La cintura no es rosa.
No es ave. No son plumas.
La cintura es la lluvia,
fragilidad, gemido
que a ti se entrega. Ciñe,
mortal, tú con tu brazo
un agua dulce, queja
de amor. Estrecha, estréchala.
Toda la lluvia un junco
parece. ¡Cómo ondula,
si hay viento, si hay tu brazo,
mortal que, hoy sí, la adoras!
Leve, ingrávida apenas,
la sandalia. Pisadas
sin carne. Diosa sola,
demanda a un mundo planta
para su cuerpo, arriba
solar. No cabellera
digáis; cabello ardiente.
Decid sandalia, leve
pisada; decid sólo,
no tierra, grama dulce
que cruje a ese destello,
tan suave que la adora
cuando la pisa. ¡Oh, siente
tu luz, tu grave tacto
solar! Aquí, sintiéndote,
la tierra es cielo. Y brilla.
La palabra fue un día
calor: un labio humano.
Era la luz como mañana joven; más: relámpago
en esta eternidad desnuda. Amaba
alguien. Sin antes ni después. Y el verbo
brotó. ¡Palabra sola y pura
por siempre -Amor- en el espacio bello!
La tierra conmovida
exhala vegetal
su gozo. ¡Hela: ha nacido!
Verde rubor, hoy boga
por un espacio aún nuevo.
¿Qué encierra? Sola, pura
de sí, nadie la habita.
Sólo la gracia muda,
primigenia, del mundo,
va en astros, leve, virgen,
entre la luz dorada.
Todo el fuego suspende
la pasión. ¡Luz es sola!
Mirad cuán puro se alza
hasta lamer los cielos,
mientras las aves todas
por él vuelan. ¡No abrasa!
¿Y el hombre? Nunca. Libre
todavía de ti,
humano, está ese fuego.
Luz es, luz inocente.
¡Humano: nunca nazcas!
Aún más que el mar, el aire,
más inmenso que el mar, está tranquilo.
Alto velar de lucidez sin nadie.
Acaso la corteza pudo un día,
de la tierra, sentirte, humano. Invicto,
el aire ignora que habitó en tu pecho.
Sin memoria, inmortal, el aire esplende.
¿Quién dijo acaso que la mar suspira,
labio de amor hacia las playas, tristes?
Dejad que envuelta por la luz campee.
¡Gloria, gloria en la altura, y en la mar, el oro!
¡Ah soberana luz que envuelve, canta
la inmarcesible edad del mar gozante!
Allá, reverberando,
sin tiempo, el mar existe.
¡Un corazón de dios sin muerte, late!