Nueva Orleáns, viernes, 25 de agosto
Lester Torrance, empleado del «First Merchant's Bank», se enorgullecía de dos cosas: de su capacidad sexual con las mujeres y de su habilidad para catalogar a los clientes. Lester había superado largamente los cuarenta, y era un hombre larguirucho, de rostro pálido, bigote y gruesas patillas. Como no había sido ascendido en dos oportunidades, se desquitaba utilizando el Banco como un servicio de citas amorosas. Podía distinguir a las prostitutas a un kilómetro de distancia, y le gustaba convencerlas para aprovecharse gratis de sus servicios. Las viudas solitarias eran presas especialmente fáciles. Acudían allí mujeres de todo tipo, edad y estado de desesperación, y tarde o temprano se presentaban delante de la ventanilla de Lester. Si habían girado en descubierto, Lester las escuchaba amablemente y se retrasaba en rechazar los cheques. En compensación, las invitaba a cenar en algún lugar tranquilo. Muchas de sus clientas buscaban expresamente su ayuda y le confiaban deliciosas historias: necesitaban que les concediesen un préstamo sin que se enteraran sus maridos… Querían que se mantuvieran en secreto ciertos cheques que habían librado… Tenían decidido divorciarse y le pedían a Lester que cancelara en seguida la cuenta conjunta. Lester deseaba complacer… y ser complacido.
Ese viernes pensó que tenía mucha suerte. En cuanto vio a la mujer traspasar la puerta del Banco. Era una completa belleza. El pelo negro le caía hasta los hombros, llevaba una falda ceñida y un suéter que delineaba sensualmente sus pechos.
Había otros cuatro cajeros en el Banco, y los ojos de la joven fueron posándose en cada uno como buscando ayuda. Al mirar a Lester, éste le dedicó una de sus encantadoras sonrisas. La muchacha se acercó a su ventanilla. Sin dudarlo.
– Buenos días. ¿En qué puedo servirla? -preguntó Lester, con los ojos fijos en los pechos femeninos, mientras pensaba: Nena, las cosas que me gustaría hacerte.
– Tengo un problema -dijo ella con voz suave.
Tenía un más que delicioso acento sureño.
– Para eso estoy, para resolverlos.
– Ojalá pudiera ayudarme. He hecho algo terrible.
Lester chasqueó los labios, obsequioso.
– Me resisto a creer que una joven encantadora como usted pueda hacer algo malo.
– Pues es verdad. -Había una expresión de pánico en sus bonitos ojos castaños-. Soy la secretaria de Joseph Romano. Hace una semana mi jefe me ordenó que pidiera un talonario nuevo para su cuenta, pero olvidé hacerlo, y ahora se nos están terminando los cheques. Cuando se entere, no sé lo que me hará.
Lester conocía perfectamente el nombre de Joe Romano. Era uno de los más apreciados clientes del Banco, pese a que mantenía cifras relativamente pequeñas en su cuenta. Todo el mundo sabía que acumulaba las grandes sumas en otra parte.
Evidentemente tiene buen gusto para las secretarias, pensó y volvió a sonreír.
– Bueno, eso no es tan grave, señor…
– Señorita Hartford. Laureen Hartford.
Señorita. Era un día de suerte. Tuvo la sensación de que el asunto funcionaría a las mil maravillas.
– Voy a encargarle ahora mismo los talonarios. Los tendrá dentro de dos o tres semanas, y…
Ella lanzó un gemido ahogado.
– Será demasiado tarde, y el señor Romano ya la tiene tomada conmigo. No sé por qué me distraigo en el trabajo. -Se inclinó hacia adelante, respirando agitadamente contra la ventanilla, y dijo casi sin aliento-. Si usted pudiera acelerar lo de los talonarios, no me importaría tener que pagar lo que fuese de más.
– Lo lamento, Laureen -dijo él, condolido-. Eso es algo imposible…
Ella estaba a punto de echarse a llorar.
– Puede costarme el empleo. Por favor…, estoy dispuesta a hacer cualquier cosa.
Las palabras sonaron como música en los oídos de Lester.
– ¡Está bien, le diré qué vamos a hacer! Pediré un trámite especial de urgencia, y los tendré el lunes. ¿Qué le parece?
– ¡Oh, es usted maravilloso!
– Se los enviaré a la oficina…
– Será mejor que venga yo misma a retirarlos. No quiero que el señor Romano se entere de lo tonta que he sido.
Lester le dirigió una sonrisa indulgente.
– Tonta no, Laureen. Sólo olvidadiza, quizás.
– Aquí estaré.
La joven le dirigió una sonrisa deslumbrante y se marchó lentamente del Banco. Su andar era todo un espectáculo. Lester sonreía mientras se dirigía al archivo, buscaba el número de cuentas de Romano y solicitaba por teléfono la impresión inmediata de los nuevos talonarios.
El hotel de la calle Carmen era idéntico a otros cientos de hoteles de Nueva Orleáns. Tracy lo había elegido por ese motivo. Hacía una semana que se hallaba en la pequeña habitación de mobiliario barato. Pero, en comparación con su calabozo, le parecía un palacio.
Cuando regresó de su encuentro con Lester, se quitó la peluca negra, se sacó las lentes de contacto de color y con una crema se desembarazó de aquel maquillaje oscuro. Se sentó luego en la única silla que había y respiró hondo. Todo iba saliendo bien. Había sido fácil enterarse de dónde tenía cuenta bancaria Romano; le bastó con mirar el cheque que le había entregado éste a su madre: ¿Joe Romano? ¡No puedes meterte con él!, había dicho Ernestina.
Estaba equivocada. Joe Romano sería sólo el primero. Después, vendrían los demás. Todos hasta el último.
Cerró los ojos y rememoró el milagro que la había llevado hasta allí…
Las aguas frías y oscuras la recibieron con un abrazo fatal. Estaba hundiéndose, comprobó Tracy, aterrorizada. Alcanzó a tocar la niña. La sujetó y trató de subirla a la superficie. Dominada por el pánico Amy forcejeó para soltarse, con lo que sólo consiguió que ambas se hundieran más. Tracy sentía los pulmones a punto de estallar. Pataleó desesperada aferrándose a la niñita. Se estaba quedando sin fuerzas. No nos salvaremos, pensó. Oyó voces encima de su cabeza y sintió que le arrancaban el cuerpo de Amy de los brazos. Unas manos firmes la sostuvieron de la cintura, mientras le decían:
– Ya pasó todo. Tranquila, estás segura.
Desesperada miró alrededor buscando a Amy y comprobó que estaba a salvo, en los brazos de un guardia del lago. Entonces se desvaneció.
El incidente no habría merecido más que un par de líneas en las páginas interiores de los diarios, pero el hecho de que una reclusa que no supiera nadar hubiera arriesgado su vida para salvar a la hija del director del penal, cambiaba las cosas. De la noche a la mañana los comentarios de televisión convirtieron a Tracy en una heroína. El propio gobernador Haber propuso a George Brannigan que fuera a visitarla al hospital carcelario.
– Su gesto fue de una gran valentía -dijo el director-. Mi mujer y yo le estamos sumamente agradecidos.
Se le quebró la voz por la emoción.
Tracy se sentía débil y conmovida por lo ocurrido.
– ¿Cómo está Amy?
– Se repondrá.
Tracy cerró los ojos. No podría haber soportado que le pasara algo a ella, pensó. Recordó la frialdad con que la había tratado, cuando lo único que la niña pedía era un poco de afecto, y sintió un enorme cargo de conciencia. Había arruinado su única posibilidad de fuga, pero sabía que, si se viera nuevamente en idéntica situación, haría exactamente lo mismo.
Se practicó una breve investigación sobre el accidente.
– Fue culpa mía -le contó Amy a su padre-. Estábamos jugando a la pelota; Tracy corrió a buscarla y me dijo que la esperara, pero yo trepé al muro para verla mejor y me caí al agua, y Tracy me salvó, papá.
Esa noche Tracy quedó en observación en el hospital, y a la mañana siguiente la llevaron al despacho de Brannigan, donde la aguardaban los periodistas y las cámaras de televisión, siempre en busca de una nota de contenido emotivo.
La red nacional de televisión difundió el relato del salvamento. Cientos de periódicos de todo el país publicaron el suceso, al tiempo que llegaban al instituto penal infinidad de cartas y telegramas exigiendo el indulto de Tracy Whitney.
El gobernador Haber lo habló con Brannigan.
– Tracy Whitney cometió delitos muy serios -observó el director.
El gobernador estaba pensativo.
– Pero no tenía antecedentes, ¿verdad, George?
– En efecto, señor.
– Usted debe de saber que me están presionando muchísimo para que haga algo por ella.
– A mí también, señor.
– Desde luego, no podemos permitir que el público nos indique lo que debemos hacer en nuestras cárceles, ¿no le parece?
– Por supuesto que no.
– Pero, por otra parte -observó el gobernador con buen criterio-, esta chica Whitney ha puesto de manifiesto una gran dosis de coraje: se ha convertido en toda una heroína.
– De eso no cabe duda.
El gobernador encendió un cigarrillo.
– ¿Qué opinión tiene usted, George? -preguntó.
George Brannigan eligió cuidadosamente sus palabras.
– Usted sabe muy bien, señor, que me es difícil dejar de lado el aspecto personal de la cuestión: la niña rescatada es hija mía. Pero dejando eso aparte, Tracy Whitney no me parece una delincuente común, y no puedo creer que, si se le concede la libertad, constituya un peligro para la sociedad. Yo recomendaría firmemente que se la indulte.
Haber estaba a punto de anunciar su candidatura a la reelección por un nuevo período. Aprobó la sugerencia.
– Me parece una buena idea. Pero demorémoslo unos días. En política lo primordial es elegir el momento apropiado.
Luego de discutirlo con su esposo, Sue Ellen Brannigan le dijo a Tracy:
– A mi marido y a mí nos encantaría que te mudaras a nuestra casa; así podrías ocuparte de Amy todo el tiempo.
– Gracias. Será un placer.
El resultado fue estupendo. Tracy ya no tuvo que pasar las noches encerrada en un calabozo, y además su relación con Amy cambió notablemente. Amy la adoraba, y Tracy le retribuía el cariño, disfrutaba con la compañía de la criatura.
Sin embargo, cada vez que Tracy tenía que regresar al edificio penitenciario, inevitablemente se topaba con la Gran Bertha.
– Eres una putita con suerte, pero algún día volverás aquí, con nosotras. Ya me estoy ocupando de eso, littbarn.
Tres semanas después del rescate de Amy, Tracy estaba jugando con ella en el patio, cuando Sue Ellen salió de la casa.
– Tracy, acaba de llamar mi marido. Dice que quiere verte en seguida en su despacho.
Tracy se sintió inundada por un repentino temor. ¿Volverán a trasladarme a la cárcel?
– Sí, señora.
El director miraba por la ventana de su oficina cuando Tracy llegó.
– Tome asiento, por favor.
Tracy trató de adivinar el motivo de aquella llamada por el tono de voz de Brannigan.
– Tengo una noticia para usted. -Hizo una pausa, embargado por una emoción que Tracy no comprendía-. Acabo de recibir la orden del gobernador de Luisiana de concederle inmediatamente el indulto.
Dios querido, ¿realmente dijo lo que creí oír? Tracy no se atrevía a hablar.
– Quiero que sepa -prosiguió el director- que no es porque fuera mi hija la niña que salvó. Usted obró por instinto, como cualquier ciudadano decente. Justamente por eso no puedo imaginarme siquiera que sea usted una amenaza para la sociedad. -Sonriendo, agregó-: Amy la echará de menos, y nosotros también.
Tracy no cabía en sí de asombro. Si ese hombre supiera la verdad…, si no hubiera ocurrido el accidente. Toda la guardia nacional estaría buscándola como una fugitiva.
– Quedará usted en libertad pasado mañana.
– No…, no sé qué decir.
– No tiene nada que decir. Estamos todos muy orgullosos de usted. Mi mujer y yo tenemos grandes esperanzas en su futuro.
De modo que era cierto: la liberaban. Se sintió tan débil que debió apoyarse contra el escritorio del director.
– También yo, señor.
El último día en prisión, una reclusa de su sector se le acercó.
– Me he enterado de que te vas.
– Así es.
– Si necesitas ayuda estando fuera, puedes recurrir a un hombre de Nueva York. Se llama Conrad Morgan y se dedica a la rehabilitación criminal. -Le entregó un papelito-. Le gusta echar una mano a los exconvictos.
– Gracias, pero no creo que…
– Nunca se sabe. No pierdas la dirección.
Dos horas más tarde, Tracy cruzaba los portones del penal, abriéndose paso entre periodistas y cámaras de televisión. No quiso hacer declaraciones, pero cuando Amy se soltó de su madre y corrió hacia ella, todas las cámaras registraron el abrazo para los noticiarios de la noche.
La libertad ya no fue para Tracy una palabra abstracta, sino algo tangible, un estado físico para saborear y disfrutar: respirar aire puro, tener intimidad, no hacer fila para comer, no oír timbres, baños calientes y aromáticos jabones, ropa interior suave, vestidos bonitos y zapatos de tacón alto. Recuperó su nombre en lugar del número de la prisión. La libertad le permitió escapar de Bertha, del constante temor de ser violada y de la terrible monotonía de la rutina carcelaria. Le costó acostumbrarse a la recuperada libertad. Cuando caminaba por la calle seguía teniendo cuidado de no rozar a nadie. En la prisión, chocarse con otra reclusa podía ser la chispa que originara un violento altercado. Ahora nadie la amenazaba.
Era libre y podría llevar a cabo su plan.
En Filadelfia, Charles Stanhope III vio por televisión cómo Tracy salía de la cárcel. Todavía es hermosa, pensó. Le parecía imposible que aquella joven hubiera cometido los delitos por los que la habían condenado. Miró a su mujer ejemplar, sentada a su lado tejiendo plácidamente. Me pregunto si no habré cometido un error.
Cuando Joe Romano vio el noticiario de televisión, se rió solo. Esa chica Whitney era afortunada. Apuesto que la cárcel debe de haberla domesticado un poco. Seguramente habrá aprendido algunos trucos muy cachondos.
Romano había pasado a otras manos el Renoir, que luego fue adquirido por un coleccionista privado de Zurich. En total había obtenido quinientos mil dólares de la compañía de seguros y otros doscientos mil del intermediario. Naturalmente, el dinero lo había repartido con Orsatti. Romano era muy escrupuloso en sus negocios con él. Había sido testigo de lo que ocurría a quienes no lo eran.
El lunes al mediodía, disfrazada de Laureen Hartford, Tracy regresó al «First Merchant's Bank». Había una gran concurrencia, y unas cinco o seis personas frente a la ventanilla de Lester Torrance. Se puso en la cola y, cuando Lester levantó los ojos, le dirigió una amplia sonrisa.
Cuando al fin llegó a la ventanilla, Lester se ufanó:
– Bueno, no fue nada fácil, pero lo logré, Laureen.
– Es usted muy amable…
– Aquí los tengo. -Abrió un cajón, buscó los talonarios que había guardado con esmero, y se los entregó-. Aquí tiene. Cuatrocientos cheques. ¿Cree que tendrá bastantes?
– Oh, sí, a menos que el señor Romano pierda la cabeza… -Miró a Lester a los ojos y suspiró-. Me salvó usted la vida.
Lester sintió un cosquilleo en la espalda.
– Todos deberíamos ser amables con los demás, ¿no cree?
– Tiene mucha razón, Lester.
– ¿Sabe una cosa? Usted debería abrir su propia cuenta aquí. Yo me encargaría de cuidársela.
– No me cabe duda -dijo ella, en tono suave.
– ¿Por qué no salimos a cenar a algún lugar tranquilo y seguimos conversando?
– Me encantaría.
– ¿A dónde puedo llamarla, Laureen?
– No se preocupe, lo llamaré yo, Lester, mañana.
Y se marchó.
– ¡Aguarde un min…!
La persona siguiente se acercó al mostrador y entregó al frustrado Lester una bolsita de monedas.
En el centro del Banco había cuatro mesas con impresos en blanco para ingresos y para reintegros, todas rodeadas de personas que llenaban formularios. Tracy se alejó del campo visual de Lester. Cuando una señora se retiró de una mesa, Tracy ocupó su lugar. La caja que Lester le había dado contenía ocho talonarios en blanco, pero a ella no le interesaban los cheques sino los impresos de depósito que venían incluidos en los talonarios.
Los separó con cuidado y en menos de tres minutos tenía ochenta de ellos en la mano. Cuando nadie la observaba, colocó veinte en el recipiente de metal de la mesa donde estaban los impresos en blanco.
Fue a la mesa siguiente y puso otros veinte. Al cabo de unos minutos, la totalidad de los impresos estaban en las diversas mesas. Los impresos de Romano estaban en blanco, pero cada uno tenía un código magnético al pie, que el ordenador usaba para acreditar las sumas en la cuenta correspondiente. No importaba quién acreditara cada depósito en la cuenta de Romano. Por su experiencia en el Banco de Filadelfia, Tracy sabía que dos días después se habrían acabado los impresos con banda magnética, y que pasarían por lo menos cinco días antes de que se advirtiera la confusión. Eso le daría tiempo más que suficiente para lo que planeaba hacer.
De regreso al hotel, arrojó los cheques en blanco en una papelera. El señor Romano no los iba a necesitar.
La siguiente visita fue a una agencia de viajes.
– ¿En qué puedo servirla? -le preguntó una joven, sentada ante un escritorio.
– Soy la secretaria del señor Joseph Romano. Mi jefe quiere hacer una reserva para el vuelo de este viernes a Río de Janeiro.
– ¿Un solo pasaje?
– Sí, primera clase. Asiento junto al pasillo, sector de fumadores.
– ¿Ida y vuelta?
– Sólo ida.
La empleada accionó su ordenador. Al cabo de unos segundos dijo:
– Listo. Un billete de primera clase en el vuelo número 290 de «Pan American», que sale el viernes a las seis y media de la mañana, con una breve escala en Miami.
– Perfecto -aseguró Tracy.
– Son mil seiscientos cuarenta y tres dólares. ¿Paga en efectivo o con tarjeta?
– El señor Romano siempre abona en efectivo, contra entrega. ¿Podría enviar el billete a su oficina el jueves, por favor?
– Si quiere, se lo mando mañana mismo.
– No, es preferible que llegue el jueves a las once de la mañana. Orden expresa del señor Romano.
– Sí, por supuesto. ¿Domicilio?
– Calle Poydras 217, despacho 408.
La chica lo anotó.
– Muy bien. Lo tendrá allí el jueves.
– A las once en punto, por favor -agregó Tracy-. Gracias.
Unos metros más adelante entró en una tienda que vendía equipaje. Tracy estudió lo que se exhibía en el escaparate antes de que la atendieran.
Se le acercó un dependiente.
– Buenos días. ¿Qué anda buscando?
– Quiero comprar unas maletas para mi marido.
– Tiene suerte porque estamos de liquidación. Tenemos unas muy bonitas y baratas…
– No. -Tracy se acercó a una pared donde había maletas costosas-. Algo parecido a esto. Estamos a punto de emprender un viaje…
– Vienen en tres tamaños. ¿Cuál?
– Una de cada una.
– Bien, bien. ¿Paga en efectivo?
– En efectivo, contra entrega. A nombre de Joseph Romano. ¿Podría hacerlas enviar a su oficina el jueves por la mañana?
– Cómo no, señora.
– ¿A las once?
A Tracy se le ocurrió algo más.
– ¿No podría hacerles grabar sus iniciales en oro? J. R.
– Desde luego. Será un placer, señora.
Tracy sonrió y le dio la dirección de la oficina.
Desde una sucursal de Correos de las inmediaciones, envió un cable al «Othon Palace» de Copacabana, en Río de Janeiro. Solicito una suite a partir próximo viernes durante dos meses. Sírvase confirmar por cable de cobro revertido. Joseph Romano, calle Poydras 217, despacho 408, Nueva Orleáns, Luisiana, EE. UU.
Tres días más tarde, Tracy llamó al Banco y pidió hablar con Lester Torrance. Al oír su voz, dijo con voz dulce:
– Probablemente no se acuerde de mí, Lester. Soy Laureen Hartford, la secretaria del señor Romano.
– ¡Por supuesto que la recuerdo, Laureen!
– ¿Sí? Vaya, qué memoria… Debe de conocer a muchas personas.
– Ninguna como usted. No se ha olvidado de la invitación a cenar, ¿no?
– Me muero de ganas. ¿Le parece bien el martes próximo, Lester?
– ¡Perfecto!
– Entonces lo llamaré el martes por la mañana… Qué tonta soy. Me distraje hablando con usted, y casi olvido el motivo de mi llamada. El señor Romano me pidió que averiguara el saldo de su cuenta. ¿Podría decirme su cifra?
– Con mucho gusto.
Normalmente, Lester habría pedido alguna forma de identificación a la persona que llamaba, pero en ese caso, por cierto, no era necesario.
– Espere un instante, Laureen.
Se dirigió al archivo, sacó la hoja de Romano y la observó sorprendido. Se habían producido una extraordinaria cantidad de depósitos en su cuenta durante los últimos días. Romano nunca había tenido tanto dinero en esa cuenta. Lester se preguntó qué estaría sucediendo. Obviamente, algún asunto de importancia. Cuando saliera a cenar con Laureen, trataría de sonsacarle algo. Un poquito de información de primera mano nunca venía mal. Regresó al teléfono.
– Su jefe nos ha estado dando mucho trabajo. Tiene algo más de trescientos mil dólares en la cuenta.
– Bien, ésa es la cifra que suponíamos.
– ¿No querría transferirla a una cuenta bursátil? Aquí no devenga interés y yo podría…
– No. Quiere mantenerla donde está.
– De acuerdo.
– Muchísimas gracias, Lester. Es usted un encanto.
– ¡Espere un minuto! ¿La llamo a la oficina para arreglar lo del martes?
– No, no. Lo llamaré yo.
La comunicación se cortó.
El moderno edificio comercial propiedad de Anthony Orsatti, se levantaba en la calle Poydras, cerca del río. Las dependencias de la compañía de importación y exportación «Pacific» ocupaban todo el cuarto piso. En un extremo estaban las oficinas de Orsatti, y en el otro, las de Romano. En el espacio intermedio se encontraban cuatro jóvenes recepcionistas, que por las noches estaban disponibles para entretener a los amigos de Orsatti y a sus relaciones empresariales. Junto a la puerta del despacho se sentaban dos hombres muy fornidos, cuya tarea era proteger a su patrón. También cumplían funciones de chóferes, masajistas y enviados del capo.
Ese jueves por la mañana, Orsatti se encontraba en su oficina controlando los ingresos del día anterior en concepto de loterías clandestinas, apuestas, prostitución y una decena de lucrativas actividades que disimulaba la compañía de importación y exportación «Pacific».
Anthony Orsatti tenía sesenta años. Era un hombre de extraña contextura, de torso fornido y piernas cortas que parecían pertenecer a un cuerpo más menudo. De pie, se asemejaba a un sapo sentado. Tenía el rostro surcado de cicatrices, boca demasiado grande y bulbosos ojos negros. Era totalmente calvo, y usaba una peluca negra que no le sentaba bien, pero después de tantos años nadie se había atrevido a decírselo. Tenía una voz áspera que, cuando se enojaba, se convertía en un quebrado susurro que apenas se oía.
Anthony Orsatti era un rey que manejaba su feudo por medio del soborno, la intimidación y el chantaje. Los capos de otras familias de todo el país lo respetaban, y constantemente le pedían consejo.
En ese momento, Orsatti se encontraba de un humor benigno. Había desayunado con su madre, a la que mantenía en un departamento de su propiedad, en Lake Vista. Acudía a verla tres veces por semana, y el encuentro de esa mañana había sido particularmente gratificante. Su organización funcionaba a las mil maravillas. No había problemas, porque él sabía cómo resolver las dificultades antes de que se convirtieran en problemas. Una vez le había explicado su filosofía a Joe Romano.
– Nunca dejes que un pequeño trastorno se vuelva grande, Joe, porque crecerá como una bola de nieve. Si un comisario te plantea que quiere obtener una tajada más grande, lo borras, ¿me entiendes? Y se acabó la bola de nieve. Algún tipo de Chicago pide autorización para establecer su pequeño negocio en Nueva Orleáns… Tú sabes que muy pronto, ese «pequeño» negocio se volverá importante, y comenzarán a mermar tus propios ingresos. Entonces, le dices que sí, y cuando el tipo viene, simplemente lo eliminas a él también. ¿Comprendes?
Joe Romano comprendía.
Orsatti quería muchísimo a Romano, a quien consideraba como un hijo. Había recogido a Romano cuando éste era sólo un muchacho de la calle. Lo había formado, y ahora el chico podía manejarse bien. Era rápido, despierto y muy franco. En diez años ascendió hasta ser su mano derecha. Supervisaba todas las operaciones de la familia, y respondía sólo ante él.
Lucy, la secretaria privada de Orsatti, dio unos golpes en la puerta y entró en el despacho. Tenía veinticuatro años, un título universitario y un cuerpo exuberante. A Orsatti le gustaba estar rodeado de mujeres hermosas.
Miró el reloj de su escritorio. Eran las doce menos cuarto. Le había advertido a Lucy que no quería ser interrumpido antes del mediodía.
– ¿Qué pasa? -preguntó, frunciendo el entrecejo.
– Perdone que lo moleste, señor. Una tal señorita Gigi Dupres está en línea. Parece histérica, pero no me dice lo que quiere. Insiste en hablar personalmente con usted. Pensé que podía ser importante.
Orsatti trató de recordar ese nombre ¿Gigi Dupres? ¿Sería una de las putas que se llevó a la suite la última vez que estuvo en Las Vegas? ¿Gigi Dupres? No la recordaba, a pesar de que se enorgullecía de su memoria. Por pura curiosidad, levantó el receptor del teléfono y le hizo una seña a su secretaria para que lo dejara solo.
– ¿Sí? ¿Quién habla?
– ¿El señor Orsatti?
La voz femenina tenía acento francés.
– Sí.
– Oh, gracias a Dios que di con usted, señor Orsatti.
Lucy tenía razón. La mujer estaba histérica, y a él no le interesaba. Iba ya a cortar, cuando la voz femenina prosiguió:
– ¡Tiene que impedírselo, por favor!
– Señorita, no sé de qué me habla, y estoy muy ocupado…
– De mi Joe, Joe Romano. Prometió llevarme consigo, comprenez vous?
– Si tiene alguna queja contra él, dígasela personalmente. Yo no soy una niñera.
– ¡Él me mintió! Me acabo de enterar de que se marcha al Brasil sin mí, y la mitad de esos trescientos mil dólares es mía.
Anthony Orsatti decidió que, después de todo, el tema le interesaba.
– ¿A qué trescientos mil dólares se refiere?
– Ese dinero de la cuenta corriente de Joe. Por favor, dígale a Joe que me lleve al Brasil con él. Se lo pido encarecidamente. ¿Lo hará?
– Sí -prometió Orsatti-. Me encargaré de eso.
La oficina de Joe Romano era moderna, toda blanca y cromada, decorada por uno de los arquitectos más famosos de Nueva Orleáns. Los únicos toques de color eran tres costosos cuadros de impresionistas franceses en las paredes. Romano se vanagloriaba de su buen gusto. Provenía de los barrios bajos de Nueva Orleáns, pero mientras fue ascendiendo de categoría, también se había educado. Tenía buen gusto para la pintura y para la música. Cuando salía a cenar, mantenía largas conversaciones con los camareros acerca del vino elegido. Sí, Joe Romano tenía motivos de sobra para sentirse orgulloso. Muchos de sus iguales habían sobrevivido valiéndose de los puños, pero él había alcanzado el éxito utilizando su cerebro. Cierto era que Anthony Orsatti era el dueño de Nueva Orleáns, pero no menos cierto era que Joe Romano manejaba todos los asuntos en su nombre.
Su secretaria entró en el despacho.
– Señor Romano, un mensajero trae un pasaje de avión para Río de Janeiro. ¿Le pago con un cheque?
– ¿Río de Janeiro? -Romano sacudió la cabeza-. Dígale que debe de tratarse de un error.
El mensajero uniformado estaba junto a la puerta.
– Me dijeron que se lo entregara al señor Joseph Romano, en este mismo domicilio.
– Pues le indicaron mal. ¿Qué es esto? ¿Algún nuevo truco publicitario de las compañías aéreas?
– No, señor.
– Déjeme ver. -Romano tomó el pasaje y lo miró-. Para el viernes. ¿Por qué habría de irme el viernes a Río?
– Ésa es una buena pregunta… -afirmó Anthony Orsatti, que estaba junto al mensajero-. ¿Por qué habrías de irte, Joe?
– Se trata de un error estúpido. -Devolvió el billete aéreo al muchacho-. Llévelo de vuelta y…
– No tan de prisa. -Orsatti tomó el pasaje y lo examinó-. Aquí dice un billete en primera clase, asiento del pasillo, sector de fumadores, para viajar el viernes a Río de Janeiro. Ida solamente.
Romano soltó la risa.
– Alguien se confundió. -Se volvió hacia su secretaria-. Magde, llame a la agencia de viajes y exíjales una explicación.
Joleen, la segunda secretaria, entró en la oficina.
– Con permiso, señor Romano. Llegó su equipaje. ¿Firmo yo?
Joe Romano la miró, incrédulo.
– ¿Qué equipaje? Yo no he pedido ninguno.
– Hágalo entrar -ordenó Orsatti.
– ¡Dios mío! ¿Es que todos se han vuelto locos?
Apareció un mensajero con las maletas.
– ¿Qué es todo esto? Yo no he encargado nada.
El joven se fijó en la dirección.
– Aquí dice para el señor Joseph Romano, calle Poydras 217, despacho 408.
Romano ya estaba perdiendo los estribos.
– No me importa qué mierda dice ahí: yo no lo compré. Ahora váyanse de aquí.
Orsatti estaba estudiando las maletas.
– Tienen tus iniciales, Joe.
– ¿Qué? Ah, tal vez sea algún regalo…
– ¿Acaso es tu cumpleaños?
– Tú sabes cómo son las mujeres, Tony. Siempre están haciendo obsequios.
– ¿Tienes algún asunto en Brasil?
– ¿En Brasil? -Se rió-. Esto debe de ser un chiste malo, Tony.
Orsatti sonrió amablemente; luego se dirigió a las secretarias y al botones.
– Salgan -les indicó.
Cuando la puerta se hubo cerrado, tomó de nuevo la palabra.
– ¿Cuánto dinero tienes en tu cuenta bancaria, Joe?
Romano lo miró perplejo.
– No lo sé. Mil quinientos, quizá dos mil. ¿Por qué?
– ¿Por qué no llamas al Banco y lo confirmas?
– ¿Para qué?
– Hazlo, Joe.
– Si eso te tranquiliza… -Llamó a su secretaria por el intercomunicador-. Comuníqueme con la jefa de cuentas del «First Merchant's».
Un minuto más tarde estaba en línea.
– Hola, querida. Habla Joseph Romano. ¿Me podría decir el saldo de mi cuenta? La fecha de mi cumpleaños es el 14 de octubre.
Orsatti cogió el teléfono supletorio.
– Perdone que lo haya hecho esperar, señor Romano. Hasta esta mañana, el saldo era de 310.905 dólares con 35 centavos.
Romano sintió un escalofrío.
– ¡Estúpida! Es imposible que tenga tanto dinero en mi cuenta. Déjeme hablar con el…
Pero Orsatti ya le había quitado el teléfono de la mano.
– ¿De dónde sacaste esa suma, Joe?
– Te juro por Dios, Tony, que no sé nada al respecto.
– ¿No?
– ¡Tienes que creerme! Alguien quiere hacerme caer en una trampa.
– Debe de ser alguien que te quiere mucho. Te hizo un regalo de despedida de trescientos mil dólares. -Orsatti se sentó pesadamente en un sillón y miró a su amigo largamente, antes de volver a hablar-. Todo estaba arreglado, ¿eh? Un billete de ida a Río de Janeiro, maletas nuevas… Como si estuvieses planificando una vida por completo nueva.
– ¡No! -Había pánico en su voz-. Tú me conoces, Tony. Siempre he sido franco contigo. Eres como un padre para mí.
Romano comenzó a sudar. Llamaron a la puerta y Magde asomó la cabeza. Traía un sobre en la mano.
– Siento interrumpirlo, señor Romano. Llegó un cable para usted, y debe firmarlo personalmente.
Con el instinto de un animal atrapado, Romano se negó.
– Ahora no. Estoy ocupado.
– Lo recibiré yo -dijo Orsatti, y se puso de pie antes de que la joven cerrara la puerta.
Se tomó su tiempo para leer el cable; luego posó sus ojos gélidos en Romano.
Con voz tan baja que apenas se podía oír, dijo:
– Te lo leeré yo, Joe. «Nos complace confirmar su reserva para suite imperial por dos meses a partir próximo viernes.» Está firmado por S. Montalband, gerente del «Othon Palace» de Copacabana, Río de Janeiro. La reserva está a tu nombre, ¿no es verdad, Joe? Pero seguramente sabrás que no vas a necesitarla.
André Gillian estaba en la cocina preparando una tortita de peras cuando oyó un espantoso ruido. Un instante más tarde, el familiar zumbido del aire acondicionado central disminuía de intensidad hasta acallarse por completo.
André dio un puntapié en el suelo y exclamó:
– Merde! Justamente la noche de juego.
Corrió a revisar el interruptor, lo movió una y otra vez pero no pasó nada.
El señor Pope se pondría furioso. André sabía cuán importante era para su patrón la partida de póquer de los viernes por la noche. Era una tradición sagrada, siempre con el mismo grupo selecto de jugadores. Sin aire acondicionado, la casa se volvería insoportable. Incluso después de ponerse el sol, no había forma de tolerar el calor y la humedad de la ciudad.
Regresó a la cocina y miró la hora. Aún le quedaban cuatro horas. Los invitados llegarían a las ocho. Pensó en avisarle por teléfono al señor Pope, pero luego recordó que el abogado le había dicho que estaría todo el día ocupado en los tribunales.
Sacó una libretita negra de un cajón de la cocina, buscó un número y llamó.
– Está usted comunicando con el servicio «Eskimo» de reparación de equipos de refrigeración -le respondió una voz metálica-. Si quiere dejar su nombre, número telefónico y un breve mensaje, nuestros técnicos se pondrán en contacto con usted a la mayor brevedad posible. Por favor, puede empezar a hablar al oír la señal.
Foutre! Sólo en los Estados Unidos lo obligaban a uno a entablar una conversación con una máquina.
Un sonido agudo resonó en sus oídos.
– Hablo desde la residencia del señor Perry Pope, calle Charles 42 -dijo-. Nuestro aire acondicionado ha dejado de funcionar. Deben enviarnos a alguien lo más rápido posible.
Colgó el receptor con fuerza. Bueno, ojalá envíen pronto a alguien que lo arregle. El señor Pope solía ponerse de muy mal genio ante las contrariedades.
Durante los tres años que llevaba trabajando como cocinero del abogado, terminó por saber cuán influyente era su patrón. Resultaba en verdad sorprendente siendo tan joven. Perry Pope conocía a todo el mundo. Con sólo chascar los dedos, la gente corría a obedecerle.
Mientras regresaba a la cocina, no pudo evitar la sospecha de que la noche estaba condenada a constituir un fracaso.
Cuando, treinta minutos más tarde, sonó el timbre de la puerta principal, André tenía la ropa empapada de sudor, y la cocina era un horno. Se dirigió en seguida a abrir.
Eran dos operarios con «mono», que portaban sendas cajas de herramientas. Uno de ellos era un negro alto. Su compañero era blanco, bastante más bajo, con una expresión de hastío en el rostro. En la calle, junto a la entrada, se divisaba su camión.
– ¿Tiene problemas con el aire acondicionado? -preguntó el negro.
– Oui! Gracias a Dios que han venido. Arréglenlo en seguida; están a punto de llegar los invitados.
El negro se acercó al horno, olisqueó la tortita que se estaba cocinando, y exclamó:
– Huele muy bien.
– Por favor -lo apremió Gillian-, haga algo.
– Primero echaremos un vistazo al aparato central. ¿Dónde está?
– Por aquí.
André los condujo por un pasillo hasta la habitación donde se hallaba el equipo de refrigeración.
– Es un aparato bueno, Ralph -le comentó el negro a su compañero.
– Sí, Al. Ya no los hacen así.
– Entonces, ¿por qué no funciona? -preguntó Gillian.
Ambos se movieron para mirarlo.
– Acabamos de llegar -afirmó Ralph, disgustado.
Se arrodilló, abrió una puertecita en la parte inferior del equipo, sacó una linterna de su caja de herramientas y revisó el interior. Al cabo de un momento se puso de pie.
– El problema no está aquí.
– ¿Y dónde está?
– Debe de haber un cortocircuito en alguna de las salidas, que inutilizó todo el sistema. ¿Cuántas aberturas hay en la casa?
– Una en cada habitación.
– Probablemente ése sea el problema, una sobrecarga de energía. Vamos a ver.
Los tres regresaron por el corredor. Al pasar por la sala, Al comentó:
– Qué hermosa mansión tiene el señor Pope.
El salón era una habitación lujosamente amueblada, con antigüedades valiosísimas. El suelo aparecía cubierto de alfombras persas de tonos suaves. A la izquierda de la sala se veía un amplio comedor, y a la derecha, un cuarto más pequeño, con una gran mesa de juego en el medio, y otra ya preparada para la cena a un lado. Los dos operarios entraron en el recinto, y Al iluminó con su linterna la salida del aire acondicionado, en la parte superior de la pared.
– Hmm -murmuró. Luego miró el techo, por encima de la mesa de juego-. ¿Qué hay arriba de este cuarto? -preguntó.
– El altillo.
– Vamos a revisarlo.
Los operarios subieron con André hasta el desván, una habitación larga, de techos bajos, sucia y llena de telarañas. Al se encaminó hacia una caja de electricidad empotrada en la pared, donde inspeccionó la maraña de cables.
– ¡Ah!
– ¿Encontró algo?
– Es un problema del condensador debido a la humedad. Esta semana tuvimos varios casos así. Tendremos que cambiar el repuesto.
– ¡Dios mío! ¿Y eso tardará mucho?
– No. Tenemos uno en el camión.
– Apresúrese, por favor -le suplicó André-. El señor Pope está a punto de regresar.
– Déjelo en nuestras manos.
De vuelta en la cocina, Gillian les confió:
– Tengo que terminar de preparar la comida. ¿Saben cómo regresar al altillo?
Al sonrió.
– No se preocupe, amigo. Siga con lo suyo; nosotros nos encargaremos de esto.
– Gracias, muchas gracias. -Los miró dirigirse al camión y regresar con dos grandes bolsas de lona-. Si necesitan algo, avísenme.
– Por supuesto…
Los técnicos subieron por la escalera, y André volvió a la cocina.
Cuando Ralph y Al llegaron al desván, abrieron las bolsas, sacaron un pequeño banquito plegable, un taladro de acero, una bandeja con bocadillos, dos latas de cerveza, un par de prismáticos «Zeiss» para percibir objetos distantes bajo una luz tenue, y dos hámsters vivos a los que se les había inyectado una sustancia química excitante.
– Ernestina estará orgullosa de mí -comentó Al, y se puso manos a la obra.
Al principio Al se había opuesto tenazmente a la idea. -Tienes que estar loca, mujer. No voy a meterme en líos con Perry Pope. Este tipo es de cuidado.
– No tienes que preocuparte por él. Jamás volverá a molestar a nadie.
Estaban desnudos, en la cama de agua del departamento de Ernestina.
– ¿En qué te beneficias con todo esto, querida?
– Ese hombre es un canalla.
– Nena, el mundo está lleno de canallas.
– De acuerdo. Lo hago por una amiga.
Tracy le caía bien a Al. Habían cenado los tres juntos el día en que salió de la prisión.
– Debo reconocer que es un encanto, pero ¿por qué tenemos que correr riesgos por ella?
– Porque si no la ayudamos nosotros, tendrá que buscarse a alguien que no será ni la mitad de bueno, y la van a triturar.
Al se incorporó en la cama y miró a su compañera con curiosidad.
– ¿Es muy importante esto para ti?
– Sí, querido.
Ernestina jamás podría hacérselo comprender, pero la verdad era, simplemente, que no soportaba la idea de que Tracy volviera a la cárcel y quedara a merced de la Gran Bertha. Tenía sus planes para con la sueca.
– Sí, para mí significa mucho, querido. ¿Lo harás?
– No puedo hacerlo solo.
Ernestina supo que lo había convencido. Comenzó a recorrer con pequeños mordiscos aquel cuerpo masculino.
– ¿Y Ralph? ¿No estaba a punto de salir en libertad en estos días? -murmuró.
A las seis y media los dos operarios aparecieron en la cocina de André, sucios de polvo y sudor.
– ¿Ya está arreglado? -preguntó, ansioso, el cocinero.
– Fue más difícil de lo que pensábamos -le respondió Al-. Tienen aquí un condensador de corriente alterna, que…
– No se moleste en explicármelo -lo interrumpió André, con impaciencia-. ¿Lo arreglan o no?
– Sí, ya está listo. Dentro de cinco minutos comenzará a funcionar de nuevo.
– ¡Formidable! Déjenme la factura sobre la mesa de la cocina…
Ralph meneó la cabeza.
– Por eso no se preocupe. La empresa se la enviará.
– Muchísimas gracias. Au 'voir.
André los observó marcharse por la puerta de atrás. Cuando Ralph y Al estuvieron fuera del campo visual del cocinero dieron la vuelta por el jardín y abrieron la caja protectora del condensador exterior del equipo de refrigeración. Ralph sostenía la linterna mientras Al volvía a conectar los cables que había aflojado horas antes. En el acto, el aire acondicionado comenzó a funcionar en el interior de la casa.
Al se fijó en el nombre de la Compañía en una tarjetita atada al condensador. Cuando, unos minutos más tarde, marcó ese número y le atendió la voz grabada de la «Compañía Eskimo», dijo:
– Hablo desde la residencia del señor Perry Pope, calle Charles 42. Quería avisarles de que el aparato ha vuelto a funcionar normalmente. No se molesten en enviar a un técnico. Buenas tardes.
La partida semanal de póquer de los viernes por la noche en casa de Perry Pope era un acontecimiento que todos los jugadores esperaban con ansiedad. Concurría siempre el mismo grupo selecto: Anthony Orsatti, Joe Romano, el juez Henry Lawrence, un concejal, un senador del Estado y, desde luego, el anfitrión. Las apuestas eran altas, la comida estupenda, y los concurrentes, representantes máximos del poder.
Perry Pope se hallaba en su dormitorio, vistiéndose. Tarareaba feliz, anticipándose a la velada que pasaría. Últimamente disfrutaba de una racha de suerte en aquellas partidas. De hecho, toda mi vida ha sido así, pensó.
Si alguien necesitaba algún favor legal en Nueva Orleáns, debía ir a ver a Pope. Su poder provenía de su conexión con la familia Orsatti. Era famoso por «arreglar» cualquier asunto, desde una multa por infracción de tráfico hasta una acusación por tráfico de drogas o una condena por violación. La vida le sonreía.
Anthony Orsatti trajo un invitado consigo.
– Joe Romano ya no jugará más con nosotros -anunció Orsatti-. Todos ustedes conocen al inspector Newhouse.
Los hombres se dieron la mano.
– Las bebidas están sobre el aparador, caballeros -dijo Pope-. Vamos a cenar más tarde. ¿Por qué no empezamos?
Se acomodaron en sus sillas habituales alrededor de la mesa con tapete verde. Orsatti señaló el lugar vacío de Romano y le dijo a Newhouse:
– De ahora en adelante, ése será su sitio, Mel.
Mientras uno de los hombres abría mazos nuevos de naipes, Pope comenzó a repartir las fichas, explicando su valor a Newhouse.
– Las negras valen cinco dólares; las rojas, diez; las azules, cincuenta, y las blancas, cien. Cada uno empieza comprando quinientos dólares.
– Me parece bien -convino el inspector.
Anthony Orsatti estaba de mal humor.
– Comencemos ya.
Su voz era un susurro gangoso, una mala señal.
Perry Pope habría dado cualquier cosa por averiguar qué le había pasado a Romano, pero sabía que no le convenía tocar el tema. Orsatti se lo comentaría cuando lo creyera oportuno.
Los pensamientos de Orsatti eran funestos. He sido como un padre para Joe. Confié en él, lo convertí en mi mano derecha, y el hijo de puta me ha clavado el puñal por la espalda. Si esa francesa loca no me hubiera llamado, quizá se habría salido con la suya. Bueno, ya no podrá hacerse el listo de nuevo. Ojalá disfrute la compañía de los peces allá abajo.
– Tony, ¿juegas o no?
Anthony Orsatti volvió a concentrarse en la partida. Había enormes sumas de dinero en juego en la mesa. Siempre le disgustaba perder, y eso no tenía nada que ver con el dinero. No soportaba ser derrotado en nada. Hacía un mes y medio que Perry Pope llevaba una racha de mil demonios, pero esa noche él se proponía cortársela.
La persona a la que le tocaba repartir elegía la variante de juego que más le convenía.
Orsatti perdió una y otra vez. Comenzó a aumentar sus apuestas con intención de resarcirse, pero a eso de la medianoche, cuando suspendieron la partida para comer, ya había perdido quince mil dólares y Perry Pope continuaba con su racha ganadora.
La cena estaba exquisita. Por lo general, Orsatti disfrutaba con la comida de medianoche, pero hoy estaba impaciente por volver a la mesa de juego.
– No comes nada, Tony -le comentó Perry Pope.
– No tengo hambre.
Tomó una cafetera de plata, se sirvió café en una taza de porcelana china y se sentó ante la mesa de póquer. Miraba comer a los otros con gesto impaciente. Sólo deseaba sobreponerse a su suerte. Cuando revolvió el café, una pequeña partícula blanca cayó del techo dentro de su taza. Disgustado, la sacó con la cucharita y la miró. Parecía ser un trozo de revoque. Miró entonces el techo y algo le golpeó la frente. De pronto oyó ruiditos arriba.
– ¿Qué diablos pasa en el altillo? -preguntó.
Perry Pope estaba contándole una anécdota al inspector Newhouse.
– Perdón. ¿Qué has dicho, Tony?
Los ruiditos eran ahora más perceptibles, y unos pedazos de yeso comenzaron a caer sobre el terciopelo verde de la mesa de juego.
– Me da la impresión de que tienes ratones -explicó el senador.
– Oh, nada de eso.
Pope se indignó.
– ¡Bueno, pues hay algo! -vociferó Orsatti.
– Le diré a André que lo compruebe. Si ya habéis terminado de comer, ¿por qué no reanudamos el juego?
Anthony Orsatti contemplaba el diminuto agujerito del techo, justo encima de su cabeza.
– Un momento. Echemos un vistazo ahí arriba.
– ¿Para qué, Tony? André puede…
Orsatti ya se había puesto de pie, encaminándose hacia la escalera. Los demás se miraron unos a otros, y se apresuraron a seguirlo.
– Probablemente se habrá metido una ardilla en el desván -sugirió el dueño de la casa- En esta época del año andan por todas partes.
Al llegar a la puerta del altillo, Orsatti la abrió y Pope encendió la luz. Dos hámsters blancos corrían como endemoniados por la habitación.
– ¡Dios mío! -exclamó Pope-. ¡Ratas!
Orsatti no lo escuchaba. En el centro del desván había una silla plegable, y sobre ella, un paquete de bocadillos y dos latas abiertas de cerveza. En el suelo, junto a la silla, un par de prismáticos.
Orsatti se acercó a los objetos, fue tomándolos uno a uno y examinándolos. Luego se arrodilló en el sucio suelo y corrió un diminuto cilindro de madera que disimulaba una mirilla recientemente perforada. Espió por allí y pudo ver nítidamente, abajo, la mesa de juego.
Pope se hallaba parado en medio del altillo, azorado.
– ¿Quién diablos trajo todas estas porquerías aquí? André tendrá que darme explicaciones.
Lentamente Orsatti se puso de pie, sacudiéndose el polvo de los pantalones.
Perry Pope miró el suelo.
– ¡Han dejado un agujero en el techo! -exclamó-. Los mecánicos de hoy no valen una mierda.
Se agachó, espió por el orificio y se puso repentinamente pálido. Se levantó, miró como enloquecido a sus compañeros de juego y vio que todos tenían la mirada fija en él.
– ¡Eh! ¿No pensaréis que…? Vamos, muchachos, soy yo. No sé nada de esto, os lo aseguro. Jamás les haría algo así. ¡Somos amigos!
Se llevó la mano a la boca y comenzó a morderse enérgicamente las cutículas.
Orsatti le dio unas palmadas en el brazo.
– No te preocupes -dijo, con voz casi inaudible.
Perry Pope siguió mordisqueando con fuerza la carne viva de su pulgar derecho.
– Ya te has cargado a dos, Tracy -comentó animadamente Ernestina Littlechap-. Se rumorea en la calle que tu amigo, Perry Pope, ya no ejerce más la abogacía. Tuvo un accidente muy feo.
Estaban tomando el té en un pequeño bar próximo a la calle Royal.
Ernestina soltó una risita.
– Tienes un gran cerebro, nena. ¿No querrías asociarte conmigo?
– Gracias, Ernestina, pero tengo otros planes.
– ¿Quién es el siguiente? -preguntó ansiosa la negra.
– El juez Lawrence.
Henry Lawrence había comenzado su carrera como abogado en un pueblo de Luisiana. Tenía muy pocas aptitudes para el Derecho, pero contaba con dos atributos muy importantes: su aspecto imponente y su flexible moral. Su filosofía se basaba en que la ley era una vara susceptible de ser doblada según las necesidades de sus clientes. Teniendo esto presente, no debía sorprender que poco después de trasladarse a Nueva Orleáns, su gabinete jurídico comenzara a prosperar con cierto grupo especial de clientes. De tratar transgresiones menores y accidentes de tráfico, pasó a ocuparse de delitos graves, convirtiéndose en un experto en sobornar jurados y desacreditar testigos. En suma, era el tipo especial para Anthony Orsatti, e inevitablemente sus senderos debían cruzarse.
Pronto Lawrence se transformó en portavoz de la familia Orsatti, y, cuando llegó el momento apropiado, Orsatti lo hizo nombrar juez.
– No sé cómo te las apañarás para echarle fango al juez -comentó Ernestina-. Es rico, poderoso e intocable.
– Rico y poderoso, sí -la corrigió Tracy-; pero no intocable.
Tracy había estudiado meticulosamente su plan, pero cuando telefoneó al magistrado, supo de inmediato que tendría que modificarlo.
– Quisiera hablar con el doctor Lawrence, por favor.
– Siento decirle que el juez no está -le respondió una secretaria.
– ¿Cuándo regresa?
– Realmente no sabría decirle.
– Se trata de algo importante. ¿Vendrá mañana por la mañana?
– No. No se encuentra en la ciudad.
– Vaya. ¿No puedo llamarlo a algún otro sitio?
– Me temo que será imposible. Ha salido para el extranjero.
Tracy se cuidó muy bien de ocultar su desilusión.
– Entiendo. ¿Puedo preguntarle adonde?
– Su Señoría se halla en Europa, asistiendo a un simposio internacional sobre temas judiciales.
– Qué lástima.
– ¿Quién habla?
– Habla Elizabeth Rowane Dastin, presidenta de la Asociación Norteamericana de Abogados. El 15 de este mes realizaremos nuestra cena anual en Nueva Orleáns, y hemos elegido al doctor Lawrence como el hombre del año. Íbamos a entregarle un premio y…
– Qué bien, pero, por desgracia, el doctor no estará de regreso para esa fecha.
– Es una pena. Estábamos muy interesados en escuchar una de sus famosas disertaciones. Nuestro comité lo ha seleccionado por voto unánime.
– Para él será un gran disgusto perdérselo.
– Sí. Seguramente usted sabrá el gran honor que representa. Los hombres que hemos elegido en años anteriores son de los más famosos del país. ¡Espere un minuto! Tengo una idea. ¿Le parece que el doctor aceptará grabar un breve discurso de agradecimiento?
– Bueno…, no lo sé. Tiene una agenda muy ocupada.
– Se le dará amplia cobertura en los diarios y canales de Televisión de todo el país.
Se produjo un breve silencio. La secretaria sabía cuánto le agradaba a su jefe aparecer en los medios de comunicación. En realidad, la gira que había emprendido parecía tener exclusivamente ese fin.
– A lo mejor tiene tiempo de grabar unas palabras. Se lo preguntaré.
– Sería maravilloso.
– ¿Quiere usted que el doctor trate algún tema en particular?
– Sí, claro. Querríamos que hablara sobre… -Tracy vaciló-. Es un poquito complicado. Sería mejor que se lo explicara yo directamente.
La secretaria se enfrentaba con un dilema. Por un lado, tenía órdenes de no revelar el itinerario de su jefe, pero, por otro, sabía que le reprocharía haber perdido la oportunidad de recibir una condecoración tan importante como ésa.
– Sinceramente, no debería darle ninguna información, pero estoy segura de que se puede hacer una excepción por algo tan prestigioso. Puede usted comunicarse con él en el «Hotel Rossiya», Moscú, donde estará alojado durante cinco días. Después…
– Estupendo. En seguida me comunico con él. Muchas gracias.
– Gracias a usted, señorita Dastin.
Tracy colgó el receptor y comenzó a estructurar un nuevo plan.
Los cables iban dirigidos al juez Henry Lawrence, «Hotel Rossiya», Moscú. El primero decía: «PRÓXIMA REUNIÓN CONSEJO JUDICIAL HA SIDO ACORDADA. CONFIRME FECHA SEGÚN REQUERIMIENTO DE LUGARES. BORIS.»
Al día siguiente, llegó un segundo cable: «PROBLEMAS EN PLAN DE VIAJE DE SU HERMANO. EL AVIÓN LLEGÓ CON RETRASO. PERDIÓ PASAPORTE Y DINERO. SERÁ PUESTO EN HOTEL PRIMERA CLASE. ARREGLAREMOS CUENTAS DESPUÉS EN SUIZA. BORIS.»
El último cable decía: «SU HERMANO INTENTA OBTENER AHORA PASAPORTE PROVISIONAL EN EMBAJADA NORTEAMERICANA. AÚN NO HAY INFORMACIÓN SOBRE NUEVO PASAPORTE. QUIZÁ DEBA VIAJAR EN BARCO. LO ENVIAREMOS CUANTO ANTES. BORIS.»
La KGB estudió atentamente los cables y permaneció a la espera de novedades. Cuando estuvieron seguros de que no llegaría ninguno más, detuvieron al juez Lawrence. El interrogatorio se prolongó durante diez días y sus noches.
– ¿A quién le envió la información?
– ¿Qué información? No sé de qué me hablan.
– Hablamos de los planos. ¿Quién se los dio?
– ¿Qué planos?
– Los planos del submarino atómico soviético.
– ¡Están locos! ¿Qué sé yo de submarinos?
– Eso es lo que nos proponemos averiguar. ¿Con quién mantuvo reuniones secretas?
– ¿Qué reuniones?
– Díganos quién es Boris.
– ¿Boris?
– El hombre al que depositó dinero en su cuenta de un Banco suizo.
– ¿En qué cuenta?
Los rusos estaban furiosos.
– Es usted un tonto obstinado. Nos servirá de ejemplo para que escarmienten todos los demás espías norteamericanos que intentan socavar nuestra grandiosa patria.
Cuando el embajador de los Estados Unidos obtuvo permiso para visitarlo, Henry Lawrence había perdido treinta kilos. No recordaba cuándo había sido la última vez que sus raptores le habían permitido dormir, y temblaba como una hoja.
– ¿Qué me están haciendo estos malditos bolcheviques? Soy ciudadano norteamericano y juez. ¡Por Dios, sáqueme de aquí!
– Estoy haciendo todo lo posible -le aseguró el diplomático, impresionado por su aspecto.
Dos semanas antes, había ido a dar la bienvenida al juez y demás miembros de su comitiva. El hombre que había conocido ese día en nada se asemejaba a la criatura aterrorizada que tenía ante sus ojos.
¿Qué diablos pretenden los rusos esta vez? -se preguntó el embajador-. Lawrence no es más que un pobre diablo.
El embajador exigió ser recibido por el presidente del Politburó, y cuando le negaron la audiencia, pidió ver a uno de sus ministros.
– Deseo presentar una protesta formal -declaró, indignado-. El trato que ha proporcionado su país al juez Lawrence es inexcusable. Tildar de espía a un hombre de su talla es ridículo.
– Si ya ha terminado de hablar -expresó el ministro con frialdad-, tenga a bien echar un vistazo a esto.
Le entregó una serie de copias de los cables.
El embajador los leyó y levantó la vista azorado.
– ¿Qué tienen de malo? Son mensajes perfectamente inocentes.
– ¿Ah, sí? Tal vez debería volver a leerlos, pero descodificados.
Le pasó otra copia, donde se habían entrecomillado ciertas palabras.
PRÓXIMA «REUNIÓN» CONSEJO JUDICIAL HA SIDO «ACORDADA». CONFIRME FECHA «SEGÚN REQUERIMIENTO DE» LUGARES. BORIS.
PROBLEMAS EN «PLAN» DE VIAJE DE SU HERMANO. EL AVIÓN «LLEGÓ» CON RETRASO. PERDIÓ PASAPORTE Y «DINERO». SERÁ «PUESTO EN» HOTEL PRIMERA CLASE. ARREGLAREMOS «CUENTAS» DESPUÉS EN «SUIZA». BORIS.
SU HERMANO INTENTA «OBTENER AHORA» PASAPORTE PROVISIONAL EN EMBAJADA NORTEAMERICANA. AÚN NO HAY «INFORMACIÓN» SOBRE «NUEVO» PASAPORTE. QUIZÁ DEBA VIAJAR EN «BARCO». LO ENVIAREMOS «CUANTO ANTES». BORIS.
Qué hijo de puta, pensó el embajador.
Se impidió el acceso de la Prensa y público al juicio. El acusado permaneció firme hasta el final, y hasta el último momento negó que se hallara en la Unión Soviética en misión de espionaje. El fiscal le prometió clemencia si daba a conocer para quién trabajaba, y el juez Lawrence habría vendido su alma con tal de poder hacerlo, pero lamentablemente no podía.
Al día siguiente apareció un breve párrafo en el Pravda, donde se consignaba que el famoso agente norteamericano, el juez Henry Lawrence, había sido acusado de espionaje, condenándosele a catorce años de trabajos forzados en Siberia.
Los servicios de inteligencia norteamericanos estaban desconcertados con aquel caso. Corrían intensos rumores en la CIA, el FBI y el Departamento del Tesoro.
– No es uno de los nuestros -afirmaba la CIA-. Probablemente pertenezca al Tesoro.
El Departamento del Tesoro declaró desconocer el caso.
– No, Lawrence no es de los nuestros. Tal vez sea el maldito FBI, que una vez más se mete en nuestra jurisdicción.
– Jamás oímos hablar de él -se defendió el FBI-. Lo más probable es que lo haya enviado el Departamento de Estado a la CIA.
Este último organismo declaró prudentemente:
– Sin comentarios.
– Bueno, hay que admirar su temple -expresó el jefe del FBI-. Es un hombre íntegro. No confesó ni suministró nombre alguno. A decir verdad, me gustaría tener agentes como él.
Las cosas no marchaban demasiado bien para Anthony Orsatti, y no se explicaba por qué. Por primera vez en su vida la suerte le era adversa. Todo había empezado con la traición de Joe Romano; luego la de Perry Pope, y ahora también había desaparecido el juez, involucrado en un turbio asunto de espionaje. Cada uno de ellos había desempeñado un papel fundamental en la maquinaria de Orsatti.
Romano había sido el eje de la organización, y Orsatti no encontraba a nadie que lo remplazara. Se produjeron errores serios y llegaron quejas de personas que antes jamás se hubieran atrevido a protestar. Corría el rumor de que Tony Orsatti estaba haciéndose viejo, que no podía mantener su organización.
El golpe final fue una llamada telefónica desde Nueva Jersey.
– Nos enteramos de que tienes algunos problemas por ahí, Tony, y querríamos ayudarte -dijo una voz sin inflexiones.
– No tengo el menor problema. Es decir, se me presentaron uno o dos últimamente, pero ya están solucionados.
– No es eso lo que se comenta por acá, Tony. Hay rumores de que tu territorio se te está yendo de las manos, que nadie lo maneja.
– Lo manejo yo.
– A lo mejor es demasiado para ti solo. Quizá deberías tomarte un descanso.
– Ésta es mi ciudad, y nadie me la va a quitar.
– Eh, ¿quién ha hablado de quitártela? Sólo queríamos colaborar contigo. Las familias de la zona Este se reunieron y decidieron enviar allí algunos de nuestros hombres para echarte una ayudita. Eso no tiene nada de malo entre amigos, ¿verdad?
Anthony Orsatti sintió un sudor frío en la nuca.
Ernestina estaba preparando una sopa de camarones mientras esperaba junto con Tracy que llegara Al. La ola de calor alteraba los nervios de todo el mundo. Cuando Al entró en el departamento, Ernestina le gritó:
– ¿Dónde mierda estabas? Esta maldita comida se está quemando.
Sin embargo, Al venía demasiado eufórico como para preocuparse por esas nimiedades.
– Estuve ocupado comprobando los resultados de la trampa de Tracy, mujer. Tengo cosas que contaros. -Se volvió hacia Tracy- La mafia está cercando a Tony Orsatti. La familia de Nueva Jersey viene a ocupar su lugar. -En su rostro se dibujó una amplia sonrisa-. ¡Hiciste caer a ese hijo de puta! -Al ver la expresión de Tracy se le borró la sonrisa-. ¿No estás contenta, Tracy?
Qué mundo extraño, pensó ella. Se preguntó si alguna vez volvería a ser feliz, si llegaría a experimentar nuevamente alegría o ternura. Llevaba demasiado tiempo dedicando todos sus pensamientos a vengarse. Y ahora que estaba a un paso del final, sólo sentía un gran vacío en su interior.
A la mañana siguiente pasó por una floristería.
– Quiero enviar unas flores a Anthony Orsatti. Una corona fúnebre de claveles blancos, con una cinta ancha. La inscripción debería decir: descansa en paz. Y colóquenle una tarjeta que diga: «De parte de la hija de Doris Whitney.»