LIBRO PRIMERO

UNO

Nueva Orleáns, jueves, 20 de febrero, once de la noche

Doris Whitney se desvistió lentamente y eligió un camisón de color rojo intenso para que luego no se notara la sangre. Con una última mirada verificó que la agradable habitación que había aprendido a querer durante treinta años, hubiera quedado limpia y en orden. Abrió el cajón de la mesita de noche y con mucho cuidado extrajo el arma, que colocó junto al teléfono mientras marcaba el número de su hija, en Filadelfia. Se recostó en la cama.

– Tracy… Tenía ganas de oír tu voz, querida.

– Qué sorpresa, mamá.

– Espero no haberte despertado.

– No. Estaba leyendo en la cama. Salí con Charles a cenar, pero el tiempo está espantoso; nieva intensamente. ¿Cómo está todo por ahí?

Dios mío, estamos hablando del tiempo -pensó Doris Whitney-, son tantas las cosas que querría decirle, y no puedo…

– ¿Mamá?

Doris miró por la ventana.

– Está lloviendo -dijo al fin.

Y pensó: El ambiente melodramático adecuado, como en una película de Alfred Hitchcock.

– ¿Qué es ese ruido? -preguntó Tracy.

Truenos. Doris no los había oído, tan absorta estaba en sus pensamientos. Se abatía una tormenta sobre Nueva Orleáns. El informe meteorológico había pronosticado lluvias. Veinte grados de temperatura. Por la noche, precipitaciones y tormentas eléctricas. No se olvide de llevar su paraguas. Pero ella no iba a necesitarlo.

– Son truenos, Tracy. -Trató de poner un matiz de jovialidad en su voz-. Cuéntame cómo andan las cosas en Filadelfia.

– Me siento como la princesa de un cuento de hadas, mamá. Nunca creí que se pudiera ser tan feliz. Mañana por la noche conoceré a los padres de Charles. -Y agregó con voz un poco más ronca-: Los Stanhope, de Chesnut Hill. -Se rió-. Son toda una institución. Tengo unos nervios tremendos.

– No te preocupes, querida. Aprenderán a quererte.

– Charles dice que eso no importa, porque él me quiere. Y yo lo adoro. No veo la hora de que lo conozcas. Es fantástico.

– No lo dudo, querida. -Jamás conocería a Charles ni a su futuro nieto. Pero no debo pensar en eso-. ¿Se da cuenta él de lo afortunado que es?

– Se lo digo continuamente -afirmó Tracy entre risas-. Pero basta de hablar de mí. Cuéntame cómo estás.

Su salud es perfecta, Doris -le había dicho el doctor Rush-, le quedan por lo menos cien años de vida.

Una pequeña ironía.

– Me siento espléndida. -Charlando contigo.

– ¿Todavía no te decides a buscar un novio? -bromeó Tracy.

Desde que había muerto su marido, cinco años antes, Doris no consideraba siquiera la posibilidad de salir con otro hombre, pese a que su hija la alentaba.

– Aún no, querida. ¿Cómo va tu trabajo? ¿Aún te gusta?

– Me encanta. A Charles no le molesta que siga trabajando después de que nos casemos.

– Eso es estupendo, querida. Parece ser un hombre muy comprensivo.

– Lo es. Ya lo verás con tus propios ojos.

Se oyó un poderoso trueno. Ya era la hora. No había nada más que decir, salvo la despedida.

– Adiós, querida.

Logró mantener firme la voz.

– Te llamaré apenas hayamos fijado la fecha de la boda, mamá.

– Sí. -Después de todo, quedaba algo por decir-. Te quiero mucho, mucho, Tracy.

Lentamente Doris Whitney colgó el receptor.


Tomó el revólver. Había una sola forma de hacerlo: rápidamente. Apoyó el cañón contra su sien y apretó el gatillo.

DOS

Filadelfia, viernes, 21 de febrero. Ocho de la mañana

Tracy Whitney salió de su departamento y se sumergió en la densa llovizna que caía sobre las lustrosas limusinas que recorrían la calle Market y sobre las casas abandonadas que se apretujaban en los barrios bajos de Filadelfia Norte.

La lluvia hacía brillar autos y edificios y ablandaba los montones de basura acumulados frente a las casas descuidadas. Tracy iba a su trabajo. Caminó con paso ágil por la calle Chesnut en dirección al Banco; sentía ganas de cantar. Su impermeable y botas amarillas eran visibles desde lejos y usaba un sombrero para lluvia que apenas si cubría su mata de brilloso pelo castaño. Tenía veinte años, un rostro vivaz, boca sensual, unos ojos chispeantes y de color indefinible y una figura delgada, atlética. Su piel iba del blanco translúcido al rosa intenso, según su estado de ánimo.

Una vez su madre le había dicho:

Sinceramente, querida, a veces no te reconozco. Tienes una notable capacidad de mimetismo cromático.

La gente se daba la vuelta para sonreírle, casi consciente de la felicidad que brillaba en su cara. Ella les devolvía la sonrisa.

Es casi una inmoralidad sentirse tan contenta -pensó Tracy-. Voy a casarme con el hombre que amo, tendré un hijo de él. ¿Qué más puedo pedir?

Cuando estaba a punto de llegar al Banco, miró la hora. Las ocho y veinte. Faltaban diez minutos para que se abrieran las puertas del «Philadelphia Trust and Fidelity» para los empleados, pero Clarence Desmond, vicepresidente a cargo del departamento internacional, ya estaba desconectando la alarma exterior y abriendo la puerta. A Tracy le gustaba presenciar el diario ritual. Se detuvo a esperar bajo la lluvia; vio a Desmond entrar y cerrar la puerta con llave. En todo el mundo los Bancos poseen sistemas secretos de seguridad y el «Philadelphia Trust» no era una excepción. La rutina nunca variaba, salvo la señal en clave que se modificaba semanalmente. Esa semana la señal era una persiana a medio bajar. Desde afuera, los empleados sabían, al verla, que se estaba realizando una inspección con el fin de comprobar que no hubiese intrusos en el edificio. Clarence Desmond revisó los lavabos, el tesoro, el sector de cajas de seguridad. Sólo cuando estuvo seguro de que no había nadie, hizo levantar la persiana para avisar que todo seguía bien.

El contador principal era siempre el primero al que se le permitía el acceso. Ocupaba su lugar junto a la alarma de emergencia hasta que hubiesen entrado los demás empleados, y luego cerraba la puerta con llave.

A las ocho y media, Tracy penetró en el bello salón con sus compañeros, se quitó impermeable, sombrero y botas, y se divirtió con los comentarios de los demás acerca del tiempo lluvioso.

– Este viento de mierda me ha estropeado el paraguas -se lamentó una joven-. Estoy empapada.

– Vi pasar dos patos nadando por la calle Market -bromeó el jefe de los cajeros.

– Según el pronóstico, esta lluvia puede seguir una semana más. Cómo me gustaría estar en Florida -dijo otro empleado desde su escritorio.

Tracy sonrió y se dispuso a trabajar. Estaba a cargo del departamento de transferencia por cable. Hasta poco tiempo atrás, la transferencia de dinero de un Banco a otro, o de un país a otro, había sido un proceso lento y engorroso, que exigía llenar infinidad de formularios y depender del servicio nacional e internacional de Correos. Con el advenimiento de las computadoras, la situación cambió drásticamente y enormes sumas de dinero pudieron ser remitidas en forma instantánea de un sitio a otro. La tarea de Tracy consistía en extraer del ordenador los datos de transferencias nocturnas y enviarlas a otros Bancos. Todas las operaciones se realizaban en un código que de vez en cuando se cambiaba para impedir la actuación de personas no autorizadas. Millones de dólares electrónicos pasaban por sus manos diariamente. Era un trabajo fascinante, la sangre que alimentaba las arterias de los negocios de todo el orbe y, hasta que apareció Charles Stanhope III en su vida la labor bancaria le había parecido lo más maravilloso del mundo.

El «Philadelphia Trust and Fidelity» poseía una importante sección internacional. A la hora del almuerzo, Tracy y sus compañeros solían comentar las actividades de cada mañana.

Deborah, la jefa de contadores, anunciaba por ejemplo: Acabamos de concretar el préstamo conjunto de cien millones de dólares para Turquía.

Mae Trenton, secretaria del vicepresidente del Banco, también tenía novedades:

– En la reunión de directorio de hoy se decidió participar en el nuevo empréstito para el Perú. La comisión para el intermediario es de más de cinco millones de dólares.

Y John Creighton, el malhumorado del grupo, agregaba:

– Tengo entendido que vamos a aprobar el paquete de cincuenta millones de ayuda para México. Yo creo que no se merecen ni un centavo.

– Es interesante -observó Tracy-. Los países que más nos atacan por nuestra política monetaria, son los primeros en pedirnos créditos.

Justamente por ese tema, Charles y ella habían tenido su primera discusión.


Tracy había conocido a Charles Stanhope III en un simposio sobre temas de finanzas al que Charles había asistido como orador invitado. Charles dirigía una financiera, fundada por su bisabuelo, que realizaba frecuentemente operaciones con el Banco donde trabajaba Tracy. Luego de la disertación, Tracy manifestó su desacuerdo con el análisis que había realizado él sobre la capacidad de los países del Tercer Mundo para pagar las cuantiosas sumas de dinero que pedían prestadas a Bancos comerciales del mundo entero. Al principio, a Charles le hicieron gracia; luego quedó intrigado por los apasionados argumentos de la bella joven que tenía ante sus ojos. El intercambio de ideas prosiguió durante la cena que compartieron en un restaurante.

En un primer momento, Tracy no quedó muy impresionada por Charles Stanhope III, pese a estar al tanto de que se le consideraba el soltero más apetecible de Filadelfia. Charles tenía treinta y cinco años, y era el heredero de una de las familias más tradicionales de la ciudad. Con su metro ochenta de estatura, sus ojos castaños y sus modales algo distantes, le resultó uno de esos típicos ricachones aburridos.

Como si le leyera los pensamientos, Charles se inclinó sobre la mesa y declaró:

– Mi padre está convencido de que en el sanatorio le dieron el bebé equivocado.

– ¿Cómo?

– Soy la antítesis de él. Sucede que para mí, el dinero no es el fin supremo de la vida. Pero, por favor, nunca le cuentes lo que he dicho:

Lo manifestó con tal sencillez y encanto que Tracy sintió una súbita simpatía por él. Me pregunto cómo sería estar casada con una persona tan rica y poderosa…

El padre de Tracy se había dedicado la mayor parte de su vida a la creación de una empresa que los Stanhope habrían considerado insignificante. Los Stanhope y la gente como yo jamás podrían alternar -pensó Tracy-; somos como el agua y el aceite. Pero, ¿por qué pienso estas idioteces? Un hombre me invita a cenar y ya estoy pensando si quiero casarme con él. Lo más probable es que nunca volvamos a vernos.

Charles le dijo en ese momento:

– Podemos salir a cenar mañana, si quieres…


La vida nocturna de Filadelfia era deslumbrante. Los sábados por la noche, Tracy y Charles iban al ballet o a los conciertos de la orquesta municipal. Durante la semana exploraban la selecta colección de tiendas de Society Hill, o iban a recorrer el Museo de Arte o el de Rodin.


A Charles no le interesaba mucho la gimnasia pero a Tracy sí, de modo que los sábados por la mañana ella iba a correr por el parque. Los sábados por la tarde iba a clase de tai chi ch'un, y luego de una hora de agotadora gimnasia, se dirigía feliz al departamento de su novio. Charles era todo un gourmet, que disfrutaba preparando platos exóticos para ambos.

También era la persona más puntillosa que jamás hubiese conocido. Una vez que llegó a cenar a casa de él con quince minutos de retraso, Charles se disgustó tanto que arruinó la velada.

Tracy tenía escasa experiencia sexual, pero le daba la impresión de que Charles hacía el amor de la misma forma en que conducía su vida: minuciosa, adecuadamente. En una ocasión ella decidió ser más audaz y menos convencional en la cama, y fue tal el espanto de él que Tracy se limitó a desempeñar su papel habitual.

El embarazo fue inesperado, y llenó a Tracy de incertidumbre. Como Charles no había mencionado el tema del matrimonio, no quería que se sintiera obligado a casarse por el bebé. No estaba segura de poder afrontar un aborto, pero la alternativa era una opción igualmente dolorosa. ¿Sería capaz de criar a una criatura sin ayuda del padre, y no sería eso también injusto para el niño?

Decidió darle la noticia una noche, después de cenar. Tracy había preparado un guiso en su departamento, y era tal su nerviosismo que lo dejó quemar. Al colocar el plato frente a Charles dejó su discurso cuidadosamente ensayado y sólo atinó a decir:

– Lo siento, Charles, pero estoy embarazada.

Se produjo un silencio insoportablemente largo y, cuando Tracy estaba a punto de romperlo, Charles dijo:

– Nos casaremos, por supuesto.

A Tracy la inundó una sensación de alivio.

– No quiero que pienses…, no tienes obligación de casarte conmigo -musitó.

El levantó una mano para hacerla callar.

– Quiero hacerlo, Tracy. Serás una maravillosa esposa. -Y agregó lentamente-: Por supuesto, mis padres se sorprenderán un poco.

Con gesto tierno, la besó. Ella preguntó en un susurro:

– ¿Por qué habrían de sorprenderse?

Charles lanzó un suspiro.

– Querida, me parece que no te das cuenta de todo lo que te espera. Los Stanhope siempre se casan con, entre comillas, gente como ellos: la aristocracia de Filadelfia.

– Y ya tienen elegida la mujer -aventuró.

Charles la tomó en sus brazos.

– Eso me importa un pito. Cenaremos con mis padres el viernes que viene. Ya es hora de que los conozcas.


Eran las nueve menos cinco. Tracy notó que se intensificaba el nivel del ruido del Banco. Los empleados comenzaban a hablar con mayor rapidez, a moverse con más presteza. Las puertas se abrirían al público en cinco minutos, y había que tener todo preparado. Por el ventanal, Tracy vio a los clientes que aguardaban en la acera, bajo la lluvia.

El guardia del Banco distribuyó impresos de ingreso y de extracción en las seis mesas alineadas en el pasillo central. Los clientes habituales recibían impresos de ingreso con un código magnético personal, de modo que cada vez que realizaban una operación automáticamente el ordenador lo acreditaba en la cuenta correspondiente.

Sin embargo, muchas veces venía gente sin sus propios impresos, y debía utilizar los comunes del Banco.

El guardia miró el reloj de la pared, y cuando la aguja llegó a las nueve, se dirigió a la puerta y la abrió con aire ceremonioso.

Durante las horas siguientes, Tracy estuvo demasiado ocupada con el ordenador como para pensar en otra cosa. Cada transferencia por cable debía ser controlada dos veces para comprobar que tuviese el código correcto. Cuando había que hacer un débito, daba entrada al número de cuenta, la cantidad y el Banco adonde había que transferir el dinero. Cada Banco poseía su propio código numérico. Había una guía confidencial en la que figuraban los códigos de todos los Bancos importantes del mundo.

La mañana se le pasó rápidamente. Pensaba aprovechar la hora del almuerzo para ir a la peluquería. Pidió turno en «Larry Stella Botte», y aunque era espantosamente caro, se dijo que valía la pena. Deseaba causar una buena impresión a los padres de Charles. No me importa qué novia le hayan elegido. Nadie puede hacer a Charles más feliz que yo.


A la una, cuando estaba poniéndose el impermeable, Clarence Desmond la llamó a su despacho. Desmond era la imagen estereotipada del ejecutivo. Vestía trajes de corte sobrio y tenía un aire de anticuada formalidad que le daba un aspecto que inspiraba confianza.

– Siéntese, Tracy. -Se enorgullecía de conocer el nombre de pila de todos sus empleados-. Qué tiempo horrible, ¿verdad?

– Sí.

– Pero, de todos modos, la gente tiene que hacer sus operaciones bancarias. -Ya se le habían acabado los comentarios triviales. Se apoyó, entonces, sobre su escritorio-. Tengo entendido que se ha comprometido con Charles Stanhope III.

Tracy quedó asombrada.

– Ni siquiera lo hemos anunciado. ¿Cómo…?

Desmond sonrió.

– Cualquier cosa que hagan los Stanhope es noticia. Me alegro mucho por usted. Supongo que seguirá trabajando con nosotros, después de la luna de miel, desde luego. No querríamos perderla. Es usted una de nuestras empleadas más valiosas.

– Charles y yo conversamos sobre el tema, y llegamos a la conclusión de que me haría más feliz seguir trabajando.

Desmond sonrió satisfecho. La financiera «Stanhope» era una de las más renombradas de la comunidad bursátil, y nada le habría gustado más que conseguir la cuenta exclusiva de ellos para su Banco. Se recostó sobre el respaldo del sillón.

– Cuando vuelva de la luna de miel, Tracy, habrá un interesante ascenso para usted, y un considerable aumento de sueldo.

– ¡Vaya! Eso es maravilloso…

Sabía que se lo merecía, y experimentó un gran orgullo. No veía la hora de contárselo a Charles. Tenía la impresión de que los dioses se habían puesto de acuerdo para abrumarla de felicidad.


Los Stanhope vivían en una impresionante mansión antigua de Rittenhouse Square. Se trataba de un hito en la ciudad: Tracy había pasado muchas veces por allí. Y ahora, va a ser parte de mi vida.

Estaba nerviosa. El hermoso peinado había sucumbido a causa de la humedad. Cuatro veces se había cambiado de atuendo. ¿Debería vestirse con sencillez o con algo más arreglado? Tenía un único traje de «Yves Saint Laurent» y había tenido que ahorrar para poder comprarlo. Si me lo pongo, pensarán que soy una snob. Pero por otra parte, si elijo otra cosa, dirán que su hijo se casa con alguien inferior a él. Diablos, pensarán eso de todos modos. Finalmente optó por una simple falda gris de lana y una blusa de seda blanca, y se puso al cuello la cadenita de oro que su madre le había regalado para Navidad.


Un mayordomo de librea abrió la puerta de la residencia.

– Buenas noches, señorita Whitney. -Este hombre conoce mi nombre. ¿Será un buen o mal indicio?-. ¿Me permite el abrigo?

Tracy avanzó por un pasillo de mármol que le pareció más grande que todo el Banco. De pronto sintió pánico. Dios mío, elegí mal la ropa. Debí haberme puesto el «Ives Saint Laurent». Al entrar en la biblioteca sintió que comenzaba a desfallecer. Se encontró cara a cara con los padres de Charles.

El señor Stanhope era un hombre de sesenta años, de mirada severa. Era una proyección de lo que sería su hijo al cabo de treinta años. Tenía ojos castaños, mentón firme y cabello blanco. A Tracy le resultó muy agradable. Sería un abuelo perfecto.

La madre de Charles tenía un aspecto imponente. Era bastante baja y corpulenta, pese a lo cual poseía un porte aristocrático.

La señora le tendió la mano.

– Gracias por haber venido, querida. Le hemos pedido a Charles que nos deje unos minutos a solas contigo. ¿No te importa?

– Claro que no -declaró el padre de Charles-. Siéntate… Te llamas Tracy, ¿verdad?

– Sí, señor.

Ambos tomaron asiento en un sofá, frente a ella. ¿Por qué tengo la sensación de que voy a enfrentarme a una inquisición? Someterte a algo que no puedas superar. Simplemente ten confianza en ti misma.

El primer paso de Tracy fue dedicarles una tenue sonrisa que se le borró cuando cayó en la cuenta de que se le había corrido la media. Trató de disimularlo cruzando las piernas.

– Así que tú y Charles queréis casaros.

La voz del señor Stanhope era cordial. Esas palabras la perturbaron.

– Sí.

– No hace mucho que os conocéis, ¿verdad? -preguntó la madre.

Tracy trató de mantener la calma.

– Lo suficiente como para saber que nos amamos, señora.

– ¿Se aman? -murmuró el señor Stanhope.

– Para andar sin rodeos -dijo la mujer-, la noticia de Charles nos cayó como un balde de agua fría. -Sonrió con aire condescendiente-. Seguramente Charles te habrá hablado de Charlotte. -Una expresión de sorpresa se pintó en el rostro de Tracy-. Entiendo. Bueno. Charlotte y él se criaron juntos, siempre fueron muy amigos…, y francamente, todos esperábamos que anunciaran su compromiso este año.

No fue necesario que le describiesen a Charlotte. Tracy ya se había formado una imagen de ella. Sería rica y provendría del mismo círculo social que Charles. Habría ido a los mejores colegios. Le encantarían los caballos y las joyas.

– Háblanos de tu familia -le sugirió el señor Stanhope.

Dios mío, ésta es una escena de película. Yo soy Rita Hayworth, que va a conocer a los padres de Cary Grant. Ahora, el mayordomo debería salvar la situación entrando con una bandeja de bebidas.

– ¿Dónde naciste, querida? -preguntó la señora.

– En Luisiana. Mi padre era mecánico.

No había necesidad de agregar eso, pero Tracy no pudo resistirse. Al diablo con ellos. Estaba muy orgullosa de su padre.

– ¿Mecánico?

– Sí. Tenía un pequeño taller en Nueva Orleáns, que convirtió en una empresa bastante grande en su especialidad. Cuando murió, hace cinco años, mi madre se hizo cargo del negocio.

– ¿Qué produce esa… empresa?

– Repuestos para automotores.

El matrimonio intercambió una mirada gélida, y ambos musitaron al unísono:

– Entiendo.

El tono de voz de los Stanhope puso tensa a Tracy. Contempló los rostros poco amables que tenía ante sus ojos y, para su consternación, comenzó a decir tonterías.

– Les encantará mi madre. Es una mujer hermosa, inteligente, encantadora. Nació en el Sur. Es también muy bajita, más o menos de su altura, señora…

Sus palabras fueron desvaneciéndose en el opresivo silencio. Tracy lanzó una risita boba.

El señor Stanhope afirmó, con tono inexpresivo:

– Charles nos informó de que estás embarazada.

La actitud del matrimonio era de total desaprobación, como si Charles no hubiese tenido nada que ver con lo ocurrido.

– No entiendo cómo en esta época… -comenzó a decir la señora, pero no concluyó la frase porque en ese momento entró Charles en la habitación.

Tracy sintió una oleada de alivio al verlo.

– ¿Y bien? -preguntó Charles con una amplia sonrisa-. ¿Cómo os ha ido?

Tracy se puso de pie y corrió a sus brazos.

– Muy bien, querido. -Lo estrechó fuertemente, pensando: Gracias a Dios que no es como sus padres.

Oyeron una tosecita discreta a sus espaldas. El mayordomo llegaba con la bandeja de las bebidas. No debo preocuparme -se dijo Tracy- Esta película tendrá final feliz.


La cena fue excelente, pero Tracy estaba demasiado nerviosa para comer. Hablaron de temas bancarios, de política y del lamentable estado del mundo, en un tono muy cortés e impersonal. Para ser justos -pensó Tracy- tienen todo el derecho del mundo de preocuparse por la mujer que se casará con su hijo. Algún día la empresa será de Charles, y es importante que tenga la esposa adecuada.

Charles le tomó suavemente la mano con que ella había estado retorciendo la servilleta debajo de la mesa y le sonrió.

– Tracy y yo preferimos una boda sencilla, y después…

– Tonterías -interrumpió su madre-. En nuestra familia, no existen las bodas sencillas, Charles. Decenas de amigos querrán estar presentes. -Miró a Tracy, evaluando su aspecto-. Tal vez debamos enviar las invitaciones de inmediato… Si os parece conveniente -agregó.

– Sí. Por supuesto -replicó Tracy.

Al fin y al cabo, iba a haber fiesta. ¿Por qué siquiera lo dudé?

– Algunos de los invitados vendrán de fuera -prosiguió la señora-. Lo arreglaré todo para que se alojen aquí, en la casa.

– ¿Ya habéis decidido adonde iréis de luna de miel? -preguntó el padre.

Charles sonrió.

– Ésa es información reservada, papá.

– ¿Cuánto tiempo estaréis fuera? -preguntó la madre.

– Unos cincuenta años, mamá -respondió Charles y Tracy sintió que lo adoraba.


Después de cenar fueron a la biblioteca a tomar el coñac. Tracy paseó la vista por la habitación, forrada de roble, con estanterías llenas de libros encuadernados en cuero, dos cuadros de Corot, un pequeño Copley y un Reynolds. No le hubiera importado que Charles no fuese rico, pero le regocijó pensar que tendrían una existencia muy placentera.

Era casi medianoche cuando Charles la llevó de regreso a su departamento.

– Espero que no hayas sufrido demasiado esta noche, Tracy. Mis padres son muy rígidos a veces.

– Oh, no, son encantadores -mintió ella.

Estaba agotada por la tensión, pero al llegar a la puerta preguntó:

– ¿Vas a entrar, Charles?

Necesitaba estrecharlo entre sus brazos.

– Creo que esta noche no. Tengo un día muy complicado mañana.

Tracy disimuló su desencanto.

– Claro. Comprendo, querido.

– Mañana hablaremos.

Le dio un beso breve, y ella lo vio desaparecer por el pasillo.


El insistente ulular de las alarmas de incendio quebró la quietud de la noche. Tracy se incorporó en la cama, atontada aún por el sueño. Lentamente comprendió que la había despertado el sonido del teléfono. El reloj de la mesilla de noche indicaba las dos y media de la madrugada. Asustada, lo primero en que pensó fue que algo le había ocurrido a Charles. Levantó el auricular.

– Diga…

Una distante voz masculina preguntó:

– ¿Tracy Whitney?

– ¿Quién habla?

– El teniente Miller, del Departamento de Policía de Nueva Orleáns. ¿Es usted Tracy Whitney?

– Sí.

El corazón comenzó a latirle con fuerza.

– Lamento tener malas noticias para usted.

La mano de Tracy aferró con firmeza el teléfono.

– ¿Qué ocurre?

– Se trata de su madre.

– ¿Tuvo algún tipo de accidente?

– Murió, señorita.

– ¡No es posible!

– Siento tener que informárselo de este modo -prosiguió la voz.

Era una pesadilla. No acababa de creerse que en realidad estuviera sucediendo semejante cosa. Tracy no pudo contestar. Se le había paralizado la mente.

La voz del teniente insistía:

– Diga…, ¡dígame, señorita Whitney!

– Tomaré el primer avión.


Se sentó en la diminuta cocina de su departamento y pensó en su madre. Era imposible que hubiese muerto. La relación entre ambas era estrecha y cariñosa. Desde niña, Tracy siempre había podido hablar con su madre de sus problemas, del colegio, de muchachos, y posteriormente, de hombres. Al morir el padre de Tracy, había recibido muchas propuestas para que vendieran la empresa, suficiente dinero como para vivir holgadamente el resto de sus vidas, pero su madre se empeñó en no vender. «Tu padre construyó esta empresa. No puedo tirar por la borda tanto trabajo.»

Se sirvió un café que dejó enfriar mientras seguía sentada en la penumbra. Ansiaba con toda su alma llamar a Charles para contarle lo sucedido y tenerlo a su lado. Miró el reloj de la cocina. Eran las tres y media. No quiso despertarlo. Le hablaría desde Nueva Orleáns. Se preguntó si la muerte de su madre afectaría sus planes de casamiento, y en el acto se sintió culpable. ¿Cómo se le ocurría pensar eso en un momento así? El teniente Miller le había dicho: «Cuando llegue, tome un taxi y venga directamente a la comisaría.» ¿Por qué a la Policía? ¿Por qué? ¿Qué había pasado?


Mientras esperaba por su maleta en el concurrido aeropuerto de Nueva Orleáns, rodeada de impacientes viajeros, Tracy transpiraba, sofocada y nerviosa. Trató de acercarse a la cinta transportadora de equipaje, pero no la dejaron llegar. Cada vez sentía más angustia. No quería pensar en lo que la esperaba. Deseaba creer que todo era un error, pero las palabras seguían resonando en su mente: Lamento tener malas noticias para usted… Siento tener que informárselo de este modo…

Cuando finalmente pudo hacerse con su maleta, tomó un taxi y repitió la dirección que le había dado el teniente.

– Calle South Broad 715, por favor.

El chófer le sonrió por el espejo retrovisor.

– ¿A la Policía?

Pero Tracy no deseaba conversar en aquellos momentos.

El automóvil enfiló hacia el Este, en dirección a la autopista del lago Ponchatrain, mientras el chófer proseguía su charla.

– ¿Ha venido para el gran festejo, señorita?

No tenía la menor idea de qué le estaba hablando, pero pensó: No, vine por la muerte de mi madre. Era consciente de la voz del hombre, pero no escuchaba las palabras. Prosiguió sentada muy erguida en el asiento, sin prestar atención al paisaje familiar que iban dejando atrás. Sólo al aproximarse al barrio francés captó Tracy el ruido que iba en aumento. Era el sonido de una muchedumbre enloquecida, de gente que coreaba antiguas letanías.

– Hasta aquí llegamos -le informó el taxista.

Tracy levantó la mirada y vio el sorprendente espectáculo. Cientos de miles de personas gritaban, disfrazadas de dragones, de cocodrilos gigantes, de dioses paganos, llenando las calles en una enloquecida cacofonía de sonido. Una explosión demente de cuerpos, música, carrozas, bailes.

– Bájese antes de que vuelquen el coche. Maldito carnaval.

Claro. Estaban en febrero. Tracy se bajó del taxi y se quedó parada en la acera, maleta en mano y en un instante fue arrastrada por la multitud danzante. Un festival de brujas negras festejaba la muerte de su madre. La maleta desapareció de sus manos. Un gordo con máscara de diablo la aferró y la besó en la boca. Un ciervo le apretó los pechos, un gigantesco oso panda trató de levantarle la falda. Tracy forcejeó para liberarse y echar a correr. Estaba atrapada en medio de la fiesta, baile y los cánticos. Se abrió paso entre el gentío, con lágrimas en los ojos. Cuando por fin pudo llegar a una calle más tranquila, estaba al borde de la histeria. Largo rato permaneció inmóvil, apoyada contra un farol, respirando hondo, recuperando lentamente el dominio de sí misma. Luego se encaminó a la comisaría.


El teniente Miller era un hombre cansado, de rostro curtido por la intemperie. Parecía profundamente incómodo en su papel.

– Lamento no haber podido ir a recibirla al aeropuerto, pero toda la ciudad se ha vuelto loca. Revisamos los efectos personales de su madre y usted fue la única persona que encontramos para avisarle.

– Por favor, teniente, dígame qué le sucedió a mi madre.

– Se suicidó.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

– ¡Es…, es imposible! ¿Por qué habría de matarse? Tenía todo lo que se puede desear en la vida…

– Dejó una nota para usted -replicó el teniente sin mirarla.


El depósito de cadáveres era frío, indiferente y aterrador. Tracy fue conducida por un largo pasillo blanco hasta una amplia habitación vacía.

Un empleado de guardapolvo blanco se acercó a una pared, tomó una manija y abrió un cajón de gran tamaño.

– ¿Quiere verla?

Tracy deseaba salir de ese lugar, volver atrás unas cuantas horas, cuando oyó la alarma de incendios de su departamento. Que sea realmente una alarma de incendios, no el teléfono, no mi madre muerta. Se adelantó poco a poco, y se encontró mirando los inertes despojos del cuerpo que le había dado la vida, que la había alimentado, que se había reído con ella, que la había amado. Besó a su madre en la mejilla.

– Mamá -dijo en un suspiro-, ¿por qué? ¿Por qué lo hiciste?

– Recuperará el cuerpo después de la autopsia -le decía el empleado-. Es norma legal en los casos de suicidio.


La nota que le dejó su madre no ofrecía respuesta alguna. «Mi querida Tracy: Perdóname, por favor. Fracasé y no podía soportar ser una carga para ti. Ésta es la mejor solución. Te quiero muchísimo. Mamá.»

El texto era tan frío y carente de significado como el cadáver del depósito.


Aquella tarde Tracy efectuó los preparativos para el sepelio y luego se dirigió en taxi a la casa de su familia. Oía a la distancia el alboroto del carnaval, como una celebración ajena, fantasmal.

La casa de los Whitney era una residencia estilo Victoriano en un sector elegante de la ciudad. Como la mayoría de las casas de Nueva Orleáns, era de madera y carecía de sótano, puesto que la zona quedaba debajo del nivel del mar.

Tracy se había criado allí, y el lugar estaba lleno de cálidos recuerdos. Ese último año no había vuelto al hogar, y cuando el taxi se detuvo, la impresionó ver un enorme cartel en el jardín: EN VENTA. INMOBILIARIA DE NUEVA ORLEÁNS. Era imposible. Jamás voy a vender esta casa -solía decir su madre-. Aquí hemos sido felices…

Tracy pasó junto a un gigantesco magnolio en dirección a la puerta principal, inundada por un extraño temor.

Abrió la puerta, entró y se quedó petrificada. Las habitaciones estaban vacías, sin un solo mueble. Las bonitas antigüedades habían desaparecido. La casa parecía abandonada. Pasó de un cuarto a otro con creciente incredulidad. Era como si hubiera ocurrido un repentino desastre. Corrió al primer piso y se detuvo en la entrada del dormitorio que había sido suyo la mayor parte de su vida. Oh, Dios, ¿qué pudo haber sucedido? Oyó que sonaba el timbre y bajó, como en trance, a responder.

Otto Schmidt se hallaba en el umbral. El capataz de la «Compañía de Repuestos Automotores Whitney» era un hombre mayor, de rostro surcado por arrugas, abultado vientre, por su afición a la cerveza. Unos mechones de pelo canoso coronaban su cabeza.

– Tracy -dijo con fuerte acento alemán-, acabo de enterarme de la noticia. No te imaginas cuánto lo siento.

Tracy le dio la mano.

– Otto, me alegro tanto de verlo. Pase. -Lo hizo entrar en el vacío salón-. Lamento que no haya ni una silla -se disculpó-. ¿Le molestaría sentarse en el suelo?

– No, no.

Se situaron uno frente al otro, con ojos llenos de dolor. Otto Schmidt había sido empleado de la empresa desde que Tracy tenía uso de razón. Cuando su madre se hizo cargo, Schmidt permaneció a su lado para asesorarla.

– Otto, no entiendo lo que está pasando. La Policía dice que mamá se suicidó, pero usted sabe que no tenía motivos para hacerlo. -Una idea repentina la asustó-. No estaba enferma, ¿verdad? ¿No habrá tenido algún…?

– No, no fue eso.

El hombre desvió los ojos, incómodo.

– Entonces usted sabe por qué fue -articuló con lentitud Tracy.

Otto la contempló con sus ojos azules.

– Tu madre no te contó lo que ha estado sucediendo últimamente. No quería preocuparte.

Tracy frunció el entrecejo.

– ¿Preocuparme por qué? Continúe, por favor.

Sus manos curtidas se abrieron y cerraron.

– ¿Has oído hablar de un tal Joe Romano?

– ¿Joe Romano? No. ¿Por qué?

Otto Schmidt parpadeó.

– Seis meses atrás, Romano se puso en contacto con tu madre y le dijo que quería comprarle la empresa. Ella le contestó que no estaba interesada en vender, pero como Romano le ofreció diez veces el valor de la Compañía, no pudo negarse. Estaba emocionada. Iba a invertir todo el dinero en bonos que le darían intereses como para que tú y ella vivierais holgadamente para siempre. Era su sorpresa. Yo me alegré por ella. Desde hace tres años podía haberme jubilado, Tracy, pero no quería dejar sola a la señora Doris. Este Romano le dio un pequeño adelanto. El resto del dinero lo recibiría a fin de mes.

Tracy lo apremió impaciente.

– Siga, Otto. ¿Qué pasó?

– Cuando Romano se hizo cargo de la empresa, echó a todo el mundo y puso a su gente. Luego se dedicó a saquear el negocio. Vendió todo el activo, encargó muchos equipos que no pagó. Los proveedores no se preocuparon por la demora en el pago porque pensaban que seguían tratando con tu madre. Cuando, finalmente, comenzaron a presionarla para que les abonara la deuda, ella fue a ver a Romano y le preguntó qué ocurría. Él le contestó que había decidido rescindir la operación, que le devolvía la empresa. Para entonces, la empresa ya no valía nada, y tu madre estaba endeudada en medio millón de dólares que no podía pagar. Tracy, para mí fue terrible ver cómo luchó por salvar el negocio, pero no hubo forma. La obligaron a declararse en quiebra. Se lo quitaron todo, la Compañía, esta casa…, incluso el coche.

– ¡Dios mío!

– Hay más. El fiscal le comunicó que la procesaría por estafa. Ése fue el día en que… murió.

Tracy hervía de furia.

– ¡Pero lo único que tenía que hacer era decir la verdad, explicar lo que había hecho ese hombre!

El anciano capataz sacudió la cabeza.

– Joe Romano trabajaba para un hombre llamado Anthony Orsatti, que dirige todo Nueva Orleáns. Demasiado tarde me enteré de que Romano ya había hecho lo mismo con otras empresas. Aunque tu madre le hubiera puesto un pleito, habrían pasado años antes de que se averiguara la verdad, y además no tenía dinero para luchar contra él.

– ¿Por qué no me contó nada?

– La señora Doris era una mujer orgullosa. ¿Qué podías hacer tú, además? Nadie podía hacer nada.

Está equivocado, pensó Tracy, y dijo en voz alta:

– Quiero ver a Joe Romano. ¿Dónde puedo encontrarlo?

– No pienses más en él. No tienes idea de su poder.

– ¿Dónde vive, Otto?

– Tiene una finca cerca de Jackson Square, pero de nada te servirá ir allí, pequeña, créeme.

Tracy no respondió. En su interior bullía una emoción desconocida: el odio. Joe Romano, me las pagarás. Tú mataste a mi madre.

TRES

Necesitaba tiempo, tiempo para pensar, para planear el próximo paso. Se dirigió a un pequeño hotel de la calle Magazine, lejos del barrio francés, donde aún proseguían los enloquecidos festejos. Al ver que no llevaba equipaje, el suspicaz empleado le dijo:

– Tendrá que abonar la cuenta por adelantado. Son cuarenta dólares por día.

Desde su habitación, Tracy llamó por teléfono a Clarence Desmond para avisarle que durante unos días no iría a trabajar.

El hombre disimuló su fastidio.

– No se preocupe. Buscaré a alguien que la remplace hasta que vuelva.

Esperaba que Tracy no olvidase comentar al señor Stanhope lo comprensivo que había sido.

A continuación llamó a Charles.

– Hola, querido…

– ¿Dónde diablos estás, Tracy? Mi madre estuvo toda la mañana tratando de comunicarse contigo. Quería que almorzarais juntas hoy. Tenéis muchas cosas que organizar.

– Lo siento, querido. Estoy en Nueva Orleáns.

– ¿Que estás dónde? ¿Qué haces en Nueva Orleáns?

– Mamá… murió.

Las palabras se le quedaron trabadas en la garganta.

– Oh. -El tono de Charles cambió al instante-. Lo siento mucho, Tracy. Debe de haber sido algo repentino. Era bastante joven, ¿verdad?

Claro que era joven, pensó Tracy.

– Sí, sí, era joven -dijo en voz alta.

– ¿Qué fue lo que pasó? ¿Estás bien?

Por alguna razón no pudo contarle que su madre se había suicidado. Ansiaba desesperadamente relatarle la terrible historia de todo lo que le había pasado, pero se contuvo. Es mi problema -se dijo-. No puedo pasarle la carga a Charles.

– No te preocupes, estoy bien, querido.

– ¿Quieres que vaya para allá?

– No, me las arreglaré. Mañana enterraré a mamá, y el lunes estaré de regreso en Filadelfia.

Después de colgar, se echó en la cama del hotel, pensando en Joe Romano. No tenía plan alguno. Sólo sabía que no permitiría que la canallada de Romano quedase impune; encontraría la forma de darle su merecido.

Salió del hotel a media tarde y caminó por la calle Canal hasta que llegó a una armería. Un hombre de aspecto cansado, con una anticuada visera verde, estaba sentado detrás del mostrador.

– ¿Qué desea?

– Quiero… comprar un arma.

– ¿Qué clase de arma?

– Un revólver.

– ¿Quiere un 32, un 45, un…?

Tracy jamás había tocado una pistola.

– Un… un treinta y dos será suficiente.

– Tengo un excelente «Smith y Wesson» por doscientos dólares, o un «Charter Arms» por ciento sesenta.

No pensaba gastar tanto dinero.

– ¿No tiene algo más barato?

El hombre se encogió de hombros.

– Más barato es una honda, señorita… ¿Por qué no hacemos esto? Le dejo la 32 en ciento cincuenta dólares, y le doy además una caja de balas.

– De acuerdo.

– Tracy lo vio dirigirse a un arsenal que había sobre una mesa, a sus espaldas, y elegir un revólver, que llevó luego al mostrador.

– ¿Sabe usarlo?

– Se… aprieta el gatillo.

– ¿Quiere que le muestre cómo se carga?

Estuvo a punto de decir que no, que no iba a usarlo, que sólo era para asustar a una persona, pero comprendió lo tonta que resultaría la explicación.

– Sí, por favor.

El hombre introdujo las balas.

– Gracias. -Tracy buscó el dinero en su bolso.

– Tendrá que dejarme su nombre y domicilio para el registro de la Policía.

No había pensado en eso. Amenazar a Joe Romano con un arma de fuego era un acto delictivo. Pero el delincuente es él, no yo.

La visera verde confería un intenso tono amarillo a los ojos del hombre.

– ¿Nombre?

– Joan Smith.

Él lo anotó en una tarjeta.

– ¿Dirección?

– Calle Dowman, 3020.

Sin levantar la mirada, el viejo dijo:

– No existe la numeración 3020 de esa calle. Tendría que ser en medio del río. Pongamos 5020.

Le acercó el recibo, que ella firmó como Joan Smith.

– ¿Ya está?

– Ya está.

Con cuidado, le entregó el arma por encima del mostrador.

Tracy la miró, la tomó, la guardó en su cartera y salió apresurada del establecimiento. De pronto el viejo le había aferrado el brazo.

– ¡Cuidado, señorita! -le susurró-. ¡No olvide que ese revólver está cargado!


Jackson Square queda en el corazón del barrio francés, frente a la bellísima catedral de San Luis. Las hermosas casas y fincas de la zona están resguardadas del sonido callejero por cercas altas y elegantes magnolios. Joe Romano vivía en una de esas residencias.

Tracy esperó que oscureciera para entrar. Los desfiles carnavalescos se habían trasladado a la calle Chartres. A la distancia se oía aún el eco de los que seguían el jolgorio.

Contempló la casa en la penumbra, consciente del considerable peso del arma en su cartera. El plan era sencillo. Iba a negociar con Joe Romano, a pedirle que limpiara el nombre de su madre. Si se negaba, lo amenazaría con el arma, obligándolo a escribir una confesión. Luego llevaría la confesión al teniente Miller, quien arrestaría a Romano, y el buen nombre de su madre quedaría a salvo. Ansiaba desesperadamente que Charles estuviera a su lado, pero lo mejor era hacerlo sola. No tenía derecho a incluirlo. Ya se lo contaría todo cuando Romano estuviese entre rejas, como correspondía.

Tracy esperó hasta que la calle quedó desierta, se encaminó a la casa y tocó el timbre. No hubo respuesta. Probablemente esté en una de esas fiestas del carnaval. Pero esperaré hasta que regrese. De pronto se encendió la luz del porche, se abrió la puerta delantera y apareció un hombre. Su aspecto constituyó una sorpresa para Tracy. Se había imaginado una especie de monstruo siniestro, con la maldad pintada en el rostro. En cambio, se encontró con un hombre atractivo, agradable, que podría haber sido confundido con un profesor universitario. Su voz era grave y amable.

– Hola. ¿En qué puedo servirla?

– ¿Es usted Joseph Romano? -preguntó ella con voz temblorosa.

– Sí. ¿Qué desea?

Tenía modales sencillos, simpáticos.

Con razón mi madre se dejó embaucar por este sujeto, pensó.

– Quisiera… hablar con usted, señor Romano.

Él examinó brevemente su figura.

– Claro que sí. Pase, por favor.

Tracy entró en una sala llena de hermosos muebles antiguos. Joseph Romano vivía bien. Con el dinero de mi madre, pensó.

– Estaba a punto de servirme una copa. ¿Qué desea beber?

– Nada.

La miró con curiosidad.

– ¿Por qué asunto quería verme, señorita…?

– Tracy Whitney. Soy hija de Doris Whitney.

Romano la estudió un instante, luego dio muestras de haber comprendido.

– Ah, sí. Me enteré de lo de su madre. Fue una pena.

¡Una pena! Él había sido el causante de su muerte, y su único comentario era ése.

– Señor Romano, el fiscal cree que mi madre cometió una estafa y usted sabe que no es verdad. Quiero que me ayude a limpiar su nombre.

El hombre se rió.

– Jamás hablo de negocios durante el carnaval. Mi religión me lo prohíbe. -Se encaminó hasta el bar y comenzó a preparar dos copas-. Creo que se sentirá mejor luego de tomar un trago.

No le estaba dejando otra alternativa. Tracy abrió su cartera y sacó el revólver, con el que lo apuntó.

– Le diré lo que le hará sentirse mejor, señor Romano: que confiese exactamente lo que le hizo a mi madre.

Joseph Romano se dio la vuelta y vio el arma.

– Será mejor que guarde eso, señorita. Podría dispararse sola.

– Va a dispararse si no hace estrictamente lo que le indico. Escribirá usted una nota explicando cómo saqueó la empresa y cómo la llevó a la bancarrota induciendo a mi madre al suicidio.

Romano la estudiaba con ojos cautelosos.

– Entiendo. ¿Y si me niego?

– Lo mataré.

Sintió que le temblaba el arma en la mano.

– No tiene usted aspecto de asesina, señorita Whitney. -Se adelantó hacia ella, con la copa en la mano. Su voz era suave-. Créame que nada tuve que ver con la muerte de su madre. Yo…

De repente, le arrojó la bebida a la cara.

Tracy sintió el escozor del alcohol en los ojos, y al instante ya le habían quitado el revólver.

– Su madre fue muy reservada conmigo. No me contó que tuviera una hija tan sensual.

Sujetó con fuerza a Tracy, que estaba aterrorizada. La muchacha trató de zafarse pero quedó arrinconada contra una pared.

– Tienes agallas, jovencita. Eso me gusta, me excita -dijo él con voz ronca. Tracy sintió el cuerpo de Romano contra el suyo e intentó zafarse vanamente-. Y ya que viniste a buscar un poco de diversión, el viejo Joe te la dará.

Ella quiso gritar, pero sólo pudo emitir una exclamación sofocada.

– ¡Suélteme!

Romano la apretó con más fuerza, hasta dejarse caer con ella en el suelo.

– Apuesto a que nunca te la metió un hombre de verdad.

Estaba a horcajadas, recorriendo los muslos femeninos con sus manos.

Cegada, Tracy manoteó en busca del revólver. Lo aferró y de pronto resonó una repentina detonación en el cuarto.

– ¡Oh, Dios! -exclamó Romano.

Había aflojado la presión sobre ella. Con la vista nublada por el pánico, Tracy vio la sangre que manaba de su costado.

– Me has disparado…, hija de puta… Me has disparado.

Tracy se quedó petrificada. Sintió que se iba a desmayar y un dolor agudo en los ojos le hizo perder la visión. Consiguió ponerse de pie y corrió dando tumbos hasta una puerta, al fondo de la habitación. La abrió de golpe. Era un cuarto de baño. Tambaleante se acercó al lavabo, lo llenó de agua fría y se mojó los ojos hasta que se le aclaró la vista. Se miró en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos. Dios mío, he matado a un hombre. Volvió presurosa a la sala.

Joe Romano estaba tendido en el piso; su sangre manchaba la alfombra blanca. Tracy se agazapó a su lado, con rostro demudado.

– Lo siento -dijo estúpidamente-. No fue mi intención…

– Una ambulancia… -dijo Romano respirando con dificultad.

Tracy se dirigió al teléfono que había sobre el escritorio y llamó a la telefonista.

– Señorita, envíe en seguida una ambulancia a Jackson Square, 421. Un hombre ha recibido un disparo.

Colgó y miró a Joe Romano. Dios mío -imploró-, no permitas que se muera. Tú sabes que no quería matarlo.

Se arrodilló para comprobar si aún seguía vivo. Romano tenía los ojos cerrados pero respiraba.

– Ya viene la ambulancia -dijo ella, y huyó.

Procuró no correr para no llamar la atención. Con el abrigo bien apretado disimuló la desgarrada blusa. A cuatro manzanas de la casa de Romano, intentó tomar un taxi. Media docena de coches pasaron raudos a su lado, llenos de pasajeros felices y sonrientes. A la distancia oyó una sirena que se acercaba, y segundos más tarde una ambulancia se desplazaba velozmente en dirección a Jackson Square. Tengo que salir de aquí. Unos metros más adelante, un taxi dejó a sus pasajeros. Tracy corrió, temerosa de perderlo.

– ¿Está libre?

– Depende. ¿Adónde va?

– Al aeropuerto -replicó sin aliento.

Ya en camino, Tracy pensó en la ambulancia. ¿Y si llegaban demasiado tarde y Romano había muerto? Ella sería una homicida. Había dejado el arma en la casa con sus huellas dactilares. Podía decirle a la Policía que Romano había intentado violarla y que el revólver se había disparado accidentalmente, pero jamás la creerían. Ella había adquirido el arma que yacía en el suelo, junto a Romano. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Media hora? ¿Una hora? Tenía que irse cuanto antes de Nueva Orleáns.

– ¿Se divirtió en el carnaval? -le preguntó el taxista.

Tracy tragó saliva.

– Sí…

Sacó su espejito de mano e hizo lo que pudo para mejorar su aspecto. Había sido una estúpida al pretender que Joe Romano confesara. Todo había salido mal. ¿Cómo le cuento a Charles lo sucedido? Sabía la impresión que habría de causarle, pero cuando se lo explicara, lo entendería. Charles seguramente sabría qué convenía hacer.


Cuando el taxi llegó al Aeropuerto Internacional de Nueva Orleáns, Tracy se preguntó: ¿Fue esta misma mañana cuando llegué aquí? ¿Todo en sólo un día? El suicidio de su madre, el horror de sentirse arrastrada al carnaval, el hombre que gritaba: «Me has disparado…, hija de puta…»

Al entrar en la terminal aérea le dio la impresión de que todo el mundo la miraba con ojos acusadores. Deseó que hubiese alguna manera de enterarse del estado de Joe Romano, pero no tenía idea de a qué hospital lo llevarían ni a quién podría preguntárselo. Se curará. Charles y yo regresaremos para el sepelio de mi madre y Joe Romano estará bien. Trató de alejar de su mente la imagen del hombre que sangraba en la alfombra blanca. Tenía que regresar lo antes posible junto a Charles.

Se acercó al mostrador de la «Delta Airlines».

– Quiero un pasaje de ida a Filadelfia, en el próximo vuelo. Clase turista.

El empleado consultó su ordenador.

– Vuelo 304. Tiene suerte. Queda un solo asiento.

– ¿A qué hora sale?

– Dentro de veinte minutos. Ha llegado justo a tiempo para subir a bordo.

Cuando metió la mano en su cartera pudo ver a dos policías uniformados que se le aproximaban por ambos lados. Uno de ellos le preguntó:

– ¿Es usted la señorita Tracy Whitney?

El corazón dejó de latirle por un momento.

– Sí…

– Queda detenida.

Y Tracy sintió el acero de las esposas que le sujetaban las muñecas.


Todo le sucedía a cámara lenta. Vio que la sacaban del aeropuerto, unida por las esposas a uno de los policías, mientras los pasajeros se daban la vuelta para mirar. La metieron en el asiento de atrás de un coche patrullero blanco y negro, con una red metálica que lo separaba del asiento delantero. El vehículo partió velozmente haciendo centellear sus luces rojas, en medio de estridentes sirenas. Se acurrucó en el asiento, tratando de hacerse invisible. Era una asesina. Joseph Romano había muerto. Pero había sido un accidente. Explicaría lo sucedido y la creerían. Tendrían que creerla.


La comisaría de Policía adonde la condujeron constituía un siniestro y oscuro edificio. La mesa de recepción se hallaba en un salón lleno de sórdidos personajes: prostitutas, rufianes, asaltantes y sus víctimas. Tracy fue llevada al escritorio del sargento de guardia.

Uno de sus acompañantes anunció:

– La Whitney, sargento. La agarramos en el aeropuerto, intentando huir.

– Yo no… -musitó Tracy.

– Quítele las esposas.

Así lo hicieron. Tracy recuperó la voz.

– Fue un accidente. No era mi intención matarlo. Él trató de violarme y…

No pudo dominar la nota de histeria en su voz.

El sargento le preguntó con firmeza:

– ¿Es usted Tracy Whitney?

– Sí. Yo…

– Enciérrenla.

– ¡No! ¡Espere un minuto! -suplicó-. Quiero llamar a alguien. Tengo derecho a efectuar una llamada telefónica.

El policía soltó un gruñido.

– Se ve que conoces la rutina, ¿eh? ¿Cuántas veces estuviste entre rejas, querida?

– Nunca. Ésta es…

– Tiene tres minutos para hablar. ¿Con qué número?

Estaba tan nerviosa que no recordaba el teléfono de Charles. No podía siquiera acordarse del código de sector de Filadelfia. ¿Era 251? No. Temblaba.

– Vamos, no tengo toda la noche.

215. ¡Claro! 215-928-9301.

El sargento marcó el número y le pasó el auricular. Ella oyó sonar el teléfono pero nadie contestó. Charles tiene que estar en su casa.

– Se le acabó el tiempo.

El sargento amagó el quitarle el aparato.

– ¡Espere, por favor!

De pronto recordó que Charles desconectaba el teléfono de noche para que no lo molestaran. Comprendió entonces que no había forma de ponerse en comunicación con él.

– ¿Ya terminó? -le preguntó el sargento.

Tracy lo miró y respondió con voz neutra:

– Sí, en efecto.

Un policía en manga corta le llevó a una habitación donde le tomaron las impresiones dactilares; luego la condujo por un pasillo hasta un calabozo.

– Tendrá una audiencia por la mañana.

Se alejó, dejándola sola.

Nada de esto está sucediendo realmente. Todo es una pesadilla terrible. Dios mío, por favor, que no sea real.

Sin embargo, el maloliente catre de la celda era real, el retrete sin asiento en un rincón era real; las rejas también lo eran.


Las horas de la noche transcurrieron lentamente. ¡Si hubiera podido comunicarme con Charles…! Lo necesitaba más que nunca a nadie en la vida. Debí haber confiado en él en primer lugar. De haberlo hecho, nada de esto hubiera sucedido.

A las seis de la mañana, un aburrido guardia le llevó el desayuno: un tazón de café tibio y otro de cereal frío. No pudo probarlo. Sentía un nudo en el estómago. A las nueve una celadora fue a buscarla.

– Hora de partir, querida.

Abrió la puerta de la celda.

– Tengo que hacer una llamada. Es muy…

– Más tarde. No querrás hacer esperar al juez. Entre nosotras, te diré que es un hijo de puta.

Acompañó a Tracy por un corredor que conducía a la sala del Juzgado. El juez, un señor mayor, estaba sentado en el estrado, sacudiendo la cabeza y las manos con pequeños movimientos. Frente a él se hallaba el fiscal del distrito, Ed Tooper, un hombre delgado, de unos cuarenta años y fríos ojos negros.

Tracy fue llevada a un asiento, y un segundo más tarde el agente judicial anunció:

– El pueblo contra Tracy Whitney.

Tracy se acercó al estrado. El juez echaba un vistazo a un papel, levantando y bajando la cabeza.

Ahora era el momento de explicar a algún funcionario la verdad sobre lo ocurrido. Tracy entrelazó sus manos para que no le temblaran.

– Su Señoría, no fue un homicidio. Yo le disparé, pero fue un accidente. Sólo quería asustarlo. Había tratado de violarme y…

El fiscal la interrumpió:

– Su Señoría, creo que no tiene sentido que este tribunal pierda su tiempo. Esta mujer irrumpió en casa del señor Romano armada con un revólver calibre 32, robó un Renoir evaluado en medio millón de dólares, y cuando el señor Romano la sorprendió in fraganti, le disparó a sangre fría y lo dejó por muerto.

Tracy sintió que el color abandonaba sus mejillas.

– ¿De qué está hablando?

Todo era una insensatez. El fiscal prosiguió.

– Tenemos el arma con la que hirió al señor Romano. Conserva sus impresiones digitales.

¡Entonces Joe Romano estaba vivo! No había matado a nadie.

– Esta mujer, Su Señoría, escapó con el cuadro que probablemente ahora estará oculto en algún sitio. Por este motivo, el Estado solicita que Tracy Whitney sea arrestada por intento de homicidio y robo a mano armada y se fije su fianza en medio millón de dólares.

El juez se volvió hacia Tracy, que estaba paralizada por la impresión.

– ¿Tiene usted representación legal?

Ella ni siquiera lo escuchó.

El magistrado levantó la voz.

– ¿Tiene usted un abogado?

Tracy negó con la cabeza.

– No. Yo… lo que este hombre dice no es verdad. Yo nunca…

– ¿Cuenta con dinero para pagar un abogado.

Podía recurrir al fondo de asistencia para los empleados del Banco, podía recurrir a Charles.

– No, no, Su Señoría, pero no entiendo.

– El Juzgado le nombrará uno de oficio. Deberá usted permanecer en prisión, o depositar una fianza de quinientos mil dólares. El próximo caso.

– ¡Espere! ¡Esto es un error! Yo no soy…

No recordaba cómo la habían sacado de la sala.


El nombre del letrado de oficio designado por el juez era Perry Pope, un hombre de casi cuarenta años, rostro inteligente y ojos azules de expresión comprensiva.

Entró en la celda, se sentó en el catre y dijo:

– ¡Bueno! Ha causado usted una gran conmoción en su breve permanencia en la ciudad. -Sonrió-. Pero es una suerte que tenga pésima puntería. La herida fue superficial. Mala hierba nunca muere. -Sacó una pipa-. ¿Le molesta?

– No.

Llenó la pipa de tabaco, la encendió y escrutó a Tracy con la mirada.

– No parece ser la típica criminal desesperada, señorita.

– No lo soy. Le juro que no.

– Convénzame. Cuénteme lo sucedido, desde el comienzo. Tómese su tiempo.

Tracy lo relató todo. Perry Pope la escuchó, mudo, hasta que hubo terminado. Luego se apoyó contra la pared del calabozo, con expresión seria.

– Ese hijo de puta -musitó.

– No sé de qué hablaban. -Había confusión en los ojos de ella-. Ni tampoco sé nada respecto del cuadro.

– Realmente es muy sencillo. Joe Romano la usó como víctima, del mismo modo que lo hizo con su madre. Usted se metió directamente en la trampa.

– Sigo sin entender.

– Permítame explicárselo. Romano reclamará a una compañía de seguros medio millón de dólares por el Renoir que tiene escondido en alguna parte. La compañía de seguros la perseguirá a usted, no a él. Cuando el asunto se enfríe, Romano venderá la tela a algún particular y obtendrá otro medio millón, gracias a la colaboración que usted le prestó. ¿No sabía que una confesión obtenida a punta de pistola carece de validez?

– Supongo… que sí. Yo sólo pensé que, si le sacaba la verdad, alguien podría iniciar una investigación.

La pipa del abogado se había apagado y tuvo que volver a encenderla.

– ¿Cómo entró en su casa?

– Toqué el timbre de la puerta y Romano me hizo pasar.

– Eso no es lo que declaró él. Hay una ventana rota en el fondo de la casa, por donde, según sus palabras, entró usted. Le dijo a la Policía que la pescó fugándose con el Renoir y que, cuando intentó detenerla, usted disparó contra él y huyó.

– ¡Eso es mentira!

– Pero tiene sentido. Especialmente lo del arma. ¿Tiene usted idea de con quién se ha metido?

Tracy negó con la cabeza, muda.

– Entonces permítame informarle, señorita Whitney, que esta ciudad está totalmente dominada por la familia Orsatti. Aquí no pasa nada sin el consentimiento de Anthony Orsatti. Si desea obtener un permiso para construir un edificio, pavimentar una calle, poner un prostíbulo o comerciar con estupefacientes, tiene que ver a Orsatti. Y Joe Romano es el brazo derecho en la organización de Orsatti. -La miró asombrado-. ¡Y usted se atrevió a entrar en su casa y amenazarlo con un arma!

Tracy estaba como atontada, exhausta. Finalmente preguntó:

– ¿Cree usted en mi historia?

El letrado le sonrió.

– Es tan estúpida que tiene que ser cierta.

– ¿Puede ayudarme?

– Lo intentaré -afirmó lentamente-. Daría cualquier cosa por ponerlos a todos entre rejas. Son los dueños de esta ciudad y tienen sobornados a la mayoría de los jueces. Si usted va a juicio, la enterrarán tan hondo que jamás volverá a ver la luz del día.

Tracy lo miró intrigada.

– ¿Acaso no es seguro que vaya a juicio?

Pope se puso de pie y caminó por la diminuta celda.

– No quiero llevarla ante un jurado, porque, créame, será toda gente de ellos. Hay solamente un juez a quien Orsatti nunca pudo comprar: Henry Lawrence. Si logro que él se ocupe de este caso, estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo. No es estrictamente ético, pero hablaré con él en privado. Él odia a Orsatti y a Romano tanto como yo. Por ahora lo único que se puede hacer es llegar hasta el juez Lawrence.


Perry Pope le consiguió a Tracy una llamada con Charles. Ésta oyó la conocida voz de su secretaria.

– Oficina del señor Stanhope.

– Harriet, habla Tracy Whitney.

– ¡Ah! Ha estado tratando de comunicarse con usted, señorita, pero no teníamos teléfono donde llamarla. La señora Stanhope está ansiosa de hablar con usted acerca de los detalles de la boda. ¿Por qué no se pone en contacto con ella cuanto antes?

– Harriet, ¿puedo hablar con el señor Stanhope, por favor?

– Lo siento, señorita Whitney, pero ha salido de viaje a Houston para una reunión. Si me deja su número, seguramente le telefoneará en cuanto regrese.

Imposible que la llamara a la cárcel, sobre todo si no tenía oportunidad de explicárselo todo primero.

– Yo… volveré a llamar.

Mañana -pensó con gran cansancio-. Mañana se lo explicaré todo.

Aquella tarde la trasladaron a una celda más amplia. Le sirvieron una cena caliente, y poco después le llegó un ramo de flores con una notita. Tracy abrió el sobre y sacó la tarjeta: «Alégrese. Vamos a vencer a esos hijos de puta. Perry Pope.»

Pope fue a visitarla a la mañana siguiente. Apenas Tracy vio la sonrisa en su rostro, supo que le traía buenas noticias.

– Tuvimos suerte -le dijo-. Acabo de ver a Lawrence y Topper, el fiscal. Topper gritó como un loco, pero llegamos a un acuerdo.

– ¿Un acuerdo?

– Le conté al juez toda su historia, y aceptó que se declarara usted culpable.

– ¿Culpable?

– Escúcheme. Declarándose culpable, le ahorra usted al Estado los gastos de un juicio. Convencí al magistrado de que usted no robó el cuadro. Como él conoce a Romano, me creyó.

– Pero si me declaro culpable, ¿qué me harán?

– El juez la condenará a tres meses de prisión con…

– ¡Prisión!

– Espere un minuto. Dejará la condena en suspenso, y usted podrá cumplir la libertad condicional fuera de este Estado.

– Pero entonces…, tendré antecedentes penales.

Perry Pope suspiró.

– Si le inician juicio por robo a mano armada e intento de homicidio la sentenciarían a diez años.

¡Diez años en la cárcel!

Perry Pope la observó pacientemente.

– La decisión es suya -dijo-. Yo sólo puedo aconsejarla. Es un milagro que salga tan beneficiada. Esperan su respuesta. No es obligación que acepte el acuerdo. Puede pedir otro abogado y…

– No.

Sabía que aquel hombre era honesto. Teniendo en cuenta las circunstancias y su comportamiento demente, el hombre había hecho todo lo más posible para beneficiarla. Si tan sólo pudiera hablar con Charles… Pero necesitaban la respuesta en el acto. Probablemente sería afortunada y sólo recibiría una condena de tres meses.

– Acepto… el trato…

Le costó articular las palabras.

El abogado hizo un gesto de aprobación.

– Muy inteligente por su parte.


No se le permitió hacer otra llamada antes de ser llevada nuevamente al Juzgado. Ed Topper se paró a un lado de ella, y Perry Pope al otro. El juez Lawrence era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto distinguido y espesa cabellera.

El juez se dirigió a ella:

– Se me ha informado que la acusada desea cambiar de declaración, de inocente a culpable. ¿Es eso cierto?

– Sí, Su Señoría.

– ¿Están de acuerdo todas las partes?

Perry Pope asintió.

– Sí, Su Señoría.

– El Estado accede, Su Señoría -afirmó el fiscal.

Henry Lawrence permaneció un largo instante en silencio. Luego se inclinó hacia adelante y miró a Tracy a los ojos.

– Uno de los motivos por los que este gran país nuestro se halla en tan deplorables condiciones -dijo- es que sus calles están llenas de alimañas que suponen que pueden cometer impunemente cualquier delito, de gente que se ríe de la ley. Algunos sistemas judiciales de este país amparan a los criminales. Bueno, en Luisiana no creemos en eso. Cuando, durante la comisión de un delito, alguien intenta matar a sangre fría, creemos que esa persona debe ser adecuadamente sancionada.

Tracy comenzó a sentir pánico. Se volvió hacia Perry Pope, pero los ojos de su representante legal estaban fijos en el juez.

– La acusada ha reconocido haber tratado de asesinar a uno de los más notables ciudadanos de esta comunidad, un hombre destacado por su filantropía y sus obras benéficas. La acusada le disparó en el momento de robarle una obra de arte evaluada en medio millón de dólares. -Su voz se volvió más severa-. Bueno, este Juzgado se encargará de que no disfrute usted de ese dinero durante los próximos quince años ya que, durante ese lapso, será usted recluida en la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur.

Tracy sintió que la cabeza le daba vueltas. Todo aquello era una horrible broma. Ese maldito juez está leyendo un texto equivocado. Se suponía que no debía decir aquellas cosas. Se volvió para que Perry Pope le explicara qué sucedía, pero éste rehuyó su mirada. En cambio, se dedicó a guardar papeles en su maletín, y por primera vez Tracy notó que tenía las uñas comidas hasta la cutícula. El juez Lawrence se había puesto de pie, recogiendo también sus cosas. Tracy permaneció inmóvil, aturdida, incapaz de comprender lo que había sucedido.

Un agente se le acercó y la tomó del brazo.

– Venga -dijo.

– No -gritó ella-. ¡No, por favor! -Miró al juez-. Ha habido un tremendo error, Su Señoría.

El agente la sujetó con más fuerza, y Tracy comprendió que no había error alguno. Le habían tendido una trampa, e iban a destruirla.

Tal como habían hecho con su madre.

CUATRO

La noticia de los delitos y la sentencia de Tracy Whitney apareció en la primera plana del New Orleans Courier, acompañada por una foto suya tomada por la Policía. Las principales agencias informativas recogieron la crónica y la difundieron en los periódicos de todo el país. Cuando Tracy salió del Juzgado para ser llevada a la penitenciaría estatal, debió enfrentarse con gran cantidad de periodistas y fotógrafos. Escondió la cara, humillada, pero no hubo forma de escapar de las cámaras. Joe Romano siempre era noticia, y el hecho de que una bella ladrona intentara quitarle la vida, mayor noticia aún. A Tracy le daba la impresión de estar rodeada de enemigos. Charles me salvará -se repetía-. Dios mío, por favor, que Charles me saque de aquí. Nuestro bebé no puede nacer en la cárcel.

Sólo al día siguiente, por la tarde, el agente de guardia le permitió utilizar el teléfono.

– Oficina del señor Stanhope -dijo Harriet, la secretaria de Charles.

– Harriet, habla Tracy Whitney. Quisiera hablar con el señor Stanhope.

– Un momento, señorita. -Notó cierta vacilación en el tono de la secretaria-. Voy a ver… si está el señor.

Luego de una larga y desgarradora espera, oyó finalmente la voz de Charles. Tuvo ganas de llorar de alegría.

– Charles…

– ¿Eres tú, Tracy?

– Sí, querido. ¡Oh, Charles, estuve todo este tiempo tratando de comunicarme contigo…!

– ¡Me he vuelto loco, Tracy! Los diarios están llenos de terribles historias sobre ti. No puedo creer lo que dicen.

– Todo es mentira, querido. Todo.

– ¿Por qué no me llamaste?

– Lo intenté, pero no te encontré.

– ¿Dónde estás ahora?

– Estoy…, estoy en la prisión de Nueva Orleáns. Charles, van a encarcelarme por algo que no cometí.

Para su gran consternación, se echó a llorar.

– Escúchame un segundo. Los diarios dicen que efectuaste un disparo a un hombre. Eso no es verdad, ¿no?

– Sí, le disparé, pero…

– Entonces es cierto.

– No es lo que parece ser, querido, en absoluto. Puedo explicarte todo. Yo…

– Tracy, ¿te declaraste culpable de intento de homicidio y de haber robado un cuadro?

– Sí, Charles, pero sólo porque…

– Dios mío, si tanta falta te hacía el dinero, podrías haber conversado conmigo. No puedo creerlo, como tampoco mis padres. Saliste en los titulares del Philadelphia Daily News de esta mañana. Es la primera vez que el más mínimo escándalo roza a mi familia.

La frialdad de Charles le dio a entender a Tracy la profundidad de sus sentimientos. Ella había contado ansiosamente con él, pero Charles estaba del lado de ellos. Procuró no gritar.

– Querido, te necesito. Por favor, ven a verme. Tú podrás arreglarlo todo.

Se produjo un largo silencio.

– Al parecer, no hay mucho que arreglar, especialmente si te has confesado culpable de todas esas cosas. Mi familia no puede verse involucrada en un asunto como éste, y supongo que lo comprenderás. Esto ha sido terrible para nosotros. Obviamente, nunca llegué a conocerte bien.

Cada palabra fue como un mazazo. El mundo se desplomaba sobre ella. Se sintió más sola que nunca. No tenía nadie a quien acudir.

– ¿Y qué me dices del bebé?

– Tendrás que hacer lo que consideres mejor para tu hijo. Lo siento, Tracy.

La comunicación se cortó.

Ella se quedó con el auricular en la mano.

A sus espaldas, una prisionera dijo:

– Si terminaste con el teléfono, quisiera llamar a mi abogado.

Cuando la llevaron de vuelta a su celda, la guardiana le indicó las instrucciones.

– Esté lista para partir por la mañana. La recogerán a las seis.


Recibió una visita. Otto Schmidt parecía haber envejecido años durante las pocas horas que hacía que Tracy no lo veía. Tenía cara de enfermo.

– Vine para decirte cuánto lo lamentamos mi mujer y yo. Sabemos que, cualquier cosa que haya ocurrido, no fue culpa tuya.

¡Si Charles hubiese dicho eso!

– Estaremos mañana en el sepelio de la señora Doris.

– Gracias, Otto.

Mañana nos enterrarán a las dos, pensó Tracy.

Pasó la noche desvelada, tendida en la angosta litera de la prisión, mirando al techo. Mentalmente evocó una y mil veces la conversación mantenida con Charles.

Debía pensar en su bebé. «Tendrás que hacer lo que consideres mejor para tu hijo», había dicho Charles. Ella quería tener el bebé. Pero no me permitirán conservarlo. Me lo quitarán porque estaré presa quince años. Será mejor que él nunca llegue a enterarse de nada acerca de su madre.

Y se echó a llorar amargamente.


A las seis de la mañana, un guardia, acompañado por una celadora, entró en su celda.

– ¿Tracy Whitney?

Le sorprendió lo extraña que sonó su propia voz.

– Sí.

– Por orden del Juzgado Criminal del Estado de Luisiana, distrito de Orleáns, se la transfiere a usted a la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur. Andando, nena.

La condujeron por un largo pasillo. A ambos lados había celdas llenas de internas. Oyó un sinfín de abucheos.

– Buen viaje, querida…

– Dime dónde escondiste el cuadro, Tracy, querida, y nos repartiremos la pasta…


Afuera, en el patio, aguardaba un autobús amarillo de la prisión, con rejas en las ventanillas y el motor en marcha. Una media docena de mujeres ya estaba en el vehículo, custodiadas por dos guardias armados. Tracy contempló los rostros de las otras pasajeras. Eran unas parias que iban rumbo a las jaulas donde las encerrarían como a animales. Tracy se preguntó qué delitos habrían cometido, y si alguna sería inocente como ella. Trató también de imaginarse qué verían las demás en su cara.

El viaje fue interminable. El vehículo olía muy mal, pero Tracy no era consciente de ello. Se había replegado en sí misma, sin prestar atención a las demás mujeres ni al paisaje de un verde lujuriante que iban dejando atrás. Se hallaba en otra época, en otro lugar.


Era pequeña y estaba en la playa con sus padres. Su padre la llevaba al mar alzada sobre sus hombros, y cuando ella dio un grito, el padre le dijo: «No tengas miedo, Tracy» y la arrojó al agua fría. Cuando las olas le cubrieron la cabeza, se sintió dominada por el pánico y comenzó a asfixiarse. El padre la levantó nuevamente y volvió a lanzarla al agua. A partir de entonces le tuvo terror al mar.

El salón del colegio estaba lleno de alumnos, padres y familiares. A Tracy le había tocado pronunciar el discurso de despedida. Habló durante quince minutos, haciendo simpáticas referencias al pasado y expresando deseos de un futuro brillante. El rector le obsequió con la medalla de una sociedad de alumnos destacados por su nivel académico. «Quiero que la guardes tú», le dijo a Tracy, y ésta se hinchó de orgullo…

«Me voy a Filadelfia, mamá. Conseguí trabajo en un Banco de allí.»

Annie Mahler, su mejor amiga, la había llamado. «Te encantará Filadelfia, Tracy. Hay muchísimas actividades culturales. El paisaje es precioso y hay escasez de mujeres. ¡Los hombres están realmente a la pesca! Puedo conseguirte un empleo en el Banco donde trabajo y…»

Estaba haciendo el amor con Charles. Tracy observó las sombras en el techo y pensó: ¿Cuántas chicas querrían estar en mi lugar? Charles era un excelente partido. Al instante se sintió avergonzada de tal pensamiento. Lo amaba. Sentía el miembro de él en su interior, penetrándola con fuerza, cada vez más rápido. «¿Estás lista?» Y ella le mintió que sí. «¿Fue maravilloso para ti?» Y Tracy pensó: «¿Esto era todo?» Y nuevamente la culpa.


– ¡A ti te hablo! ¿Estás sorda?

Tracy levantó los ojos y descubrió que se hallaba en el autobús amarillo de la prisión, que se había detenido en un sitio rodeado por siniestros muros. Una serie de nueve cercas de alambre espinoso, circundaban las doscientas hectáreas de campos y bosques de la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur.

– Bájate -dijo la celadora-. Hemos llegado.

CINCO

Una robusta celadora de rostro imperturbable y pelo teñido castaño les habló a las recién llegadas.

– Algunas de ustedes estarán aquí durante mucho, mucho tiempo. Hay una sola forma de subsistir, y es olvidándose del mundo exterior. Deben decidir si lo quieren pasar bien o mal. Aquí tenemos normas, y hay que cumplirlas. Se les dirá cuándo levantarse, trabajar, comer o ir al lavabo. Si cometen la menor infracción, más les valdría estar muertas. Nos gusta que haya tranquilidad, y sabemos cómo dominar a las revoltosas. -Sus ojos miraron brevemente a Tracy-. Ahora las llevarán a la revisión física; después irán a las duchas y luego se les asignarán las celdas. Por la mañana se les impartirán las órdenes para el trabajo. Eso es todo.

Se dio la vuelta para irse.

Una jovencita pálida, que estaba junto a Tracy, dijo:

– Perdone, por favor, ¿podría…?

La guardiana giró sobre sus talones con expresión de furia.

– ¡Cierra ese pico de mierda! Solamente puedes hablar cuando te dirigen la palabra, ¿entendido? Y eso va para todas vosotras, idiotas.

Tanto el tono como las palabras empleadas impresionaron a Tracy. La celadora les hizo señas a otras dos que estaban al fondo del salón.

– Saquen a esta mierda de aquí.

Tracy y las demás fueron azuzadas por un largo corredor hasta una amplia habitación con azulejos blancos en las paredes, donde un hombre gordo, de mediana edad, con un sucio guardapolvo, aguardaba de pie junto a una camilla.

Una de las guardianas gritó:

– Pónganse en fila.

El hombre del guardapolvo anunció:

– Soy el doctor Glasco. ¡Desnúdense!

Las mujeres se miraron unas a otras, inseguras. Una de ellas preguntó:

– ¿Hasta dónde…?

– ¿No saben qué carajo significa desnudarse? Quítense toda la ropa.

Lentamente las reclusas comenzaron a desnudarse. Algunas estaban avergonzadas, otras indignadas, las más indiferentes. Tracy tenía a su izquierda una mujer que temblaba sin poder dominarse, y a su derecha, una chica patéticamente delgada, que no parecía tener más de diecisiete años. La joven tenía la piel cubierta de acné.

El doctor le hizo una seña a la primera de la fila.

– Acuéstate en la camilla y coloca los pies en los estribos.

La mujer vaciló.

– ¡No tengo todo el día!

El médico le insertó un espéculo en la vagina. A medida que la revisaba, le preguntó:

– ¿Tienes alguna enfermedad venérea?

– No.

– En seguida lo sabremos.

Le tocó el turno a la siguiente. Cuando el doctor estaba a punto de introducirle el mismo espéculo a la segunda chica, Tracy gritó:

– ¡Espere un minuto!

El hombre levantó la vista, sorprendido.

Todos miraban a Tracy.

– Usted… no esterilizó ese instrumento.

El doctor Glasco le dirigió una helada sonrisa.

– Así que tenemos una ginecóloga en casa. Bueno, vete al fondo de la hilera.

– ¿Qué?

– ¿Acaso no entiendes el idioma? ¡Vete al fondo, carajo!

Sin comprender el porqué, Tracy obedeció.

– Y ahora, si me lo permiten, proseguiremos.

Glasco colocó el espéculo en la siguiente mujer, y Tracy supo entonces por qué la había dejado para el final. Iba a examinar a todas con el mismo espéculo sin esterilizar, y ella sería la última. Sintió que hervía de furia. Se les quitaba deliberadamente todo resto de dignidad. Y ellas lo permitían. Si todas protestaran… Le llegó el turno.

– A la camilla, doctora.

Tracy titubeó, pero no le quedaba otra alternativa. Se subió a la camilla y cerró los ojos. Sintió que él le separaba las piernas, que la hurgaba, que le hacía dolor a propósito. Apretó los dientes.

– ¿Tienes sífilis o gonorrea?

– No.

No le iba a mencionar el embarazo a aquel monstruo. Lo hablaría luego con la celadora.

Le sacaron bruscamente el espéculo. El doctor Glasco se puso luego unos guantes de goma.

– Muy bien -dijo-. Ahora pónganse en fila y agáchense, que voy a revisarles sus hermosos culitos.

Sin pensarlo dos veces, Tracy preguntó:

– ¿Para qué?

El doctor Glasco sonrió torvamente.

– Te diré por qué, doctora: porque los culos son sitios perfectos para esconder droga o dinero. Ahora agáchense.

Fue recorriendo toda la hilera, palpando ano tras ano. Tracy sintió náuseas y comenzó a tener arcadas.

– Si vomitas aquí, te frotaré la cara en la mugre -le dijo Glasco. Se volvió hacia las guardianas-. Llévenlas a las duchas. Están que apestan.

Con la ropa en la mano, las prisioneras desnudas fueron conducidas por el otro pasillo hasta una espaciosa habitación con una docena de cubículos abiertos para ducharse.

– Dejen la ropa en el rincón y pónganse bajo el agua. Usen el jabón desinfectante. Lávense bien todo el cuerpo, de la cabeza a los pies.

Tracy pasó del áspero piso de cemento a la ducha. El agua era fría. Se frotó enérgicamente, pensando: Jamás volveré a estar limpia. ¿Qué clase de gente es ésta? ¿Cómo pueden tratar así a otros seres humanos? No podré soportar quince años aquí.

Una celadora le gritó:

– ¡Eh, tú, se acabó el tiempo!

Tracy salió del cubículo y otra mujer ocupó su lugar. Le entregaron una toalla húmeda con la que se secó como pudo.

Cuando la última hubo terminado de ducharse, las llevaron al depósito de ropa. La encargada era una presa, que medía a ojo el talle de cada mujer y le entregaba dos vestidos de uniforme, dos bragas, dos sostenes, dos pares de zapatos, dos camisones, un cinturón para apósitos, y una bolsa para la ropa sucia. Las guardianas vigilaban mientras las reclusas se vestían. Cuando terminaron, las arrastraron a una habitación, donde una prisionera de confianza manejaba una cámara fotográfica emplazada sobre un trípode.

– Ponte contra aquella pared.

Tracy se encaminó al muro.

– De frente.

Miró a la cámara.

– Tuerce la cabeza hacia la derecha.

Obedeció.

– A la izquierda. Listo. Ahora avanza hacia la mesa.

Allí había un equipo para tomar impresiones digitales. Tracy pasó los dedos por una almohadilla entintada, y luego los apretó sobre una tarjeta blanca, guiada por otra prisionera.

– Mano izquierda. Mano derecha. Límpiate con aquel trapo. Ya he acabado contigo.

En efecto -pensó Tracy como atontada-, estoy acabada. Soy un número. No tengo ya identidad.

Una celadora la señaló.

– ¿Whitney? El director desea verte. Ven conmigo.

A Tracy se le levantó el ánimo. ¡Después de todo, Charles había hecho algo! No la había abandonado a fin de cuentas, como tampoco ella lo habría hecho con él. Su reacción telefónica había sido tan intempestiva y fría como fugaz. Luego había tenido tiempo de pensarlo de nuevo y comprendía que aún la amaba. Había hablado con el director, explicándole el tremendo error cometido con ella. Y ahora la liberarían.

La llevaron por otro pasillo, atravesando dos puertas de gruesos barrotes, custodiadas por guardas de uno y otro sexos. Al pasar por la segunda puerta, una reclusa la embistió. Se trataba de una mujer gigantesca, la más corpulenta que jamás hubiese visto, de casi un metro noventa de estatura y un peso aproximado de ciento veinte kilos. Tenía el rostro picado de viruelas y los ojos de un color amarillo claro. Sujetó a Tracy para que recuperara el equilibrio y le sobó los pechos brevemente.

– ¡Eh! -le dijo a la celadora-. Tenemos una nueva. ¿Por qué no la ponen conmigo?

Tenía un marcado acento sueco.

– Lo siento. Ya la asignaron a otra celda, Bertha.

La mujer acarició el rostro de Tracy y cuando ésta se echó atrás, se rió.

– Está bien, pequeña. Mamá Bertha te verá después. Tenemos tiempo de sobra. No creo que tengas pensado ir a ninguna parte.


Llegaron al despacho del interior. Tracy se sentía débil por la emoción. ¿Estaría Charles ahí? ¿O habría enviado a su abogado?

La secretaria del director le hizo un gesto afirmativo a la guardiana.

– Ya la está esperando. Aguarde usted aquí.

George Brannigan, el director, se hallaba sentado ante un gastado escritorio, leyendo unos papeles. Era un hombre de cincuenta años, con cara cansada y modales delicados.

Hacía cinco años que estaba al frente de la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur. Había accedido al puesto por sus antecedentes como penalista e ideólogo, se mostró decidido a realizar grandes reformas en la institución. Pero había sido derrotado, tal como sucedió con sus antecesores.

Originariamente, la prisión se construyó para albergar a dos reclusas por celda, pero ahora había cuatro y hasta seis penadas en cada una. Sabía que la situación era la misma en todas partes. Las cárceles del país estaban atiborradas de presos, y con muy escaso personal. Miles de delincuentes permanecían encerrados, sin otra cosa que hacer salvo alimentar su odio o planear su venganza contra la sociedad. Se trataba de un sistema estúpido y brutal, pero era el único que había.

La celadora abrió la puerta y Tracy entró en el despacho.

Brannigan contempló a la mujer que tenía ante sí. Aun vestida con el uniforme reglamentario y con el rostro demacrado por el agotamiento, Tracy Whitney era bellísima. Tenía un rostro inocente, y el director se preguntó cuánto tiempo continuaría así. Se había interesado por esa reclusa en particular luego de enterarse de su caso por los diarios, aparte de leer su expediente. Por ser su primer delito, y no haber dado muerte a nadie, la condena de quince años era inusualmente severa. El hecho de que el acusador particular fuese Joseph Romano lo hacía sospechar más aún de la sentencia. Pero el director de una institución penal sólo estaba para custodiar a los presos. No podía enfrentarse al sistema. Él era el sistema.

– Tome asiento, por favor.

Tracy se alegró de poder sentarse porque sentía flojas las rodillas. Ahora el director le hablaría de Charles y le anunciaría cuándo habrían de dejarla en libertad.

– He estado revisando su expediente. Veo que estará con nosotros un largo período. Su sentencia de quince años…

Tracy tardó un instante en asimilar aquellas palabras. Estaba terriblemente equivocado.

– ¿No habló… no habló usted con Charles?

Tartamudeaba a causa de los nervios.

El hombre la miró sin entender.

– ¿Charles?

– Por favor, por favor, escúcheme. Soy inocente. No tengo por qué estar aquí.

¿Cuántas veces había oído eso el director? ¿Cien? ¿Mil veces? Soy inocente.

– El juez la declaró culpable. El mejor consejo que puedo darle es que trate de tomarse las cosas con tranquilidad. Una vez acepte las condiciones de su reclusión, todo le resultará más fácil. No hay relojes en la cárcel; sólo calendarios.

No puedo quedarme aquí encerrada quince años. Prefiero morir. Dios mío, permite que me muera. Pero no puedo morir, porque mataría a mi bebé. También es tu bebé, Charles. ¿Por qué no has venido a ayudarme? Fue en ese momento cuando comenzó a odiarlo.

– Si tiene algún problema especial…, es decir, si de alguna manera puedo serle útil, quiero que venga a verme…

Incluso a medida que hablaba se daba cuenta de cuán huecas eran sus palabras. Esa muchacha era joven, bonita y fresca. Las demás reclusas se le tirarían encima como animales en celo. No había siquiera una celda segura adonde asignarla. Casi todos los calabozos estaban controlados por una prostituta. Brannigan había oído rumores de violaciones en las duchas, en los baños, en los pasillos por la noche. Pero eran sólo rumores, porque posteriormente, las víctimas siempre guardaban silencio.

Con voz amable, dijo:

– Si tiene buena conducta, quizá la liberen al cabo de doce o…

– ¡No!

Fue un clamor de total desesperación. Tracy sintió que las paredes del despacho la ahogaban. Se puso de pie ante los gritos. Rápidamente la celadora la sujetó por los brazos.

– Con suavidad -le ordenó el director, que permaneció sentado, impotente, mientras se llevaban a Tracy.


La condujeron por una serie de corredores flanqueados por celdas llenas de internas de todo tipo. Había reclusas negras, blancas, orientales y latinas. Al ver pasar a Tracy le gritaron infinidad de obscenidades con diferentes acentos. Tracy no comprendió sus palabras.

Cuando llegó a su sector la celadora le aclaró con una sonrisa lo que gritaban las mujeres: Carne fresca.

SEIS

En el Pabellón C había sesenta mujeres, cuatro en cada celda. La visita al despacho del director había sido el último rayito de esperanza de Tracy. Ahora no le quedaba nada, salvo la terrible perspectiva de quedar enjaulada durante quince años.

La celadora abrió la puerta de una celda.

– ¡Adentro!

Tracy parpadeó y vio que había tres mujeres que la observaban en silencio desde la celda.

– Muévete -le ordenó la guardiana.

Tracy vaciló; luego entró y oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas.

En la diminuta celda apenas si cabían cuatro literas, una mesita con un espejo rajado, cuatro pequeños armarios y un retrete sin tapa en un rincón.

Las reclusas tenían la vista fija en ella. Una puertorriqueña rompió el silencio.

– Parece que tenemos una nueva inquilina.

Su voz era gruesa y melodiosa. Hubiera sido bonita de no haber tenido una cicatriz de un tajo que le bajaba desde la sien hasta el cuello. No daba la impresión de tener más de catorce años hasta que se la miraba a los ojos.

Una mexicana, robusta y baja, dijo:

– ¡Qué alegría de verte! ¿Por qué te metieron aquí, querida?

Tracy estaba demasiado atemorizada para responder.

La tercera mujer era una negra corpulenta, de ojos chicos y cautelosos y rostro frío. Tenía la cabeza afeitada, y su cráneo brillaba con un tinte azulado bajo la tenue luz.

– Tu litera es la del rincón.

Hacía allí se dirigió Tracy. El colchón estaba inmundo, manchado con las excreciones de las ocupantes anteriores. No se atrevió a tocarlo siquiera. Involuntariamente, manifestó su asco.

– No…, no puedo dormir en ese colchón.

– No estás obligada a hacerlo, querida -le dijo la mexicana, sonriendo-. Si prefieres, puedes dormir en el mío.

Tracy comenzó a captar una corriente de lascivia de parte de las demás. Las tres mujeres la estudiaban con atención. Carne fresca, pensó con un escalofrío.

– ¿A… quién debo ver para pedir un colchón limpio?

– A Dios -le respondió la negra-. Pero últimamente no viene muy a menudo por aquí.

Tracy volvió a mirar el colchón. No puedo permanecer en este sitio. Me volveré loca.

Como si le hubiese leído los pensamientos, la negra le aconsejó:

– No te busques problemas, nena.

Tracy recordó las palabras del director: El mejor consejo que puedo darle es que trate de tomarse las cosas con tranquilidad…

La negra prosiguió:

– Soy Ernestina Littlechap. -Señaló a la mujer de la cicatriz-. Es Lola, de Puerto Rico, y la gorda es Paulita, de México. ¿Cómo te llamas tú?

– Soy… soy Tracy Whitney.

– ¿De dónde eres, querida? -le preguntó la gorda.

– Lo siento…, no tengo ánimos para conversar.

Casi sin fuerzas se dejó caer sobre el borde de la litera y se secó las frías gotas de sudor de su rostro con la falda.

Mi bebé -pensó-. Debí haberle dicho al director que estoy embarazada. Me habría trasladado a una celda limpia. A lo mejor incluso una para mí sola.

Oyó pasos por el corredor. Una guardiana se acercaba.

Tracy se acercó en seguida a la puerta.

– Perdóneme -dijo-. Quisiera ver al director. Estoy…

– En seguida te lo mando -le respondió la celadora por encima del hombro.

– Usted no comprende. Yo…

La mujer ya se había ido.

Tracy se apretó los nudillos en la boca para no gritar.

– ¿Estás enferma o algo así, querida? -preguntó la puertorriqueña.

Tracy negó con la cabeza, incapaz de articular palabra. Regresó a la litera, la miró un instante; luego lentamente se sentó. Fue un acto de desesperanza, de rendición. Cerró los ojos.


El día que cumplió diez años fue el más emocionante de su vida. «Iremos a cenar a "Antoine's"», anunció su padre.

¡«Antoine's»! Ese nombre suscitaba fantasías de otro mundo, un mundo de belleza, de elegancia, de opulencia. Tracy sabía que su padre no tenía mucho dinero. El año que viene podremos salir de vacaciones, era la cantinela constante de la casa. ¡Y ahora irían a «Antoine's»! La madre se puso su vestido verde nuevo.

«Miren a estas dos bellezas -se jactó el padre-. Estoy con las dos mujeres más hermosas de Nueva Orleáns. Todos me envidiarán.»

«Antoine's» resultó ser tal como lo había soñado Tracy, y más aún, mucho más. Era un lugar de maravilla, decorado con distinción, con mantelería blanca y vajilla con monogramas dorados. Es un palacio -pensó Tracy- Apuesto que los reyes y las reinas comen aquí. Estaba demasiado excitada como para comer, demasiado ocupada mirando a los hombres y mujeres de espléndidos atuendos. Cuando sea mayor voy a venir a «Antoine's» todas las noches, y traeré a mis padres conmigo.

«No comes nada, Tracy», le dijo su madre.

Para complacerla, tragó algunos bocados. Trajeron un pastel para ella, con diez velitas; los camareros entonaron el feliz cumpleaños, los demás comensales se dieron la vuelta y aplaudieron y Tracy se sintió como una princesa. Afuera oyó el sonido de un tranvía que pasaba…


El sonido de la campana era intenso e insistente.

– A comer -anunció Ernestina Littlechap.

Tracy abrió los ojos. Las puertas de los calabozos iban abriéndose ruidosamente. Tracy permaneció en su litera, tratando por todos los medios de aferrarse al pasado.

– ¡Eh! Es la hora de comer -dijo la joven puertorriqueña.

El mero hecho de pensar en la comida la descomponía.

– No tengo hambre.

Paulita, la mexicana, le dijo:

– Es sencillo. A nadie le importa si tienes hambre o no. Todas tenemos que pasar al comedor.

Las internas se alineaban en el pasillo.

– Vamos, andando; de lo contrario, te romperán el culo a patadas -le advirtió Ernestina.

No puedo moverme. Me quedaré aquí.

Sus compañeras salieron de la celda y se incorporaron a la doble fila. Una robusta guardiana, de pelo rubio teñido, vio a Tracy tendida en su cama.

– ¡Tú! ¿No oíste el timbre? Sal de ahí.

– No tengo hambre, gracias.

La celadora la miró atónita. Luego entró como una tromba y zarandeó a Tracy mientras le decía:

– ¿Quién mierda te crees que eres? ¿Estás esperando que te sirvan en la cama? Ahora mismo te pones en la cola. Podría sancionarte por esto. Si vuelve a ocurrir, te mando a la jaula. ¿Entendido?

Tracy no comprendió. No comprendía nada de lo que estaba pasando. Lentamente se puso de pie y se sumó a la fila. Estaba parada junto a la negra.

– ¿Por qué no me…?

– ¡Cállate! -le susurró Ernestina Littlechap-. No se puede hablar en la fila.

Las mujeres avanzaron por un angosto, tétrico corredor, pasaron por las dos puertas de seguridad y llegaron a un enorme comedor lleno de largas mesas de madera. Las presas pasaban en hilera frente a un mostrador. El menú del día consistía en un guiso aguachirle de atún, un descolorido flan y café ligero o un refresco sintético de frutas, a elección. A medida que iban pasando, se les servía un cucharón de comida en los platos de hojalata. Las reclusas encargadas de servir, no cesaban de gritar: «¡Que pase la siguiente!»

Cuando le hubieron servido, Tracy no supo qué hacer ni adónde ir. Buscó con la mirada a Ernestina Littlechap, pero la negra había desaparecido. Se encaminó entonces hasta una mesa donde estaba sentada Paulita, la mexicana. Había allí veinte mujeres sentadas, engullendo desaforadamente la comida. Tracy miró lo que tenía en el plato y lo retiró con asco.

Paulita se apoderó del plato rechazado.

– Si no lo quieres, me lo como yo. Tienes que comer; si no, te auguro poca vida.

No quiero vivir -pensó Tracy, desesperada-. Quiero morirme. ¿Cómo lo soportan estas mujeres?¿Cuánto hace que están aquí?¿Meses? ¿Años? Pensó en la celda fétida, en el colchón, y sintió deseos de gritar. Apretó las mandíbulas para no emitir sonido alguno.

La mexicana le dijo:

– Si se dan cuenta de que no comes, te mandarán a la jaula. -Vio que Tracy no le entendía-. La jaula o el agujero es un sitio solitario que no te gustaría. -Se inclinó hacia adelante-. Ésta es la primera vez que estás presa, ¿no? Bueno, te pasaré un dato: Ernestina Littlechap es quien dirige este lugar. Pórtate bien con ella y no tendrás problemas.

Treinta minutos después de haber penetrado las mujeres en el comedor, sonó un timbre estridente y todas se pusieron de pie. Tracy fue con Paulita a la fila, que se ponía en movimiento para regresar a las celdas. La cena había terminado. Eran las cuatro de la tarde…, faltaban cinco largas horas para que apagaran las luces.

Ernestina Littlechap ya estaba en el calabozo. Tracy se preguntó con escasa curiosidad adonde se habría ido a la hora de comer. Miró luego el retrete del rincón. Necesitaba desesperadamente usarlo, pero no se atrevía a hacerlo delante de las demás.

Esperaría hasta que apagaran las luces. Se sentó en el borde de la litera.

– Me han contado que no comiste nada -dijo Ernestina-. Eso es una estupidez.

¿Cómo ha podido saberlo? Y además, ¿qué le importa?

– Quiero ver al director. ¿Cómo…?

– Presentas una petición por escrito, que las celadoras usarán luego para limpiarse el culo. Para ellas, cualquiera que desee ver al director es una revoltosa. -Se acercó a Tracy-. Aquí hay muchas cosas que pueden causarte problemas. Lo que necesitas es una amiga que te los evite. -Al sonreír se le vio un diente de oro-. Alguien que sepa cómo conducirse en este zoo.

Tracy miró desde abajo el sonriente rostro de la negra, y le pareció verlo flotando cerca del techo.


Era la cosa más alta que había visto en su vida.

«Ésa es la jirafa», le dijo el padre.

Estaban en el zoológico del parque Audubon, un sitio que Tracy adoraba. Los domingos iban al concierto en el parque y luego sus padres la llevaban al acuario o al zoológico. Caminaban despacio, mirando a los animales en sus jaulas.

«¿No les resulta horrible estar encerrados, papá?»

El padre rió. «No, Tracy. Llevan una vida maravillosa. Los cuidan, los alimentan, sus enemigos no pueden atacarlos.»

Pero Tracy les vio una expresión infeliz. Tuvo deseos de abrirles las jaulas y dejarlos escapar. Jamás me gustaría estar encerrada como ellos, pensó.


A las nueve menos cuarto de la noche sonó el timbre en la prisión. Sus compañeras de celda comenzaron a desvertirse, pero ella no se movió.

– Tienes quince minutos para prepararte para la cama -le informó Lola.

Todas se habían puesto el camisón. La celadora de pelo teñido pasó frente a la celda y se detuvo al ver a Tracy tendida en su litera.

– ¡Desvístete! -le ordenó. Luego se dirigió a Ernestina-: ¿No le avisaron?

– Sí, se lo dijimos.

La guardiana volvió a dirigirse a Tracy.

– Aquí sabemos cómo tratar a las revoltosas. O haces lo que se te dice, o te rompo el culo.

Se alejó por el corredor.

Paulita le advirtió: -Te conviene hacerle caso, querida. La Vieja es una reverenda hija de puta.

Lentamente Tracy se puso de pie y comenzó a desvertirse, dándoles la espalda. Se quitó toda la ropa, salvo las bragas, y se puso el áspero camisón de dormir. Sentía los ojos de las demás posados en ella.

– Tienes un cuerpo muy lindo -comentó Paulita.

– Sí, muy bonito -convino Lola.

Tracy se estremeció de espanto.

Ernestina se le acercó y la miró detenidamente.

– Somos tus amigas y te cuidaremos muy bien.

Tenía la voz ronca de la excitación.

Tracy se dio la vuelta bruscamente.

– ¡Dejadme en paz, todas! Yo…, yo no soy así.

La negra soltó una risita.

– Serás como nosotras queramos que seas, nena.

Las luces se apagaron.


La oscuridad era su enemiga. Se sentó en el borde de su litera, con el cuerpo tenso. Presentía que las otras estaban esperando que se durmiera para abalanzarse sobre ella. ¿O era sólo su imaginación? Estaba tan angustiada que todo le parecía amenazador. Probablemente sólo habrían tratado de ser amables, y ella vio en aquella actitud siniestras implicaciones. Había leído cosas acerca de las relaciones homosexuales en las cárceles, pero se dijo que seguramente no se permitía ese tipo de comportamiento en una prisión.

No obstante, la carcomía la duda. Decidió quedarse toda la noche en vela. Si alguna se le acercaba, gritaría pidiendo ayuda. Era responsabilidad de las guardianas encargarse de que nada les sucediera a las reclusas. Quiso convencerse de que no tenía por qué preocuparse; sólo debía estar alerta.

Se sentó en el borde de la cama en medio de la oscuridad, prestando atención a todos los sonidos. Oyó que, una a una, sus compañeras usaban el retrete y regresaban a sus literas. Cuando ya no pudo aguantar más, fue también ella. Intentó hacer correr el agua, pero el sistema no funcionaba. Pronto mejorará todo -pensó- Por la mañana pediré ver al director y le hablaré de mi embarazo. Él me trasladará a otra celda.

Sentía el cuerpo tenso, entumecido. Se tendió en la cama y a los pocos instantes sintió un insecto que le caminaba por el cuello. Ahogó un grito. Tengo que soportar unas horas más. Por la mañana, todo se arreglará.

A las tres ya no pudo mantener por más tiempo los ojos abiertos y se durmió.

La despertó una mano que le tapaba la boca, y otras dos que le pellizcaban los pechos. Trató de incorporarse y gritar mientras sentía que le arrancaban el camisón y las bragas. Unas manos le aferraron los muslos, obligándola a separar las piernas. Trató denodadamente de zafarse.

– Tranquila -le susurró una voz en la penumbra-. No te haremos daño.

Tracy lanzó los pies en dirección a la voz, y embistió algo sólido.

– ¡Carajo! Denle su merecido a esta puta de mierda -farfulló la voz-. ¡Tírenla al suelo!

Un puño duro golpeó la cara de Tracy, y otro su estómago. Alguien estaba encima de ella sujetándola, asfixiándola, mientras manos obscenas le frotaban la vagina.

Logró liberarse un instante, pero una de las mujeres le golpeó la cabeza contra las rejas. Sintió que le salía sangre de la nariz. La arrojaron al piso de cemento y le sujetaron manos y piernas. Luchó como enloquecida, pero no podía ella sola contra las tres. Le separaron las piernas y le introdujeron en la vagina un objeto duro y áspero. Se retorció, impotente, tratando por todos los medios de gritar. Cuando le colocaron un brazo sobre la boca aprovechó para morderlo con todas sus fuerzas.

Se oyó una exclamación ahogada:

– ¡Hija de puta!

Recibió infinidad de puñetazos en el rostro. El dolor era cada vez más intenso, hasta que finalmente se desvaneció.


La despertó el sonido del timbre. Estaba tendida en el frío piso de cemento de la celda, desnuda. Sus compañeras se hallaban en sus literas.

Por el pasillo, una celadora iba anunciando:

– ¡A levantarse, todas! -Al pasar por la celda, vio a Tracy tirada en el suelo junto a un pequeño charco de sangre, con el rostro amoratado y un ojo cerrado por la hinchazón.

– ¿Qué diablos sucede aquí?

Abrió con la llave la puerta y entró.

– Debe de haberse caído de la cama -sugirió Ernestina Littlechap.

La celadora se acercó a Tracy y le dio un leve golpe con el pie.

– ¡Levántate!

Tracy oyó la voz desde una gran distancia. Sí -pensó-, tengo que levantarme y salir de aquí. Pero no podía moverse, sentía tremendos dolores en todo el cuerpo.

La guardiana la tomó de los codos y la sentó en el suelo. Tracy casi se desmayó.

Vio las borrosas siluetas de sus compañeras de celda, que aguardaban su respuesta en silencio.

– Me… me… -Intentó hablar, pero no le salían las palabras. Volvió a probar y un arraigado instinto atávico la hizo murmurar-: Me caí de la litera…

La celadora le espetó:

– Odio a las que quieren pasarse de listas. Irás al agujero hasta que aprendas algo de respeto.


Era una forma de olvido, un regreso al vientre materno. Estaba sola en la oscuridad. No había mueble alguno en la diminuta celda del sótano, salvo un delgado colchón sobre el frío suelo de hormigón. Un simple orificio en el piso hacía las veces de inodoro. Tracy yacía en la negrura total, tarareando canciones que su padre le había enseñado cuando niña. No tenía idea de lo cerca que estaba del límite de la locura.

Pero eso no importaba. Sólo importaba el dolor de su cuerpo maltratado. Tal vez me caí y me lastimé, pero mamá me curará.

– Mamá -articuló con un hilo de voz, y al no obtener respuesta, volvió a dormirse.


Durmió cuarenta y ocho horas, y el sufrimiento atroz se convirtió en un dolor más soportable. Abrió los ojos, pero era tal la tiniebla que no podía siquiera distinguir el contorno de la celda. Lentamente fue recordando. La habían llevado al médico… «Una costilla rota y fractura de muñecas. La vendaremos… Los cortes y magullones son delicados, pero cicatrizarán. Perdió el bebé…»

– Oh, mi hijito -dijo en un susurro-. Asesinaron a mi hijito.

Lloró por la pérdida del bebé, por sí misma, por el mundo enfermo.

Tendida sobre el colchón, en la fría penumbra, la invadió un odio abrumador que literalmente la hizo estremecer. Se sumergió en pensamientos inconexos, hasta que su mente quedó vacía de toda emoción salvo la venganza, pero no contra sus compañeras de celda, que eran tan víctimas como ella, sino contra los hombres que le habían destruido la vida.

Joe Romano: «Su madre fue muy reservada conmigo. No me contó que tuviera una hija tan sensual.»

Anthony Orsatti: «Joe Romano trabaja para un hombre llamado Anthony Orsatti, que dirige todo Nueva Orleáns.»

Perry Pope: «Declarándose culpable, le ahorra usted al Estado los gastos de un juicio.»

El juez Henry Lawrence: «Durante los próximos quince años permanecerá usted en la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur.»

Ésos eran sus enemigos. Y no olvidaba a Charles: «Si tanta falta te bacía el dinero, podrías haber conversado conmigo… Obviamente, nunca llegué a conocerte bien… Tendrás que hacer lo que consideres mejor para tu hijo.»

Todos pagarían. No tenía idea de cómo, pero sabía que lo lograría. Mañana -se dijo-. Si es que hay un mañana.

SIETE

El tiempo perdió todo significado. Como nunca entraba luz en el calabozo, no había diferencia entre el día y la noche, de modo que no supo cuánto tiempo la mantuvieron en confinamiento. De vez en cuando le pasaban comida fría por una rendija en la parte de abajo de la puerta. No tenía apetito, pero se propuso comer todo. Necesitaría todas sus fuerzas para lo que planeaba hacer. Se hallaba en una situación que cualquiera consideraría desesperada: estaría presa durante quince años, sin dinero, amigos, ni recurso alguno. Pero había en su interior un manantial de fortaleza. Sobreviviré, se dijo. Sobreviviría tal como lo habían hecho sus antepasados. Había en ella una mezcla de sangre inglesa, irlandesa y escocesa, y de ellos había heredado sus más notables cualidades: la inteligencia, la valentía y la voluntad. Mis antepasados vencieron el hambre, las plagas y las inundaciones y yo sobreviviré a la prisión. En esa celda infernal estaban con ella los fantasmas del pasado; cada uno de ellos era parte de su persona. No los defraudaré, se dijo en un susurro.

Y comenzó a planear su fuga.


Sabía que lo primero que debía hacer era recuperar la energía física. La celda era demasiado pequeña para practicar gimnasia, no así para el tai chi ch'uan. Los ejercicios requerían poco espacio, y le obligaban a utilizar todos los músculos del cuerpo. Cada movimiento tenía un nombre y un significado. Comenzó con Golpear a los Demonios y siguió con En busca de la luz. Cada gesto provenía del tan tien, el centro, y todos los movimientos eran circulares y lentos. Le parecía oír la voz de su profesor: «Estimula tu energía vital, que comienza siendo algo tan pesado como una montaña, y se vuelve tan liviano como la pluma de un ave.» Con una gran concentración su cuerpo iba repitiendo los movimientos lentamente.

«Sujeta la cola del pájaro, conviértete en cigüeña blanca, repele al mono, enfréntate al tigre. Que tus manos sean nubes, haz circular el agua de vida. Deja que la serpiente se arrastre y monte en el tigre. Recobra tu chi y vuelve al tan tien, al centro.»

El ciclo completo duró una hora. Al finalizar, Tracy estaba exhausta. Efectuó el mismo ritual todas las mañanas y por las tardes, hasta que su cuerpo comenzó a recuperarse.

Cuando no ejercitaba el cuerpo, se encargaba de su mente. Acostada en la oscuridad, realizaba complicados cálculos matemáticos, recitaba poesía, rememoraba el papel que le había tocado interpretar en ciertas obras de teatro en la Universidad.

La voz de Charles resonó súbitamente en su cabeza: No puedo creerlo, como tampoco mis padres. Saliste en los titulares del Philadelphia Daily News, de esta mañana.

Tracy alejó ese recuerdo. Había en su mente ciertas puertas que, por el momento, debían permanecer cerradas.

Sin embargo, la mayor parte del tiempo planeaba cómo destruiría a sus enemigos, uno a uno.


No tenía idea de cuántas personas habían enloquecido como consecuencia de estar confinadas en el agujero, aunque tampoco le importaba.

Al séptimo día, cuando se abrió la puerta del calabozo, la cegó una luz repentina.

– De pie. El mundo te espera -le anunció un celador, y se agachó para darle una mano.

Pero, para su sorpresa, Tracy se puso rápidamente de pie y salió caminando sin ayuda. Las otras reclusas que habían sacado del encierro solitario salían semiinconscientes o desesperadas, pero ésta no. Por el contrario, poseía un aire de seguridad, extraño en ese lugar. Tracy se detuvo en la sombra, para que sus ojos se acostumbraran poco a poco a la claridad. Luego siguió al celador por un pasillo.

La celadora que la recibió arriba hizo un gesto de desagrado.

– ¡Dios mío, apestas! Ve a darte una ducha. Esta ropa irá a la basura.

La sensación que le produjo el agua fría fue maravillosa. Tracy se lavó el pelo y se frotó de pies a cabeza con jabón de lejía.

Cuando se hubo secado y puesto ropa nueva, la guardiana estaba ya esperándola.

– El director quiere verte.

La última vez que Tracy había oído esas palabras, creyó que significarían su liberación. Jamás volvería a ser tan ingenua.


Brannigan estaba parado junto a la ventana de su despacho cuando entró Tracy.

– Tome asiento, por favor. -Tracy así lo hizo-. Me fui de viaje a Washington, a una conferencia. Acabo de regresar y me encontré con el informe de lo sucedido. No debieron ponerla en reclusión solitaria.

Tracy lo miró con rostro impasible. El director echó un vistazo a un papel que tenía sobre el escritorio.

– Según este informe, fue usted violada por sus compañeras de celda.

– No, señor.

Brannigan suspiró resignadamente.

– Comprendo su temor, pero no puedo permitir que las reclusas dominen esta prisión. Deseo castigar a quien le haya hecho esto, pero necesitaré su testimonio. Por supuesto, me ocuparé de protegerla. ¿Por qué no me cuenta exactamente lo que ocurrió, y quién fue la responsable?

Tracy lo miró largamente.

– Me caí de la litera, señor.

– ¿Está segura?

– Sí, señor.

– ¿No cambiará de parecer?

– No, señor.

Brannigan suspiró.

– De acuerdo. Si ésa es su decisión… La trasladaré a otro calabozo donde…

– No quiero que me cambien.

La miró sorprendido.

– ¿Quiere regresar a la misma celda?

– Sí, señor.

Estaba intrigado. Tal vez se había equivocado, con esa joven; quizás ella misma hubiese provocado la situación. Sólo Dios sabe lo que pensaban o hacían esas malditas reclusas. Deseaba que lo asignaran a alguna agradable cárcel de hombres, pero a su mujer y a su hijita Amy les gustaba vivir allí. Ocupaban un hermoso chalé y había bellos jardines alrededor del edificio carcelario. Para ellas, era como vivir en el campo, pero él tenía que vérselas con esas locas las veinticuatro horas del día.

Miró a la joven que estaba sentada delante de él, y dijo, algo incómodo:

– Muy bien. En el futuro, no se meta en líos.

– De acuerdo, señor.


Regresar a su celda fue una prueba de fuego. Apenas entró la asaltó el horroroso recuerdo de lo ocurrido. Sus compañeras se habían ido a trabajar. Se tendió en la cama con la vista fija en el techo. Luego recorrió la celda palmo a palmo hasta que logró arrancar un trozo de metal de uno de los camastros y lo escondió debajo de su colchón. Cuando sonó el timbre del almuerzo, fue la primera en alinearse en el pasillo.

En el comedor, Paulita y Lola estaban sentadas en una mesa cerca de la ventana. No vio a Ernestina Littlechap.

Tracy eligió una mesa alejada, se sentó y comió hasta el último bocado de la insulsa comida. Luego regresó a la fila y permaneció sola en su calabozo, mientras las demás trabajaban. Sus heridas la eximían del trabajo. A las tres regresaron sus compañeras.

Paulita sonrió asombrada al verla.

– Así que has vuelto con nosotras, gatita. ¿Te gustó lo que te hicimos?

– Tenemos más cosas para ti -agregó Lola.

Tracy no dio muestras de haber oído sus provocaciones. Sólo estaba atenta a la llegada de Ernestina Littlechap. Era el motivo que la había hecho regresar a ese calabozo. Tracy no confiaba en ella ni por un instante, pero la necesitaba.

Te voy a pasar un dato, querida. Ernestina Littlechap es quien manda en este lugar…


Esa noche, cuando sonó el timbre de advertencia de quince minutos antes de apagarse las luces, Tracy se levantó de su litera y comenzó a desvertirse. Esta vez no había en ella pudor alguno. Cuando se desnudó, la mexicana dejó escapar un largo silbido. A pesar de los moretones, sus pechos firmes y sus largas piernas la hacían apetecible. Lola tampoco le quitaba los ojos de encima. Tracy se puso el camisón y volvió a tenderse en la cama. Se apagaron las luces, sumiendo la celda en la oscuridad.

Pasaron treinta minutos. Tracy podía oír la respiración agitada de las otras.

Desde el otro lado del calabozo, dijo Paulita en susurros:

– Mamá te va a dar mucho amor esta noche. Quítate el camisón, nena.

– Te enseñaremos, gatita, y practicarás hasta que seas nuestra reina -afirmó Lola, entre risitas.

Ernestina aún no había abierto la boca. Tracy sintió a Lola y a Paulita cuando se le aproximaron, pero estaba lista para recibirías. Levantó el trozo de metal que sostenía fuertemente en la mano, y de un veloz movimiento hirió a una de las mujeres en la cara. Se oyó un alarido de dolor. Tracy pateó a la otra figura hasta que la vio caer al suelo.

– Acercaos de nuevo y os mataré.

– ¡Hija de puta!

Tracy advirtió que se disponían a un nuevo ataque, y se preparó para enfrentarse con ellas una vez más.

Bruscamente se oyó la voz de Ernestina entre la tiniebla:

– Basta ya. Déjenla en paz.

– Ernie, estoy sangrando.

– Haz lo que te ordeno.

Se produjo un largo silencio. Tracy oyó que las dos se retiraban a sus literas con respiración jadeante, pero permaneció a la expectativa, lista para un nuevo asalto.

– Tienes coraje, querida -comentó Ernestina.

Tracy no habló.

– No cantaste delante del director -prosiguió la negra con una risita-. Si hubieras hablado, ya estarías muerta. ¿Por qué no permitiste que el director te cambiara de calabozo?

Hasta eso sabía la maldita negra.

– Quería volver aquí.

– ¿Sí? ¿Para qué?

Había asombro en la voz de Ernestina Littlechap.

Ése era el momento que había estado esperando Tracy.

– Para que me ayudes a escapar.

OCHO

Una guardiana se le acercó para anunciarle:

– Tienes visita, Whitney.

Tracy la miró sorprendida.

– ¿Una visita?

¿Quién podría ser? De pronto cayó en la cuenta. Charles. Al fin y al cabo, había ido, aunque ya era demasiado tarde. No había estado a su lado cuando más lo necesitaba. Bueno, jamás volveré a necesitar de él ni de nadie.

Siguió a la celadora por el corredor de la sala de visitas.

Entró.

Un extraño estaba sentado ante una mesita de madera. Era uno de los hombres menos atractivos que jamás hubiese visto. Bajo, esmirriado, nariz ganchuda y pequeña boca de desagradable rictus. Tenía una frente protuberante y ojos castaños de mirada intensa, agrandados por gruesos lentes.

No se puso de pie.

– Soy Daniel Cooper. El director me autorizó a hablar con usted.

– ¿Sobre qué? -preguntó Tracy, suspicaz.

– Soy investigador de la «AIPS», la Asociación Internacional para la Protección de Seguros. Un cliente nuestro aseguró el Renoir que le robaron al señor Joseph Romano.

Tracy respiró hondo.

– No puedo ayudarle. Yo no lo robé -contestó, y se encaminó hacia la puerta.

Las siguientes palabras de Cooper la hicieron detenerse.

– Ya lo sé.

Tracy se volvió y lo miró, cautelosa y alerta.

– Nadie lo robó. Le tendieron una trampa, señorita Whitney.

Lentamente, Tracy se dejó caer en un sillón.


Daniel Cooper había sido asignado a ese caso tres semanas antes, cuando fue convocado al despacho de su superior, J. J. Reynolds, en las oficinas centrales de Manhattan.

– Tengo una tarea para usted, Dan -dijo Reynolds.

Cooper odiaba que le llamasen Dan.

– Trataré de ser breve -prosiguió Reynolds.

El verdadero motivo era que Cooper siempre lo ponía nervioso, no sólo a él, sino a todo el personal de la agencia. Se trataba de un hombre extraño. No se mezclaba con nadie. No se sabía dónde vivía, si era casado o tenía hijos. Con nadie tenía trato social, y jamás asistía a las fiestas ni a las reuniones de la oficina. Era un hombre solitario, y la única razón por la cual Reynolds lo toleraba, era porque lo consideraba un verdadero genio, un sabueso con mente de ordenador. Sin ayuda de nadie, Cooper había logrado recuperar más mercaderías robadas, y descubrir más estafas a Compañías de seguros que todos los demás investigadores de la empresa juntos. Reynolds hubiera querido entender mejor a Cooper. El mero hecho de tenerlo sentado ante sí y de enfrentarse a esos ojos penetrantes lo ponían nervioso.

– Uno de nuestros clientes aseguró un cuadro en medio millón de dólares y… -comenzó a decir Reynolds.

– El Renoir. Nueva Orleáns. Joe Romano. Una mujer de nombre Tracy Whitney fue condenada a quince años de prisión. La tela no ha sido recuperada.

¡El muy hijo de puta! -pensó Reynolds-. Si fuera otra persona pensaría que lo hace para fanfarronear.

– En efecto -debió reconocer a regañadientes-. Esta mujer Whitney ha escondido el cuadro en alguna parte, y queremos recobrarlo. Ésa es su misión.

Cooper dio media vuelta y salió de la habitación sin articular palabra.


Cooper atravesó la oficina donde cincuenta empleados trabajaban uno junto a otro programando ordenadores, copiando informes a máquina, contestando llamadas telefónicas. Era un infierno.

Cuando pasaba junto a un escritorio, un colega le hizo un comentario:

– Me enteré de que te asignaron el caso Romano. Tienes suerte. Nueva Orleáns es…

Cooper prosiguió su camino sin responder. ¿Por qué no lo dejarían en paz? Era lo único que pretendía, pero siempre lo importunaban con comentarios curiosos.

El deseo generalizado de sonsacarle algo ya se había convertido en un juego habitual en la oficina.

– ¿Tienes algún compromiso para cenar el viernes, Dan?

– Si no eres casado, Sarah y yo conocemos a una chica maravillosa, Dan…

¿Acaso no se daban cuenta de que no necesitaba favores de ninguno de ellos?

– Ven a tomar una copa…

Daniel Cooper sabía en qué terminaban esas cosas. Una copa inocente llevaba a una cena; en una cena se podían iniciar amistades, y las amistades conducían a las confidencias. Demasiado peligroso.

Daniel Cooper vivía con el temor de que algún día alguien pudiese saber algo sobre su pasado. Los muertos nunca permanecían sepultados. Cada dos o tres años, la Prensa sensacionalista desenterraba el viejo escándalo, y Daniel Cooper desaparecía durante varios días. Ésas eran las únicas veces en que se embriagaba.

De haber podido manifestar sus emociones, Cooper le hubiera dado suficiente trabajo a cualquier psiquiatra, pero era incapaz de comentar con nadie su pasado. La única prueba física que conservaba de aquel nefasto y lejano día era un amarillento recorte de diario, que guardaba bajo llave en su dormitorio, donde nadie lo encontraría jamás. De tanto en tanto volvía a leerlo como castigo, aunque hasta la última palabra del artículo estaba grabada a fuego en su mente.

Se bañaba por lo menos tres veces por día, pero nunca se sentía limpio. Creía firmemente en el infierno y el fuego eterno, y sabía que su única salvación en la tierra estaba en la expiación de su culpa. Intentó ingresar en la Policía de Nueva York, pero no pasó el examen físico, por faltarle diez centímetros de estatura. Se dedicó entonces a ser investigador privado. Se consideraba a sí mismo un cazador que perseguía a los infractores de la ley. Él era la venganza de Dios, el instrumento que aplicaba la ira divina sobre la cabeza de los pecadores. Ésa era la única forma que concebía de pagar su culpa del pasado y prepararse para la eternidad.

Se preguntó si tendría tiempo de darse una ducha antes de salir para tomar el avión a Nueva Orleáns.


Pasó allí cinco días, y antes de haber terminado ya sabía todo lo que necesitaba conocer sobre Joe Romano, Anthony Orsatti, Perry Pope y el juez Henry Lawrence. Leyó la transcripción de la audiencia judicial de Tracy Whitney y de la sentencia. Entrevistó al teniente Miller y se enteró del suicidio de la madre de Tracy. Habló con Otto Schmidt, quien le narró el modo en que habían arruinado la empresa «Whitney». Durante todas esas reuniones, Cooper no tomó una sola nota; sin embargo, era capaz de recitar textualmente cada conversación mantenida. Estaba absolutamente seguro de que Tracy Whitney era una víctima inocente, si bien no podía aceptar esos hechos como verdaderamente fehacientes. Luego voló a Filadelfia para hablar con Clarence Desmond, vicepresidente del Banco donde trabajara Tracy Whitney. Charles Stannope III, por el contrario, no quiso recibirlo.


Mientras contemplaba a la mujer que estaba sentada delante de él, Cooper se convenció plenamente de que nada tenía que ver con el robo del cuadro. Ya podía confeccionar su informe.

– Romano le tendió una trampa, señorita Whitney. Tarde o temprano iba a denunciar de cualquier manera el robo de esa tela. Usted sólo apareció en el momento justo y le facilitó las cosas.

Tracy sintió que se aceleraban los latidos de su corazón. Ese hombre sabía que era inocente. Probablemente tuviera pruebas contra Romano para deslindar la responsabilidad de ella. Hablaría con el director o con el gobernador, y la sacaría de esa pesadilla. De pronto le resultaba difícil respirar.

– Entonces, ¿me ayudará?

Daniel Cooper la miró intrigado.

– ¿Ayudarla?

– Sí, a obtener un indulto.

– No.

La palabra fue como una bofetada.

– Pero, ¿por qué? Si usted sabe que no soy culpable…

– Mi misión ha terminado -replicó Daniel Cooper, con voz monocorde y sin matices.


Al regresar a su hotel, lo primero que hizo fue desnudarse y meterse en la ducha. Se frotó de pies a cabeza, dejando que el agua caliente resbalara por su cuerpo durante casi media hora. Luego de secarse y vestirse, se sentó a redactar su informe.


De: Daniel Cooper

A: J. J. Reynolds.

Expediente N.° Y-72-830-412.

Asunto: Deux femnes Dans le Café Rouge, Renoir (tela al óleo).


He llegado a la conclusión de que Tracy Whitney no está ni siquiera mínimamente relacionada con el robo del cuadro arriba mencionado. Creo que Joseph Romano firmó la póliza de seguros con la intención de maquinar un robo, cobrar la indemnización y volver a vender la tela a un particular. A estas alturas, el cuadro debe de haber salido ya del país. Dado que se trata de una obra conocida, estimo que podría aparecer en Suiza, que cuenta con una legislación de protección para las adquisiciones de buena fe. Si una persona afirma haber comprado una obra de arte de buena fe, el Gobierno suizo le permitirá conservarla aunque se demuestre que es robada.

Recomendación: Como no existen pruebas concretas de la culpabilidad de Romano, nuestro cliente deberá abonarle lo adeudado. Más aún, estimo que sería inútil pretender que Tracy Whitney devolviera el cuadro o se hiciera cargo de los gastos, ya que ella no conoce la obra ni posee material alguno que yo haya podido detectar. Además, permanecerá recluida en la Cárcel de Mujeres de Luisiana del Sur durante quince años.


Daniel Cooper se detuvo un momento para pensar en Tracy Whitney. Seguramente otros hombres la considerarían bonita. Se preguntó, sin demasiado interés, en qué la transformarían esos quince años de prisión. Pero eso no le importaba.

Daniel Cooper firmó el memorándum y debatió si tendría tiempo de darse otra ducha.

NUEVE

La Vieja destinó a Tracy al lavadero. De las treinta y cinco labores que podían realizar las reclusas, el lavadero era lo peor. Reinaba un calor intenso en la enorme sala llena de máquinas de lavar y tablas de plancha. Las pilas de ropa sucia que entraban eran interminables. Cargar y vaciar las máquinas, y transportar los pesados canastos hasta el sector de planchado era un trabajo agotador.

Se comenzaba a las seis de la mañana con apenas un descanso de diez minutos cada dos horas. Al concluir la jornada de nueve horas, la mayoría de las mujeres terminaban exhaustas. Tracy realizaba el trabajo mecánicamente, sin hablar con nadie, encerrada en sus propios pensamientos.

Cuando Ernestina Littlechap se enteró a dónde la habían asignado, comentó a Tracy:

– La Vieja se ha propuesto perseguirte.

– No me molesta -dijo Tracy.

Ernestina estaba intrigada. Tracy ya no era la niña atemorizada que había entrado veinte días antes en la cárcel. Algo la había endurecido, y Ernestina quería saber qué.

Al octavo día de estar trabajando en el lavadero, un guardia se acercó a Tracy y le anunció.

– Te trasladan a la cocina. Es el lugar más codiciado de la prisión.

Había dos tipos de comida en la penitenciaría. Las internas comían potajes, salchichas, habas o espantosos guisos, mientras que los guardias y funcionarios del penal recibían atención de cocineros profesionales; costillas, pescado fresco, pollo, verduras, fruta y tentadores postres. Las reclusas destinadas a la cocina tenían acceso a esos alimentos, y los aprovechaban al máximo.

Al entrar en la cocina, Tracy no se sorprendió de ver allí a Ernestina Littlechap.

– Gracias -le dijo, tratando de que su voz fuese amable.

Ernestina refunfuñó algo pero no le contestó.

– ¿Cómo pudiste pasar por encima de la Vieja?

– Ya no está con nosotros.

– ¿Qué le ocurrió?

– Tenemos nuestro propio sistema. Si una celadora se pone demasiado cargante, la eliminamos.

– No me digas que el director escucha…

– Mierda… ¿Qué tiene que ver el director con esto?

– Entonces, ¿cómo…?

– Es fácil. Cuando la celadora que queremos eliminar está de guardia, comienza a haber líos, se presentan quejas. Una interna afirma que la mujer le tocó el culo. Al día siguiente otra la acusa de malos tratos. Después, alguien denuncia que le robó algo del calabozo, una radio por ejemplo, que aparece en el cuarto de la guardiana. La Vieja se fue. No son las celadoras quienes manejan esta prisión, sino nosotras.

– ¿Por qué motivo estás aquí? -le preguntó Tracy, aunque no le interesaba mucho la respuesta.

Lo importante era establecer una relación amistosa con esa mujer.

– Tenía un grupo de chicas que trabajaban para mí.

Tracy la miró.

– ¿De…?

Titubeó.

– ¿De putas? -Ernestina se rió-. No, de empleadas domésticas en grandes residencias. Instalé una agencia de empleos con unas veinte chicas. La gente rica se desvive por eso. Publiqué anuncios en los mejores diarios, y cuando me llamaban, yo les asignaba personal. Las chicas estudiaban las casas, y cuando los patronos salían de viaje, aprovechaban para robarles las alhajas, cubiertos, pieles o cualquier otro bien de valor, y huían. -Suspiró-. Si te cuento con cuánto dinero nos estábamos alzando, no me creerías.

– ¿Cómo te prendieron?

– Fue el destino, querida. Un día, una de mis muchachas estaba sirviendo un almuerzo en casa del alcalde. Una de las invitadas era una señora a quien había desplumado, y la reconoció. Cuando la Policía empezó a darle porrazos, mi chica comenzó a «cantar». Cantó la ópera entera, y así fue como terminó aquí la pobre Ernestina.

– No puedo quedarme en este sitio -afirmó Tracy en susurros-. Tengo algo muy importante que hacer fuera. ¿Me ayudarás a escapar?

– Por ahora ponte a picar cebollas. Esta noche hay guiso irlandés.

Y se alejó.


Los rumores que corrían en la prisión eran increíbles. Las internas sabían lo que sucedería mucho antes de que ocurriera.

Ciertas reclusas denominadas «ratas de basura» recogían informes escritos que habían sido desechados, escuchaban subrepticiamente llamadas telefónicas, leían la correspondencia del director, y transmitían luego todos los datos a las presas importantes. Ernestina Littlechap encabezaba esta lista. Tracy notaba la forma en que, tanto celadoras como reclusas, obedecían sus órdenes. Como las demás compañeras se dieron cuenta de que Ernestina se había convertido en su protectora, la dejaron en paz. Tracy esperaba que Ernestina le hiciera insinuaciones, pero la negra se mantenía a distancia.


La norma número 7 del folleto oficial que se entregaba a las nuevas presas consignaba: «Queda prohibida toda forma de relación sexual. No podrá haber más de cuatro internas por celda. No se permitirá la presencia de más de una interna por vez en una misma litera.»

Pero la realidad era diferente. A medida que transcurrían las semanas, Tracy veía entrar reclusas nuevas («pescados») en la prisión, y el esquema era siempre el mismo. Aquellas que habían delinquido por primera vez y eran normales sexualmente llevaban las de perder. El drama se desarrollaba en etapas planificadas. En aquel mundo aberrante y hostil, la leona se mostraba amable y simpática. Invitaba a su víctima a la sala de esparcimiento, donde miraban juntas la televisión y, cuando la más antigua le tomaba la mano, la nueva se lo permitía por temor a ofender a su única amiga. La nueva advertía rápidamente que las otras presas no la molestaban. A medida que aumentaba su dependencia hacia la amiga crecía también la intimidad, hasta que finalmente estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de conservar la amistad que la protegía de males mayores.

Las que se mostraban esquivas eran violadas. Él noventa y nueve por ciento de las mujeres que entraban en la cárcel eran forzadas a la actividad homosexual (voluntaria o involuntariamente) dentro de los primeros treinta días. Eso horrorizaba a Tracy.

– ¿Cómo lo permiten las autoridades? -le preguntó a Ernestina.

– Es el sistema, querida; lo mismo ocurre en otras cárceles. No hay manera de mantener a mil doscientas mujeres en un estado de abstinencia obligatoria y, a falta de hombres… Pero nosotras no violamos sólo por una necesidad sexual. Lo hacemos para obtener poder, para demostrar desde el principio quién manda aquí. Los «pescados» son nuestro bocado preferido. La única forma de que consigan protección es que se conviertan en la «esposa» de un «macho». Así, nadie se meterá con ellas.

Tracy tenía motivos para suponer que estaba hablando con una experta.

– Y no sólo ocurre entre las internas -prosiguió Ernestina-. A las guardianas también les gusta. Suponte que llega carne fresca, una pobre mujer adicta a la heroína, que necesitaba droga desesperadamente. La celadora puede conseguírsela, pero exige un pequeño favor a cambio, ¿entiendes? El «pescado» acude a la guardiana y recibe la heroína. En cuanto a los guardianes masculinos, son peores todavía. Ellos son los que guardan las llaves de los calabozos, y lo único que tienen que hacer es entrar una noche y servirse. Si necesitas algo o quieres recibir la visita de tu novio, te acuestas con el guardia. Eso se llama «trueque», y se hace en todo el sistema penitenciario del país.

– ¡Es horrible!

– Así se sobrevive. -La luz del techo se reflejaba sobre la cabeza pelada de Ernestina-. ¿Sabes por qué no permiten mascar chicle aquí?

– No.

– Porque las chicas lo usan para trabar las cerraduras de las puertas, así impiden que cierren del todo, y de noche pueden visitarse unas a otras.


Las relaciones amorosas dentro del ámbito de la prisión estaban a la orden del día, y el protocolo entre los amantes se cumplía mucho más estrictamente que en el mundo exterior. Se interpretaban con particular celo los papeles de machos y esposas. Los machos se comportaban como hombres. Se cambiaban el nombre (a Ernestina le llamaban Ernie; a Bárbara, Bob). El macho llevaba el pelo bien corto o se afeitaba la cabeza, y no realizaba tareas domésticas. La esposa era la encargada de limpiar, coser y planchar para su macho. Lola y Paulita competían ferozmente por obtener la atención de Ernestina.

Los celos eran intensos y a menudo provocaban actos de violencia. Si se sorprendía a una esposa y a un macho de otra pareja mirándose o conversando, se encendían los ánimos. Las cartas de amor circulaban profusamente. Se doblaban en pequeños triangulitos llamados «barriletes» para poder esconderlos fácilmente en los sostenes o en el zapato y los intercambiaban al entrar en el comedor o al ir a trabajar.

Había reclusas que se enamoraban de las celadoras. Era un sentimiento nacido de la desesperación y el sometimiento. Las reclusas dependían de las guardianas para todo; incluso para mantenerse con vida.

Había actividad sexual casi permanente, en las duchas, en los baños, en los calabozos, e incluso, de noche, sexo oral a través de las rejas. A las «esposas» de las celadoras se las dejaba salir de sus celdas por la noche para dirigirse al sector de las guardianas.

Cuando se apagaban las luces, Tracy se tendía en su cama y se tapaba los oídos para no oír los gemidos y risitas de placer.

Una noche, Ernestina sacó de debajo de su litera una caja de arroz curruscante y comenzó a desparramarlo por el pasillo, fuera del calabozo. Tracy oyó que las mujeres de otras celdas hacían lo mismo.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó.

Ernestina le respondió con sequedad:

– Nada que te interese. Tú te quedas en la cama.

Minutos más tarde se oyó un alarido de terror proveniente de otro calabozo.

– Dios mío, no. ¡No! ¡Por favor, suéltenme! -decía la desesperada voz.

Tracy sabía lo que estaba pasando, y sintió una repulsión incontrolable. Los gritos se fueron convirtiendo en convulsivos sollozos. Tracy cerró fuertemente los ojos. ¿Cómo podía una mujer hacerle eso a otra? Pero estaba decidida a no demostrarle sus sentimientos a Ernestina.

– ¿Para qué era ese arroz? -preguntó fingiendo escaso interés.

– Es nuestro sistema de alarma. Por si las guardianas resuelven espiar.


La cárcel era una extraña experiencia educativa, aunque lo que allí se aprendiera fuera poco ortodoxo.

La prisión estaba llena de expertas en todo tipo imaginable de delito. Se intercambiaban métodos para estafar, para hurtar en las tiendas o robarles a los borrachos. Se ponían al día unas a otras sobre nuevas formas de chantaje, informantes y policías de paisano.

Una mañana, en el patio, Tracy oyó a una de las reclusas viejas dictar cátedra ante una joven y fascinada audiencia acerca de la forma en que actuaban los carteristas.

– Los verdaderos profesionales son los de Colombia. En Bogotá, existe una escuela donde se aprende el arte del carterista. Cuelgan un muñeco del techo, vestido con un traje de diez bolsillos, llenos de monedas y alhajas. El truco es que, en cada bolsillo, hay una campanilla. Cuando eres capaz de vaciar hasta el último bolsillo sin hacer sonar la campanilla, ya puedes salir a robar.

Lola lanzó un suspiro.

– En una época andaba con un tipo que caminaba en medio de las multitudes vistiendo un sobretodo, con las manos al aire, mientras iba robando los bolsillos de todo el mundo como un condenado.

– ¿Cómo diablos lo hacía?

– La mano derecha era falsa. Sacaba la mano verdadera por una abertura del abrigo, y así llegaba hasta cuanto bolsillo o billetero estuviera a su alcance.

– A mí me gusta el sistema de robo a los armarios -dijo una veterana-. Vas a una estación ferroviaria hasta que ves alguna viejecita tratando de meter una maleta o un paquete grande en una de las consignas. Te ofreces para ayudarla, guardas el bulto y le entregas la llave. Sólo que la llave que le das es de una taquilla vacía. Cuando ella se va, vacías el suyo y te marchas.


Otra tarde, en el patio, dos internas sentenciadas por prostitución y posesión de cocaína, conversaban con una recién llegada que no parecía tener más de diecisiete años.

– Con razón te agarraron, querida -la regañó una de las mayores-. Antes de fijar precio con un tipo, tienes que palparlo para comprobar que no lleva un arma, y nunca debes decirle lo que vas a hacer. Que él te diga lo que quiere. Si resulta ser un policía, lo acusas de incitación al delito.

– Y siempre mírale las manos -dijo la otra-. Si das con un obrero, debe tener las manos ásperas. Por ese detalle te darás cuenta. Muchos policías se disfrazan de trabajadores, pero se olvidan de sus manos suaves, que los delatan.


Las normas eran inflexibles. Todas las reclusas debían asistir al comedor y no se permitía conversar en las filas. En los pequeños armarios de las celdas, no se podía guardar más de cinco productos de higiene personal. Había que dejar hecha la cama antes del desayuno, y mantenerla impoluta durante el día.

Reinaba en la penitenciaría una música característica: timbres, pasos que se arrastraban sobre el piso de cemento, portazos, susurros de día y gritos de noche. El áspero zumbido de los transmisores de las celadoras, el ruido de bandejas metálicas a la hora de comer. Y siempre la soledad y el aislamiento, y el intenso clima de odio.

Tracy se convirtió en una reclusa modelo. Su cuerpo respondía automáticamente a los sonidos de la rutina carcelaria: el chirriar de las puertas metálicas de las celdas, el timbre para presentarse a trabajar, la campana que anunciaba el fin de la labor cotidiana.

El cuerpo de Tracy estaba prisionero en ese sitio, pero su mente se dedicaba a planificar la fuga.

Las reclusas no podían realizar llamadas telefónicas afuera y sólo se les permitía recibir dos llamadas de cinco minutos por mes. Tracy recibió una de Otto Schmidt.

– Pensé que querrías saber que fue un sepelio realmente hermoso. Yo me encargué de pagar las cuentas, Tracy.

– Gracias, Otto, muchas gracias.

Ninguno de los dos tenía nada que agregar.

No hubo más llamadas telefónicas para ella.


– Nena, te conviene olvidarte del mundo exterior. Nadie te espera allí fuera -le advirtió Ernestina.

Estás equivocada, pensó Tracy.

Y se repitió:

Joe Romano, Perry Pope, el juez Henry Lawrence, Anthony Orsatti, Charles Stanhope III.


Una mañana, en el patio de ejercicios, volvió a encontrarse con la Gran Bertha. El patio era un amplio rectángulo al aire libre rodeado, por un lado, por el alto muro exterior de la prisión, y por el otro, por las paredes del edificio de la cárcel. Todas las mañanas las reclusas podían ir allí treinta minutos. Era uno de los pocos sitios donde se permitía hablar, y las mujeres se juntaban en grupitos para intercambiar las últimas noticas y los chismes antes del almuerzo. La primera vez que Tracy fue, experimentó una repentina sensación de libertad, y comprendió que se debía al hecho de estar a cielo abierto. Pudo ver el sol en lo alto, las nubes, y en algún punto distante del firmamento azul, la silueta lejana de un avión.

– ¡Oye! Te estuve buscando -dijo una voz.

Tracy se volvió y se topó con la imponente sueca que la había atropellado en su primer día de prisión.

– Me contaron que te conseguiste un macho negro -dijo Bertha.

Tracy intentó pasar de largo, pero Bertha la sujetó fuertemente del brazo.

– Queridita…

– Aléjate de mí -musitó Tracy sin mirarla.

– Lo que te hace falta es una buena chupada, no sé si me entiendes. Y yo te la daré. Serás solamente mía, amorcito…

Una voz conocida habló a sus espaldas.

– Sácale esas manos sucias de encima, imbécil.

Allí estaba Ernestina Littlechap con los puños crispados, echando fuego por los ojos. El sol se reflejaba sobre su brillante cráneo rasurado.

– No eres suficientemente hombre para ella, Ernie.

– ¡Lo soy para ti! -explotó la negra-. Si vuelves a molestarla, te cuelgo de las tetas.

El ambiente estaba cargado de electricidad. Las dos mujeres se miraban con furibundo odio. Están dispuestas a matarse por mí, pensó Tracy. Luego comprendió que la cuestión poco tenía que ver con ella. Era una confrontación de poder.

Fue la Gran Bertha quien cedió, lanzando una mirada de desprecio a Ernestina.

– No tengo prisa -dijo, y miró codiciosamente a Tracy-. Vas a estar aquí mucho tiempo, nena, y yo también. Ya nos veremos.

Dio media vuelta y se marchó.

Ernestina la miró partir.

– Es una puta vieja. ¿Recuerdas a esa enfermera de Chicago que asesinó a más de veinte pacientes? Les dio cianuro y se quedó a su lado para verlos morir. Bueno, ese ángel misericordioso es la que está caliente contigo, Whitney. ¡Mierda! Necesitas alguien que te proteja. Ella no va a resignarse así como así.

– ¿Me ayudarás a escapar?

Sonó un timbre.

– Es hora de comer -repuso Ernestina Littlechap.


Esa noche, tendida en su cama, Tracy pensó en Ernestina.

Por más que no hubiese intentado volver a tocarla, todavía no confiaba en ella. Jamás olvidaría lo que Ernestina y las demás compañeras de celda le habían hecho. Pero necesitaba su ayuda.


Todas las tardes, después de comer, las internas podían pasar una hora en la sala de esparcimiento, donde miraban la televisión, conversaban o leían revistas y diarios de actualidad. Tracy estaba hojeando una revista cuando una fotografía le llamó la atención. Era una instantánea de Charles Stanhope III saliendo de una capilla del brazo de su esposa el día de su boda. Al ver la sonrisa en el rostro de Charles, se sintió inundada de dolor e indignación. En una época había pensado compartir la vida con ese hombre que le había vuelto la espalda, que había permitido que la destruyeran, a ella y al hijito de ambos. Pero eso había sido en otro tiempo, en otro lugar, en otro mundo.

Cerró de golpe la revista.


Durante los días de visita era fácil saber cuáles reclusas tenían parientes o amigos que las irían a ver. Aquellas que se bañaban, se ponían ropa limpia y se maquillaban. Ernestina solía regresar de la sala de visitas sonriendo animadamente.

– Mi querido Al viene siempre a verme -le confió a Tracy-. Está esperando que salga. ¿Sabes por qué? Porque le doy lo que ninguna otra mujer.

Tracy no pudo ocultar su confusión.

– ¿Quieres decir sexualmente?

– Por supuesto. Lo que pasa detrás de estos barrotes no tiene nada que ver con el mundo de fuera. Aquí dentro, a veces necesitamos un cuerpo tibio, alguien que nos diga que nos ama. No interesa si la cosa no es real o si no dura; es lo único que tenemos. Pero cuando me dejen en libertad -esbozó una amplia sonrisa- volveré a ser la misma ninfómana de siempre, ¿entiendes?

Había algo que intrigaba a Tracy, y decidió hablar del tema francamente.

– Ernie, ¿por qué me proteges?

La negra se encogió de hombros.

– Porque me da la gana.

– Sinceramente quiero saberlo. -Escogió cuidadosamente sus palabras-. Todas tus demás amigas te pertenecen, hacen cualquier cosa que les pidas.

– Si no quieren lamentarlo…

– Pero yo no. ¿Por qué?

– ¿Te estás quejando?

– No. Simplemente siento curiosidad.

Ernestina lo pensó un instante.

– Está bien, te lo diré. Tú tienes algo que yo ambiciono. -Vio la expresión temerosa del rostro de Tracy-. No, no me refiero a eso. Tienes distinción, verdadera elegancia, como esas mujeres de las revistas, que toman el té en vajilla de plata. Ése es tu mundo, no éste. No sé cómo te metiste en la mierda, pero mi impresión es que alguien te tendió una trampa.

Miró a Tracy casi con timidez.

– No me he cruzado con muchas personas decentes en la vida. -Y agregó de espaldas a Tracy, de modo que sus siguientes palabras fueron apenas audibles-: Y lamento lo de tu bebé.


Esa noche, cuando se hubieron apagado las luces, Tracy le dijo en susurros:

– Ernie, tengo que escaparme. Ayúdame, por favor.

– ¡Estoy tratando de dormir! ¿Quieres cerrar el pico?


Ernestina inició a Tracy en el antiguo idioma de los presidiarios. Le señaló a una reclusa que charlaba en un grupo en el patio.

– Esa leona es la argolla de una puta gris, y ahora se hace la fina…

Era una corta, pero la agarraron en una tormenta de nieve, y fue a parar al carnicero. Se quedó sin levante, y adiós verso.

Para Tracy fue como oír hablar a unos marcianos.

– ¿Qué dices? -preguntó.

Ernestina prorrumpió en sonoras carcajadas.

– ¿Acaso eres atrasada, chiquita? «Ser la argolla» quiere decir lesbiana pasiva, «esposa». Una «puta gris» es una como tú. Era una «corta», es decir que le faltaba poco para terminar su condena, pero la pescaron tras una fuerte dosis de heroína y fue a parar al «carnicero», el médico de la cárcel.

– ¿Qué es un «levante» y un «verso»?

– ¿No has aprendido nada todavía? «Verso» es la libertad bajo palabra, y «levante» es el día en que te sueltan.


La explosión entre Ernestina Littlechap y la Gran Bertha ocurrió al día siguiente, en el patio. Las reclusas estaban jugando al softbol, custodiadas por las celadoras. Bertha bateó, y corrió a la primera base, que ocupaba Tracy. Se arrojó sobre ella, la derribó y comenzó a toquetearla entre las piernas.

– Conmigo nadie se hace la estrecha -susurró-. Esta noche te chupo toda, ricura.

Tracy forcejeó como enloquecida para liberarse. De pronto sintió que la liberaban de Bertha. Ernestina había aferrado a la sueca por el cuello, y la estrangulaba.

– ¡Hija de mil putas! -gritaba la negra y le clavaba las uñas en los ojos-. ¡Te lo advertí!

– ¡Estoy ciega! -gritó la otra entre manotazos y puntapiés-. ¡Estoy ciega!

Cuatro guardianas se acercaron corriendo. Tardaron cinco minutos en separarlas. Hubo que llevarlas a ambas a la enfermería. Ya era muy tarde esa noche cuando Ernestina regresó a su calabozo. Lola y Paulita se aproximaron en seguida a su litera para consolarla.

– ¿Estás bien? -le preguntó Tracy en un murmullo.

– Claro que sí. -Su voz sonaba apagada, y Tracy se preguntó si no estaría gravemente herida-. Vas a tener problemas, nena. Esa hija de puta no te va a dejar en paz. Y cuando te haya chupado bien, te matará.

Permanecieron todas en silencio. Finalmente, Ernestina volvió a tomar la palabra.

– Me parece que ya es hora de que empecemos a hablar sobre la forma de sacarte de aquí.

DIEZ

– Mañana te quedarás sin niñera para Amy -le anunció Brannigan, el director de la prisión, a su esposa.

Sue Ellen Brannigan lo miró sorprendida.

– ¿Por qué? Es muy buena…

– Lo sé, pero está a punto de cumplir su sentencia. Mañana sale en libertad.

Estaban desayunando en su cómodo chalé, una de las ventajas que obtenía Brannigan por su trabajo, además de cocinera, empleada doméstica, chófer y niñera para su hija Amy, de cuatro años de edad. Todas eran reclusas de confianza. Cuando llegaron a instalarse allí, cinco años antes, Sue Ellen se mostró aprensiva respecto de la idea de vivir en los terrenos de la penitenciaría y, especialmente, de tener la casa llena de sirvientas convictas.

– ¿Cómo sabes que no intentarán algo durante la noche?

– No lo harán -había dicho su marido-; el riesgo es demasiado grande para ellas.

Pero los temores de la esposa resultaron infundados. Las internas estaban ansiosas por causar una buena impresión y que se les redujera la condena, de modo que se comportaban a las mil maravillas.

– Ya estaba acostumbrándome a dejar a Amy al cuidado de Judy -se quejó Sue Ellen.

Quién sabía qué clase de mujer sería la próxima niñera…

– ¿Tienes pensado ya quién la remplazará?

El director lo había meditado largamente. Había decenas de presas de confianza adecuadas para la labor, pero él no podía quitarse de la mente a Tracy Whitney. Ciertos detalles de su prontuario le resultaban profundamente inquietantes. Hacía quince años que era criminólogo de profesión, y se enorgullecía de su habilidad para evaluar a los reclusos. Algunas de las internas eran delincuentes empedernidas; otras estaban presas por crímenes pasionales o pequeños robos, pero tenía la impresión de que Tracy Whitney no pertenecía a ninguna de esas categorías. No lo habían conmovido las protestas de inocencia de la muchacha; ése era el procedimiento habitual de todas las reclusas. Pero le intrigaban las personas que habían conspirado para enviarla a prisión. Brannigan había sido designado por un comité cívico presidido por el gobernador del Estado, y si bien se había negado rotundamente a meterse en política, conocía el submundo del poder. Joe Romano era un mafioso, discípulo de Anthony Orsatti. Perry Pope, el abogado que defendió a Tracy, estaba pagado por ellos, lo mismo que el juez Lawrence. La condena de Tracy Whitney era decididamente sospechosa.

– Sí -le dijo finalmente a su mujer-. Ya he pensado en alguien.


Ernestina y Tracy estaban sentadas en un rincón de la cocina de la cárcel tomando un café durante el descanso de diez minutos.

– Creo que ya es hora de que me cuentes a qué se debe esa obsesión que tienes por fugarte.

Tracy titubeó. ¿Podría confiar en aquella mujer? No le quedaba otra alternativa.

– Ciertas personas nos hicieron… cosas a mi familia y a mí, y tengo que darles su merecido.

– ¿Ah, sí? ¿Qué fue lo que hicieron?

Tracy articuló lentamente sus palabras, cada una con gran pena.

– Causaron la muerte de mi madre.

– ¿Quiénes?

– No creo que los nombres signifiquen nada para ti. Joe Romano, Perry Pope, un juez apellidado Lawrence, Anthony Orsatti…

Ernestina se quedó mirándola con la boca abierta.

– ¡Dios santo! ¿Me estás tomando el pelo, nena?

Tracy se sorprendió.

– ¿Acaso has oído hablar de ellos?

– Todos los negocios sucios, en Nueva Orleáns, están controlados por Orsatti y Romano. No podrás meterte con ellos. Te matarán como a una mosca.

– Ya lo han hecho -afirmó Tracy, con voz apagada.

Ernestina miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie las estuviera escuchando.

– Una de dos: o estás loca, o eres la persona más boba que conozco. -Sacudió la cabeza-. Más vale que los olvides.

– No, no lo haré. Tengo que salir de aquí. ¿Hay alguna forma?

Ernestina permaneció largo rato en silencio. Cuando finalmente habló, dijo:

– Conversaremos después, en el patio.


Estaban solas, en una esquina del rectángulo de cemento.

– Ha habido doce intentos de fuga en este lugar -dijo Ernestina-. Dos murieron en la tentativa. A las diez restantes las encontraron y las trajeron de vuelta. -Tracy no hizo comentario alguno-. En cada torre hay guardias con ametralladoras las veinticuatro horas del día, y son unos auténticos hijos de puta. Si alguien se escapa, es culpa de ellos, de modo que prefieren matarte apenas te ven. La prisión está rodeada de alambre de espino, y si logras atravesarlo eludiendo las ametralladoras, tienen también sabuesos capaces de rastrearte hasta el infierno. Hay un destacamento de la guardia nacional a pocos kilómetros de aquí, y cuando una interna se fuga, envían helicópteros con rifles y reflectores. A nadie le importa una mierda si te traen muerta o viva, nena. A veces, prefieren traerte muerta porque sirve de escarmiento para las demás.

– Sin embargo, algunas lo lograron -dijo Tracy, obstinada.

– Porque contaban con ayuda de fuera, amigos que conseguirían hacerles llegar armas, dinero y ropa. Y las esperaba con un coche para huir a toda velocidad. -Hizo una pausa para acentuar el efecto-. Así y todo, capturaron a la mayoría.

Una guardiana se acercó, gritándole a Tracy:

– ¡El director quiere verte inmediatamente!


– Necesitamos a una persona para cuidar a nuestra hijita -dijo Brannigan-. Se trata de un trabajo voluntario, de modo que no es obligación que lo acepte si no quiere.

Una persona para cuidar a nuestra hijita. La mente de Tracy funcionaba a toda velocidad. Eso le facilitaría la huida. Si trabajaba en casa del director, probablemente podría conocer mejor la distribución del edificio penitenciario.

George Brannigan estaba satisfecho. Tenía la extraña sensación de que le debía algo a aquella mujer.

– Bien. Su sueldo será de sesenta centavos la hora, y se depositará todos los fines de mes en su cuenta personal.

Las reclusas tenían prohibido manejar dinero en efectivo; cualquier suma acumulada se les entregaba el día en que eran puestas en libertad.

No voy a estar muchos fines de mes, pensó Tracy, pero en voz alta dijo:

– Me parece bien.

– Eso es todo.


Cuando Tracy le dio la noticia a Ernestina, la negra comentó, pensativa:

– Eso significa que te convertirán en una de las presas de confianza, y por lo tanto podrás conocer bien el funcionamiento de la cárcel. Quizá te facilite la fuga.

– ¿Cómo podré hacerlo?

– Tienes tres alternativas. La primera es desaparecer subrepticiamente. Una noche pones goma de mascar para trabar la cerradura de tu calabozo y las puertas de los corredores. Sales al patio, arrojas una manta sobre el alambre de espino y huyes a la carrera.

Perseguida por perros y helicópteros, pensó Tracy.

– ¿Cuáles son los otros métodos?

– El segundo es huir violentamente, utilizando un arma y tomando algún rehén. Si te pescan, te agregarán cinco años de condena.

– ¿Y el tercero?

– Simplemente irte caminando. Este sistema es para las presas de confianza, con una tarea de trabajo asignada. Una vez que estás al aire libre, nena, limítate a seguir andando.

Tracy lo pensó. Imposible hacerlo sin dinero y un sitio donde ocultarse.

– Se darán cuenta en cuestión de horas, y saldrán en mi busca.

Ernestina suspiró.

– No existe el plan perfecto de fuga, querida. Por eso nunca nadie logró escapar de aquí.

Yo lo haré -se juró Tracy-. Lo haré.


El primer día que Tracy se presentó en casa de Brannigan marcó su quinto mes de estancia en la prisión. La idea de conocer a la esposa y la hija del director la ponía nerviosa. Ansiaba desesperadamente ese empleo, que habría de constituir la clave para su fuga.

Tracy entró en la amplia y agradable cocina, y se sentó. Sentía que le corrían gotas de sudor por las axilas. Una mujer con vestido sencillo de color rosa apareció en la puerta.

– Buenos días.

– Buenos días.

La señora iba a tomar asiento, pero cambió de idea. Sue Ellen Brannigan era una rubia bonita, de treinta y tantos años, de expresión ausente y modales distraídos. Nunca estaba muy segura de cómo debía dirigirse a las reclusas a su servicio. ¿Darles las gracias por cumplir con su labor o impartirles órdenes? ¿Era mejor ser simpática con ellas o tratarlas con mano dura?

– Soy la señora Brannigan. Amy tiene casi cinco años y tú sabes cómo son los niños a esa edad. Hay que vigilarlos constantemente. ¿Tienes hijos?

Tracy recordó el bebé que había perdido.

– No -respondió secamente.

– Comprendo. -Sue Ellen se sentía confundida delante de aquella joven, que en nada se parecía a las demás reclusas a su cargo-. Voy a traer a Amy.

Salió rápidamente de la cocina.

Tracy paseó la mirada por el lugar. El chalé era relativamente amplio, con atractivo mobiliario. Tuvo la sensación de que hacía años que no pisaba una casa así.

Sue Ellen regresó con una niñita de la mano.

– Amy, te presento a…

¿A una presa se la llamaba por el nombre de pila o por el apellido? Optó por la solución intermedia.

– Te presento a Tracy Whitney.

– Hola.

La niña había heredado los ojos castaños de la madre. No era una criatura hermosa, pero sí simpática.

– ¿Vas a ser mi nueva niñera?

– Bueno, voy a ayudar a tu madre a ocuparse de ti.

– ¿Sabías que Judy salió en libertad condicional? ¿Saldrás tú también bajo palabra?

No, pensó Tracy.

– No. Voy a estar aquí por mucho tiempo, Amy.

– Espléndido -acotó animadamente Sue Ellen, y de inmediato se ruborizó, mordiéndose el labio-. Quiero decir… -Dio vueltas por la cocina mientras le explicaba a Tracy sus obligaciones-. Comerás siempre con Amy. Le prepararás el desayuno y jugarás con ella por la mañana. Después de almorzar, hace una siestecita, y por la tarde le gusta salir a caminar por el jardín y la granja. Creo que para un niño es bueno observar cosas que crecen, ¿no te parece?

– Sí.

La granja quedaba al otro lado de la penitenciaría, y las ocho hectáreas donde se cultivaban verduras y árboles frutales eran atendidas por presas de confianza. Había un inmenso lago artificial que se usaba para irrigación, rodeado por un alto muro de piedra.


Los cinco días siguientes fueron como una nueva vida para Tracy. En circunstancias diferentes, habría disfrutado de la posibilidad de alejarse de los deprimentes muros de la prisión, de pasear por la granja y respirar aire puro, de campo, pero ahora sólo podía pensar en fugarse. Cuando terminaba sus tareas debía presentarse de nuevo en la prisión. Dormía en el mismo calabozo, pero durante el día tenía la ilusión de ser libre. Luego de desayunarse en la cocina carcelaria, se encaminaba al chalé del director y preparaba el desayuno para Amy. Tracy había aprendido a cocinar con Charles, y le tentaba la variedad de alimentos que veía en las alacenas del director, pero la niña prefería empezar el día con algún cereal y fruta. A continuación, Tracy la entretenía o le leía cuentos. Sin percatarse de ello, comenzó a poner en práctica todos los juegos que su madre le había enseñado.

Como a la niña le encantaban los títeres, Tracy trató de fabricar uno con medias viejas. El resultado fue un cruce entre pato y zorro.

– Es muy lindo -exclamó Amy, feliz.

Tracy hacía hablar al títere con diversos acentos: francés, italiano, alemán y mexicano; era el favorito de Amy. Pero siempre se mantenía distante.

Después de la siesta, ambas daban largas caminatas. Tracy siempre se dirigía a lugares diferentes y alejados. Estudiaba atentamente todas las entradas y salidas, los movimientos de los vigías de las torres y los turnos en que cambiaban los guardias. Pronto le resultó obvio que ninguno de los planes de evasión que le comentara Ernestina tenía posibilidades de éxito.

– ¿Nunca intentó nadie escapar en los camiones que entregan cosas en la cárcel? He visto los que reparten leche y otros alimentos.

– Ni lo pienses -le respondió categóricamente Ernestina-. Registran cada uno de los vehículos que llega o se va de aquí.


Una mañana, a la hora del desayuno, Amy le dijo:

– Tracy, te quiero mucho. ¿No quieres ser mi mamá?

Las palabras la hicieron estremecer.

– Con una madre es suficiente; no necesitas dos.

– Claro que sí. El papá de mi amiga Sally Ann se volvió a casar, y ahora Sally tiene dos mamás.

– Tú no eres Sally Ann. Termina tu desayuno.

Amy la miraba con expresión dolida.

– Ya no tengo hambre.

– Está bien. Entonces, te leeré un cuento.

Cuando estaba comenzando a leer, Tracy sintió una manecita suave sobre la suya.

– ¿Puedo sentarme en tu falda?

– No.

Debo mantenerme firme, pensó.


Odiaba regresar al calabozo, sentirse enjaulada como un animal. Todavía no se había acostumbrado a los gritos nocturnos provenientes de las otras celdas en la indiferente oscuridad. Apretaba los dientes hasta que le dolían las mandíbulas.


Cada vez le resultaba más difícil eludir a la Gran Bertha. Estaba segura de que la sueca la hacía espiar. Si iba a la sala de esparcimiento, unos minutos más tarde aparecía Bertha. Cuando salía al patio, Bertha llegaba poco después.

Un día la sueca se le acercó.

– Hoy estás preciosa, littbarn -la elogió-. No veo la hora de que estemos juntas.

– Aléjate de mí o…

La mujer sonrió.

– ¿O qué? Tu amigo negra está a punto de irse, y yo haré que te trasladen a mi celda.

Tracy quedó boquiabierta.

La sueca hizo un gesto de asentimiento.

– Puedo hacerlo, querida, créeme.

Me queda poco tiempo, se dijo. Tenía que fugarse antes de que pusieran en libertad a Ernestina.


El paseo preferido de Amy era caminar por la pradera, entre las flores silvestres, hasta el inmenso lago artificial.

– Vamos a nadar, Tracy, por favor -imploró un día la niña.

– No es para nadar. Esa agua se usa para el riego.

El mero hecho de mirar el siniestro lago la hizo estremecer. Su padre la llevaba al mar sobre los hombros. Cuando ella gritó, le dijo: «No tengas miedo, Tracy», y la arrojó al agua fría. Al sentir que las olas le cubrían la cabeza, la dominó el pánico y comenzó a asfixiarse…


Cuando a Ernestina le comunicaron la noticia, Tracy experimentó una tremenda impresión.

– Me voy de aquí dentro de diez días, querida.

No le había comentado la conversación que había tenido con Bertha. Ernestina no estaría allí para ayudarla. La sueca la haría trasladar a su propio calabozo y… La única manera de evitarlo sería hablando con el director, pero, en tal caso, más le valdría morir. Todas las reclusas se volverían contra ella. Sólo me queda la fuga.

Volvieron a repasar con Ernestina las posibilidades de evasión pero ninguna pareció satisfactoria.

– No tienes coche, nadie quien te eche una mano desde fuera. Te conviene tranquilizarte y terminar tu condena.

Pero Tracy sabía que no podría vivir acosada por la Gran Bertha. La mera imagen de la gigantesca lesbiana le producía náuseas insoportables.

El sábado por la mañana, siete días antes de la liberación de Ernestina, Sue Ellen Brannigan llevó a su hija a pasar el fin de semana a Nueva Orleáns, y Tracy permaneció en la cocina de la cárcel.

– ¿Qué tal te va con la niña? -preguntó Ernestina.

– Bien.

– Parece muy dulce.

– Sí, bastante.

Su tono era indiferente.

– No veo el momento de irme de aquí. Y te diré una cosa: jamás volveré a este lugar. Si algo podemos hacer Al y yo por ti desde fuera…

– ¡Permiso, putas viejas! -gritó una voz masculina.

Tracy se volvió. Un empleado del lavadero empujaba un inmenso carro lleno de ropa sucia. Intrigada, Tracy lo observó dirigirse a la salida.

– Te decía que si Al y yo podemos hacer algo por ti, mandarte cosas…

– Ernie, ¿qué hace aquí un camión de lavandería, si la prisión cuenta con lavadero propio?

– Ah, eso es para las guardianas. Antes hacían lavar los uniformes aquí mismo, pero volvían sin botones, con las mangas arrancadas, con notas obscenas cosidas dentro. Qué pena, ¿verdad? Ahora las celadoras tienen que enviar su ropa a un lavadero de fuera.

Tracy ya no la escuchaba.

ONCE

– George, no estoy segura de que debamos seguir teniendo a Tracy.

Brannigan levantó la vista del diario.

– ¿Por qué? ¿Cuál es el problema?

– No lo sé exactamente. Tengo la sensación de que no aprecia a Amy. A lo mejor no le gustan los niños…

– No se ha portado mal con ella, ¿verdad? ¿Le ha pegado o gritado?

– No…

– ¿Entonces?

– Ayer Amy corrió hacia ella y la abrazó, y Tracy la rechazó. Amy la quiere tanto… A decir verdad, creo que estoy un poquito celosa. ¿Acaso será eso? Brannigan rió.

– Seguramente, Sue. Creo que Tracy Whitney es la persona apropiada para el trabajo, pero si te causa algún trastorno, dímelo, y tomaré medidas.

– De acuerdo, querido.

Sue Ellen no se quedó muy satisfecha. Tomó su bordado y continuó su tarea.


– ¿Por qué no puede dar resultado?

– Ya te lo dije, nena. Los guardias revisan todos los camiones que pasan por el portón.

– Pero si sale un camión lleno de ropa sucia…, no van a sacar cada prenda para registrarlo.

– No es necesario. Llevan el canasto al cuarto de servicio, donde un celador vigila mientras lo cargan.

Tracy insistió.

– Ernie, ¿no podría alguien distraer al guardia durante cinco minutos?

– ¿Qué diablos…? -Se interrumpió, con una repentina sonrisa-. ¿Mientras alguien lo entretiene un poco tú te meterías en el fondo del canasto? ¿Sabes una cosa? Tal vez esta idea loca pueda salir bien.

– Entonces, ¿me ayudarás?

Ernestina permaneció pensativa unos instantes.

– Sí, te ayudaré -aceptó finalmente-. Será mi última oportunidad de darle una patada en el culo a Gran Bertha.


La noticia de la próxima huida de Tracy Whitney corrió como un reguero de pólvora. Una fuga era un acontecimiento que afectaba a todas las internas.

Con la colaboración de Ernestina, el plan de fuga se preparó sin problemas. Ernestina tomó las medidas a Tracy. Lola robó tela para un vestido en la sección de costura, y Paulita le pidió a una modista de otro pabellón que se lo confeccionara. Sustrajeron un par de zapatos de tacón alto del depósito, y los tiñeron del tono del vestido.

– Ahora tenemos que conseguirte algún tipo de identificación -dijo Ernestina-. Vas a necesitar un par de tarjetas de crédito y un permiso de conducir.

– ¿Cómo es posible…?

Ernestina esbozó una sonrisa.

– Déjalo en mis manos.

Al día siguiente le entregó tres tarjetas de crédito de las más conocidas, a nombre de Jane Smith.

– Ahora te hace falta el permiso de conducir.


A medianoche, Tracy oyó que se abría la puerta de su calabozo y entraba alguien. Se incorporó en su litera, instantáneamente a la defensiva.

– ¿Whitney? -susurró una voz.

Tracy reconoció la voz de Lillian, una de las reclusas de confianza.

– ¿Qué quieres?

La voz de Ernestina se elevó en la penumbra.

– Tu madre no pudo haberte hecho más idiota. Cállate la boca y no hagas preguntas.

– Tenemos que apresurarnos -susurró Lillian-. Si nos pescan, me matan. Vamos.

– ¿Adónde? -preguntó Tracy, y siguió a Lillian por el pasillo a oscuras, hasta la escalera.

Al llegar arriba, luego de cerciorarse de que no hubiera guardianas cerca, se dirigieron a la habitación donde habían tomado las impresiones dactilares y la fotografía de Tracy. Lillian abrió la puerta.

– Pasa.

Adentro las aguardaba otra reclusa.

– Colócate contra la pared.

Parecía nerviosa. Tracy obedeció, con un nudo en el estómago.

– Mira de frente a la cámara. Y relájate, carajo.

Qué gracioso, pensó Tracy. Jamás había estado tan asustada en su vida. Se oyó el clic de la cámara.

– Por la mañana te entregaré la foto para el carné de conducir. Ahora salid en seguida de aquí.

Tracy y Lillian recorrieron el camino de vuelta.

– Me han contado que van a cambiarte de celda -comentó Lillian.

Tracy quedó petrificada.

– ¿Cómo?

– ¿No lo sabías? Te trasladan con la Gran Bertha.


Ernestina, Lola y Paulita la esperaban despiertas.

– ¿Cómo te fue?

– Bien.

¿No lo sabías? Te trasladan con la Gran Bertha.


– El sábado tendrás el vestido listo -anunció Paulita.

El día en que dejarían en libertad a Ernestina. Será mi última oportunidad.

Ernestina habló en susurros.

– Todo está arreglado. El sábado a las dos de la tarde vienen del lavadero a recoger la ropa. Tendrás que estar en el cuarto de servicio a la una y media. No te preocupes por el guardia; Lola lo entretendrá en el cuarto de al lado. Paulita te estará esperando en la habitación de servicio con la ropa. Las tarjetas de identificación las encontrarás en la cartera. Saldrás de la cárcel a las dos y cuarto.

A Tracy le costaba respirar. El simple hecho de hablar sobre su fuga le hacía temblar. A nadie le importa si te traen muerta o viva.

En unos días intentaría volver a la libertad, pero no se hacía ilusiones: las probabilidades estaban en su contra.


Todas las reclusas estaban enteradas de la pelea entre Ernestina y Bertha por Tracy. Cuando corrió el rumor de que trasladaban a Tracy al calabozo de la sueca, no por casualidad se cuidaron muy bien de no mencionarle a Bertha el plan de fuga de Tracy. Tenía cierta tendencia a confundir la noticia con su portadora, y tratar a ésta de conformidad con aquélla. La sueca no se enteró del plan hasta la misma mañana en que debía producirse la huida, y se lo reveló la mujer que le había sacado la foto a Tracy.

Bertha recibió la novedad en ominoso silencio. A medida que escuchaba, su cuerpo pareció volverse más voluminoso aún.

– ¿A qué hora? -fue todo lo que preguntó.

– Esta tarde a las dos, Bert. Van a esconderla en el fondo del canasto de la ropa, en el cuarto de servicio.

La sueca meditó un largo instante. Luego se dirigió a una de las celadoras y le anunció:

– Tengo que ver inmediatamente al director Brannigan.


Tracy no había podido dormir en toda la noche. Estaba casi histérica. Los meses que llevaba en la cárcel le parecían una eternidad. Imágenes del pasado cruzaban por su mente mientras yacía tendida en su litera.

Me siento como la princesa de un cuento de hadas, mamá. Nunca creí que se pudiera ser tan feliz.

¡Así que tú y Charles queréis casaros!

¡Me has disparado…, hija de puta!

Su madre se suicidó.

Obviamente, nunca llegué a conocerte bien.


El timbre de la mañana resonó por los corredores. Tracy se incorporó en su litera, totalmente despierta. Ernestina la estaba observando detenidamente.

– ¿Cómo te sientes, muchacha?

– Bien -mintió.

Tenía la boca seca y el corazón le latía enloquecido.

– Bueno, parece que hoy nos vamos. Por fin, ¿verdad?

Tracy no podía ni tragar.

– Ajá.

– ¿Seguro que podrás irte de la casa del director a la una y media?

– Ningún problema. Amy siempre duerme la siesta después de almorzar.

– Si llegas tarde, el plan fracasará -intervino Paulita.

– Llegaré a tiempo.

Ernestina metió la mano debajo de su colchón y sacó un fajo de billetes.

– Vas a necesitar dinero para moverte. No son más que doscientos dólares, pero te servirán para empezar.

– Ernie, no sé cómo…

– Oh, cállate, nena, y acéptalo.


Se esforzó por comer algún bocado en el desayuno. Le dolía la cabeza y todos los músculos del cuerpo. No sé si lo lograré, pero tengo que intentarlo.

Había un silencio generalizado en el comedor, y Tracy comprendió que ella era el motivo, el objeto de miraditas de complicidad, de nerviosos murmullos. Se estaba a punto de producir una fuga, y ella sería la heroína. En unas horas estaría en libertad. O muerta.

Dejó el desayuno sin terminar y se encaminó a la casa del director.

Mientras esperaba que un guardia le abriera la puerta del corredor, se encontró cara a cara con la Gran Bertha, que le sonreía torvamente.

Se va a llevar una enorme sorpresa, pensó Tracy.

Ya serás mía, pensó la sueca.


La mañana transcurrió con tanta lentitud que Tracy creyó que iba a enloquecer. Le leyó cuentos a Amy, pero no tenía idea de lo que leía. Notó, sí, que la señora de Brannigan la vigilaba desde la ventana.

– Tracy, juguemos al escondite -propuso la niña.

Tracy estaba demasiado nerviosa, pero no se atrevía a despertar las sospechas de la señora. Con esfuerzo esbozó una sonrisa.

– Bueno, ¿por qué no te escondes tú primero, Amy?

Estaban en el patio de delante del chalé. A la distancia se divisaba el edificio donde se hallaba el cuarto de servicio. Allí debería estar a la una y media. Se pondría la ropa de calle que le habían confeccionado, y a las dos menos cuarto estaría acostada en el fondo del inmenso canasto del lavadero, tapada por uniformes y ropa blanca. A las dos llegaría el hombre, que luego se marcharía empujando los portones, rumbo al pueblo cercano, donde se encontraba el lavadero.

El conductor no puede ver la parte de atrás del camión desde su asiento. Cuando lleguen al pueblo y se detengan ante un semáforo rojo, simplemente abres la puerta, bajas y tomas cualquier autobús.

La echaré de menos -pensó Tracy-. Cuando me vaya de aquí, voy a echar de menos sólo a dos personas: a una lesbiana calva y a una niñita. Se preguntó qué pensaría Charles Stanhope III de eso.

– Me parece ver a una niñita detrás de ese árbol…


Sue Ellen observaba a Tracy desde el interior de la casa. Tenía la impresión de que Tracy se comportaba de manera extraña. Se había pasado toda la mañana mirando el reloj y era obvio que su mente estaba en otra parte.

Cuando George venga a almorzar, se lo comentaré -decidió- Le pediré para que la sustituya.

En el patio, Tracy y Amy jugaron un rato a la rayuela, luego Tracy leyó cuentos y finalmente se hicieron las doce y media, hora del almuerzo de Amy. Llevó a la niña de vuelta al chalé.

– Me voy, señora.

– ¿Cómo? ¿No te avisaron, Tracy? Hoy viene de visita una delegación de personas muy importantes. Como van a almorzar en casa, Amy no dormirá la siesta. Tendrás que quedarte a cuidarla.

Tracy hizo esfuerzos para no demostrar consternación.

– No… no puedo, señora.

Sue Ellen se disgustó.

– ¿Qué es eso de que no puedes?

Tracy notó el fastidio en su voz y pensó: No debo hacerla enojar, porque llamará a su marido y me mandarán de regreso al calabozo.

Logró esbozar una sonrisa.

– Quiero decir que… Amy no ha almorzado aún, y tendrá hambre.

– Le hice preparar a la cocinera unos bocadillos para las dos. Pueden dar un paseo por el prado y comer allí. A Amy le gustan los picnics, ¿no, querida?

– Me encantan. -La niña miró a Tracy con ojos implorantes-. ¿Podemos ir, Tracy?

Cuidado. Todavía puede salir bien.

Debes estar en el cuarto de servicio a la una y media. No te retrases.

Tracy miró a la señora.

– ¿A qué hora quiere que la traiga de regreso?

– Oh, a eso de las tres. A esa hora ya se habrán ido las visitas.

El camión también. El mundo se desplomaba sobre ella.

– Yo…

– ¿Te sientes bien? Estás pálida.

La excusa perfecta. Diría que estaba enferma, que tenía que ir al hospital. Pero entonces la dejarían allí en observación. Jamás podría salir a tiempo. Tenía que haber otra forma.

La señora Brannigan la estudiaba con ojos inquisitivos.

– Sí, estoy bien.

Algo le pasa -pensó Sue Ellen-. Decididamente tendré que exigirle a George que me consiga a otra persona.

Los ojos de Amy resplandecían de placer.

– Te voy a dejar a ti los emparedados más grandes, Tracy. Nos divertiremos mucho, ¿verdad?

Tracy no encontró una respuesta.


Fue una visita inesperada. El propio gobernador, William Haber, acompañaba a la comisión de reforma carcelaria. Se trataba de algo que Brannigan debía soportar una vez por año.

– No se preocupe, George -le había dicho el gobernador-. Haga limpiar la prisión, dígale a sus mujeres que sonrían, y volverán a aumentarnos el presupuesto. Aquella mañana la jefa de celadoras había avisado a las reclusas: -Guarden todas las drogas, cuchillos y consoladores. Haber y su comitiva debían llegar a las diez. Primero recorrerían el interior del penal; luego visitarían la granja y a continuación almorzarían en casa del director.


Bertha estaba impaciente. Cuando solicitó ver al señor Brannigan, le contestaron que el director estaba muy ocupado esa mañana, que al día siguiente sería mejor.

– ¡A la mierda con el día siguiente! -explotó Bertha-. Quiero verlo ahora mismo. Es muy importante.

Había pocas reclusas que podían darse el lujo de reaccionar así, pero la sueca era una de ellas. Las autoridades del penal eran plenamente conscientes de su poder. La habían visto organizar motines y luego detenerlos. Ninguna cárcel del mundo podía gobernarse sin la colaboración de esa clase de prisioneros.

Hacía más de una hora que estaba sentada en la sala de espera del director. Me da asco de tan sólo mirarla, pensó la secretaria.

– ¿Cuánto falta? -preguntó la sueca, con malos modos.

– No lo sé. Hay unas personas de visita. Esta mañana el director está muy ocupado.

– Pues no sabe lo que le espera.

Bertha miró la hora: las doce y media. Tiempo de sobra.


Era un día perfecto, la brisa transportaba una mezcla de aromas por los verdes prados. Tracy había colocado el mantel sobre el césped, cerca del lago, y Amy comía feliz un bocadillo de jamón y huevo duro. Tracy echó un vistazo a su reloj. No podía creer que ya fuese la una. La mañana le había resultado interminable, y la tarde se le pasaba volando. Tenía que pensar en algo rápidamente; de lo contrario, el tiempo le arrebataría su única oportunidad de recuperar la libertad.


En la sala de espera del director, la secretaria de Brannigan colgó el teléfono y dijo:

– Lo siento. El director me ha informado de que hoy será imposible recibirla. La anotaré para… Bertha se puso de pie.

– ¡Tiene que verme! Es…

– La atenderá mañana.

La sueca iba a decir: «Mañana será demasiado tarde», pero se contuvo a tiempo. Nadie más que el director debía enterarse de lo que estaba pasando. Las delatoras sufrían accidentes fatales, pero ella no tenía intenciones de darse por vencida. De ninguna manera permitiría que se le escapara Tracy Whitney. Se dirigió a la biblioteca de la cárcel y se sentó en una de las largas mesas, al fondo del salón. Aprovechó un momento en que la guardiana abandonó su puesto y se alejó por el pasillo para arrojarle un papelito sobre el escritorio.

Al regresar, la guardiana encontró la esquela y la leyó dos veces.

«LE ACONSEJO QUE REVISE HOY EL CAMIÓN DEL LAVADERO.»

No llevaba firma. ¿Sería una broma? No había manera de saberlo. Tomó el teléfono:

– Póngame con el jefe de custodia…


Faltaban pocos minutos para la una y cuarto.

– No estás comiendo -dijo Amy-, ¿Quieres un poco de mi bocadillo?

– ¡No! ¡Déjame en paz! -exclamó Tracy nerviosamente.

Amy dejó de comer.

– ¿Estás enojada conmigo, Tracy? Por favor, no te enfades. Te quiero tanto. Yo nunca me disgusto contigo.

Sus ojos tiernos estaban llenos de dolor.

– No estoy disgustada.

– Si tú no tienes hambre, yo tampoco. Juguemos a la pelota, Tracy.

Amy sacó una pelotita de goma del bolsillo.


Cinco minutos después se dijo que era hora de ponerse en camino. Tardaría por lo menos diez minutos en llegar al cuarto de servicio. Si se apresuraba, todavía estaba a tiempo. Pero no podía dejar sola a Amy. Miró alrededor, y a la distancia divisó a un grupo de reclusas de confianza en los sembrados. Instantáneamente supo lo que debía hacer.

– ¿No quieres jugar a la pelota, Tracy? -preguntó la niña.

Tracy se puso de pie.

– Sí. Voy a enseñarte un juego nuevo. A ver quién arroja la pelota más lejos. Primero yo, y luego tú.

Tracy cogió la pelotita de goma dura y la lanzó lo más lejos posible, en dirección al grupo de mujeres.

– ¡Qué buen tiro! -la elogió la niña.

– Voy a buscarla. Tú aguárdame aquí.

Echó a correr; correr para salvar su vida. Era la una y veinte. Si se retrasaba, ¿la esperarían? Sus pies volaban por los campos. A sus espaldas oyó los gritos de Amy, pero no le prestó atención. Las mujeres de la granja se alejaban. Tracy les gritó y éstas se detuvieron. Estaba jadeante cuando llegó hasta ellas.

– ¿Pasa algo? -preguntó una.

– No, nada. -Luchaba por recobrar el aliento-. Hagan el favor de cuidar a la niñita que está allá atrás. Yo tengo que hacer algo muy importante.

Oyó que gritaban su nombre de lejos. Se dio la vuelta y vio a Amy parada sobre el muro de cemento que rodeaba el lago. La niña saludaba con la mano.

– ¡Mírame, Tracy!

– ¡Bájate de ahí! -le gritó.

Horrorizada, vio que Amy perdía pie y caía al agua.

– ¡Dios santo!

Tenía que tomar una decisión, pero no le quedaban opciones.

No puedo ayudarla. Es imposible. Alguien la salvará. Yo tengo que salvarme a mí misma. Tengo que huir de este sitio, o moriré.

Dio media vuelta y emprendió la carrera más veloz de su vida. Las demás le gritaban, pero ella no las escuchaba. Voló por los aires, sin darse cuenta de que se le habían salido los zapatos, sin preocuparse por las zarzas que herían sus pies. El corazón le latía con fuerza y sentía que los pulmones le estallaban. Llegó hasta el parapeto que bordeaba el lago y se subió. Vio a Amy debatirse en el agua, manoteando para mantenerse a flote. Sin dudarlo un instante, se arrojó a sacarla. Pero al caer en el agua, súbitamente recordó: ¡Santo cielo! No sé nadar…

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