Capítulo 19

2 DE ENERO, PARÍS


– Gardeaux ingresó en el hospital ayer por la mañana -infor-mó Jamie mientras entraba en el apartamento blandiendo el periódico-. Padece una enfermedad desconocida y su estado es crítico. -Sonrió-. Es una lástima, después del éxito de su brillante fiesta renacentista.

– ¿Y se sabe algo de Kabler?

Jamie se encogió de hombros.

– Ni una palabra sobre él. Apuesto a que ya está de ca-mino a Washington, intentando inventarse una buena histo-ria para salvar el pellejo.

– Debe de saber lo de Gardeaux. ¿Podrá utilizarlo contra ti? -le preguntó Nell a Nicholas.

– Sería una tontería por su parte ahora que tengo los libros de Pardeau en mi poder. Su nombre figura de forma ostensi-ble en ellos.

– ¿Una nueva póliza de seguro?

– Combinada con los libros de Simpson, una póliza de oro.

– Entonces, ¿Kabler seguirá en la DEA como si nada?

– Es un hombre muy astuto. Dudo que nadie llegue a sa-ber nunca que se dejó comprar. Incluso acabará jubilándose con una medalla al mérito por su trabajo.

Nell sacudió la cabeza.

– No se puede tener todo -añadió Nicholas, tranquila-mente-. No puedo descubrirle. Necesitamos su silencio.

– Pero podemos cazar a Maritz -dijo Jamie-. He oído decir que puede que esté en el sur de Francia. Le vieron en Montecarlo.

Nell se volvió a mirarle.

– ¿Cuándo?

– Hace pocos días. Estoy haciendo averiguaciones.

– ¿Me mantendrás informada?

La mirada de Nicholas se fijó en su expresión.

– No pareces estar muy entusiasmada.

– No tengo demasiada energía para estarlo -repuso Nell, con sequedad-. Demasiadas emociones fuertes en los últi-mos días. -Se levantó y se dirigió al armario-. Lo que me re-cuerda que debo devolver el vestido de Dumoit. Celine me ha dejado tres mensajes en el contestador. Está a punto de llamar a los gendarmes. -Sacó el vestido, arrugado y man-chado de sangre, e hizo una mueca-. Puede que lo haga igualmente cuando vea en qué estado lamentable se lo de-vuelvo. -Se lo colgó del brazo, cogió su bolso y se encami-nó hacia la puerta-. Volveré dentro de un par de horas.


* * *

– No está en Montecarlo, sino aquí -dijo Tania llanamente cuando Nell la localizó por teléfono desde una cabina cer-cana al apartamento-. No estamos lejos de Montecarlo. Joel y yo fuimos a pasar el día.

– Y él os siguió.

– Nos sigue a todas partes. Se está impacientando… y ya no va con tanto cuidado. Ayer le vi.

– ¿Dónde?

– En la zona del puerto. Tan sólo un instante, reflejado en un escaparate.

– ¿Sabes lo de Gardeaux?

– Sí. ¿Está realmente enfermo? No es lo que yo esperaba.

– Tampoco yo. Una sorpresa de Nicholas. -Nell hizo una pausa-, ¿Será pronto?

– Muy pronto. Quiero estar segura de que va a pasar a la acción. Ya te llamaré. Mantente cerca del apartamento.


* * *

– No has tardado mucho -le dijo Nicholas, al verla cruzar la puerta.

– No.

Lo suficiente para llamar a Tania. Lo suficiente para al-quilar un coche y aparcarlo cerca de allí. Pronto. Sería pronto.

– ¿Se ha enfadado mucho?

– ¿Quién? ¿Oh, madame Dumoit?

– ¿Quién, sino?

La pregunta no parecía encerrar ninguna sospecha, pero Nell se maldijo a sí misma por no haber estado más alerta. A Nicholas nunca se le pasaba nada por alto.

– Sí, mucho -repuso Nell con una sonrisa-. Dice que acabará con mi carrera. Que nunca más podré dedicarme a ser modelo.

– Una lástima. Supongo que tendrás que dedicarte a cui-dar ovejas. -La sonrisa de Nell se esfumó-. Bueno, bueno, no te pongas nerviosa -se disculpó-. No voy a hacer más comentarios por ahora. -Se puso en pie-. ¿Qué te parece si te invito a comer fuera? Nunca hemos comido juntos en un sitio público. Será toda una experiencia.

Mantente cerca.

Nell sacudió la cabeza.

– Estoy cansada. Prefiero comer aquí. Hay un colmado en esta misma calle, un poco más abajo. ¿Puedes ir a com-prar algo para la comida, por favor? -Tanek enarcó las cejas.

– Como quieras.

Pronto.


* * *

Maritz había estado en su habitación.

Tania se fijó en el joyero. Ella lo había dejado sobre el tocador. Y ahora estaba sobre el mármol del cuarto de baño.

El conjunto blanco de Armani con el que había apareci-do en las fotos del periódico ya no estaba en el armario. Al-guien lo había dejado, con todo esmero, sobre una silla.

Maritz había estado allí, y quería que ella lo supiera.

Estaba a punto.


* * *

4 DE ENERO, 7.IO HORAS


Sonó el teléfono, y a Nell le bastaron unos segundos para saltar de la cama y correr hacia la sala.

– Hoy -dijo Tania-. Saldré hacia la casita a las seis de la tarde. Estaré allí hacia las ocho. No llegues tarde.

– No lo haré. -Había llegado tarde en Bellevigne, y casi ha-bía perdido a Nicholas. Esta vez, nada iba a detenerla-. Pero, en cuanto hayas conseguido llevarle hasta allí, Maritz es mío.

– Ya veremos.

– No. No puedes discutirme eso. Es mío. Tú ya has cumplido tu parte. Ahora debes mantenerte al margen.

– No me gusta que…

– Mató a mi hija.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.

– De acuerdo, me mantendré al margen -aceptó Tania. Y colgó.

Nell volvió a la cama y se deslizó bajo la colcha.

– ¿Quién era? -preguntó Nicholas.

Ella no respondió. Ya le había mentido antes. No quería volver a hacerlo.

– ¿Alguien que ha marcado un número equivocado?

Nell asintió y se abrazó a él. Nicholas no creía en abso-luto que fuera una llamada sin importancia, pero le estaba proporcionando una buena evasiva. Sospechaba algo, pero nunca intentaría forzarla a dar una explicación. No era su estilo. Se limitaría a observar y esperar.

– Me gustaría hacer el amor, Nicholas -susurró Nell-. Si te parece bien.

– Dijiste eso mismo la primera vez que te me acercaste. -Se volvió hacia ella y también la abrazó-. Me parece bien, me parece muy bien. Ahora mismo. -La besó-. Durante los próximos cincuenta años. Siempre a su plena disposición, señora. -Los brazos de Nell lo estrecharon con más fuerza-. Mientras no me rompas las costillas.

– Te quiero, Nicholas.

– Shh, ya lo sé. -Apartó la colcha y se inclinó sobre Nell-. Lo sé. Lo sé…


18.35 HORAS


– Nell se dirige hacia el sur -dijo Jamie.

– No la pierdas de vista. Ahora mismo voy. Te seguiré.

Nicholas colgó el teléfono y salió del apartamento. Sabía perfectamente que la excusa que Nell le había dado para salir era totalmente falsa, y le había costado bastante reprimir sus ganas de no dejarla marchar.

Hacia el sur. ¿Montecarlo?

Subió al coche y pisó al acelerador a fondo.

¿Quién demonios podía saber hacia dónde se dirigía?

Donde quiera que fuese, seguro que Maritz era el obje-tivo.

Y eso le aterrorizaba.


18.50 HORAS


La preciosa Tania había decidido acabar con todo aquel asunto.

Su melena castaña ondeaba al viento mientras el desca-potable rojo rugía por la autopista.

Estaba sola.

El coche de Maritz la seguía a buen ritmo, pero no in-tentaba alcanzarla.

Ella sabía perfectamente que lo tenía justo detrás.

Sabía que no podía escapar de él.

Sabía que había llegado la hora.

Maritz se sintió invadido por una ola de placer al recor-dar la resistencia que ella le había ofrecido en la primera ocasión. Esta vez sería mucho más interesante, porque ella era plenamente consciente del peligro.

Detente pronto, preciosa Tania.


– Se dirige a la casita -informó Jamie cuando Nicholas des-colgó el teléfono del coche-. Quizá no sea nada.

Pero seguro que pasaba algo.

Si Nell se dirigía a la casita, era porque Maritz debía es-tar allí.

O llegaría pronto.

Mierda.

– ¿Quieres que vaya directamente hacia allí? -preguntó Jamie.

«Sí. Ve, rápido, detenla, sálvala.»

– ¿Nick?

Nicholas respiró profundamente.

– No, aparca en la falda de la colina y espérame.


* * *

19.55 HORAS


Todo estaba oscuro cuando Nell condujo el coche hasta la parte de atrás de la casita.

Ni una sola luz. Ni otro coche.

Esta vez, no llegaba tarde.

Salió del auto y se dirigió a toda prisa hacia la puerta principal. La abrió, dejó su pistola en el suelo, junto a la en-trada y encendió la luz del porche. Había luna llena, pero Nell quería jugar con todas las ventajas. Se acercó hasta el borde del acantilado y miró hacia abajo, a las olas que rom-pían contra las rocas. Respiró profundamente varias veces y sacudió los hombros para relajar los músculos.

Había imaginado que estaría nerviosa, asustada o furio-sa. En lugar de eso, tenía una sensación de inevitabilidad, de total decisión y calma.

Maritz estaba al llegar. Aquello era para lo que ella se había preparado, en cuerpo y mente.

Se tensó al ver el haz de luz de los faros de un coche que se acercaba por la carretera.

No supo con toda certeza que se trataba de Tania hasta que estuvo tan sólo a unos cien metros.

El pequeño descapotable rojo se detuvo frente a la puer-ta principal, y Tania se bajó de él.

– ¿Te ha seguido? -preguntó Nell.

Tania echó una mirada por encima del hombro.

– Ahí le tienes.

Un coche se acercaba lentamente, casi con pereza.

– Entra en la casita. La puerta está abierta.

Tania dudó un momento:

– No quiero dejarte sola. ¿Llevas pistola?

– Está en la entrada.

– ¿Y se puede saber de qué va a servirte ahí?

– Si no puedo detenerle, irá por ti.

– Por el amor de Dios, coge la pistola.

Nell sacudió la cabeza.

– Dispararle sería demasiado rápido. Él hizo sufrir mucho a Jill. Quiero hacerle daño. Quiero que sepa que va a morir.

Tania se dirigió a la puerta, cogió la pistola y se la ofre-ció a Nell:

– Cógela. O no entro.

Nell asió el arma. No había tiempo para discusiones. Los faros del coche estaban ya a sólo unos metros.

– Date prisa, Tania.

Tania corrió hacia la casa.

Casi al instante, una potente luz bañó a Nell.

El coche se detuvo justo delante de ella. Un hombre bajó de él y preguntó desde la portezuela, aún abierta:

– ¿Dónde está Tania?

Maritz. Las sombras protegían su rostro, pero Nell no había olvidado aquella voz. La misma que resonaba en sus pesadillas.

– Tania está dentro. Y no vas a hacerle nada.

Maritz se acercó a ella, recorriéndola con los ojos, desde las zapatillas de deporte blancas y los pantalones téjanos, hasta la pistola.

– ¿Ha llamado a la policía? Me decepciona.

– No soy policía. Ya me conoces, Maritz.

Él observó aquel rostro detenidamente.

– No sé quién… ¿Calder? ¿La señora Calder?

– Sabía que sólo hacía falta aguijonear un poco tu curio-sidad.

– Lieber hizo un trabajo espléndido. Debería usted dar-me las gracias.

La invadió una fuerte oleada de rabia.

– ¿Darte las gracias? ¿Por asesinar a mi hija?

– Había olvidado lo de la cría.

No mentía. Había significado tan poco para él, que ya no recordaba haber matado a Jill.

Maritz dio otro paso hacia ella.

– Pero ahora lo recuerdo. Lloraba, gritaba, intentaba ir hacia el balcón.

– Cállate.

– Me había visto en las grutas. Le dije a Gardeaux que te-mía que me pudiera reconocer. Pero no era cierto. Matar a un niña es algo muy especial. Son suaves, y su miedo es tan auténtico… Casi puedes tocarlo.

A Nell le temblaba la mano con que sujetaba la pistola. Sabía que era lo que él quería, pero Maritz estaba realmente destruyendo su serenidad, matándola con palabras.

– Le clavé el cuchillo una vez, pero no fue suficiente. Era tan…

Se abalanzó hacia ella, hizo saltar el arma por los aires y la golpeó en la mejilla con el dorso de la mano.

Nell cayó al suelo.

Él ya estaba sobre ella, mirándola maliciosamente.

– ¿No quieres saber cómo gritaba mientras yo…?

Ella le soltó un puñetazo en la boca. Luego, rodó hacia un lado, librándose de él.

Un rayo de luna se reflejó en el filo del cuchillo que Ma-ritz llevaba ya en la mano.

El cuchillo. Nell se puso en pie de un salto y lo esquivó. Los recuerdos se agolpaban en su mente.

Medas. Nadie puede ayudarme. No me hagas daño. No le hagas daño a Jill. ¿Por qué no se detiene?

– No puedes detenerme. -Maritz avanzaba hacia ella-. No pudiste hacerlo entonces. No podrás hacerlo ahora.

Es el espantapájaros.

Sigue y sigue. No puedes detenerle.

– Vamos -murmuró Maritz-, ¿no quieres que te expli-que más detalles sobre cómo la acuchillé? ¿Cuántas cuchi-lladas necesité?

– No -repuso ella, con un hilo de voz.

– No tienes valor. Eres la misma mujercita llorona. Con otro aspecto, pero eres la misma. No tardaré nada en acabar contigo y encargarme de Tania.

Aquellas palabras fueron como un cubo de agua helada para ella. Ahora, la víctima sería Tania. No Jill. Ya no esta-ban en Medas, y ella ya no era la misma mujer.

– No harás nada de eso.

Giró sobre sí misma y le lanzó una patada en el estómago. Maritz soltó un gemido y se dobló en dos. Pero antes de que ella pudiera atacarle de nuevo, se repuso y se alejó de un salto.

Nell avanzó hacia él.

– No vas a matar a Tania. Nunca más volverás a matar a nadie.

– Adelante -sonrió él-. Luchemos.

Otra patada, esta vez en el brazo, y el cuchillo voló por los aires.

Maritz masculló algo y se agachó para recuperarlo.

Ella corrió hacia él.

Él ya estaba de nuevo en pie, blandiendo el arma con una precisión aterradora.

Nell sintió un dolor insoportable en el hombro…

Ahí estaba Maritz, acorralándola, sonriente.

Ella lo esquivó, intentando sobreponerse al intenso dolor.

Nell estaba junto al borde del acantilado, y Maritz se-guía avanzando hacia ella. Las olas del mar rompían con fuerza contra las rocas, justo allí abajo.

Medas.

No, nunca más.

Le esperó.

– ¿Estás preparada? -susurró él-. Ya llega, ya está aquí. ¿Oyes cómo te llama?

La muerte. Hablaba de la muerte.

– Desde luego. Estoy preparada.

Maritz se abalanzó sobre ella. Nell se hizo a un lado y le retorció el brazo, obligándole a soltar el cuchillo.

Con todas sus fuerzas, le asestó un golpe directo en la nariz, rompiéndole los huesos, cuyos fragmentos salieron disparados hacia el cerebro.

Maritz se tambaleó y se desplomó de espaldas, precipi-cio abajo.

Ella se acercó al borde y miró las olas pasando por enci-ma de aquel cuerpo destrozado.

Abajo, abajo, abajo vamos…


* * *

Se dejó caer de rodillas sobre el suelo.

Ya acabó todo, Jill. Ya está, cariño.

– Nell.

Era Nicholas. Lo reconoció al instante, aún aturdida.

– Está muerto, Nicholas.

Él la abrazó.

– Lo sé. Lo he visto todo.

– Por un momento he pensado que no podría… -le miró a los ojos-. ¿Lo has visto?

A Nicholas le temblaba la voz.

– Y no quiero volver a pasar por algo igual nunca más.

– ¿Has estado observando lo que pasaba sin intervenir?

– Habías tomado muchas precauciones para estar segura de que no te detendría. Y sabía que no me lo perdonarías ja-más si decidía actuar. -Hizo una pausa-. Aun así, he estado a punto de hacerlo.

– Tenía que librarme de él yo sola, Nicholas.

– Lo sé. -Se separó un poco de ella y observó la herida del hombro-. Ya no sangra, pero es mejor que entremos en la casa y la vendemos.

Tania se acercaba a ellos.

– ¿Lo hemos conseguido? -preguntó en un susurro.

Nell echó una última mirada hacia el acantilado antes de dirigirse a la casa.

– Lo hemos conseguido.


* * *

Al salir de la sala de urgencias, el rostro de Joel reflejaba una expresión indescriptible.

Tania suspiró. Ya sabía que se pondría furioso.

– La herida no es grave, ¿verdad? -le preguntó.

– No. Ha perdido sangre, y va a pasar la noche aquí, bajo vigilancia.

– ¿Quieres divorciarte de mí?

– Me lo estoy pensando.

– No lo hagas. Gracias a tu ex esposa, lo sé todo sobre pensiones de divorcio. Y estoy segura de que conseguiría una cantidad superior. Te arruinarías.

– No estoy de humor para bromitas.

– Tenía que hacerlo, Joel. -Se abrazó a él, se acurrucó contra su pecho y le susurró-: Sé que querías protegerme, pero no podía permitirlo. Me importas demasiado. Pero te prometo que dejaré que seas tú quien elimine al próximo tipo que se me acerque. Incluso buscaré uno. He oído decir que en Central Park los tienen expuestos para que puedas escoger. Sólo tenemos que hacer escala en Nueva York y… -Joel casi no podía disimular su risa, y ella le miró. Bien. La tormenta había pasado-. ¿No crees que es una buena idea?

– Serías capaz de hacerlo, ¿a que sí? -Él también la mira-ba-. No sé cómo tomarme todo esto, Tania. No volverá a suceder nada parecido.

– Te lo prometo. Pero no he estado realmente en peligro. -Joel soltó un bufido burlón-. En serio. -Tania le sonrió-. Yo era Paul Henreid. Nell era Humphrey Bogart.


* * *

Nicholas se sentó en una silla junto a la cama de Nell y le cogió la mano.

– ¿Cómo te encuentras?

Enseguida supo que la pregunta no se refería solamente a su estado físico.

– No lo sé. -Sacudió la cabeza-. Muy relajada. Descon-certada. Vacía.

– Joel ha hecho un buen trabajo dándote los puntos en el brazo. No te quedará cicatriz.

– Fantástico.

– He reservado dos plazas en el vuelo de mañana. Te lle-vo de vuelta al rancho.

Nell volvió a sacudir la cabeza.

– ¿Prefieres que nos quedemos aquí unos días?

Dios santo, qué difícil le resultaba a Nell decir aquello:

– Quiero que tú vuelvas al rancho.

Él se quedó callado durante unos instantes.

– ¿Sin ti?

Nell asintió bruscamente.

– Necesito estar sola durante un tiempo.

– ¿Cuánto tiempo?

– No lo sé. No estoy segura. Ya no estoy segura de nada.

– Yo sí estoy seguro. Estoy seguro de que me quieres.

– Tengo miedo, Nicholas -susurró Nell.

– ¿De qué yo no viva eternamente? No puedo darte una solución a eso. -La acarició en la mejilla-. Tendrás que de-cidir si el tiempo que nos queda para estar juntos es sufi-ciente.

– Es muy fácil decir eso. ¿Qué pasará si tomamos la de-cisión equivocada? -Se detuvo un instante, antes de conti-nuar-. ¿Recuerdas lo que dije sobre los pasos que tiene que dar la gente para convertirse en alguien completo? Te dije que yo estaba descentrada, hecha un lío. Y ahora no estoy mejor que entonces.

– Yo puedo ayudarte.

– Tú puedes consolarme. Pero no puedes ayudarme. Tengo que hacerlo sola.

Él esbozó media sonrisa.

– ¿Así que te vas para convertirte en un cisne?

– Me voy para curarme del todo y para crecer y para to-mar las riendas de mi vida.

– ¿Qué piensas hacer?

– Pintar, buscar trabajo, hablar con la gente. Lo que haga falta.

– Y yo no entro en tus planes, ¿verdad?

– Aún no.

– Pero ¿volverás al rancho cuando te sientas preparada?

– Si todavía quieres que lo haga.

– Maldita sea, claro que querré. -Se levantó y la miró fi-jamente a lo ojos-. Voy a darte tiempo, a dejarte espacio, pero no puedo asegurarte que no vaya por ti. -Le dio un beso rápido e intenso-. Date prisa, maldita sea.

Y se fue.

Los ojos de Nell se llenaron de lágrimas. Quería llamar-le, decirle que tomaría ese avión con él y que jamás miraría hacia atrás.

Pero no iba a hacerlo. No iba a engañarle. Quería pre-sentarse como una persona completa.

Y tampoco se engañaría a sí misma.

Загрузка...