Capítulo 4

– ¿Querías verme?

Nell levantó la mirada y atisbo a Tanek de pie en la en-trada. Sintió una sacudida de rabia que tuvo dificultades para controlar. Pero la controlaría. Secamente le instó:

– Adelante.

Tanek se acercó. Llevaba puestos unos téjanos y un polo de color crema que vestía con tanta naturalidad como el esmoquin de la primera vez que lo había visto. Era en Tanek en lo que uno se fijaba, no en la ropa que pudiera llevar.

Se sentó en una silla, cerca de la cama.

– Pensé que ya te habrían librado de estos vendajes.

– Pasado mañana. Ya no llevo la abrazadera para la man-díbula, pero Joel prefiere que cicatricen los puntos. -Pasó directamente al tema del ataque-: Conoces al hombre que mató a Jill, ¿verdad?

Tanek no intentó disimularlo.

– Ya sabía que te agarrarías a eso. Sí, creo que sé quién es.

– ¿Eres un terrorista?

Una sonrisa tensó sus labios.

– Si lo fuera, ¿crees que lo admitiría?

– No, pero pensé que obtendría una respuesta.

Tanek sacudió la cabeza.

– Muy bien.

Ella no quería su aprobación sino respuestas.

– De todas maneras, no creo que fuera un ataque terrorista.

– ¿Ah, no? Todo el mundo parece pensar que sí.

– Yo no estaba en el salón. ¿Por qué iría un terrorista por mí?

Él entrecerró ligeramente los ojos:

– ¿Por qué iría nadie por ti?

– No lo sé. -Le miró retadoramente-. ¿Tú sí?

– Quizás ofendiste a Gardeaux.

Nell le miró desconcertada.

– ¿Gardeaux? ¿Quién es Gardeaux?

No se había dado cuenta de que él estaba tenso hasta que notó que se relajaba.

– Un individuo muy poco agradable. Me alegro de que no lo conozcas.

Le había lanzado aquel nombre para ver su reacción. Gardeaux. Guardaría ese nombre en la memoria.

– ¿Por qué insististe en acompañarme a mi habitación aquella noche? ¿Fue para asegurarte de que el asesino supie-ra dónde encontrarme?

– No, imagino que debía llevar un croquis completo de la casa y que sabía dónde estaba cada habitación mucho an-tes de llegar a la isla -la miró-, y la última cosa que deseaba era que resultaras herida, o muerta.

Nell tuvo que apartar la mirada de Tanek. Él quería a toda costa que le creyera, y su voluntad era muy fuerte. No, no debía confiar en él. Tenía que sospechar de todos, y par-ticularmente de él.

– ¿Quién mató a mi hija?

– Creo que fue un hombre llamado Paul Maritz.

– Entonces, ¿por qué no se lo dijiste a la policía?

– Ya les satisfacía lo del ataque terrorista dirigido contra Kavinski.

– Y ese tal Maritz ¿no es terrorista?

Tanek negó con la cabeza.

– Trabaja para Philippe Gardeaux. Pero la policía no iría tras él por el asesinato de tu hija.

Gardeaux, otra vez.

– ¿Me vas a decir de qué va todo esto, o tienes la intención de que lo adivine poco a poco?

Sonrió sin ganas.

– Lo estabas haciendo tan bien, que pensaba dejarte se-guir así un rato. Gardeaux es distribuidor. Es el enlace directo entre Europa y Oriente Próximo para una división del

cartel de la droga colombiana dirigido por Ramón Sandéquez, Julio Paloma y Miguel Juárez.

– ¿Distribuidor?

– Distribuye droga a los camellos y dinero para borrar sus huellas. Maritz es uno de sus hombres.

– ¿Y Gardeaux envió a Maritz para matarme? ¿Y por qué a Jill?

– Se cruzó en su camino.

Tan sencillo como eso. Una niña se cruzó en su camino y por eso fue asesinada.

Tanek miraba fijamente la expresión de Nell.

– ¿Estás bien?

Nell explotó.

– No, no estoy bien. -Sus ojos llameaban-. Siento rabia y asco, y quiero ver a Maritz muerto.

– Lo sabía.

– ¿Y dices que la ley ni tan sólo intentará procesarlo?

– No por la muerte de tu hija. Quizás encontrarán otro motivo para arrestarlo.

– Pero lo dudas.

– Gardeaux protege a sus hombres. No hacerlo pondría en peligro su libertad de movimientos. Invierte buena parte de su dinero en oficiales de policía y jueces.

Ella le miró, incrédula.

– ¿Estás diciendo que puede cometer asesinatos y que a nadie le importa?

– A ti sí te importa -respondió él, muy tranquilo-. Y a mí también me importa. Pero estamos hablando de miles de millones de dólares. Gardeaux levanta un dedo y, de repen-te, un juez tiene una casa en la Riviera y dinero suficiente para retirarse y vivir como un rey. Incluso si encontraras a alguien con enormes ganas de llevar a Maritz ante los tribu-nales, Gardeaux haría que el jurado fuese amañado.

– No puedo creer que sea cierto.

– Pues no lo creas, pero es cierto.

Fue la indiferencia de su tono lo que la convenció. Sólo es-taba enunciando un hecho y no intentaba persuadirla de nada.

– Entonces, ¿me estás diciendo que me olvide de Maritz?

– No, no soy tonto. Tú nunca lo olvidarás. Te estoy pidiendo que lo dejes en mis manos. Te aseguro que Maritz caerá, junto con Gardeaux.

– ¿Caerá?

Tanek sonrió.

– Vas a matarlo… -susurró Nell.

– A la primera oportunidad. ¿Te escandaliza?

– No. -Lo hubiera hecho antes de lo de Medas. Pero ahora ya no-. ¿Por qué?

– Eso no importa.

– Pareces saberlo todo sobre mí, ¿y yo no tengo derecho a saber nada sobre ti?

– Es lo que hay. Lo que sí te puede interesar es que llevo más de un año en esto y voy a dedicarme a este objetivo con la misma pasión que lo harías tú.

– No puedes. -No quedaba ni odio ni pasión suficientes en el mundo.

– Dices eso porque, ahora, tu visión no es completamen-te clara, todavía estás dentro de un túnel. En cuanto seas ca-paz de considerar otros puntos de vista, podrás…

– ¿Dónde está?

– ¿Maritz? No tengo ni idea. Escondido bajo el ala de Gardeaux.

– Entonces, ¿dónde está Gardeaux?

– No -dijo Tanek con firmeza-. Gardeaux y Maritz van en un solo paquete y tú no puedes tocar ese paquete. Si te metes así, sin más, en el terreno de juego de Gardeaux, aca-barás muerta.

– Pues enséñame cómo hacerlo.

– La única manera de no cometer errores es mantenerse alejada de ambos. Mira, Maritz era un SEAL, una especie de soldado de comando; conoce más maneras de matar de las que podrías contar. Y Gardeaux ha matado hombres sólo por haberle pisado un dedo del pie.

– Pero tú crees que puedes pescarlos.

– Los atraparé a los dos.

– No lo has conseguido todavía. ¿Por qué te está toman-do tanto tiempo?

Había puesto el dedo en la llaga. Tanek apretó los labios.

– Porque quiero vivir, maldita sea. No mataré a Gardeaux para, inmediatamente después, morir yo. Eso no sería una victoria. Tengo que encontrar la manera de derribarlo y que no…

– Entonces, no irás por él con la misma pasión que yo. -Buscó su mirada y añadió-: A mí no me importaría morir después de haber acabado con él. Lo que quiero es verle muerto.

– Mierda.

– Enséñame, utilízame. Lo haré en tu lugar.

– ¡Y un cuerno! -Se levantó y fue hasta la puerta-. Man-tente lejos de todo esto.

– ¿Por qué te enfadas? Ambos buscamos la misma cosa.

– Escúchame, maldita sea. Gardeaux te quiere muerta. -Abrió la puerta-. Y yo no voy a atar un cordero a la cerca para atraer al tigre.

– Espera.

– ¿Por qué? Creo que ya nos lo hemos dicho todo.

– ¿Cómo descubriste tantas cosas de mí?

– Hice preparar un expediente. Quería saber por qué Gardeaux podía querer matarte.

– Pero no lo descubriste -repuso, en un gesto de frustra-ción-. ¿Cómo podrías? No hay absolutamente ninguna ra-zón. Nada de esto tiene sentido.

– Sí, tiene que haber un motivo. Es sólo que no sabe-mos cuál, todavía. Continúo trabajando en ello. ¿Puedo irme ya?

– No, aún no me has explicado por qué insististe en su-bir a mi habitación aquella noche.

La expresión de Tanek no se inmutó, pero Nell pudo percibir una repentina tensión subyacente.

– ¿Qué importancia tiene?

– Todo es importante. Quiero saberlo.

– Recibí información que decía que podías estar involu-crada.

– ¿Involucrada en qué?

– La información no era clara. Y yo decidí que no era vá-lida en tu caso.

– Pero lo era, ¿no?

– Sí. ¡Sí, mierda, lo era! ¿Satisfecha? Tomé una decisión errónea y te dejé en manos de Maritz.

Ella lo observó un instante.

– Te sientes culpable. Ésa es la razón de que te hayas to-mado tantas molestias trayéndome aquí.

Tanek sonrió con tristeza.

– ¿No es agradable saber que tienes a alguien más a quien culpar, además de a Maritz?

Sí, lo sería. Y Nell deseó con todas sus fuerzas poder echarle la culpa a Tanek…

– No, no fue culpa tuya. Y no voy a culparte.

Vio que Tanek expresaba sorpresa.

– Eso es muy generoso.

– No estoy siendo generosa. Tú no lo sabías. No estabas allí cuando vino Maritz.

– Pero podría haber estado.

– Sí, podrías haber estado. Si quieres sentirte culpable, adelante. -Y añadió duramente-: Yo deseo que te sientas culpable. Quizás así me ayudes a encontrar a Maritz.

– Olvídalo.

– No lo olvidaré. Voy a…

Pero él ya había salido de la habitación.

El corazón de Tanek latía con fuerza, y la sangre hervía en sus venas. Había logrado romper la capa de hielo tras la que Nell había intentado protegerse de él, pero eso no importaba.

Tanek conocía a Maritz. Podía indicarle a cualquiera el camino hasta él. Y ella encontraría la manera de conseguir que lo hiciera.

Nell cogió los tensores de la mesilla de noche y deslizó un estribo bajo su pie izquierdo. Cada día estaba más fuer-te. Se ejercitaba incluso por las noches, cuando no podía dormir.

Dormir ya no era placentero, ahora que las pesadillas habían empezado a aparecer.

Y ya no quería dormir, ahora que tenía una buena razón.


* * *

Joel sonrió furtivamente ante la expresión de Tanek.

– Pareces un poco preocupado. Así pues, ¿debo deducir que yo exageraba?

– No -repuso Tanek, escuetamente.

– Ya te lo he dicho, no me gusta nada ese autocontrol

– ¿Qué?

Recordó la frialdad con que Nell lo había recibido. Pero aquella contención se había esfumado tras su ataque de nervios. Y a Tanek tan sólo le preocupaba ahora aquella única obsesión que la invadía y su decidida fuerza de vo-luntad.

Entonces, no irás a por él con la misma pasión que yo.

Oh, sí, Nell tenía pasión, la misma pasión ciega que ha-bía conducido a Juana de Arco a la hoguera.

Joel movió la cabeza.

– Digo que no me gusta que…

– Ya te he oído. No creo que tengamos que preocupar-nos por eso. ¿Cuánto falta para que pueda irse de aquí?

– Otras dos semanas.

– Retrásalo.

– ¿Por qué?

– No está preparada. -Y él tampoco lo estaba. Nell no iba a rendirse, no cabía la menor duda, y Tanek tenía que encontrar la manera de detenerla-. ¿Puedes descubrirle una complicación?

– No, no voy a mentirle a una paciente. Ya lleva aquí casi dos meses. -Su sonrisa mostró una tenue sombra malicio-sa-. ¿Qué sucede, Nicholas? Después de todo, fuiste tú el que me dijo que ella no era precisamente una central de energía, sino sólo una buena, amable y dulce mujer.

Nicholas tampoco estaba seguro de en qué se había con-vertido Nell Calder, pero sí había cambiado lo suficiente para hacerle sentir totalmente intranquilo.

– Basta ya, Joel. Necesito tu ayuda en esto.

– No si ello compromete mi ética profesional.

– Entonces, no le mientas. Todavía tiene algunos huesos rotos. Dile que quieres que se quede hasta que estén total-mente curados. Vamos, Joel, no necesitas esa cama.

Joel pensó en ello.

– Supongo que podría hacerlo.

– ¿Conoce ya a Tania? -preguntó Tanek.

– Todavía no.

– Haz que se conozcan lo antes posible.

– ¿La influencia de otra mujer?

– La influencia de otra superviviente. -Se dio la vuelta y se dirigió a Phil-. Vigílala de cerca.

Phil se sintió un poco herido.

– Estoy cuidando muy bien de ella, señor Tanek.

– Lo sé -sonrió Nicholas-. Pero asegúrate de que no sal-ga de aquí sin que nadie lo sepa. ¿De acuerdo?

Phil asintió.

– Esa mujer me gusta. Le conté que tengo un master en informática y está realmente interesada. Me ha estado pre-guntando todo tipo de cosas sobre ordenadores.

Demostrando interés por todo lo relacionado con orde-nadores, el afecto de Phil quedaba garantizado.

– ¿Qué tipo de preguntas?

Phil se encogió de hombros.

– Pues, preguntas.

Quizás aquel interés no obedecía a ningún propósito oculto. O quizá Nell, instintivamente, demostraba aquella curiosidad para ganarse la amistad de Phil. Tanek nunca ha-bría imaginado que la mujer que conoció en la isla de Medas fuera capaz de tales maquinaciones, pero, ahora, para él se-mejaba una desconocida.

– Vigílala, Phil.

– Sabe que lo haré. -Y volvió a entrar en la habitación de Nell.

– Es un buen chico -dijo Joel-. Y un buen enfermero.

– Pareces sorprendido. Ya te dije que te gustaría. -Vol-vió al tema-. ¿Traerás a Tania?

– ¿Por qué no? Está deseando conocer a Nell. -Hizo una pausa-. Estás preocupado por lo que ella pueda hacer cuan-do le dé el alta y deje de estar bajo tu protección, ¿verdad? De todas maneras, sabe que alguien intentó asesinarla. Segu-ramente, no será imprudente.

– ¿Imprudente? Sí, creo que podrías usar esa palabra. Aunque suicida sería, sin duda, mucho más adecuada.

– Tú sabes quién intentó matarla -dijo Joel, lentamente. Abrió los ojos como platos-: ¿Se lo has dicho?

– Efecto dominó. Tenía que ofrecerle algo. Además, se merece saberlo.

Joel sacudió la cabeza.

– Has cometido un gran error.

– Puede ser. He cometido unos cuantos, ya. -Empezó a caminar hacia los ascensores-. Pero la única cosa vital es el control de daños.

– Espera. Has recibido una llamada. -Joel buscó en su chaqueta y encontró un mensaje-. Jamie Reardon. Está en Londres y quiere que le llames urgentemente.

Nicholas cogió el mensaje.

– ¿Puedo utilizar tu despacho?

– No faltaba más. -Joel señaló la puerta al final de la en-trada-. Vivo exclusivamente para estar a tu servicio, Ni-cholas.

– Me alegro de que finalmente lo reconozcas -contestó él, con cara inexpresiva, mientras se dirigía al despacho-. Has estado un poco lento al principio.

Oyó que Joel mascullaba algo, y lanzaba algún impro-perio tras él.

Aún sonreía cuando localizó a Jamie.

– ¿ Has encontrado algo?

– Conner consiguió el nombre del soplón de Kabler den-tro de la organización de Gardeaux. Está aquí, en Londres. Un tal Nigel Simpson, un contable. ¿Quieres que intente negociar con él para metérnoslo en el bolsillo, como Kabler?

Una punzada de excitación removió a Nicholas.

– ¿Estás totalmente seguro de que es él?

– Conner dice que lo es, y el pobre ratoncillo sabelotodo tiene demasiado miedo para comprometerse si antes no es-tá condenadamente seguro. ¿Quieres que me acerque a Simpson?

– No, tomaré el próximo avión. No lo pierdas de vista.

– No hay problema. Está pasando la noche en el aparta-mento de su chica de alquiler favorita. No creo que se mue-va. -Soltó una risita-. Bueno, excepto dentro de ella. Me imagino que le inspirará un poco de movimiento. Tiene fama de ser una señorita muy pervertida. Estaré en el 23 de Milford Road. Conduciendo un taxi, uno de los viejos Rolls-Royce negros. -Suspiró-: ¿Sabes?, están desapare-ciendo gradualmente, reemplazados por monstruos lustro-sos sin un ápice de historia. Muy triste.

– Mientras Simpson no desaparezca…

– No lo hará. ¿Te he fallado alguna vez?


* * *

– Ah, ya puedes incorporarte. Eso está muy bien.

Nell alzó la mirada y descubrió a una joven morena, alta y de largas piernas junto a la puerta.

La joven llevaba téjanos, una camisa de hombre, a rayas, con las mangas dobladas por encima de los codos, y un cha-leco de piel. Sonrió.

– ¿Puedo entrar? Tú no me conoces, pero yo siento como si te conociera. Soy Tania Vlados.

El nombre le resultaba familiar.

– Me envió usted unas flores.

La joven asintió y entró.

– ¿Te gustaron? Las cultivé yo misma.

Tania Vlados tenía un ligero acento a pesar de su aspec-to tan americano.

– Eran preciosas, señorita Vlados.

– Tania. -Una sonrisa iluminó su cara-. Siento que va-mos a ser buenas amigas, y siempre acierto.

– ¿De verdad?

– Mi abuela era gitana, y solía decirme que yo no tenía el don de poder ver, pero sí el de poder oír. -Se sentó en la si-lla-. Y que escucharía los ecos del alma.

– Qué… interesante.

Tania soltó una risita.

– Crees que estoy loca. No te culpo. Pero lo que digo es cierto.

– ¿Trabajas aquí en el hospital?

– No, trabajo para Joel. Soy una especie de ama de casa, a cambio de un hogar. -Estiró las piernas hacia delante-. Y, antes de que lo preguntes, eso no quiere decir que comparta su cama, aparte de su casa.

Nell la miró, sorprendida.

– Nunca preguntaría una cosa así.

– ¿No? Te sorprendería saber cuánta gente sí lo hace. Ya no hay intimidad en el mundo. -Sus ojos brillaron, travie-sos-. La mayoría de las veces contesto afirmativamente a esa pregunta. Eso hace que Joel se escandalice. Está chapado a la antigua, ¿sabes?

– No, no lo sabía.

Ella asintió:

– No te das demasiada cuenta de nada durante las prime-ras semanas. Estás demasiado llena de tristeza. Como me pasó a mí.

Nell se puso tensa.

– Tú no eres ama de casa. Eres otro de esos psiquiatras que Joel me ha estado enviando. Lárgate. No quiero hablar contigo.

– ¿Psiquiatra? -Tania sonrió, divertida-. Yo tampoco creo en ellos. Cuando estuve aquí, recuperándome, Joel in-tentó conseguir que viera uno y lo envié a freír espárragos.

– ¿Fuiste paciente en esta clínica?

– Estaba bastante malherida cuando me trajeron aquí desde Sarajevo, pero Joel me curó. -Esbozó una mueca-. Ahora, soy yo la que intenta curarlo a él. ¿A que es un hom-bre espléndido?

No era precisamente ése el adjetivo que ella asociaría con Joel Lieber.

– Supongo. Creo que es muy amable.

– Es más que eso. Tiene un gran corazón. Y eso no es nada corriente. Es como una rosa. Me gusta verle cuando…

– Bueno, ¿preparada para el gran descubrimiento? -pre-guntó Joel al entrar en la habitación.

– Sí -contestó Tania, ansiosa.

Joel le dirigió una mirada de reproche:

– Estaba hablando con mi paciente.

– Estoy preparada -dijo Nell.

– Espero que no le moleste que Tania esté presente cuan-do le retire los vendajes. Ha estado atormentándome desde el mismo día de la operación para que le permitiera venir a verla.

– Tenía un cierto interés creado -dijo Tania-. Joel me permitió colaborar en el diseño de tu nueva cara. Le dije que te dejara la boca igual. Tienes una boca fantástica.

– Gracias. -Sus labios se curvaron, casi sonreían-, Pero deduzco entonces que le aconsejaste desechar el resto, ¿no?

– Más o menos.

Joel movió la cabeza.

– Diplomática, siempre tan diplomática.

Caramba, pero si estaba sonriendo, pensó Nell, sor-prendida. Una sonrisa genuina, no como esas que había fa-bricado para demostrar que estaba volviendo a la norma-lidad.

La astuta mirada de Tania estaba fija en su cara.

– No pasa nada -le dijo, muy tranquila-. Aprenderás que la risa no es traición. -Antes que Nell pudiera contestar, se volvió hacia Joel-: Piensa que eres muy simpático pero que no te pareces a una rosa.

– ¿A una rosa? -repitió él.

– Tú eres como una rosa. Lo pienso desde el momento en que te conocí. Tienes una belleza innata que se despliega y sorprende a cada momento.

El la miró horrorizado.

– Por supuesto que no hueles como una rosa. Más bien como un eucalipto, pero yo…

– Voy a buscar una silla de ruedas. -Joel salió como hu-yendo de la habitación.

Tania se puso en pie.

– Estaba gracioso, ¿verdad? Es muy curioso: los hom-bres no pueden soportar que se los compare con las flores. Y yo no veo por qué las flores tienen que ser exclusivamen-te femeninas.

– Admito que yo también he encontrado el símil un poco inusual -aún estaba sonriendo-, pero bastante intere-sante.

– Joel necesita que lo zarandeen con cierta asiduidad. -Tania la ayudó a ponerse una bata rosa y le abotonó el bo-tón superior-. Los médicos brillantes están acostumbrados a la admiración y a la adulación. Y eso es muy malo para ellos. -Meneó la cabeza, con aprobación-: Me gusta esta bata. Las batas deberían ser siempre de color rosa. Todos necesitamos colores cuando nos despertamos por la maña-na. Es una buena elección.

– Lo siento, pero el mérito no es mío. Sencillamente, apareció aquí sin más.

Tania sonrió de medio lado.

– De hecho, me estaba felicitando a mí misma. La esco-gí yo.

– ¿Quizá pensaste que me parecería a una rosa?

– Ah, un poco de humor. Eso es bueno. -Sacudió la cabeza-: No, Joel es mi única rosa. Ya decidiré más tar-de qué…

– Aquí la tenemos. -Joel entró con Phil de ayudante, empujando una silla de ruedas. Y le lanzó una mirada seve-ra a Tania-. ¿Crees que podrás comportarte de una manera más decorosa?

– No. -Tania observó cómo Phil sentaba con mucho cui-dado a Nell en la silla de ruedas-. Estoy demasiado excitada.

– ¿En serio? -Joel sonreía, indulgente.

Vaya, Joel la quería, pensó Nell, de repente. Las miradas que ambos se intercambiaban eran tan tiernas, amorosas y llenas de comprensión como si llevaran cincuenta años casa-dos. Nell sintió una punzada de dolor al comprender que ella y Richard nunca se habían mirado de aquella manera. Quizás, con tiempo, hubieras podido…

– Atención, estamos listos. -Tania puso una manta sobre las rodillas de Nell y le hizo un gesto a Phil-. En marcha. Nosotros te seguiremos.


* * *

– ¿Te gusta? -preguntó Tania con avidez.

Nell miró a aquella desconocida del espejo, aturdida.

– No te gusta nada.

La expresión de Tania era de total desolación.

– Shh -dijo Joel-. Déjala respirar.

Nell alzó una mano y, con sumo cuidado, se tocó la mejilla.

– Si no te gusta, es culpa mía. -dijo Tania-, porque Joel ha hecho un trabajo maravilloso.

– Sí-contestó Nell-. Un trabajo espléndido. La línea del pómulo es magnífica.

Se dio cuenta de que estaba hablando tan impersonalmente del mismo modo que si alabara una escultura. Era, de hecho, como se sentía. La cara del espejo era una obra de arte, absolutamente fascinante, casi… hechizadora. Sólo sus ojos castaños y su boca eran los mismos. No, tampoco eso era cierto del todo. Los ojos estaban ligeramente rasgados, y parecían más grandes. Incluso el color era más intenso. Y la boca parecía sorprendentemente vulnerable y sensual, com-parada con la angulosidad de los pómulos y la mandíbula.

Se tocó el párpado.

– ¿Qué ha hecho aquí? Está más oscuro.

– Un poco de cirugía cosmética -sonrió Joel-. Tania pensó que era mejor que la línea del perfilador de ojos fuera permanente, tanto en el párpado superior como en el infe-rior, por si acaso le gustaba nadar. Dios no quiera que no esté usted perfecta también bajo el agua.

– Es una línea muy sutil, y queda muy natural -se apre-suró a decir Tania-. Pensé que, una vez puestos a ello, valía más cuidar hasta el más mínimo detalle.

– Ya veo. -Ambos la miraban expectantes-. Tengo un aspecto bastante… fascinante. Jamás soñé que…

– Ya le mostré la impresión del ordenador -dijo Joel.

Nell lo recordaba vagamente.

– No pensé que, realmente… Supongo que ni siquiera pensé en ello.

– Tardará un poco en acostumbrarse. Si necesita algún tipo de apoyo, yo…

Tania lanzó un sonorísimo suspiro. Joel la ignoró.

– Como le decía, este cambio drástico puede ser un poco traumático. Quizá necesite ayuda para hacerle frente.

– Gracias, pero no la necesitaré. -Aquello no iba a cam-biar su vida. Antes de lo de Medas, quizá sí, pensó de repente. De hecho, la cara que Joel le había dado era la esencia de lo que hubiera soñado cualquier patito feo. La belleza daba confianza y, en ella, esa cualidad siempre había brilla-do por su ausencia. Pero ahora no. La rabia también daba fuerza. Estaba segura de que podría hacer frente a cualquier cosa-. Aunque quizá tenga que mirarme dos veces cada vez que pase frente a un espejo.

– También lo harán todos los hombres que se encuen-tren a menos de cien metros -sentenció Joel secamente-. Puede que necesite un guardaespaldas por más razones de las que piensa Nicholas.

– ¿ Guardaespaldas?

– Me imagino que Phil está haciendo las dos cosas. Ni-cholas quiere que esté usted bajo protección.

Nell enarcó las cejas.

– ¿Nicholas Tanek contrató a Phil?

Joel asintió.

– Phil solía trabajar para él. Puede sentirse segura. Ni-cholas no comete errores en ese terreno.

– ¿Y paga el salario de Phil?

– No se preocupe, él se hará cargo de todos sus gastos médicos.

– Desde luego que no. Envíeme las facturas a mí.

– Que sea Nicholas quien pague -dijo Tania-, Joel es muy caro.

– Me lo puedo permitir. Tengo una pequeña cantidad de dinero que me dejó mi madre… -miró a Tania-. ¿Conoces a Tanek?

Tania asintió.

– Hace años -dijo, ausente, mirando los cabellos de Nell-. Debemos ir mañana a la planta de abajo, a la pelu-quería, y eliminar esas canas.

– ¿Qué canas? -Nell se volvió hacia el espejo. Se quedó rígida al darse cuenta de que las canas habían invadido su sien izquierda.

– ¿Antes no las tenías? -preguntó Tania, en tono tranquilo.

– No.

– Sucede a veces. A mi tía se le puso el pelo completa-mente blanco después de que su marido fuera asesinado ante sus ojos. -Sonrió-. Son sólo unas cuantas. Creo que es-tarás magnífica con unas mechas, reflejos claros en una me-lena castaña. Todo el mundo pensará que es tres chic.

– No hace falta.

– Claro que sí. No voy a exponer la cara que he diseñado dentro de un marco pobre. -Se volvió hacia Joel- ¿Te parece bien?

– ¿Me estás consultando? Pensé que ya lo tenías todo de-cidido. -Asintió-. Supongo que sí, que estará bien.

Tania se volvió de nuevo hacia Nell.

– Entonces, ¿mañana, a las diez? Yo haré la reserva.

Nell vaciló. No tenía ninguna necesidad urgente de te-ñir unas pocas canas. Pero sabía que Tania se disgustaría si su creación no recibía hasta el último detalle, y a Nell le gustaba aquella mujer. Y, lo que era más inusual, se sentía có-moda con ella.

– Si a ti te parece bien…

– Oh, desde luego que sí. -Estaba radiante- Y a ti tam-bién te lo parecerá. Te lo aseguro.


* * *

– Su taxi, señor Simpson. -Jamie le abrió la puerta con un gesto exagerado-. Un día precioso, ¿verdad, señor?

Nigel Simpson frunció el ceño.

– No he pedido ningún taxi.

– No, creo que fue una mujer quien lo pidió.

Quizá fuera Christine, mientras él estaba en la ducha. Siempre tan servicial después de sus sesiones. Creía en la miel como bálsamo para calmar el escozor de los latigazos. Se sonrió al recordar lo excitante que se había mostrado la pasada noche. Aquella mujer era condenadamente magnífi-ca. Entró en el taxi.

¡Tanek!

La mano de Nigel voló hacia el picaporte.

Tanek le cogió del brazo.

– No se ponga nervioso -dijo amablemente-. Me moles-taría mucho. Creo que me ha reconocido usted. Pero ¿có-mo? Dudo que hayamos sido presentados.

Nigel se humedeció los labios.

– Me indicaron quién era usted, en Londres, el año pa-sado.

– ¿Gardeaux?

– No conozco a ningún Gardeaux.

– Creo que sí. Jamie, ¿por qué no nos das un pequeño paseo por el parque y así puede que el señor Simpson recu-pere la memoria?

Jaime asintió y se sentó en el asiento del conductor.

– No me acordaré de nada -dijo Nigel, y forzó una son-risa-. Se han equivocado, me han confundido por algún otro.

– ¿Fue Gardeaux quien le indicó quién era?

– No, ya le he dicho… -pero se detuvo ante la mirada de Tanek. Estaba allí, sentado, sin moverse, hablando con un tono de voz suave, como casual, pero, de repente, parecía aterrorizado-. Yo no sé nada. Pare a un lado, quiero salir de este taxi.

– Usted es contable, creo. Debe de ser muy valioso para Gardeaux… y para Kabler.

Nigel se quedó helado.

– No me suena ninguno de esos dos nombres.

– Estoy seguro de que a Gardeaux le suena el nombre de Kabler. Suponga que lo llamo y le cuento que es usted un informador de Kabler.

Nigel cerró los ojos. No era justo. Ahora que todo le es-taba saliendo bien, aparecía de pronto ese maldito bastardo que lo iba a enviar todo a rodar.

– Parece que no se encuentra usted demasiado bien -ob-servó Tanek-. ¿Quiere que abra la ventanilla?

– No podrá probar lo que dice.

– Ni tendré que hacerlo. Gardeaux no se arriesgaría, ¿verdad?

No, Gardeaux simplemente sonreiría, se encogería de hombros y, a la mañana siguiente, Nigel estaría muerto.

Nigel abrió los ojos.

– ¿Qué es lo que quiere?

– Información. Quiero informes precisos y con regulari-dad. Quiero verlo todo antes, y decidir lo que se puede ven-der a Kabler.

– ¿Piensa que soy el único contable que Gardeaux tiene en nómina? El nunca lo confiaría todo a un solo hombre. Nosotros recibimos sólo porciones y trocitos de las partidas de dinero que mueve, y la mayoría están codificados.

– La lista de nombres del golpe de Medas no estaba co-dificada.

– Pero sí la acción que se tenía que llevar a cabo.

– ¿Cuál fue la razón del golpe?

– Le envié a Kabler todo lo que averigüé.

– Entonces, tendrá que investigar más. Quiero saberlo todo.

– No puedo investigar. No sería seguro.

– ¿Sabe, Nigel? -sonrió Tanek-, realmente me tiene sin cuidado.


* * *

– Queda… especial.

Nell movió la cabeza y las mechas doradas brillaron bajo la luz suave del salón de belleza.

– Te queda maravilloso -afirmó Tania con rotundidad-. Y el corte te va mucho. Casual y a la vez sofisticado. -Se volvió hacia la peluquera-. Magnífico, Bette.

Bette sonrió.

– Ha sido un placer poner la guinda al pastel. Ahora lo que necesita es un nuevo vestuario de acorde con su nueva imagen.

– Perfecto -dijo Tania-. Mañana te acompañaré a la ciu-dad -frunció el ceño-. No, puede que a Joel no le parezca bien. Mejor la próxima semana.

– No es necesario -contestó Nell-. Puedo llamar al en-cargado de mi apartamento en París para que me envíe algo de ropa.

– Eso también, pero Bette está en lo cierto. Una mujer nueva necesita ropa nueva.

Mujer nueva. La frase de Tania resonó en la cabeza de Nell. De alguna manera, había muerto la misma noche que Jill y Richard. Y ahora había vuelto a nacer en la agonía de saber que Jill había sido asesinada. Pero aquella nueva mu-jer estaba incompleta; su interior estaba vacío. Aunque qui-zá no del todo, descubrió de repente. Había sentido calidez, ganas de reír e incluso envidia en aquellos últimos días, des-de que Tania había aparecido.

– ¿Estoy insistiendo demasiado? -preguntó Tania-. Es un hábito mío. No necesariamente un mal hábito, pero qui-zás algo molesto.

– Tú no molestas. -Nell se volvió hacia Bette-. ¿Cuánto le debo?

Bette negó con la cabeza.

– Estoy contratada por el hospital. No tiene que pagar nada, ni siquiera acepto propinas.

– Entonces, gracias -sonrió-. Tiene usted mucho ta-lento.

– Lo hago lo mejor que puedo pero, como ya he dicho antes, sólo he puesto la guinda. Con ese rostro, incluso cal-va estaría maravillosa.

– Así, ¿dejarás que te lleve de compras por la ciudad? -le preguntó Tania cuando hubieron salido del salón.

Nell había estado pensando en ello. Podía ser muy bue-na idea acercarse a la ciudad.

– Si Joel me deja…

– Estupendo. Le diré a Joel que se lo cargaremos todo a Nicholas. Eso le influirá a la hora de autorizarnos esa pe-queña excursión.

– ¿Por qué? ¿A Joel no le gusta Tanek?

– Sí, pero su relación es complicada. Joel es un hombre muy competitivo.

Nell la miró sin comprender.

– Nicholas es… -Tania se encogió de hombros-. Ni-cholas.

– Pero Joel es un cirujano brillantísimo.

– Y Nicholas, simplemente, brilla. Hay hombres que tienden a proyectar una larga sombra. A Joel no le gusta es-tar bajo la sombra de nadie. -Hizo una mueca-. Y libera su malhumor de la manera que le resulta más agradable. Por eso se sintió decepcionado cuando le dijiste que querías pa-gar la cuenta tú misma.

Nell tampoco quería permanecer bajo la sombra de Tanek.

– La deuda es mía.

Tania la miró fijamente.

– Sientes rencor hacia Nicholas.

No, no le guardaba rencor. Pero estaba resentida contra su habilidad para perforar las barreras que ella había erigido y la cruel manera que había tenido de hacerla volver a la vida. Odiaba el hecho de que, cada vez que le veía, le recor-daba la isla de Medas. Odiaba que quisiera controlarla, cuando podía ayudarla.

– Sé que es amigo tuyo, pero no es santo de mi devoción. Prefiero a tu Joel. -Cambió de tema-. ¿Esta clínica ofrece otros servicios, además del salón de belleza?

– Todo, desde una sauna a un restaurante de cinco tene-dores. Algunos de los pacientes de Joel prefieren quedarse hasta que están completamente recuperados y exigen todas las comodidades posibles. ¿En qué estabas pensando?

– Un gimnasio.

– Sí, pero dudo que Joel te deje hacer mucho ejercicio, al menos durante un tiempo. Querrá asegurarte de que los huesos están bien.

– Haré lo que pueda. Tengo que ponerme fuerte.

– Claro que sí. Sólo es cuestión de tiempo.

Pero Nell no quería esperar. Era exasperante sentirse tan débil e inactiva. Quería estar lista ya. Repitió:

– Haré lo que pueda.

– Veremos si es posible.

– ¿Mañana?

Tania enarcó una ceja.

– Hablaré con Joel. Puede que si te acompaño para ase-gurarme que no te lesionas…

– Pero eso interferirá con tu trabajo. No quiero impo-nerte nada. Ya has hecho demasiado por mí.

– No es una obligación. Me gusta. También necesito ha-cer ejercicio, y ser el ama de casa de Joel no requiere dema-siado tiempo. -Se rió-. Además, estará encantado de que esto me mantenga lejos del teléfono.

Nell la miró, dubitativa.

– En serio -continuó Tania-. Necesitarás ropa de depor-te- Te puedo dejar algo hasta que vayamos de compras.

Nell negó con la cabeza. Tania no tendría más que una ocho.

– No me irá bien.

– Bueno, te irá un poco grande, pero eso no es problema. La ropa para entrenar debe ir holgada.

Nell la miraba desconcertada.

– A no ser que tengas reparos en llevar ropa de otra per-sona…

– No, por supuesto que no, pero yo…

– Bien. -Ya habían llegado frente a la puerta de la habita-ción de Nell, y Tania se dirigió a Phil-: Te la devuelvo sana y salva. ¿Te gusta su pelo?

Phil silbó, admirado.

– Precioso.

Tania se volvió hacia Nell.

– Estaré aquí mañana, a las nueve, y te ayudaré a vestir-te. -Sonrió y se despidió con la mano antes de marcharse hacia el vestíbulo.

– La ayudaré a meterse en la cama -dijo Phil-. Debe de estar cansada.

Estaba exhausta, descubrió Nell, frustrada.

– Gracias, pero tengo que aprender a hacerlo yo sola. No puedo confiar en que…

Phil la levantó con facilidad y la transportó hasta la cama.

– Claro que puede. No pesa más que una pluma. Y, ade-más, me pagan para esto. -La acomodó en la cama-. Ahora, eche una cabezadita mientras le traigo la comida.

Te irá un poco grande

No pesa más que una pluma.

Lentamente, alzó el brazo y la manga de la bata resbaló hacia abajo. Se miró el brazo un momento, y después se abrió la bata y ciñó el holgado camisón de algodón contra su cuerpo. Debía de haber perdido unos once kilos.

Dieta instantánea, pensó con amargura. Cae desde un balcón, pierde todo aquello que amabas en tu vida, y serás más esbelta que un galgo. Tantos años sacrificándose para perder esos kilos de más y, ahora, cuando ya no importaba, habían desaparecido solitos.

Aunque quizá sí importaba. Ganaría fuerza y resistencia mucho más rápidamente sin ese exceso de kilos impidién-doselo.

La vanidad no era importante, pero la fuerza sí.

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