LIBRO TERCERO La espada

CAPÍTULO PRIMERO Transición

Es lamentable -escribía André-Louis desde París a Le Chapelier, en una carta que aún se conserva- que me haya despojado definitivamente del ropaje de Scaramouche, puesto que no hay otro más adecuado para mí. Todo parece indicar que mi papel es provocar siempre la conflagración y luego escapar antes de que me alcance el fuego. Es algo humillante. Y trato de consolarme con Epicteto -¿lo has leído?-, quien decía que no somos más que actores de una obra de teatro donde desempeñamos el papel que nos ha asignado el director. Sin embargo, no me consuela haber sido escogido para un papel tan despreciable que casi siempre consiste en el arte de escurrir el bulto. Pero si no soy valiente, al menos soy prudente, de modo que si me falta alguna virtud, puedo reivindicar otra con creces. En una ocasión fui condenado a la horca por sedición. ¿Iba a quedarme de brazos cruzados para que me ahorcaran? Esta vez me ahorcarían por varios motivos, incluyendo un asesinato, aunque en realidad no sé si el ignominioso Binet está vivo o muerto a causa del plomo que le alojé en su asquerosa panza. Me gustaría que estuviera muerto. Y en el Infierno. Pero en realidad me da lo mismo. En el terreno personal, tengo problemas. He gastado lo poco que pude llevarme cuando huí de Nantes aquella terrible noche, y las dos únicas profesiones que conozco -las leyes y el escenario- están cerradas para mí, ya que no puedo buscar empleo en ninguna de las dos sin delatarme y ponerme en manos del verdugo. Así las cosas, es posible que me muera de hambre, sobre todo tomando en cuenta el precio de los víveres en esta famélica ciudad. Y otra vez busco consuelo en Epicteto: «Es mejor -decía-morir de hambre tras haber vivido sin aflicción ni miedo, que vivir en la abundancia pero con el espíritu turbado». Lo más probable es que muera en la forma que él considera tan envidiable. Que no me parezca tan envidiable no hace más que probar que como estoico no doy la talla.


Existe otra carta suya, fechada en la misma época y dirigida al marqués de La Tour d'Azyr, que publicó el señor Émile Quersac en su libro Corrientes subterráneas en la revolución de Bretaña, exhumada por él de los archivos de Rennes, donde depositó esa carta el señor de Lesdiguiéres, quien a su vez la había recibido de manos del marqués como parte de la documentación judicial.


Los periódicos de París -dice la carta-, que han reflejado con lujo de detalles la reyerta en el Teatro Feydau y descubierto la verdadera identidad de su autor, Scaramouche, me informan también que habéis escapado al destino que os preparaba cuando suscité aquel huracán de indignación pública. No creáis que lamento vuestra salvación. Al contrario, me alegro. Matar justicieramente tiene la desventaja de que el ajusticiado no se entera de que se ha hecho justicia. De haber muerto aquella noche, de haber sido descuartizado en el teatro, ahora estaríais durmiendo un eterno sueño imperturbable. Y eso me atormentaría. Es mejor que el culpable expíe sus delitos en el tormento que en la muerte súbita. No estoy seguro de que exista un Infierno en la otra vida, pero sí sé que lo hay en ésta. Y deseo que continuéis viviendo un poco, para que probéis algo de su amargura.

Asesinasteis a Philippe de Vilmorin porque temíais lo que llamasteis su «peligroso don de la elocuencia». Aquel día juré que vuestra diabólica acción no daría frutos, pues la voz que habíais asesinado resonaría como un clarín por todo el país. Éste es mi concepto de venganza. ¿Habéis comprobado cómo he empezado a ejecutarla y cómo seguiré haciéndolo cada vez que se presente la ocasión? Al otro día de vuestro crimen, durante mi arenga al pueblo de Rennes, ¿no oísteis la voz de Philippe de Vilmorin proclamando sus ideas con ardor y pasión superiores a las suyas, gracias a que el espíritu de la justicia me inflamó con su ayuda? En Nantes, en la voz de Omnes Omnibus -de nuevo mi voz- pidiendo el dominio del Tercer Estado, ¿no oísteis otra vez la voz de Philippe de Vilmorin? ¿Habéis pensado que fueron sus ideas y no un hombre lo que asesinasteis, ideas resucitadas en mí, su amigo superviviente? ¿Comprendéis que fueron esas mismas ideas las que invalidaron vuestro recurso a las armas, cuando fuisteis derrotado en Rennes y obligado a esconderos en el convento de los franciscanos? Y aquella noche, cuando desde el escenario del Teatro Feydau fuisteis desenmascarado, ¿no escuchasteis otra vez la voz de Philippe de Vilmorin, aquel peligroso don de la elocuencia que tan neciamente creísteis silenciar con una estocada? Así pues, esa voz que resuena desde la tumba, os perseguirá incansablemente hasta que seáis arrojado al Infierno. Ahora lamentaréis no haberme matado también como os invité a hacer en aquella ocasión. Disfruto imaginando la amargura de vuestro arrepentimiento. Sentir la frustración de haber perdido una oportunidad como aquélla es el peor infierno para el alma, sobre todo para la vuestra. Éstas son las razones por las que me alegro de que os salvarais de la batalla campal en el Teatro Feydau, aunque confieso que no era ésa mi intención cuando la provoqué. Por eso estoy contento de que sigáis con vida, rabiando y sufriendo en la sombra, sabiendo al fin -puesto que no tuvisteis la lucidez de comprenderlo antes- que la voz de Philippe de Vilmorin no dejará de denunciaros, cada vez con mayor insistencia, hasta que, después de vivir temeroso, caigáis ensangrentado a manos del justo castigo que el peligroso don de la elocuencia de vuestra víctima ha levantado contra vos.


Curiosamente en esta carta no se menciona a la señorita Binet. Pudiera tratarse de una falta de sinceridad de su autor, acaso un gesto vanidoso, pues no quiere dar a entender que estaba herido por el desaire de Climéne, y de este modo la acción que protagonizó en el Teatro Feydau aparece solamente como parte de la misión que él mismo se impuso.

Estas dos cartas, ambas fechadas en abril de aquel ano de 1789, trajeron como resultado que André-Louis Moreau fuera buscado con más intensidad.

Le Chapelier lo buscaba para ayudarlo, insistiendo en que se metiera de lleno en la política. Cada vez que había una vacante, los electores de Nantes también lo buscaban, o sea, buscaban a Omnes Omnibus, cuya identidad real aún desconocían. Y, por otra parte, tanto el marqués de La Tour d'Azyr como el procurador del rey, el señor de Lesdiguiéres, lo buscaban para mandarlo al cadalso.

Con afán no menos vengativo, también le buscaba Binet, quien por desgracia se había restablecido de su herida para enfrentarse a la ruina total. Los miembros de su compañía le habían abandonado durante su convalecencia. Ahora, reconstituida bajo la dirección de Polichinela, la troupe trataba con algún éxito de seguir el camino señalado por André-Louis. De resultas del motín en el teatro, el señor marqués no pudo expresarle personalmente a la señorita Binet su propósito de poner fin a sus relaciones, y se vio obligado a escribirle desde su castillo unos días más tarde. Para que la muchacha no quedara demasiado atribulada, también le envió un billete por valor de cien luises. A pesar de lo cual, la carta casi fulminó a la infortunada Climéne y, para colmo, su padre volvió a reprocharle que se hubiera entregado tan prematuramente haciendo caso omiso de sus sabios consejos. Padre e hija atribuían la decisión del marqués a la reyerta del Teatro Feydau. Por lo demás, hacían responsable de todo a Scaramouche, y pensaban con rencor que el muy sinvergüenza se había vengado de manera desproporcionada. Sin embargo, Climéne llegó a considerar que hubiera sido mejor seguir con Scaramouche, casarse con él, y dejar en sus manos la misión de llevarla a la cúspide de su estrellato, cosa ahora del todo imposible. Esas reflexiones eran suficiente castigo para ella, pues como tan acertadamente escribió André-Louis, no hay peor infierno que «la frustración de haber perdido una oportunidad».

Mientras todos lo buscaban con tanto ahínco, André-Louis Moreau vivía prácticamente en la clandestinidad. Mientras la policía de París, espoleada por el procurador del rey desde Rennes, le buscaba en vano, él vivía en una casa a dos pasos del Palais Royal, en la rue du Hasard, adonde precisamente el azar quiso llevarlo.

Lo que en su carta a Le Chapelier aparecía como una posibilidad, finalmente ocurrió. Estaba en la miseria. Se había quedado sin dinero, incluyendo el que obtuvo por la venta de las prendas y otros artículos personales de los que había podido prescindir.

Tan desesperado estaba que una mañana de abril, mientras andaba curioseando por la rue du Hasard, se detuvo a leer un anuncio clavado en la puerta de una casa que caía a la izquierda, casi llegando a la rue de Richelieu. Tal vez el nombre de su calle, tan ligado a la casualidad, estaba a punto de obrar un milagro. El aviso estaba escrito a mano, con letra rotunda, y anunciaba que el señor Bertrand des Amis, que vivía en el segundo piso de aquella casa, precisaba un joven con apostura que supiera algo de esgrima. Cuatro flores de lis y dos espadas cruzadas blasonaban el anuncio, debajo del cual se leía en letras de oro:


BERTRAND DES AMIS

Maestro de Esgrima de la Academia del Rey


André-Louis se quedó un rato pensando. Él reunía las cualidades allí descritas. Era joven, apuesto, y en Nantes había adquirido las nociones elementales de aquel arte. Por su aspecto, el aviso parecía recién colocado, por lo tanto, aún no debían de haberse presentado muchos candidatos, y tal vez por esa razón el señor Bertrand des Amis no se mostrara tan exigente. En cualquier caso, André-Louis llevaba todo un día sin comer, y aunque aquel empleo -cuya naturaleza a ciencia cierta aún no conocía- no encajaba con sus vocaciones, ahora no estaba para pequeñeces.

Además, le gustó ese nombre de Bertrand des Amis. Era una feliz combinación que sugería una mezcla de amistad 1 y caballerosidad. Por otra parte, ya que la profesión de maestro de esgrima era tan caballeresca, lo más probable era que Bertrand des Amis no le hiciera demasiadas preguntas.

Así pues subió hasta el segundo piso, en cuyo rellano vio una puerta con el rótulo «Academia del Señor Bertrand des Amis». La empujó y entró en una antesala poco amueblada. Desde una habitación cercana, llegaba un ruido de pisadas y de aceros entrechocando, dominados por una voz vibrante, que hablaba ciertamente francés, pero una clase de francés que sólo se oye en una escuela de esgrima:

– Coulez! Mais, coulez done! ¡Así! ¡Ahora el ataque de cuarta al flanco! ¡En guardia! ¡Ésta es la respuesta! Empecemos de nuevo. ¡Eso es! Guardia en tercera. Ahora viene el corte y luego la quinta sacando la espada de debajo… Oh, mais allongez! Allongez! Allez au fond! -la voz gritaba en tono de reconvención-. Vamos, eso está mejor.

Las espadas dejaron de chocar. Y de nuevo la misma voz:

– Recordad: la mano inclinada y sin sacar el codo demasiado. Es todo por hoy. El miércoles practicaremos el tirer au mur. Es un aprendizaje más lento, pero cuando le cojáis el tranquillo a los movimientos, aprenderéis más rápido.

Otra voz murmuró una respuesta. Después, un ruido de pasos. La clase había terminado. André-Louis llamó a la puerta.

Le abrió un hombre alto, esbelto, garboso, de unos cuarenta años. Llevaba calzón de seda negro y zapatos de un tono claro. Estaba enfundado en un peto de cuero. Su nariz era aquilina y el rostro atezado; los ojos grandes y obscuros, y una boca que expresaba firmeza. Su coleta era azabache con alguna hebra de plata aquí y allá.

Llevaba debajo del brazo una careta de red metálica para guardarse la cara de los golpes del contrario. Su mirada penetrante examinó a André-Louis de la cabeza a los pies.

– ¿Señor? -preguntó cortésmente.

Evidentemente se equivocaba con la calidad de André-Louis, lo que era natural, pues a pesar de su pobreza, su aspecto exterior era irreprochable, y el señor Bertrand no podía adivinar que sólo poseía lo que llevaba puesto.

– Vengo por el letrero que habéis puesto abajo, señor -dijo André-Louis y, a juzgar por el súbito brillo de los ojos del maestro de esgrima, pensó que tal y como sospechaba apenas se había presentado ningún aspirante. El brillo de satisfacción en los ojos de Bertrand se transformó en una mirada de sorpresa:

– ¿Venís por eso?

André-Louis se encogió de hombros y sonrió a medias.

– De algo hay que vivir -dijo.

– Pero entrad. Sentaos allí. Estaré a vuestra… estaré libre para atenderos en un periquete.

André-Louis se sentó en un banco arrimado a una pared pintada de blanco. La sala era larga y de techo bajo, sin alfombra. Había otros bancos de madera, como el que ahora él ocupaba, situados a lo largo de las paredes decoradas con panoplias. También había repisas con trofeos de esgrima y máscaras de esgrima. Aquí y allí colgaban floretes y espadas cruzadas, petos de paja y una gran variedad de sables, dagas y escudos pertenecientes a diversas épocas y naciones. Había también un retrato de un obeso caballero con una gran nariz, peluca complicadamente rizada y el pecho cruzado por el cordón azul de la Orden del Espíritu Santo, en quien André-Louis reconoció al rey de Francia. Se veía también un pergamino enmarcado que certificaba que el señor Bertrand pertenecía a la Academia del Rey. En un rincón, había una estantería con libros y cerca de ella, frente a la última de las cuatro ventanas que iluminaban la habitación, un sillón y un pequeño escritorio. Un joven elegantemente vestido estaba junto a la mesa poniéndose la casaca y la peluca. El señor Bertrand se le acercó -con extraordinaria elasticidad pensó André-Louis- y charló con él mientras le ayudaba a vestirse.

Finalmente el joven se fue, no sin antes pasarse por la cara un fino pañuelo que dejó un rastro perfumado en el aire. El señor Bertrand cerró la puerta y se volvió al candidato, que en el acto se levantó.

– ¿Dónde habéis estudiado? -le preguntó bruscamente.

– ¿Estudiado? -se extrañó André-Louis-. ¡Oh, sí! En el Liceo Louis Le Grand.

El señor Bertrand frunció el ceño, interrogándolo con la mirada como si el aspirante le estuviera tomando el pelo.

– ¡Por Dios! No os pregunto dónde cursasteis Humanidades, sino en qué academia aprendisteis esgrima.

– ¡Ah, la esgrima! -no se le había ocurrido que la esgrima fuera algo tan serio que pudiera considerarse como un estudio-. No he estudiado mucho, sólo recibí algunas lecciones… en mi pueblo… hace tiempo.

El maestro enarcó las cejas.

– Pero entonces -exclamó impaciente-, ¿para qué subió los dos pisos hasta aquí?

– El anuncio no exige un alto grado de destreza. Si no soy un profesional, al menos conozco los rudimentos, y eso es suficiente para empezar a prosperar. Aprendo muy rápido. Además, poseo las otras cualidades que pide el anuncio. Como es obvio, soy joven, y en cuanto a apreciar que mi presencia no es desagradable, lo dejo a vuestra consideración. Mi profesión es la de abogado, soy un hombre de toga, aunque advierto que aquí la divisa es Cedat toga armis.

El señor Bertrand sonrió con un gesto de aprobación. Indiscutiblemente el joven tenía buena presencia y, al parecer, era inteligente. Volvió a mirarlo de la cabeza a los pies, examinando sus condiciones físicas:

– ¿Cuál es vuestro nombre?

André-Louis titubeó y dijo:

– André-Louis.

Los negros ojos del maestro le observaron con insistencia.

– André-Louis, ¿y qué más?

– Sólo André-Louis. Louis es mi apellido.

– ¡Qué extraño apellido! A juzgar por vuestro acento venís de Bretaña. ¿Por qué salisteis de allí?

– Para salvar el pellejo -contestó sin pensarlo. Y entonces, para no complicar las cosas, agregó-: tengo allí un enemigo.

El señor Bertrand le miró intrigado mientras se acariciaba el mentón.

– ¿Habéis huido?

– Puede decirse así.

– Un cobarde, ¿eh?

– De ninguna manera -y entonces se inventó una novela. Seguramente un hombre que viviera de la espada tendría debilidad por lo novelesco- Mi enemigo es un gran espadachín -dijo-. El mejor de la provincia, por no decir de toda Francia. Por lo menos tiene esa fama. Pensé que sería conveniente venir a París para aprender el arte de la esgrima y luego volver allá para matarle. Para hablar con franqueza, eso fue lo que me atrajo en vuestro anuncio. También tengo que confesar que no puedo pagarme las lecciones. Pensé encontrar aquí algún empleo en mi profesión, pero no he tenido suerte. En París hay demasiados abogados, y mientras buscaba trabajo he gastado el poco dinero que tenía. Y en fin… vuestro anuncio me pareció algo providencial, como caído del cielo.

El señor Bertrand le cogió por los hombros y le miró a la cara.

– ¿Todo eso es verdad, amigo mío?

– Ni una sola palabra -contestó André-Louis cediendo al irresistible impulso de decir lo más inesperado.

Pero le salió bien, porque el señor Bertrand soltó una carcajada, y después de desternillarse se declaró encantado de la honradez del aspirante.

– Quitaos la casaca -dijo- y veamos de lo que sois capaz. Por lo menos la naturaleza os ha designado para espadachín. Sois ligero, activo, flexible, tenéis el brazo largo y parecéis inteligente. Haré algo de vos y os enseñaré lo necesario para mi propósito, que consiste en que impartáis a mis nuevos discípulos los rudimentos de este arte antes de que yo me encargue de ellos. Pero hagamos una prueba. Tomad aquella careta y ese florete, y venid aquí.

Lo llevó al fondo de la sala, donde el suelo estaba marcado con líneas de tiza para que los principiantes supieran cómo había que colocar los pies.

Al cabo de diez minutos, el señor Bertrand aceptaba a André-Louis y le explicaba en detalle cuál sería su trabajo. Además de iniciar en los rudimentos de la esgrima a los principiantes, tenía que barrer la sala cada mañana, acicalar los floretes, ayudar a los discípulos a desvestirse y a vestirse, y en general, trabajar en todo lo que se presentara. El salario, de momento, sería de cuarenta libras al mes y, si no tenía otro lugar donde alojarse, podría dormir en una alcoba que estaba detrás de la sala de esgrima.

Como se ve, las condiciones eran un poco humillantes. Pero si André-Louis quería comer, debía empezar por tragarse su orgullo poco a poco, como si fueran entremeses.

– Por lo visto -dijo reprimiendo una mueca- aquí la toga no sólo cede ante la espada, sino también ante la escoba. Muy bien. Estoy de acuerdo.

Una de las características de André-Louis era que cuando hacía una elección, se ponía a trabajar con entusiasmo, poniendo en ello todos los recursos de su mente y las energías de su cuerpo. Así que cuando no instruía a los novatos en los rudimentos del arte, enseñándoles las ocho guardias y el elaborado e intrincado saludo -que en pocos días de práctica ya dominaba a la perfección-, trabajaba muy duro en esas mismas posturas, ejercitando la vista, la muñeca y las rodillas.

Al advertir su entusiasmo y viendo las evidentes posibilidades que tenía de llegar a ser un ayudante eficaz, el señor Bertrand le tomó más en serio.

– Vuestra aplicación y celo, amigo mío, merecen más de cuarenta libras al mes -le informó al final de la primera semana-. Sin embargo, de momento, os compensaré iniciándoos en los secretos de este noble arte. Vuestro futuro depende de cómo aprovechéis la suerte de recibir instrucción directa de mí.

A partir de ese momento, cada mañana, antes de abrir la academia, el maestro le dedicaba media hora a su nuevo ayudante. Gracias a aquel magisterio, André-Louis avanzaba a pasos agigantados, lo cual halagaba mucho al señor Bertrand. El maestro se hubiera mostrado menos orgulloso y más asombrado si supiera que la mitad del secreto de los sorprendentes progresos de André-Louis se debía a que estaba devorando la biblioteca de su amo, donde había una docena de tratados de esgrima firmados por maestros tan grandes como La Boéssiére, Danet, y el síndico de la Academia del Rey, Augustin Rousseau. Para el señor Bertrand, cuya destreza con la espada se basaba únicamente en la práctica y no en la teoría, y que por lo tanto no era teórico ni estudioso en ningún sentido, aquella pequeña biblioteca no era más que parte del tradicional decorado de una academia de esgrima, poco menos que un detalle ornamental. Los libros en sí no tenían para él ningún valor. No había sacado ningún provecho de su lectura, ni siquiera lo había intentado en serio. Por el contrario, André-Louis estaba acostumbrado al estudio. Y su facultad de aprenderlo todo en los libros hizo que aquellas obras fueran de gran provecho, pues memorizaba sus preceptos, comparaba las reglas de un maestro con las de otro, y luego sacaba sus propias conclusiones cuando las ponía en práctica.

Al cabo de un mes el señor Bertrand des Amis tuvo la súbita revelación de que su ayudante se había convertido en un espadachín considerablemente diestro, tanto que él mismo tenía que andarse con cuidado para que no lo derrotara.

– Desde un principio os dije -confesó un día- que la naturaleza os había designado para ser espadachín. El tiempo me ha dado la razón, y fijaos también con cuánta destreza he moldeado la materia con que la naturaleza os ha dotado.

– Al maestro corresponde la gloria -dijo André-Louis.

Sus relaciones con el señor Bertrand llegaron a ser muy amistosas, y ahora el ayudante adiestraba a discípulos más aventajados que los novatos. De hecho, André-Louis, era ya un asistente en el sentido más amplio de la palabra. El señor Bertrand, que era todo un caballero, en vez de aprovecharse de las dificultades económicas por las que atravesaba el joven, supo recompensar su celo aumentándole el salario a cuatro luises al mes.

Gracias al profundo estudio de las teorías de los grandes maestros, sucedió lo que siempre suele ocurrir, que André desarrolló sus propias teorías. Una mañana de junio estaba en su alcoba, detrás de la sala de esgrima, pensando en un pasaje de Danet que había leído la noche anterior sobre la doble y la triple finta. Le pareció que el gran maestro se había quedado en el umbral de un gran descubrimiento para el arte de la esgrima. Siendo esencialmente un teórico, André-Louis percibió en la teoría de Danet ciertos indicios que al mismo maestro se le habían escapado. Estaba tumbado en la cama, contemplando las grietas del techo mientras reflexionaba sobre el tema con esa lucidez que suele asaltarnos a primeras horas de la mañana. Durante dos meses consecutivos la espada había sido el ejercicio diario de André-Louis y casi su única idea fija. Su concentración en aquel asunto le daba una extraordinaria capacidad de visión. El arte de la esgrima, tal como entonces se aprendía y como André-Louis la practicaba diariamente, consistía en una serie de ataques y quites, una serie de movimientos defensivos de una línea a otra. Pero siempre una serie limitada. En rigor, se trataba de una media docena de cada lado, por regla general lo más lejos posible de donde viniera el ataque. Y vuelta a comenzar. Pero incluso así, esos quites eran fortuitos. ¿Qué sucedería si fueran calculados?

A partir de esta reflexión desarrollaría una de sus teorías.

Por otra parte, ¿qué sucedería si combinaba las ideas de Danet sobre la triple finta con una serie de quites ahora calculados para culminar en el cuarto o quinto, en una sucesión de ataques, invitando a la respuesta y parando siempre, no con el intento de tocar al contrincante, sino simplemente para juguetear con su hoja de modo que éste, a la larga, se viera obligado a abrir la guardia, predestinado a recibir una estocada? Cada quite de los oponentes podría calcularse para conseguir ese ensanchamiento en la postura de guardia, un ensanchamiento tan gradual que no serían conscientes de ello, y como todo el tiempo estarían atentos a dar en el blanco, resultarían tocados en uno de esos movimientos defensivos.

En tiempos André-Louis había sido un buen jugador de ajedrez gracias a su facultad de ver varios movimientos por adelantado. Esa capacidad de previsión, aplicada al arte de la esgrima, causaría una auténtica revolución. Por supuesto, ya se aplicaba, pero sólo de manera elemental y muy limitada, en simples fintas, dobles o triples. Pero incluso la triple finta sería un recurso chapucero comparado con el método que él estaba creando.

Mientras más pensaba en ello, mayor era su convicción de que tenía la clave de un descubrimiento. Y estaba impaciente por probar su teoría. Cierta mañana, mientras practicaba con un discípulo muy diestro con la espada, decidió ponerla en práctica. Después de ponerse en guardia, puso en marcha la combinación de movimientos prevista, cuatro fintas calculadas. Se engancharon en tercera y André-Louis atacó con una estocada a fondo. Tras la reacción que esperaba de su rival, rápidamente contrarrestó en quinta, y de nuevo empezó con su serie calculada, hasta tocar el pecho de su oponente. Le sorprendió lo fácil que resultaba.

Comenzaron de nuevo, y obtuvo el mismo resultado en el quinto quite, y con la misma facilidad. Entonces, queriendo ir más lejos, decidió hacerlo en el sexto, y tuvo el mismo éxito de antes.

Su contrincante se echó a reír, pero en su voz había un timbre de mortificación:

– ¡Hoy no estoy en forma! -dijo.

– Eso parece -admitió cortésmente André-Louis. Y añadió, siempre para probar su teoría al máximo-: Hasta tal punto es así que casi puedo asegurar que sería capaz de tocaros como y cuando quiera.

El experimentado discípulo miró a André-Louis casi mofándose de él.

– ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! -dijo.

– ¿Lo probamos? Os tocaré en el cuarto quite. Allons! En garde!

Tal como había anunciado, sucedió.

El joven caballero, que hasta ese momento no estimaba mucho a André-Louis, pues para él no era más que un buen suplente en ausencia del maestro, abrió desmesuradamente los ojos. Embriagado por el éxito, llevado por su generosidad, André-Louis estuvo a punto de descubrir su método. Un método que poco después llegaría a ser algo trivial en las salas de esgrima. Pero se contuvo a tiempo. Revelar su secreto hubiera podido destruir ese poder que debía perfeccionar ejercitándolo.

Al mediodía, cuando la academia quedó vacía, el señor Bertrand llamó a André-Louis para darle una de las ocasionales lecciones que aún solía darle, y por primera vez recibió una estocada en el transcurso del primer asalto. Como era generoso, sonrió satisfecho:

– ¡Aja! ¡Cuan deprisa aprendéis, amiguito!

También sonrió, aunque ya no tan satisfecho, cuando lo tocaron en el segundo asalto. Después puso todo su empeño, y tocó tres veces seguidas a André-Louis. La rapidez y la destreza del maestro hicieron que la teoría de André-Louis se tambaleara, pues por falta de práctica aún exigía una mayor madurez.

De todas maneras, estaba seguro de la eficacia de su teoría y, de momento, se contentaba con eso. Sólo le faltaba perfeccionar su estrategia a fuerza de práctica, a lo cual se consagró en cuerpo y alma, con esa pasión que suscita todo descubrimiento. Para empezar, se limitó a media docena de combinaciones que practicó asiduamente hasta que cada una llegó a ser casi automática. A continuación, probó su infalibilidad con los mejores discípulos del señor Bertrand.

Por último, una semana después de su último asalto con el maestro, éste le llamó para practicar con él. Pero esta vez no pudo hacer nada contra los impetuosos ataques de André-Louis.

Después de la tercera estocada, el señor Bertrand retrocedió y se quitó la máscara.

– ¿Qué es esto? -preguntó. Estaba muy pálido y enarcaba las obscuras cejas. En toda su vida nunca había sido herido en su amor propio-. ¿Os ha enseñado alguien algún truco mágico?

Bertrand des Amis siempre se había jactado de conocer tan a fondo el arte de la esgrima, que no creía en secretos mágicos, pero la habilidad de André-Louis le hacía dudar de sus convicciones.

– No -dijo André-Louis-. Simplemente he trabajado mucho y manejo la espada no sólo con la muñeca, sino también con la mente.

– Ya lo veo. Muy bien, muy bien, creo que ya os he enseñado bastante. No es mi intención tener un ayudante superior a mí.

– No os preocupéis por eso -sonrió André-Louis-. Habéis trabajado mucho toda la mañana y estáis cansado, mientras que yo estoy fresco. Ése es todo el secreto de mi éxito momentáneo.

Su tacto y el buen temperamento del señor Bertrand evitaron que la relación entre ambos se estropeara. A partir de aquel día, cuando practicaban, André-Louis, que seguía perfeccionando diariamente su teoría para formar un sistema casi infalible, procuraba que el señor Bertrand le diera por lo menos dos estocadas por cada una de las suyas. Era lo que le aconsejaba la prudencia, pero nada más. Deseaba que su maestro fuera consciente de su fuerza, pero sin llegar a descubrir su verdadera magnitud para evitar una innecesaria y perjudicial rivalidad.

Aparte de eso, ayudó cada día más y mejor a su maestro, llegando a ser su mejor ayudante, y una fuente de orgullo, pues nunca había tenido un discípulo tan aventajado como aquél. André-Louis nunca le desilusionó revelándole el hecho de que su destreza se debía más a la biblioteca, y a su propio talento natural, que a las lecciones que había recibido de él.

CAPÍTULO II Quos deus vult perderé

Al igual que hizo en la Compañía Binet, André-Louis desempeñó a las mil maravillas la nueva profesión, que abrazó por necesidad y que además era un buen escondrijo para escapar de quienes querían ahorcarlo.

Gracias a esta profesión podría haberse considerado -aunque de hecho no lo hizo- como un hombre de acción. Seguía siendo un intelectual, y los sucesos acaecidos en la primavera y el verano de 1789 le proporcionaron abundantes motivos de reflexión. Lo que vio y vivió en aquellos días, que acaso configura la página más sorprendente de la historia de la evolución humana, le llevó a pensar que sus anteriores ideas eran erróneas, pues los que tenían razón eran los idealistas vehementes como Philippe de Vilmorin. En el fondo se enorgullecía de haberse equivocado, pues era su excesiva lógica y cordura lo que le había impedido calibrar con exactitud la magnitud de la locura humana que ahora se desplegaba ante sus ojos. En aquella primavera, fue testigo del hambre y de la pobreza cada vez mayores y del creciente malestar que el pueblo de París soportaba con paciencia. Toda Francia estaba como a la espera, en una inerte expectación. La Asamblea Ge neral estaba a punto de reunirse para sanear las finanzas, abolir los abusos, reparar las injusticias, y liberar a la gran nación de la esclavitud en la que la tenía sumida una minoría que apenas llegaba al cuatro por ciento de la población. A causa de esta expectación, la industria estaba paralizada y la impetuosa corriente del comercio había menguado hasta convertirse en un miserable goteo. Nadie quería comprar ni vender hasta que no estuviera claro cómo Necker, el banquero suizo, pensaba sacarlos de aquel atolladero. De resultas de la paralización de los negocios, los hombres del pueblo no tenían trabajo, y sus familias estaban expuestas a morir de hambre junto con ellos.

Contemplando aquel panorama, André-Louis sonreía entristecido. Hasta ahí, no se había equivocado. El que sufría era siempre el proletariado. Los hombres que trataban de hacer aquella revolución, los electores -en París y en todas partes-, eran burgueses notables, ricos comerciantes. Y mientras éstos, despreciando a la canalla y envidiando a los privilegiados, no dejaban de hablar de igualdad -lo que para ellos significaba equiparar su situación con la de nobleza-, los trabajadores del pueblo se morían de hambre en sus covachas.

A fines de mayo, llegaron los diputados para inaugurar en Versalles la Asamblea General. Entre ellos, uno de los más destacados era Le Chapelier, el amigo de André-Louis. Los debates empezaron a ser interesantes y fue entonces cuando André-Louis empezó a dudar seriamente de las opiniones que hasta entonces había sustentado.

Cuando el rey proclamó que los diputados del Tercer Estado debían igualar en número a los de los otros dos estados juntos, André-Louis creyó que esa mayoría de votos a favor del Tercer Estado haría inevitables las reformas que todos ansiaban.

Pero no había tenido en cuenta el poder de las clases privilegiadas sobre la arrogante reina austríaca, ni el poder de ella sobre el obeso, flemático y vacilante monarca. Que los aristócratas librasen batalla en defensa de sus privilegios, eso André-Louis lo comprendía perfectamente. Nadie entrega jamás voluntariamente lo que tiene, lo mismo si ha sido adquirido justa como injustamente. Pero lo que sorprendió a André-Louis fueron los métodos que emplearon los privilegiados en su batalla. Oponían la fuerza bruta a la razón y a la filosofía, y los batallones de mercenarios extranjeros a las ideas. ¡Como si las ideas pudieran derrotarse a punta de bayonetas!


Está claro -escribía André-Louis en aquellos días- que todos son como el señor de La Tour d'Azyr. Nunca me había percatado de hasta qué punto los de su ralea pululan en Francia. Casi podría simbolizarse a la nobleza en ese tipo de matasiete dispuesto a atravesar con su espada a cualquiera que se le oponga. Pues tal es el método empleado. Después de la farsa de la primera Asamblea, los del Tercer Estado se reunieron diariamente en el salón de los Menus Plaisirs, en Versalles, pero nada podían hacer, ya que los privilegiados se negaban a reunirse con ellos para la común y pública verificación de poderes indispensable como paso preliminar para crear una Constitución. En su fantasía, los privilegiados pensaron que así el Tercer Estado iría a menos hasta desintegrarse. El absurdo espectáculo de aquel Tercer Estado, impotente e inútil desde un principio, provocaba muchas risas en el Comité Polignac dominado por la necia reina.


Así empezó la guerra entre los privilegiados y la corte contra la Asamblea y el pueblo.

Los miembros del Tercer Estado se contenían y esperaban con su tradicional paciencia. Esperaron un mes, mientras la paralización comercial, ahora completa, hacía que el esqueleto del hambre golpeara con su guadaña a las puertas de París. Esperaron un mes, mientras los privilegiados reunían en Versalles un ejército -formado por quince regimientos, nueve de los cuales eran suizos y alemanes- y emplazaban sus piezas de artillería frente al edificio donde estaban los diputados del Tercer Estado para intimidarlos. Pero éstos no se dejaron intimidar, se negaron a ver los cañones ni los uniformes extranjeros, no quisieron ver otra cosa que no fuera el propósito que los había reunido allí por real decreto.

Y así hasta que llegó el diez de junio, cuando el gran pensador y metafísico, el abate Siéyés, dio la señal: «Ha llegado la hora -dijo- de cortar las amarras».

Entonces se procedió a llamar formalmente a las dos clases ausentes a reunirse en Asamblea común con el Tercer Estado.

Pero los privilegiados, que en su necia tozudez, en su absurda codicia, no veían adonde los arrastraban los acontecimientos, creyendo en la fuerza como ley suprema, y confiando en el poder de los regimientos extranjeros, siguieron negándose a acceder a la justa demanda de la Asamblea General.

«Dicen -escribió entonces Siéyés- que el Tercer Estado no puede formar él solo una Asamblea General. Tanto mejor: formará una Asamblea Nacional.»

Esa aspiración se cumplió, y el Tercer Estado, que representaba el noventa y seis por ciento de los habitantes del país, comenzó por declarar que la nobleza y el clero eran dos estamentos que de ninguna manera eran representativos.

En el salón del CEil de Boeuf esta noticia suscitó más risas: ¡qué gracioso resultaba el Tercer Estado en sus fantásticas contorsiones! La respuesta fue muy sencilla. Consistió en cerrar la Salle des Menus Plaisirs donde se reunía la Asamblea. ¡Cómo debieron de reírse los dioses ante tanto orgullo y tan temerarias risotadas! André-Louis también sonreía cuando escribió:

«Es otra vez la fuerza bruta contra las ideas. Otra vez el estilo de La Tour d'Azyr. Evidentemente la Asamblea tiene un don de la elocuencia demasiado peligroso. Pero ¿en qué cabeza cabe que basta con cerrar un salón para suspender las deliberaciones de una Asamblea? ¿Acaso no hay otros salones, y si no los hubiera, no pueden reunirse al aire libre?»

Evidentemente los diputados del Tercer Estado llegaron a la misma conclusión, pues al ver el salón cerrado y custodiado por soldados que les negaban la entrada, se trasladaron bajo la lluvia a la sala del «juego de pelota 1», desprovista de muebles, donde proclamaron que -para demostrar a la corte la futilidad de las medidas tomadas contra ellos- donde quiera que ellos estuvieran, estaría la Asamblea Nacional. Entonces hicieron su magnífico juramento de no separarse hasta haber cumplido el propósito para el que habían sido convocados, o sea, hasta darle a Francia una Constitución, y esa promesa terminó entre gritos de «Vive le roil».

De esta forma combinaron su declaración de luchar contra aquel viciado y corrompido sistema con una declaración de lealtad hacia la el rey.

Le Chapelier fue quien mejor resumió el espíritu de aquel día, armonizando su lealtad al trono con su deber de ciudadano, al decir: «… que se informe a Su Majestad que los enemigos del país estaban obsesionados con el trono y que sus consejos tendían a colocar a la monarquía a la cabeza de un partido».

Pero los privilegiados, tan faltos de imaginación como de previsión, seguían repitiendo sus viejas tácticas. De repente, al señor conde de Artois se le antojó jugar a la pelota, así que aquel lunes 22 de junio los miembros del Tercer Estado fueron excluidos del «juego de pelota», igual que antes habían sido expulsados de la Salle des Menus Plaisirs. Así pues, la errante y sufrida Asamblea, cuya tarea más urgente era dar pan a la Francia hambrienta, tuvo que retrasar sus medidas para que el conde de Artois pudiera jugar. Enfermo de la misma miopía de los de su clase, el conde no veía el siniestro aspecto de su frívola acción. Quos Deus vult perderé… Pacientemente, la Asamblea volvió a trasladarse, y en esta ocasión encontró alojamiento en la iglesia de Saint Louis.

Los humoristas del salón del CEil de Boeuf, llevados por su arrogante insolencia, se preparaban para hacer correr la sangre. Si aquella Asamblea Nacional no quería darse por enterada, habría que hacerlo de un modo más claro y enérgico, para que lo entendieran de una vez por todas. En vano trató Necker de tender puentes sobre el abismo; el rey -infortunado cautivo de los privilegiados-, se desentendió de todo. E insistió -seguramente instigado por otros- en que los tres Estados se mantuvieran separados. Si querían reunirse, él lo permitiría, pero sólo para tratar asuntos generales que no incluyeran nada concerniente a los respectivos derechos de los tres Estados, ni a la constitución de la futura Asamblea General, ni a los privilegios pecuniarios, ni a las propiedades feudales y señoriales. En otras palabras, que no se podía hablar de nada que pudiera alterar el régimen existente, de ninguno de los propósitos que eran la razón de ser del Tercer Estado.

La convocatoria real de esa Asamblea General era una burla insolente, una engañifa y una mistificación.

Los diputados del Tercer Estado acudieron a la Salle des Menus Plaisirs para reunirse con los miembros de los demás Estados y escuchar la real declaración.

Necker estaba ausente, incluso corría el rumor de que estaba a punto de tomar las de Villadiego. Puesto que los privilegiados no querían utilizar el puente que él tendía, no quería quedarse ni respaldar con su presencia la declaración que allí iba a formularse.

¿Cómo iba a apoyarla si aquella declaración no cambiaba nada?

Según la declaración, el rey aprobaría la igualdad en el sistema tributario si la nobleza y el clero renunciaban a sus privilegios pecuniarios; también decía que se respetarían las propiedades, particularmente los derechos feudales; que en el asunto de la libertad individual los Estados quedaban invitados a buscar y proponer medios para reconciliar la abolición de las lettres de cachet 1 con las precauciones necesarias a fin de no herir el honor de las familias y reprimir los brotes de sedición; que en la cuestión del empleo público para todos, el rey debía oponerse, particularmente en la medida en que afectaba al ejército, una institución en la cual no deseaba hacer ni la más mínima modificación, lo cual significa que la carrera militar debía seguir siendo un privilegio de la nobleza, como hasta ahora, y que nadie que no hubiera nacido noble podía aspirar a ningún rango superior al de oficial subalterno.

Y para que no quedara ni la más leve sombra de duda en la mente de los ya bastante desilusionados representantes del noventa y seis por ciento de los habitantes de la nación, el flemático y perezoso rey lanzó su reto:

«Si me abandonáis ante una empresa tan maravillosa, me ocuparé personalmente del bienestar de mi pueblo; y sólo yo me consideraré su verdadero representante.»

Y despidiéndolos, dijo:

«Yo os ordeno, señores, que os separéis enseguida. Mañana por la mañana iréis a las cámaras asignadas a los respectivos Estados para reanudar vuestras sesiones.»

Tras lo cual, Su Majestad se retiró, seguido por la nobleza y el clero. Regresó a su palacio para recibir las aclamaciones de la realeza. Y la reina, radiante, triunfante, anunció que confiaba la suerte de su hijo, el Delfín, a los nobles. Pero el rey no compartía el entusiasmo que se extendía por el palacio, estaba malhumorado y silencioso. El gélido silencio del pueblo cuando su coche pasó entre sus filas -un silencio al que no estaba acostumbrado- le había impresionado desfavorablemente. Sus nefastos consejeros tuvieron que discutir mucho con él para que consistiera en seguir avanzando por el nefasto camino que había emprendido.

El guante arrojado a la Asamblea fue recogido por el Tercer Estado. Cuando el maestro de ceremonias fue a recordarle a Bailly, el presidente, que el rey había ordenado que el Tercer Estado tenía que irse de allí, éste le contestó: «A mí me parece que la Asamblea Nacional no puede recibir órdenes de nadie».

Y entonces un gran hombre, Mirabeau -grande en cuerpo y en espíritu-, despidió al maestro de ceremonias con voz de trueno:

– Ya hemos oído lo que otros le han sugerido al rey, y no os corresponde a vos, señor, que aquí no tenéis ni voz ni voto, recordarnos lo que dijo. Idos y decid a los que os han enviado que estamos aquí por voluntad del pueblo, y que de aquí sólo nos sacarán por la fuerza de las bayonetas.

Aquello sí fue recoger el guante. Y la historia cuenta que el señor de Brézé, el joven maestro de ceremonias, quedó tan perplejo ante ese rapapolvo, y ante la majestad de aquel hombre, y ante la de los mil doscientos diputados que lo miraban silenciosamente, que salió de allí de espaldas, como si estuviera en presencia de la realeza.

Al enterarse de lo ocurrido, la multitud que estaba afuera marchó furiosa hacia palacio. Seis mil hombres invadieron los patios, los jardines y las terrazas. La alegría de la reina se transformó en pavor. Era la primera vez que le sucedía algo así, pero no sería la última, pues hizo oídos sordos a esta primera advertencia. Después recibiría varios avisos como aquél, cada vez más terribles, pero carecía de sabiduría. Sin embargo, ahora, fue tanto su pánico que le suplicó al rey que rápidamente anulara todo lo que ella y sus amigos habían hecho, y que llamara de nuevo al mago Necker, que era el único que podía salvar la situación.

Afortunadamente, el banquero suizo aún no se había marchado. Y como estaba cerca, bajó al patio para apaciguar a la multitud:

– ¡Sí, sí, hijos míos! Tranquilizaos. ¡Me quedaré! ¡Me quedaré!

Mientras se paseaba entre la muchedumbre, le besaban la mano, y lloró conmovido ante esa manifestación de fe popular. De este modo, cubriendo con su reputación de hombre honrado la brutal estupidez de la camarilla, obtuvo para ellos una tregua.

Eso ocurrió el 23 de junio. La noticia llegó rápidamente a París. André-Louis se preguntó si eso significaba que la Asam blea Nacional había ganado y que tendrían lugar las reformas cada vez más necesarias. Ojalá fuera así, pues en París cada día había más hambre, inquietud y desesperación. Las colas crecían ante las panaderías a medida que se incrementaba la escasez de pan, y las acusaciones de que se especulaba con el trigo cada vez eran más peligrosas, pues amenazaban con desencadenar graves disturbios.

Durante dos días no pasó nada. La reconciliación no se confirmó, ni la real declaración fue revocada. Parecía como si la corte no pudiera cumplir su palabra. Entonces los electores de París tomaron cartas en el asunto. Siguieron reunidos después de las elecciones, y propusieron la formación de una guardia cívica, la organización de una Comuna electiva anual, y formular una petición para que el rey retirara las tropas acantonadas en Versalles y revocara el real decreto del día 23. Aquel mismo día los soldados de la Guardia francesa desertaron de los cuarteles para confraternizar con el pueblo en el Palais Royal y se negaron a obedecer cualquier orden contra la Asamblea Nacional. De resultas, once soldados fueron arrestados por su coronel, el señor de Chátelet.

Mientras tanto, la petición de los electores llegaba a manos del rey. Y además, una minoría de la nobleza, con el duque de Orleans a la cabeza, se unía espontáneamente a la Asamblea Nacional para gran alegría de todos en París.

El rey, prudentemente aconsejado por Necker, decidió que se reuniesen los Estados Generales tal como lo pedía la Asam blea Nacional. Hubo gran júbilo en Versalles, y así, aparentemente, se restableció la paz entre los privilegiados y el pueblo. Si hubiera sido así realmente, todo hubiera ido bien. Pero los aristócratas no habían aprendido la lección, ni la aprenderían hasta que fuese demasiado tarde. La reunión no fue más que otra burla, concebida por los contemporizadores nobles, quienes, como empezaba a ser obvio, estaban al acecho, aguardando el primer pretexto para emplear la fuerza, que era lo único en lo que creían.

Y la oportunidad se presentó en los primeros días de julio. El coronel de Chátelet, hombre autoritario y altanero, propuso trasladar a los once soldados arrestados desde la cárcel militar de la Abadía a la inmunda prisión de Bicétre, reservada para los delincuentes comunes de la peor calaña. Cuando el pueblo lo supo decidió oponer la violencia a la violencia. Unas cuatro mil personas entraron en la Abadía y liberaron no sólo a los once guardias, sino también al resto de los prisioneros, excepto a uno, que devolvieron a su celda, pues descubrieron que era un vulgar ladrón.

Ahora sí había tenido lugar una abierta rebelión, y los privilegiados sabían cómo tratar adecuadamente a los rebeldes. La garra de hierro de las tropas extranjeras estrangularía al amotinado París. Enseguida se tomaron medidas. El viejo mariscal de Broglie, veterano de la guerra de los Siete Años, impregnado de desprecio por los civiles, consideró que cuando vieran los uniformes sería suficiente para restaurar la paz y el orden, y nombró a Besenval como su segundo comandante. Los regimientos extranjeros se acantonaron en los alrededores de París. Unos regimientos cuyos nombres ya eran una ofensa para el pueblo de Francia: el regimiento de Reisbach, el de Diesbach, el de Nassau, el Esterhazy y el Roehmer. A la Bastilla se mandaron refuerzos de soldados suizos y en sus almenas ya se veían el 13 de junio las amenazadoras bocas de los cañones.

El 10 de julio los electores de París se dirigieron una vez más al rey pidiéndole que retirara las tropas. ¡Al otro día les contestaron que aquellas tropas servían al propósito de defender la libertad de la Asamblea! Y al siguiente día, que era domingo, el filántropo doctor Guillotin -cuya filantrópica máquina de matar sin dolor tendría después tanto trabajo- salió de la Asamblea, de la que era miembro, para asegurar a los electores de París que todo iba bien, a pesar de las apariencias, ya que Necker estaba más firme que nunca en su puesto. No sabía que, en aquel mismo momento, el tantas veces despedido y tantas veces solicitado Necker, acababa de ser destituido otra vez por la hostil camarilla de la reina. Los privilegiados querían medidas tajantes, y las tendrían, pero contra ellos mismos.

Al mismo tiempo, otro filántropo, también doctor, un tal Jean Paul Mara, oriundo de Italia y más conocido por Marat -su nombre de adopción afrancesado-, como hombre de letras que era también, pues había publicado en Inglaterra varios libros de sociología, escribía-: «¡Cuidado! Considerad cuál sería el fatal desenlace de un movimiento sedicioso. Si tuvierais la desgracia de ceder a ese impulso, se os trataría como a un pueblo rebelde y la sangre correría a raudales».

Aquel domingo por la mañana, cuando la noticia de la nueva destitución de Necker se difundió llevando consigo el desaliento y la rabia, André-Louis estaba en los jardines del Palais Royal, en cuya plaza todo el mundo se daba cita, pues estaba llena de pequeñas tiendas, teatros de títeres, circos, cafés, casas de juego y prostíbulos.

André-Louis vio cómo un joven delgado, con una cara marcada por la viruela donde lo único que no era feo eran sus ojos, se subía a una mesa en la terraza del Café de Foy y, empuñando la espada, gritaba: «¡A las armas!». Y al hacerse el silencio que su grito impuso, el joven soltó un verdadero torrente de inflamada elocuencia, aunque por momentos tartamudeaba. Dijo a la gente que los regimientos alemanes del Champ de Mars entrarían aquella noche en París para hacer una carnicería con sus habitantes. «¡Hagamos una escarapela!», gritó arrancando la hoja de un árbol que servía a su propósito: la escarapela verde de la esperanza.

El entusiasmo se adueñó de la multitud, compuesta por hombres y mujeres de todas las clases, desde vagabundos hasta nobles, desde rameras hasta señoras encopetadas, y súbitamente el árbol se quedó sin hojas, y la verde escarapela se vio en casi todos los sombreros.

– ¡Estamos entre la espada y la pared! -continuó la voz incendiaria-. Estamos entre los alemanes del Champ de Mars y los suizos de la Bastilla. ¡A las armas, ahora, a las armas!

La multitud hervía excitada. De una cerería sacaron un busto de Necker y otro de ese comediante del duque de Orleans, uno de tantos oportunistas en ciernes dispuesto a pescar en el río revuelto de aquellos días turbulentos. El busto de Necker quedó cubierto de crespones.

André-Louis sintió miedo al ver todo esto. El panfleto de Marat le había impresionado. Expresaba lo que él mismo había dicho hacía medio año ante el populacho de Rennes. Había que parar a aquella multitud. Algo había que hacer o aquel irresponsable incendiaría la ciudad antes del anochecer. El joven, un abogado sin pleitos llamado Camille Desmoulins, que luego sería muy famoso, bajó de la mesa blandiendo la espada y gritando: «¡A las armas! ¡Seguidme!». André-Louis avanzó para subirse a la mesa y tratar de contrarrestar el discurso incendiario de Desmoulins. Al abrirse paso a través del gentío, súbitamente se topó con un hombre alto, elegantemente vestido, de cuyo bello rostro emanaba la más glacial firmeza y en cuyos ojos, profundamente sombreados, ardía una furia reprimida.

Así, cara a cara, mirándose a los ojos, se quedaron un rato, mientras la multitud excitada pasaba por su lado. Entonces André-Louis se echó a reír:

– Ese joven también tiene un peligroso don de elocuencia, señor marqués -dijo-. Y para desgracia de algunos parece que en la Francia de hoy hay muchos como él. Cualquiera diría que brotan como hongos del suelo que vos y los vuestros habéis regado con la sangre de los mártires de la libertad. Quizá sea vuestra sangre la que muy pronto la riegue. La tierra está seca y sedienta de ella.

– ¡Maldito pájaro de mal agüero! -contestó el marqués de La Tour d'Azyr-. La policía se ocupará de ti. Le diré al procurador general que estás en París.

– ¡Por Dios, señor! -gritó André-Louis-. ¿Es que nunca aprenderéis? ¿A quién se le ocurre hablar ahora de procuradores generales cuando París está a punto de arder? Delatadme ante esta gente, señor marqués; hacedlo y en un instante me convertiréis en un héroe. ¿O preferís que sea yo quien os denuncie? Sí, eso es lo mejor. Ya va siendo hora de que recibáis vuestro merecido. ¡Eh, pueblo de París! ¡Escuchad! Voy a presentaros a…

Una oleada de gente lo empujó, arrastrándole y separándole a la fuerza del marqués, con quien se había encontrado de modo tan azaroso. En vano trató de volver adonde estaba el marqués, quien pudo permanecer en el mismo sitio, y lo último que André-Louis vio de él fue una sonrisa siniestra en su boca crispada.

Mientras tanto, los jardines se fueron quedando vacíos, pues la gente seguía al revoltoso tartamudo de la escarapela vegetal. El torrente humano, todos con sus escarapelas, fluyó por la rue de Richelieu, y André-Louis tuvo que seguirlo hasta la rue du Hasard. Allí logró separarse, pues no quería morir en medio de aquel tropel de locos. Se desvió calle abajo y pudo entrar en la academia de esgrima. Aquel día no había clases, ni siquiera estaba el maestro que, al igual que André-Louis, había salido para enterarse de lo que sucedía en Versalles.

Eso no era normal en la academia de Bertrand des Amis. Pasara lo que pasase en París, en la sala de esgrima siempre había alumnos. Generalmente, el maestro y su ayudante trabajaban desde la mañana hasta la noche, y André-Louis cobraba por las lecciones que impartía, pues el maestro le había confiado la mitad de sus discípulos. Los domingos la academia cerraba al mediodía, pero por la mañana solían asistir algunos alumnos. Sin embargo, aquel domingo, la ciudad estaba en tal estado de efervescencia que al ver que a las once de la mañana no aparecía nadie, Bertrand y André-Louis decidieron salir. Poco podían imaginar cuando se despidieron amigablemente aquella mañana, pues habían llegado a ser muy buenos amigos, que nunca volverían a verse en este mundo.

Aquel día, la sangre corrió en París. En la plaza Vendóme un destacamento de dragones aguardaba a la muchedumbre de la que André-Louis había logrado apartarse. Los jinetes cargaron contra el populacho, dispersándolo. Rompieron la efigie de cera de Necker y mataron a un hombre, un desventurado guardia francés que no quiso retroceder. Esto fue el comienzo. De resultas, Besenval acudió con sus suizos del Champ de Mars y marcharon en formación de batalla hasta los Champs Elysées, donde emplazaron cuatro piezas de artillería. Los dragones se apostaron en la plaza Louis XV.

Por la noche, la enorme multitud que fluía a lo largo de los Champs Elysées y los jardines de las Tullerías, contemplaba alarmada aquellos preparativos de guerra. Hubo algunos insultos a los mercenarios extranjeros y se arrojaron algunas piedras.

Enloquecido o cumpliendo instrucciones, Besenval ordenó a sus dragones que dispersaran a la gente. Pero aquella masa era demasiado compacta para dispersarla tan fácilmente y los dragones sólo podían moverse atropellando a la gente. Varias personas murieron aplastadas, y en consecuencia, cuando los dragones, capitaneados por el príncipe de Lámbese, penetraron en los jardines de las Tullerías, el populacho ultrajado los recibió con un diluvio de piedras y botellas.

Lámbese ordenó abrir fuego.

El pueblo retrocedió impetuosamente, en una estampida que se extendió desde las Tullerías a través de toda la ciudad divulgando la noticia de cómo la caballería alemana arremetía contra mujeres y niños, y ahora todos coreaban la consigna «¡A las armas!» lanzada al mediodía por Desmoulins en el Palais Royal.

Cuando recogieron las víctimas, entre ellas estaba Bertrand des Amis que -como todos los que vivían de la espada- había sido un ardiente defensor de la nobleza y murió bajo los cascos de los caballos de los soldados extranjeros, capitaneados por un noble, y lanzados contra el pueblo por la aristocracia.

Así pues, André-Louis, que aguardaba en la academia el regreso de su amigo y maestro, recibió de manos de cuatro hombres del pueblo el cuerpo sin vida de una de las primeras víctimas de la Revolución, que ahora había empezado en serio.

CAPÍTULO III El presidente Le Chapelier

Las convulsiones que agitaban París y que durante los dos días siguientes convirtieron la ciudad en un campo de batalla retrasaron el entierro de Bertrand des Amis hasta el miércoles de aquella semana. En medio de acontecimientos que estaban sacudiendo los cimientos de la nación, la muerte de un maestro de esgrima pasó casi inadvertida, incluso para sus discípulos, la mayoría de los cuales no acudieron a la academia durante los dos días que el cuerpo del maestro permaneció allí. Sin embargo, unos pocos se presentaron y éstos llevaron la noticia a los demás, de manera que el féretro del maestro fue llevado al cementerio de Pére La Chaise por una veintena de jóvenes, a la cabeza de los cuales iba André-Louis.

Él no sabía a qué familiares tenía que avisar, pero una semana después de la muerte de Bertrand, llegó de Passy una hermana suya reclamando la herencia. El patrimonio era considerable, pues el maestro había ahorrado bastante, invirtiendo la mayor parte del dinero en la Compañía del Agua y en la deuda pública. André-Louis le indicó a la hermana de Bertrand que fuera a ver a los abogados del finado y no la vio nunca más.

La muerte de Bertrand lo dejó tan desolado que no cayó en la cuenta de la súbita fortuna que automáticamente había dejado en sus manos. La hermana del maestro heredaba la riqueza que el difunto había reunido, pero a André-Louis le correspondía la mina de donde había salido aquella riqueza: la escuela de esgrima, pues ahora su prestigio era tal que los discípulos le consideraban capaz de continuar con el trabajo de Bertrand des Amis. Para mayor fortuna, en aquellos tiempos tan convulsos las academias de esgrima experimentaron una enorme prosperidad, pues todos los hombres afilaban sus espadas y se adiestraban en su manejo.

Tuvieron que transcurrir quince días para que André-Louis comprendiera lo que realmente le había sucedido, pues su agotamiento era tan grande que advirtió que llevaba dos semanas haciendo el trabajo de dos hombres. Afortunadamente se le ocurrió poner a sus discípulos más aventajados a practicar entre ellos, pues de otro modo, no hubiera podido seguir adelante con su tarea. De todas maneras, tenía que esgrimir durante seis horas diarias, y era tal el cansancio que arrastraba, que a punto estuvo de caer enfermo. Al final, tuvo que contratar a un ayudante para que instruyera a los novatos, que eran los que más trabajo daban. Por suerte lo halló enseguida en Le Due, uno de sus discípulos. Como el verano avanzaba y el número de alumnos seguía aumentando, tuvo que contratar otro ayudante -un joven muy hábil llamado Galoche- y alquiló otra habitación en el piso de arriba.

Nunca en su vida André-Louis había trabajado tanto, ni siquiera en los tiempos en que organizaba la Compañía Binet, así que también eran días de extraordinaria prosperidad. En sus Confesiones, lamenta el hecho de que su amigo Bertrand des Amis tuviera la mala suerte de morir la víspera de ponerse de moda la esgrima.

El escudo de armas de la Academia del Rey, al que André-Louis no tenía derecho, seguía en la puerta de la escuela.

A la manera de Scaramouche, André-Louis resolvió ese problema.

Dejó el escudo y el rótulo «Academia de Bertrand des Amis, maestro de esgrima de la Academia del rey», pero le añadió esta leyenda: «Dirigida por André-Louis».

Ya no tenía tiempo para pasear, así que se enteraba por sus discípulos y por los periódicos -que ahora se multiplicaban en París gracias al establecimiento de la libertad de prensa- de los procesos revolucionarios que siguieron a la toma de la Bas tilla.

Este suceso había tenido lugar cuando el cadáver de Bertrand des Amis yacía de cuerpo presente, la víspera de su sepelio, y fue precisamente lo que motivó su retraso.

En parte, aquel acontecimiento había sido el resultado de la temeraria carga del príncipe de Lámbese, en la cual había muerto el maestro de esgrima.

El pueblo ultrajado había acudido al Hotel de Ville 1 para pedirles a los electores armas con que defenderse de los asesinos extranjeros pagados por el despotismo. Al fin los electores consintieron en darles armas, o mejor dicho -pues no las había-, en permitirles que se armaran ellos mismos como pudieran. También les dieron una nueva escarapela, roja y azul, los colores de París. Pero como éstos eran también los colores de la librea del duque de Orleans, se añadió el blanco -el del antiguo estandarte de Francia- y así nació la bandera tricolor. Más tarde, formaron un Comité Permanente de Electores para velar por el orden público.

Ahora que estaba autorizado, el pueblo trabajó tanto que en treinta y seis horas se habían forjado sesenta mil picas, y a las nueve de la mañana del martes había treinta mil hombres ante Les Invalides. A las once, habían saqueado el depósito de armas, sacando de allí unos treinta mil mosquetes, mientras otros se apoderaban del arsenal y del polvorín.

Ahora estaban preparados para resistir el ataque que aquella misma tarde sufriría la ciudad en siete puntos distintos. Pero París no esperó a que la atacaran. Tomó la iniciativa. En su arrebato, los parisienses concibieron el loco propósito de apoderarse de la imponente y amenazadora fortaleza de la Bastilla, y, como es sabido, la tomaron antes de las cinco de aquella tarde, ayudados por los cañones de la misma guardia francesa.

La noticia llegó a Versalles gracias a Lámbese, que huyó con sus dragones ante aquella vasta fuerza armada que parecía haber brotado del adoquinado de París. El hecho aterrorizó a la corte. El pueblo estaba en posesión del armamento capturado en la Bastilla, estaban levantando barricadas en las calles y emplazando su artillería. El ataque se había retrasado demasiado. Ahora había que desistir de él, pues sería infructuoso y perjudicaría el ya deteriorado prestigio de la realeza.

Así las cosas, la corte, acicateada por un miedo que aconsejaba prudencia, prefirió contemporizar. Llamarían otra vez a Necker y los tres Estados se sentarían juntos, como demandaba la Asamblea Nacional. Era la más completa rendición de la fuerza ante la fuerza, el único argumento posible. El rey fue solo a informar a la Asamblea Nacional de aquella resolución de última hora para gran alivio de sus diputados, que veían alarmados el lamentable giro que estaban tomando los acontecimientos en París. «No habrá más fuerza que la razón y los argumentos», era su lema. Y así sería durante los dos años siguientes, durante los que respondieron con paciencia y firmeza a las incesantes provocaciones de los que aún no habían recibido su justo castigo.

Cuando el rey salió de la Asamblea, una mujer se echó a sus pies y, abrazándole las rodillas, resumió con estas palabras la pregunta que toda Francia se hacía:

– ¡Oh, señor! ¿Sois realmente sincero? ¿Estáis seguro de que no cambiaréis de opinión?

Pero esa pregunta no se formuló cuando un par de días después el rey fue sin escolta a París a ultimar el arreglo de la paz, la capitulación de los privilegiados. La corte estaba aterrorizada. ¿Acaso no eran los «enemigos» aquellos amotinados parisienses? ¿Era prudente dejar que el rey se metiera en la boca del lobo? Si el rey sentía aquel miedo -y su pesimismo daba a entender que sí- pudo comprobar que era infundado. Aquellos doscientos mil hombres insuficientemente armados -sin uniforme y con la más extraordinaria mezcla de armas nunca vista- lo esperaban, pero para ser su guardia de honor.

El alcalde Bailly, en las barricadas, le recibió con las llaves de la ciudad y le dijo:

– Éstas son las llaves que fueron presentadas a Enrique IV. Él había reconquistado a su pueblo. Ahora el pueblo ha reconquistado a su rey.

En el Hotel de Ville, el alcalde Bailly le ofreció la nueva escarapela, el símbolo tricolor de la Francia constitucional, y cuando el monarca hubo dado su conformidad a la formación de la Garde Bourgeoise y a los acuerdos de Bailly y Lafayette, partió de nuevo hacia Versalles entre aclamaciones de «¡Viva el rey!» de su pueblo leal.

Y por fin los privilegiados se sometieron ante las bocas de los cañones, esos cañones que evitaron un baño de sangre, sangre sobre todo azul. El clero y la nobleza se unieron a la Asamblea Nacional para colaborar en la creación de una Constitución que regeneraría a Francia. Pero esa reunión fue otra burla, igual que el Te Deum que cantó el arzobispo de París por la caída de la Bastilla, que fue el más grotesco e increíble de todos aquellos acontecimientos. Lo que realmente sucedió fue que en la Asamblea Nacional se infiltraron quinientos o seiscientos enemigos para estorbar e impedir sus deliberaciones.

Pero ésta es una historia harto conocida cuyos detalles pueden leerse en otros libros. Aquí sólo aparecen los episodios registrados en los escritos de André-Louis, expresados casi con sus mismas palabras y que reflejan la evolución de sus convicciones. Ahora creía en todas las cosas en las que no creía cuando las predicaba.

Entretanto, junto con su prosperidad económica, también disfrutaba de un cambio en su situación respecto a la ley, y que era consecuencia de lo que ocurría a su alrededor. Ya no tenía que esconderse. ¿Quién iba a acusarlo ahora de sedicioso por sus discursos de Bretaña? ¿Qué tribunal iba a enviarle a la horca por haber dicho antes que nadie lo que ahora toda Francia decía? En cuanto a la otra posible acusación, por el asesinato del miserable Binet, si realmente lo había asesinado como él esperaba, ¿quién podría arrestarlo si había sido en defensa propia?

Así las cosas, un espléndido día de principios de agosto, André-Louis no trabajó en la academia, que ahora marchaba viento en popa gracias a sus ayudantes, alquiló un coche y partió hacia Versalles, deteniéndose en el Café de Amaury, que era donde se daban cita los bretones, semillero de donde surgió aquella Sociedad de Amigos de la Constitución, más conocidos como jacobinos. André-Louis buscaba a Le Chapelier, que había sido uno de los fundadores del club y se había convertido ahora en un hombre prominente. Era presidente de la Asamblea, y en aquella época deliberaban precisamente sobre la Declaración de los Derechos del Hombre.

La importancia de Le Chapelier se reflejó en lo servicial que se mostró el camarero cuando André-Louis preguntó por él. El señor Le Chapelier estaba arriba con unos amigos. El camarero se desvivía por servir al caballero, pero temía interrumpir la reunión en la que el señor diputado se encontraba.

André-Louis le dio una moneda de plata para animarlo y se sentó a una mesa de mármol, junto a la ventana, para admirar la amplia plaza bordeada de árboles. Allí, en aquella sala desierta a media tarde, fue a verle el insigne hombre. Hacía un año que André-Louis se le había adelantado para la realización de una misión delicada, y ahora era el otro quien estaba en la cumbre, entre los grandes líderes de la nación, mientras André-Louis se mantenía abajo, en la sombra, confundido con la masa.

Este pensamiento rondaba la mente de ambos mientras examinaban la transformación que unos meses habían operado en sus respectivas fisonomías. André-Louis observó en Le Chapelier cierto refinamiento en el vestir y en la apostura. Estaba más delgado, tenía el rostro más pálido y miraba a su amigo con ojos cansados a través de sus lentes con montura de oro. Por su parte, el diputado bretón notó en André-Louis cambios aún más pronunciados. El manejo casi constante de la espada le había dado a su amigo una gracia, una elasticidad de movimientos, un porte, y un no sé qué de dignidad y de mando. Eso le hacía parecer más alto y, aunque con sencillez, iba elegantemente vestido. Llevaba, como era de rigor, una pequeña espada con puño de plata, y sus cabellos negros, cuyos mechones Le Chapelier recordaba siempre caídos sobre su frente, estaban ahora lustrosos y bien peinados.

Sin embargo, en ambos las transformaciones eran sólo superficiales, como enseguida advirtieron. Le Chapelier seguía siendo el bretón sincero y algo brusco de siempre. Al verlo, se quedó un rato sonriendo con una mezcla de sorpresa y alegría, y luego abrió los brazos. Los dos amigos se abrazaron, bajo la atónita mirada del camarero, que desapareció en el acto.

– ¡André-Louis, amigo mío! ¿Cómo es que te has dejado caer por aquí?

– Se suele caer de arriba. En cambio, yo vengo de abajo para contemplar de cerca a quien está en las alturas.

– ¡En las alturas! Tú lo quisiste así, pues muy bien podrías estar ocupando ahora mi lugar.

– Las alturas me dan vértigo, y me parece que allá arriba la atmósfera está demasiado enrarecida. Tú mismo no pareces muy a gusto, Isaac, te noto muy pálido.

– La Asamblea celebró sesión hasta altas horas de la noche. Por eso me ves tan pálido. Esos condenados privilegiados multiplican nuestras dificultades. Evidentemente lo seguirán haciendo hasta que decretemos su abolición.

Los dos amigos se sentaron frente a frente.

– ¡Abolición! ¿A tanto aspiras? No es que me sorprenda. Siempre fuiste un extremista.

– Es la única forma de salvarles. Prefiero abolirlos oficialmente para salvarlos de otra abolición más peligrosa a manos de un pueblo que está exasperado.

– Entiendo. Pero ¿y el rey?

– El rey encarna a la nación. Junto con ella, lo liberaremos de la esclavitud del Privilegio. Nuestra Constitución lo conseguirá. ¿Estás de acuerdo?

– ¿Y eso qué importa? -exclamó André-Louis encogiéndose de hombros-. En política soy un soñador, no un hombre de acción. En los últimos tiempos he sido un moderado, más de lo que piensas. Pero ahora casi soy republicano. Lo he pensado detenidamente y he comprendido que este rey no es nada, un títere que baila al son que tocan.

– ¿Este rey, dices? ¿Y en qué otro rey estás pensando? ¿No serás de los que sueñan con el duque de Orleans? Tiene una especie de partido, y numerosos seguidores gracias al odio popular hacia la reina, pues todos saben que ella le detesta. Algunos incluso quisieran hacerle Regente, otros van más lejos; Robespierre, por ejemplo.

– ¿Quién? -preguntó André-Louis, quien nunca había oído aquel nombre.

– Robespierre, un ridículo abogado que representa a Arras, un tipo tímido y zafio, desarrapado, tonto y con voz nasal, que pronuncia arengas que nadie escucha; un ultra monárquico que los realistas y los orleanistas manejan a su antojo para sus propios fines. Es muy tenaz e insiste en ser escuchado. Puede que algún día lo escuchen. Pero ¿de ahí a que él o los demás hagan algo de Orleans?… ¡Bah!… Eso es algo que Orleans puede desear… pero que no conseguirá. La frase es de Mirabeau.

Cambió de tema para preguntarle a André-Louis por su vida.

– No me trataste como a un verdadero amigo cuando me escribiste -se quejó-. No me indicaste tu paradero ni, por tanto, la manera de ayudarte. Me tenías muy preocupado, André-Louis. Sin embargo, a juzgar por tu apariencia, creo que me preocupé en vano. Parece que gozas de prosperidad. ¿Cómo lo has conseguido?

André-Louis le contó con toda sinceridad lo que le había ocurrido.

– Lo que me has contado me deja pasmado -dijo el diputado-. De la toga al coturno, y del coturno a la espada. ¿Cuál será tu final?

– Probablemente la horca.

– ¡Bah! Seamos serios. ¿Por qué no la toga de senador en la Francia senatorial? Podrías serlo ahora si hubieras querido.

– Lo que yo decía, ése es el camino seguro para llegar a la horca -dijo André-Louis soltando una carcajada.

Le Chapelier hizo un gesto de impaciencia. ¿Acaso cruzó por su cabeza esa frase cuando, cuatro años después, iba en el carro de la muerte a la plaza de Gréve donde tenían lugar las ejecuciones?

– Somos sesenta y seis diputados bretones en la Asamblea. Si hubiera una vacante, ¿aceptarías ser suplente? Una palabra mía, unida al prestigio de tu nombre en Rennes y en Nantes, bastaría.

André-Louis volvió a reír.

– Cada vez que te veo tratas de meterme en política.

– Porque tienes dotes. Naciste para político.

– ¿Ah, sí? Ya tuve bastante haciendo el papel de Scaramouche en el teatro para hacerlo ahora en la vida real. Dime, Isaac, ¿qué sabes de mi antiguo e íntimo enemigo, el señor de La Tour d'Azyr?

– ¡Mal rayo lo parta! Está aquí, en Versalles. Es uno de los quebraderos de cabeza de la Asamblea. Le quemaron su castillo. Desgraciadamente él no estaba allí. Pero ni siquiera las llamas han conseguido chamuscar su insolencia. Se imagina que cuando acabe esta filosófica aberración, volverá a haber siervos que le reconstruyan la mansión.

– ¿Eso significa que ha habido disturbios también en Bretaña? -André-Louis se puso súbitamente serio y sus pensamientos volaron a Gavrillac.

– ¡Claro, como en todas partes! ¿No te das cuenta? La gente ha pasado mucha hambre en la comarca, y varios castillos han sido pasto de las llamas recientemente. Los campesinos copiaron el ejemplo de los parisienses, y vieron una Bastilla en cada castillo. Pero al igual que aquí, ahora reina de nuevo la calma.

– ¿Y de Gavrillac? ¿Sabes algo?

– Creo que todo va bien. El señor de Kercadiou no es el marqués de La Tour d'Azyr. Sus vasallos no le odian. No creo que lo ataquen. Pero ¿no mantienes correspondencia con tu padrino?

– Actualmente, no. Y lo que me cuentas complica más mi relación con él, pues debe considerarme como uno de los que encendieron la tea que ha reducido a cenizas tantos castillos de los de su clase. Trata de averiguar cómo está, y hazme llegar noticias suyas.

– Así lo haré.

Cuando André-Louis estaba a punto de subir al cabriolé para volver a París, quiso saber un poco más:

– ¿Por casualidad sabes si el marqués de La Tour d'Azyr se ha casado?

– No lo sé. Y eso quiere decir que no, porque, tratándose de un personaje tan encumbrado, ya hubiéramos oído algo.

– Es lógico -dijo André-Louis con indiferencia-. ¡Hasta la vista, Isaac! Ven a verme. Rue du Hasard, número 13. Ven pronto.

– ¡Tan pronto como me lo permitan mis obligaciones, que por el momento me tienen encadenado!

– ¡Pobre esclavo del deber para con tu evangelio de la libertad!

– Es cierto. Y precisamente por eso iré a verte. Tengo un deber que cumplir con Bretaña: convertir a Omnes Omnibus en su representante en la Asamblea Nacional.

– Te agradeceré que no cumplas con ese deber -sonrió André-Louis, y se fue.

CAPÍTULO IV Intermedio

A los pocos días Le Chapelier le devolvió a André-Louis la visita. Apareció con noticias frescas de Gavrillac. Todo estaba en calma y los súbditos de Kercadiou no habían tomado parte en los recientes disturbios de la región, que por suerte ya habían terminado.

Ahora, aunque el aguijón de la escasez seguía ensañándose con los pobres, a pesar de que las colas ante las puertas de las panaderías aumentaban a medida que avanzaba el otoño, la vida reanudaba su curso. Naturalmente, había en París explosiones de descontento, pero los parisienses empezaban a acostumbrarse a vivir en esa atmósfera explosiva y no consentían que afectara seriamente sus asuntos ni amargara sus diversiones. Por supuesto, aquellos estallidos podían haberse evitado, pero los privilegiados estaban decididos a luchar hasta quemar el último cartucho, y así, mientras de un lado oponían la más firme resistencia, del otro hacían los mayores sacrificios en aras de la patria. En septiembre, cuando el pueblo vio llegar el regimiento de Flandes a Versalles, se sintió de nuevo amenazado. Fue una señal de que los privilegiados alzaban de nuevo su orgullosa cabeza. Estaban conspirando para obligarlos a la sumisión, haciéndolos morir de hambre si era preciso. De ahí la llamada expedición de Maenads, la marcha de las vendedoras del mercado de París sobre Versalles, dirigidas por Maillard y, como resultado, a principios de octubre, el desalojo de toda la chusma que infestaba el Palacio de las Tullerías para alojar allí al rey. El rey debía vivir entre su pueblo. Aquel pueblo que lo amaba, quería tenerle en París, quería tenerlo como rehén para mayor seguridad de todos. Si tenían que morir de hambre, él también moriría con ellos.

André-Louis observaba estos acontecimientos preguntándose adonde iría a parar todo aquello. Los únicos nobles sensatos eran los que cruzaban la frontera antes de que los fanáticos, que constituían el grueso de los de su clase, acarrearan sobre ellos la destrucción total. Mientras tanto, André-Louis continuaba tan atareado con su floreciente academia que pensó en adquirir los bajos del edificio y contratar los servicios de un tercer ayudante. Pero el inquilino de los bajos, que era mercero, ponía demasiadas condiciones para marcharse. Salvo ese caso, ya la casa era toda suya. Acababa de adquirir el primer piso, convirtiéndolo en cómoda vivienda para él y sus dos ayudantes. Tenía un ama de llaves y un muchachito como paje.

Ahora que la sede de la Asamblea Nacional estaba en París, veía con más frecuencia a Le Chapelier, y la intimidad entre ambos aumentó. Solían comer juntos en el Palais Royal o en otros sitios. Por medio de Le Chapelier, André-Louis empezó a relacionarse, aunque procuraba declinar las frecuentes invitaciones a los salones donde reinaba el espíritu de los nuevos republicanos y los filósofos.

Sin embargo, una noche de la siguiente primavera asistió a una función de la Comedia Francesa. Representaban la tragedia Charles IX, de Chénier, en medio de no pocas protestas. Fue una velada tempestuosa: las alusiones que salían del escenario eran cazadas al vuelo por el público para convertirse en consignas que se lanzaban entre sí los partidos políticos hostiles, los del antiguo y el nuevo régimen. El momento álgido llegó cuando algunos hombres de la platea insistieron en no descubrir sus cabezas. La Comedia Francesa tenía un palco regio, y una ley no escrita que decía que por respeto a la realeza allí todos debían descubrirse, aunque el palco destinado a los reyes estuviera vacío.

Los hombres que se negaron a descubrirse eran republicanos, y lo hicieron como protesta contra una ley que consideraban absurda. Pero al ver el rugido de indignación que causaba aquel gesto simbólico, un rugido que no dejaba oír lo que decían los actores, se apresuraron a quitarse los sombreros. Sin embargo, hubo un hombre que se obstinó en permanecer con el sombrero puesto, mientras volvía su gran cabeza leonina a derecha y a izquierda, riéndose de quienes le pedían que se descubriera. De pronto, se oyó el trueno de su voz:

– Vamos a ver, ¿quién es el valiente que me va a quitar el sombrero?

Era el colmo de la provocación. Las amenazas brotaron por doquier. El hombre se levantó impasible, exhibiendo una enorme complexión atlética, el cuello hercúleo, la solapa abierta mostrando el ancho pecho, y un rostro indeciblemente horrible. Se rió en la cara de sus detractores y de un manotazo se hundió más aún el sombrero en la frente.

– ¡Firme como el sombrero de Servandony! -se burló enarbolando un puño desafiante.

André-Louis tuvo que reírse. Había algo grotesco y también heroico en aquella gran figura, burlona e impávida en medio del creciente revuelo. De no haber intervenido a tiempo la policía para llevárselo, allí se hubiera armado la gorda. Estaba claro que aquel hombre no era de los que ceden.

– ¿Quién es? -le preguntó André-Louis al espectador que estaba a su lado cuando ya todo estuvo en orden.

– No lo sé -respondió el otro-. Dicen que se llama Danton y que es el fundador del Club de los Cordeliers. Es un loco, un energúmeno. Y acabará mal.

Al otro día aquel episodio fue la comidilla de todo París que, por un momento, flotó sobre la superficie de asuntos más graves. En la academia de esgrima no se habló de otra cosa que de la Comedia Francesa y la rivalidad entre Taima y Naudet, que estaba a la sazón en su apogeo. Pero pronto André-Louis tuvo que concentrarse en algo más importante. Hacia el mediodía recibió la visita de Le Chapelier.

– Te traigo noticias. Tu padrino está en Meudon. Llegó hace dos días. ¿Lo sabías?

– Claro que no. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Y qué hace en Meudon? -preguntó experimentando una vaga inquietud que apenas conseguía explicar.

– No lo sé. Ha habido nuevos disturbios en Bretaña. Puede que se deba a eso.

– ¿Ha venido a refugiarse en casa de su hermano? -preguntó André-Louis.

– A casa de su hermano, sí, pero no con él. ¿En qué mundo vives, André? ¿No estás al tanto de las noticias? Étienne de Gavrillac emigró hace meses. Era de la casa de Artois y cruzó con él la frontera. Sabemos que ambos están en Alemania, conspirando contra Francia, que es lo que hacen los emigrados. La austríaca de las Tullerías acabará hundiendo la monarquía francesa.

– Sí, sí -dijo André-Louis impaciente, pues aquella mañana la política le tenía sin cuidado-. Pero ¿y mi padrino?

– Ya te dije que está en Meudon, instalado en la casa que le dejó su hermano. ¿O es que no hablo bien el francés? Creo que Rabouillet, su administrador, ha quedado a cargo de Gavrillac. Tan pronto lo supe todo, quise venir a decírtelo. Pensé que querrías ir a Meudon.

– Por supuesto, iré enseguida. Mejor dicho, cuando pueda. Ni hoy ni mañana podré ir. Tengo demasiado trabajo aquí.

Señaló la sala, de donde llegaba el ruido del choque de espadas, de las pisadas y la voz del instructor Le Due.

– Bien, bien. Ése es tu problema. Y como estás tan ocupado, ahora te dejo. Esta noche cenaremos en el Café de Foy. Kersain estará en la tertulia.

– ¡Un momento! -gritó André-Louis cuando su amigo ya se iba-: ¿Está la señorita de Kercadiou con su tío?

– ¿Cómo rayos quieres que lo sepa? Ve allí y averígualo.

Le Chapelier salió y André-Louis permaneció un momento absorto en sus pensamientos. Luego dio media vuelta y reanudó la explicación que le estaba dando a su discípulo, el vizconde Villeniort, sobre la contra de Danet, demostrándole con una pequeña espada las ventajas de utilizarla.

Después practicó con el vizconde que, en aquel entonces, era quizás el más hábil de sus discípulos. Pero en realidad sus pensamientos volaban a Meudon, y mientras repasaba de memoria las lecciones que tenía que impartir aquel día y al siguiente, trataba de encontrar la forma de aplazarlas sin afectar el ritmo de trabajo de la academia. Cuando hubo tocado al vizconde tres veces seguidas, hizo una pausa y, de vuelta a la realidad, se admiró de la precisión con que le había derrotado, pues había sido de un modo totalmente automático. Sin dedicarle ninguna atención al juego de su muñeca, del brazo y de las rodillas, había ejecutado todos los movimientos perfectamente gracias a más de un año de práctica.

Hasta el domingo no pudo hacer André-Louis lo que había acabado por convertirse en su mayor anhelo. Más acicalado que de costumbre, exquisitamente peinado por uno de los peluqueros de la nobleza -uno de los muchos que habían perdido su empleo por el continuo flujo de emigrantes-, André-Louis subió a un elegante carruaje de alquiler y fue a Meudon.

La casa del hermano menor de los Kercadiou se parecía tan poco a la del cabeza de familia como ambos hermanos entre sí. Mientras que el padrino de André-Louis era esencialmente un hombre del campo, su hermano menor era un cortesano, un oficial de la casa del conde de Artois, que había edificado para él y su familia una imponente mansión en el cerro de Meudon, en un parque en miniatura, convenientemente situado a mitad de camino entre Versalles y París, y fácilmente accesible desde ambos lugares. El señor de Artois -el regio jugador de pelota- había sido uno de los primeros en emigrar, junto con los Conde, los Contis, los Polignacs y otros consejeros privados de la reina, así como el viejo mariscal de Broglie y el príncipe de Lámbese, quienes comprendiendo hasta qué punto sus nombres se habían hecho odiosos para el pueblo, abandonaron Francia a raíz de la toma de la Bastilla. El conde de Artois no sólo se había ido a jugar a pelota al otro lado de la frontera, sino también a conspirar para destruir la monarquía francesa, como ya habían hecho él y los otros cuando vivían en Francia. Junto con él, entre varios de sus allegados, se fue Étienne de Kercadiou, y con éste, su esposa y sus cuatro hijos. De esta forma, y en ausencia de su hermano, el señor de Gavrillac ocupó la villa del cortesano en Meudon.

A pesar de alegrarse de haber escapado de una provincia tan convulsa como Bretaña -cuyos nobles eran los más intransigentes de Francia-, el padrino de André-Louis no se sentía feliz en Meudon. Un hombre como él, de costumbres casi espartanas, habituado a un estilo de vida sencilla, se sentía algo incómodo en aquel ambiente sibarítico, entre tantas alfombras y tantos dorados, rodeado por el batallón de silenciosos sirvientes que su hermano había dejado atrás. En Gavrillac siempre estaba entretenido en cuestiones agrícolas, y ahora se aburría soberanamente. A modo de defensa, dormía muchas horas y, de no ser por Aline, que no disimulaba el placer de estar tan cerca de París, ya se hubiera largado de allí. Quizá con el tiempo acabaría resignándose a aquel lujo tan ocioso. Pero de momento, estaba irritado con el cambio. Así que cuando André-Louis visitó a su padrino aquella tarde del mes de junio, se encontró a un señor de Kercadiou malhumorado y soñoliento.

CAPÍTULO V En Meudon

A André-Louis e hicieron pasar sin anunciarlo, como era costumbre en Gavrillac, pues Bénoit, el viejo ayuda de cámara de Kercadiou, había acompañado a su señor en aquella aventura, y vivía allí soportando las burlas de los criados que el otro Kercadiou había dejado al emigrar. Cuando Bénoit vio a André-Louis se puso tan contento que casi brincó a su alrededor como un perro fiel mientras le conducía al salón donde estaba el señor de Gavrillac quien, según aseguró el sirviente, también se alegraría de verlo.

– ¡Señor! ¡Señor! -gritó nerviosamente mientras entraba adelantándose un par de pasos al visitante-. Aquí está el señorito André… Vuestro ahijado, que viene a besaros la mano. ¡Aquí está!… Y tan elegante que no lo vais a conocer. ¡Aquí está, señor! ¿No está guapo?

Y mientras decía esto, el viejo sirviente se frotaba las manos de alegría, convencido de que su amo compartiría su emoción.

André-Louis cruzó aquella gran habitación alfombrada cuyos dorados deslumbraban. Las ventanas que daban al jardín eran tan altas que casi llegaban al techo de la habitación. Los adornos dorados abundaban en el mobiliario, como se estilaba en las casas de los nobles. En ninguna otra época se usó tanto oro en la decoración interior, a pesar de que acuñado era tan difícil de encontrar que pusieron en circulación el papel moneda para suplir su escasez. André-Louis solía decir que si los aristócratas se hubieran decidido a empapelar sus paredes con los billetes dejando el oro en sus bolsillos, las finanzas del reino se hubieran saneado rápidamente.

El señor de Kercadiou, de lo más emperifollado para armonizar con el entorno, se levantó sobresaltado al ver irrumpir a Bénoit, quien estaba casi tan alicaído como su amo desde que había llegado a Meudon.

– ¿Qué sucede? ¿Eh? -sus ojos miopes descubrieron al fin al visitante-. ¡André! -dijo con tono entre sorprendido y severo. Y su cara, de suyo enrojecida, se puso más colorada aún.

Bénoit, de espaldas a su amo, le hacía muecas y guiños a André-Louis para que no se desanimara ante la aparente hostilidad de su padrino. Cuando terminó sus gesticulaciones, el inteligente criado se retiró discretamente.

– ¿Qué vienes a buscar aquí? -refunfuñó el señor de Kercadiou.

– Como dijo Bénoit, sólo vengo a besar vuestra mano, padrino -sumiso, André-Louis, inclinó la cabeza.

– Te las has ingeniado para pasar dos años sin besarla.

– Señor, no me reprochéis ahora mi infortunio.

El señor de Kercadiou estaba muy envarado. Echaba hacia atrás la cabeza y su clara mirada se mostraba adusta.

– ¿Ya olvidaste que me ofendiste escapando de un modo tan desconsiderado y sin darnos la menor noticia de si estabas vivo o muerto?

– Al principio era muy peligroso descubrir mi paradero. Luego, durante un tiempo, padecí necesidad, estaba casi en la miseria, pero, después de lo que había hecho y de la opinión que debíais tener de mí, mi orgullo me impedía apelar a vuestra ayuda. Después…

– ¿En la miseria? -le interrumpió el señor de Kercadiou.

Por un momento, sus labios temblaron. Después recobró su presencia de ánimo y frunció las cejas mientras observaba el esplendor del vestido de André-Louis, las hebillas y los tacones rojos de su calzado, la espada con puño de plata incrustado de perlas, y el cabello -que él siempre había visto despeinado- ahora cuidadosamente cortado y peinado.

– Pues ahora no pareces estar en la miseria -dijo mofándose de él.

– No lo estoy. He prosperado bastante desde entonces acá. En eso me distingo del hijo pródigo que vuelve sólo para pedir ayuda. Yo he vuelto únicamente porque os amo, y para decíroslo. He venido a veros en cuanto supe de vuestra presencia aquí. ¡Querido padrino! -exclamó avanzando con la mano tendida.

Pero el señor de Kercadiou permaneció inflexible, encastillado en su rencor, en su fría dignidad.

– Cualesquiera que hayan sido tus tribulaciones, no son nada comparadas con lo que merecía tu conducta, y advierto que no han disminuido tu descaro. ¿Crees que basta con llegar aquí y exclamar «¡querido padrino!» para que todo sea perdonado y olvidado? Estás equivocado. Has hecho demasiado daño, has atacado todo cuanto yo creo y sostengo, incluyéndome a mí, pues traicionaste la confianza que había depositado en ti. Tú eres uno de los malditos granujas responsables de esta revolución.

– ¡Ay, ya veo que incurrís en el error más común! Esos malditos granujas sólo piden una Constitución, como les prometió la Corona. Ellos no podían saber que la promesa era falsa o que su realización sería obstaculizada por las clases privilegiadas. Si alguien ha radicalizado esta revolución son los nobles y los curas.

– ¿A estas alturas todavía te atreves a decir delante de mí tan abominables mentiras? ¿Te atreves a decir que los nobles han hecho la revolución cuando muchos de ellos, siguiendo el ejemplo del duque de Aiguillon, han dejado sus privilegios y hasta sus títulos en manos del pueblo? ¿Acaso puedes negarlo?

– ¡Oh, no! Después de incendiar su casa, ahora tratan de apagar las llamas echándole agua, y cuando fracasan le echan toda la culpa al fuego.

– Veo que has venido aquí a hablar de política.

– Nada más lejos de mi intención. He venido, si es posible, a explicarme. Comprender es siempre perdonar. Eso dijo Montaigne. Si yo pudiera haceros comprender…

– No puedes. Jamás comprenderé cómo te convertiste en algo tan odioso para Bretaña.

– ¿Odioso? Eso no.

– Digo odioso para los que importan. Dicen que eres Omnes Omnibus, cosa que no puedo ni quiero creer.

– Pues es cierto.

El señor de Kercadiou se atragantó.

– ¿Confiesas que eres tú?

– Lo que un hombre se ha atrevido a hacer, debe atreverse a confesarlo, a menos que sea un cobarde.

– ¡Oh! Seguramente fuiste muy valiente cada vez que escapabas después de actuar, cuando te convertiste en cómico de la legua para esconderte mejor y para seguir haciendo más daño, cuando provocaste una revuelta en Nantes y volviste a escapar para convertirte en Dios sabe qué cosa… ¡En algo deshonesto a juzgar por la ropa que llevas! ¡Dios mío! Te aseguro que en estos dos años pasados he deseado muchas veces que estuvieras muerto y me desilusiona profundamente saber que no lo estás.

Entonces dio una palmada y gritó con voz chillona:

– ¡Bénoit!

Luego se dirigió a la chimenea con el rostro púrpura y tembloroso.

– Muerto -prosiguió-, podría perdonarte como a quien ha pagado sus maldades y su locura. Pero estando vivo, jamás podré perdonarte. Has ido demasiado lejos, y sólo Dios sabe cómo acabarás. Bénoit -añadió cuando vio entrar al criado-, acompaña al señor André-Louis Moreau a la puerta.

El tono del anciano era enérgico. Ante aquel rapapolvo a guisa de despedida, André-Louis se quedó pálido, conteniendo a medias su dolor, pero con el corazón en un puño. Vio al pobre Bénoit, alzando sus brazos temblorosos en un amago de reproche a su amo. Y entonces se oyó otra voz, fresca, cantarína, pero también algo indignada:

– ¡Tío! -y luego exclamó-: ¡André! -Era una voz calurosa, que denotaba alegría, aunque mezclada con un timbre de sorpresa.

Los tres hombres se volvieron para ver a Aline entrando por una de las grandes puertas ventanas del jardín. Llevaba una de esas cofias de lechera que eran el último grito de la moda, aunque sin la escarapela tricolor que generalmente solía adornar ese tocado. André-Louis sonrió al verla. A su mente acudió el recuerdo de su último encuentro con ella. Se vio en las calles de Nantes, ardiendo de indignación mientras la carroza de Aline se alejaba por la avenida de Gigan.

Ahora ella venía hacia él con las manos tendidas, con las mejillas ligeramente ruborizadas y una sonrisa de bienvenida. Él hizo una profunda reverencia y besó su mano en silencio.

Entonces, con una mirada y un gesto, Aline le indicó a Bénoit que podía retirarse, y con voz imperiosa se convirtió en abogada de André ante la áspera despedida que había escuchado al asomarse a la ventana que daba al jardín.

– Querido tío -dijo dejando a André-Louis y acercándose al señor de Kercadiou-, me asombra vuestra actitud. ¿Cómo permitís que un mal humor pasajero sea superior a todo el cariño que sentís por André?

– Yo no le tengo ningún cariño. Eso era antes. Él quiso prescindir de mi cariño. ¡Que se vaya al diablo! Y no permitiré que te inmiscuyas en este asunto.

– Pero si él mismo ha confesado que ha hecho mal…

– Él no confiesa absolutamente nada. Viene aquí a discutir conmigo sobre esos infernales Derechos del Hombre. Lejos de arrepentirse, se enorgullece de haber sido, como aseguran todos los bretones, el canalla que se ocultó bajo el seudónimo de Omnes Omnibus. ¿Puedo perdonarle eso?

Ella se volvió a André-Louis:

– ¿Es eso verdad? ¿No te arrepientes, André, ni siquiera ahora que puedes ver todo el daño que nos han hecho?

Era una clara invitación, una súplica para que se arrepintiera e hiciera las paces con su padrino. Por un momento, casi se conmovió. Pero luego, considerando que era un subterfugio indigno, contestó con el dolor vibrando en su voz:

– Confesar arrepentimiento sería como confesar un crimen monstruoso. ¿No os dais cuenta? ¡Oh, señor, un poco de paciencia, por favor, y os lo explicaré todo! Decís que soy en parte al menos responsable de cuanto os ha sucedido. Mis exhortaciones al pueblo, primero en Rennes y luego en Nantes, decís que influyeron en lo que luego allí tuvo lugar. Es posible. No puedo negarlo categóricamente. Después vino la revolución y el derramamiento de sangre. Y puede que aún no haya ocurrido lo peor. Pero arrepentirse significa reconocer que se ha obrado mal. ¿Cómo voy a admitir que he obrado mal y cargar sobre mi conciencia con toda esa sangre derramada? Voy a hablaros con el corazón en la mano, para que veáis cuan lejos estoy del arrepentimiento. Lo que hice, lo hice contra mis convicciones de aquella época. Como no había justicia en Francia para castigar al asesino de Philippe de Vilmorin, no me quedó más remedio que seguir mi propio camino para conseguir ese propósito. Entonces descubrí que yo estaba en un error, y que Philippe de Vilmorin y los que pensaban como él tenían razón. Cuando en un gobierno no hay justicia, la emancipación del hombre es imposible. Pero yo pensaba que fuera cual fuera la clase que llegara al gobierno, abusaría del poder. Después comprendí que la única garantía contra el abuso del poder es que el gobierno esté en manos del pueblo. Si no hubiera comprendido esto, ¿cuál sería ahora mi situación? Me remordería la conciencia pensando incesantemente que, por una insensata tentativa de venganza, había perpetrado un mal mucho más atroz que el que trataba de vengar. Así pues, debéis comprender que no tengo nada de qué arrepentirme, sino más bien al contrario, pues cuando a Francia le sea otorgado el inestimable beneficio de una Constitución, como pronto sucederá, podré enorgullecerme del papel que he desempeñado para que eso sea posible.

Hizo una pausa. El rostro del señor de Kercadiou estaba al rojo vivo.

– ¿Has terminado ya? -preguntó ásperamente.

– Si me habéis comprendido, sí.

– ¡Oh, sí! Te he comprendido… y te repito que te vayas.

André-Louis se encogió de hombros y agachó la cabeza. Después del anhelo y la alegría que le había impulsado a acudir allí, lo despedían con cajas destempladas. Miró a Aline. Su rostro estaba pálido y turbado. Esta vez no se le ocurría nada para ayudarlo. En su excesiva honestidad, André-Louis había quemado todas sus naves.

– Muy bien, señor. Quiero que recordéis, cuando me haya ido, que no he venido en busca de ayuda ni obligado por la necesidad. Como ya dije, no soy el hijo pródigo. Nada necesito, nada pido, soy dueño de mi destino, y sólo vine estimulado por el cariño y la gratitud que continuaré profesándoos.

– ¡Oh, sí! -exclamó Aline volviéndose a su tío. Al fin encontraba un argumento a favor de André, o al menos eso pensaba-. Ésa es la pura verdad. Seguro que…

Exasperado, su tío le ordenó que se callara.

– Quizás a partir de ahora -prosiguió André-Louis- lo que os he dicho sirva para que penséis en mí más bondadosamente.

– A partir de ahora no tendré ocasión de pensar en ti. Te repito que te marches.

André-Louis miró un instante a Aline, como si aún vacilara.

Ella le contestó mirando a su furioso tío, encogiéndose levemente de hombros y frunciendo el ceño, profundamente desalentada. Era como si dijera: «Ya ves el humor que tiene. No hay nada que hacer».

Con la gracia que la práctica de la esgrima le había dado, André-Louis saludó y salió.

– ¡Oh, esto es cruel, muy cruel! -gritó Aline con voz ahogada, retorciéndose las manos y dirigiéndose a la puerta ventana por la que antes había entrado.

– ¡Aline! ¿Adonde vas? -gritó su tío.

– No sabemos dónde encontrarle…

– Ni falta que hace…

– Puede que nunca volvamos a verle.

– Es lo que fervientemente deseo.

– ¡Uf! -exclamó Aline y salió al jardín.

Su tío la llamó ordenándole que volviera. Pero Aline, que era una chica obediente, se tapó los oídos para poder desobedecer y corrió hacia el camino para alcanzar a André-Louis.

Cuando él salía, con el corazón encogido, ella apareció entre los árboles que bordeaban el camino.

– ¡Aline! -exclamó él alegremente.

– No quiero que te vayas así. No puedo permitirlo -explicó la joven-. Le conozco mejor que tú y sé que se arrepentirá después. Seguramente querrá volver a verte, y entonces no sabremos dónde encontrarte.

– ¿Realmente lo crees?

– Estoy segura. Llegaste en mal momento. El pobre está de muy mal humor desde que vino aquí. No está acostumbrado a todo este lujo. Se aburre lejos de su entrañable Gavrillac, de sus tierras y de sus cacerías, y la verdad es que en el fondo te culpa de todo lo que ha sucedido. Bretaña, como debes saber, se ha vuelto un lugar muy inseguro. Hace unos meses incendiaron el castillo del marqués de La Tour d'Azyr, al igual que otros muchos. De un momento a otro, las pasiones pueden volver a estallar en Gavrillac. Por eso ha tenido que venir aquí, y por eso te culpa a ti y a tus compañeros. Pero pronto cambiará de parecer. Lamentará haberte dejado partir así, pues yo sé que te adora, a pesar de todo. A su debido tiempo, se lo haré comprender. Y entonces querrá saber dónde podemos encontrarte.

– En el número trece de la rue du Hasard. El número es aciago, pero el nombre de la calle trae suerte. Así que ambas cosas son fáciles de recordar.

– Te acompañaré hasta la puerta -dijo la joven. Y juntos bajaron lentamente por el largo camino, a la sombra de los árboles, que atenuaba el sol de junio-. Tienes muy buen aspecto. Has cambiado mucho desde la última vez que te vi, y me alegro de tu prosperidad. -Y entonces, sin darle tiempo a contestar, cambió bruscamente de tema-. ¡He deseado tanto verte durante estos meses, André! ¡Eras el único que podía ayudarme, el único que podía decirme la verdad, y me disgustaba que no escribieras diciéndome dónde podía encontrarte!

– No me animaste mucho que digamos cuando nos vimos en Nantes por última vez.

– ¿Cómo? ¿Todavía me guardas rencor?

– Nunca he sido rencoroso. Deberías saberlo -se enorgulleció él, pues se preciaba de ser un estoico-. Pero tengo una herida en el alma que se restañaría con tu retractación.

– Pues me retracto de lo que dije enseguida, André. Y ahora dime…

– Tu retractación es interesada -sonrió André-. Es un toma y daca. Muy bien, ¿qué me ibas a preguntar?

– Sí, André, dime… -se calló titubeante y prosiguió bajando los ojos- Dime la verdad sobre lo que sucedió en el Teatro Feydau.

Aquella alusión le hizo arrugar la frente. Enseguida sospechó la idea que la animaba a hacer aquella pregunta, y brevemente le contó su versión.

Ella le escuchó atentamente. Cuando hubo acabado, Aline suspiró pensativa.

– Eso fue lo que me contaron -afirmó-. Pero añadieron que el señor de La Tour d'Azyr había ido al teatro con el propósito de romper definitivamente con la hija de Binet. ¿Sabes si eso es verdad?

– No lo sé, ni veo ninguna razón para que así fuera. La hija de Binet le proporcionaba los favores a los que él y sus iguales están acostumbrados…

– Había una razón -le interrumpió Aline-. Y era yo. Yo hablé con la señora de Sautron y le dije que no estaba dispuesta a continuar mi relación con un hombre que me manchaba de esa manera.

La joven hablaba con cierta dificultad y su rostro gradualmente se arrebolaba.

– Si me hubieras escuchado… -comenzó a decir él, pero ella volvió a interrumpirlo.

– El señor de Sautron llevó mi mensaje al marqués y después me dijo que estaba desesperado, arrepentido, dispuesto a probar su sinceridad y su amor por mí. Me dijo que el señor de La Tour d'Azyr le había jurado que nunca más vería a esa señorita. Al día siguiente, oí decir que había estado a punto de perder la vida en aquella trifulca. Después de los juramentos que le hizo al señor de Sautron, después de decir que rompería para siempre con la hija de Binet, fue directamente al teatro. Yo estaba indignada y declaré que nunca volvería a ver al señor de La Tour d'Azyr. Claro que él insistió en darme explicaciones, diciendo que había ido al teatro para romper con ella, pero yo nunca le creí.

– ¿Quieres decir que ahora lo crees? -preguntó André-Louis-. ¿Por qué?

– No he dicho que ahora lo crea. Pero… pero… tampoco tengo motivos para dejar de creerle. Estando ya en Meudon, el marqués ha venido a verme para jurarme que todo sucedió como él lo cuenta.

– ¡Oh, si el señor marqués de La Tour d'Azyr lo ha jurado…! -empezó a decir André-Louis sonriendo sarcásticamente.

– ¿Le has oído mentir alguna vez? -le interrumpió ella-. Después de todo, el señor de La Tour d'Azyr es un hombre de honor, y los hombres de honor no mienten. ¿Puedes probar que alguna vez haya mentido?

– No -admitió André-Louis. La más elemental justicia le hacía confesar, al menos, esa virtud de su enemigo-. No le he oído nunca mentir. Es demasiado arrogante para recurrir a la mentira. Pero le he visto hacer otras vilezas.

– Nada es más vil que la mentira -afirmó ella en consonancia con los valores que le habían inculcado-. Para los únicos que no hay esperanza es para los mentirosos, primos hermanos de los ladrones. Sólo en la falsedad está la verdadera pérdida del honor.

– Cualquiera diría que estás defendiendo a ese fauno -dijo André-Louis fríamente.

– Quiero ser justa.

– La justicia te parecerá distinta cuando te hayas decidido a ser la marquesa de La Tour d'Azyr -concluyó el joven amargamente.

– No creo que llegue ese día.

– Pero, a pesar de todo, ¿sigues sin estar segura?

– ¿Hay algo seguro en este mundo?

– Sí. La necedad.

Ella, o no le oyó, o no le hizo caso, y preguntó:

– ¿Acaso puedes decirme que las cosas no ocurrieron como el señor de La Tour d'Azyr me las ha contado? ¿A qué fue aquella noche al Teatro Feydau?

– No, no puedo. Es posible que su versión sea correcta. Pero ¿qué importa todo eso?

– Sí que puede ser importante. Y dime otra cosa: ¿qué fue de esa mujer?

– No lo sé.

– ¿No lo sabes? -ella se volvió para mirarle a los ojos-. ¿Y lo dices con esa indiferencia? Yo pensaba que… que la amabas…

– Así fue durante poco tiempo. Confieso que me equivoqué. Gracias al marqués de La Tour d'Azyr descubrí la verdad. Algunas veces esos caballeros resultan útiles. Ayudan a los estúpidos como yo a descubrir la verdad. Tuve suerte de que la revelación, en mi caso, precediera al matrimonio. Ahora puedo mirar atrás y ver aquel episodio con ecuanimidad, agradecido por haber escapado a las consecuencias de lo que no era más que una aberración de los sentidos. Es algo que frecuentemente suele confundirse con el amor. El experimento, como puedes ver, fue muy aleccionador.

Ella le miró sorprendida.

– A veces pienso que no tienes corazón, André.

– Probablemente se deba a que a veces soy inteligente. ¿Y tú, Aline? Tu actitud en la cuestión del marqués de La Tour d'Azyr, ¿acaso demuestra que tienes corazón? Si te dijera lo que en realidad demuestra, acabaríamos riñendo como la última vez, y Dios sabe que no quiero enojarme contigo… Así que lo mejor será que cambiemos de tema.

– ¿Qué quieres decir?

– De momento, nada, puesto que no estás en peligro de casarte con esa bestia.

– ¿Y si lo estuviera?

– ¡Ah! En ese caso, el cariño que te tengo me haría descubrir algún medio para impedirlo, a no ser que…

Y se calló.

– ¿A no ser que qué…? -preguntó ella desafiante, irguiéndose en su pequeña estatura, con mirada imperiosa.

– ¡A no ser que también pudieras decirme que le amas! -dijo él sencillamente y con entera serenidad. Y luego añadió, sacudiendo la cabeza-: Pero eso, por supuesto, es imposible.

– ¿Por qué? -preguntó ella ahora en un tono más amable.

– Porque sé cómo eres, Aline. Y sé que eres buena, pura y adorable. Y los ángeles no se llevan bien con los demonios. Podrías llegar a ser su esposa, pero nunca su compañera. Nunca.

Habían llegado a la verja que cerraba el final del camino. A través de la puerta de hierro, vieron el coche amarillo en que había llegado André-Louis. Muy cerca se oía el chirriar de otras ruedas, el ruido de otros cascos, y apareció otro vehículo que se detuvo ante el sencillo coche de alquiler. Era un magnífico carruaje con portezuelas de caoba blasonadas con escudos nobiliarios cuyos dorados y azules rutilaban a la luz del sol. Un lacayo se apeó para abrir la portezuela. La dama que viajaba en el coche, al ver a Aline, la saludó con un gesto afectuoso y dio una orden al lacayo.

CAPÍTULO VI La señora de Plougastel

Tras abrir la portezuela, el lacayo bajó la escalerilla y extendió un brazo para ayudar a apearse a su señora. La dama era una mujer de algo más de cuarenta años, que debió de haber sido muy bella y que aún resultaba de buen ver gracias a ese refinamiento que con la edad aumenta en algunas mujeres. Tanto su vestido como su coche denotaban una elevada alcurnia. -Me despido, pues veo que tienes visita -dijo André-Louis.

– ¡Pero si es una antigua conocida tuya! ¿No te acuerdas de la condesa de Plougastel?

Él miró a la señora que se acercaba y hacia la cual ya corría Aline. Hubiera debido reconocerla al momento, aunque hacía dieciséis años que no la veía. Ahora acudía a su recuerdo la preciosa imagen, un tesoro de su memoria que nunca debió permitir que ulteriores sucesos borraran.

Cuando él tenía diez años, poco antes de que lo enviaran a la escuela de Rennes, aquella dama había visitado al señor de Kercadiou, que era su primo. Fue cuando él vivía en la casa de Rabouillet, y allí le presentaron a la señora de Plougastel. La gran dama, en todo el esplendor de su belleza, con su voz tan dulce y con aquella manera de hablar tan refinada -tan culta que parecía hablar una lengua desconocida en Bretaña-, desplegando esa majestuosidad del gran mundo, al principio asustó un poco al niño que entonces él era. Pero pronto ella disipó gentilmente aquellos temores y, con cierto misterioso encanto, se ganó la admiración del chiquillo. Ahora André-Louis recordaba el terror que le sobrecogió cuando le ordenaron que la abrazara y cómo después se separó a regañadientes de aquellos brazos suaves y bien contorneados. Recordaba también que ella olía como a perfume de lilas, pues nada es más tenaz que la reminiscencia olfativa.

Durante los tres días que la dama permaneció en Gavrillac, él fue diariamente a su casa, y pasó varias horas en su compañía. Como ella no tenía hijos y su instinto maternal era muy fuerte, pronto se encariñó con aquel niño de ojos precozmente inteligentes.

– Dámelo, primo Quintin -recordó que ella le dijo el último día a su padrino-. Déjame llevarlo a Versalles como hijo adoptivo.

Pero el señor de Kercadiou dijo que no con la cabeza, muy serio y en silencio, y no se habló más del asunto. Y entonces, cuando se despidió de él -sólo ahora lo recordaba- la dama tenía lágrimas en los ojos.

– Piensa en mí alguna vez, André-Louis -fueron sus últimas palabras.

Ahora también evocaba cuánto le había halagado ganarse en tan poco tiempo el afecto de la gran dama. Esta sensación de regocijo le duró varios meses, hasta que finalmente cayó en el olvido.

Pero ahora, al cabo de dieciséis años, lo recordaba todo nítidamente. ¿Cómo no reconoció enseguida a aquella joven de entonces transformada en una dama madura, mundana, con ese aire digno y sosegado de los que se saben dueños de sí mismos? André-Louis no dejaba de reprochárselo en silencio.

Aline la abrazó cariñosamente, y luego, contestando a la interrogadora mirada que la dama dirigió a su acompañante, le explicó:

– Es André-Louis. ¿No os acordáis de él, señora?

La dama se quedó en vilo, casi sin aliento. Y entonces aquella voz que André-Louis recordaba tan musical, ahora más profunda, repitió su nombre:

– ¡André-Louis!

Por el tono de su voz, André-Louis intuyó que tal vez su nombre despertaba en la condesa recuerdos asociados con la juventud perdida. La dama se detuvo a observarlo durante largo rato con los ojos muy abiertos, mientras él se inclinaba ante ella.

– Por supuesto que me acuerdo de él -dijo acercándose y tendiéndole la mano que él besó sumisa e instintivamente-. ¿Cómo ha podido crecer tanto? -se asombró contemplándole atentamente. -Y André-Louis se sonrojó al oír la satisfacción que delataba la voz de la señora. Ahora le parecía que súbitamente remontaba aquellos dieciséis años transcurridos, para volver a ser el chiquillo bretón de entonces. La dama se volvió a Aline-: Supongo que el señor de Kercadiou estará encantado de haberle vuelto a ver, ¿verdad?

– Tan encantado, señora, que enseguida me ha puesto de patitas en la calle -dijo André-Louis.

– ¡Ah! -exclamó la dama frunciendo las cejas y sin dejar de mirarlo con sus ojos negros-. Tenemos que arreglar eso, Aline. Debe de estar muy enfadado con vos. Pero ésos no son modos. Yo defenderé vuestra causa, André-Louis. Soy una buena abogada.

Él le dio las gracias y se despidió:

– Muy agradecido, dejo mi causa en vuestras manos. Y os presento mis respetos, señora.

Y así, a pesar de la mala acogida de su padrino, André-Louis tarareaba una canción mientras el coche amarillo lo llevaba de vuelta a su casa en París. Aquel encuentro con la señora de Plougastel le había animado, y su promesa de defender su causa junto con Aline le daba la seguridad de que todo acabaría bien.

Esa confianza se confirmó cuando el siguiente jueves, a mediodía, el señor de Kercadiou apareció en la academia de esgrima. Gilles, el paje, le anunció la visita, y André-Louis, interrumpiendo enseguida la lección que estaba impartiendo, se quitó la careta y echó a correr -con su chaleco de gamuza abotonado hasta el cuello y el florete bajo el brazo- hasta el modesto salón de la planta baja donde le esperaba su padrino. El señor de Gavrillac se levantó para recibirle como si estuviera retándolo.

– Me han convencido de que debo perdonarte -anunció huraño, como dando a entender que había aceptado sólo para que no le importunaran más.

André-Louis no se dejó engañar. Sabía que no era más que una pose adoptada por su padrino para quedar en posición airosa.

– Benditas sean las personas que os convencieron. Soy tan feliz que me vuelve el alma al cuerpo, padrino.

Tomó la mano que el señor de Gavrillac le ofrecía, y la besó, cediendo al impulso de la costumbre de sus días infantiles. Era un acto de total sumisión, que restablecía entre ellos el lazo de protegido y protector, con todos los mutuos deberes y derechos que eso implicaba. Más que las palabras, aquel gesto simbolizaba la paz con aquel hombre que tanto lo quería. El rostro del señor de Kercadiou se puso más rojizo que de costumbre. Sus labios temblaron cuando, con la voz ronca de emoción, murmuró:

– ¡Hijo querido! -y entonces se animó, irguiendo su gran cabeza y frunciendo el ceño. Su voz se había aclarado-. Supongo que admitirás que te has portado terriblemente… terriblemente… e ingratamente.

– Eso depende del punto de vista, ¿no? -dijo André-Louis con su tono de voz más amable y conciliador.

– Depende de los hechos y no de los puntos de vista. Y ya que me han convencido para que olvide lo pasado, confío en que, de hoy en adelante, tendrás intención de enmendarte.

– Tengo la intención de… de no participar en cuestiones políticas -asintió André-Louis, pues esto era lo más que podía decir sin faltar a la verdad.

– Algo es algo.

El padrino cedió al ver que por lo menos hacía una concesión a su justo resentimiento.

– ¿No queréis sentaros, padrino?

– No, no. Vengo a buscarte para que me acompañes a hacer una visita. Mi perdón se lo debes a la señora de Plougastel. Quiero que vengas conmigo a darle las gracias.

– Es que tengo aquí compromisos… -empezó a decir André-Louis, pero cambió de idea-: ¡No importa! Arreglaré el asunto. Es sólo un momento…

Y cuando se disponía a volver a la academia, su padrino se fijó en el florete que llevaba bajo el brazo y le preguntó:

– ¿Qué compromisos? ¿Por casualidad eres profesor de esgrima?

– Profesor y dueño de esta academia, que era del difunto Bertrand des Amis, la más floreciente que hay actualmente en todo París.

Su padrino quedó estupefacto.

– ¿Eres dueño de todo esto?

– Sí, heredé la academia cuando murió Bertrand des Amis.

Dejando que su padrino siguiera pensando en aquella novedad, André-Louis subió a arreglar el asunto con sus ayudantes y a vestirse.

– ¿De modo que por eso ahora ciñes espada? -dijo el señor de Kercadiou más tarde, cuando subía al coche con su ahijado.

– Por eso, y porque en los tiempos que corren todos tenemos que ir armados.

– ¿Y cómo se explica que un hombre que vive de una profesión honrada, vinculada sobre todo a la nobleza, pueda al mismo tiempo mezclarse con esos picapleitos, filósofos y panfletistas, que esparcen por doquier la difamación y la rebeldía?

– Olvidáis que también soy picapleitos, y que lo soy por deseo vuestro, caballero.

El señor de Kercadiou refunfuñó, tomó un poco de rapé, y le preguntó:

– ¿Dices que la academia es floreciente?

– Así es. He tenido que tomar dos ayudantes. Y ya necesito un tercero. Tenemos mucho trabajo.

– Eso significa que estás en una posición holgada.

– No me puedo quejar. Gano más de lo que necesito.

– Entonces podrás contribuir a pagar la Deuda Nacional -gruñó el noble, contento de que el mal que André-Louis había fomentado recayera sobre él mismo.

Y entonces la conversación se desvió hacia la señora de Plougastel. Aunque no adivinaba la razón, André-Louis pudo darse cuenta de que al señor de Kercadiou no le gustaba hacer aquella visita. Pero la señora condesa era una mujer muy testaruda a la que no se podía negar nada, y a la que todo el mundo obedecía. El señor de Plougastel estaba ausente, en Alemania, pero regresaría pronto. Era una indiscreción de su padrino, pues esa información permitía inferir fácilmente que el señor de Plougastel era uno de los intrigantes emisarios que iban y venían entre la reina de Francia y su hermano, el emperador de Austria.

El carruaje se detuvo ante una hermosa residencia del Faubourg St. Denis que hacía esquina con la rue Paradis. Un sirviente condujo a los visitantes a un salón donde relumbraban los dorados y los brocados, con vista a una terraza que daba a un jardín que era más bien un parque en miniatura. Allí les esperaba la condesa. Se levantó, despidió a una joven que solía leerle, y avanzando con las manos tendidas fue a saludar a su primo Kercadiou.

– Casi temía que no cumpliríais vuestra palabra -dijo-. Pero fui injusta, pues veo que habéis logrado traerle -y su mirada risueña le dio la bienvenida a André-Louis.

El joven respondió con una galantería:

– Vuestro recuerdo, señora, está tan grabado en mi corazón que no era preciso convencerme para que viniera.

– ¡Ah, pero si es todo un perfecto cortesano! -exclamó la condesa, tendiéndole la mano-. Tenemos que hablar un poco, André-Louis -añadió con una gravedad que le inquietó vagamente.

Se sentaron y durante un rato la conversación giró en torno a temas generales, como el trabajo que desempeñaba André-Louis y otras cosas por el estilo. Mientras tanto, ella no dejaba de examinarlo atentamente con ojos ávidos, hasta que André-Louis se sintió de nuevo asaltado por la inquietud. Intuitivamente supo que aquélla no era una simple visita de cortesía, que le habían llevado allí por algo mucho menos sencillo.

Al fin, como si estuviera planeado de antemano, el señor de Gavrillac, que era la persona menos indicada para cubrir las apariencias, se levantó y con el pretexto de ir a ver el jardín salió a la terraza, sobre cuya balaustrada de mármol se derramaban los geranios. Después desapareció entre el follaje.

– Ahora podemos hablar con más intimidad -dijo la condesa-. Sentaos aquí, a mi lado -dijo mostrándole la mitad desocupada del sofá. Aunque no las tenía todas consigo, André-Louis obedeció.

– Como sabéis -dijo gentilmente, colocando una mano sobre el brazo de su invitado-, os habéis portado mal y el resentimiento de vuestro padrino era fundado.

– Si yo supiera eso, señora, sería el más desgraciado, el más angustiado de los hombres.

Y a continuación argumentó lo mismo que el domingo anterior en casa de su padrino.

– Lo que hice se debió a que era el único medio que tenía a mano, en un país donde la justicia estaba atada de pies y de manos por los privilegiados, para declararle la guerra al canalla que asesinó a mi mejor amigo. Fue un asesinato brutal e injustificado, que ningún juez quiso castigar. Y por si fuera poco, y perdonadme si os hablo con entera franqueza, ese mismo asesino sedujo después a la mujer con la que pensaba casarme.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó ella.

– Perdonadme. Sé que es horrible. Pero así comprenderéis tal vez lo que sufrí, y cómo me vi obligado a hacer lo que hice. El último asunto del que me culpan, el motín en el Teatro Feydau, que después se extendió a toda la ciudad, lo provoqué por esa razón.

– ¿Y quién era ella?

Como todas las mujeres, pensó André-Louis, la condesa sólo se fijaba en lo que no era esencial.

– ¡Oh! Era una actriz, una pobre ignorante que ahora no lamento haber perdido. Binet era su apellido. En aquel entonces, yo también actuaba en la compañía de la legua de su padre. Porque después del asunto de Rennes, tuve que ocultarme detrás de una máscara, ya que la justicia imperante en Francia me perseguía para llevarme a la horca.

– ¡Pobre muchacho! -dijo ella tiernamente-. Sólo el corazón de una mujer puede comprender lo que habéis sufrido. Por eso es más fácil perdonaros. Pero ahora…

– Ah, pero veo que no me comprendéis del todo, señora. Si yo creyera que sólo fueron motivos personales los que me hicieron participar en la santa causa de la abolición de los privilegios, me suicidaría. Mi verdadera justificación radica en la falta de sinceridad de aquellos que quisieron convertir la Asam blea General en un fraude para engañar a la nación.

– ¿Y no es prudente la insinceridad en esos asuntos?

Él la miró asombrado.

– ¿Acaso puede ser prudente la hipocresía?

– ¡Oh, sí! Puede serlo. Creedme, tengo más años y experiencia que vos.

– Yo diría, señora, que no puede ser prudente nada que complique la existencia, y nada la complica tanto como la falta de sinceridad.

– Pero seguramente, André-Louis, no estaréis tan pervertido como para no ver que todos los países necesitan una clase gobernante.

– Por supuesto. Pero no necesariamente por derecho hereditario.

– ¿Y de qué otra forma sería posible?

– El hombre -sentenció epigramáticamente André-Louis-es hijo de sus propias obras. Esa herencia es mucho más importante que la prosapia. Un país donde esa herencia predomine será muy superior.

– Pero… entonces ¿no le otorgáis ninguna importancia a la cuna donde se nace?

– Ninguna, señora. De otro modo, tendría que avergonzarme de la mía.

La dama se ruborizó, y André-Louis creyó haberla ofendido con su indelicadeza. Pero, en lugar del reproche que esperaba, ella le preguntó:

– ¿Y no os avergüenza? ¿Nunca, André?

– Nunca, señora. Estoy contento.

– ¿No habéis echado nunca en falta el cuidado de vuestros padres?

Él se echó a reír, sin tomar en serio aquella caritativa pregunta que juzgó tan superflua.

– Al contrario, señora. Tiemblo al pensar lo que hubieran podido hacer de mí, y estoy muy orgulloso de haberme hecho a mí mismo.

Ella le miró un momento con tristeza, y luego sonrió moviendo graciosamente la cabeza.

– Desde luego, orgullo no os falta. Sin embargo, deberíais ver las cosas desde otro ángulo. Éste es un momento de grandes oportunidades para un joven con talento y energía. Yo puedo ayudaros. Quizá podría ayudaros a llegar muy lejos si me permitierais hacerlo a mi manera.

Sí, pensó André-Louis, le ayudaría enviándole también a Austria con mensajes traidores de la reina, como al señor de Plougastel. Eso sin duda le llevaría muy lejos. Pero contestó diplomáticamente:

– Os lo agradezco, señora. Pero comprenderéis que no puedo servir a ninguna causa que se oponga a mis ideales.

– Os dejáis llevar por prejuicios, André-Louis; por agravios personales. ¿Vais a permitir que se interpongan en vuestro camino?

– Si lo que yo llamo ideales son realmente prejuicios, ¿sería honesto oponerme a ellos aun cuando son lo que pienso?

– ¿Y si yo pudiera convenceros de que estáis equivocado? Yo podría encontraros un empleo digno de vuestro talento. En el servicio del rey prosperaríais rápidamente. ¿Queréis pensarlo detenidamente y volvemos a hablar del tema en otra ocasión?

Pero André-Louis contestó con fría cortesía:

– Me temo que es inútil, señora. Me halaga vuestro interés y os lo agradezco. Pero es una desgracia que yo sea tan cabeciduro.

– ¿Y ahora, quién es el que peca de hipócrita? -preguntó ella.

– Ah, señora, como veréis, es la falta de sinceridad la que nos lleva a conclusiones erróneas.

Y entonces apareció el señor de Kercadiou, un poco nervioso, diciendo que tenía que regresar a Meudon, y que se llevaría a su ahijado para dejarlo en su casa.

– Quiero que vengáis otra vez, Quintín -dijo la condesa al despedirse de los dos.

– Volveremos cualquier día de éstos -contestó vagamente el señor de Gavrillac mientras empujaba a su ahijado para que entrara en el carruaje. Una vez dentro del vehículo, le preguntó de qué había hablado con la condesa.

– Es muy amable, y muy cariñosa -dijo André-Louis pensativo.

– ¡Maldita sea! No te he preguntado tu opinión sobre ella, sino qué te ha dicho…

– Trató de sacarme de mi erróneo camino. Habló de las grandes cosas que yo podría hacer, brindándome su generosa ayuda, si es que me decidía a sentar la cabeza. Pero como no existen los milagros, no le di muchas esperanzas.

– Ya veo. ¿Te dijo algo más?

La pregunta era tan apremiante, que André-Louis se volvió para mirarle.

– ¿Qué más esperabais que me dijera, padrino?

– ¡Oh, nada!

– Entonces, ¿la visita ha resultado tan buena como esperabais?

– ¿Eh? ¡Diablos! ¿Por qué no hablas claro, de modo que cualquiera te entienda sin tener que pensar tanto?

Durante el resto del trayecto hasta la rue du Hasard, el señor de Kercadiou permaneció cabizbajo y pensativo. O al menos eso le pareció a André-Louis. Al final, su silenciosa meditación se tornó pesimista, a juzgar por su expresión.

– No dejes de venir a vernos a Meudon -le dijo a André-Louis al despedirse-. Pero, por favor, a partir de ahora, si quieres conservar mi amistad, no debes meterte en política revolucionaria.

CAPÍTULO VII Los políticos

Una mañana de agosto Le Chapelier llegó a la academia de esgrima acompañado por un hombre cuya hercúlea estatura y desagradable rostro le resultaron familiares a André-Louis. Tendría unos treinta años, y unos ojos muy pequeños hundidos en una cara enorme.

Sus pómulos eran prominentes, su nariz estaba torcida como si le hubieran dado un puñetazo, y su boca casi no tenía forma debido a una cicatriz, pues un toro le había corneado la cara cuando era niño.

Y por si fuera poco, para hacer más horrible su apariencia, las mejillas estaban marcadas por la viruela. Vestía chabacanamente una casaca escarlata que casi le llegaba a los tobillos y calzaba unas botas salpicadas de barro.

Su camisa, algo empercudida, estaba desabrochada en el pecho, donde caía una tirilla siempre deshecha, lo cual permitía ver un cuello tan musculoso como sus hombros. En su mano izquierda balanceaba sin cesar un bastón, que era casi una cachiporra, y en el sombrero cónico llevaba una escarapela. Erguía la cabeza, como en constante desafío, y su aire era truculento, imponente.

Le Chapelier, también con expresión grave, se lo presentó a André-Louis:

– Éste es Danton, de quien ya habrás oído hablar. Es un colega, también abogado, fundador y presidente del Club de los Cordeliers.

Por supuesto que André-Louis había oído hablar de aquel hombre.

¿Quién no lo conocía aunque fuera de oídas?

Ahora recordaba dónde le había visto. Era aquel hombre que se había negado a quitarse el sombrero en la Comedia Francesa la noche de la tormentosa representación de la tragedia Charles IX.

Mientras le contemplaba, André-Louis se preguntó por qué casi todos los jefes de la revolución tenían la viruela.

Mirabeau, el periodista Desmoulins, el filántropo Marat, Robespierre, el abogadillo de Arras, aquel colosal Danton y otros que André-Louis recordaba, mostraban en su rostro las cicatrices de la viruela. Casi estaba por pensar que había alguna relación entre ambas cosas.

¿Producirían las viruelas ciertos resultados morales que conducían a la Revolución?

El vozarrón de Danton rompió el hilo de sus especulaciones.

– Este*** Chapelier, me ha hablado de ti. Dice que eres un patriota*** 1.

Más que por el tono, André-Louis se sobresaltó por las irrepetibles obscenidades que el gigante prodigaba ante un extraño. Se echó a reír. No podía hacer otra cosa.

– Si te ha dicho eso, sólo ha dicho la verdad. Soy un patriota. El resto, mi modestia me obliga a ignorarlo.

– Según parece, también eres un bromista -vociferó el otro, riéndose con tanta estridencia que los cristales de las ventanas temblaron-. No te ofendas por lo que digo. Así soy yo.

– ¡Qué pena! -dijo André-Louis.

Esta frase desconcertó a Danton.

– ¿Eh? ¿Qué significa esto, Chapelier? ¿De qué se las da tu amigo?

El acicalado bretón, que al lado de su acompañante parecía un petimetre, aunque compartía con Danton cierta brutalidad en sus modales, se encogió de hombros.

– Es que simplemente no le gustan tus maneras, lo cual no me sorprende, pues tu educación es execrable.

– ¡Bah! Todos ustedes los *** bretones son iguales. Hablemos de lo que nos ha traído aquí. ¿No sabes lo que ocurrió ayer en la Asamblea? ¿No? ¡Dios mío! ¿En qué mundo vives? ¿No sabes tampoco que el otro día ese canalla que se autodenomina rey de Francia permitió pasar por nuestro territorio a las tropas austriacas que van a aplastar a los que en Bélgica luchan por la libertad? ¿Cómo rayos no sabes nada de esto?

– Sí -dijo André-Louis fríamente, disimulando su indignación ante los aspavientos de su interlocutor-. He oído decir algo.

– ¡Ah! ¿Y qué piensas?

Con los brazos en jarras, el coloso miraba desde arriba a André-Louis, quien se volvió a Le Chapelier, y dijo:

– No entiendo nada. ¿Has traído aquí a este caballero para que examine mi conciencia?

– ¡Maldita sea! ¡Es más arisco que un puercoespín! -protestó Danton.

– No, no -dijo Le Chapelier con tono conciliador-. Es que necesitamos tu ayuda, André-Louis. Danton piensa que tú eres el hombre que necesitamos. Ahora escucha…

– Eso es. Habla tú con él -agregó Danton-, Ambos hablan el mismo remilgado francés de***. Seguramente que se entenderán.

Le Chapelier prosiguió sin hacer caso de la interrupción:

– La violación que ha cometido el rey, quebrantando los más elementales derechos de un país que está elaborando una Constitución que le hará libre, ha destruido las pocas ilusiones que nos quedaban. Algunos han llegado a decir que el rey es el peor enemigo de Francia. Pero esto, por supuesto, es exagerado.

– ¿Quién dice eso? -gritó Danton echando horribles maldiciones para expresar su discrepancia. Le Chapelier le hizo seña para que se callara, y continuó:

– De todas maneras, ese hecho ha sido la gota que colma el vaso, pues sumado a todo lo demás, ha conseguido alterar la Asamblea. La guerra se ha declarado otra vez entre el Tercer Estado y los privilegiados…

– ¿Acaso hubo paz alguna vez?

– Quizá no. Pero ahora todo presenta un nuevo cariz. ¿No has oído hablar del duelo entre Lameth y el duque de Castries?

– Es un asunto sin importancia.

– En sus resultados, sí. Pero pudo haber sido peor. En todas las sesiones se insulta y se desafía a Mirabeau. Pero él no se deja provocar y sigue su camino con sangre fría. Otros no son tan circunspectos; a cada insulto responden con otro insulto, golpe por golpe, y todos los días corre la sangre en duelos personales. Los espadachines de la nobleza han reducido el asunto a eso.

André-Louis movió la cabeza en un gesto afirmativo. Estaba pensando en Philippe de Vilmorin.

– Sí -dijo-, es un viejo ardid. Y es tan sencillo y directo como ellos mismos. Lo que me asombra es que no hayan empleado antes ese recurso. En los primeros días de la Asamblea General, en Versalles, podía haberles resultado muy eficaz. Ahora me parece que es un poco tarde.

– ¡Maldita sea, por eso mismo quieren recuperar el tiempo perdido! -estalló Danton-. Aquí y allí se multiplican los desafíos entre esos matones, que son espadachines profesionales, y los pobres diablos togados que sólo saben esgrimir la pluma. Son verdaderos*** asesinatos. Pero si yo empezara a romperles las cabezas a los nobles con mi bastón y a retorcerles el pescuezo con mis manos, la ley me condenaría a la horca. ¡Y eso en un país que se esfuerza por conquistar su libertad! ¡*** Dios! Ni siquiera me dejan ponerme el sombrero en el teatro. Pero ellos*** esos***.

– Tienes razón -dijo Le Chapelier-. La situación es insoportable. Hace dos días, el señor de Ambly amenazó a Mirabeau con su bastón en presencia de toda la Asamblea. Ayer el señor de Faussigny se levantó para arengar a los suyos invitándoles a matar. «¿Por qué no matáis a esos granujas con vuestras espadas?» Eso gritó delante de todos.

– Eso es mucho más sencillo que hacer leyes -dijo André-Louis.

– Lagron, el diputado por Ancenis, en el distrito del Loira, le contestó algo que no oímos. Al salir del salón del Manége, uno de esos matones diestros en la espada le insultó groseramente. Lagron se limitó a dar un codazo y seguir de largo; pero aquel tipejo gritó que le había golpeado, y le desafió. Esta mañana se batieron en los Champs Elysées, y, por supuesto, Lagron murió con el estómago atravesado por un hombre que esgrimía como un maestro, mientras que el pobre Lagron ni siquiera llevaba espada. Tuvieron que prestarle una.

André-Louis seguía pensando en Philippe de Vilmorin, cuyo caso veía ahora repetido hasta en los más mínimos detalles, y sintió que le hervía la sangre en las venas. Apretó los puños y las mandíbulas. Los ojillos de Danton lo escudriñaban.

– ¿Y bien? ¿Qué piensas de todo eso? «Nobleza obliga», ¿eh? Si ellos se sienten obligados a honrar su nombre, nosotros también estamos obligados a*** a esos***. Debemos pagarles con la misma moneda; luchar con sus mismas armas, aniquilarlos y mandarlos al mismísimo infierno.

– Sí, pero ¿cómo?

– ¿Cómo? ¡Maldita sea! ¿No lo he dicho ya?

– Por eso necesitamos tu ayuda -agregó Le Chapelier-. Entre tus mejores discípulos debe de haber hombres de sentimientos patrióticos. La idea de Danton es que un grupo de ellos, digamos unos seis contigo a la cabeza, podrían escarmentar a esos matones.

André-Louis frunció el ceño.

– ¿Y cómo piensa el señor Danton que eso podría hacerse?

El aludido contestó con vehemencia:

– Muy sencillo. Os dejamos apostados en el salón del Manége a la hora en que se suspende la sesión de la Asamblea. Os decimos quiénes son los seis flebotomianos que nos están desangrando, y dejamos que les insultéis, antes de que ellos tengan tiempo de insultar a nuestros representantes. Y mañana por la mañana, esos seis***sangradores serán a su vez desangrados secundum artem. Esto asustará a los otros. Y si fuera necesario, la dosis podría repetirse para asegurar la curación. Cuantos más de esos*** matéis, mejor.

Se calló y su cetrino semblante enrojeció entusiasmado con la idea. André-Louis le contemplaba, con expresión inescrutable.

– Y bien, ¿qué dices?

– Que es muy ingeniosa la idea -dijo André-Louis, volviéndose a mirar por la ventana.

– ¿Y eso es todo?

– No digo todo lo que pienso porque, probablemente no me vais a comprender. Al menos tú, Danton, tienes la excusa de que no me conoces; pero tú, Isaac, ¿cómo se te ocurre traer aquí a este caballero con semejante proposición?

Le Chapelier parecía confuso.

– Confieso que vacilé -se disculpó-. Pero Danton no quiso oírme cuando le expliqué que esto no sería de tu agrado.

– No quise creerte -rugió Danton manoteándole casi en la cara a Le Chapelier-, porque me dijiste que este hombre era un patriota. El patriotismo no conoce escrúpulos. ¿Y tú le llamas patriota a este melindroso profesor de minué?

– ¿Te convertirías tú en asesino por patriotismo?

– Por supuesto. ¿No he dicho ya que contento iría con mi porra y los aplastaría como si fueran *** cucarachas?

– Y entonces, ¿por qué no lo haces?

– ¿Por qué? También lo dije antes. Porque me ahorcarían.

– ¿Y qué importa que te ahorquen si es en nombre de la patria? ¿Por qué, como un nuevo Curcio, no saltas al vacío, si estás tan seguro de que tu país se beneficiaría con tu muerte?

Danton contestó exasperado:

– Porque mi país se beneficia mucho más si estoy vivo.

– Pues yo también participo de esa vanidad, señor mío.

– ¿Tú? ¿Qué peligro habría para ti? Eres un experto, lucharías en un ***duelo igual que ellos.

– ¿No se te ha ocurrido pensar que la Ley juzgaría implacablemente a un profesor de esgrima que mate a su adversario, sobre todo si ha sido ese profesor quien ha provocado el duelo?

– ¡Diablos! -gritó Danton con un gesto de desprecio-. Ahora resulta que tienes miedo.

– Si te gusta pensar eso, puedes hacerlo. Tengo miedo de hacer astuta y traidoramente lo que un apasionado patriota como tú tiene miedo de hacer franca y abiertamente. Tengo también otras razones. Pero con ésta basta.

Danton se quedó boquiabierto, y acto seguido empezó a despotricar echando sapos y culebras por la boca.

– ¡Maldita sea! Tienes razón -admitió para sorpresa de André-Louis- Tienes razón y yo estoy equivocado. Soy tan cobarde y tan mal patriota como tú.

Entonces invocó a todos los próceres del Panteón como testigos de su autocrítica. Y agregó:

– Sólo que, ya ves, yo soy alguien importante, y si me cogen y me ahorcan… ¡No! Tenemos que encontrar otra forma de hacerlo. Perdona las molestias. Adiós.

Y tendió su manaza a André-Louis. Le Chapelier permanecía vacilante, alicaído.

– André, lamento mucho lo ocurrido…

– No hace falta que digas nada, por favor. Vuelve pronto por aquí. Me gustaría que te quedaras un rato más, pero ya casi son las nueve y mi primer discípulo está al llegar.

– Yo tampoco permitiría que se quedara -dijo Danton mientras arrastraba a Le Chapelier hasta la puerta-. Tenemos que encontrar el modo de suprimir al señor de La Tour d'Azyr y a sus amigos.

– ¿A quién?

La pregunta sonó como un pistoletazo en los oídos de Danton, haciendo que se detuviera en seco. Dio media vuelta, y Le Chapelier también.

– He dicho que hay que suprimir al señor de La Tour d'Azyr.

– ¿Ese caballero tiene algo que ver con la proposición que me acaban de hacer?

– ¡Claro que tiene que ver! Él es el jefe de los matones.

Y Le Chapelier añadió:

– Él fue quien mató a Lagron.

– No será amigo tuyo, ¿verdad? -preguntó Danton.

– ¿Y es a La Tour d'Azyr a quien tengo que matar? -preguntó André-Louis lentamente, como sumido en sus pensamientos.

– En efecto -dijo Danton-. Y no es trabajo para un aprendiz, de eso puedes estar seguro.

– ¡Ah, bueno, eso es harina de otro costal! -dijo André-Louis pensando en voz alta-. Eso es una gran tentación para mí.

– ¿Entonces***? -exclamó el hombretón dando un paso hacia André-Louis.

– Espera un momento -dijo André-Louis levantando una mano; y entonces, cabizbajo, paseó por la habitación, como si estuviera ausente, extraviado en sus meditaciones. Le Chapelier y Danton se miraron, luego le miraron a él y esperaron a que lo pensara.

André-Louis estaba admirado. ¿Cómo no se le había ocurrido antes aquella idea para saldar la cuenta pendiente con el señor de La Tour d'Azyr? ¿Para qué había adquirido tanta destreza en la esgrima si no la usaba para vengar a Vilmorin y para salvar a Aline de su propia ambición? ¡Qué fácil sería insultar gravemente al señor de La Tour d'Azyr y concluir el asunto! Eso sería un asesinato, casi tan artero como el que cometió el marqués con Philippe de Vilmorin, pues ahora las posiciones se habían invertido, y era André-Louis quien mejor dominaba la esgrima. Era un obstáculo moral del que André-Louis podía desentenderse. Pero quedaba aún el obstáculo legal que él le había expuesto a Danton. Las leyes seguían existiendo en Francia, las mismas leyes que le impidieron actuar legalmente contra el marqués, pero que en aquel caso caerían sobre él con todo su peso. Y entonces, súbitamente, como en una inspiración, André-Louis vio el camino. Un camino que probablemente haría recaer la justicia sobre el señor de La Tour d'Azyr, que haría que fuera él mismo quien, con su insolencia, con su confianza en sí mismo, se arrojara sobre la espada de André-Louis.

Se volvió a los políticos y le notaron muy pálido. Sus ojos obscuros brillaban de un modo enigmático.

– Probablemente resulte un poco difícil encontrar alguien que sustituya a ese pobre Lagron -dijo-. Nuestros paisanos no tendrán muchas ganas de morir atravesados por las espadas de los privilegiados.

– Es bastante cierto -dijo Le Chapelier, sombrío, y entonces, como si de pronto le hubiera leído el pensamiento a André-Louis, gritó-: ¡André-Louis! ¿Quieres ser su suplente?

– Eso mismo estaba pensando. Eso legitimaría mi presencia en la Asamblea. Si el señor de La Tour d'Azyr decide provocarme, su sangre caerá sobre su propia cabeza. No seré yo quien lo impida -sonrió de un modo extraño-. Yo no soy más que un pícaro que busca la manera de ser honrado. De hecho, sigo siendo Scaramouche; un hijo de la sofistería. ¿Creéis que Ancenis me querrá como su representante?

– ¿Tener a Omnes Omnibus como representante? -exclamó Le Chapelier alborozado-. Para Ancenis eso será el mayor orgullo. No es lo mismo que representar a Nantes o a Rennes, como antes te propuse. Pero de todas maneras serás la voz de Bretaña.

– ¿Tendré que ir a Ancenis?

– Eso no será necesario. Bastará una carta mía a la municipalidad para que confirmen tu designación enseguida. No tienes que salir de París. En un par de semanas todo quedará arreglado. ¿Te parece bien?

André-Louis siguió pensando antes de dar una respuesta definitiva. Estaba el trabajo en su academia, aunque Le Due y Galoche podrían encargarse de las clases mientras él se limitaba a dirigirlos. Después de todo, ya Le Due era un maestro consumado y digno de confianza. En cualquier caso, si era necesario, podía emplear a un tercer ayudante.

– Bien, acepto -dijo por fin.

Le Chapelier le estrechó la mano dándole las gracias, pero el hombretón de la casaca escarlata, que seguía en la puerta, los interrumpió:

– Exactamente ¿qué es lo que se traen entre manos? -preguntó-. ¿Si te hacen representante de Bretaña no tendrás escrúpulo en matar de una estocada al marqués?

– Si el señor marqués así lo desea, como sin duda sucederá, no tendré ningún inconveniente.

– Advierto la distinción. Eres muy ingenioso -dijo Danton entre burlón y despreciativo, y volviéndose a Le Chapelier, añadió-: ¿Cómo dices que empezó este***, como abogado, verdad?

– Sí, primero fue abogado y después saltimbanqui.

– ¡Y he aquí el resultado!

– Como si dijéramos. Después de todo, tú y yo nos parecemos en algo -dijo André-Louis.

– ¿Qué?

– Al igual que tú, una vez yo incité a otros para que mataran al hombre que yo quería ver muerto. Por supuesto, tú dirías que eso es una cobardía.

Le Chapelier se preparó para lo peor, dispuesto a separar a los dos hombres, pues un nubarrón apareció en la frente del gigante. Pero enseguida se disipó, y una gran carcajada vibró en la habitación.

– Me has tocado por segunda vez, y en el mismo sitio. Se ve que sabes esgrimir, muchacho. Seremos buenos amigos. Puedes visitarme en la rue des Cordeliers. Cualquier golfo en el barrio te dirá dónde está la casa de Danton. Desmoulins vive en los bajos. Te espero cualquiera de estas tardes. Para un amigo siempre hay una botella de vino.

CAPÍTULO VIII Los espadachines 1

Después de una ausencia de más de una semana, el señor marqués de La Tour d'Azyr estaba de regreso en su escaño de la Asamblea Nacional. En realidad, en aquel entonces ya se podía hablar de él como el ex marqués de La Tour d'Azyr, pues en septiembre de 1790, ya hacía dos meses que se había aprobado el decreto -puesto en marcha por Le Chapelier, ese bretón que abogaba en pro de la igualdad de derechos- suprimiendo la nobleza hereditaria, pues así como la marca con hierro candente o la horca no ultrajan a los posiblemente honrados descendientes de un malvado presidiario, tampoco el blasón glorifica automáticamente al posible indigno descendiente de alguien que ha probado su valía. De modo que aquel decreto envió al basurero de la historia los escudos de armas que una ilustrada generación de filósofos no toleraba. El señor conde de La Fayette, que apoyó la moción, dejó la Asamblea convertido simplemente en el señor Motier, el gran tribuno conde de Mirabeau pasó a ser el señor Riquetti, y el marqués de La Tour d'Azyr se transformó en el señor Lesarques. La idea surgió en uno de aquellos momentos de exaltación motivados por la proximidad del gran Festival Nacional del Champ de Mars, y sin duda los que se prestaron a ello se arrepintieron al día siguiente. De este modo, a pesar de ser una nueva ley, nadie se preocupaba por hacerla respetar.

En fin, que corría el mes de septiembre, y el tiempo era lluvioso, y algo de su humedad y de su lobreguez parecía haber penetrado en el gran salón del Manége, donde en ocho hileras de verdes escaños, dispuestos elípticamente en gradas ascendentes en el espacio conocido como La Piste , se sentaban unos ochocientos o novecientos representantes de los tres Estados que ahora componían la nación.

Estaban debatiendo si la Corporación que iba a suceder a la Asamblea Constituyente trabajaría conjuntamente con el rey, si sería periódica o permanente, y si tendría dos Cámaras o una.

El abate Maury -hijo de un zapatero remendón, y, por consiguiente, en aquellos días de antítesis, orador del partido de la derecha- estaba en la tribuna y hablaba a favor de los privilegiados. Parecía aconsejar la adopción de dos Cámaras, sistema copiado del modelo inglés. Más interminables y monótonos que su hábito, sus argumentos adoptaban cada vez más la forma de un sermón, y la tribuna de la Asamblea Nacional poco a poco se convirtió en un pulpito; pero los diputados, a la inversa, se parecían cada vez menos a una congregación de feligreses. Aquella pomposa verbosidad empezaba a inquietarlos, cuchicheaban entre ellos, se cambiaban de sitio, y en vano los cuatro ujieres con calzones de satén negro y pelucas empolvadas circulaban por la sala dando suaves palmadas y susurrando: «¡Silencio! ¡Vuelvan a sus escaños!».

También en vano sonaba continuamente la campanilla del presidente desde su mesa frente a la tribuna. El abate Maury había hablado demasiado tiempo y ya nadie le escuchaba. Aparentemente se dio cuenta, cesó de hablar, y el zumbido de mil conversaciones a la vez se hizo general. Pero ese murmullo de colmena también cesó bruscamente. Hubo un silencio de expectación, todas las cabezas se volvieron, los cuellos se estiraron. Hasta los secretarios, sentados alrededor de la mesa redonda que estaba bajo el estrado de la presidencia, salieron de su habitual apatía para mirar al joven que por primera vez subía a la tribuna de la Asamblea.

– ¡André-Louis Moreau, diputado suplente del difunto Emmanuel Lagron por Ancenis, en el distrito del Loira!

El señor de La Tour d'Azyr salió de su melancólica abstracción. Cualquiera que fuese el sucesor del diputado a quien él había dado muerte, debía ser objeto de su interés. Pero lógicamente ese interés aumentó a oír aquel nombre y reconocer en aquel André-Louis Moreau al joven sinvergüenza que incesantemente se cruzaba en su camino ejerciendo contra él una siniestra influencia que a cada instante le hacía lamentar haberle perdonado la vida hacía dos años, en Gavrillac. Que aquel joven pasara a ocupar el puesto del difunto Lagron le pareció al señor de La Tour d'Azyr algo más que una mera coincidencia, era un desafío directo.

Miró al joven con más asombro que rabia, y experimentó una vaga inquietud, casi una premonición. Desde el primer momento, el abierto desafío que significaba la presencia de aquel hombre se manifestó de modo inequívoco.

– Me presento ante vosotros -comenzó a decir André-Louis- como diputado suplente para ocupar la plaza de uno de los nuestros que fue asesinado hace tres semanas.

Era una impresionante provocación que al instante suscitó un clamor de indignación entre los derechistas de la Asamblea. André-Louis hizo una pausa y los miró, sonriendo a medias.

– Señor presidente -dijo-, parece que a los caballeros de la derecha no les gustan mis palabras. Pero eso no es de extrañar, pues como es sabido no les gusta oír la verdad.

Esta vez provocó un alboroto aún mayor. Los diputados de la izquierda rugían entre risas e injurias mientras los de la derecha protestaban y proferían amenazas. Los ujieres circulaban con más rapidez que de costumbre, y en vano trataban de imponer silencio. El presidente sacudía su campanilla. Por encima de aquella algarabía se oyó la voz del señor de La Tour d'Azyr, quien se había levantado para gritar:

– ¡Saltimbanqui! ¡Esto no es un teatro!

– No, señor; pero se está convirtiendo en el coto de caza de los espadachines asesinos -respondió el orador y el griterío aumentó.

El diputado suplente miró a su alrededor y esperó un momento. Cerca de él estaba Le Chapelier, animándolo con una sonrisa al igual que Kersain, otro diputado bretón amigo suyo. Un poco más lejos vio la gran cabeza de Mirabeau, echada hacia atrás, mirándole con ojos asombrados. Y más allá, en medio de aquel mar de rostros, la cara cetrina del abogado Robespierre -o de Robespierre, como se hacía llamar últimamente asumiendo esa aristocrática partícula como prerrogativa de un hombre de su distinción en la junta de su comarca. Alzando su cabeza cuidadosamente rizada, el diputado por Arras observaba a André-Louis atentamente. Se había alzado hasta la frente las lentes con montura de concha que usaba para leer, y ahora lo examinaba mientras en sus labios se dibujaba aquella sonrisa de tigre que después sería tan famosa como temida.

Gradualmente el escándalo fue disminuyendo hasta que pudo oírse la voz del presidente. Inclinándose hacia delante en su asiento, se dirigió con gravedad al orador:

– Señor, si deseáis ser escuchado, os ruego que no seáis tan provocativo en vuestro lenguaje. -Y acto seguido se volvió a los otros- Señores míos, os ruego que contengáis vuestras emociones hasta que el diputado suplente haya concluido su discurso.

– Trataré de obedecer, señor presidente, dejando toda provocación para los caballeros de la derecha. Si las pocas palabras que hasta ahora he pronunciado han sido provocativas, lo lamento. Pero no podía dejar de aludir al distinguido diputado cuyo puesto no soy digno de ocupar, como tampoco podía dejar de referirme al acontecimiento que nos ha puesto en la triste necesidad de sustituirlo. El diputado Lagron era un hombre de singular nobleza de espíritu, abnegado, disciplinado, inflamado por el alto propósito de cumplir con su deber representando a sus electores en esta Asamblea. Poseía lo que sus enemigos suelen llamar un peligroso don de la elocuencia.

El señor de La Tour d'Azyr se retorció al oír aquella frase que tan bien conocía. Era su propia frase, la que había usado para justificar el asesinato de Philippe de Vilmorin, y que, de vez en cuando, le echaban en cara con un tono tan vengativo como amenazador.

Y entonces la resuelta voz del hábil Cázales, excelente espada del partido de los privilegiados, intervino aprovechando la momentánea pausa hecha por el orador.

– Señor presidente -preguntó con gran solemnidad-, ¿el diputado suplente ha subido a la tribuna para tomar parte en el debate de la constitución de las Asambleas Legislativas o para pronunciar una oración fúnebre por el alma del finado Lagron?

Esta vez fueron los de la derecha quienes estallaron en carcajadas, júbilo que a su vez interrumpió el diputado suplente:

– ¡Esas risas son obscenas!

Como buen bretón, arrojaba su guante al rostro de los privilegiados, y las sonoras risas cesaron al instante convirtiéndose en gestos de furia reprimida. André-Louis continuó solemnemente:

– Todos sabéis cómo murió Lagron. Hablar de su muerte requiere valor, reírse de su muerte requiere otra cosa que no voy a calificar. Si he aludido a su fallecimiento es porque mi presencia entre vosotros necesita una explicación. A mí me toca cargar con la responsabilidad que él ha dejado. No pretendo tener la energía, el valor, ni la inteligencia de Lagron; pero por pocas que sean las energías, el coraje y la sabiduría que yo tenga, sabré llevar esa carga. Y, para aquellos a quienes pueda interesar confío en que los medios empleados para silenciar la elocuencia de Lagron, no se adoptarán para acallar mi voz.

Se oyó un débil murmullo de aplausos a la izquierda y risas desdeñosas a la derecha.

– ¡Rhodomont! -le gritó alguien.

André-Louis miró en la dirección de donde procedía aquella voz, y vio que venía del grupo de espadachines que hacían las veces de matarifes en el partido de la derecha. En un susurro, André-Louis respondió:

– No, amigo; yo soy Scaramouche: el sutil y peligroso Scaramouche, que consigue sus propósitos tortuosamente. -Y entonces, ya en voz alta, continuó-: El señor presidente habrá advertido que algunos de los aquí presentes no comprenden el propósito por el que nos hemos reunido, que es el de hacer leyes para que Francia pueda gobernarse equitativamente, para que pueda salir de la bancarrota, donde corre peligro de hundirse para siempre. Pero, según parece, hay algunos que en vez de leyes quieren sangre, y yo solemnemente les advierto que esa sangre acabará por ahogarles, si no aprenden a tiempo a renunciar a la fuerza para que prevalezca la razón.

De nuevo hubo algo en aquella frase que le resultó familiar al señor de La Tour d'Azyr. En el guirigay que siguió, el ex marqués se volvió al caballero de Chabrillanne, que estaba sentado a su lado, y le dijo:

– Es un canalla muy osado ese bastardo de Gavrillac.

Chabrillanne le miró con los ojos llameantes y el rostro lívido de ira.

– Dejadle que hable. No creo que volvamos a oírle nunca más. Dejádmelo a mí.

Después de oír aquellas palabras, y sin saber a ciencia cierta la causa, el señor de La Tour d'Azyr se sintió más aliviado. Antes había pensado que tenía que hacer algo, que aquél era un desafío que había que aceptar. Pero a pesar de su rabia, se sentía extrañamente desganado. Suponía que esa sensación se debía a que André-Louis le hacía recordar el desagradable episodio del joven que había matado cerca de la posada El Bretón Armado, en Gavrillac. No era que se reprochara haber matado a Philippe de Vilmorin, pues el otrora marqués creía plenamente justificada su acción. Era que en su memoria revivía un espectáculo desagradable: el de aquel muchacho desconsolado, arrodillado junto al cadáver del amigo a quien tanto había amado, suplicándole que lo matara también a él y gritándole, para incitarle, «asesino» y «cobarde».

Mientras tanto, apartándose ahora del tema de la muerte de Lagron, el diputado suplente se había concentrado en la cuestión que se debatía. Lo que dijo no aportó nada nuevo; su discurso fue insignificante. No era el verdadero motivo que le había impulsado a subir a la tribuna, era sólo el pretexto.

Más tarde, cuando André-Louis salía del vestíbulo, acompañado por Le Chapelier, se encontró de pronto rodeado por un grupo de diputados que le servía de guardia de honor. La mayoría eran bretones que intentaban protegerle de las provocaciones que sus audaces palabras en la Asamblea podían acarrearle. En eso, el macizo Mirabeau apareció a su lado.

– Le felicito, Moreau -dijo el insigne hombre-. Lo ha hecho muy bien. Evidentemente ahora querrán su sangre. Pero sea discreto y no se deje arrastrar por falsos sentimientos quijotescos. Ignore sus provocaciones, como hago yo. Cada vez que un espadachín me desafía, lo anoto en una lista. Ya son alrededor de cincuenta, y ahí se quedarán. Niégueles ese placer que ellos llaman una satisfacción, y todo irá bien.

André-Louis sonrió suspirando.

– Se necesita valor para eso -dijo hipócritamente.

– Por supuesto. Pero, según parece, a usted le sobra valor.

– No lo suficiente, quizás. Pero haré lo que pueda.

Atravesaron el vestíbulo, y aunque allí estaban los aristócratas aguardando enfurecidos al joven que les había insultado flagrantemente desde la tribuna, la escolta que acompañaba a André-Louis evitó que se le acercaran.

Sin embargo, cuando salieron al aire libre, bajo la marquesina de la puerta cochera, sus improvisados guardaespaldas se dispersaron. Afuera llovía a cántaros. El suelo estaba lleno de barro, y por un momento, André-Louis, que seguía acompañado por Le Chapelier, vaciló antes de salir bajo aquel diluvio.

El vigilante Chabrillanne creyó que había llegado la ocasión que estaba esperando y, exponiéndose a mojarse con la lluvia, fue a situarse frente al osado bretón. Ruda, violentamente, empujó a André-Louis, como para hacerse sitio bajo la marquesina.

André-Louis supo al instante cuál era el propósito deliberado de aquel hombre. Todos los que estaban a su alrededor también lo comprendieron y trataron de rodearlo en vano. André-Louis experimentó una profunda desilusión: no era a Chabrillanne a quien él quería. Al reflejarse en su rostro esa frustración, el otro la interpretó equivocadamente. Pero en fin, si Chabrillanne era el designado para luchar con él, procuraría hacerlo lo mejor posible.

– No me empujéis, caballero -dijo cortésmente, apartando al recién llegado y procurando conservar su sitio debajo de la marquesina.

– ¡Tengo que resguardarme de la lluvia! -vociferó el otro. -Para hacerlo, no es necesario que me piséis. No me gusta que me pisen. Tengo los pies muy delicados. Os ruego que no hablemos más.

– ¿Por qué, si todavía no he hablado yo, insolente? -clamó el caballero en tono descompuesto. -¿Ah, no? Yo pensaba que ibais a disculparos. -¡Disculparme! -gritó Chabrillanne y se echó a reír-. ¿Disculparme con vos? ¡Sois muy chistoso! -y sin dejar de reírse, intentó meterse de nuevo bajo la marquesina, empujando a André-Louis más violentamente.

– ¡Ay! -gritó André-Louis haciendo una mueca de dolor-. Me habéis pisado otra vez. Ya os he dicho que no me empujéis. Había levantado la voz para que todos le oyeran, y de nuevo apartó a Chabrillanne enviándolo bajo la lluvia. A pesar de su delgadez, el constante ejercicio de la esgrima le había dado a André-Louis un brazo con músculos de hierro. Así que el otro salió disparado hacia atrás, trastabilló, tropezó con una viga de madera dejada allí por los trabajadores aquella mañana, y cayó de nalgas en el lodo.

Un coro de risas saludó la espectacular caída del caballero, que se levantó todo embarrado y embistió furiosamente a André-Louis. Le había puesto en ridículo, y eso era imperdonable.

– Ésta me la pagaréis -balbuceó-. Os mataré.

Su cara enrojecida estaba casi pegada a la de André-Louis, quien se echó a reír. En medio del silencio, todos pudieron oír su risa y sus palabras:

– ¿Era eso lo que estabais buscando? ¿Por qué no lo dijisteis antes? Me hubierais ahorrado el trabajo de lanzaros al suelo. Yo creía que los caballeros de vuestra clase siempre se comportaban en estos lances con decoro y con cierta gracia. De haberlo hecho así, os hubierais ahorrado unos calzones.

– ¿Cuándo podremos concertar el duelo? -dijo Chabrillanne, lívido de furor.

– Cuando os plazca, señor. A vos os corresponde decidir cuándo os conviene matarme, pues tal es vuestra intención, como habéis anunciado, ¿verdad?

– Mañana por la mañana en el Bois 1. Supongo que traeréis a un amigo.

– En efecto. Mañana por la mañana, pues. Espero que tengamos buen tiempo. Detesto la lluvia.

Chabrillanne le miró bastante asombrado. André-Louis sonreía serenamente.

– No os robaré más tiempo, señor. Todo ha quedado claro entre nosotros. Mañana por la mañana estaré en el Bois a las nueve en punto.

– Es demasiado tarde para mí, señor.

– Otra hora sería para mí demasiado temprano -explicó André-Louis- No me gusta cambiar mis horarios. A las nueve en punto, o a ninguna hora.

– Pero yo debo estar en la Asamblea a las nueve para la sesión de la mañana.

– Mucho me temo que antes tendréis que matarme, y por una especie de superstición, no me gusta morir antes de las nueve de la mañana.

Aquello trastornaba los procedimientos habituales del señor de Chabrillanne y no podía aguantarlo. Allí estaba aquel rústico diputado adoptando precisamente el tono de siniestra burla con que él y los de su clase solían tratar a sus víctimas del Tercer Estado. Y para irritarlo más todavía, André-Louis, siempre en su papel de Scaramouche, sacó su caja de rapé y la alargó con pulso firme a Le Chapelier antes de servirse él.

Todo parecía indicar que Chabrillanne, después de lo que había tenido que sufrir, no iba a tener ni siquiera una salida airosa.

– De acuerdo, señor -dijo-, a las nueve en punto. Ya veremos si luego habláis con tanta petulancia.

Y acto seguido se escabulló entre las befas de los diputados bretones. Para colmo, también los rapazuelos que se encontró al bajar por la rue Dauphine se burlaron de él, riéndose del barro que manchaba sus fondillos de raso y los faldones de su elegante casaca.

Pero, aunque exteriormente se mofaban de Chabrillanne, en el fondo los miembros del Tercer Estado temblaban de miedo e indignación. Aquello era demasiado. Lagron había muerto a manos de uno de aquellos espadachines, y ahora su sucesor también era desafiado, y moriría un día después de ocupar el puesto del muerto. Varios diputados le pidieron a André-Louis que no fuera al Bois al día siguiente, que ignorara el desafío y todo aquel asunto, pues no era más que un deliberado intento de asesinarlo. El joven escuchó seriamente, sacudió la cabeza y prometió que lo pensaría.

En la sesión de la tarde estaba otra vez en su escaño de la Asamblea, sereno, como si nada le preocupara.

Pero al otro día por la mañana, cuando la Asamblea se reunió, su asiento y el del señor de Chabrillanne estaban vacíos. El temor y la angustia reinaban entre los miembros del Tercer Estado, y sus debates tenían un tono áspero que no era habitual. Unos desaprobaban la falta de circunspección del recién reclutado diputado, otros criticaban su temeridad, y sólo unos pocos -los pertenecientes al grupito de Le Chapelier- tenían esperanzas de volverlo a ver.

De modo que muchos se sorprendieron aliviados cuando, unos minutos después de las diez, lo vieron entrar, tranquilo y sereno, y dirigirse a su asiento. El orador que ocupaba la tribuna en aquel momento, un miembro del partido de los privilegiados, se interrumpió y le miró boquiabierto, entre incrédulo y desalentado. Había algo incomprensible en todo aquello. Entonces, como queriendo conciliar el asombro de ambos bandos de la Asamblea, alguien explicó desdeñosamente lo que había pasado:

– No ha habido duelo. Éste se acobardó en el último momento.

Así debía de ser, pensaron todos. Cesó la expectación y todos volvieron a arrellanarse en sus asientos. Cuando André-Louis oyó aquella voz explicando el caso para satisfacción de todos, se detuvo un momento antes de sentarse. Pensó que debía esclarecer los hechos, y dijo:

– Señor presidente, presento mis excusas por haber llegado tarde.

Desde luego, André-Louis no tenía que dar ninguna explicación. Aquello no era más que un golpe de efecto teatral, tan en consonancia con el temperamento de Scaramouche, que no podía renunciar a él. Por eso continuó:

– Me he retrasado un poco debido a un compromiso impostergable. También os presento excusas en nombre del caballero de Chabrillanne quien, desgraciadamente, en lo sucesivo estará permanentemente ausente de su puesto de la Asamblea.

Un silencio sepulcral cayó sobre los allí reunidos. Y André-Louis se sentó.

CAPÍTULO IX El paladín del Tercer Estado

El caballero de Chabrillanne estaba muy relacionado con el asesinato de Philippe de Vilmorin. No sólo había secundado al señor de La Tour d'Azyr, sino que incluso le había incitado. De manera que André-Louis se sintió justificado al matarlo durante el duelo. En cierta forma era el acto de justicia que no había podido obtener por otros medios. Por otra parte, Chabrillanne había provocado aquel duelo confiado en que él era un experto espadachín y André-Louis, un burgués sin ninguna experiencia con la espada. Así pues, moralmente, el caballero de Chabrillanne no era más que un asesino, y merecía morir. Sin embargo, cuando André-Louis comunicó aquella muerte a la Asamblea, había en su timbre de voz un acento cínico. Eso corroboraba no sólo la opinión de Aline, sino también la de otros conocidos suyos, cuando afirmaban que no tenía corazón.

Su crueldad también se puso de manifiesto cuando descubrió la infidelidad de la hija de Binet y preparó su venganza. De allí nació su desprecio hacia todas las mujeres, y, si bien no amaba a Climéne tanto como había pensado al principio, su reacción al sentirse rechazado por ella parece indicar que llegó a quererla más de lo que creía. No menos cínico y fingido era su deseo de haber matado a Binet, aunque, convencido de que era mejor librar al mundo de gentes como él, tampoco experimentaba compunción. Como el lector recordará, tenía la rara capacidad de ver las cosas en su justa dimensión, y jamás las magnificaba ni las reducía por consideraciones sentimentales. Al mismo tiempo, que contemplara el hecho de matar con una ecuanimidad tan cínica, cualquiera que fuera su justificación, era algo absolutamente increíble.

De igual modo, ahora, al regresar del Bois de Boulogne, donde había matado a un hombre, su falta de seriedad al hablar del caso no revelaba su auténtico temperamento. No se identificaba con Scaramouche hasta ese punto. Pero sí lo suficiente para ocultar siempre sus verdaderos sentimientos tras una máscara, y trocar lo que realmente pensaba en frases ocurrentes. Era siempre el actor, el hombre que calcula el efecto que producirán sus palabras, y que nunca deja de ocultar su auténtico carácter tras una apariencia ficticia. En todo aquello había algo diabólico.

Esta vez nadie se rió de su ligereza. Tampoco era su intención provocar la risa. Más bien quería asustar, y sabía que mientras más desenfadado e indiferente fuera su tono, más impresionaría. Así que obtuvo exactamente el efecto deseado.

Es fácil adivinar lo que siguió. Cuando se levantó la sesión, había por lo menos seis espadachines aguardándole en el vestíbulo, y esta vez ya no le escoltaban los hombres de su partido. Ahora sabían que era capaz de defenderse. Evidentemente podía plantar cara a sus enemigos adoptando sus mismos métodos, así que sus compañeros no sintieron la necesidad de protegerlo.

Al salir, estudió la hilera de rostros hostiles que le aguardaban. Sus actitudes, sus gestos, decían a las claras para qué estaban allí. Sin embargo, se detuvo buscando al hombre a quien ansiaba desafiar. Pero el señor de La Tour d'Azyr no estaba en aquella fila de espadachines. Y eso le extrañó bastante. Aparte de primos, el señor de La Tour d'Azyr y el caballero de Chabrillanne eran íntimos amigos, y seguramente había estado aquel día en la Asamblea. Lo cierto era que el señor de La Tour d'Azyr se había quedado demasiado sorprendido y desolado ante el inesperado desenlace. Y había refrenado, también de un modo extraño, su sed de venganza. Tal vez también él recordaba el papel que había desempeñado Chabrillanne en el duelo de Gavrillac y comprendía que aquel André-Louis Moreau que tan tenazmente le perseguía era un astuto vengador.

La repugnancia que sentía ante la idea de enfrentarse con él, particularmente después de esta provocación, le resultaba más enigmática que nunca. Pero existía, y ahora actuaba como un freno en su conciencia.

Puesto que el señor de La Tour d'Azyr no estaba en aquel grupo que le esperaba, a André-Louis le daba lo mismo quién fuera el próximo contrincante. Resultó ser el vizconde de La Motte -Royau, una de las espadas más diestras de la nobleza.

El miércoles por la mañana, al llegar a la Asamblea, una hora más tarde de lo convenido, André-Louis anunció, en términos similares a los empleados dos días antes para anunciar la muerte de Chabrillanne, que el señor de La Motte -Royau probablemente no alteraría la armonía de la Asamblea durante las próximas semanas, pues tardaría en reponerse de los efectos de un desagradable accidente que inesperadamente había tenido aquella mañana.

El jueves anunció lo mismo refiriéndose a Vidame de Blavon. El viernes justificó su retraso diciendo que había tenido una entrevista con el señor de Troiscantins, y luego, volviéndose a los miembros del ala derecha, y mostrándose grave, añadió:

– Me alegra informaros que el señor de Troiscantins está en manos de un excelente cirujano que sin duda os lo devolverá restablecido dentro de algunos días.

Aquello era inaudito, fantástico. Tanto sus amigos como sus enemigos en la Asamblea estaban estupefactos ante aquella sucesión de anuncios serenamente hechos por André-Louis. Cuatro de los mejores espadachines estaban fuera de combate por algún tiempo, uno de ellos muerto. Y todo esto lo había ejecutado y anunciado con absoluta indiferencia y desenfado, un abogaducho de provincia.

A los ojos de todos, André-Louis empezó a adquirir el aspecto de un héroe de novela romántica. Hasta el grupo de los filósofos del ala izquierda, que no aceptaban otra fuerza que la de la razón, empezaban a mirarle con un respeto y una consideración que sus hazañas retóricas jamás le hubieran proporcionado a ellos.

Desde la Asamblea, su fama fue extendiéndose poco a poco a París. Desmoulins escribió su panegírico en el periódico Les Revolutions, donde le llamó «El paladín del Tercer Estado», nombre que halló feliz acogida en el pueblo y por el que le conocieron durante algún tiempo. Desdeñosamente también lo mencionaron en Actes des Apotres, el órgano satírico del partido de los privilegiados, que editaba un grupo de caballeros afectados por una grave miopía intelectual.

El viernes de aquella semana tan agitada para el joven, al salir de la Asamblea, descubrió que en el vestíbulo no había ningún espadachín esperándolo. A su lado estaban Le Chapelier y Kersain. André-Louis se sorprendió tanto que se detuvo bruscamente.

– ¿Ya tienen bastante? -le preguntó a Le Chapelier.

– Ya han tenido bastante contigo -le respondió su amigo-. Ahora tratarán de meterse con otro menos diestro en la esgrima.

André-Louis se quedó desilusionado, pues se había prestado a aquel juego con un solo propósito. Por lo menos la muerte de Chabrillanne, aunque no era lo que buscaba, tenía algún sentido, pues era como una suerte de preámbulo para llegar al señor de La Tour d'Azyr. Pero los otros tres no le importaban. Se había enfrentado con ellos un poco a regañadientes y sin poner demasiado empeño en el duelo, preocupándose sólo por su seguridad. ¿Y ahora, sin más ni más, iba a cesar su misión sin que el hombre al que quería matar se presentara siquiera? ¡En ese caso, tendría que forzarlo!

Afuera, bajo la marquesina, había un grupo de caballeros conversando. André-Louis vio entre ellos al señor de La Tour d'Azyr. Apretó los labios, pues no podía partir de él la provocación. Tenía que quedar claro que los pendencieros eran ellos. Ya esa mañana Actes des Apotres le había desenmascarado revelando que era un maestro de esgrima, el sucesor de Bertrand des Amis. Presentándolo como un hombre peligroso, al mismo tiempo esa información trataba de excusar las sucesivas derrotas de los aristocráticos espadachines.

Pero las cosas no podían quedar como estaban después de tanto esfuerzo. Apartando la vista del grupo de caballeros, André-Louis levantó la voz para que todos pudieran oírlo:

– Según parece, mis temores a pasarme el resto de mis días en el Bois eran infundados.

Por el rabillo del ojo pudo advertir la agitación que esas palabras provocaron en el grupo. Los caballeros le miraron, pero eso fue todo. André-Louis pensó que tendría que decir algo más atrevido. Pasando lentamente entre sus amigos, comentó:

– Lo más sorprendente es que el asesino de Lagron no haya provocado al sucesor de Lagron. Tal vez tenga sus razones. Quizás el caballero es muy prudente.

Había pasado de largo por delante del grupo cuando dejó caer esta última frase, a la que acompañó con una insolente y provocadora carcajada. No tuvo que esperar mucho. Sintió unos pasos que le seguían y una mano cayó sobre su hombro haciéndole girar violentamente sobre sus talones. Ahora estaba frente a frente con el señor de La Tour d'Azyr, en cuyo rostro sereno había unos ojos llameantes de ira. Detrás de él, venían lentamente algunos de los caballeros que estaban en el grupo. Los otros, al igual que los compañeros de André-Louis, contemplaban la escena a prudencial distancia.

– Si no me equivoco, creo que habláis de mí -dijo el marqués sin alterarse.

– En efecto, hablaba de un asesino. Pero sólo estaba hablando con estos amigos míos.

La actitud de André-Louis era tan sosegada como la de su interlocutor, o incluso más, pues de los dos era el que más experiencia tenía como actor.

– Habláis lo bastante alto para ser oído por los demás -dijo el marqués contestando a la insinuación de que él estaba escuchando a escondidas.

– Los que quieren oír por casualidad, suelen conseguirlo con bastante frecuencia.

– Me parece que tenéis la intención de ofenderme.

– ¡Oh, estáis en un error, señor marqués! No deseo ofenderos. Pero no me gusta que me pongan la mano encima, mucho menos tratándose de manos que no puedo considerar limpias. En estas circunstancias, no puedo ser cortés.

El señor de La Tour d'Azyr parpadeó. Casi admiraba la actitud de André-Louis. Más bien temía salir perdiendo si la comparaban con la suya. Y eso lo sacó de sus casillas.

– Me habéis llamado el asesino de Lagron. Como veis, no soy sordo. Y también recuerdo que no es la primera vez.

– ¡Cuánto me halaga que os acordéis de mí, señor!

– En aquella ocasión me llamasteis asesino porque usé mi habilidad para eliminar a un fanático que representaba un peligro para mí, ni más ni menos como hacéis vos, maestro de esgrima, cuando os enfrentáis a otros cuyo dominio de la espada es inferior al vuestro.

Los amigos del señor de La Tour d'Azyr estaban serios y desconcertados. Era realmente increíble que aquel gran caballero descendiera a discutir con un canalla abogado espadachín. Y, lo que era peor, que en aquella discusión quedara en ridículo.

– ¿Me enfrento yo a ellos? -dijo André-Louis en tono de burla-. Perdonad, señor marqués, pero fueron ellos los que me provocaron estúpidamente. Me empujaban, me abofeteaban, me pisaban los pies, me insultaban. Eso no tiene nada que ver con el hecho de que yo sea maestro de esgrima. ¿Acaso por serlo tengo que soportar los malos tratos de vuestros groseros amigos? ¿O es que de haber sabido antes que yo era maestro de esgrima, sus modales hubieran sido más correctos? Pero yo no tengo la culpa de eso. ¡Qué injusticia!

– ¡Payaso! -le apostrofó desdeñosamente el marqués-. Nada de lo que decís viene al caso. ¿Esos hombres con los que os habéis enfrentado viven de la espada como vos?

– Al contrario, señor marqués. Por lo que he podido comprobar, son hombres que mueren por la espada con asombrosa facilidad. No creo que sea vuestro deseo ser uno de ellos. -¿Y por qué no? -dijo el señor de La Tour d'Azyr con el rostro enrojecido.

– ¡Oh! -exclamó André-Louis enarcando las cejas y crispando los labios-. Porque vos, señor, preferís las víctimas fáciles, los Lagron y los Vilmorin de este mundo, meras ovejas para vuestro matadero.

El marqués de La Tour d'Azyr le dio una bofetada a André-Louis, quien retrocedió. Sus ojos brillaron por un momento; después se echó a reír en la cara de su enemigo.

– Después de todo, sois como los demás. ¡Muy bien! La historia se repite, aunque con ligeras variaciones, pues el pobre Vilmorin no pudo soportar la vil mentira con la que le provocasteis, y entonces os abofeteó; y ahora vos no podéis soportar una verdad igualmente vil, y por eso me abofeteáis. Pero siempre la vileza está de vuestra parte. Y ahora, como entonces, para el que abofetea… -se interrumpió y luego dijo-: pero, en fin, no hace falta decirlo. Debéis recordarlo, puesto que vos mismo lo escribisteis aquel día con la punta de vuestra espada. Y ya que así lo deseáis, caballero, nos batiremos. -¿Y qué otra cosa iba a desear? ¿Hablar? André-Louis se volvió a su amigo suspirando. -Como ves, tendré que ir de nuevo al Bois, Isaac. ¿Podrías hacerme el favor de hablar con cualquiera de estos amigos del señor marqués y concertar el duelo para mañana a las nueve en punto, como de costumbre?

– Mañana, no -le dijo el marqués a Le Chapelier-. Tengo que visitar a alguien en el campo y no puedo dejar de ir. Le Chapelier miró a André-Louis y éste dijo: -Entonces nos batiremos el domingo a la misma hora. -Tampoco puedo ir el domingo -explicó el marqués-. No soy tan pagano como para infringir la fiesta de guardar. -Pero seguramente Dios no condenará a un caballero tan devoto como el señor marqués porque falte a una misa -dijo André-Louis-. Muy bien, Isaac, fija el encuentro para el lunes si es que no hay otra solemne festividad ni ningún compromiso impostergable que se lo impida al señor marqués. Lo dejo en tus manos.

Saludó con el aire de alguien a quien aburren esos detalles y, cogiendo del brazo a Kersain, se alejó.

– ¡Dios mío! ¡Qué estilo tienes para estos asuntos! -le dijo Kersain, que de estas cosas no sabía nada.

– De ellos lo aprendí -dijo echándose a reír. Estaba de muy buen humor. Y Kersain se sumó a los que creían que André-Louis era un inconsciente o un hombre sin corazón.

Pero en sus Confesiones nos dice -y eso nos permite descubrir al hombre verdadero detrás de su máscara- que aquella noche se arrodilló para pedirle al espíritu de su difunto amigo Philippe que fuera testigo de cómo estaba a un paso de cumplir el juramento hecho sobre su cuerpo, hacía dos años, en Gavrillac.

CAPÍTULO X Orgullo herido

La persona a la que el señor de La Tour d'Azyr tenía que visitar en el campo era el señor de Kercadiou. Ese día muy temprano se dirigió con su coche a Meudon, llevando consigo el último número de Actes des Apotres, cuyas sátiras sobre los innovadores tanto divertían al señor de Gavrillac. El venenoso desprecio destilado contra aquellos golfos le hacía olvidar los sinsabores que ellos mismos le habían causado obligándolo a desterrarse de Bretaña.

Durante el último mes, el marqués había visitado dos veces al señor de Gavrillac, y al ver a Aline, tan dulce y lozana, tan bella e inteligente, las cenizas del pasado, que él creía ya apagadas, volvieron a encenderse. La deseaba más que a nada en el mundo. Creía que era su pasión más pura, y que, de haberla experimentado siendo más joven, le hubiera convertido en otro hombre. Le había dolido en el alma que, después del asunto del Teatro Feydau, ella hubiera manifestado que no quería volver a verle. De un golpe, a causa de aquel malhadado motín, había perdido una amante que le gustaba y una mujer que idolatraba. El sórdido amor de la señorita Binet le hubiera podido consolar al perder el amor de Aline, del mismo modo que su exaltado amor por Aline le había inclinado a sacrificar su relación con la hija de Binet. Pero aquella riña tumultuaria en el teatro le había privado de ambas a la vez. Fiel a lo que le había prometido a Sautron, había roto definitivamente con la actriz para encontrarse con que también Aline rompía definitivamente con él. Y cuando ya se había recuperado de su pesar, cuando volvió a pensar en la señorita Binet, la comedianta ya había desaparecido sin dejar rastro.

Se amargaba culpando de todo esto a André-Louis. Ese aldeano mal nacido que le perseguía implacablemente con su afán justiciero, convirtiéndose en la pesadilla de su vida. Sí, eso era aquel joven: ¡la pesadilla de su vida! Y el lance que tendría lugar el lunes… No quería pensar en lo que iba a suceder el lunes. No era que le tuviera miedo a la muerte. Como todos los de su clase, era valiente, tal vez más de la cuenta, y confiaba demasiado en su destreza para pensar ni remotamente en la posibilidad de morir en un duelo. Pero aquel duelo le parecía la culminación de todo el mal que había sufrido directa o indirectamente por culpa de ese André-Louis Moreau, y perecer a manos de él sería innoble. Ya casi le parecía oír aquella insolente y burlona voz, en la primera sesión de la Asamblea, el lunes por la mañana, proclamando el festivo anuncio de su muerte.

Enojado por estas visiones, el marqués sacudió la cabeza. Aquello era absurdo. Después de todo, aunque Chabrillanne y La Motte -Royau eran excepcionales espadachines, ninguno de los dos podía igualarse a él. Al ver los campos iluminados por el sol de septiembre, su espíritu se reanimó y sintió como una premonición de su victoria. Sí, el lunes pondría fin a esa persecución de que era víctima. Aniquilaría a aquel impertinente que le hacía la vida imposible. Y diciéndose esto se sintió más optimista, y hasta concibió mayores esperanzas con Aline.

Un mes antes, cuando volvieron a verse, él fue absolutamente sincero con ella. Le había contado toda la verdad acerca del motivo de su visita al Teatro Feydau, reprochándole que fuera tan injusta con él. Pero de ahí no pasó.

Sin embargo, para empezar, con eso era suficiente, como quedó demostrado en su último encuentro, dos semanas atrás, cuando ella ya le recibió con franca cordialidad. Aún se mostraba algo retraída, pero era de esperar que se comportara así hasta que él le confesara sus esperanzas de reconquistarla. Había sido una necedad no haber venido antes y dejar que transcurrieran catorce días sin verla.

De este modo, lleno de renovada confianza -una confianza nacida de las cenizas del pesimismo-, el marqués llegó aquella mañana a Meudon. Se mostró alegre y jovial mientras hablaba con el señor de Kercadiou en el salón, aunque en realidad aguardaba a que apareciera la señorita. Hablaba del futuro del país, en el que también confiaba. Ya había indicios de un cambio en la opinión pública, o al menos era más moderada. La nación empezaba a advertir que aquella chusma de abogados la arrastraba al abismo. Sacó el ejemplar de Actes des Apotres y leyó un párrafo muy divertido. Entonces apareció la señorita y el marqués le dejó el periódico al señor de Kercadiou.

El señor de Gavrillac, preocupado por el futuro de su sobrina, salió a leer el periódico al jardín, donde ocupó un sitio estratégico, ni tan lejos que no pudiera vigilarlos discretamente, ni tan cerca que pudiera oírlos. El marqués aprovechó al máximo aquella breve ocasión de hablar con la joven a solas. Le declaró su amor, implorando su perdón, suplicándole que, al menos, le permitiera abrigar alguna esperanza de que un día no muy lejano no se negaría a iniciar una relación con él.

– Señorita -dijo con voz vibrante de emoción-, vos no podéis albergar dudas acerca de mi sinceridad. La misma constancia de mis sentimientos lo demuestra. Fue un acto de justicia verme desterrado de vuestra presencia, ya que me demostró a mí mismo cuan indigno era del gran honor al que aspiraba. Pero ese destierro en modo alguno ha disminuido mi devoción. Si pudierais imaginar cuánto he sufrido, comprenderíais que he expiado completamente mi culpa.

Ella le contempló con cierta melancolía en su bello rostro.

– Yo no dudo de vos, señor, sino de mí misma.

– ¿De vuestros sentimientos hacia mí?

– Sí.

– Eso puedo comprenderlo. Después de lo sucedido…

– Siempre fue así, señor -interrumpió ella suavemente-. Habláis como si hubierais perdido mi cariño a causa de vuestros actos. Pero eso sería decir demasiado. Voy a hablaros con el corazón en la mano. No era posible que perdierais mi cariño. Soy consciente del gran honor que me hacéis. Y os aprecio profundamente…

– Pero entonces -exclamó él en tono esperanzado- con eso basta para iniciar…

– ¿Quién me asegura que eso sea el comienzo de algo? ¿Y si ese sentimiento no pasara de ahí? De haberos querido, después de lo de aquella noche en el teatro, os hubiera enviado a buscar. Como mínimo, no os hubiera condenado sin antes oír vuestra explicación. Pero ya veis… -y encogiéndose de hombros, sonrió amable y tristemente.

Pero en su optimismo, el marqués, lejos de darse por vencido, se sentía estimulado.

– Pero eso es darme esperanzas, señorita. Con lo que ya me dais, puedo esperar más confiadamente. Os demostraré que soy digno de vos. Os juro que lo haré. ¿Quién, teniendo el privilegio de estar tan cerca de vos, no haría cualquier cosa por merecer vuestro amor?

En eso, antes de que ella pudiera contestarle, el señor de Kercadiou entró por la puerta que daba al jardín con el rostro enrojecido y las lentes en su frente. Agitaba el ejemplar de Actes des Apotres y, al parecer, estaba mudo de estupefacción.

De haber podido expresar en voz alta su enojo, el marqués hubiera dicho una grosería. Pero se resignó a morderse la lengua ante aquella inoportuna interrupción. Alarmada por la excitación de su tío, Aline se puso en pie de un salto.

– ¿Qué sucede?

– ¿Que qué sucede? -exclamó por fin el señor de Kercadiou-. ¡El muy canalla! ¡Ese perro infiel! Consentí en olvidar el pasado con la condición de que no volvería a meterse en política para apoyar a los revolucionarios. Aceptó esa condición y ahora -le dio un manotazo a una página del periódico- ha vuelto a hacer de las suyas. No sólo me ha traicionado otra vez metiéndose en política, sino que es miembro de la Asamblea, y, lo que es peor, usa su destreza de maestro de esgrima para convertirse en un espadachín asesino. ¡Oh, Dios mío! ¿Es que también las leyes han emigrado de Francia?

De pronto, el señor de La Tour d'Azyr sintió que una duda perturbaba sus esperanzas con respecto a Aline. Una duda originada en la intimidad de aquel Moreau con el señor de Kercadiou. Sabía cuál había sido antes esa relación y cómo luego se interrumpió a causa de la ingratitud de Moreau al volverse contra la clase a la que pertenecía su benefactor. Lo que no sabía era que se habían reconciliado. Durante el último mes -puesto que las circunstancias le habían llevado a romper su promesa de evitar cualquier contacto con los políticos-, el joven no se había aventurado a pasar por Meudon, y su nombre nunca salió a relucir en presencia del marqués en el transcurso de sus visitas. Por eso, y sólo ahora, el marqués se enteraba de aquella reconciliación, pero al mismo tiempo, se enteraba de que la ruptura entre padrino y ahijado se reiteraba, haciendo que el abismo entre ellos fuera mayor que nunca. Así que no vaciló en revelar su verdadera situación.

– Hay una ley. La ley que ese joven imprudente invoca: la ley de la espada -dijo el marqués muy serio, casi triste, pues sabía que era un tema delicado-. No se puede permitir que continúe indefinidamente su carrera de maldad y asesinatos. Tarde o temprano se encontrará con una espada que vengará a las otras. Como sabréis, mi primo Chabrillanne está entre sus víctimas, pues lo mató el martes pasado.

– Si no os he dado mi pésame -dijo el caballero de Kercadiou-, es porque la indignación ahoga en mí cualquier otro sentimiento. ¡El muy canalla! ¡Decís que tarde o temprano encontrará una espada que vengará las otras! ¡Quiera Dios que sea pronto!

– Creo que vuestra oración no tardará en ser escuchada -contestó el marqués-. Ese maldito joven tiene otro duelo mañana, y puede que le ajusten definitivamente las cuentas.

Hablaba con tanta calma y convicción que sus palabras sonaron a sentencia de muerte. Súbitamente desapareció la rabia del señor de Kercadiou. Su rostro purpúreo se tornó pálido, y el miedo se reflejó en sus ojos desorbitados y en el temblor de sus labios. El marqués comprendió que la furia del señor de Kercadiou contra André-Louis no era más que un enfado irreflexivo, y que su deseo de que alguien castigara pronto a su ahijado había sido inconscientemente falso. Enfrentado ahora a la posibilidad de que tuviera un justo castigo, la bondad, que era la esencia de su carácter, triunfó sobre su enojo convirtiéndolo en terror. El cariño que sentía por André-Louis surgió a la superficie haciendo que el pecado de su ahijado pareciera poca cosa comparado con el castigo que le amenazaba.

El señor de Kercadiou se humedeció los labios.

– ¿Con quién es el duelo? -preguntó esforzándose por aparentar serenidad.

– Conmigo -contestó el señor de La Tour d'Azyr bajando los ojos, consciente de que su respuesta causaría una pena profunda. Enseguida, advirtió el débil grito de Aline y vio que el señor de Kercadiou daba un paso atrás. Entonces procedió a dar la explicación que consideró necesaria:

– En vista de sus relaciones con vos, señor de Kercadiou, y a causa del profundo respeto que os profeso, traté de impedirlo, aunque, como comprenderéis, la muerte de mi amigo y primo Chabrillanne exigía una respuesta de mi parte. Eso sin contar que mi circunspección ya empezaba a suscitar las críticas de mis amigos. Pero ayer ese temerario joven hizo lo imposible por sacarme de mis casillas. Me provocó deliberadamente y en público. Me insultó groseramente, y… mañana por la mañana… nos batiremos en el Bois.

Al final vaciló un poco, consciente de la atmósfera hostil que de pronto le rodeaba. La hostilidad del señor de Kercadiou ya la esperaba, pues había visto el cambio repentino que se había producido en él; pero la hostilidad de Aline le cogió por sorpresa.

El marqués empezó a vislumbrar un cúmulo de dificultades. Un nuevo obstáculo surgía en su camino. Pero su orgullo herido y su sentido de la justicia no admitían ninguna debilidad.

Amargamente se daba cuenta, tanto si miraba al tío como a la sobrina, de que aunque mañana lo matara, incluso después de muerto André-Louis se vengaría de él. No había exagerado al decirse que aquel joven era la pesadilla de su vida. Ahora veía claramente que, hiciera lo que hiciere, jamás podría vencerlo. André-Louis siempre diría la última palabra. Su amargura, su rabia y su humillación -algo casi desconocido para él- revelaban su impotencia, y eso mismo hizo que su propósito fuera aún más firme.

Por eso ahora se mostraba sosegado e inflexible, dando a entender que aceptaba lo ineluctable. No había en su actitud nada que pudiera reprocharse, nada que hiciera pensar que renunciaría al funesto encuentro. Así lo advirtió el señor de Kercadiou, quien suspiró:

– ¡Dios mío!

Como siempre, el señor de La Tour d'Azyr hizo lo que era de rigor. Se despidió, pues permanecer más tiempo en un sitio donde sus palabras provocaban tal efecto hubiera sido impropio. De modo que se fue con una amargura sólo comparable a su anterior optimismo; la miel de la esperanza se había transformado en hiel nada más llevársela a los labios. ¡Oh, sí, la última palabra siempre la tenía André-Louis Moreau!

Tío y sobrina se miraron cuando el caballero salió, y en los ojos de ambos se reflejaba el horror. La lividez de Aline era casi cadavérica y no dejaba de retorcerse las manos angustiada.

– ¿Por qué no le pediste… por qué no le rogaste…? -exclamó.

– ¿Para qué? -contestó su tío-. Él tiene razón, y… y… hay cosas que no se pueden pedir, cosas que sería humillante pedir -y se sentó suspirando-. ¡Oh, pobre muchacho… pobre muchacho descarriado!

Ninguno de los dos tenía la más mínima duda acerca del desenlace de aquel duelo. El aplomo con que había hablado el marqués no auguraba nada bueno. El señor de La Tour d'Azyr nunca fanfarroneaba, y ellos sabían que era muy diestro con la espada.

– ¿Qué importa humillarse cuando la vida de André-Louis está en peligro? -protestó Aline.

– Lo sé… ¡Dios mío! Y yo mismo me humillaría si supiera que así puedo evitar ese duelo. Pero el marqués es un hombre duro, inflexible y…

Ella le dejó, y salió bruscamente al jardín. Corrió hasta alcanzar al marqués cuando iba a subir al carruaje. Al oír su voz, él se volvió y se inclinó.

– ¿Señorita?…

Enseguida adivinó su propósito, saboreando anticipadamente la amargura de tener que decirle que no. Pero Aline insistió tanto que volvió con ella al vestíbulo de suelo ajedrezado en blanco y negro. Él se apoyó en una mesa de roble y ella se sentó en el sillón tapizado con seda carmesí que estaba al lado.

– Señor, no puedo permitir que partáis así. No podéis imaginar el golpe que sería para mi tío si… si mañana tiene lugar ese funesto encuentro. Las expresiones que él usó al principio…

– Señorita, me he dado cuenta de lo que en realidad significaban esas expresiones. Creedme, me siento profundamente desolado ante lo inesperado de las circunstancias. Es preciso que me creáis. Es todo cuanto os puedo decir.

– ¿Eso es realmente todo? ¡Mi tío quiere tanto a André! -exclamó ella.

El tono suplicante de Aline hirió al marqués como un cuchillo, y súbitamente surgió en su alma otra emoción, una emoción absolutamente indigna del orgullo de su linaje, que casi parecía mancharle, pero que no pudo reprimir. Vaciló ante la posibilidad de exteriorizar semejante sospecha, vaciló ante la idea de sugerir ni remotamente que un hombre de tan innoble ascendencia pudiera ser su rival. Pero aquel repentino ataque de celos fue más fuerte que su orgullo.

– ¿Y vos, señorita? ¿Vos también queréis a ese André-Louis Moreau? Os pido perdón por la pregunta, pero necesito saberlo con claridad.

Entonces vio que la joven se ruborizaba. Primero vio en su rostro confusión, y luego el brillo de los ojos azules de Aline le anunció que era más bien enojo. Eso le consoló, pues al fin y al cabo la había insultado. No se le ocurrió pensar que aquel enojo pudiera tener otro origen.

– André-Louis y yo fuimos compañeros de juegos en la infancia. También yo le quiero mucho; casi le considero un hermano. Si yo necesitara algo y mi tío no estuviese a mi lado, André-Louis sería el único hombre a quien iría en busca de ayuda. ¿Basta con esta respuesta, caballero? ¿O queréis saber algo más?

Él se mordió los labios. Pensó que estaba nervioso aquella mañana; de otro modo, no se le hubiera ocurrido hacer aquella estúpida pregunta con que la había ofendido. Hizo una profunda reverencia.

– Señorita, perdonad que os haya molestado con mi pregunta. Habéis dicho más de lo que yo hubiera podido esperar.

Y no dijo nada más dándole a ella la posibilidad de seguir hablando. Pero Aline no sabía qué palabras emplear. Se quedó callada, frunciendo las cejas y tamborileando nerviosamente con los dedos en la mesa, hasta que al fin entró precipitadamente en el tema que le interesaba.

– Señor, os ruego que suspendáis ese duelo.

Vio cómo el marqués arqueaba ligeramente las cejas, vio su efímera sonrisa apenada, y prosiguió:

– ¿Qué honor podéis satisfacer en semejante encuentro?

Astutamente ella apelaba a su arrogancia, pues sabía que era el sentimiento dominante en el marqués, un sentimiento que no le había sido muy provechoso.

– No busco satisfacer ningún honor, señorita, sino justicia. El encuentro, como ya expliqué antes, no lo he buscado yo. Me ha sido impuesto, y mi honor no me permite retroceder.

– ¿Qué deshonra puede haber en perdonarle? ¿Acaso alguien osaría poner en duda vuestro valor? Nadie podría mal interpretar vuestros motivos.

– Os equivocáis, señorita. Sin duda mis motivos serían mal interpretados. Olvidáis que ese joven ha adquirido en la última semana cierta reputación capaz de hacer vacilar a cualquiera que vaya a enfrentarse con él.

Ella contestó casi desdeñosamente, como si eso fuera algo sin importancia.

– A cualquiera menos a vos, señor marqués.

Se sintió halagado por la dulzura de su confianza. Pero detrás de aquella dulzura había un gran amargor.

– A mí también, señorita, puedo asegurarlo. Y hay algo más. Ese desafío al cual el señor Moreau me ha forzado no es ninguna novedad. Es la culminación de la larga persecución de que me ha hecho víctima.

– Persecución que os habéis buscado -dijo ella-. Ésa es la verdad, señor marqués.

– Nada más lejos de mi intención, señorita.

– Vos matasteis a su mejor amigo.

– En ese sentido no tengo nada que reprocharme. Mi justificación está en las circunstancias, como ha quedado confirmado tras los disturbios que han estremecido este desdichado país.

– Y… -Aline titubeó, apartando por primera vez la mirada-. Y vos… vos le… ¿Y qué hay de la señorita Binet, con la que él pensaba casarse?

Él la miró sorprendido.

– ¿Con la que pensaba casarse? -repitió incrédulo, casi consternado.

– ¿No lo sabíais?

– Pero ¿y cómo lo sabéis vos?

– ¿No os dije que somos casi como hermanos? Él me lo dijo antes… antes de que vos lo hicieseis imposible.

Él desvió la mirada, pensativo y cabizbajo, casi aturdido.

– Hay -dijo quedamente- una singular fatalidad entre ese hombre y yo que hace que nuestros caminos se crucen constantemente…

Tras suspirar, volvió a mirarla frente a frente, y habló más enérgicamente.

– Señorita, hasta ahora yo no tenía conocimiento… no tenía ni la menor sospecha de eso. Pero… -se interrumpió, pensó un instante y se encogió de hombros-: Pero si le hice daño fue inconscientemente. Sería injusto acusarme de lo contrario. La intención es lo que cuenta en nuestros actos.

– Pero el daño sigue siendo el mismo.

– Eso no me obliga a negarme a lo que irrevocablemente he de hacer. Por otra parte, ninguna justificación podría ser mayor que la pena que esto le ocasiona a mi buen amigo, vuestro tío, y tal vez a vos misma, señorita.

Ella se levantó de pronto, desesperada, dispuesta a jugar su única carta.

– Señor -dijo-, hoy me hicisteis el honor de hablarme en ciertos términos, de… de aludir a ciertas esperanzas con las que me honráis.

Él la miró casi asustado. En silencio, esperó a que ella continuara.

– Yo… yo… Por favor, comprended, señor marqués, que si persistís en ese asunto, si… no anuláis ese compromiso de mañana en el Bois, no debéis conservar ninguna esperanza, pues jamás podréis volver a acercaros a mí.

Era lo último que podía hacer. A él correspondía ahora aprovechar la puerta que ella le abría de par en par.

– Señorita, vos no podéis…

– Sí puedo hacerlo, señor, irrevocablemente… Por favor, os ruego que lo comprendáis.

Él se puso pálido y la miró con lástima. La mano que el marqués antes había levantado en señal de protesta empezó a temblar. La dejó caer para que Aline no advirtiese aquel temblor. Así permaneció un breve instante, mientras en su interior se libraba una batalla, la lucha entre su deseo y lo que le dictaba su sentido del deber, sin percibir cómo aquel sentido del honor se transformaba en implacable sed de venganza. Suspender el duelo, se dijo, equivaldría a caer en la más abyecta vergüenza, y eso era inconcebible. Aline pedía demasiado. No podía saber lo que estaba pidiendo, porque si lo supiera no sería tan injusta, tan poco razonable. Al mismo tiempo, sabía que era inútil tratar de que lo comprendiera.

Era el fin. Aunque a la mañana siguiente matara a André-Louis Moreau, como esperaba hacer, la victoria siempre sería para aquel intrépido joven. El marqués se inclinó profundamente, con la pena que inundaba su corazón reflejada en el rostro.

– Señorita, os presento mis respetos -murmuró y se volvió para irse.

Azorada, atolondrada, ella se levantó llevándose una mano al corazón. Entonces gritó aterrada:

– Pero… ¡si aún no me habéis contestado!

Él se detuvo en el umbral y se volvió, y desde la sombra del vestíbulo Aline vio su graciosa silueta recortándose contra el resplandor del sol. Esa imagen suya la perseguiría obstinadamente como algo siniestro y amenazador a lo largo de las horas de pavor que seguirían.

– ¿Qué queréis que haga, señorita? He querido evitarme y evitaros el dolor de una negativa.

Y se fue, dejándola acongojada y furiosa.

Aline se dejó caer de nuevo en el gran sillón carmesí y allí permaneció, acodada en la mesa y cubriéndose el rostro con las manos.

Un rostro ardiente de vergüenza y de pasión.

¡Se había ofrecido y la habían rechazado! Aquello era inconcebible. Le parecía que semejante humillación era una mácula imborrable en su conciencia.

CAPÍTULO XI El regreso de la calesa

Aquel día el señor de Kercadiou escribió una carta:


Ahijado -empezaba sin ningún adjetivo que indicara afecto-, he sabido, con pena e indignación, que otra vez has faltado a la palabra que me diste de abstenerte de toda actividad política. Con mayor pena e indignación todavía, me he enterado de que, de un tiempo a esta parte, te has convertido en alguien que abusa de la destreza adquirida en la esgrima contra los de mi clase, contra los de la clase a la cual debes todo lo que eres. También sé que mañana tendrás un encuentro con mi buen amigo, el señor de La Tour d'Azyr. Un caballero de su alcurnia y abolengo tiene ciertas obligaciones que, por su nacimiento, le impiden suspender un compromiso de esa naturaleza. Pero tú no tienes esa desventaja. Un hombre de tu clase puede negarse a cumplir un compromiso de honor, o bien dejar de asistir a él sin que eso entrañe un sacrificio. Los partidarios de tus ideas opinarán que puedes hacer uso de una justificada prudencia. Por consiguiente, te suplico -y creo que por los favores que has recibido de mí, podría ordenártelo- que te abstengas de asistir a la cita de mañana. Si mi autoridad no basta, como se deduce de tu pasada conducta en la que ahora has reincidido, si tampoco puedo esperar de ti un justo sentimiento de gratitud hacia mí, entonces debes saber que en caso de sobrevivir a ese duelo, no quiero volver a verte, pues para mí habrás muerto. Si todavía te queda una chispa del afecto que alguna vez me demostraste, o si para ti significa algo mi afecto que, a pesar de los pesares, me hace escribir esta carta, no te negarás a hacer lo que te pido.


Ciertamente no era una carta diplomática. El señor de Kercadiou carecía de tacto. Cuando André-Louis la leyó el domingo por la tarde, sólo vio en aquella carta preocupación por la posible muerte del señor de La Tour d'Azyr, su buen amigo, como le llamaba, y futuro sobrino político.

El mozo que había traído la carta de su padrino y que ahora aguardaba la respuesta, tuvo que esperar una hora mientras André-Louis la redactaba. Aunque breve, le costó mucho escribirla. Finalmente, la carta decía:


Padrino,

Hacéis que me resulte extraordinariamente duro tener que negarme a lo que me suplicáis en virtud del afecto que os profeso. Si algo he deseado toda mi vida, ha sido tener una oportunidad de demostraros ese afecto. De ahí que me sienta tan desolado al ver que no puedo daros la prueba que ahora me pedís. Es demasiado grave lo que ocurre entre el señor de La Tour d'Azyr y yo. también me ofendéis, a mí y a los de mi clase -cualquiera que ésta sea- al decir injustamente que no estamos obligados por compromisos de honor. Hasta tal punto me obligan, que, aunque quisiera, no puedo retroceder.

Si en el futuro persistís en vuestra anunciada intención, tendré que seguir sufriendo. Y podéis estar seguro de que sufriré.

Vuestro afectuoso y agradecido ahijado,

André-Louis


Entregó el billete al mozo del señor de Kercadiou y supuso que con esto quedaba zanjado el asunto. Se sentía herido en lo más hondo; pero actuaba con ese externo estoicismo que tan bien sabía afectar.

Al otro día por la mañana, vino Le Chapelier a desayunar con él. Pero a las ocho y cuarto, cuando se levantaban de la mesa para dirigirse al Bois, su ama de llaves le sobresaltó anunciándole la visita de la señorita de Kercadiou.

André-Louis consultó su reloj; aunque su cabriolé ya estaba a la puerta, aún disponía de unos minutos. Se excusó con Le Chapelier, y salió rápidamente a la antesala. La joven avanzó a su encuentro, impaciente, casi febril. -No ignoro a qué has venido -dijo él rápidamente para abreviar-. Pero tengo prisa, y te advierto que sólo una razón contundente me haría detenerme un solo instante.

Ella se sorprendió. Aquello era ya una negativa antes de que ella hubiera podido abrir la boca, y era lo último que esperaba de André-Louis. Además, notó en él cierto distanciamiento que no era habitual en su trato con ella. Y el tono de su voz era tajante y frío.

Esto la hirió. Aline no podía adivinar el motivo de aquella reacción. El motivo era que André-Louis cometía con ella el mismo error que la víspera había cometido con la carta de su padrino. Pensaba que tanto él como ella sólo estaban preocupados por la suerte del marqués de La Tour d'Azyr en aquel lance. No era capaz de concebir que el motivo de tanta inquietud fuera él. Tan absoluta era su convicción de que saldría victorioso de aquel encuentro que no se le ocurría pensar que alguien pudiera temer por su vida.

Creyendo que su padrino estaba angustiado por su predestinada víctima, se sintió irritado al leer su carta; del mismo modo que ahora la visita de Aline le enfurecía. Sospechaba que la joven no había sido franca con él; que la ambición la impulsaba a considerar como un honor casarse con el señor de La Tour d'Azyr. Y eso -aparte de vengar el pasado- era lo que más le acicateaba para batirse con el marqués: salvarla de caer en sus garras.

La joven le contempló boquiabierta, asombrada de su serenidad en aquel momento.

– ¡Qué tranquilo estás, André! -exclamó.

– Yo nunca pierdo la calma, de lo cual me enorgullezco.

– Pero… ¡Oh, André! Ese duelo no debe tener lugar -dijo acercándose a él y poniéndole las manos en los hombros mientras le sostenía la mirada.

– ¿Conoces alguna razón de peso para que no tenga lugar? -dijo él.

– Podrías morir -contestó ella y sus pupilas se dilataron.

Aquello era tan distinto de lo que él esperaba que, por un momento, sólo atinó a mirarla asombrado. Entonces creyó comprender. Se echó a reír mientras apartaba las manos de la joven de sus hombros y retrocedía un paso. Aquello no era más que una trivial estratagema, una niñería indigna de ella.

– ¿Realmente pensáis, tanto tú como mi padrino, que conseguiréis vuestro propósito tratando de asustarme? -y se echó a reír burlonamente.

– ¡Oh! ¡Estás loco de atar! Todo el mundo sabe que el marqués de La Tour d'Azyr es el espadachín más peligroso de Francia.

– Esa fama, como sucede en la mayoría de las ocasiones, es injustificada. Chabrillanne era también un espadachín peligroso, y está bajo tierra. La Motte -Royau era todavía más diestro con la espada, y está en manos de un cirujano. Y así son todos esos espadachines, que no son más que matarifes que sueñan con descuartizar a este abogado de provincia como si fuera un carnero. Hoy le toca el turno al jefe de todos ellos, ese matón de capa y espada. Tenemos que arreglar una vieja cuenta pendiente. Y, ahora, si no tienes otra cosa que decir…

Era el sarcasmo de André-Louis lo que la dejaba perpleja. ¿Cómo podía estar tan seguro de que saldría ileso de aquel duelo? Al desconocer su maestría como espadachín, Aline llegó a la conclusión de que toda aquella entereza no era más que otra de sus comedias. Y en cierto modo era verdad que André-Louis estaba actuando.

– ¿Recibiste la carta de mi tío? -le preguntó ella cambiando de táctica.

– Sí, y ya la contesté.

– Lo sé. Y lo que te advierte en su carta, lo cumplirá. Si llevas a cabo tu horrible propósito, ni sueñes con su perdón.

– Ahora sí, esa razón es más poderosa que la otra -dijo él-. Si hay una razón en el mundo que pueda conmoverme, es ésa. Pero lo que ocurre entre el señor de La Tour d'Azyr y yo es algo muy grave. Por ejemplo, un juramento que hice sobre el cadáver de Philippe de Vilmorin. Jamás pensé que Dios me ofrecería una oportunidad como ésta para cumplir mi promesa.

– Aún no la has cumplido -comentó ella.

Él le sonrió.

– Es verdad. Pero falta poco para las nueve. Permíteme una pregunta -dijo súbitamente-, ¿por qué no has ido con esta petición al señor de La Tour d'Azyr?

– Ya lo hice -contestó ella ruborizándose al recordar su negativa del día anterior. Y él interpretó aquella señal de su rostro erróneamente.

– ¿Y él? -preguntó André-Louis.

– El sentido del honor del señor de La Tour d'Azyr… -empezó a decir la joven, pero se detuvo para añadir brevemente-: El marqués se negó.

– Muy bien, muy bien. Era su deber, costara lo que costara. Y, sin embargo, en su lugar, a mí no me costaría nada. Pero, ya ves, los hombres somos distintos -suspiró-. Del mismo modo, en tu lugar, yo no hubiera insistido más. Pero en fin…

– No te entiendo, André.

– Pues está muy claro. Todo en mí está claro. Piénsalo bien. Quizás eso te consuele -volvió a consultar su reloj y añadió-: Quédate aquí, estás en tu casa. Ahora tengo que irme.

Le Chapelier asomó la cabeza desde la puerta de la calle.

– Perdona, André, pero se nos hace tarde.

– Ya voy -contestó André-. Te agradeceré, Aline, que aguardes mi regreso. Sobre todo, tomando en cuenta lo que tu tío ha decidido.

Ella no le contestó. Había perdido el habla. Confundiendo su silencio con el consentimiento, André-Louis salió no sin antes inclinarse profundamente ante ella. Como una estatua, Aline oyó alejarse los pasos de André-Louis; lo oyó hablar tranquilamente con Le Chapelier y notó que su voz seguía siendo sosegada y normal.

¡Oh, estaba loco de atar! ¡La vanidad le cegaba! Cuando su carruaje partió, Aline se sentó con una sensación de cansancio, casi de hastío. Se sentía débil y estaba muerta de horror. André-Louis corría a arrojarse en brazos de la muerte. Esa convicción -una convicción insensata que probablemente le había transmitido el señor de Kercadiou- embargaba su alma. Así se quedó un rato, paralizada por la desesperanza. Pero de pronto, se puso en pie de un salto, retorciéndose las manos. Tenía que hacer algo para evitar aquel horror. Pero ¿qué podía hacer? Seguirlo hasta el Bois de Boulogne y tratar de separarlos sería dar un escándalo en vano. Las más elementales normas de conducta, nacidas de la costumbre, se alzaban ante ella como una barrera infranqueable. ¿No habría nadie capaz de ayudarla?

A pesar de estar frenética en medio de su impotencia, oyó en la calle el ruido de otro carruaje que se acercaba hasta detenerse ante la academia de esgrima. ¿Habría regresado ya André-Louis? Apasionadamente se asió a esa frágil esperanza. Alguien llamaba a la puerta de la calle, aporreándola fuertemente. Entonces oyó los zuecos del ama de llaves de André-Louis bajando por la escalera para abrir.

Aline corrió a la puerta de la antesala y, entreabriéndola, escuchó jadeante. La voz que oyó procedente de la calle no era la que tan desesperadamente necesitaba oír. Era una voz de mujer preguntando con urgencia si el señor André-Louis había salido; una voz que primero le resultó vagamente familiar a Aline, y después, muy conocida: era la voz de la señora de Plougastel.

Excitada, Aline corrió hacia la puerta de entrada a tiempo para oír a la señora de Plougastel exclamar con agitación:

– ¿Se ha ido ya? ¡Oh! Pero ¿cuánto tiempo hace?

Evidentemente el motivo de la visita de la señora de Plougastel debía de ser idéntico al suyo, pensó Aline en medio de su afligida confusión. Después de todo, aquello no tenía nada de asombroso. El singular interés de la señora de Plougastel por André-Louis le parecía suficiente explicación. Sin pensarlo dos veces, salió de detrás de la puerta y corrió hacia ella exclamando:

– ¡Señora! ¡Señora!

La rolliza y solemne ama de llaves se apartó y las dos damas se encontraron en el zaguán. La señora de Plougastel estaba muy pálida, fatigada y asustada.

– ¿Aline, tú aquí? -exclamó. Y entonces, rápidamente, sin ceremonias-: ¿Tú también has llegado demasiado tarde?

– No, señora; le he visto, le he implorado, pero no quiso escucharme.

– ¡Oh, esto es horrible! -exclamó la señora de Plougastel estremecida-. Hace sólo media hora que me enteré, y he venido inmediatamente para evitarlo a toda costa.

Las dos mujeres se miraron estupefactas, desoladas. Ante la puerta de la academia, en la calle iluminada por el sol de la mañana, algunos mendigos harapientos se acercaban para admirar el espléndido carruaje de la señora de Plougastel con sus caballos bayos. También miraban con curiosidad a las dos grandes damas desde el umbral. Desde la acera de enfrente llegó el estridente pregón de un reparador de fuelles ambulante: «A raccommoder les vieux souffletsl 1».

La señora de Plougastel se volvió al ama de llaves.

– ¿Cuánto tiempo hace que salió el señor?

– Apenas unos diez minutos -dijo la criada, amable pero flemáticamente, pues pensaba que aquellas grandes damas eran amigas de la última víctima de su invencible amo.

La señora de Plougastel se retorció las manos.

– ¡Diez minutos! ¡Oh! ¿Y qué camino tomó?

– El duelo es a las nueve en punto, en el Bois de Boulogne -le informó Aline-. Podríamos ir tras él. Quizá podríamos evitar el encuentro…

– ¡Oh, Dios mío! ¿Pero cómo vamos a llegar a tiempo? ¡A las nueve en punto! Y un duelo suele durar poco más de un cuarto de hora. ¡Dios mío, Dios mío! -exclamaba angustiada la dama-. ¿Sabes al menos en qué lugar del bosque se encontrarán?

– No; sólo sé que será allí… en el bosque.

– ¡En el bosque! -repetía la dama, frenética-. El bosque es casi tan grande como París. Vamos, Aline, entra en el coche -agregó jadeando y ambas salieron a la calle. Una vez dentro del carruaje, la señora le ordenó a su cochero:

– ¡Al Bois de Boulogne por el camino de la Cours la Reine y lo más rápido que puedas! Si llegamos a tiempo, os regalaré diez pistolas. ¡Hala, hombre!

El pesado vehículo, demasiado pesado para una carrera tan rápida, se puso en marcha al instante. Y corrió enloquecido por las calles, en medio de las maldiciones de los transeúntes que saltaban a las aceras para no caer bajo sus ruedas.

La señora de Plougastel se recostó en su asiento. Cerró los ojos. Sus labios temblaban y estaba pálida, casi a punto de desmayarse. Aline la miraba en silencio. Le parecía que sufría tanto y sentía tanto miedo como ella. Más tarde, Aline se admiraría de eso. Pero en aquel momento sólo podía pensar en su desesperada misión.

El carruaje atravesó la plaza Louis XV, y al fin se adentró en la Cours la Reine. Al llegar a la bella avenida bordeada de árboles que se extiende entre los Champs Elysées y el Sena, casi vacía a aquella hora, pudieron correr más, dejando tras de sí una nube de polvo.

Pero a pesar de la velocidad vertiginosa a la que iba el carruaje, las dos mujeres sentían que no era suficiente. Ya estaban llegando al bosque cuando, detrás de ellas, una campana dio las nueve. Tanto se impresionaron que, tañido tras tañido, les pareció que estaban tocando a muerto.

Al llegar a la barrera de la Cours la Reine, tuvieron que hacer un alto momentáneo. Aline preguntó al sargento de guardia cuánto tiempo hacía que había pasado un cabriolé cuya descripción le facilitó. El militar le respondió que haría unos veinte minutos había pasado por allí un vehículo en que viajaban el diputado Le Chapelier y el paladín del Tercer Estado, el señor Moreau. El sargento estaba muy bien informado. Según afirmó sonriendo con una mueca, podía adivinar adonde, y con qué fin, iba el señor Moreau a esa hora tan temprana del día.

Ahora el carruaje corría a campo traviesa, siguiendo el camino que bordeaba el río. Las dos mujeres viajaban en silencio mientras Aline apretaba con fuerza las manos de la señora de Plougastel. A lo lejos, cruzando la pradera que estaba a mano derecha, ya podían ver la obscura línea de los árboles del Bois. Y el carruaje dobló velozmente en esa dirección, alejándose del río y tomando por un atajo hacia las arboledas.

– ¡Oh! ¡Es imposible que lleguemos a tiempo! ¡Imposible! -gritó Aline rompiendo el silencio.

– ¡No digas eso! -exclamó la señora de Plougastel.

– ¡Es que ya son más de las nueve, señora! André ha sido puntual, y estos… asuntos no toman mucho tiempo. Ya… ya habrá acabado todo.

La señora de Plougastel sintió un escalofrío y cerró los ojos. Sin embargo, enseguida volvió a abrirlos, excitada. Entonces sacó la cabeza por la ventanilla.

– Un carruaje se acerca -anunció con voz ronca que hacía adivinar cuál era su temor.

– ¡Todavía no! ¡Oh, no! -se lamentó Aline expresando el mismo temor. Respiraba con dificultad, como si se estuviera asfixiando. Tenía un nudo en la garganta y una especie de nube le empañaba la visión.

En medio de una gran polvareda, regresando del Bois, una calesa se acercaba al carruaje de la señora Plougastel. Demudadas, enmudecidas, casi sin aliento, las dos mujeres la veían venir. A medida que se aproximaban, ambos coches disminuían su paso, pues el camino era muy angosto. Aline y la señora de Plougastel, asomadas a la ventanilla, miraban con ojos asustados hacia el interior de la calesa.

– ¿Cuál de ellos es, señora? -balbuceó Aline tapándose los ojos, sin atreverse a mirar.

Dentro de la calesa, a través de la ventanilla más cercana a ellas, vieron a un joven caballero de piel atezada, que ninguna de las dos conocía. Sonreía hablando con su compañero. Entonces vieron a este último, que estaba sentado al otro lado. No sonreía. Tenía la cara rígida, blanca como el papel, sin expresión: era el rostro del marqués de La Tour d'Azyr. Durante un instante que duró una eternidad, ambas mujeres le contemplaron horrorizadas hasta que, al verlas, el marqués se quedó estupefacto. Entonces, lanzando un suspiro, Aline se desmayó a espaldas de la señora de Plougastel.

CAPÍTULO XII Deducciones

Su coche iba tan rápido que André-Louis había llegado al lugar de la cita unos minutos antes de la hora fijada. Allí estaba ya esperándolo el marqués de La Tour d'Azyr, acompañado por el señor d'Ormesson, un joven caballero moreno, con el uniforme azul de capitán de la guardia de Corps.

André-Louis había hecho todo el viaje en silencio. Le preocupaba el recuerdo de su reciente conversación con la señorita de Kercadiou y las precipitadas conclusiones que había sacado a propósito del motivo de aquella visita. -Decididamente -dijo- ese hombre tiene que morir. Le Chapelier no le había contestado. Casi le estremecía la sangre fría de su paisano. Él también era de los que en aquellos últimos días pensaba que André-Louis Moreau no tenía corazón. Aparte de eso, había algo incomprensible e incoherente en su actitud. Al principio, cuando le propusieron aquella misión para eliminar a los espadachines de la nobleza, reaccionó de forma altanera y desdeñosa. Pero después, al aceptarla, se había mostrado espantosamente cruel, con una ligereza y una indiferencia que, a veces, daban asco.

Los preparativos se hicieron deprisa y en silencio, aunque sin precipitación ni otra señal de nerviosismo por ninguna de las dos partes. Ambos adversarios estaban siniestramente decididos a enfrentarse. El contrincante debía morir, allí no podía haber medias tintas. Despojados de casaca y chaleco, sin zapatos y con las mangas de la camisa remangadas hasta el codo, por fin estaban frente a frente, decididos a saldar definitivamente la cuenta pendiente entre ellos. Era como si ninguno de los dos abrigara dudas acerca de cuál sería el resultado final.

También frente a frente, al lado de cada uno, Le Chapelier y el joven capitán los contemplaban alertas y vigilantes.

– Allez, messieurs 1!

Los brillantes y perversamente finos aceros chocaron, y a poco ya era casi imposible seguirlos con la vista, pues daban vueltas arremolinándose, raudos y centelleantes como relámpagos. El marqués atacó impetuosa y vigorosamente, y enseguida André-Louis supo que estaba ante un adversario muy superior a los duelistas de la semana anterior, incluyendo a La Motte -Royau, cuya reputación era terrible.

El marqués no sólo poseía la rapidez que da una continua práctica, sino también una técnica casi perfecta. Además, aventajaba a André-Louis físicamente por su gran resistencia y una mayor estatura. También tenía mucha sangre fría y aplomo. ¿No habrá nada que le haga temblar?, se admiraba André-Louis, quien quería que el castigo fuese tan completo como merecía. No contento con matar al marqués como él había matado a su amigo, quería que, antes de morir, se sintiera tan impotente como debió de sentirse Philippe. Sólo así se sentiría satisfecho André-Louis. El señor marqués debía empezar apurando la copa de la desesperación; eso formaba parte del desquite.

Cuando André-Louis, con un vertiginoso movimiento, paró la profunda estocada que remataba la primera serie de fintas, se echó a reír como un niño que disfruta con su juego favorito.

Aquella extraña risa intempestiva hizo que el señor de La Tour d'Azyr se pusiera en guardia más deprisa y, por tanto, menos dignamente que de costumbre. Aquella carcajada le sobresaltó, y también le desconcertaba el haber fallado con una estocada que siempre había tenido por certera.

Él también comprendía ahora que la fuerza y la agilidad de su oponente eran muy superiores a todo lo que había imaginado. De modo que puso sus cinco sentidos para llegar cuanto antes al desenlace.

Más que aquel quite, la carcajada que le acompañó parecía demostrarle que lo que él pensaba era el final no era más que el principio. Y, sin embargo, era el final de algo. Era el fin de la absoluta confianza en sí mismo que hasta entonces había tenido el señor de La Tour d'Azyr. Ya no estaba tan seguro del resultado de aquel duelo. Si quería ganar, tendría que actuar con más cautela y esgrimir como nunca lo había hecho en su vida.

Volvieron a enfrentarse. Y considerando que la mejor defensa es el ataque, el marqués arremetió primero, cosa que André-Louis no sólo le permitía, sino que fomentaba, pues de ese modo su contrincante agotaría su resistencia, quedando en desventaja ante la destreza acumulada por el joven maestro de esgrima durante casi dos años. Limitándose a detener con soltura y elegancia los ataques del marqués, André-Louis se mantuvo a la defensiva en aquel segundo ataque que también culminó en una estocada del marqués.

Esta vez André-Louis estaba esperándola, y pudo pararla desviándola de un golpe. Y acto seguido avanzó súbitamente, penetrando la guardia de su enemigo, colocándolo tan a su merced, que el marqués, como fascinado, ni siquiera atinó a cubrirse.

Esta vez André-Louis no se rió. Se limitó a sonreír ante la mirada atónita del marqués y no aprovechó su evidente ventaja.

– ¡Vamos, vamos, señor! -gritó André-Louis enérgicamente-. No me gusta atacar a un hombre que no está en guardia. -Deliberadamente retrocedió para que su tembloroso contrario pudiera asumir la postura correcta.

El señor d'Ormesson suspiró aliviado tras un momento de terror. Le Chapelier murmuró: «¡Caramba! ¡No hay que tentar a la suerte esgrimiendo de esa manera tan demencial!».

André-Louis advirtió la profunda palidez que cubría el rostro de su adversario.

– Señor mío, me parece que empezáis a sentir lo mismo que debió de sentir Philippe de Vilmorin aquel día en Gavrillac. Eso era lo primero que yo quería. Así que, ahora, ¡vamos hasta el fin!

Y comenzó a luchar con la rapidez del rayo. Por un momento, la punta de su espada le pareció al señor de La Tour d'Azyr que estaba en todas partes a la vez, y entonces André-Louis le acometió vigorosamente hasta terminar en una estocada destinada a traspasar al marqués quien, de resultas de una serie de amagos anteriores calculados por su adversario, había quedado al descubierto. Pero, para asombro y pesar de André-Louis, el señor de La Tour d'Azyr paró el golpe. Lo que más le pesó fue que lo hizo demasiado tarde. De haberlo parado antes, todo hubiera ido bien para André-Louis. Pero con aquel quite en la última fracción de segundo, el marqués desvió su espada poniendo a salvo su cuerpo, aunque no lo bastante para evitar que el acero de André-Louis le rasgara los músculos del brazo.

Ninguno de estos detalles era visible. Lo único que vieron los padrinos fue el torbellino de las espadas centelleantes y el ataque a fondo de André-Louis, cuyas piernas se extendieron hasta casi tocar el suelo en una estocada ascendente que hirió al marqués en el brazo derecho, justo debajo del hombro.

La herida hizo que los dedos del señor de La Tour d'Azyr se crisparan dejando caer su espada. Desarmado, mordiéndose los labios, pálido y jadeante, se mantuvo firme ante su contrario. Con la punta de la espada ensangrentada, André-Louis le miraba con saña, como un cazador viendo huir a la presa que por su torpeza se le escapa en el último momento. Más tarde, tanto en la Asamblea como en los periódicos, dirían que había sido una nueva victoria del paladín del Tercer Estado, pero sólo él conocía la magnitud de aquel fracaso.

Ahora el señor d'Ormesson acudía en ayuda del marqués.

– ¡Estáis herido! -gritó estúpidamente.

– No es nada -dijo el señor de La Tour d'Azyr-. Ha sido sólo un rasguño.

Pero sus labios se crisparon en una mueca de dolor mientras la rasgada manga de su camisa de cambray se empapaba de sangre.

El capitán d'Ormesson, acostumbrado a estos lances, sacó un pañuelo de hilo y rápidamente lo rompió en tiras improvisando un vendaje.

André-Louis continuaba inmóvil, en la misma posición de su estocada, mirando aturdido. Siguió así hasta que Le Chapelier le tocó en el brazo. Sólo entonces se irguió, suspiró y, tras volver a vestirse, se alejó del lugar sin dignarse mirar a su contrario.

Mientras andaba lentamente y en silencio, al lado de Le Chapelier, hacia la salida del bosque, donde habían dejado su carruaje, pasó ante ellos la calesa que llevaba al señor de La Tour d'Azyr y a su padrino, quienes habían llegado en coche casi hasta el mismo lugar del duelo. El marqués llevaba el brazo en un cabestrillo improvisado con el cinturón de su compañero. Con la casaca azul celeste abotonada al cuello, su manga derecha colgaba vacía. Por lo demás, salvo cierta palidez, su aspecto era el de siempre.

Así se explica que el marqués fuera el primero en salir del bosque, y por eso, al verlo regresar en su calesa, aparentemente sano y salvo, las dos damas que querían evitar el duelo conjeturaron que había ocurrido lo que más temían.

La señora de Plougastel trató de llamar al marqués; pero su voz se negaba a obedecerla. Trató de abrir la portezuela de su carruaje; pero sus dedos no encontraban la manija. Mientras la calesa pasaba despacio frente a ella, la mirada pesimista del señor de La Tour d'Azyr buscaba ansiosamente a Aline. Entonces la señora de Plougastel vio algo más. Cuando el señor d'Ormesson se echó hacia atrás para que su compañero pudiera saludar a la condesa, ella descubrió la manga vacía del marqués. Más aún, como su casaca azul sólo estaba abotonada al cuello, también pudo ver la manga de la camisa ensangrentada.

La señora de Plougastel llegó a la lógica conclusión de que, a pesar de haber sido herido, quizás el marqués había herido más gravemente a su adversario. Al fin recobró la voz y le pidió al cochero del señor de La Tour d'Azyr que se detuviera. El señor d'Ormesson se apeó para encontrarse con la dama en el pequeño espacio que quedaba entre los dos carruajes.

– ¿Dónde está el señor Moreau? -preguntó la condesa dejando boquiabierto al amigo del marqués.

– Indudablemente sois partidaria de él, señora -replicó el capitán sobreponiéndose a su asombro. -¿No está herido?

– Desgraciadamente hemos sido nosotros los que… Pero el señor d'Ormesson no pudo terminar su frase, pues la voz del señor de La Tour d'Azyr le interrumpió secamente: -Ese interés vuestro por el señor Moreau, querida condesa…

A su vez el marqués se interrumpió al notar un aire de desafío en la actitud de la dama hacia él. Pero su frase no necesitaba completarse.

Se hizo un silencio embarazoso, violento. Después la dama miró al señor d'Ormesson. Su actitud cambió, y dijo lo que al parecer era la explicación de su inquietud por André-Louis Moreau:

– La señorita de Kercadiou viene conmigo. La pobre niña se ha desmayado.

Hubiera podido decir más, mucho más, de no ser por la presencia del señor d'Ormesson.

Al enterarse de que allí estaba la señorita de Kercadiou, y a pesar de su herida, el marqués se levantó de un salto.

– No estoy en condiciones de poder prestaros asistencia, señora; pero… -se disculpó y una sonrisa se dibujó en sus pálidos labios. Con la ayuda del señor d'Ormesson, y a pesar de sus protestas, el marqués se bajó de la calesa, que ahora se hacía a un lado para dejar pasar a otro carruaje que venía del bosque.

Poco después, al pasar por allí aquel cabriolé, dejando atrás a los dos carruajes detenidos, André-Louis pudo ver una escena realmente conmovedora. Asomándose un poco a la ventanilla, vio a Aline sentada en el estribo del carruaje y sostenida por la señora de Plougastel. En ese momento volvía de su desvanecimiento. A pesar de su herida, allí estaba también el señor de La Tour d'Azyr, profundamente angustiado, inclinándose con solicitud hacia la joven, mientras el capitán y el lacayo de la gran dama permanecían respetuosamente apartados.

La condesa levantó los ojos y vio pasar de largo a André-Louis. El rostro de ella se iluminó, y él casi creyó que iba a llamarle, pero para evitarle la dificultad que entrañaba la presencia allí de su adversario, él se apresuró a saludarla fríamente recostándose de nuevo en su asiento y mirando deliberadamente a otra parte.

Después de lo que había visto, no necesitaba más pruebas para reafirmarse en su convicción de que Aline lo había visitado aquella mañana sólo para interceder por el señor de La Tour d'Azyr. Con sus propios ojos la había visto desmadejada, emocionada al ver la sangre de su querido amigo, quien la consolaba asegurándole que su herida no era mortal. Mucho después André-Louis se reprocharía aquella perversa estupidez. Incluso llegó a ser demasiado severo en su flagelación. Pues ¿cómo hubiera podido interpretar de otro modo aquella escena, después de las ideas preconcebidas que tenía?

Lo que antes había sospechado, ahora quedaba confirmado. Aline no le había dicho con franqueza lo que sentía por el señor de La Tour d'Azyr. Pero suponía que en estos asuntos las mujeres suelen ser reservadas, y él no debía culparla. Tampoco podía culparla por haber sucumbido ante el singular encanto de un hombre como el marqués, pues ni siquiera su hostilidad podía cegarlo hasta el punto de no reconocer los atractivos del señor de La Tour d'Azyr. Que estaba enamorada de él era evidente, y por eso desfallecía ante el espectáculo de su herida.

– ¡Dios mío! -exclamó en voz alta-. ¡Cuánto habría sufrido si hubiera llegado a matarle como era mi propósito!

De haber sido un poco más franca con él, le hubiera sido más fácil acceder a lo que le pedía. De haberle confesado lo que ahora él había visto, que amaba al señor de La Tour d'Azyr, en vez de dejarle suponer que su único interés por el marqués nacía de una ambición indigna, entonces él hubiera cedido a su ruego inmediatamente.

André-Louis lanzó un suspiro y rezó pidiéndole perdón a la sombra de Vilmorin.

– A lo mejor fue una suerte que desviara mi estocada -dijo.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Le Chapelier.

– Que en este asunto debo abandonar toda esperanza de volver a empezar.

CAPÍTULO XIII Hacia la culminación

Al señor de La Tour d'Azyr no se le volvió a ver en la sala del Manége, ni siquiera en París, durante los meses que siguieron mientras la Asamblea Nacional continuaba sus sesiones para dotar a Francia de una Constitución. Aunque su herida en el brazo había sido relativamente leve, la que había recibido su orgullo era realmente mortal.

Corrían rumores de que había emigrado. Pero era una verdad a medias. Lo cierto era que se había unido a aquel grupo de nobles que iban y venían entre las Tullerías y el Cuartel General de los emigrados, en Coblenza. En pocas palabras, se convirtió en miembro del servicio secreto realista que daría al traste con la monarquía.

Pero ese momento aún no había llegado. Por ahora, los monárquicos seguían viendo a los innovadores como unos tipos más o menos raros, y no dejaban de burlarse de ellos en Actes des Apotres, el periódico satírico que editaban en el Palais Royal.

El señor de La Tour d'Azyr había hecho una visita a Meudon. Y fue bien recibido por el señor de Kercadiou, quien después de todo no había reñido con él. Pero Aline no salió de su aposento, firme en su resolución de no volver a verle. De ninguna manera modificó su actitud la circunstancia de que André-Louis hubiera salido ileso del duelo. A un cierto precio, implícitamente, se había ofrecido al marqués y él la rechazó. Sólo la humillación que eso suponía descartaba la posibilidad de que Aline volviera a recibir al señor de La Tour d'Azyr.

El señor de Kercadiou le transmitió al marqués, lo más delicadamente que pudo, esa resolución inquebrantable. Comprendiendo, desde su punto de vista, la enormidad de la ofensa infligida a la joven, el marqués se despidió desesperanzado, y no volvió más.

En cuanto a André- Louis, sabedor de que el señor de Kercadiou no faltaría a su palabra, se resignó a acatar una decisión que suponía irrevocable. No volvió por casa de su padrino. Pero dos veces en el transcurso de aquel invierno vio al señor de Kercadiou y a Aline: una vez fue en la Galérie de Bois, en el Palais Royal, donde se saludaron de lejos, y en otra ocasión les vio en un palco del Théátre Francais, pero ellos no le vieron. A Aline volvió a verla en una tercera ocasión, también en el palco de un teatro, y esta vez con la señora de Plougastel. Ella tampoco le vio en esta ocasión.

Mientras tanto, André-Louis cumplía sus deberes en la Asamblea con todo el celo que le era posible, y se ocupaba también de la dirección de la academia de esgrima, que continuaba prosperando sobremanera, pues había recibido un enorme impulso a raíz del duelo de su director en el Bois durante aquella memorable semana de septiembre. Limitándose a vivir casi únicamente de los dieciocho francos diarios de su salario como diputado, sus ya considerables ahorros aumentaron. Pensó que sería prudente invertir aquel dinero en Alemania. Tenía ya bastantes acciones colocadas en la Compañía del Agua y en la deuda pública, y lo hizo a través de un banquero alemán en la rue Dauphine. Y compró una importante propiedad en las afueras de Dresde. Hubiera preferido comprarla en su tierra natal. Pero la propiedad de las tierras en Francia le parecía, y con razón, insegura. Tal como estaban las cosas, hoy un grupo de franceses podía desposeer a otro, mañana otro grupo podría desposeer a aquellos que habían comprado apresuradamente las propiedades de los antiguos desposeídos.

Esta parte de las Confesiones de André-Louis es muy interesante, pues lo autobiográfico se mezcla con la historia dejándonos un panorama de la época. Allí describe la activa vida de París, tal como él la veía, y los principales acontecimientos de la Asamblea. Habla del completo restablecimiento del orden y de la paz, del resurgimiento impetuoso de la industria, de la abundancia de trabajo para todos, y de la prosperidad económica que parecía haberse instalado en Francia. «La obra de la Revolución está cumplida», dice citando una frase de Dupont en la Asamblea. Y así era, siempre que la Corona aceptara de buena fe el trabajo realizado, contentándose con gobernar constitucionalmente, circunscribiendo su poder y subordinándose a la voluntad de la nación y al bienestar general.

Pero ¿aceptaría todo esto la Corona? Ésa era la pregunta que todos se hacían, y que en cierta medida quedaba en el aire. Los que miraban al pasado, recordaban la primera reunión de los Estados Generales en la Salle des Menus Plaisirs, en Versalles, hacía dos años, y recordaban cuan a menudo las promesas reales se rompían. Por lo tanto, desconfiaban con razón, pues ahora podía ocurrir también. Debido a estas dudas y recelos, provocados especialmente por la reina y sus allegados, persistía la incertidumbre. Había una sensación, casi una intuición, de que quedaba mucho por hacer antes de que Francia pudiera disfrutar con entera seguridad de la igualdad legal que tan laboriosamente había creado para sus hijos. ¡Cuántos obstáculos había aún que vencer, cuántos horrores tendrían que vivir todavía! Tantos que nadie, en aquella primavera de 1791 -ni siquiera los extremistas de los Cordeliers y otros clubes parecidos-, podía sospechar ni remotamente.

Aquella época de aparente prosperidad y falsa paz duró hasta que tuvo lugar la fuga del rey a Varennes, al siguiente mes de junio. Fruto de todas aquellas idas y venidas secretas entre París y Coblenza, esa fuga destruyó la última ilusión, poniendo fin a la paz e iniciando el reinado de la turbulencia. El ignominioso retorno de Su Majestad, custodiado como un colegial que vuelve a su casa para ser castigado, y los ulteriores sucesos de aquel año hasta la disolución de la Asamblea Cons tituyente, están tan minuciosamente descritos en otros libros, que no es preciso repetirlos, como no sea desde el punto de vista de André-Louis.

La disolución de la Asamblea fue en septiembre. Su trabajo había terminado. El rey acudió al salón Manége para declarar que aceptaba la Constitución. La Revolución estaba consumada. Luego siguió la elección de una Asamblea Legislativa, en la que André-Louis representó una vez más a Ancenis. Como en la Asamblea Constituyente no había sido más que diputado suplente, no le afectaba la moción de Robespierre, según la cual ningún miembro de la Constituyente podría ser miembro de la Legislativa. De haber observado sus propios deseos tan bien como la letra de la ley, se hubiera abstenido de aquella reelección. Pero André-Louis era tan querido en Ancenis, y Le Chapelier insistió tanto, que no pudo por menos de someterse. Sus proezas como paladín del Tercer Estado le habían hecho popular en todos los partidos, aun entre los miembros de la antigua ala derecha, y entre los jacobinos, en cuyo club había hablado cordialmente una o dos veces. En aquel entonces se esperaba de él que hiciera grandes cosas. Él mismo lo esperaba, pues en aquel momento compartía la errónea y extendida opinión de que la Revolución había concluido. Francia ahora sólo tenía que gobernarse dentro de las leyes de la Cons titución que ya tenía.

Como todos los que pensaban así, André-Louis no tomaba en cuenta dos importantes factores: el hecho de que la corte no aceptaría que se alterara el estado de cosas y que la nueva Asamblea no tenía la experiencia necesaria para dominar las intrigas y las facciones dentro de la corte. La Legislativa era una Asamblea integrada por jóvenes, siendo muy pocos los que pasaban de los veinticinco años. Predominaban los abogados y, entre ellos, el grupo de abogados de La Gironde, inspirados por un sublime republicanismo. Pero ninguno tenía experiencia política; y, durante los críticos primeros días, estaban desorientados, y eso, sumado a la consiguiente debilidad, alentó al partido de la corte a presentarles batalla otra vez.

Al principio sólo fue una batalla de palabras, y una guerra periodística que tuvo lugar entre publicaciones como L 'Ami du Roy y L'Ami du Peuple, que acababa de aparecer furiosamente editado por el filántropo Marat.

El malestar público empezó a manifestarse de nuevo, y la perpetua tensión entre la revolución y la contrarrevolución volvió a proyectar la sombra de la crisis sobre el amenazado país. Ahora media Europa se armaba para arremeter contra Francia, y su guerra con Francia era la guerra del rey francés. Éste era el horror que estaba en el origen de todos los horrores que vendrían después. Esto era lo que servía de pretexto a gente como Marat, Danton, Hébert y otros extremistas para fomentar la ira del populacho.

Y mientras la corte proseguía sus intrigas, mientras los jacobinos, dirigidos por Robespierre, le declaraban la guerra a los girondinos, bajo la jefatura de Vergniaud y Brisset; mientras los feuillants 1 los combatían a ambos; y mientras la antorcha de la invasión extranjera se encendía en la frontera y la de la guerra civil ya se inflamaba dentro de la nación, André-Louis se alejó del centro del polvorín.

Los disturbios contrarrevolucionarios fomentados por el clero tenían lugar en todas partes, pero en ningún lugar la situación era tan difícil como en Bretaña, y en vista de sus antecedentes y de su influencia en su provincia nativa, la Comi sión de los Doce, en aquellos primeros días del ministerio girondino, adoptando la sugerencia de Roland, dispuso que André-Louis Moreau fuese a Bretaña a combatir, de ser posible por medios pacíficos, las diabólicas influencias que se habían desencadenado.

En algunos municipios estaba claro a quien pertenecía el poder. Pero otros muchos se estaban dejando ganar por los sentimientos reaccionarios. Por eso había que enviar un representante con plenos poderes para alertar a aquellas poblaciones del peligro que corrían. André-Louis debía actuar pacíficamente; pero al mismo tiempo estaba autorizado a recurrir a otros métodos, pues podía reclamar la ayuda de la nación si la situación ofrecía peligro.

André-Louis aceptó la tarea y fue uno de los cinco plenipotenciarios enviados con el mismo propósito a las provincias aquella primavera de 1792, cuando por primera vez se levantó en el Carrousel la máquina de matar del filantrópico doctor Guillotin.

Considerando lo que después sucedió en Bretaña, no se puede decir que su misión tuviera el éxito esperado. Pero ésa es otra historia. Lo que aquí importa es que gracias a esa misión André-Louis estuvo ausente de París durante unos cuatro meses, y aun hubiera podido ausentarse más tiempo si a principios de agosto no le hubiesen llamado urgentemente. Más inminente que cualquier disturbio que pudiera ocurrir en Bretaña era lo que se estaba gestando en París, donde el panorama político aparecía más sombrío que nunca desde 1789.

Mientras su coche le llevaba hacia la capital, André-Louis vio señales y oyó rumores siempre crecientes que anunciaban ese levantamiento. Indolentemente habían lanzado la tea ardiente en el polvorín que ya era París: esa tea era el manifiesto de Sus Majestades de Prusia y de Austria que culpaba de cuanto pudiera ocurrir a todos los miembros de la Asamblea, de los distritos, de las municipalidades, a los jueces de paz y a los soldados de la Guardia Nacional, quienes debían ser tratados según el fuero militar.

Era una declaración de guerra, no contra Francia, sino contra una parte de Francia. Y lo más sorprendente era que este manifiesto, publicado en Coblenza el 26 de julio, ya era conocido en París el 28, cosa que daba la razón a quienes decían que no procedía de Coblenza, sino de las Tullerías. El hecho queda confirmado también, en cierto modo, por las Memorias de la señora de Campan, quien dice que la reina, su señora, poseía el itinerario preparado por los prusianos, quienes estaban ya en armas a las puertas de Francia. Los metódicos prusianos lo habían planeado todo minuciosamente. Y Su Majestad le dio a la señora de Campan todos los detalles de aquel itinerario. Tal día los prusianos estarían en Verdún; tal otro en Chalons; y tal otro día ante los muros de París, de los que no quedaría piedra sobre piedra según juró Bouillé.

Al llegar a París tan prematuramente la noticia de este manifiesto, quedó claro que la guerra no venía de Prusia, sino del antiguo y detestado régimen que la Constitución creía haber barrido para siempre. El pueblo comprendió con cuánta mala fe aquella Constitución había sido aceptada. Y comprendió que su único recurso era la insurrección antes de que entraran en París los ejércitos extranjeros. Aún estaban en la capital todos los federados provinciales que habían ido con motivo de la Fiesta Nacional del 14 de julio, incluyendo las bandas de música de los marselleses, que habían llegado marchando desde el sur al ritmo de su nuevo himno, que tan terrible sonaría luego. Fue Danton quien retuvo en la capital a los marselleses, advirtiéndoles de lo que se estaba preparando.

Y ahora todo el mundo procedía a armarse. Cumpliendo órdenes, los suizos se trasladaron desde Courbevoie a las Tullerías; los Caballeros del Puñal -una pandilla de algunos centenares de caballeros que habían jurado defender el trono y entre los cuales estaba el marqués de La Tour d'Azyr, recién llegado del cuartel general de la emigración- se reunieron en el Palacio Real. Al mismo tiempo, en los barrios se forjaban picas, se desenterraban mosquetes, se distribuían cartuchos y se pedía a la Asamblea que se rompieran las hostilidades. París advertía cómo se iba acercando el momento culminante de aquella larga lucha entre la Igualdad y el Privilegio. Y hacia esa ciudad se dirigía velozmente, procedente del oeste, André-Louis Moreau para encontrar allí también la culminación de su accidentada carrera.

CAPÍTULO XIV La razón más contundente

En aquel entonces, a primeros de agosto, la señorita de Kercadiou se encontraba en París visitando a la amiga y prima de su tío, la señora de Plougastel. A pesar de la explosión que se avecinaba, la atmósfera de alegría, casi de júbilo, reinante en la corte -adonde la señora de Plougastel y la señorita de Kercadiou iban casi a diario- las tranquilizaba. También el señor de Plougastel, que siempre estaba viajando entre Coblenza y París -inmerso en esas actividades secretas que le mantenían casi siempre alejado de su esposa-, les había asegurado que se habían tomado todas las medidas, y que la insurrección sería bien recibida, porque sólo podría tener un resultado: el aplastamiento final de la Revolución en los jardines de las Tullerías. Por eso -agregó- el rey permanecía en París. Si no se sintiera seguro, ya hubiera abandonado la capital escoltado por sus suizos y sus Caballeros del Puñal. Ellos le abrirían camino si alguien trataba de impedirlo, pero ni siquiera eso sería necesario.

Sin embargo, en aquellos primeros días de agosto, después de la partida de su esposo, el efecto de sus tranquilizadoras palabras empezaba a desaparecer ante los acontecimientos de que era testigo la señora de Plougastel. Finalmente, la tarde del día 9, llegó al palacete de Plougastel un mensajero procedente de Meudon con un billete del señor de Kercadiou pidiéndole a su sobrina que regresara enseguida a Meudon y a su anfitriona que la acompañara.

El señor de Kercadiou tenía amistades en todas las clases sociales. Su antiguo linaje le colocaba en términos de igualdad con los miembros de la nobleza; y su sencillez en el trato -con esa mezcla de modales campesinos y burgueses-, así como su natural afabilidad, también le permitía ganarse el afecto de aquellos que por su origen no eran sus iguales. Todos en Meudon le conocían y le estimaban, y fue Rougane, el simpático alcalde, quien le informó el 9 de agosto de la tormenta que se estaba gestando para la mañana siguiente. Como sabía que la señorita Aline estaba en París, le rogó que le avisara para que saliera de allí en menos de veinticuatro horas, pues después los caminos serían zona de peligro para toda persona de la nobleza, sobre todo para aquellos de quienes se sospechaba que tenían conexiones con la corte.

Ahora que no había dudas acerca de las relaciones que mantenía con la corte la señora de Plougastel, cuyo marido viajaba sin cesar a Coblenza, inmerso en aquel espionaje que conspiraba contra la joven revolución desde la cuna; la situación de las dos mujeres en París se tornaba muy peligrosa. En su afán de salvarlas a ambas, el señor de Kercadiou envió inmediatamente un mensaje reclamando a su sobrina y rogando a su querida amiga que la acompañara hasta Meudon. El amistoso alcalde hizo algo más que avisar al señor de Kercadiou, pues fue su hijo, un inteligente muchacho de diecinueve años, quien llevó el mensaje a París. A última hora de la tarde de aquel espléndido día de agosto, el joven Rougane llegó al palacete de Plougastel.

La señora de Plougastel le recibió gentilmente en el salón cuyo esplendor, sumado a la majestad de la dama, dejó abrumado al sencillo muchacho. La condesa se decidió enseguida. El aviso urgente de su amigo no hacía más que confirmar sus propias dudas y sospechas, y determinó partir al instante.

– Muy bien, señora -dijo el joven-. Entonces sólo me queda despedirme.

Pero ella no quiso que se marchara sin que antes fuera a la cocina a tomar algo mientras ella y la señorita se preparaban para el viaje. Entonces le propuso que viajara con ellas en su carruaje hasta Meudon, pues no quería que volviera a pie como había venido.

Aunque era lo menos que podía hacer por el muchacho, aquella bondad en momentos de tanta agitación pronto recibiría su recompensa. De no haber tenido aquella gentileza, las horas de angustia que pronto viviría la dama hubieran sido mucho peores.

Faltaba una media hora para la puesta del sol cuando subieron al carruaje con la intención de salir de París por la Puerta Saint -Martin. Viajaban con un solo lacayo en el estribo trasero. Y -tremenda concesión- Rougane iba dentro del coche, con las damas, de modo que enseguida quedó prendado de la señorita de Kercadiou, quien le pareció la mujer más bella que había visto en su vida, sobre todo porque hablaba con él sencillamente y sin afectación, como si fuera su igual. Esto le atolondró un poco, haciendo que se tambalearan ciertas ideas republicanas en las que hasta ahora creía a pies juntillas.

El carruaje se detuvo en la barrera, donde había un piquete de la Guardia Nacional ante las puertas de hierro. El sargento que estaba al mando se acercó a la portezuela del coche. La condesa se asomó a la ventanilla.

– La barrera está cerrada, señora -dijo cortésmente el militar.

– ¡Cerrada! -exclamó ella como en un eco. Aquello le parecía increíble-. Pero… pero ¿quiere eso decir que no podemos pasar?

– En efecto, señora. A menos que tenga un permiso -el sargento se apoyó indolentemente en su pica-. Tenemos órdenes de no dejar salir ni entrar a nadie sin la correspondiente autorización.

– ¿Qué órdenes son ésas?

– Las órdenes de la Comuna 1 de París.

– Pues yo tengo que partir esta noche hacia la campiña -dijo la dama casi con petulancia-. Me están esperando.

– En ese caso, la señora tendrá que conseguir un permiso.

– ¿Dónde?

– En el ayuntamiento o en el cuartel general de vuestro barrio.

La dama reflexionó un poco y dijo:

– Muy bien, vamos al cuartel general. Por favor, decidle a mi cochero que nos lleve al barrio Bondy.

El sargento saludó y dio un paso atrás.

– ¡Al barrio Bondy, rue de Morts! -le gritó entre risas al cochero.

La condesa se recostó en su asiento presa de la misma agitación que experimentaba Aline. Rougane trató de tranquilizarlas. En el cuartel general se arreglaría todo. Seguramente les darían el permiso. ¿Por qué no iban a hacerlo? Después de todo, no era más que una simple formalidad.

El optimismo del muchacho las calmó un poco, pero eso sólo sirvió para que la frustración fuera mayor cuando, en la oficina correspondiente, el presidente le dio una rotunda negativa a la condesa.

– ¿Vuestro apellido, señora? -le preguntó bruscamente. Era un hombre áspero, al estilo de los republicanos más radicales, y ni siquiera se había levantado cuando vio entrar a las damas. Lo más probable es que pensara que él estaba allí para desempeñar las funciones de su cargo y no para ejercitarse en unas reglas de urbanidad que más bien parecían lecciones de minué.

– Plougastel -repitió después de oír el apellido de la dama, sin añadir ningún título, como si fuera el nombre de un carnicero o un panadero. Cogió un pesado volumen de una estantería que había a su derecha, lo abrió y pasó las hojas-. Conde de Plougastel, palacete Plougastel, rue Paradis, ¿verdad?

– Eso es, señor -contestó la dama desplegando toda su cortesía ante la grosería de aquel individuo.

Durante un largo silencio el republicano estudió ciertas anotaciones a lápiz escritas al margen del nombre del conde. Los cuarteles generales de los distintos barrios de París habían trabajado durante las últimas semanas con mucha más eficacia de la que cabía imaginar.

– ¿Vuestro marido os acompaña, señora? -preguntó el hombre secamente, sin siquiera levantar la vista de la hoja, pues seguía examinando las anotaciones.

– El señor conde no está conmigo -dijo ella enfatizando el título.

– ¿No está con vos? -dijo el hombre mirándola suspicaz y burlonamente-. ¿Y dónde está?

– No está en París, señor.

– ¡Ah! Entonces estará en Coblenza, ¿no?

Un escalofrío recorrió a la condesa helándole la sangre. Había algo humillante en todo aquello. ¿Por qué los cuarteles generales de los barrios tenían que estar al tanto de los movimientos de sus vecinos? ¿Qué estaban preparando? Tenía la sensación de estar atrapada en una red invisible que le habían arrojado.

– No lo sé, señor -afirmó titubeante.

– Por supuesto que no -comentó el otro, despreciativo-. Es igual. ¿Y vos también queréis salir de París? ¿Adonde pensáis ir?

– A Meudon.

– ¿A hacer qué?

La sangre se le agolpó en la cara a la condesa. Aquello era una insolencia intolerable para una mujer acostumbrada a que siempre la trataran con la mayor deferencia, lo mismo sus inferiores que sus iguales. Sin embargo, advirtiendo que estaba frente a fuerzas completamente nuevas, se controló, reprimió su rabia y contestó resueltamente:

– Debo llevar a esta amiga, la señorita de Kercadiou, de regreso a casa de su tío, quien reside allí.

– ¿Eso es todo? Eso podéis hacerlo otro día, señora. No es nada urgente.

– Perdón, señor. Para nosotras es muy urgente. -No me convence. Y las barreras están cerradas para todos los que no puedan probar que una causa urgente los obliga a salir. Tendréis que esperar, señora, hasta nueva orden. Buenas noches.

– Pero, señor…

– Buenas noches, señora -repitió el hombre enfáticamente. Era una despedida más despótica que la conocida fórmula real: «tenéis permiso para retiraros».

La condesa y Aline salieron. Ambas temblaban de cólera, aunque por prudencia lo disimulaban muy bien. Subieron de nuevo al coche y ordenaron que las llevaran a su casa.

El asombro de Rougane se convirtió en desaliento al saber lo ocurrido. -¿Por qué no lo intentamos en el ayuntamiento, señora? -sugirió.

– ¿Después de esto? Sería inútil. Tenemos que resignarnos a permanecer en París hasta que abran de nuevo las barreras.

– Tal vez entonces ya no tenga sentido para nosotras que las abran -comentó Aline.

– ¡Aline! -exclamó la señora horrorizada.

– ¡Señorita! -exclamó Rougane en el mismo tono.

El joven comprendió que la gente así retenida en París debía de correr un riesgo aún por determinar, pero no por ello menos terrible, y se puso a pensar. Al acercarse de nuevo al palacete de los Plougastel dijo que tenía la solución del problema.

– Un salvoconducto expedido desde fuera también servirá -anunció-. Escuchadme y confiad en mí. Yo regresaré a Meudon ahora mismo. Mi padre me dará dos permisos, uno para mí y otro para tres personas, de Meudon a París y de regreso a Meudon. Volveré a entrar en París con mi salvoconducto, que luego destruiré, y juntos nos iremos los tres con el otro, que hará constar que hemos entrado durante el día, procedentes de Meudon. Es muy sencillo. Si me voy enseguida, podré regresar esta misma noche.

– Pero ¿cómo saldréis? -preguntó Aline.

– ¿Yo? ¡Bah! Eso no debe inquietaros. Mi padre es alcalde de Meudon. Todo el mundo lo conoce. Iré al ayuntamiento, y allí diré, lo que después de todo es verdad, que me he encontrado en París con todas las barreras cerradas y que mi padre me espera esta noche. Me darán el permiso. Es muy sencillo.

De nuevo, su confianza levantó el ánimo de las dos mujeres. Tal como él lo contaba, todo parecía muy fácil.

– Entonces, querido amigo, no olvidéis que nuestro permiso deberá ser para cuatro -dijo la señora de Plougastel y le señaló al lacayo que en ese momento se apeaba del estribo.

Rougane salió confiando en volver pronto, dejándolas a ellas igualmente esperanzadas con su regreso. Pero las horas pasaron una tras otra, y ya era noche cerrada y el joven no regresaba.

Esperaron hasta la medianoche, tratando cada una de mostrarse confiada para sostener la esperanza de la otra, pero ambas experimentaban una vaga premonición de algo funesto. Y a pesar de todo, mataban el tiempo jugando al chaquete en el gran salón, como si no hubiera motivo de preocupación. Por fin, cuando el reloj dio las doce de la noche, la condesa se levantó suspirando:

– Volverá mañana por la mañana -dijo sin convicción.

– Por supuesto -agregó Aline-. Era realmente imposible que regresara esta noche. Y, además, es mucho mejor viajar de día. Un viaje a estas horas de la noche sería muy fatigoso para nosotras, señora.

Por la mañana, muy temprano, las despertó un tañido de campanas. Era la llamada de alarma de los barrios. Sorprendidas, oyeron también un redoble de tambores y el rumor de una multitud que marchaba. París se sublevaba. Se oían detonaciones de armas y, a lo lejos, cañonazos. Había empezado la batalla entre el pueblo y los aristócratas de la corte. El pueblo armado había atacado las Tullerías. Corrían los más increíbles rumores, algunos de los cuales llegaron al palacete de Plougastel a través de los sirvientes. Decían que la lucha por la toma del palacio había terminado en la inútil matanza de todos aquellos a quienes un invertebrado monarca abandonó allí mientras iba a ponerse con su familia bajo la protección de la Asamblea. Irresoluto hasta el final, siempre adoptando el rumbo indicado por sus pésimos consejeros, no se preparó para resistir hasta que la necesidad realmente se presentó, después de lo cual ordenó rendirse, dejando a aquellos que lo apoyaron hasta el último minuto a merced de una frenética muchedumbre.

Y mientras esto sucedía en las Tullerías, las dos damas seguían esperando a Rougane en el palacete de Plougastel, cada vez más desalentadas. Y Rougane no volvió. El plan no le pareció tan sencillo al padre como al hijo. Tuvo miedo de involucrarse en semejante enredo.

Fue con su hijo a informar al señor de Kercadiou de lo que había sucedido y le comentó con franqueza la sugerencia del muchacho que él no se atrevía a llevar a cabo. El señor de Kercadiou le rogó que extendiera los salvoconductos, pero Rougane se mantuvo firme en su decisión.

– Señor -le dijo-, si ese fraude llegara a descubrirse, como inevitablemente sucedería, me ahorcarían. Aparte de eso, y a pesar de mi deseo de serviros, eso sería faltar a mi deber, cosa que no pienso hacer. No podéis pedirme eso, señor.

– Pero, y entonces ¿qué va a suceder? -preguntó el caballero, casi enloquecido.

– Es la guerra -dijo Rougane, que estaba bien informado-. La guerra entre el pueblo y la corte. Lamento que mi aviso haya llegado tan tarde. Pero, a decir verdad, no creo que haya motivo para alarmarse más de la cuenta. La guerra no tiene nada que ver con las mujeres.

El señor de Kercadiou se aferró a esta última idea cuando el alcalde y su hijo se fueron. Pero en el fondo, sabía muy bien en qué asuntos andaba metido el conde de Plougastel. ¿Qué pasaría si los revolucionarios también lo sabían? Y lo más probable era que lo supieran. No sería la primera vez que las mujeres de los políticos pagaban por sus maridos. En una conmoción popular, todo era posible. Y Aline podía estar expuesta a los mismos peligros que la condesa de Plougastel.

A altas horas de la noche, sentado en la biblioteca de su hermano, sosteniendo la apagada pipa en la que en vano buscaba consuelo, el señor de Kercadiou oyó que llamaban a la puerta.

Cuando el viejo mayordomo de Gavrillac abrió la puerta, vio en el umbral a un esbelto joven, con una casaca verde oliva, cuyos faldones le llegaban hasta las pantorrillas. Calzaba botas de cuero de ante y ceñía espada. Llevaba un fajín tricolor y una escarapela también de tres colores en el sombrero, lo cual ofrecía un aspecto siniestramente oficial para los ojos de aquel viejo criado del feudalismo que compartía todos los temores de su amo.

– ¿Qué desea, señor? -preguntó el mayordomo con una mezcla de respeto y desconfianza. Entonces una voz desenfadada le dijo: -¿Qué pasa, Bénoit? ¡Caramba! ¿Ya te has olvidado completamente de mí?

Con mano temblorosa, el anciano levantó la linterna hasta que la luz iluminó aquel rostro enjuto con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Señorito André! -exclamó-. ¡Señorito André!

Y entonces, contemplando el fajín y la escarapela tricolor, vaciló como si no supiera qué hacer.

Pero André-Louis entró resueltamente en el vestíbulo embaldosado de mármol blanco y negro.

– Si mi padrino todavía está despierto, quiero verlo -dijo-. Y si ya se ha acostado, igualmente quiero verlo.

– ¡Oh, claro que sí! Y estoy seguro de que se alegrará mucho de veros. No se ha acostado todavía. Por aquí, por favor.

Media hora antes, en su camino de regreso a París, André-Louis se había detenido en Meudon, y fue inmediatamente a ver al alcalde para confirmar si eran ciertos los rumores que había oído a medida que se acercaba a la capital. Rougane le dijo que la insurrección era inminente, que los barrios ya tenían barreras y que nadie podía entrar ni salir de París sin los salvoconductos de rigor.

André-Louis se quedó pensativo. Advertía el peligro de esta segunda revolución dentro de la primera, que podía destruir todo lo que se había hecho, dando las riendas del poder a una facción de malvados que sumirían al país en la anarquía. Más que nunca, ahora temía que eso ocurriera. Tenía que llegar a París aquella misma noche, y ver con sus propios ojos lo que estaba sucediendo.

Antes de despedirse, le preguntó a Rougane si el señor de Kercadiou seguía en Meudon.

– ¿Le conocéis?

– Es mi padrino.

– ¡Vuestro padrino! ¡Y sois diputado! Pues sois el hombre que él necesita.

Entonces Rougane le contó el viaje de su hijo a París aquella tarde y sus resultados. André-Louis no lo pensó dos veces. Que su padrino le hubiera prohibido hacía dos años que entrara en su casa no tenía ninguna importancia en aquel momento. Dejó su carruaje en la posada y fue a ver al señor de Kercadiou.

Sorprendido a esa hora de la noche por la intempestiva aparición de aquel contra quien estaba tan resentido, su padrino le recibió casi con las mismas palabras que empleó antes en una ocasión similar:

– ¿A qué has venido?

– A servir, en todo lo posible, a mi padrino -dijo en tono conciliador.

Pero el señor de Kercadiou no se dejó desarmar.

– Has estado tanto tiempo alejado de mí que tenía la esperanza de no volverte a ver.

– No me hubiera atrevido a desobedeceros si no fuera porque ahora puedo seros útil. He hablado con Rougane, el alcalde…

– ¿Qué quieres decir cuando hablas de desobediencia?

– Me prohibisteis que volviera a vuestra casa, señor.

Su padrino le contemplaba perplejo, indeciso.

– ¿Y por eso no has venido a verme en todo este tiempo?

– Por supuesto. ¿Acaso había otra razón?

El señor de Kercadiou seguía mirándole fijamente. Entonces soltó una palabrota en voz baja. Le molestaba que tomaran sus palabras tan al pie de la letra. Durante largo tiempo había esperado que André-Louis volviese contrito a admitir su falta, a pedir que de nuevo le permitiera gozar de su estimación. Y así se lo hizo saber.

– Pero ¿cómo podía saber que vuestras palabras no expresaban realmente vuestros deseos? ¡Fuisteis tan rotundo en vuestra declaración! ¿Y cómo iba a expresar mi contrición si realmente no tengo intención de enmendarme? Porque no estoy dispuesto a enmendarme, señor. De lo cual deberíais estar agradecido.

– ¿Agradecido?

– Soy un representante del pueblo. Y eso me otorga ciertos poderes. Vuelvo muy oportunamente a París. ¿Queréis que haga por vos lo que Rougane no pudo hacer? Si sólo la mitad de lo que sospecho es cierto, la situación es tan grave que me necesitaréis. Hay que llevar a Aline a un lugar seguro cuanto antes.

El señor de Kercadiou se rindió incondicionalmente. Avanzó unos pasos y cogió la mano de André-Louis.

– Hijo mío -dijo visiblemente conmovido-, hay en ti cierta nobleza que no puedes negar. Si fui duro contigo, era porque luchaba contra tu propensión al mal. Quería apartarte del funesto camino de los políticos que han llevado a nuestro desdichado país a una situación tan terrible. El enemigo en la frontera y la guerra civil a punto de estallar aquí dentro. ¡Eso es lo que han conseguido tus revolucionarios!

André-Louis prefirió no discutir y cambió de tema.

– ¿Y Aline? -y contestó a su propia pregunta-: Está en París y hay que sacarla de allí antes de que empiece la masacre que se ha estado preparando todos estos meses. El plan del joven Rougane es bueno. Por lo menos, no se me ocurre otro mejor.

– Pero el padre no quiso ni oír hablar de él.

– Lo que no quiere es cargar con esa responsabilidad. Pero está dispuesto a colaborar si yo participo. Le he dejado una nota con mi firma ordenando que se expida un salvoconducto para la señorita Aline de Kercadiou, para ir a París y regresar a Meudon. Tengo suficiente poder para que surta efecto. Le he dejado esa nota con la expresa condición de que sólo la use en caso extremo, como un justificante si más tarde le hacen preguntas. A cambio, me ha dado este permiso.

– ¡Lo conseguiste! -exclamó el señor de Kercadiou cogiendo el papel con manos temblorosas. Se acercó al candelabro que iluminaba una consola y lo leyó.

– Si mañana por la mañana -dijo André-Louis- mandáis ese documento a París con el joven Rougane, Aline estará aquí al mediodía. Por supuesto, esta noche no se podría hacer nada sin levantar sospechas. Es demasiado tarde. Y ahora, padrino, ya sabéis exactamente por qué he violado vuestra prohibición de venir aquí. Si en otra cosa puedo serviros, aprovechando que estoy aquí, sólo tenéis que decirlo.

– Sí. Necesito otro favor, André. ¿No te dijo Rougane que había otras personas…?

– Mencionó a la señora de Plougastel y a su lacayo.

– ¿Y entonces por qué…? -el señor de Kercadiou no siguió al ver que André-Louis movía solemnemente la cabeza.

– Eso es imposible -dijo.

El señor de Kercadiou se quedó atónito.

– ¿Imposible? Pero… ¿por qué?

– Señor, sólo puedo hacer esto por Aline sin remordimiento. Por Aline sería capaz de faltar a mis principios. Pero el caso de la señora de Plougastel es distinto. Ni Aline ni ninguno de los suyos están implicados en ciertas actividades contrarrevolucionarias que son el verdadero origen de las calamidades que ahora tienen lugar. Puedo procurar que Aline salga de París sin tener nada que reprocharme, convencido de que no hago nada censurable, y sin exponerme a ser interrogado. Pero la señora de Plougastel es la esposa del conde de Plougastel, que como todo el mundo sabe es un activo agente entre la corte y los emigrados.

– Ella no tiene la culpa de eso -gritó el señor de Kercadiou, consternado.

– Es verdad. Pero en cualquier momento pudieran llamarla para que pruebe que no ha tomado parte en esos tejemanejes. Se sabe que hoy ha estado en París. Si mañana la buscaran y descubrieran que se ha ido, sin duda se harían investigaciones que demostrarían que he faltado a mi deber abusando de mis poderes para fines personales. Como comprenderéis, padrino, sería exponerme a un riesgo demasiado grande por una desconocida.

– ¿Una desconocida? -le reprochó el señor de Kercadiou.

– Prácticamente lo es para mí -dijo André-Louis.

– Pero no para mí, André. Es mi prima y mi mejor amiga.

¡Dios mío! Lo que acabas de decir no hace más que confirmar que es absolutamente necesario que salga de París. ¡André-Louis, tienes que salvarla a toda costa, pues su caso es mucho más urgente que el de Aline!

Suplicante, tembloroso, con el rostro pálido y la frente perlada de sudor, aquél no era el mismo señor de Kercadiou que minutos antes había recibido a André-Louis.

– Padrino, no seáis irrazonable. No puedo hacer eso. Rescatarla a ella podría acarrearle una desgracia a Aline, y también a nosotros dos.

– Pues habrá que correr el riesgo.

– Por supuesto, tenéis razón al hablar sólo por vos…

– Y por ti también, André: puedes creerme, hijo mío. ¡Por ti también! -exclamó acercándose al joven-. Te imploro que creas en mi palabra de honor, y que obtengas ese permiso para la señora de Plougastel.

André-Louis miraba desconcertado a su padrino.

– Es increíble -dijo-. Tengo un grato recuerdo del interés que esa dama me demostró durante unos días cuando yo era un niño, y más recientemente, en París, cuando quiso convertirme a lo que ella suponía el credo político más correcto. Pero eso no basta para que arriesgue el pescuezo por ella. No, ni tampoco vuestro pescuezo ni el de Aline.

– ¡Pero, André!…

– Ésta es mi última palabra, señor. Se me hace tarde y esta noche quiero dormir en París.

– ¡No, no! ¡Espera! -el señor de Gavrillac demostraba una indecible angustia-. André-Louis, tienes que salvar a esa señora…

Había en su insistencia y en su exaltación algo tan delirante, que André-Louis se vio obligado a pensar que detrás de todo aquello había alguna obscura y misteriosa razón.

– ¿Tengo que salvarla? -repitió-. ¿Y por qué? ¿Qué razón podéis ofrecerme?

– La razón más contundente.

– Dejad que sea yo quien juzgue si es una razón contundente -dijo André-Louis aumentando la desesperación del señor de Kercadiou. Arrugando la frente, empezó a dar vueltas por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. Al fin se detuvo frente a su ahijado.

– ¿No te basta con mi palabra para creer que esa razón existe? -exclamó angustiado.

– ¿En un asunto en el que me juego la vida? ¡Oh, señor, seamos razonables!

– Si te dijera cuál es la razón, faltaría a mi palabra de honor y a mi juramento -dijo el señor de Kercadiou girando sobre los talones y retorciéndose las manos. Y entonces, volviéndose a André-Louis, añadió-: Pero en este caso tan extremo y desesperado, ya que insistes con tan poca generosidad, no me queda más remedio que decírtelo. Que Dios me ayude, pues no tengo elección. Ella lo comprenderá cuando se entere. André, hijo mío… -hizo una pausa, asustado, y puso una mano en el hombro de su ahijado, quien se asombró al ver que su padrino estaba llorando-. ¡La condesa de Plougastel es tu madre!

Se hizo un largo silencio. André-Louis apenas pudo comprender lo que acababan de decirle. Cuando al fin lo comprendió, su primer impulso fue gritar. Pero se dominó, actuando como un estoico. Siempre tenía que estar representando algún papel. Estaba en su naturaleza. Una naturaleza a la que seguía siendo fiel incluso en aquel momento supremo. Se mantuvo callado hasta que, obedeciendo a su instinto histriónico, pudo convencerse a sí mismo de que hablaba sin emoción.

– ¡Ah, ya veo! -dijo con frialdad.

Se remontó al pasado. Rápidamente revivió los recuerdos que conservaba de la señora de Plougastel, su singular aunque esporádico interés por él, la curiosa efusión de afecto y vehemencia que siempre le manifestaba, y sólo entonces comprendió todo lo que hasta entonces tanto le había intrigado.

– ¡Ah, ahora comprendo! -dijo y añadió-: ¡Cómo pude ser tan tonto y no darme cuenta antes!

El señor de Kercadiou fue quien gritó, quien retrocedió como si hubiera recibido una bofetada.

– ¡Por el amor de Dios, André-Louis! ¿Es que no tienes corazón? ¿Cómo puedes tomar semejante revelación con tanta indolencia?

– ¿Y cómo queréis que la tome? ¿Debe sorprenderme descubrir que tengo una madre? Al fin y al cabo, para nacer es indispensable tener una madre.

Entonces se sentó abruptamente, para que no se notara que le temblaban las piernas. Sacó un pañuelo para secarse la frente sudorosa. Y súbitamente empezó a llorar.

Al ver aquellas lágrimas, el señor de Kercadiou se acercó, se sentó a su lado y le abrazó cariñosamente.

– André-Louis, mi pobre muchacho -murmuró-. Fui… fui lo bastante tonto para creer que no tenías corazón. Me has engañado con tu infernal fingimiento, y ahora veo… veo…

No estaba muy seguro de lo que veía, o más bien vacilaba al querer expresarlo.

– No es nada, señor. Estoy agotado y… y estoy resfriado. -Entonces comprendió que aquello era superior a sus fuerzas y, cansado de fingir, preguntó-: Pero ¿por qué tanto misterio? ¿Por qué me lo ocultaron todo?

– Así tenía que ser, André… por prudencia…

– Pero ¿por qué? Confesadlo todo, señor. Ya que me habéis dicho tanto, necesito saber el resto.

– Tú naciste unos tres años después de la boda de tu madre con el señor de Plougastel, cuando él llevaba unos dieciocho meses ausente, en el ejército, y unos cuatro meses antes de que regresara para reunirse con su esposa. Esto es algo que el conde de Plougastel nunca ha sospechado y que, por razones obvias, nunca deberá sospechar. Por eso es un secreto. Y por eso nunca lo ha sabido nadie. Cuando las apariencias lo aconsejaron, tu madre vino a Bretaña, con un nombre falso, y pasó algunos meses en el pueblo de Moreau, donde tú naciste.

André-Louis se quedó pensativo. Se había enjugado las lágrimas y ahora estaba muy serio.

– Si nunca lo ha sabido nadie, y vos lo sabéis, eso significa que sois…

– ¡Oh, no, por Dios! -exclamó el señor de Kercadiou poniéndose en pie de un salto. Era como si la más leve insinuación le horrorizara-. Yo era el único que lo sabía. Pero no por la razón que estás pensando, André. ¿Cómo puedes creer que te mentiría, que renegaría de ti, si fueras mi hijo? -Si vos decís que no lo soy, señor, con eso es suficiente. -No lo eres. Soy primo de Thérése y también su mejor amigo. En tal apuro, ella sabía que podía confiar en mí, y por eso acudió buscando mi protección. Unos años antes, yo me hubiera casado con ella. Pero, por supuesto, yo no soy el tipo de hombre que una mujer puede amar. Sin embargo, ella sabe que la amo, y que sigo siendo fiel a aquel sentimiento. -Entonces, ¿quién es mi padre?

– No lo sé. Ella nunca me lo dijo. Era su secreto y yo no se le pregunté. Eso no forma parte de mi naturaleza, André.

André-Louis se levantó, y miró en silencio al señor de Kercadiou.

– ¿Me crees, André? -preguntó su padrino. -Claro que sí, y lo lamento. Siento mucho no haber sido vuestro hijo.

El señor de Kercadiou estrechó efusivamente la mano de su ahijado y la retuvo un momento sin hablar. Entonces se separó y le preguntó:

– ¿Y ahora qué harás, André, ahora que lo sabes? André-Louis reflexionó un momento y se echó a reír. Después de todo, había algo cómico en aquella situación. Y se explicó:

– ¿Y cuál es la diferencia ahora? ¿Acaso el amor filial nace espontáneamente en cuanto se sabe quién es la madre? ¿Tengo que cometer la imprudencia de arriesgar el pescuezo intercediendo por una madre tan prudente que no tenía la menor intención de darse a conocer? El descubrimiento queda en mera casualidad, son los dados del Destino lanzados al azar. ¿Y eso va a influir en mí?

– Te toca a ti decidirlo, André.

– No. Eso está fuera de mi alcance. Que decida quien puede, porque yo no puedo.

– ¿Significa que te sigues negando?

– No. Significa que consiento. Dado que no puedo decidir qué debería hacer, sólo me queda lo que un hijo debería hacer. Ya sé que es grotesco. Pero todo en la vida es grotesco.

– Nunca, nunca te arrepentirás.

– Espero que no -dijo André-Louis-. Y a pesar de todo, pienso que es muy probable que tenga que arrepentirme. Ahora debo ir a ver de nuevo a Rougane para obtener los otros dos salvoconductos que hacen falta. Y quizá yo mismo los lleve a París por la mañana. Si me dejáis dormir aquí, os lo agradeceré. Confieso que esta noche me siento tan mal que ya no puedo más.

CAPÍTULO XV El santuario

Al final de la tarde de aquel interminable día de horror, con sus continuas alarmas, sus descargas de mosquetes, los prolongados redobles de tambor y los gritos distantes de furibundas multitudes, la señora de Plougastel y Aline seguían esperando en el bello palacete de la rue Paradis. Ya no esperaban a Rougane. Habían comprendido que, fuera cual fuese la causa -y ahora eran muchas- su amable mensajero no volvería. Pero seguían esperando, sin saber muy bien qué ni a quién. Esperaban cualquier cosa que pudiera ocurrir. En cierto momento, el fragor de la batalla se acercó al palacete tan velozmente, aumentando en intensidad y horror, que se espantaron. Era el frenético clamor de una multitud ebria de sangre y dispuesta a destruirlo todo. Afortunadamente, no muy lejos de allí, aquella marejada humana contuvo su turbulento avance. Las dos mujeres oyeron que aporreaban una puerta con picas dando imperiosas órdenes de que abrieran, y luego hubo un ruido de maderas rajadas, cristales astillados y gritos de terror y de rabia mezclados con chillidos bestiales.

Era la caza de dos desventurados guardias suizos que trataban de escapar. Los encontraron en una casa del barrio y allí mismo la diabólica chusma los remató cruelmente. Después los cazadores -hombres y mujeres-, formados en batallón, bajaron por la rue Paradis cantando La Marsellesa , una canción nueva en el París de aquellos días:


Allons enfants de la patrie

Le jour de gloire est arrive.

Contre nous de la tyrannie

L'etendard sanglant est levé…


El coro formado por unas cien roncas voces se acercaba, convirtiéndose en ese rugido aterrador que tan súbitamente había reemplazado el aire alegre y trivial del Ca ira! que hasta entonces había sido el himno revolucionario.

Instintivamente, la señora de Plougastel y Aline se abrazaron. Habían oído cómo las multitudes habían forzado la casa vecina, y no sabían el porqué. ¿Y si ahora le tocaba el turno al palacete de Plougastel? No había razones para temer que lo hicieran, pero tratándose de una turba desbocada, siempre había que temer lo peor.

El terrible himno, pavorosamente cantado, y el atronador ruido de pisadas sobre el pavimento, pasó frente a la casa y siguió de largo. Entonces las damas suspiraron, como si un milagro las hubiese salvado, para casi enseguida sucumbir ante un nuevo terror, cuando Jacques, el joven lacayo de la condesa, y el más confiable de sus servidores, entró alarmado en el salón, anunciando que un hombre que acababa de saltar el muro del jardín decía ser amigo de la señora y quería verla urgentemente.

– ¡Parece un sansculotte, señora! -agregó el lacayo.

Las dos damas creyeron que sería Rougane.

– Hacedle pasar -ordenó la señora de Plougastel.

Jacques volvió enseguida, acompañado de un hombre alto, vestido con un largo, ancho y raído gabán y un sombrero de ala vuelta hacia abajo con una enorme escarapela tricolor. Al entrar, el recién llegado se descubrió.

Jacques, que estaba detrás de él, notó que los cabellos del desconocido, aunque ahora despeinados, antes habían estado esmeradamente acicalados. Incluso se veían restos de polvo de tocador. El lacayo se preguntó qué podría haber en la cara de aquel hombre, que ahora le daba la espalda, para que su ama diera un grito y retrocediera, pero entonces su señora, con un gesto, lo despidió bruscamente.

El recién llegado avanzó hasta el centro del salón, lentamente, como si estuviera exhausto y respirando con dificultad. Entonces se apoyó en la mesa, frente a la señora de Plougastel. Ella le miraba horrorizada.

Desde el fondo del salón, acostada a medias en un diván, Aline miraba confusa y no sin temor aquel rostro que, aunque difícil de identificar detrás de una máscara de sangre y mugre, le parecía reconocer. Entonces el hombre habló, e instantáneamente las dos mujeres supieron que era la voz del marqués de La Tour d'Azyr.

– Mi querida amiga -dijo-, perdonadme si os he asustado. Perdonadme si he irrumpido en vuestro jardín, sin previo aviso, y con esta facha. Pero… me he visto obligado a hacerlo así, pues estoy huyendo de esa gentualla. Mientras corría a tontas y a locas se me ocurrió pensar en vos. Si conseguía llegar hasta aquí, estaría a salvo, vuestra casa sería mi santuario.

– ¿Estáis en peligro?

– ¡En peligro! -El caballero pareció casi reírse ante esa pregunta tan ociosa-. Si ahora mismo pusiera un pie en la calle, en menos de cinco minutos estaría muerto. Querida amiga, esto es una carnicería. Algunos de los nuestros han logrado escapar de las Tunerías, pero sólo para ser cazados en las calles. Dudo mucho que a estas horas quede un solo suizo vivo. A esos infelices les ha tocado la peor parte, pobres diablos. En cuanto a nosotros, ¡Dios mío!, somos más odiados que los suizos. Por eso he tenido que ponerme este inmundo disfraz.

Se despojó del raído abrigo y, arrojándolo lejos de sí, se mostró con el ropaje de raso negro que habitualmente distinguía a los cien Caballeros del Puñal que aquella mañana habían defendido a su rey.

Su casaca estaba rasgada en la espalda, la chorrera y los puños estaban destrozados y manchados de sangre. Con la cara embarrada y completamente despeinado, el marqués ofrecía un aspecto terrible. A pesar de lo cual, con su acostumbrada serenidad, besó la temblorosa mano que la señora de Plougastel le tendía en señal de bienvenida.

– Habéis hecho bien en venir aquí, Gervais -dijo ella-. Sí, esto es ahora un santuario. Estaréis completamente a salvo, por lo menos mientras lo estemos nosotras. Mis criados son de toda confianza. Sentaos y contádmelo todo.

El marqués obedeció, y casi se desplomó en el sillón que ella le señaló. Estaba exhausto, no tanto físicamente como por el nerviosismo, o por ambas cosas a la vez. Sacó un pañuelo y enjugó algo de la mugre sanguinolenta que cubría su cara.

– No hay mucho que contar -dijo angustiado-. Es nuestro fin, querida amiga. ¡Qué suerte tiene Plougastel estando a estas horas al otro lado de la frontera! Pero Plougastel siempre tuvo buena suerte. Si yo no hubiera sido tan necio como para confiar en los que hoy se han mostrado tan poco dignos de confianza, también estaría más allá de la frontera. Haberme quedado en París ha sido la mayor estupidez y la peor insensatez de una vida llena de locuras y errores. Quizás el colmo haya sido acudir a vos en esta hora de tanta necesidad -dijo sonriendo con amargura.

Apoyándose en el sillón, la señora de Plougastel se humedeció los labios resecos.

– ¿Y… y ahora? -le preguntó.

– Sólo me queda escapar en cuanto pueda, si es que eso es posible. Aquí, en Francia, ya no hay lugar para nosotros, como no sea bajo tierra. Hoy ha quedado demostrado -dijo levantando los ojos para mirarla, a su lado, tan pálida como apocada, y le sonrió. Entonces acarició la fina mano que descansaba en el brazo de su sillón-: Mi querida Thérése, a menos que por caridad me deis algo de beber, me moriré de sed aquí mismo antes de que esa canalla pueda acabar conmigo.

La dama se sobresaltó:

– ¡Cómo no lo pensé antes! -exclamó y, mirando al fondo del salón, pidió-: Aline, dile a Jacques que traiga…

– ¡Aline! -dijo él, como un eco, interrumpiendo la orden y volviéndose. Entonces, al verla levantándose del diván, y a pesar de su cansancio, se puso en pie de un salto y la saludó-: Señorita, no sabía que estuvierais aquí -dijo molesto, inquieto, como si le hubieran sorprendido in fraganti.

– Ya me he dado cuenta, señor -dijo ella mientras se disponía a cumplir el encargo de la señora de Plougastel, y añadió-: Sinceramente, me apena que otra vez tengamos que encontrarnos en circunstancias tan dolorosas.

Desde el día del duelo con André-Louis -cuando el marqués vio morir su última esperanza de reconquistar su amor-, no habían vuelto a verse frente a frente.

Pareció que iba a decirle algo a Aline, pero se calló. Dirigió una mirada extraviada a la señora de Plougastel y, con singular reticencia en alguien que tenía tanta labia, guardó silencio.

– Pero sentaos, por favor. Estáis muy fatigado -dijo ella.

– Gracias por ser tan clemente conmigo. Con vuestro permiso -y volvió a sentarse mientras Aline se alejaba hacia la puerta que conducía a la cocina.

Cuando Aline volvió a entrar en el salón, observó que la condesa y su visitante habían cambiado de posición. Ahora la señora de Plougastel estaba sentada en el sillón de brocado y oro, mientras que el señor de La Tour d'Azyr, a pesar de su fatiga, permanecía inclinado sobre el respaldo hablando seriamente con ella, como si le suplicara algo. Cuando vio entrar a la joven, él se calló en el acto apartándose de la señora de Plougastel, de modo que Aline tuvo la impresión de haber sido indiscreta, pues la condesa estaba llorando.

Detrás de Aline entró el diligente Jacques llevando una bandeja con vino y algo de comer. La señora de Plougastel escanció el vino a su huésped, quien, tras beber un trago de Borgoña, le enseñó sus manos sucias preguntándole si podía asearse un poco antes de empezar a comer.

Jacques se ocupó de llevarlo a otra habitación y, al volver, había desaparecido hasta el último vestigio de los malos tratos que el marqués había recibido. Ahora estaba como de costumbre: correctamente vestido. Se le veía sereno, solemne y elegante, aunque su cara estaba pálida y marchita como si súbitamente hubiera envejecido revelando su verdadera edad.

Mientras comía con gran apetito, pues no había comido nada en todo aquel día, contó en detalles los espantosos sucesos que vivió, incluyendo su fuga de las Tullerías, cuando vio que todo estaba perdido y los suizos, tras quemar sus últimos cartuchos, fueron destrozados por la furiosa multitud.

– ¡Oh, no pudimos hacerlo peor! -concluyó-. Fuimos débiles cuando teníamos que ser enérgicos, y enérgicos cuando ya era demasiado tarde. Eso resume nuestra historia desde el principio de esta maldita lucha. Nos faltó un líder, y ahora, como ya he dicho, ha llegado nuestro fin. Sólo nos queda escapar si es que encontramos la forma de hacerlo.

La señora se refirió a Rougane y a la cada vez más frágil esperanza que tenía de salir de París. Y esto disipó el pesimismo del señor de La Tour d'Azyr.

– Pues no debéis abandonar esa esperanza -aseguró-. Si ese alcalde está dispuesto, seguramente su hijo podrá hacer lo que os prometió. Pero anoche era demasiado tarde para que él regresara, y hoy, suponiendo que haya llegado a París, le habrá sido casi imposible llegar hasta aquí a través de las calles tomadas por el otro bando. Probablemente esté al llegar. Ruego a Dios para que así sea, pues desde ahora me tranquiliza saber que tanto vos como la señorita de Kercadiou estaréis a salvo.

– ¿Queréis venir con nosotras? -dijo la señora de Plougastel.

– ¡Ah! Pero ¿cómo?

– El joven Rougane dijo que traería tres salvoconductos: el de Aline, el de mi lacayo, Jacques, y el mío. Vos ocuparíais el lugar de Jacques.

– Os juro que con tal de salir de París, no hay hombre en el mundo cuyo lugar no ocuparía -dijo echándose a reír.

Esto los reanimó y la esperanza renacía, pero al caer la noche sin que llegara la ansiada liberación, sus ilusiones se evaporaron. El señor de La Tour d'Azyr, alegando cansancio, pidió permiso para retirarse, pues quería descansar un poco y estar en forma para lo que tuviera que afrontar en un futuro inmediato. Cuando el marqués salió del salón, la señora de Plougastel convenció a Aline para que también fuera a acostarse.

– Querida, te avisaré tan pronto llegue Rougane -dijo con entereza, sin dejar de fingir un optimismo que ya se había desvanecido por completo.

Aline la besó cariñosamente y salió aparentando la misma serenidad de la condesa, pero preguntándose si ésta se daría cuenta del peligro que se cernía sobre ellas, un peligro acrecentado hasta el infinito con la presencia en la casa de un hombre tan conocido y odiado como el señor de La Tour d'Azyr, a quien probablemente sus enemigos buscaban en aquel preciso instante.

Cuando se quedó sola, la señora de Plougastel se dejó caer en un sofá del salón, de donde no quiso moverse, pues quería estar preparada para cualquier contingencia. Era una calurosa noche de verano, y las vidrieras de las puertaventanas que daban al exuberante jardín estaban abiertas para que entrara el aire. El viento traía intermitentemente ruidos lejanos que demostraban a las claras que el populacho seguía activo, como si fuera la horrible resaca de aquel día sangriento.

Por espacio de una hora, la señora de Plougastel escuchó aquellas resonancias agradeciendo al Cielo que, al menos de momento, los disturbios tuvieran lugar tan lejos, pero sin dejar de temer que en cualquier momento se acercaran a su barrio, y convirtieran su casa en escenario de horrores semejantes a aquellos cuyo eco llegaba hasta sus oídos desde los distritos del sur y del oeste.

La condesa estaba a obscuras en el sofá, pues todas las luces del gran salón estaban apagadas, a excepción de las velas de un candelabro de plata maciza que estaba sobre una mesa redonda de marquetería situada en el centro de la estancia: una isla de luz en medio de la obscuridad.

El reloj que estaba en la repisa de la chimenea dio melodiosamente las diez, y entonces, de pronto, alarmante en su brusquedad, rompiendo el silencio, otro sonido vibró en toda la casa, haciendo que la dama se sobrecogiera con sentimientos encontrados de miedo y esperanza. Alguien aporreaba brutalmente la puerta de abajo. Tras unos minutos de angustiosa expectación, Jacques irrumpió en el salón. Miró a su alrededor sin ver al principio a su ama.

– ¡Señora, señora! -llamó jadeando.

– ¿Qué sucede, Jacques?

Ahora que era imperioso dominarse, la voz de la señora de Plougastel sonaba firme. Resueltamente salió de la sombra avanzando hasta la isla de luz alrededor de la mesa.

– Abajo hay un hombre. Pregunta por… quiere veros enseguida.

– ¿Un hombre? -preguntó ella.

– Sí… parece un oficial. Por lo menos lleva el fajín de oficial. Se negó a decirme su nombre. Dice que su nombre no os diría nada. Insiste en veros personalmente y ahora mismo.

– ¿Un oficial? -se extrañó la señora.

– Un oficial -repitió Jacques-. Yo no le hubiera dejado entrar, pero él ordenó que le abriera la puerta en nombre del pueblo. Señora, a vos os toca decir qué haremos. Robert está conmigo. Si queréis… haremos lo que sea…

– ¡No, Jacques, por Dios! -dijo ella de lo más tranquila-. Si ese hombre quisiera hacernos algún mal, no vendría solo. Traedle aquí, y decidle a la señorita de Kercadiou que venga también.

Jacques se alejó, más calmado. La señora de Plougastel se sentó junto a la mesa donde estaba el candelabro. Maquinalmente se arregló el vestido. Le parecía que su miedo debía ser tan pasajero como fútiles habían sido sus esperanzas. Como había dicho, si aquel hombre no viniera en son de paz, hubiera venido acompañado.

La puerta volvió a abrirse y reapareció Jacques. Detrás de él, apresuradamente, entró un hombre delgado tocado con un sombrero de ala ancha donde estaba prendida la escarapela tricolor. Ciñendo su casaca verde oliva, llevaba una faja de tela también tricolor. De su cintura colgaba una espada.

Se quitó el sombrero, y a la luz de las velas destelló la hebilla de acero que lo adornaba. El recién llegado contempló en silencio a la señora de Plougastel. Más que mirarla desde un rostro enjuto y moreno, aquellos ojos negros la escudriñaban con singular intensidad.

La dama se inclinó, y su rostro se inundó de incredulidad. Entonces sus ojos se iluminaron y el color volvió a sus pálidas mejillas. Súbitamente se puso en pie. Estaba temblando.

– ¡André-Louis! -exclamó.

CAPÍTULO XVI La barrera

André-Louis parecía haber perdido el don de la risa. Por primera vez no había aquel brillo risueño en sus ojos mientras escudriñaba a la dama. Sin embargo, aunque su mirada era sombría, sus pensamientos no lo eran. Con su implacable lucidez capaz de traspasar las meras apariencias, con su ilimitada capacidad para la observación imparcial -que adecuadamente aplicada hubiera podido llevarle muy lejos- percibía lo grotesco, lo artificioso de la emoción que en ese momento experimentaba. Un sentimiento que no quería que lo poseyera. Miraba a la señora de Plougastel consciente de que era su madre, como si el hecho más o menos accidental de que ella lo hubiera traído al mundo pudiera establecer entre ellos algún lazo real en aquel momento. La maternidad que da a luz al hijo y luego lo abandona, es inferior a la de los animales. André-Louis había pensado en esto durante las turbulentas horas que necesitó para cruzar una conmocionada ciudad donde había que moverse lentamente si uno no quería perder la vida.

Tuvo tiempo, pues, para llegar a la conclusión de que ayudar a la señora de Plougastel en aquellos momentos era un quijotismo puramente sentimental. Sabía que las condiciones impuestas por el alcalde de Meudon antes de entregarle los salvoconductos, ponían en peligro no sólo su futuro, sino tal vez hasta su propia vida. Sin embargo, decidió dar aquel paso, no en atención a la realidad, sino por consideración, él, que toda su vida se había guardado del señuelo de los inútiles y vacíos sentimentalismos.

En esa especie de desafío pensaba André-Louis mientras miraba con atención a la dama, pues era extraordinariamente interesante contemplar conscientemente a su madre, por primera vez, a la edad de veintiocho años. Por fin dejó de mirarla fijamente y, volviéndose a Jacques, que seguía esperando en la puerta, preguntó:

– ¿Podríamos hablar a solas, señora?

Ella le hizo una seña al lacayo para que se retirara, y la puerta se cerró. En emocionado silencio, sin preguntar nada, ella esperó a que le explicara su presencia allí a aquella hora de la noche.

– Rougane no podía venir -dijo escuetamente-. Y, a petición del señor de Kercadiou, he venido en su lugar.

– ¡Vos! ¡Habéis venido para salvarnos! -la voz de la señora de Plougastel expresaba más sorpresa que alivio.

– He venido a eso, y a conoceros, señora.

– ¿A conocerme? Pero ¿qué queréis decir, André-Louis?

– Esta carta del señor de Kercadiou os lo aclarará.

Intrigada por sus palabras y por la extraña conducta del joven, ella cogió la carta. Rompió el sello. Y con manos temblorosas, acercó la misiva al candelabro. A medida que leía, en su rostro se reflejaba el disgusto y sus manos temblaban cada vez más. Al llegar a la mitad de la carta, se le escapó un gemido. Ella le lanzó una mirada casi de terror a André-Louis. Pero él permaneció increíblemente impasible al borde del halo de luz que arrojaba el candelabro, y le indicó que siguiera leyendo. La letra del señor de Kercadiou, de suyo indescifrable, se distorsionaba ahora más ante los ojos de la dama. No podía seguir leyendo. Además, ¿qué podía importar lo que dijera el resto de la carta? Con lo que había leído era suficiente. La hoja de papel cayó de sus manos sobre la mesa, y un rostro pálido como la cera se levantó melancólicamente para mirar a André-Louis con indescriptible tristeza.

– Entonces, ¿lo sabes todo, hijo mío? -susurró.

– Sé que la señora es mi madre.

La severidad, la sutil mezcla de despiadada burla y reproche con que pronunció esa frase no hizo mella en la señora de Plougastel. Volvió a pronunciar el nombre de su hijo. Para ella, en aquel momento, el tiempo y el mundo se habían detenido. El peligro que corría en París, como esposa de un intrigante instalado en Coblenza, había desaparecido junto con todas las demás consideraciones. Sólo pensaba en el hecho de que su único hijo ya la conocía, aquel hijo del adulterio, nacido furtiva y vergonzosamente en un remoto pueblo de Bretaña, hacía veintiocho años. Nada pudo distraerla en aquel instante supremo, ni tan siquiera la conciencia de que su inviolable secreto había sido traicionado o las consecuencias que eso pudiera acarrear.

Dio un par de pasos vacilantes hacia André-Louis. Abrió los brazos, y se le anudó la voz al decir:

– ¿No me das un abrazo, André-Louis?

Por un momento, él titubeó, sorprendido por aquel gesto maternal, casi irritado por la respuesta de su corazón, donde los sentimientos luchaban a brazo partido con la razón. Su razón le decía que aquello era irreal, pero la emoción que ella demostraba y que él experimentaba era fantástica. Y se dejó llevar. Ella lo abrazó y su húmeda mejilla oprimió fuertemente la de André-Louis, que sentía cómo aquel cuerpo, que conservaba su gracia a pesar de los años, se estremecía en una tormenta de pasión.

– ¡Oh, André-Louis, hijo mío, no sabes cuánto he anhelado este abrazo! ¡Si supieras cuánto he sufrido negándomelo a mí misma! Kercadiou no debió decírtelo nunca, ni siquiera ahora. Era un mal para nosotros dos, quizá más para ti. Hubiera sido mejor dejarme abandonada a mi destino, cualquiera que fuera. Y, a pesar de todo, cualesquiera que sean las consecuencias, poderte abrazar, saber que ya me conoces, oírte llamarme madre, ¡oh, André-Louis!, eso es algo de lo que no puedo arrepentirme. No podía… no podía ser de otra manera, aunque ya no sea un secreto.

– ¿Y por qué tiene que dejar de ser un secreto? -preguntó él, despojándose de su estoicismo-. Nadie tiene que saberlo. Esto es sólo por esta noche. Esta noche somos madre e hijo. Mañana cada uno volverá a ocupar su lugar y, al menos en apariencia, olvidaremos lo sucedido.

– ¿Olvidar? ¿No tienes corazón, André-Louis?

Esta pregunta volvió a recordarle su actitud ante la vida, esa actitud histriónica que para él era la verdadera filosofía. También recordó la situación en que se encontraba, y comprendió que no sólo él debía sobreponerse, sino también ella, ya que dejarse llevar por las emociones, en aquellas circunstancias, podía ser desastroso para todos.

– Eso me lo han preguntado tantas veces que estoy por creer que es verdad -dijo-. Mi pasado tiene la culpa.

Ella lo estrechó más contra su pecho, como si intuyera que él quería zafarse de su abrazo.

– ¿Me estás culpando de todo lo pasado? Conociendo los hechos, como los conoces, no puedes culparme del todo. Debes ser misericordioso conmigo. Debes perdonarme. No tenía elección.

– Cuando lo sabemos todo no se puede sino perdonar, señora. Ésta es la verdad más profundamente religiosa que se ha escrito jamás. De hecho, esa frase es una religión por sí misma, la religión más generosa que puede guiar a los hombres. Lo digo para consolaros, madre.

Ella se separó de él lanzando un grito de espanto. Detrás de André-Louis, en la penumbra de la puerta, se dibujaba vagamente una silueta fantasmal. Avanzando hacia la luz, la figura se dejó ver: era Aline. Venía en respuesta a la llamada, ya olvidada, que la señora le había hecho por medio de Jacques. Al entrar, había reconocido la voz de André-Louis al verlo en brazos de la dama llamándole «madre». Y ahora no sabía qué le asombraba más: si su presencia allí o lo que acababa de oír por casualidad.

– ¿Lo habéis oído, Aline? -exclamó la señora de Plougastel.

– No he podido evitarlo, señora. Me mandasteis a buscar. Lamento si… -se interrumpió para mirar perpleja a André-Louis. Estaba pálida, pero serena. Le tendió su mano diciendo-: Al fin has venido, André. Podías haberlo hecho antes.

– He venido cuando hacía falta, que es cuando estamos seguros de ser bien recibidos -contestó sin amargura y, tras besarle la mano a la joven, añadió amablemente, como suplicando-: Espero que sabrás perdonar lo pasado, pues, después de todo, fracasé en mis propósitos. No podía presentarme ante ti pretendiendo que fue algo intencionado. No fue así. Y sin embargo, según parece, no te has aprovechado de esa circunstancia, pues aún estás soltera.

Ella le volvió la espalda, diciendo:

– Hay cosas que jamás entenderás.

– La vida, por ejemplo -dijo él-. Te confieso que es algo desconcertante. Las explicaciones que tratan de simplificarla no hacen sino complicarla más -y mientras decía esto miraba a la señora de Plougastel.

– Supongo que estás tratando de decirme algo -dijo la señorita.

– ¡Aline! -exclamó la condesa, que conocía el peligro de las revelaciones a medias-. Sé que puedo confiar en ti y que André-Louis no pondrá ninguna objeción.

Cogió la carta para entregársela a Aline, pero antes interrogó a su hijo con una mirada.

– Oh, señora, yo por mi parte no me opongo -aseguró él-. Es asunto vuestro.

Aline los miraba a los dos extrañada y vacilando en tomar la carta que la señora le ofrecía. Cuando la hubo leído de punta a cabo, pensativa, volvió a dejarla sobre la mesa. Por un momento permaneció inmóvil, agachando la cabeza, mientras madre e hijo la contemplaban. Entonces, impulsivamente, abrazó a la señora de Plougastel.

– ¡Aline! -fue un grito de asombro, casi de alegría-. ¿No me aborreces?

– ¡Querida amiga! -dijo Aline besando el rostro bañado en lágrimas que parecía haber envejecido en las últimas horas.

Manteniéndose en segundo plano, André-Louis luchaba contra la emoción, y habló con la voz de Scaramouche:

– Sería aconsejable, señoras, que dejáramos las efusiones para otro momento, cuando tengamos más tiempo y mayor seguridad. Se hace tarde. Si queremos salir de este infierno, hay que hacerlo ahora mismo.

Era una advertencia tan clara como necesaria. Las dos mujeres volvieron a la realidad, y enseguida fueron a hacer los preparativos del viaje.

Dejaron solo a André-Louis en el salón, y durante un cuarto de hora pudo soportar su impaciencia únicamente porque tenía la cabeza como una olla de grillos. Cuando al fin volvieron las mujeres, las acompañaba un hombre alto, con un sobretodo verde de largos faldones y un sombrero con el ala vuelta hacia abajo. El individuo permaneció respetuosamente junto a la puerta, en la sombra.

Entre las dos lo habían acordado así, o más bien fue la condesa quien lo había decidido cuando Aline le previno de que André-Louis no movería un dedo para salvar al marqués tomando en cuenta el odio que le tenía.

A pesar de la estrecha amistad que unía al señor de Kercadiou y a su sobrina con la señora de Plougastel, había ciertos detalles que ella ignoraba. Uno era el proyecto de matrimonio que alguna vez existió entre Aline y el marqués de La Tour d'Azyr. Aline, tomando en cuenta la confusión de sus emociones, jamás se lo había comunicado a su amiga, ni tampoco el señor de Kercadiou, pues desde su llegada a Meudon ya veía que aquel enlace sería muy difícil de realizar. Por otra parte, el señor de La Tour d'Azyr se mostró tan discreto respecto a Aline la mañana del duelo, cuando la encontró desvanecida en el carruaje de la señora de Plougastel, que ésta no se dio cuenta de nada. Tampoco sabía la condesa que la hostilidad entre el marqués y André-Louis no fuera simplemente de carácter político, pues pensaba que aquel duelo era otro de los tantos que el paladín del Tercer Estado había entablado en el Bois en aquellos días. Aline no le había dicho nada al respecto para no afligir a la dama más de lo que estaba. Sin embargo, la condesa se daba cuenta de que, aunque el rencor de André-Louis fuera estrictamente político, aquel duelo inconcluso era causa suficiente para motivar los temores de Aline.

Por eso la señora de Plougastel había concebido el plan más obvio, del que Aline sería cómplice pasiva. Pero ambas habían cometido el error de no prevenir ni persuadir al señor de La Tour d'Azyr. Habían confiado enteramente en su ansia por escapar de París para que hiciera el papel que le imponían. Es decir, el que ya le habían propuesto: que ocupara el lugar de Jacques, el lacayo. Pero no habían contado con el exagerado sentido del honor de hombres como el marqués, educados en falsos preceptos.

Volviéndose para mirar al hombre disfrazado, André-Louis avanzó desde el fondo obscuro del salón. La trémula luz de las velas iluminó brevemente su delgado y pálido rostro y el fingido lacayo se sobresaltó. Entonces también él se adelantó hacia la mesa donde estaba el candelabro y se quitó el sombrero. André-Louis observó que su mano era fina y blanca, y que un diamante rutilaba en uno de sus dedos. Al darse cuenta de quién era aquel hombre, por un momento se quedó sin habla.

– Señor -decía en ese momento el orgulloso y altanero marqués-, no puedo aprovecharme de vuestra ignorancia. Si estas damas han podido convenceros de que me salvéis, por lo menos debéis saber a quién vais a salvar.

Permanecía junto a la mesa, envarado y digno, dispuesto a morir como había vivido si es que era preciso, sin miedo ni engañifas.

André-Louis caminó lentamente hasta llegar al otro lado de la mesa, y entonces los músculos de su cara se aflojaron y se echó a reír.

– ¿Os reís? -dijo el señor de La Tour d'Azyr frunciendo el ceño, ofendido.

– ¡Todo esto es terriblemente divertido! -comentó André-Louis.

– Tenéis un extraño sentido del humor, señor Moreau.

– ¡Oh, sí, lo admito! Lo inesperado siempre me ha parecido cómico. Desde que nos conocemos, he descubierto en vos muchas cosas. Y lo que esta noche he descubierto es lo único que no podía esperarme: un hombre sincero.

El señor de La Tour d'Azyr se estremeció. Pero no trató de replicar.

– Sólo por eso, señor, estoy dispuesto a ser clemente -dijo André-Louis-. Probablemente cometo una estupidez. Pero vuestra honradez me ha cogido por sorpresa. Os doy tres minutos para que abandonéis esta casa y os las arregléis por vuestros propios medios para salvar el pellejo. Lo que os pueda ocurrir después, allá afuera, no es asunto mío.

– ¡Oh, no, André! Escucha… -comenzó a decir angustiada la señora de Plougastel.

– Perdón, señora, pero es todo lo que puedo hacer, y ya estoy faltando a mi deber. Si el señor de La Tour d'Azyr sigue aquí, no sólo será su fin, sino el vuestro también. Si no se va enseguida, tendrá que acompañarme al cuartel general del barrio, y dentro de una hora su cabeza estará en la punta de una pica. Este señor es un notorio contrarrevolucionario, un Caballero del Puñal a quien el populacho enfurecido está dispuesto a exterminar. Ahora, señor, ya sabéis lo que os aguarda. Decidios, y enseguida, aunque sólo sea en consideración a estas damas.

– Pero es que tú no sabes, André-Louis… -la señora de Plougastel le hablaba ahora con indescriptible angustia y se acercó a su hijo cogiéndolo por un brazo-. Por el amor de Dios, André-Louis, sé clemente con él. ¡Tienes que serlo!

– Pero, señora, eso es lo que estoy haciendo. Estoy siendo mucho más clemente de lo que él merece. Y él lo sabe. El destino ha entreverado de una forma curiosa nuestras vidas hasta hacernos coincidir aquí esta noche. Es como si el destino le obligara a recibir el castigo que merece. Pero por vuestra seguridad, no aprovecho esta ocasión única que el azar me ofrece, siempre y cuando él haga inmediatamente lo que le ordeno.

Desde el otro lado de la mesa, el marqués habló fríamente mientras su mano derecha se deslizaba bajo los faldones de su gabán.

– Me alegro, señor Moreau, de que adoptéis ese tono conmigo. Me ahorráis hasta el último escrúpulo. Acabáis de hablar del destino, y estoy de acuerdo con vos en que ha obrado de un modo extraño en nuestras vidas, aunque quizá no con el final que suponéis. Durante años os habéis cruzado en mi camino, siempre estorbando y frustrándolo todo, siempre sobre mi cabeza como una espada de Damocles. Incesantemente habéis amenazado mi vida, primero indirecta y luego directamente. Vuestro entremetimiento en mis asuntos ha arruinado mis más queridas esperanzas, quizá con más eficacia de la que suponéis. Sois peor que una pesadilla. Y sois uno de los culpables de la situación desesperada en que me encuentro esta noche.

– ¡Un momento! ¡Escuchad! -dijo ardientemente la señora de Plougastel, como movida por una corazonada de lo que iba a venir-. ¡Gervais! ¡Esto es horrible!

– Horrible tal vez, pero inevitable -dijo el señor de La Tour d'Azyr-. Así lo ha querido él. Soy un hombre desesperado, el fugitivo de una causa perdida. Este hombre tiene la llave de mi salvación. Además, entre él y yo hay una cuenta pendiente.

Entonces sacó la mano de debajo del faldón del gabán y empuñaba una pistola. La señora de Plougastel chilló precipitándose hacia el marqués. Arrodillándose ante él, le sujetó el brazo, aferrándolo tanto que en vano el marqués trataba de librarse de su mano.

– ¡Thérése! -gritó-. ¿Estáis loca? ¡Queréis poner en peligro mi vida y la vuestra! Ese monstruo tiene los salvoconductos que son nuestra salvación. Su vida no vale nada.

Desde el fondo del salón, Aline, que presenciaba horrorizada la escena, habló rápidamente indicándole a su amado la única forma de escapar de aquel callejón sin salida.

– ¡Quema esos salvoconductos, André! ¡Quémalos enseguida, ahí, en las velas del candelabro!

Pero André-Louis se había aprovechado del breve forcejeo del marqués con la señora de Plougastel para sacar también su pistola.

– Creo que lo mejor será que le queme la cabeza abriéndole un agujero -dijo-. Separaos de él, señora.

Lejos de obedecer aquella orden imperiosa, la señora de Plougastel se levantó y cubrió con su cuerpo al marqués, pero sin dejar de agarrarle la mano para que no pudiera usar su pistola.

– ¡André! ¡Por el amor de Dios, André! -le imploró con voz ronca.

– ¡Apartaos, señora! -ordenó André-Louis de nuevo, más enérgicamente-. Dejad que este asesino reciba su merecido. Él ha hecho peligrar todas nuestras vidas, y ha perdido el derecho a vivir la suya por lo que ha hecho en todos estos años. ¡Apartaos!

Entonces dio un salto tratando de disparar por encima del hombro de la dama, y Aline corrió hacia él, pero era demasiado tarde.

– ¡André! ¡André!

Con la voz empañada, demudada, anhelante, casi al borde de la histeria, la afligida condesa puso al fin una eficaz y terrible barrera entre aquellos dos hombres que se odiaban a muerte, decididos a quitarse la vida uno al otro:

– ¡Es tu padre, André! ¡Gervais, es tu hijo… nuestro hijo! Lee esa carta… ahí, sobre la mesa. ¡Oh, Dios mío!

Y, enervada, cayó al suelo, y allí se quedó acurrucada, sollozando a los pies del señor de La Tour d'Azyr.

CAPÍTULO XVII Salvoconducto

Por encima del cuerpo de aquella mujer que lloraba -madre de uno y amante del otro- las miradas asombradas de los dos mortales enemigos se encontraron en medio de una curiosidad horrorizada que no admitía palabras. Aline permanecía al otro lado de la mesa, petrificada de espanto por aquella última revelación.

El señor de La Tour d'Azyr fue el primero en moverse. A pesar del desconcierto, recordó que la señora de Plougastel le había dicho algo acerca de una carta que estaba sobre la mesa. Lo que acababa de decir la condesa, hizo que avanzara resueltamente, sin miedo. Pasó tambaleándose por delante del hijo recién descubierto y cogió la hoja de papel que estaba junto al candelabro. Durante un instante que duró una eternidad, leyó sin que nadie le hiciera caso. Estupefacta y llena de conmiseración, Aline contemplaba a André-Louis mientras éste miraba, perplejo y fascinado, a su madre.

El señor de La Tour d'Azyr terminó de leer la carta y, en silencio, volvió a dejarla donde estaba. Reaccionando de forma natural en un hijo de aquel siglo artificioso, severamente educado en la supresión de las emociones, lo primero que hizo fue serenarse. Después volvió al lado de la señora de Plougastel, y se agachó para levantarla. -¡Thérése! -dijo.

Obedeciendo instintivamente, la dama hizo un esfuerzo para levantarse, dominándose a su vez. El marqués la condujo hasta el sillón que estaba junto a la mesa.

André-Louis los miraba enmudecido, aturdido, sin dar ni un paso para ayudar a levantar a su madre. Como en un sueño, vio al marqués inclinarse sobre la señora de Plougastel. Y como en un sueño, le oyó preguntar:

– ¿Cuánto hace que lo sabes, Thérése?

– Yo… siempre lo he sabido… siempre. Se lo confié a Kercadiou. Y una vez fui a verle, cuando era un niño. Pero eso ya no importa.

– ¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué me engañaste diciendo que el niño había muerto pocos días después de nacer? ¿Por qué, Thérése? ¿Por qué?

– Tenía miedo. Pensé… pensé que así sería mejor… que sería mejor que nadie, ¡nadie!, ni siquiera tú, lo supiera. Y nadie, excepto Quintín, lo ha sabido hasta anoche cuando para inducirle a venir aquí y salvarme se vio obligado a decírselo a él.

– Pero ¿y yo, Thérése? -insistió el marqués-. Yo tenía derecho a saberlo.

– ¡Tenías derecho! ¿Y qué hubieras podido hacer? ¿Reconocerle acaso? ¿Y después, qué? ¡Ah! -la dama sonrió desesperada-. Había que pensar en mi esposo, yo tenía mi familia. Tú mismo habías dejado de quererme, pues el miedo a que se descubriera todo había apagado en ti el amor. ¿Por qué no te lo dije entonces? ¿Por qué? Tampoco te lo hubiera dicho ahora de haber encontrado otra manera de… de salvaros a los dos. Ya en cierta ocasión sufrí el mismo pánico, cuando os enfrentasteis en el Bois de Boulogne. A mi manera, iba a tratar de evitar aquel duelo cuando nuestros coches se encontraron. Con tal de evitar aquel horror, en última instancia, estaba dispuesta a revelar la verdad. Pero Dios, en su infinita misericordia, hizo que no fuera necesario.

Por increíble que pareciera aquella declaración, a ninguno de los presentes se le había ocurrido ponerla en duda. Incluso si así hubiera sido, estas últimas palabras disipaban cualquier duda, pues explicaban lo que hasta ese momento había permanecido oculto.

Vencido, el señor de La Tour d'Azyr se dejó caer en un sillón. Perdiendo por un momento el absoluto dominio de sí mismo, se llevó las manos al rostro. Por las abiertas puertaventanas del jardín llegaba el lejano redoble de un tambor recordándoles lo que ocurría afuera, en la ciudad. Pero aquel ruido pasó inadvertido para todos. Era como si cada uno de ellos estuviera enfrentado a un horror mucho mayor que el que atormenta- iba a París. Al fin, André-Louis habló en voz baja, con inexorable apatía:

– Señor de La Tour d'Azyr, creo que estaréis de acuerdo conmigo en que este descubrimiento es tan desagradable y terrible para vos como para mí, y que no borra nada de lo sucedido hasta ahora entre nosotros. Si algo altera, es sólo para añadir algo más a la cuenta pendiente. Y, sin embargo… ¡Oh! ¿Para qué sirven ahora las palabras? Aquí tenéis este salvoconducto que os convierte en el lacayo de la señora de Plougastel. Huid con él lo mejor que podáis. A cambio, os suplico el favor de no volver a vernos ni a oír hablar de vos jamás.

– ¡André! -gritó su madre avanzando hacia él y de nuevo surgió la pregunta-: ¿Acaso no tienes corazón? ¿Qué te ha hecho para que lo odies tanto?

– Escuchad, señora. Hace dos años, en este mismo salón, os hablé de un hombre que había asesinado brutalmente a mi mejor amigo y que luego había seducido a la mujer con la que iba a casarme. Ese hombre es el señor de La Tour d'Azyr.

Por toda respuesta, la dama gimió y se cubrió el rostro con las manos. El marqués volvió a ponerse en pie. Lentamente se acercó a su hijo sosteniéndole la mirada.

– Eres duro -dijo severamente-. Pero reconozco ese rasgo de carácter. No puedes negar la sangre que corre por tus venas.

– No me lo recordéis -dijo André-Louis.

El marqués bajó la cabeza.

– No volveré a mencionarlo. Pero deseo que por una vez al menos me comprendas, y tú también, Thérése. Me acusas de haber asesinado a tu amigo más querido. Admito que los medios empleados quizá fueron indignos. Pero ¿qué otros medios tenía a mi disposición para defenderme de esas ideas que desde entonces me amenazan día tras día? Philippe de Vilmorin era un revolucionario, un hombre con ideas nuevas, que quería destruir la sociedad para reconstruirla de acuerdo con los ideales de los suyos. Yo pertenecía al orden establecido y, con el mismo derecho que él, quería que la sociedad se mantuviera como estaba. No sólo era mejor así para mí y los míos, sino que sigo convencido de que era mejor para todo el mundo, pues no es posible concebir la sociedad de otro modo. Toda sociedad humana, por fuerza, se compone de varias clases. Podréis transformarla temporalmente en una cosa amorfa, con una revolución como ésta; pero sólo temporalmente. Pronto, después del caos suscitado por los tuyos, el orden se restablecerá o la vida desaparecerá; y junto con el orden se restablecerá la diferenciación social, esas distintas clases que son necesarias para la organización de cualquier sociedad. Los que ayer estaban en lo alto, en el nuevo orden de cosas, serán desposeídos sin ningún beneficio para el conjunto de la sociedad. Yo me oponía a este cambio. Ése era el espíritu contra el que yo luchaba con las armas de que disponía, dondequiera que las encontraba. Philippe de Vilmorin era el tipo de revolucionario más subversivo, un hombre elocuente, animado por falsos ideales, un pobre ignorante engañado que creía que ese cambio convertiría el mundo en un lugar mejor para él y los que piensan como él. Sé que estoy ante un hombre inteligente y te desafío a contestarme, de todo corazón y a conciencia, si realmente crees que semejante cambio es posible. Sabes que no lo es. Sabes que es una perniciosa doctrina, sobre todo en los labios de Philippe de Vilmorin, puesto que era sincero y elocuente. Su voz era un peligro que había que… silenciar. Era necesario, en defensa propia, y así lo hice. Personalmente, yo no tenía nada contra Philippe de Vilmorin. Era un hombre de mi propia clase: un caballero afable, gentil, inteligente y talentoso…

Al cabo de una pausa, prosiguió:

– Tú me imaginaste matándole por el placer de matar, como la bestia que en la jungla se lanza sobre su presa. Ése ha sido tu error desde el principio. Lo que hice, lo hice con dolor de mi alma. ¡Oh, no sonrías de ese modo tan irónico! Jamás he mentido. Y juro aquí y ahora, por mi fe en Dios, que lo que digo es cierto. Me repugnó lo que hice. Pero por mi propia seguridad y la de mi sociedad, tuve que hacerlo. Pregúntate si hubiera vacilado Philippe de Vilmorin en matarme de haber creído que con mi muerte podía anticipar la realización de su utopía. A partir de aquel momento, decidiste que la más dulce venganza sería frustrar mi propósito reviviendo la voz que yo había acallado, convirtiéndote en un seguidor del apostolado de igualdad predicado por Philippe de Vilmorin. Enceguecido por la visión de ese mundo nuevo, no veías que Dios no ha hecho a los hombres iguales. En fin, esta noche estás en condiciones de juzgar quién de nosotros tenía razón y quién no. Ya ves lo que sucede en París. Ya ves el enloquecido fantasma de la anarquía sobrevolando este país que sucumbe en medio del caos. Probablemente tengas suficiente imaginación para prever algo de lo que vendrá después. ¿Te engañas hasta el punto de suponer que de estas ruinas puede nacer una forma ideal de sociedad? ¿No comprendes que esa sociedad tendrá que reorganizarse tarde o temprano? Pero ¿qué más voy a decir? Creo haber dicho lo bastante para que se comprenda que lo único que realmente importa es que maté a Philippe de Vilmorin cumpliendo con un deber hacia mi clase. Y la verdad, aunque quizás aún os ofenda, es que esta noche puedo mirar hacia atrás con ecuanimidad, y sin hacerme otro reproche aparte del hecho de que aquello nos enfrentó a ti y a mí. Aquel día en Gavrillac, cuando arrodillado junto al cuerpo de Vilmorin me insultaste provocándome, de haber sido yo la fiera que supones, te hubiera matado también. Como bien sabes, soy un hombre de pasiones impulsivas. Y sin embargo, dominé la ira natural que nacía en mí, porque puedo perdonar una afrenta personal, pero no un ataque calculado contra mi clase.

El caballero hizo otra pausa. André-Louis permanecía rígido, escuchando y reflexionando. Las mujeres también. Entonces el marqués prosiguió, en una tesitura menos convincente:

– En cuanto al asunto de la señorita Binet, fue una desgracia. Hice el mal sin querer. No conocía vuestras relaciones.

André-Louis le interrumpió con una pregunta.

– ¿Hubiera sido de otro modo de haberlas conocido?

– No -respondió sinceramente el caballero-. Tengo los defectos de los hombres de mi clase. No puedo asegurar que hubiera sentido escrúpulos. Pero si eres capaz de juzgar imparcialmente, ¿puedes realmente considerarme culpable de eso?

– Señor, si tomamos en consideración tantas cosas, me veré forzado a llegar a la conclusión de que nadie es culpable de nada en este mundo, pues todos somos juguetes del destino. Por ejemplo, fijaos en esta reunión, una reunión de familia, aquí, esta noche, mientras allá afuera… ¡Oh, Dios mío! Tenemos que acabar con esto de una vez. Sigamos nuestros caminos y pongamos punto final a este horrible capítulo de nuestras vidas.

El señor de La Tour d'Azyr le miró grave, triste, y dijo en un hilo de voz:

– Quizá lo mejor sea -pero entonces, volviéndose a la señora de Plougastel, agregó-: Si algo malo he de reprocharme en esta vida, si de algo he de arrepentirme amargamente, es del daño que te hice a ti, mi querida…

– ¡No, ahora no, Gervais! -balbuceó ella, interrumpiéndole.

– Ahora, por primera y última vez, os digo adiós. No es probable que volvamos a encontrarnos, ni que yo vuelva a ver a ninguno de vosotros, que sois lo más cercano y querido para mí. Él ha dicho que somos juguetes del destino. ¡Ah, pero no es del todo cierto! El destino es una fuerza inteligente que conduce a un fin. En la vida pagamos por el mal que hacemos. Ésta es la lección que he aprendido esta noche. En un acto de traición engendré un hijo desconocido, que tan ignorante como yo de nuestro parentesco, se convirtió en la pesadilla de mi vida, cruzándose en mi camino y entorpeciéndolo, hasta que finalmente, ayudó a que otros me hicieran caer en la ruina. Me parece justo. Es un acto de justicia poética. Aceptar resignadamente este hecho es la única expiación que puedo ofrecerte.

Se inclinó, y cogiendo la mano de la señora de Plougastel, dijo con un nudo en la garganta:

– Adiós, Thérése.

Se había acabado su férreo dominio sobre sí mismo. Sin avergonzarse ante los presentes, ella le abrazó. Las cenizas del muerto idilio habían sido profundamente removidas aquella noche y algunos rescoldos brillaron antes de apagarse por completo. Sin embargo, ella no hizo nada para detenerle. Comprendía que su hijo había señalado el único camino posible y prudente, y agradecía que el señor de La Tour d'Azyr lo hubiera aceptado.

– ¡Anda con Dios, Gervais! -murmuró-. No olvides llevar el salvoconducto y… hazme saber que estás a salvo en algún lugar.

Él sostuvo el rostro de Thérése un momento entre sus manos. Entonces lo besó muy tiernamente, y se separó de ella. Erguido, y en apariencia tranquilo, se volvió a André-Louis, que le tendía una hoja de papel.

– Es el salvoconducto. Tomadlo, señor. Es el primero y el último regalo que puedo ofreceros: el regalo de la vida. De este modo, en cierto sentido, estamos en paz. No es una ironía mía, señor, sino del destino. Tomadlo y que la paz de Dios os acompañe.

El señor de La Tour d'Azyr tomó el documento. Sus ojos miraban ansiosamente el delgado rostro que estaba frente a él, mirándolo severamente. Metió el papel en la pechera del gabán, y entonces, abruptamente, tendió la mano. Los ojos de su hijo le interrogaban.

– Haya paz entre nosotros, en nombre de Dios -dijo el marqués con voz apagada.

La piedad acabó imponiéndose en André-Louis. Algo de la austeridad de su rostro desapareció mientras suspiraba:

– ¡Adiós, caballero!

– Eres duro -repitió su padre entristecido-. Pero tal vez tengas derecho a serlo. En otras circunstancias, me hubiera sentido orgulloso de tener un hijo como tú. Sea como sea… -se interrumpió bruscamente, y agregó-: Adiós.

Soltó la mano de su hijo y dio un paso atrás. Los dos hombres se saludaron con una inclinación. Entonces el señor de La Tour d'Azyr hizo una reverencia ante Aline, en medio de un silencio que contenía algo así como una definitiva renuncia. Y luego salió del salón, y de sus vidas, para siempre. Unos meses después se supo que estaba al servicio del emperador de Austria.

CAPÍTULO XVIII Salida del sol

Al otro día por la mañana, André-Louis tomaba el fresco en la terraza de la residencia de Meudon. Era muy temprano y el sol acaba de salir transformando en diamantes las gotas de rocío que aún alfombraban el césped. Allá abajo, en el valle, a unas cinco millas de distancia, la neblina matinal se levantaba sobre París. A pesar de ser tan temprano, en la casa de la colina, ya todos estaban despiertos, atareados en los preparativos de un viaje inminente.

André-Louis había salido la noche anterior de París con su madre y con Aline, y ahora debían partir todos hacia Coblenza.

André-Louis se paseaba despacio de acá para allá. Nunca en su vida había tenido tanto en qué pensar. Así que caminaba con las manos cruzadas a la espalda y mirando al suelo cuando, de pronto, vio aparecer a Aline a través del cristal de la puerta de la biblioteca.

– ¡Qué temprano te has levantado! -le saludó la joven.

– Sí, ni siquiera he dormido. Pasé la noche sentado junto a la ventana, pensando.

– ¡Mi pobre André!

– En efecto. Realmente soy muy pobre porque no sé ni comprendo nada. No hay nada más calamitoso que no comprender una situación. Entonces… -dijo levantando las manos y dejándolas caer otra vez. Aline observó su rostro y vio que estaba ojeroso y trasnochado.

Aline paseó junto con él a lo largo de la balaustrada cubierta por el manto verde y rojo de los geranios.

– ¿Ya has decidido lo que vas a hacer? -le preguntó ella.

– He decidido que no tengo elección. Así que tengo que emigrar también. Por suerte, eso es aún posible, del mismo modo que fue una suerte que ayer, en el caos de París, no encontrara a nadie a quien presentarme, como estúpidamente pensaba hacer, en cuyo caso no tendría esta arma poderosa -y sacó de su bolsillo el poderoso pasaporte de la Comisión de los Doce: un documento que ordenaba a todos los franceses que prestaran ayuda a su portador en lo que fuera necesario, advirtiendo, de paso, que los que le crearan dificultades, corrían el riesgo de perder la vida-. Con esto podré conduciros a todos y pasar la frontera con seguridad. Al otro lado de la frontera, la señora de Plougastel y el señor de Kercadiou tendrán que conducirme a mí, y así estaremos en paz.

– ¿En paz? -preguntó ella-. ¡Pero no podrás regresar!

– Por supuesto que no, de ahí mi impaciencia por partir cuanto antes. Dentro de dos o tres días empezarán las pesquisas. Empezarán a preguntarse qué ha sido de mí. Por fin se sabrá todo. Y entonces empezará la cacería. Pero entonces ya estaré tan lejos que no podrán perseguirme. ¿Crees que yo podría darle al gobierno una explicación satisfactoria de mi ausencia, suponiendo que haya algún gobierno al cual dar explicaciones? -¿Eso quiere decir que… que vas a sacrificar tu futuro, esa carrera que habías emprendido? -preguntó pasmada.

– Tal como están las cosas, no hay aquí ninguna carrera para mí, por lo menos no una carrera honrada. Y espero que no pienses que puedo convertirme en un hombre deshonesto. Ésta es la hora de los Danton, de los Marat, la hora de la chusma que tomará las riendas del gobierno, embriagada por la vanidad que los Marat y los Danton han infundido en ese populacho. Esto sólo puede conducir al caos y al despotismo más brutal. Pero no podrá durar, porque una nación gobernada por esos elementos se marchita y decae.

– Yo creía que eras republicano -dijo ella.

– Claro que lo soy, y hablo como republicano. Yo sueño con una sociedad que escoja a los mejores entre todas las clases, y que niegue a cualquier clase o corporación -ya sean los nobles, el clero, los burgueses o el populacho- el derecho exclusivo a detentar el poder. Cuando gobierna una sola clase, es fatal para todos. Hace dos años parecía que habíamos realizado nuestro ideal. El monopolio del poder le había sido arrebatado a la clase que durante tanto tiempo y tan injustamente lo había ejercido gracias al ya inútil derecho hereditario. Habíamos repartido el poder equitativamente en el Estado, y si los hombres se hubieran contentado con llegar hasta allí, todo hubiera ido bien. Pero nuestro ímpetu nos llevó demasiado lejos, mientras las clases privilegiadas nos provocaban con su oposición, y el resultado es el horror que vimos ayer, y eso es sólo el principio. ¡No, no! -concluyó-. Aquí sólo podrán hacer carrera en Francia los hombres venales, los oportunistas, pero nadie que se respete a sí mismo. Ha llegado la hora de partir. Y no hago ningún sacrificio al hacerlo.

– Pero ¿adonde irás? ¿A qué te dedicarás?

– Oh, haré cualquier cosa. Piensa que en sólo cuatro años he sido abogado, político, espadachín y bufón, especialmente esto último. Siempre habrá un lugar en el mundo para Scaramouche. Además, ¿no sabes que, a diferencia de Scaramouche, en esto he sido previsor? Soy propietario de una pequeña hacienda en Sajonia. Creo que la agricultura me vendrá bien.

Es una ocupación contemplativa, y digan lo que digan, yo no soy un hombre de acción. No tengo las cualidades para serlo.

Ella le contempló con sus risueños ojos azules.

– ¿Es que hay algo para lo que no tengas cualidades? Me asombraría.

– ¿Realmente piensas eso? Sin embargo, no puedes decir que haya tenido éxito en ninguno de los papeles que he interpretado. Porque al final siempre tengo que huir. Ahora huyo de la próspera academia de esgrima, que llegará a ser propiedad de Le Due. Eso me pasa por haberme metido en política, cosa de la cual también huyo ahora. Realmente en lo que siempre me he destacado es en el arte de la fuga. Y ése es también un atributo de Scaramouche.

– ¿Por qué siempre tienes que burlarte de ti mismo? -preguntó ella.

– Supongo que porque formo parte de un mundo que está loco. ¿Cómo quieres que me tome en serio a mí mismo? Acabaría por perder la lucidez, sobre todo desde que he descubierto quiénes son mis padres.

– ¡No hables así, André! -suplicó Aline-. No eres sincero.

– Claro que no lo soy. ¿Cómo se puede esperar sinceridad de los hombres si la hipocresía es la verdadera clave de la naturaleza humana? En ella nos crían, en ella nos educan, en ella vivimos, aunque rara vez nos demos cuenta. La hemos visto predominar en Francia durante los cuatro últimos años: hipocresía en labios de los revolucionarios, hipocresía en boca de los defensores del antiguo régimen; todo esto no ha sido más que un turbulento río de hipocresía cuyo resultado es este caos. Y yo, que todo lo critico en esta mañana de sol que es un regalo de Dios, soy el más redomado y despreciable de todos los hipócritas. Esta certidumbre es lo que me ha tenido en vela toda la noche. Durante dos años he perseguido por todos los medios a mi alcance… al señor de La Tour d'Azyr… -había hecho una pausa antes de pronunciar aquel nombre, como si ahora no supiera cómo debía llamarle-… y durante estos dos años me he engañado acerca del motivo que me impulsaba. Él hablaba de mí anoche llamándome la pesadilla de su vida, e incluso reconoció que era justo que así fuera. Tal vez tuviera razón, pues es probable que, de no haber muerto Philippe de Vilmorin, todo hubiera sido igual. Hoy sé que hubiera sido así. Y por eso digo que soy un hipócrita, un pobre hipócrita que se engaña a sí mismo.

– Pero ¿por qué, André?

Él se detuvo para contemplarla:

– Porque todo lo hacía por ti, Aline. Porque tú eras la única causa que me hacía luchar contra él, intransigentemente. Porque sólo pensaba en derribarle a tiempo para impedir que fueras víctima de tu propia ambición. No me gustaría tener que hablar de él más de lo necesario. A partir de este momento espero no tener que volver a mencionarlo. Antes de que nuestras vidas se cruzaran, ya le conocía por los rumores que corrían por el campo. Ya entonces me resultaba detestable. Ya le oíste anoche aludir a esa infeliz señorita, la Binet. Ha brás oído que para justificar su falta, sacó a relucir su estilo de vida, su formación. Supongo que ésa es su explicación. Es el tipo de hombre que corresponde a su clase. ¡Y con eso ya está dicho todo! Pero para mí era la encarnación del mal, del mismo modo que tú has sido siempre la personificación del bien. Él representaba al pecado, y tú la pureza. Yo te había colocado en un trono muy alto, Aline. ¿Podía soportar que la ambición te hiciera descender de ese altar, que el mal que yo detestaba se uniera a la bondad que yo tanto amaba? ¿Qué podías encontrar en él, como te dije aquel día en Gavrillac, sino la condenación? Por eso mi odio hacia él se convirtió en un asunto personal. Resolví salvarte a toda costa de un destino tan horrible. Si me hubieses dicho sinceramente que le amabas, todo hubiera sido distinto. En ese caso, yo hubiera podido confiar en que una unión santificada por el amor le hubiera podido elevar hasta tu pureza. Pero que tú, por otras consideraciones, y sin amor, te unieras a él… ¡Oh, eso era una infamia y me entristecía! Por eso luché contra él, como lucha un ratón contra un león, implacablemente, hasta que vi cómo el amor sustituía a la ambición en tu corazón.

– ¡Hasta que viste cómo el amor sustituía a la ambición en mi corazón! -las lágrimas empañaban los ojos de Aline. El asombro era más fuerte que su emoción-. ¿Cuándo notaste eso? ¿Cuándo?

– Ahora sé que estaba equivocado. Sin embargo, una vez… aquella mañana, cuando viniste a suplicarme que no fuera al duelo con él en el Bois, ¿lo que te impulsaba era tu interés por él?

– ¿Por él? No, era por ti -exclamó ella sin pensar en lo que decía.

Pero eso no le convenció.

– ¿Por mí? ¡Tú sabías, como todo el mundo, lo que había sido capaz de hacer durante aquella semana!

– Sí, pero él era superior a tus otros adversarios. Tenía fama de ser insuperable. Mi tío me aseguró que era invencible, y me convenció de que estabas perdido.

André la miró frunciendo el ceño.

– ¿Estás segura, Aline? -preguntó gravemente-. Comprendo que, habiendo cambiado desde entonces, ahora quieras negar tus sentimientos hacia él, pero… en fin, supongo que eso es normal en las mujeres.

– ¿Qué estás diciendo, André? ¡Qué equivocado estás! Sólo te he dicho la verdad.

– ¿Y fui yo también la causa de que te desmayaras cuando le viste regresar herido del duelo? Eso me abrió los ojos.

– ¿Herido? Yo no vi su herida. Le vi sentado en su coche, al parecer sano y salvo, y deduje que te había matado como había jurado hacer. ¿Qué otra cosa podía pensar?

André-Louis vio como una luz resplandeciente, cegadora, que le asustó. Dio un paso atrás y arrugó la frente:

– ¿Y por eso te desmayaste? -preguntó incrédulo.

Ella le miró sin contestar. Ahora empezaba a darse cuenta de cuan lejos había llegado para darle a entender su error, y a sus ojos asomó un miedo súbito. Él le tendió las manos.

– ¡Aline! ¡Aline! -dijo con un nudo en la garganta-. Entonces fue por mí que…

– ¡Oh, André-Louis, qué ciego estabas, siempre ha sido por ti, siempre! Nunca pensé en él, ni siquiera para un matrimonio de conveniencia, excepto durante un breve tiempo, cuando… cuando esa actriz entró en tu vida -y aquí se interrumpió y volvió la cara con expresión de desagrado-. Sólo entonces, al ver que no tenía otro camino que seguir, decidí dejarme llevar por la ambición.

Al oírla, André-Louis se quedó estupefacto.

– Estoy soñando, por supuesto. ¿O estoy loco?

– Más bien estás ciego, André. Totalmente ciego -aseguró ella.

– Ciego sólo porque tenía la presunción de ver.

– Y sin embargo, que yo sepa, nunca has sido muy modesto que digamos -contestó ella, y por un instante fue la misma Aline de siempre.

Poco después, el señor de Kercadiou se asomó a la ventana de la biblioteca, y los vio cogidos de las manos, contemplándose beatíficamente, como si cada uno viera en el rostro del otro el paraíso.


1 La sociedad francesa en el Antiguo Régimen se dividía en tres estamentos: el eclesiástico, el nobiliario y el Tercer Estado que, bajo la denominación general de «pueblo», agrupaba a la burguesía, a los artesanos y a los campesinos. (N. del T.)


1 Espanto en francés. (N. del T.)


1 Canevas o scenario en el original. Más que una obra de teatro, es un esquema muy general que permite la improvisación de los actores. Lo más aproximado en castellano es «argumento». (N. del T.)


1 11En francés en el original. (N. del T.)


1 Amis en francés significa «amigos». (N. del T.)


1 Tennis-court en el original. El juramento tuvo lugar en la sala del Jeu de Paume: «juego de pelota» en francés. Era el ancestro del actual tenis, y también se jugaba en salas techadas. (N. del T.)


1 Carta cerrada con el sello real que exigía el encarcelamiento o el destierro de una persona. (N. del T.)


1 Ayuntamiento. (N. del T.)


1 Donde aparecen los tres asteriscos *** el autor ha querido pasar por alto las obscenidades pronunciadas por Danton. (N. del T.)


1 En el original «spadassinicides», del francés spadassin. Un neologismo del autor cuya equivalencia en castellano sería «espadachinicidas». (N. del T.)


1 En París, por antonomasia, el Bois de Boulogne. (N. del T.)


1 En francés en el original. (N. del T.)


1 En francés en el original. (N. del T.)


1 Miembros de un club de la Revolución Francesa. (N. del T.)


1 Institución municipal parisiense (1789-1795) que devino gobierno revolucionario. (N. del T.)

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