Capítulo 4

ERIC besaba como un hombre que disfrutaba de la actividad en sí misma, sin que fuera un paso para lograr un objetivo. Hannah disfrutaba de la sensación de su boca, del peso de su mano en el hombro, de la cercanía de su cuerpo. El calor se palpaba en el ambiente y ella empezó a sentir un cosquilleo en el vientre y más abajo.

Si la excitaba con un beso casto, no sabía lo que ocurriría si las cosas iban a más. Una descarga eléctrica le bloqueó el cerebro y así pudo concentrarse en el contacto de sus labios, en el agradable aroma masculino de su piel y en la suavidad de sus mejillas bien afeitadas.

Él restregó la boca de un lado a otro antes de dejarla quieta y ejercer la presión justa para demostrar interés sin avasallar. Puso la mano tras su cabeza y ella se acercó más. Cuando sintió su lengua en el labio inferior, la húmeda y cálida caricia le provocó un escalofrío. Desde que cumplió los dieciséis años, pasó tres veranos preguntándose cómo sería un beso de Eric. La experiencia real era mejor de lo que había imaginado. Entreabrió los labios y se preparó para sentir el impacto de su lengua contra la suya…

Perdió el aliento ante la exquisita y erótica sensación. No hubo confusión, torpeza o titubeo. Sus lenguas bailaron con un ritmo viejo como el tiempo. Quería más, lo quería todo. Deseaba sentir sus manos en el cuerpo, tocarlo y restregarse contra él. No quería que ese beso acabara nunca.

Su boca sabía a whisky y a postre de chocolate; quería probar el resto de su cuerpo, explorarlo y…

Tuvo un súbito atisbo de racionalidad y se apartó un poco. Eric captó el mensaje e interrumpió el beso.

Se miraron bajo la luz difusa del aparcamiento. Hannah se alegró al comprobar que su respiración era tan rápida y desacompasada como la suya. Hubiera odiado haber sido ella sola la devastada por el beso.

Eric tenía los ojos oscuros, la boca húmeda y aspecto de estar pensando en la cama; supuso que ella daba la misma impresión. La cercanía de su habitación asaltó su mente unos segundos, pero recordó que había una docena de razones para no seguir adelante.

Para empezar, apenas conocía a Eric y el sexo con desconocidos no era su estilo. Además, cuatro meses antes había creído estar locamente enamorada de otra persona. Había sido un error, pero era obvio que su juicio en lo concerniente a los hombres dejaba mucho que desear. Por último, salir con él y mantener su embarazo en secreto era una cosa, tener intimidad física y no confesar la verdad sería de un gusto pésimo.

– No pretendía que se me fuera de las manos -se disculpó él-. Me atraes mucho, pero no estaba preparado para una reacción química tan fuerte.

– Sé lo que quieres decir. Casi empañamos las ventanas -corroboró ella, mientras deseaba dar saltos de alegría al saber que la reacción era mutua.

– Debería haberte preguntado cuándo podíamos vernos antes de ese incendio; ahora pensarás que lo hago sólo por los besos -dijo él, acariciándole la mejilla.

– Confío en ti -afirmó ella, aunque no le importaría que él tuviera ese tipo de motivación.

– Entonces te llamaré para que nos veamos otro día esta semana -salió del coche y le abrió la puerta. Cuando salió, agarró su mano. Sus dedos se entrelazaron.

La acompañó hasta la puerta del ascensor y besó su mejilla. A ella le temblaron las rodillas y su determinación de actuar con sensatez se disolvió.

– Estaré en contacto -prometió él. Ella asintió.

– Buenas noches -pulsó el botón del ascensor y soltó un suspiro. Sabía que contaría los minutos hasta que sonase el teléfono.


Hannah regresó al hotel después de pasar la mañana mirando muebles para la sala. Quería algo resistente, que aguantase los efectos de un niño en la casa, pero que también fuera atractivo y cómodo.

Después de mirar miles de muestras de tejido, encargó un sofá y dos sillones a juego, que dejó reservados hasta firmar la compra de la casa. Le había costado más elegir las mesitas auxiliares; seguía debatiéndose entre dos estilos diferentes.

En cuanto abrió la puerta miró el teléfono, para ver si la luz de mensaje parpadeaba. Sonrió como una tonta al comprobar que sí.

Eric y ella llevaban dos días jugando al ratón y el gato telefónico. Él la había llamado cuando estaba fuera y ella a él cuando estaba reunido. La noche anterior había llamado mientras ella hablaba con una amiga; colgó a las once menos cuarto y vio su mensaje, pero era demasiado tarde para llamarlo.

Sabía que se estaba comportando como una adolescente enamorada de un chico guapo, pero eso la divertía y excitaba. Eric había sido su fantasía durante varios años, así que consideraba que la situación actual era su recompensa por haber sido buena chica.

Además, un hombre que besaba tan bien se merecía que una mujer se obsesionara por él.

Con el pulso acelerado, se dejó caer en la cama y levantó el auricular. Escuchó la grabación que ofrecía las distintas opciones, oprimió la tecla correspondiente a «Escuchar mensajes nuevos» y esperó.

«Hola, Hannah, soy Eric. Dime la verdad, ¿te has marchado de la ciudad sin decírmelo? Estoy deseando verte de nuevo, suponiendo que consigamos ponernos en contacto y organizar los detalles». Después daba el número de teléfono de su oficina.

Hannah dudó ante la opción de borrar el mensaje o guardarlo. Por una parte, quería conservarlo para escuchar su voz cuando le apeteciera, pero sabía que era una actitud infantil; lo borró y llamó a la oficina.

Su asistente contestó a la primera llamada.

– Soy Hannah otra vez -dijo-. Estoy devolviéndole la llamada.

– Va a ponerse de muy mal humor cuando se lo diga -Jeanne se rió-. Esta vez lleva horas reunido. Creo que necesita que lo secuestren. ¿Te ofreces voluntaria?

– No me fío de mis dotes como secuestradora. Será mejor que le deje otro mensaje. ¿Puedes decirle que estaré en el hotel toda la tarde?

– Sé lo diré en cuanto salga.

Hannah le dio las gracias y colgó. Después, para distraerse en la espera, llevó a la cama unos muestrarios de papel pintado que había recogido la tarde anterior. Estaba segura de poder perderse entre rayas, flores y cenefas con dibujos infantiles.

Un par de horas después, supo que se había engañado. Decorar la casa era importante, pero sus hormonas tenían otras cosas en mente. En concreto a un viejo amigo, alto, moreno y guapo, que conseguía que se le acelerase el pulso y le flaqueasen las rodillas.

Se abrazó a una almohada. Siempre le habían gustado los chicos y salir con ellos, pero nunca había permitido que interfiriesen con sus objetivos. Con Eric era diferente; desde que lo conoció en el lago había estado encandilada. Quería…

El teléfono sonó. Hannah inspiró con fuerza y lo dejó sonar una vez más, para no parecer demasiado interesada y contestó.

– ¿Hola?

– Hola, soy Eric. Eres una dama difícil de localizar. Debes estar realizando actividades secretas.

– Me gusta la idea de ser una mujer misteriosa, pero sólo he estado comprando muebles. ¿Qué me dices de ti? Jeanne opina que necesitas un secuestro.

– No está lejos de la verdad. ¿Te ofreciste para hacerte cargo de ello?

– Temí no hacerlo bien -Hannah soltó una risita-.Un secuestro exige un plan perfecto.

– Tienes razón. ¿Preferirías salir a cenar? Podría ir a recogerte a las seis y media.

– ¿A qué hora empezaste esta mañana?

– A las siete.

– ¡Dios! Una jornada laboral de casi doce horas.

– Ya lo sé. Es menos de lo que suelo trabajar, pero merece la pena terminar antes por ti.

– Gracias. De acuerdo, esta vez invito yo. No tengo cocina para guisar, pero puedo ofrecerte el delicioso menú del servicio de habitaciones.

Hubo una larga pausa al otro lado del hilo telefónico. Hannah se incorporó en la cama.

– Quizá te tranquilice saber que tengo una suite, con sala de estar y mesa de comedor -aclaró.

– No disminuye el atractivo de la invitación, pero sí resuelve cualquier tipo de ambigüedad.

Ella miró la cama. Por mucho que le gustase Eric, no lo habría invitado si no tuviera una suite. Sería demasiado tentador y una complicación, estar con él junto a una cama. Era mejor pisar sobre seguro.

– ¿Eso es un sí? -preguntó ella.

– Por supuesto. ¿Te parece bien a las siete?

– Muy bien. Me apetece verte -admitió, aunque nunca habría dicho hasta qué punto.

Eric llegó diez minutos antes de tiempo. Pensó en quedarse en el coche hasta las siete, pero estaba deseando ver a Hannah. Había sido incapaz de concentrarse al cien por cien ese día: imágenes de ella relampagueaban en su mente. Pasó el ramo de flores de la mano derecha a la izquierda y llamó a la puerta de la habitación.

Hannah abrió unos segundos después. Estaba guapa, más que guapa. Unos pantalones oscuros cubrían sus largas piernas y un suéter del mismo tono de verde que sus ojos le caía suelto por debajo de la cintura. Tenía las mejillas arreboladas y la boca… Ver su sonrisa le hizo desear besarla con pasión. Se conformó con saludar, besar suavemente su mejilla y darle las flores.

– Éste es uno de mis momentos tradicionales -dijo.

– Son preciosas. Pediré que suban un jarrón cuando encarguemos la comida -dio un paso atrás y dejó que entrara-. Ven a admirar la comodidad del Lakeside lnn.

El echó un vistazo al amplio salón. A un lado había una pequeña cocina americana y una mesa para dos.

– Muy agradable -comentó.

– No es un hogar, pero servirá hasta que tenga la casa -bajó la voz y se inclinó hacia él-. Además, aquí ocurre algo especial. Cuando me voy por la mañana, las hadas vienen y lo ordenan todo. Es maravilloso.

– Ojalá fuera así en el mundo real -dijo él sonriente.

– Exacto. No debería decirte esto, pero soy desordenada. He mejorado algo, pero tengo tendencia a dejar las cosas tiradas por ahí. Por eso lo de las hadas es aún mejor -señaló el sofá-. Siéntate y te diré cuáles son las especialidades de Casa Hannah esta noche.

Dejó las flores, le dio la carta y se sentó. Eric, en vez de mirar la carta la miró a ella.

– No tienes por qué invitarme a cenar -dijo con voz firme.

– ¿Y si quiero?

– No es necesario.

– Pero si cocinara yo, no te quejarías -protestó ella con una sonrisa traviesa.

– Eso es verdad.

– Eric, no lo has pensado bien. Si cocinara en casa no sólo compraría y pagaría la comida, tendría que hacerla. El servicio de habitaciones es mucho más fácil.

– Es posible, pero… -se removió en el sofá.

– Ya lo sé -alzó una mano para detenerlo-. Es el hecho de firmar el cheque. ¿No podrías desviar la vista?

– No lo creo.

– Eres un hombre muy típico.

– Como he dicho antes: tradicional.

– ¿También eres honrado y fiable?

– Intento serlo.

– De acuerdo -suspiró ella-. Entonces te permitiré pagar, pero con una condición: en cuanto me instale en la casa, prepararé una cena para ti.

– Eso me parece bien -aceptó él, encantado de que tuviera intenciones de seguir viéndolo.

– Como pagas tú, puedes pedir lo que quieras -señaló la carta-. ¿Qué te apetece?

Eric estudió las páginas que tenía ante él, aunque hubiera preferido comerse a Hannah. Cinco minutos después, pidieron la comida y un jarrón para las flores. Hannah le preparó un whisky del minibar.

– Me siento como si estuviera en un avión -bromeó él-. Pásame una bolsa de cacahuetes.

– Tendrá que ser una caja de galletitas con formas de animales -dijo ella, tras revolver en la cesta de aperitivos-. No creo que sea lo mismo.

Volvió al sofá y apoyó los pies en la mesa de centro. Eric la imitó.

– Háblame sobre tu día -le dijo, mirándolo-. Es obvio que tienes muchas reuniones.

– Es parte de mi función. Trabajo con varios departamentos, coordinando proyectos. Además hay reuniones de empleados, de planificación y de presupuestos.

– Y yo creía que pasaba demasiado tiempo sentada en la facultad de Derecho, escuchando a gente -frunció la nariz-. ¿Te gusta lo que haces?

– Ahora que soy director tengo más poder de decisión -asintió con la cabeza-. Si uno de mis departamentos tiene problemas, puedo tomar decisiones para dar la vuelta a las cosas. En el hospital tenemos la obligación de proporcionar asistencia médica de calidad. Eso lo complica todo e incrementa el reto, yo… -se detuvo y sonrió avergonzado-. Perdona, me he dejado llevar.

– Eso me gusta. Tu entusiasmo por lo que haces es como una presencia tangible. No creo haberme interesado nunca tanto por las leyes; posiblemente sea una de las razones por las que lo dejé. ¿No te importa trabajar tantas horas?

– No -el trabajo era la mejor parte del día-. Estoy dispuesto a trabajar mucho y eso me ha beneficiado.

– ¿Por eso escalaste tan rápido?

– En parte. También tuve buenas oportunidades en el momento adecuado y suerte.

– Seguro que tuvo más que ver con las horas de trabajo que con la suerte. ¿Es difícil ser mucho más joven que el resto de personas que está a tu nivel?

Eric consideró la pregunta. Cuando su hermana le preguntaba por el trabajo le daba respuestas fáciles, para no preocuparla. Por primera vez, tuvo la tentación de sincerarse.

– ¿Es una pregunta demasiado personal? Podemos hablar de otra cosa -sugirió Hannah tocándole suavemente el brazo.

– No importa. Pensaba en cómo explicarlo. A veces me consideran un gallito que lucha por hacerse sitio; otras veces me consideran innovador y lleno de ideas frescas. Así que hay ventajas y desventajas.

– Igual que en tantas otras cosas en la vida.

– Sí, así es. Decidí hacer un máster en administración de empresas porque sabía que me ayudaría a ascender. Algunos están resentidos por eso.

– Pero ellos también podrían hacer uno si quisieran. No tiene sentido -tomó un sorbo de agua-. ¿Cuándo lo hiciste? ¿Cómo pudiste graduarte en la universidad, hacer el máster y ascender en tan poco tiempo?

– Lo saqué en dos años, mientras trabajaba.

– No debes haber tenido mucha vida personal -comentó ella atónita.

Eso era un eufemismo; había trabajado entre cuarenta y cincuenta y cuatro horas a la semana, asistido a clase por las noches y estudiado el fin de semana.

– Quería hacerlo -se justificó.

– Así que te mataste en la universidad, conseguiste un gran trabajo y seguiste estudiando y subiendo. Eso debe querer decir que tienes una gran motivación o que intentas demostrar algo.

– ¿Intentas psicoanalizarme?

– No sé si funcionará -dijo ella. En ese momento llamaron a la puerta-. El jarrón -dijo Hannah.

Eric la observó ir hacia la puerta. Le gustaba su forma de moverse. Se había quitado los zapatos y tenía unos pies muy bonitos.

Mientras ella colocaba las flores en el jarrón, reflexionó sobre su pregunta. ¿Estaba motivado o quería demostrar algo? En el fondo, le daba igual; mientras tuviese éxito profesional se consideraría un ganador en la vida.

Después de cenar, Hannah sugirió que volvieran al sofá. Era más cómodo que seguir sentados a la mesa.

– Hoy me llamó la agencia de fideicomiso -dijo ella en cuanto se sentó-. Con todo firmado, dicen que podríamos cerrar la operación la semana que viene.

– Yo recibí el mismo mensaje, pero podemos retrasarlo unos días si necesitas más tiempo para prepararte.

– Gracias, pero no. Estoy lista para pasar a la siguiente etapa de mi vida.

– ¿Vas a plantar esas bayas?

– Puedes apostar a que sí -rió ella-. Ya he elegido cuántas plantas quiero y dónde ponerlas.

– Avísame si necesitas ayuda con los trabajos pesados.

– No pareces un aficionado a la jardinería -la oferta de Eric la agradó y sorprendió.

– Soy un hombre de muchos talentos.

Ella se imaginó cavando y riendo con él y sintió un escalofrío de excitación. Su parte sensata le decía que no fuera deprisa con Eric ya había cometido ese error con Matt. Esta vez debía asegurarse de que el hombre que le interesaba quería que su pareja ocupase un lugar primordial en su vida.

– ¿Piensas conseguir un barco? -preguntó él. Ella tardó un segundo en centrarse en la conversación.

– No sé si recuerdo cómo navegar a vela.

– Tuviste un profesor genial. Deberías recordarlo todo.

– Odio desilusionarte -dijo ella. Había estado más interesada en el profesor que en la vela-. Sospecho que es una de esas cosas que se olvidan si no se practican.

– La vela es como montar en bicicleta. Nunca se olvida. Avísame si quieres un barco. Podemos empezar por alquilar uno, para practicar.

– Es una invitación muy agradable. Ya te lo diré si me apetece -le gustaba la idea de pasar más tiempo con él y sería divertido. Pero en pleno verano se le notaría el embarazo y sería más incómodo. Quizá peligroso.

– Tu trabajo de verano debía ser muy divertido -dijo-. Pero siempre me pregunté cómo aprendiste tú -sabía que su madre no podía permitirse pagarle clases.

– Empecé trabajando en el quiosco de bocadillos -explicó él-. Cuando descubrí cuánto ganaban los profesores, empecé a juntarme con ellos. Me sacaban al lago después de cerrar y me enseñaban lo básico. Pasé muchas horas practicando y cuando aprendí lo suficiente, solicité trabajo.

– Tuviste mucha iniciativa.

– Tenía motivación -admitió él-. Quería pagar mi coche y ahorrar para la universidad. Eso implicaba pasar muchas horas en el lago.

– La mayoría de tus alumnas eran chicas guapas. No creo que sufrieras demasiado.

– No sé de qué hablas -sus ojos chispearon con humor-. Trabajaba entre diez y doce horas al día.

– Seguro. Flotando con un montón de jovencitas en bikini que te hacían compañía. Un trabajo duro. Cuando desembarcabas, un harén te seguía a todas partes.

– Me estás avergonzando -protestó él.

– Lo dudo -negó ella, viendo su sonrisita satisfecha.

– Exageras. Además, a ti no te impresioné.

– ¿Eso crees?

– ¿Qué quieres decir? -la miró con sorpresa-. Éramos amigos.

– Para ti, éramos amigos -Hannah se rió-. Yo estaba locamente enamorada -suspiró-. Fue muy triste, tantos veranos de amor no correspondido.

– Nunca me di cuenta -dijo él, atónito.

– No quería que lo notaras. Comprendí que no estabas interesado por mí en ese sentido, así que no dije nada. Prefería ser tu amiga. Además, las otras chicas iban y venían como las mareas y yo duré varios años.

– Pero eras muy joven.

– Cuando nos conocimos sí, pero el último verano tenía dieciocho años.

– Deberías haber dicho algo.

– Entonces no te habría interesado.

– ¿Y si me interesa ahora?

– ¿Te interesa? -ella pensó que sus sueños podían hacerse realidad. Eric se acercó y la rodeó con un brazo-. Me interesa mucho -murmuró él en su oído.

Hannah se dijo que sería fuerte y no se rendiría a la atracción que sentía por él. Se comportaría como una adulta, en vez de como una adolescente enamorada.

Sus buenas intenciones duraron hasta que la besó.

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