Capítulo 2

– ¿POR qué? -preguntó Eric con voz de incrédula.

– ¿Por qué voy a renunciar a la vida en la costa Este para volver a Kentucky? -sonrió Hannah.

– Esa es una buena pregunta para empezar.

– Me gusta esto -lo miró-. Tú no te has ido.

– No, pero encontré un buen trabajo después de la universidad. Si el trabajo adecuado hubiera estado en otra ciudad y otro estado, me habría ido.

– Hmm. Yo no -miró la vista-. No hay nada más bonito.

– Eso es que te hace falta viajar más.

Ella se echó a reír. El sonido suave y dulce hizo que Eric sintiera una opresión en el pecho y un súbito calor. No fue sólo por su risa, sino también por el aroma floral de su piel, su limpio perfil y el suave arco de sus cejas cuando se divertía.

– Éste es mi hogar -dijo.

– Por supuesto -él recordó que era una Bingham. Merlyn County implicaba familia, raíces y riqueza.

– No me ha gustado el sonido de eso -protestó ella-. ¿Por qué «por supuesto»?

– Eres una de ellos.

– ¡Oh, por favor…! ¿Una Bingham? -arrugó la nariz-. Supongo que lo soy, técnicamente.

– Billy Bingham era tu padre. Eso sí que es técnico.

– No me siento como una de ellos. Sigo siendo la chica que creció en la pobreza. Una noche fantástica en mi casa era una película y comida rápida.

– Ahora es champán francés.

– ¿Pensarás peor de mí si te confieso que nunca he probado el champán francés? -rió ella.

– No te creo.

– Es verdad. No bebo mucho en cualquier caso y en las fiestas de la universidad se bebía cerveza, no eran reuniones de la alta sociedad. Y jamás bebo en presencia de los Bingham; me da miedo hacer algo mal.

– Sin embargo, quieres vivir en la puerta de al lado.

– Cierto -frunció el ceño-. Pero no es exactamente la puerta de al lado. Viven al otro lado de la ciudad.

Él pensó que las distancias allí eran pequeñas, pero decidió no comentarlo.

– No entiendo que no decidieras instalarte en París.

– Créeme -ella enarcó las cejas-. No hay tanto dinero. Aunque eso solucionaría el problema del champán, ¿no? Pero en el fondo soy una chica del campo.

– No tienes aspecto de chica del campo -dijo él, mirando significativamente su ropa bien cortada.

– Es de una liquidación -dijo ella, tocándose la falda-. Te asustarías si supieras lo poco que me costó.

– Lo dudo.

– Bueno, no entiendes de compras -soltó una risita-. Puede que ahora sea una Bingham, pero aún sé cómo estirar un dólar como si fuera chicle -era algo que había aprendido de su madre durante su infancia-. ¿Sigue tu hermana en la ciudad?

– Sí. CeeCee trabaja en el Centro de Salud de la Mujer. Es comadrona.

– Sí, creo que recuerdo haberlo oído antes. Debe gustarle mucho su trabajo.

– Así es.

– ¿Y tú? -ladeó la cabeza-¿Disfrutas escalando hacia la cima corporativa?

– Cada centímetro.

– No creo que a mí me gustase -admitió ella con humor-. Pero dudo que mi tío Ron me invite a unirme a la junta directiva, así que no es problema.

Ronald Bingham, director ejecutivo de Empresas Bingham era conocido por su destreza en los negocios. Eric lo había visto algunas veces y no parecía de los que concedían favores a miembros de la familia.

– Quizá tendrías que empezar clasificando el correo -se burló él.

– No lo dudo -se volvió hacia él-. Oye, espera un segundo. Primero me dices que podría vivir en cualquier sitio y ahora que mi tío no me dará trabajo. Empiezo a tomármelo como algo personal. No quieres que vuelva aquí, ¿verdad?

– No he dicho eso -alzó las manos como si se rindiera-. Estoy encantado de que hayas vuelto.

– ¿En serio?

– Totalmente.

Los ojos verdes se oscurecieron un poco y la boca se relajó. Eric se descubrió estudiando su rostro; el humor se diluyó, dejando una estela de sutil tensión. Comprendió que era tensión sexual. El ambiente estaba cargado con ella. Sus dedos desearon acariciar la curva de su mejilla y tenía algunas cosas más eróticas en mente.

Era extraño que una mujer captara su atención en un día laboral. De hecho, hacía meses que ninguna la captaba. Se preguntó si Hannah lo atraía porque era la versión adulta de alguien que siempre le había gustado. Eso, unido a su inteligencia, agilidad mental y belleza la convertía en una mujer difícil de resistir. De hecho, se planteó que rendirse sería muy agradable.

– ¿Qué piensas? -preguntó ella suavemente.

– No quieres saberlo.

– Quizá sí.

– Pensaba que has crecido -admitió-. Primero la escuela universitaria y después Derecho y ahora…

Arrugó la frente mientras echaba cuentas. Hannah era un par de años más joven que él; si había pasado cuatro años en la escuela universitaria, como era habitual, no había tenido tiempo de acabar Derecho.

– ¿Cuándo te licenciaste? -preguntó.

– ¿En Derecho?

Él asintió con la cabeza.

– Aún no lo hice -suspiró ella. Alzó una mano-. Lo sé, lo sé. Te mueres por darme una charla. Ya lo han hecho mis profesores. Necesitaba un respiro, así que lo dejé y volví a casa -perdió la mirada en la distancia-. Tenía que resolver algunas cosas.

Eric se tragó sus preguntas. Era una antigua amiga, pero no tenía derecho de cuestionar sus decisiones. Aunque no tuvieran sentido para él. No se abandonaba una licenciatura de una universidad como Yale; nunca.

– Cambiemos de tema -sugirió ella-. Suponiendo que quiera comprar la casa, ¿cuál es el paso siguiente?

– Tengo los documentos en la oficina. Te los daré y cuando revises todo tendrás que hacer una oferta. La venta dependerá de la aprobación del crédito, que en tu caso significa confirmar que tienes el dinero y de una inspección del edificio. Una vez resuelto eso, podríamos cerrar la venta en una semana más o menos.

– Eso es muy rápido. ¿Podría instalarme antes de fin de mes?

– Claro. Si es lo que quieres.

– Sí. Me alojo en el hotel Lakeshore Inn, que es muy agradable pero no es mi casa.

– ¿Y tu vivienda de New Haven?

– Era un apartamento de estudiante -encogió los hombros-. Nada de espacio y ventanas diminutas. No lo echaré de menos -señaló el terreno-. No con una casa preciosa y todo esto. Me muero por arreglar el jardín.

Él miró las plantas que invadían todo y el baño para pájaros. Sus nociones de horticultura consistían en saber que había que cortar el césped cuando estaba alto.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó. Tenía que volver a la oficina pero no quería hacerlo aún. Hablar con Hannah bien se merecía trabajar hasta tarde después.

– El jardín delantero necesita mucho trabajo -dijo ella con entusiasmo-. ¿Te imaginas esto en verano? ¿Con los rosales trepadores y flores por todos sitios? Quiero quitar las malas hierbas del sendero y limpiar el baño para pájaros -señaló a la izquierda-. Y en el lateral de la casa voy a plantar bayas.

– ¿Bayas? -preguntó él.

– Sí. Fresas, arándanos y frambuesas. No darán fruto este año, pero el año que viene tendré buena cosecha.

– ¿Bayas?

– ¿Por qué repites eso? ¿No te gustan las bayas?

– Sí, claro, pero…

– Deja que adivine -puso los ojos en blanco-. No lo suficiente para plantarlas. Seguramente las compras en la tienda.

– A veces.

– Ya me imagino. Podrías tenerlas frescas, ¿sabes?

– Vivo en un apartamento con patio. No hay sitio.

– Pues aquí sí y me apetece. Mi madre y yo teníamos frambuesas y arándanos. Las comía todo el verano. A veces hacíamos helado.

– Suena muy bien -dijo él controlando la sonrisa.

– Búrlate todo lo que quieras, pero el verano que viene, cuando me supliques que te dé arándanos, te daré la espalda.

– No serías tan mala.

– Puede que no, pero te insultaría antes de dártelos.

– Hannah, te has convertido en una mujer fantástica -rió él.

– Gracias. Tú tampoco estás mal.

Ambos se habían hecho un cumplido, pero él dudaba que hubieran pretendido que la tensión y excitación creciera entre ellos, como una tormenta eléctrica. Se preguntó si ella sentía lo mismo y decidió comprobarlo.

– ¿Te apetece cenar conmigo mañana? -preguntó-. A no ser que haya un marido esperándote.

– No hay nadie -se metió el pelo tras la oreja-. Sí, me gustaría cenar contigo.

– Es una cita.

– Eso es muy serio -dijo ella abriendo los ojos.

– ¿Preferirías que fuésemos como amigos?

– No -carraspeó-. Una cita es agradable; nunca he tenido una en Kentucky.

– ¿En serio? Tendré que darte una copia del manual. No querrás romper ninguna regla básica en la primera cita.

– Claro que no. La gente hablaría.

– Van a hablar de todas formas.

– Parece un pasatiempo universal -sonrió ella.

– Te recogeré en el hotel, ¿de acuerdo?

– Habitación catorce. ¿A qué hora?

– ¿Te parece bien a las siete?

– Muy bien.

– Lo he pasado muy bien -dijo él, mirando su reloj de pulsera-, pero tengo el escritorio lleno de papeles.

– Ya imagino que estás muy ocupado -señaló la puerta-. ¿Te importaría dejarla abierta para que pueda echar otro vistazo? Cerraré cuando me vaya.

– Haré algo mejor -le dio las llaves-. Puedes devolverlas mañana.

– ¿Estás seguro?

– Sí, confío en que no harás pintadas ni robarás los electrodomésticos.

– No creo que pudiera con el frigorífico -rió ella-. Pero me apetece volver con un metro y empezar a hacer planes.

– Como quieras. Entretanto yo pondré en marcha los papeles. Alguien traerá la información sobre la casa mañana.

– Cuánta eficacia -se levantó-. Estoy impresionada.

Él también lo estaba, pero por otras razones. Titubeó un momento; el deseo de besarla era muy fuerte y tenía la impresión de que no la molestaría. Pero ésa era una reunión de negocios y decidió esperar a la cena.

– Te veré mañana -hizo un gesto de despedida con la mano y fue hacia el coche. Estaba nervioso y excitado; ella le gustaba y mucho.


La tienda de artículos para el hogar que había a la salida de la ciudad era nueva. Hannah empujaba un enorme carro por los anchos pasillos, pensando que sería fácil perderse allí dentro. Se detuvo ante una colección de persianas que le embotó el cerebro.

– Y yo creía que la zona de las telas era demasiado grande… -murmuró para sí, observando las distintas texturas y colores disponibles.

Su prioridad era decorar la planta superior, en la que viviría. Sin embargo, se había dado cuenta de que los dormitorios de abajo no tenían nada en la ventana y quería cubrirlas antes de instalarse. Tocó las persianas de plástico y las de metal. Había de madera, pero no quería hacer una inversión tan grande de momento.

– Siempre podría clavar unas telas -se recordó. Sería una solución fácil y barata.

Estaba encantada de tener que tomar ese tipo de decisiones. Apenas había mirado el contrato que había enviado Eric, pero ya se sentía dueña de la casa.

Sería el primer hogar real que tendría desde que su madre murió cuando ella tenía trece años. Hasta entonces había vivido felizmente en una vieja y dilapidada casa de dos dormitorios. Tenía muchas corrientes de aire y era pequeña, pero había sido su hogar. Después había pasado unas confusas semanas en la mansión de los Bingham, donde conoció a su padre por primera vez. El duelo por su madre y enfrentarse a una familia nueva había sido demasiado para ella. La alegró que decidieran enviarla a un internado para chicas.

Desde entonces había vivido en dormitorios comunes y últimamente, en un pequeño apartamento. Pero habían sido lugares temporales. Por primera vez en diez años iba a tener un sitio propio y se sentía muy bien.

Abandonó la confusión de las persianas y fue hacia la zona de jardinería. Quizá podrían informarla de si era demasiado tarde para plantar arbustos de bayas. Sonrió al imaginarse montones de hojas verdes y frutos brillantes y maduros. Su madre siempre había congelado varios kilos y hecho mermelada con las demás. Tendría que buscar una buena receta.

Rió para sí al imaginarse lo que pensarían sus amigos de la facultad de Derecho si supieran que la emocionaba comprar persianas y hacer mermelada casera. No la reconocerían.

En ciertos sentidos Hannah tampoco se reconocía. Por primera vez en su vida no estaba haciendo lo que todos esperaban y querían. Estaba haciendo lo mejor para ella.

Entró en una amplia zona cubierta, adosada al edificio principal, e inhaló el aroma de las plantas. Antes de que pudiera seguir el cartel que indicaba la zona dedicada a las bayas, alguien la llamó.

– ¿Hannah?

Se volvió y vio a un hombre alto y guapo caminando hacia ella. Hannah sintió alegría y también cierto disgusto. En una ciudad tan pequeña, era inevitable que se encontrara con algún miembro de su familia, pero no había contado con que ocurriese tan pronto.

Ronald Bingham, poderoso y encantador, dirigía Empresas Bingham con la facilidad de alguien nacido para el mando. Técnicamente era su tío, el hermano de su difunto padre, pero como no había crecido con él, lo consideraba simplemente el cabeza de familia.

– Sí, eres tú -dijo él, acercándose.

– Me has cazado en la sección de jardinería de un almacén de cosas para el hogar. ¿Qué va a decir la abuela? -exclamó ella con ligereza, para ocultar su nerviosismo.

– No tengo ni idea -Ron la abrazó y besó su mejilla-. Seguramente que estás preciosa -la apartó un poco para observarla-. Lo que sea que hayas estado haciendo te ha sentado muy bien, Hannah.

– Gracias -Hannah deseó que siguiera pensando lo mismo cuando contestase a las inevitables preguntas.

– ¿No deberías estar en New Haven? -preguntó-. ¿Estáis de vacaciones en la universidad?

– Debería estar en Yale, pero no estoy -dijo ella-. Estoy aquí.

– ¿Quieres decirme por qué?

Ella estudió su rostro y sus ojos avellana. Hannah había entrado en su familia de repente; una más entre los bastardos engendrados por Billy Bingham. Ron la había acogido con cariño y deseó que eso no cambiara.

– ¿Te importaría que te dijese que no y cambiase de tema?

– Sobreviviría.

– Me alegro -sonrió-. ¿Qué haces tú aquí, rodeado de plantas? ¿No tienes un imperio que dirigir?

– Sí -soltó una risa-, pero a veces hay demasiadas reuniones. Entonces me escapo un par de horas. Estoy añadiendo un porche nuevo a la casa y vine a echar una ojeada a la madera.

– ¿No hay lacayos y contratistas que lo hagan por ti?

– Claro, pero si lo hicieran ellos, no podría decirle a mi asistente que tengo que hacerlo yo para escapar.

– ¿Por qué no te tomas un día libre?

– Ejem -miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo oía-. Un día libre no es tan divertido como escaparse un par de horas.

– Yo creía que siempre seguías las reglas.

– No cuando me conviene romperlas.

– Es bueno saberlo -se apoyó en el carro-. Pero mirar madera no es muy buena excusa.

– No necesito una mejor. Soy el jefe. ¿Qué haces de vuelta en la ciudad?

– ¿No acabo de evitar esa pregunta? -suspiró ella.

– Sólo temporalmente. Lo siento Hannah, insistiré hasta que me convenzas de que todo va bien.

Hannah deseó decirle que no tenía que preocuparse por ella, pero no creía que la escuchara. Aunque no había pasado mucho tiempo con los Bingham, sabía que Ron la consideraba parte de la familia. Por desgracia, desilusionarlo iba a darle mucha vergüenza.

– He vuelto a la ciudad.

– ¿Y tus estudios de Derecho? -preguntó él sin parpadear.

– Todavía me faltan dieciocho meses.

– Nadie lo sabe, ¿verdad? -adivinó él, tras estudiar su rostro. Ella asintió-. Y no quieres que se enteren.

– No exactamente -lo sabrían antes o después, pero Hannah deseaba algo de tiempo-. Sé que no tengo muchas posibilidades de guardar el secreto.

– Aquí, no -puso la mano en su hombro-. De acuerdo, chica. No diré una palabra. Ni siquiera a Myrtle.

– Gracias -dijo Hannah, intentando no estremecerse al oír nombrar a su abuela. La matriarca de la familia no se tomaría su decisión tan bien como Ron.

– ¿Estás bien? -inquirió él-. ¿Puedo ayudarte en algo?

– Estoy perfectamente -le prometió-. Ah, pero sí necesito el nombre de un abogado experto en gestiones inmobiliarias. Voy a comprar una casa.

– Veo que no bromeabas con respecto a tu vuelta -su tío enarcó las cejas-. Está bien, te conseguiré el teléfono de un buen abogado. ¿Dónde te alojas?

– En el Lakeshore Inn.

– Te dejaré un mensaje allí.

– Te lo agradezco mucho, de verdad.

– Es un placer -miró su reloj-. Tengo que volver a la oficina. Cuídate, Hannah. Si necesitas algo, sabes cómo ponerte en contacto conmigo.

– Sí. Gracias otra vez, por todo -le dio un abrazo y lo despidió con la mano. Sabía que cuando regresara al hotel ya le habría dejado un mensaje, era ese tipo de hombre: amable, digno de confianza y considerado.

Y se sentía solo. No se le notaba tanto como hacía dos años, pero aún se veía en sus ojos. Su esposa, Violet, había muerto repentinamente muchos años antes, pero Ron seguía echándola de menos. Habían estado locamente enamorados hasta el día en que ella murió.

Hannah no podía evitar envidiar el amor que Violet y él habían compartido. Se preguntó cómo sería amar y ser amado de esa manera. Ser lo primero en la vida de alguien. Siempre lo había deseado y se preguntaba si alguna vez lo conseguiría.

Como no iba a conseguir una respuesta, decidió centrarse en sus compras para la casa y en los temas que podía controlar. Por ejemplo, lo que iba a decir su abuela cuando descubriera que Hannah había vuelto para quedarse. No era una conversación a la que deseara enfrentarse.

Desafortunadamente, su vuelta no era lo único que había ocultado. Hannah se detuvo y apretó la mano contra el leve bulto de su vientre. Era su primer embarazo y apenas se le notaba, aunque estaba de cuatro meses.

A su abuela le iba a dar un ataque por su vuelta, pero no podía ni imaginarse lo que diría cuando descubriese que había un bebé en camino… y ni rastro del padre.

Su abuela no iba a ser la única sorprendida. Hannah no quería pensar en la reacción de Eric cuando se enterase. No era asunto suyo, pero si seguían viéndose iba a tener que decirle la verdad, o arriesgarse a que creyera que tenía tendencia a engordar.

Pero no era necesario decírselo aún. Una cena no implicaba que fueran a iniciar una relación.

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