Capítulo 13

Nell entreabrió los ojos cuando Nicholas la dejó sobre la cama.

– Tranquila. Sólo te estoy metiendo en la cama. -La cu-brió con la colcha-. Vuélvete a dormir.

Se encontró con sus ojos, unos bonitos ojos claros que brillaban en la penumbra de la habitación.

– Buenas noches.

– Llámame si me necesitas.

– No te necesitaré. Gracias por…

Ya se había ido. No, no del todo. Aún podía sentir su presencia… reconfortante, sensual. Qué extraño que ambas cosas aparecieran juntas. Por ahora, el consuelo era una par-te más importante en su relación que el sexo, pero Nell sa-bía que esto cambiaría. Y la perspectiva había dejado de dis-gustarla. Se sorprendió. Algo había cambiado esa noche.

Que estúpida había sido por resistirse, pensó adormila-da. El hombre que la había abrazado mientras dormía no era una amenaza. El sexo no era una amenaza. Podía ser con-trolado, como cualquier otra cosa, y le proporcionaría una relajación muy positiva. Ella y Tanek tenían que convivir aún durante varias semanas, y no tenía ningún sentido po-nérselo difícil a ambos. La noche siguiente, se iría con él.

La recorrió un pequeño escalofrío, un súbito deseo, pero lo reprimió con rapidez. No debía pensar en ello ni darle más importancia de la que tenía.

Era sólo sexo.


* * *

– ¿Aún no la has encontrado? -preguntó Gardeaux con sua-vidad-. ¿Qué demonios has estado haciendo?

La mano de Maritz estrujaba el auricular del telé-fono.

– Tengo una pista. Ella se hizo muy amiga de la compa-ñera del doctor. Quizás ésta sepa dónde está o si regresará aquí. He estado vigilando la casa del doctor.

– ¿Sólo vigilando?

– La cogeré.

– Con vida. Ahora la necesitamos viva. Las cosas han cambiado. Puede que ella sea la clave.

– Lo sé. Lo sé. Ya me lo dijo usted.

– Pero ¿me escuchaste?

Bastardo. Maritz apretó los dientes.

– He dicho que la cogeré.

– Parece que tienes dificultades con este pequeño pro-blema. ¿Quizá debería enviar a alguien más?

– No -repuso Maritz rápidamente-. Ahora, debo irme. Seguiré en contacto.

Colgó el auricular. ¿Enviar a alguien más?, pensó, ultra-jado. ¿Arruinarle el final de la caza, a la que había dedicado tanto tiempo y esfuerzo?

Ni hablar.


* * *

Tanek levantó la mirada de su libro cuando Nell abrió la puerta.

– ¿Sí?

Nell estaba ahí, en el umbral. La luz de la lámpara caía sobre los hombros desnudos de Tanek y sobre el triángulo de pelo oscuro que recubría su pecho. Obviamente, estaba desnudo bajo las sábanas. Nell respiró profundamente.

– ¿Puedo entrar?

Él cerró el libro.

– ¿Necesitas hablar?

– No. -Se humedeció los labios-. Gracias.

– No hay de qué.

– Me preguntaba si… si tú aún… -Lo soltó de golpe-: Me gustaría irme a la cama contigo, si no te importa.

Él se quedó helado.

– Oh, no me importa. ¿Puedo preguntarte por qué?

– Creo… Que hay demasiada tensión entre nosotros. Todo irá mejor cuando…

– Ah, ¿es una terapia?

– Sí. No. -Otra respiración profunda-. Lo deseo -dijo llanamente.

Él sonrió y le ofreció su mano.

– Aleluya.

Nell se quitó el camisón, atravesó volando la habitación y se sumergió bajo las sábanas, entre sus brazos.

– No sé qué hacer -dijo con fiereza-. Odio esto. Pensa-ba que nunca más volvería a sentirme tan insegura. Todo parecía tan claro.

– Todo está claro. -Le acarició el pelo-. ¿Cuál es el pro-blema?

– ¿Cuál es el problema? Uno, no sé si estoy haciendo lo correcto. Dos, he intentado autoconvencerme de que tomar lo que uno quiere es signo de fortaleza, pero podría ser tam-bién signo de debilidad. Y tres, yo sólo he estado con dos hombres y probablemente tú has tenido a dos millones de mujeres.

Tanek sonrió.

– No tantas.

– Bueno, ya sabes qué quiero decir.

– Sí, ya lo sé. -La besó en la sien-. Si estás nerviosa, po-demos estar durante un rato echados y juntos.

Nell apoyó la cabeza contra el pecho de Tanek y se re-lajó. Podía oír el latido constante de su corazón bajo su oído. Como la noche anterior. De repente, se sintió segura.

– Quizá sí, un ratito.

– Y, si eso te tranquiliza, nunca me he ido a la cama con Helena de Troya.

– ¿Qué?

– ¿No te dijo Joel que se inspiró en el memorable rostro de Helena de Troya cuando rehizo el tuyo?

– No. -Estuvo callada durante un instante-. ¿Es por eso que tienes ganas de…?

– «Ganas» no es la palabra adecuada. Ansia. Frenesí.

– Deja de intentar distraerme. Me deseas por el rostro que Joel me dio.

– Te deseo porque eres Nell Calder, con todo lo que eso implica.

– Pero nunca te hubieras ido a la cama con la antigua Nell Calder. Ni siquiera te habrías fijado en mí.

– Yo me fijé en ti. Me fijé en tu sonrisa, en tus ojos y en…

– Pero no hubieras querido irte a la cama conmigo.

Levantó su barbilla y la miró a los ojos.

– ¿Qué quieres que diga? ¿Que me atrae la belleza? Sí, pero no es lo único que busco en una mujer. Si de repente, volvieras a ser aquella mujer de Medas, ¿te seguiría deseando? Sí, porque ahora te conozco. Conozco tu potencial, tu terquedad, tu fuerza…

Nell hizo una mueca.

– Muy erótico.

– La fuerza es erotismo. La inteligencia es erotismo. Siempre tuviste estas cualidades bajo aquella apariencia so-segada. -Una sonrisa asomó entre sus labios-. Y ahora, ¿dejarás de hacer comparaciones? Me siento como un polígamo intentando seduciros a las dos.

– Lo siento, sólo preguntaba. Tan sólo… se me ha ocu-rrido. -Volvió a enterrar la cara en su pecho-. Algunas veces, siento como si fuera dos personas. No me pasa con frecuencia, ya que aquella otra mujer se va alejando cada vez más.

– No, no lo hace. Se está fusionando con la otra persona que ahora eres tú. -Le acarició el labio inferior con el dedo-. Cómo me muero por hacerlo. ¿Has tenido suficiente tiem-po ya? Te prometo que iré despacio.

De repente, notó que el corazón de Tanek latía más fuerte contra su oído, y que sus músculos estaban tensos, listos. Para él, había sido duro esperar, pero le había dado el tiempo que necesitaba, las palabras que necesitaba.

Levantó la cabeza, le besó y susurró:

– No tienes por qué ir despacio.


* * *

– Ve a lavarte -le ordenó Tania a Joel tan pronto éste entró en casa.

Le colocó un sombrerito de fiesta, de color fucsia, y le deslizó la banda elástica bajo la barbilla. Joel parecía cansa-do. No era una buena señal.

– Hoy tenemos una celebración.

– Parezco un tonto con estos sombreritos de fiesta.

Tania no dejó que se lo quitara.

– No es cierto. Estás fantástico. Y ese color te sienta per-fecto. A juego con tu pelo.

– Mi pelo no es fucsia. -Contempló el vestido de Tania, de seda color melocotón-. Es bonito. Me gustan todas estas flores. Pareces un jardín. ¿Qué estamos celebrando?

– He sacado un excelente en mi examen de inglés. Está muy bien, si piensas en lo horrible que es el inglés como len-guaje. -Lo besó en la mejilla y le dio un cariñoso empujón hacia las escaleras. Después se puso a su vez un sombrero de fiesta verde-. Soy lista, ¿verdad?

Joel sonrió.

– Muy lista.

– He hecho un asado con patatas y un postre nuevo con salsa de limón. Bajo en calorías, para tu corazón. Sano. Como te consideras tan viejo, he pensado que podría hacerte feliz.

– Nunca he dicho que sea viejo -dijo, algo enojado-. Sólo que tú eres… joven.

Tania se encogió de hombros y se dirigió hacia la cocina.

– Apresúrate. -Inspeccionó el arreglo floral de la mesa, encendió las velas y continuó hacia la cocina. Dejó la fuente del asado sobre la mesa justo cuando Joel entraba en el co-medor de nuevo. Seguía llevando el sombrero de fiesta, se-gún observó con aprobación-. Siéntate y come.

Tania mantuvo una conversación ligera durante la cena y el posterior café, en el salón.

– Ha estado bien. Maravillosamente, ¿no?

– Maravillosamente -sonrió Joel.

A Tania siempre le sedujo aquella sonrisa. Desde el pri-mer momento, cuando Joel entró en su habitación en aquel hospital, hacía bastantes años.

– Incluso te he hecho café con cafeína. Y, claro, debes sospechar que todo esto es por algo.

– Lo sospechaba. ¿No celebramos tu excelente en el examen?

– Sí. Pero sabía que lo iba a conseguir. No ha sido nin-gún triunfo.

– Entonces, ¿por qué llevo puesto este estúpido sombrerito?

Tania hizo una mueca.

– Porque es bueno para ti. -Su sonrisa desapareció, cru-zó la habitación y miró por la ventana-. Y si fueras lo sufi-cientemente sensible, encontrarías un motivo para hacer una fiesta.

Inmediatamente se puso de pie.

– He tenido un día terrible. No puedo empezar a discu-tir contigo, Tania.

– Tú no discutes. Podría ganarte en una discusión. Sim-plemente dices: No.

– Y lo estoy diciendo de nuevo. ¿Qué te ha hecho pensar que esta noche sería diferente?

Tania se volvió hacia él con rapidez.

– Pues eres tonto -dijo insegura-. Te comportas como si fueras de piedra. ¿Por qué no eres como cualquier otro hombre, lo aceptas y eres feliz?

– Autodefensa. Mi felicidad se acabaría de golpe cuando tú decidieras que soy demasia… ¿Qué pasa? -La miró a la cara-. Estás realmente enfadada.

– Claro que lo estoy. ¿Acaso esperabas que me riera de esto? Cada minuto de mi vida es precioso, y tú permites que se nos escapen. -Cruzó los brazos delante del pecho para disimular sus temblores-. ¿Cómo sabes que…? -Se alejó de él-. Vete. No entiendes nada. Eres un estúpido, un hombre muy estúpido.

– Hago lo que creo que es mejor, Tania -repuso con amabilidad-. La vida es preciosa y no quiero arruinártela.

– Lárgate. -Tania miraba fijamente por la ventana mien-tras evitaba derramar las lágrimas.

– Tania…

No contestó y, un instante después, le oyó salir de la habitación. De hecho, no había creído realmente que lo convencería. Aquella noche había sido un completo error. Había elegido un mal momento: él estaba agotado y, pro-bablemente, acusando el peso de cada uno de sus años.

Debería haberse frenado nada más verlo aparecer por la puerta.

Pero no había podido. Tenía que intentarlo. Últimamente, tenía la sensación de que el tiempo se le escapaba…

Seguía mirando en la oscuridad. Estaba loca. No era po-sible que él estuviera ahí fuera. De otro modo, habría visto algún indicio de su presencia durante esas últimas semanas.

Tú, bastardo, ¿por qué no te largas?

Estaba hablando únicamente con un fantasma de su pa-sado. No había nadie allí fuera.


* * *

Estaba muy mona con aquel ridículo sombrerito, pensó Maritz. Pero su rostro reflejaba la tensión y la angustia que él ya conocía tan bien: las que le provocaba él mismo.

«Gracias por invitarme a la fiesta, Tania. Sí, sigo estando contigo.»

Ella se alejó de la ventana y él bajó sus prismáticos rusos.

Sí, definitivamente, tenía que ser en la casa.

Tania se sentía tan segura, allí…


* * *

Nell evitó el ataque de Nicholas y, desde el suelo, le golpeó las piernas y le atacó por sorpresa. En un segundo, estuvo sentada a horcajadas sobre él.

– Lo conseguí -dijo recuperando el aliento, con el rostro resplandeciente de satisfacción-. Te he derribado.

– Deja de jactarte. -Pero su propia sonrisa le contrade-cía-. Has tardado bastante tiempo en poder hacerlo.

– Pero lo he hecho. -Adoptó un gesto de ferocidad, bur-lándose-: Te tengo a mi merced.

– Absolutamente.

– Deja de ser condescendiente conmigo.

– Nunca estás satisfecha. Sólo te estaba dando lo que te has ganado.

– Admítelo. Estás orgulloso de mí.

– Muchísimo.

Estaba tan pomposa por su victoria, pensó Tanek im-pulsivamente.

– Castigo y recompensa. ¿Qué puedo pedir?

Su sonrisa desprendía indulgencia.

– ¿Qué quieres?

– Esta casa. Sam. El mundo.

– ¿Por haberme derribado?

– Ha sido un espléndido derribo.

– Cierto. Pero no te puedo dar la casa, o a Sam. Otra cosa.

– De acuerdo. -Le levantó la camiseta hasta desnudar su torso y poderle acariciar aquel pelo oscuro de su pecho-. A ti. Aquí. Ahora.

– Caramba, te has vuelto muy agresiva.

Delicadamente, Nell le lamió un pezón y vio, en res-puesta, cómo se desbocaba su pulso.

– Ahora.

Nicholas no se movió.

– No es una buena costumbre interrumpir el entrena-miento.

– Quiero mi recompensa. Lo justo es lo justo.

– Bien, si me lo pones así. -Se sentó, se sacó la camiseta y la lanzó a un lado-. ¿Qué puedo hacer sino rendirme man-samente?

Nell resopló. Nada de lo que Nicholas le hacía era así, mansamente. Algunas veces era suave, otras salvaje, pero siempre decisivo y audaz… y lleno de alegría. No había esperado nunca aquella casi pagana sensualidad en él.

O en ella misma. Era como si se hubieran abierto unas compuertas y la liberaran hacia el placer. Con Richard siem-pre se había sentido obligada a asegurarse de que él se lo estaba pasando bien y, por contra, se sentía culpable cuando le pedía algo a su marido. El sexo con Nicholas era entre dos iguales, rebosantes de ganas, anhelantes de nuevas experi-mentaciones eróticas.

– Me encanta ver que no te queda otra elección.

Se sacó el jersey y el sujetador. Se dejó caer hacia delan-te y se frotó contra él. Un temblor la recorrió al sentir el suave vello de su pecho rozando contra sus pezones.

– No tengo ninguna elección. Me tienes a tu merced.

Al instante, inclinó su cabeza y le cogió un pecho con la boca, chupándoselo con fuerza.

Nell inspiró profundamente mientras intentaba a ciegas agarrarle el cabello. Pero Tanek se había movido para, a su vez, terminar de quitarse la ropa.

– Date prisa -le dijo.

No hacía falta. También se estaba quitando la suya, lan-zándola en todas direcciones.

Nicholas volvió a la colchoneta, y le separó las piernas. La penetró dentro, muy adentro. Las uñas de Nell se clava-ron en sus hombros en cuanto empezó a moverse, rápida-mente, con fuerza.

De repente, rodó y se dejó caer a un lado, colocándola encima.

Lo miró desde arriba.

– ¿Qué es lo…?

Sus ojos centellearon.

– Pensé que hoy preferirías una posición dominante. -Empujó hacia arriba y sonrió al ver que a ella se le cortaba la respiración-. Así estoy totalmente a tu merced.

La mantenía absolutamente unida a él, tanto, que Nell sentía introducirse cada milímetro con el movimiento de sus ingles.

– Pues no me siento muy dueña de la situación -murmu-ró sofocada.

– ¿Cómo te sientes?

– Como si fuera a… -Se sofocó otra vez con una embes-tida.

– Muévete -susurró-. Móntame. Haz que te sienta.

Nell se movió, fuerte, salvaje y gozosamente.

Cuando llegó el climax, se colapso sobre él, totalmente exhausta. Estaba temblando, empapada en sudor, abrazan-do a Nicholas casi con desespero. Este se reía, descubrió estupefacta.

– ¿Qué te resulta tan divertido?

– No sé si podré volver a mirar las colchonetas como an-tes. Cada vez que te derribe, desearé arrancarte la ropa. -La besó-. Te dije que era una mala costumbre. -Intentó ayudarla a ponerse de pie.

– Ven, vamos a enfrentarnos a la ducha.

– No puedo moverme.

Se echó sobre él, con los brazos alrededor de su cintura. Nicholas se sintió a gusto consigo mismo. Ágil, fuerte y ma-ravilloso.

– Ser recompensada me hace perder toda la fuerza. Creo que me voy a fundir.

– No puede ser. Michaela nunca aceptaría tener que pa-sar la fregona sobre ti.

La levantó, la llevó del gimnasio al baño y después le ajustó la temperatura de la ducha. La colocó bajo el agua ca-liente, justo delante de él, y le frotó dulcemente el vientre. Aquellas maravillosas manos… Nell nunca se cansaba de mirarlas o de sentirlas sobre su cuerpo. Había descubierto que Nicholas era una persona muy táctil. Incluso cuando no se trataba de sexo, le encantaba tocarla, acariciarla.

Estar así era maravillosamente reconfortante, pensó, so-ñadora. Se sentía mimada, consolada, segura.

– Te oí ayer noche -le susurró en el oído-. ¿Otra vez pe-sadillas?

Un pequeño escalofrío perturbó aquella serenidad que estaba experimentando.

– Sí.

– Hacía tiempo que no te sucedía. -Le estiró el lóbulo de su oreja con los dientes-. Tenía la esperanza de que se hu-bieran acabado. -Nell negó con la cabeza-. Quiero que te instales en mi habitación.

– ¿Qué?

Cogió el jabón y le empezó a frotar los hombros.

– Quiero que duermas en mi cama. Quiero despertarte por la noche, poder abrazarte y acariciarte.

Lo había entendido a la primera.

– Quieres tener la posibilidad de despertarme cuando tenga una pesadilla.

– Además de otras cosas. -Le enjabonó los pechos-. ¿Te molesta? De todas formas, pasas gran parte de la noche con-migo.

No sabía por qué aquella idea la intranquilizaba. Aun-que tenerlo junto a ella para que la sacara de aquel horror podía significar un alivio increíble.

Demasiado alivio, comprendió. Nicholas la estaba envolviendo en una tela de placer y serenidad con momentos como éste. Estaba convirtiéndose en algo demasiado cómo-do. Las pesadillas eran una agonía, pero también un recor-datorio de lo que aún debía hacer.

– No.

Seguía a su lado, su mano reanudó el tierno recorrido por el cuerpo de Nell.

– Como quieras. Estaré aquí si cambias de opinión.

Sin discutir. Sin presionar. Todo era fácil y sin esfuerzo. ¿Acaso no entendía que con su condescendencia la sumergía más y más en aquella telaraña? Probablemente, sí. Era muy listo.

– Aún estás intentando convencerme de que no persiga a Maritz, ¿verdad?

– Claro -se rió-. Incluso he sacrificado mi cuerpo a tu lujuria. ¿Crees que disfruto?

Nell se recostó contra él. Honestidad. Era tan agradable tener humor, sexo y honestidad en un solo paquete. Y nin-guna necesidad de ser cauta con él.

– Sospecho que sí.

Sus manos fueron subiendo hasta frotarle la nuca. Nell podría incluso haber empezado a ronronear, de tan relajada como se sentía en ese momento.

– Tienes toda la razón -dijo Nicholas alegremente-. Me alegra que, a pesar de lo que hemos abusado últimamente, tu cerebro no haya quedado lesionado del todo.


* * *

– Ni rastro de Maritz -dijo Jamie-. Me he convertido en la sombra de Tania y ni siquiera he podido intuirle.

– Pero esto no significa que no vaya tras ella -dijo Nicholas.

– Demonios, no. Es bueno y le encanta su trabajo. Con-tinúo vigilando de cerca. Incluso le he pedido a Phil que in-troduzca la clave del número de alarma de seguridad de Lieber en mi busca. Eso es todo lo que podemos hacer por ahora. -Hizo una pausa-. Pero he recibido una llamada de Conner desde Atenas. Bingo.

Nicholas se puso alerta.

– ¿Lo has conseguido?

– Confirmado y muy detallado. Te mando por fax un in-forme completo.

– Bien.

– ¿Todavía no se lo has contado a Nell? Te estás metien-do en un serio problema.

– Mantenme informado. Estaré esperando tu fax. -Nicholas colgó el teléfono.


* * *

– Viene un hombre. Está esperando en el tercer portón. ¿Quieres que lo deje pasar? -Michaela estaba en la puerta del gimnasio, mirando desaprobadoramente a Nell, boca abajo sobre una colchoneta, y a Tanek, encima de ella-. No me gustan estos juegos tan brutos. Deberíais tener cosas mejores que hacer que andar rodando por el suelo.

– ¿Qué hombre? -Tanek dejó a Nell y se puso de pie.

– Es ese Kabler. Aquel que vino antes.

Nell se puso en tensión, con la mirada fija en Tanek.

– ¿Viene solo? -preguntó.

– Eso ha dicho -contestó Michaela-. Decídete. Tengo trabajo que hacer.

– Déjale pasar. -Tanek se dirigió hacia la puerta-. Se ha acabado la sesión, Nell. Ve a darte una ducha mientras ave-riguo qué quiere.

– No.

La miró por encima del hombro.

– No quiero estar al margen de esto. Te dije cuando vine aquí que no te permitiría tener secretos conmigo.

– Difícilmente te puedo estar escondiendo algo si aún no sé por qué ha venido aquí -respondió con sequedad.

Nell se fue a su habitación, se lavó la cara, se quitó el jer-sey sudado y se puso una blusa limpia.

Kabler ya estaba entrando en el patio cuando ella llegó junto a Tanek, en el porche.

El aire era terriblemente gélido, y pesados copos de nie-ve empezaban a amontonarse poco a poco sobre el suelo.

– No te has puesto el abrigo -le dijo Tanek sin mirarla-¿Me considerarías maquiavélico si te sugiero que esperes dentro?

– Estoy bien.

Kabler estaba saliendo del coche.

– Devolverte una visita aquí es como meterse en Fort Knox. -Se quejó. Su mirada se dirigió hacia Nell-. Hola, se-ñora Calder. ¿Es usted el diamante que el señor Tanek está intentando salvaguardar para él solo?

Hizo una inclinación de cabeza.

– Señor Kabler.

– Entre, señor Kabler. Vamos a acabar con esto. -Tanek entró en la casa.

– ¿Cómo está usted? -preguntó Kabler en voz baja al cruzarse con ella.

– Bien. ¿No tengo buen aspecto?

– Tiene un aspecto inmejorable.

Nell sintió una pequeña conmoción. Desde que había llegado a Idaho, casi había olvidado su cambio de físico.

– Estoy bien: más sana y fuerte. Ya ve que Nicholas no me tiene encerrada en una mazmorra. ¿Es por eso por lo que está usted aquí?

– En parte.

– Kabler -dijo Tanek.

– Es un bastardo impaciente, ¿verdad? -murmuró Ka-bler mientras entraba en la casa.

Nell lo siguió y cerró la puerta al frío exterior.

– Bonita casa -dijo Kabler mientras deambulaba por la habitación-. Lujosa pero confortable. Me gusta. -Se detuvo frente al Delacroix-. ¿Es nuevo?

– No, ya lo vio la última vez que estuvo aquí. -Hizo una pausa-. También comentó algo al respecto.

– ¿Lo hice? -Sonrió de soslayo-. Para ser exactos, des-pués de irme, me cercioré de que lo había obtenido legalmente.

– ¿Por qué? El arte no entra dentro de sus atribuciones.

– Tenía la esperanza de conseguir alguna prueba delictiva contra ti. Aunque no sabía cuándo podría necesitarla. -Movió la cabeza, resignado-. Por desgracia, descubrí que tenías las manos limpias. Y no es fácil echarte el guante, Tanek.

– ¿Para qué ha venido?

– La señora Calder desapareció después de salir del hospital. Como dudaba que se la hubiera tragado la tierra, pen-sé que quizá te la habías llevado tú. -Sus miradas se cruzaron-. ¿Por qué está aquí? ¿La estás preparando para que te sirva de cebo?

– Usted dijo que me atacaron por equivocación -intervi-no Nell con rapidez-. Si fue así, entonces no habría ningún motivo para que Tanek crea que soy un buen cebo.

– ¡Qué rápido sale en tu defensa! -dijo Kabler-. Siempre fuiste muy bueno ganándote la confianza de la gente. ¿Ha olvidado, señora Calder, que Tanek sí cree que había una razón por la que la atacaron? Dígame, ¿le ha contado lo de Nigel Simpson? -Sonrió-. No, ya veo que no.

– Dígaselo usted mismo -intervino Tanek impasible-. Obviamente, tiene unas ganas terribles de hacerlo.

– Muy perceptivo por tu parte. Nigel Simpson era uno de los contables de Gardeaux, al que obligaba a proveer-me de cierta información, señora Calder. Pero ha desapare-cido -movió la cabeza-. Más o menos en los días en que el señor Tanek hizo una visita a Londres. Qué coincidencia.

Londres. Nell recordaba perfectamente aquella llamada de Londres y el vuelo de Tanek al día siguiente.

– ¿Cree que lo tengo escondido aquí también? -le pre-guntó Tanek.

– No. Creo que ese pobre bastardo lo más probable es que esté escondido en el fondo del océano.

– ¿Y lo hice yo?

– Quizá.-Se encogió de hombros-. O puede que te acer-caras a mi fuente, lo comprometieras demasiado y Gar-deaux decidiera hacerlo picadillo. ¿Qué te dijo, Tanek?

– Nada. Ni lo conocía.

– Podría detenerte para interrogarte.

– No tiene pruebas. La única cosa que sabe es que los dos estábamos en la misma ciudad.

– Eso bastaría en tu caso. -Vaciló por un instante-. De acuerdo. No puedo presionarte. ¿Ya has compartido tus ha-llazgos con la señora?

– Pero si todavía no hemos establecido si descubrí algo o no.

– Entonces, ¿por qué está Reardon husmeando por ahí?

Tanek le miró con cara de póquer.

– ¿Husmeando por dónde?

– Atenas.

Nell se puso alerta.

Tanek sonrió.

– Grecia es un precioso lugar. Quizá necesitaba unas va-caciones. ¿Es eso lo que ha venido a preguntarme?

– No, creo que ya sé la respuesta. -Su expresión se tor-nó dura-. Sólo he venido a decirte que no vuelvas a meter-te en mi camino o tomaré medidas. Sabes que necesitaba a Simpson.

– Y yo. -Tanek dio un paso hacia la puerta y la abrió-. Adiós, Kabler.

Kabler arrugó la frente.

– ¿Me arrojas al frío? Qué poco hospitalario. ¿Éste es el famoso código del Oeste? -Pasó por delante de él-. Aún eres, en esencia, el mismo matón, Tanek.

– Nunca lo he negado. Somos lo que somos… o fuimos.

Kabler dio un último vistazo a la habitación, hasta que su mirada se posó en un florero chino que había en una esquina.

– Y fuiste bien recompensado. Sólo con este florero po-dría enviar a mis hijos a la universidad. -Su tono, de repen-te, se hizo más amargo-. Vives bien, ¿verdad? Tú y ese as-queroso de Gardeaux. Siempre te ha molestado que…

– Adiós, Kabler.

Kabler abrió la boca para añadir algo pero se contuvo al ver la mirada de Tanek. Se volvió hacia Nell.

– ¿Me acompañará hasta el coche? Me gustaría tener unas palabras con usted a solas. Contando con que Tanek le permita dejar su tutela.

– Ciertamente -dijo él sin expresión-. Ponte una cha-queta, Nell.

Ella la descolgó del perchero, cerca de la puerta, y siguió a Kabler.

La nieve caída velozmente y con más fuerza. El parabri-sas del coche de Kabler estaba ahora totalmente cubierto.

– Tendré suerte si consigo volver a la ciudad antes de que esto se convierta en una tormenta -musitó él mientras abría la puerta de su coche.

– Podría quedarse a pasar la noche.

– ¿Después de que Tanek me haya echado? Prefiero co-rrer el riesgo de la ventisca.

– No es ningún ogro. Si hubiera peligro realmente, le ha-bría permitido quedarse.

– No es un ogro, pero tampoco me parece el rey de la amabilidad en persona. -Añadió, cansado-: Además, no po-dría quedarme. Tengo que volver a Washington. Tengo un hijo enfermo. Y mi esposa me necesita para que la ayude.

Por primera vez, percibió que parecía mayor y más can-sado que en la última vez que lo había visto.

– Lo siento. -Impulsivamente le puso la mano sobre el hombro-. Sé que eso es mucho peor que estar enfermo uno mismo. ¿Qué tiene?

Se encogió de hombros.

– Gripe, quizá. Pero no parece que se la pueda sacar de encima.

– Espero que todo vaya bien.

– Irá. -Sonrió con esfuerzo-. Ya lo pasamos antes con los otros dos. Los crios se recobran con facilidad.

Nell asintió.

– Una vez, Jill tuvo neumonía, y en dos semanas ya esta-ba corriendo por el parque. Fue como si… -se detuvo-. Se pondrá bien.

– Claro. Gracias por su comprensión. Creo que necesi-taba que alguien me lo recordara. -Dirigió su mirada hacia la casa-. No confíe en él. Si has sido un criminal, siempre lo eres.

– Se equivoca. La gente cambia.

– No es como nosotros, ningún criminal lo es. ¿Podría imaginárselo sufriendo por un hijo que está enfermo? Son gente que camina por el barro y el barro los endurece, y nada traspasa la coraza.

– Eso no es cierto.

Kabler sacudió la cabeza:

– Lo he visto durante veinticuatro años. No son como nosotros. -Su mano se convirtió en un puño-. Son los reyes de la tierra. El dinero llega en abundancia y no tienen reglas. Sólo tomarlo, tomarlo y tomarlo.

– ¿Era esto lo que me quería decir?

– Tanek la ha engatusado. Ya he podido verlo. No quie-ro que salga herida.

– Nadie me va a herir ni nadie ha intentado engatusarme. Ya no.

– Entonces, ¿por qué no le ha contado lo de Nigel Simpson?

– No tengo ni idea. Pero lo hará cuando se lo pida.

Los labios de Kabler se tensaron.

– Realmente, la tiene en el bote, ¿verdad? ¿Está usted lia-da con él?

– Eso no le incumbe -repuso con frialdad.

– Lo siento. Tiene razón. Tan sólo quería ayudarla. ¿To-davía conserva mi tarjeta?

– Sí.

– Estaré cerca. -Arrancó el coche-. No espere a usarla cuando sea demasiado tarde.

Nell lo miró mientras conducía hacia la salida.

Realmente, la tiene en el bote.

Kabler estaba equivocado. Tanek no tenía control sobre ella. Estaba equivocado del todo. Excepto, quizá, en lo de Nigel Simpson.

Caminó lentamente de vuelta hacia la casa.

Nicholas estaba de pie junto al fuego con las manos ex-tendidas.

– Ven y caliéntate. Has estado fuera mucho rato.

Se despojó de la chaqueta y fue directamente al fuego.

– Está nevando con fuerza. Le he pedido que se quedara a pasar la noche.

– Pero ha preferido no arriesgarse.

– Le he dicho que no te importaría.

– ¿Y tú piensas que lo he arrojado a la nevada para que se lo cómanlos lobos?

– No seas ridículo.

– No lo haría -sonrió-. No si tú le hubieras rogado que se quedara.

Nell se dio cuenta de que eso implicaba que, sin su invitación, sí lo echaría.

– Me cae bien -explicó Nell.

– Lo sé. ¿Por qué no? Es un hombre de familia, honra-do…

– Pero a ti no.

– Demasiado virtuoso para mi gusto. Estoy acostumbra-do a que me lapiden y, por lo tanto, no confío en los hom-bres cuya tendencia natural es lanzar la primera piedra.

– ¿Qué le ha pasado a Nigel Simpson?

– Probablemente, lo que ha intuido Kabler. -Sus ojos se hicieron más pequeños-. Pero si lo que me estás preguntan-do es, si lo hice yo, entonces…

– No te estaba preguntando eso -le interrumpió.

– ¿Porque crees que soy demasiado inocente e incapaz de cometer tal barbaridad? -le preguntó burlón.

– No lo sé. Probablemente seas muy capaz, pero no creo… No lo harías sin… -Se frenó para, finalmente, añadir-: Sencillamente, no creo que tú lo mataras.

– Bien, está claro.

– Pero me gustaría saber qué sacaste de él.

Estuvo callado un instante:

– Me dio unos libros de contabilidad de Gardeaux y el nombre de otro contable en París con el que podría com-pletar el significado de aquellos libros.

– ¿Será de algún valor?

– Posiblemente.

– ¿Cómo?

– La información siempre es útil. Negocié mucho con ella cuando estaba en Hong Kong. Alguna la vendí, y otra la mantuve en reserva. Cuando lo dejé, las he usado como una póliza de seguro.

– ¿Póliza de seguro? -preguntó, deslumbrada.

– Hice un montón de enemigos durante aquellos años. No podía estar seguro de que no me convertiría en un blan-co después de dejar la red. Así que dejé en lugar seguro unas informaciones de alto voltaje sobre Ramón Sandé-quez, en vanas cajas de seguridad de depósito alrededor del mundo, con las instrucciones de filtrar su contenido a los grupos apropiados si yo desaparecía o me encontraban muerto.

Aquel nombre le sonaba familiar.

– ¿Quién es Ramón Sandéquez?

– Uno de los tres capos del cártel de drogas de Medellín.

Es cierto, Paloma, Juárez y Sandéquez, recordó Nell. Los jefes de Gardeaux, la jerarquía.

– Sandéquez no es un hombre al que uno se pueda opo-ner. Él dejó muy claro que, si me tocaban, no le haría nin-guna gracia.

Nell sintió un profundo alivio.

– Entonces, estás seguro.

– Hasta que Sandéquez crea haber encontrado mis cajas de seguridad. Ya ha localizado dos. O hasta que Sandéquez mismo sea asesinado. O hasta que alguien tan loco como Maritz decida que no le importa correr el riesgo.

– Pero si te quedaras aquí, ¿estarías seguro?

– ¿Limitando mi mente y mis esperanzas? -Movió la cabeza-. Prefiero tomar precauciones. No quiero renun-ciar a una vida plena. No es ésta la razón por la que vine aquí.

Había venido a echar raíces. Unas raíces muy poco pro-fundas.

– No seas loco -le dijo con fiereza-. Deberías continuar escondido aquí. No hay razón para que tengas que ir a nin-guna parte.

– Hay una razón.

– No valoras el riesgo que…

Gardeaux. Maritz. Por supuesto que había una razón. ¿En qué estaba pensando, se riñó Nell?

Había estado pensando solamente en mantenerlo se-guro.

Un sentimiento de culpabilidad la invadió. La cercanía y la intimidad habían ido avanzando y, ahora, amenazaban con interferir en aquello que debía hacer. Rápidamente se alejó de él.

– Tengo que darme una ducha.

– ¿Huyes? -le preguntó con tranquilidad.

– No, sólo… Sí. -No le mentiría-. Creo que debería irme. Las cosas se están complicando demasiado.

– Ya pensé que pasaría esto -dijo-. Maldito Kabler.

– No es culpa suya. Es sólo…

– Complicado -acabó la frase con sarcasmo-. Con Kabler como catalizador. -Fue hacia ella y la agarró por los hombros-. Escúchame. Nada ha cambiado. No tienes por qué huir.

Algo había cambiado. Por un momento había olvidado lo que era importante para ella, por culpa de su preocupa-ción por él.

Y Tanek lo sabía. Lo veía en su expresión.

– Muy bien. No volveré a tocarte -dijo-. Será como antes.

No podía ser. Se había acostumbrado totalmente a él, fí-sica y emocionalmente.

– No estás preparada. -Tomó la cara de Nell entre sus manos y susurró-: Quédate. -Tanek la besó ligeramente, con amabilidad. Levantó la cabeza-. ¿Lo ves? Nada se-xual, como si fuera tu hermano. ¿Qué te resulta tan compli-cado?

Se recostó contra él. Cómo ansiaba quedarse. Le necesi-taba tanto. Tenía razón: no estaba preparada para dejarlo. Quizá todo iría bien ahora que había comprendido lo que pasaba.

– De acuerdo. Durante una temporada.

Pudo sentir cómo se relajaba.

– Inteligente decisión.

No estaba demasiado segura de que aquello fuera muy inteligente. No estaba segura de nada en ese momento, pero sus brazos eran fuertes y protectores, y quería estar allí, abrazada por ellos.

– Déjame ir.

– En un minuto. Ahora necesitas un poco de esto.

Lo necesitaba. La conocía tan bien. La había estudiado y sabía lo que necesitaba, lo que quería. Cuando necesitaba comodidad, él le ofrecía comodidad. Cuando quería sexo, el le daba todo el que podía recibir. Era él, el inteligente. Esto debería asustarla en lugar de producirle aquella sensación de seguridad tan sólida. Finalmente, lo apartó y se dirigió hacia la puerta.

– Te veré en la cena.

– De acuerdo.

Se detuvo en la puerta cuando, de repente, la asaltó un pensamiento.

– No me has dicho qué ha ido a hacer Jamie a Grecia.

– Estaba investigando un par de pistas sobre el atentado de Medas.

– ¿Has sacado algo en claro?

– Aún es demasiado pronto para decirlo. -Lo dijo con indiferencia y su expresión así lo denotaba.

Demasiada indiferencia, quizá. Hubiera tenido que pre-guntarle inmediatamente por Jamie, pero él pasó de Simpson a Ramón Sandéquez y, de alguna manera, ella había perdido el hilo. ¿Había intentado a propósito detener su particular cacería?

– ¿Me estás diciendo la verdad?

– Por supuesto.

Nell añadió, titubeante:

– Esto es muy importante para mí, y necesito confiar en ti.

– Has dejado las cosas muy claras. ¿He hecho algo que te haya podido hacer desconfiar de mí?

Nell negó con la cabeza.

La sonrisa le iluminó la cara.

– Entonces, dame un descanso, pequeña. -Sonrió.

Una sonrisa preciosa, llena de calidez. Se descubrió de-volviéndole la sonrisa, como había hecho durante los días anteriores.

– Lo siento. -Se volvió para marcharse, pero vaciló al ver el exterior a través de la ventana-. Está nevando con más fuerza.

Tanek suspiró.

– Estás preocupada por Kabler. ¿Quieres que vaya tras sus huellas y me asegure de que consigue volver a la ciudad?

– ¿Lo harías? -preguntó, sorprendida por su ofreci-miento.

– Si es lo que quieres.

Sintió una ola de calidez.

– No, entonces me preocuparía por ti.

– Es bonito saber que me valoras por encima del virtuo-so Kabler.

– Quizá deje de nevar.

– Lo dudo. El hombre del tiempo ha dicho que nevará durante toda la semana a lo largo de toda la frontera con Ca-nadá. -Contempló cómo los campos de nieve asaltaban la ventana-. En pocos días incluso les afectará a Joel y Tania, en Minneapolis.

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