que en ningún otro sitio podría estar mejor oculto, hasta que dejaran de buscarlo.

– Caballero -dijo-, vuestro deudor soy yo. No todos los días se tiene la dicha de comer en tan ilustre compañía.

Sospechando alguna ironía, los ojillos de Binet escudriñaron al joven. Pero en su cara sólo encontró candor y buena fe.

– Me quedo aquí a regañadientes -siguió diciendo André-Louis-. Sobre todo porque no veo motivos para que nos separemos.

– ¿Cómo? -dijo Binet frunciendo el ceño y retirando la mano que André-Louis retenía entre las suyas más tiempo del debido.

– Puede que haya reparado en el hecho de que soy una persona en busca de aventuras -explicó André-Louis-. Y en este momento no tengo rumbo fijo. Por eso no es extraño que lo que he podido observar, tanto en usted como en su distinguida compañía, me haya inspirado el deseo de seguirlos tratando. Usted ha dicho que necesitaban a alguien para sustituir a vuestro Fígaro, creo que se llamaba Félicien. No tome a mal mi sugerencia, pero creo que podría desempeñar esas tareas tan diversas como ingratas…

– Usted siempre con su peculiar ironía, amigo mío. Si no fuera por eso, podríamos discutir su proposición -dijo Binet entornando sus pequeños ojos.

– Podemos discutirla, desde luego. Si me acepta, tendrá que aceptarme tal como soy. En cuanto a mi sentido del humor, que según parece le causa recelo, podría convertirse en una cualidad muy rentable.

– ¿Cómo?

– De varias formas. Por ejemplo, podría enseñar a Léandre a cortejar a una dama.

Pantalone prorrumpió en una ruidosa e interminable carcajada.

– Por lo que se ve, tiene usted mucha confianza en su capacidad de enseñar. La modestia no es su fuerte. -La modestia no es la cualidad principal en un actor. -¿Se siente capaz de actuar?

– Creo que sí, en ocasiones -dijo André-Louis evocando su actuación en Rennes y en Nantes, donde gracias a su capacidad histriónica había llegado al corazón de las masas. El señor Binet se quedó pensando un rato.

– ¿Qué sabe de teatro? -preguntó.

– Todo lo que hay que saber- dijo André-Louis.

– ¿No os dije que la modestia no es vuestro fuerte?

– Juzgue usted mismo. Conozco las obras de Beaumarchais, Eglantine, Mercier, Chenier y otros muchos de nuestros contemporáneos. Y por supuesto, he leído a Moliere, a Racine, a Corneille, amén de otros grandes escritores franceses. Entre los autores extranjeros, estoy familiarizado con las obras de Gozzi, Goldoni, Guarini, Bibbiena, Maquiavelo, Secchi, Tasso, Ariosto y Fedini. De los clásicos de la antigüedad, conozco toda la obra de Eurípides, Aristófanes, Terencio, Plauto… -¡Basta! -rugió Pantalone.

– Pero si esto es sólo el principio de mi lista -dijo André-Louis.

– Puede guardar el resto para otro día. Por todos los santos del cielo, ¿qué le ha llevado a leer a tantos autores dramáticos?

– Aunque soy una persona humilde, estudio a la Humani dad, y hace algunos años descubrí que el hombre está íntimamente retratado en las obras de teatro.

– Es un descubrimiento original y profundo -dijo Pantalone muy serio-. A mí nunca se me hubiera ocurrido. Sin embargo, es cierto. Es una verdad que dignifica nuestro arte. Para mí está claro que usted es un hombre de talento. Lo supe desde el primer momento. Puedo leer en el alma de un hombre, y lo supe desde que dijo: «Buenos días». Y ahora, dígame una cosa: ¿cree que podría ayudarme a redactar un argumento? Mi cabeza, atareada con los mil detalles de la organización, no siempre está despejada para ese tipo de trabajo. ¿Cree que podría ayudarme en eso?

– Estoy seguro.

– Claro que sí. Yo también estaba seguro. Los otros trabajos de Félicien los aprenderá en un periquete. Bien, bien, si así lo desea, puede venir con nosotros. Supongo que querrá que fije un salario…

– Es lo habitual -dijo André-Louis.

– ¿Qué le parece diez libras al mes?

– Me parece que no es precisamente un Potosí.

– Puedo llegar hasta quince -dijo Binet de mala gana-. Los tiempos que corren son malos.

– Yo haré que sean mejores para usted.

– No lo pongo en duda. Entonces, ¿estamos de acuerdo?

– De acuerdo -dijo André-Louis. Y así entró al servicio de Tespis.

CAPÍTULO III La musa cómica

La entrada de los cómicos de la legua en el pueblo de Guichen no fue tan triunfal como deseaba Binet, pero sí lo bastante solemne como para dejar boquiabiertos a aquellos aldeanos que veían en aquellas fantásticas criaturas a seres venidos de otro mundo. En primer lugar iba la silla de posta, traqueteando y rechinando, tirada por dos caballos flamencos. La guiaba el obeso y macizo Pantalone con un traje escarlata y una enorme nariz de cartón. Detrás, en la caja del coche, iba sentado Pierrot, con un camisón blanco cuyas mangas eran tan largas que le colgaban, unos anchos calzones del mismo color y tocado con una especie de solideo negro. Tenía la cara enharinada y soplaba una estridente trompeta.

Sobre el techo del coche, iban juntos Polichinela, Scaramouche, Arlequín y Pasquariel. Polichinela vestía de blanco y negro; con su jubón a la moda del siglo anterior, tenía sendas jorobas, una por delante y otra por detrás; además de una blanca gorguera y un antifaz negro. Iba de pie, haciendo equilibrios para sostenerse en medio del vaivén del carruaje, y tocando un tambor. Los otros tres estaban sentados en el techo, con las piernas colgando hacia fuera. Scaramouche, todo vestido de negro a la usanza española del siglo XVII, lucía grandes mostachos y rasgueaba una guitarra desafinada. Arlequín, con un remendado traje de cuadros con los colores del arco iris, llevaba una espada de madera, una mascarilla negra, y entrechocaba unos platillos. Pasquariel, disfrazado de boticario, con gorro puntiagudo y delantal blanco, hacía reír a los curiosos accionando una enorme jeringa de hojalata que emitía un doloroso chirrido.

Asomadas a las ventanillas de la silla de posta, e intercambiando frases con la gente, iban las tres mujeres de la compañía. Climéne, la dama enamorada, bellamente ataviada de satén floreado, ocultaba sus rizos naturales bajo una peluca en forma de calabaza que le daba aspecto de dama a los ojos de la chusma. Madame, en su papel de madre de la joven enamorada, vestía con un esplendor tan exagerado que era ridículo. Su peinado era una monstruosa estructura adornada con flores y plumas de avestruz. Colombina estaba sentada frente a ellas, de espalda a los caballos, en actitud de falsa modestia, con su gorro de blanca muselina y su vestido a rayas verdes y azules.

Lo increíble era que aquella vieja silla de posta, que en sus buenos tiempos había servido de coche a alguna dignidad eclesiástica, no se desfondara y se limitara a chirriar bajo aquella carga excesiva e irreverente.

Detrás venía la casa con ruedas conducida por el delgado Rhodomont, con la cara embadurnada de rojo y un enorme bigote que le daba un aire aún más terrible. Llevaba botas altas y ceñidas, tahalí de cuero, un sombrero de fieltro de ala ancha con pluma, y a medida que avanzaba, alzaba la voz amenazando y maldiciendo. En el techo del carro, estaba sentado el galán solitario. Léandre vestía traje de satén azul, con gorguera de encaje, espada pequeña, el cabello empolvado, lunares postizos, impertinentes y zapatos de tacón rojo. Encarnaba al perfecto cortesano, y las mujeres de Guichen se lo comían con los ojos. Él consideraba natural todo aquello, y devolvía sus miradas con coquetería. Al igual que Climéne, parecía estar aparte del resto de los miembros de la compañía.

Al final venía André-Louis, conduciendo los dos asnos que arrastraban el carro cargado con la utilería. Había insistido en ponerse una máscara con larga nariz postiza para hacerse el gracioso, pero en realidad era para disfrazar su verdadera identidad. Como no llevaba ningún disfraz, nadie le prestaba atención a aquel hombre que caminaba junto a los asnos, pues lo consideraban un ser del todo insignificante, de lo cual él se alegraba en el alma.

Así le dieron la vuelta a la ciudad, cuya animación ya empezaba a notarse, viéndose aquí y allí los preparativos para la feria de la semana siguiente. De vez en cuando la cabalgata se detenía, cesaban los trompetazos y el redoble del tambor, y Polichinela pregonaba a voz en cuello que a las cinco en punto de aquella tarde, en la plaza del viejo mercado, la famosa compañía de improvisadores del señor Binet estrenaría una comedia en cuatro actos titulada El padre cruel.

Así llegaron frente al ayuntamiento, que dominaba el mercado abierto a los cuatro vientos a través de sus soportales abovedados donde se habían colocado gradas para el público. Desde la plaza, los picaros y los rácanos reacios a pagar la entrada podrían ver fugazmente algunos momentos de la obra.

Poco acostumbrado al trabajo manual, para André-Louis aquella fue la tarde más activa de su vida. Levantaron el tablado en un extremo del mercado, y él comenzó a comprender cuan duro era ganarse quince libras mensuales. Al principio fueron cuatro dedicados a esa tarea, más bien tres, pues Pantalone sólo impartía órdenes. Despojados de sus galas, Rhodomont y Pierrot ayudaban a André-Louis en la carpintería. Mientras tanto, los otros cuatro comían en compañía de las señoras. Media hora después, cuando llegaron los que estaban comiendo para relevarlos, André-Louis y sus compañeros fueron a comer, dejando a Polichinela al frente del trabajo.

Cruzaron la plaza en dirección a la pequeña posada donde se habían alojado. En el estrecho pasillo, André-Louis coincidió con Climéne, que ya se había quitado su aristocrático vestido, mostrándose ahora en apariencia normal.

– ¿Le gusta este trabajo? -le preguntó ella.

– Tiene sus compensaciones -dijo él medio en broma y medio en serio, sin que pudiera saberse qué pensaba a ciencia cierta.

– ¿Nada más empezar ya necesita compensaciones?

– De hecho las necesité desde el principio -replicó él-. Y como las intuí, me sentí atraído.

Estaban absolutamente solos, pues los demás ya estaban en otra habitación comiendo.

André-Louis, que conocía mejor a los hombres que a las mujeres, no comprendió que la femineidad de la joven, sutil e imperceptiblemente, se le ofrecía.

– ¿Cuáles son esas compensaciones? -preguntó ella con afectado candor. Casi al borde del precipicio, André-Louis dijo abruptamente:

– Quince libras al mes.

Por un momento ella le miró intrigada. Aquel hombre era desconcertante. Pero enseguida recobró su presencia de ánimo.

– Y además -dijo ella-, también hay cama y comida. No olvide esto último, pues ya su comida debe de estarse enfriando.

¿No viene?

– ¿No ha comido aún? -preguntó él.

– No -replicó ella con un movimiento de su cabeza-. Estaba esperando…

– ¿A quién? -preguntó él inocentemente esperanzado.

– A cambiarme de vestido, tonto -respondió ella bruscamente.

Habiéndole arrastrado hasta el tajo, como ella creía, ahora podría degollarle. Pero André-Louis no tenía pelos en la lengua.

– Y, por lo visto, dejó los modales colgados en la percha junto con su vestido de gran dama, señorita.

El rostro de la joven enrojeció.

– Es usted un insolente -se quejó.

– Eso me han dicho varias veces. Pero no lo creo. Primero las damas -dijo abriendo la puerta para cederle el paso, y se inclinó, con una gracia que la confundió, aunque no era más que una copia del garbo de Fleury, de la Comedia Francesa, tan admirado por André-Louis cuando estudiaba en el Liceo Louis Le Grand.

– Muchas gracias, señor -contestó ella en tono de desdén.

Mientras comían, Climéne no volvió a dirigirle la palabra. En cambio, se dedicó con inusual amabilidad al anhelante Léandre, aquel pobre diablo que en la escena no lograba actuar como su enamorado porque en la vida real sí lo estaba.

André-Louis devoró sus arenques y su pan moreno. Era una comida humilde, pero en aquel invierno de escasez, era lo único a que podían aspirar los pobres, y como los negocios de la compañía no iban nada bien, André-Louis estaba obligado a aceptar filosóficamente los sinsabores de la situación.

– Supongo que tiene usted un nombre -le dijo Binet en el transcurso de la comida y durante una pausa de la conversación.

– Claro que sí, creo que me llamo Parvissimus.

– ¿Parvissimus? ¿Acaso es un apellido? -preguntó Binet.

– En una compañía donde sólo el jefe goza del privilegio de tener un apellido, no sería correcto que lo imitara quien no es más que el último mono. Por eso tomo el nombre que mejor me cuadra y creo que es Parvissimus, lo más pequeño.

A Binet le divertía aquello. Era curioso que aquel advenedizo tuviera tanta imaginación.

– ¡Oh, estoy seguro de que podremos trabajar juntos en los argumentos!

– Lo preferiría a hacer de carpintero -confesó André-Louis.

A pesar de todo, aquella tarde tuvo que volver a su tarea, y trabajar sin parar un momento hasta las cuatro, hora en que el exigente Binet dio por terminados los preparativos y le ordenó a André-Louis que dispusiera la iluminación, que en parte eran velas de sebo, y en parte, lámparas en las que ardía aceite de pescado.

A las cinco en punto de la tarde sonaron los tres golpes de bastón y se levantó el telón, dando inicio a la obra titulada El padre cruel.

Entre las funciones que André-Louis heredó del desaparecido Félicien, estaba la de portero, para lo cual tenía que disfrazarse de Polichinela con una larga nariz de cartón. Así lo acordaron de buen grado, pues de este modo el señor Binet estaba más seguro de que el recién reclutado no se largaría con los ingresos, y, al mismo tiempo, André-Louis -que no era ajeno a la desconfianza de Pantalone- evitaba que nadie lo reconociera en Guichen.

La puesta en escena resultó floja en todos los sentidos; el auditorio fue escaso y poco entusiasta. En los primeros bancos del mercado apenas había unas veintisiete personas; once de las cuales habían pagado veinte perras chicas por cabeza, y doce las otras diecisiete. En los bancos del fondo, había otras treinta personas a seis perras chicas por cabeza. En total se recaudaron dos luises, diez libras y dos perras chicas. Cuando el domingo el señor Binet hubiera pagado el alquiler del mercado, la luz y los gastos de la posada, no quedaría gran cosa para pagarles a los actores. Así que no era extraño que el buen humor del señor Binet se hubiera amargado aquella noche.

– ¿Qué le pareció? -le preguntó a André-Louis cuando terminó la función.

– Podía haber sido peor, pero es difícil imaginarlo. Sorprendido, el señor Binet lo miró:

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Es usted franco!

– Una impopular virtud entre los necios, ¿no cree?

– Pero yo no soy necio -dijo Binet.

– Por eso soy franco con usted. Lo hago en honor a la inteligencia que supongo en usted.

– ¿Seguro? -preguntó Binet-. ¿Y quién diablos es usted para suponer nada? Sus suposiciones son presuntuosas, señor.

Y dicho esto, se sumió en el más profundo silencio, entregándose a calcular mentalmente sus escasas ganancias.

Pero en la mesa, media hora después, reanudó el tema.

– Nuestra última adquisición, el excelente señor Parvissimus -anunció-, ha tenido el descaro de decirme que nuestra comedia hubiera podido ser peor, pero que difícilmente alguien pudiera imaginar algo así.

Y diciendo esto hinchó sus carrillos invitando a los demás a reírse de la necedad del crítico.

– Es muy malo -dijo irónicamente Polichinela, quien se mostraba tan serio como Rhodomont-. Pero es mucho peor que el público haya tenido la desfachatez de pensar lo mismo que él.

– Son una partida de ignorantes y maleducados -dijo Léandre sacudiendo desdeñosamente su bella cabeza.

– Te equivocas -dijo Arlequín-. Has nacido para el amor, querido amigo, pero no para la crítica.

Léandre que, como sabemos, era escaso de entendederas, miró despreciativamente a su interlocutor y le preguntó:

– Y tú ¿para qué has nacido?

– Nadie lo sabe -admitió con candidez-. Ni tampoco se sabe por qué nací. Tal es el caso de muchos de nosotros, querido amigo, puedes creerme.

– Pero ¿por qué dices que Léandre se equivoca? -preguntó Binet frustrando el principio de una bonita discusión.

– Porque, por regla general, siempre se equivoca. Y también porque considero al público de Guichen demasiado refinado para apreciar El padre cruel.

– Sería más exacto decir -intervino André-Louis, que era el verdadero causante del debate- que El padre cruel es demasiado poco refinado para el público de Guichen.

– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó Léandre.

– Ninguna. Simplemente he sugerido que es una manera más feliz de decir lo mismo.

– Nuestro amigo es muy sutil -se burló Binet.

– ¿Y por qué es un manera más feliz? -preguntó Arlequín.

– Porque es más fácil acercar El padre cruel al refinamiento del público de Guichen que aproximar al público de Guichen al poco refinamiento de El padre cruel.

– A ver, a ver, dejadme pensar -gimió Polichinela llevándose las manos a la cabeza.

Pero desde la otra punta de la mesa, sentada entre Colombina y Madame, Climéne se dirigió a André-Louis:

– Le gustaría modificar la comedia, ¿no es verdad, señor Parvissimus?

– Yo lo aconsejaría -dijo él inclinando la cabeza.

– ¿Y cómo lo haría?

– ¿Yo?, pues mejorándola.

– ¡Por supuesto! -ironizó ella-. ¿Pero cómo?

– Sí, eso, que nos diga cómo lo haría -rugió Binet, añadiendo-: Silencio, damas y caballeros, que va a hablar el señor Parvissimus.

André-Louis miró primero al padre, luego a la hija y sonrió:

– ¡Dios mío! -exclamó-. Estoy entre la espada y la pared. Si escapo con vida de ésta, puedo considerarme afortunado. Pero ya que insistís, os diré lo que haría. Volvería a leer el texto original de la obra, y lo escribiría de nuevo más libremente.

– ¿El original? ¿Qué original? -preguntó Binet, que supuestamente era el autor de la obra.

– Pues el original, que creo que se titula El señor de Pourceaugnac y que escribió Moliere.

Alguien rió disimuladamente, pero no fue el señor Binet. Su orgullo estaba herido, y en sus ojos apareció algo muy distinto a su habitual bondad.

– ¿Me está acusando de plagiario? -dijo finalmente-. ¿Cree que le robo las ideas a Moliere?

– Siempre existe -dijo André-Louis imperturbable- la posibilidad de que dos grandes artistas coincidan en su trabajo.

El señor Binet estudió al joven atentamente. Le halló impenetrable y decidió arremeter de nuevo.

– Entonces ¿no ha querido decir que yo he plagiado a Moliere?

– Lo que he querido decir es que lo haga -fue la desconcertante réplica de André-Louis.

El señor Binet se quedó pasmado.

– ¡Me aconseja el plagio! ¡Me aconseja a mí, Antoine Binet, que a mis años me vuelva un ladrón!

– ¡Es un ultraje! -clamó indignada la damisela.

– ¡Un ultraje! ¡Ésa es la palabra! Te agradezco que la hayas dicho, querida hija. O sea, señor mío, que confío en usted, le siento a mi mesa, disfruta el honor de entrar en mi compañía, y encima tiene el atrevimiento de aconsejarme que me convierta en un ladrón, que perpetre el peor robo que puede concebirse, el robo de las cosas espirituales, el robo de las ideas. Esto es intolerable. Temo haberme equivocado profundamente acerca de usted, del mismo modo que usted parece haberse equivocado conmigo. No soy un bribón, como usted supone, y no quiero en mi compañía a un hombre que se atreve a aconsejarme que lo sea. ¡Es un ultraje!

Estaba colérico. Su voz retumbaba en la pequeña habitación y todos estaban amedrentados, con los ojos clavados en André-Louis, que era el único absolutamente tranquilo en medio de aquel huracán de virtuosa indignación.

– ¿Se da cuenta, señor -dijo André-Louis con toda su santa calma- de que está insultando la memoria de un ilustre muerto?

– ¿Eh? -exclamó Binet. André-Louis argumentó:

– Está insultando la memoria de Moliere, la gloria de nuestro teatro, y una de las más grandes de nuestro país, cuando sugiere que haya vileza en intentar lo que ni él ni ningún otro gran autor vacilaron en hacer. Está en un error si supone que Moliere se preocupó en ser original en materia de ideas. Está en un error si cree que las historias que nos relata en sus obras nunca antes habían sido relatadas. Como supongo que sabe, aunque parece que lo ha olvidado momentáneamente y por eso tengo que recordárselo, la mayoría de sus temas salieron de las obras de autores italianos, quienes a su vez los sacaron de sabe Dios dónde. Moliere tomó esas viejas historias y las volvió a contar adaptándolas a su lenguaje. Y esto es, precisamente, lo que le he aconsejado que haga. Su compañía es una compañía de improvisadores. Ustedes hilvanan el diálogo mientras actúan, lo cual es mucho más de lo que se propuso Moliere. Puede, si lo prefiere, aunque me parece que sería ceder a un exceso de escrúpulo, ir directamente a Boccaccio o a Sacchetti. Pero ni siquiera entonces podría estar seguro de haber llegado a las fuentes originales.

Después de esta explicación, André-Louis quedaba airoso. Era un gran polemista, capaz de hacer que lo negro pareciera blanco, y viceversa. La compañía quedó impresionada, sobre todo Binet, quien en lo sucesivo disponía de un argumento demoledor contra aquellos que en el futuro pudieran acusarle de plagiario, lo cual -dicho sea de paso- era en verdad. Disimuladamente, bajó la guardia y adoptó un tono más conciliador:

– ¿Cree entonces -dijo tras la larga ovación que todos dedicaron a André-Louis- que nuestra comedia El padre cruel podría enriquecerse con una relectura de El señor de Pourceaugnac, obra que, tras pensarlo mejor, efectivamente presenta algunas similitudes superficiales con la mía?

– Eso pienso, siempre y cuando lo haga con prudencia. Las cosas han cambiado de Moliere acá.

De resultas, el señor Binet se retiró temprano, llevándose consigo a André-Louis. Toda la noche permanecieron juntos, y el domingo por la mañana volvieron a reunirse.

Después de comer, Binet leyó ante la compañía reunida la nueva versión de El padre cruel, corregida y aumentada bajo la supervisión de Parvissimus. Nadie dudaba acerca de quién era el verdadero autor de aquel nuevo argumento. El lenguaje, la garra que tenía la historia, hacía que aquellos que conocían la obra de Moliere enseguida captaran que, lejos de aproximarse al original, el nuevo argumento se alejaba de él. El protagonista de Moliere, cuyo nombre daba título a la obra, había devenido un papel insignificante, para gran disgusto de Polichinela, que era quien lo encarnaba. Pero los otros personajes habían crecido en importancia, salvo el de Léandre, que seguía siendo igual que antes. Dos grandes papeles eran ahora el de Scaramouche, que interpretaba a Sbrigandini, y el de Pantalone, que hacía de padre. Había también un papel cómico para Rhodomont, quien personificaba al matón contratado por Polichinela para aniquilar a Léandre. Y en vista de la importancia que ahora tenía Scaramouche, la obra fue rebautizada con el título de Fígaro Scaramouche. Lo cual no se consiguió sin una tenaz oposición por parte del señor Binet. Pero su inexorable colaborador, que en realidad era el autor de la nueva versión, al fin logró convencerlo.

– Tenemos que estar a tono con nuestro tiempo, señor. Beaumarchais está arrasando en París. Su Fígaro es conocido hoy en todo el mundo. Tomemos un poco de su gloria. Eso atraerá a la gente. Todos preferirán ver un Fígaro a medias antes que ver una docena de Padres crueles. En consecuencia, echemos la capa de Fígaro sobre algún personaje, y proclamemos esto en nuestro nuevo título.

– Pero… yo estoy a la cabeza de la compañía -empezó a decir Binet sin mucha convicción.

– Si es tan ciego a sus intereses, pronto será una cabeza sin cuerpo. ¿Y de qué le serviría eso? ¿Acaso pueden los hombros de Pantalone lucir la capa de Fígaro? Veo que ríe, porque la idea le resulta absurda. El personaje más indicado para lucir la capa de Fígaro es Scaramouche, su hermano gemelo por naturaleza.

Así tiranizado, el tirano Binet cedió, consolado por la reflexión de que si no entendía una palabra de teatro, por lo menos había adquirido por quince libras al mes algo que le haría sanar después muchos luises.

El entusiasmo con que la compañía acogió el nuevo argumento le dio la razón. La excepción fue Polichinela, pues con las transformaciones había perdido protagonismo, y declaró que la nueva versión era una fatuidad.

– ¡Ah! ¿Te atreves a decir que mi obra es fatua? -le preguntó Binet.

– ¿Tu obra? -dijo Polichinela sacándole la lengua-. Perdón. No me había dado cuenta de que eras el autor.

– Pues ya va siendo hora de que te enteres.

– Me parece que como autor estás demasiado unido al joven Parvissimus -insinuó Polichinela descaradamente.

– Y si así fuera, ¿qué? ¿Qué quieres dar a entender con eso?

– ¡Oh, nada, supongo que lo tienes cerca para que te corte bien las plumas!

– A ti sí que te cortaré las orejas si no te muestras un poco más respetuoso -dijo el enfurecido Binet.

Polichinela se levantó lentamente.

– ¡Por Dios! -dijo-. Si Pantalone quiere hacer el papel de Rhodomont, lo mejor será que me vaya. No resulta nada divertido interpretando a ese personaje.

Y así, fanfarroneando, se fue antes de que el señor Binet, mudo de rabia, pudiera recobrar el habla.

CAPÍTULO IV Sale el señor Parvissimus

A las cuatro de la tarde del lunes, se levantó el telón para estrenar la obra Fígaro Scaramouche ante un auditorio que llenaba las tres cuartas partes de la plaza del mercado. El señor Binet atribuyó el éxito a la afluencia de gente que había llegado para la feria de Guichen y al magnífico desfile que su compañía había hecho por las calles del pueblo a la hora en que estaban más concurridas. André-Louis, en cambio, lo atribuyó al título de la obra. Fue el nombre de Fígaro el que atrajo a lo más escogido de la burguesía, que llenaba más de la mitad de las localidades de veinte perras chicas y tres cuartas partes de los asientos de doce. El anzuelo había funcionado. Que continuara o no haciéndolo, dependía del modo en que el argumento concebido por él fuera interpretado por la Compañía Binet. Del mérito de su argumento no tenía duda. Los autores cuyos elementos había conjugado, estaban entre los mejores, de modo que en honor a la verdad el éxito les correspondía a ellos.

La compañía estuvo a la altura del desafío. El público siguió con gusto las intrigas de Scaramouche, se deleitó con la belleza y lozanía de Climéne, se conmovió hasta llorar ante el duro destino que, durante cuatro largos actos, la mantuvo alejada de los amantes brazos del bello Léandre, chilló de placer ante la ignominia de Pantalone, y se rió de las bufonadas de Arlequín y de la cobardía de Rhodomont.

El éxito de la Compañía Binet en Guichen estaba garantizado. Aquella noche los actores bebieron vino de Borgoña a expensas del director. La recaudación llegó a la suma de ocho luises, es decir, el mejor negocio que Binet había hecho en toda su carrera, y estaba tan satisfecho que no cabía en sí. Incluso llegó a admitir que parte del éxito se debía al señor Parvissimus.

– Sus indicaciones -dijo definiendo exactamente su participación en la obra- me fueron de gran ayuda, como advertí desde el primer momento.

– Y también su pericia cortando las plumas -gruñó Polichinela-. No olvide eso. Es muy importante tener al lado un hombre que sepa cortar bien las plumas, y lo tendré en cuenta cuando decida meterme a autor.

Pero ni siquiera esta burla pudo malograr la alegría del señor Binet.

El martes se repitió el éxito artístico y aumentó el económico. Diez luises y siete libras fue la enorme suma que después de la función André-Louis, el portero, le entregó a Binet, quien nunca había visto tanto dinero junto. Y menos en una miserable aldea como Guichen, que sin duda era el último lugar del mundo donde hubiera podido esperarse semejante caudal.

– ¡Ah, es que hay feria en Guichen! -le dijo André-Louis-. Hay aquí gente de Nantes y de Rennes que viene a comprar y a vender. Mañana, último día de la feria, el público será más numeroso aún. Los ingresos aumentarán.

– ¿Aumentarán? Me conformaría con que siguieran como hasta ahora, amigo mío.

– De eso puede estar seguro -afirmó André-Louis-. ¿Bebemos otra copa de Borgoña?

Y entonces ocurrió la tragedia. Se anunció con una sucesión de golpes y trastazos que culminaron en un estrépito al otro lado de la puerta que hizo que todos se pusieran en pie alarmados.

De un salto, Pierrot corrió a abrir la puerta, y vio en el suelo, al pie de la escalera, a un hombre tendido boca abajo. Se quejaba, por tanto, aún vivía. Pierrot se acercó para darle la vuelta al cuerpo y descubrió que era Scaramouche, haciendo muecas y quejándose amargamente.

Todos los comediantes apretujados detrás de Pierrot se echaron a reír.

– Siempre te dije que cambiaras tu personaje por el mío -gritó Arlequín dirigiéndose al caído-. Eres excelente cayéndote. ¿Cuántas veces lo has ensayado?

– ¡Desalmado! -gritó Scaramouche-. He estado a punto de descalabrarme, ¿y aún te ríes de mí?

– Es verdad. Deberíamos llorar porque no te has descalabrado del todo. Levántate -contestó Arlequín tendiéndole una mano.

Scaramouche cogió aquella mano, aferrándose a ella para incorporarse, pero lanzó otro grito y volvió a desplomarse.

– ¡Mi pie, mi pie! -se quejó.

Asustado, Binet se abrió paso a través del grupo de actores. No era la primera vez que el destino le jugaba una mala pasada de ese tipo. A eso se debía su aprensión.

– ¿Qué te pasa en el pie?

– Creo que me lo he roto -contestó Scaramouche.

– ¿Roto? ¡Bah! Levántate ahora mismo -dijo cogiéndolo para ponerlo en pie.

Scaramouche se incorporó sobre un solo pie dando alaridos, y cuando quiso apoyar el otro, se le dobló y hubiera vuelto a caerse de no ser porque Binet lo sostenía. El salón se llenó con los aullidos del accidentado mientras Binet echaba por la boca sapos y culebras.

– ¿Tienes que balar como un ternero, estúpido? Estáte quieto. Pronto, traed una silla.

Llegó la silla y Scaramouche se derrumbó en ella.

– Déjame echarle un vistazo a ese pie.

Sin hacer caso de sus gritos, Binet le quitó el zapato y la media.

– ¿Qué tiene este pie? -preguntó examinándolo minuciosamente-. Nada que yo pueda ver.

Volvió a cogerlo, sosteniendo el talón en una mano y la punta del pie en la otra, y entonces le dio una vuelta al tobillo. Scaramouche chilló de agonía hasta que Climéne detuvo la maniobra de su padre agarrándolo por el brazo.

– ¡Dios mío! ¿Es que no tienes sentimientos? -le reprochó a su padre- Se ha hecho daño en el pie. ¿Por qué le torturas? ¿Crees que así lo vas a curar?

– Es que no veo nada en ese pie, nada que justifique esos gritos. Tal vez sólo se lo ha rozado…

– Si sólo se lo hubiera rozado no gritaría tanto -dijo Madame, asomándose por el hombro de Climéne-. Tal vez se ha dislocado el tobillo.

– Eso me temo -gimió Scaramouche.

Binet se apartó muy disgustado.

– Llevadlo a la cama -dijo- y que venga a verlo un médico.

Así lo hicieron. Después de ver al enfermo, el médico informó que no era nada grave, que evidentemente al caerse se había torcido un poco el pie, y que bastarían unos días de reposo para que se recuperara.

– ¡Unos días! -gritó Binet-. ¡Rediós! ¿Significa eso que no puede caminar?

– Es imposible, lo más que podría hacer sería dar un par de pasos.

El señor Binet le pagó al médico y se sentó a reflexionar. Bebió un vaso de Borgoña de un solo trago y se quedó sentado mirando fijamente el vaso vacío.

– ¿Por qué tendrán que pasarme siempre estas cosas? -masculló sin dirigirse a nadie en particular. Los miembros de su compañía le miraban en silencio compartiendo su consternación-. Tenía que haber previsto que algo así iba a sucederme desde el momento en que la suerte empezaba a sonreírme en muchos años. Ahora todo ha acabado. Mañana nos vamos. ¡El mejor día de la feria, en la cumbre del éxito, con cerca de quince luises al alcance de la mano! ¡Oh, Dios mío!

– ¿Va a suspender la función de mañana? -preguntó André-Louis, y Binet y los demás se volvieron a él.

– ¿Acaso podemos representar el Fígaro Scaramouche sin Scaramouche? -exclamó Binet con sorna.

– Por supuesto que no -dijo André-Louis acercándose-. Pero sí podríamos reorganizar el reparto. Por ejemplo, tenemos un excelente actor en Polichinela.

El aludido hizo una profunda reverencia.

– ¡Esa alabanza me abruma! -dijo irónicamente.

– ¡Pero ya tiene un papel! -objetó Binet.

– Un papel insignificante que Pasquariel podría interpretar.

– ¿Y quién hace el de Pasquariel?

– Nadie. Se suprime. La obra no se resentirá por eso.

– Éste piensa en todo -dijo burlón Polichinela-. ¡Qué hombre!

Pero Binet no estaba del todo convencido.

– ¿Sugieres que Polichinela podría hacer el papel de Scaramouche? -preguntó incrédulo.

– ¿Por qué no? Tiene bastante oficio.

– ¡Otra vez estoy abrumado! -comentó Polichinela.

– ¿Un Scaramouche con ese aspecto? -dijo Binet señalando con el dedo la facha de Polichinela.

– ¡A falta de algo mejor! -dijo André-Louis.

– ¡Primero me abruma y ahora me aplasta! -esta vez la reverencia de Polichinela fue magistral-. De hecho, tendré que salir a tomar el aire antes de que me ruborice.

– ¡Vete al diablo! -ladró Binet.

– Tanto mejor -Polichinela abrió la puerta, en cuyo umbral se detuvo para declarar en forma terminante-: Escúchame bien, Binet, ahora no pienso hacer el papel de Scaramouche bajo ninguna circunstancia.

Y muy dignamente hizo mutis. André-Louis alzó los brazos y los dejó caer:

– Lo has echado a perder todo -le dijo a Binet-. Esto hubiera podido arreglarse fácilmente. Pero en fin, tú eres el jefe, y si así lo quieres, nos marcharemos.

Y también salió. El señor Binet se quedó un rato pensando. Después se levantó apresuradamente y alcanzó al joven en la puerta de la calle.

– Vamos a dar una vuelta, amigo Parvissimus -le dijo afablemente.

Cogió por el brazo a André-Louis y se lo llevó a pasear por las calles más concurridas del pueblo. Después de atravesar la plaza del mercado, se dirigieron al puente.

– No creo que tengamos que irnos mañana -le anunció Binet-. De hecho, mañana por la noche actuaremos aquí.

– Hablas como si no conocieras a Polichinela. Está muy…

– No estoy pensando en Polichinela.

– Y entonces ¿en quién?

– En ti.

– Me halagas. ¿Y en qué sentido has pensado en mí? -preguntó André-Louis, que había notado algo demasiado lisonjero para su gusto en la voz del señor Binet.

– Pues para que hagas el papel de Scaramouche.

– ¡Sueñas! -dijo André-Louis-. ¿O me estás tomando el pelo?

– Nada de eso. Estoy hablando muy en serio.

– Pero yo no soy actor.

– Pero has dicho que podrías serlo.

– En ciertas ocasiones… Y si acaso, en papeles menores…

– Pues aquí tienes un gran papel. Ésta es tu ocasión de llegar a la cúspide. ¿Cuántos hombres han tenido una suerte así?

– Es una suerte que no ambiciono, señor Binet. Será mejor que cambiemos de tema.

André-Louis mostraba indiferencia, entre otras razones, porque intuía en la actitud de Binet algo vagamente amenazador.

– Cambiaremos de tema cuando a mí me plazca -dijo Binet dejando traslucir en sus untuosas palabras un destello de dureza-. Mañana por la noche actuarás en el papel de Scaramouche. Tienes la figura ideal, la sagacidad y la mordacidad requeridas para interpretar a ese personaje. Tendrás un gran éxito.

– Lo más probable es que tenga un rotundo fracaso.

– Eso no importa -dijo Binet cínicamente y enseguida se explicó-: El fracaso sería tuyo, pero los ingresos ya estarían en mi bolsillo.

– Muy amable de tu parte-dijo André-Louis.

– Mañana por la noche haremos quince luises.

– Es una gran desgracia que te hayas quedado sin Scaramouche -dijo André-Louis.

– Pero es una suerte que haya encontrado otro, señor Parvissimus.

André-Louis se soltó del brazo de Pantalone.

– Empieza a cansarme tu insistencia -dijo-, regreso a la posada.

– Un momento, señor Parvissimus. Si he de perder esos quince luises, comprenderás que busque una compensación por otra vía…

– Eso no me concierne, señor Binet.

– Perdón, señor Parvissimus. Me parece que sí te concierne -y diciendo esto Binet volvió a cogerlo del brazo-. Por favor, te ruego que cruces la calle conmigo. Vamos sólo hasta la oficina de Correos. Allí quiero enseñarte algo.

André-Louis llegó con él hasta la puerta de Correos. Antes de leer la hoja de papel clavada en la puerta de la estafeta, ya había adivinado su contenido: pagaban veinte luises a quien ayudara a capturar a un tal André-Louis Moreau, abogado de Gavrillac, un acusado de sedición al que se buscaba por orden del procurador del rey.

Binet le observó mientras leía. Todavía estaban cogidos del brazo y Pantalone no lo soltaba.

– Y ahora, amigo mío -dijo-, escoge entre ser el cómico Parvissimus y actuar mañana como Scaramouche o ser André-Louis Moreau, de Gavrillac, e ir a Rennes a vértelas con el procurador del rey.

– ¿Y si estuvieras en un error? -dijo André-Louis ocultándose tras una máscara imperturbable.

– Me arriesgaré a equivocarme -dijo Binet-. Delante de mí dijiste que eres abogado. Eso fue una indiscreción, querido amigo.

Es demasiada coincidencia que dos abogados, en una misma región, tengan que ocultarse al mismo tiempo. Como ves, no hay que ser muy ingenioso para llegar a descubrirte. En fin, André-Louis Moreau, abogado de Gavrillac, ¿qué vas a hacer?

– Hablaremos de eso mientras regresamos -dijo André-Louis.

– ¿De qué hablaremos?

– De un par de cosas. Debo saber cuál es el terreno que estoy pisando. Caminemos, por favor.

– Muy bien -dijo Binet mientras regresaban, sin soltarle el brazo por temor a que fuera a escaparse. Pero era una precaución inútil. André-Louis no era hombre que gastase su energía en vano, y sabía que su fuerza física no era nada comparada con la del corpulento Pantalone.

– Si yo cediera ante tu persuasiva elocuencia -dijo André-Louis suavemente-, ¿qué garantía me darás de no ir a venderme por veinte luises después de que me hayas utilizado como actor?

– Te doy mi palabra de honor -dijo enfáticamente el señor Binet.

André-Louis se echó a reír.

– ¡Oh, ahora me hablas de honor! Realmente, señor Binet, ¿crees que soy un imbécil?

– Tal vez tengas razón -gruñó Binet, furioso, aunque rojo de vergüenza-. Pero ¿qué garantía puedo darte?

– No lo sé.

– Ya dije que seré fiel a mi palabra.

– Hasta que te resulte más rentable venderme.

– En tus manos está hacer que sea más rentable para mí no perderte. A ti debemos el éxito que hemos tenido en Guichen. Como ves, lo confieso con franqueza.

– En privado -agregó André-Louis.

El señor Binet pasó por alto el sarcasmo.

– Lo que aquí has hecho por nosotros con Fígaro Scaramouche puedes hacerlo en otras partes con otros argumentos. Como es lógico, a mí no me conviene perderte. Ésa es tu garantía.

– Sin embargo, esta noche estabas dispuesto a venderme por veinte luises.

– Porque… ¡rediós!… ¡Me sacaste de quicio negándome un servicio que puedes prestarme! Si yo fuera tan canalla como supones, te hubiera podido vender el sábado pasado. Me gustaría que nos comprendiéramos mejor, querido Parvissimus.

– Por favor, no te disculpes. ¡Sería una lata!

– Es lógico que te burles de mí. Nunca pierdes ocasión de burlarte. Eso te traerá muchos problemas en la vida. Bueno, ya hemos llegado a la posada y todavía no me has dicho cuál es tu decisión.

André-Louis le miró.

– Tengo que ceder, por supuesto. No tengo elección.

El señor Binet soltó al fin su brazo y le dio una cariñosa palmada en la espalda.

– Bien dicho, muchacho. No lo lamentarás. Si yo sé algo de teatro, puedes estar seguro de haber tomado la gran decisión de tu vida. Mañana por la noche me lo agradecerás.

André-Louis se encogió de hombros y avanzó hacia el hotel. Binet le llamó:

– ¡Parvissimus!

André-Louis se volvió para ver cómo aquel enorme hombre le tendía la mano a la luz de la luna.

– ¿Sin rencor? Es algo que no me gusta acumular en la vida. Nos damos las manos y olvidamos todo esto.

André-Louis le contempló disgustado. Estaba a punto de estallar. Pero comprendió que sería ridículo, casi tan ridículo como astuto y vil era Pantalone. Sonrió y estrechó la mano que el otro le ofrecía.

– ¿Sin rencor? -insistió Binet.

– Sin rencor -repitió André-Louis.

CAPÍTULO V Entra Scaramouche

Vestido con el ajustado traje de otros tiempos, todo de negro desde la gorra de terciopelo hasta los zapatos, con la cara embadurnada de blanco y un bigotillo rizado; con su sable corto y una guitarra a la espalda, Scaramouche se contempló en el espejo, disponiéndose a mostrarse mordaz.

Pensó que su vida, que hasta hacía poco había sido esencialmente pacífica y contemplativa, de pronto era mucho más activa. En sólo una semana, había sido abogado, orador popular, forajido, tramoyista, carpintero, portero, y por último estaba a punto de convertirse en bufón. El miércoles de la semana anterior había despertado la cólera en el pueblo de Rennes, y este miércoles debía despertar la hilaridad en el de Guichen. Antes había arrancado lágrimas, y ahora su misión era arrancar carcajadas. A pesar de que había una diferencia, había una semejanza. En ambos casos había sido comediante, y el papel que en Rennes había interpretado se parecía en algo al que ahora tenía que representar en Guichen. Al fin y al cabo, ¿qué había sido en Rennes sino una especie de Scaramouche, un astuto intrigante que sembraba la semilla del malestar ingeniosamente? La única diferencia consistía en que ahora salía al escenario con el nombre que mejor encajaba con su talante y su carácter, mientras que la vez anterior se había disfrazado de respetable abogado de provincias.

Tras hacer una profunda reverencia ante la imagen que le devolvía el espejo, se insultó:

– ¡Bufón! Al fin has encontrado tu verdadera personalidad. Por fin estás en posesión de tu herencia. Seguramente tendrás un gran éxito.

Al oír que el señor Binet le llamaba por su nuevo nombre, bajó, y se encontró a toda la compañía aguardándole en el vestíbulo de la posada. El director le examinó con ojos inquisitoriales, y su hija, la damisela, también lo hizo mirándolo de arriba abajo.

– No está mal -dijo Binet comentando la caracterización del nuevo actor-. Al menos tiene la apariencia del personaje.

– Desgraciadamente los hombres no siempre son lo que aparentan -dijo Climéne irónicamente.

– Ésa es una verdad que a mí no me aplica -dijo André-Louis-. Porque por primera vez en mi vida, parezco lo que soy.

La señorita hizo un mohín y le dio la espalda. Pero los demás consideraron su frase muy ingeniosa, seguramente porque no la habían entendido bien. Colombina le animó con una sonrisa, y el señor Binet aseguró que André-Louis conseguiría un gran éxito, pues entraba en su papel con mucha vivacidad. Después, con voz que parecía haber pedido prestada al ruidoso capitán, el señor Binet ordenó que todos desfilaran solemnemente hasta la plaza del mercado.

El nuevo Scaramouche iba al lado de Rhodomont. El antiguo, cojeando y con muleta, había salido una hora antes para ocupar el sitio del portero ahora vacante por el cambio de funciones de André-Louis.

Con Polichinela a la cabeza, tocando su gran tambor, y Pierrot soplando la trompeta, todos pasaron entre dos hileras de galopines que gozaban de aquel espectáculo sin pagar nada.

Poco después sonaban los tres consabidos golpes de bastón, alzándose el telón para mostrar una lamentable escenografía -mezcla de jardín con bosque- donde Climéne miraba febrilmente a lo lejos, aguardando impaciente la llegada de Léandre. Entre bastidores, el melancólico galán, esperaba su turno para entrar en escena. Casi inmediatamente después debía seguirle Scaramouche.

En ese momento, André-Louis experimentó una especie de vértigo. Trató de repasar mentalmente el primer acto de aquella comedia de la que era autor, pero tenía la mente en blanco. Confuso y sudoroso, retrocedió, hasta llegar a la pared donde, bajo la débil luz de un lámpara, estaba pegada una hoja de papel con un resumen del argumento de la obra. Estaba releyéndola cuando lo cogieron por un brazo y le arrastraron violentamente hacia los bastidores. Vio vagamente el rostro grotesco de Pantalone, y escuchó su voz ronca:

– Climéne ha pronunciado ya tres veces la palabra que apunta tu entrada.

Antes de que pudiera darse cuenta de lo que le decían, fue empujado a la escena, donde permaneció unos instantes alelado, súbitamente deslumbrado por las candilejas. Estaba tan aturdido que una risotada tras otra fue el saludo que le dedicó el público desde la plaza. Temblando un poco, cada vez más asustado y confundido, se quedó allí, inmóvil, recibiendo el ruidoso tributo a su estupidez. Climéne le miraba burlona, saboreando de antemano su humillación. Léandre le contemplaba consternado, y entre bastidores, el señor Binet, daba saltos de rabia.

– ¡Maldita sea! -farfulló dirigiéndose a los miembros de la compañía que estaban a su alrededor, tan preocupados como él-. ¿Qué va a pasar cuando el público descubra que este desgraciado no es un actor?

Pero el público no descubrió nada. El miedo escénico que paralizaba a Scaramouche sólo duró un momento. Comprendió que se estaban riendo de él, y recordó que Scaramouche debe hacer reír, pero no ser motivo de risa. Tenía que salvar la situación volviéndola a su favor lo mejor que pudiera. Entonces convirtió su confusión, su auténtico terror, en un terror deliberado, en una confusión fingida, mucho más exagerada y, por lo tanto, más divertida. Mirando en la distancia, dio a entender al público que su espanto se debía a alguien que estaba fuera del escenario. Se escondió detrás de unos arbustos de cartón pintados y, cuando las risas disminuyeron, se dirigió a Climéne y a Léandre:

– Perdonadme, bella dama -dijo-, si mi brusca aparición os ha podido asustar. Desde mi último problema con Almaviva, ya no soy el mismo. Tampoco lo es mi corazón. Cuando venía hacia acá, allá en el prado, me encontré con un viejo que llevaba un garrote, y tuve el horrible pensamiento de que pudiera ser vuestro padre y de que nuestra inocente estratagema para casaros había sido descubierta. Creo que fue el garrote lo que me inspiró esa idea tan descabellada. Y no es que tenga miedo. En realidad, no tengo miedo a nada. Pero no pude menos que reflexionar que de haber sido vuestro padre, me hubiera roto la cabeza con su garrote, y todas vuestras esperanzas habrían desaparecido conmigo. ¿Qué sería de vosotros sin mí, pobres chiquillos?

Las carcajadas del público animaron gradualmente al recién estrenado actor hasta hacer que recobrara su presencia de ánimo. Evidentemente le creían un cómico consumado, mucho más cómico de lo que él había imaginado. Aquel histrionismo se debía en cierto modo a una circunstancia ajena a su nuevo oficio de actor. El temor a ser reconocido por alguien de Gavrillac o de Rennes, le había obligado a maquillarse y disfrazarse exageradamente. También había distorsionado su voz, aprovechando el hecho de que Fígaro era español. En el Liceo Louis Le Grand había conocido a un español que hablaba un francés chapurreado, pródigo en grotescos sonidos sibilantes. Muchas veces él había imitado aquel dejo para hacer reír a sus condiscípulos. Oportunamente se había acordado de aquel estudiante español, y pronunció todo su parlamento con aquel acento. El público de Guichen lo halló tan cómico en sus labios, como antes sus compañeros de estudios lo habían hallado en labios del ridiculizado español.

Cuando Binet, entre bastidores, escuchó aquella graciosa improvisación que no figuraba en el argumento, sintió que todos sus temores se disipaban.

– ¡Rediós! -murmuró, riendo entre dientes-. ¡Todo su terror era intencionado!

De todas maneras, no le cabía en la cabeza que un hombre tan dominado por la confusión, como en un principio le había parecido André-Louis, hubiese podido recobrar su ingenio tan rápida y eficazmente. Por eso aún le quedaban algunas dudas.

Cuando el telón cayó, al finalizar el primer acto, que transcurrió con un éxito nunca antes conocido en los anales de la compañía -gracias al nuevo Scaramouche sobre quien recaía el peso de aquella primera parte-, el señor Binet acudió al pequeño espacio que hacía las veces de camerino para hacerle algunas preguntas a André-Louis y así salir de dudas.

Allí estaba toda la compañía reunida, felicitando al debutante. Scaramouche, un poco excitado por el éxito -y aunque más tarde lo consideró una tontería-, aprovechó las preguntas de Binet para vengarse de Climéne por haber disfrutado tanto con su pasajero miedo escénico:

– No me extrañan tus preguntas -le dijo a Binet-. Es verdad que debí avisarte de mi intención de hacer desde el primer momento lo que se me ocurriera para predisponer al público a mi favor. Pero la señorita Climéne estuvo casi a punto de arruinarlo todo al negarse a corresponder al terror que yo fingía. Ni siquiera se mostró ligeramente asustada. La próxima vez, señorita, avisaré por anticipado todas y cada una de mis intenciones.

La joven se ruborizó a pesar del maquillaje que embadurnaba su rostro. Pero cuando se disponía a contestarle, tuvo que aguantar la regañina de su padre, que la culpaba con tanta más energía cuanto que él mismo se había dejado engañar por la que ahora se juzgaba como suprema actuación de Scaramouche.

El éxito de Scaramouche en el primer acto, se repitió a lo largo de toda la función. Completamente dueño de sí mismo, y con el estímulo que sólo da el éxito, se superó a sí mismo. Imprudente, astuto, gracioso, encarnaba el auténtico arquetipo de Scaramouche sin dejar de poner en el personaje mucho de lo que recordaba de Beaumarchais. De este modo, los más enterados del público notaban algo del verdadero Fígaro, lo cual les hacía sentirse en contacto con el gran mundo de la capital.

Cuando el telón cayó definitivamente, Scaramouche y Climéne participaron de los honores del éxito de aquella noche saliendo a saludar a escena más de una vez, pues los espectadores coreaban pidiendo que salieran de detrás de las cortinas.

Más tarde, cuando ya el público se retiraba, el señor Binet se acercó a André-Louis frotándose las gruesas manos. Con aquel joven abogado había llegado la suerte. El inesperado éxito de Guichen, sin parangón en la historia de aquella compañía de la legua, se repetiría y aumentaría en otros lugares. Ya se había acabado eso de acampar y dormir a la sombra de los árboles y en los graneros. La adversidad había quedado atrás. Binet le puso una mano en el hombro a Scaramouche, y lo contempló con una sonrisa aduladora que ni la pintura roja de sus mejillas, ni la colosal nariz postiza, pudieron disimular.

– ¿Y ahora, qué me dices? -le preguntó-. ¿Me equivoqué al asegurarte que tendrías éxito? ¿Crees que llevo toda una vida en el teatro para no saber descubrir a un actor nato? Te he descubierto, Scaramouche. Te he descubierto incluso ante ti mismo, te he puesto en el camino de la fama y la fortuna. Y espero que me lo agradezcas.

Scaramouche se rió, pero no era una risa del todo agradable.

– ¡Siempre serás Pantalone! -dijo.

El gran rostro de Binet se nubló.

– Veo que aún no has olvidado mi pequeña estratagema que al fin y al cabo ha servido para hacerte justicia a ti mismo. ¡Perro ingrato! El único propósito que me animó era conseguir tu triunfo. Si sigues haciéndolo así de bien, llegarás hasta París. Podrás entrar en la Comedia Francesa, y rivalizar con Taima, con Fleury y con Dugazon. Cuando eso ocurra, tal vez sentirás la gratitud que le debes al viejo Binet. Porque todo se lo debes a este viejo tonto, pero de buen corazón.

– Si fueras tan buen actor en la escena como lo eres en la ida privada -dijo Scaramouche-, hace tiempo que hubieras entrado por la puerta grande en la Comedia Francesa. Pero no te guardo rencor, Binet.

Y se echó a reír, tendiéndole una mano que Binet estrechó efusivamente.

– Me alegro -declaró el director de la compañía-. Tengo grandes planes para ti, muchacho. Mañana iremos a Maure, donde hay feria este fin de semana. El lunes nos presentaremos en Pipriac. Y después, ya veremos. Es posible que esté a punto de realizarse el sueño de mi vida. Creo que esta noche hemos tenido una recaudación de unos quince luises. Pero… ¿dónde diablos está ese pillo de Cordemais?

Cordemais era el nombre verdadero del antiguo Scaramouche, que tan inoportunamente se había torcido el pie. El hecho de que Binet le llamara por su nombre real indicaba a las claras que en la compañía había dejado de ser para siempre el intérprete de Scaramouche.

– Vamos a buscarle y luego brindaremos en la posada con una botella de Borgoña. O tal vez con dos botellas…

Pero no encontraron a Cordemais. Ninguno de los miembros de la compañía le había visto desde el final de la función. El señor Binet se dirigió a la entrada. Allí tampoco estaba. Al principio, Binet se disgustó, y después, mientras gritaba en vano su nombre, empezó a inquietarse. Por último, cuando Polichinela, descubrió la muleta de Cordemais, abandonada detrás de la puerta de la taquilla, el señor Binet se alarmó en serio. La terrible sospecha que le asaltó le hizo palidecer incluso bajo la capa de maquillaje rojo.

– Pero si esta noche no podía caminar sin muleta -gritó-. ¿Cómo la ha dejado aquí y se ha marchado?

– Tal vez ha ido a la posada -sugirió alguien.

– Pero si no podía andar sin la muleta -insistió Binet.

Como era evidente que no estaba en el teatro improvisado en la plaza, ni en todo el espacio que abarcaba el mercado, todos decidieron ir a la hospedería donde ensordecieron a la posadera con sus preguntas.

– Sí -contestó ella-. El señor Cordemais estuvo por aquí hace ya bastante rato.

– ¿Dónde está ahora?

– Volvió a irse enseguida. Sólo vino por su maleta.

– ¿Por su maleta? -Binet estaba a punto de sufrir un ataque de apoplejía-. ¿Cuánto tiempo hace de eso?

La posadera miró el reloj que estaba encima de la chimenea.

– Hará una media hora. Poco antes de que pasara la diligencia de Rennes.

– ¡La diligencia de Rennes! -el señor Binet apenas podía hablar-. ¿Podía… podía caminar? -preguntó con ansiedad.

– ¿Caminar? Cuando salió de aquí corría como una liebre, cosa que me pareció un poco rara, pues ayer cojeaba mucho. ¿Sucede algo?

El señor Binet se derrumbó en una silla. Ocultó el rostro entre las manos y empezó a llorar.

– El muy granuja ha estado actuando todo el tiempo -exclamó Climéne-. Su caída fue un treta. ¡Todo lo planeó para robarnos!

– ¡Quince luises, por lo menos, tal vez dieciséis! ¡Oh, maldito traidor! ¡Robarme a mí, que he sido como un padre para él!… ¡Y, sobre todo, robarme en este momento!

Del atribulado y silencioso grupo de miembros de la compañía, todos pensando que sus salarios se verían reducidos, brotó una carcajada.

El señor Binet miró al grupo con los ojos inyectados en sangre.

– ¿Quién se ríe? -rugió-. ¿Quién tiene el atrevimiento de reírse de mi desgracia?

André-Louis, aún aureolado por el reciente éxito de su Scaramouche, dio un paso al frente sin dejar de reír:

– ¿Eres tú? No te reirías tanto si se me ocurriera resarcirme de esta pérdida como yo sé.

– ¡Imbécil! -dijo Scaramouche con desdén-. ¡Elefante con cerebro de mosquito! ¿Qué importa que Cordemais se haya ido con quince luises, si nos ha dejado algo que vale veinte veces más?

El señor Binet le miró sin comprender.

– Creo que has bebido más de la cuenta.

– Sí, he bebido en la fuente de Talía. ¿Es que no te das cuenta? ¿No ves el tesoro que Cordemais nos ha dejado tras de sí?

– ¿Qué rayos nos ha dejado?

– Una idea genial para un nuevo argumento. Lo veo todo clarísimo. La nueva comedia se titulará Las picardías de Scaramouche, y si el público de Maure y de Pipriac no se desternilla de la risa, seré yo quien en el futuro haga el papel del lerdo Pantalone.

Polichinela se dio una palmada en la frente.

– ¡Genial! -exclamó-. ¡Sacar fortuna del infortunio, convertir la pérdida en ganancia, a eso le llamo yo auténtico talento!

Scaramouche inclinó la cabeza cortésmente.

– Polichinela -dijo-, te llevo en el alma. Me gusta la gente que sabe reconocer mis méritos. Si Pantalone tuviera la mitad de tu inteligencia, beberíamos Borgoña esta noche, a pesar de la fuga de Cordemais.

– ¿Borgoña? -bramó el señor Binet. Pero antes de que pudiera continuar, Arlequín dio un par de palmadas:

– ¡Eso es tener valor, señor Binet! ¿Ha oído, posadera? El señor Binet ha pedido vino de Borgoña para todos.

– Yo no he pedido nada.

– Pero la posadera sí lo ha oído.

– Todos lo hemos oído -dijeron a coro los demás mientras Scaramouche sonreía dándole palmaditas en la espalda al desconsolado Pantalone.

– Vamos, hombre, ánimo. ¿No decías que la fortuna nos abría sus puertas? Venga, hagamos un brindis por el éxito de Las picardías de Scaramouche.

Y el señor Binet, aunque a regañadientes, recuperó un poco el ánimo y empezó a beber como los demás.

CAPÍTULO VI Climéne

Las más exhaustivas investigaciones llevadas a cabo entre los muchos argumentos para los actores que improvisaban en la época, no han podido sacar a la luz el original de Las picardías de Scaramouche que, según se afirma, consolidó la fortuna de la Com pañía Binet. La comedia se estrenó en el pueblo de Maure, una semana después de los sucesos antes narrados. La representó André-Louis, quien ahora era conocido, tanto por la compañía como por el público, con el nombre de su personaje: Scaramouche. Si en el Fígaro Scaramouche se había lucido, en la nueva obra, cuyo argumento era superior, hizo un derroche de destreza histriónica.

Después de Maure, dieron cuatro funciones en Pipriac: dos de cada una de las farsas que ahora formaban lo más selecto del repertorio de Binet. En ambas Scaramouche desplegó toda habilidad. Tan bien marchaba todo, que André-Louis le sugirió a Binet la idea de ir -después de las representaciones de la semana próxima en Fougeray- a probar fortuna en el Teatro Real de la importante ciudad de Rédon. En un principio, esa perspectiva asustó a Binet, pero tras pensarlo mejor, y halagado en su ambición por André-Louis, cedió a la tentación.

André-Louis creía haber encontrado su verdadera vocación, y no sólo empezó a cogerle el gusto, sino que llegó a pensar que en su doble carrera de actor y autor podría llegar a ser miembro de la Comedia Francesa, donde tendría más posibilidades de desarrollar su nuevo oficio. De bosquejar argumentos para los actores que improvisaban en la escena, podría llegar a escribir diálogos, verdaderas obras dramáticas, en el sentido exacto de la palabra, magníficas e inolvidables comedias al estilo de Chenier, Eglantine y Beaumarchais.

Estos sueños revelaban la afición que el sedicioso de Rennes sentía ahora por aquella profesión en la que la madre Azar y el señor Binet le habían iniciado. Su talento como autor y como actor era indudable. Y no había que descartar que pudiera conquistar un puesto preeminente entre los dramaturgos franceses, realizando así su sueño. Pero a pesar de estas ilusiones, André-Louis no descuidaba el lado práctico de las cosas.

– ¿Te has dado cuenta -le dijo un día a Binet- de que tu fortuna está en mis manos?

Ambos estaban sentados frente a frente, en la sala de la posada de Pipriac, bebiendo una botella de Volnay. Acababa de terminar la cuarta y última representación de Las picardías de Scaramouche en aquel pueblo, donde el negocio había sido tan bueno como en Maure y en Guichen, cosa que el lector sin duda habrá deducido ya por el detalle de que estuvieran bebiendo un excelente vino de Volnay.

– Me daré cuenta, mi querido Scaramouche, cuando sepa lo que te traes entre manos.

– Considero que los incentivos que recibo son insuficientes. Por quince libras al mes ningún hombre vende dones tan excepcionales como los míos.

– Hay una alternativa -dijo Binet siniestramente.

– No la hay. No seas tonto, Binet.

Binet se irguió como si le hubieran pinchado. Ningún miembro de su compañía se atrevía a enfrentarse con él tan directamente.

– De todos modos, puedes apelar a esa alternativa si quieres -prosiguió Scaramouche con indiferencia- Sal y notifícale a la policía que puede echarle el guante a un tal André-Louis Moreau. Pero eso será el fin de tu sueño de ir a Rédon y de actuar por primera vez en tu vida, en un verdadero teatro. Sin mí no podrás hacerlo, y yo no voy a Rédon ni a ninguna otra parte más, ni siquiera a Fougeray, hasta que hagamos un contrato más justo.

– ¡Diablos! -se lamentó Binet-. ¿Crees que tengo alma de usurero? Cuándo hicimos nuestro anterior contrato yo no tenía idea de que fueras tan valioso, ¿cómo podía tenerla? Pero basta que me lo recuerdes, querido Scaramouche. Soy un hombre justo. A partir de hoy te daré treinta libras al mes. Te doblo el sueldo en el acto. Como ves, soy un hombre generoso.

– Pero no ambicioso. Ahora escúchame un momento.

Y procedió a exponer un plan que dejó mudo de terror a Binet.

– Después de Rédon, iremos a Nantes -dijo-, a Nantes y al Teatro Feydau.

El señor Binet iba a coger una copa y el brazo se le paralizó en el aire. El Teatro Feydau era una especie de Comedia Francesa a escala provincial, y el gran Fleury había actuado allí ante uno de los públicos más exigentes y críticos de Francia. Sólo la idea de ir a Rédon le parecía al gordo Pantalone una temeridad. Y el teatro de Rédon era un guiñol comparado con el de Nantes. Y a pesar de todo, aquel atrevido muchacho a quien él había recogido por casualidad tres semanas atrás y que, de abogado de provincia, había pasado a convertirse en autor y actor, se atrevía a hablar de Nantes y del Teatro Feydau sin mudar de color.

– Pero ¿por qué no me propones ir a París y a la Comedia Francesa? -dijo Binet irónicamente, cuando al fin pudo recobrar el aliento.

– A su debido tiempo -respondió Scaramouche con desenfado.

– ¿Eh? Tú estás borracho, amigo mío.

Pero André-Louis detalló el plan que tenía en mente. Fougeray sería una especie de ensayo general para saltar a Rédon, y a su vez, Rédon sería lo mismo para luego lanzarse a Nantes. Permanecerían en Rédon mientras el público pagara por ir a verlos, trabajando con ahínco para perfeccionarse y pulir hasta los más mínimos detalles. Añadirían a su elenco tres o cuatro actores talentosos. Él escribiría tres o cuatro nuevos argumentos, que serían ensayados y mejorados, hasta que la compañía contara con un repertorio de por lo menos media docena de obras de indiscutible calidad. Una parte de los beneficios se destinaría a comprar mejores decorados y vestuario, y finalmente, si todo salía bien, en un par de meses la Compañía Binet estaría preparada para probar fortuna en la ciudad de Nantes. Ciertamente a las compañías que iban al Teatro Feydau solía exigírseles cierto prestigio. Pero, por otra parte, desde hacía muchas generaciones en Nantes no se había visto una compañía que hiciera teatro improvisado. Eso sería una gran novedad. Y Scaramouche se comprometía, si todo quedaba en sus manos, a resucitar la Comedia del Arte con todas sus viejas glorias que excederían las expectativas del público de Nantes.

– Después de Nantes, hablaremos de París -concluyó-. Del mismo modo que decidiremos lo de Nantes a partir de lo que pase en Rédon.

El poder de persuasión de André-Louis, que había sido capaz de arrastrar a las multitudes, acabó arrastrando también al señor Binet. La perspectiva que Scaramouche le presentaba, aunque audaz, era también tentadora, y como Scaramouche tenía respuestas para todos sus reparos, Binet acabó prometiendo que pensaría en el asunto.

– Redon nos marcará el rumbo -dijo André-Louis-, y no tengo la menor duda acerca de cuál será ese rumbo.

Así, la gran aventura de Rédon acabó por parecer insignificante, al ser considerada como un ensayo general para hazañas artísticas de mayor envergadura. En su momentánea exaltación, Binet pidió otra botella de Volnay. Scaramouche esperó a que la descorcharan para proseguir:

– La cosa parece posible -dijo con indiferencia y mirando el vaso al trasluz-, mientras yo esté a tu lado.

– De acuerdo, mi querido Scaramouche, fue una suerte para ambos que nos conociéramos.

– Para ambos -repitió Scaramouche con énfasis-. Eso mismo quería yo decir. Así que no creo que vayas a entregarme a la policía.

– ¿Cómo puedes creerme capaz de semejante cosa? Me tomas el pelo, querido Scaramouche. Te pido que nunca volvamos a aludir a esa broma.

– Ya está olvidada -dijo André-Louis-. Y ahora volvamos a mi propuesta. Si me voy a convertir en el arquitecto de tu fortuna, si realizo todo lo que he planeado, en esa misma medida, debo ser también mi propio arquitecto.

– ¿En la misma medida? -Binet frunció el ceño.

– Exactamente. A partir de hoy los negocios de esta compañía se harán en su debida forma, y llevaremos un libro de caja donde se anote la entrada y salida del dinero.

– Yo soy un artista -dijo el señor Binet con orgullo-. No soy un tendero.

– Hay un aspecto comercial en tu arte, y hay que llevarlo de forma comercial. He pensado en todo, así que no te molestaré con detalles que podrían perturbar el ejercicio de tu arte. Lo único que tienes que decir es sí o no a mi proposición.

– ¿Y en qué consiste?

– En que yo sea tu socio a partes iguales en los beneficios de la compañía.

El mofletudo rostro de Pantalone palideció, sus ojillos se abrieron desmesuradamente escudriñando el rostro de su interlocutor. Entonces estalló:

– ¡Tienes que estar loco para hacerme una proposición tan monstruosa!

– Admito que hay en ella cierta injusticia. Pero ya he pensado en eso. Por ejemplo, no sería justo que además de todo lo que me propongo hacer, también haga el papel de Scaramouche y escriba nuestros argumentos sin ninguna recompensa, aparte de las ganancias que recibiría como socio. Por ello, antes de que haya beneficios que repartir, debes pagarme un salario como actor, y una pequeña suma por cada argumento que escriba para la compañía. Esta medida nos conviene a los dos. Del mismo modo, recibirás un sueldo por tu interpretación de Pantalone. Después de abonados estos gastos, así como el salario de los demás actores y otros gastos de viaje, alojamiento, etc., el resto será el beneficio que dividiremos a partes iguales entre los dos.

Lógicamente el señor Binet se resistió a aceptar aquella proposición y contestó con un no rotundo.

– En ese caso, amigo mío -dijo Scaramouche-, abandono la compañía mañana mismo.

Binet montó en cólera. Habló de ingratitud en términos sentimentales, y volvió a aludir veladamente a aquella broma que hacía referencia a la policía y que había prometido no volver a mencionar.

– Puedes hacer lo que quieras, incluso el papel de soplón, si te gusta. Pero entonces te verás definitivamente privado de mis servicios, y sin mí no eres nada, del mismo modo que no eras nada antes de que yo me uniera a tu compañía.

El señor Binet dijo que le importaban un comino las consecuencias. Él le enseñaría a aquel descarado abogado de provincia que al señor Binet nadie le imponía nada. Scaramouche se puso en pie.

– Muy bien -dijo entre indiferente y resignado-. Como quieras. Pero antes de actuar, consúltalo con la almohada. A la clara luz de la mañana, podrás ver nuestros proyectos en su justa dimensión. El mío promete fortuna para los dos. El tuyo anuncia ruina también para los dos. Buenas noches, señor Binet. Que el cielo te ayude a tomar la decisión acertada.

Finalmente, al señor Binet no le quedó más remedio que rendirse ante la firme resolución demostrada por André-Louis. Desde luego, hubo más discusiones y el obeso Pantalone no se dejó convencer sino después de mucho regatear, cosa que no dejaba de sorprender en alguien que se consideraba un artista y no un tendero. Por su parte, André-Louis hizo un par de concesiones: renunciar a los honorarios de sus argumentos y acceder a que el señor Binet percibiera un salario exageradamente superior a sus méritos.

Pero finalmente la cuestión quedó zanjada. El arreglo se anunció a la compañía y, como era de esperar, eso provocó envidias y resentimientos. Pero nada grave, pues todo se disipó como por ensalmo cuando se supo que bajo la nueva administración aumentarían los salarios de todos los miembros de la compañía. A esto se había opuesto tenazmente el señor Binet. Pero no había quien pudiera con el invencible Scaramouche.

– Si hemos de actuar en el Teatro Feydau, necesitamos una compañía decorosa y no una cuadrilla de aduladores rastreros. Cuanto mejor les paguemos, mejor trabajarán para nosotros.

Así se desvaneció el resentimiento en la compañía. Todos, desde los primeros actores hasta los más insignificantes, aceptaron el dominio de Scaramouche, un dominio tan sólido que hasta el propio Binet debía someterse a él.

Todos lo aceptaron menos Climéne, pues su fracasado intento de subyugar a aquel advenedizo que apareció cierta mañana en las afueras de Guichen, había aumentado su aparente desdén hacia él. Ella protestó por la formación de la nueva sociedad, se encolerizó con su padre hasta llegar a llamarle «estúpido», de resultas de lo cual el señor Binet perdió los estribos y le dio un cachete. Climéne anotó también este disgusto entre los agravios infligidos por Scaramouche, y aguardaba la ocasión para ajustarle cuentas. Pero las ocasiones no se presentaban con frecuencia. Scaramouche estaba cada vez más ocupado. Durante la semana que permanecieron en Fougeray, apenas se le veía salvo en las representaciones, y una vez llegados a Rédon, iba y venía, raudo como el viento, del teatro a la posada y viceversa.

El experimento de Rédon salió a pedir de boca. Estimulado por ese éxito, André-Louis trabajó día y noche durante el mes que pasaron en aquella industriosa y pequeña ciudad. Era una buena temporada, ya que el comercio de castañas, cuyo centro está en Rédon, se hallaba a la sazón en todo su apogeo. Cada tarde el pequeño teatro se llenaba, pues los castañeros divulgaban la fama de la compañía por toda la comarca, y el público se renovaba con gente de las cercanías y de pueblos más lejanos. Para evitar que las ganancias disminuyeran, André-Louis escribía una nueva comedia cada semana. Además de las dos que ya había estrenado, escribió tres cuyos títulos eran El matrimonio de Pantalone, El amante tímido y El terrible capitán. Sobre todo, esta última auguraba un éxito rotundo. Inspirada en el Miles gloriosus de Plauto, permitía que Rhodomont y Scaramouche se lucieran, aquél como capitán y éste como su ayudante. Parte de este logro se debió a la habilidad de André-Louis al ampliar los argumentos indicando minuciosamente las líneas que seguirían el diálogo y repartiendo algunos trozos de estos parlamentos, aunque sin exigir que los actores los siguieran al pie de la letra.

Simultáneamente, mientras el negocio iba viento en popa, también se ocupaba de los sastres y decoradores, mejorando el vestuario de la compañía, que tanto lo necesitaba. Encontró una pareja de actores en apuros económicos, y los contrató para papeles secundarios, como los de boticarios o notarios, haciendo que en sus ratos de ocio pintaran el nuevo decorado, que debía estar listo para la conquista de Nantes, a principios de año. André-Louis nunca había trabajado tanto. Su impetuoso entusiasmo era tan inagotable como su buen humor. Iba y venía, actuaba, escribía, creaba, dirigía, planeaba y ejecutaba mientras Binet se ocupaba de descansar, beber Borgoña todas las noches, comer pan blanco y otros manjares exquisitos, sin dejar de felicitarse por su astucia al asociarse con aquel joven infatigable. Tras descubrir cuan vanos eran sus temores a actuar en Rédon, ahora empezaba a perderle el miedo a entrar con su compañía en Nantes.

Ese optimismo se reflejaba en todos los miembros de la compañía, menos en Climéne. La joven ya no miraba con desdén a Scaramouche, pues comprendía que sus desaires no lograban zaherirlo. Pero a medida que se reprimía, aumentaba su resentimiento, y buscaba a toda costa algún desahogo.

Un buen día, después de terminada la función, Climéne buscó la manera de encontrarse con André-Louis cuando éste saliera del teatro. Los demás se habían ido ya y ella volvió con el pretexto de haber dejado olvidada alguna cosa.

– ¿Puede saberse qué te he hecho yo? -le preguntó ella sin ambages.

– ¿Hacerme tú a mí? -se sorprendió André-Louis.

La joven gesticuló impaciente.

– ¿Por qué me odias?

– ¿Odiarte, yo? No odio a nadie. Es la más estúpida de las emociones. Nunca he odiado a nadie… ni siquiera a mis enemigos.

– ¡Qué cristiano tan resignado!

– ¿Por qué iba a odiarte?… ¡Si te considero adorable! No me canso de envidiar a Léandre. Hasta he pensado seriamente en ponerle a hacer el papel de Scaramouche y pasar yo al de galán.

– No creo que tuvieras éxito -dijo ella.

– Eso es lo único que me detiene. Y sin embargo, considerando la inspiración de Léandre en su papel, no parece difícil triunfar…

– ¿A qué inspiración te refieres?

– A la de actuar con una Climéne tan adorable.

Los ojos de la actriz escudriñaron el rostro de André-Louis.

– ¡Me estás tomando el pelo! -dijo y entró en el teatro en busca del objeto supuestamente olvidado. No había nada que hacer con aquel joven. No tenía sentimientos. No era como los demás.

Cinco minutos después, cuando la muchacha salió del teatro, lo encontró donde mismo lo había dejado, junto a la puerta.

– ¿Todavía estás aquí? -preguntó con aire de suficiencia.

– Te estaba esperando. Supongo que vas a la posada. Si me permites que te acompañe…

– ¡Cuánta galantería! ¡Cuánta condescendencia!

– ¿Acaso prefieres que no te acompañe?

– ¿Cómo voy a preferir eso, señor Scaramouche? Sabes muy bien que ambos seguimos el mismo camino y la calle es libre para todos. Lo que me confunde es el raro honor que me haces.

Él miró atentamente el rostro de la damisela, y advirtió una sombra de dignidad ofendida. Se echó a reír.

– Tal vez temía que ese honor no fuera de tu agrado.

– ¡Ah! Ahora lo entiendo -exclamó ella-. Quizá pensaste que yo debía pedírtelo. Que soy yo quien debería cortejar a un hombre, y no al revés como yo creía. Te pido excusas por mi ignorancia.

– Te diviertes siendo cruel conmigo -dijo Scaramouche-. Pero no importa. ¿Caminamos?

Salieron juntos y anduvieron deprisa para protegerse contra el aire frío de la noche. Caminaron un rato en silencio, aunque mirándose mutuamente a hurtadillas.

– ¿Decías que soy cruel? -dijo ella al fin, pues la acusación le había dolido. Él la miró sonriendo.

– ¿Puedes negarlo?

– Eres el primer hombre que me acusa de eso.

– Pero supongo que no soy el primero con el que eres cruel. Sería un halago demasiado grande para mí. Prefiero pensar que los otros han sufrido en silencio.

– ¡Dios mío! Ahora resulta que también sufres -dijo ella medio en broma y medio en serio.

– Coloco esa confesión en el altar de tu vanidad.

– Jamás lo hubiera sospechado.

– ¿Cómo podías hacerlo? ¿No soy lo que tu padre llama un actor nato? He estado actuando desde mucho antes de convertirme en Scaramouche. Por eso he reído y sigo haciéndolo cuando algo me hiere. Cuando me tratabas con desdén, yo también fingía desdén.

– Tu actuación era muy buena -dijo ella sin reflexionar.

– Por supuesto, soy un excelente actor.

– ¿Y por qué ahora este súbito cambio?

– Es la respuesta al cambio que he notado en ti. Te has cansado de interpretar el papel de damisela cruel, en mi opinión un papel demasiado aburrido e indigno de tu talento. Si yo fuera una mujer con tu gracia y tu belleza, no necesitaría recurrir a esas armas.

– ¡Mi gracia y mi belleza! -dijo como un eco afectando sorpresa. Pero su vanidad halagada la había apaciguado-. ¿Y cuándo descubriste esa gracia y esa belleza en mí?

Él la miró un momento, contemplando sus encantos, la adorable femineidad que desde el primer día le había atraído irresistiblemente.

– Cierta mañana, mientras ensayabas una escena amorosa con Léandre.

El joven sorprendió el asombro que destelló en los ojos de la muchacha.

– Eso fue la primera vez que me viste -dijo ella.

– Antes no tuve ocasión de reparar en tus encantos.

– Me pides que crea demasiado -dijo poniendo en sus palabras una tersura que él nunca había sentido en ella.

– Entonces, ¿te niegas a creerme si te confieso que fueron esa gracia y esa belleza las que decidieron mi destino aquel mismo día, obligándome a unirme a la compañía de la legua de tu padre?

Ella se quedó sin aliento. Ya no quería desahogar su rencor. Eso estaba definitivamente olvidado.

– Pero ¿por qué? ¿Con qué propósito?

– Con el propósito de pedirte un día que fueras mi esposa.

La joven se volvió y miró con osadía a Scaramouche. En sus pupilas había un brillo metálico, y un leve rubor encendía sus mejillas. Climéne creyó barruntar una broma de mal gusto.

– Vas demasiado deprisa -dijo.

– Siempre voy deprisa. Fíjate en lo que he hecho con la compañía en menos de dos meses. Otra persona, trabajando todo un año, no hubiera conseguido ni la mitad. ¿Por qué voy a ser más lento en el amor que en el trabajo? Bastante me he reprimido para no asustarte con mi precipitación. Bastante me he refrenado para imitar tu fría táctica. He esperado pacientemente hasta que te cansaras de mostrarte cruel.

– Eres un hombre desconcertante -dijo ella completamente pálida.

– Es verdad -admitió él-. Sólo la convicción de que no soy como los demás me ha permitido esperar lo que he esperado.

Maquinalmente, como de común acuerdo, los dos siguieron andando.

– Ya que según tú voy tan rápido -dijo él-, piensa que, después de todo, hasta ahora no te he pedido nada.

– ¿Cómo? -dijo ella mirándole asombrada.

– Me he limitado a contarte mis esperanzas. No soy tan audaz como para preguntarte si he de verlas realizadas enseguida.

– Así es como tiene que ser.

– Por supuesto.

A ella le exasperaba el aplomo que demostraba André-Louis. Por eso anduvo el resto del camino sin hablar y, de momento, no volvieron a tocar el tema.

Pero aquella noche, después de cenar, cuando ya Climéne estaba a punto de retirarse a su alcoba, coincidieron solos en la habitación que Binet había alquilado como salón de reuniones de la compañía.

Cuando ella se levantó para irse, Scaramouche también se puso en pie, se acercó a Climéne y encendió la vela de su palmatoria. La joven le tendió una mano blanca y de finos dedos, alargando un brazo deliciosamente torneado y desnudo hasta el codo.

– Buenas noches, Scaramouche -dijo con tanta ternura que André-Louis se quedó sin respiración, mirándola con ardor.

Pero su turbación sólo duró un instante. Tomó las puntas de los dedos que ella le ofrecía, e inclinándose, los besó. Después volvió a mirarla. La intensa femineidad de aquella mujer le seducía hasta dejarlo desarmado. Tenía el rostro muy pálido, los ojos brillantes, los labios entreabiertos en una sensual sonrisa y, bajo el chal, palpitaban unos pechos que completaban el cuadro de sus encantos.

Tirando suavemente de su mano, André-Louis la atrajo hacia sí, y ella le dejó hacer. Entonces Scaramouche le quitó la palmatoria y la puso sobre el mueble más cercano. Acto seguido la estrechó entre sus brazos, y el leve cuerpo de Climéne se estremeció mientras él la besaba murmurando su nombre como una plegaria.

– ¿Ahora soy cruel? -suspiró ella. Por toda respuesta, él volvió a besarla-. Me creías cruel porque no eras capaz de ver -murmuró Climéne.

En eso se abrió la puerta y entró el señor Binet, quien no pudo dar crédito a sus ojos. Se quedó estupefacto mientras los dos jóvenes, lentamente y con demasiado aplomo para ser natural, se separaban.

– ¿Qué sucede aquí? -preguntó el señor Binet alterado.

– ¿No es evidente? -respondió Scaramouche-. Climéne y yo hemos decidido casarnos.

– ¿Y mi opinión no os importa?

– Claro que sí. Pero no puedes ser tan desalmado ni tener tan mal gusto para negarnos tu consentimiento.

– ¡Ah! Es decir, que ya lo das por hecho, como es costumbre en ti. Pero no creas que voy a entregarte mi hija así como así. Tengo planes para ella. Esto es una fechoría, Scaramouche. Has traicionado mi confianza y estoy muy disgustado.

Avanzó unos pasos, lenta y silenciosamente. Scaramouche se volvió a Climéne sonriendo, y le devolvió la palmatoria.

– Si nos dejas solos, querida Climéne, pediré tu mano al señor Binet como es debido.

La muchacha hizo mutis, algo confundida, pero más encantada que nunca. Scaramouche cerró la puerta y se enfrentó al enfurecido Binet, que se había hundido en un sillón al lado de la mesa. En pie, delante de él, el joven dijo:

– Mi querido padre político. Te felicito. Esto significa un puesto en la Comedia Francesa para Climéne dentro de poco. Tú también brillarás en el firmamento de su gloria. Como padre de madame Scaramouche, llegarás a ser famoso.

El semblante de Binet, que miraba a André-Louis boquiabierto, se puso rojo como un tomate. Su rabia aumentaba a medida que comprendía que, por más que quisiera impedirlo, aquel joven acabaría por convencerle. Al fin pudo recobrar el habla.

– ¡Eres un maldito bandido! -gritó dando un puñetazo en la mesa-. ¡Un bandido! Primero te mezclas en mis asuntos y me despojas de la mitad de mis ganancias, y no contento con eso, ahora quieres robarme a mi hija. ¡Pero mal rayo me parta si se la entrego a un don nadie como tú, sin oficio ni beneficio, a quien sólo aguarda la horca!

Scaramouche tiró del cordón de la campanilla. Se mostraba sereno. Sonriente. Sus ojos resplandecían. Aquella noche estaba contento del mundo y de la vida. Realmente debía estarle agradecido al señor de Lesdiguiéres.

– Binet -dijo-, olvídate aunque sea por una vez de que eres Pantalone, y compórtate como un amable suegro que acaba de obtener un yerno de relevantes méritos. Vamos a beber por mi cuenta una botella del mejor Borgoña que se encuentre en Rédon. ¡Ánimo, hombre! Corta la bilis con el vino, pues nada estropea tanto el paladar como los malos hígados.

CAPÍTULO VII La conquista de Nantes

La Compañía Binet debutó en Nantes -como puede aún leerse en algunos ejemplares del Courrier Nantais- en la celebración de la Purificación con Las picardías de Scaramouche. Pero esta vez los comediantes no entraron en la ciudad como solían hacer en las aldeas, desfilando y anunciándose por las calles. André-Louis imitó la forma de anunciarse de las compañías de la Co media Francesa. Así pues, en Rédon ordenó la impresión de carteles, y cuatro días antes de la llegada de la compañía a Nantes, los fijaron en la puerta del Teatro Feydau y en otros lugares concurridos de la ciudad. En aquel entonces los anuncios y los carteles no eran tan usuales, y llamaron bastante la atención del público de Nantes. El encargado de pegarlos fue uno de los actores recién llegados a la compañía, un joven llamado Basque, quien fue enviado por delante con este propósito.

Aún pueden verse esos carteles en el Museo Carnavalet. En ellos aparecen los actores sólo con sus nombres artísticos, a excepción del señor Binet y de su hija, sin contar que el que hacía de Trivelino en una obra aparecía como Tabarino en otra, lo cual hacía aparecer al elenco cuando menos la mitad de grande de lo que en realidad era. En esos afiches se anunciaba el estreno de Las picardías de Scaramouche, a la que seguirían otras cinco comedias, cuyos títulos se mencionan, y otras no mencionadas, que se estrenarían si el favor del público de la culta ciudad de Nantes animaba a la Compañía Binet a prolongar sus representaciones en el Teatro Feydau. Los carteles también decían que la compañía se especializaba en el género teatral de la improvisación, al antiguo estilo italiano, cosa que no se veía en Francia desde hacía medio siglo, y se exhortaba al público de Nantes a no perder la ocasión de ver cómo aquellos farsantes resucitaban las viejas glorias de la Comedia del Arte. Siempre según los carteles, la presencia de la compañía en Nantes no era más que el preludio de una visita a París, donde rivalizarían con la Comedia Francesa, mostrando al mundo cuan superior es el arte de los que improvisan comparado con los actores que depende, palabra por palabra y gesto por gesto, del texto de un autor y que repiten lo mismo cada vez que salen a escena.

Era un cartel audaz, y eso asustó al señor Binet, a pesar de la poca lucidez que le quedaba con tanto Borgoña a su disposición. En su momento, protestó vehementemente, pero André-Louis no le hizo el menor caso.

– Ya sé que es una osadía -fue la respuesta de Scaramouche-. Pero a tu edad ya deberías saber que en este mundo no se triunfa sin audacia.

– Te prohíbo terminantemente que distribuyas esos carteles -insistió el señor Binet.

– Eso ya me lo esperaba. Del mismo modo que sé que después me agradecerás que te desobedezca.

– Nos llevas a una catástrofe.

– Te llevo a la fortuna. La peor catástrofe que pudiera ocurrimos sería tener que volver a actuar en los mercados de las aldeas. Os llevaré a París, aunque no quieras. Déjame hacer las cosas a mi manera.

Después de los carteles, André-Louis escribió un artículo acerca de la Comedia del Arte italiana, anunciando su resurrección gracias al gran mimo Florimond Binet. El nombre de Binet no era Florimond, sino Pierre. Pero André-Louis tenía una gran intuición teatral. Aquel artículo era una ampliación del texto contenido en los carteles. Y persuadió a Basque, que tenía relaciones en Nantes, para que usara su influencia con el fin de que aquel artículo se publicase en el Courrier Nantais, dos días antes de la llegada de la Compañía Binet. Basque lo consiguió, y no es de extrañar tomando en consideración el mérito literario y el interés intrínseco del artículo.

Así las cosas, en la primera semana de febrero, cuando llegó la Compañía Binet, ya la estaban esperando con curiosidad. De haber sido por Binet, hubieran entrado en Nantes como de costumbre, en una cabalgata carnavalesca, a golpe de bombo y platillo. Pero André-Louis se opuso tajantemente.

– Pondríamos en evidencia nuestra pobreza -dijo-. En vez de eso, entraremos sin ser vistos para que el público ponga su imaginación a trabajar.

Como de costumbre, Scaramouche se salió con la suya. Binet ya estaba cansado de pelear contra el joven, sobre todo ahora que la lucha era desigual, pues Climéne, obviamente apoyaba a su amado Scaramouche, reprobando los procedimientos anticuados de su padre. Metafóricamente hablando, el señor Binet rindió la guardia, y maldijo el día en que había dejado entrar en su compañía a aquel joven tan atrevido que hacía con él lo que le daba la real gana. Estaba seguro de que tarde o temprano su intrepidez acabaría hundiéndole. Mientras tanto, trataba de olvidar con el Borgoña que ahora tenía en abundancia. Nunca había bebido tanto en su vida. Y tal vez las cosas no iban tan mal como imaginaba. Al fin y al cabo tenía que agradecerle a Scaramouche todo aquel Borgoña. Y aunque se temía lo peor, albergaba la esperanza de que todo fuera bien.

Y así, temiendo siempre lo peor, aguardó entre bastidores a que el telón se levantara en aquella primera representación de su compañía en el Teatro Feydau, que estaba lleno de un público curioso, excitado por lo que había leído en los carteles.

Aunque el argumento de Las picardías de Scaramouche no ha sobrevivido a su autor, según cuenta André-Louis en sus Confesiones, comienza con un parlamento de Polichinela en el papel de celoso enamorado que trata de conquistar a Colombina, la doncella de Climéne, para que acceda a espiar a su ama. Empieza con piropos y zalemas, pero se equivoca, pues la alegre Colombina sólo se deja cortejar por los galanes apuestos, y el jorobado tiene que pasar a las amenazas, anunciando que se vengará si no le obedece incondicionalmente o si le traiciona. Tampoco así consigue su objetivo, y tiene que recurrir a las dádivas, con lo cual consigue vencer al fin la resistencia de Colombina, quien promete a Polichinela que espiará a Climéne y le dará a él toda la información acerca de la conducta de su ama.

La pareja actuó a las mil maravillas, y sin duda a esto contribuyó considerablemente el hecho de que estuvieran tan nerviosos ante un público tan numeroso. Polichinela se mostró orgulloso e insistente; Colombina, indiferente, desfachatada y zumbona, actuó con gran astucia para sacar el mayor partido al soborno que se le ofrecía. Las risas en el teatro se reiteraron augurando un éxito total. Pero el señor Binet, temblando entre bastidores, añoraba las estruendosas carcajadas de los campesinos, que eran su público habitual, y sus miedos no hacían sino aumentar.

Apenas Polichinela salió por la puerta, entró Scaramouche por la ventana. Era una entrada tan sensacional, que por lo general entusiasmaba a los espectadores por su inesperada comicidad. Pero no fue así en aquella ocasión. Pensando en eso al otro día, Scaramouche decidió presentarse bajo un aspecto totalmente diferente. Suprimiría todas las payasadas y chistes groseros con que había deleitado a espectadores más rústicos, y trataría de ser gracioso pero con sutileza. Presentaría al público el arquetipo de un gran bribón cómico, reservado, con cierta dignidad, que mostrara un rostro solemne y expresara un humor atractivo pero sin chocarrerías. Probablemente el público tardaría más en comprenderlo y descubrirlo, pero al final les gustaría más.

Coherente con este plan, actuó haciendo de amigo y aliado de Léandre, el enfermo de amor, a quien daba noticias de Climéne siempre buscando la ocasión de conquistar a Colombina, y su otro designio, nada honrado: la bolsa de dinero de Pantalone. También cambió el traje de Scaramouche. Acuchilló de rojo el jubón negro, un poco a lo Enrique III. El tradicional gorro de terciopelo negro se transformó en un sombrero cónico, con el ala vuelta hacia arriba y una pluma a la izquierda. Y su inseparable guitarra desapareció.

Tras asistir a todas estas transformaciones, el señor Binet esperaba desesperadamente que estallara la risa que siempre saludaba la aparición en escena de Scaramouche. Pero no hubo risas y su desaliento fue total. Pronto advirtió algo inusitadamente alarmante en la actuación de Scaramouche. Como de costumbre, el actor chapurreaba aquel francés con acento español, pero ahora no pronunciaba ninguna de las frases groseras que hacían las delicias del público.

Desesperado, se retorció las manos.

– Nos ha arruinado -se dijo-, y esto me pasa por ser tan imbécil y cederle el control de todo.

Pero el señor Binet se equivocaba de medio a medio. Cosa que advirtió cuando poco después le tocó salir a escena y se encontró con un público atento y la satisfacción reflejada en todos los rostros. No obstante, sólo se sintió seguro de que saldrían de allí con vida cuando oyó los aplausos atronadores al caer el telón en el primer acto.

Por suerte el papel de Pantalone en Las picardías de Scaramouche era el del viejo timorato, despistado e idiota, pues de no haber sido así, Binet lo hubiera echado todo a perder con sus temores. Pero como su miedo aumentaba la vacilación y el estupor tan esenciales en su papel, lejos de perjudicar su actuación, contribuyeron al éxito. Un éxito que justificó todas las expectativas suscitadas por los carteles y el artículo concebidos por Scaramouche.

El éxito de Scaramouche no se limitó al público. Al final de la función, sus compañeros le recibieron con una ovación en el gran vestíbulo del teatro. Su talento, sus recursos y energías habían convertido aquella troupe de saltimbanquis vagabundos en una respetable compañía de actores de primera clase. Así lo reconocieron generosamente todos en un discurso que leyó Polichinela, quien expresó, como prueba de su confianza Scaramouche, que del mismo modo que habían conquistado Nantes, también conquistarían el mundo bajo su guía.

En su entusiasmo olvidaron mencionar al señor Binet, quien ya estaba bastante enojado por la conciencia de su inferioridad con respecto a Scaramouche. Y aunque había visto que el gradual proceso de usurpación de su autoridad tenía sus compensaciones, en el fondo de su corazón, el resentimiento apagaba cualquier chispa de la gratitud debida a su socio. Aquella noche estaba nervioso, tenso, y sufría un sinfín de temores. Y de todo ello culpaba a Scaramouche tan amargamente que ni siquiera el reciente éxito -casi milagroso- salvaba a su socio ante sus ojos.

Y ahora, para colmo de males, los de su compañía lo ignoraban olímpicamente, los mismos actores que con tanto esfuerzo él había seleccionado entre los artistas que encontraba aquí y allá, en la hez de los pueblos. Esto acabó de enfurecerlo, despertando sus peores instintos que tan sólo estaban dormidos. Pero por profunda que fuera su rabia, no le cegó hasta el punto de traicionarse. Sin embargo, concibió la idea de reaccionar en su momento, antes de convertirse en un cero a la izquierda en su propia compañía, en aquel elenco que él dominaba hasta que aquel entrometido llegó para destruir su autoridad.

El señor Binet tomó la palabra cuando Polichinela terminó su discurso. La máscara de pintura que cubría su rostro le ayudo a disimular sus verdaderos sentimientos, y fingió sumarse a los elogios en honor de Scaramouche. Desde luego, dio a entender que todo lo que Scaramouche había logrado, era gracias a él, pues era su mano la que lo guiaba. Según expresó, quería dar las gracias a Scaramouche, pero lo hizo más bien en forma en que un señor agradece a su lacayo el escrupuloso cumplimiento de las órdenes recibidas.

A pesar de sus palabras, no pudo embaucar a la compañía, tampoco desahogarse. Consciente del gesto burlón con que todos le miraban, sólo consiguió incrementar su amargura. Pero al menos había salvado su dignidad dejando claro que él era el jefe de todos.

Tal vez sería exagerado decir que no consiguió engañarlos. Pues en lo que a sus verdaderos sentimientos se refería, sí lo consiguió. Descontando las insinuaciones en las que se atribuía el mérito, todos creyeron que su corazón estaba lleno de gratitud como el de ellos. También lo creyó André-Louis, quien en su breve respuesta fue muy generoso con Binet, más de lo que éste había sido con él.

Acto seguido, Scaramouche anunció que el éxito en Nantes era aún más dulce, pues hacía posible la casi inmediata realización de su deseo más ardiente: convertir a Climéne en su esposa. Una felicidad de la que era indigno, como fue el primero en reconocer. Esta dicha estrecharía más su relación con su buen amigo Binet, a quien debía cuanto había logrado para sí y los demás. El anuncio nupcial causó gran alegría, pues en el mundo del teatro no hay nada tan importante como el amor. Todos aclamaron a la feliz pareja, a excepción del pobre Léandre, cuyos ojos expresaban más melancolía que nunca.

Aquella noche, en la habitación del primer piso de la posada del muelle La Fosse -la misma de la que André-Louis había salido algunos meses antes para representar un papel muy diferente ante el pueblo de Nantes-, la compañía fue una gran familia feliz. En realidad, ¿era tan diferente?, se preguntaba André-Louis. ¿Acaso no se había comportado como una especie de Scaramouche, un intrigante, elocuente pero insincero, cínicamente disfrazado, que había expuesto opiniones que realmente no eran suyas? ¿Qué tenía de sorprendente su éxito tan fulgurante como actor? ¿No era realmente algo para lo cual desde siempre la Naturaleza lo había designado?

La noche siguiente, representaron El enamorado tímido con el teatro lleno, pues el eco de su exitoso debut de la primera noche se había divulgado y el lunes la cosecha de aplausos fue mayor. El miércoles pusieron en escena Fígaro Scaramouche, y el jueves por la mañana el Courrier Nantais publicó un artículo elogiando a los brillantes improvisadores, cuyo talento empequeñecía al de los meros recitadores de libretos memorizados.

Cuando André-Louis leyó el periódico durante el desayuno, se rió para sí, pues no se engañaba acerca de la falsedad de aquella afirmación. La novedad de su anterior artículo, y la presuntuosidad que entrañaba, había conseguido engañarlos lindamente. Se volvió para saludar a Binet y a Climéne que entraban en aquel momento, y les agitó el periódico por encima de su cabeza.

– La cosa marcha bien -anunció-. Permaneceremos en Nantes hasta Pascua Florida.

– ¿De veras? -dijo Binet secamente-. Para ti todo marcha siempre muy bien.

– Puedes leerlo tú mismo -dijo Scaramouche tendiéndole el periódico.

El señor Binet leyó el artículo con el ceño fruncido y lo dejó en silencio para dedicarse a su desayuno.

– ¿Tenía razón, sí o no? -preguntó André-Louis, quien sospechó algo extraño en la conducta de Binet.

– ¿En qué?

– En querer venir a Nantes.

– Si no lo hubiera creído así, no estaríamos aquí -dijo Binet.

Atónito, André-Louis dejó el tema.

Después del desayuno, Scaramouche y Climéne salieron a tomar el aire por los muelles. Era un día soleado, menos frío que los anteriores. Colombina se unió a ellos, aunque su indiscreción quedó atenuada por la presencia de Arlequín, quien corrió hasta alcanzarla.

André-Louis iba delante con Climéne, hablando de algo que empezaba a preocuparle.

– Últimamente tu padre se comporta conmigo de un modo muy raro -dijo-. Casi como si súbitamente me odiara.

– Son imaginaciones tuyas -repuso ella-. Mi padre, al igual que todos, te está muy agradecido.

– Lo que demuestra es cualquier cosa menos agradecimiento. Está furioso conmigo, y creo que sé cuál es el motivo. ¿Tú no? ¿Puedes adivinarlo?

– No puedo.

– Si fueras mi hija, Climéne, y gracias a Dios que no lo eres, detestaría al hombre que te separase de mí. ¡Pobre Pantalone! Cuando le dije que quería casarme contigo, me llamó «bandido».

– Y tenía razón. Scaramouche siempre ha sido un mentiroso y un bandido.

– Forma parte de la naturaleza de mi personaje -dijo él-. Tu padre siempre ha querido que actuemos según nuestro propio temperamento.

– Sí. Por eso tú, al igual que Scaramouche, tomas cuanto deseas -dijo ella con una expresión a medias cariñosa y a medias tímida.

– Es posible -dijo él-. Es verdad que le arranqué a la fuerza el consentimiento para nuestro matrimonio. No quise esperar a que me lo diera. De hecho, cuando se negó, se lo arrebaté, y si ahora quiere quitármelo, lo desafiaré. Me parece que esto es lo que más le duele.

Climéne se echó a reír y empezó a responderle animadamente. Pero él no pudo oír ni una sola palabra de lo que decía. A través de los coches que iban y venían por los muelles, un carruaje, cuyo techo era casi todo de cristal, se acercaba a ellos. Dos magníficos caballos tiraban de él y el cochero iba elegantemente vestido.

En el coche iba sola una joven esbelta con un abrigo de pieles, y su rostro era de una delicada belleza. La joven se asomó a la ventanilla, boquiabierta y con los ojos clavados en Scaramouche, quien se quedó mudo, inmóvil.

Climéne, a mitad de su frase, también se detuvo tirando de la manga de su prometido.

– ¿Qué sucede, Scaramouche?

Pero él no contestó. Y en ese momento, el cochero, a quien la joven había avisado, detuvo el carruaje junto a ellos. Al ver el espléndido coche, las blasonadas portezuelas, el majestuoso cochero y el lacayo de blancas medias de seda que inmediatamente saltó al detenerse el vehículo, su refinada ocupante le pareció a Climéne una princesa de cuento de hadas. Ahora aquella princesa, inclinándose, con los ojos resplandecientes y las mejillas ruborizadas, le tendía a Scaramouche una mano exquisitamente enguantada.

– ¡André-Louis! -le llamó.

Scaramouche tomó la mano de aquella egregia criatura del mismo modo que hubiera tomado la de Climéne, con unos ojos radiantes que reflejaban la alegría de la dama del coche y una voz que hacía eco a la alborozada sorpresa que tintineaba en la de aquella joven, él la llamó familiarmente por su nombre, como ella había hecho con él:

– ¡Aline!

CAPÍTULO VIII El sueño

– ¡Abrid la puerta! -ordenó Aline a su lacayo. Y después, a André-Louis-: ¡Sube, siéntate a mi lado! -Un momento, Aline.

Scaramouche se volvió a su novia, que no salía de su estupor, lo mismo que Arlequín y Colombina, que venían atrás y en ese momento llegaban junto al carruaje.

– ¿Me permites, Climéne? -dijo él más como orden que como ruego-. Afortunadamente no estás sola, Arlequín y Colombina te harán compañía. ¡Hasta la vista, espérame para comer! Y sin esperar respuesta, subió al coche. El lacayo cerró la portezuela, el cochero hizo restallar el látigo, y el carruaje partió a lo largo del muelle, dejando atrás a los tres cómicos boquiabiertos. Entonces, Arlequín soltó una carcajada. -Nuestro Scaramouche es un príncipe disfrazado -dijo. Colombina aplaudió mientras decía risueñamente: -¡Esto es como una novela para ti, Climéne! ¡Qué maravilloso!

Climéne depuso el ceño y su resentimiento devino turbación.

– Pero ¿quién es ella?

– Por supuesto, su hermana -dijo Arlequín de lo más seguro.

– ¿Su hermana? ¿Y tú cómo lo sabes?

– Yo sé lo que él te dirá cuando vuelva.

– Pero ¿por qué?

– Porque no le creerías si te dijera que esa dama es su madre.

Mientras veían alejarse el lujoso carruaje, caminaron en la misma dirección. Dentro del coche Aline miraba a André-Louis muy seria, con la boca ligeramente crispada y frunciendo las cejas.

– Te codeas con gente muy excéntrica -fue lo primero que dijo-. Si no me equivoco, la que te acompañaba era la señorita Binet del Teatro Feydau.

– No te equivocas. Pero no sabía que la señorita Binet fuera ya tan famosa.

– ¡Oh! ¿Y eso qué importa?… -Aline se encogió de hombros, y con tono desdeñoso, explicó-: Lo que pasa es que anoche estuve en la función. Por eso la he reconocido. -¿Estuviste anoche en el Teatro Feydau? ¡No te vi!

– ¿Tú también estabas allí?

– ¿Que si estaba? -gritó él para luego cambiar abruptamente de tono-: Sí, estaba allí.

En cierto modo le repugnaba confesar que había descendido a lo que ella consideraría poco menos que los bajos fondos, pero al mismo tiempo estaba satisfecho de comprobar que su disfraz y su voz le hacían irreconocible incluso para alguien como Aline, que lo conocía desde niño.

– Comprendo -dijo ella poniéndose más seria.

– ¿Qué es lo que comprendes?

– La extraña fascinación que ejerce la señorita Binet. Es natural que estuvieras anoche en el teatro. Tu tono de voz te ha delatado. Me decepcionas, André. Tal vez sea estúpido de mi parte, pues revela el poco conocimiento que tengo de los hombres. Sin embargo, no ignoro que la mayoría de los jóvenes modernos encuentran un irresistible atractivo en ese tipo de mujer. Pero no lo esperaba de ti. Fui lo bastante tonta para imaginar que eras distinto, que estabas por encima de esos amoríos triviales. Creía que eras un idealista.

– Pura lisonja.

– Ya lo veo. Pero eso me hiciste creer. Hablabas tanto de moral, siempre filosofando con tanta naturalidad, que me engañaste. Tu hipocresía era tan perfecta que jamás sospeché de ti. Y eres tan buen actor que me sorprende que no te hayas unido a la compañía de la señorita Binet.

– En realidad, formo parte de ella.

Eligiendo de dos males el menor, André-Louis sintió la necesidad de confesar. Al principio, Aline se mostró incrédula, luego consternada, y por último, disgustada.

– Por supuesto -dijo Aline al cabo de una pausa-. Así tienes la ventaja de estar siempre cerca de ella.

– Ésa fue sólo una de las razones. Hubo otra. Obligado a elegir entre el teatro y la horca, cometí la increíble debilidad de preferir el tablado del teatro antes que el del cadalso. Te parecerá indigno de un hombre de mis altos ideales. Pero ¿qué querías que hiciera? Al igual que otros ideólogos, me he convencido de que es más fácil predicar que dar ejemplo. ¿Quieres que me baje del carruaje para que no te contamines con mi abyecta persona? ¿O quieres que te cuente todo lo que ocurrió?

– Cuéntamelo todo primero. Después decidiremos.

Él le contó cómo había encontrado la Compañía Binet y cómo la aparición de los soldados le había impulsado a ver en ella un refugio donde ocultarse hasta que la situación se calmara. Esta explicación deshizo la actitud glacial de la joven.

– ¡Pobre André-Louis! ¿Por qué no me lo dijiste antes?

– Porque no me diste tiempo y, además, porque temí molestarte con el espectáculo de mi denigración.

– Pero ¿por qué no nos mandaste aviso de tu paradero? -protestó ella en tono severo.

– Ayer fue que pensé en hacerlo. Antes vacilé por varios e importantes motivos.

– ¿Creíste que tu nueva profesión podría ofendernos?

– Creí que sería mejor sorprenderos con la magnitud de mi éxito final.

– ¿Eso quiere decir que piensas convertirte en un gran actor? -preguntó Aline casi con desprecio.

– Es muy posible. Pero me interesa más llegar a ser un gran autor. No hagas esa mueca de asco. Es un oficio muy honrado. Todo el mundo se enorgullece de conocer a hombres como Beaumarchais y Chénier.

– ¿Piensas igualarlos?

– Pienso superarlos, aunque reconozco que fueron ellos quienes me trazaron el camino. ¿Qué te pareció la función de anoche?

– Muy divertida y muy bien concebida.

– Pues te presento al autor.

– ¿Tú? ¿Pero no es una compañía de improvisadores?

– Hasta los que improvisan necesitan un autor que trace el argumento, un resumen de las situaciones, de los diálogos, las entradas y salidas de actores. Eso es lo que hasta ahora me limito a escribir. Pero no tardaré en crear obras de un estilo más moderno.

– Te engañas, mi pobre André. La obra de anoche no hubiera sido nada sin los actores. Tenéis la suerte de contar con vuestro Scaramouche.

– Confidencialmente, te lo presento.

– ¿Tú? ¿También eres Scaramouche?

La joven se volvió para mirarlo de frente. Él sonrió levemente y asintió con un gesto.

– ¡Y cómo no fui capaz de reconocerte!

– Te agradezco el elogio. Supongo que imaginaste que mi empleo en la compañía sería de tramoyista. Y, ahora que lo sabes todo, ¿qué pasa en Gavrillac? ¿Cómo está mi padrino?

Estaba bien, según ella le contó, y aunque profundamente indignado por su fuga, en el fondo, lo que más le preocupaba era su suerte.

– Hoy le escribiré que te he visto -agregó Aline.

– Dile que estoy bien y que prospero. Pero no le digas nada más. Ni tampoco en qué me gano la vida. También él tiene sus prejuicios y hay que ser prudente. Y ahora, una pregunta que quiero hacerte desde que subí a tu carruaje. ¿Por qué estás en Nantes, Aline?

– Estoy de visita en casa de mi tía, la señora de Sautron. Con ella fui anoche al teatro. Nos aburríamos en el castillo, pero ahora todo será diferente. Mi tía recibirá hoy, entre otras, la visita de La Tour d'Azyr.

André-Louis suspiró fastidiado.

– Aline, ¿te han contado alguna vez cómo mataron a Philippe de Vilmorin?

– Sí. Primero me lo contó mi tío, y luego el propio marqués.

– ¿Y eso no te decidió a poner en duda el proyecto matrimonial?

– ¿Qué podía hacer yo? Olvidas que no soy más que una mujer. ¿Esperabas que juzgara asuntos de esa naturaleza que son propios de los hombres?

– ¿Por qué no? Puedes hacerlo perfectamente, sobre todo porque has oído a las dos partes. Lo que te contó mi padrino es la verdad. Si no juzgas es porque no quieres -su tono se volvió duro-. Cierras los ojos a la justicia, que sería lo único que podría detenerte en tu enfermiza y artificial ambición.

– ¡Excelente! -exclamó ella mirándolo burlonamente-. ¿Sabes que eres patético? No te avergüenza que te encuentre entre la vulgar farándula, y del brazo de una fulana de teatro, y ahora me echas un sermón.

– Aunque mis compañeros fueran vulgares, aun así podría aconsejarte desde el respeto y la devoción que te tengo -dijo André-Louis con austeridad-. Pero no estoy entre personas vulgares. Una actriz puede ser honrada y virtuosa, cosa imposible en una dama que se ofrece en matrimonio por ambición, para alcanzar posición, riqueza y títulos nobiliarios.

Ella se puso pálida de cólera, y se dispuso a tirar del cordón de la campanilla.

– Creo que lo mejor será que bajes del coche y vayas a practicar la virtud en la alegre compañía de esa mujerzuela de teatro.

– No permitiré que hables de ella en esos términos.

– Vaya, ahora resulta que vamos a enfadarnos por su culpa. ¿Te he parecido poco delicada al hablar de ella? ¿Cómo debo nombrarla, como una…?

– Si quieres nombrarla de algún modo -interrumpió él con osadía-, hazlo con el respeto que deberías a mi esposa.

El asombro suavizó la cólera de la joven, pero su palidez aumentó.

– ¡Oh, Dios mío! -dijo mirándole horrorizada-. ¿Te has casado con… con esa…?

– Todavía no, pero lo haré muy pronto. Y déjame decirte que esa joven a quien, en tu ignorante desdén, insultas, es tan buena y tan pura como tú, Aline. Su talento la ha colocado en el lugar que ocupa y la llevará mucho más lejos. Y es una perfecta mujer que se guía únicamente por su instinto natural a la hora de elegir a su cónyuge.

Temblando de ira, Aline tiró del cordón.

– ¡Baja ahora mismo del coche! -dijo enérgica-. ¿Cómo te atreves a compararme con esa…?

– … con esa mujer que muy pronto será mi esposa -completó él antes de que ella pudiera rematar su insulto. Acto seguido abrió la portezuela, sin esperar al lacayo, y saltó a la calle, desde donde le dijo:

– Saluda de mi parte al asesino con el que te vas a casar. ¡Hala, hala! -le gritó al cochero tras cerrar de golpe la portezuela.

Y el carruaje se alejó por el Faubourg Gigan dejando atrás a André-Louis temblando de rabia. Gradualmente, a medida que se acercaba a la posada, su furor fue aplacándose. Y así hasta que acabó perdonando a su amiga. Ella no tenía la culpa de pensar como pensaba. Su educación hacía que viera a todas las actrices como mujerzuelas, del mismo modo que veía como un acto honrado el monstruoso matrimonio de conveniencia al que la inducían.

Cuando llegó a la posada encontró a toda la compañía sentada a la mesa. No más entrar se hizo un repentino silencio, así que sospechó que habían estado hablando de él. Arlequín y Colombina habían hecho correr de boca en boca el cuento de un príncipe disfrazado, recogido por el carruaje de una princesa, y la fantástica historia no hacía más que crecer a medida que la contaban una y otra vez.

Climéne había permanecido callada y pensativa, cavilando acerca de lo que Colombina llamaba su novela romántica. Evidentemente su Scaramouche no era lo que parecía, pues de otro modo no hubiera tratado con tanta familiaridad a aquella gran señora, ni ella a él. Ella lo había amado tal como creía que era, y ahora iba a recibir la recompensa por su desinteresado afecto.

Hasta la secreta hostilidad del viejo Binet contra André-Louis se había extinguido ante aquella revelación y le pellizcó cariñosamente el lóbulo de la oreja a su hija, diciéndole:

– ¡Aja! Así que fuiste capaz de descubrirlo a pesar de su disfraz.

El comentario la ofendió.

– De ninguna manera -dijo-. Siempre creí que era lo que aparentaba ser.

Su padre le guiñó un ojo con picardía y se echó a reír.

– Sí, por supuesto. Pero siendo hija de tu padre, que es también un caballero y conoce sus modales, descubriste una sutil diferencia entre ese joven y los que hasta ahora, por desgracia, te habían rodeado. Tú sabes tan bien como yo que ese aire altanero, esa capacidad de mandar que él posee, no se adquieren en un mohoso bufete de abogados, y que su forma de hablar y sus ideas no son las del burgués que él pretende ser. Eres muy sagaz, Climéne. Estoy orgulloso de ti.

Ella le volvió la espalda dándole la callada por respuesta. Las palabras de su padre la ofendían. Obviamente Scaramouche era un gran caballero, un poco excéntrico si se quiere, pero de ilustre cuna. Y cuando ella fuera su esposa, su padre tendría que tratarla de otro modo.

Cuando André-Louis entró en el comedor del hotel, por primera vez ella le miró tímidamente. Sólo entonces advirtió el garbo que desplegaba al andar y esa gentileza en los ademanes que sólo poseen los que en su adolescencia tuvieron profesores de baile y maestros de esgrima.

Y casi le irritó verle tratar a Arlequín como a un igual, y mucho más ver cómo Arlequín trataba con la misma confianza de siempre a aquel caballero, máxime ahora que sabía quién era.

CAPÍTULO IX El despertar

– Todavía estoy esperando la explicación que me debes -le dijo Climéne cuando se quedaron solos en la sobremesa de aquella comida a la que André-Louis había llegado tan tarde. Él llenaba su pipa, pues desde que era actor se había acostumbrado a fumar. Los demás cómicos habían salido, unos para tomar el aire, otros, como Binet y Madame, para que André-Louis pudiera explicarle a solas a Climéne algo que a él no le parecía tan importante. Con toda su santa paciencia, encendió la pipa y frunció el ceño:

– ¿Explicar qué?

– Explicar el secreto que ocultas a todos, incluyéndome a mí.

– ¿Qué secreto?

– ¿Acaso no es un secreto ocultar a tu futura esposa tu verdadera identidad? ¿No lo es hacerte pasar por un abogaducho de provincia, cosa que se ve a la legua que no eres? Me parece muy romántico, pero… en fin, ¿te quieres explicar?

– Entiendo -dijo él soltando la pipa-. Si hay algún secreto en mi vida que no te haya contado ya, es porque no lo considero importante. Pero estás equivocada, jamás he pretendido ser lo que no soy. Y no soy ni más ni menos que lo que parezco ser.

Esta persistencia empezó a enojar a Climéne, alterándole la voz y enrojeciéndole el rostro.

– Y esa fina dama de la nobleza a la que tratas con tanta confianza y que te ha llevado en su coche, mostrando por cierto muy poca consideración para conmigo, ¿quién es?

– Es como una hermana para mí -dijo él.

– ¡Como una hermana! -Climéne estaba indignada-. ¡Arlequín nos dijo que dirías eso, y le divertía mucho, pero yo no le veo la gracia! Supongo que esa especie de hermana tendrá algún nombre…

– Claro. Es la señorita Aline de Kercadiou, sobrina de Quintín de Kercadiou, señor de Gavrillac.

– ¡Oh! Un nombre de mucha alcurnia y abolengo para ser una especie de hermana tuya.

Por primera vez desde que se conocían, André-Louis notó en la joven actriz un matiz de vulgaridad que no le gustó nada.

– Para ser más exactos, tal vez debí decir que es una supuesta prima.

– ¡Una supuesta prima! ¿Y me puedes explicar qué clase de parentesco es ése?

– Eso exige una explicación.

– Eso es exactamente lo que te pido, aunque pareces reacio a dar explicaciones.

– ¡Oh, no se trata de eso! Simplemente es que no veo qué importancia pueda tener. Pero, en fin, el tío de esa dama, el señor de Kercadiou, es padrino mío, por lo cual ella y yo crecimos juntos. En el pueblo aseguran que ese caballero es mi padre. Lo cierto es que él cuidó de mi educación desde niño y a él debo el haber estudiado en Louis Le Grand. Le debo todo cuanto tengo, mejor dicho, cuanto tenía, pues por mi propia voluntad me separé de él tras una discrepancia, y hoy sólo poseo lo que puedo ganarme en el teatro, o en cualquier otra parte.

Frustrada en su orgullo, Climéne se quedó aturdida y palideció. Si aquello él se lo hubiera contado un día antes, no le habría impresionado, no le habría dado la menor importancia. Pero ahora, después de haberlo imaginado como un noble, después de las fantasiosas suposiciones de Arlequín y Colombina, que la habían convertido en la envidia de toda la compañía; después de que todos la creyeran destinada a convertirse en una gran señora, aquello era como echarle un jarro de agua fría. ¡Su príncipe de incógnito no era más que el desheredado bastardo de un caballero provinciano! Esa revelación la convertiría en el hazmerreír de toda la compañía, de todos aquellos que hasta hacía unos minutos habían envidiado su suerte de heroína de novela romántica.

– Deberías habérmelo dicho antes -le reprochó con voz ahogada en un esfuerzo por aparentar serenidad.

– Tal vez tengas razón. Pero ¿qué importa todo eso?

– ¿Que qué importa? -dijo Climéne reprimiendo su furia-. ¿No dices que la gente asegura que ese señor de Kercadiou es tu padre? ¿Y eso qué significa exactamente?

– Exactamente lo que te he dicho. Porque es un rumor al que no doy crédito. Una corazonada me dice que no debo creer en esa hablilla. Además, una vez se lo pregunté al señor de Kercadiou, y me dijo que no era él. El señor de Kercadiou es hombre de honor y yo creo en su palabra. Sobre todo cuando coincide, como en este caso, con mis intuiciones. Me aseguró que no sabía quién era mi padre.

– Y tu madre, ¿tampoco sabía quién era? -preguntó Climéne con un desdén que él no advirtió, pues en ese momento ella estaba de espaldas a la luz.

– No quiso decirme su nombre. Pero sí me confesó que era muy amiga suya.

La muchacha contestó a estas palabras con una risita desagradable que hirió a André-Louis.

– Una amiga muy íntima, puedes estar seguro, bobalicón. Y ¿cuál es entonces tu apellido?

André-Louis reprimió la indignación que empezaba a arderle en las venas para contestar tranquilamente:

– Moreau. Es el nombre del pueblo donde nací. En verdad no me lo merezco. De hecho, mi único nombre es Scaramouche, pues me lo he ganado. De modo que ya ves, querida -concluyó-, nunca te oculté ningún secreto.

– Ya lo veo -replicó la joven riéndose mientras se disponía a levantarse-. Estoy muy cansada…

Al instante él se puso en pie para ayudarla, pero ella le rechazó con un gesto.

– Voy a descansar hasta que empiece la función -dijo.

Y avanzó hacia la puerta, que él corrió a abrirle. Climéne pasó por su lado sin dignarse a mirarlo siquiera.

El romántico sueño de Climéne había terminado. El glorioso mundo que poco antes había imaginado estaba hecho añicos, a sus pies, y lo peor de todo era que aquellos escombros se alzaban como obstáculos que le impedían volver a aceptar a Scaramouche tal como en realidad era.

André-Louis se quedó fumando junto a la ventana, con la mirada perdida en el río. Estaba intrigado. Era evidente que Climéne estaba disgustada con él, pero ¿por qué? Haber confesado que no tenía padre, ni apellido, no podía perjudicarle a los ojos de una muchacha criada en aquel ambiente de artistas ambulantes. Y sin embargo, era obvio que aquella confesión le había molestado.

Media hora después la alegre Colombina lo encontró en el mismo sitio, junto a la ventana.

– ¿Aquí solo, mi príncipe? -le preguntó, y aquel saludo tan ingenuo iluminó de pronto las tinieblas que André-Louis trataba de desentrañar en vano. Súbitamente comprendió que Climéne estaba decepcionada al desaparecer la esperanza que la loca imaginación de los cómicos había engendrado a raíz de su encuentro con Aline. ¡Pobre niña!, pensó sonriendo tristemente a Colombina.

– No seré ya príncipe por mucho tiempo, pues pronto todos sabrán que no lo soy.

– ¿No eres un príncipe? ¡Oh, entonces seguramente serás duque o, como mínimo, marqués!

– Ni marqués ni duque, tan sólo soy un caballero andante. No soy más que Scaramouche, y todos mis castillos están construidos en el aire.

La decepción invadió el candoroso rostro de la comedianta. -Yo había imaginado que eras…

– Ya lo sé -interrumpió él-. Y eso es lo malo. André-Louis pudo medir el daño que aquella fantasía había causado en Climéne por su conducta de aquella noche, pues durante los entreactos los caballeretes entraban más que nunca en su camerino para manifestarle su admiración. Hasta entonces ella siempre los había recibido con grave circunspección y sin dejarles pasar de la puerta. Sin embargo, ahora se mostraba cascabelera y casi provocativa.

Mientras regresaban juntos a la posada, André-Louis, con mucho tacto, reprendió a Climéne aconsejándole mayor prudencia en lo sucesivo.

– Todavía no nos hemos casado -replicó ella con aspereza-. Espera a entonces para criticar mi conducta. -Espero que entonces no me des motivos -dijo él. -¿Esperas? ¡Pues sí que esperas tú cosas!

– Climéne, sin querer te he ofendido. Lo siento mucho.

– No importa -dijo ella-. Tú eres así.

Sin embargo, André-Louis no estaba preocupado. Comprendía la causa de su enfado, por bien que la deploraba, y por eso mismo la perdonaba. Muy pronto advirtió que también su padre se había contagiado con el mal humor de la actriz, cosa que en el fondo le divertía. Ante el enojo de Pantalone demostró un tolerante desdén. En cuanto al resto de los cómicos, eran muy cariñosos con Scaramouche. Tal vez porque le habían visto caer del alto pedestal donde su imaginación lo había colocado, o porque se daban cuenta del desencanto que aquella ficción pasajera había provocado en Climéne.

La excepción era Léandre. Su habitual melancolía parecía por fin haber desaparecido, y ahora sus ojos relucían con maliciosa satisfacción cuando veía a Scaramouche, a quien solía llamar con sorna: «mi príncipe».

Durante la mañana del día siguiente, André-Louis casi no vio a Climéne. Lo cual no era extraño, pues estaba muy ocupado preparando la puesta en escena del Fígaro Scaramouche, que tendría lugar al siguiente sábado. Por otra parte, además de sus ocupaciones teatrales, ahora dedicaba todas las mañanas una hora a asistir a una academia de esgrima. De este modo, no sólo procuraba rellenar una laguna en su formación, sino también ganar en gracia y desenvoltura para moverse por el escenario. Aquella mañana su pensamiento no se apartaba de Climéne y Aline. Y lo más curioso es que era Aline quien más le preocupaba. La actitud de Climéne le parecía algo pasajero, nada serio. Pero pensar en la conducta de Aline le desconcertaba, y lo que más le ensombrecía era imaginar su boda con el marqués de La Tour d'Azyr.

Estas meditaciones le recordaron la misión que se había impuesto y que casi había olvidado. Había jurado que haría escuchar en todo el país la voz que el marqués había silenciado con la muerte. ¿Y qué era lo que había cumplido de su juramento? Había incitado al pueblo de Rennes y de Nantes con las mismas palabras que hubiera empleado el pobre Philippe, sí, pero luego había puesto pies en polvorosa para ir a refugiarse en el primer cubil que encontró, dedicándose a cosas que nada tenían que ver con aquel juramento tan generoso. ¡Qué contraste entre lo prometido y su realización!

Así hablaba André-Louis consigo mismo, reprochándose que mientras pasaba su tiempo haciendo de Scaramouche y aspirando a rivalizar con autores como Chénier y Mercier, el señor de La Tour d'Azyr seguía vivo, haciendo su voluntad orgullosamente. Sabía que la semilla sembrada por él había dado sus frutos, pues sus peticiones de Nantes para el Tercer Estado habían sido concedidas por Necker, gracias a su anónima arenga. Pero esto no tenía nada que ver con su misión, su propósito no era regenerar al género humano, ni siquiera cambiar la estructura social de Francia. Lo único que le importaba era que el marqués pagara bien cara la muerte de su amigo Philippe de Vilmorin. Y no le hizo sentirse mucho mejor descubrir que era la posibilidad de que Aline se casara con el marqués lo que había estimulado su rencor recordándole su juramento. Tal vez fuera un poco injusto consigo mismo, y descartaba como un mero sofisma el argumento que hasta entonces le había retenido: la certeza de que si salía de su escondite lo arrestarían y lo enviarían a Rennes, donde le esperaba la horca.

Es imposible leer esta parte de sus Confesiones sin sentir cierta lástima por él. Era evidente el estado de confusión de su mente, atormentado por sentimientos encontrados, incapaz de tomar una decisión acerca del primer paso a dar para llegar a su verdadera meta.

Así las cosas, al salir a escena el jueves por la noche, la primera persona a quien vio fue a Aline, y la segunda, al marqués de La Tour d'Azyr. Ocupaban un palco a la derecha del proscenio, casi encima del escenario. Con ellos había otras personas, entre otras una venerable anciana que André-Louis supuso sería la condesa de Sautron. Pero él sólo tenía ojos para aquellas dos personas que tanto turbaban su espíritu últimamente. Ver a cualquiera de los dos hubiera bastado para desconcertarle, pero verlos juntos estuvo a punto de hacerle olvidar lo que tenía que hacer en escena. Por fin logró reunir fuerzas y actuar. Y lo hizo con inusual maestría, por lo cual fue más aplaudido que nunca antes en su breve pero sensacional carrera teatral.

Ésa fue su primera emoción de la noche. La otra vino después del segundo acto. Al entrar en el camerino de Climéne se lo encontró más lleno de admiradores que nunca, y entre ellos estaba el marqués de La Tour d'Azyr. Sentado al fondo, junto a la actriz, intercambiaba sonrisas con ella hablándole en voz baja. Estaban a solas, privilegio que Climéne no concedía a ninguno de los que iban a felicitarla. Todos los otros caballeretes de menor jerarquía se habían retirado al ver al marqués, como hacen los chacales en presencia del león.

André-Louis se quedó un rato muy confuso. Luego, recobrándose de su sorpresa, escudriñó al marqués con ojos inquisitivos. Tenía que reconocer la belleza, la gracia y el esplendor de aquel noble, su aire cortesano y su absoluto dominio de sí mismo. Más que nunca se fijó en aquellos ojos obscuros que devoraban el encantador rostro de Climéne, y tuvo que morderse los labios de rabia.

El señor de La Tour d'Azyr no reparó en él. Pero de haberlo hecho, tampoco le hubiera reconocido detrás de su máscara de Scaramouche. Y de haberlo reconocido, eso no le hubiera perturbado en lo más mínimo.

André-Louis se sentó aparte con la cabeza dándole vueltas. En eso, un caballero le dirigió la palabra, y él se volvió para contestarle. Climéne estaba poco menos que secuestrada y a Colombina la asediaba un enjambre de galanteadores. Así pues, los visitantes menos importantes debían conformarse con Madame o con los miembros masculinos de la compañía. El señor Binet era el centro de un alegre corro que le reía todos sus chistes. Parecía haber emergido súbitamente de la tristeza de los últimos días, recobrando su buen humor. Scaramouche advirtió que constantemente los ojos de Pantalone, chispeantes de felicidad, contemplaban a su hija y a su espléndido admirador.

Aquella noche Climéne y André-Louis discutieron. Cuando de nuevo él le aconsejó que no le diera motivos al marqués para que no se propasara, ella le contestó con injurias. André-Louis quedó turbado por el tono violento que por primera vez ella empleaba con él. Trató de mostrarse razonable, y entonces ella le contestó:

– Si te vas a convertir en un obstáculo para mi carrera, cuanto antes terminemos, mejor.

– Entonces ¿no me amas?

– El amor no tiene nada que ver con esto. No toleraré tus incesantes celos. Una actriz para triunfar tiene que aceptar todos los homenajes.

– Estoy de acuerdo, siempre y cuando la actriz no dé nada a cambio.

Pálida y con los ojos llameantes, se volvió a él:

– ¿Qué estás dando a entender?

– Más claro ni el agua. Una muchacha en tu situación puede aceptar todos los homenajes que le ofrezcan con tal que los reciba con una digna reserva que implique que no dará en cambio otro favor que no sea el de sus sonrisas. Si es prudente, se las arreglará para que esos homenajes sean colectivos y que ninguno de sus admiradores tenga jamás el privilegio de estar a solas con ella. Si es juiciosa, no alentará ninguna esperanza que más tarde no pueda dejar de cumplir.

– ¡Cómo! ¿Qué insinúas…?

– Conozco este mundo. Y también al señor de La Tour d'Azyr. Es un hombre despiadado, inhumano; que toma cuanto se le antoja, por las buenas o por las malas; sin importarle la desgracia que va sembrando a su paso; un hombre cuya única ley es la fuerza. Piénsalo bien, Climéne, y dime si no es mi deber advertirte.

Entonces André-Louis salió de la posada, pues consideró denigrante seguir hablando del tema.

Los días que siguieron no sólo fueron tristes para él, sino también para otro miembro de la compañía, Léandre, que estaba profundamente deprimido al ver que el marqués no cesaba de hacerle la corte a Climéne. El señor de La Tour d'Azyr no se perdía una función, reservaba siempre el mismo palco, y casi siempre iba solo o acompañado por su primo, el caballero de Chabrillanne.

El jueves de la semana siguiente, André-Louis salió a pasear solo por la mañana. Estaba disgustado, abrumado y humillado, y pensó que un paseo le aliviaría. Al doblar en la esquina de la plaza de Bouffay, tropezó con un hombre delgado, vestido de negro y con una peluca bajo un sombrero redondo. El hombre dio un paso atrás al verle, levantó sus lentes y le saludó asombrado: -¡Moreau! ¿Dónde demonios te habías metido todos estos meses? Era Le Chapelier, el abogado y líder del Casino Literario de Rennes. -Detrás del telón de Tespis -dijo Scaramouche.

– No te entiendo.

– No hace falta. Y tú, Isaac, ¿cómo estás? ¿Qué tal andan las cosas de ese mundo que parece haberse parado?

– ¿Parado? -se echó a reír Le Chapelier-. ¿Pero de dónde has salido? ¡El mundo no está parado! -y señalando un café que había a la sombra de una siniestra cárcel, agregó-: Vamos allí a beber algo mientras charlamos un poco. Eres el hombre que todos buscamos, te hemos buscado por todas partes. ¡Qué casualidad que nos hayamos encontrado! Cruzaron la plaza y entraron en el café. -¿De verdad crees que el mundo se ha parado? ¡Por Dios! Supongo que no estás al tanto de la Real Orden convocando la Asamblea General, ni de los términos en que se expresa, según los cuales vamos a tener lo que pedimos, lo que tú pediste por nosotros en Nantes. ¿No has sabido nada de las elecciones primarias? ¿Ni del tumulto que hubo en Rennes hace un mes? La Real Orden disponía que los tres Estados celebrasen sesión conjuntamente en la Asamblea General, pero en la bailía de Rennes los nobles se mostraron recalcitrantes. Acudieron a las armas, y con seiscientos de sus vasallos bajo el mando de tu viejo amigo, el marqués de La Tour d'Azyr, quisieron amedrentarnos a los miembros del Tercer Estado, quisieron pulverizarnos para poner fin a nuestra insolencia -se echó a reír burlonamente, y prosiguió-: Pero te juro por Dios que nosotros también nos enfrentamos a ellos con las armas. Seguimos el consejo que nos diste en Nantes en noviembre. Dimos una batalla campal en las calles, guiados por tu tocayo Moreau, el preboste, y les perseguimos obligándolos a refugiarse en un convento franciscano. Aquél fue el final de su resistencia a la autoridad del rey y a la del pueblo.

Le Chapelier le contó en detalle todo lo acontecido y, finalmente, llegó al asunto que, como le había dicho, le había movido a buscarlo desesperadamente por todas partes.

Nantes iba a enviar cincuenta delegados a la Asamblea de Rennes, donde debían elegir a los diputados del Tercer Estado, quienes presentarían su pliego de demandas. Rennes estaba bien representada, pero pueblos como Gavrillac sólo enviaban dos delegados por cada doscientos habitantes, o incluso menos. Tres regiones habían pedido que André-Louis fuera uno de sus delegados. Gavrillac lo quería porque era de allí y se sabía cuántos sacrificios había hecho por la causa del pueblo. Rennes lo quería porque había escuchado su discurso el día que mataron a los dos estudiantes, y Nantes, que ignoraba su verdadera identidad, le reclamaba porque era el hombre que se había dirigido al pueblo bajo el seudónimo de Omnes Omnibus, exhortándolos con la demanda que luego evidentemente influyó en Necker a la hora de redactar la convocatoria. Como no lo encontraban, las delegaciones se formaron sin él. Pero ahora había una o dos vacantes en la representación de Nantes, y por eso Le Chapelier había acudido a esta ciudad. André-Louis rechazó la propuesta de Le Chapelier moviendo la cabeza.

– ¿Te niegas? -exclamó su amigo-. ¿Estás loco? ¿Rechazas el deseo de varias regiones? ¿Te das cuenta de que probablemente te elegirán como uno de los diputados, que te enviarán como tal a la Asamblea General de Versalles para representarnos en la hazaña de salvar a Francia?

Pero a André-Louis no le importaba salvar a Francia. Lo que le importaba era salvar a las dos mujeres que amaba -aunque de maneras distintas- de un hombre al que había jurado eliminar. Por eso se mantuvo firme en su negativa.

– Es extraño -dijo André-Louis- que haya estado tan inmerso en frivolidades que no me diera cuenta de que Nantes está políticamente activa.

– ¡Activa! Más que eso, esto es una caldera al rojo vivo. La gente está a punto de estallar. Sólo la creencia de que todo marcha bien mantiene al pueblo acallado. Pero bastaría una insinuación en sentido contrario para que todo salte por los aires.

– ¿De veras? -preguntó Scaramouche pensativo-. Ese dato pudiera resultarme útil -y entonces, cambiando de tema-: ¿Sabías que el marqués de La Tour d'Azyr está aquí?

– ¿En Nantes? ¡Y aún tiene el descaro de estar aquí! La gente aquí no es dócil y conocen su participación en lo de Rennes. Parece mentira que no le hayan apedreado todavía. Pero ya lo harán, más tarde o más temprano. Sólo hace falta que alguien lo sugiera.

– Es muy posible que alguien lo haga -dijo André-Louis sonriendo-. No aparece mucho en público, menos aún en las calles. No es tan valiente como dicen. En cierta ocasión le dije que en vez de coraje lo que tenía era mucha insolencia.

Al separarse, Le Chapelier exhortó de nuevo a su amigo para que aceptara su proposición.

– Si cambias de idea, estaré en la Posada del Ciervo hasta pasado mañana. Si tienes alguna ambición, no dejes pasar esta oportunidad.

– Creo que no tengo ninguna ambición -dijo André-Louis y se alejó.

Aquella noche, en el teatro, sintió el maligno impulso de comprobar lo que Le Chapelier había dicho acerca del estado de ánimo popular latente en Nantes. Se representaba El terrible capitán, en cuyo último acto Scaramouche ponía al descubierto la cobardía del fanfarrón Rhodomont.

Después de las risotadas que la derrota del feroz capitán provocaba invariablemente, le tocaba a Scaramouche despedirle con una frase hiriente que variaba cada noche según la inspiración del momento. Aquella noche Scaramouche convirtió esa frase en un mensaje político.

– Así pues, ¡oh, cobarde!, queda demostrada tu fanfarronería. A causa de tu gran estatura, de tu enorme espada y de tu gran sombrero, el pueblo te ha tenido miedo creyendo que eras tan terrible e inexpugnable como insolente. Pero al primer encuentro con un valiente, tiemblas y lloras lastimosamente y tu gran espada se queda sin desenvainar. Me recuerdas a las clases privilegiadas cuando huyeron en las calles de Rennes al verse enfrentadas a los hombres del Tercer Estado. Era una morcilla audaz, y André-Louis estaba preparado para todo: para la risa, el aplauso, la indignación, o lo que fuera. Pero no para lo que ocurrió, pues un huracán de aplausos furiosos surgió inmediatamente del anfiteatro, y fue tan repentino, tan espontáneo que casi se asustó, como un niño que de pronto se asusta al encender con una cerilla un montón de paja seca. Los hombres se subieron a los asientos, enarbolando sus sombreros al aire, ensordeciendo a todos con sus atronadoras ovaciones. Y las aclamaciones sólo cesaron cuando cayó el telón.

Scaramouche quedó meditabundo, sonriendo para sus adentros. En el último momento había visto al marqués de La Tour d'Azyr asomando la cabeza entre las sombras de su palco: en su rostro había cólera y despedía fuego por los ojos.

– ¡Dios mío! -exclamó Rhodomont recobrando el aplomo después de su histriónico terror-. Has tenido una maña increíblemente fabulosa para sacar a relucir un tema tan delicado. André-Louis le miró sonriendo.

– Esa maña suele serme muy útil algunas veces -dijo y se fue al camerino para cambiarse de ropa.

Asuntos relacionados con el argumento de una nueva obra que debía estrenarse la noche siguiente le retuvieron en el teatro, cuando el resto de la compañía ya se había ido. Más tarde, llamó a unos hombres que llevaban una silla de mano y en ella lo condujeron a la posada. Era uno de los pequeños lujos que ahora podía permitirse.

Pero en la posada le esperaba una reprimenda. Al entrar en la habitación del primer piso que hacía las veces de salón de reuniones para los artistas, se encontró a Binet discutiendo vehementemente con algunos actores. Nada más verlo entrar, Binet se encaró con Scaramouche.

– ¡Al fin has venido! -saludo al que Scaramouche sólo correspondió con un leve gesto de sorpresa-. Espero tus explicaciones acerca de la infortunada escena que has provocado esta noche.

– ¿Infortunada? ¿Te parece un infortunio que el público me aplauda?

– ¿El público? La chusma, querrás decir. ¿Quieres privarnos del mecenazgo de las personas de buena familia por culpa de tu apoyo a las más bajas pasiones del populacho?

Encogiéndose de hombros, André-Louis se dirigió a la mesa. Pantalone estaba a punto de sacarlo de sus casillas.

– Estás exagerando.

– No exagero. Soy el dueño de esta compañía. Ésta es la Compañía Binet, y aquí todo debe hacerse según mi criterio.

– ¿Y quiénes son esas personas de buena familia, cuyo mecenazgo mencionaste?

– ¿Crees que no hay gente así entre nuestro público? Pues te equivocas. Después de la función de esta noche, vino a verme el marqués de La Tour d'Azyr y me habló en los términos más severos a propósito de tu escandaloso arranque político. Me vi obligado a disculparme, y…

– Porque eres un necio -dijo André-Louis-. Un hombre que se respetase a sí mismo hubiera puesto a ese caballero de patitas en la calle. El señor Binet se puso rojo. Pero André-Louis siguió:

– Dices que eres el dueño de la compañía, pero te portas como un lacayo al recibir órdenes del primer insolente que viene a decirte que no le gustó un parlamento de uno de tus actores. Te repito que si realmente tuvieras una gota de respeto por ti mismo, le hubieras echado con cajas destempladas.

Un murmullo de aprobación se dejó oír entre varios miembros de la compañía que habían sido testigos del tono arrogante que antes empleara el marqués, por lo cual se sentían ofendidos en su condición de artistas.

– Es más -continuó André-Louis-, un hombre digno, en otro terreno, se hubiera alegrado de poder darle una patada en los cuartos traseros a ese marqués.

– ¿Qué quieres decir? -vociferó Binet y André-Louis miró a todos los comediantes sentados en torno a la mesa.

– ¿Dónde está Climéne? -preguntó alarmado. Léandre se puso en pie de un salto y, casi temblando, dijo:

– Poco después de acabada la función, salió del teatro con el marqués, y se fueron en su carruaje. Yo oí cómo el señor de La Tour d'Azyr la invitaba a traerla en coche hasta aquí.

André-Louis miró el reloj que estaba en la repisa de la chimenea y que parecía tardar una eternidad para avanzar un segundo.

– Eso fue hace una hora. Tal vez más. ¿Y aún no ha llegado?

Buscó la mirada de Binet. Los ojos de Pantalone eludían los suyos. De nuevo fue Léandre quien le contestó:

– Todavía no.

– ¡Ah!

André-Louis se sentó a la mesa y se sirvió una copa de vino.

Se hizo un silencio embarazoso. Léandre miraba a Scaramouche esperando su reacción; Colombina le compadecía en silencio. Hasta el señor Pantalone parecía esperar que dijera algo. Pero sus primeras palabras decepcionaron a todos: -¿Me han dejado algo de comer?

Le acercaron los platos, y André-Louis comió tranquilamente, en silencio, y al parecer, con apetito. Binet se sentó también, frente a él, y empezó a beber una copa de vino. Al poco rato, trató de iniciar alguna conversación insustancial. Pero aquellos a quienes se dirigía le contestaban lacónicamente, o con monosílabos. Por lo visto, aquella noche el señor Binet había caído en desgracia con los de su compañía.

Al fin se oyó en la calle el ruido de un carruaje y el piafar de unos caballos, y luego unas voces, y la sonora risa de Climéne. André-Louis siguió comiendo, como si aquello no tuviera nada que ver con él.

– ¡Qué magnífico actor! -le susurró Arlequín a Polichinela, quien asintió tristemente.

La damisela entró dándose aires de gran actriz, alzando la barbilla, los ojos risueños, el gesto triunfal. Sus mejillas ardían y su negra cabellera estaba un poco desordenada. Llevaba en la mano izquierda un ramo de flores y en su dedo anular lucía un diamante cuyo brillo cautivó inmediatamente a todos. Su padre se levantó apresuradamente para recibirla con inusitadas muestras de afecto: -¡Al fin llegas, hija mía!

La llevó hasta la mesa. Ella se dejó caer en una silla, demostrando estar algo cansada, un poco nerviosa, pero sin que la sonrisa desapareciera de sus labios ni siquiera al ver a Scaramouche al otro lado de la mesa. Sólo Léandre, que la observaba anhelante, descubrió algo parecido al miedo en sus pupilas, algo que el rápido movimiento de sus azulados párpados ocultó enseguida.

André-Louis siguió comiendo tranquilamente sin mirar siquiera a Climéne. Pronto los miembros de la compañía comprendieron que amenazaba tormenta, pero que no estallaría hasta que todos se hubieran retirado. Polichinela dio la señal levantándose, y todos salieron de la habitación. En menos de dos minutos no quedaba allí nadie salvo el señor Binet, su hija y André-Louis. Entonces Scaramouche dejó cuchillo y tenedor, bebió una copa de vino de Borgoña y se arrellanó en la silla para contemplar a Climéne.

– Creo -dijo- que vuestro paseo en coche ha sido agradable.

– Muy agradable, señor.

Imprudentemente, ella trataba de remedar la frialdad de Scaramouche, aunque sin conseguirlo.

– Y ha sido un paseo provechoso, a juzgar por la piedra preciosa que desde aquí puedo ver. Debe de valer por lo menos doscientos luises, lo que es mucho dinero incluso para alguien tan rico como el marqués de La Tour d'Azyr. ¿Sería impertinente que vuestro futuro esposo os preguntara, señorita, qué es lo que habéis dado a cambio de esa sortija?

Pantalone se echó a reír con una mezcla de cinismo y enfado.

– Nada -dijo Climéne airada.

– Todo el mundo sabe que una joya es una especie de anticipo.

– ¡En nombre de Dios! Lo que dices es indecente -protestó Binet.

– ¿Indecente? -André-Louis miró a Binet con un desprecio tan fulminante que el muy sinvergüenza se removió intranquilo en su asiento-. ¿Has mencionado la palabra decencia, Binet? No me hagas perder la paciencia, que es lo que más detesto en la vida -y volvió a mirar a Climéne, que estaba con los codos apoyados en la mesa y la barbilla en la palma de las manos, mirándole entre indiferente y desafiante. Entonces dijo-: Señorita, por vuestro bien os aconsejo que penséis un poco adonde conducen vuestros pasos.

– No necesito vuestros consejos para saberlo.

– Ya tienes la respuesta que te mereces -dijo Binet riendo-. Espero que haya sido de tu agrado.

El rostro de André-Louis había palidecido ligeramente y sus ojos, que no se apartaron un momento de su prometida, reflejaban una gran incredulidad. Ni siquiera oyó el comentario de Binet.

– No quisiera equivocarme ¿pero estáis diciendo que, conscientemente, queréis cambiar el honrado estado de esposa que os he ofrecido por… por lo que un hombre como el marqués de La Tour d'Azyr puede ofreceros?

El señor Binet hizo un gesto de fastidio volviéndose a su hija.

– Ya oyes lo que dice este gazmoño. Ahora verás con claridad que casarte con él sería tu ruina. Siempre estaría atravesado en tu camino. Sería el peor de los maridos, te quitaría todas las oportunidades que se te presenten, hija mía.

Ella asintió sacudiendo su linda cabeza.

– Empiezo a aburrirme de sus estúpidos celos -confesó mirando a su padre-. A decir verdad, me temo que como marido Scaramouche es imposible.

A André-Louis se le encogió el corazón. Pero, siempre actor, no dejó traslucir nada. Se rió un poco forzadamente y se levantó.

– Es vuestra decisión, señorita. Espero que no tengáis que arrepentiros.

– ¿Arrepentirse? -exclamó Binet sin dejar de reír, aliviado al ver que su hija al fin rompía con un novio que él nunca había aprobado, exceptuando las pocas horas en que creyó de verdad que era un excéntrico aristócrata de incógnito-. ¿Y por qué habría de arrepentirse? ¿Porque acepta la protección de un noble tan poderoso que puede regalarle una joya tan valiosa que una actriz consagrada en la Comedia Francesa no podría comprarse con el trabajo de todo un año? -Binet se había levantado y avanzó hacia André-Louis de forma conciliadora-. Vamos, vamos, amigo mío, no seas rencoroso. ¡Qué diablos! No te interpondrás en el camino de mi hija, ¿verdad? Realmente no puedes reprocharle su elección. ¿Sabes lo que significa para ella? ¿No te has parado a pensar que con el mecenazgo de un caballero así puede llegar muy alto y muy lejos? ¿No ves la suerte maravillosa que ha tenido? Si la quisieras tanto como demuestra tu temperamento celoso, no podrías desearle nada mejor.

André-Louis le miró en silencio largo rato y luego se tuvo que reír.

– ¡Eres absurdo! -dijo con desprecio-. Eres un ser absolutamente irreal -le dio la espalda y se dirigió a la puerta.

La actitud de André-Louis, su mirada de asco, su risa y sus palabras, hicieron estallar la ira del señor Binet por encima de su ánimo conciliador.

– ¿Absurdo yo? Irreal, ¿eh? -gritó siguiendo a Scaramouche y mirándolo con sus pequeños ojos donde ahora brillaba la maldad-. ¿Soy absurdo porque prefiero para mi hija la poderosa protección de ese noble caballero antes que casarla con un bastardo don nadie como tú?

André-Louis se volvió, ya con la mano en el picaporte.

– No -dijo-, me equivoqué. No eres absurdo, simplemente eres un canalla, al igual que tu hija, pues ambos estáis envilecidos.

Y salió.

CAPÍTULO X Contrición

La señorita de Kercadiou paseaba al sol de un domingo de marzo, en compañía de su tía, por la terraza del castillo de Sautron.

A pesar de su dulzura, de un tiempo a esta parte Aline estaba bastante irritable, rezumando cinismo. Lo cual hizo pensar a la señora de Sautron que su hermano Quintín había descuidado un poco su educación. Parecía que estaba muy instruida acerca de todo lo que una muchacha debía ignorar e ignoraba todo lo que una señorita debía conocer. Al menos eso pensaba la señora Sautron.

– Dígame, señora -le preguntó Aline-, ¿por qué los hombres son tan mujeriegos?

A diferencia de su hermano, la condesa era alta y sus modales, majestuosos. Antes de casarse con el caballero de Sautron, las malas lenguas del pueblo la definían como el único hombre en su familia. Desde su elevada estatura, miró azorada a su pequeña sobrina.

– Francamente, Aline, haces preguntas que no sólo son desconcertantes sino también indecentes.

– Quizá se deba a que la vida es desconcertante e indecente.

– ¿La vida? Una señorita nunca debe opinar sobre la vida.

– ¿Por qué no, si una tiene que vivir? A menos que vivir también sea una indecencia.

– Lo que es indecente es que una jovencita soltera quiera saber demasiado acerca de la vida. En cuanto a tu absurda pregunta sobre los hombres, debo recordarte que el hombre es la más noble creación de Dios, y supongo que así queda suficientemente contestada.

La señora de Sautron no estaba dispuesta a extenderse sobre el tema. Pero la señorita de Kercadiou era muy testaruda.

– Entonces -dijo Aline-, ¿quiere decirme por qué los hombres buscan irresistiblemente lo impúdico de nuestro sexo?

La condesa se detuvo alzando las manos al cielo y miró a su sobrina muy enfadada.

– A veces, y más de la cuenta, mi querida Aline, quieres saber demasiado. Le escribiré a Quintín para que te case enseguida, y eso será lo mejor para todos.

– El tío Quintín me ha dado permiso para que yo decida sobre eso -le recordó Aline.

– Ése es el último y más torpe de sus errores -afirmó la señora convencida-. ¿Dónde se ha visto que una jovencita decida cuándo será su matrimonio? Es hasta… indelicado exponerla a pensar en semejantes cosas. Pero Quintin es un patán. Su conducta es inadmisible. ¡Que el señor de La Tour d'Azyr tenga que esperar a que tú decidas! -y de nuevo se enojó-. ¡Eso es una ordinariez… es casi una obscenidad! ¡Dios mío! Cuando yo me casé con tu tío, nuestros padres lo arreglaron todo. Le vi por primera vez cuando vino a firmar el contrato. Y de haber sido de otro modo, me hubiera muerto de vergüenza. Ésa es la única manera de resolver estos asuntos.

– No dudo que tenga razón, señora. Pero ya que en mi caso no es así, trataré el asunto de otra forma. El señor de La Tour d'Azyr quiere casarse conmigo. Le he permitido que me corteje, y me gustaría que alguien le informara que no quiero que lo siga haciendo.

La condesa se quedó petrificada. Su largo rostro se puso blanco como el papel y respiraba con dificultad.

– Pero… pero ¿qué dices, Aline? -tartamudeó.

Serenamente, Aline reiteró su firme deseo.

– ¡Pero eso es horrible! No puedes jugar así con los sentimientos de un caballero de la calidad del marqués. ¿Por qué hace menos de una semana me permitiste que le dijera que accederías a ser su esposa?

– Lo hice en un momento de… precipitación. Pero después la conducta del marqués me ha convencido de mi error.

– ¡Pero, Dios mío! -exclamó la condesa-. ¿Estás ciega para no ver el gran honor que te hace? El marqués hará de ti la primera dama de Bretaña, ¿y eres tan tonta, mucho más incluso que Quintin, que desprecias esa enorme suerte? Déjame advertirte -dijo alzando un dedo admonitorio- que si continúas portándote tan estúpidamente, el señor de La Tour d'Azyr romperá definitivamente contigo y se alejará indignado, y con razón.

– Es justamente lo que más deseo, querida tía, y espero que me ayudéis a conseguirlo.

– ¡Oh, estás loca, sobrina!

– Es posible que en este momento lo único sensato sea dejarme guiar por mi instinto. Mi resentimiento está justificado porque el hombre que aspira a ser mi esposo corteja al mismo tiempo a una vulgar actriz del Teatro Feydau. -¡Aline!

– ¿Acaso no es verdad? ¿O es que encontráis justificable la conducta del marqués?

– Aline, eres muy ambigua. A veces me asombra el atrevimiento de tus palabras, y otras, lo que me deja pasmada es tu excesiva gazmoñería. Te han educado como a una pequeña burguesa. La culpa la tiene Quintin, que en el fondo siempre ha tenido alma de tendero.

– No le preguntaba su opinión sobre mi conducta, sino sobre la del señor de La Tour d'Azyr.

– Pero es una indelicadeza fijarse en esas cosas. Deberías ignorarlas por completo, y no concibo quién tiene la crueldad de enseñártelas. Pero ya que estás informada, al menos deberías tener la discreción de cerrar los ojos ante asuntos que están fuera del… del ambiente apropiado para una señorita educada como Dios manda.

– ¿Estarán también fuera de mi ámbito cuando esté casada? -Si eres juiciosa, sí. No tendrías por qué enterarte. Son cosas que… que marchitan tu inocencia. Dios no quiera que el señor de La Tour d'Azyr sepa que lo sabes. Si te hubieran educado correctamente en un convento, nada de esto sucedería. -Pero sigue sin contestar a mi pregunta -exclamó desesperada Aline-. No es mi castidad la que está en tela de juicio, sino la del señor de La Tour d'Azyr.

– ¡Castidad! -los labios de la señora de Sautron temblaron de horror, un horror que se extendió a todo su rostro-. ¿Dónde aprendiste tan espantosa e indebida palabra?

Entonces la señora de Sautron controló sus emociones, pues se dio cuenta de que lo mejor era actuar con calma y prudencia.

– Puesto que sabes tanto, querida niña, sobre lo que deberías ignorar, te diré que no hay nada malo en que un caballero tenga esas pequeñas distracciones.

– Pero ¿por qué, señora? ¿Por qué tiene que ser así?

– ¡Oh, Dios mío! Me haces preguntas que son un misterio de la Naturaleza. Es así porque es así. Porque los hombres son así.

– Porque son unos mujeriegos, querrá decir, o sea, lo que yo decía al principio.

– Eres estúpidamente incorregible, Aline…

– Usted piensa eso porque no vemos las cosas de la misma manera. Sin embargo, tengo derecho a exigir que mientras el marqués me haga la corte, no se la haga al mismo tiempo a una gris actriz. Siento que me está comparando con esa incalificable criatura y, por tanto, me insulta. El marqués es un zoquete, cuyos cumplidos son tan imbéciles como poco originales. Además, todo lo que salga de sus labios me contamina, porque están manchados por los besos de esa pelandusca.

Tan escandalizada estaba la señora que por un momento enmudeció, y luego exclamó:

– ¡Dios mío! ¡Nunca hubiera creído que tenías una imaginación tan poco delicada!

– No puedo soportarlo, señora. Cada vez que sus labios tocan mis dedos, pienso en el último objeto que han tocado y corro a lavarme las manos. La próxima vez, a no ser que sea tan buena que le transmita antes mi mensaje, pediré un aguamanil y me las lavaré en su presencia.

– Pero ¿cómo voy a decírselo? ¿Cómo?… ¿Con qué palabras? -la dama estaba realmente demudada.

– Con franqueza. Es lo más sencillo. Dígale que si su vida ha sido impura en el pasado, y si ha de ser impura en el porvenir, por lo menos debe prepararse con pureza para casarse con una muchacha pura, virgen e inmaculada.

La condesa retrocedió espantada, llevándose las manos a la cabeza y haciendo una mueca de horror:

– ¿Cómo puedes? -jadeó-. ¿Cómo puedes decir cosas tan terribles? ¿Dónde las aprendiste?

– En la Iglesia.

– ¡Ah! Pero en la Iglesia se dicen muchas cosas con… con las que no se debe soñar en este mundo. Mi querida niña, ¿cómo quieres que le diga al marqués todo eso?

– Entonces se lo diré yo.

– ¡Aline!

– Tengo que salvarme de su insulto. Estoy profundamente disgustada con el marqués, y por muy distinguido que sea convertirme en marquesa de La Tour d'Azyr, prefiero casarme con un zapatero que sea decente.

Era tal su vehemencia y tan firme su determinación que la señora de Sautron decidió una vez más recurrir a la persuasión. Aline era su sobrina, y un matrimonio así era un honor para toda la familia. Tenía que evitar que se frustrara a cualquier precio.

– Escúchame, querida -le dijo-, razonemos un poco. El señor marqués está de viaje y no volverá hasta mañana.

– Es cierto. Y yo sé adonde ha ido o, por lo menos, con quién ha ido. ¡Dios mío! Y esa ramera tiene un padre, y hasta un novio que se va a casar con ella, y ninguno de los dos hace nada. Supongo que comparten su opinión, querida tía, ya que un gran caballero debe tener sus distracciones -dijo mordazmente, y añadió-: Perdón, ¿pero qué estaba diciendo, señora?

– Que pasado mañana regresarás a Gavrillac. El marqués te seguirá en cuanto pueda.

– Es decir, cuando se haya consumido su lujuria.

– Llámalo como quieras -la condesa estaba angustiada con la irreverencia verbal de su sobrina-. En Gavrillac no estará la señorita Binet. Será cosa del pasado. Es muy desagradable que la haya conocido en este momento. Pero no me negarás que es muy atractiva. Razón de más para disculpar a tu prometido. -El señor marqués pidió formalmente mi mano hace una semana. En parte para satisfacer los deseos de la familia y, en parte… -se interrumpió titubeando un momento, para proseguir con tono quejumbroso-… en parte porque no tenía gran interés en casarme, di mi consentimiento. Por las razones que le he explicado, ahora deseo retirar definitivamente ese consentimiento.

La señora estaba fuera de sí.

– Aline, jamás te lo perdonaría. Tu tío Quintin se quedaría desolado. No sabes lo que dices, ni la cosa tan maravillosa que rechazas. ¿Acaso no te importa tu posición ni el comportamiento debido a una dama de tu clase?

– Si no fuera consciente de eso, señora, hace mucho que hubiera terminado con todo esto. Si he tolerado seguir con el marqués, es porque comprendo la importancia que ese matrimonio tiene a vuestros ojos. Pero yo exijo algo más del matrimonio, y el tío Quintin ha dejado la decisión en mis manos.

– ¡Que Dios le perdone! -dijo la condesa-. Déjame guiarte. ¡Oh, sí! Déjame guiarte -su tono era de súplica-. Le pediré consejo al tío Charles. Pero no hagas nada definitivo hasta que este infortunado asunto haya terminado. Charles sabrá cómo arreglarlo todo. El marqués hará penitencia, ya que tu tiranía así lo exige, pero no se pondrá cilicio ni ceniza en la cabeza. No le pedirás más, ¿verdad?

Aline se encogió de hombros, y dijo indiferente:

– No pido nada.

Así las cosas, la condesa consultó el caso con su esposo, un caballero de mediana edad, aristocrático porte y con mucha mano izquierda. La dama adoptó con él el mismo tono que Aline había empleado con ella y que ella había calificado de desconcertante e indecente. Incluso hizo suyas algunas frases de su sobrina.

De resultas, el lunes por la tarde, cuando al fin el carruaje del marqués de La Tour d'Azyr se detuvo ante el castillo, fue recibido por el señor de Sautron, quien le dijo que quería hablar con él un momento antes de que se cambiara de ropa.

– Gervais, estás loco -fueron las primeras palabras del señor conde.

– Querido Charles, eso no es ninguna novedad -respondió el marqués-. ¿De qué particular locura me acusan ahora? -respondió el marqués echándose cuan largo era en un sofá y mirando a su amigo con una sonrisa que parecía desafiar el paso de los años sobre su rostro.

– De la última. La que has cometido con esa actriz de la Compañía Binet.

– ¿Eso? ¡Bah! Es sólo un pequeño incidente. No es ninguna locura.

– Sí lo es en estos momentos -insistió el conde. El marqués le interrogó con la mirada, y el otro le explicó-: Aline lo sabe todo. Cómo se enteró, no lo sé. Pero lo sabe y está profundamente ofendida.

La sonrisa desapareció del rostro del marqués y se incorporó ansioso.

– ¿Ofendida?

– Sí. Ya sabes cómo es. Sabes los ideales que se ha formado. Le ofende que mientras vienes aquí por ella, al mismo tiempo busques el amor de esa Binet.

– ¿Cómo sabes eso? -preguntó el señor de La Tour d'Azyr.

– Aline se lo contó a su tía. Y la pobre niña parece tener algo de razón. Dice que no tolerará que beses su mano con los labios manchados aún de… vamos, ya sabes a qué me refiero. Piensa en la impresión que esas cosas causan en un alma pura y sensible como la de Aline. Dice cosas horribles. Por ejemplo, que la próxima vez que beses su mano, pedirá un aguamanil para lavársela en tu presencia.

El rostro del marqués se puso de color escarlata. Se levantó. Conociendo su mal genio, el conde de Sautron estaba preparado para cualquier exabrupto. Pero no fue así. El marqués se dirigió lentamente a la ventana, cabizbajo y con las manos cruzadas a la espalda. Y desde allí, sin volverse, habló con cierto tono de tristeza.

– Llevas razón, Charles -dijo-, soy un loco. Un loco malvado. Todavía me queda sentido común para admitirlo. Supongo que esto se debe a mi estilo de vida. Nunca me he privado de ningún capricho.

Súbitamente dio media vuelta, y exclamó:

– ¡Dios mío, pero yo quiero a Aline como nunca he querido a nadie! Me moriría de rabia si supiera que por mi locura la he perdido -se dio una palmada en la frente y añadió-: Soy un libertino, debí suponer que si ella se enteraba de mis diabluras, me detestaría; y te juro, Charles, que soy capaz de atravesar el fuego del Infierno para reconquistar su respeto y su aprecio.

– Espero que no sea para tanto -dijo Charles, y para atenuar la tensa situación que empezaba a aburrirle con su solemnidad, bromeó-: Lo único que se te pide es que no juegues con fuego, un fuego que, en opinión de mi sobrina, no es precisamente purificador.

– Todo ha terminado con esa actriz. ¡Todo! -aseguró el marqués.

– Te felicito. ¿Cuándo tomaste esa decisión?

– Ahora mismo. ¡Ojalá la hubiese tomado hace veinticuatro horas! -se encogió de hombros-. Al fin y al cabo, veinticuatro horas han bastado para cansarme de esa mujercilla egoísta. ¡Bah! -y un estremecimiento de disgusto le recorrió de la cabeza a los pies.

– Así todo será más fácil -dijo cínicamente el señor de Sautron.

– No digas eso, Charles. No es tan fácil. Debías haberme avisado a tiempo.

– Lo he hecho a tiempo, si aprovechas mi advertencia.

– Haré cualquier penitencia. Me postraré a sus pies. Me humillaré. Haré acto de contrición y el cielo me ayudará a enmendarme -dijo trágicamente.

Para el señor de Sautron, que siempre había visto al marqués tan arrogante y burlón, aquella conducta era asombrosa. Hubiera querido desaparecer de allí para ver la escena a través del ojo de una cerradura. Le dio unas palmadas en el hombro a su amigo.

– Querido Gervais, te veo en un estado de exaltación romántica. Basta ya. Sigue así y te prometo que todo irá bien. Yo seré tu embajador, y no te quejarás de mí.

– Pero ¿por qué no puedo ir a hablarle personalmente?

– Si eres inteligente, desaparecerás por un tiempo. Escríbele si quieres. Canta la palinodia epistolarmente. Yo le explicaré que no has ido a verla siguiendo mi consejo, y emplearé todo mi tacto. Soy un buen diplomático, Gervais, puedes confiar en mí.

El marqués levantó la cabeza y mostró un rostro entristecido. Le tendió la mano al conde.

– Muy bien, Charles. Préstame este servicio y contarás con mi amistad para todo.

CAPÍTULO XI Riña tumultuaria en el Teatro Feydau

Dejando en manos de su amigo el asunto de la señorita de Kercadiou, el marqués de La Tour d'Azyr abandonó el castillo de los Sautron profundamente apesadumbrado. Veinticuatro horas con la Binet eran suficientes para un hombre de gustos tan versallescos. Ahora recordaba ese episodio con repugnancia -inevitable reacción psicológica- admirándose de que hasta la víspera la hubiera encontrado tan deseable y reprochándose aquel antojo que había puesto en peligro su relación con la señorita de Kercadiou. Pero nada extraordinario había en su estado de ánimo, de modo que no necesitó extenderse más sobre el tema. Era simplemente el resultado del conflicto entre la bestia y el ángel que habitan en todo hombre.

El caballero de Chabrillanne -que siempre estaba a su servicio- se sentaba frente a él en la enorme berlina. Entre ellos había una mesita plegable y el caballero sugirió jugar una partida de piquet, pero el marqués no tenía humor para eso. Estaba ensimismado. Y cuando el coche empezó a rodar por las calles de Nantes, el señor de La Tour d'Azyr recordó su reciente promesa de asistir a ver actuar a la señorita Binet aquella noche en La amante infiel. Y ahora no quería verla ni en pintura. Esto le resultaba desagradable por dos motivos. Por una parte, era faltar a su palabra y, por otra, actuaba como un cobarde. Y lo que era peor: aquella mañana le había dado esperanzas a la actriz de ofrecerle en el futuro más favores de los concedidos hasta ahora. Aquella mujer vulgar -como ahora la juzgaba-había tratado de arrancarle promesas con garantías para el porvenir. Habían hablado de llevarla a París, de alojarla en una casa amueblada y, a la sombra de su poderosa protección, hacer que las puertas de los grandes teatros de la capital se abrieran de par en par ante su talento. No era que él se hubiera comprometido exactamente, de lo que se alegraba. Pero tampoco se había negado categóricamente. Ahora se imponía aclararlo todo con ella, pues estaba obligado a escoger entre su efímera pasión por la comedianta -ya casi apagada- y la adoración casi mística que sentía por Aline.

Su honor le exigía salir de aquella falsa posición. Por supuesto, la Binet le haría una escena, pero él conocía el remedio para curar esos ataques de histeria. Al fin y al cabo, el dinero todo lo puede. Tiró del cordón y se detuvo el coche. Un lacayo apareció en la ventanilla de la portezuela.

– Al Teatro Feydau -ordenó el marqués. El lacayo desapareció y la berlina siguió rodando. El señor de Chabrillanne se rió cínicamente.

– Será mejor que no te rías -le dijo el marqués-. No puedes comprenderlo. -Y acto seguido explicó lo que le sucedía. Era una rara concesión en él, pero se sentía obligado a aclararlo todo. Reflejando la misma seriedad del marqués, su primo dijo:

– ¿Por qué no le escribes? Yo en tu lugar no complicaría más las cosas.

– Las cartas pueden extraviarse, tergiversarse -respondió el marqués- Dos riesgos a los que no quiero exponerme. Si ella no me contestara, me dejaría en la incertidumbre. Y yo no estaría en paz hasta saber que esa relación ha terminado. El coche puede esperarnos mientras estemos en el teatro. Después seguiremos viaje toda la noche si fuera necesario.

– ¡Maldita sea! -hizo una mueca el señor de Chabrillanne.

El gran carruaje se detuvo ante el iluminado pórtico del Teatro Feydau y los dos caballeros descendieron. Sin saberlo, el marqués de La Tour d'Azyr acababa de caer en manos de André-Louis.

Aquel mismo día, pero por la mañana, André-Louis estaba exasperado porque Climéne se había ausentado de Nantes en compañía del marqués, aunque lo que más le indignaba era ver la muda complacencia con que el señor Binet hacía la vista gorda.

Por más que André-Louis se las diera de estoico, y por mucho hierro que quisiera quitarle al asunto, estaba atormentado. No culpaba a Climéne, pero sabía que se había equivocado respecto a ella. Según la veía ahora, no era más que una frágil barca a la deriva, a merced del primer viento que le prometiera avanzar. Estaba enferma de ambición, y André-Louis se felicitaba de haberlo descubierto a tiempo. Ahora sólo sentía por ella una gran lástima. La compasión era lo que quedaba del amor que ella le había inspirado, eran las heces del amor, el desperdicio depositado en el fondo después de vaciada la cuba del potente vino. Todo el odio de André-Louis se concentraba en su padre y en su seductor.

Las ideas que cruzaban su mente el lunes por la mañana, cuando se descubrió que Climéne no había regresado aún de su excursión del día anterior en el coche del marqués, eran bastante siniestras sin necesidad de que el turbado Léandre las atizara. Hasta ahora ambos hombres se habían tratado con mutuo desdén. Pero de pronto, compartir aquella desgracia, los unía en una especie de alianza. Al menos eso pensaba Léandre cuando aquella mañana buscaba a André-Louis en el muelle que estaba frente a la posada. Allí lo encontró, aparentemente despreocupado, fumando su pipa.

– ¡Rediós! -dijo-. ¿Cómo puedes estar ahí tan tranquilo y fumando a estas horas?…

Scaramouche miró al cielo y dijo:

– No hace frío, y hay buen sol. Aquí se está muy bien.

– No estoy hablando del tiempo -replicó Léandre de lo más excitado.

– ¿Y entonces de qué estás hablando?

– ¡De Climéne, por supuesto!

– ¡Oh! Esa señorita ya no me interesa -mintió André-Louis.

Léandre se plantó frente a él. Era apuesto, sus cabellos estaban empolvados y llevaba medias de seda. Su rostro estaba pálido y sus ojos parecían más grandes que de costumbre.

– ¿Ya no te interesa? ¿No vas a casarte con ella?

André-Louis contempló la nube de humo que salía de su pipa.

– No me ofendas. No me conformo con un plato de segunda mano.

– ¡Dios mío! -exclamó Léandre abriendo los ojos-. ¿Es que no tienes corazón? ¿Sigues siendo el mismo Scaramouche de siempre?

– ¿Qué esperas que haga? -preguntó André-Louis ligeramente sorprendido.

– No esperaba que la perdieras sin luchar.

– Pero en vista de que ya se ha ido -dijo dando una chupada a su pipa al tiempo que Léandre apretaba los puños con rabia impotente-, ¿cómo voy a luchar contra lo ineluctable? ¿Luchaste tú cuando yo te la quité?

– No era mía, así que no me la quitaste. Yo sólo era un pretendiente, en cambio tú la conquistaste. Pero aunque hubiera sido de otro modo, no se puede establecer una comparación. Lo nuestro con ella era honrado, pero ¡esto es el Infierno!

Su emoción conmovió a André-Louis, que le cogió por un brazo.

– Eres un buen muchacho, Léandre. Me alegra haberte salvado del destino que te esperaba.

– Entonces no la amas -exclamó apasionadamente-. Nunca la amaste. Si lo hubieras hecho, no hablarías así. ¡Dios mío! ¡De haber sido mi novia, y si hubiera ocurrido esto, yo mataría a ese hombre! ¿Me oyes? Pero tú, ¡oh!, estás ahí fumando y tomando el fresco, y hablando de ella como si no la conocieras. Debería partirte la cara por tus palabras.

Se quitó la mano de André-Louis del brazo y lo miró desafiante.

– Si lo hicieras -dijo André-Louis- estarías dentro de tu papel. Soltando una imprecación, Léandre dio media vuelta para irse. Pero André-Louis le detuvo.

– Un momento, amigo, dime una cosa: ¿te casarías ahora con ella?

– ¿Que si me casaría? -los ojos del joven chisporroteaban de pasión- Si ella me lo pidiera, sería su esclavo.

– Esclavo es la palabra exacta. Un esclavo en el Infierno.

– Para mí no hay Infierno donde ella esté, haga lo que haga. Yo no soy como tú, yo la amo de verdad. ¿Me oyes?

– Hace mucho que lo sé -dijo André-Louis-, aunque no sospechaba que tu enfermedad fuera tan violenta. Dios sabe que yo la amaba también, lo suficiente para compartir contigo el deseo de matar. Aunque en mi caso, la sangre azul del marqués de La Tour d'Azyr apenas mitigaría ese deseo. Me gustaría añadirle el viscoso fluido que corre por las venas del abyecto Binet.

Por un momento se dejó arrebatar, y Léandre descubrió la sed de venganza que había detrás de su fría apariencia. El joven que hacía los papeles de galán le estrechó la mano.

– Sabía que estabas actuando -le dijo-; tú sientes lo mismo que yo.

– Mira a lo que conduce el rencor. Me has descubierto. Y ahora, ¿qué? ¿Quieres ver al precioso marqués despedazado? Yo puedo ofrecerte ese hermoso espectáculo.

– ¿Cómo? -se asombró Léandre, preguntándose si no sería otra de las bromas de Scaramouche.

– Será fácil si alguien me ayuda. ¿Quieres ayudarme?

– Haré todo lo que me pidas -dijo Léandre impetuosamente-. Daría mi vida, si fuera necesario.

André-Louis le tomó otra vez por el brazo.

– Vamos a pasear un poco -dijo- y te diré lo que vamos a hacer.

Cuando los dos regresaron, los miembros de la compañía ya se disponían a comer. Climéne aún no había vuelto. El malestar presidía la mesa. Colombina y Madame estaban angustiadas. La relación entre Binet y su compañía se hacía cada vez más tirante.

André-Louis y Léandre se sentaron donde siempre. Los ojillos de Binet no dejaban de espiarlos con un brillo maligno, mientras sus gruesos labios esbozaban una grotesca sonrisa.

– Por lo visto ahora sois muy buenos amigos -dijo zumbón.

– Eres muy perspicaz, Binet -dijo Scaramouche en tal tono que más que un elogio aquello era un insulto-. Tal vez puedas adivinar también el por qué.

– Es fácil de adivinar.

– Si es así ¿por qué no se lo dices a la compañía? -le sugirió Scaramouche y, al cabo de un rato, añadió-: ¿Por qué titubeas? No creo que tu desvergüenza tenga límites.

Binet echó hacia atrás su gran cabeza.

– ¿Estás buscando pelea, Scaramouche?

– ¿Pelea? Estás de guasa. Un hombre de verdad no se rebaja a pelear con gente como tú. Todos sabemos el lugar que ocupan en la estimación pública los esposos complacientes. Pero, por todos los santos, ¿puedes decirnos qué lugar ocupan los padres complacientes?

Binet se levantó en toda su enorme corpulencia. De un manotazo apartó la mano con que Pierrot trataba de contenerle.

– ¡Maldita sea! -rugió-. Si usas ese tono insolente conmigo, te romperé la crisma.

– Si me rozas aunque sea con el pétalo de una rosa, me darás el pretexto que estoy deseando para matarte.

Scaramouche estaba tan tranquilo como de costumbre, lo que hacía que su actitud fuera mucho más temible. Los miembros de la compañía se alarmaron cuando André-Louis sacó de su bolsillo una pistola que nadie sabía que tenía.

– Estoy armado, Binet -dijo-, esto es sólo una advertencia. Vuélveme a provocar y te mataré como si fueras una asquerosa babosa, que es a lo que más te pareces, una babosa sin alma ni cerebro. Cada vez que lo pienso, me da asco tener que compartir esta mesa contigo. Se me revuelve el estómago.

Rechazó su plato y se levantó, añadiendo:

– Voy a comer al piso de abajo con los criados.

– Yo también voy contigo -dijo Colombina.

Aquello fue como una señal. De haber sido un plan preconcebido, no hubiera funcionado tan bien. Binet estaba convencido de que era una conspiración, pues detrás de Colombina se marchó Léandre, y detrás de éste, Polichinela, y luego se fueron todos hasta dejarlo solo, sentado a la cabecera de una mesa vacía, en una habitación vacía, roído por la rabia y por el miedo.

Se quedó pensativo y así lo encontró media hora después su hija, cuando regresó de su excursión y entró en la sala.

Estaba algo pálida, y un poco acoquinada ante la perspectiva de enfrentarse con las miradas de toda la compañía. Al ver que allí sólo estaba su padre, se detuvo en la puerta.

– ¿Dónde están todos? -preguntó haciendo un esfuerzo por fingir naturalidad.

El señor Binet alzó la barbilla y la miró con los ojos inyectados en sangre. Frunció el ceño, apretó los labios y carraspeó. Contempló a su hija contento de verla tan bonita, tan elegante con su largo abrigo de pieles, su manguito y el sombrero donde rutilaba una hebilla de diamantes de imitación. Con una hija así, no tenía que temerle al futuro ni a las tretas que pudiera urdir Scaramouche.

Pero al hablar su tono de voz no denotaba aquel optimismo.

– ¡Al fin has vuelto, cabeza loca! -refunfuñó-. Ya empezaba a preguntarme si ibas a actuar esta noche. No me hubiera sorprendido que no llegaras a tiempo para la función. Desde que has escogido interpretar tu nuevo y elegante papel haciendo caso omiso de mis consejos, nada puede sorprenderme.

La joven cruzó la habitación y se apoyó en la mesa, mirándolo con aburrimiento.

– No tengo nada de que arrepentirme -dijo.

– Todos los necios dicen lo mismo. Si fuera verdad, no lo dirían. Y tú haces lo mismo que ellos. Tú vas a lo tuyo, a tu aire, a pesar de los consejos de la experiencia. Acabarás con mi vida, hija, ¿qué sabes tú de los hombres?

– De momento, no puedo quejarme -dijo ella.

– Pero tal vez después descubras que habrías hecho mejor escuchando los consejos de tu viejo padre. Mientras tu marqués te anhelaba, no había nada que no pudieras obtener de él. Mientras sólo le permitieras que te besara la punta de los dedos… ¡maldita sea!… era entonces cuando tenías que haber construido tu porvenir. Aunque vivas mil años nunca volverás a tener otra ocasión como ésta, y la has desperdiciado… ¿por qué?

La muchacha se sentó.

– Eres sórdido -dijo enojada.

– ¿Sórdido, yo? Conozco muy bien este asco de mundo y creí que tú también lo conocías. Tenías la carta de triunfo, y hubiera sido para siempre tuya si hubieses jugado bien tus cartas, como yo te ordené. Bueno, pues ya has jugado tu carta, y ¿dónde está el triunfo? El viento se lo llevó. Y habrá que dar gracias a Dios si no se lleva otras cosas, por ejemplo, la compañía si seguimos como vamos. Ese granuja de Scaramouche los ha confabulado a todos contra mí. Siguiendo su ejemplo, todos se han vuelto puritanos. No volverán a sentarse a la mesa conmigo. -Pantalone balbuceaba entre rabioso y sarcástico-. Fue tu amiguito Scaramouche quien les dio el ejemplo a seguir. No contento con eso, amenazó con matarme y me llamó… Pero ¿qué mas da? Lo que importa es el peligro que entraña que la Compañía Binet descubra que puede abrirse paso sin el señor Binet y sin su hija. Ese canalla bastardo me lo ha ido robando todo poco a poco. Ahora tiene en su poder a la compañía, y es lo bastante ingrato, lo bastante vil, para hacer uso de ese poder.

– Déjalo que haga lo que quiera -dijo ella sin darle importancia.

– ¿Dejarle? -se asustó Pantalone-. ¿Y qué será de nosotros?

– En cualquier caso, la Compañía Binet ya no es importante -dijo ella-. Muy pronto iré a París, donde hay mejores teatros que el Feydau. Allí está el Palais Royal, el Ambigú Comique, la Comedia Francesa. Incluso es posible que tenga mi propio teatro.

Los ojos de Binet casi se salían de sus órbitas, y puso su gorda mano sobre las de Climéne. Ella notó que su padre temblaba.

– ¿Te ha prometido eso? ¿Te lo ha prometido?

Ella le miró inclinando la cabeza en gesto afirmativo, mirándolo pícaramente y con una sonrisita en sus labios perfectos.

– Por lo menos no me lo negó cuando se lo pedí -contestó absolutamente convencida de que todo saldría a pedir de boca.

– ¡Bah! -exclamó Binet con una mueca de disgusto y retirando su mano-. ¡No te lo negó! -se burló de ella y añadió encolerizado-: Si hubieras seguido mis consejos, el marqués hubiera accedido a todo, te hubiese dado cualquier cosa que le pidieras, pues él tiene poder para hacerlo. Pero has cambiado la certeza por la probabilidad, y yo odio las probabilidades. ¡Dios mío! Me he pasado la vida viviendo de probabilidades, y muriéndome de hambre, pues las probabilidades no se comen.

Si Climéne hubiera sospechado la conversación que en aquel momento tenía lugar en el castillo de Sautron, no se hubiese reído tan irónicamente de los funestos vaticinios de su padre. Pero estaba destinada a no saber nunca nada de aquella entrevista, lo cual fue su más cruel castigo. Ella culparía de todo -tanto el fin de sus esperanzas con el marqués como la súbita disgregación de la Compañía Binet – al vengativo y ruin Scaramouche.

De todas maneras, aunque el señor de Sautron no hubiera advertido al marqués, los sucesos de aquella noche en el Teatro Feydau le hubieran dado suficientes motivos para suspender una aventura llena de emociones demasiado desagradables. En cuanto a la disolución de la compañía, evidentemente sería obra de André-Louis, aunque no era algo que hubiera buscado deliberadamente.

Prueba de ello es que en el intermedio del segundo acto, Scaramouche entró en el camerino donde estaban Polichinela y Rhodomont. Polichinela estaba cambiándose de traje.

– No hace falta que os disfracéis -advirtió-. No creo que la obra siga después de mi entrada con Léandre en el próximo acto.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya lo veréis -dijo poniendo un papel sobre la mesa de Polichinela, que estaba repleta de cosméticos para maquillaje-. Leed esto. Es una especie de testamento en favor de la compañía. He sido abogado, y os garantizo que el documento está en orden. Todos vosotros seréis los beneficiarios de los derechos correspondientes a mi parte como socio de la compañía.

– Pero ¿quieres decir que vas a dejarnos? -exclamó Polichinela alarmado, mientras la mirada sorprendida de Rhodomont hacía la misma pregunta.

Scaramouche se encogió de hombros elocuentemente. Polichinela dijo melancólico:

– Por supuesto, esto estaba previsto. Pero ¿por qué tienes que ser el único que se vaya? Eres tú quien ha hecho de nosotros lo que somos, eres la verdadera cabeza de la troupe; nos has convertido en una auténtica compañía de teatro. Si alguien tiene que irse, que sea Binet, Binet y su infernal hija. ¡Oh, si te vas, todos nos iremos contigo!

– ¡Ay! -añadió Rhodomont-. Bastante hemos sufrido con ese bribón.

– Ya había pensado en esa posibilidad -dijo André-Louis- y no por vanidad, sino por confianza en vuestra amistad. Si sigo vivo después de ésta, os prometo que consideraré esa posibilidad.

– ¿Seguir vivo? -preguntaron los dos actores al unísono.

Polichinela se puso en pie. -¿Qué locura tienes en mente?

– Por una parte, voy a darle una satisfacción a Léandre, y por otra, tengo una pelea pendiente con alguien…

En ese momento sonaron los tres golpes de bastón en el escenario.

– ¡Me llaman a escena! -dijo Scaramouche-. Guarda ese papel, Polichinela. Aunque después de todo, quizá no sea necesario.

Y salió. Rhodomont y Polichinela se miraron atónitos.

– ¿Qué demonios se traerá entre manos? -preguntó Rhodomont.

– Lo mejor será ir a verlo -contestó el otro.

A pesar de lo que le dijo Scaramouche, Polichinela terminó de vestirse apresuradamente y siguió a Rhodomont.

Al acercarse a los bastidores una salva de aplausos los recibió. Eran algo más que aplausos, se trataba de aplausos bastante insólitos. Cuando cesaron, se oyó la voz de Scaramouche vibrando como una campana:

– Ya ves, amigo Léandre, que cuando hablas del Tercer Estado hay que explicarse mejor. ¿Qué es, exactamente, el Tercer Estado?

– Nada -respondió Léandre.

Desde los bastidores se oyó el sofocado murmullo de asombro del público, pero enseguida vino otra pregunta de Scaramouche:

– Desgraciadamente es cierto. Pero ¿qué tendría que ser?

– Todo -dijo Léandre.

Los espectadores redoblaron su ovación, ahora más enérgica por lo inesperado de la réplica.

– Cierto es también -dijo Scaramouche-, es más, eso es lo que será, lo que ya es. ¿Acaso lo dudas?

– No, lo espero -dijo Léandre, que todo lo había ensayado en secreto con su compañero.

– Puedes estar seguro -dijo Scaramouche, otra vez en medio de estruendosas aclamaciones.

Polichinela y Rhodomont volvieron a mirarse, y éste guiñó un ojo no sin alegría.

– ¡Maldita sea! -rebuznó alguien detrás de ellos-. ¿Otra vez empieza el granuja con sus mensajes políticos?

Los dos actores se volvieron para encontrarse frente a frente con Binet. A paso de lobo había llegado hasta ellos, y ahora estaba allí con su traje escarlata de Pantalone y los ojillos centelleando de ira a ambos lados de su narizota de cartón. Pero de nuevo la voz de Scaramouche captó toda su atención. El actor había avanzado hasta el borde del proscenio.

– Léandre -dijo al público- duda a veces, porque es de los que todavía adoran al carcomido ídolo del Privilegio. Por eso teme creer en una verdad que empieza a resplandecer para todo el mundo. ¿Podré convencerle? ¿Tendré que decirle cómo una turba de nobles, escoltados por criados armados, unos seiscientos hombres en total, trataron de doblegar al Tercer Estado de Rennes hace pocas semanas? ¿Tendré que recordarle la conducta marcial demostrada en esa ocasión por el Tercer Estado, y cómo limpiaron las calles de esa chusma de nobles encanallados… de cette canaille noble 1?

Un delirante aplauso lo obligó a hacer una pausa. La última frase del parlamento de Scaramouche había puesto el dedo en la llaga. A los del público que habían sufrido aquella infame denominación de «canallas», les encantó la ocurrencia de que ahora se volviera contra los nobles que la habían acuñado.

– Pero quiero hablaros de su jefe -prosiguió Scaramouche dirigiéndose al público-, que es le plus noble de cette canaille ou bien le plus canaille de ces nobles11. Vosotros le conocéis. Le teme a muchas cosas, pero sobre todo, a la voz de la verdad. Cuando la verdad es dicha con elocuencia, los de su clase tratan de silenciarla al instante. Por eso acaudilló a sus pares y a sus servidumbres, y les llevó para que asesinaran a infortunados burgueses sólo por el delito de haber levantado la voz. Pero esos infortunados burgueses se negaron a ser asesinados en las calles de Rennes. Se les ocurrió que ya que los nobles habían decretado que corriera la sangre, podía muy bien ser la sangre de los nobles la que corriera. Y formaron en orden de batalla -la noble chusma contra la chusma de los nobles-, y lo hicieron tan bien, que los aristócratas, con el señor de La Tour d'Azyr a la cabeza, huyeron en tropel hasta refugiarse en el convento de los franciscanos. Gracias a ese sagrado santuario, algunos sobrevivieron y entre ellos, el arrogante jefe de todos, el marqués de La Tour d'Azyr. Todos conocéis a ese esforzado marqués, a ese gran señor de horca y cuchillo.

La sala estalló con el ruido de una tempestad que sólo cesó un poco cuando se oyó de nuevo la voz de Scaramouche:

– ¡Oh, qué espectáculo tan maravilloso fue ver a ese gran cazador corriendo como una liebre para esconderse en el convento de los franciscanos! Desde entonces nadie le ha vuelto a ver por Rennes. Y sin embargo, desde entonces Rennes no ansia otra cosa que volverlo a ver. Pero es curioso que siendo tan valiente, sea tan discreto. ¿Y dónde creéis que se ha refugiado ese gran noble que quería lavar las calles de Rennes con la sangre de sus ciudadanos, ese hombre que hubiera hecho una carnicería con jóvenes y viejos, con cualquiera de los que él llama la canaille, con tal de silenciar la voz de la razón y la libertad que hoy ya empieza a oírse en toda Francia? ¿Dónde creéis que se esconde? Pues aquí, en Nantes.

Se oyó otro vocerío, pero Scaramouche prosiguió:

– ¿Qué decís? ¿Que no puede ser? Pues yo os garantizo, amigos míos, que en este momento está aquí, en este teatro, acechando sin ser visto desde aquel palco. Pero es demasiado tímido para mostrarse en público. ¡Oh, es un caballero tan modesto! Pero está allí, detrás de esas cortinas. ¿No os mostraréis ante vuestros amigos, marqués de La Tour d'Azyr, y ya que consideráis que la elocuencia es un don tan peligroso, no les dirigiréis ni una sola palabra? Si no lo hacéis; creerán que estoy mintiendo cuando les digo que estáis aquí…

A pesar de lo que André-Louis pensara de él, el señor de La Tour d'Azyr no era un cobarde. Decir que se escondía en Nantes no era cierto. El marqués iba y venía pública y descaradamente. Lo que pasaba era que los habitantes de Nantes hasta ese momento ignoraban su presencia entre ellos, sólo porque él había desdeñado notificarles su llegada, del mismo modo que hubiera desdeñado ocultársela.

Al verse así desafiado, y a pesar del peligroso ambiente que se respiraba en el teatro, donde el público era mayoritariamente burgués, el marqués de La Tour d'Azyr se opuso a la resistencia de Chabrillanne y descorrió las cortinas del palco mostrándose súbitamente, pálido, pero ecuánime y desdeñoso. Primero miró al osado Scaramouche y luego a los que desde abajo le manifestaban su hostilidad. Crispando los puños y enarbolando amenazadores bastones en el aire, la gente multiplicaba sus alaridos:

– ¡Asesino! ¡Canalla! ¡Cobarde! ¡Traidor!

Pero el hombre se mantenía firme frente a la tormenta, siempre sonriendo con inefable desprecio. Esperaba un poco de silencio para hablar. Pero esperó en vano, como muy pronto comprendió. Su mueca de desprecio, que no se tomó el trabajo de disimular, sólo servía para acicatear el odio hacia él.

La platea se convirtió en un pandemónium. Aquí y allí los hombres se liaban a puñetazos, y ya se veían brillar algunas espadas, aunque por suerte estaban todos tan apretujados, que apenas si podían desenvainarlas. Los que iban acompañados de damas, y los tímidos por naturaleza, abandonaron precipitadamente el teatro convertido en campo de batalla, mientras los más iracundos rompían las sillas para usarlas a guisa de garrotes y arrancaban los candelabros de las paredes usándolos como armas arrojadizas. Uno de esos candeleros de aplique, arrojado por un aristócrata desde un palco, estuvo a punto de romperle la cabeza a Scaramouche, quien seguía en medio del escenario, contemplando triunfal las consecuencias de su morcilla convertida en arenga. Conociendo la inflamable sustancia de que estaba hecho aquel público, había arrojado con acierto la tea de la discordia. Allí estaban los representantes de uno y otro bando enzarzados en aquella reyerta que ya era el preludio de la gran conmoción que agitaría a toda Francia. Los llamamientos resonaban en el teatro:

– ¡Abajo la canaille! -vociferaban unos. -¡Abajo los privilegiados! -aullaban otros. Y por encima de la gritería, se oía, tenazmente, el grito de: -¡Al palco! ¡Muerte al carnicero de Rennes! ¡Muerte al marqués de La Tour d'Azyr que le ha declarado la guerra al pueblo! Una avalancha de gente se abalanzó a una de las puertas de la platea que daba a la escalera que conducía a los palcos.

Entonces, mientras la lucha y el caos se esparcían a la velocidad de un rayo más allá del teatro, llegando incluso a la calle, el palco del señor de La Tour d'Azyr se convirtió en el centro de los ataques de los burgueses y en el bastión no sólo de los aristócratas, sino también de los que en cierta forma estaban ligados a la nobleza.

El marqués de La Tour d'Azyr había dejado su palco para encontrarse con los que se le unían. Y ahora, en la platea, un grupo de furibundos caballeros trataba de abrirse paso hasta el escenario, a través del foso de la orquesta, para castigar al audaz comediante responsable de aquella revuelta. Pero otro grupo de hombres, que apoyaba a André-Louis, les opuso resistencia obligándolos a retroceder.

En vista de esto, y acordándose del candelera que le habían arrojado, Scaramouche se volvió a Léandre, que permanecía a su lado, y le dijo:

– Ha llegado la hora de irnos.

Léandre, lívido bajo el maquillaje, sobrecogido por aquel estallido multitudinario que nunca hubiera podido imaginar, tartajeó una frase de asentimiento. Pero era demasiado tarde, pues en ese momento los atacaban por la espalda.

El señor Binet había conseguido avanzar dejando atrás a Polichinela y a Rhodomont, quienes lo habían contenido hasta el último momento. Seis nobles, asiduos visitantes del camerino de Climéne, irrumpieron en el escenario, dispuestos a descuartizar al canalla que había provocado aquella riña tumultuaria, y fueron ellos quienes apartaron a los dos actores que aguantaban a Binet. Seguían a Pantalone, con las espadas desenvainadas, pero detrás de ellos también venían Polichinela, Rhodomont, Arlequín, Pierrot, Pasquariel y Basque, armados con todo lo que pudieron coger apresuradamente para defender al hombre con quien tanto simpatizaban y en quien ahora depositaban todas sus esperanzas.

A la cabeza de los aristócratas avanzaba Binet, corriendo como nunca nadie hubiera podido imaginarlo, y esgrimiendo el largo bastón inseparable de Pantalone.

– ¡Infame sinvergüenza! -ladraba-. Me has arruinado, pero juro por Dios que me las pagarás.

André-Louis se volvió a él.

– Confundes la causa con el efecto -le gritó.

Pero no dijo más. De un certero golpe, el bastón de Binet se astilló sobre su hombro. De no ser porque se apartó rápidamente, el palo le hubiera roto la cabeza. Entonces Scaramouche se metió la mano en el bolsillo y se oyó una detonación. Era el pistoletazo con que André-Louis replicaba al bastonazo.

– ¡Ya te había avisado, inmundo alcahuete! -gritó sin dejar de apuntarle.

Binet se desplomó gritando, mientras que el feroz Polichinela, ahora fiero de verdad, se acercó a André-Louis para susurrarle rápidamente al oído:

– ¡Estás loco! ¡No era para tanto! Tienes que irte inmediatamente o dejarás aquí el pellejo. ¡Vete ahora mismo!

Era un consejo sensato y Scaramouche lo aceptó enseguida. Los caballeros que seguían a Binet, en parte paralizados por las improvisadas armas de los actores y, en parte, por la pistola de Scaramouche, le dejaron escapar. André-Louis llegó a los bastidores, donde se topó de manos a boca con dos de los policías que ya invadían el teatro para restablecer el orden. Tendría problemas con ellos por su osadía de aquella noche y por el balazo que le había incrustado a Binet en alguna parte de su obeso cuerpo. Así que blandió su pistola, diciéndoles:

– ¡Dejadme pasar o juro que os levantaré la tapa de los sesos!

Cogidos por sorpresa, asustados, pues no tenían armas de fuego, los gendarmes retrocedieron dejándolo escapar. Scaramouche pasó velozmente por delante del camerino donde las mujeres de la compañía se habían atrancado hasta que pasara la tormenta, y ganó la callejuela que estaba detrás del teatro. La calle estaba desierta. Corrió tratando de llegar a la posada para recoger su dinero y alguna ropa, pues ahora no podía permanecer en la calle vestido con el traje de Scaramouche.

Загрузка...