Vosotros fuisteis,
espíritus de un alto cielo,
poderes benévolos que presidisteis mi vida,
iluminando mi frente en los feraces días de la alegría juvenil.
Amé, amé la dichosa Primavera
bajo el signo divino de vuestras alas levísimas,
oh poderosos, oh extensos dueños de la tierra.
Desde un alto cielo de gloria,
espíritus celestes, vivificadores del hombre,
iluminasteis mi frente con los rayos vitales de un sol que llenaba la tierra de sus totales cánticos.
Todo el mundo creado
resonaba con la amarilla gloria
de la luz cambiante.
Pájaros de colores,
con azules y rojas y verdes y amatistas,
coloreadas alas con plumas como el beso,
saturaban la bóveda palpitante de dicha,
batiente como seno, como plumaje o seno,
como la piel turgente que los besos tiñeran.
Los árboles saturados colgaban
densamente cargados de una savia encendida.
Flores pujantes, hálito repentino de una tierra gozosa,
abrían su misterio, su boca suspirante,
labios rojos que el sol dulcemente quemaba.
Todo abría su cáliz bajo la luz caliente.
Las grandes rocas, casi de piedra o carne,
se amontonaban sobre dulces montañas,
que reposaban cálidas como cuerpos cansados
de gozar una hermosa sensualidad luciente.
Las aguas vivas, espumas del amor en los cuerpos,
huían, se atrevían, se rozaban, cantaban.
Risas frescas los bosques enviaban ya mágicos;
atravesados sólo de un atrevido viento.
Pero vosotros, dueños fáciles de la vida,
presidisteis mi juventud primera.
Un muchacho desnudo, cubierto de vegetal alegría,
huía por las arenas vívidas del amor
hacia el gran mar extenso,
hacia la vasta inmensidad derramada
que melodiosamente pide un amor consumado.
La gran playa marina,
no abanico, no rosa, no vara de nardo,
pero concha de un nácar irisado de ardores,
se extendía vibrando, resonando, cantando,
poblaba de unos pájaros de virginal blancura.
Un rosa cándido por las nubes remotas
evocaba mejillas recientes donde un beso
ha teñido purezas de magnolia mojada,
ojos húmedos, frente salina y alba
y un rubio pelo que en el ocaso ondea.
Pero el mar se irisaba. Sus verdes cambiantes,
sus azules lucientes, su resonante gloria
clamaba erguidamente hasta los puros cielos,
emergiendo entre espumas su vasta voz amante.
En ese mar alzado, gemidor, que dolía
como una piedra toda de luz que a mí me amase,
mojé mis pies, herí con mi cuerpo sus ondas,
y dominé insinuando mi bulto afiladísimo,
como un delfín que goza las espumas tendidas.
Gocé, sufrí, encendí los agoniosos mares,
los abrasados mares,
y sentí la pujanza de la vida cantando,
ensalzado en el ápice del placer a los cielos.
Siempre fuisteis, oh dueños poderosos,
los dispensadores de todas las gracias,
tutelares hados eternos que presidisteis la fiesta de la vida
que yo viví como criatura entre todas.
Los árboles, las espumas, las flores, los abismos,
como las rocas y aves y las aguas fugaces,
todo supo de vuestra presencia invisible
en el mundo que yo viví en los alegres días juveniles.
Hoy que la nieve también existe bajo vuestra presencia,
miro los cielos de plomo pesaroso
y diviso los hierros de las torres que elevaron los hombres
como espectros de todos los deseos efímeros.
Y miro las vagas telas que los hombres ofrecen,
máscaras que no lloran sobre las ciudades cansadas,
mientras siento lejana la música de los sueños
en que escapan las flautas de la Primavera apagándose.
Alma celeste para amar nacida.
ESPRONCEDA
Casi me amabas.
Sonreías, con tu gran pelo rubio donde la luz resbala hermosamente.
Ante tus manos el resplandor del día se aplacaba continuo,
dando distancia a tu cuerpo perfecto.
La transparencia alegre de la luz no ofendía,
pero doraba dulce tu claridad indemne.
Casi…, casi me amabas.
Yo llegaba de allí, de más allá, de esa oscura conciencia
de tierra, de un verdear sombrío de selvas fatigadas,
donde el viento caducó para las rojas músicas;
donde las flores no se abrían cada mañana celestemente
ni donde el vuelo de las aves hallaba al amanecer virgen el día.
Un fondo marino te rodeaba.
Una concha de nácar intacta bajo tu pie, te ofrece
a ti como la última gota de una espuma marina.
Casi…, casi me amabas.
¿Por qué viraste los ojos, virgen de las entrañas del mundo
que esta tarde de primavera
pones frialdad de luna sobre la luz del día
y como un disco de castidad sin noche,
huyes rosada por un azul virgíneo?
Tu escorzo dulce de pensativa rosa sin destino
mira hacia el mar. ¿Por qué, por qué ensordeces
y ondeante al viento tu cabellera, intentas
mentir los rayos de tu lunar belleza?
¡Si tú me amabas como la luz!… No escapes,
mate, insensible, crepuscular, sellada.
Casi, casi me amaste. Sobre las ondas puras
del mar sentí tu cuerpo como estelar espuma,
caliente, vivo, propagador. El beso
no, no, no fue de luz: palabras
nobles sonaron: me prometiste el mundo
recóndito, besé tu aliento, mientras la crespa ola
quebró en mis labios, y como playa tuve
todo el calor de tu hermosura en brazos.
Sí, sí, me amaste sobre los brillos, fija,
final, extática. El mar inmóvil
detuvo entonces su permanente aliento,
y vi en los cielos resplandecer la luna,
feliz, besada, y revelarme el mundo.
¿Los poetas, preguntas?
Yo vi una flor quebrada
por la brisa. El clamor
silencioso de pétalos
cayendo arruinados
de sus perfectos sueños.
¡Vasto amor sin delirio
bajo la luz volante,
mientras los ojos miran
un temblor de palomas
que una asunción inscriben!
Yo vi, yo vi otras alas.
Vastas alas dolidas.
Ángeles desterrados
de su celeste origen
en la tierra dormían
su paraíso excelso.
Inmensos sueños duros
todavía vigentes
se adivinaban sólidos
en su frente blanquísima.
¿Quién miró aquellos mundos,
isla feraz de un sueño,
pureza diamantina
donde el amor combate?
¿Quién vio nubes volando,
brazos largos, las flores,
las caricias, la noche
bajo los pies, la luna
como un seno pulsando?
Ángeles sin descanso
tiñen sus alas lúcidas
de un rubor sin crepúsculo,
entre los valles verdes.
Un amor, mediodía,
vertical se desploma
permanente en los hombros
desnudos del amante.
Las muchachas son ríos
felices; sus espumas
– manos continuas- atan
a los cuellos las flores
de una luz suspirada
entre hermosas palabras.
Los besos, los latidos,
las aves silenciosas,
todo está allá, en los senos
secretísimos, duros,
que sorprenden continuos
a unos labios eternos.
¡Qué tierno acento impera
en los bosques sin sombras,
donde las suaves pieles,
la gacela sin nombre,
un venado dulcísimo,
levanta su respuesta
sobre su frente al día!
¡Oh, misterio del aire
que se enreda en los bultos
inexplicablemente,
como espuma sin dueño!
Ángeles misteriosos,
humano ardor, erigen
cúpulas pensativas
sobre las frescas ondas.
Sus alas laboriosas
mueven un viento esquivo,
que abajo roza frentes
amorosas del aire.
Y la tierra sustenta
pies desnudos, columnas
que el amor ensalzara,
templos de dicha fértil,
que la luna revela.
Cuerpos, almas o luces
repentinas, que cantan
cerca del mar, en liras
casi celestes, solas.
¿Quién vio ese mundo sólido,
quién batió con sus plumas
ese viento radiante
que en unos labios muere
dando vida a los hombres?
¿Qué legión misteriosa,
ángeles en destierro,
continuamente llega,
invisible a los ojos?
No, no preguntes; calla.
La ciudad, sus espejos,
su voz blanca, su fría
crueldad sin sepulcro,
desconoce esas alas.
Tú preguntas, preguntas…
Símbolo de la luz tú fuiste,
oh luna, en las nocturnas horas coronadas.
Tu pálido destello,
con el mismo fulgor que una muda inocencia,
aparecía cada noche presidiendo mi dicha,
callando tiernamente sobre mis frescas horas.
Un azul grave, pleno, serenísimo,
te ofrecía su seno generoso
para tu alegre luz, oh luna joven,
y tú tranquila, esbelta, resbalabas
con un apenas insinuado ademán de silencio.
¡Plenitud de tu estancia en los cielos completos!
No partida por la tristeza,
sino suavemente rotunda, liminar, perfectísima,
yo te sentía en breve como dos labios dulces
y sobre mi frente oreada de los vientos clementes
sentía tu llamamiento juvenil, tu posada ternura.
No era dura la tierra. Mis pasos resbalaban
como mudas palabras sobre un césped amoroso.
Y en la noche estelar, por los aires, tus ondas
volaban, convocaban, musitaban, querían.
¡Cuánto te amé en las sombras! Cuando aparecías en el monte,
en aquel monte tibio, carnal bajo tu celo,
tu ojo lleno de sapiencia velaba
sobre mi ingenua sangre tendida en las laderas.
Y cuando de mi aliento ascendía el más gozoso cántico
hasta mí el río encendido me acercaba tus gracias.
Entre las frondas de los pinos oscuros
mudamente vertías tu tibieza invisible,
y el ruiseñor silencioso sentía su garganta desatarse de amor
si en sus plumas un beso de tus labios dejabas.
Tendido sobre el césped vibrante,
¡cuántas noches cerré mis ojos bajo tus dedos blandos,
mientras en mis oídos el mágico pájaro nocturno
se derretía en el más dulce frenesí musical!
Toda tu luz velaba sobre aquella cálida bola de pluma
que te cantaba a ti, luna bellísima,
enterneciendo a la noche con su ardiente entusiasmo,
mientras tú, siempre dulce, siempre viva, enviabas
pálidamente tus luces sin sonido.
En otras noches, cuando el amor presidía mi dicha,
un bulto claro de una muchacha apacible,
desnudo sobre el césped era hermoso paisaje.
Y sobre su carne celeste, sobre su fulgor rameado
besé tu luz, blanca luna ciñéndola.
Mis labios en su garganta bebían tu brillo, agua pura, luz pura;
en su cintura estreché tu espuma fugitiva,
y en sus senos sentí tu nacimiento tras el monte incendiado,
pulidamente bella sobre su piel erguida.
Besé sobre su cuerpo tu rubor, y en los labios,
roja luna, naciste, redonda, iluminada,
luna estrellada por mi beso, luna húmeda
que una secreta luz interior me cediste.
Yo no tuve palabras para el amor. Los cabellos
acogieron mi boca como los rayos tuyos.
En ellos yo me hundí, yo me hundí preguntando
si eras tú ya mi amor, si me oías besándote.
Cerré los ojos una vez más y tu luz límpida,
tu luz inmaculada me penetró nocturna.
Besando el puro rostro, yo te oí ardientes voces,
dulces palabras que tus rayos cedían,
y sentí que mi sangre, en tu luz convertida,
recorría mis venas destellando en la noche.
Noches tuyas, luna total: ¡oh luna, luna entera!
Yo te amé en los felices días coronados.
Y tú, secreta luna, luna mía,
fuiste presente en la tierra, en mis brazos humanos.
La luz, la hermosa luz del Sol,
cruel envío de un imposible,
dorado anuncio de un fuego hurtado al hombre,
envía su fulgurante promesa arrebatada,
siempre, siempre en el cielo, serenamente estático.
Tú serías, tu lumbre empírea,
carbón para el destino quemador de unos labios,
sello indeleble a una inmortalidad convocada,
sonando en los oídos de un hombre alzado a un mito.
¡Oh estrellas, oh luceros! Constelación eterna
salvada al fin de un sufrimiento terreno,
bañándose en un mar constante y puro.
Tan infinitamente,
sobrevivirías, tan alto,
hijo del Sol, hombre al fin rescatado,
sublime luz creadora, hijo del universo,
derramando tu sonido estelar, tu sangre-mundos.
¡Oh Sol, Sol mío!
Pero el Sol no reparte
sus dones:
da sólo sombras,
sombras, espaldas de una luz engañosa,
sombras frías, dolientes muros para unos labios
hechos para ti, Sol, para tu lumbre en tacto.
Yo te veo, hermosísimo,
amanecer cada día,
sueño de una mente implacable,
dorado Sol para el que yo nací como todos los hombres,
para abrasarme en tu lumbre corpórea,
combustible de carne hecho ya luz, luz sólo, en tu pira de fuego.
Sólo así viviría…
Pero te miro ascender lentamente,
fulgurando tu mentida promesa,
convocando tan dulce sobre mi carne el tibio
calor, tu hálito mágico,
mientras mis brazos alzo tendidos en el aire.
Pero nunca te alcanzo, boca ardiente,
pecho de luz contra mi pecho todo,
destino mío inmortal donde entregarme
a la muerte abrasante hecho chispas perdidas.
Devuelto así por tu beso a los espacios,
a las estrellas, oh sueño primaveral de un fuego célico.
Devuelto en brillos dulces, en veladora promesa,
en ya eterna belleza del amor, con descanso.
Miré tus ojos sombríos bajo el cielo apagado.
Tu frente mate con palidez de escama.
Tu boca, donde un borde morado me estremece.
Tu corazón inmóvil como una piedra oscura.
Te estreché la cintura, fría culebra gruesa que en mis dedos resbala.
Contra mi pecho cálido sentí tu paso lento.
Viscosamente fuiste sólo un instante mía,
y pasaste, pasaste, inexorable y larga.
Te vi después, tus dos ojos brillando
tercamente, tendida sobre el arroyo puro,
beber un cielo inerme, tranquilo, que ofrecía
para tu lengua bífida su virginal destello.
Aún recuerdo ese brillo de tu testa sombría,
negra magia que oculta bajo su crespo acero
la luz nefasta y fría de tus pupilas hondas,
donde un hielo en abismos sin luz subyuga a nadie.
¡A nadie! Sola, aguardas un rostro, otra pupila,
azul, verde, en colores felices que rielen
claramente amorosos bajo la luz del día,
o que revelen dulces la boca para un beso.
Pero no. En ese monte pelado, en esa cumbre
pelada, están los árboles pelados que tú ciñes.
¿Silba tu boca cruda, o silba el viento roto?
¿Ese rayo es la ira de la maldad, o es sólo
el cielo que desposa su fuego con la cima?
¿Esa sombra es tu cuerpo que en la tormenta escapa,
herido de la cólera nocturna, en el relámpago,
o es el grito pelado de la montaña, libre,
libre sin ti y ya monda, que fulminada exulta?
Heme aquí trente a ti, mar, todavía…
Con el polvo de la tierra en mis hombros,
impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre,
heme aquí, luz eterna,
vasto mar sin cansancio,
última expresión de un amor que no acaba,
rosa del mundo ardiente.
Eras tú, cuando niño,
la sandalia fresquísima para mi pie desnudo.
Un albo crecimiento de espumas por mi pierna
me engañara en aquella remota infancia de delicias.
Un sol, una promesa
de dicha, una felicidad humana, una cándida correlación de luz
con mis ojos nativos, de ti, mar, de ti, cielo,
imperaba generosa sobre mi frente deslumbrada
y extendía sobre mis ojos su inmaterial palma alcanzable,
abanico de amor o resplandor continuo
que imitaba unos labios para mi piel sin nubes.
Lejos de rumor pedregoso de los caminos oscuros
donde hombres ignoraban tu fulgor aún virgíneo.
Niño grácil, para mí la sombra de la nube en la playa
no era el torvo presentimiento de mi vida en su polvo,
no era el contorno bien preciso donde la sangre un día
acabaría coagulada, sin destello y sin numen.
Más bien, con mi dedo pequeño, mientras la nube detenía su paso,
yo tracé sobre la fina arena dorada su perfil estremecido,
y apliqué mi mejilla sobre su tierna luz transitoria,
mientras mis labios decían los primeros nombres amorosos:
cielo, arena, mar…
El lejano crujir de los aceros, el eco al fondo de los bosques partidos por los hombres,
era allí para mí un monte oscuro pero también hermoso.
Y mis oídos confundían el contacto heridor del labio crudo
del hacha en las encinas
con un beso implacable, cierto de amor, en ramas.
La presencia de peces por las orillas, su plata núbil,
el oro no manchado por los dedos de nadie,
la resbalosa escama de la luz, era un brillo en los míos.
No apresé nunca esa forma huidiza de un pez en su hermosura,
la esplendente libertad de los seres,
ni amenacé una vida, porque amé mucho: amaba
sin conocer el amor; sólo vivía…
Las barcas que a lo lejos
confundían sus velas con las crujientes alas
de las gaviotas o dejaban espuma como suspiros leves,
hallaban en mi pecho confiado un envío,
un grito, un nombre de amor, un deseo para mis labios húmedos,
y si las vi pasar, mis manos menudas se alzaron
y gimieron de dicha a su secreta presencia,
ante el azul telón que mis ojos adivinaron,
viaje hacia un mundo prometido, entrevisto,
al que mi destino me convocaba con muy dulce certeza.
Por mis labios de niño cantó la tierra; el mar
cantaba dulcemente azotado por mis manos inocentes.
La luz, tenuamente mordida por mis dientes blanquísimos,
cantó; cantó la sangre de la aurora en mi lengua.
Tiernamente en mi boca, la luz del mundo me iluminaba por dentro.
Toda la asunción de la vida embriagó mis sentidos.
Y los rumorosos bosques me desearon entre sus verdes frondas,
porque la luz rosada era en mi cuerpo dicha.
Por eso hoy, mar,
con el polvo de la tierra en mis hombros,
impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre,
heme aquí, luz eterna,
vasto mar sin cansancio,
rosa del mundo ardiente.
Heme aquí frente a ti, mar, todavía…
¿Qué fresco y nuevo encanto,
qué dulce perfil rubio emerge
de la tarde sin nieblas?
Cuando creí que la esperanza, la ilusión, la vida,
derivaba hacia oriente
en triste y vana busca del placer.
Cuando yo había visto bogar por los cielos
imágenes sonrientes, dulces corazones cansados,
espinas que atravesaban bellos labios,
y un humo casi doliente
donde palabras amantes se deshacían
como el aliento del amor sin destino…
Apareciste tú ligera como el árbol,
como la brisa cálida que un oleaje envía del mediodía, envuelta
en las sales febriles, como en las frescas aguas del azul.
Un árbol joven, sobre un limitado horizonte,
horizonte tangible para besos amantes;
un árbol nuevo y verde que melodiosamente mueve sus hojas altaneras
alabando la dicha de su viento en los brazos.
Un pecho alegre, un corazón sencillo como la pleamar remota
que hereda sangre, espuma, de otras regiones vivas.
Un oleaje lúcido bajo el gran sol abierto,
desplegando las plumas de una mar inspirada;
plumas, aves, espumas, mares verdes o cálidas:
todo el mensaje vivo de un pecho rumoroso.
Yo sé que tu perfil sobre el azul tierno del crepúsculo entero,
no finge vaga nube que un ensueño ha creado.
¡Qué dura frente dulce, qué piedra hermosa y viva,
encendida de besos bajo el sol melodioso,
es tu frente besada por unos labios libres,
rama joven bellísima que un ocaso arrebata!
¡Ah la verdad tangible de un cuerpo estremecido
entre los brazos vivos de tu amante furioso,
que besa vivos labios, blancos dientes, ardores
y un cuello como un agua cálidamente alerta!
Por un torso desnudo tibios hilillos ruedan.
¡Qué gran risa de lluvia sobre tu pecho ardiente!
¡Qué fresco vientre terso, donde su curva oculta
leve musgo de sombra rumoroso de peces!
Muslos de tierra, barcas donde bogar un día
por el músico mar del amor enturbiado
donde escapar libérrimos rumbo a los cielos altos
en que la espuma nace de dos cuerpos volantes.
¡Ah, maravilla lúcida de tu cuerpo cantando,
destellando de besos sobre tu piel despierta:
bóveda centelleante, nocturnamente hermosa,
que humedece mi pecho de estrellas o de espumas!
Lejos ya la agonía, la soledad gimiente,
las torpes aves bajas que gravemente
rozaron mi frente en los oscuros días del dolor.
Lejos los mares ocultos que enviaban sus aguas,
pesadas, gruesas, lentas, bajo la extinguida zona de la luz.
Ahora vuelto a tu claridad no es difícil
reconocer a los pájaros matinales que pían,
ni percibir en las mejillas los impalpables velos de la Aurora,
como es posible sobre los suaves pliegues de la tierra
divisar el duro, vivo, generoso desnudo del día,
que hunde sus pies ligeros en unas aguas transparentes.
Dejadme entonces, vagas preocupaciones de ayer,
abandonar mis lentos trajes sin música,
como un árbol que depone su luto rumoroso,
su mate adiós a la tristeza,
para exhalar feliz sus hojas verdes, sus azules campánulas
y esa gozosa espuma que cabrillea en su copa
cuando por primera vez le invade la riente Primavera.
Después del amor, de la felicidad activa del amor, reposado,
tendido, imitando descuidadamente un arroyo,
yo reflejo las nubes, los pájaros, las futuras estrellas,
a tu lado, oh reciente, oh viva, oh entregada;
y me miro en tu cuerpo, en tu forma blanda, dulcísima, apagada,
como se contempla la tarde que colmadamente termina.
¿Qué voz entre los pájaros de esta noche de ensueño
dulcemente modula los nombres en el aire?
¡Despertad! Una luna redonda gime o canta
entre velos, sin sombra, sin destino, invocándoos.
Un cielo herido a luces, a hachazos, llueve el oro
sin estrellas con sangre, que en un torso resbala;
revelador envío de un destino llamando
a los dormidos siempre bajo los cielos vividos.
¡Despertad! Es el mundo, es su música. ¡Oídla!
La tierra vuela alerta, embriagada de visos,
de deseos, desnuda, sin túnica, radiante
bacante en los espacios que un seno muestra hermoso,
azulado de venas, de brillos, de turgencia.
¡Mirad! ¿No veis un muslo deslumbrador que avanza?
¿Un bulto victorioso, un ropaje estrellado
que retrasadamente revuela, cruje, azota
los siderales vientos azules, empapados?
¿No sentís en la noche un clamor?!Ah, dormidos,
sordos sois a los cánticos! Dulces copas se alzan:
¡Oh estrellas mías, vino celeste, dadme toda
vuestra locura, dadme vuestros bordes lucientes!
Mis labios saben siempre sorberos, mi garganta
se enciende de sapiencia, mis ojos brillan dulces.
Toda la noche en mí destellando, ilumina
vuestro sueño, oh dormidos, oh muertos, oh acabados.
Pero no; muertamente callados, como lunas
de piedra, en tierra, sordos permanecéis, sin tumba.
Una noche de velos, de plumas, de miradas,
vuela por los espacios llevándoos, insepultos.
¿Era acaso a mis ojos el clamor de la selva,
selva de amor resonando en los fuegos
del crepúsculo,
lo que a mí se dolía con su voz casi humana?
¡Ah, no! ¿Qué pecho desnudo, qué tibia carne casi celeste,
qué luz herida por la sangre emitía
su cristalino arrullo de una boca entreabierta,
trémula todavía de un gran beso intocado?
Un suave resplandor entre las ramas latía
como perdiendo luz, y sus dulces quejidos
tenuemente surtían de un pecho transparente.
¿Qué leve forma agotada, qué ardido calor humano
me dio su turbia confusión de colores
para mis ojos, en un postumo resplandor intangible,
gema de luz perdiendo sus palabras de dicha?
Inclinado sobre aquel cuerpo desnudo,
sin osar adorar con mi boca su esencia,
cerré mis ojos deslumbrados por un ocaso de sangre,
de luz, de amor, de soledad, de fuego.
Rendidamente tenté su frente de mármol
coloreado, como un cielo extinguiéndose.
Apliqué mis dedos sobre sus ojos abatidos
y aún acerqué a su rostro mi boca, porque acaso
de unos labios brillantes aún otra luz bebiese.
Sólo un sueño de vida sentí contra los labios
ya ponientes, un sueño de luz crepitante,
un amor que, aún caliente,
en mi boca abrasaba mi sed, sin darme vida.
Bebí, chupé, clamé. Un pecho exhausto,
quieto cofre de sol, desvariaba
interiormente sólo de resplandores dulces.
Y puesto mi pecho sobre el suyo, grité, llamé, deliré,
agité mi cuerpo, estrechando en mi seno sólo un cielo estrellado.
¡Oh dura noche fría! El cuerpo de mi amante,
tendido, parpadeaba, titilaba en mis brazos.
Avaramente contra mí ceñido todo,
sentí la gran bóveda oscura de su forma luciente,
y si besé su muerto azul, su esquivo amor,
sentí su cabeza estrellada sobre mi hombro aún
fulgir y darme su reciente, encendida soledad de la noche.
Amigos, no preguntéis a la gozosa mañana
por qué el sol intangible da su fuerza a los hombres.
Bebed su claro don, su lucidez en la sombra,
en los brazos amantes de ese azul inspirado,
y abrid los ojos sobre la belleza del mar, como del amor,
ebrios de luz sobre la hermosa vida,
mientras cantan los pájaros su mensaje infinito
y hay un presentimiento de espuma en vuestras frentes
y un rapto de deseo en los aires dichosos,
que como labios dulces trémulamente asedian.
Vosotros venís de la remota montaña,
quieta montaña de majestad velada,
pero no ignoráis la luz, porque en los ojos nace
cada mañana el mar con su azul intocable,
su inmarcesible brío luminoso y clamante,
palabra entera que un universo grita
mientras besa a la tierra con perdidas espumas.
Recogiendo del aire una voz, un deseo,
un misterio que una mano quizá asiera un día entre un vuelo de pájaros,
contempláis el amor, cósmico afán del hombre,
y esa fragante plenitud de la tierra
donde árboles colmados de primavera urgente
dan su luz o sus pomas a unos labios sedientos.
Mirad el vasto coro de las nubes,
alertas sobre el mar,
enardecidas reflejar el mensaje
de un sol de junio que abrasado convoca
a una sangre común con su luz despiadada.
Embebed en vuestra cabellera el rojo ardor de los besos inmensos
que se deshacen salpicados de brillos,
y destelle otra vez, y siempre, en vuestros ojos
el verde piafador de las playas,
donde un galope oculto de mar rompe en espumas.
Besad la arena, acaso eco del sol, caliente a vino, a celeste mensaje,
licor de luz que en los labios chorrea
y trastorna en la ebria lucidez a las almas,
veladoras después en la noche de estrellas.
¡Ah! Amigos, arrojad lejos, sin mirar, los artefactos tristes,
tristes ropas, palabras, palos ciegos, metales,
y desnudos de majestad y pureza frente al grito del mundo,
lanzad el cuerpo al abismo de la mar, de la luz, de la dicha inviolada,
mientras el universo, ascua pura y final, se consume.