LIBRO TERCERO

QUINCE

Nueva Orleáns, viernes, 7 de octubre

Era hora de vérselas con Charles Stanhope III. Los anteriores habían sido extraños. Charles, por el contrario, había sido su amante, el padre del bebé que perdió en la prisión. A ambos les había vuelto la espalda.


Ernestina y Al fueron al aeropuerto a despedirla.

– Te echaré de menos -dijo Ernestina-. Realmente dejaste esta ciudad patas arriba. Tendrían que proponerte para alcalde…

– ¿Qué harás en Filadelfia? -preguntó Al.

Tracy le contestó con una verdad a medias.

– Volver a mi empleo en el Banco.

Ernestina y Al se intercambiaron una miradita.

– ¿Ellos…, saben que regresas?

– No, pero todo saldrá bien. No habrá problemas. Hoy es difícil encontrar buenos operadores de ordenador.

– Pues entonces buena suerte. No te pierdas, ¿eh? Y tampoco te metas en líos, nena.

Media hora más tarde, Tracy volaba rumbo a Filadelfia.

Se alojó en el «Hotel Hilton» y mandó planchar su único vestido decente en la tintorería del hotel. A la mañana siguiente, a las once, entró en el Banco y se dirigió a la secretaria de Clarence Desmond.

– Hola, Mae.

La chica la miró como si estuviese viendo un fantasma.

– ¡Tracy! ¿Cómo…, cómo te encuentras?

– Bien. ¿Está el señor Desmond?

– No…, no sé. Voy a ver. Con permiso.

Se levantó y salió presurosamente en dirección al despacho del vicepresidente.

Regresó unos instantes más tarde.

– Puedes entrar -dijo, y se apartó a un lado.

¿Qué diablos le sucede?, se preguntó Tracy.

Clarence Desmond se hallaba de pie junto a su escritorio.

– ¿Cómo le va, señor Desmond? Aquí me tiene de vuelta -dijo ella en tono jovial.

– ¿Para qué?

Su expresión hostil tomó a Tracy por sorpresa.

– Usted dijo una vez que yo era la mejor operadora de ordenadores que jamás hubiese conocido, y pensé que…

– ¿Que volvería a darle su antiguo empleo?

– Sí, claro, señor. No he olvidado nada de lo que sabía. Todavía puedo…

– Señorita Whitney. Lo siento, pero lo que pretende está fuera de toda discusión. Seguramente comprenderá que nuestros clientes no querrán tener trato con una persona que ha cumplido condena por robo a mano armada e intento de homicidio. Dados sus antecedentes, no creo probable que ningún Banco la acepte. Por eso le sugiero que busque otro trabajo más acorde con sus circunstancias. Espero que entienda que no hay nada personal en esto.

Tracy escuchó sus palabras con espanto y una creciente indignación. Ese hombre la hacía sentirse como una leprosa. No querríamos perderla. Es usted una de nuestras empleadas más valiosas.

– ¿Se le ofrece algo más, señorita Whitney? -preguntó Desmond a modo de despedida.

– No. Creo que ya lo ha dicho todo.

Dio media vuelta y se marchó de la oficina con el rostro encendido. Tuvo la impresión de que todos sus antiguos compañeros la observaban. Mae había hecho correr el rumor de su regreso. Tracy se encaminó a la salida con la cabeza en alto, pero quebrantada por dentro.


Permaneció todo el día en el cuarto del hotel. ¿Cómo había sido tan ingenua? ¿Suponía que la recibirían de vuelta con los brazos abiertos? Bueno, al diablo con Filadelfia, pensó. Pero todavía le quedaba un asunto por terminar. Cuando hubiera concluido, se iría a Nueva York, a empezar de nuevo.


Esa noche se dio el lujo de ir a cenar al «Café Royal», uno de los restaurantes más distinguidos de la ciudad. Luego del sórdido encuentro de aquella mañana con Clarence Desmond, necesitaba el efecto tranquilizador de un ambiente elegante. Pidió un «Martini». Cuando el camarero se lo trajo, Tracy levantó los ojos y el corazón le dio un vuelco. Sentado en el otro extremo del salón estaba Charles con su mujer. Aún no la había visto. Su primer impulso fue levantarse e irse. Aún no estaba preparada para hacerle frente.

– ¿Quiere encargar ya la cena? -le preguntó el camarero.

– Voy…, voy a esperar un poco; gracias.

Volvió a mirar a Charles, y experimentó un fenómeno asombroso: fue como estar observando a un extraño. Veía a un hombre de mediana edad, pálido, de hombros caídos y un inefable aire de aburrimiento en la cara. Era imposible creer que en una época hubiese estado enamorada de él, que hubiesen hecho el amor y planeado pasar juntos el resto de sus vidas. Reparó luego en la esposa de Charles, y le notó la misma expresión de hastío. Daban la impresión de ser dos muertos en vida, lujosamente conservados. Simplemente estaban ahí sentados, sin dirigirse la palabra. Tracy se imaginó los largos y tediosos años que le esperaban a Charles, sin amor, sin alegría. Ése será su castigo, pensó, experimentando una repentina sensación de alivio.

Le hizo una seña al camarero.

– Ya estoy lista -dijo.


Sólo cuando regresó al hotel esa noche recordó que el fondo de empleados del Banco le debía su dinero. Se sentó para estimar la cantidad; según sus cálculos ascendía a mil cuatrocientos dólares.

Le escribió una carta a Clarence Desmond, y dos días después recibió contestación de Mae.


Estimada señorita Whitney:

En respuesta a su solicitud, el señor Desmond me pide que le informe que, debido a la política del fondo para los empleados, la suma correspondiente a usted ha sido transferida al fondo general. Es deseo del señor Desmond asegurarle que no guarda la menor mala voluntad contra su persona.

MAE TRENTON

Secretaria del vicepresidente


Tracy no podía creer que le robaran su dinero y que lo hicieran con el pretexto de salvaguardar la moral del Banco. Estaba furiosa. No permitiré que me estafen -juró-. Nadie volverá a jugar sucio conmigo.


Dos días después, Tracy estaba delante de la conocida entrada del «Philadelphia Trust and Fidelity Bank». Llevaba una larga peluca negra, maquillaje oscuro y una notoria cicatriz roja en el mentón. Si algo no salía bien, se acordarían de la cicatriz. A pesar de su disfraz se sentía muy nerviosa. Había trabajado cinco años en ese Banco, y muchos empleados de allí la conocían bien. Tendría que tener mucho cuidado para que no la descubrieran.

Sacó una cápsula de botella de la cartera, la metió dentro de uno de sus zapatos, y entró renqueando en el Banco. Estaba atestado: había elegido especialmente la hora punta. Se acercó a una de las ventanillas, donde un empleado acababa de hablar por teléfono y se apresuró a atenderla.

– ¿Sí?

Era John Creighton, el empleado más malhumorado del personal, que odiaba a judíos, negros y puertorriqueños, aunque no necesariamente en ese orden.

Durante los años que había trabajado allí, Tracy no había simpatizado en lo más mínimo con él. Afortunadamente, el hombre no daba muestras de reconocerla.

– Buenos días, señor [1]. Quisiera abrir una cuenta corriente.

Tracy habló con acento mexicano, la misma entonación de Paulita, su compañera de celda en la prisión.

Había una expresión de desprecio en el rostro de Creighton.

– ¿Nombre?

– Rita González.

– ¿Cuánto quiere depositar?

– Diez dólares.

La voz del empleado se hizo aún más desdeñosa.

– ¿En cheque o en efectivo?

– En efectivo, creo.

Tracy sacó un arrugado billete de diez de su cartera, y se lo entregó. El empleado no se dignó tomarlo.

– Tiene que llenar este formulario.

Tracy no tenía intención de escribir nada con su letra.

– Lo siento, señor, pero no sé escribir muy bien. ¿Le molestaría llenarlo usted por mí?

¡Estas mexicanas analfabetas!, pensó él.

– ¿Rita González, dijo?

– Sí.

– ¿Domicilio?

Le dio la dirección y el teléfono del hotel.

– ¿Fecha de nacimiento?

– Veinte de diciembre de mil novecientos cincuenta y ocho.

– ¿Lugar de nacimiento?

– Ciudad de México.

– Firme aquí.

Tracy tomó el bolígrafo y garabateó una firma ilegible. John Creighton completó un impreso de ingresos.

– Le daré un talonario provisional. Dentro de tres o cuatro semanas le enviaremos por correo los cheques impresos.

– Muchas gracias, señor [2].

Existen numerosas formas ilegales de entrar en un ordenador, y Tracy era una experta que incluso había ayudado a diseñar el sistema de seguridad del «Philadelphia Trust and Fidelity». Ahora, se proponía engañar al mismo sistema de seguridad que ayudó a crear.

Como primera medida buscó una empresa de ordenadores desde donde pudiese usar una terminal para conectarse clandestinamente con las máquinas del Banco. El local, situado a varias manzanas del Banco, estaba casi vacío.

Se le acercó un empleado ansioso.

– ¿En qué puedo servirla, señorita?

– Sólo estoy mirando.

El empleado divisó en ese momento un adolescente que jugaba con un ordenador.

– Con permiso -dijo, y se alejó con rapidez.

Tracy se puso frente a un ordenador que estaba conectado con un teléfono. Entrar en el sistema sería fácil, pero sin el código de acceso adecuado, no podría hacer nada, y el código se modificaba a diario. Ella había estado presente en la reunión cuando se decidió qué código de acceso habría de utilizarse.

– Tenemos que ir cambiándolo diariamente -había opinado Desmond- para que nadie lo averigüe. Sin embargo, deberá resultar suficientemente rápido y sencillo a las personas que estén autorizadas a usarlo.

El código que finalmente resolvieron emplear se basaba en las cuatro estaciones del año, y en la fecha del día.

Tracy encendió la terminal y tecleó el código del «Philadelphia Trust and Fidelity». Oyó un zumbido y conectó el auricular a la terminal. Un letrero apareció en la pequeña pantalla.

¿Código de autorización, por favor?

Código de autorización incorrecto.

La pantalla se puso blanca.

¿Lo habrían cambiado? Por el rabillo del ojo vio que el vendedor se acercaba de nuevo, razón por la cual se dirigió hasta otra máquina, le echó un breve vistazo y siguió caminando por el pasillo. El vendedor llegó a la conclusión de que esa persona sólo iba a mirar, y se dispuso a atender a una pareja con aspecto de adinerada que acababa de entrar en el local. Tracy se acercó de nuevo al ordenador.

Trató de pensar cómo lo habría hecho Desmond Clarence. Era un hombre rutinario, por lo cual seguramente no habría modificado mucho el código. Lo más probable era que hubiese mantenido el concepto original de las fechas y estaciones, pero, ¿cómo lo habría cambiado? Volvió a probar alterando el orden de las estaciones.

¿Código de autorización, por favor?

Invierno, 10.

Código de autorización incorrecto

La pantalla se apagó una vez más.

Por un momento pensó que no daría resultado, y se desesperó. Probó otra vez.

¿Código de autorización, por favor?

Primavera, 10.

La pantalla se borró un instante; luego apareció una leyenda:

Continúe, por favor.

Se apresuró a teclear:

Transacción interna de dinero.

Al instante salió en la pantalla la lista de las operaciones posibles:

¿Desea usted?

A) Depositar dinero.

B) Transferir dinero.

C) Retirar dinero de una cuenta de ahorro.

D) Realizar una transferencia entre sucursales.

E) Retirar dinero de una cuenta corriente.

Por favor, indique su opción.

Tracy eligió B, y una nueva lista surgió en la pantalla.

¿Cantidad a transferir?

¿A quién?

¿De quién?

Escribió: Del fondo general de reserva a Rita González. Al llegar a la cifra, dudó un instante. Aquella máquina podía asignarle una cantidad sin límite. Tenía la posibilidad de alzarse con millones de dólares. Pero no era una ladrona. Lo único que quería era el dinero que se le debía.

Solicitó mil cuatrocientos dólares y consignó luego el número de cuenta de Rita González.

Transacción efectuada. ¿Desea hacer alguna otra operación?

No.

Fin de la comunicación. Muchas gracias.


El sistema Interbancario de Compensación, que llevaba la cuenta de los millones de dólares que circulaban a diario entre los Bancos, realizó la transferencia del dinero a la cuenta de Rita González.

Como se acercaba de nuevo el vendedor, Tracy se apresuró a apretar un botón, y la pantalla del aparato quedó en blanco una vez más.

– ¿Tiene interés en adquirir esta máquina, señorita?

– No, gracias -se disculpó Tracy-. No entiendo nada de ordenadores.


Desde una farmacia de la esquina llamó al Banco y pidió hablar con el jefe de cuentas.

– Hola. Habla Rita González. Quisiera transferir mi cuenta corriente a la sucursal principal del «First Hanover Bank», de Nueva York, por favor.

– ¿El número de su cuenta, señorita?

Tracy se lo dio.

Una hora más tarde, Tracy abandonaba el «Hilton» y emprendía viaje a Nueva York.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, cuando el «First Hanover» abrió sus puertas, Rita González se presentó a retirar todo el dinero de su cuenta.

– ¿Cuál es el saldo? -preguntó.

– Mil cuatrocientos dólares -le contestó el cajero.

– Sí, es correcto.

– ¿Quiere que le dé un cheque certificado, señorita?

– No, gracias. No confío en los Bancos. Prefiero recibirlo en efectivo.


El día de su liberación, Tracy había recibido los habituales doscientos dólares para exconvictos más la pequeña suma que había ganado por cuidar a Amy. Ni siquiera con el dinero del fondo bancario podría arreglárselas sola. Era imperioso que consiguiera un empleo cuanto antes.

Se alojó en un hotel barato de la avenida Lexington y comenzó a enviar cartas a los Bancos de Nueva York, solicitando un empleo como experta en ordenadores. De pronto comprendió que el ordenador se había convertido en su enemigo. Los Bancos de datos almacenaban la historia de su vida, y con toda prontitud se la informaban a quienquiera que apretase las teclas correspondientes. No bien aparecía su sumario judicial rechazaban la solicitud.

Dados sus antecedentes, no creo que ningún Banco la acepte. Clarence Desmond tenía razón.

Siguió enviando solicitudes a Compañías de seguros y decenas de otras empresas de ordenadores. Las respuestas eran siempre negativas.

Muy bien -pensó-. Me dedicaré a otra cosa. Compró un ejemplar del New York Times y empezó a buscar en los anuncios clasificados.

Ofrecían un puesto de secretaria en una empresa de exportación.

Apenas traspuso la puerta, el gerente de personal exclamó:

– Eh, a usted la he visto por televisión. Fue la chica que salvó a una niña de ahogarse en la cárcel de Luisiana, ¿verdad?

Tracy giró sobre sus talones y se marchó.

Al día siguiente la contrataron como vendedora en el departamento de niños de la tienda «Sack's», en la Quinta Avenida. El sueldo era muy inferior al que estaba habituada a percibir, pero al menos le alcanzaría para subsistir.

Al segundo día de estar allí, una cliente histérica la reconoció y fue a quejarse al gerente porque se negaba a ser atendida por una asesina que había ahogado a una criatura. Tracy no tuvo oportunidad de explicar la situación. Por el contrario, la despidieron en el acto.

Tenía la sensación de que los hombres de quienes se había vengado se saldrían con la suya. La habían convertido en una criminal pública. No sabía cómo iba a vivir, y por primera vez comenzó a desesperarse. Esa noche revisó su cartera para contar cuánto dinero le quedaba, y en un rinconcito de la billetera encontró un papel que le había entregado una reclusa en el penal. CONRAD MORGAN. QUINTA AVENIDA, 640. NUEVA YORK. «Se dedica a la rehabilitación criminal. Le gusta echar una mano a los exconvictos.»


«Conrad Morgan et Cie., Joyeros» era un elegante establecimiento, con portero de librea en la puerta y un guardia armado en el interior. Estaba decorado con gusto, y las alhajas eran bellísimas y muy costosas.

– Quisiera ver al señor Conrad Morgan, por favor -le dijo Tracy a la recepcionista.

– ¿Tiene cita?

– No. Una… amiga mutua me sugirió que viniera a verlo.

– ¿Su nombre?

– Tracy Whitney.

– Un momento, por favor.

La empleada tomó un teléfono y murmuró algo que Tracy no alcanzó a oír. Luego cortó.

– El señor Morgan está ocupado en este momento, pero le ruega que vuelva a las seis.

– Muchas gracias.

Salió del establecimiento y se quedó parada en la acera, sin saber qué hacer. Nueva York era demasiado hostil para ella. Conrad Morgan no tendría nada que ofrecerle. Además, ¿por qué habría de hacerlo si era una extraña para él? Me echará una filípica y me entregará una limosna, y eso no es lo que yo necesito. Ni de él ni de nadie. He logrado sobrevivir. De alguna manera me las arreglaré para salir adelante. Al diablo con Conrad Morgan.

Vagó sin rumbo por las calles. Pasó ante los relucientes salones de la Quinta Avenida, los edificios de departamentos custodiados, las concurridas tiendas de las Avenidas Tercera y Lexington. Recorrió las calles de Nueva York sin ver nada, dominada por una amarga frustración.

A las seis se encontró de regreso en la Quinta Avenida, frente a la joyería de Conrad Morgan. El portero se había ido y la puerta estaba cerrada con llave. Golpeó con fastidio y dio media vuelta para irse pero, ante su sorpresa, la puerta se abrió de repente.

Apareció un hombre de pelo canoso y rostro jovial de chispeantes ojos azules. Parecía un alegre gnomo.

– Usted debe de ser la señorita Whitney.

– Sí…

– Soy Conrad Morgan. Pase, por favor.

Tracy entró en el desierto local.

– La estaba esperando. Vayamos a mi oficina.

Llegaron hasta una puerta cerrada, que él abrió con una llave. El despacho estaba amueblado con elegancia y se asemejaba más a un departamento que a una oficina comercial. Sólo había sofás, sillones y mesas ingeniosamente distribuidas. De las paredes colgaban telas de viejos maestros.

– ¿Quiere tomar algo? ¿Un whisky, un coñac, un jerez?

– No, nada; gracias.

Tracy se puso repentinamente nerviosa. Había descartado la idea de que ese hombre pudiera ayudarla y, al mismo tiempo, ansiaba con toda su alma que fuera capaz de hacerlo.

– Betty Franciscus me sugirió que viniese a verlo, señor Morgan. Me dijo que usted le echaba una mano a las… personas que habían tenido problemas.

No pudo pronunciar la palabra «convictas».

Conrad Morgan entrelazó las manos.

– Pobre Betty, tan encantadora. No tuvo suerte, como sabrá usted.

– ¿Suerte?

– Sí, la atraparon.

– No…, no entiendo.

– Realmente es muy sencillo, señorita Whitney. Betty trabajaba para mí. Estaba bien protegida. Después, la pobre infeliz se enamoró de un chófer de Nueva Orleáns y quiso establecerse por su cuenta. Y no le fue muy bien.

Tracy no entendía nada.

– ¿Trabajaba de vendedora en su joyería?

Conrad Morgan prorrumpió en carcajadas hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas.

– No, querida mía -le explicó, enjugándose los ojos-. Es evidente que Betty no se lo ha explicado todo. Tengo un negocio paralelo muy rentable, y me da un enorme placer compartir las ganancias con mis colegas. Me ha ido muy bien empleando a personas como usted, si me perdona, que han cumplido condena en prisión.

Tracy escrutó su rostro, más intrigada que nunca.

– Verá usted, estoy en una posición privilegiada. Mi clientela es sumamente acaudalada. Los clientes se convierten en mis amigos. Yo sé cuándo se van de viaje. Hoy, son muy pocos los que se trasladan con sus alhajas; por lo general las dejan en sus casas. Yo mismo suelo recomendarles las medidas de seguridad que deben tomar para protegerlas, y sé exactamente qué joyas poseen, puesto que me las han comprado a mí. Ellos…

Tracy se puso de pie.

– Gracias por atenderme, señor Morgan.

– No me diga que se va tan pronto.

– Si está sugiriendo lo que creo entender…

– Desde luego.

Tracy sintió que le ardían las mejillas.

– No soy una delincuente. Vine aquí a buscar un empleo decente.

– Y yo se lo estoy ofreciendo, querida. Le ocupará una o dos horas de su tiempo, y puedo prometerle una retribución de veinticinco mil dólares. -Sonrió con picardía-. Libres de impuestos, desde luego.

Tracy luchaba denodadamente por reprimir su indignación.

– ¿Me permite retirarme, por favor?

– Si eso es lo que desea… -Se levantó y la acompañó hasta la puerta-. Debe usted comprender, señorita Whitney, que si existiera el mínimo riesgo de que descubriesen a alguien, yo no me metería en esto. Tengo que proteger mi reputación.

– Le prometo que no le diré nada a nadie.

El hombre sonrió.

– Tampoco puede usted decir nada. Tengo mi prestigio, modestia aparte. ¿Quién la creería?

Al llegar a la entrada de la joyería, Morgan añadió:

– Avíseme si cambia de opinión. La mejor hora para hablar por teléfono conmigo es después de las seis. Espero su llamada.

– No se moleste -le espetó Tracy, y se sumergió en la calle.

Al llegar a su cuarto, aún seguía temblando.

Envió al botones del hotel a comprarle un bocadillo y un café; no tenía ánimos para bajar de nuevo. La entrevista con Morgan la había humillado. Ese sujeto la consideraba igual que las sórdidas delincuentes que ella había conocido en la penitenciaría de Luisiana del Sur. Ella no era como las demás. Era Tracy Whitney, experta en ordenadores, una ciudadana decente aunque desafortunada, respetuosa de la ley.

A quien nadie quiere contratar, agregó para sí.

Permaneció despierta toda la noche pensando en su incierto futuro. No tenía trabajo y le quedaba muy poco dinero. Tomó dos decisiones: por la mañana se mudaría a un sitio más barato, y encontraría un empleo. Cualquiera.

El lugar más económico resultó ser un departamento de una habitación, en un tercer piso sin ascensor de la zona menos bonita de la ciudad. A través de las delgadas paredes de su habitación oía gritos en idiomas extranjeros de sus vecinos. Los establecimientos de los alrededores tenían gruesas rejas en puertas y escaparates, y no costaba mucho imaginar por qué. Todo el barrio parecía habitado por borrachos y prostitutas.

Cuando fue a hacer compras al supermercado, Tracy fue abordada en tres oportunidades, dos veces por hombres y una vez por una mujer.

No lo soporto. No me quedaré aquí mucho tiempo, se dijo.


Se dirigió a una pequeña agencia de empleos próxima a su departamento, dirigida por una tal señora Murphy, mujer corpulenta con aspecto de matrona. Ésta terminó de leer los antecedentes de Tracy y la miró intrigada.

– No sé para qué me necesitas. Debe de haber miles de empresas ansiosas de tomar a alguien como tú.

Tracy respiró hondo.

– Tengo un problema -dijo, y le explicó el caso.

La señora Murphy la escuchó atentamente. Al terminar, le aconsejó:

– Olvídate de conseguir un puesto en ordenadores.

– Pero usted dijo…

– Las Compañías están atemorizadas por los delitos que se cometen con ordenadores, y no emplearán a nadie con antecedentes penales.

– Pero yo necesito un trabajo…

– Hay otras oportunidades. ¿No se te ha ocurrido proponerte como vendedora?

Tracy recordó su experiencia en la tienda «Sack's» y se dijo que no sería capaz de pasar de nuevo por eso.

– ¿No hay otra cosa?

La mujer vaciló. Tracy Whitney evidentemente estaba más que cualificada para el puesto que tenía en mente.

– Mira, sé que esto no es lo que te interesa, pero hay una vacante de camarera en «Jackson Hole», un lugar que vende hamburguesas en el Tost Side.

– ¿De camarera?

– Sí. Si lo aceptas, no te cobraré comisión. Me enteré de esto por casualidad.

Tracy reflexionaba. En la Universidad, le había tocado servir en las mesas, y le había resultado divertido, pero ahora era una cuestión de supervivencia.

– Probaré -afirmó.


«Jackson Hole» era un infierno, colmado de clientes ruidosos y cocineras exhaustas e irritables. Como la comida era buena y los precios razonables, el lugar estaba siempre repleto. Las camareras trabajaban a un ritmo enloquecedor, sin tiempo para descansar, y al terminar su primer día, Tracy se sentía agotada. Pero al menos empezaba a ganar dinero.

Al día siguiente, cuando se hallaba atendiendo una mesa, uno de los hombres le deslizó la mano por debajo de la falda, y Tracy dejó caer un bol de ensalada sobre su cabeza. Allí acabó su experiencia como camarera.


Fue a ver de nuevo a la señora Murphy y le contó lo sucedido. -Quizá tenga buenas noticias para ti. En el «Hotel Wellington Arms» necesitan una coordinadora de tareas de limpieza. Voy a mandarte allí.


El «Wellington Arms» era un hotel pequeño y elegante, donde se alojaba gente rica y famosa. El administrador entrevistó a Tracy, y la contrató. El trabajo no era difícil, el personal era agradable y el horario adecuado.

Una semana después de haber entrado, el administrador la llamó a su oficina, donde también se encontraba el gerente.

– ¿Revisó usted hoy la suite 827? -le preguntó.

Aquella habitación la ocupaba Jennifer Marlowe, una actriz de Hollywood. Una de las obligaciones de Tracy consistía en comprobar que las empleadas de limpieza hubieran realizado adecuadamente su labor.

– Sí.

– ¿A qué hora?

– A las dos. ¿Hay algún problema?

El gerente tomó la palabra.

– La señorita Marlowe regresó a las tres y comprobó que le faltaba un valioso anillo de brillantes.

Tracy se puso inmediatamente tensa.

– ¿Entró usted en el dormitorio, Tracy?

– Sí. Lo miré todo.

– Cuando estaba allí dentro, ¿vio alguna alhaja?

– No, creo que no.

El gerente hizo hincapié en las palabras de Tracy.

– ¿Cree o está segura?

– No estaba buscando alhajas sino fijándome en el estado de las camas y las toallas.

– La señorita Marlowe insiste en que el anillo se encontraba encima de la mesilla de noche al abandonar la habitación.

– No sé nada al respecto.

– Nadie más tiene acceso a ese cuarto. Las mujeres de la limpieza trabajan hace años con nosotros.

– Yo no lo robé.

El gerente lanzó un suspiro.

– Tendremos que llamar a la Policía para que investigue.

– Tuvo que haber sido otra persona -exclamó Tracy-. O a lo mejor, la señorita Marlowe lo dejó en otro sitio.

– Con sus antecedentes… -insinuó el gerente-. Tendré que pedirle que por favor aguarde en la oficina de seguridad hasta que llegue la Policía.

Tracy se ruborizó.

– Sí, señor.

Uno de los guardias de seguridad la acompañó hasta la oficina, y Tracy volvió a sentirse como cuando se hallaba en la prisión. Había leído historias de exconvictos a quienes se los perseguía por sus antecedentes, pero nunca se le había ocurrido que pudiera sucederle a ella.

Media hora más tarde, el gerente entró sonriendo en el despacho.

– Bueno, felizmente la señorita Marlowe encontró su anillo. Lo había puesto en otro lugar, después de todo. Sólo fue un pequeño error.

– Maravilloso -afirmó Tracy.

Salió de la oficina y se encaminó a la joyería de Conrad Morgan.


– Es ridículamente sencillo -decía Conrad Morgan-, Una clienta llamada Lois Bellamy ha salido de viaje a Europa. Su casa está situada en Seacliff, Long Island. Los fines de semana se marchan los sirvientes, de modo que no queda nadie ahí. Una patrulla privada de seguridad va a echar un vistazo cada cuatro horas, pero usted puede entrar y salir de la casa en unos minutos.

Estaban sentados en el despacho del joyero.

– Conozco el sistema de alarma y tengo la combinación de la caja fuerte. Lo único que tiene que hacer, querida, es entrar, tomar las alhajas y salir. Luego me las trae, yo las separo de su engarce, tallo nuevamente las piedras y las vuelvo a vender.

– Si es tan fácil, ¿por qué no lo hace usted mismo?

Los ojos azules de Morgan brillaban.

– Porque me iré de viaje de negocios. Cada vez que ocurre uno de estos pequeños «incidentes», me ausento de la ciudad por motivos de trabajo.

– Entiendo.

– Si tiene algún escrúpulo por robarle a la señora Bellamy, le advierto que se trata de una mujer horrible. Posee propiedades en todo el mundo. Además, cuenta con seguros por el doble del valor de las joyas. Naturalmente, fui yo quien hizo las tasaciones.

Tracy no apartaba los ojos de Conrad Morgan, mientras pensaba: Debo de estar loca. Estoy conversando tranquilamente con este hombre acerca de cómo llevar a cabo un robo de joyas.

– No quiero volver a prisión, señor Morgan.

– No hay peligro de que eso suceda. Jamás aprehendieron a ninguno de mis colaboradores, por lo menos mientras trabajaban para mí. ¿Y bien? ¿Qué me contesta?

– ¿Dijo usted veinticinco mil dólares?

– En efectivo, contra entrega.

Era una fortuna, le alcanzaría para mantenerse mientras resolvía qué hacer con su vida. Pensó en la sórdida y minúscula habitación donde vivía, en sus chillones vecinos, en las palabras de aquella mujer en «Sack's»: No quiero que me atienda una asesina-, en el gerente del hotel: Tendremos que llamar a la Policía para que investigue.

– Yo sugeriría hacerlo este sábado por la noche -prosiguió Morgan-. El personal se retira al mediodía. Le conseguiré un permiso de conducir con nombre falso. Alquilará usted un coche aquí, en Manhattan, y partirá rumbo a Long Island, para llegar allí a las once de la noche. Retirará las alhajas, regresará a Nueva York y devolverá el coche. Sabe conducir, ¿no?

– Sí.

– Excelente. Hay un tren que sale hacia San Luis a las siete y media de la mañana. Le reservaré un compartimiento, y me encontraré con usted en la estación de San Luis. Allí me entregará las joyas y yo le daré sus veinticinco mil dólares.

En su boca todo sonaba terriblemente simple.

Ése era el momento de negarse a hacerlo, levantarse e irse. ¿Pero adónde?

– Necesitaré una peluca rubia -replicó Tracy lentamente.

Cuando Tracy se hubo marchado, Conrad Morgan permaneció sentado en su oficina pensando en ella. Era una hermosa mujer. Hermosísima. Qué pena. Tal vez hubiera debido advertirle que en realidad no conocía mucho ese sistema particular de alarma contra robos.

DIECISÉIS

Con los mil dólares que Conrad Morgan le había dado de adelanto, se compró dos pelucas, una rubia y otra negra, llena de minúsculas trencitas. Compró también un conjunto de chaqueta y pantalón azul marino, un mono negro y una maleta imitación «Gucci» que vendían por la calle. Todo iba saliendo bien. Tal como se lo prometió el joyero recibió un sobre con un carné de conducir a nombre de Ellen Branch, un diagrama del sistema de seguridad de la casa de los Bellamy, la combinación de la caja fuerte del dormitorio y un billete de tren para San Luis en compartimiento privado. Tracy guardó sus pocas pertenencias y se marchó. Jamás volveré a vivir en un sitio como éste, se prometió. Alquiló un coche y se dirigió hacia Long Island.

Lo que estaba haciendo poseía la irrealidad de un sueño, y esto la aterraba. ¿Y si la detenían? ¿Valía la pena correr el riesgo?

– Es ridículamente sencillo, había dicho Conrad Morgan.

Él no se metería en semejante asunto si no se sintiera seguro. Tiene que proteger su reputación. Yo también tengo la mía -pensó amargamente-, y es mala.

Tracy sabía lo que estaba haciendo: trataba de ofuscarse, de prepararse mentalmente para cometer un delito, pero no le dio resultado. Al llegar a Sea Cliff, era un manojo de nervios. En dos oportunidades estuvo a punto de chocar. A lo mejor la Policía me detiene por conducir con imprudencia -pensó esperanzada-. Así podré informarle al señor Morgan de que las cosas salieron mal.

Sin embargo, no había coche policial alguno a la vista. Nunca están cerca cuando uno los necesita, se dijo con disgusto.

Se dirigió hacia la bahía de Long Island, siguiendo las instrucciones de Morgan. La casa queda sobre la costa. Se llama «The Embers», y se trata de una mansión victoriana. Imposible dejar de localizarla.

Ojalá que no la encuentre, imploró mentalmente.

Pero ahí estaba, descollando en la penumbra como el castillo de algún ogro en un cuento de terror. Parecía desierta. Cómo se atreven los sirvientes a tomarse libre el fin de semana… Habría que despedirlos a todos.

Estacionó detrás de unos gigantescos sauces que ocultaban el coche, apagó el motor y oyó el sonido nocturno de los insectos. Ningún otro ruido alteraba el silencio. La casa quedaba fuera del camino principal, y no había tránsito a esa hora de la noche.

La finca está rodeada de árboles, querida, y no hay vecinos, de modo que no se preocupe. La patrulla de seguridad pasa a las diez, y luego a las dos de la madrugada. A esa hora usted ya se habrá marchado.

Tracy miró su reloj. Las once. La primera patrulla se había ido. Le quedaban tres horas hasta que llegara la siguiente, o tres segundos para dar media vuelta, regresar a Nueva York y olvidarse de esa locura. Pero, ¿qué futuro le aguardaba? Las imágenes pasaban raudamente por su memoria.

Ninguna empresa de ordenadores contratará a una persona con antecedentes criminales…

Veinticinco mil dólares, libres de impuestos, por una o dos horas. Y le advierto que se trata de una mujer horriblemente rica.

¿Qué estoy haciendo? No soy una ladrona. Soy una estúpida aficionada que está al borde del colapso nervioso.

Si fuese medianamente inteligente, huiría de aquí mientras todavía hay tiempo, antes de que me capturen, se produzca un tiroteo y transporten mi cuerpo acribillado al depósito de cadáveres. Ya me imagino los titulares: Peligrosa criminal muerta durante frustrado intento de robo.

¿Quién iría a su entierro? Ernestina y Amy, la hija de Brannigan. Miró la hora. Hacía veinte minutos que estaba ahí sentada, sumergida en sus fantasías. Si voy a hacerlo, me conviene ponerme en movimiento.

Pero estaba paralizada por el miedo. No puedo quedarme aquí sentada eternamente -se dijo-.¿Por qué no le echo un vistazo a la casa? Una rápida ojeada.

Respiró hondo y se bajó del coche. Iba vestida con el mono negro. Le temblaban las rodillas. Al acercarse a la vivienda advirtió que estaba totalmente a oscuras.


No se olvide de usar guantes.

Metió la mano en el bolsillo, sacó un par de guantes y se los puso. Oh, Dios, lo estoy haciendo -pensó- Lo estoy llevando a cabo de veras.

El corazón le latía con tanta fuerza que ya no podía oír otros sonidos.

La alarma está situada a la izquierda de la puerta principal. Tiene cinco botones. La luz roja encendida quiere decir que el sistema está funcionando. El código para desconectarlo es: 3-2-4-1-1. Cuando se apague la lucecita roja, quedará desactivada la alarma. Aquí tiene la llave de la puerta de delante. Una vez que haya entrado, no se olvide de volver a cerrar la puerta. Utilice esta linterna. No encienda ninguna luz, por si acaso acierta a pasar algún coche por allí. El dormitorio principal queda en la planta alta, a la izquierda, y da sobre la bahía. La caja fuerte se halla detrás de un retrato de Lois Bellamy. Es una caja muy sencilla. Lo único que debe hacer usted es seguir esta combinación.


Tracy permaneció completamente inmóvil, temblando, lista para huir al menor ruido. Silencio. Extendió un brazo y fue apretando la secuencia de los botones de la alarma, rogando que ésta no sonara. La luz roja se apagó. Sabía que el paso siguiente era el comprometedor. Recordó que los pilotos de aviones lo definían con una frase: El punto sin retorno.

Metió la llave en la cerradura, y la puerta cedió. Esperó un minuto entero antes de entrar. Avanzó por el vestíbulo, temerosa de moverse. Reinaba en la casa un silencio total. Sacó la linterna, la encendió y divisó la escalera. Comenzó a subir. Lo único que quería era terminar cuanto antes, y salir corriendo.

El vestíbulo de la planta superior parecía fantasmal a la luz de la linterna. Fue espiando cada cuarto que pasaba: todos estaban vacíos.

El dormitorio principal quedaba al fondo del pasillo, y daba a la bahía, tal como le había contado Morgan. Era una habitación espléndida, decorada en tonos diferentes de rosa. Había una cama con dosel, y dos canapés, un hogar, y frente a éste, una mesa para cenar.

Se dirigió a la ventana y contempló los barcos distantes, anclados en la bahía. Eso no volverá a ocurrir. Dentro de unos minutos habré terminado.

Se apartó de la ventana, encaminándose hacia el retrato de Lois Bellamy. Es verdad: parece una mujer horrible. Detrás del cuadro había una pequeña caja fuerte. Tracy había memorizado la combinación. Tres giros a la derecha. Detenerse en el 42. Dos giros a la izquierda. Detenerse en el 10. Un giro a la derecha. Detenerse en el 30. Tanto le temblaban las manos que debió repetir la operación. Oyó un clic y la abrió.

Adentro había varios sobres gruesos y muchos papeles, pero no les prestó atención. Al fondo, sobre un diminuto estante, una bolsita de gamuza, que retiró con presteza. Pero en ese momento comenzó a sonar una alarma. El sonido parecía resonar en todos los rincones de la casa. Tracy quedó paralizada por el terror.

¿Qué fue lo que salió mal? ¿Acaso Morgan no sabía que la alarma interior de la caja fuerte se activaba al sacar las alhajas?

Tenía que huir con rapidez. Guardó la bolsita en el bolsillo y corrió hacia la escalera. En ese instante, por encima de la alarma percibió otro sonido: sirenas que se acercaban. Permaneció en la parte superior de la escalera, dominada por el pánico. El corazón le latía alocadamente, y sentía la boca seca. Fue hasta una ventana, apartó un poco la cortina y espió fuera. Un patrullero blanco y negro entraba por el camino rumbo a la casa. Y se detenía. Un policía uniformado se encaminaba velozmente a la parte del fondo, mientras que un segundo agente enfilaba hacia la puerta delantera. No había forma de escapar. El timbre de alarma seguía sonando con estridencia.

¡No! -pensó- No permitiré que vuelvan a enviarme a la cárcel.

Oyó entonces el timbre de la puerta principal.


Hacía diez años que el teniente Melvin Durkin integraba el cuerpo de Policía de Sea Cliff, un pueblo muy tranquilo. La principal actividad de la Policía local era ocuparse de los casos de vandalismo, unos pocos robos de coches y algunas ocasionales grescas de borrachos los sábados por la noche. La alarma de la residencia «Bellamy» pertenecía a otra categoría. Era el tipo de hecho delictivo por el cual Durkin había resuelto ser policía. El teniente conocía a Lois Bellamy y estaba al tanto de la valiosa colección de cuadros y alhajas de su propiedad. Cuando se enteró de que había salido de viaje, controlaba la casa de tanto en tanto, sabía que era un blanco tentador para los ladrones. Y ahora -pensó-, creo que he pescado a uno. Se hallaba de patrulla a sólo dos manzanas de distancia cuando la empresa se seguridad le envió el mensaje por radio.

Volvió a tocar el timbre de la puerta principal porque quería hacer constar en el informe que lo había hecho sonar tres veces antes de entrar por la fuerza. Su compañero cubría el fondo, de modo que no había posibilidad de que el intruso huyera. Probablemente el sujeto intentaría ocultarse en el edificio, pero se llevaría una sorpresa. Nadie podía esconderse de Melvin Durkin.

Cuando iba a apretar por tercera vez el timbre, la puerta se abrió de golpe y apareció una mujer con un camisón semitransparente que dejaba casi al descubierto su espléndido cuerpo. Tenía el rostro lleno de crema y una gorra con rulos en la cabeza.

– ¿Qué diablos pasa? -preguntó ella, de mal tono.

El policía tragó saliva.

– Yo…, ¿quién es usted?

– Soy Ellen Branch, huésped de Lois Bellamy. Mi amiga se ha marchado a Europa.

– Lo sé. -El teniente estaba desconcertado-. No me dijo nada de que fuera a tener invitados.

La mujer hizo un gesto de asentimiento.

– ¿No es típico de ella? Perdóneme, pero no puedo soportar este ruido.

Observada por el teniente, la mujer apretó los botones correspondientes de la alarma, y el sonido se apagó.

– Así está mejor. No se imagina lo contenta que me pone verlo. -Se rió-. Estaba a punto de acostarme cuando empezó a sonar la alarma.

Supuse que habían entrado ladrones en la casa, y yo estoy sola aquí. Los sirvientes se marcharon al mediodía.

– ¿Le molestaría que echáramos un vistazo?

– ¡No, al contrario!

Los policías tardaron sólo unos minutos en cerciorarse de que no había nadie oculto en la residencia.

– No hay nadie. Fue una falsa alarma. Algo la habrá accionado. No se puede depender siempre de estos aparatos electrónicos. En su lugar, yo llamaría a la empresa de seguridad para que vengan a revisarla -dijo el teniente.

– Desde luego que lo haré.

– Buenas noches, señora.

– Gracias por haber venido. Ahora me siento mucho más segura.

Qué cuerpo estupendo, se dijo el teniente, preguntándose qué aspecto tendría sin la crema en la cara y la gorra con los rulos.

– ¿Se quedará mucho tiempo aquí, señorita Branch?

– Una o dos semanas más, hasta que regrese Lois.

– Si necesita algo, avíseme.

– Muchas gracias. Lo haré.

Tracy permaneció mirando el coche policial que se alejaba en la noche. Le temblaban las piernas. Cuando el auto desapareció de la vista, corrió a la planta alta, se quitó la crema facial que había encontrado en el baño, se sacó la gorra y el camisón de Lois Bellamy, volvió a ponerse su ropa y salió por la puerta principal, volviendo a conectar la alarma con sumo cuidado.


Sólo cuando estaba a mitad de camino rumbo a Manhattan tomó conciencia de su audacia. Soltó una risita que poco a poco se convirtió en una convulsiva carcajada, hasta que finalmente tuvo que detener el coche a un costado de la ruta. Se rió hasta que le corrieron lágrimas por las mejillas. Era la primera vez que se reía en un año, y la sensación le resultó maravillosa.

DIECISIETE

Hasta que el tren no salió de la estación de Pennsylvania, Tracy no logró serenarse. A cada instante esperaba sentir una pesada mano en su hombro, y una voz que le dijera: «Queda detenida.»

Había estudiado atentamente a los demás pasajeros a medida que iban subiendo al tren, pero no vio nada de alarmante en ellos. Así y todo, sentía un nudo en el estómago. Se decía mentalmente que era improbable que se hubiera descubierto el robo tan pronto y, aunque ya se supiese, no había nada que la relacionara a ella con el hecho. Conrad Morgan la esperaría en San Luis con veinticinco mil dólares. ¡Todo ese dinero para hacer lo que quisiera! Viajaré a Europa. A París. No, a París no. Charles y yo íbamos a ir allí de luna de miel. Mejor a Londres, donde no seré una delincuente. En cierto sentido, la experiencia que acababa de vivir la hacía sentirse distinta; era como si hubiese vuelto a nacer.

Cerró con llave la puerta del compartimiento, sacó la bolsita de gamuza y la abrió. Una cascada de resplandecientes colores cayó en su mano. Había tres grandes anillos de diamantes, un broche y un brazalete que hacían juego, tres pares de aros y dos collares, uno de éstos de rubíes, y el otro de perlas.

Aquí debe de haber más de un millón de dólares, se maravilló. Mientras el tren avanzaba por el campo, se recostó en el asiento y rememoró los sucesos de la noche. Tracy se permitió una sonrisita de satisfacción. Había algo sumamente estimulante en el hecho de estar al borde del peligro. Se sintió audaz e invencible.

Llamaron a la puerta de su compartimiento. Rápidamente guardó las joyas en su bolsita y ésta en la maleta. Sacó el billete de tren y abrió la puerta, esperando encontrarse con el revisor.

Había dos hombres de traje gris en el pasillo. El más joven era atractivo y atlético. Tenía mentón firme, un bigote fino, unos lentes con montura de carey. El mayor de los dos tenía pelo negro y era corpulento. Sus ojos eran castaños.

– ¿Qué desean?

El más viejo sacó una billetera y exhibió una tarjeta de identificación:

– FBI. Soy el agente especial Dennis Trevor, y mi compañero es el agente Thomas Bowers.

Tracy sintió la boca seca. Con gran esfuerzo esbozó una sonrisa.

– No… No entiendo. ¿Pasa algo?

– Me temo que sí, señorita -replicó el más joven, con un suave acento sureño-. Hace unos minutos este tren entró en Nueva Jersey. Con objetos robados, constituye un delito federal cruzar la frontera.

Tracy se sintió desvanecer.

– ¿Podría abrir su equipaje, por favor? -dijo el más viejo.

No fue una pregunta sino una orden.

Su única esperanza era intimidarlos.

– ¡Por supuesto que no! ¡Cómo se atreven a presentarse así en mi compartimiento! -Su voz sonaba más aguda por la indignación-. ¿No tienen otra cosa que hacer que andar molestando a ciudadanos inocentes? Voy a llamar al revisor.

– Ya hemos hablado con él.

La estratagema no le daba resultado.

– ¿Tienen… orden de allanamiento?

El más joven le contestó con amabilidad.

– No la necesitamos, señorita Whitney. La estamos deteniendo en el acto de comisión de un delito.

Sabían incluso su nombre. No había forma de escapar.

Trevor abrió su maleta. Inútil intentar detenerlo. Tracy lo observó sacar la bolsita de gamuza. El hombre la abrió, miró a su compañero e hizo un gesto de asentimiento. Tracy se desplomó sobre el asiento, incapaz de seguir en pie.

Mientras tanto había sacado una lista del bolsillo y cotejaba el contenido de la bolsita con su lista.

– Está todo, Tom.

– ¿Cómo…, cómo lo averiguaron?

– No tenemos permitido revelar información alguna. Queda usted detenida. Tiene derecho a permanecer en silencio, y a que un abogado esté presente antes de que haga su declaración. Cualquier cosa que diga ahora puede ser utilizada como prueba en su contra. ¿Comprende?

La respuesta de Tracy fue apenas un susurro.

– Sí.

– Lamento esta situación -le dijo Tom Bowers-. Quiero decir, teniendo en cuenta sus antecedentes, lo siento muchísimo.

– Tom -le espetó el compañero-, esto no es una visita social.

– Lo sé, pero de todas maneras…

El más viejo sacó unas esposas.

– Ponga las manos hacia adelante, por favor.

Tracy recordó cuando la esposaron en el aeropuerto de Nueva Orleáns y comenzó a temblar.

– Por favor, ¿es necesario que lo hagan?

– Sí, señorita.

El más joven se adelantó:

– ¿Puedo hablar un minuto a solas contigo, Dennis?

Trevor se encogió de hombros.

– Bueno.

Ambos salieron al pasillo. Tracy permaneció sentada, débil y aturdida. Alcanzaba a oír retazos de la conversación.

– Por Dios, Dennis, no es necesario esposarla. No se va a escapar…

– ¿Cuándo dejarás de portarte como un boy scout? Cuando lleves tantos años como yo en el FBI…

– Vamos, no la atormentes. Demasiado avergonzada está ya…

– Eso no es nada en comparación con lo que le espera…

No pudo, ni quiso, escuchar el resto de la charla.

Al cabo de unos instantes los hombres regresaron al compartimiento. El más viejo parecía enojado.

– Está bien -dijo-. No le pondremos las esposas. La bajaremos en la próxima estación. Vamos a pedir por radio que envíen un coche policial. No deberá usted salir de este compartimiento de ninguna de las maneras, ¿entendido?

Tracy asintió, demasiado apesadumbrada para hablar.

Tom Bowers, el más joven, se encogió de hombros como diciéndole: Ojalá pudiera hacer algo más por usted.

Nadie podía hacer nada por ella. Ya era tarde. La habían sorprendido con las manos en la masa. De alguna manera la Policía le había seguido el rastro, informando luego al FBI.

Los agentes estaban en el pasillo, hablando con el revisor. Trevor señaló a Tracy y le dijo algo que ella no alcanzó a oír. El revisor asintió. Trevor cerró la puerta del compartimiento, y para Tracy, fue como si se hubiese cerrado la puerta de un calabozo.

Permaneció sentada, petrificada por el miedo. Sentía un zumbido en los oídos que nada tenía que ver con los ruidos del tren. No le darían una segunda oportunidad, le esperaba la condena máxima, y esta vez no habría hijas del director que rescatar, no habría nada salvo los interminables años de reclusión que la esperaban.

¿Cómo la habían pescado? La única persona que estaba al tanto del robo era Conrad Morgan, pero no tenía motivos para entregarla con las joyas al FBI. Probablemente algún empleado de la joyería se habría enterado del plan y avisado a la Policía. De todos modos, la forma en que había sucedido no importaba. La habían atrapado, y en la siguiente estación volverían a mandarla a la cárcel.

Cerró los ojos con fuerza, negándose a pensar más en el tema. Cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas.

El tren comenzó a perder velocidad. Tracy se sentía sofocada. En cualquier momento volverían los agentes del FBI para llevársela. Segundos más tarde el convoy se detuvo. Tracy cerró su maleta, se puso el abrigo y tomó asiento. Clavó la mirada en la puerta del compartimiento, esperando que se abriera. Los minutos pasaban, pero los hombres no llegaban. ¿Qué estarían haciendo?

Oyó que el revisor gritaba:

– ¡Un minuto para partir!

Sintió pánico. A lo mejor tenían intención de esperarla en el andén. Si se quedaba en el tren, la acusarían de intentar huir, lo cual empeoraría las cosas. Manoteó en la cerradura, abrió la puerta del compartimiento y salió presurosa al pasillo.

El revisor llegaba en aquel momento.

– ¿Se baja aquí, señora? -le preguntó-. Apresúrese. Yo la ayudaré. Las mujeres en su estado no deben levantar cosas pesadas.

– ¿En mi estado?

– No tiene por qué avergonzarse. Sus hermanos me dijeron que está embarazada, y me encomendaron que la ayudara.

– ¿Mis hermanos…?

– Tipos simpáticos. Parecían muy preocupados por usted.

Tracy sintió que la estación le daba vueltas enloquecidas alrededor.

El guarda depositó la maleta en el andén y la ayudó a bajar, al tiempo que el tren se ponía en movimiento.

– ¿No sabe adónde fueron mis hermanos? -le preguntó Tracy desde el andén.

– No, señora. Subieron a un taxi en cuanto paró el tren.

Con alhajas por valor de un millón de dólares.


Tracy se dirigió al aeropuerto apresuradamente. Fue el único lugar que se le ocurrió. Si los hombres habían tomado un taxi, quería decir que no contaban con transporte propio, y seguramente querrían abandonar cuanto antes la ciudad. Se reclinó en el asiento el coche, indignada por lo que le habían hecho y por lo fácil que les había resultado embaucarla. Esos sujetos eran hábiles y convincentes. Se sonrojó al pensar con qué ingenuidad había caído en la trampa.

Por Dios, Dennis, no es necesario esposarla. No se va a escapar…

¿Cuándo dejarás deportarte como un boy scout? Cuando lleves tantos años como yo en el FBI…

Estaba decidida a recuperar esas joyas. Le había costado demasiado obtenerlas como para que la despojaran esos farsantes. Tenía que llegar a tiempo al aeropuerto.

Se inclinó hacia adelante y le pidió al taxista que se apresurara.

Estaban parados en la cola que iba a subir al avión, frente a la puerta de embarque. No los reconoció de inmediato. Tom Bowers ya no usaba anteojos y se había desembarazado de su bigote. Dennis Trevor ya no lucía su espeso pelo negro, sino que era totalmente calvo, pero así y todo no había manera de confundirlos. No habían tenido tiempo de cambiarse la ropa. Estaban casi en la puerta de embarque cuando Tracy los alcanzó.

– ¡Olvidaron algo! -les gritó mientras se acercaba.

Los dos hombres la miraron azorados. El más joven frunció el ceño.

– ¿Qué está haciendo aquí? En la estación había un patrullero esperándola.

Ya no tenía acento sureño.

– Entonces, ¿por qué no volvemos a buscarlo? -sugirió ella.

– Imposible. Ya estamos asignados a otro caso -explicó Trevor-. Debemos tomar este avión.

– Primero devuélvanme las alhajas -exigió Tracy en un susurro.

– No podemos hacerlo -le explicó Bowers-. Es la prueba del delito.

– Quiero las joyas ahora mismo.

– Lo siento -dijo Trevor-. Tenemos prohibido desprendernos de estos artículos.

Habían llegado a la puerta. Trevor entregó su tarjeta de embarque al empleado. Desesperada, Tracy miró alrededor y vio a un policía aeronáutico que estaba cerca.

– ¡Policía! ¡Policía! -gritó.

Los dos hombres se miraron sorprendidos.

– ¿Qué diablos hace? -murmuró Trevor-. ¿Quiere que nos arresten a todos?

El agente se aproximaba.

– ¿Algún problema, señorita?

– No, nada serio -afirmó Tracy en tono jovial-. Estos dos corteses caballeros encontraron unas alhajas valiosas que yo había perdido, y me las querían devolver.

Los dos hombres intercambiaron una mirada nerviosa. Tracy continuó:

– Pero me sugirieron que quizás usted podría acompañarme a tomar un taxi.

– Cómo no. Con mucho gusto.

Tracy se dirigió a los dos individuos.

– Ahora no correré ningún peligro si me devuelven las alhajas. Este simpático policía me protegerá.

– Sería mucho mejor que nosotros… -dijo Trevor.

– No, no. Insisto en que me las den. Sé lo importante que es para ustedes tomar este avión.

Los dos hombres se miraron, dubitativos. Nada podían hacer.

Lentamente, Tom Bowers sacó la bolsita de gamuza de su bolsillo.

– ¡Eso es! -exclamó Tracy. Le quitó la bolsita de la mano, la abrió y espió en su interior-. Gracias a Dios está todo.

Tom Bowers hizo un último intento.

– ¿No quiere que se la cuidemos hasta…?

– No será necesario. -Tracy abrió su cartera, guardó las joyas, extrajo dos billetes de cinco dólares, y le entregó uno a cada uno.

– Un pequeño gesto de gratitud.

Los demás pasajeros habían traspuesto la puerta de embarque. El empleado anunció:

– Ésa fue la última llamada. Tendrán que subir ya, caballeros.

– Gracias una vez más -prosiguió Tracy, sonriente y feliz, mientras se alejaba acompañada por el agente de Policía-. Es tan raro encontrar personas honestas hoy en día…

DIECIOCHO

Thomas Bowers, llamado en realidad Jeff Stevens, contemplaba por la ventanilla cómo despegaba el avión. Se cubrió los ojos con un pañuelo, mientras sus hombros se sacudían convulsivamente.

Sentado a su lado, Dennis Trevor, cuyo verdadero nombre era Brandon Higgins, lo miró sorprendido.

– Es sólo una cuestión de dinero -le dijo-. No tienes por qué llorar.

Jeff Stevens se volvió hacia él con lágrimas en los ojos y para gran sorpresa de Higgins, éste notó que su amigo tenía un ataque de risa.

– ¿Qué diablos te pasa? Tampoco es para reírse.

Para Jeff, sí lo era. La forma en que Tracy Whitney se había burlado de ellos en el aeropuerto era la estratagema más ingeniosa que jamás hubiese visto. Conrad Morgan les había anticipado que la mujer era una aficionada. Dios mío -pensó Jeff-, menos mal que no se trataba de una profesional. Tracy Whitney era, además, la mujer más hermosa que había conocido. Jeff se enorgullecía de sus recursos como estafador, pero ella lo había superado. El tío Willie hubiera estado encantado con ella, pensó.

Fue el tío Willie quien educó a Jeff. La madre de Jeff era heredera de una fortuna basada en una empresa de maquinarias agrícolas. Pero se casó con un tipo ambicioso y cabeza hueca. Jeff consideraba a su padre un seductor irremediable que persuadía a todo el mundo con su locuacidad, pero en cinco años de matrimonio se las ingenió para dilapidar la herencia de su mujer. Los recuerdos más tempranos de Jeff eran de sus padres discutiendo por dinero o por las amantes de su papá. Fue un matrimonio infeliz, y el niño decidió desde su infancia que jamás se casaría.

El tío Willie era dueño de una pequeña feria ambulante de atracciones y, cada vez que pasaba cerca de la casa de los Stevens, iba a visitarlos. Era un hombre alegre, optimista y totalmente astuto. Siempre le llevaba al niño regalos originales, y le enseñó también a realizar maravillosos trucos de magia. El tío Willie había comenzado como mago de una feria, y de vez en cuando volvía a su antiguo empleo cuando la feria se dispersaba.

Cuando Jeff tenía catorce años, su madre murió en un accidente automovilístico. Dos meses más tarde, su padre se casó con una camarera de diecinueve años. «No es bueno que el hombre viva solo», le explicó el padre, pero el niño no quiso entender razones. Su padre consiguió un trabajo de vendedor, y salía de viaje tres días por semana. Una noche en que el muchacho estaba solo en casa con su madrastra, se despertó al oír que se abría la puerta de su dormitorio. Segundos más tarde sintió un cuerpo tibio junto al suyo, y se incorporó asustado.

– Abrázame, Jeffie -le susurró la madrastra-. Tengo miedo de los truenos.

– Pero…, si no hay truenos -tartamudeó Jeff.

– Pero podría haberlos. El diario anunciaba lluvia. -La joven apretó su cuerpo contra Jeff-. Hazme el amor, querido.

Jeff se levantó aterrado.

– ¿Podemos hacerlo en la cama de papá?

– De acuerdo. -Y ella rió-. Eres travieso, ¿eh?

– Voy en seguida para allá.

La mujer se dirigió al otro dormitorio. Jeff nunca se vistió tan rápido en su vida. Saltó por la ventana y emprendió el viaje rumbo a Kansas, donde estaba la feria del tío Willie. Jamás volvió la mirada atrás.

Cuando el tío le preguntó por qué había huido de casa, lo único que atinó a responder fue:

– No me llevo bien con mi madrastra.

Willie llamó por teléfono a su hermano y, luego de una larga conversación, se decidió que el joven se quedaría en la feria.


La feria era un mundo apasionante.

– No hacemos un espectáculo demasiado honesto -le explicó el tío Willie a Jeff-. Somos artistas pero tramposos. Recuerda, hijo, que no se puede engañar a ninguna persona a menos que sea codiciosa. Es imposible estafar a un hombre honrado.

Los feriantes se convirtieron en amigos de Jeff. Estaban los que tenían las concesiones, los que organizaban atracciones como la de la mujer gorda y la dama tatuada y los encargados de los juegos.

Varias señoritas se sintieron atraídas por Jeff. Éste había heredado la sensibilidad de su madre y la agradable fisonomía de su padre, y las chicas competían por su virginidad. La primera experiencia sexual del joven fue con una bella contorsionista. Las demás debieron conformarse.

El tío Willie enseñó a Jeff diversos trucos de la feria.

– Algún día esto será tuyo, y la única forma de conservarlo será que lo conozcas más que ningún otro.

Jeff los consideraba un poco tontos pero daban resultado. Comenzó con el truco de los seis gatos, donde el público pagaba para arrojar pelotas con la intención de derribar seis gatos de fieltro montados sobre una base de madera, que caían en una red. El encargado de ese puesto demostraba lo sencillo que era derribarlos, pero cuando el cliente lo intentaba, un ayudante escondido detrás del telón utilizaba una vara oculta para mantener firme la base de los animales. Ni el mejor de los tiradores podía derribar los gatos.

– Eh, no tan bajo -decía el operador-. Lo que tiene que hacer es apuntar al centro.

«Apuntar al centro» era la frase clave. Cuando el encargado la pronunciaba, el ayudante oculto retiraba la vara, de modo que se pudiera derribar un gato. «¿Ve lo que le digo?» era la siguiente señal para volver a colocar la vara. Siempre había algún tonto que quería fanfarronear ante su novia con su buena puntería.

Jeff pasó luego a ocuparse de los puestos de los números; había una serie de ganchos con diferentes valores, puestos en hilera. El cliente pagaba para arrojar aros de goma y meterlos en los ganchos hasta sumar veintinueve puntos. Si acertaba, se ganaba un juguete caro. Pero los ingenuos no notaban que la combinación de números era tal que casi nunca podían sumar veintinueve.

Un día el tío Willie le dijo a Jeff:

– Lo haces muy bien; estoy orgulloso de ti. Ya estás preparado para que te traslade al juego de destreza.

Los encargados de este entretenimiento eran los que ganaban más, y los demás feriantes los miraban con respeto por el riesgo que asumían y la destreza que mostraban.

El juego consistía en un disco plano de vidrio con una flecha nivelada en el centro. Cada sector del disco llevaba un número, y cuando el cliente hacía girar la rueda y se detenía en cierto número, éste era eliminado. El cliente pagaba luego para dar otra vuelta al disco y eliminar así otro espacio. El encargado explicaba que, cuando todos los espacios estuviesen descartados, la persona obtendría una fuerte suma de dinero. Cuando el cliente estaba ya por anular todos los espacios, el encargado lanzaba una miradita nerviosa en torno y susurraba: «Le propongo algo; si apuesta unos dólares más y ganamos, podría darme una pequeña comisión.» Le entregaba luego con disimulo unos cuantos dólares y el incauto apostador se sentía como si tuviera un aliado. A medida que se iban reduciendo los espacios y aumentaban las posibilidades de ganar, crecía la excitación. Pero nadie se detenía a pensar que la suma acumulada por cada giro del disco siempre sumaba más que la apuesta.


Uno de los juegos más rentables de la feria era el del ratón. Se colocaba un ratón vivo en medio de una mesa, debajo de una campana de vidrio. En el perímetro de la mesa había diez orificios adonde el animal podía correr a refugiarse cuando le levantaban la campana.

La persona que elegía el agujero donde se escondía el ratón, ganaba un premio.

– ¿Cuál es la trampa de este juego? -le preguntó Jeff al tío-. ¿Usas ratones amaestrados?

El tío Willie prorrumpió en sonoras carcajadas.

– ¿Quién diablos tiene tiempo para ponerse a adiestrar ratones? No, no. Es muy fácil. El operador ve qué número tiene la menor cantidad de apuestas, se coloca un poquito de vinagre en el dedo y toca el borde del agujero correspondiente. El bicho enfilará directamente hacia allí, atraído por el olor.


Karen, una bailarina de la danza del vientre, le explicó a Jeff el juego de la llave.

– El sábado por la noche -le dijo-, después de que hayas terminado tu horario, te acercas a algunos de los clientes que llevan mi número, uno cada vez, y les vendes la llave de mi trailer.

Las llaves costaban veinte dólares. A eso de la medianoche, una decena o más de hombres se paseaban cerca de su remolque. A esa hora, Karen se encontraba en un hotel del pueblo pasando la noche con Jeff. Cuando los ingenuos volvían al día siguiente a protestar, la feria ya se había marchado.


Durante los cuatro años siguientes, Jeff aprendió mucho sobre la naturaleza humana, sobre lo fácil que es despertar la codicia en la gente incauta, capaz de creerse historias inverosímiles sólo por avidez. Paralelamente se fue haciendo increíblemente buen mozo. Hasta la mujer menos observadora, en seguida reparaba con admiración en sus ojos grises, su esbelto cuerpo y su rizado pelo oscuro. Los hombres y los niños adoraban su ingenio y buen humor. Las clientas flirteaban descaradamente con él, pero el tío Willie le advertía:

– Nunca te metas con una del pueblo, hijo. El padre de ella siempre resultará ser el comisario.


El tío Willie había contratado un nuevo espectáculo; un siciliano lanzador de cuchillos, el Gran Zorbini, y su bella esposa rubia. Mientras el Gran Zorbini se hallaba en la feria preparando su función, la mujer invitó a Jeff al hotel del pueblo donde se alojaban.

– Zorbini va a estar ocupado todo el día, y pensé que podríamos divertirnos un poco -le dijo-. Sube a mi cuarto dentro de una hora.

– ¿Por qué esperar tanto? -preguntó Jeff.

Sonriendo, ella respondió:

– Porque eso es lo que tardaré en prepararlo todo.

Jeff aguardó con curiosidad. Cuando finalmente llegó al hotel, la mujer lo recibió totalmente desnuda. Intentó tocarla, pero ella le retiró la mano.

– Ven aquí -le indicó.

Jeff entró en el cuarto de baño y contempló la escena con incredulidad. La rubia había llenado la bañera con gelatina de seis sabores distintos, mezclada con agua tibia.

– ¿Qué es eso?

– Desvístete, querido.

Jeff así lo hizo.

– Ahora métete dentro.

Jeff se introdujo en la bañera y experimentó la sensación más increíble y desconocida. La resbalosa gelatina parecía llenar hasta el último resquicio de su cuerpo. La rubia entró también.

– Y ahora, a disfrutar del banquete.

La mujer comenzó a lamerle el cuerpo, desde el pecho hasta la entrepierna.

– Mmmm, tu piel tiene unos sabores deliciosos. El que más me gusta es el de fresas…

El cosquilleo de aquella lasciva lengua y el roce de la viscosa gelatina, sumieron a Jeff en un estado de profunda excitación. Pero de pronto se abrió bruscamente la puerta y entró como una tromba el Gran Zorbini. El siciliano dirigió una mirada furibunda a su esposa y al sorprendido Jeff, y gritó:

– Tu sei una putana! Vi ammazo tutti e due! Dove sono i miei coltelli?

Jeff no entendió las palabras, pero sí el tono de voz. Cuando el Gran Zorbini corrió a buscar sus cuchillos, Jeff salió en el acto de la bañera, con el cuerpo convertido en un arco iris multicolor de gelatina, y manoteó su ropa. Saltó desnudo por la ventana y se vistió apresuradamente. Luego se dirigió a la estación de autobús y tomó el primero que salía del pueblo.

Seis meses más tarde se hallaba en Vietnam.


Jeff terminó su experiencia de Vietnam con un profundo desprecio por la burocracia y un resentimiento eterno contra la autoridad. Pasó dos años en una guerra absurda e inútil, y quedó espantado por el sacrificio de vidas y de dinero que significó aquella loca empresa y por la traición y el engaño de los políticos y militares que la justificaban. Nadie desea esta guerra -pensaba-. Es una estafa.

Un semana antes de ser dado de baja, recibió la noticia de la muerte del tío Willie. La feria ya no existía. Estaba solo en el mundo.

Los años siguientes fueron una sucesión de aventuras. Para Jeff, todo el mundo era una feria, y sus habitantes, los clientes que debía embaucar. Ideaba sus propios métodos de estafa. Puso anuncios en los diarios ofreciendo un retrato en colores del presidente por un dólar. Al recibir el dinero, enviaba a su víctima un sello de correos de diez centavos en donde aparecía el retrato del mandatario.

Sacó anuncios en las revistas advirtiendo al público que sólo quedaban sesenta días para remitir cinco dólares, que luego sería demasiado tarde. No especificaba a cambio de qué era esa suma, pero el dinero le llovió a raudales.

Durante tres meses trabajó en un sótano vendiendo falsas acciones petroleras por teléfono.

Como le encantaban los barcos, cuando un amigo le propuso darle un empleo en una goleta que partía hacia Tahití, se enroló como marinero.

La embarcación era una belleza, de cincuenta metros de eslora, reluciente bajo el sol. Tenía la cubierta de madera de teca, el casco de abeto de Oregón, un salón principal con capacidad para doce personas sentadas y cocina con horno eléctrico. Las dependencias de la tripulación quedaban en la proa. Aparte del capitán, el camarero y el cocinero, había cinco marineros de cubierta. El trabajo de Jeff consistía en ayudar a desplegar las velas y lustrar los ojos de buey de bronce. La goleta llevaba un grupo de ocho pasajeros.

– El barco es propiedad de un tal Hollander -le informó su amigo.

El tal Hollander resultó ser Louise Hollander, una beldad rubia de veinticinco años, cuyo padre era dueño de medio Centroamérica.

Durante el primer día de travesía, Jeff estaba trabajando al sol lustrando los bronces, cuando Louise Hollander se detuvo a su lado.

– Usted es nuevo, ¿no?

Jeff levantó la mirada.

– Sí.

– ¿No tiene nombre?

– Jeff Stevens.

– Bonito nombre. -Él no hizo comentario alguno-. ¿Sabe quién soy yo?

– No.

– Louise Hollander, la dueña del barco.

– Ah. Entonces trabajo para usted.

Ella le dirigió una insinuante sonrisa.

– En efecto.

– Si no quiere desperdiciar su dinero, permítame seguir con mi trabajo -dijo Jeff, y continuó lustrando los bronces.


De noche, en sus dependencias los tripulantes se burlaban de los pasajeros, pero Jeff permanecía en silencio. Más que subestimarlos los envidiaba, a ellos y al medio de donde provenían. Eran de familias adineradas y habían asistido a los mejores colegios. Su escuela, por el contrario, había sido el tío Willie y la feria circense.

Uno de los feriantes había sido profesor de Arqueología hasta que lo echaron de una Universidad por robar y vender valiosas reliquias. En el curso de largas charlas con Jeff, el profesor le había contagiado su entusiasmo por la Arqueología. «Puedes leer todo el futuro de la Humanidad observando el pasado. Piénsalo, hijo.» Su mirada era ausente. «Me encantaría realizar una excavación en el sitio donde se alzaba la vieja Cartago. Era una gran ciudad de la antigüedad. La gente tenía sus juegos, sus baños, sus carreras de carros. El circo máximo era más grande que cinco estadios de béisbol juntos.» El hombre advertía el interés en los ojos del niño. «Pero los romanos la odiaban. ¿Sabes cómo terminaba Catón sus discursos en el Senado Romano? Decía: Delenda est Carthago: «Cartago debe ser destruida.» Finalmente su deseo se hizo realidad. Los romanos la hicieron trizas, y veinticinco años más tarde regresaron para levantar una gran ciudad sobre sus cenizas.»

Al año siguiente el profesor murió alcoholizado, pero Jeff se prometió que algún día participaría en una excavación en Cartago, en recuerdo del profesor.

La última noche antes de que la goleta arribara a Tahití, Louise Hollander llamó a Jeff a su camarote. Vestía sólo una bata de seda.

– ¿Deseaba verme?

– ¿Eres homosexual, Jeff?

– No creo que sea asunto de su incumbencia, y la respuesta es no. Sólo que soy muy selectivo.

Louise apretó los labios.

– ¿Qué clase de mujeres te gustan? Las putas baratas, supongo.

– A veces. ¿Se le ofrece algo más?

– Sí. Mañana por la noche organizamos una cena. ¿No querrías venir?

Jeff la miró un largo rato antes de contestar.

– ¿Por qué no?

Así fue como empezó todo.


Louise Hollander había tenido dos maridos antes de los veintiún años, y su abogado acababa de llegar a un acuerdo con el tercero cuando ella conoció a Jeff. Estaban anclados en el puerto de Papeete, y mientras los pasajeros y la tripulación bajaban a tierra, Jeff fue llamado otra vez a los aposentos de Louise. Al llegar, ella le recibió ataviada con un colorido vestido típico de la isla, con un corte que le subía hasta el muslo.

– Estoy tratando de sacarme esto, pero tengo problemas con el cierre.

Jeff se acercó a inspeccionar el vestido.

– No tiene cierre -afirmó.

Ella se volvió y le hizo frente, con una sonrisa en los labios.

– Lo sé. Casualmente ése es el problema.

Hicieron el amor allí mismo, furiosamente. Después, quedaron tendidos de costado, mirándose a los ojos. Louise quiso saber todo acerca de Jeff y él accedió a hablarle del tío Willie, de la feria y de sus aventuras posteriores.

A partir de entonces estuvieron juntos todas las noches. Al principio los amigos de Louise reaccionaron divertidos. Es otro capricho de Louise, pensaban. Pero cuando ella les informó que tenía intenciones de casarse con Jeff, no podían creerlo.

– Por Dios, Louise, ese hombre es un don nadie. ¿Para qué casarte con él? Reconozco que es atractivo, tiene un cuerpo fabuloso, pero aparte del sexo, no tenéis nada en común, querida.

– Louise, Jeff es un adorno de alcoba, no un marido.

– Querida, debes mantener tu posición social.

Pero ningún argumento de sus amigos logró disuadirla. Jeff era el hombre más fascinante que había conocido. Sabía de otros tan apuestos como él, pero le parecían estúpidos o insoportablemente aburridos. Jeff era inteligente y divertido, y esa combinación le resultaba irresistible.

Cuando le mencionó a Jeff el tema del matrimonio, él se sorprendió tanto como sus amigos.

– ¿Para qué?

– Es muy sencillo, Jeff: porque te amo y quiero pasar el resto de mi vida contigo.

De pronto, la idea del matrimonio ya no le resultó absurda.

Debajo de la apariencia mundana de Louise, había una niñita vulnerable. Ella me necesita, pensó. La posibilidad de tener un hogar estable e hijos, le pareció sumamente tentadora. Desde que tenía uso de razón le parecía que siempre había estado deambulando de acá para allá. Había llegado el momento de asentarse.

Se casaron en Tahití tres días después.


Al regresar a Nueva York, Jeff fue llamado al estudio de Scott Fogarty, el abogado de Louise. Era un hombrecito frío y taciturno.

– Tengo aquí un papel para que lo firme -anunció el profesional.

– ¿Qué clase de papel?

– Es una escritura de cesión donde, simplemente, consta que, en caso de disolución de su matrimonio con Louise Hollander…

– Louise Stevens.

– Louise Stevens…, no recibirá usted beneficios económicos de…

Jeff sintió que se le tensaban los músculos de la mandíbula.

– ¿Dónde tengo que firmar?

– ¿No quiere que termine de leer?

– No. Me parece que usted no me entiende. Yo no me casé con ella por su maldita fortuna.

– ¡Señor Stevens!

– ¿Quiere que firme o no?

El abogado le colocó el documento ante los ojos. Jeff firmó y salió precipitadamente de la oficina. La limusina de Louise, y su chófer, lo aguardaban en la calle. Cuando subía al auto se sonrió. ¿Por qué diablos me siento tan mal? Toda mi vida he sido un artista del fraude, y la primera vez que me comporto con rectitud y alguien desconfía de mí, reacciono como un cuáquero.

Louise lo llevó al mejor sastre de la ciudad.

– El nuevo vestuario te quedará estupendo.

Así fue. Antes de cumplir dos meses de casados, cinco de las mejores amigas de ella trataron de seducirlo, pero Jeff no les prestó atención. Se había propuesto triunfar en su matrimonio.

Budge Hollander, el hermano de Louise, lo recomendó como socio del exclusivo «Pilgrim Club» de Nueva York, y fue aceptado. Budge era un hombre fornido, de mediana edad, dueño de una empresa naviera, una plantación platanera, infinidad de tierras y un frigorífico y no disimulaba el desprecio que sentía por su cuñado.

– Sinceramente no tienes clase, muchacho, pero en la medida en que le resultes divertido a Louise, no causaré problemas. Quiero mucho a mi hermana.

Jeff debió hacer un esfuerzo para dominarse. No estoy casado con este imbécil sino con Louise, pensó.

Los demás miembros del club le resultaron igualmente insoportables. Almorzaban juntos diariamente, y le imploraban a Jeff que les relatara historias sobre sus «épocas de feriante». Con toda perversidad, Jeff les explicaba unos cuentos cada vez más descabellados.


Louise y Jeff vivían en una casa de veinte habitaciones, llena de sirvientes, en el sector más elegante de Manhattan. Louise poseía propiedades en Long Island y las Bahamas, una finca en Cerdeña y un enorme departamento en la avenida Foch, de París. Aparte del yate, tenía también un «Maserati», un «Rolls Royce» y un «Lamborghini». Es fantástico -pensaba Jeff-. Es maravilloso. Es aburrido, también -pensaba-. Y denigrante.

Una mañana, se levantó de su cama con dosel, del siglo xviii, se puso una bata y salió a buscar a Louise, que estaba desayunando.

– Tengo que conseguir un trabajo -le dijo.

– Por Dios, querido, ¿para qué? No te hace falta dinero, ¿verdad?

– No tiene nada que ver con el dinero. No esperarás que me pase la vida como un perrito pequinés a tu lado…

Louise lo pensó un instante.

– Está bien, ángel. Hablaré con Budge. Él es dueño de una agencia de Bolsa. ¿Te gustaría ser corredor?

– Lo que quiero es ponerme en actividad.


Empezó a trabajar con Budge. Nunca había tenido un empleo con horario fijo, y pensó que le encantaría.

Por el contrario, le resultó horrible, pero no lo dejó porque quería llevarle un cheque de sueldo a su mujer.

– ¿Cuándo tendremos un hijo? -le preguntó un domingo, después del desayuno.

– Pronto, querido. Lo estoy tratando.

– Vamos a la cama entonces, a intentarlo otra vez.

Jeff estaba sentado en la mesa del «Pilgrim Club» reservada para su cuñado y otros jerarcas de la industria.

– Acabamos de publicar el informe anual del frigorífico, muchachos -anunció Budge-. Las ganancias subieron en un cuarenta por ciento.

– ¿Qué tiene eso de raro? -replicó, riendo, otro de los hombres de la mesa-. ¡Si sobornaste a todos los inspectores! -Se volvió hacia sus amigos-. El viejo Budge compra carne de mala calidad, le pone sello de la mejor, la vende y se alza con una fortuna.

Jeff estaba espantado.

– Pero, por Dios, la gente come esa carne, se la da a los niños. No lo dice en serio, ¿verdad, Budge?

– ¡Miren quién se hace el moralista! -exclamó su cuñado.

Durante los tres meses siguientes, Jeff llegó a conocer muy bien a sus compañeros de almuerzos. Ed Zeller había pagado un millón de dólares en sobornos para construir una fábrica en Libia. Mike Quincy, director de un consorcio de empresas, era un delincuente que compraba Compañías y les pasaba legalmente el dato a sus amigos respecto de cuándo convenía adquirir o vender acciones. Alan Thompson, el más rico de todos, se jactaba de la política adoptada por su empresa. «Antes de que cambiaran esa ley maldita, solíamos despedir a los empleados más antiguos un año antes de que les correspondiera la jubilación. Así nos ahorrábamos una fortuna.»

Todos defraudaban en los impuestos, se cubrían con seguros ilícitos, falsificaban cuentas de gastos e incluían a sus amantes en las desgravaciones, haciéndolas figurar como secretarias o colaboradoras.

No son más que feriantes bien vestidos, pensaba Jeff.

Sus esposas no eran mejores. Se echaban encima de cuanto hombre se les pusiera al alcance, y poco les importaban sus maridos. El viejo juego de la llave, pensaba Jeff.

Cuando intentó comentarle a Louise sus impresiones, ella se rió.

– No seas ingenuo, Jeff. Supongo que disfrutas con tu nueva vida, ¿verdad?

En verdad, no lo hacía. Se había casado con Louise porque creyó que ella lo necesitaba. Tenía la sensación de que los hijos cambiarían todo.

– Tengamos paciencia, ángel mío. Fui al médico y me dijo que no tengo ningún problema. ¿Por qué no te haces tú un control?

Jeff así lo hizo.

– Puede usted concebir niños saludables -le aseguró el médico.


Un funesto lunes, el mundo de Jeff se desmoronó. Todo comenzó por la mañana, cuando abrió el botiquín de Louise para buscar una aspirina y encontró varias cajas de píldoras anticonceptivas. Una de las cajitas estaba casi vacía. Colocado inocentemente a un costado, había un frasquito de polvo blanco y una pequeña cuchara dorada. Y eso fue sólo el comienzo del día.

A la hora de almorzar, estaba sentado en un sillón del «Pilgrim Club» esperando que llegara Budge, cuando acertó a escuchar la conversación de dos hombres a espaldas de él.

– Louise jura que el pito de su nuevo amiguito mide más de treinta centímetros.

Risitas sofocadas.

– Bueno, siempre le gustaron grandes.

Están hablando de otra Louise, pensó.

– Por eso se casaría en realidad con ese feriante. Pero eso sí, cuenta de él unas historias apasionantes. No creerás lo que el tipo hizo el otro día…

Jeff se levantó y salió ciego del club.

Estaba contrariado. ¿Con cuántos hombres se habría estado acostando Louise ese año? Y todo el tiempo, los demás se habían reído de él. Budge, Ed Zeller, Mike Quincy, Alan Thompson y sus mujeres se habían divertido con el nuevo juguete de Louise. Su primera reacción fue hacer la maleta y marcharse, pero eso no sería suficiente. No tenía la menor intención de permitir que aquellos hijos de puta lo olvidaran tan rápidamente.

Aquella tarde, al llegar a su casa, no encontró a Louise.

– La señora salió esta mañana -le informó Pickens, el mayordomo-. Creo que tenía varios compromisos.

No me cabe duda. Un compromiso con un pito de treinta centímetros.

Cuando regresó Louise, ya se había serenado.

– ¿Tuviste un buen día? -le preguntó.

– Las mismas cosas aburridas de siempre. Fui al instituto de belleza, hice unas compras… Y a ti, ¿cómo te fue, ángel?

– Hoy me he enterado de algunas cosas muy interesantes.

– Budge me comentó que lo estás haciendo muy bien.

– Desde luego. Y muy pronto me irá mucho mejor todavía. Louise le acarició la mano.

– Qué marido más inteligente… ¿Por qué no nos vamos temprano a la cama?

– Esta noche, no. Me duele la cabeza.


Pasó la semana siguiente trazando su plan, que comenzó a poner en práctica durante un almuerzo en el club.

– ¿Alguno de ustedes sabe algo sobre las formas de estafa con ordenadores? -preguntó.

– ¿Por qué? -quiso saber Ed Zeller-. ¿Estás pensando en dedicarte a eso?

Todos rieron al unísono.

– No, hablo en serio. Es un problema enorme. Hay gente que hace conexiones clandestinas con ordenadores y roban a los Bancos y Compañías de seguros por valor de miles de millones de dólares. Es cada vez peor.

– Será un negocio muy apropiado para ti -murmuró Budge.

– Conocí a una persona que inventó un ordenador. Según él, es imposible de vulnerar.

– ¿Y quieres arruinarlo? -bromeó Mike Quincy.

– Por el contrario, tengo interés en invertir algo de dinero en su proyecto. Sólo quería comprobar si alguno de ustedes sabía algo de ordenadores.

– No -respondió Budge con una sonrisa-, pero sabemos respaldar a los inventores, ¿no es verdad, amigos míos?

Las carcajadas se oyeron en todo el comedor.

Dos días después, en el club, Jeff pasó junto a la mesa de siempre y se disculpó con su cuñado.

– Lo siento, pero hoy no podré almorzar con vosotros. He invitado a un amigo.

Cuando fue a situarse en otra mesa, Alan Thompson sonrió.

– Probablemente almorzará con la mujer barbuda del circo.

Un caballero canoso entró en el salón y fue conducido hasta la mesa de Jeff.

– ¡Dios mío! -exclamó Mike Quincy-. ¿Ése no es el profesor Ackerman?

– ¿Quién es el profesor Ackerman? -preguntó Budge.

– ¿Nunca lees otra cosa que informes financieros? Vernon Ackerman salió el mes pasado en la cubierta del Time. Es el director de la Comisión Científica Nacional, que depende directamente del presidente. Se trata del hombre de ciencia más brillante del país.

– ¿Qué diablos hace aquí con mi querido cuñado?

Jeff y el profesor conversaron animadamente durante toda la comida, mientras sus amigos se sentían cada vez más curiosos. Cuando el profesor se retiró, Budge le hizo señas a Jeff para que se aproximase a su mesa.

– ¿Quién era ese señor, Jeff?

Jeff puso cara de inocente.

– ¿Te refieres a Vernon?

– Sí. ¿De qué hablabais?

– Verás… Tengo intenciones de escribir un libro acerca de él. Es un personaje muy interesante.

– No sabía que fueses escritor.

– Bueno, siempre dije que soy una caja de sorpresas.


Tres días más tarde Jeff almorzó con otro invitado, y en esta ocasión fue Budge quien lo reconoció.

– ¡Eh! Es Seymour Jarrett, el presidente de «Ordenadores Internacionales Jarrett». ¿Qué diablos hace aquí con Jeff?

Nuevamente, Jeff y su amigo mantuvieron una larga y animada charla. Al concluir el almuerzo, Budge se acercó a su cuñado.

– Jeffrey, ¿qué hay entre tú y Seymour Jarrett?

– Nada. Conversábamos, nada más.

Hizo ademán de retirarse, pero Budge lo detuvo.

– No tan rápido, muchacho. Seymour Jarrett es un tipo muy ocupado, que no pierde el tiempo en almuerzos tontos de esta clase.

– Está bien. La verdad es que Seymour colecciona sellos, y yo le ofrecí uno en especial que podría interesarle.

Mentiroso de mierda, pensó Budge.


A la semana siguiente, Jeff almorzó en el club con Charles Barlett, presidente de uno de los grupos privados de inversión más importantes del mundo. Budge, Ed Zeller, Alan Thompson y Mike Quincy observaban fascinados la entusiasta charla de ambos hombres.

– Es obvio que últimamente tu cuñado vuela más alto -comentó Zeller- ¿Qué se trae entre manos, Budge?

– No lo sé, pero como que hay Dios que lo averiguaré. Si Jarrett y Barlett están interesados, seguramente debe de tratarse de algo muy provechoso.

En aquel momento Barlett se ponía de pie, le daba afectuosamente la mano a Jeff y se alejaba. Cuando Jeff pasaba junto a su mesa, Budge lo tomó del brazo.

– Siéntate, Jeff. Queremos conversar contigo.

– Tengo que volver a la oficina.

– No te olvides de que trabajas para mí. ¿Con quién almorzabas?

Jeff titubeó.

– Con un viejo amigo.

– ¿Charles Barlett es un viejo amigo?

– Más o menos.

– ¿De qué hablaban, Jeff?

– Pues verás; a Charlie le gustan los modelos antiguos, y como me enteré de que ofrecían un «Packard 37», descapotable, de cuatro puertas, pues…

– ¡Basta ya de idioteces! -le espetó Budge-. ¿En qué diablos andas metido?

– Estás preparando un gran negocio, ¿verdad, Jeff? -le preguntó Ed Zeller.

Budge colocó su grueso brazo sobre los hombros de Jeff.

– Muchacho, soy tu cuñado. Somos parientes, ¿no? -Lo abrazó fuertemente-. ¿Tiene algo que ver con ese ordenador del que nos has hablado?

Por la expresión de Jeff se dieron cuenta de que lo tenían atrapado.

– Bueno…, sí.

– ¿Por qué no nos dijiste que el profesor Ackerman estaba metido en esto?

– No pensé que os interesase.

– Estabas equivocado. Si necesitas capital, debes acudir a tus amigos.

– Ya no necesitamos capital. Jarrett y Barlett…

– ¡Esos usureros de mierda! Te comerán vivo, Jeff -exclamó Alan Thompson.

Ed Zeller se explayó sobre el tema.

– Jeff, si haces tratos con amigos, nunca saldrás perjudicado.

– Ya todo está arreglado -dijo Jeff-. Charlie Barlett…

– ¿Has firmado algo?

– No, pero le di mi palabra…

– Entonces nada está arreglado. Jeff, en los negocios, la gente cambia de parecer a cada momento.

– No tengo por qué estar discutiendo esto con vosotros -protestó Jeff-, No se puede mencionar el nombre del profesor Ackerman porque está contratado por un organismo oficial.

– ¿Piensa el profesor que este asunto tendrá éxito?

– Me ha asegurado que saldrá bien.

– Si es suficientemente bueno para Ackerman, también lo es para nosotros, ¿verdad, amigos? -dijo Budge.

Hubo un coro de asentimiento.

– ¡Pero yo no soy científico! -adujo Jeff-. No puedo garantizar nada. Por lo que sé, esto puede no tener ningún valor.

– Comprendemos. Pero suponiendo que lo tuviese, ¿a cuánto ascendería, Jeff?

– El mercado posible podría abarcar el mundo entero.

– ¿Qué financiación inicial estás buscando?

– Dos millones, pero Charlie prometió un anticipo de doscientos cincuenta mil dólares.

– ¡Basta de hablar de Barlett! Esto es pan comido. Lo pondremos nosotros, y el asunto quedará en familia; ¿verdad, amigos?

– ¡Por supuesto!

Budge hizo chascar los dedos, y un camarero se acercó presuroso a la presa.

– Tráigale papel y un bolígrafo al señor Stevens.

La orden se cumplió en el acto.

– Podemos suscribir el acuerdo aquí mismo -sugirió Budge-. Jeff, tú nos cederás los derechos, nosotros lo firmaremos, y mañana recibirás un cheque certificado por doscientos cincuenta mil dólares. ¿Qué te parece?

Jeff se mordía el labio, con gesto preocupado.

– Budge, le prometí al señor Barlett…

– A la mierda con Barlett. ¿Estás casado con la hermana de él, o con la mía? Ahora escribe.

– Esto no lo hemos patentado, y…

– ¡Escribe, maldita sea!

Budge le puso el bolígrafo en la mano.

Sin muchas ganas, Jeff comenzó a escribir: «Por este medio cedo todos mis derechos y títulos relativos a un ordenador matemático denominado "OCABA", a los compradores, Donald Hollander, Edward Zeller, Alan Thompson y Michael Quincy, recibiendo un anticipo de pago de doscientos cincuenta mil dólares a la firma de este documento. El ordenador "OCABA" ha sido puesto a prueba en numerosas oportunidades, es barato y su consumo de energía es menor que el de cualquier aparato similar que se encuentre en el mercado. "OCABA" no necesitará de un servicio de mantenimiento ni de repuesto alguno durante un período mínimo de diez años». Todos leían el papel por encima del hombro de Jeff.

– ¡Diez años! ¡Fantástico! -exclamó Ed Zeller-. ¡Ningún ordenador de los conocidos puede ofrecer esa garantía!

Jeff continuó:

– «Los adquirentes comprenden que ni el profesor Vernon Ackerman, ni yo mismo, hemos patentado el "OCABA"…»

– De eso nos ocuparemos nosotros -lo interrumpió, impaciente, Alan Thompson- Tengo un abogado excelente para el tema de patentes y marcas.

Jeff siguió escribiendo: «He explicado a los compradores que "OCABA" puede no tener valor de tipo alguno, y que ni el profesor Ackerman ni yo podemos ofrecer garantía alguna por "OCABA", salvo lo que se ha consignado anteriormente.» Firmó y les tendió el papel.

– ¿Les parece bien? -preguntó.

– ¿Estás seguro acerca de los diez años? -quiso saber Budge.

– Desde luego. Haré una copia de esto.

Todos lo observaron cuando se dispuso a transcribir una copia del documento.

Budge le arrebató luego el papel de la mano, lo firmó, y lo mismo hicieron de inmediato sus amigos.

– Una copia para nosotros y otra para ti. El viejo Jarrett y Charlie Barlett se morderán los codos de envidia, ¿verdad, muchachos? No veo la hora de que se enteren.

A la mañana siguiente, Budge le entregó a Jeff un cheque certificado por doscientos cincuenta mil dólares.

– ¿Dónde está el ordenador?

– Se lo enviaré al mediodía aquí, al club. Me pareció mejor que estuviésemos todos juntos en el momento de recibirlo.

Budge le dio una palmada en el hombro.

– ¿Sabes, Jeff? Eres un tipo inteligente. Nos vemos a la hora del almuerzo.

A las doce en punto apareció en el comedor del «Pilgrim Club» un mensajero que portaba una caja. Lo condujeron hasta la mesa de Budge, donde éste se hallaba sentado junto con Zeller, Thompson y Quincy.

– ¡Aquí está! -anunció Budge.

– ¿Esperamos a Jeff? -preguntó Thompson.

– A la mierda con él. La máquina es nuestra.

Arrancó el envoltorio del paquete y el acolchado de paja. Con sumo cuidado, casi con reverencia, Budge retiró el objeto que descansaba dentro de la caja. Sus amigos lo observaban atentamente. Se trataba de un marco cuadrado, de unos treinta centímetros de diámetro, con una serie de alambres de hierro con varias hileras de cuentas. Se produjo un largo silencio.

– ¿Qué es eso? -preguntó finalmente Quincy.

Fue Alan Thompson quien respondió:

– Es un ábaco, esas cosas que usan los orientales para contar. -De pronto le cambió la expresión del rostro-. ¡"OCABA" es ábaco al revés! -Se volvió hacia Budge-. ¿Será algún chiste?

– Bajo consumo de energía… ¡Llame al maldito banco, Budge! -gritó Zeller.

Corrieron todos al teléfono.

– ¿Su cheque certificado? -dijo el jefe de contables-. No se preocupe. El señor Stevens lo cobró esta mañana.

Pickens, el mayordomo, lo sentía mucho, pero lamentablemente el señor Stevens había hecho la maleta y se había ido sin decir adonde.

– Mencionó algo acerca de un largo viaje.


Frenético, Budge logró finalmente dar con el profesor Ackerman aquella tarde.

– Sí, sí. Conozco a Jeff Stevens; es un hombre encantador. ¿Dice usted que es su cuñado?

– Profesor, ¿de qué hablaron Jeff y usted?

– Supongo que no es ningún secreto. Jeff está ansioso por escribir un libro acerca de mí. Me convenció de que el mundo quiere conocer al hombre que hay detrás del científico…


Seymour Jarrett se mostró reticente para dar información.

– ¿Para qué quiere saber lo que conversé con el señor Stevens? ¿Usted también es coleccionista?

– Yo…

– De nada le valdrá andar fisgoneando. Existe sólo un sello de ésos, y el señor Stevens ha acordado vendérmelo apenas lo adquiera.

Luego colgó de mala manera el receptor.


Budge presentía ya lo que le iba a responder Charlie Barlett.

– ¿Jeff Stevens? Se enteró de que yo coleccionaba autos antiguos, y me pasó el dato de un «Packard» modelo 37, de cuatro puertas, descapotable, en óptimas condiciones…

Esta vez fue Budge el que colgó con rabia.

– No se preocupen -les dijo a sus socios-. Vamos a recuperar el dinero y a poner entre rejas a ese hijo de puta durante el resto de su vida. Existen leyes contra el fraude.


La siguiente visita que realizó el grupo fue al gabinete jurídico de Scott Fogarty.

– Nos estafó en doscientos cincuenta mil dólares -le informó Budge al abogado-. Quiero hacerlo meter preso de por vida, conseguir una orden de…

– ¿Tiene usted el contrato, Budge?

– Sí, aquí lo tengo. -Le entregó a Fogarty el papel escrito por Jeff.

El letrado le echó un vistazo rápido, y luego lo leyó con mayor detenimiento.

– ¿Falsificó él sus nombres en este documento? -preguntó luego.

– No, no -respondió Quincy- Nosotros lo firmamos.

– ¿Leyeron primero el texto?

– Por supuesto -repuso, enojado, Zeller-. ¿Acaso se cree que somos estúpidos?

– Eso queda a su criterio, caballeros. Firmaron un contrato donde consta que se les advirtió que se les vendía por doscientos cincuenta mil dólares una máquina que no había sido patentada y que podía no tener valor alguno. Utilizando la terminología jurídica de un viejo profesor mío, les diré que la han cagado de lo lindo.


Jeff obtuvo el divorcio en Reno. Cuando estaba fijando su residencia allí se topó con Conrad Morgan. En una época el tío Willie había trabajado para él.

– ¿No querrías hacerme un pequeño favor, Jeff? -le pidió Morgan- Hay una chica joven llamada Tracy Whitney, que viaja en tren de Nueva York a San Luis con unas alhajas…


Al regresar a Nueva York, lo primero que hizo Tracy fue dirigirse a la joyería de Conrad Morgan. El dueño de la joyería la hizo pasar a su despacho y cerró la puerta. Se restregó luego las manos y dijo:

– Ya me estaba preocupando, querida. La esperé en San Luis y…

– Usted no estaba en San Luis.

– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?

Los ojos azules de Morgan se volvieron opacos.

– Digo que no fue a esa ciudad, que nunca tuvo intenciones de reunirse allí conmigo.

– ¡Por supuesto que sí! Usted tenía las alhajas y…

– Envió a dos hombres para que me las quitaran.

Había una expresión de asombro en el rostro de Morgan.

– No comprendo.

– No tiene que disimular, Morgan… Descubrí la trampa. Usted se encargó de comprarme el billete de tren, de modo que era la única persona que conocía el número de mi compartimiento. Utilicé un nombre falso y un disfraz, pero sus secuaces sabían mi nombre verdadero y estaban al tanto de todos mis pasos.

Había una expresión de sorpresa en el rostro angelical del joyero.

– ¿Está tratando de decirme que unos hombres le robaron las alhajas?

Tracy se permitió una sonrisa.

– Lo que trato de decirle es que no lo lograron.

Esta vez, la cara de sorpresa fue reveladora.

– ¿Tiene usted las joyas?

– Por supuesto. El trato era entregárselas a usted.

Morgan la escrutó un instante.

– Con permiso -dijo.

Se marchó por una puerta privada y Tracy permaneció completamente serena.

Morgan estuvo ausente casi quince minutos.

– Me temo que ha habido un error -confesó al regresar-. Un gran error. Fue usted muy astuta, señorita Whitney. Se ha ganado sus veinticinco mil dólares. -Sonrió con admiración-. Deme las alhajas y…

– Cincuenta mil.

– ¿Cómo?

– Tuve que robarlas dos veces, señor Morgan; ya se lo dije. Y el precio es cincuenta mil dólares, señor Morgan.

– No -masculló él rotundamente-. No puedo darle semejante suma.

Tracy se puso de pie.

– No hay ningún problema. Trataré de encontrar en Las Vegas alguien que piense de manera diferente.

Se encaminó hacia la puerta.

– ¿Cincuenta mil, dijo?

– En efectivo.

– ¿Dónde están las joyas?

– En una caja de seguridad, de la estación Penn. Podemos encontrarnos allí. En cuanto me entregue usted el dinero se las daré.

Conrad Morgan lanzó un suspiro de derrota.

– Trato hecho.

– Gracias -dijo Tracy en tono animado-. Ha sido un placer tratar con usted.

DIECINUEVE

Daniel Cooper ya sabía de qué se trataría en la reunión de esa mañana en el despacho de J. J. Reynolds, puesto que a todos los investigadores de la empresa se les había enviado una comunicación referida al robo en casa de Lois Bellamy, ocurrido una semana antes. Daniel Cooper odiaba las reuniones, y era demasiado impaciente como para sentarse a escuchar una estúpida conferencia.

Llegó a la oficina de su jefe con cuarenta y cinco minutos de retraso, en el momento en que éste se hallaba en la mitad de su disertación.

– Muy gentil de su parte haberse dignado venir.

El sarcástico comentario de Reynolds no obtuvo respuesta. No vale la pena perder el tiempo; Cooper no se da por aludido jamás. Lo único que sabía ese hombre era cazar delincuentes. En eso, tenía que admitir, era un genio.

Sentados en el despacho se hallaban los tres mejores detectives de la agencia: David Swift, Robert Schiffer y Jerry Davis.

– Todos habrán leído el informe respecto del asunto Bellamy, pero se ha agregado un nuevo detalle. Resulta que Lois Bellamy es prima del comisario de Policía, y éste ha armado un escándalo bárbaro.

– ¿Qué hace la Policía? -preguntó Davis.

– Se esconde de la Prensa, y no los culpo. Los agentes se comportaron como unos novatos. Se presentaron en el lugar e incluso hablaron con la ladrona.

– Entonces han de tener una buena descripción de ella -sugirió Swift.

– Tienen una buena descripción de su camisón -repuso àcidamente Reynolds-. Quedaron tan impresionados por su figura que se les derritió el cerebro. Ni siquiera saben el color del pelo porque llevaba una especie de gorra con rulos y tenía el rostro lleno de crema. Al parecer se trataría de una mujer de veintitantos años, con un físico muy peculiar. No hay una sola pista, ningún indicio para proseguir la investigación.

Daniel Cooper habló por primera vez.

– Eso no es verdad -dijo.

Todos se volvieron para mirarlo, con gesto de disgusto.

– ¿A qué se refiere? -le preguntó Reynolds.

– Yo sé quién es.

El día anterior, cuando Cooper había leído la comunicación, decidió ir a echar un vistazo a la residencia de los Bellamy como primera medida. Siempre había que comenzar por el principio. Cooper fue a Long Island, echó un rápido vistazo a la mansión de los Bellamy sin bajarse del auto, dio media vuelta y regresó a Manhattan. Ya sabía todo lo que necesitaba saber. La casa estaba aislada y no había ningún transporte público que pasara por las inmediaciones, lo cual quería decir que el ladrón sólo podía haber llegado en automóvil.

Explicó su razonamiento a los hombres que se hallaban en la oficina de Reynolds.

– Es comprensible que no quisiera usar su propio coche para que no le siguieran la pista, por lo que el vehículo tenía que ser robado o alquilado. Decidí probar primero con las agencias de alquiler. Supuse que lo habría contratado en Manhattan, donde le sería más fácil cubrir sus huellas.

Jerry Davis no estaba impresionado.

– Seguramente está bromeando, Cooper. Deben de alquilarse miles de autos cada día en Manhattan.

Cooper no tuvo en cuenta la interrupción.

– Todas las operaciones de alquiler de vehículos se registran por ordenador. En general, muy pocas mujeres alquilan autos. Comprobé todos los casos. Esta mujer fue a la agencia «Budget», de la calle 23 Oeste, alquiló un «Chevy Caprice» a las ocho de la noche del día del robo, y lo devolvió a las dos de la madrugada.

– ¿Cómo sabe que es el mismo coche que se utilizó? -le preguntó Reynolds.

Cooper se estaba hartando de preguntas estúpidas.

– Controlé el kilometraje. La casa de los Bellamy queda a cuarenta y cinco kilómetros, más otros tantos de regreso, y la cifra coincidía con el cuentakilómetros. El auto fue alquilado a nombre de Ellen Branch.

– Que es falso, seguramente -conjeturó David Swift.

– Su nombre verdadero es Tracy Whitney.

Todos se quedaron atónitos.

– ¿Cómo diablos lo sabes? -preguntó Schiffer.

– Si bien dio nombre y domicilio falsos, tuvo que firmar un contrato de alquiler. Llevé el original a la Jefatura de Policía para que cotejaran las impresiones dactilares, que concordaron con las de Tracy Whitney. Esta mujer cumplió una condena en la cárcel de Luisiana del Sur. No sé si recuerdan que les hablé de ella hace un año, acerca de un Renoir que habían robado…

– Lo recuerdo -dijo Reynolds-. También afirmó usted que era inocente.

– Lo era… entonces, pero ya no. Es culpable de este robo.

¡Otra vez el hijo de puta de Cooper! Y todo lo hace parecer tan sencillo, pensó J. J. Reynolds.

– Muy buen trabajo, Cooper; realmente bueno. Vamos a prenderla. La Policía la detendrá y…

– ¿Acusándola, de qué? ¿De alquilar un auto? La Policía no puede identificarla, y no hay ni la más mínima prueba contra ella.

– Entonces, ¿qué haremos? -preguntó Schiffer-, ¿Dejaremos que se salga con la suya?

– Esta vez, sí -repuso Cooper-. Pero tarde o temprano intentará cometer otro delito, y en esa oportunidad la apresaré.

La reunión había concluido.

VEINTE

Es hora de empezar mi nueva vida -resolvió Tracy- Pero, ¿qué clase de vida? De ser una víctima inocente, me he convertido en…, ¿qué? En una delincuente. Recordó a Joe Romano, a Anthony Orsatti, a Perry Pope y al juez Lawrence. No. Me he transformado en una vengadora, y quizá también en una aventurera.

Había superado en ingenio a la Policía, a un par de estafadores profesionales y al jefe de una organización de robo de joyas. Pensó en Ernestina y en Amy y experimentó cierta congoja. Siguiendo un impulso, fue a una juguetería, compró un teatro de títeres completo, con media docena de personajes, y lo hizo enviar a la niña. En la tarjeta puso: Unos amiguitos nuevos para ti. Te añoro. Tracy.

A continuación se dirigió a una peletería de la avenida Madison, adquirió un boa de zorro azul para Ernestina, y se lo remitió, junto con un giro de doscientos dólares y una tarjeta que simplemente decía: Gracias, Ernie. Tracy.

Ya he saldado mis cuentas, pensó, con una sensación de bienestar. Podía ir a cualquier parte, hacer lo que quisiera.

Festejó su independencia alojándose en una suite del «Hotel Helmsley Palace». Desde su habitación del piso cuarenta y siete, divisaba a la distancia la catedral de San Patricio y el puente de Washington.

Descorchó la botella de champaña que le había enviado la gerencia y se sentó a beber y contemplar la caída del sol sobre los rascacielos de Manhattan. Cuando salió la Luna, ya había tomado una decisión. Viajaría a Londres. Estaba lista para disfrutar de todas las cosas maravillosas que la vida tenía para ofrecer. He saldado mis deudas, y me merezco un poco de felicidad.


Se tendió en la cama y encendió el televisor para ver el último noticiario nocturno. Estaban entrevistando a dos hombres. Boris Melnikov era un ruso bajo, fornido, con un traje marrón que no le sentaba bien, y Piotr Negulesco era alto, delgado y de aspecto elegante. Tracy se preguntó qué podrían tener ambos en común, aparte de jugar al ajedrez.

– ¿Dónde se realizará la confrontación? -preguntó el periodista.

– En Sokia, junto al hermoso mar Negro -respondió Melnikov.

– Ambos son grandes maestros internacionales, y esta partida ha causado un enorme revuelo, caballeros. En sus anteriores encuentros se han quitado la corona mutuamente, y la última partida terminó en tablas. Señor Negulesco, en la actualidad el título está en manos del señor Melnikov. ¿Cree usted que será capaz de volver a arrebatárselo?

– Por supuesto -replicó el rumano.

– No tiene ni la más mínima posibilidad -le contraatacó el campeón.

Tracy no entendía nada de ajedrez, pero le desagradaba sobremanera la arrogancia de los dos. Apretó el botón de mando a distancia para apagar la televisión y se fue a dormir.


A primeras horas de la mañana siguiente, se dirigió a una agencia de viajes y reservó un camarote en el Queen Elizabeth II. Excitada como una criatura por su primer viaje al extranjero, pasó los tres días siguientes comprando ropa y equipaje.

La mañana de la partida, alquiló una limusina que la llevaría al puerto. Cuando llegó a la dársena 3, en la calle 55 y la Duodécima Avenida, donde estaba amarrada la nave, vio que el sitio estaba lleno de fotógrafos y reporteros de televisión, y por un momento se sintió dominada por el pánico. Luego se dio cuenta de que se hallaban entrevistando a los grandes maestros del ajedrez, que posaban al pie de la escalerilla: Melnikov y Negulesco. Tracy mostró su pasaporte a un oficial del barco y subió. En la cubierta, otra persona le pidió los billetes y la condujo a su camarote. Se trataba de una hermosa suite con terraza privada. Pese a que le había salido espantosamente cara, pensó que valdría la pena.

Deshizo las maletas y salió a recorrer los pasillos. En casi todos los camarotes se oían risas y se descorchaban botellas de champaña. Experimentó entonces una repentina sensación de soledad.

Llegó a la cubierta de botes salvavidas sin percatarse de las miradas de admiración que le dirigían los hombres, y las de envidia provenientes de las mujeres.

Oyó el estridente sonido de la sirena del barco y las llamadas para subir a bordo, y se sintió dominada por la emoción. Navegaría rumbo a un futuro totalmente desconocido. El buque comenzó a moverse; los remolcadores iban arrastrándolo fuera del puerto. Permaneció con los demás pasajeros en la cubierta hasta que la Estatua de la Libertad desapareció entre la niebla.

El Queen Elizabeth II era una ciudad flotante. Medía más de doscientos setenta metros de eslora, y tenía trece pisos de altura. Había cuatro restaurantes, seis bares, dos salones de baile, dos clubes nocturnos, infinidad de tiendas, cuatro piscinas, un gimnasio y un minigolf.

Había reservado una mesa en el «Salón Princesa», que era más pequeño y elegante que el comedor principal. Apenas había tomado asiento oyó una voz conocida que la saludaba.

– ¡Vaya, vaya! ¡Quién está aquí!

Levantó la mirada y se encontró con Tom Bowers, el falso agente del FBI. Oh, no.

– Qué agradable sorpresa. ¿Tiene inconveniente en que me siente a su mesa?

– Sí.

Se sentó frente a ella y le dirigió una sonrisa de simpatía.

– Nos conviene ser amigos. Al fin y al cabo, los dos estamos aquí por el mismo motivo, ¿verdad?

Tracy no tenía idea de qué hablaba.

– Señor Bowers…

– Stevens -la corrigió-. Jeff Stevens.

– Quien sea.

Hizo amago de levantarse.

– Espere. Quiero explicarle lo que pasó la última vez que nos vimos.

– No hay nada que explicar. Cualquier criatura idiota lo comprendería.

– Le debía un favor a Conrad Morgan -sostuvo él con una sonrisa de resignación-, pero me temo que no quedó muy contento conmigo.

Tracy reparó nuevamente en el encanto juvenil que tanto le había impresionado antes. Por Dios, Dennis, no es necesario esposarla. No va a escaparse…

– Pues comparto la opinión del señor Morgan -afirmó ella, en tono hostil-. ¿Qué está haciendo en esta nave?

Jeff se rió con ganas.

– Maximilian Pierpont está a bordo.

– ¿Quién?

Jeff la miró sorprendido.

– Vamos, no me diga que no lo sabe.

– ¿Que no sé qué?

– Max Pierpont es uno de los hombres más ricos del mundo, y su violín de Ingres es liquidar empresas de la competencia. Le encantan los caballos lentos y las mujeres rápidas.

– Y la intención suya es aliviarlo de cierta parte de su excesiva fortuna.

– En realidad, de buena parte. -Jeff la escrutó intensamente-. ¿Sabe qué deberíamos hacer usted y yo?

– Desde luego que sí, señor Stevens. Decirnos adiós.

Jeff permaneció sentado mientras ella se ponía de pie y abandonaba el comedor.

Mientras cenaba en su camarote, Tracy pensó en la mala suerte de haber vuelto a toparse con Jeff Stevens. Le traía recuerdos de una parte de su vida que había resuelto sepultar. No permitiré que este sujeto me arruine el viaje. Sencillamente no le prestaré atención.

Después de cenar subió a cubierta. Era una noche estupenda, con un cielo de terciopelo tachonado de estrellas. Estaba parada a la luz de la luna, observando la fosforescencia de las olas, cuando él se le acercó.

– No tiene idea de lo bonita que se la ve parada aquí. ¿No cree en los romances de viaje?

– Seguramente. En quien no creo es en usted.

Tracy inició la retirada.

– Aguarde. Tengo que darle una noticia. Acabo de enterarme de que Max Pierpont no se encuentra entre el pasaje. Canceló el viaje en el último momento.

– Qué pena. Desperdició usted su dinero.

– No necesariamente. -Le dirigió una mirada calculadora-. ¿No le gustaría alzarse con una pequeña fortuna durante el trayecto?

Este hombre es increíble.

– A menos que lleve un submarino o un helicóptero en el bolsillo, no creo que pueda darse el lujo de robarle a nadie en este barco.

– ¿Quién habló de robar? ¿Ha oído hablar de Boris Melnikov y Piotr Negulesco?

– ¿Y a usted qué le importa?

– Son los dos maestros de ajedrez que van a disputar el campeonato. Si logro organizar una partida entre usted y ellos, podemos ganar mucho dinero.

Tracy lo miraba con ojos incrédulos.

– ¿Que yo me enfrente con ellos?

– Ajá. ¿Qué le parece?

– Me encantaría. Pero hay un pequeño detalle.

– ¿Cuál?

– No sé jugar al ajedrez.

Jeff sonrió.

– No hay el menor problema. Yo le enseñaré.

– ¿Quiere que le dé un consejo? Búsquese un buen psicoanalista. Buenas noches.

A la mañana siguiente, Tracy se chocó literalmente con Boris Melnikov. El hombre estaba haciendo aerobismo en la cubierta.

– ¡Mire por dónde camina! -le espetó él, y siguió corriendo.

Indignada, Tracy lo observó alejarse…

– Qué tipo tan grosero…

Se puso de pie.

Un camarero se le acercó.

– ¿Se hizo daño, señorita?

– No, estoy bien, gracias.

Nadie le iba a estropear el viaje.

Al regresar a su camarote encontró un par de mensajes del señor Jeff Stevens, a los que decidió no prestar atención. Por la tarde nadó, leyó un rato, se hizo dar un masaje, y cuando llegó la hora de ir al bar a tomar un cóctel antes de la cena, se sentía espléndidamente bien. Pero la euforia le duró poco. Piotr Negulesco, el rumano, estaba sentado en la barra. Al verla entrar, se levantó y le dijo:

– ¿Puedo invitarla a tomar algo, hermosa dama?

Tracy estaba indecisa, pero acabó aceptando.

– Sí, gracias.

– ¿Qué desea beber?

– Un vodka con agua tónica, por favor.

Negulesco transmitió el pedido al encargado del bar, y se volvió hacia Tracy.

– Soy Piotr Negulesco.

– Lo sé.

– Claro, todo el mundo me conoce porque soy el mejor jugador de ajedrez del mundo. En mi país me consideran un héroe nacional. -Se inclinó sobre ella y le puso una mano sobre la rodilla-. También soy fantástico en la cama.

Tracy pensó que no le había entendido bien.

– ¿Qué?

– Que soy fantástico en la cama.

Su primera reacción fue arrojarle la bebida en la cara, pero se dominó. Se le había ocurrido una idea mejor.

– Discúlpeme -dijo-. Tengo que encontrarme con un amigo.

Fue en busca de Jeff Stevens al «Salón Princesa». Cuando iba rumbo a su mesa, advirtió que Jeff estaba cenando con una preciosa rubia de figura imponente, que lucía un vestido de noche que parecía pintado sobre su cuerpo. Tenía que haberlo imaginado, se dijo. Giró sobre sus talones y se fue. Un segundo más tarde Jeff la alcanzaba.

– Tracy…, ¿quería verme? -preguntó, agitado.

– No quise estropearle la cita.

– Esas mujeres saben esperar -dijo él, con tono intrascendente-. ¿En qué puedo servirla?

– ¿Hablaba en serio cuando me propuso lo de Melnikov y Negulesco?

– Absolutamente. ¿Por qué?

– Creo que a esos dos sujetos les hace falta una lección de buenos modales.

– Lo mismo digo. Y de paso podremos ganar un poco de dinero.

– ¿Cuál es su plan?

– Usted les ganará a ambos una partida de ajedrez.

– Hablo en serio.

– También yo.

– Ya le dije que no sé jugar al ajedrez. No distingo un peón del rey.

– No se preocupe. Le daré un par de clases y los exterminará a ambos.

– ¿A ambos?

– Oh, ¿no se lo había dicho? Va usted a jugar con los dos al mismo tiempo.


Jeff estaba sentado junto a Boris Melnikov en el bar.

– Le digo que juega fantásticamente al ajedrez. Viaja de incógnito.

El ruso lanzó un gruñido.

– Las mujeres no entienden nada de ajedrez. No saben pensar.

– Ella dice que puede vencerlo a usted fácilmente.

Boris Melnikov soltó una carcajada.

– Nadie me gana a mí.

– Está dispuesta a apostar diez mil dólares en una partida simultánea. Contra usted y contra Negulesco, y terminar en tablas al menos con uno de los dos.

Melnikov casi se atraganta con su bebida.

– ¿Qué? ¡Eso es ridículo! ¿Enfrentarnos en una simultánea? ¿Esa aficionada:?

– En efecto. Apostándole diez mil dólares a cada uno.

– Aceptaría sólo para darle una lección.

– Si usted gana, el dinero le será depositado en el país que prefiera. Una expresión de codicia cruzó por el rostro del ruso.

– Jamás oí mencionar siquiera a esa persona. ¡Y se atreve a medirse con los dos! Debe de estar loca.

– Tiene los veinte mil dólares en efectivo.

– ¿De qué nacionalidad es?

– Norteamericana.

– Eso lo explica todo.

Jeff hizo ademán de ponerse en pie, ofendido.

– Bueno, supongo que tendrá que conformarse con Negulesco -dijo.

– ¿Negulesco va a jugar con ella?

– Sí. ¿No se lo dije? Desea jugar con los dos. Pero si tiene miedo…

– ¡Boris Melnikov jamás teme nada! -Su voz se volvió estentórea-. La destruiré. ¿Cuándo se realizará esta ridícula partida?

– Ella sugirió el viernes, la última noche a bordo.

Boris Melnikov le miró fijamente.

– ¿Dos partidas de tres?

– No. Una partida, nada más.

– ¿Por diez mil dólares?

– Correcto.

El ruso suspiró.

– No tengo aquí tanto dinero en efectivo.

– No se preocupe. Lo único que persigue la señorita Whitney es el honor de haber vencido al gran Boris Melnikov. Si usted pierde, le entregará a ella una fotografía suya, autografiada. Si gana, recibirá los diez mil dólares.

– ¿Quién guardará las apuestas?

Había un dejo de sospecha en su voz.

– El comisario de a bordo.

– De acuerdo. El viernes por la noche. Comenzaremos a las diez en punto.

– Excelente -dijo Jeff.

A la mañana siguiente, Jeff conversó con Piotr Negulesco en el gimnasio.

– ¿Norteamericana? -exclamó Negulesco-. Debí habérmelo imaginado.

– Es una gran ajedrecista.

Negulesco hizo un gesto de desdén.

– No basta con eso para enfrentarse a Negulesco.

– Ésa es la razón de que esté tan ansiosa por jugar contra usted. Si le gana, sólo pretende una foto suya autografiada. Pero si el que gana es usted, tendrá diez mil dólares en efectivo…

– Negulesco no se enfrenta con aficionados.

– … depositados en el país que usted designe.

– Totalmente fuera de discusión.

– Está bien… En ese caso, deberá medirse sólo con Melnikov.

– ¿Qué? ¿Melnikov ha aceptado?

– Por supuesto, pero el deseo de ella era medirse con los dos al mismo tiempo.

– Jamás oí nada tan… -No encontró la palabra-. ¡Qué descaro! ¿Quién es ella para suponer que puede vencer a los dos más excelsos maestros del mundo?

– Es un poco excéntrica -confesó Jeff-, pero cuenta con ese dinero en efectivo.

– ¿Dijo usted diez mil dólares?

– Así es.

– ¿Y Melnikov recibirá la misma suma?

– Si la derrota…

Negulesco esbozó una sonrisita.

– Claro que le ganará. Y yo también.

– Entre nosotros, a mí no me sorprendería en absoluto.

– ¿Quién se hará cargo de las apuestas?

– El comisario de a bordo.

– Trato hecho, amigo. ¿Cuándo y dónde?

– El viernes a las diez de la noche, en el salón principal.

Negulesco sonrió con aire de suficiencia.

– Allí estaré.


– ¿Dices que accedieron? -preguntó Tracy.

– Efectivamente.

– Creo que voy a desmayarme…

– Te traeré una toalla fría…

Jeff corrió al baño del camarote de Tracy, mojó una toalla y se la tendió. Tracy se había tumbado en un sofá. Jeff le colocó la toalla sobre la frente.

– ¿Cómo te sientes?

– Muy mal. Tengo una espantosa jaqueca.

– ¿Te suele ocurrir?

– No.

– Entonces olvídala. Escúchame, Tracy, es natural que te sientas nerviosa antes de una cosa así.

Ella se incorporó bruscamente y arrojó la toalla al suelo.

– ¿Una cosa así! Jamás hice algo semejante! Voy a enfrentarme con dos grandes maestros internacionales de ajedrez, habiendo recibido tan sólo una clase tuya, y…

– Dos. Tienes talento natural para este juego.

– Dios mío, ¿cómo permití que me convencieras?

– Ganaremos mucho dinero.

– No quiero ganar dinero. Quiero que este barco se hunda. ¿Por qué no será el Titanic?

– Tranquilízate -la calmó Jeff-. Resultará…

– ¡Lo que va a resultar es un desastre! Todos los pasajeros me estarán observando.

– Esa es exactamente mi intención -dijo él, sonriendo.


Jeff hizo los necesarios arreglos con el comisario de a bordo. Le entregó los veinte mil dólares en cheques de viajero, y le pidió que colocara dos mesas de ajedrez en el salón más grande del barco el viernes por la noche. En seguida se corrió el rumor por toda la nave, y los pasajeros comenzaron a acercase a Jeff para preguntarle si se habría de efectuar la partida.

– Desde luego -respondió él-. Es increíble. La pobre señorita Whitney cree que ganará. Incluso he apostado a su favor.

– ¿No puede uno hacer una pequeña apuesta también? -quiso saber un pasajero.

– Claro que sí. La suma que desee. La señorita Whitney sólo pide una ventaja de diez a uno.

Un millón contra uno habría sido más sensato. Todos querían apostar, incluso los operarios de sala de máquinas y la oficialidad del barco. Las cifras iban desde los cinco a los cinco mil dólares, y la totalidad favorecía al ruso y al rumano.

Receloso, el comisario se presentó ante el capitán.

– Nunca he visto algo semejante, señor. No debe de haber un pasajero que no haya hecho una apuesta. Creo que ya he juntado más de doscientos mil dólares.

El capitán lo observó, pensativo.

– ¿Dice usted que esta señorita se batirá con Melnikov y Negulesco al mismo tiempo?

– Sí, señor.

– ¿Se cercioró de que ambos sean realmente Negulesco y Melnikov? ¿No habrá posibilidades de que los dos se hayan puesto de acuerdo para perder?

– Imposible; tienen demasiado prestigio. Creo que antes preferirían morir. Y si pierden contra esta mujer, ésta será exactamente la suerte que corran cuando regresen a sus países.

El capitán se pasó la mano por el pelo, intrigado.

– ¿Sabe usted algo sobre la señorita Whitney o el señor Stevens?

– Nada, señor. Al parecer, viajan de forma separada.

El capitán tomó una decisión.

– Me huele a gato encerrado. En circunstancias normales no permitiría esta partida. Sin embargo, sucede que me considero un experto en ajedrez, y si hay algo que estoy dispuesto a garantizar es que no existe forma alguna de hacer trampa en ese juego.

Se acercó a su escritorio y tomó una billetera de cuero negro.

– Anóteme con cincuenta libras a favor de los maestros.


El viernes a las nueve de la noche, el salón principal estaba repleto. Lo ocupaban los pasajeros de primera clase, los de segunda y tercera que habían accedido subrepticiamente, y la oficialidad. Se habían habilitado dos salones contiguos para las partidas, cada uno con una mesa en el centro.

– Es para que los jugadores no se distraigan mutuamente -explicó el capitán- Además querríamos que los espectadores permanecieran en el salón de su preferencia.

Jeff presentó a Tracy a los grandes maestros poco antes de comenzar el encuentro. Tracy se asemejaba a una pintura griega con su vestido verde claro de chifón, con un hombro descubierto. Sus ojos parecían enormes en su rostro pálido.

Negulesco la escrutó con la mirada.

– ¿Ha ganado usted todos los campeonatos internacionales en los que intervino? -preguntó.

– Sí -respondió Tracy sin faltar a la verdad.

Él se encogió de hombros.

– Nunca la oí mencionar.

Boris Melnikov estuvo igualmente grosero.

– Ustedes, los norteamericanos, no saben qué hacer con el dinero. Quiero darle las gracias de antemano. Este premio hará muy feliz a mi familia.

Los ojos de Tracy eran de un color verde jade.

– Todavía no ha ganado, señor Melnikov.

La risita de Melnikov resonó por la habitación.

– Mi querida muchacha, no sé quién es usted, pero sí sé quién soy yo.

Eran las diez. Jeff miró a su alrededor y comprobó que ambos salones estaban repletos.

– Es hora de que comience la partida -anunció.

Tracy se sentó frente a Melnikov y se preguntó por enésima vez por qué se habría metido en eso.

– No temas, será sencillo -le había asegurado Jeff-. Sólo confía en mí.

Debo de estar loca, pensó. Iba a medirse con los dos mejores ajedrecistas del mundo, y lo único que sabía sobre el juego era lo que Jeff había podido enseñarle en cuatro horas.

El gran momento había llegado. Tracy sintió que le temblaban las piernas. Melnikov se enfrentó con la multitud expectante y les sonrió. Chistó a un camarero.

– Tráigame un coñac «Napoleón» -ordenó.

– Para ser justos con todos -le había dicho Jeff a Melnikov- sugiero que juegue con las blancas, así puede empezar usted. En la partida con el señor Negulesco, la señorita Whitney llevará las blancas.

Los dos grandes maestros accedieron.

Mientras el público permanecía en silencio, Melnikov abrió la partida adelantando dos casilleros el peón de la reina. No sólo voy a vencer a esta mujer: la destrozaré.

Miró a Tracy. Ésta estudió el tablero, hizo un gesto de asentimiento y se puso en pie, sin realizar movimiento alguno. Un camarero le abrió paso entre el gentío para entrar en el segundo salón, donde la aguardaba Negulesco.

– Ah, mi palomita. ¿Ya ha derrotado a Boris?

El hombre se rió estruendosamente de su propio chiste.

– Estoy concentrándome, caballero -repuso ella con voz suave. Luego adelantó el peón blanco de la dama dos casilleros. Negulesco la miró y sonrió. Movió el peón negro de la dama dos casilleros.

Tracy estudió un momento el tablero, y se levantó. El camarero la acompañó hacia la mesa de Melnikov.

Tracy se sentó e hizo avanzar dos casilleros el peón negro de la reina. Al fondo alcanzó a divisar el casi imperceptible gesto de aprobación de Jeff.

Sin vacilar, Melnikov adelantó dos casilleros el alfil blanco.

Dos minutos más tarde, en la mesa de Negulesco, Tracy repetía el mismo movimiento.

Negulesco movió el peón del rey.

Tracy fue al salón de Melnikov y también movió el peón del rey.

¡Veo que no es tan tonta! -pensó, sorprendido, Melnikov-. A ver qué hace ahora. Llevó el caballo de la reina a alfil dama 3.

Tracy memorizó la jugada de su contrincante, volvió a Negulesco y realizó una idéntica.

Con creciente asombro, los dos maestros se dieron cuenta de que se estaban midiendo con una brillante oponente. Por astutas que fuesen sus jugadas, la chica se las ingeniaba para contrarrestarlas.

Como Melnikov y Negulesco estaban separados, no tenían idea de que, en realidad, estaban jugando uno contra el otro. Cada jugada de Melnikov era repetida por su partida con Negulesco. Y cuando éste respondía con otra, Tracy la usaba para enfrentarse a Melnikov.

Al llegar a la mitad de la partida, ambos maestros mostraban expresiones reconcentradas. Luchaban por su reputación. Se paseaban alrededor de la mesa mientras estudiaban las jugadas y daban furiosas chupadas a sus cigarrillos. Tracy parecía ser la única serena.

Con el fin de acabar pronto con la partida, Melnikov había probado sacrificar un caballo para presionar con el alfil blanco al rey negro.

Tracy reprodujo la jugada. Negulesco reaccionó cubriendo su sector en peligro, y cuando comió un alfil para que una torre avanzara a la séptima hilera blanca, Melnikov repelió el ataque antes de que la torre negra pudiera dañar la formación de sus peones.

Nada podía detener a Tracy. Hacía cuatro horas que se desarrollaba la partida, y ni un solo espectador de ambos salones se había movido.

Todo gran maestro tiene memorizadas centenares de partidas de otros colegas. Cuando el encuentro se acercaba al final, tanto Melnikov como Negulesco comenzaron a reconocer el estilo del otro.

Maldita puta -pensó Melnikov-, seguro que ha estudiado con Negulesco.

Por suerte, Negulesco se decía: Sin duda es admiradora de Melnikov. El hijo de puta le ha transmitido su táctica.

A las cuatro de la mañana, las únicas piezas que quedaban en ambos tableros eran tres peones, una torre y el rey. Melnikov estudió largo rato el tablero, luego respiró hondo y propuso tablas.

– Acepto -dijo Tracy, y un murmullo creció entre la concurrencia.

Tracy se abrió paso entre la muchedumbre y entró en el otro salón. Cuando iba a tomar asiento, Negulesco anunció con voz ronca:

– Ofrezco tablas.

Se repitió el murmullo del otro salón. El público no podía creer lo que había presenciado. Una mujer desconocida había logrado empatarles simultáneamente a los dos mejores ajedrecistas del mundo.

Jeff se acercó a Tracy.

– Vamos -le dijo, sonriente-. Nos hace falta un trago.

Cuando partieron, Melnikov y Negulesco permanecían aún hundidos en sus sillones, contemplando incrédulos los tableros.


Se instalaron en una mesa alejada en el bar de la cubierta superior.

– Estuviste genial -la elogió Jeff, riéndose-. ¿Te fijaste en la expresión de Melnikov? Pensé que le iba a dar un infarto.

– Nunca me sentí tan nerviosa en mi vida. ¿Cuánto ganamos?

– Unos doscientos mil dólares; el comisario nos los entregará mañana, cuando anclemos en Southampton. Nos encontraremos para desayunar en el comedor.

– De acuerdo.

– Vámonos a acostar. Te acompañaré a tu camarote.

– No tengo ganas de irme a la cama, Jeff. Estoy demasiado nerviosa. Vete tú.

– Estuviste encantadora, Tracy. -Se inclinó y le dio un ligero beso en la mejilla-. Hasta mañana.

– Hasta mañana.

Lo miró partir. ¿Acostarse?¡Imposible! Había sido una de las noches más fantásticas de su vida.


Jeff iba camino de su camarote cuando se encontró con uno de los oficiales del buque.

– Excelente espectáculo, señor Stevens. La noticia de la partida ya se ha transmitido por radio. Me imagino que la Prensa querrá entrevistarlos a ambos en Southampton. ¿Es usted el representante de la señorita Whitney?

– No. Nos conocimos en el barco -se apresuró a responder Jeff.

Si se comentaba que tenían una relación, el asunto parecería preparado de antemano. Podría practicarse incluso una investigación. Decidió recoger el dinero antes de que se despertaran sospechas.

Le escribió una notita a Tracy: «Recibí el dinero. Me reuniré contigo en el "Savoy" para festejarlo con un desayuno. Estuviste magnífica. Jeff.» Metió el papel en un sobre y se lo entregó a un camarero.

– Le pido por favor que se lo entregue a la señorita Whitney a primera hora de la mañana.

– Cómo no, señor.

Jeff se encaminó a la oficina del comisario de a bordo.

– Perdone que lo moleste -se disculpó-, pero dentro de unas horas vamos a atracar, y quisiera que me pagara ahora.

– No hay el menor problema. -El hombre sonrió-. Su amiga es excelente.

– Ya lo creo.

– Permítame que le pregunte, señor Stevens, ¿dónde aprendió a jugar tan bien al ajedrez?

Jeff se inclinó y le confesó:

– Dicen que estudió con Boby Fischer.

El comisario de a bordo sacó dos grandes sobres pardos de la caja fuerte.

– Es mucho dinero. ¿No prefiere un cheque?

– No, no se preocupe. Démelo en efectivo. También quisiera pedirle un favor. La lancha del correo llegará al barco antes de que amarremos, ¿no?

– Sí, a las seis de la mañana.

– Le agradecería que se me permitiera irme en esa lancha. Mi madre está muy enferma, y quiero verla antes de que sea… -le falló la voz- demasiado tarde.

– Oh, cuánto lo siento, señor Stevens. Me encargaré personalmente de arreglar el asunto con la aduana.


A las seis y cuarto de la mañana, con los dos sobres bien guardados en su maleta, Jeff bajó por la escalerilla del barco y abordó la lancha del correo. Se dio la vuelta para echar una última mirada a la inmensa nave. Los pasajeros dormían. Jeff llegaría al muelle mucho antes de que atracara el Queen Elizabeth II.

– Fue un hermoso viaje -comentó en voz alta, para sí.

– Sí, ¿verdad? -convino una voz a sus espaldas.

Jeff se dio la vuelta y se encontró con Tracy.

Estaba sentada sobre un rollo de cables. El viento le alborotaba el pelo.

– ¡Tracy! ¿Qué haces aquí?

– ¿Qué crees tú?

Jeff advirtió su expresión.

– ¡Un momento! No pensarás que quería escaparme de ti, ¿no?

– ¿Por qué habría de suponerlo?

Su tono era seco y medianamente hostil.

– Tracy, te dejé una nota. Iba a reunirme contigo en el «Savoy» y…

– Claro, me lo imagino -lo interrumpió ella-. Nunca te das por vencido, ¿eh?

Jeff la miró y prefirió callarse.


Estaban en la suite de Tracy en el «Savoy». Ella vigilaba mientras Jeff contaba el dinero.

– Nos tocan 101.000 dólares a cada uno.

– Gracias -dijo ella, impertérrita.

– Te equivocas con respecto a mí, Tracy. Ojalá me dieras una oportunidad. ¿Quieres que cenemos juntos esta noche?

Ella titubeó, pero luego aceptó.

– Pasaré a buscarte a las ocho.


Cuando esa noche llegó Jeff al hotel y preguntó por Tracy, un empleado le respondió:

– Lo siento, señor, pero la señorita Whitney se ha marchado esta tarde, sin dejar ninguna dirección.

VEINTIUNO

Tracy llegó más tarde a la conclusión de que aquella invitación había cambiado su vida.

Luego de que Jeff le entregara el dinero, abandonó el «Savoy» y se mudó a un hotel semirresidencial de la avenida Park, con habitaciones amplias y agradables, y un excelente servicio.

En su segundo día en Londres, un botones le entregó la invitación, escrita con bella caligrafía: «Un amigo común me sugirió que podía ser conveniente que nos conociéramos. ¿Quiere reunirse conmigo a tomar el té, esta tarde a las cuatro en el "Ritz"? Si me disculpa el socorrido detalle: llevaré puesto un clavel rojo.» Firmaba GUNTHER HARTOG.

Nunca había oído hablar de él. Su primer impulso fue no prestar atención a la nota, pero, dominada por la curiosidad, a las cuatro y cuarto hacía su entrada en el elegante comedor del «Hotel Ritz». Lo divisó en el acto. Era un hombre de más de sesenta años, de aspecto interesante y expresión pensativa. Vestía un elegante traje gris y llevaba un clavel rojo en la solapa.

Cuando Tracy se dirigió a su mesa, el hombre se puso de pie e hizo una leve inclinación de cabeza.

– Gracias por aceptar mi invitación.

Le arrimó la silla con una galantería que la conmovió. El caballero parecía pertenecer a otro mundo, y Tracy no se imaginaba qué podía querer de ella.

– Vine porque sentí curiosidad -confesó Tracy-. ¿Está seguro de que no me confunde con otra persona?

Gunther Hartog sonrió.

– Por lo que he oído, existe una sola Tracy Whitney.

– ¿Qué le han contado?

– ¿Por qué no hablamos mientras tomamos el té?

Había emparedados de salmón y de pollo, panecillos calientes con jamón, pastelillos recién horneados y una gran tetera de plata entre las dos tazas de porcelana.

Charlaron mientras comían.

– Mencionó usted un amigo común -dijo Tracy.

– Conrad Morgan. Hago negocios con él de tanto en tanto. Es un gran admirador suyo.

Tracy lo estudió con mayor detenimiento. El hombre tenía porte de aristócrata y apariencia de millonario. ¿Qué pretende de mí? Decidió dejar que siguiera hablando, pero no hubo ninguna otra alusión a Conrad Morgan ni al posible beneficio que podrían obtener Hartog y ella.

La reunión le resultó placentera. Gunther le contó detalles de su vida.

– Nací en Munich. Mi padre era un acaudalado banquero. Me malcriaron bastante, y crecí rodeado de bellos cuadros y antigüedades. Mi madre era judía y cuando Hitler accedió al poder, mi padre se negó a abandonarla, de modo que lo despojaron de todos sus bienes. Los dos murieron durante los bombardeos. Unos amigos consiguieron sacarme de Alemania para llevarme a Suiza y, al terminar la guerra, resolví no volver a mi país. Me trasladé a Londres y puse un pequeño negocio de antigüedades en la calle Mount, que espero algún día conozca usted.

De eso se trata. Quiere venderme algo.

Sin embargo, estaba equivocada.

Cuando Hartog estaba pagando la cuenta, le dijo como de pasada:

– Tengo una casita de campo en Hampshire, y este fin de semana van unos amigos de visita. Me encantaría que pudiera venir usted también.

Tracy vaciló. Aquel hombre era un perfecto extraño, y aún no tenía idea de lo que pretendía. No obstante, pensó que no perdería nada si aceptaba.

El fin de semana resultó fascinante. La «casita» de Gunther Hartog era una bellísima mansión señorial del siglo XVII, situada en un predio de quince hectáreas. Gunther era viudo y vivía solo, a excepción de sus sirvientes. Llevó a Tracy a recorrer la propiedad. Había un establo con seis caballos, y un corral donde criaba pollos y cerdos.

– Para no morirnos de hambre. Ahora, si me permite, le mostraré mi verdadero hobby.

La llevó hasta un coto lleno de palomas.

– Son mensajeras -explicó Gunther con orgullo-. Mire estas bellezas. ¿Ve aquélla de color gris pizarra? Se llama Margot. -La tomó en sus manos-. Es una niña terrible mi Margot. Se pelea con las demás, pero es la más inteligente.

Acarició la cabecita del ave y volvió a depositarla.

Los colores de las palomas eran espectaculares: había varias de un negro azulado, distintos tonos de grises y plateados.

– Pero ninguna blanca -advirtió Tracy.

– Las palomas mensajeras nunca son de ese color. Las plumas blancas se caen con facilidad.

Tracy observó cómo les daba de comer un alimento especial con suplemento de vitaminas.

– Son una especie asombrosa. ¿Sabía que pueden encontrar el camino de regreso desde más de setecientos kilómetros de distancia?

– Fascinante.

Los invitados le resultaron igualmente fascinantes. Había un ministro del gabinete con su mujer, un conde, un general con su amiguita, y la esposa del maharajá de Morvi, una mujer joven y muy simpática.

– Llámame V. J. -le dijo con una voz casi sin acento oriental.

Vestía un sari rojo oscuro con hilitos de oro, y las alhajas más bonitas que Tracy hubiese visto jamás.

– La mayoría de las joyas están en el Banco -afirmó V. J.-. Hoy en día hay tantos robos…


El domingo por la tarde, poco antes de que Tracy regresara a Londres, Gunther la invitó a pasar a su despacho. Se sentaron uno frente al otro y él empezó a servir el té. Mientras Tracy tomaba una de las delicadas tacitas, dijo:

– No sé por qué me invitó aquí, Gunther, pero lo he pasado de maravilla.

– Me alegro. -Al cabo de un instante, prosiguió-: La he estado observando.

– ¿Sí?

– ¿Tiene algún plan para el futuro?

Tracy titubeó.

– No. Todavía no decidí lo que haré.

– Creo que podríamos trabajar muy bien juntos.

– ¿Se refiere usted a la tienda de antigüedades?

Él se rió.

– No, querida. Sería una pena desperdiciar su talento. Me enteré de la forma en que burló a Conrad Morgan, y me pareció genial.

– Gunther… Esa parte de mi vida quedó atrás.

– Usted dijo que no había hecho planes. Sin embargo, debe pensar en su futuro. Por mucho dinero que tenga, algún día se le acabará. Le sugiero asociarnos. Suelo moverme dentro de círculos internacionales muy adinerados. Asisto a fiestas, partidas de caza y cruceros. Conozco las idas y venidas de los ricos.

– No veo qué tiene que ver eso conmigo…

– Puedo introducirla en ese círculo de oro. Y realmente es de oro, Tracy. Puedo suministrarle información acerca de fabulosas joyas y cuadros, y sobre la forma de obtenerlos. Reduciría usted la fortuna de gente que se ha hecho rica a costa de los demás, y dividiríamos lo obtenido en partes iguales. ¿Qué me dice?

– No.

Gunther la estudió pensativo.

– Comprendo. ¿Me avisará si cambia de parecer?

– No cambiaré de parecer, Gunther.

Minutos después Tracy regresaba a Londres.


Londres le encantaba. Fue a cenar a «Le Gavroche», «Bentley's» y «Coin du Feu». También asistió a la ópera y a remates en «Christie's» y «Sotheby's». Hizo compras en «Harrods» y en «Fortnum & Mason's». Alquiló un coche con chófer y pasó un fin de semana memorable en el «Hotel Chewton Glen», de Hampshire, donde el paisaje era espectacular, y el servicio, impecable.

Pero todas esas cosas eran caras. Por mucho dinero que tenga, algún día se le acabará. Gunther tenía razón. El dinero no le duraría para siempre, y forzosamente tendría que hacer planes para el futuro.


Gunther la invitó otros fines de semana a su finca de campo, y Tracy disfrutó plenamente de cada visita, y de la compañía de su anfitrión.

Un domingo por la noche, cuando estaban cenando, un miembro del Parlamento se volvió hacia Tracy y le dijo:

– Jamás conocí a una verdadera texana. ¿Cómo son, señorita Whitney?

Tracy realizó una divertida imitación de una nueva rica de Texas, y arrancó sonoras carcajadas a la concurrencia.

Más tarde, a solas con Gunther, éste le preguntó:

– ¿No querría alzarse con una pequeña fortuna repitiendo esa imitación?

– No soy actriz, Gunther.

– Me parece que se subestima. En Londres hay una joyería llamada «Parker y Parker», que se especializa en desplumar nuevos ricos. Me ha dado usted una idea de cómo hacerles pagar por su deshonestidad.

Pasó a contarle su plan.

– No -respondió Tracy.

Pero cuanto más pensaba en el tema, más intrigada se sentía.

Recordó la emoción que había notado al burlarse de la Policía de Long Island, de Melnikov y Negulesco, de Jeff Stevens. Sin embargo, eso pertenecía al pasado.

– No, Gunther -volvió a decir, pero esta vez con menos firmeza en la voz.


Hacía un calor inusitado en Londres para esa época del año, y tanto los ingleses como los turistas aprovechaban el sol. Al mediodía se producían embotellamientos de circulación en Trafalgar Square, Charing Cross y Piccadilly Circus. Un automóvil «Daimler» blanco dobló por la calle Oxford para entrar en Bond y dirigirse a una joyería. En la puerta principal, un discreto letrero de bronce, decía: Parker & Parker. El chófer, de librea, se bajó de la limusina y se apresuró a abrirle la puerta a su pasajero. Una rubia joven, con demasiado maquillaje, un ceñido vestido italiano tejido y un abrigo de piel totalmente inapropiado para ese clima, descendió del coche.

– ¿Dónde queda el negocio, muchacho? -preguntó.

Hablaba con estridencia y un desagradable acento de Texas.

El chófer le indicó la entrada.

– Por ahí, señora.

– Gracias. No te vayas lejos, porque no tardaré mucho.

– Quizá tenga que dar una vuelta a la manzana, señora, porque está prohibido estacionar aquí.

Ella le dio una palmada en el hombro.

– Haz lo que debas hacer, chico.

¡Chico!, pensó el hombre con desagrado. Ése era el castigo por haberse rebajado a trabajar con coches de alquiler. Odiaba a los norteamericanos, y en particular a los de Texas, que se creían los dueños del mundo. Mucho se habría sorprendido de saber que su pasajera jamás había pisado suelo texano en su vida.

Tracy atisbo su reflejo en el escaparate, esbozó una amplia sonrisa y enfiló hacia la puerta, que le abrió un hombre uniformado.

– Buenas tardes, señora.

– Buenas tardes, chico. ¿Aquí venden algo más que bisutería?

Se rió de su propio chiste.

El portero se puso pálido. Tracy entró en la tienda con paso vivaz, dejando un intenso olor a perfume.

Se le acercó un vendedor.

– ¿En qué puedo servirla, señora?

– El viejo P. J. me dijo que me comprara un regalito de cumpleaños, de modo que aquí estoy. ¿Qué tiene para ofrecerme?

– ¿Le interesa algo en particular?

Tracy le dio una palmada en el hombro, y el empleado se esforzó por mantenerse impasible.

– Quizás algunas esmeraldas. Al viejo P. J. le encanta que me compre esmeraldas.

– Venga por aquí, por favor…

La condujo hacia una vitrina donde se exhibían varias bandejas con esas piedras.

La rubia teñida les dirigió una mirada despreciativa.

– Parecen de juguete. ¿Dónde están las de verdad, chico?

El vendedor le informó con seriedad:

– El precio de estas piedras asciende a treinta mil dólares.

– Caramba, eso le doy yo de propina a mi peluquero -se jactó la mujer-. El viejo P. J. se ofendería si volviera con uno de estos guijarros.

El hombre se imaginó al gordo, chabacano y desagradable amante o marido de esa mujer. Debían de ser tal para cual. ¿Por qué siempre tenían dinero quienes menos lo merecían?, se preguntó.

– ¿Qué cantidad está dispuesta a gastar la señora?

– Digamos cien mil, para empezar.

– ¿Cien mil?

– Mierda, creí que acá sabían hablar inglés.

El hombre tragó saliva.

– En tal caso, sugiero que hable con el gerente.

Gregory Halston, el gerente, insistía en ocuparse personalmente de los clientes importantes, y como los empleados de la casa no recibían comisión, tampoco ponían objeciones. El vendedor apretó un timbre que había debajo del mostrador, y un segundo después apareció un señor delgado. Éste echó una mirada a la rubia estridente, y rogó mentalmente que no llegara ninguno de sus clientes habituales hasta que ella no se hubiese marchado.

– Señor Halston, la señora…

Se volvió hacia la mujer.

– Benecke, chico. Mary Lou Benecke, esposa del viejo P. J. Benecke. Apuesto a que todos han oído mencionar al viejo P. J.

– Desde luego.

Gregory Halston le dirigió una sonrisa que apenas se insinuó en las comisuras de sus labios.

– La señora está interesada en adquirir una esmeralda, señor.

Halston le señaló las bandejas anteriores.

– Tenemos algunas…

– Quiere algo de aproximadamente cien mil dólares.

Esta vez la sonrisa del gerente fue genuina. Qué bonita manera de empezar el día.

– Es mi cumpleaños, ¿sabe? -dijo Tracy-, y el viejo P. J. quiere que me compre algo bonito.

– Claro. Sígame, por favor.

– Ah, pícaro -dijo la rubia, entre risitas-, ¿qué me va a mostrar?

Halston y el vendedor intercambiaron una mirada de desagrado. ¡Malditos norteamericanos!

El gerente la condujo hasta una puerta cerrada con llave. Entraron en un pequeño salón fuertemente iluminado, y Halston volvió a echar la llave después de pasar.

– Aquí es donde guardamos la mercadería para nuestros clientes más importantes -explicó.

En mitad de la habitación había una vitrina con una estupenda exposición de brillantes, rubíes y esmeraldas que emitían destellantes colores.

– Bueno, eso está mejor. El viejo P. J. se volvería loco aquí.

– ¿Ve usted algo que le guste?

– A ver… -Se acercó a las esmeraldas-. Quiero ver ésas.

Halston extrajo otra llavecita de su bolsillo y sacó una bandeja de esmeraldas, que colocó luego sobre la mesa. Había diez de ellas. Halston vio que la mujer elegía la más grande, un exquisito broche engarzado en platino.

– El viejo P. J. diría que ésta lleva mi nombre estampado.

– La señora tiene un gusto excelente. Se trata de una gema colombiana de diez quilates. No tiene el menor defecto, y…

– Las esmeraldas jamás son perfectas.

Halston quedó desconcertado por un instante.

– La señora tiene razón, por supuesto. Lo que quiero decir es…

Por primera vez notó que la mujer tenía unos ojos verdes como la esmeralda que sostenía entre sus manos.

– Tenemos una colección más amplia…

– No, querido. Me gusta ésta.

La venta había durado menos de tres minutos.

– Espléndido -dijo Halston. Luego agregó con delicadeza-: La suma total en dólares, en Londres.

– Le daré un cheque mío, y después P. J. me los devolverá.

– Excelente. Haré limpiar la piedra, que luego se le entregará en su hotel.

La piedra no necesitaba limpieza, pero Halston no tenía intenciones de entregarla hasta confirmar que el cheque tuviera fondos. Muchos joyeros habían sido estafados de esa manera por hábiles ladrones. Halston se enorgullecía de no haber sido engañado jamás por nadie.

– ¿A dónde le envío la esmeralda?

– Estamos en la suite imperial del «Dorch».

Halston anotó: Hotel Dorchester.

– A alguna gente ya no le gusta el hotel porque está lleno de árabes, pero el viejo P. J. Benecke es un tipo inteligente.

– No me cabe duda -replicó Halston, servil.

La observó arrancar un cheque y comenzar a escribir. El cheque era del «Barclays». Halston tenía un amigo allí, podría comprobar el saldo de la cuenta.

Tomó el cheque.

– Recibirá la esmeralda mañana por la mañana.

– Al viejo P. J. le encantará.

– Seguramente.

Halston la acompañó hasta la puerta.

– Ralston…

Estuvo a punto de corregirla, pero luego decidió que no valía la pena. Jamás volvería a ver a esa mujer, ¡gracias a Dios!

– ¿Sí, señora?

– Tiene que venir alguna tarde a tomar el té con nosotros. P. J. le caerá muy bien.

– No me cabe duda. Lamentablemente, trabajo por la tarde.

– Qué lástima.

La clienta se encaminó a la acera. Un «Daimler» blanco se acercó, y su chófer se bajó para abrirle la puerta. La rubia se volvió para despedirse y partió.

Cuando el hombre regresó a su oficina, de inmediato tomó el teléfono y llamó a un amigo suyo, del «Banco Barclays».

– Peter, tengo aquí un cheque de la señora Mary Lou Benecke por cien mil dólares, y quiero averiguar si tiene fondos.

– Un momentito, muchacho.

Halston aguardó. Esperaba que la respuesta fuese afirmativa ya que últimamente los negocios no andaban del todo bien. Esos miserables hermanos Parker, los propietarios de la joyería, vivían quejándose, como si la culpa de la recesión fuera de él. Por supuesto que las ganancias no habían disminuido tanto como podría suponerse, porque «Parker & Parker» tenía un departamento que se especializaba en la limpieza de joyas, y a menudo, la alhaja que se devolvía al cliente era de una calidad inferior a la que éste había entregado.

– Ningún problema, Gregory -le informó Peter-. Hay dinero más que suficiente en la cuenta para cubrir el cheque.

Halston experimentó una sensación de alivio.

– Gracias, Peter.

– De nada.

– Te has ganado un almuerzo la semana que viene. Pago yo.


A la mañana siguiente se cobró el cheque y se envió la esmeralda a la señora Benecke.

Esa tarde, poco antes de cerrar el negocio, la secretaria le anunció:

– Señor Halston, la señora Benecke quiere verlo.

El corazón le dio un vuelco. Seguramente venía a devolver la esmeralda y no podría negarse a recibirla. Malditas sean las mujeres texanas.

– Buenas tardes, señora. Supongo que a su marido no le gustó la piedra.

– Supone usted mal, chico. El viejo P. J. quedó encantado.

– ¿Ah, sí?

– Tanto, que quiere que me compre otro para hacerme un par de aros.

Gregory Halston frunció el entrecejo.

– Creo que eso supone un pequeño problema, señora.

– ¿Cuál, querido?

– La esmeralda que usted se llevó es única. No existe una igual. Sin embargo, tenemos unos pendientes de un estilo distinto…

– No quiero un estilo distinto sino una esmeralda idéntica a la que compré.

– Para ser totalmente honesto con usted, le diré que no existen muchas esmeraldas colombianas de diez quilates y perfectas…

Vio la expresión de la mujer y se corrigió:

– Casi perfectas.

– Vamos, chico, en alguna parte deben de haber otras.

– Con toda sinceridad le digo que he visto pocas piedras de esa calidad, y tratar de conseguir otra de forma y color exactamente iguales sería imposible.

– En Texas solemos decir que para lo imposible sólo hace falta un poquito más. Mi cumpleaños es el sábado. P. J. quiere que tenga esos aros, y cuando se le pone algo en la cabeza…

– Realmente no creo que…

– ¿Cuánto le pagué por la esmeralda? ¿Cien mil? Sé que el viejo P. J. pagaría hasta doscientos o trescientos mil por el otro.

Halston pensó con rapidez. Tenía que haber un duplicado de esa piedra en alguna parte, y si el viejo P. J. estaba dispuesto a pagar doscientos mil dólares de más por ella, la ganancia sería notable. Más aun, puedo ingeniármelas de modo que el beneficio sea para mí.

– Voy a averiguarlo, señora -dijo en voz alta-. Estoy seguro de que ningún joyero de Londres tiene una esmeralda idéntica, pero siempre salen a remate bienes de familia. Pondré anuncios y veré qué resultado obtengo.

– El plazo es hasta el fin de semana. Y, entre usted y yo, el viejo P. J. es capaz de pagar hasta trescientos mil dólares por la esmeralda.

La señora Benecke se marchó, envuelta en su abrigo de piel.


Gregory Halston estaba sentado en su oficina, soñando despierto.

El destino había puesto en sus manos a un hombre tan imbécil y millonario que estaba dispuesto a gastar trescientos mil dólares en una esmeralda que valía cien mil. Halston no creía necesario molestar a los hermanos Parker con los detalles de la transacción. Más simple sería registrar la venta de la segunda piedra en cien mil dólares, y embolsarse el resto.

Lo único que tenía que hacer ahora era encontrar una esmeralda idéntica a la que le había vendido a la señora Benecke.

La tarea le resultó más ardua de lo que supuso. Ninguno de los joyeros con quienes se puso en contacto tenía una piedra ni siquiera parecida a la que buscaba. Publicó anuncios en el London Times y en Financial Times; llamó a «Christie's» y «Sotheby's», y a una decena de casas de antigüedades. En los días siguientes revisó esmeraldas de todo tipo, pero ninguna se parecía a la que necesitaba.

El miércoles lo llamó la señora Benecke.

– El viejo P. J. se está poniendo nervioso. ¿Ya tiene la piedra?

– Todavía no, señora, pero no se preocupe; la encontraré.

El viernes volvió a telefonearlo.

– Mañana es mi cumpleaños -le recordó.

– Lo sé, señora. Si dispusiéramos de unos días más, seguramente…

– No importa, muchacho. Si no la consigue para mañana, le devolveré la otra. El viejo P. J. dice que, de lo contrario, comprará una mansión en el campo. ¿Oyó hablar de un sitio llamado Sussex?

Halston comenzó a sudar.

– Señora, no creo que le agrade vivir en Sussex, especialmente en una casa de campo. La mayoría de estas fincas se hallan en un estado deplorable. No tienen calefacción central y…

– Entre usted y yo -lo interrumpió ella-, prefiero los aros.

– Créame que estoy haciendo todo lo posible, pero necesito un poco más de tiempo.

– No depende de mí, querido, sino de P. J.

La comunicación se cortó.

Halston permaneció sentado, maldiciendo su suerte. ¿Dónde podría encontrar una esmeralda idéntica, de diez quilates? Tan sumido estaba en sus amargos pensamientos, que no oyó el intercomunicador hasta que sonó por tercera vez. Apretó un botón y dijo:

– ¿Qué pasa?

– Llama una tal contessa Marissa Rossi, señor Halston, por el anuncio de la esmeralda.

– ¡Otra más! Esa mañana había recibido no menos de diez llamadas, y todas habían sido una pérdida de tiempo. Tomó el teléfono y habló con malos modos.

– ¿Sí?

Le respondió una dulce voz femenina, con acento italiano.

– Buon giorno, signore. Me he enterado de que desea adquirir una esmeralda…

– Si reúne las condiciones que busco, sí.

No podía ocultar su impaciencia.

– Tengo una que ha pertenecido durante años a mi familia. Es una pena, pero la situación en que me encuentro me obliga a desprenderme de ella.

Había escuchado esa historia muchas veces. Tengo que volver a intentar en «Christie's» o «Sotheby's». A lo mejor les llegó algo en el último momento…

– Signore? ¿Busca usted una esmeralda de diez quilates?

– Sí.

– La mía es colombiana, de diez quilates.


Halston reprimió un gemido.

– ¿Podría repetírmelo, por favor?

– Que tengo una esmeralda colombiana de diez quilates. ¿Le interesa?

– Tal vez -replicó con cautela-. ¿Por qué no se da una vuelta por aquí y me la muestra?

– No, ahora estoy muy ocupada preparando una fiesta para mi marido. Quizá la semana que viene…

¡No! Ya sería demasiado tarde.

– ¿Puedo ir a verla yo a usted? -Procuró disimular su ansiedad-. Iría ahora mismo.

– Ma no. Iba a salir de compras…

– ¿Dónde se aloja, condesa?

– En el «Savoy».

– Podría llegar ahí en quince minutos.

– Molto bene. ¿Su nombre es…?

– Gregory Halston.

– Suite veintiséis.


El viaje en taxi fue interminable. Si de hecho la esmeralda era igual a la otra, se haría inmensamente rico. Si el texano pagaba cuatrocientos mil dólares, la ganancia sería extraordinaria. Se compraría una residencia en la Riviera. Incluso tal vez hiciese un crucero.

Se detuvo frente a la habitación de la condesa y respiró hondo varias veces para serenarse. Llamó, pero no le respondieron.

Dios mío. La maldita mujer se ha ido. Salió de compras y…

Se abrió la puerta y apareció una elegante dama de alrededor de cincuenta años, ojos oscuros, rostro arrugado y pelo negro entrecano.

– ¿Sí? -dijo con melodioso acento italiano.

– Soy Gregory Halston. Usted me llamó por teléfono.

– Ah, sí. Soy la contessa Marissa Rossi. Pase, per favore.

– Gracias.

Entró en la suite con piernas temblorosas. Sabía que debía dominarse, no mostrarse demasiado ansioso. Si la piedra era satisfactoria, estaría en una posición ventajosa para regatear el precio. Después de todo, él era el experto, y ella la aficionada.

– Tome asiento, por favor.

Halston se sentó.

– Scusi, hablo bastante mal su idioma.

– No, no, al contrario. Es encantador.

– Grazie. ¿Querría tomar un café, un té?

– No, gracias, condesa.

Sentía un nudo en el estómago. ¿Sería demasiado pronto para sacar el tema de la piedra? No pudo aguardar un instante más.

– La esmeralda…

– Ah, sí. La heredé de mi abuela y quería regalársela a mi hija cuando cumpliera los veinticinco, pero mi marido está a punto de iniciar un negocio en Milán, y…

Halston tenía la mente en otra parte. No le interesaba en absoluto la historia familiar de la extraña que tenía ante sus ojos. Ardía en deseos de ver la esmeralda, y no podía soportar el suspenso.

– Es importante ayudar a mi marido a poner su negocio. Quizás esté cometiendo un error…

– No, no -se apresuró a decir Halston-. De ninguna manera, condesa. La obligación de toda mujer es apoyar a su marido. Bueno, ¿dónde está la esmeralda?

– La tengo aquí.

La mujer abrió un cajón de su escritorio, sacó un paquetito de papel de seda y se lo entregó a Halston. Al abrirlo, éste comenzó a temblar de emoción. Estaba contemplando la más exquisita esmeralda colombiana de diez quilates que hubiese visto jamás. Tan parecida era en tamaño y color a la que le había vendido a la texana, que la diferencia resultaba casi imposible de detectar.

No es exactamente la misma -se dijo-, pero sólo un experto lo advertiría.

Hizo girar la piedra para que la luz cayera sobre las bellísimas facetas.

– Es una gema muy bonita.

– Splendente, sí. Me va a costar mucho separarme de ella.

– Usted está haciendo lo correcto. Una vez que rinda sus frutos el negocio de su marido, podrá comprarse todas las que desee.

– Eso es lo que pienso. Es usted molto simpatico.

– Le estoy haciendo un pequeño favor a un amigo, señora condesa. En nuestra joyería tenemos esmeraldas mejores que ésta, pero mi amigo quiere una igual a la que le compró a la esposa. Calculo que estaría dispuesto a pagar hasta sesenta mil dólares por ésta.

La condesa lanzó un suspiro.

– Mi abuela se revolvería en su tumba si la vendiera en sólo sesenta mil dólares.

Halston frunció los labios y luego sonrió. Podía darse el lujo de ofrecer más.

– Tal vez pueda convencer a mi amigo para que llegue hasta cien mil dólares. Es mucho dinero, pero él está ansioso por obtener la piedra.

– Me parece razonable.

Gregory Halston sintió que el corazón le latía enloquecido.

– ¡Excelente! -exclamó-. Traje el talonario, de modo que…

– Ma no. Me temo que eso no resolverá mi problema.

La voz de la condesa resultaba apesadumbrada.

– ¿Su problema?

– Sí. Mi marido necesita trescientos cincuenta mil dólares para su negocio. Ha conseguido cien mil, pero hacen falta doscientos cincuenta mil más, que yo esperaba obtener por esta esmeralda.

Halston negó con la cabeza.

– Mi querida condesa, ninguna esmeralda del mundo vale tanto. Créame que cien mil dólares es un muy buen precio.

– No me cabe duda, señor Halston, pero no me alcanza para ayudar a mi esposo. -Se puso de pie-. Creo que la guardaré para regalársela a mi hija. -Le extendió una mano delicada-. Grazie, signore. Gracias por haber venido.

A Halston lo dominó el pánico.

– Espere un minuto -dijo. La codicia luchaba contra su sentido común. No podía perder aquella esmeralda-. Siéntese, por favor, condesa. Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo. Si yo logro persuadir a mi cliente para que pague ciento cincuenta mil…

– Doscientos cincuenta mil dólares.

– Digamos doscientos…

– Doscientos cincuenta mil, signore.

No había forma de convencerla. Halston tomó entonces la decisión. Ganar ciento cincuenta mil dólares era mejor que no ganar nada. Significaría una residencia y un barco más pequeños, pero seguía siendo una fortuna. Los hermanos Parker lo tendrían bien merecido por lo mal que lo trataban. Esperaría uno o dos días para anunciarles que se iba. A la semana siguiente podría estar ya en la Costa Azul.

– Trato hecho -aceptó.

– ¡Maravilloso!

Italiana hija de puta, pensó Halston. Pero no podía quejarse. Tendría dinero toda su vida. Echó una última mirada a la esmeralda y se la guardó en el bolsillo.

– Le daré un cheque de la joyería.

– Bene, signore.

Hizo el cheque y se lo entregó. A la señora Benecke le pediría uno por cuatrocientos mil dólares. Peter se lo cobraría, y cambiaría el cheque de la condesa por el de los hermanos Parker. De ese modo Halston se guardaría la diferencia. Hablaría con Peter para que el cheque de doscientos cincuenta mil no apareciera en el resumen mensual de los Parker.

Le parecía sentir el tibio sol de Francia sobre su rostro.

El trayecto de regreso hasta la joyería le pareció encantador. Se imaginaba la alegría de la espantosa señora Benecke cuando le transmitiera la noticia. No sólo había encontrado la piedra que ella quería, sino que la había librado de la atroz experiencia de vivir en una espantosa casa de campo.

Al entrar en la joyería, se le acercó uno de los vendedores.

– Señor, hay un cliente interesado en…

Halston le hizo señas de que se retirara.

– Más tarde.

No tenía tiempo para los clientes. En el futuro, la gente lo atendería a él. Compraría sus cosas en «Hermes» «Gucci» y «Lanvin».

Se encaminó a su despacho, cerró la puerta y marcó un número de teléfono.

– «Hotel Dorchester» -le respondió la voz de la recepcionista.

– Póngame con la suite de la señora Benecke.

– Un momento, por favor.

Halston silbaba por lo bajo mientras aguardaba.

– Lo siento, pero la señora Benecke ya no ocupa esa suite.

– Comuníqueme con su nueva suite.

– La señora se ha ido del hotel.

– Imposible. Ella…

– Lo comunicaré con recepción.

Una voz masculina le contestó.

– Recepción. ¿En qué puedo servirlo?

– Quiero averiguar en qué suite se aloja la señora Benecke.

– La señora Benecke se marchó del hotel esta mañana.

– Deme, por favor, el domicilio que dejó. Hablo de…

– Lo siento, pero no dejó ninguno.

– ¡Por supuesto que debe de haber dejado uno!

– Yo mismo la atendí cuando se marchaba, y no me dio ninguna dirección.

Fue como un puñetazo en la boca del estómago. Lentamente colgó el receptor. Tenía que encontrar la forma de ponerse en contacto con ella, de comunicarle que había logrado encontrar la esmeralda. Entretanto, debía recuperar el cheque que había entregado a la condesa italiana.

Llamó al «Savoy».

– ¿Con quién desea hablar?

– Con la condesa Marissa Rossi.

– Un momentito, por favor.

Incluso antes de que volviera a hablar la telefonista, una terrible premonición le anticipó la mala noticia.

– Lo siento, pero la condesa Rossi se ha marchado del hotel.

Cortó. Tanto le temblaban los dedos que apenas pudo marcar el número del Banco.

– Póngame con el jefe de cuentas, ¡rápido! Quiero detener el pago de un cheque.

Por supuesto, era demasiado tarde. Había vendido una esmeralda en cien mil dólares, y la había vuelto a comprar en doscientos cincuenta mil. Gregory Halston permaneció sentado, tratando de imaginar cómo podría explicárselo a los hermanos Parker.

VEINTIDÓS

Para Tracy, fue el comienzo de una nueva vida. Adquirió una hermosa mansión antigua en Eaton Square, perfecta para recibir invitados. La casa tenía un jardín delantero y otro al fondo, y durante la temporada, las flores eran magníficas. Gunther le ayudó a amueblarla.

Gunther presentaba a Tracy como una viuda rica, cuyo marido había hecho su fortuna en el negocio de la importación y exportación. El éxito de Tracy fue inmediato. Bonita, inteligente y simpática, muy pronto comenzó a recibir un sinfín de invitaciones.

De vez en cuando hacía breves viajes a Francia, Suiza, Bélgica e Italia, y en cada oportunidad, Gunther y ella salían altamente beneficiados.

Bajo la tutela de su amigo, Tracy estudió el Gotha y el Debrett's, los dos libros más autorizados que consignaban una minuciosa información sobre la realeza y los títulos nobiliarios de Europa. Tracy se transformó en un camaleón, una experta en maquillajes, disfraces y acentos. Se procuró una docena de pasaportes. En algunos países era una duquesa británica; en otros, una azafata francesa de líneas aéreas o una rica heredera sudamericana. En un año había acumulado más dinero del que necesitaría jamás. Donaba en forma anónima grandes cantidades a instituciones que ayudaban a presidiarias, y dispuso que todos los meses se enviara a Otto Schmidt una generosa pensión. Ya ni siquiera se planteaba la idea de abandonar sus aventuras. Le encantaba superar en ingenio a personas astutas e importantes. La emoción que le causaba cada estafa actuaba en ella como una droga; constantemente necesitaba desafíos mayores, pero se había impuesto un principio: jamás le haría daño a un inocente. Las víctimas de sus estafas eran personas codiciosas o inmorales, o ambas cosas. Nadie se suicidará nunca por mi culpa, se prometió.

Los diarios comenzaron a comentar las audaces estafas que se perpetraban en toda Europa, y como Tracy usaba disfraces diversos, la Policía estaba convencida de que las ingeniosas inversiones eran realizadas por personas diferentes. Interpol se interesó también en el asunto.

En la oficina de una compañía de seguros neoyorquina, J. J. Reynolds mandó llamar a Daniel Cooper.

– Tenemos un problema. Se ha producido una serie de robos a gran número de nuestros clientes europeos, al parecer, realizados por mujeres. Están indignados y quieren capturar a los culpables. Su tarea, Dan, será ir mañana a París y hallar a los culpables.


Tracy estaba cenando con Gunther.

– ¿Has oído hablar de Maximilian Pierpont, Tracy?

Tracy sonrió enigmáticamente. Pensó en Jeff Stevens, a bordo del Queen Elizabeth II, y en sus palabras: Estamos aquí por el mismo motivo. Maximilian Pierpont.

– Es un millonario seductor, ¿verdad?

– Un hombre despiadado. Se especializa en comprar empresas y despojarlas de sus bienes.

Cuando Joe Romano se hizo cargo de la empresa, echó a todo el mundo y se dedicó a saquear el negocio… Su madre lo perdió todo, la compañía, la casa, incluso el coche.

Gunther la estudiaba con mirada extraña.

– Tracy, ¿te sientes bien?

– Sí, sí. Cuéntame algo más de ese hombre.

– Acaba de divorciarse de su tercera mujer, de modo que por ahora está solo. Creo que sería muy conveniente que conocieras a ese caballero. Viajará el viernes en el «Orient Express» desde Londres a Estambul.

Tracy sonrió.

– Nunca viajé en ese tren. Creo que me gustaría hacerlo.

Gunther le devolvió la sonrisa.

– Bien. Pierpont posee la única colección importante de Fabergé aparte de la del Museo Hermitage, de Leningrado, evaluada en alrededor de veinte millones de dólares.

– Si consigo sacarle algunos cuadros, ¿qué harías con ellos, Gunther? ¿No serían demasiado conocidos para venderlos?

– Irían a parar a coleccionistas privados, querida. Tú tráemelos, que yo me encargaré de colocarlos.

– Veré lo que puedo hacer.

– Maximilian Pierpont no es una persona fácil de abordar. Sin embargo, en ese mismo tren viajan otras dos palomitas al festival de cine de Venecia. ¿Has oído hablar de Silvana Luadi?

– ¿La actriz italiana? Por supuesto.

– Está casada con Alberto Fornati, el productor de esas espantosas películas épicas. Fornati tiene fama de contratar a actores y directores por muy poco dinero, y prometerles altos porcentajes en las ganancias, que después nunca les da. Gana lo suficiente como para comprarle toda clase de alhajas caras a su mujer. Cuanto más infiel le es, más joyas le regala. La pobre Silvana ya podría abrir su propia joyería gracias a las amantes de su marido. Estoy seguro de que te resultarán personas muy interesantes.

– No veo la hora de conocerlos.


El «Orient Express» sale de la Estación Victoria todos los viernes a las doce menos cuarto de la mañana con destino a Estambul y paradas intermedias en Boulogne, París, Lausana, Milán y Venecia. Treinta minutos antes de la partida se instala un mostrador móvil a la entrada del andén, dos corpulentos señores de uniforme colocan una alfombra roja desde allí hasta el tren y alejan a un costado a los curiosos.

Los nuevos dueños del «Orient Express» intentaron recrear la época de oro del viaje en ferrocarril de fines del siglo pasado. El tren remodelado resultó una copia idéntica del original, con vagones enteros de pullman, restaurantes, un coche bar y compartimientos.

Un empleado con uniforme azul marino, estilo 1920, llevó las dos maletas y el maletín de Tracy hasta el compartimiento, que la desilusionó por su pequeñez. Había en él un solo asiento tapizado en tela floreada y una escalera para subir a la litera.

Tracy leyó la tarjeta que traía la botella de champaña colocada en un cubo de plata: Oliver Aubert, gerente.

La reservaré para cuando tenga algo que festejar. Jeff Stevens había fracasado con él. Tracy sonrió al pensar que una vez más superaría en astucia a Jeff.

Abrió las maletas y colgó su ropa en el pequeño armario. Preferiría viajar en aviones en vez de en ferrocarril, pero este viaje prometía ser emocionante.

Exactamente a su hora, el convoy comenzó a salir de la estación. Tracy se acomodó en el asiento y se dedicó a mirar cómo pasaban los barrios del sur de Londres.

A la una y cuarto de la tarde arribaron al puerto de Folkestone. Los pasajeros abordaron el transbordador Sealink, en el que cruzarían el Canal de la Mancha hasta Boulogne y tomarían otro tren con rumbo al sur.

Tracy se acercó a uno de los camareros.

– Tengo entendido que el señor Maximilian Pierpont viaja con nosotros. ¿Podría señalármelo, por favor?

El hombre negó con la cabeza.

– Ojalá pudiera, señora. Reservó un compartimiento y lo pagó, pero no lo he visto hasta el momento. Es una persona muy misteriosa, según tengo entendido.

En Boulogne, comenzó el viaje propiamente dicho. El compartimiento de Tracy era idéntico al anterior, y el traqueteo hacía más incómodo aún el viaje. Tracy comenzó a elaborar su plan. A las ocho de la noche se vistió y salió del compartimiento.

Como las normas del ferrocarril indicaban ropa de etiqueta, eligió un despampanante vestido de chifón gris, medias y zapatos a juego. Como único adorno, un collar de una vuelta de perlas. Permaneció largo rato mirándose en el espejo antes de salir. Todo su rostro parecía cándido y vulnerable.

En el pasillo se le cayó el bolso. Cuando se agachó para recogerlo, lo aprovechó para fijarse en las cerraduras exteriores de las puertas. Había dos: una «Yale» y una «Universal». Ningún problema. Se levantó y se encaminó hacia los coches comedores.

Había tres comedores. Las sillas estaban tapizadas de pana, y las luces tenues provenían de unos apliques de bronce con tulipas «Lalique». Entró en el primero y vio varias mesas vacías. El maître la saludó con una reverencia.

– ¿Mesa individual, señorita?

Tracy paseó la vista por el lugar.

– Voy a reunirme con unos amigos; gracias.

Pasó al coche siguiente que, pese a estar más repleto, tenía aún varias mesas sin ocupar.

– Buenas noches. ¿Va a comer sola? -le preguntó el maître.

– No. Tengo que encontrarme con una persona; gracias.

Se dirigió al tercero. Allí estaban ocupadas todas las mesas.

El maître la detuvo en la puerta.

– Tendrá que esperar para conseguir mesa, señora, pero hay lugar en los otros coches.

Tracy observó el ambiente y, en una apartada mesa de un rincón, vio al productor Fornati y a su mujer, la actriz Silvana Luadi.

– No importa. Ahí veo a unos amigos.

Se encaminó a la mesa del fondo.

– Perdóneme -se disculpó-, pero todas las mesas están ocupadas. ¿Les molestaría que me sentara con ustedes?

El hombre se puso rápidamente de pie, le lanzó una mirada apreciativa y exclamó:

– ¡Por supuesto! Soy Alberto Fornati, y ésta es mi mujer, Silvana Luadi.

– Tracy Whitney.

En esta ocasión utilizaba su propio pasaporte.

– ¡Ah, americana! Yo hablo inglés.

Alberto Fornati era bajo, gordo y calvo. El motivo por el que Silvana Luadi se hubiera casado con él había sido el tema preferido de conversación en Roma durante los primeros tiempos del matrimonio. Silvana era una belleza clásica, con un tipo sensacional y un talento innato. Había ganado un Óscar y una Palma de Plata, y era una actriz muy cotizada. Tracy advirtió que su vestido era un «Valentino» que valía cinco mil dólares, y las alhajas que llevaba debían de valer casi un millón más. Recordó entonces las palabras de Gunther: Cuanto más infiel le es, más joyas le regala. La pobre Silvana ya podría abrir su propia joyería gracias a las amantes de su marido.

Fornati inició la conversación.

– ¿Es la primera vez que viaja en el «Orient Express»?

– Sí.

– Ah, es un tren muy romántico, lleno de leyendas. -El hombre tenía los ojos húmedos-. Se cuentan historias muy amenas. Por ejemplo, que Sir Basil Zaharoff, el traficante en armas, solía viajar en el viejo expreso, siempre en el mismo compartimiento. Una noche oyó que llamaban a su puerta. Abrió, y una bellísima duquesa española se arrojó en sus brazos. -Fornati hizo una pausa para untar con mantequilla un bollo-. El marido estaba persiguiéndola por todo el tren. Los padres habían concertado su matrimonio, y la pobre chica se enteró luego de que el esposo era demente. Zaharoff se enfrentó con el marido, calmó a la histérica joven y así empezó un romance que duró cuarenta años.

– Qué emocionante -replicó Tracy, con voz meliflua.

– Sí. A partir de entonces, todos los años se reúnen en el expreso, él en su compartimiento habitual y ella en el contiguo. Al morir el marido de ella, Zaharoff y la mujer pudieron casarse. Como presente de bodas, le regaló el Casino de Montecarlo.

– Qué historia tan hermosa, señor Fornati.

Silvana Luadi permanecía en absoluto silencio.

El menú constaba de seis platos, y Tracy notó que Fornati los comía todos y además se encargaba de lo que dejaba su mujer. Entre un bocado y otro, seguía con su charla.

– ¿Es usted actriz, por casualidad? -le preguntó a Tracy.

Ella se rió.

– No, no. Sólo una turista.

– Bellísima -la elogió él, sonriente-. Un rostro ideal para…

– Ya dijo que no era actriz -intervino, fastidiada, Silvana.

Alberto Fornati no le prestó atención.

– Soy productor de películas; quizás haya oído mencionar alguna: Salvajes impetuosos, Los titanes contra la Supermujer…

– No voy mucho al cine.

Tracy sintió que una rolliza pierna masculina rozaba la suya debajo de la mesa.

– Si quiere, puedo exhibirle algunas de las mías.

Silvana se puso pálida de la indignación, pero no despegó los labios.

– ¿Nunca va usted a Roma, querida?

La pierna de Fornati se había posado contra la de Tracy.

– Casualmente pensaba ir allí después de Venecia.

– ¡Espléndido! Entonces nos reuniremos en Roma a cenar, ¿verdad, cara? -Lanzó una breve miradita a su mujer antes de continuar-. Tenemos una hermosa villa cerca de la Via Appia. Cinco hectáreas de…

Hizo un amplio ademán con la mano y derribó sin querer un bol de salsa sobre la falda de su mujer. Tracy se preguntó si había sido adrede.

Silvana se puso de pie y contempló enfurecida la mancha de su vestido.

– Sei un mascalzone! -gritó-. Tieni le tue putane lontano da me!

Salió hecha una furia del comedor.

– Qué pena -murmuró Tracy-. Un vestido tan bonito.

– Le compraré otro -aseguró Fornati con un suspiro-. No le preste atención a sus modales. Es una mujer celosa.

– Seguramente tendrá sus buenos motivos.

Tracy disimuló la ironía con una sonrisita.

– Es verdad. Fornati gusta mucho a las mujeres.

Tracy apenas logró contener la risa ante el pomposo hombrecillo.

– No me cabe la menor duda.

El hombre le tomó una mano.

– Usted le cae muy bien a Fornati -dijo-. ¿En qué trabaja?

– Soy secretaria jurídica. Ahorré durante seis años para hacer este viaje, y espero conseguir un empleo interesante en Europa.

Los ojos de él se detuvieron en los pechos de Tracy.

– No tendrá problema alguno. Se lo promete Fornati, un hombre muy bueno con aquellos que son amables con él.

– Qué gentil de su parte.

– Quizá podríamos conversar sobre esto más tarde, en su compartimiento.

– Podría ser una indiscreción.

– ¿Por qué?

– Usted es tan famoso…; probablemente lo conozcan en el tren.

– Naturalmente.

– Si lo ven venir a mi compartimiento…, bueno, ya sabe. Algunas personas podrían interpretarlo mal. Claro que si su compartimiento queda cerca del mío… ¿Qué número es?

– Setenta -susurró lascivamente el italiano.

Tracy suspiró.

– ¡Oh, qué pena! Yo estoy en otro vagón. ¿Por qué no nos encontramos en Venecia?

– Bene! Mi mujer no sale nunca del hotel. No soporta el sol. ¿Ha estado en Venecia antes?

– No.

– Entonces iremos a Torcello, una preciosa islita con un hotel y restaurante maravillosos. -Le brillaban los ojos-. Molto privato.

Tracy le dirigió una picara sonrisita.

– Sería muy interesante.

Fornati se inclinó hacia ella, le apretó la mano y le dijo en un susurro:

– Ni se imagina lo interesante que le resultará, cara.

Media hora después, Tracy se hallaba de regreso en su compartimiento.


El «Orient Express» avanzaba raudamente en la noche solitaria. Dejó atrás París, Dijon y Vallarbe mientras sus pasajeros dormían. Habían entregado el día anterior sus pasaportes para que los guardas se ocuparan de los trámites fronterizos.

A las tres y media de la madrugada, Tracy salió de su compartimiento. Era de suma importancia calcular el momento justo. El tren llegaría a Lausana y cruzaría la frontera suiza a las cinco y veinte, para arribar a Milán a las nueve de la mañana.

Vestía una bata sobre el camisón y sostenía una bolsa de maquillaje en la mano. Recorrió el pasillo con cautela. Los compartimientos no tenían lavabo, y éstos se hallaban situados en los extremos de cada vagón. Si se topaba con alguien, diría que buscaba el lavabo de mujeres.

Llegó al compartimiento de Fornati sin problemas. Intentó abrir la puerta y comprobó que estaba cerrada con llave. Sacó un objeto metálico de la bolsa y una botella con una jeringuilla, y se dispuso a trabajar.

Diez minutos más tarde estaba de regreso en su compartimiento, y media hora después se dormía con una tenue sonrisa en el rostro.

A las siete de la mañana, dos horas antes de que el convoy llegara a Milán, se oyó una serie de alaridos provenientes del compartimiento 70, que despertaron a todo el vagón. Los pasajeros asomaron la cabeza para ver qué pasaba. Un guardia recorrió presuroso el coche, rumbo al ruidoso compartimiento.

Silvana Luadi tenía un ataque de histeria.

– ¡Socorro! ¡Han desaparecido mis alhajas! ¡Este maldito tren está lleno de ladrones!

– Cálmese, señora, por favor. Los demás pasajeros…

– ¡Calmarme! -Su voz subió una octava-. ¿Cómo se atreve a decirme que me calme? Me han robado joyas por valor de un millón de dólares.

– No sé cómo pudo haber ocurrido -intervino Fornati-, La puerta estaba cerrada con llave y yo tengo el sueño ligero. Si hubiera entrado alguien, me habría despertado en el acto.

El guarda suspiró. Suponía cómo lo habían hecho, puesto que ya había sucedido antes. Durante la noche, alguien se había deslizado por el pasillo para luego vaciar una jeringuilla llena de éter a través del ojo de la cerradura. Esas cerraduras eran un juego de niños para cualquiera que conociese el oficio. El ladrón seguramente había saqueado la habitación y regresado subrepticiamente a su compartimiento, mientras sus víctimas permanecían inconscientes. Sin embargo, había un detalle que lo diferenciaba de los anteriores. En los otros, el robo se había descubierto después de llegar el tren a destino, de modo que los culpables tuvieron oportunidad de huir. Esta situación era diferente. Como nadie había abandonado el tren, las alhajas debían de estar todavía a bordo.

– No se preocupe -le tranquilizó el guarda a Fornati-. Recuperará las joyas. El ladrón está aún en el tren.

Inmediatamente telefoneó a la Policía de Milán.


Cuando el «Orient Express» entró en la estación de Milán, veinte policías uniformados y de paisano se hallaban en el andén, con orden de no dejar bajar a los pasajeros ni el equipaje.

Luigi Ricci, inspector a cargo de la operación, se dirigió al compartimiento de Fornati.

La histeria de Silvana Luadi se había intensificado.

– En ese joyero estaba hasta la última de mis alhajas -gritó-. ¡Y ninguna se hallaba asegurada!

El inspector examinó el vacío joyero.

– ¿Seguro que las guardó aquí, signora?

– Por supuesto que sí. Es lo que hago todas las noches.

Sus ojos luminosos, que habían encandilado a millones de admiradores, se llenaron de lágrimas.

Se encaminó entonces a la puerta y revisó de cerca la cerradura. Aún tenía olor a éter.

Ricci se enderezó y dijo:

– No se aflija, signora. No hay modo de que puedan sacar las alhajas del tren. Prenderemos al ladrón y le devolveremos sus joyas.

El inspector tenía sobrados motivos para sentirse confiado.

Los detectives hicieron pasar individualmente a los pasajeros a la sala de espera de la estación, y allí los registraron. Algunos se indignaron.

– Lo siento -le explicaba Ricci a cada uno-, pero un robo de un millón de dólares es algo muy serio.

A medida que cada pasajero se bajaba del tren, los policías revisaban minuciosamente su compartimiento. Se trataba de una oportunidad espléndida para el inspector Ricci, y éste estaba dispuesto a aprovecharla al máximo. El hecho de recobrar las joyas robadas le significaría un ascenso y un aumento de salario. Impartió órdenes con renovado vigor.

Llamaron a la puerta del compartimiento de Tracy y entró un detective.

– Perdone, señorita, pero se ha producido un robo, y nos vemos en la necesidad de revisar a todos los pasajeros. Si tiene la bondad de acompañarme…

– ¿Un robo? -exclamó ella con voz temerosa-. ¿En este tren?

– Sí, señorita.

Cuando hubo salido de su compartimiento, dos policías comenzaron a abrir sus maletas y a registrar con cuidado su contenido.

Al cabo de cuatro horas de búsqueda, la Policía había encontrado en el tren varios paquetes de marihuana, ciento cincuenta gramos de cocaína, un cuchillo y un revólver ilegales, pero ni rastro de las alhajas.

El inspector Ricci no podía creerlo.

– ¿Registraron todo el tren?

– Inspector, lo revisamos de punta a punta. Examinamos la locomotora, los comedores, el bar, los lavabos, los compartimientos, hasta la última maleta. Le aseguro que las joyas no están aquí. A lo mejor la señora imaginó que se las robaron.

Sin embargo, Ricci sabía que eso no era cierto. Había hablado con los camareros, y éstos le confirmaron que Silvana Luadi había acudido a cenar con sus alhajas la noche anterior.

Los funcionarios del «Orient Express» estaban irritados.

– Este tren no puede permanecer más tiempo detenido. Demasiado nos hemos retrasado ya.

El inspector Ricci lo tomó como una derrota. No tenía excusa para seguir reteniendo el convoy. Nada más podía hacer. La única explicación que se le ocurría era que, durante la noche, el ladrón le hubiera arrojado las joyas a algún cómplice. No obstante, era sumamente difícil calcular con exactitud el momento preciso. El ladrón no podía saber de antemano cuándo estaría libre el pasillo ni a qué hora pasaría el tren por algún lugar desierto.

El misterio permanecía insoluble.

– Que el tren siga su marcha -ordenó.


Durante el desayuno, el único tema de conversación fue el robo.

– Fue lo más emocionante que me haya ocurrido en muchos años -confesó una turista alemana. Se tocó una cadenita de oro con un diminuto brillante-. Tuve suerte de que no me robaran esto.

– Sí, claro -convino Tracy.

Cuando Alberto Fornati entró en el coche comedor, divisó a Tracy y rápidamente se le acercó.

– Supongo que se habrá enterado de lo sucedido. ¿Sabía que las joyas se las robaron a mi mujer?

– ¡Oh, no!

– Mi vida corrió un peligro enorme. Una banda de ladrones entró en mi compartimiento y me anestesió con cloroformo. Podrían haberme asesinado dormido.

– Qué terrible…

– Desde luego. Ahora tendré que reponerle todas las alhajas a Silvana, y eso me costará una fortuna.

– ¿La Policía no las encontró?

– No, pero Fornati sabe qué hicieron los ladrones para desprenderse de ellas.

– ¿En serio? ¿Cómo?

El hombre miró a su alrededor y bajó la voz.

– Un secuaz estaba esperando en una de las estaciones por donde pasamos durante la noche. Los ladrones arrojaron las joyas por la ventanilla, y ellos permanecieron en el tren, libres de toda sospecha.

– ¡Qué inteligente es usted!

– Sí. -Fornati cambió su tono de voz-. No se olvidará de nuestra cita en Venecia, ¿verdad?

– ¿Cómo podría olvidarlo? -repuso Tracy con una sonrisa.

Él le apretó fuertemente el brazo.

– Fornati no ve la hora de que llegue el momento. Ahora debo ir a consolar a Silvana, que está histérica.


Cuando el «Orient Express» llegó a la estación de Santa Lucía, en Venecia, Tracy fue una de las primeras en bajar. Se hizo llevar el equipaje al aeropuerto, y tomó el primer avión a Londres con las alhajas de Silvana Luadi.

Gunther Hartog se pondría muy contento.

VEINTITRÉS

La sede central de Interpol se halla instalada en el número 26 de la calle Armengaud, a unos diez kilómetros de París, discretamente oculta detrás de un alto cercado de verde y blancos muros de piedra. El portón de la calle permanece cerrado las veinticuatro horas del día, y los visitantes sólo pueden entrar tras ser examinados por un sistema de circuito cerrado de televisión. Dentro del edificio, delante de la escalera de cada piso hay puertas de hierro que se cierran de noche, y cada planta está equipada con un sistema independiente de alarma y televisión.

Estas extraordinarias medidas de seguridad son imperiosas, puesto que allí se guardan los más complejos legajos sobre medio millón de delincuentes. Interpol recibe información de ciento veintiséis cuerpos policiales de setenta y ocho países, y coordina las actividades de la Policía del mundo entero en su lucha contra estafadores, narcotraficantes, terroristas y asesinos.


Una mañana de principios de mayo, se realizaba una reunión en el despacho del inspector André Trignant, jefe de Interpol. La oficina era pequeña y de mobiliario sencillo. El inspector era un hombre atractivo, de más de cuarenta años, pelo oscuro y mirada despierta detrás de sus gafas de carey. En su despacho se hallaban varios detectives de Inglaterra, Bélgica, Francia e Italia.

– Caballeros, he recibido urgentes peticiones de información, de cada uno de sus países, respecto de la ola de asaltos que se está produciendo en toda Europa. Seis países han sido víctimas de una epidemia de estafas y robos muy ingeniosos, en los que se advierten ciertos detalles similares. Los damnificados suelen ser personas de mala reputación, jamás se producen hechos de violencia, y el responsable es siempre una mujer. Hemos llegado a la conclusión de que nos enfrentamos con una banda femenina internacional. Contamos con retratos-robot realizados según los datos que aportaron las víctimas y algunos testigos. Como verán, la autora de los robos nunca es la misma. Algunas son rubias, otras morenas, con pasaportes ingleses, franceses, españoles, italianos y estadounidenses.

El inspector Trignant pulsó un botón, y encendió un aparato de diapositivas.

– Aquí vemos el retrato-robot de una morena de pelo corto. -Volvió a apretar el botón-. Aquí tenemos una rubia joven de pelo rizado… Aquí otra rubia, con corte de paje… Aquí una mujer mayor… -Apagó el proyector-. No tenemos idea de quién dirige el grupo, ni dónde funciona su central. Jamás dejan huellas, y desaparecen como el humo. Tarde o temprano prenderemos a algunas, y en ese momento podremos detenerlas a todas. Entretanto, caballeros, mientras ustedes no puedan suministrarnos información más específica, debo confesar que nos hallamos en un callejón sin salida…


Uno de los colaboradores de Trignant fue a esperar a Daniel Cooper al aeropuerto Charles de Gaulle, y lo llevó a su hotel.

– El inspector Trignant lo recibirá mañana. Pasaré a recogerlo a las ocho y cuarto.


Daniel Cooper no tenía particular interés en ese viaje a Europa. Su intención era terminar cuanto antes su misión, y regresar. Había oído hablar de los prostíbulos de París, pero no pensaba visitarlos.

Llegó a su habitación y se fue directamente al cuarto de baño. Para su sorpresa, la bañera le resultó agradable. Más aún, debía reconocer que era mucho más grande que la de su casa. Abrió los grifos y se dedicó a deshacer el equipaje. Sacó una cajita cerrada, con llave, escondida entre un traje y la ropa interior. La contempló un instante. La llevó al baño. La abrió con la pequeña llave que tenía en su llavero y sacó un amarillento recorte de diario.


UN NIÑO PRESTA TESTIMONIO EN UN JUICIO POR HOMICIDIO


Daniel Cooper, de doce años de edad, prestó declaración hoy en el juicio que se le sigue a la joven madre del niño. De acuerdo con su testimonio, Daniel regresaba de la escuela cuando vio salir a Fred Zimmer, un vecino de los Cooper, con las manos y el rostro ensangrentados. Al entrar el niño en su casa, encontró el cadáver de su madre en la bañera, salvajemente asesinada a puñaladas. Zimmer confesó ser el amante de la víctima, pero negó haberle dado muerte. Daniel fue entregado en custodia a una tía suya.


Con manos temblorosas volvió a guardar el recorte en la cajita, y la cerró con llave. Vio las paredes y el techo del baño manchados de sangre, el cuerpo desnudo de su madre flotando en el agua roja. Sintió vértigo y tuvo que aferrarse al lavabo. La tensión de su interior se liberó en gemidos guturales. Frenético, se arrancó la ropa antes de introducirse en el agua tibia de la bañera.

– Debo informarle, señor Cooper -dijo Trignant-, que su participación en este caso es harto extraordinaria. No pertenece usted a ningún cuerpo de Policía, y su presencia aquí no es oficial. Sin embargo, la Policía de varios países de Europa nos ha pedido que le brindemos el máximo de colaboración.


Daniel Cooper permaneció en silencio.

– Tengo entendido que es usted investigador de la «Asociación Internacional para la Protección de Seguros», un consorcio de empresas. Varios clientes nuestros de Europa han sufrido serias pérdidas últimamente, y afirman que no existen pistas.

El inspector Trignant lanzó un suspiro.

– Lamentablemente, es así. Sabemos que nos enfrentamos a una banda de mujeres astutas, pero aparte de eso…

– ¿Ningún dato de informantes?

– No, nada.

– No entiendo su pregunta.

A Cooper le parecía tan evidente, que no se tomó el trabajo de disimular su impaciencia.

– Cuando se trabaja en grupo, siempre hay alguien que habla más de la cuenta, que bebe o gasta dinero en exceso. Un grupo numeroso no puede guardar un secreto. ¿Me permite ver los antecedentes que ha confeccionado?

Trignant estuvo a punto de negarse. Cooper era uno de los hombres más feos que hubiese visto jamás, y por cierto el más arrogante. Sin embargo, tenía órdenes de prestar el máximo de colaboración.

Con desgana, añadió:

– Mandaré que le hagan copias. -Dio las indicaciones por el intercomunicador. Luego agregó-: Acaba de llegar ahora mismo un informe muy interesante. Se trata de un robo de joyas valiosas en el «Orient Express»…

– Ya me enteré. El ladrón burló sin esfuerzo a los policías italianos.

– Nadie se imagina cómo pudo haberse perpetrado el robo.

– Es obvio -sostuvo Cooper, en tono grosero-. Una simple cuestión de lógica.

Mon Dieu, este hombre tiene peores modales que un cerdo.

– Sin embargo, la lógica no sirvió de nada -comentó el inspector-. Se revisó palmo a palmo el tren, y se registró hasta el último pasajero, con su correspondiente equipaje.

– No -le contradijo Cooper.

Este tipo está loco.

– ¿Cómo?

– No examinaron todo el equipaje.

– Le puedo asegurar que sí -insistió el francés-. He visto el informe policial.

– Silvana Luadi, la dueña de las alhajas robadas, las había guardado en un cofrecito, de donde se las sacaron.

– Sí.

– ¿Revisó la Policía el equipaje de esa señora?

– Sólo su maletín de mano. ¿Por qué habrían de registrar todo su equipaje, si la víctima era ella?

– Porque, por lógica, ése es el único sitio donde el ladrón pudo haber ocultado el botín. Probablemente el ladrón tuviera una maleta igual. Al llegar a la estación de Venecia, lo único que habrá hecho es cambiar la maleta y desaparecer.

Cooper se puso de pie.

– Si ya están listas las copias, regresaré a mi hotel.

Media hora más tarde, el inspector Trignant hablaba por teléfono con Alberto Fornati.

– Lo llamo para preguntarle si por casualidad hubo algún problema con el equipaje de su mujer, al llegar a Venecia.

– Sí, sí. El estúpido del maletero se confundió, y cuando mi esposa abrió su maleta en el hotel, comprobó que sólo contenía revistas viejas. Efectué la denuncia en las oficinas del «Orient Express». ¿Localizaron la maleta de mi mujer? -preguntó, esperanzado.

– No, monsieur -respondió el inspector.

Después de cortar la comunicación, se quedó sentado cavilando.

Este Daniel Cooper es realmente genial.

VEINTICUATRO

La casa de Tracy, en Eaton Square, era un paraíso. Se hallaba situada en una de las zonas más bonitas de Londres, rodeada de antiguas mansiones georgianas y parques arbolados. Institutrices de almidonados uniformes empujaban los carritos de bebés por los senderos de grava, y los niños jugaban en la hierba. Añoro a Amy, pensaba Tracy.

Tracy recorría las viejas calles, entraba en las tiendas, se maravillaba ante la variedad de flores multicolores que veía por doquier.

Gunther Hartog se preocupaba de que contribuyera a las obras de beneficencia adecuadas, y de que conociera a gente importante. Cenaba con duques y condes y recibía numerosas proposiciones matrimoniales. Era joven, hermosa y rica; conservaba además su aspecto vulnerable.

– Todos te consideran un buen partido -comentó Gunther, entre risas-. Realmente te desenvuelves a las mil maravillas, Tracy. Tienes todo cuanto te hace falta.

Era cierto. Poseía suficiente dinero en un par de cuentas numeradas en Suiza, la casa de Londres y un chalé en Saint Moritz. Pero le faltaba alguien con quien compartirlo. Pensó en la vida que le había sido vedada por la prisión, en un marido e hijos. Nunca podía confesarle a nadie quién era en realidad, como tampoco podía vivir ocultando su pasado. Tantos eran los papeles que había interpretado, que ya no estaba muy segura de saber quién era en realidad. Lo que sí sabía era que se libraría de su soledad. No importa -pensó, desafiante-. Mucha gente vive así. Gunther tiene razón. No me falta nada.


Al día siguiente daría un cóctel, el primero desde su regreso de Venecia.

– Tengo muchas ganas de acudir -afirmó Gunther-, Tus fiestas son excelentes.

– Sólo he seguido tus consejos -replicó ella, cariñosamente.

– ¿Quiénes asistirán?

– Todo el mundo.

Había invitado a la baronesa Lithgow, una joven y bella heredera.

Cuando la vio llegar, salió a recibirla. La sonrisa de bienvenida desapareció de los labios de Tracy: junto con la baronesa se encontraba Jeff Stevens.

– Tracy, creo que no conoces al señor Stevens. Jeff, te presento a la señora Tracy Whitney, la dueña de la casa.

– Mucho gusto, señor -dijo Tracy, en tono frío.

Jeff le tomó la mano y se la sostuvo una fracción de segundo más de lo necesario.

– ¡Ah, sí, claro! Conocí a su marido. Estuvimos juntos en la India.

– ¡Qué emocionante! -exclamó la baronesa.

– Es raro que él nunca lo haya mencionado -apuntó Tracy.

– ¿No? Me sorprende. El viejo era endiabladamente caprichoso. Es una pena que haya muerto así.

– Oh, ¿qué pasó? -quiso saber la baronesa.

Tracy lanzó dardos con la mirada a Jeff.

– Nada de importancia.

– ¡Nada! – le reprochó Jeff-. Si no recuerdo mal, lo ahorcaron en la India.

– En Pakistán -le corrigió Tracy-. Y ahora sí recuerdo que mi marido lo mencionó. ¿Cómo está su mujer?

La baronesa miró consternada a Jeff.

– Nunca me dijiste que fueras casado, Jeff.

– Cecilia y yo estamos divorciados.

Tracy esbozó una dulce sonrisa.

– Me refiero a Rosa.

La baronesa estaba estupefacta.

– ¿Estuviste casado dos veces? -preguntó con voz estridente.

– Una. Con Rose conseguimos la anulación. Éramos muy jóvenes.

Hizo ademán de retirarse.

– Pero, ¿y los mellizos? -insistió Tracy.

– ¿Mellizos? -exclamó la baronesa.

– Viven con la madre -explicó Jeff, y mirando fijamente a Tracy agregó-: No sabe el placer que ha sido conversar con usted, señora, pero no queremos acapararla.

Dicho lo cual, tomó la mano de la baronesa y se alejaron.

A la mañana siguiente, Tracy se topó con Jeff en el ascensor de «Harrods». La tienda estaba repleta de clientes. Ella se bajó en el segundo piso. Al salir del ascensor, se volvió hacia Jeff y le preguntó con voz clara y fuerte:

– A propósito, ¿cómo logró terminar el juicio que le hicieron por aquella violación?

La puerta se cerró, y Jeff quedó atrapado en el ascensor, sin saber cómo evitar las miradas sospechosas de los demás ocupantes.

Aquella noche, Tracy se acostó pensando en él, y no pudo dejar de reírse. Realmente Jeff era un seductor. Un canalla, pero simpático. Se preguntó qué relación tendría con la baronesa, aunque se la imaginaba.

Luego pensó en su siguiente trabajo, que debía realizarse en el sur de Francia y constituiría un desafío. Gunther le había dicho que la Interpol estaba buscando a una banda de mujeres. Se durmió con una sonrisa en los labios.


En su habitación de París, Daniel Cooper se encontraba leyendo los informes que le había entregado el inspector Trignant. Eran las cuatro de la madrugada, y hacía horas que analizaba aquella serie de estafas y robos ingeniosos. Algunos de los métodos empleados le resultaban conocidos, pero otros no. Tal como lo había anticipado Trignant, todas las víctimas tenían mala fama. Las mujeres de esta banda deben de pensar que son Robin Hood, reflexionó Cooper.

Ya casi había terminado. Sólo le quedaban tres reseñas por leer. La primera se titulaba Bruselas. Cooper abrió la tapa y echó un vistazo al contenido. Se habían sustraído joyas por valor de tres millones de dólares de la caja fuerte de un tal Van Ruysen, un belga corredor de Bolsa, aprovechando que los dueños se habían ido de vacaciones, y la casa estaba vacía… Hubo algo que le llamó la atención. Regresó a la primera frase y volvió a leer el relato del hecho, examinando cada palabra.

Este robo se diferenciaba de los demás por un dato significativo: el ladrón había hecho funcionar una alarma, y cuando llegó la Policía los recibió en la puerta una mujer en camisón. Llevaba rulos en el pelo y el rostro lleno de crema. La mujer adujo ser una invitada de los Van Ruysen. La Policía aceptó su historia, y cuando pretendieron corroborarla con los propietarios la mujer y las joyas ya habían desaparecido.

Cooper dejó los papeles. Miró su reloj. Eran las diez de la mañana en Nueva York. Llamó a J. J. Reynolds.

– Quiero que compruebe una cosa. Averigüe si los policías de Long Island que intervinieron en el atraco de Lois Bellamy están seguros de que la mujer fuera estadounidense.

Una hora más tarde Reynolds le devolvió la llamada.

– Lo confirmaron -dijo-. ¿Por qué…?

Pero Cooper ya había cortado.


El inspector Trignant estaba perdiendo la paciencia.

– Le aseguro que es imposible que una sola mujer haya cometido esta serie de delitos.

– Hay una manera de comprobarlo -sugirió Daniel Cooper.

– ¿Cómo?

– Quiero ver los datos del ordenador acerca de la fecha y lugar donde se produjeron los últimos robos que entran dentro de esta categoría.

– Eso es muy sencillo, pero…

– Después, quiero un informe de inmigración de todas las turistas norteamericanas que se hallaban en esas mismas ciudades en el momento en que ocurrieron los hechos delictivos. Es posible que ella use algunas veces pasaportes falsos, pero también es probable que utilice asimismo su verdadera identidad.

El inspector Trignant estaba pensativo.

– Comprendo su razonamiento. -Escrutó con la mirada al hombrecito que tenía ante sí. Cooper se mostraba demasiado seguro de sí mismo-. De acuerdo.

El primer atraco de la serie se había cometido en Estocolmo. El informe de la sucursal sueca de Interpol consignaba los turistas norteamericanos que estaban esa semana en aquella capital, y los nombres de las mujeres se introdujeron en el ordenador. La ciudad que se comprobó luego fue Milán. Cuando se cotejaron los nombres de las norteamericanas que se encontraban en Milán en el momento del robo, con las que habían estado en Estocolmo, se confeccionó una lista de cincuenta y cinco personas. Esa lista se comparó luego con la de las norteamericanas que se hallaban en Irlanda con oportunidad de una estafa, y los nombres quedaron reducidos a quince. Trignant le entregó el papel a Cooper.

– Voy a comparar esos nombres con los de Berlín, y…

Daniel Cooper levantó la mirada.

– No se moleste.

El nombre que encabezaba la lista era Tracy Whitney.


Interpol se puso en acción. Se enviaron circulares rojas de suma prioridad a todos los países de Europa, recomendando estar alerta ante la presencia de Tracy Whitney.

– También enviaremos comunicaciones verdes -le dijo Trignant a Cooper.

– ¿Verdes?

– Utilizamos un código de colores. Las circulares rojas son las de máxima prioridad: las azules son para requerir información respecto de algún individuo; las verdes son para advertir a la Policía de que debería vigilarse a cierto sujeto sospechoso, y las negras son para averiguar datos sobre cadáveres no identificados. La señal «X-D» indica que el mensaje es muy urgente, mientras que «D» es simplemente urgente. Cualquiera que sea el país adonde se dirija la señorita Whitney, apenas pase por la aduana quedará en observación.

Al día siguiente Interpol recibía telefotos de Tracy Whitney, provenientes de la penitenciaría de Luisiana del Sur.

Daniel Cooper llamó a Reynolds a su casa. El teléfono sonó doce veces antes de que lo descolgaran.

– Diga.

– Necesito cierta información.

– ¿Es usted, Cooper? Por Dios, son las cuatro de la madrugada. Estaba dur…

– Quiero que me mande todo lo que pueda encontrar sobre Tracy Whitney. Recortes de diarios, fotos, vídeos, todo.

– ¿Qué está pasando allá?

Cooper ya había colgado.

Algún día mataré a este hijo de puta, se dijo Reynolds.


Hasta ese momento, Cooper había sentido sólo un interés formal por Tracy Whitney. Ahora, por el contrario, esa mujer constituía su misión. Pegó las fotos de ella en las paredes de su hotel parisiense, y leyó lo que los diarios habían escrito sobre ella. Alquiló un magnetoscopio y pasó repetidas veces los noticiarios donde aparecía Tracy al salir de la cárcel.

Permaneció sentado en el cuarto a oscuras, hasta que su primera sospecha se convirtió en una certeza.

– Usted es la banda de mujeres, señorita Whitney -dijo en voz alta.

Luego rebobinó la cinta y volvió a pasarla.

VEINTICINCO

El primer sábado de junio de cada año, el conde De Matigny organizaba un baile de caridad en beneficio del Hospital de Niños de París. Las entradas costaban mil dólares, y la élite de la sociedad de todo el mundo asistía anualmente. El Château De Matigny, en Cap d'Antibes, era uno de los lugares más bellos de Francia. La noche del acontecimiento, los salones de baile se llenaban de invitados suntuosamente vestidos y criados de librea que servían interminables copas de champaña. Había enormes mesas con una variedad sorprendente de platos fríos, dispuestos en fuentes de plata.

Deslumbrante con su vestido blanco de encaje y el pelo recogido por una tiara de brillantes, Tracy bailaba con el dueño de la casa, un viudo sesentón, delgado, de finas facciones. El baile de beneficencia que da todos los años el conde, es un engaño -le había contado Gunther-. El diez por ciento del dinero va a parar a los niños, y el noventa restante al bolsillo del anfitrión.

– Baila usted estupendamente, duquesa -comentó el conde.

Tracy sonrió.

– Gracias, pero el mérito es de mi pareja.

– ¿Cómo es que no nos hemos conocido antes?

– Estuve viviendo en Sudamérica, en la selva.

– ¿Por qué?

– Mi marido es dueño de unos yacimientos mineros en Brasil.

– ¿Está aquí esta noche?

– No. Lamentablemente, tuvo que quedarse allá por cuestiones de negocios.

– Lo siento por él, pero no por mí. -Su brazo estrechó con más firmeza la cintura femenina-. Espero que lleguemos a ser buenos amigos.

– Yo también -murmuró Tracy.

Por encima del hombro de su compañero, Tracy divisó de pronto a Jeff Stevens, que lucía un magnífico bronceado. Estaba bailando con una hermosa muchacha que se aferraba a él con aire posesivo. En ese mismo momento, vio también a Tracy y le sonrió.

Este hijo de puta tiene sobrados motivos para sonreír, pensó Tracy. Durante las dos semanas anteriores, había planeado en detalle varios robos. Entró en la primera casa y abrió la caja fuerte, pero la encontró vacía. Jeff Stevens avanzaba por los jardines de la residencia elegida, cuando oyó el motor de un coche y alcanzó a ver a Jeff que partía raudamente. Una vez más la había derrotado, lo cual la ponía furiosa.

Jeff y su compañera pasaron bailando muy cerca.

– Buenas noches, señor conde -saludó Jeff, con una sonrisa.

– Ah, Jeffrey, buenas noches. Me alegro mucho de que haya podido venir.

– No me lo hubiera perdido por nada del mundo. -Señaló a la sensual mujer que llevaba en sus brazos-. La señorita Wallace. El conde De Matigny.

– Encantado -replicó el conde y agregó-: Duquesa, permítame presentarle a la señorita Wallace y el señor Jeffrey Stevens. La duquesa de Larosa.

Jeff enarcó las cejas.

– De Larosa -dijo Tracy, con voz sin matices.

– De Larosa…, de Larosa… Me suena ese apellido. ¡Claro! Conozco a su marido. ¿Vino aquí con usted?

– Está en Brasil -explicó Tracy, apretando los dientes.

– ¡Qué pena! Solíamos ir juntos de caza, antes de que él tuviera el accidente, por supuesto.

– ¿Qué accidente? -quiso saber el conde.

Jeff explicó con tono apesadumbrado:

– Se disparó su arma y se hirió en una zona muy sensible. Fue uno de esos percances… -Se volvió hacia Tracy-. ¿Hay esperanzas de que recupere su… virilidad?

– Estoy segura de que pronto será tan normal como usted, señor Stevens.

– Qué bien. Cuando hable con él, dele saludos especiales míos, duquesa.

Paró la música, y el conde se disculpó con Tracy.

– Perdóneme, querida, pero tengo que cumplir mis funciones de dueño de casa. -Le apretó la mano-. No olvide que se sentará a mi mesa.

Cuando el conde se alejaba, Jeff preguntó a su amiga:

– Angelito, ¿has traído aspirinas en tu bolso? ¿Por qué no me buscas una? Tengo un dolor de cabeza espantoso.

– Oh, sí. En seguida vuelvo, querido.

Tracy la observó alejarse.

– Un poco melosa, ¿verdad, «querido»?

– Es una buena chica. ¿Qué ha sido de tu vida últimamente, «duquesa»?

Tracy sonrió y miró brevemente la gente que los rodeaba.

– No es asunto de tu incumbencia, ¿no crees?

– Claro que lo es. Y me interesa tanto, que te daré un consejo. No trates de hacer de las tuyas en esta mansión.

– ¿Por qué? ¿Tienes pensado algo?

Jeff la tomó del brazo y la llevó hasta un rincón.

– Efectivamente, estaba planeando algo, pero es demasiado peligroso.

– ¿Ah, sí?

Tracy comenzaba a disfrutar de la conversación.

– Escúchame, Tracy. -El tono de voz de Jeff era serio-. No intentes hacerlo. Jamás lograrías atravesar con vida los jardines. De noche dejan suelto a un perro guardián asesino.

Tracy prestaba suma atención.

De modo que Jeff realmente había planeado robar esa casa.

– Todas las ventanas y puertas tienen alarmas conectadas directamente con la comisaría. Aunque consiguieras entrar, todo el interior de la casa es una maraña de rayos infrarrojos invisibles que se entrecruzan.

– Lo sé.

– Entonces también sabrás que el rayo acciona la alarma a través de los cambios de temperatura. No hay modo de pasar sin ponerlo en funcionamiento.

– Eso no lo sabía.

¿Cómo lo averiguó Jeff?, se preguntó.

– ¿Por qué me dices todo esto?

Él sonrió. Tracy jamás lo había visto tan apuesto.

– Honestamente, no quiero que te capturen, «duquesa». Me gusta tenerte cerca. ¿Sabes que podríamos ser muy buenos amigos?

– Estás equivocado. -Vio que volvía la amiga de Jeff-. Aquí llega tu bomboncito. Que te diviertas.

Al alejarse, oyó que la joven decía:

– Te traje también champaña para que te tomes la aspirina, pobrecito mío.

La cena resultó suntuosa. Cada plato iba acompañado por el vino apropiado, servido en forma impecable por criados de guante blanco. El primer plato fueron espárragos con salsa de trufas, seguido por un consomé con delicadas hierbas moras. Después, cordero con una variedad de hortalizas frescas de las huertas del conde. De postre había exóticos helados en moldes individuales, y una fuente de plata con petits fours. Como colofón, café y coñac. A los hombres se les ofrecieron cigarros, mientras que las mujeres recibieron un frasco de perfume de cristal de Baccarat.

Al finalizar la cena, el conde se dirigió a Tracy:

– Me ha dicho que quería ver algunos de mis cuadros. ¿Le parece bien que vayamos ahora?

– Con mucho gusto.

La pinacoteca tenía obras de los grandes maestros italianos, impresionistas franceses y varios Picasso. El largo salón refulgía con los hechizantes colores y formas de los genios inmortales. Había obras de Monet, Renoir, Canaletto, Guardo y Holbein, un exquisito Memling, un Rubens y un Tiziano, además de varias telas de Cézanne. Imposible calcular el valor de la colección.

Tracy contempló largo rato los cuadros, extasiándose ante su belleza.

– Espero que estén bien guardados.

El conde sonrió.

– En tres oportunidades intentaron robarme mis tesoros. Uno de los ladrones resultó muerto por mi perro, el otro quedó mutilado, y el tercero cumple cadena perpetua. Esta casa es una fortaleza invulnerable, duquesa.

– Es un alivio saberlo.

Se vio un fogonazo fuera.

– Están empezando los fuegos artificiales. Creo que le gustarán. -El conde tomó la suave mano de Tracy en la suya y juntos salieron de la sala-. Mañana parto hacia Deauville; tengo una finca junto al mar. He invitado a unos amigos y me gustaría que viniera también.

– Oh, lo lamento enormemente -se disculpó Tracy-, pero mi marido me pidió que regresara lo antes posible.

Los fuegos de artificio duraron casi una hora, y Tracy aprovechó la distracción para explorar la casa. Lo que dijo Jeff era verdad: las posibilidades en contra eran demoledoras, pero por ese mismo motivo, el desafío le parecía irresistible. Sabía que en el dormitorio del conde, en la planta alta, había un Leonardo.


La noche siguiente fue fría y nublada. Los altos muros del château le parecieron siniestros a Tracy. Estaba agazapada en la penumbra, con «mono» negro, zapatos con suela de goma y guantes de cabritilla. Durante un instante recordó el paredón de la cárcel, y sintió un estremecimiento.

Había llegado en una furgoneta alquilada, que estacionó junto al muro de piedra, en la parte posterior de la finca. Desde el otro lado del muro se oyó un feroz gruñido. El perro del conde aguardaba alerta el momento de atacar. Tracy se imaginaba el poderoso cuerpo del doberman y sus mortales dientes.

En voz baja llamó a alguien que estaba en el camión.

– Ya -dijo.

Un hombre delgado, también vestido de negro, con una mochila en la espalda, salió del vehículo arrastrando una doberman hembra que se hallaba en celo. Del otro lado de la pared, los gruñidos se transformaron de pronto en quejidos lastimosos.

Tracy le ayudó a subir la perra al techo del camión, que era casi de la altura del muro, y ambos arrojaron al animal dentro de los jardines. Hubo dos ladridos estentóreos, seguidos de una serie de olfateos y los dos perros se alejaron. Todo quedó en silencio.

Tracy se volvió hacia su cómplice.

– Vamos -le indicó.

Jean-Louis asintió. Tracy lo había conocido en Antibes. Se trataba de un ladrón que había pasado casi toda su vida entre rejas. No era una persona inteligente, pero sí un genio con cerraduras y alarmas, perfecto para ese trabajo.

Tracy pasó del techo del camión al borde del muro. Desenrolló una escala de cuerda y la sujetó al borde del paredón. Descendieron hasta el jardín. La finca parecía muy distinta de la noche anterior, todo era negro y deprimente.

Jean-Louis avanzaba detrás de Tracy, vigilando que no se acercaran los perros.

Las paredes estaban cubiertas de enredaderas hasta el techo. La noche anterior, Tracy había tanteado casualmente su resistencia. Apoyó ahora el pie en un tronco, y éste no cedió. Comenzó a trepar sin dejar de vigilar los jardines. Ni rastro de los perros. Espero que sigan ocupados un buen rato, se dijo.

Al llegar al techo le hizo una señal a Jean-Louis y esperó que él estuviera a su lado. Con la luz de una linterna vieron una claraboya cerrada con llave desde abajo. Jean-Louis sacó un cortavidrios de su mochila, y en menos de un minuto había retirado el cristal.

Tracy miró hacia adentro.

– ¿Podrás anular la alarma, Jean?

– Ningún problema.

Sacó de la mochila un cable de unos treinta centímetros con una grapa tipo broche en cada extremo. Localizó el comienzo del cable de la alarma, y conectó allí la grapa. Sacó unas tenazas y cortó con cuidado el cable.

Jean-Louis sonrió.

– Voilà.

Apenas hemos comenzado, pensó Tracy.

Utilizaron otra escala para bajar por la claraboya. Habían logrado llegar al altillo. Sin embargo, cuando Tracy pensaba en lo que vendría a continuación, el corazón le latía con fuerza.

Sacó dos pares de gafas con cristales rojos, y le entregó uno a su compañero.

– Póntelas -le indicó.

Había ideado la forma de distraer al doberman, pero las alarmas de rayos infrarrojos eran un problema muy difícil de resolver. Jeff tenía razón: la casa estaba entrecruzada por rayos invisibles. Respiró hondo varias veces. Concentra tu energía. Relájate. Recordó con cristalina claridad: Cuando una persona entra en un rayo, no pasa nada, pero en el instante en que sale de él, el sensor detecta la diferencia de temperatura y acciona la alarma. Ha sido diseñada para sonar antes de que se abra la caja fuerte, para no dar tiempo de hacer nada antes de que llegue la Policía.

Y ahí estaba, en su opinión, el punto débil del sistema. La noche anterior se había dedicado a pensar en la forma de mantener la alarma silenciosa hasta después de haber abierto la caja fuerte, y finalmente se le ocurrió la solución.

Se puso las gafas infrarrojas, y en el acto toda la habitación adquirió una extraña tonalidad rojiza. Frente a la puerta del altillo vio un rayo de luz, que sería invisible sin las gafas.

– Pasaremos por debajo, con mucho cuidado -le advirtió a Jean-Louis.

Se arrastraron bajo el rayo, y accedieron a un oscuro pasillo que conducía al dormitorio del conde De Matigny. Tracy encendió la linterna y caminó adelante. A través de las gafas vio otro haz de luz, que cruzaba a baja altura por el umbral de la puerta del dormitorio. Con cautela, saltó por encima de él, seguida por Jean-Louis.

Iluminó las paredes con la linterna. Allí estaban, impresionantes, imponentes, los cuadros.

Prométeme que me traerás el Leonardo -le había pedido Gunther-. Y las alhajas, desde luego.

Tracy descolgó el cuadro, le dio la vuelta y lo colocó en el suelo. Lentamente fue retirando el marco, enrolló la tela y la guardó en su mochila. Lo único que quedaba por hacer era llegar a la caja fuerte, que se hallaba en una habitación contigua, separada por cortinas, al fondo del dormitorio.

Descorrió las cortinas. Había en el cuarto cuatro rayos infrarrojos que se entrecruzaban, con lo cual resultaba imposible acceder a la caja fuerte sin tropezar con alguno de ellos.

Jean-Louis miraba los rayos consternado.

– No podemos pasar. Están demasiado bajos para arrastrarnos, y demasiado altos para poder saltarlos.

– Quiero que hagas exactamente lo que te digo. -Tracy se colocó a sus espaldas y le rodeó fuertemente la cintura con sus brazos- Ahora camina conmigo. Primero el pie izquierdo.

Juntos dieron un paso, luego otro, en dirección a los rayos.

Jean-Louis musitó:

– Alors. ¡Nos meteremos en los rayos!

– En efecto.

Avanzaron directamente hacia el punto donde convergían los rayos. Allí, Tracy se detuvo.

– Ahora escúchame bien. Quiero que camines hasta la caja fuerte.

– Pero…

– No te preocupes; no pasará nada.

Deseaba fervientemente que así fuese.

Vacilante, Jean-Louis salió de los rayos infrarrojos. Continuó en silencio. Se dio vuelta para mirar a Tracy con ojos temerosos. Ella seguía parada en medio de los rayos, impidiendo con el calor de su cuerpo que los sensores hicieran sonar la alarma. Jean-Louis se dirigió a la caja, mientras Tracy permanecía inmóvil.

Por el rabillo del ojo vio que su amigo sacaba las herramientas de la mochila, y se ponía a trabajar. El tiempo se había detenido. Jean-Louis parecía tardar una eternidad.

– ¿Cuánto falta? -preguntó en un susurro.

– Unos minutos.

De pronto se oyó un clic: la caja fuerte se había abierto.

– Magnifique! ¿Quieres llevarte todo?

– Ningún papel; sólo las joyas. Si hay dinero en efectivo, puedes quedártelo.

– Merci.

Jean-Louis registró la caja fuerte, y segundos más tarde volvía adonde estaba Tracy.

– ¿Y ahora qué haremos para salir de aquí sin cortar los rayos?

– No hay manera.

Jean-Louis la miró consternado.

– ¿Qué dices?

– Párate delante de mí.

– Pero…

– Haz lo que te digo.

Dominado por el pánico, Jean-Louis entró en los rayos.

Tracy contuvo la respiración, pero nada sucedió.

– Muy bien. Ahora, muy despacio, retrocederemos hasta salir de la habitación.

– ¿Y después?

– Después, mi querido amigo, echaremos a correr.

Palmo a palmo fueron retrocediendo hacia las cortinas, donde comenzaban los rayos. Al llegar a aquel punto, Tracy respiró profundamente.

– Cuando diga «ya», salgamos por el mismo camino por el que entramos.

Jean-Louis tragó saliva. Tracy percibió que temblaba.

– ¡Ya!

Tracy giró sobre sus talones y corrió en dirección a la puerta, seguida por su compañero. En el instante en que salieron de los rayos, comenzaron a sonar las alarmas con un ruido ensordecedor.

Llegaron al altillo, subieron por la escala, bajaron por la enredadera, atravesaron raudamente los jardines, y segundos más tarde saltaban al techo de la furgoneta.

Cuando el camión avanzaba por el camino, Tracy vio un coche oscuro estacionado debajo de unos árboles. Por unos instantes los faros del camión iluminaron el interior del otro coche. Detrás del volante se hallaba Jeff Stevens. Tracy soltó una carcajada.

A lo lejos se oía el ulular de las sirenas policiales.

VEINTISÉIS

Biarritz se halla en la costa sudoeste de Francia. Ha perdido mucho de su encanto de fines de siglo. El famoso «Casino Bellevue» está cerrado por reparaciones, el «Casino Municipal» es ahora un edificio deteriorado que alberga pequeñas tiendas y una escuela de danza, y las viejas mansiones de las colinas han adquirido un aspecto decadente.

No obstante, la gente rica y la realeza de Europa sigue confluyendo en Biarritz entre julio y setiembre, para disfrutar del juego, del sol y de sus recuerdos. Los que no poseen su propia mansión se alojan en el lujoso «Hotel du Palais». Antigua residencia de Napoleón III, el hotel se halla situado en un promontorio, sobre el océano Atlántico, y es uno de los sitios más espectaculares de la Naturaleza: a un lado, un faro flanqueado por inmensas rocas en punta que emergen de las aguas grises como monstruos prehistóricos y, al otro, la costa.

Una tarde de fines de agosto, la baronesa Marguerite de Chantilly ingresó en el vestíbulo del «Hotel du Palais». Se trataba de una mujer elegante, de pelo rubio ceniza. Llevaba un vestido de seda verde y blanco de Givenchy, que realzaba su figura. Las mujeres se daban vueltas para mirarla con envidia, y los hombres quedaban boquiabiertos.

La baronesa se dirigió al conserje.

– Mi llave, por favor -dijo, con un encantador acento francés.

– Por supuesto, baronesa -respondió el hombre, y le entregó a Tracy la llave y varios mensajes telefónicos.

Cuando se encaminaba hacia el ascensor, un hombre de aspecto anónimo y gafas, que contemplaba la vitrina donde se exhibían echarpes «Hermes», se dio vuelta bruscamente y chocó contra ella, haciéndole caer el bolso de la mano.

– Perdóneme, por favor. -Se agachó, recogió el bolso y se lo entregó-. Lo siento muchísimo.

Hablaba con acento de Europa central.

La baronesa de Chantilly hizo un ademán enérgico con la cabeza y prosiguió su camino.

Un empleado la acompañó hasta el ascensor, que la llevó hasta el tercer piso. Tracy había elegido la suite 312, que tenía una vista panorámica, tanto del mar como de la ciudad. Desde todas las ventanas se veían las olas que se estrellaban contra las eternas rocas. Justo debajo de su ventana había una piscina en forma de riñón, cuyas aguas azules contrastaban con el verde del océano, y a un costado, una amplia terraza llena de sombrillas. Las paredes de la suite estaban tapizadas en seda azul y blanca, con zócalos de mármol.

Tracy entró, cerró con llave e inmediatamente se quitó la ajustada peluca rubia. Mientras se masajeaba el cuero cabelludo, se dijo que el papel de baronesa era uno de los que mejor le salían. Gracias al Gotha y al Debrett podía hacerse pasar por un sinfín de duquesas, princesas, baronesas y condesas de veinticuatro países. Esos libros le resultaban de lo más valioso puesto que incluían historias familiares que se remontaban varios siglos atrás, con los nombres de padres, madres e hijos, escuelas y casas, además de los domicilios correspondientes. Era muy fácil elegir una familia importante y convertirse en una prima lejana…, en particular, una prima rica. La gente se dejaba impresionar mucho por los títulos y el dinero.

Tracy recordó el extraño que se había topado con ella en el vestíbulo, y sonrió.


Esa noche a las ocho, la baronesa de Chantilly se encontraba sentada en el bar del hotel cuando de pronto se le acercó el hombre que había tropezado con ella por la mañana.

– Perdóneme -dijo con timidez-, pero debo pedirle disculpas por mi torpeza.

Tracy le dirigió una sonrisa condescendiente.

– No se preocupe.

– Es usted muy amable. -Titubeó-. Me sentiría mucho mejor si me dejara invitarla con una copa.

– Cómo no, si lo desea.

El hombre se sentó frente a ella.

– Permítame presentarme. Soy el profesor Adolf Zuckerman.

– Marguerite de Chantilly.

Zuckerman hizo señas al camarero.

– ¿Qué desea beber? -le preguntó a Tracy.

– Champaña. Es decir, si…

El hombre levantó una mano como para tranquilizarla.

– No se preocupe; puedo pagarlo. Más aún, estoy a punto de poder pagar cualquier cosa que se me ocurra.

– ¿Ah, sí? Qué bien.

Zuckerman pidió una botella de champaña y se volvió a Tracy. -Me ha pasado la cosa más extraordinaria. Realmente no tendría que comentarlo con una persona desconocida, pero es tan emocionante que no puedo reservármelo. -Se acercó más a ella y bajó la voz-. Le confieso que no soy más que un profesor universitario, o al menos lo era hasta hace poco. Enseño historia. Es una tarea con la que disfruto mucho, aunque no parezca demasiado interesante.

Ella lo escuchaba con expresión cortés.

– ¿Puedo preguntarle qué ocurrió entonces, profesor?

– Estaba realizando una investigación sobre la Armada española, en busca de datos que hicieran más atractivo el tema para mis alumnos cuando, en los archivos del museo local, encontré un documento antiguo que se había entremezclado con otros papeles. Allí figuraban los detalles de una expedición secreta que Felipe II envió en 1588. Uno de los barcos, cargado con lingotes de oro, supuestamente se hundió en un temporal y desapareció sin dejar rastros.

Tracy lo miraba pensativa.

– ¿Supuestamente?

– Exacto. Sin embargo, según este documento, el capitán y su tripulación hundieron adrede la nave en una ensenada oculta, con la intención de volver después a llevarse el tesoro, pero fueron atacados y muertos por unos piratas antes de poder regresar. El documento sobrevivió sólo porque ninguno de los marineros del buque pirata sabía leer ni escribir. -Le temblaba la voz de la emoción-. Bueno… -bajó aún más la voz y miró alrededor antes de continuar-, yo tengo ese documento, con instrucciones precisas sobre cómo llegar hasta el tesoro.

– Qué feliz descubrimiento para usted, profesor.

Había un dejo de admiración en la voz de Tracy.

– Los lingotes de oro probablemente valgan cincuenta millones de dólares. Lo único que tengo que hacer es extraerlos.

– ¿Qué es lo que lo detiene?

El hombre se encogió de hombros casi con vergüenza.

– El dinero. Tendría que equipar un barco para hacer subir el tesoro a la superficie.

– Comprendo. ¿Y cuánto le costaría eso?

– Cien mil dólares. Debo confesar que he cometido una gran tontería. Acudí con los ahorros de toda mi vida al casino de Biarritz, con la esperanza de…

Su voz se fue apagando.

– Pero los perdió.

Zuckerman asintió sin palabras, y Tracy vio que sus ojos se llenaban de lágrimas.

Llegó el champaña, el camarero destapó la botella y sirvió la dorada bebida en las copas.

– Bonne chance -brindó Tracy.

– Gracias.

Bebieron en contemplativo silencio.

– Perdóneme que la aburra con todo esto. No debería estar contándole mis desgracias a una mujer hermosa.

– Al contrario, su historia me parece fascinante. ¿Está seguro de que el oro se encuentra allí?

– Sin la menor duda. Tengo la orden de embarque original y un mapa trazado por el propio capitán. Conozco la situación exacta del tesoro.

Tracy seguía escrutándolo con expresión pensativa.

– Pero le hacen falta cien mil dólares…

Zuckerman lanzó una risita.

– Sí, para obtener un tesoro de cincuenta millones.

Dio otro sorbo a su bebida.

– C'est possible…

– ¿Qué?

– ¿No se le ha ocurrido buscar un socio?

El profesor la miró sorprendido.

– ¿Un socio? No. Pensaba hacerlo solo. Pero claro, ahora que perdí mi dinero…

– Supongamos, profesor, que yo le doy los cien mil dólares…

– De ninguna manera, baronesa. No lo permitiría. Podría usted perder su dinero.

– ¿No dice que sabe con certeza dónde está el tesoro?

– De eso estoy totalmente seguro, pero hay mil detalles que podrían… No hay garantía alguna.

– En la vida existen muy pocas garantías. Su problema es muy interesante, y si yo le ayudara a solucionarlo, podría ser lucrativo para ambos.

– No, nunca me lo perdonaría si por alguna remota causa usted perdiera su inversión.

– Puedo afrontar el riesgo.

Zuckerman permaneció unos instantes reflexionando.

Por último, dijo:

– Si realmente le interesa podríamos asociarnos y repartir las ganancias.

Ella sonrió complacida.

– De acuerdo. Acepto.

El profesor se apresuró a agregar:

– Después de deducir los gastos, desde luego.

– Naturalmente. ¿Cuándo puede ponerlo en marcha?

– Inmediatamente. -El profesor parecía cargado de una repentina vitalidad-. Ya encontré el buque apropiado. Posee un moderno equipo de dragado y cuatro tripulantes. Por supuesto, tendremos que darles un pequeño porcentaje de lo que obtengamos.

– Claro que sí.

– Debemos empezar cuanto antes.

– Puedo conseguirle el dinero en el término de cinco días.

– ¡Maravilloso! Eso me dará tiempo para los preparativos. Éste ha sido un encuentro feliz para ambos, ¿verdad?

– Así es.

– Por nuestra aventura.

El profesor levantó su copa.

Tracy alzó la suya.

– Que sea tan ventajoso como promete.

Chocaron sus copas. Tracy miró al otro lado del salón y se quedó helada. En una mesa situada en un rincón estaba Jeff Stevens, que la observaba con una sonrisa divertida en los labios. Lo acompañaba una mujer hermosa, lujosamente vestida. Jeff la saludó con una inclinación de cabeza y ella sonrió, recordando la última vez que se habían visto, en los alrededores del castillo De Matigny.

– Si me disculpa -le decía en ese momento Zuckerman-, tengo mucho que hacer. Me pondré en contacto con usted.

Tracy le tendió la mano, que él besó antes de alejarse.


– Veo que tu amigo te ha abandonado. Me pregunto por qué. Con esa peluca rubia estás preciosa.

Jeff tomó asiento en la silla que Adolf Zuckerman había ocupado minutos antes.

– Felicidades. La travesura en el castillo De Matigny fue muy ingeniosa.

– Viniendo de ti, es un gran cumplido, Jeff.

Tracy se puso a juguetear con la copa que había en la mesa.

– ¿Qué quería el profesor Zuckerman? -preguntó él.

– Ah, ¿lo conoces?

– Podríamos decir que sí.

– Sólo… quería tomar una copa.

– ¿No te contó lo del tesoro hundido?

Tracy asumió de pronto una actitud cautelosa.

– ¿Cómo lo sabes tú?

Jeff la miró sorprendido.

– No me digas que te tragaste el anzuelo.

– No es lo que supones.

– ¿O sea que le creíste?

– No puedo hacer comentarios sobre el tema, pero el profesor posee cierta información muy interesante.

Jeff meneó, incrédulo, la cabeza.

– Tracy, está tratando de embaucarte. ¿Cuánto te pidió que invirtieras para recuperar el tesoro?

– No te importa. Es asunto mío.

Jeff se encogió de hombros.

– Está bien, pero no digas que no te lo advertí.

– ¿No será que tú también estás interesado en todos esos lingotes de oro?

Él levantó las manos en cómico ademán de desesperación.

– ¿Por qué siempre sospechas de mí?

– Muy sencillo: porque no te tengo confianza. ¿Quién era esa mujer que te acompañaba?

En el acto deseó no haber hecho la pregunta.

– ¿Suzanne? Una amiga.

– Rica, por supuesto.

– Casualmente sí, creo que tiene bastante dinero. Si quieres almorzar mañana con nosotros, el cocinero de su yate prepara…

– Gracias. Jamás se me ocurriría interferir en tus asuntos. ¿Qué historia le estás vendiendo?

– Es una cuestión personal.

– No me cabe duda.

Las palabras le salieron más duras de lo que hubiese querido.

– ¿Nunca se te ocurrió empezar un negocio legal, Jeff? Probablemente tendrías mucho éxito.

El hombre puso cara de espanto.

– ¿Y renunciar a todo esto? ¡Debes de estar bromeando!

– ¿Siempre fuiste un estafador?

– Me fui de casa a los catorce años, a vivir en una feria de diversiones. Cuando se produjo la maravillosa guerra de Vietnam, me enrolé como boina verde y conocí muy de cerca el… asunto. Creo que lo más importante que aprendí fue que la guerra es la mayor estafa de todas. En comparación con eso, tú y yo somos sólo aficionados. -Cambió bruscamente de tema-. ¿Te gusta la pelota vasca?

– Si es algo que promocionas tú, no.

– Es un deporte. Tengo dos entradas para un partido esta noche, y Suzanne no puede ir.

Casi sin darse cuenta, Tracy se mostró de acuerdo.


Cenaron en un pequeño restaurante frente a la plaza del pueblo. Hablaron de política, de libros, de viajes, y Tracy se sorprendió de que Jeff conociera tantos temas.

– Cuando uno se va de casa a los catorce años -explicó él-, aprende a la fuerza. La estafa se parece al judo. En este deporte se utiliza la fuerza del adversario para ganar, mientras que en la estafa se usa su codicia. Uno sólo da el primer paso, y el otro se encarga del resto.

Tracy sonrió, preguntándose si Jeff sabía cuánto se asemejaban ambos. Le gustaba estar con él, pero no dudaba de que, si se diera la oportunidad, él no vacilaría en traicionarla.

El frontón donde había partidos de pelota vasca era del tamaño de una cancha de fútbol, situado en las colinas de Biarritz. Había dos inmensas paredes verdes de cemento en cada extremo y una pared lateral, que limitaban la zona de juego. En el otro costado se levantaban cuatro hileras de bancos de piedra. Cuando Tracy y Jeff llegaron, las tribunas estaban casi repletas y ambos equipos iniciaban la contienda.

Los jugadores se turnaban para arrojar la pelota contra el frontón y recibirla de rebote en las cestas que llevaban sujetas del brazo. Se trataba de un juego rápido y vigoroso.

Cuando uno de los jugadores erraba el tiro, la multitud gritaba.

– Realmente se lo toman muy en serio -dijo Tracy.

– Se apuesta mucho dinero en estos partidos. Los vascos son una raza de apostadores.

Las gradas iban colmándose de público, y Tracy sentía que la apretaban contra Jeff. No sabía si éste era consciente o no del roce de sus cuerpos; al menos no daba señales de notarlo.

El ritmo y la ferocidad del juego parecían intensificarse cada vez más, y las aclamaciones de la gente resonaban en la noche.

– ¿Tiene tanto riesgo como parece?

– Esa pelota se desplaza a casi ciento cincuenta kilómetros por hora. Mejor que no te golpee en la cabeza. -Le dio una palmadita en la mano con aire ausente, con los ojos fijos en el desarrollo del encuentro.

Los jugadores eran expertos que se movían con gracia y un perfecto dominio de sí mismos. Sin embargo, en mitad del partido uno de ellos lanzó su tiro en un mal ángulo, y la pelota salió disparada en dirección de Jeff y Tracy. El público se agachó en busca de refugio. Jeff arrojó a Tracy al suelo y la cubrió con su propio cuerpo. La pelota se estrelló contra una pared lateral. Tracy permaneció tendida, sintiendo el cuerpo tenso de Jeff sobre el suyo, y sus rostros muy próximos.

Jeff la ayudó a ponerse de pie. De pronto, experimentaron cierta turbación.

– Creo… que ya tuve mi cuota de emoción por esta noche -confesó Tracy-. Deseo volver al hotel, por favor.

Se despidieron en el vestíbulo.

– Fue una noche espléndida -dijo ella, con sinceridad.

– Tracy… ¿Seguirás adelante con ese loco proyecto de rescatar el tesoro hundido?

– Sí.

La estudió durante un largo instante.

– Sigues pensando que ando detrás de ese oro.

Ella lo miró con fijeza.

– ¿Acaso no es así?

Jeff se puso muy serio.

– Buena suerte -dijo.

– Buenas noches, Jeff.

Tracy lo observó salir del hotel. Luego se dirigió a recepción.

– Ah, buenas noches -la saludó el conserje-. Hay un mensaje para usted, baronesa.

Era del profesor Zuckerman.


Adolf Zuckerman se hallaba sentado en la oficina de Armand Grangier. Grangier era el propietario de un casino ilegal en la ciudad, que estaba siempre lleno de acaudalados clientes. A diferencia de los casinos estatales, en el suyo las apuestas eran ilimitadas. Allí acudían príncipes árabes, nobles británicos, hombres de negocios de Oriente y dignatarios africanos. Varias beldades con escaso atuendo circulaban por la sala ofreciendo champaña y whisky: Grangier sabía que los ricos disfrutaban recibiendo cosas gratis. Además podía darse ese lujo ya que sus ruletas estaban «arregladas».

El club solía estar lleno de mujeres jóvenes y hermosas, acompañadas por ricachones. Grangier era un hombrecito en miniatura, de facciones perfectas, ojos castaños y una boca sensual. Medía un metro cincuenta y la combinación de sus rasgos atractivos y su mínima estatura atraía a las mujeres como un imán. Grangier trataba a todas con fingida admiración.

– Eres irresistible, chérie -decía-, pero lamentablemente para los dos, estoy locamente enamorado de otra persona.

Y era cierto. Desde luego, esa otra persona cambiaba de una semana a otra, puesto que en Biarritz había una provisión interminable de bellos muchachos, y Grangier era insaciable y cambiante.

Sus contactos con el bajo mundo y con la Policía eran lo suficientemente estrechos como para permitirle mantener el casino. Había comenzado siendo corredor de apuestas; luego se dedicó al tráfico de drogas, y finalmente había conseguido establecer su pequeño feudo en Biarritz. Los que se oponían a él advertían demasiado tarde lo peligroso que podía ser este hombrecito.

– Cuéntame algo más acerca de esta baronesa a quien engatusaste con el cuento del tesoro.

Por el tono furioso de su voz, Zuckerman se dio cuenta de que algo andaba muy mal.

Tragó saliva y respondió:

– Bueno, se trata de una viuda cuyo marido le dejó mucho dinero, y prometió aportar cien mil dólares. -El sonido de su propia voz le infundió confianza para proseguir-. Una vez que tengamos el dinero, por supuesto, le diremos que el barco de rescate ha sufrido un percance, que necesitamos cincuenta mil más. Después…, bueno, tú sabes, lo de siempre.

Vio la mirada de desprecio en el rostro de Grangier.

– ¿Cuál…, cuál es el problema? -preguntó Zuckerman.

– El problema -replicó el jefe con voz glacial-, es que acabo de recibir una llamada de uno de mis muchachos de París, que le ha falsificado el pasaporte a tu baronesa. Se llama Tracy Whitney y es norteamericana.

Zuckerman tuvo un escalofrío.

– ¡Parecía realmente interesada!

– ¡Idiota! ¡Es tan estafadora como tú!

– Entonces, ¿por qué aceptó? ¿Por qué simplemente no me dijo que no?

– No lo sé, profesor, pero mi intención es averiguarlo. Y cuando lo sepa, mandaré a esta dama a refrescarse en las aguas de la bahía. Nadie se burla de Armand Grangier. Ahora toma el teléfono y avísale que un amigo tuyo ha ofrecido poner la mitad del dinero. Iré yo mismo a verla. ¿Te crees capaz de hacerlo?

– Por supuesto que sí. No te preocupes.

– Claro que me preocupo -articuló Grangier, con voz melodiosa-. Me preocupo mucho por ti, profesor.


A Armand Grangier no le gustaban los misterios. El ardid del tesoro hundido venía practicándose desde hacía siglos, pero las víctimas tenían que ser incautas. Un estafador profesional jamás podría dejarse seducir por esa historia. Ése era el misterio que lo inquietaba y que pretendía resolver. Cuando tuviera la respuesta, entregaría a esa mujer a Bruno Vicente, su guardaespaldas preferido.

Grangier bajó de su limusina frente al «Hotel du Palais», entró y se acercó al conserje.

– ¿Qué número tiene la suite de la baronesa Marguerite de Chantilly?

Había una norma estricta que impedía a los empleados dar a conocer las habitaciones de los huéspedes, pero esa clase de normas no regía para Grangier.

– Suite 312, Monsieur.

– Gracias.

– También la 311.

Grangier se detuvo.

– ¿Cómo?

– La baronesa tiene también la habitación contigua.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién la ocupa?

– Nadie.

– ¿Está seguro?

– Sí, señor. La mantiene bajo llave, y ha dado orden a las empleadas de no entrar allí.

Intrigado, Grangier preguntó:

– ¿Tiene un doble de la llave?

– Desde luego.

Sin dudarlo un instante, el conserje buscó debajo del mostrador y le entregó a Grangier la llave que pedía.

Cuando llegó a la suite de la baronesa, Grangier encontró la puerta entornada. La empujó y entró. Estaba vacía.

– Hola. ¿Hay alguien?

Una voz femenina le respondió desde la otra habitación.

– Estoy en el baño. Ya salgo. Sírvase algo de beber, por favor.

Grangier recorrió la habitación. Muchas veces había hecho alojar amigos suyos en ese hotel.

– No se apresure, baronesa.

¡Baronesa un carajo! -pensó, indignado-. Cualquiera sea el plan que tengas entre manos, chérie, te saldrá el tiro por la culata. Se encaminó hacia la puerta que conectaba ambas habitaciones, pero estaba cerrada. Sacó su llave y la abrió. En el acto notó un olor extraño. El conserje le había dicho que no la ocupaba nadie. Entonces, ¿para qué la necesitaba…? Algo le llamó la atención. Un grueso cable negro, enchufado a un tomacorriente de la pared, se extendía por el suelo y desaparecía dentro de un placard, cuya puerta estaba entreabierta. Dominado por la curiosidad, abrió el placard.

Varios billetes húmedos de cien dólares, sujetos con broches de ropa, colgaban de un alambre. Debajo había un objeto tapado con una tela. La retiró y halló una pequeña impresora con un billete húmedo aún. A un lado, hojas de papel en blanco y una guillotina.

Una voz enojada habló a sus espaldas.

– ¿Qué está haciendo aquí?

Grangier giró sobre sus talones. Tracy Whitney, con el pelo envuelto en una toalla, había entrado en la habitación.

– ¡Dinero falso! -exclamó Grangier en voz baja-. Nos iba a pagar con dinero falso.

Observó la expresión de furia que se dibujó en el rostro femenino.

– Así es -recordó ella-. Pero de todas maneras no hubiera importado. Nadie se da cuenta de la diferencia entre estos billetes y los verdaderos.

– Es usted una estafadora…

– Estos billetes valen tanto como el oro.

– ¿De veras? -Había desdén en su voz. Sacó uno de los que se estaban secando, lo miró por ambos lados primero, y luego lo examinó con detenimiento. Eran excelentes-. ¿Quién talló estas planchas?

– ¿A usted qué le importa? Puedo tener los cien mil listos para el viernes.

Grangier la miró perplejo. Cuando comprendió que ella estaba pensando, se rió en voz alta.

– Realmente es estúpida. ¿Se creyó la historia del barco?

– ¿Qué es eso? El profesor Zuckerman me dijo que…

– ¡Y usted lo creyó! Qué vergüenza, baronesa Whitney. -Miró de nuevo el billete que sostenía en la mano- Me lo llevo.

Tracy se encogió de hombros.

– Tome todos los que quiera. No es más que papel.

El hombre manoteó un puñado de billetes húmedos.

– ¿Cómo se asegura de que las empleadas del hotel no entren aquí?

– Les pago bien para que no se acerquen. Y cuando salgo, cierro con llave el placard.

– No salga del hotel -le ordenó-. Quiero que conozca a un amigo.


Armand Grangier tenía intenciones de entregar a esa mujer inmediatamente a Bruno Vicente, pero cierto instinto le hizo esperar. Volvió a estudiar el billete. Muchas veces había tenido dinero falso en las manos, pero nunca algo tan perfecto. El papel parecía auténtico al tacto, los colores eran exactos y la imagen de Benjamín Franklin no tenía defectos. Esa hija de puta tenía razón: no se notaba la diferencia con los billetes verdaderos. Grangier se preguntó si sería posible hacerlo pasar como genuino, idea que le pareció tentadora.

Decidió retrasar la llamada a Bruno Vicente.

A la mañana siguiente, llamó a Zuckerman y le entregó uno de los billetes de cien.

– Ve al Banco y cámbialo por francos.

– Cómo no.

Ése sería el castigo de Zuckerman por su estupidez. Si lo detenían y quería seguir su vida, jamás confesaría dónde lo había obtenido. Pero si lograra hacerlo pasar por verdadero… Ya veré, pensó.

Quince minutos más tarde regresaba Zuckerman a su oficina, contando francos por valor de cien dólares.

– ¿Tuviste algún problema?

– No. ¿Por qué?

– Quiero que vuelvas a ese mismo Banco -le ordenó-, y hagas esto…


Adolf Zuckerman llegó a la «Banque de France» y se dirigió al escritorio del gerente. Esta vez era consciente del peligro, pero prefería enfrentarse con eso antes que con la ira de su jefe.

– ¿En qué puedo servirlo?

El gerente dio muestras de comprender.

– Perdió su dinero y quiere solicitar un préstamo.

– No. Por el contrario, gané. Pero esos hombres no me dieron impresión de honestidad. -Sacó uno de los billetes de cien-. Me pagaron con esto, y temo que sea dinero falso.

Zuckerman contuvo el aliento mientras el gerente tomaba el billete y lo examinaba por ambos lados, mirándolo a la luz.

– Tuvo suerte, señor -sentenció el gerente con una sonrisa-. Estos billetes son auténticos.

Zuckerman se permitió lanzar un suspiro.


– Ningún problema, jefe. Dijeron que son genuinos.

Era algo demasiado extraordinario como para ser cierto. Armand Grangier se quedó sentado, pensativo, con un plan ya casi trazado en su mente.

– Ve a buscar a tu baronesa -dijo.


Tracy se hallaba en el despacho de Grangier, al otro lado del enorme escritorio.

– Usted y yo vamos a ser socios -le informó Grangier.

Tracy hizo ademán de levantarse.

– No me hace falta ningún socio -replicó.

– Siéntese.

Ella lo miró a los ojos y obedeció a regañadientes.

– Biarritz es mi ciudad -prosiguió el hombre-. Intente usted pasar uno solo de esos billetes, y la arrestarán en el acto. ¿Me entiende? A las mujeres hermosas les suceden cosas muy feas en nuestras cárceles.

Tracy desvió los ojos.

– De modo que me está ofreciendo «protección».

– Dígame de dónde sacó esa impresora.

Grangier disfrutó al verla vacilar, y luego rendirse.

– Se la compré a un norteamericano que vive en Suiza. Era grabador en la Casa de la Moneda de los Estados Unidos. No sé qué problema técnico hubo con su jubilación, y jamás recibió un centavo. Se sintió traicionado y decidió desquitarse. Robó algunas de las planchas de cien dólares que supuestamente debían haberse destruido, y se valió de sus contactos para conseguir el papel que utiliza el Departamento del Tesoro para imprimir el dinero.

Con razón los billetes son tan buenos, pensó él, triunfante.

– ¿Cuánto se puede imprimir por día?

– Sólo un billete por hora. Hay que procesar cada cara del papel, y…

La interrumpió.

– ¿No existe una impresora mayor?

– Sí. Él tiene una que produce cincuenta billetes cada ocho horas, pero pide medio millón de dólares por ella.

– Cómprela.

– No tengo esa suma.

– Yo sí. ¿Cuándo podría ponerse en contacto con él?

– Supongo que ahora mismo, pero no…

Grangier tomó el teléfono.

– Louis, quiero quinientos mil dólares en francos franceses. Saque lo que haya en la caja fuerte, y el resto pídalo a los Bancos. Tráigamelo en seguida a mi despacho.

Tracy se puso de pie, muy nerviosa.

– Esperaré en el hotel mientras…

– Siéntese.

– Sinceramente debo…

– Siéntese y quédese callada, que estoy pensando.

Tenía socios comerciales que seguramente querrían participar en el negocio, pero si no se enteraban, no se ofenderían. Compraría la impresora grande, y devolvería lo que había sacado en la cuenta bancaria del casino con billetes falsificados. Después, le ordenaría a Bruno Vicente que se encargara de esa mujer.


Dos horas más tarde llegaba el dinero en una maleta.

– Váyase del «Hotel du Palais» -le indicó Grangier a Tracy-. Luego la llevaremos a una casa apartada que tengo en las colinas, donde se instalará hasta que pongamos en marcha la operación. -Le alargó el teléfono-. Ahora llame a ese amigo suyo que está en Suiza.

– Tengo el número en el hotel. Puedo llamarlo desde allí…

– No quiero trampas. Conversaremos esta noche, durante la cena. La veré a las ocho.

Era una forma de despedirla. Tracy se levantó.

Grangier le indicó la maleta.

– Tenga cuidado con el dinero. No quisiera que le pasara nada, ni a él ni a usted.

– No se preocupe -le aseguró ella.

– Lo sé -afirmó con una breve sonrisa-. El profesor Zuckerman la llevará al hotel.


Por la noche, Armand Grangier estaba eufórico. A esa hora ya debía de haberse concretado la compra de la impresora grande. Esa mujer le había dicho que podría imprimir cinco mil dólares cada ocho horas, pero él tenía un plan mejor. Pensaba hacer funcionar la máquina las veinticuatro horas, con lo cual obtendría quince mil dólares diarios, un millón en poco más de dos meses. Y eso sería sólo el comienzo. Esa noche sabría quién era el grabador, y coordinaría con él la compra de otras máquinas. Amasaría una fortuna sin límites.

A las ocho en punto, la limusina penetró por el sendero en curva del «Hotel du Palais», y Grangier se bajó del coche. Al entrar en el vestíbulo advirtió con satisfacción que Zuckerman estaba sentado allí, vigilando la puerta.

Grangier se dirigió al mostrador.

– Avise a la baronesa de Chantilly que acabo de llegar. Dígale que baje.

El conserje levantó la mirada y dijo:

– Pero la baronesa se ha retirado, señor Grangier.

– Debe de haber un error. Llámela.

El conserje estaba compungido. No era saludable contradecir al señor Grangier.

– Yo mismo le di la salida.

– ¿Cuándo?

– Poco después de haber regresado al hotel. Me pidió que le llevara la cuenta a su habitación para poder pagarla en efectivo.

Grangier pensaba velozmente.

– ¿En francos?

– Sí, señor.

– ¿Se llevó algo de la suite?

– No. Dijo que después enviaría a buscar sus maletas.

De modo que se había ido a Suiza con su dinero, a comprar por su cuenta la impresora.

– Acompáñame a su habitación. ¡Rápido!

– Sí, señor.

El conserje cogió una llave del tablero y corrió con el hombre hacia el ascensor.

Cuando Grangier pasó junto a Zuckerman, le dijo:

– ¿Qué has estado haciendo aquí sentado, idiota? La mujer se ha ido.

Zuckerman lo miró sin comprender.

– No puede ser. Estuve alerta todo el…

– Estuviste alerta -lo remedó-. ¿Vigilaste que no bajara una enfermera, una señora canosa, una empleada que saliera por la puerta de servicio?

Zuckerman estaba estupefacto.

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– Vuelve al casino. Ya me ocuparé de ti.

La suite tenía el mismo aspecto que por la mañana. La puerta que unía ambas habitaciones estaba abierta. Grangier entró y fue presuroso a abrir el placard. ¡Gracias a Dios, la impresora se hallaba ahí todavía! Le habían robado quinientos mil dólares, pero aún podría recuperarse. Daría aviso a la Policía para que la arrestasen, y luego sus hombres se encargarían de ella.

Grangier marcó el número de la comisaría de Policía y pidió hablar con el inspector Dumont.

– Lo espero aquí.

Quince minutos más tarde llegó su amigo, el inspector, acompañado por uno de los hombres más feos que Grangier hubiese visto jamás. Tenía una frente abultada y ojos de rata, casi ocultos detrás de unos lentes de gruesos aros.

– Le presento a Daniel Cooper, señor Grangier. El señor Cooper también tiene interés en la mujer de que me habló.

Cooper tomó la palabra.

– Según le mencionó usted al inspector Dumont, esta persona está comprometida en un asunto de falsificación de moneda.

– En efecto. En estos momentos viaja rumbo a Suiza, de manera que pueden detenerla en la frontera. Tengo aquí mismo todas las pruebas que van a necesitar.

Los condujo al placard. Cooper y Dumont revisaron el interior.

– Ahí está la máquina con que imprimió los billetes.

Daniel Cooper se adelantó y la examinó con cuidado.

– ¿Falsificó el dinero con esta imprenta?

– Se lo acabo de decir. -Grangier sacó un billete de su bolsillo-. Mírelo. Es uno de los que ella me dio.

Cooper se dirigió a la ventana y sostuvo el papel contra la luz.

– Este billete es auténtico.

– Eso se debe a que ella usó planchas robadas, que le compró a un grabador que antiguamente trabajaba en la Casa de la Moneda.

Cooper replicó con tono descortés:

– Ésta es una imprenta común y usted es un estúpido. Lo único que se puede imprimir aquí son membretes.

– ¿Membretes?

La habitación le daba vueltas.

– ¿Realmente se tragó la historia de la máquina que convierte el papel en dólares genuinos?

– Le digo que lo vi con mis propios ojos…

Grangier se detuvo. ¿Qué era lo que había visto? Unos billetes húmedos de cien dólares, colgados para que se secaran, papel en blanco y una guillotina. Comenzó entonces a comprender la magnitud de la estafa. No había ningún asunto de falsificación, ni grabador alguno aguardando en Suiza. Tracy Whitney jamás se había creído la historia del barco hundido. La hija de puta había empleado su propia estratagema como señuelo para robarle medio millón de dólares. Si eso se llegaba a saber…

Los dos investigadores lo observaban con curiosidad.

– ¿Desea usted formular algún tipo de acusación, señor? -le preguntó Dumont.

¿Cómo hacerlo? Si alguien se enteraba de que lo habían estafado cuando trataba de financiar una falsificación de dinero… ¿Qué harían sus socios cuando supieran que les había hurtado medio millón de dólares para dárselos a otra persona?

– No… No voy a formular ninguna denuncia.

VEINTISIETE

Fue Tracy quien le propuso a Gunther Hartog que se reunieran en Mallorca. A ella le encantaba la isla.

– Además -le dijo a su amigo-, en una época fue refugio de piratas. Nos sentiremos como en casa.

– Tal vez sería mejor que no nos viesen juntos -sugirió él.

– No te preocupes, yo me encargaré.


Todo empezó con la llamada telefónica de Gunther desde Londres.

– Tengo algo para ti, Tracy, que se sale de lo común. Creo que te resultará todo un desafío.

A la mañana siguiente, Tracy voló a Palma, la capital de Mallorca. Debido a la circular roja que Interpol había emitido con sus datos, su partida de Biarritz y su llegada a la isla fueron informadas a las autoridades locales. Cuando se alojó en la Suite Real del «Hotel Son Vida», se estableció una vigilancia en torno de ella las veinticuatro horas del día.

El comisario Ernesto Marze, de Palma, había hablado con el inspector Trignant, de Interpol.

– Tenemos fundadas sospechas -afirmó el francés- de que la señorita Whitney es la autora de la serie de delitos que nos preocupa.

– Tanto peor para ella. Si comete algún delito aquí, no podrá escapar. Nuestra justicia es rápida y efectiva.

– Hay otra cosa que debo mencionarle.

– ¿Sí?

– Recibirá usted la visita de un norteamericano. Su nombre es Daniel Cooper.


Los detectives que vigilaban a Tracy tenían la sensación de que a ella sólo le interesaba el turismo. Le siguieron los pasos cuando recorrió la isla y visitó el monasterio de San Francisco, el colorido castillo de Bellver y la playa de Illetas. Asistió a una corrida de toros y cenó en un restaurante típico frente a la Plaza de la Reina. Y siempre aparecía sola.

Realizó excursiones a Formentor, Valldemosa y La Granja, y visitó las fábricas de perlas de Manacor.

– Nada -le informaron los detectives a Ernesto Marze-. Se pasea como cualquier turista, comisario.

Una secretaria entró en la habitación.

– Hay un señor norteamericano, Daniel Cooper, que desea verle -anunció.

El comisario tenía muchos amigos estadounidenses. Le gustaba la gente de ese país, y tenía la impresión de que, pese a lo que le había anticipado el inspector Trignant, Daniel Cooper le caería bien.

Pero se equivocó.

– Son todos unos idiotas -pontificó Cooper-. Por supuesto que no ha venido aquí como turista.

Marze apenas logró contenerse.

– Señor, usted mismo aseguró que los blancos que atraen a la señorita Whitney son siempre espectaculares, que disfruta haciendo cosas que parecen imposibles. He realizado una prolija investigación, señor Cooper, y pienso que no hay nada en Mallorca digno de cautivar los talentos de esta señorita.

– ¿Se ha encontrado con alguien?

– Aún no.

– Pues lo hará -sentenció Cooper.

Ahora sé lo que quieren decir cuando hablan del norteamericano repugnante, pensó Marze.


Hay más de doscientas cavernas conocidas en Mallorca, pero las más atrayentes son las Cuevas del Drach, cerca de Porto Cristo, a una hora de viaje desde Palma. Las antiquísimas grutas se internan en la tierra. Se trata de enormes cavernas recubiertas por estalactitas y estalagmitas, donde reina un silencio sepulcral, salvo el esporádico ruido de corrientes subterráneas. Las aguas, verdes, azules y blancas, indican la medida de la tremenda profundidad.

Las cuevas son una serie de laberintos aparentemente interminables, apenas iluminados por antorchas ubicadas a intervalos. No se permite entrar a nadie sin un guía, pero desde el momento en que se abren al público por la mañana, las grutas se llenan de turistas.

Tracy eligió visitarlas un sábado, cuando estaban más concurridas. Compró su entrada en el pequeño puesto y se perdió entre la multitud. Daniel Cooper y dos hombres del comisario Marze le pisaban los talones. Un guía condujo a los paseantes por angostos y resbaladizos pasillos de piedra.

Había huecos donde los espectadores podían admirar las formaciones calcáreas semejantes a enormes pájaros y árboles extraños. En los corredores escasamente iluminados había sectores oscuros. En uno de ellos desapareció Tracy.

Daniel Cooper avanzó con rapidez, pero no pudo encontrarla. No había forma de saber si estaba delante o detrás de él. Está planeando algo aquí -se dijo-. Pero, ¿qué?


En un extremo de las grutas hay un anfiteatro con gradas de piedra donde se instala el público para presenciar el espectáculo que se monta a diario. Los turistas se sentaron en la penumbra, esperando que comenzara la función.

Tracy buscó la tercera hilera y contó veinte asientos. El hombre que ocupaba el número veintiuno se volvió hacia ella.

– ¿Algún problema?

– Ninguno, Gunther.

Se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

– Me pareció mejor que no nos vieran juntos, por si alguien te seguía.

Tracy paseó la mirada por la inmensa cueva repleta.

– Aquí estamos seguros. -Miró a su amigo con curiosidad-. Tú dirás…

– Un cliente muy rico está ansioso por adquirir cierto cuadro, un Goya llamado Puerto. Está dispuesto a pagar medio millón de dólares en efectivo a quienquiera que se lo consiga. Esto es, aparte de mi comisión.

Tracy se quedó pensativa.

– ¿Significa eso que otros lo están intentando?

– Con sinceridad, sí. En mi opinión, las posibilidades de éxito son escasas.

– ¿Dónde está el cuadro?

– En el Museo del Prado, de Madrid.

– ¡En el Prado!

Gunther le hablaba al oído, sin prestar atención a la presentación del espectáculo.

– Te hará falta una gran dosis de ingenio, mi querida Tracy.

– ¿Medio millón de dólares?

– Limpios.

El espectáculo dio comienzo, y se hizo un repentino silencio. En forma lenta, empezaron a encenderse unas lámparas invisibles, al tiempo que se oía música en la gruta. El centro del escenario era un amplio lago frente al público; detrás de una estalagmita, apareció una góndola iluminada por reflectores ocultos, a bordo de la cual un organista llenaba el ambiente con el dulce son de una melodía. Los turistas contemplaron absortos las luces multicolores que caían sobre la góndola, mientras ésta cruzaba por el lago y desaparecía en la oscuridad.

– Fantástico -comentó Gunther-. Valió la pena el viaje aunque sólo fuera para ver esto.

– Adoro viajar -dijo Tracy-. ¿Y sabes qué ciudad quise siempre conocer? Madrid.


Parado junto a la salida de las cavernas, Daniel Cooper divisó a Tracy al salir de las grutas. Iba sola.

VEINTIOCHO

El madrileño «Hotel Ritz», situado en la Plaza de la Lealtad, es considerado el mejor de España, y durante más de un siglo ha albergado a monarcas de numerosos países europeos. Presidentes, dictadores y millonarios han dormido allí. Tanto había oído elogiar Tracy al «Ritz», que sufrió una desilusión. El vestíbulo del hotel tenía un aspecto mórbido.

El propio subgerente la acompañó hasta la suite que solicitó, en el sector sur del edificio, sobre la calle Felipe V.

– Espero que sea de su agrado, señorita Whitney.

Tracy se encaminó a la ventana y miró hacia afuera. Justamente debajo, en la acera de enfrente, se hallaba el Museo del Prado.

– Está muy bien. Gracias.

Desde la habitación se oía el intenso ruido del tránsito callejero, pero había conseguido lo que pretendía: una vista a vuelo de pájaro del Prado.

Pidió que le subieran una cena ligera para acostarse temprano.

A medianoche, llegó un detective para remplazar al colega que estaba apostado en el vestíbulo.

– No ha salido de su cuarto. Debe de haberse ido a dormir.

La Dirección General de Seguridad, cuartel general de la Policía, se halla en la Puerta del Sol y ocupa una manzana entera. Se trata de un lúgubre edificio de ladrillo, que ostenta un gran reloj de torre en su parte superior. Sobre la entrada principal flamea la bandera roja y amarilla de España.

El día anterior había arribado un cable urgente de Interpol para Santiago Ramiro, comandante de la Policía de Madrid, donde se le informaba de la inminente llegada de Tracy Whitney a la ciudad. Ramiro leyó dos veces la frase final y decidió llamar al inspector Trignant, de París.

– No comprendo su mensaje. ¿Me pide usted que brinde el máximo de colaboración a un norteamericano que ni siquiera es policía? ¿Por qué razón?

– Comandante, creo que el señor Cooper le resultará muy útil. Está tan interesado como nosotros en la señora Whitney.

El comandante aceptó a regañadientes.

– Si usted dice que puede ser de utilidad, no tengo objeciones.

El comandante Ramiro, al igual que su colega de París, no apreciaban particularmente a los norteamericanos. Le parecían groseros, materialistas e ingenuos. Detestó a Daniel Cooper con sólo verlo.

– Esta mujer ha sido más astuta que las fuerzas policiales de media Europa -afirmó Cooper, al entrar en el despacho del comandante-. Y probablemente ocurrirá lo mismo con ustedes.

Ramiro apenas pudo dominarse.

– Señor, no necesitamos que nadie nos dé instrucciones. Hemos mantenido vigilada a la señorita Whitney desde el instante de su llegada al aeropuerto de Barajas, esta mañana, y le aseguro que si a alguien se le cae un alfiler por la calle y ella se atreve a cogerlo, la enviaremos de inmediato a prisión. Nunca ha tenido que enfrentarse con la Policía española.

– No ha venido aquí para recoger alfileres en la calle.

– ¿Por qué supone que vino?

– No estoy seguro. Sólo puedo garantizarle que es por algo importante.


Cuando Tracy se despertó a la mañana siguiente, pidió un desayuno ligero y se acercó a mirar por la ventana que daba al Prado. Se trataba de una importante fortaleza construida en piedra y ladrillo, rodeada de jardines arbolados. Delante se veían dos columnas dóricas, y a cada lado, dos escaleras idénticas subían hasta la entrada principal. Había otras dos entradas laterales al nivel de la calle. Escolares y turistas de diversos países formaban fila en la acera. A las diez en punto, se abrieron las enormes puertas, y los visitantes comenzaron a pasar por las puertas giratorias y los accesos laterales.

De pronto sonó el teléfono. Tracy se sobresaltó. Salvo Gunther Hartog, nadie sabía que se encontraba en Madrid.

– Diga.

– Buenos días, señorita -dijo una voz conocida-. Le hablo desde la Cámara de Comercio de Madrid porque he recibido instrucciones de hacer cuanto esté en mi mano para que tenga una agradable estancia en nuestra ciudad. ¿No utiliza ningún título nobiliario esta vez?

– ¿Cómo supiste que estaba aquí, Jeff?

– Esta cabeza lo sabe todo. ¿Es la primera vez que vienes?

– Sí.

– Entonces podré mostrarte algunos lugares interesantes. ¿Hasta cuándo te quedarás, Tracy?

– No estoy segura. Lo suficiente como para hacer algunas compras y visitar ciertos sitios. ¿Qué haces tú en Madrid?

– Lo mismo.

Tracy no creía en las coincidencias. Jeff estaba allí por el mismo motivo que ella: algún robo.

– ¿Tienes algún compromiso para cenar? -preguntó él.

– No.

– Bien. Entonces reservaré una mesa en «Jockey».


Tracy no se hacía ilusiones respecto de Jeff, pero cuando bajó del ascensor y lo vio parado en el vestíbulo, experimentó un imprevisto placer.

Jeff le tomó una mano entre las suyas.

– Estás preciosa -dijo.

Ella vestía un conjunto de «Valentino» de color azul, una piel de marta alrededor del cuello, zapatos bajos y una cartera azul con el monograma de «Hermes».

Sentado en un sillón de la recepción, Daniel Cooper la vio saludar a su amigo. Sabía que ningún cuerpo policial del mundo era lo suficientemente astuto como para atrapar a Tracy Whitney. Sólo yo puedo hacerlo -pensó-. Es mi presa.

Para Cooper, Tracy era algo más que un simple trabajo: se había transformado en una obsesión. Llevaba sus fotos y su expediente a todas partes, y por la noche, antes de dormir, los revisaba una y otra vez. Había llegado a Biarritz demasiado tarde como para capturarla, y se le había escapado en Mallorca, pero ahora que Interpol tenía de nuevo su pista, estaba decidido a no perderla.

El «Jockey» era un restaurante pequeño y distinguido, en la calle Amador de los Ríos.

– La comida aquí es excelente -anticipó Jeff.

Estaba particularmente atractivo y demostraba un nerviosismo similar al suyo, y ella sabía a qué se debía: ambos estaban compitiendo en un juego de elevadas apuestas. Pero ganaré yo, se dijo.

– Me llegó un rumor extraño -dijo Jeff.

– ¿Qué clase de rumor?

– ¿Has oído hablar de Daniel Cooper? Es un investigador privado de varias Compañías de seguros. Muy inteligente.

– ¿Qué pasa con él?

– Ten cuidado. Es peligroso, y no quisiera que te sucediera nada.

– No te preocupes.

– Me resulta difícil no hacerlo.

Ella se rió.

– ¿Por qué?

Jeff le tomó una mano y le sonrió.

– Eres una persona muy especial. La vida es mucho más interesante cerca de ti.

¿Por qué será tan convincente? Si no lo conociera tanto, le creería.

– Encarguemos la comida. Estoy muerta de hambre.

En los días siguientes recorrieron Madrid juntos. Dos de los hombres del comandante Ramiro los seguían a todas partes, acompañados por Cooper. Ramiro había permitido que el norteamericano integrara el equipo de vigilancia sólo para sacárselo de encima. Ese tipo era un loco al pensar que la Whitney pudiera alzarse con algún tesoro en las narices de la Policía española.

Cenaron en los restaurantes clásicos de Madrid, pero Jeff también conocía lugares apartados y llenos de encanto que no habían descubierto los turistas. Asimismo visitaron bares pequeños donde les sirvieron deliciosas tapas.

Adondequiera que fuesen, Cooper y dos detectives iban pisándoles los talones.

Siempre desde una distancia prudente, Cooper se preguntaba qué papel desempeñaría Jeff. ¿Quién es ese hombre? ¿La nueva víctima de Tracy Whitney?¿O estarán tramando algo juntos?

Decidió consultar al comandante Ramiro.

– ¿Qué información tiene acerca de Jeff Stevens?

– Nada. No posee antecedentes penales y está registrado como turista. Creo que se trata sólo de un compañero que ha conocido la mujer.

El instinto le indicaba algo diferente a Cooper. Pero no era a Stevens a quien perseguía.

Cuando Tracy y Jeff regresaron esa noche al hotel, Jeff la acompañó hasta la puerta de su habitación.

– ¿No me invitas a tomar una copa? -sugirió él.

Tracy estuvo tentada de aceptar. Pero, finalmente, optó por darle un suave beso en la mejilla.

Unos minutos más tarde él la llamó desde su habitación.

– ¿No quieres acompañarme mañana a Segovia? Es una ciudad antigua y fascinante, a pocas horas de Madrid.

– Claro que sí. Y gracias por esta hermosa noche. Hasta mañana,Jeff.

Largo rato permaneció despierta, sumida en pensamientos que la inquietaban. Hacía demasiado tiempo que no tenía una relación sentimental con un hombre. Charles le había causado una herida profunda, y no quería volver a sufrir. Jeff era un compañero simpático, pero jamás debía permitir que fuese algo más que eso. Enamorarse de él sería muy fácil. Y tonto.

Fatal.

Divertido.

Le costó conciliar el sueño.


El viaje a Segovia le resultó fascinante. Jeff había alquilado un cochecito, con el que se internaron en la bella zona de viñedos de España. Un «Seat», sin matrícula de identificación, los siguió el día entero, pero no se trataba de un coche común.

El «Seat» es el vehículo oficial de la Policía española. El modelo corriente tiene cien caballos de potencia, pero las unidades que se destinan a la Policía y a la Guardia Civil llevan ciento cincuenta, de modo que no había peligro de que Tracy y Jeff pudieran eludir a Daniel Cooper y sus dos acompañantes.

Almorzaron en un restaurante típico de la plaza principal, debajo del acueducto construido por los romanos dos mil años atrás. Después de comer, pasearon por la ciudad medieval. Visitaron la antigua catedral de Santa María, el Ayuntamiento renacentista y la vieja fortaleza encaramada en una colina que domina la ciudad. El panorama desde allí resultaba deslumbrante.

Tracy se alejó del borde de la pendiente.

– Cuéntame algo de Segovia -le pidió.

Jeff resultó ser un guía entusiasta, versado en historia y arquitectura, y Tracy se empeñaba en no olvidar que también era un estafador. Para ella fue un día maravilloso.

José Pereyra, uno de los detectives españoles, se quejó ante Cooper:

– Lo único que están robando esos dos es nuestro tiempo. ¿No se da cuenta de que sólo son una pareja de enamorados? ¿Está seguro de que planean algo?

– Sí.

Cooper estaba intrigado por sus propias reacciones. Quería detener a Tracy Whitney, darle su merecido. Pero cada vez que Jeff la cogía del brazo experimentaba una enorme furia.

De vuelta en Madrid, Jeff le propuso a Tracy:

– Conozco un lugar muy agradable para cenar, si no estás demasiado cansada.

– Fantástico.

Tracy no quería que terminara el día.


Los madrileños cenan tarde, y pocos restaurantes abren antes de las nueve de la noche. Jeff reservó una mesa para las diez en «Zalacaín», un distinguido lugar donde la comida era excelente y el servicio perfecto. Tracy se recostó en su silla, satisfecha y feliz.

– Fue una cena maravillosa, Jeff. Gracias.

– Me alegro de que la hayas disfrutado. Éste es el lugar ideal para traer a una persona que quieras impresionar.

– ¿Y tú estás tratando de impresionarme, Jeff?

Él sonrió.

– Por supuesto que sí. Y todavía falta lo mejor.

Desde el restaurante, Jeff la llevó a una pequeña bodega, llena de trabajadores españoles, con chaquetas de cuero, que bebían junto a la barra o en las mesas del salón. En un extremo había un tablado donde dos hombres tocaban la guitarra. Tracy y Jeff se situaron en una mesa junto al escenario.

– ¿Sabes algo sobre flamenco, Tracy?

Tuvo que levantar la voz a causa del ruido que había en el bar.

– Sólo que es un baile español.

– De origen gitano. En los clubes nocturnos elegantes de Madrid se pueden ver imitaciones de flamenco, pero tú verás hoy el verdadero.

Tracy le dedicó una sonrisa.

– Disfrutarás de un clásico cuadro flamenco, o sea, un grupo de cantaores, bailarinas y guitarristas. Primero actúan juntos; luego cada cual hace su número personal.

Observándolos desde una mesa apartada, Daniel Cooper se preguntaba sobre qué estarían conversando con tanta animación.

– El baile es muy sutil; todo tiene que desarrollarse en armonía: los movimientos, la música, los trajes, la intensificación del ritmo…

– ¿Cómo sabes tanto sobre el tema?

– En una época salí con una bailaora de flamenco.

Naturalmente, pensó Tracy.

Se apagaron las luces de la bodega, y sólo el pequeño escenario quedó iluminado. Los intérpretes subieron a la tarima. Las mujeres llevaban ceñidos vestidos de falda amplia y grandes peinetas en sus hermosos peinados. Los bailarines vestían el tradicional pantalón negro ceñido, chaleco y botas. Los guitarristas ejecutaron una melodía tristona, mientras una de las mujeres cantaba con voz ronca.

Una bailarina se adelantó hasta el centro del escenario y comenzó con un simple zapateado que fue haciéndose más veloz al compás de las guitarras. El ritmo fue creciendo y el baile se hizo cada vez más violento y sensual. A medida que aumentaba el frenesí, se oían gritos de aliento provenientes de un lado del escenario, donde estaban los otros intérpretes.

Las exclamaciones de «Ole tu madre» y «Ole tu padre» incitaban a los bailarines a alcanzar ritmos cada vez más exaltados.

– ¡Esa mujer es una maravilla! -elogió Tracy.

– Aguarda.

Una segunda mujer se paró en medio del escenario. Parecía reconcentrada y ajena a la presencia del público. Las guitarras atacaron, se aproximó también un bailarín, y comenzó el impetuoso sonar de las castañuelas.

Los intérpretes que no tomaban parte se unieron en el batir de palmas que acompaña al flamenco. El rítmico golpeteo producía una interminable variación de tonos y sensaciones armónicas.

Sus cuerpos se separaban y se acercaban en un creciente frenesí de deseo, representando un amor violento, animal, sin tocarse siquiera, pero logrando un clímax de pasión salvaje que arrancó alaridos de la concurrencia. Las luces se apagaron y volvieron a encenderse, mientras el público prorrumpía en aclamaciones. Tracy gritaba junto con los demás. Turbada, notó que sentía una gran excitación sexual. Temió encontrarse con los ojos de Jeff. Bajó la vista, miró las manos fuertes y bronceadas de su amigo, y le pareció sentirlas acariciando su cuerpo lenta y suavemente. En el acto apoyó las suyas en su falda para disimular su temblor.

Hablaron muy poco en el trayecto de regreso al hotel. Junto a la puerta de la habitación de Tracy, ella se dio vuelta y dijo:

– Fue una…

Los labios de Jeff se apretaron contra los suyos. Tracy lo rodeó con sus brazos y lo estrechó con fuerza.

– Tracy…

Con el último vestigio de voluntad, se negó.

– Ha sido un día muy largo, y tengo sueño.

– Vaya.

– Creo que mañana me quedaré a descansar en mi cuarto.

– Buena idea -respondió él con voz neutra-. Es probable que yo haga lo mismo.

Fuera, la mole del Museo del Prado aparecía bañada por la luz de la Luna.

VEINTINUEVE

A la mañana siguiente, a las diez, Tracy esperaba en la cola para entrar en el Prado. Cuando se abrieron las puertas, un guardia uniformado hizo funcionar una puerta giratoria, que permitía el acceso de una persona cada vez.

Tracy compró su entrada y avanzó con la multitud. Daniel Cooper y el detective Pereyra se mantuvieron detrás, y Cooper comenzó a sentir una gran excitación. Seguramente Tracy Whitney no había ido allí como visitante.

La muchacha fue recorriendo lentamente las salas llenas de obras de Rubens, Tiziano, Tintoretto, el Bosco y el Greco. Las telas de Goya se exhibían en una sala especial de la planta baja.

Advirtió que a la entrada de cada sala había un guardia uniformado, y junto a su codo, un botón rojo de alarma. Supuso que en el instante en que sonara la alarma, se cerrarían automáticamente todas las entradas y salidas del museo, impidiendo una posible huida.

Se sentó en un banco en medio de la sala de las Musas y clavó la mirada en el suelo. A ambos lados de la puerta había un accesorio redondo, que supuso sería el de los rayos infrarrojos que se conecta por la noche. En otros museos que había visitado, los guardias solían tener cara de sueño o de aburridos, y no prestaban demasiada atención a los turistas; sin embargo, los guardias españoles estaban alertas todo el tiempo. Varios desequilibrados habían tratado de estropear obras de arte en varios museos del mundo entero, y el Prado no quería correr riesgos.

Algunos estudiantes de pintura habían instalado sus caballetes en varias salas, y se dedicaban a copiar los cuadros de los maestros. El museo lo permitía, pero Tracy notó que los guardias los vigilaban celosamente.

Cuando terminó con las salas del piso principal, Tracy se dirigió a la planta baja, a la exhibición de Francisco de Goya.

– Sólo está paseando -le comentó el detective Pereyra a Cooper.

– Está equivocado -masculló el norteamericano, y echó a correr escalera abajo.

A Tracy le pareció que la exposición de Goya estaba más custodiada aún que las demás, y bien lo merecía. Recorrió la sala lentamente. Fue admirando en cada tela el genio del artista; el vigoroso Autorretrato, los exquisitos colores de La familia de Carlos IV, la magia de La maja vestida y la famosa Maja desnuda.

Y allí, junto al alucinado conjunto del Aquelarre, estaba el Puerto. Se dedicó a contemplarlo con arrobamiento. En un primer plano había una docena de hombres y mujeres de espléndido atuendo, parados frente a un muro de piedra, mientras que al fondo, en medio de una niebla luminosa, se divisaban barcos pesqueros en un puerto, y un faro distante. En el rincón inferior izquierdo del cuadro estaba la firma de Goya.

Medio millón de dólares.

Tracy miró a izquierda y derecha. Había un guardia apostado en la entrada, y más allá, por el largo pasillo que conducía a otras salas, otros guardias más. Durante largo rato permaneció observando el Puerto. Cuando iba a retirarse, vio que bajaba un grupo de turistas por la escalera, y en medio de ellos, descubrió a Jeff Stevens. En el acto volvió la cabeza y se marchó por una sala lateral para que él no la viera.


– Está planeando robar un cuadro del Prado.

El comandante Ramiro miró a Cooper con ojos incrédulos.

– ¡Nadie puede robar un cuadro de este museo!

Cooper seguía obstinado.

– Sin embargo, estuvo allí toda la mañana.

– Jamás ha habido un robo en el Prado, ni lo habrá. ¿Y sabe usted por qué? Porque es imposible.

– No intentará ninguno de los métodos habituales. Debe usted hacer proteger las ventilaciones del edificio, previniendo un eventual ataque con gas. Si los guardias beben café en sus horas de trabajo, averigüe dónde lo compran y si puede estar drogado. Haga examinar el agua del mismo…

Ramiro había llegado al límite de su paciencia. Bastante había sufrido esa semana con el norteamericano, además de haber destinado varios hombres suyos a vigilar inútilmente a Tracy Whitney las veinticuatro horas del día. Su departamento estaba embarcado en una política de austeridad. Para colmo, ahora ese idiota se permitía indicarle cómo debía hacer las cosas.

– En mi opinión, esta mujer ha venido de vacaciones a Madrid. Suspenderé la vigilancia.

Cooper sonrió torvamente.

– No me sorprende. Una muestra más de la ineptitud de…

El comandante se puso de pie.

– Tenga la bondad de abstenerse de hacer comentarios. Y ahora, discúlpeme. Estoy muy ocupado.

Cooper no se movió, dominado por la frustración. -Desearía continuar por mi cuenta con el caso. Ramiro le sonrió.

– ¿Para salvaguardar al Prado de la terrible amenaza que significa esta mujer, señor Cooper? Haga lo que quiera.

TREINTA

Las posibilidades de éxito son escasas -le había dicho Gunther-. Te hará falta una gran dosis de ingenio.

Y algo más, pensó Tracy.

Desde la ventana de su cuarto miraba el techo del museo, mientras repasaba mentalmente todo lo que sabía sobre él.

Abrían de diez a las seis de la tarde, y durante ese lapso se desconectaban las alarmas, pero había guardias apostados en la entrada de cada salón. En la puerta revisaban todos los bolsos.

Consideró la posibilidad de realizar una incursión nocturna. Habría varias dificultades: la primera era la enorme visibilidad. De noche encendían unos poderosos reflectores que destacaban el edificio en varios kilómetros a la redonda. Por más que consiguiera entrar sin que la viesen, una vez en el edificio se encontraría con los rayos infrarrojos y con los serenos.

El Prado parecía inexpugnable.

¿Qué estaría planeando Jeff? Seguramente intentaría apoderarse del Goya. Daría cualquier cosa por saber qué piensa con su astuto cerebro. Si de algo estaba segura era de que no le permitiría que se le adelantara.

Tenía que hallar la forma de hacerlo.

A la mañana siguiente volvió al museo.

Nada había cambiado, salvo las caras de los visitantes. Buscó disimuladamente a Jeff, pero éste no apareció.

Ya debe de haber decidido cómo lo robará, el muy hijo de puta. Todo el encanto que ha puesto de manifiesto últimamente era sólo para distraerme, para impedir que me adelantase.

Reprimió al instante su indignación, remplazándola por la fría lógica.

Volvió a acercarse al Puerto. Paseó la vista por las telas adyacentes, los guardias alertas, los estudiantes de pintura con sus caballetes, el gentío que se desplazaba por los salones, y en ese momento el corazón le dio un vuelco.

¡Ya sé cómo hacerlo!

Efectuó una llamada telefónica desde una cabina pública en la Gran Vía. Daniel Cooper, que la vigilaba desde un bar próximo, habría dado con gusto un año de su sueldo por saber con quién hablaba. Estaba seguro de que se trataba de una llamada internacional, con cobro al destinatario para que no quedara registrada.

Estaba furioso.

En la cabina telefónica, Tracy terminaba su conversación.

– Asegúrate de que sea un tipo rápido, Gunther, porque sólo dispondrá de dos minutos. Todo dependerá de la rapidez.


De: Daniel Cooper. CONFIDENCIAL.

A: J. J. Reynolds.

Expediente N.° Y-72-830-412.

Asunto: Tracy Whitney.


En mi opinión, la mujer se halla en Madrid para llevar a cabo una importante operación delictiva. El blanco probable es el Museo del Prado. La Policía española no presta su colaboración, pero yo vigilaré personalmente a la sospechosa para detenerla en el momento oportuno.


Dos días más tarde, a las nueve de la mañana, Tracy se encontraba sentada en un banco situado en los jardines del Retiro, dando de comer a las palomas. Los bellos árboles, el lago, el césped bien cuidado y los pequeños escenarios donde se montan espectáculos infantiles, hacen del Retiro un sitio de inevitable atracción para todos los madrileños.

César Porretta, un señor de edad, canoso y con una ligera giba, caminaba por un sendero. Al llegar al banco, se sentó junto a Tracy, abrió una bolsa de papel y comenzó a arrojar migas de pan a las aves.

– Buenos días, señorita -le dijo.

– Buenos días. ¿Existe algún problema?

– Ninguno, señorita. Lo único que quiero saber es el día y la hora.

– Todavía no lo sé, pero será pronto.

El viejo sonrió. No tenía dientes.

– La Policía se volverá loca. Nadie ha intentado jamás una cosa semejante.

– Por eso creo que resultará. Ya tendrá noticias de mí.

Tracy arrojó una última miga a las palomas, se levantó y se fue.


Mientras ella se hallaba en el parque con César Porretta, Daniel Cooper registraba su habitación. La había visto salir del hotel y dirigirse hacia el parque. Como ella no había pedido que le mandaran nada a su cuarto, supuso que saldría a desayunar, lo cual le daría treinta minutos para actuar. Entrar en la suite fue una simple cuestión de eludir a las camareras y utilizar una ganzúa. Cooper sabía lo que debía buscar: la copia de un cuadro. No sabía cómo planeaba Tracy sustituirlo, pero estaba seguro de que ésa debía de ser la idea. Revisó la suite en forma veloz y eficiente, sin dejar nada de lado, reservando el dormitorio para el final. Abrió el placard, examinó los vestidos, luego cada uno de los cajones de la cómoda, que estaban llenos de ropa interior. Tomó una braguita de color rosa, se la acercó a la nariz y se imaginó la dulce carne femenina. De pronto sintió el aroma de ella por todas partes. Guardó la prenda y en unos instantes comprobó los demás cajones. No había un cuadro por ningún lado.

Se encaminó al baño. Había gotas de agua en la bañera. El cuerpo de Tracy había estado allí, sumergido en el agua tibia como en un vientre materno. Sintió que tenía una erección. Tomó la esponja húmeda y se la llevó a los labios, mientras se bajaba el cierre del pantalón. Se frotó con la esponja la zona púbica de cara al espejo, contemplando sus propios ojos brillantes.


Al día siguiente, cuando Tracy salió del «Ritz», Cooper la siguió. Había ahora entre ellos una intimidad que no existía antes. Él conocía su aroma, había revisado una por una sus prendas íntimas. Tracy le pertenecía; era suya, y él la destruiría. La vio pasear por la Gran Vía, mirar escaparates, y entró detrás de ella en una enorme tienda. Vio que hablaba con un empleado y luego se dirigía al lavabo de señoras. Frustrado, esperó cerca de la puerta. Ése era el único sitio adonde no podía seguirla.

Si hubiera podido entrar, la habría visto conversar con una mujer obesa.

– Mañana -dijo Tracy, mientras se retocaba el maquillaje delante del espejo-. A las once de la mañana.

La mujer meneó la cabeza.

– A él no le parece bien, señorita. No podría haber elegido peor día. Mañana llega el príncipe de Luxemburgo en visita oficial, y dicen los diarios que irá a recorrer el Prado. Habrá una dotación adicional de guardias y policías por todo el museo.

– Mejor todavía.

Cuando Tracy salió, la mujer murmuró para sí:

– Esta tipa está loca.


La comitiva real debía llegar al Prado exactamente a las once, y el tránsito de las calles vecinas había sido detenido por la Guardia Civil. Debido a un retraso en la ceremonia llevada a cabo en el palacio presidencial, el cortejo llegó casi al mediodía. Se oyó el ulular de las sirenas, las motocicletas policiales, y media docena de limusinas negras se detuvo frente a la escalinata de acceso.

Cristián Machado, director del museo, aguardaba, nervioso, en la entrada.

Machado había realizado una inspección minuciosa esa mañana para comprobar que todo estuviera en orden. Los guardias habían recibido órdenes de permanecer especialmente alertas. El director estaba orgulloso de su museo, y quería causar una buena impresión al príncipe.

Lo único que lamentaba era no poder detener a las hordas de turistas, pero los guardaespaldas del príncipe y los agentes de seguridad del museo se encargarían de proteger al ilustre visitante. Todo estaba listo para su llegada.

La comitiva real comenzó su visita por el piso principal. El director recibió a Su Alteza y lo acompañó por los salones donde se exhibían las telas de pintores españoles del siglo XVI.

El príncipe avanzaba con lentitud, maravillado del espectáculo que se le presentaba ante los ojos. Era un amante de las artes y sentía una verdadera pasión por la pintura.

Cuando hubieron visitado las colecciones de arriba, Cristián Machado anunció con orgullo:

– Y ahora, si Su Alteza me lo permite, iremos a la sala de Goya.


Tracy había tenido una mañana agotadora. Al ver que el príncipe no llegaba, comenzó a sentir miedo. Su plan había sido sincronizado al segundo, pero necesitaba de la presencia del príncipe para que pudiera ponerse en práctica.

Recorrió los salones confundida entre la multitud, tratando de no atraer la atención. No vendrá -se dijo-. Tendré que suspenderlo todo. Sin embargo, en ese instante oyó las sirenas de la calle.

Mientras la observaba desde un sitio ventajoso, Daniel Cooper oyó también las sirenas. La razón le decía que nadie sería capaz de robar un cuadro del museo, pero el instinto le indicaba que Tracy habría de intentarlo, y Cooper confiaba en su instinto. Se acercó más a ella, ocultándose entre el gentío para no perderla de vista ni un instante.

Tracy se encontraba en el salón contiguo a la sala donde estaba el Puerto. A un metro de distancia se hallaba un guardia. En la misma sala se veía a una estudiante que copiaba afanosamente La lechera de Burdeos, tratando de captar el brillo de los pardos y verdes de la tela de Goya.

Un grupo de turistas japoneses entró en la habitación, parloteando como una bandada de pájaros exóticos. ¡Ya!, se dijo Tracy. Había llegado el momento. Se alejó de los japoneses, retrocediendo en dirección a la estudiante. Cuando uno de ellos pasó por delante de Tracy, se dejó caer hacia atrás como si la hubiesen empujado, y embistió a la estudiante arrojándola al suelo con paleta, caballete, tela y óleos.

– ¡Oh, lo siento muchísimo! Permítame ayudarla -se ofreció.

Al acercarse a la mujer, Tracy pisoteó la paleta y embadurnó el suelo de pintura. Daniel Cooper, que había presenciado la escena, se aproximó con todos sus sentidos alertas. Estaba seguro de que Tracy había hecho su primera jugada.

Un guardia llegó presuroso.

– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

El accidente había llamado la atención de los turistas, que sonreían alrededor de la mujer caída, pisando la zona embadurnada de pintura del piso de madera. Todo era una inmundicia, y el príncipe debía llegar en cualquier momento. Dominado por el pánico, el guarda gritó:

– ¡Sergio! ¡Ven acá! ¡Pronto!

Tracy vio que el guardia de la sala contigua acudía a prestar ayuda. César Porretta había quedado solo en el salón, con el Puerto.

Tracy se encontraba en medio de una batahola. Los dos guardias trataron en vano de alejar a los turistas del sector manchado del suelo.

– Ve a buscar al director -gritó Sergio-. ¡En seguida!

El otro guardia corrió hacia la escalera.

Dos minutos más tarde, Cristián Machado llegaba al escenario del desastre. Lanzó una mirada horrorizada y ordenó:

– ¡Traigan a las empleadas de limpieza! ¡De prisa!

Un joven empleado salió corriendo hacia la escalera.

Machado se volvió hacia Sergio.

– Vuelva a su puesto -le espetó.

– Sí, señor.

Tracy advirtió que el hombre se abría paso entre la multitud para regresar a la sala donde estaba trabajando César Porretta.

Cooper no había quitado los ojos de Tracy en ningún momento. Esperaba ansioso que cometiera algún error, pero nada ocurría. La chica no se había acercado a ningún cuadro, tampoco había establecido contacto con un cómplice. Lo único que había hecho era tumbar un caballete y derramar unas pinturas en el piso, aunque no dudaba de que el acto hubiera sido intencionado. Pero, ¿con qué fin? Tenía la sensación de que, cualquiera que hubiese sido el plan, ya había concluido. Paseó la vista por las paredes de la sala: no faltaba ningún cuadro.

Corrió entonces al salón vecino. No había nadie, salvo el guardia y un elegante anciano jorobado sentado ante su caballete, que copiaba La maja vestida. Todos los cuadros se hallaban en su lugar. Pero algo andaba mal, y él no lo sabía.

Regresó presuroso para hablar con el director, a quien había conocido horas antes.

– Tengo motivos para suponer que en estos últimos minutos han robado aquí una obra de arte.


Cristián Machado lo miró con incredulidad.

– ¿De qué me habla? Si fuera así, los guardias habrían hecho sonar la alarma.

– Creo que de algún modo han logrado remplazar una tela verdadera por una falsa.

El director le dedicó una mirada tolerante.

– Hay un pequeño detalle erróneo en su teoría, señor. El público no lo sabe, pero detrás de cada cuadro hay sensores ocultos. Si alguien intentara levantar uno de la pared, la alarma funcionaría en el acto.

Daniel Cooper no se quedó satisfecho.

– ¿No se podría desconectar la alarma?

– No. Si cortaran el cable de la electricidad, eso también accionaría la alarma. Señor, es imposible que alguien robe un cuadro de este museo. Nuestro sistema de seguridad es lo que ustedes llaman a prueba de tontos.

Cooper se sintió dominado por la frustración. Todo lo que le decía el director era convincente. Entonces, ¿por qué Tracy Whitney habría derramado adrede esas pinturas?

No se dio por vencido.

– Por favor, pídale a sus empleados que revisen el museo. Estaré en mi hotel.

Ya no podría hacer nada más.

Esa noche, Machado lo llamó por teléfono.

– He realizado una inspección personal, señor. Cada cuadro está en su sitio. No ha desaparecido nada del museo.

Ahí se acababa el asunto. Al parecer se había tratado de un accidente, pero Daniel Cooper, con su instinto de sabueso, presentía que su presa se le había escapado.


Jeff había invitado a Tracy a cenar en el comedor principal del «Ritz».

– Esta noche estás más radiante que nunca -la elogió.

– Gracias. Me siento maravillosamente bien.

– Ven conmigo la semana próxima a Barcelona, Tracy. Es una ciudad fascinante. Te encantará…

– Lo siento, Jeff, pero no puedo. Me voy de España.

– ¿En serio? -dijo él, con voz apenada-. ¿Cuándo?

– Dentro de unos días.

– Vaya.

Y espera a enterarte de que robé el Goya, pensó Tracy. Sin embargo, por algún motivo inexplicable, sintió una punzada de dolor.


Cristián Machado estaba en su despacho paladeando su habitual café cargado de las mañanas, y felicitándose por el éxito que había constituido la visita del príncipe. Salvo el lamentable incidente de las pinturas derramadas, todo había salido tal como fue planeado. Felizmente habían podido entretener al príncipe y a su comitiva hasta que se hubo limpiado todo. El director sonrió al pensar en aquel idiota investigador norteamericano que quiso convencerlo de que alguien había robado un cuadro de su museo. Ni ayer, ni hoy, ni nunca, se dijo, satisfecho.

Entró su secretaria en la oficina.

– Disculpe, señor -anunció- Hay un hombre que quiere verlo, y me pidió que le entregara esto.

Le dio una carta con membrete del Museo Nacional de Ginebra. El texto decía: «Mi estimado colega: Deseo que esta esquela sirva de presentación al señor Henri Rendell, nuestro más antiguo experto en arte. El señor Rendell se encuentra realizando una gira por los museos del mundo, y tiene particular interés en ver su incomparable colección. Le quedaría muy agradecido por cualquier deferencia que tenga para con él.» La nota llevaba la firma del director del museo de Ginebra.

– Hágalo pasar -dijo Machado.

Henri Rendell era un hombre alto, de aspecto distinguido. Al darle la mano, Machado notó que le faltaba el índice de la mano derecha.

– Se lo agradezco mucho -expresó Rendell- Es la primera oportunidad que se me presenta de visitar Madrid, y siento un enorme deseo de ver sus famosas obras de arte.

Cristián Machado repuso con tono de modestia:

– Creo que no se desilusionará, señor Rendell. Venga conmigo, por favor. Lo acompañaré en persona.

Caminaron despacio, pasaron por la rotonda de los maestros flamencos, Rubens y su escuela, y atravesaron la galería central, con obras de maestros españoles. Rendell iba estudiando cada tela minuciosamente. Conversaron como expertos, evaluando el estilo, la perspectiva y los colores de los diversos artistas.

– Y ahora -reclamó Machado-, el orgullo de España.

Llevó a su visitante abajo, al salón de los cuadros de Goya.

– ¡Esto es una fiesta para los ojos! -exclamó el suizo, impresionado-. Por favor, permítame detenerme un instante.

Cristián Machado lo esperó, feliz con el sobrecogimiento de Rendell.

– Jamás he visto nada tan magnífico. -Rendell cruzó lentamente la estancia, estudiando cada tela-. El Autorretrato… ¡fantástico!

El director resplandecía de gozo.

Rendell se detuvo frente al Puerto.

– Una imitación muy bonita -comentó, e hizo un ademán de proseguir.

Machado lo agarró del brazo.

– ¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted?

– Dije que se trata de una buena imitación.

– Se halla en un error -sentenció, con voz de indignación.

– No lo creo.

– Desde luego que sí. Le aseguro que es auténtico. Tengo las constancias de su origen.

Henri Rendell se acercó a la tela y la examinó con atención.

– Entonces esos documentos también han sido falsificados. Este cuadro lo pintó Eugenio Lucas y Padilla, discípulo de Goya. Usted debe de saber, por supuesto, que Lucas pintó centenares de Goyas falsos.

– Ya lo creo, pero éste no es uno de ésos.

Rendell se encogió de hombros.

– Admito su criterio.

Quiso proseguir el recorrido.

– Yo adquirí personalmente esta obra -insistió Machado-. Pasó la prueba del espectrógrafo, de los pigmentos…

– No lo dudo. Lucas pertenece al mismo período de Goya y empleaba los mismos materiales. -Rendell se agachó para observar la firma, al pie de la tela-. Puede comprobarlo de una manera muy sencilla, si lo desea. Lleve el cuadro a la sala de restauración, y haga comprobar la firma. -Sonreía para sus adentros-. Lucas era tan egocéntrico que firmaba sus cuadros, pero el bolsillo le obligaba a falsificar el nombre de Goya por encima del suyo. -Echó un vistazo a su reloj-. Se me ha hecho tarde y tengo otro compromiso. Muchísimas gracias por compartir sus tesoros conmigo.

– De nada -dijo el director, con fastidio.

Este tipo es tonto.

– Estoy en el «Hotel Villa Magna», si puedo serle de utilidad. Y gracias una vez más, señor.

Machado lo miró marcharse. ¡Cómo se atrevía ese suizo imbécil a poner en duda la autenticidad de un valioso Goya!

Se volvió para contemplar el cuadro una vez más. Era hermoso, una obra maestra. Se inclinó para mirar la firma, y la encontró perfectamente normal. No obstante…, ¿sería imposible? Todo el mundo sabía que Eugenio Lucas y Padilla, contemporáneo de Goya, había pintado cientos de cuadros falsos, que había hecho carrera plagiando a su maestro. Pero Machado había pagado tres millones y medio por el Puerto. Si le habían estafado, sería una marca negra para él, tan terrible que ni siquiera se atrevía a pensarlo.

Henri Rendell había dicho una cosa sensata: había, en efecto, una manera sencilla de comprobar su autenticidad. Comprobaría la firma, llamaría por teléfono al suizo y le sugeriría, de la forma más elegante, que debía buscarse un trabajo más apropiado.

Llamó a un empleado y ordenó que se llevara el Puerto a la sala de restauración.


La verificación de una obra maestra es una tarea muy delicada, puesto que, si se la realiza sin cuidado, se puede dañar la tela. Los restauradores del Prado eran expertos, la mayoría de ellos pintores fracasados que se habían dedicado a la restauración para permanecer cerca de su amado arte. Comenzaban como aprendices de maestros restauradores, y trabajaban durante años para ser asesores. Sólo entonces se les permitía ocuparse de las grandes obras, bajo la supervisión de los artesanos más experimentados.

Juan Delgado, jefe de restauración del Prado, colocó el Puerto sobre un caballete especial, mientras el director lo observaba.

– Quiero que compruebe la firma -dijo Machado.

Delgado disimuló su sorpresa.

– Sí, señor.

Mojó un algodoncito con isopropilalcohol y lo dejó en la mesa contigua al cuadro. En un segundo algodón vertió destilado de petróleo, el agente neutralizador.

– Ya estoy listo, señor.

– Adelante, entonces, pero con mucho cuidado.

Delgado tomó el primer algodón y con él rozó la firma de Goya. Al instante, tomó el segundo y neutralizó la zona, para que el alcohol no penetrara demasiado. Ambos estudiaron la tela: la letra se había desteñido un poco.

Delgado frunció el ceño.

– Lo siento, pero no estoy muy seguro. Tengo que usar un disolvente más fuerte.

– Hágalo -fue la orden del director.

Delgado abrió otra botella. Con cuidado echó dimetilpentano en un algodón limpio, que luego pasó de nuevo sobre la letra, aplicando en el acto el neutralizador. Un olor penetrante impregnó la habitación. Cristián Machado tenía la vista fija en el cuadro, sin poder creer lo que veían sus ojos. La «G» iba desapareciendo, al tiempo que asomaba con nitidez una «L».

Delgado se volvió hacia él, con el rostro demudado.

– ¿Prosigo?

– Sí, adelante.

Letra por letra fue borrando la firma de Goya bajo el disolvente, dejando al descubierto la de Lucas. Para Machado, cada letra era un puñetazo en el estómago. Había sido estafado. El patronato se enteraría, lo mismo que el rey de España y el mundo entero. Sería su ruina.

Volvió a su oficina caminando con esfuerzo, y llamó a Henri Rendell.


Ambos estaban sentados en el despacho de Machado.

– Tenía usted razón: es una obra de Lucas. Cuando esto se sepa, seré el hazmerreír de todo el mundo.

– Lucas ha engañado a muchos expertos -lo tranquilizó el suizo-. En realidad, sus falsificaciones son un hobby para mí.

– Pagué tres millones y medio de dólares por ese cuadro.

Rendell se encogió de hombros.

– ¿No puede recuperar su dinero?

El director meneó la cabeza, desesperanzado.

– Se lo compré a una viuda. Según ella, el cuadro estuvo en la familia de su marido durante tres generaciones. Si le pusiese un pleito, sería una pésima publicidad. Todas las obras del museo resultarían sospechosas.

– En realidad, no hay motivo para que exista la menor publicidad. ¿Por qué no le explica lo ocurrido a sus superiores, y se desprende discretamente del Lucas? Podría enviarlo a «Sotheby's» o «Christie's» para que lo subastasen.

Machado negó con la cabeza.

– No. Se enteraría todo el mundo.

De pronto se iluminó el rostro de Rendell.

– Quizá tenga usted suerte. Un cliente mío colecciona telas de Lucas. Es una persona muy discreta.

– Me desprendería del cuadro con mucho gusto. No quiero volver a verlo. ¡Una pintura falsa entre mis bellos tesoros! Hasta lo regalaría.

– No será necesario. Mi cliente, probablemente, estaría dispuesto a pagarle… digamos unos cincuenta mil dólares. ¿Lo llamo por teléfono?

– Sería muy amable de su parte, señor Rendell.

En una reunión convocada de urgencia, el azorado patronato resolvió evitar a toda costa que se revelara el carácter falso de una de las más famosas telas del Prado. Se convino en que una prudente medida sería desprenderse de la obra lo más calladamente posible. Los hombres de trajes oscuros abandonaron en silencio el salón. Nadie le dirigió la palabra a Machado, que permaneció rumiando a solas su desdicha.

Esa misma tarde se concretó el acuerdo. Henri Rendell fue al Banco de España y regresó con un cheque certificado por cincuenta mil dólares, y recibió el Eugenio Lucas y Padilla envuelto en un tosco trozo de lona.

– El patronato se disgustaría mucho si este incidente trascendiera al público -dijo Machado, con delicadeza-, pero ya les he asegurado que su cliente es un hombre discreto.

– Puede usted contar con ello -le prometió el suizo.

Rendell salió del museo y partió en taxi rumbo a una zona residencial al norte de Madrid. Subió el cuadro hasta un departamento del segundo piso, y llamó a la puerta. Le salió a abrir Tracy. A su espalda se encontraba César Porretta. Tracy miró a Rendell largamente y éste le sonrió.

– ¡No veían el momento de sacárselo de encima!

– Entre -dijo Tracy.

Porretta tomó el cuadro y lo colocó en un caballete.

– Ahora -dijo-, presenciarán ustedes un milagro: un Goya que vuelve a la vida.

Tomó un frasco de metilalcohol y lo abrió. En el acto en el ambiente se percibió un fuerte olor. Porretta vertió una pequeña cantidad de líquido en un algodón y con mucha suavidad lo pasó sobre la firma de Lucas. Poco a poco fue borrándose su nombre. Debajo se hallaba la firma de Goya.

Rendell lo miraba extasiado.

– ¡Brillante!

– Fue idea de la señorita Whitney -reconoció el jorobado- Ella preguntó si había alguna forma de cubrir la firma original con otra falsa, y luego volver a taparla con el verdadero nombre.

– Sólo Porretta podía hacerlo -afirmó Tracy con una sonrisa.

– Fue ridículamente sencillo. Me llevó menos de dos minutos. Lo fundamental fueron las pinturas que utilicé. Primero, protegí la firma de Goya con una capa de barniz blanco francés, superrefinado. Encima pinté el nombre de Lucas con una pintura acrílica de secado rápido, y sobre eso pinté el nombre de Goya con una pintura al aceite y un ligero toque de barniz. Al eliminar la firma de arriba, apareció la de Lucas. Si hubieran insistido, habrían descubierto debajo la firma auténtica de Goya.

Tracy le entregó a cada uno un grueso sobre.

– Quiero expresarles a ambos mi agradecimiento -dijo.

– Si alguna otra vez necesita un experto en arte… -dijo Rendell, guiñándole un ojo.

– ¿Cómo sacará el cuadro del país? -quiso saber Porretta.

– Vendrá a buscarlo un mensajero.

Les dio la mano a los dos, y se marchó.

Tracy regresó al «Ritz». Todo es cuestión de psicología, pensó. Desde el principio se había dado cuenta de que sería imposible robar el cuadro del Prado, de modo que tenía que tenderles una trampa, obligarlos a querer desprenderse de la obra. Se imaginó la cara que pondría Jeff cuando se enterara, y se rió en voz alta.


Cuando llegó el mensajero al hotel, Tracy llamó a Porretta.

– Ya llegó el mensajero. Lo enviaré ahora mismo a recoger el cuadro. Encárguese de que…

– ¿Qué? ¿De qué habla? -exclamó Porretta-. Su mensajero ya se lo llevó hace media hora.

TREINTA Y UNO

París, miércoles, 9 de julio, al mediodía

En una oficina privada, próxima a la calle Matignon, se hallaba hablando Gunther Hartog:

– Comprendo cómo te sientes por lo ocurrido en Madrid, Tracy, pero Jeff Stevens se te anticipó.

– No -lo corrigió ella amargamente-. Yo me anticipé, pero él me engañó.

– De todas maneras, el Puerto se encuentra ya rumbo a su dueño.

Jeff había dejado que ella corriera el riesgo y, en el último momento, le birló el premio. ¡Cómo debía de haberse reído de ella! Eres una mujer muy especial, Tracy. Sintió una oleada de humillación al recordar la noche del baile flamenco. Dios mío, qué tonta fui.

Su amigo le obsequió con una sonrisa.

– Por favor, compórtate con calma, porque está a punto de llegar.

– ¿Qué?

Tracy se puso en pie de un salto.

– Te dije que tenía que hacerte una proposición, que requerirá un socio. En mi opinión, él es el único que…

– ¡Antes prefiero morirme! Jeff Stevens es el ser más despreciable…

– ¿Alguien mencionó mi nombre?

Estaba de pie en la puerta, con una amplia sonrisa.

– Tracy, estás más despampanante que nunca. Gunther, amigo mío, ¿cómo te encuentras?

Los dos hombres se dieron la mano, mientras Tracy hervía de indignación.

Jeff la miró y se rió.

– Probablemente estés disgustada conmigo.

– ¡Discúlpame! Estoy…

No pudo encontrar la palabra.

– Si me permites decirlo, Tracy, tu plan fue magistral. Sólo cometiste un pequeño error, y nadie se enterará de ello salvo nosotros.

Tracy respiró hondo, tratando de dominarse. Se volvió hacia Gunther.

– Hablaré contigo más tarde, Gunther.

– Tracy…

– No. Sea lo que fuere, no me interesa si él está de por medio.

– ¿Por qué no escuchas por lo menos de qué se trata?

– No tiene sentido.

– Dentro de tres días, De Beers remitirá de París a Amsterdam un paquete de brillantes evaluados en cuatro millones de dólares en un avión de carga de «Air France». Tengo un cliente que está ansioso por conseguir esas piedras.

– ¿Por qué no las robas camino del aeropuerto? Tu amigo es un experto en eso.

No pudo evitar el tono áspero de su voz.

Dios mío, es espléndida cuando se enoja, pensó Jeff.

– Los diamantes están demasiado custodiados. Pensaba apoderarme de ellos durante el vuelo.

Tracy lo miró sorprendida.

– ¿Durante el vuelo? ¿En un avión de carga?

– Necesitamos alguien suficientemente pequeño como para esconderse en uno de los contenedores. Cuando el aparato esté en el aire, lo único que tiene que hacer esa persona es salir del cajón, abrir el de De Beers, sacar el paquete de brillantes, remplazarlo por un duplicado que ya llevará listo, y volver a meterse en el contenedor.

– Y yo tengo el tamaño ideal para ocultarme allí.

– Tracy, precisamos a alguien que sea tan inteligente y audaz como tú.

Tracy lo pensó durante largos minutos.

– El plan me atrae, Gunther, pero no me gusta la idea de trabajar con él. Este hombre es un delincuente.

– ¿Acaso no lo somos todos, querida? -intervino Jeff, con una sonrisita-. Gunther nos ofrece nada manos que un millón de dólares por el trabajito.

– ¿Un millón de dólares?

Gunther asintió.

– Quinientos mil para cada uno.

– El motivo por el cual puede dar resultado -explicó Jeff- es que tengo un contacto en el sector de carga del aeropuerto. Él nos ayudaría a llevarlo a cabo. Es una persona de confianza.

– A diferencia de ti. Adiós, Gunther -dijo Tracy, y salió de la habitación.

Gunther meneó la cabeza.

– Quedó muy enojada contigo, Jeff. Me temo que no aceptará.

– Estás equivocado. Conozco a Tracy, y sé que no será capaz de resistirse.

Se precintan los cajones antes de cargarlos en el avión -estaba explicando Romain Vauban, el que despachaba las cargas de «Air France», amigo de Jeff y pieza fundamental del plan.

Vauban, Tracy, Jeff y Gunther se hallaban en un batean mouche que navegaba por el Sena.

– Si el cajón está precintado, ¿cómo haré para meterme dentro? -preguntó Tracy.

– Para los envíos del último momento, la empresa utiliza los contenedores «blandos», que son grandes cajones de madera con tapas de lona, sujetos con cuerdas. Por razones de seguridad, las cargas de valor, como los diamantes, llegan siempre en el último momento, de modo que son las últimas en subir y las primeras en bajar.

– ¿Los brillantes estarán en uno de los contenedores blandos?

– Eso es. Yo me encargaré de que el contenedor donde vaya usted sea puesto al lado del de los brillantes. Cuando el avión esté en vuelo, lo único que tiene que hacer es cortar las cuerdas, abrir el cajón de los diamantes, cambiar el estuche por otro idéntico y meterse de nuevo en su contenedor y volver a cerrarlo.

Gunther añadió:

– Cuando el aparato aterrice en Amsterdam, los guardias recogerán el estuche falso y lo entregarán a los talladores de diamantes. Cuando se den cuenta del cambio, ya te habremos puesto en otro avión para salir del país. Créeme, no puede salir mal.

– ¿No me congelaré ahí dentro?

Vauban sonrió.

– Señorita, en esta época los aviones de carga tienen calefacción. A menudo transportan animales vivos. Estará muy cómoda. Un poquito apretada, tal vez.

Tracy había accedido finalmente a escuchar la idea. Medio millón de dólares por unas pocas horas de incomodidad. Examinó el plan desde todos los ángulos. Puede dar resultado -concluyó-. ¡Pero ojalá no estuviera implicado Jeff Stevens!

Sus sentimientos hacia él eran tan contradictorios que la irritaban. Lo de Madrid había sido una maniobra certera, por el mero placer de superarla en astucia. Seguramente aún debía de estar riéndose de ella.

Los tres hombres la observaban, esperando una respuesta. El barco pasaba en ese momento debajo del Pont Neuf. Al otro lado del río, una pareja se abrazaba, y Tracy detuvo su mirada en ellos durante un instante. Pobre chica, pensó. Tomó entonces la decisión. Mirando a Jeff a los ojos, dijo:

– De acuerdo; acepto.

– No tenemos mucho tiempo -sostuvo Vauban, volviéndose hacia Tracy-. Mi hermano trabaja con un cargador. La introduciremos con el contenedor en sus depósitos. Espero que no sufra de claustrofobia.

– No se preocupe por mí. ¿Cuánto durará el viaje?

– Pasará unos minutos en la zona de embarque, y una hora en viaje hacia Amsterdam.

– ¿Qué medidas tiene el contenedor?

– Podrá ir sentada. Colocaremos otras cosas dentro para ocultarla, por si acaso.

– Tengo una lista de lo que precisarás -le dijo Jeff-. Ya me he ocupado de conseguirlas.

El hijo de puta daba ya por sentado que aceptaría, pensó Tracy.

– Vauban se encargará de que tu pasaporte tenga los sellos de entrada y salida necesarios, para que puedas abandonar Holanda sin problemas.

El barco comenzaba a amarrar en el muelle.

– Los detalles finales los repasaremos por la mañana -comentó Vauban-. Ahora debo volver a trabajar. Au revoir.

Y se marchó.

– ¿Por qué no cenamos juntos para festejarlo? -propuso Jeff.

– Perdón -dijo Gunther-, pero tengo un compromiso.

Jeff se volvió hacia Tracy.

– No, gracias. Estoy cansada.

Era un pretexto para no quedar sola con Jeff, pero al decirlo, se dio cuenta de que estaba exhausta. Probablemente se debía a toda la excitación de las últimas semanas. Se sentía débil y mareada. Cuando termine esto -se prometió-, volveré a Londres a descansar. Me hace falta.

– Te traje un regalito -le dijo Jeff, y le entregó una caja con alegre envoltorio.

Era un bonito chal de seda con las iniciales T. W. bordadas en una punta.

Bien puede permitirse el gasto con mi dinero, pensó, enojada.

– ¿Seguro que no cambiarás de parecer respecto de la cena?

– Déjame en paz.


En París, Tracy se alojó en el «Hotel Plaza Athénée», en una lujosa suite antigua que daba a los jardines. Había un distinguido restaurante en el hotel, pero esa noche Tracy estaba demasiado cansada. Se dirigió al pequeño bar del hotel, y pidió un tazón de sopa. Lo dejó a medio terminar, y volvió a su habitación.

Sentado en el otro extremo del vestíbulo, Daniel Cooper la observaba atentamente.


Daniel Cooper tenía un problema. Al regresar a París, había solicitado una entrevista con el inspector Trignant. El jefe de la Interpol se mostró algo menos que cordial. Acababa de pasar una hora en el teléfono escuchando las quejas del jefe de Policía español acerca del norteamericano.

– ¡Es un loco! Dediqué cuatro hombres para seguir a Tracy Whitney noche y día. Él insistía en que esa mujer iba a robar el Prado, y resultó ser una inofensiva turista…, tal como yo anticipé.

La conversación había llevado a Trignant a creer que Cooper podía haberse equivocado respecto a Tracy Whitney. No había ni la más mínima prueba en contra de ella. El hecho de que se hubiera encontrado en diversas ciudades en el momento en que se cometían varios delitos no constituía prueba alguna.

Por eso, cuando Cooper fue a ver al inspector y le anunció que Tracy se encontraba en París, y que, por lo tanto, deseaba que se la vigilara las veinticuatro horas del día, el inspector respondió:

– A menos que me presente evidencias de que esta mujer está planeando cometer algún delito específico, no haremos nada.

Cooper lo miró con fijeza.

– Es usted un auténtico imbécil -dijo, y abandonó el edificio.

Siguió a Tracy a todas partes: tiendas, restaurantes y calles de París. Trabajó sin dormir, y a menudo sin comer. No podía permitir que Tracy Whitney lo derrotara. Su misión era atraparla con las manos en la masa.


Esa noche Tracy se quedó en la cama repasando el plan para el día siguiente. Había tomado un par de aspirinas, pero sentía un fuerte dolor en el pecho. Sudaba, y la habitación le parecía insoportablemente sofocante.

Sólo hasta mañana. Luego iré a Suiza, a sus hermosas montañas.

Puso el despertador a las cinco de la mañana. Cuando sonó la alarma, se despertó con dificultad. Sentía el pecho oprimido, y la luz le hería los ojos. Le costó llegar al cuarto de baño. Se miró en el espejo y la aterró su palidez. No puedo enfermarme ahora, pensó.

Se vistió con lentitud, tratando de no prestar atención a los síntomas. Se puso un mono negro con amplios bolsillos y zapatos con suela de goma. No sabía si se sentía así por el nerviosismo o por alguna enfermedad que hubiera contraído. Ahora tenía dolor de garganta. Sobre la mesa vio el chal que le había regalado Jeff. Lo tomó y se lo anudó al cuello.

La entrada de servicio del «Hotel Plaza Athénée» está marcada por un discreto cartel, y el corredor atraviesa un vestíbulo trasero, donde se alinean cestos de residuos, y llega hasta la calle. Daniel Cooper se había colocado cerca de la puerta principal y no vio que Tracy se marchaba por la de servicio, pero, inexplicablemente, no bien ella se hubo ido, salió corriendo a la calle y miró a ambos lados infructuosamente.

El «Renault» gris que recogió a Tracy en la entrada lateral enfiló hacia la Estrella. A esa hora había poco tránsito, y el conductor, un joven que al parecer no hablaba inglés, aceleró la marcha por una de las avenidas que concluían en la rotonda. Ojalá aminorara la velocidad, deseó Tracy. El movimiento le daba vértigo.

Media hora más tarde el coche se detenía bruscamente frente a un depósito. El letrero anunciaba: BRUCERE ET CIE. Allí trabajaba el hermano de Vauban.

Al bajarse del coche, vio que aparecía un hombre de pelo rubio.

– Sígame -dijo-. Apresúrese.

Tracy caminó dando tumbos hasta la parte trasera del depósito, donde había media docena de contenedores, la mayoría llenos y precintados, listos para ser transportados al aeropuerto. Había también uno de los blandos, con la tapa de lona abierta, lleno a medias con muebles.

– Entre. ¡Rápido! No tenemos tiempo.

Tracy se sentía débil. Miró el cajón y pensó: No puedo meterme ahí. Me moriré ahogada.

El hombre la observaba de manera extraña.

– ¿Se encuentra mal?

Ése era el momento para detener la operación.

– Estoy bien -farfulló.

Pronto acabaría todo. Al cabo de unas horas podría volar rumbo a Suiza.

– Tome esto. -Le entregó un cuchillo de doble filo, una soga gruesa y larga, una linterna y un pequeño joyero atado con una cinta roja-. Éste es el duplicado.

Tracy respiró hondo, entró en el contenedor y se sentó. Segundos más tarde, un amplio paño de lona cayó sobre la abertura. Oyó que ataban la lona con cuerdas.

Apenas oyó la voz del hombre que le hablaba desde el otro lado.

– Desde ahora en adelante, no puede hablar ni moverse. Practicamos unos orificios en los costados del cajón para que pueda respirar. No se olvide de ello…

El individuo se rió de su propio chiste, y la chica escuchó sus pasos que se alejaban, dejándola sumida en las tinieblas.

El contenedor era angosto y estrecho. Tracy se tocó la frente cubierta de sudor. Tengo fiebre. Respiraba con dificultad. He pescado algún virus. Seguramente debo pensar en otra cosa.

Recordó las palabras de Gunther:

No tienes que preocuparte por nada, Tracy. Cuando bajen la carga en Amsterdam, tu cajón será llevado a un garaje privado, cercano al aeropuerto. Allí se reunirá Jeff contigo. Dale las alhajas y regresa al aeropuerto. En el mostrador de «Swissair» encontrarás un billete a tu nombre para Ginebra. Márchate de Amsterdam lo antes posible. En cuanto la Policía se entere del robo, cercarán estrechamente la ciudad. Todo saldrá bien, pero por si acaso, aquí tienes la dirección y la llave de la casa de un amigo en Amsterdam: está vacía.

Se despertó sobresaltada cuando izaban el contenedor. Se sintió flotar en el aire. Luego el cajón se apoyó sobre algo duro. Se oyó una puerta del coche que se cerraba, un motor que se ponía en marcha, y en el acto el camión se puso en movimiento.

Iban camino del aeropuerto.

El contenedor debía llegar a la zona de embarque de carga pocos minutos antes de que arribara el de De Beers. El conductor del camión tenía instrucciones de mantener el vehículo a setenta kilómetros por hora.

La circulación en dirección del aeropuerto parecía más pesada que de costumbre aquella mañana, pero el chófer no se preocupaba. El contenedor llegaría a tiempo, y él recibiría un premio de cincuenta mil francos, suficiente para llevar a su mujer y sus hijos de vacaciones. Iremos a Disneylandia, pensó.

Miró el reloj del salpicadero y sonrió. Ningún problema. El aeropuerto estaba a sólo cinco kilómetros, y le quedaban aún diez minutos.

Exactamente a la hora prevista, llegó a la salida para el sector de cargas de «Air France», y rebasó la zona de entrada de pasajeros. Al enfilar hacia los hangares de depósito, que ocupaban tres manzanas, se oyó una explosión repentina. El volante tembló en sus manos, y el camión comenzó a vibrar. Maldita sea, pinché un neumático.


El gigantesco avión de carga «747» de «Air France» estaba a medio cargar. Los contenedores se hallaban en una plataforma a nivel de la entrada, listos para ser colocados en el interior. Había treinta y ocho cajones, veintiocho en la cubierta principal, y diez en la bodega. Un conducto de calefacción corría por el techo, donde también se veían los cables y rieles de transporte.

Casi se había terminado la operación de carga. Vauban miró su reloj y maldijo en voz baja. El camión llegaría tarde. El envío de De Beers ya había sido cargado en su contenedor, sus paredes de lona sujetas con cuerdas entrecruzadas. Vauban le había hecho unas marcas rojas para que Tracy no tuviera problemas en identificarlo. Observó cómo colocaban el contenedor en el avión. A su lado había lugar para un cajón más. En el andén, esperaban otros tres contenedores.

Desde dentro del avión, el jefe de cargas gritó:

– Vamos, Vauban. ¿Por qué nos retrasamos?

– Un momento.

Vauban corrió hacia la entrada de la zona de cargas. Ni rastros del camión.

– ¡Vauban! ¿Qué problema hay? -Se volvió porque se acercaba un supervisor-. Terminen de cargar de una vez.

– Sí, señor. Estaba esperando que…

En ese instante llegó a la carrera el camión de «Brucere et Cie», y se detuvo bruscamente delante de Vauban.

– Aquí está la última carga -anunció Vauban.

– Bueno, súbanla -instó el supervisor.

Vauban vigiló el paso del contenedor hasta el avión. Luego le hizo una seña al jefe de cargas.

Segundos más tarde se encendieron las turbinas y el gigantesco avión comenzó a correr por la pista. Ahora todo depende de ella, pensó.


Estaba en medio de una tormenta. Una ola gigantesca cubrió el barco y éste comenzó a hundirse. Me estoy hundiendo -pensó Tracy- Tengo que salir de aquí.

Estiró los brazos y se topó con las paredes del contenedor. En un momento de lucidez recordó dónde estaba. Tenía la cara y el pelo bañados en sudor. Se sintió mareada, con el cuerpo tembloroso. ¿Cuánto tiempo había permanecido sin sentido? Era sólo una hora de vuelo. ¿Estaría a punto de aterrizar? No, sólo es una pesadilla. Estoy dormida, en mi cama de Londres. Voy a llamar al médico. No podía respirar. Forcejeó para incorporarse pero se desplomó. El avión hacía frente a cierta turbulencia. Desesperada, trató de concentrarse. ¿¡Cuánto tiempo me queda? Los brillantes. De alguna manera tenía que obtenerlos. Pero primero…, primero tenía que salir del cajón.

Descubrió el cuchillo que llevaba en el mono y le costó un gran esfuerzo sacarlo de su vaina. Me falta el aire. Tanteó el borde de la lona, tentó las cuerdas y cortó una de ellas. Le pareció que tardaba una eternidad. Seccionó otra y se hizo lugar suficiente para salir del contenedor. Sintió frío. Todo su cuerpo comenzó a temblar, y las constantes sacudidas del avión aumentaron sus náuseas. Trató de concentrarse. ¿Qué hago aquí? Algo importante… Sí… los brillantes.

Se le nubló la vista; todo parecía desenfocado. No podré hacerlo.

De pronto el avión se ladeó, y Tracy se cayó al suelo. Cuando el aparato se estabilizó, volvió a incorporarse con esfuerzo. El ruido de las turbinas se mezclaba con las palpitaciones de su cabeza.

Avanzó dando tumbos entre los cajones, buscando uno que tuviera unas marcas rojas. ¡Gracias a Dios, allí estaba! Era el tercero. Trató de recordar el siguiente paso. Le costaba concentrarse. Si pudiera tenderme unos minutos para descansar. Pero no tenía tiempo. En cualquier momento aterrizarían en Amsterdam. Tomó el cuchillo y cortó la cuerda del contenedor.

Apenas tenía fuerzas para sujetar el cuchillo. No puedo fallar ahora.

Comenzó a temblar de nuevo, con tanta fuerza que se le cayó el cuchillo de las manos. No lo conseguiré. Me prenderán y volverán a mandarme a la cárcel.

Titubeó, indecisa, aferrada a la cuerda, deseando desesperadamente volver a meterse en el cajón y dormir hasta que todo acabara. Sería tan sencillo. Después, con gran esfuerzo se agachó, tomó el cuchillo y comenzó a cortar la cuerda.

Finalmente ésta cedió. Tracy retiró la lona y contempló el sombrío interior del cajón. No pudo ver nada. Sacó la linterna, y en ese instante, sintió un repentino cambio de presión en sus oídos.

El avión iba a aterrizar.

Tengo que apurarme -pensó Tracy, pero su cuerpo no le respondía-. Muévete -le decía su mente.

Iluminó el interior del contenedor con la linterna. Estaba lleno de paquetes y sobres, y encima de ellos, dos cajitas atadas con cintas rojas. ¡Dios! ¡Supuestamente debía haber sólo…! Parpadeó, y las dos cajas se convirtieron en una. Todo parecía flotar y distorsionarse a sus ojos.

Tomó la caja y sacó el duplicado que llevaba en el bolsillo. Sostuvo las dos en sus manos, y con una nueva sensación de náuseas, comprendió que no sabía cuál era. Contempló los dos joyeros idénticos. ¿Sería el que tenía en la mano izquierda o el de la derecha?

El avión comenzó a inclinarse en un ángulo más pronunciado. En cualquier momento aterrizaría. Tenía que tomar una decisión. Dejó una de las cajas, rogó que fuese la indicada y se alejó del contenedor. Logró sacar un trozo de soga que llevaba en el mono. El zumbido en los oídos le impedía pensar. Recordó: Luego de cortar la soga, la guardas en el bolsillo y la remplazas por la nueva. No dejes nada que despierte sospechas.

En aquel momento le había parecido sencillo, sentada en la cubierta del barco, al sol. Ahora era imposible. Ya no le quedaban fuerzas. Los guardias hallarían la cuerda cortada, registrarían el avión y la encontrarían.

Algo en su interior gritó: ¡No! ¡No! ¡No!

Con un esfuerzo hercúleo comenzó a atar el contenedor con la cuerda incólume. Sintió un golpe bajo sus pies cuando el avión tocó tierra, luego otro, y volvió a caerse. Se golpeó con la cabeza contra el suelo y creyó que perdería el conocimiento.

El «747» corría velozmente por la pista. Tracy yacía tendida en el suelo, moviéndose débilmente. Cuando se apagaron las turbinas reunió las escasas fuerzas que le quedaban y se incorporó bamboleante. El avión se había detenido. Se puso de pie, sujetándose en el contenedor para no caerse de nuevo. La cuerda nueva estaba en su lugar. Apretó el joyero contra su pecho e inició el camino de regreso a su cajón. Apartó la lona y se sumergió en la penumbra de la caja, jadeante y sudorosa. Lo logré. Pero había algo más que debía hacer. Algo importante. ¿Qué era? Cubrir con cinta adhesiva la cuerda de su propio contenedor.

Metió la mano en un bolsillo para buscar el rollo de cinta, pero no lo encontró. Respiraba en forma entrecortada y le zumbaban los oídos. Le pareció oír voces. Contuvo la respiración. Alguien se reía. En cualquier momento se abriría la puerta y los hombres comenzarían a bajar la carga. Verían la cuerda cortada, mirarían dentro del cajón y la descubrirían. Tenía que encontrar la forma de unir la cuerda. Se arrodilló, y en ese instante sintió el rollo duro de cinta junto a su mano izquierda. Levantó la lona, tanteó en busca de los dos extremos de cuerda cortada y los juntó, mientras intentaba, con torpeza, usar la cinta para unirlos.

No podía ver. El sudor que corría por su rostro la cegaba. Se sacó el pañuelo del cuello para enjugarse la cara. Así estaba mejor. Terminó de unir los trozos de cuerda y volvió a colocar la lona en su sitio. Ahora sólo le quedaba esperar. Se tocó la frente una vez más, y le pareció que le estallaba la cabeza.

Tracy estaba inconsciente cuando cargaron su contenedor en el camión de «Brucere et Cié». Atrás, en el piso del carguero, había quedado la chalina que le había regalado Jeff.


La despertó un golpe de luz cuando alguien levantó la lona. Abrió muy despacio los ojos. Estaba en un depósito.

Jeff la miraba sonriente desde arriba.

– ¡Lo lograste, querida! Eres una maravilla.

Vio que Jeff le sacaba el estuche que sostenía blandamente en sus manos.

– Nos veremos en Lisboa. -Cuando estaba a punto de marcharse, agregó-: Tienes muy mal semblante, Tracy. ¿Te sientes bien?

Ella apenas pudo hablar.

– Jeff, creo…

Pero él ya se había ido.

Le quedó apenas un mínimo recuerdo de lo que ocurrió a continuación. Al fondo del depósito había una muda de ropa para ella. Una mujer le dijo:

– Parece enferma, señorita. ¿Quiere que llame a un doctor?

– Nada de médicos -respondió Tracy en un susurro.

En el mostrador de «Swissair» encontrarás un boleto a tu nombre para Ginebra. Márchate de Amsterdam lo antes posible. En cuanto la Policía se entere del robo, cercarán estrechamente la ciudad. Todo saldrá bien pero por si acaso, aquí tienes la dirección y la llave de la casa de un amigo en Amsterdam; está vacía.

El aeropuerto. Tenía que llegar al aeropuerto.

– Un taxi -farfulló-. Necesito un taxi.

La mujer titubeó un instante; luego se encogió de hombros.

– Está bien; le llamaré uno. Espere aquí.

Tracy se sentía flotar en un sopor pegajoso y agobiante.

– Ya llegó su coche -le anunció un hombre.

Deseó que la gente dejara de molestarla. Sólo quería dormir.

– ¿Adónde desea ir, señorita? -le preguntó el chófer.

Se sentía demasiado enferma para subir a bordo de un avión. La detendrían, llamarían a un médico. Le harían preguntas. Lo único que necesitaba era dormir unos minutos; después estaría bien.

La voz se volvió impaciente.

– ¿Adónde, por favor?

No podía contestar. Por fin le dio al taxista la dirección de la casa del amigo de Gunther.


La Policía la estaba interrogando acerca de los brillantes, y, como ella se negaba a contestar, la dejaban sola en su celda y subían la temperatura de la calefacción hasta que el calor se hacía insoportable. Después, bajaban la temperatura hasta que comenzaba a formarse escarcha en las paredes.

Tracy se incorporó y abrió los ojos. Estaba en una cama desconocida y temblaba con violencia. Había una manta a un costado de su cuerpo, pero no tenía fuerzas para levantarla y taparse con ella. Tenía el vestido empapado, lo mismo que la cara y el cuello.

Voy a morir aquí. ¿Dónde estoy?

Estoy en una casa segura. La frase le resultó tan graciosa que prorrumpió en risas, y las carcajadas le provocaron un ataque de tos. Todo había salido mal. Al fin y al cabo no había logrado huir. A esa hora la Policía debía de estar rastrillando Amsterdam, tratando de dar con su paradero. ¿La señorita Whitney tenía un pasaje en «Swissair» que no utilizó? Entonces aún debe de hallarse en Amsterdam.

Se preguntó cuánto tiempo haría que se encontraba en esa cama. Quiso ver la hora en su reloj, pero todo era borroso. Necesitaba abrir una ventana y respirar aire puro, pero estaba demasiado débil como para moverse.

La habitación se había helado una vez más.

Estaba de nuevo en el avión, encerrada en el contenedor, pidiendo ayuda a gritos.

– ¡Lo lograste, querida! Eres una maravilla.

Jeff se había llevado los brillantes, y probablemente estaría ya viajando rumbo a Brasil con la parte del dinero que le correspondía a ella. A su lado iría alguna de esas mujeres hermosas que siempre tenía junto a él. La había vencido una vez más. Lo odiaba. No. No lo odiaba. Sí, claro que sí.

Entraba y salía del delirio. La dura pelota vasca se dirigía hacia su cabeza. Jeff tomaba en brazos a Tracy y rodaban juntos por el suelo, hasta que sus labios se rozaban.

Le propongo tablas -decía la voz de Boris Melnikov- Eres muy especial, Tracy, decía un borroso Jeff.

Su cuerpo volvió a temblar. Tracy se sintió en un tren rápido que atravesaba un túnel oscuro. Sabía que al llegar al otro extremo, moriría. Todos los demás pasajeros se habían bajado, salvo Alberto Fornati, quien la sacudía y le gritaba furiosamente: ¡Por Dios! ¡Abra los ojos! ¡Míreme!

Con un esfuerzo sobrehumano, se incorporó. Jeff Stevens la sacudía con fuerza. Notó un tono de indignación en la voz de él. Es parte del sueño, se dijo Tracy.

– ¿Cuánto hace que estás así? ¡Tracy, contéstame!

– Tú estás en Brasil -musitó ella.

Y volvió a sumirse en el sopor.


Cuando el inspector Trignant recibió el chal con las iniciales T. W. que había quedado en el suelo del avión de «Air France», permaneció pensativo largo rato.

– Comuníqueme con Daniel Cooper -dijo después.

TREINTA Y DOS

La pintoresca aldea de Alkmaar, en la costa noroeste de Holanda, sobre el mar del Norte, es una conocida atracción turística, pero hay un sector de ella que los turistas nunca visitan. Jeff había estado varias veces allí con una azafata de «KLM», que le enseñó los rudimentos del idioma neerlandés. Recordaba bien la zona; los residentes se ocupaban de sus asuntos, sin demostrar demasiada curiosidad por los veraneantes. Se trataba de un sitio ideal para ocultarse.

El primer impulso de Jeff al hallar a Tracy en aquella casa fue llevarla a un sanatorio, pero lo consideró muy peligroso. También era arriesgado que permaneciera un minuto más en Amsterdam. Por fin la envolvió en unas mantas y la trasladó al coche. Tracy permaneció inconsciente durante el viaje hasta Alkmaar. Temblaba y respiraba con dificultad.

Ya en el poblado, Jeff se dirigió a una pequeña posada. La propietaria lo miró subir con Tracy en brazos hasta la habitación.

– Estamos en luna de miel -explicó-. Mi mujer se ha puesto enferma…, un ligero malestar respiratorio; necesita descansar.

– ¿No quiere que llame a un médico?

Jeff no supo qué responder.

– Esperaré unas horas. Quizá no sea necesario.

Lo primero que debía hacer era bajarle la fiebre. Acostó a Tracy en la cama de matrimonio y comenzó a quitarle la ropa, empapada en sudor. El cuerpo de la mujer hervía. Mojó entonces una toalla con agua fresca y se la pasó de pies a cabeza. Luego la tapó con una frazada y se sentó al lado de la cama, preocupado por su respiración estertorosa.

Si mañana no mejora, tendré que llamar a un doctor, se dijo.


Por la mañana las sábanas estaban empapadas. Tracy seguía inconsciente, pero le dio la impresión de que la respiración se había regularizado un poco. Tenía miedo de permitir que la mujer de la limpieza la viera en ese estado. Le pidió a la posadera un juego limpio de sábanas que él mismo llevó a la habitación. Volvió a refrescar a Tracy con una toalla húmeda, cambió la ropa de cama y volvió a taparla.

Luego puso en la puerta el cartelito de «NO MOLESTAR» y se dirigió a la farmacia más cercana. Compró aspirinas, un termómetro, una esponja y alcohol para fricciones. Al regresar a la habitación, Tracy no se había despertado aún. Le frotó el cuerpo con el alcohol, y la fiebre bajó.

Una hora más tarde volvió a subirle la temperatura. Si llamaba a un médico, éste insistiría en llevar a Tracy a un sanatorio. Jeff no sabía si la Policía estaba buscándolos, pero no quiso correr el riesgo. Tenía que hacer algo. Aplastó cuatro aspirinas, colocó el polvito entre los labios de Tracy y con mucha suavidad fue dándole cucharaditas de agua, hasta notar que las tragaba. Una vez más le frotó el cuerpo con alcohol. Le tomó otra vez la temperatura y respiró aliviado. Apoyó la cabeza contra el pecho femenino y escuchó. ¿Estaba menos congestionada su respiración?

Hacía cuarenta y ocho horas que no dormía; se sentía exhausto y tenía pronunciadas ojeras. Tienes que mejorar, Tracy, rogó para sus adentros. Y se durmió.


Cuando Tracy abrió los ojos no tenía idea de dónde se encontraba. Tardó largos minutos en recuperar la conciencia. Sentía el cuerpo dolorido y experimentaba la sensación de haber vuelto de un viaje largo y agotador. Paseó la vista por el cuarto desconocido y el corazón le dio un vuelco. Jeff yacía en un sillón cerca de la ventana, dormido. Era imposible. La última vez que lo había visto, él le dijo que tomaría el avión a Lisboa con los brillantes. ¿Qué hacía ahí? De pronto supo la respuesta: le había dado el joyero equivocado, el que contenía los diamantes falsos, y Jeff suponía que lo había engañado adrede. Seguramente la había recogido en la casa de Amsterdam y llevado a ese sitio.

En el momento en que se incorporaba, Jeff abrió los ojos. Vio que Tracy lo miraba desde la cama, y una lenta sonrisa iluminó su rostro.

– Bien venida.

Había un tono de alivio tan intenso en su voz, que dejó perpleja a Tracy.

– Perdóname. -La voz de ella fue un áspero susurro-. ¿Te di el estuche equivocado?

– ¿Qué?

– Me sentía tan mal en ese maldito avión que…

Jeff se acercó y dijo con dulzura:

– Tracy, me diste los brillantes verdaderos. Todo salió bien. Hablé con Gunther.

Ella le miró azorada.

– Entonces, ¿por qué…, por quién estás aquí?

Él se sentó al borde de la cama.

– Cuando me diste las piedras, te noté un aspecto cadavérico. Decidí que sería mejor esperar en el aeropuerto para cerciorarme de que tomaras ese vuelo. Como no apareciste, me di cuenta de que tenías problemas. Fui hasta la casa del amigo de Gunther y te encontré. No podía dejarte. Hubiera sido demasiado fácil -agregó con una sonrisa.

Ella lo observaba intrigada.

– Dime el verdadero motivo por el cual regresaste a buscarme.

– Es hora de tomarte la temperatura -dijo, sacando el termómetro-. No está mal -agregó unos minutos después-. Poco más de treinta y ocho. Eres una paciente estupenda.

– Jeff…

– Confía en mí. ¿Tienes hambre?

De pronto Tracy se dio cuenta de que estaba famélica.

– Me muero por comer.

– Bien. Te traeré algo.


Jeff regresó con una bolsa que contenía dos cartones de jugo de naranja, leche, frutas secas y unos bollos rellenos con queso.

– Ahora come lentamente.

La ayudó a incorporarse y le dio de comer. Actuaba de una manera solícita y cariñosa, y Tracy lo contempló con cautela. Debes mantenerte alerta.

– Gunther me dijo que recibió los brillantes y depositó tu dinero en una cuenta suiza.

Tracy no pudo dejar de preguntarle:

– ¿Por qué no te quedaste tú con todo?

Jeff replicó con voz seria.

– Porque ya es hora de que nos dejemos de juegos, Tracy. ¿De acuerdo?

Era otro de sus ardides, por supuesto, pero estaba demasiado cansada para preocuparse de ello.

– De acuerdo.

– Dime tus medidas; iré a comprarte alguna ropa. Los holandeses son muy liberales, pero creo que si salieras así a la calle se espantarían.

Tracy se tapó más con las mantas, repentinamente consciente de su desnudez. Pero no quería pensar. El sueño la envolvió sin esfuerzo.


Por la tarde, Jeff llegó con dos bolsas de ropa, vestidos, zapatos, ropa interior, un estuche de maquillaje, un peine, un secador de pelo, dentífrico y cepillos de dientes. También había comprado algo de ropa para él, y el International Herald Tribune. En la primera página aparecía la noticia del robo de los brillantes, pero según afirmaba el diario, los ladrones no habían dejado pistas.

– ¡Estamos salvados! -exclamó Jeff, alegremente-. Ahora lo único que falta es que te repongas.


Fue idea de Daniel Cooper no informar a la Prensa que se había hallado el chal con las iniciales T. W.

– Aunque sepamos a quién pertenece -le dijo el inspector Trignant-, no constituye prueba suficiente para arrestarla. Sus abogados presentarían a todas las mujeres de Europa con las mismas iniciales, y nos dejarían como tontos.

En opinión de Cooper, la Policía ya había mostrado su idiotez. Sólo yo puedo atraparla.

Sentado en el duro banco de madera de una capilla oró: Oh, Dios, entrégamela para que la castigue y pueda así redimirme de mis pecados. El mal que habita en su espíritu será exorcizado, y su cuerpo…


Cuando Tracy se despertó, la habitación estaba a oscuras. Se incorporó, encendió el velador de la mesilla de noche y notó que estaba sola. Jeff se había ido. Una sensación de pánico la invadió. Se había vuelto dependiente de él, y ése había sido un error estúpido. Confía en mí, había dicho él, y ella creyó. La había cuidado sólo para protegerse a sí mismo, no por otra razón. Tracy había llegado a creer que él sentía deferencia por ella. Se dejó caer sobre la almohada y cerró los ojos. Le echaré de menos. Que Dios me ayude, pero lo añoraré mucho. Tendría que desaparecer cuanto antes de Holanda, buscar otro sitio donde pudiese sentirse segura.

En ese momento se abrió la puerta y oyó la voz de Jeff.

– Tracy, ¿estás despierta? Te he traído unos libros y revistas. Pensé que podías… -Se detuvo al verle la expresión-. ¡Eh! ¿Qué te pasa?

– Nada -respondió ella en un susurro-. Nada.

A la mañana siguiente ya no tenía fiebre.

– Quiero salir -declaró-. ¿Te parece que podemos dar una vuelta, Jeff?

Los empleados mostraron curiosidad por la flamante convaleciente. Todos estaban encantados de que Tracy se hubiese curado.

– Su marido estuvo maravilloso. Insistió en cuidarla él solo. Estaba tan preocupado… Tiene suerte de haber encontrado un hombre que la quiera tanto.

Tracy miró a Jeff con ojos de interrogación, y podría haber jurado que lo vio sonrojarse.

Ya fuera, exclamó:

– Qué amable de su parte preocuparse por mí. ¿Verdad que son atentos?

– Sentimentales -la corrigió él.


Jeff dormía, a su lado en la cama. Tracy volvió a recordar la forma en que la había cuidado, atendido sus necesidades, lavado su cuerpo desnudo. Percibió de manera intensa la presencia masculina, que la hacía sentirse protegida.

Y nerviosa, también.


Lentamente, mientras Tracy recobraba la energía, fueron dedicando más tiempo a explorar el extraño pueblecito. Caminaron hasta por sinuosas calles adoquinadas de la Edad Media. Pasaron horas frente a los campos de tulipanes en las afueras de la aldea. Visitaron el mercado de los quesos y el museo municipal. Para gran sorpresa de Tracy, Jeff hablaba en holandés con los lugareños.

– ¿Cómo lo aprendiste?

– En un tiempo salí con una chica holandesa.

Lamentó habérselo preguntado.

A medida que transcurrían los días, el cuerpo joven y saludable de Tracy fue recuperando sus fuerzas. Jeff alquiló dos bicicletas y salieron al campo a ver los molinos. La trataba con una ternura que la intimidaba; sin embargo, no hacía avances sexuales. Era todo un enigma. Tracy pensaba en las bellas mujeres con quienes lo había visto. ¿Por qué permanecía al lado de ella en esa remota aldea del mundo?

Cierto día, comenzó a contarle sus secretos casi sin darse cuenta. Le habló de Joe Romano y Tony Orsatti, de Ernestina Littlechap, de la Gran Bertha y la pequeña Amy. Jeff escuchaba atentamente. A su vez, él le habló de su madrastra, del tío Willie, de sus épocas en la feria, de su matrimonio con Louise. Ya no había secretos entre los dos.

Pronto llegó el momento de marcharse; Jeff anunció:

– La Policía no nos busca, Tracy. Creo que tendríamos que levantar el campamento.

Ella experimentó una enorme desilusión.

– De acuerdo. ¿Cuándo?

– Mañana.


Esa noche no pudo conciliar el sueño. La presencia de Jeff parecía perturbarla más que nunca. Ambos yacían en la cama, cuidándose de mantener la distancia, pero pendientes uno del otro.

– ¿Estás dormido? -dijo Tracy por fin.

– No.

– ¿En qué piensas?

– Voy a echar de menos este lugar.

– Yo te echaré de menos a ti, Jeff.

Las palabras le brotaron con naturalidad.

Jeff se incorporó en la oscuridad, y la miró.

– ¿Cuánto? -preguntó en voz baja.

– Muchísimo.

Un segundo más tarde la tenía en sus brazos.

– Tracy…

– Shhh. No hables. Abrázame fuerte, nada más.

Primero fue el contacto de la piel, luego las caricias y una dulce exploración que fue creciendo hasta convertirse en un frenesí de placer. Jeff la penetró vigorosamente y Tracy sintió deseos de gritar de alegría. Se sentía inmersa en una marea casi hipnótica que finalmente le produjo una explosión en su más recóndito interior. Todo su cuerpo pareció aplacarse y volverse sedoso. A los pocos minutos sintió los labios de Jeff que recorrían su vientre hasta el húmedo centro de su sexo, y se sintió nuevamente sumergida en la marea de placer. Se aferró al cuerpo masculino y movió sus caderas, salvajemente. Jeff dejaba escapar gemidos de placer. Pronto se le sumó en un coro de jadeos que culminó en un nuevo estallido luminoso. Ahora lo sé. Por primera vez, lo sé. Pero no debo olvidar que es pasajero, un delicioso regalo de despedida.

Al amanecer, Jeff la despertó con suaves besos y le propuso:

– Cásate conmigo, Tracy.

Supo que sería una locura imposible, que jamás podría dar resultado. Un delirio maravilloso, que desafiaba todos sus temores. Y súbitamente se descubrió dispuesta a empezar de nuevo.

– Sí -aceptó en un susurro, y se echó a llorar, acurrucada en los brazos de Jeff.

Nunca más estaré sola.

Largo rato después, preguntó Tracy:

– ¿Cuándo lo supiste, Jeff?

– Cuando te encontré en aquella casa consumida por la fiebre. Casi enloquecí.

– Creí que te habías fugado con los brillantes.

Jeff volvió a tomarla en sus brazos.

– Tracy, lo que hice en Madrid fue un desafío. No necesitaba el dinero. Es ese mismo cosquilleo que nos lleva a ambos a dedicarnos a esto. Es un acertijo imposible de resolver, y comienzas a preguntarte si no habrá alguna forma de lograrlo.

Ella asintió.

– Lo sé. Al principio lo hice por venganza, luego por dinero. Pero después se convirtió en otra cosa.

Al cabo de un prolongado silencio, Jeff preguntó:

– ¿Qué te parecería la idea de no hacerlo más?

Ella le miró sorprendida.

– ¿Por qué?

– Porque todo cambió. No soportaría la idea de que siguieras arriesgándote. ¿Para qué tentar al destino? Tenemos suficiente dinero como para vivir toda la vida. ¿Por qué no nos retiramos?

– ¿Qué haríamos, Jeff?

– Ya se nos ocurrirá algo.

– En serio, querido, ¿cómo remplazar el vértigo y la emoción de esta vida?

– Haciendo lo que siempre has deseado hacer. Podríamos viajar, encontrar algún pasatiempo interesante. Siempre me fascinó la arqueología. Me encantaría realizar una excavación en Tunicia. Una vez se lo prometí a un viejo amigo. Podríamos financiar nuestras propias excavaciones. Recorreríamos el mundo entero.

– La idea es atractiva.

– ¿Entonces?

Tracy lo miró un largo instante.

– Si eso es lo que quieres… -dijo con voz suave.

Jeff la abrazó y comenzó a reír.

– Me pregunto si no deberíamos enviar un anuncio formal de nuestro retiro a la Policía.

Tracy soltó una carcajada.

Gunther Hartog llamó al día siguiente, en un momento en que Jeff había salido.

– ¿Cómo te sientes, Tracy?

– Espléndidamente, Gunther.

Desde que se enteró de lo sucedido, Gunther llamaba todos los días. Tracy había decidido no contarle todavía la noticia de su casamiento. Quería conservar un tiempo el secreto para sí.

– ¿Os lleváis bien Jeff y tú?

Tracy sonrió.

– A las mil maravillas.

– ¿Te interesaría la posibilidad de volver a trabajar juntos?

Tracy supo que no tenía más remedio que decírselo.

– Gunther… Jeff y yo pensamos retirarnos.

Hubo un momento de silencio.

– No comprendo.

– La idea fue de Jeff, y yo acepté. No queremos más riesgos.

– ¿Y si te digo que el negocio que pensaba proponeros os reportaría dos millones de dólares sin riesgo alguno?

– Me reiría mucho, Gunther.

– Hablo en serio, querida. Deberéis viajar a Amsterdam y…

– Tendrás que buscar a otros, Gunther.

Él suspiró.

– Me temo que no existe ninguna persona capaz de hacerlo. ¿No considerarás la posibilidad, al menos?

– De acuerdo, pero te anticipo que de nada valdrá.

– Esta noche llamaré de nuevo. Avísale a Jeff.

Cuando regresó Jeff, Tracy le relató su charla.

– ¿Le dijiste que queremos ser ciudadanos respetuosos de la ley?

– Por supuesto que sí, querido. Le propuse que se buscara a otro.

– Pero no quiso.

– Insistió en que nadie más puede hacerlo. Dijo que se trata de una empresa sin riesgos y que podríamos embolsarnos dos millones de dólares por el trabajito.

– Lo cual significa que habrá por lo menos doscientos guardias con ametralladoras.

Tracy rió con picardía.

– ¿No deberíamos al menos averiguar qué nos propone?

– Tracy, convinimos que…

– De todos modos tendremos que ir a Amsterdam, ¿no?

– Sí, pero…

– Bueno, mientras estemos allí, querido, ¿por qué no escuchamos el plan de Gunther?

Jeff la miró con suspicacia.

– Quieres hacerlo, ¿verdad?

– ¡Desde luego que no! Pero no perdemos nada con dejarlo hablar…


Al día siguiente fueron en coche a Amsterdam y se alojaron en el «Hotel Amstel». Gunther Hartog viajó desde Londres para encontrarse con ellos.

Consiguieron sentarse juntos, como despreocupados turistas, en la lancha que recorre los canales.

– Me alegro muchísimo que vayáis a casaros. Mis más sinceras felicitaciones.

– Gracias, Gunther -dijo Tracy, conmovida.

– Y respeto vuestro deseo de retiraros, pero se me ha presentado una situación tan particular que me pareció que os interesaría. Podría ser una despedida a toda orquesta. Y muy gratificante.

– Te escuchamos -dijo Tracy sin mirar a Jeff.

Gunther se inclinó hacia adelante y comenzó a hablar en voz baja. Al concluir, dijo:

– Dos millones de dólares si lográis hacerlo.

– Es imposible -sentenció Jeff-. Tracy…

Pero ella ya no lo escuchaba. Su mente estaba trabajando a toda máquina, trazando un plan adecuado.

La jefatura de Policía de Amsterdam, situada en la esquina de las calles Marnix y Alandsgracht, ocupa un antiguo edificio de cinco pisos con un largo pasillo en la planta baja y una escalera de mármol que sube a los pisos superiores. En un salón de arriba se encontraban reunidos seis detectives holandeses y un norteamericano: Daniel Cooper.

El inspector Joop van Duren era un hombre gigantesco, de tupido bigote y portentosa voz de barítono. Se estaba dirigiendo a Tom Willems, el eficiente jefe de la Policía urbana.

– Tracy Whitney llegó esta mañana a Amsterdam. Interpol sospechaba que ella perpetró el robo de De Beers. El señor Cooper, aquí presente, tiene la impresión de que ha venido a Holanda a cometer otro importante atraco.

Willems se volvió hacia el norteamericano.

– ¿Tiene usted alguna prueba, señor Cooper?

Daniel Cooper negó con la cabeza. Conocía a Tracy Whitney en cuerpo y alma. No le cabía la menor duda de que ella se hallaba allí para perpetrar un delito, algo descabellado seguramente, que superaba la minúscula imaginación de esos hombres. Trató de no perder la calma.

– Por eso debemos prenderla con las manos en la masa.

– ¿Y qué propone usted?

– No perderla de vista ni un instante.

Willems había hablado sobre Cooper con el inspector Trignant, de París. Es un ser aborrecible, pero sabe lo que hace. Si le hubiéramos hecho caso, ya habríamos capturado a la Whitney in fraganti. Casi la misma frase que Cooper acababa de utilizar.

Tom Willems tomó la decisión fundándose parcialmente en el difundido fracaso de la Policía francesa para arrestar a los ladrones de los brillantes. La Policía de Holanda iba a acabar con esa asaltante internacional que se había burlado de los franceses.

– Muy bien. Si esa mujer ha llegado a Holanda a poner a prueba la eficiencia de nuestra Policía, se llevará una sorpresa. -Se volvió hacia el inspector Van Duren-. Tome las medidas que sean necesarias.


La ciudad de Amsterdam está dividida en seis distritos policiales, cada uno de ellos responsable de su propia jurisdicción. Por orden del inspector Van Duren, se dejaron de lado los límites, designándose detectives de los distintos distritos para integrar los equipos de vigilancia.

– Quiero que se la vigile las veinticuatro horas del día. No deben perderle el rastro.

Van Duren le preguntó entonces a Cooper:

– ¿Satisfecho, señor?

– No hasta que la hayamos detenido.

– Así lo haremos -le aseguró el inspector-. Nos enorgullecemos de contar con la mejor fuerza policial del mundo.


Amsterdam constituye un paraíso para el turismo. Es una ciudad de molinos, diques, casas de atractivos techos apoyadas locamente unas contra otras a lo largo de una red de canales bordeados por árboles, llenos de barcos adornados con macetas de geranios, y ropa tendida al viento. Tracy consideraba a los holandeses maravillosamente amables.

– Todos parecen tan felices… -comentó.

– Casi como yo -replicó Jeff.

Tracy se rió y lo tomó del brazo. Es un hombre maravilloso. Jeff la miraba y pensaba a su vez: Soy el tipo más afortunado del mundo.

Caminaron por el mercado al aire libre, con sus puestos de venta de antigüedades, frutas y verduras, flores y ropa. Recorrieron la plaza del Dam, llena de jóvenes punk y cantores itinerantes. Visitaron Volendam, la pintoresca aldea de pescadores sobre el mar. Al pasar por el ajetreado aeropuerto Schiphol, dijo Jeff:

– No hace mucho tiempo, todo el terreno donde se asienta el aeropuerto era el mar del Norte. Schiphol significa «cementerio de barcos».

Tracy le susurró al oído:

– Me encanta oírte hablar. Es maravilloso estar enamorada de una persona que sabe tanto.

– Y todavía no has escuchado lo más impresionante. El veinticinco por ciento del país se encuentra sobre tierras ganadas al mar. Holanda está cinco metros por debajo del nivel del mar.

– Vaya… ¿Trajiste salvavidas?

– No te preocupes. Estamos perfectamente seguros siempre y cuando ese niño conserve su dedito en la represa.

Por todas partes adónde iban, los seguía la Policía. Noche a noche, Daniel Cooper leía los informes que se le presentaban al inspector Van Duren. No había nada de raro en ellos, pero las sospechas de Cooper se mantenían incólumes. Está tramando algo -se decía-. Algo grande. Me pregunto si se habrá dado cuenta de que la siguen.

En opinión de los detectives, Tracy y Jeff eran meros turistas.

– ¿No sería posible que estuviese equivocado? -le preguntó Van Duren a Cooper-. Podrían haber venido a Holanda sólo de paseo.

– No -fue la obcecada respuesta del norteamericano-. No estoy equivocado. Sigan observándola.

Tenía la sensación de que se le estaba acabando el tiempo. Si Tracy Whitney no daba pronto algún paso, volverían a suspender la vigilancia policial. Y no podía permitir que sucediera eso.

Tracy y Jeff tenían habitaciones comunicadas en el «Amstel».

– Es por una cuestión de respetabilidad -había dicho él-, pero no voy a dejar que te alejes mucho de mí.

– ¿Me lo prometes?

Todas las noches Jeff se quedaba en la habitación de ella hasta el alba. Era un amante variable, a veces tierno y considerado, en ocasiones salvaje e impetuoso.

– Por primera vez aprovecho realmente mi cuerpo -confesó ella en un murmullo-. Te necesitaba para saberlo.

– ¿Quieres asegurarte un poco más? -preguntó Jeff y la abrazó.

Paseaban por la ciudad aparentemente a la deriva. Almorzaban y cenaban en conocidos restaurantes. Todas las noches, el informe que recibía el inspector Joop van Duren terminaba con la misma nota: Nada sospechoso.

Paciencia -se decía Daniel Cooper-. Paciencia.

A instancias de Cooper, Van Duren solicitó a Willems permiso para colocar micrófonos ocultos en las habitaciones del hotel. La autorización fue denegada.

– Cuando sus conjeturas tengan bases más firmes, venga a verme de nuevo. De lo contrario, no puedo permitirle que escuche las conversaciones de unas personas que, hasta ahora, sólo son culpables de estar paseando por Holanda.

Esa conversación había tenido lugar un viernes. El lunes por la mañana, Tracy y Jeff se dirigieron a Coster, el centro de manufactura de piedras preciosas de Amsterdam, a visitar la Fábrica Holandesa de Talla de Brillantes. Daniel Cooper formaba parte del equipo de vigilancia. La fábrica estaba colmada de turistas. Un guía que hablaba inglés dirigía el recorrido del establecimiento, explicando todos los pasos del proceso de tallado. Al finalizar la gira, llevó al grupo hasta un amplio salón de exposición donde había vidrieras llenas de toda clase de brillantes en venta. Por supuesto, ésa era la razón fundamental para organizarles a los turistas visitas con guía.

En el centro de la sala se levantaba una vitrina montada sobre un alto pedestal negro; dentro, el brillante más sorprendente que Tracy hubiese visto jamás.

El guía anunció con orgullo:

– Y aquí, damas y caballeros, se encuentra el famoso diamante «Lucullan», del que todos habrán oído hablar. En una oportunidad lo quiso adquirir un prestigioso actor de teatro para su mujer, una actriz de cine. Está valorado en diez millones de dólares. Se trata de una piedra perfecta, de las más puras del mundo.

– ¿No es una tentación para los ladrones de joyas? -preguntó Jeff en voz alta.

Daniel Cooper se adelantó para oír mejor.

El guía sonrió con aire de indulgencia.

– Oh, no, señor. -Señaló en dirección al guardia armado que estaba apostado allí cerca-. Esta piedra está más custodiada que las joyas de la Torre de Londres. No hay peligro. Si alguien llega a tocar esa vitrina, suena una alarma, y automáticamente se cierran todas las puertas y ventanas de esta sala. Por la noche, se conectan rayos infrarrojos, y si alguien entra en la habitación, suena una alarma en la jefatura de Policía.

Jeff miró a Tracy, y dijo:

– Ahora comprendo por qué los exhiben así.

Cooper intercambió una fugaz mirada con uno de los detectives. Horas más tarde, el inspector Van Duren recibía una transcripción de la conversación.


Al día siguiente, Tracy y Jeff visitaron el Rijksmuseum. Al entrar, Jeff comprobó un plano del museo. Atravesaron el vestíbulo principal y llegaron a la sala donde se exhibían obras de Fra Angélico, Murillo, Rubens y Van Dyck. Avanzaban con lentitud, deteniéndose delante de cada cuadro. Luego entraron en la sala de La ronda nocturna, la más famosa tela de Rembrandt.

El título oficial de la obra era La compañía del capitán Frans Banning Cop y el teniente Willen van Ruytenburch y mostraba, con extraordinaria claridad y maestría de composición, a un grupo de soldados preparándose para salir de ronda, bajo el mando de un capitán de colorido uniforme. El sector que rodeaba el cuadro estaba acordonado, y había un guardia muy cerca de allí.

– Cuesta creerlo -dijo Jeff-, pero Rembrandt recibió tremendas recriminaciones por esta tela.

– Pero, ¿por qué, si es fantástica?

– La persona que se lo había encargado, el capitán del cuadro, se enojó porque Rembrandt había destacado a los demás personajes tanto como a él… -Se volvió hacia el guardia-. Espero que esta obra esté bien protegida.

– Oh, sí, señor. El que intente robar algo de este museo tendrá que sortear rayos electrónicos y cámaras de televisión de noche, y hay varios guardias con perros adiestrados.

Jeff esbozó una sonrisa.

– Ahora me quedo más tranquilo. Es un cuadro bellísimo.

Ese mismo día se informó a Van Duren de esa conversación.

– ¡La ronda nocturna! -exclamó-. ¡Imposible!

Daniel Cooper se limitó a parpadear con sus ojos miopes.

En el Centro de Convenciones de Amsterdam había una exposición de filatelia. Tracy y Jeff fueron a verla. El vestíbulo estaba fuertemente custodiado, ya que muchos de los sellos eran de lo más valioso. Cooper y el detective holandés los observaron recorrer la colección de sellos raros. Tracy y Jeff se detuvieron delante de un pequeño sello de la Guayana Británica.

– Qué sello más horrible -observó Tracy.

– Ni te acerques, querida. Es único en su especie. No existe otro en todo el mundo.

– ¿Cuánto vale?

– Un millón de dólares.

El empleado que estaba junto a ellos asintió.

– Así es, señor. La mayoría de la gente que lo mira no tiene idea, pero veo que usted sabe de sellos. En ellos se encuentra la historia del mundo.

Se encaminaron a otra vitrina y contemplaron un sello donde aparecía un avión realizando acrobacias.

– Éste es interesante -señaló Tracy.

El bedel que cuidaba la vitrina dijo:

– Está valorado en…

– Setenta y cinco mil dólares -apuntó Jeff.

– Sí, señor. Exacto -replicó el empleado, sorprendido.

Continuaron y vieron un sello azul, hawaiano, de dos centavos.

– Ése vale medio millón de dólares -sostuvo Jeff.

Cooper los seguía mezclado entre el gentío.

Jeff señaló otro.

– Ése es otro sello raro, de un penique, procedente de Mauricio. En lugar de decir «franqueo pagado», algún impresor distraído puso «franqueo postal». Hoy vale una fortuna.

– Parecen tan pequeños… -dijo Tracy-, tan fáciles de robar…

El guardia del mostrador sonrió.

– El ladrón no iría lejos, señorita. Las vitrinas tienen protección por medio de cables electrónicos, y guardias armados patrullan el edificio noche y día.

– Es una buena noticia -acotó Jeff- En esta época nunca están de más todas las precauciones.

Aquella tarde, Cooper y Van Duren se reunieron con Willems. Van Duren le entregó los informes y esperó.

– Aquí no hay nada decisivo -opinó finalmente Willems-, pero reconozco que los sospechosos parecen estar rondando ciertos blancos de mucho valor. Está bien, inspector. Tiene permiso oficial para instalar micrófonos en las habitaciones del hotel.

Daniel Cooper estaba feliz. A partir de ese momento, ingresaría en la intimidad de Tracy Whitney. Sabría todo lo que estuviera pensando, diciendo o haciendo. La imaginó en la cama con Jeff, y tuvo un súbito escozor en el cuerpo.

Cuando Tracy y Jeff salieron esa noche a cenar, un equipo de técnicos de la Policía se dedicó a instalar diminutos transmisores sin cables en las dos habitaciones. Los ocultaron detrás de los cuadros, dentro de las lámparas y debajo de las mesillas de noche.

El inspector Van Duren se instaló en una suite del piso de arriba, donde un técnico había instalado un radiorreceptor con antena, conectado con una grabadora.

– Se activa cuando resuena una voz -explicó el hombre-. No es necesario que nadie esté aquí para manejarlo. Cuando alguien hable, automáticamente comenzará a grabar.

Sin embargo, Daniel Cooper deseaba estar allí las veinticuatro horas.

TREINTA Y TRES

En las primeras horas de la mañana siguiente, Daniel Cooper, el inspector Joop van Duren y su joven ayudante, el agente Witkamp, se hallaban en la suite de arriba, escuchando la conversación de abajo.

– ¿Más café? -decía la voz de Jeff.

– No, gracias, querido. Prueba este queso que nos mandaron del bar. Es realmente maravilloso.

Un breve silencio.

– Mmmm. Delicioso. ¿Qué quieres que hagamos hoy, Tracy? Podríamos ir en auto a Rotterdam.

– ¿Por qué no nos quedamos aquí, y descansamos?

– Buena idea.

Daniel Cooper sabía qué quería decir eso, y apretó los labios con rabia.

– La reina va a inaugurar un nuevo asilo para huérfanos.

– Qué bien. Pienso que los holandeses son las personas más hospitalarias y generosas del mundo. Son iconoclastas. Aborrecen las normas y los reglamentos.

Era la típica conversación mañanera de dos amantes.

– Hablando de personas generosas… -decía la voz de Jeff-. Adivina quién está parando en este hotel. El escurridizo Maximilian Pierpont. ¿Recuerdas el Queen Elizabeth II?

– ¡Cómo olvidarlo!

– Probablemente haya venido a comprarse otra empresa. Ahora que hemos vuelto a encontrarlo, Tracy, deberíamos hacer algo con él. Es decir…, siempre y cuando permanezca aquí hasta que terminemos nuestro trabajito…

Risa de Tracy.

– Totalmente de acuerdo, querido.

– Tengo entendido que nuestro amigo tiene por costumbre viajar con objetos de mucho valor. Se me ocurre una idea que…

En ese momento irrumpió otra voz femenina:

– ¿Desean que les arregle ahora la habitación?

Van Duren se volvió hacia el agente Witkamp.

– Quiero un equipo de vigilancia para Maximilian Pierpont. En el instante en que Whitney o Stevens establezcan cualquier tipo de contacto con él, háganmelo saber.


El inspector Van Duren presentaba su informe ante su superior, Willems.

– Pueden andar detrás de numerosos blancos, señor. Están poniendo de manifiesto un gran interés por un acaudalado norteamericano de nombre Maximilian Pierpont; asistieron a la convención de filatelia, fueron a ver el diamante «Lucullan» y pasaron dos horas contemplando La ronda nocturna.

– ¡Imposible que roben ese cuadro!

Willems se recostó en su asiento mientras se preguntaba si no estaría desperdiciando su tiempo y sus efectivos. Había demasiadas especulaciones y muy pocos hechos concretos.

– De modo que, por el momento, no tiene usted idea de cuál puede ser el blanco elegido.

– No, señor. Tampoco estoy seguro de que lo hayan decidido ellos. Pero apenas lo resuelvan, nos enteraremos.

Willems frunció el entrecejo.

– ¿Qué quiere decir?

– Por medio de los micrófonos ocultos. No tienen idea de que estamos escuchándoles las conversaciones.


A la mañana siguiente, a las nueve, Tracy y Jeff estaban terminando de desayunar en la suite de ella. En el puesto de escucha del piso superior, se encontraban Daniel Cooper, el inspector Van Duren y el agente Witkamp, quienes oían con fastidio el ruido de las tazas y la conversación intrascendente.

– Aquí hay algo interesante, Tracy. Nuestro amigo tenía razón. Escucha: El Banco Amro va a despachar lingotes de oro por valor de cinco millones de dólares en dirección a las Antillas holandesas.

En la habitación de arriba, Witkamp exclamó:

– No hay forma de…

– jShhh!

Siguieron escuchando.

– ¿Cuánto pesarán cinco millones de dólares en oro?

– Te lo puedo decir con exactitud, querida: quinientos cincuenta y siete kilos; son alrededor de cincuenta y siete lingotes. El oro es ideal porque se trata de algo anónimo. Una vez que lo fundes… Claro que no sería fácil sacar tantos lingotes de Holanda.

– ¿Aunque lo lográsemos, cómo podríamos apoderarnos de ellos, en primer lugar? ¿Entraríamos en el Banco, así como así?

– Algo por el estilo.

– Estás bromeando.

– Nunca bromeo cuando se trata de esas enormes sumas de dinero. ¿Qué te parece si nos damos una vuelta por el Banco para echar un vistazo?

– ¿Qué tienes pensado?

– Te lo diré por el camino.

Se oyó una puerta que se cerraba, y ya no hubo más voces.

El inspector Van Duren se atusaba enérgicamente el bigote.

– No existe la menor posibilidad de que puedan tocar ese oro. Yo mismo aprobé las medidas de seguridad.

Daniel Cooper lo miró a los ojos fugazmente y replicó:

– Si existe alguna falla en el sistema de seguridad del Banco, Tracy Whitney la descubrirá.

Van Duren apenas pudo dominar su furia. Le resultaba difícil soportar esa superioridad que sentía el norteamericano. Sin embargo, el inspector Van Duren era, antes que nada, un policía, y le habían ordenado colaborar con aquel raro individuo.

Se volvió hacia Witkamp.

– Quiero que aumente los efectivos de la patrulla de vigilancia, de inmediato. Que se tomen fotografías y se interrogue a todos los contactos. ¿Entiende?

– Sí, señor.

– Y de la forma más discreta. No tienen que darse cuenta de que se los sigue.

– Sí, señor.

Van Duren miró luego a Cooper.

– Ya está. ¿Esto lo hace sentir mejor?

Cooper no se tomó la molestia de contestar.


Durante los cinco días siguientes, Tracy y Jeff mantuvieron ocupados a los hombres del inspector Van Duren. Salían siempre en forma separada. Un día Jeff fue a una imprenta, y dos detectives lo observaron mantener una animada charla con el dependiente. Cuando se hubo ido, uno de los policías lo siguió. El otro entró en la tienda, mostró su placa de identificación y preguntó:

– ¿Qué quería el hombre que acaba de irse?

– Me encargó unas tarjetas comerciales.

– Permítame ver.

El dependiente le mostró un papel escrito a mano que decía:

Servicios de Seguridad de Amsterdam

Cornelius Wilson

Jefe de investigadores.

Al otro día, la agente Rien Hauer aguardó en la acera, frente a una tienda de venta de animales donde había ido Tracy. Cuando ella salió un cuarto de hora más tarde, Hauer entró en el establecimiento y exhibió su credencial.

– Esa mujer que salió hace unos minutos…, ¿qué quería?

– Compró una pecera con pececitos de colores, dos cotorras, un canario y una paloma.

Extraña combinación.

– ¿Una paloma, dijo usted? ¿Una paloma común?

– Sí, pero como no teníamos ninguna en la tienda, le dije que tendría que conseguírsela.

– ¿Adónde le remitirá los animales?

– A su hotel, el «Amsted».

En el otro extremo de la ciudad, Jeff conversaba con el vicepresidente del Banco Amro. Estuvieron encerrados media hora, y al salir Jeff del Banco, un detective entró en la oficina del funcionario.

– Dígame, por favor, ¿qué quería el hombre que estuvo aquí?

– ¿El señor Wilson? Es jefe de investigadores de una empresa de seguridad que trabaja con nosotros. Está revisando el sistema de seguridad.

– ¿Le pidió que discutieran las actuales medidas de seguridad?

– Sí, claro que sí.

– ¿Y usted se las explicó?

– Por supuesto. Naturalmente, primero tomé la precaución de llamar para confirmar que sus credenciales estuvieran en orden.

– ¿Adónde llamó?

– A la agencia, al número que venía impreso en su tarjeta de identificación.

Esa tarde, a las tres, un camión, blindado se estacionó frente al Banco. Desde la acera de enfrente, Jeff tomó una instantánea del vehículo, mientras que desde un zaguán, a escasos metros, un detective lo fotografiaba a él.

En la jefatura de Policía, el inspector Van Duren desplegaba sobre el escritorio de Willems las pruebas que se iban acumulando rápidamente.

– ¿Qué significa todo esto?

Fue Daniel Cooper quien respondió.

– Le diré lo que esta mujer está planeando -declaró con voz firme y convincente- Intenta llevarse el cargamento de oro.

Todas las miradas convergieron en él.

– Y supongo que usted sabrá cómo piensa lograr este milagro.

– Sí. -Él sabía algo que los demás ignoraban. Se había metido dentro de ella para pensar y planificar como ella…, y así poder anticiparse a sus movimientos-. Empleará un camión de seguridad falso, llegará al Banco antes que el camión verdadero y se alejará transportando los lingotes.

– Me parece muy rebuscado, señor Cooper.

– No sé cuál será la estrategia -intervino Van Duren-, pero algo están tramando, señor. Tenemos sus voces grabadas. Averiguaron los detalles del sistema de seguridad del Banco. Saben a qué hora para el camión blindado y…

Willems leía la reseña que tenía ante sí.

– Cotorras, una paloma, peces de colores, un canario… ¿Cree usted que estas tonterías tienen algo que ver con el robo?

– No -respondió Van Duren.

– Sí -dijo Cooper.


La agente Rien Hauer seguía a Tracy disimuladamente. Cruzó detrás de ella el puente Magere, y cuando Tracy llegó al otro lado del canal, la vio entrar en una cabina telefónica, donde estuvo hablando cinco minutos. De haber podido oír la conversación, tampoco le hubiera servido de mucho.

Gunther Hartog, desde Londres, decía:

– Podemos contar con Margot, pero necesitará tiempo…, por lo menos dos semanas. -Escuchó unos instantes-. Comprendo. Cuando todo esté listo, me comunicaré contigo. Ten cuidado, y dale saludos míos a Jeff.

Tracy colgó y abandonó la cabina. Al salir, sonrió amistosamente a la mujer policía, que simulaba esperar fuera de la cabina telefónica.

A la mañana siguiente, a las once, un detective informaba a Van Duren:

– Inspector, Jeff Stevens acaba de alquilar un camión en la empresa «Wolters».

– ¿Qué clase de camión?

– Uno de reparto.

– Descríbame las dimensiones.

Unos minutos más tarde el detective se encontraba de nuevo al aparato.

– Aquí las tengo. El vehículo mide…

Van Duren lo interrumpió:

– Seis metros de largo, dos metros diez de ancho, uno ochenta de alto, ejes dobles.

Hubo una pausa de asombro.

– Sí, señor. ¿Cómo lo supo?

– No interesa. ¿De qué color es?

– Azul.

– ¿Quién está siguiendo a Stevens?

– Jacobs.

– Bien. Usted regrese aquí.

Joop van Duren cortó y miró a Daniel Cooper.

– Tenía usted razón, salvo que el camión es azul.

– Lo llevará a un taller de pintura de coches.

En el taller, dos hombres pintaron el vehículo de gris metalizado, mientras Jeff los contemplaba desde un lado. Desde el techo del establecimiento un detective sacaba fotos por la claraboya.

Una hora más tarde, las fotografías llegaban al escritorio de Van Duren, quien se las pasó a Cooper.

– Lo están pintando de un color idéntico al del transporte del Banco. Ya podríamos detenerlos.

– ¿Y acusarlos de qué? ¿De haber hecho imprimir tarjetas falsas y pintar un camión? Debemos esperar y prenderlos cuando se apoderen del oro.

Este imbécil se comporta como si fuera él quien mandase aquí.

– ¿Qué cree que hará Stevens a continuación?

Cooper analizó la foto con detenimiento.

– Este camión no soportará el peso de los lingotes -dijo-. Tendrán que reforzarle los ejes y los amortiguadores.


Era un taller pequeño y alejado.

– Buenos días. ¿En qué puedo servirle?

– Tengo que transportar desechos de hierro en este vehículo -explicó Jeff-, y no estoy seguro de que sea lo suficientemente fuerte para aguantar el peso. Me gustaría que le reforzara ejes y amortiguadores. ¿Puede hacerlo?

El mecánico se acercó al camión y lo examinó.

– Ningún problema.

– Bien.

– Se lo tendría listo para el viernes.

– Lo necesito mañana.

– ¿Mañana?

– Le pago el doble.

– El jueves.

– Mañana, y le pago el triple.

El mecánico se restregó la barbilla, pensativo.

– ¿A qué hora? -preguntó.

– Al mediodía.

– De acuerdo.

– Gracias.

Segundos después de haber partido Jeff del taller, un detective interrogaba al mecánico.

Aquella mañana, los policías encargados de Tracy la siguieron hasta el canal Oude Schans, donde pasó media hora hablando con el dueño de una barcaza. Después de que ella se hubo ido, uno de los policías subió al barco y se identificó ante el propietario, que estaba bebiendo una copa de ginebra.

– Desea hacer un recorrido por los canales con su marido, y me alquiló la barcaza durante una semana.

– ¿A partir de cuándo?

– Del viernes. Se lo recomiendo si desea descansar. Es ideal para una pareja en vacaciones.

El detective ya se había marchado.


Tracy recibió en el hotel la paloma que había pedido en la tienda de animales. Daniel Cooper regresó a la tienda e interrogó al dueño.

– ¿Qué clase de paloma le mandó?

– Una paloma común.

– ¿Está seguro de que no era mensajera?

– Lo estoy. -El hombre soltó una risita-. Y lo sé muy bien. La cacé yo mismo anoche, en el parque Vondel.

Quinientos kilos de oro y una paloma común. ¿Por qué?, se preguntó Cooper.


Cinco días antes de que tuviera lugar el traslado de los lingotes del Banco Amro, se había acumulado una enorme pila de fotos sobre el escritorio del inspector Joop van Duren.

Cada fotografía es un eslabón en la cadena que la capturará, pensó Daniel Cooper. La Policía holandesa carecía de imaginación, pero Cooper no podía negar que al menos era detallista. Cada paso de los preparativos de Tracy y Jeff estaba fotografiado y documentado. Tracy Whitney no podría eludir a la justicia.

El día que Jeff retiró un camión recién pintado, lo llevó hasta un garaje que había alquilado en la parte más vieja de Amsterdam. También llegaron allí seis cajas vacías de madera con la inscripción «Maquinaria».

Van Duren dejó una foto de esas cajas sobre su escritorio y escuchó atentamente la última cinta que había recibido de sus agentes.

La voz de Jeff decía:

– Cuando vayas en el camión desde el Banco hasta la barcaza, no sobrepases el límite de velocidad. Quiero saber con exactitud cuánto se tarda en el trayecto. Aquí tienes un cronómetro.

– ¿No vienes conmigo, querido?

– No. Voy a estar ocupado.

– ¿Y Monty?

– Llega el jueves por la noche.

– ¿Quién es este Monty? -preguntó Van Duren.

– El individuo que fingirá ser el segundo guardia de seguridad -le informó Cooper-. Necesitarán uniformes.


La tienda de disfraces quedaba en un centro comercial de la calle Pieter Cornelis.

– Necesito dos disfraces para una fiesta -explicó Jeff al dependiente-, parecidos al que tienen en el escaparate.

Una hora más tarde, Van Duren contemplaba la foto de un uniforme.

– Encargó dos de éstos, y le dijo al empleado que los recogería el jueves.

La medida del segundo uniforme indicaba que iba destinado a un hombre mucho más corpulento que Jeff. El inspector comentó:

– Nuestro amigo Monty debe de medir uno noventa, y pesar alrededor de ciento treinta kilos. Enviaremos los datos a Interpol para que lo busquen en sus ordenadores, y así lograremos identificarlo.

En el garaje alquilado, Jeff se había subido al techo del camión, mientras que Tracy se hallaba sentada al volante.

– ¿Estás lista? Ya.

Tracy apretó un botón del tablero, y del techo, a ambos lados del vehículo, cayeron sendas lonas con la inscripción: Cerveza Heineken.

– ¡Funciona bien! -exclamó, alborozado, Jeff.


– ¿Cerveza «Heineken»?

El inspector Van Duren paseó la mirada por los detectives que se habían reunido en su despacho. Daniel Cooper estaba sentado, en silencio, al fondo de la habitación. Para él, aquella reunión era sólo una pérdida de tiempo. Hacía mucho que había anticipado cada uno de los pasos que darían Tracy y su amante. Se habían metido solos en una trampa, y ésta se cerraría sobre ellos.

– Todas las piezas del rompecabezas están en su lugar -explicaba en aquellos momentos Van Duren-. Los sospechosos saben a qué hora llegará al Banco el camión blindado. Piensan presentarse treinta minutos antes, y hacerse pasar por guardias. Cuando llegue el camión verdadero ya se habrán ido. -Van Duren señaló la foto de un camión blindado-. Al salir del Banco tendrán este aspecto, pero unos metros más adelante, en alguna calle lateral -indicó la foto del camión con los expedientes de Heineken-, de pronto presentarán esta apariencia.

Desde el fondo de la oficina, uno de los detectives preguntó:

– ¿Sabe usted cómo piensan sacar el oro del país, señor?

Van Duren mostró la fotografía de Tracy, cuando subía a la barcaza.

– Primero, en este lanchón. Son tantos los ríos y canales que se entrecruzan en Holanda, que podrían desaparecer sin esfuerzo.

Señaló luego una vista aérea del camión avanzando a lo largo de las calles que bordean un canal.

– Cronometraron el trayecto desde el Banco hasta la barcaza. Tendrán tiempo suficiente para cargar el oro en la embarcación y alejarse antes de que nadie sospeche nada. -Van Duren se acercó a la última foto de la pared-. Hace dos días, Jeff Stevens reservó espacio en la bodega del buque Oresta, que parte de Rotterdam la semana próxima. Declaró que la carga sería maquinaria con destino a Hong Kong. -Se volvió para mirar de frente a sus subordinados-. Caballeros, vamos a hacer una pequeña modificación en los planes de estos amigos. Les permitiremos apoderarse de los lingotes del Banco y cargarlos en el camión. -Miró a Daniel Cooper y sonrió-. Pero los apresaremos con las manos en la masa.


Un detective siguió a Tracy cuando ésta entró en las oficinas de «American Express» y recogió un paquete mediano, con el que regresó de inmediato al hotel.

– Imposible saber qué contenía -le explicó Van Duren a Cooper-. Registramos ambas suites cuando se fueron, pero no encontramos nada nuevo.


Los ordenadores de Interpol no pudieron suministrar información alguna respecto del fornido Monty.


El jueves, a última hora de la tarde, Cooper, Van Duren y Witkamp se hallaban en la suite situada encima de la de Tracy, escuchando las voces provenientes del piso inferior.

La voz de Jeff decía:

– Si llegamos al Banco exactamente treinta minutos antes que los guardias, tendremos tiempo de cargar el oro y marcharnos. Cuando aparezca el camión verdadero, estaremos pasando los lingotes a la barcaza.

– Hice revisar el camión por el mecánico, y llené el depósito de combustible -explicó Tracy-. Ya está listo.

El agente Kitkamp comentó:

– Casi deberíamos admirarlos. No dejan ni un detalle al azar.

– Tarde o temprano, todos cometen alguna equivocación -sentenció Van Duren.

Daniel Cooper permaneció callado, escuchando.

– Tracy, cuando termine esto, ¿no te gustaría que realizáramos esa excavación de la que habíamos hablado?

– ¿En Tunicia? Me parecería espléndido, querido.

– Bueno, me ocuparé de organizar el viaje. De ahora en adelante no haremos otra cosa que descansar y disfrutar de la vida.

El inspector Van Duren expresó en un susurro:

– Yo diría que en los próximos quince años disfrutarán de otra cosa. -Se puso de pie y se desperezó-. Bueno, creo que podemos irnos a dormir. Ya todo está listo para mañana, y nos conviene descansar esta noche.


Daniel Cooper no podía conciliar el sueño. Se imaginaba de mil maneras la escena en que la Policía apresaría a Tracy. Su excitación creció, se dirigió al cuarto de baño y dejó correr el agua caliente. Se sacó las gafas, se quitó el pijama y se metió en la bañera. Ya casi había concluido todo. Ella pagaría, como todas las otras putas. A esa misma hora del día siguiente, viajaría de regreso a su hogar. No, hogar no -se corrigió-. A mi departamento. El hogar era un sitio cálido y seguro donde su madre lo amaba más que a nadie.


Eres mi hombrecito -le decía su madre-. No sé qué haría sin ti.

El padre de Daniel desapareció cuando éste tenía cuatro años. Al principio el niño se echó la culpa a sí mismo, pero la madre le explicó que se había ido con otra mujer. Odió a esa mujer porque hacía llorar a su madre. Jamás la había visto, pero sabía que era una puta porque había oído que su madre la llamaba así. Más tarde, se alegró de que esa mujer se lo hubiese llevado, ya que ahora tenía a su mamá toda para él. Los inviernos eran crudos en Minnesota, y su mamá le permitía meterse en la cama con ella y acurrucarse bajo las abrigadas mantas.

Cuando sea grande me casaré contigo, le decía Daniel, y la mamá se reía y le acariciaba el pelo.

Daniel era siempre el mejor alumno de la clase porque quería que su madre estuviese orgullosa de él.

Qué inteligente es su hijo, señora.

Lo sé. No hay nadie como mi hombrecito.

Cuando cumplió siete años, su madre invitó por primera vez a cenar a uno de sus vecinos, un hombre corpulento y peludo. Daniel se puso enfermo. Estuvo una semana en cama con fiebre y su mamá le prometió que jamás volvería a hacerlo. No necesito a nadie en el mundo, Daniel, más que a ti.

No existía persona más feliz que Daniel. La madre era la mujer más hermosa de la tierra. Cuando ella salía, el niño entraba en su dormitorio y le revisaba los cajones de la cómoda. Sacaba su ropa interior y se la restregaba contra la mejilla. Qué agradable era su aroma.

Se recostó en la bañera tibia del hotel de Amsterdam, cerró los ojos y recordó el día siniestro del asesinato de su madre, ocurrido cuando él tenía doce años. Lo habían mandado temprano de vuelta del colegio porque le dolían los oídos. Fingió más dolor del que sentía porque quería regresar a su casa, para que su madre le acostara y lo curara. Daniel entró silenciosamente, se fue derecho al cuarto de su madre y la vio tendida, desnuda, en la cama, pero no estaba sola. El vecino se encontraba con ella, haciéndole cosas desagradables. El niño vio que su madre comenzaba a besar el pecho velludo del hombre, que luego iba bajando en dirección al inmenso miembro violáceo del sujeto. Antes de que ella se lo introdujera en su boca, Daniel la oyó gemir y exclamar:

– ¡Oh, cómo te amo!

Eso fue lo más atroz de todo. Daniel corrió hacia el cuarto de baño y se vomitó encima. Rápidamente se desvistió y se limpió, porque su mamá le había enseñado a ser aseado. El dolor de oídos era ahora insoportable. Oyó voces desde el vestíbulo, y escuchó atentamente.

– Ahora vete, amor mío. Tengo que bañarme y vestirme. En cualquier momento llegará Daniel de la escuela. Te veré mañana.

Se oyó el ruido de la puerta que se cerraba, y luego el agua que corría en el cuarto de baño de su madre, salvo que no era su madre, sino una puta que hacía cosas sucias con hombres en la cama, cosas que a él nunca le había hecho.

Desnudo, entró en el cuarto de baño de ella y la vio en la bañera, sonriente.

– ¡Daniel, querido! ¿Qué te…? Daniel…

La madre abrió azorada la boca, pero no emitió sonido alguno. La tijera se hundió en el pecho de aquella extraña, mientras Daniel gritaba por encima de los gemidos de la víctima:

– ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!

Cuando por fin se detuvo todo estaba salpicado de sangre. Se metió debajo de la ducha y se frotó el cuerpo hasta que le ardió la piel.

El vecino había matado a su madre, y tendría que pagarlo.

Después, todo pareció ocurrírsele con sorprendente claridad. Con un trapo húmedo borró sus huellas digitales de la tijera y la arrojó dentro de la bañera. Enterró en el jardín la ropa manchada de sangre, y llamó a la Policía. En unos minutos llegaron dos coches policiales haciendo sonar sus sirenas, luego otro vehículo lleno de detectives, que le hicieron muchas preguntas. Daniel les contó que lo habían mandado de vuelta temprano de la escuela, y que había visto al vecino, Fred Zimmer, irse por la puerta lateral. Cuando interrogaron al individuo, éste reconoció ser el amante de la madre de Daniel, pero negó haberle dado muerte. El testimonio del niño en el Juzgado sirvió de prueba para condenar a Zimmer.

– Cuando llegaste del colegio, ¿viste que el vecino, Fred Zimmer, huía corriendo por la puerta lateral?

– Sí, señor.

– ¿Lo divisaste con nitidez?

– Sí, señor. Tenía las manos por completo ensangrentadas.

– ¿Qué hiciste entonces, Daniel?

– Tenía…, tenía tanto miedo… Comprendí que algo le había pasado a mi madre.

– ¿Entraste en la casa?

– Sí, señor.

– ¿Y qué ocurrió?

– Llamé a mi madre a gritos. Como no me respondió, fui a su cuarto de baño y…

En ese punto el niño prorrumpió en histéricos sollozos, y hubo que sacarlo de la sala.

Trece meses más tarde Fred Zimmer era ajusticiado.

Entretanto, enviaron a Daniel a vivir con la tía Mattie, una parienta lejana de Texas, y a quien él no había visto nunca. Se trataba de una mujer sola, bautista, que vivía con la vehemente convicción de que a todos los pecadores les esperaba el fuego del infierno. Era una casa sin amor, pena ni alegría, y en ese ambiente creció Daniel, aterrorizado por su secreta culpa y la condena eterna que lo aguardaba. Pronto comenzó a tener dificultades con la vista. Los médicos diagnosticaron su problema como psicosomático.

Hay algo que no quiere ver, decían.

A los diecisiete años se fugó de casa de su tía. Viajó en autostop hasta Nueva York, y allí fue contratado como mensajero de la «Asociación Internacional para la Protección de Seguros». A los tres años fue ascendido a investigador, y pronto se convirtió en el mejor funcionario de la empresa. Nunca pedía aumento de sueldo ni mejores condiciones de trabajo. Esas cosas no le preocupaban.


Daniel Cooper salió de la bañera y se preparó para meterse en la cama. Mañana -se dijo-. Mañana será el día del castigo de esa puta.

TREINTA Y CUATRO

Viernes, 22 de agosto, ocho de la mañana

Daniel Cooper y los detectives asignados al puesto de control, escuchaban la conversación de Tracy y Jeff durante el desayuno.

– ¿Una tostada, Jeff? ¿Café?

– No, gracias.

Cooper pensó: Es la última vez que compartirán un desayuno.

– ¿Sabes lo que me tiene más emocionada? El viaje en la barcaza.

– ¿Por qué?

– Porque iremos los dos solos. ¿Me crees loca?

– Absolutamente. Mi chiflada.

– Dame un beso.

Se oyó el ruido de un ósculo.

Tendría que estar más nerviosa, reflexionó Cooper.

– En cierto modo, me apena irme de aquí, Jeff.

– Tienes que pensarlo de esta manera, querida. Esta experiencia nos enriquecerá. En más de un sentido.

Se oyó la risa de Tracy.

– Tienes razón.

A las nueve proseguía aún la charla. Ya tendrían que estar preparándose -pensó Cooper-. Deberían repasar los detalles de último momento. ¿Y Monty?¿Dónde se reunirán con él?

– Querida, ¿por qué no te ocupas del conserje antes de que nos vayamos? Yo estaré muy ocupado.

– Desde luego. Es un hombre muy maravilloso. ¿Por qué no hay conserjes en Estados Unidos?

– Supongo que es sólo una costumbre europea. ¿Sabes cómo comenzó?

– No.

– En 1627, Luis XIII construyó una prisión en París, y puso a una persona a cargo de ella. Le dio el título de comte des cierges, o conserje, que significa Conde de las Velas. En retribución recibiría dos libras y las cenizas del hogar del rey. Posteriormente, se denominó así a toda persona a cargo de una cárcel o castillo, y con el tiempo fue abarcando cada vez más actividades.

¿Qué diablos hacen hablando de esas cosas? Son las nueve y media.

La voz de Tracy decía:

– Prefiero que no me digas cómo te enteraste de todo eso… Seguramente habrás conocido en otra época alguna bella conserje.

Entonces oyeron otra voz de mujer:

– Goedemorgen, mevrouw, mijnheer.

– No existen bellas conserjes -decía Jeff.

La otra voz de mujer, intrigada, decía:

– Ik begrip het niet.

– Si existieran, seguro que tú las encontrarías.

– ¿Qué mierda está pasando ahí abajo? -preguntó Cooper.

Los detectives estaban estupefactos.

– No lo sé. La señora de la limpieza está llamando por teléfono al ama de llaves. Dice que entró a limpiar la habitación, pero que no entiende lo que ocurre. Oye voces pero no ve a nadie.

– ¿Qué?

Cooper corrió hacia la puerta y bajó corriendo por la escalera.

Segundos más tarde entraba, junto con los demás policías, en la suite de Tracy. A excepción de la confundida señora, la habitación estaba vacía. Sobre una mesita, delante del sofá, había un magnetófono en marcha.

La voz de Jeff decía: «Cambié de idea acerca del café. ¿Todavía está caliente?»

La voz de Tracy respondía: «Ajá.»

Cooper y los detectives lo contemplaban todo azorados.

– No…, no comprendo -tartamudeó uno de ellos.

– ¿Cuál es el número de emergencia de la Policía?

– 22 22 22.

Cooper se abalanzó sobre el teléfono y marcó.

En la grabadora, la voz de Jeff decía: «¿Sabes? Sinceramente pienso que el café de ellos es mejor que el nuestro. ¿Cómo lo harán?»

Cooper gritó por el receptor.

– Habla Daniel Cooper. ¡Localice en seguida al inspector Van Duren! Dígale que Whitney y Stevens han desaparecido del hotel. Que revise el garaje a ver si está el camión. ¡Yo voy directo al Banco!

Colgó con fuerza.

La voz de Tracy preguntaba: «¿Nunca preparaste café con cáscaras de huevo dentro? Queda muy…»

Cooper ya había salido por la puerta.

– Está todo en orden -dijo Van Duren-. El camión salió del garaje y vienen rumbo aquí.

El inspector, Cooper y otros dos detectives se hallaban en el puesto de mando, instalado en el techo de un edificio frente al Banco Amro.

– Probablemente hayan decidido adelantar sus planes al enterarse de que escuchábamos sus conversaciones -sugirió Van Duren-. Pero tranquilícese, amigo mío. Mire.

Llevó a Cooper hasta un telescopio panorámico que habían colocado en el techo.

En la calle, un hombre vestido de portero lustraba la placa de bronce del Banco…, un barrendero aseaba el bordillo de la acera…, un vendedor de diarios se hallaba parado en una esquina…, tres operarios de la Compañía Telefónica trabajaban a poca distancia. Todos estaban equipados con minúsculos walkie-talkies.

Van Duren habló por el suyo:

– Puesto A.

El portero le respondió:

– Lo escucho, inspector.

– Puesto B.

– Todo en orden, señor.

Era el barrendero.

– Puesto C.

El vendedor de periódicos levantó la mirada e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Puesto D.

Los operarios suspendieron su labor, y uno de ellos contestó:

– Estamos listos, señor.

El inspector se volvió hacia Cooper.

– No se preocupe. El oro aún está a buen recaudo, en el Banco. La única forma de apoderarse de él será que vengan a buscarlo. En el instante en que pongan un pie en el Banco, cerraremos ambos extremos de la calle con vallas. No tendrán posibilidad de escapar. -Consultó su reloj-. Ya tendría que aparecer el camión.

Dentro del Banco, la tensión iba en aumento. Se les había explicado la situación a los empleados, y se ordenó a los guardias que ayudaran a cargar el oro en el camión blindado cuando éste llegara. Todo el mundo debía prestar la más amplia colaboración.

Los detectives disfrazados que se hallaban fuera siguieron trabajando, sin dejar de observar disimuladamente la calle, a la espera del camión.

Desde el techo, el inspector Van Duren preguntó por enésima vez:

– ¿Todavía no hay señales del maldito camión?

– No.

El agente Witkamp miró la hora.

– Ya llevan trece minutos de retraso. Si…

Se oyó el clic del walkie-talkie al ponerse en funcionamiento.

– ¡Inspector! ¡El camión está a la vista! Viene hacia el Banco. En seguida lo divisará desde el techo.

– Atención todas las unidades -ordenó Van Duren-. Los peces se acercan a la red. Dejen que se metan solos en ella.

Un vehículo blindado llegó hasta la puerta del Banco y se detuvo. Dos hombres, con uniforme de guardias de seguridad, se bajaron y entraron.

– ¿Dónde está ella? ¿Dónde está Tracy Whitney? -preguntó Cooper.

– No nos interesa -le aseguró el inspector-. No creo que se mantenga muy lejos del oro.

Y aun si lo estuviera, no es algo importante. Las cintas grabadas servirán para condenarla.


Nerviosos empleados ayudaron a los guardias a colocar los lingotes sobre unos carritos, que se usaron para transportarlos hasta el camión. Cooper y Van Duren contemplaban las distantes siluetas desde el techo, en la acera de enfrente.

La carga duró ocho minutos. Cuando el vehículo estuvo lleno y los dos hombres subieron a la cabina, Van Duren gritó por el transmisor-receptor:

– ¡Todas las unidades, rodeadlos! ¡Rodeadlos!

Se produjo un pandemónium. El portero, el vendedor de diarios, los operarios con «mono» y numerosos detectives se lanzaron sobre el camión, empuñando sus armas.

Por fin terminó todo, pensó Cooper.

Los dos guardias uniformados estaban con las manos en alto contra la pared, rodeados por los policías. Cooper y Van Duren se abrieron paso.

– Ya pueden darse la vuelta -anunció el inspector-. Quedan detenidos.

Con expresión demudada, los dos hombres se volvieron. Cooper y el inspector los contemplaron estupefactos. Se trataba de dos perfectos desconocidos.

– ¿Quiénes…, quiénes son ustedes? -preguntó Van Duren en tono imperioso.

– Somos…, somos los guardias de la empresa de seguridad -tartamudeó uno-. No disparen. Por favor, no disparen.

El inspector se dirigió a Cooper:

– Algo salió mal. -Su voz tenía un dejo de histeria-. Seguramente suspendieron su plan.

Daniel Cooper sintió un nudo en el estómago. Cuando finalmente pudo hablar, lo hizo con voz sofocada:

– No. No les salió mal.

– ¿Qué dice?

– Nunca pensaron robar el oro. Todo fue una farsa, un señuelo para nosotros.

– ¡Imposible! El camión, la barcaza, los uniformes… Tenemos fotografías…

– ¿Acaso no entiende? Ellos lo sabían. ¡Supieron todo el tiempo que los estábamos siguiendo!

Van Duren se puso pálido.

– ¡Dios mío! ¿Y dónde están ahora?

Tracy y Jeff estaban a punto de llegar a la Fábrica de Talla de Brillantes. Jeff lucía barba y bigotes postizos, y había modificado la forma de sus pómulos y nariz con maquillaje. Iba vestido deportivamente y llevaba una mochila. Tracy llevaba una peluca negra, un amplio vestido de embarazada, espeso maquillaje y gafas de sol. Tenía un bolso grande y un paquete, envuelto en papel de estraza. Ambos entraron en el vestíbulo central y se unieron a un contingente de turistas que caminaba detrás de un guía.

– …y ahora, si tienen la amabilidad de seguirme, damas y caballeros, verán cómo trabajan nuestros talladores, y también tendrán la oportunidad de adquirir algunas de nuestras bellas piedras.

El guía condujo al grupo hasta el taller. Tracy avanzó con los demás, mientras Jeff se retrasaba. Cuando todos hubieron pasado, Jeff bajó rápidamente una escalera que llevaba a un sótano. Abrió su mochila y sacó un «mono» y una caja de herramientas. Se puso el «mono», se acercó a la caja de fusibles y miró el reloj.

Arriba, Tracy recorría los salones junto con los turistas. El guía les explicaba los diversos procesos que se realizaban para convertir un diamante en bruto en una hermosa gema. De vez en cuando miraba la hora. La visita con guía llevaba cinco minutos de retraso.

Por fin, al final de la gira, llegaron al salón de exposición. El guía se aproximó a la vitrina rodeada de cordones.

– Y aquí, damas y caballeros -anunció con orgullo-, se encuentra el diamante «Lucullan», uno de los más valiosos del mundo. En una oportunidad estuvo a punto de ser adquirido por un famoso actor de teatro, que quería obsequiárselo a su mujer, actriz de cine. Está valorado en diez millones de dólares, y se halla protegido por el más moderno…

Se apagaron las luces. Al instante sonó una alarma, y se bajaron ruidosamente las cortinas metálicas que protegían ventanas y puertas, bloqueando así todas las salidas. Algunas personas comenzaron a gritar.

– ¡Por favor! -exhortó el guía-. No hay por qué preocuparse. Se trata de una simple avería eléctrica. Dentro de un instante el grupo electrógeno de emergencia… -Volvieron a encenderse las luces-. No hay motivos para inquietarse.

Un turista alemán señaló las cortinas metálicas.

– ¿Qué es eso?

– Una medida de precaución.

El guía sacó una llave de forma extraña, la introdujo en una ranura que había en la pared, y la hizo girar. Las cortinas metálicas que cubrían puertas y ventanas se alzaron. Sonó un teléfono y el hombre se acercó a responder.

– Habla Hendrik. Ah, sí, gracias. No, todo está bien. Fue una falsa alarma. Probablemente habrá habido un cortocircuito. Lo haré revisar de inmediato. -Colgó y se dirigió al grupo-. Les pido mil disculpas, damas y caballeros. Pero con un objeto de tanto valor como este brillante, nunca están de más las precauciones. Y ahora, los que deseen adquirir…

Una vez más se apagaron las luces. Otra vez sonó la alarma y se bajaron las cortinas.

– Vámonos de aquí, Harry -exclamó una mujer.

– ¿Por qué no te callas la boca, Diane? -replicó su marido.

En el sótano, Jeff permanecía junto a la caja de fusibles, y oía las protestas de los turistas. Aguardó unos minutos y volvió a conectar la luz.

– ¡Damas y caballeros! -gritó el guía, tratando de acallar el clamor de los visitantes-. Esto no es más que una dificultad técnica.

Sacó su llave y la introdujo de nuevo en la ranura. Las cortinas se levantaron en el acto.

Sonó el teléfono, y el guía se apresuró a cogerlo.

– Habla Hendrik. Sí, señor. Trataremos de arreglarlo cuanto antes.

– Gracias.

Se abrió entonces una puerta de la sala, y entró Jeff con su caja de herramientas.

Se acercó al guía y le dijo:

– ¿Qué problema tienen? Me avisaron que pasaba algo con los circuitos eléctricos.

– Las luces se encienden y se apagan sin motivo -repuso el guía-. Trate de arreglarlo con rapidez, por favor.

Se dirigió a los turistas, con una sonrisa forzada en los labios.

– ¿Por qué no vienen por aquí? Así podrán escoger espléndidos brillantes a precios muy razonables.

Los turistas se encaminaron hacia las vitrinas. Jeff aprovechó que no lo observaban para sacar de su bolsillo un pequeño objeto cilíndrico al que le quitó la tapa y lo arrojó cerca del pedestal del brillante «Lucullan». El artefacto comenzó a lanzar chispas y humo.

– ¡Eh! -le gritó Jeff al guía-. Ahí tiene el problema. Hay un cortocircuito en el cable que se encuentra debajo del piso.

– ¡Fuego! -anunció una mujer.

– ¡Cálmese, por favor! -pidió el guía-. No hay que asustarse. Mantengan la serenidad. -Se volvió a Jeff y le imploró en voz baja-: ¡Arréglelo! ¡Arréglelo!

– De acuerdo.

Jeff se dirigió hacia los cordones que rodeaban el pedestal.

– ¡No puede acercarse allí! -le previno el guía.

Jeff se encogió de hombros.

– Por mí, no hay ningún inconveniente. Arréglelo usted.

Se dio vuelta para marcharse.

El público se inquietaba cada vez más.

– ¡Espere un minuto!

El guía fue hasta el teléfono y marcó el número.

– Habla Hendrik. Tengo que pedirle que desconecte todas las alarmas, señor. Tenemos un pequeño problema eléctrico en el pedestal del «Lucullan». Sí, señor. -Miró el reloj-. ¿Cuánto tiempo necesitará?

– Cinco minutos.

– Cinco minutos -repitió el hombre por teléfono-. Gracias, señor. -Colgó-. Se cortarán las alarmas dentro de diez segundos. ¡Apresúrese, por favor! ¡Nunca las desconectamos!

– No tengo más que dos manos, amigo.

Jeff aguardó diez segundos, pasó por encima de los cordones y se encaminó al pedestal. Hendrik le hizo una seña al guardia armado, éste asintió y clavó su mirada en Jeff.

Jeff trabajaba en la parte posterior del pedestal. El frustrado guía se encaró de nuevo con los turistas.

– Y ahora, damas y caballeros, como les decía, tenemos aquí una hermosa colección de diamantes a precios de oferta. Aceptamos tarjetas de crédito, cheques de viajero… -soltó una risita-, y dinero en efectivo, por supuesto.

Tracy se había detenido frente al mostrador.

– ¿Ustedes compran brillantes? -preguntó en voz baja.

El guardia la miró sorprendido.

– ¿Cómo?

– Mi marido acaba de regresar de Sudáfrica y quiere que venda esto.

Tracy abrió su maletín, pero como lo llevaba al revés, una catarata de brillantes cayó al suelo.

– ¡Mis brillantes! -gritó Tracy-. ¡Ayúdeme, por favor!

Se produjo un instante de silencio, y luego se desató el infierno. La respetuosa muchedumbre se transformó en un tumulto. Todo el mundo se tiró al suelo, golpeándose unos con otros.

– Pesqué algunos…

– Agarra los que puedas, John…

– Suelte ése, que es mío…

El guía y el guardia estaban boquiabiertos. La codiciosa turba los empujó a un lado, mientras recogía cuantos brillantes podía.

– ¡Retírense! -ordenó el guardia-. ¡Basta ya!

Pero en ese momento recibió un empellón y se cayó al suelo.

En seguida entró un contingente de turistas italianos que, al ver lo que sucedía, se unieron a la enloquecida turba.

El guardia intentó ponerse de pie para accionar la alarma, pero la marea humana se lo impidió. De pronto el mundo se había vuelto loco.

Cuando por fin logró a duras penas incorporarse, llegó hasta el pedestal y quedó estupefacto.

El diamante «Lucullan» había desaparecido.

La mujer embarazada y el electricista también.


Tracy se quitó el disfraz en un lavabo público del parque Oester, a unas manzanas de distancia de la fábrica. Sosteniendo el paquete envuelto en papel grueso, se acomodó en un banco. Todo marchaba a la perfección. Recordó el gentío enloquecido, tratando de manotear piedras sin valor, y sonrió brevemente. Jeff, de traje gris oscuro, sin barba ni bigote, se le acercó. Fue a recibirlo, sonriente.

– Te amo -susurró él. Sacó el diamante «Lucullan» del bolsillo y se lo entregó-. Dáselo a tu amiguita. Te veré después.

Tracy lo observó alejarse, con expresión de felicidad. Pronto serían marido y mujer. Tomarían aviones distintos y se reunirían en Brasil. Pasarían juntos el resto de sus vidas.

Con el rabillo del ojo comprobó que nadie la estuviera observando, y desenvolvió el paquete que tenía en las manos. Adentro había una jaulita con una paloma gris. Cuando la recibió tres días antes en la oficina de «American Express», la había llevado a su suite y soltado a la otra paloma por la ventana. Sacó una bolsita de gamuza negra, donde colocó el diamante. Hizo salir a la paloma de su jaula y con cuidado le ató la bolsita a una pata.

– Muy bien, Margot. Lleva esto a tu casa.

Un policía uniformado apareció súbitamente.

Tracy quedó paralizada.

– ¿Qué…, qué problema hay, agente?

El policía miraba la jaula con ojos brillantes de indignación.

– Usted sabe cuál es el problema. Una cosa es darle de comer a estas palomas, pero otra muy distinta es atraparlas y meterlas en jaulas. Ahora suéltela, antes de que me vea obligado a arrestarla.

Tracy tragó saliva y respiró hondo.

– Si usted lo dice, agente…

Levantó los brazos y lanzó el animalito al aire. Una dulce sonrisa se pintó en su rostro al ver que Margot cobraba altura, describía un círculo y luego enfilaba en dirección a Londres, unos trescientos cincuenta kilómetros hacia el Oeste. Las palomas mensajeras vuelan a un promedio de sesenta kilómetros por hora, le había contado Gunther, de modo que Margot tardaría menos de seis horas en llegar hasta él.

– No haga eso nunca más -le advirtió el policía.

– Le prometo que no -musitó Tracy, con tono solemne.


Unas horas más tarde, Tracy se hallaba en el aeropuerto Schiphol a punto de subir al avión que la llevaría a Brasil. Desde un rincón, Daniel Cooper la observaba con mirada torva. Tracy Whitney había robado el diamante. Lo supo desde que escuchó el informe. Sin embargo, nada podía hacer al respecto. El inspector Van Duren había mostrado fotos de Tracy y Jeff al guardia del museo. «Jamás vi a ninguno de los dos.» El ladrón llevaba barba y bigote, y las mejillas y la nariz más abultadas. La mujer era de pelo oscuro y estaba embarazada.

Tampoco había rastros del diamante. El equipaje de Tracy y Jeff había sido revisado con minuciosidad.

– El diamante está todavía en Amsterdam -le dijo el inspector a Cooper-. Lo encontraremos.

No, no lo encontrará, pensó, furioso, el norteamericano.

Impotente, la miró cruzar el vestíbulo.

Al llegar a la puerta de embarque, Tracy vaciló un instante; luego se volvió y clavó la mirada en los ojos de Cooper. Fue como si supiera que él la había perseguido por toda Europa, sediento de justicia y venganza. El hombrecito tenía algo raro, algo atemorizante y a la vez patético. Inexplicablemente, le dedicó una tímida inclinación de cabeza y se dio vuelta para subir a su avión.

Daniel Cooper regresó al bar del aeropuerto y comenzó a redactar su carta de renuncia a la compañía.


Tracy se situó en un asiento junto al pasillo de primera clase. Estaba radiante. En pocas horas se reuniría con Jeff y se casarían en Brasil. Basta de aventuras -se dijo-. Ya no las necesito. La vida será suficientemente atractiva al lado de Jeff Stevens.

– Con permiso -dijo una voz por encima de su cabeza.

Tracy levantó lo ojos. Un hombre rollizo y de rostro disipado estaba de pie junto a ella y señalaba el asiento de la ventanilla.

– Ése es mi asiento, nena.

Tracy corrió las piernas para dejarlo pasar. Al moverse se le subió la falda, y el sujeto alzó las cejas admirativamente.

– Precioso día para volar, ¿eh? -comentó.

Tracy hizo un gesto de asentimiento y desvió la mirada. No tenía interés en conversar con un extraño.

Prefería pensar en su futuro. Nos espera una vida totalmente nueva. Seremos ciudadanos modelos. Los superrespetables Jeff Stevens y su mujer.

Su vecino de asiento le rozó el antebrazo y le tendió la mano.

– Ya que vamos a ser compañeros de viaje, jovencita, sugiero que nos presentemos. Me llamo Maximilian Pierpont. ¿Y usted?

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