SEGUNDA PARTE La llama

Mediodía del martes. Faltaban diez minutos y me encontraba sentada ya en un duro banco de madera de un minúsculo parque al otro lado de la calle en la que abría sus puertas la sucursal del banco que había estado espiando durante casi un mes.

Con una corta peluca rubia y grandes gafas, fingía estar enfrascada en la lectura de una revista del corazón, y semioculta tras un seto dominaba a plena satisfacción la gran puerta de entrada sin que los empleados pudieran verme desde dentro.

La recién remodelada plazuela aparecía semidesierta, con un par de viejos tomando el sol en los bancos más alejados y esporádicas amas de casa que cruzaban la explanada sorteando excrementos de perro y arrastrando carritos de la compra rumbo a sus casas.

La mañana invitaba a disfrutar de la paz y el silencio de aquel rincón de escaso tráfico en una ciudad por lo general demasiado bulliciosa, pero a pesar de esa calma y ese silencio, tenía muy presente que estaba a punto de cometer mi primer delito.

Mi primer atraco a mano armada.

Tan sólo unos minutos me separaban de la frontera que me situaría en el país de los fuera de la ley, pero opté por dejarlos transcurrir con la misma indiferencia con que solía dejar transcurrir el tiempo en espera de acudir a clase un día cualquiera.

Al poco, rocé apenas la culata del pesado revólver que ocultaba en lo más profundo de mi ancho bolso de cuero amarillento, y no pude evitar preguntarme por enésima vez si me encontraba decidida a dispararlo en caso de que fuera absolutamente necesario.

Lo estaba. Sabía que lo estaba.

— Pero a las piernas… Procura disparar siempre a las piernas.

La recomendación de Alejandro, repetida machaconamente, se había instalado, como grabada a fuego en lo más profundo de mi inconsciente, y debido a ello me había pasado la tarde anterior practicando para que el ángulo del arma apuntase siempre hacia abajo.

Alejandro prefería no tener que matar a nadie.

Tampoco yo lo deseaba. No aquel día.

Aún no me encontraba anímicamente preparada para arrebatarle la vida a una persona, ni encontraba razón válida por la que acabar con alguien que intentaba impedir un atraco. No eran aquellos mis objetivos. Ni la forma de alcanzarlos.

Lo único que tenía que hacer era demostrar que sabía encarar situaciones comprometidas con el fin de ir ganando puntos en mi tortuosa carrera de presunta terrorista.

Aún hoy me suena extraño. ¿Cómo es posible que fuera tan inconsciente? Tan sólo encuentro una explicación lógica: apenas tenía veinte años.¡Mala edad!

¿O es que acaso existe alguna buena cuando no encuentras a nadie que sepa dirigir tus pasos?

Mi madre era una pobre mujer de escasísima cultura que bastante tenía con haberse roto la espalda tratando de sacarnos adelante. Mis hermanos seguían siendo unos mocosos que no pensaban más que en el fútbol. Y a doña Adela, la única persona verdaderamente preparada con la que había mantenido alguna relación estable, no parecía importarle más que el sabor de mi entrepierna o el olor de mis bragas. A lo más alto que llegaba de mí era a los pezones. Aunque alguna que otra vez intentaba meterme la lengua en la boca. Me repugnaba su lengua. Sentía ganas de vomitar al recordar en qué sucio lugar acaba de introducirla — por más que fuera mío- y notar luego su sabor en mi paladar.

Pero no quiero disculparme. Aborrezco a la gente que siempre encuentra disculpas para todo y suele pasar la mitad de su vida alegando razones por las que hicieron o dejaron de hacer esto o aquello. Prefiero mil veces a quienes asumen abiertamente sus errores por graves que estos sean. Errar es humano; rectificar, de sabios. Con frecuencia no es posible demostrar sabiduría puesto que resulta demasiado tarde para rectificar, pero siempre se está a tiempo de demostrar valor admitiendo la equivocación.

Yo aquel día, sentada en aquel banco de aquella tranquila plaza, sabía muy bien que me estaba equivocando, pero aún así carecía del carácter y el valor necesarios como para reconocerlo.

Apenas tenía veinte años. Mala edad, repito. La peor para ser testigo de cómo un pequeño utilitario aparcaba en la esquina, y de él descendían Emiliano y un hombretón desconocido mientras Diana permanecía al volante y con el motor en marcha.

Los dos primeros observaron con estudiado detenimiento a los escasos transeúntes, Emiliano me dirigió una larga mirada con la que parecía pretender convencerse de que podía confiar en la protección que le brindase, y se encaminaron directamente a la entrada de la sucursal del banco, portando cada uno de ellos una llamativa bolsa de deportes.

Al atravesar la gruesa puerta de cristales les perdí de vista. La violenta luz del mediodía cayendo a plomo sobre la plaza me impedía hacerme tan siquiera una idea de qué era lo que estaba ocurriendo en el interior de aquellas desangeladas oficinas, y esa ceguera y el correspondiente desconocimiento me preocupaba m s que el hecho de haber sido testigo de cómo empuñaban pesadas escopetas de cañones recortados.

Me volví a mirar a Diana, que me miró a su vez. En sus ojos pude leer el mismo desconcierto, o tal vez miedo, pues sospecho que aquélla era también su primera misión.

Ni un ruido que no fueran los acostumbrados ruidos de la calle. Ni un movimiento extraño. Ni tan siquiera un grito.

Un anciano se alzó del banco más lejano y comenzó a cruzar la calzada en dirección al bar que abría sus puertas en la esquina.

Rugió una moto.

Dejé a un lado la revista, alcé el percutor del arma sin sacarla del bolso y aguardé.

Nada ocurría. Tres, cuatro, cinco minutos… Tal vez más.

¿Tanto tiempo se necesita para desvalijar un banco?

Volví a mirar a Diana. La descubrí lívida y desencajada, con las manos tan fuertemente aferradas al volante que parecía pretender partirlo en dos.

Fue en ese instante cuando caí en la cuenta de que me encontraba tan ausente como si estuviera contemplando una vieja película de gángsters.

En la pantalla, las cosas solían ocurrir más aprisa. Ni el peor director se hubiera recreado tanto en una escena.

¿Fue aquélla realmente la sensación que experimenté: que la secuencia del atraco estaba pésimamente rodada?

Es posible. Ha pasado mucho tiempo, pero admito que tal idea me pasó por la mente, e incluso creo recordar que en un determinado momento se me ocurrió pasar la página de la revista tal vez con la intención de acabar el artículo que había dejado a medias, a la espera que los actores de aquel soporífero guión se dignasen hacer acto de presencia.

Al fin, un siglo después! salieron.

Y lo hicieron con la misma calma e idéntica naturalidad con que habían entrado, para dirigirse al coche e indicarle con un gesto a Diana que dejase de temblar y arrancara sin prisas.

Me maravilló su sangre fría.

Y me avergoncé de mí misma por haber dudado de ellos.

Fuera lo que fuera y por estúpido que se me antojase aquello en lo que creían, me habían dado una indiscutible lección de entereza comportándose como auténticos profesionales.

Al alejarse Emiliano, se volvió para guiñarme un ojo y sonreír. No podía creérmelo! Había sonreído como si acabara de salir de un bar en el que hubiera estado dedicado a la inocente tarea de tomarse unas copas.

Desamartillé el arma, aguardé a que el utilitario doblase la esquina y fingí enfrascarme de nuevo en la lectura a la espera de los acontecimientos.

Acontecimientos!

¿Qué acontecimientos?

Allí no aconteció nada.

Transcurrió el tiempo y nadie surgió del banco gritando y gesticulando con intención de dar la alarma.

Ahora sí que empecé a ponerme nerviosa.

¿Los habrían matado a todos?

¿Acaso habían utilizado silenciadores y ni un solo rumor había cruzado las gruesas puertas de cristal?

Un desagradable sudor frío me descendió por la espalda y las fotografías de la revista bailaron ante mis ojos.

¡Señor, Señor! ¿Entraba en lo posible que me hubiera convertido en cómplice de un asesinato múltiple?

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no cruzar la calle y penetrar en las oficinas consciente de que me enfrentaría a un macabro espectáculo.

Continué sentada y al cabo de unos minutos un amable jovenzuelo, sudoroso y regordete, me evitó el mal trago. Cruzó la puerta, permaneció unos minutos en el interior y reapareció guardándose unos billetes en el bolsillo de la camisa.

Únicamente entonces comprendí lo ocurrido.

Me habían puesto a prueba. Literalmente a prueba.

Aquellos malnacidos, hijos de la gran puta, cerdos impresentables, se habían limitado a entrar en el banco, cambiar algún dinero, perder su tiempo miserablemente y volver a salir con una cínica sonrisa en los labios.

Probablemente imaginaban que había puesto pies en polvorosa, cagada de miedo. O quizá sospechaban que podía denunciarles y en el momento en que la policía les detuviese se encontrarían con que la bolsa de deportes, en lugar de una escopeta de cañones recortados, escondía un par de patines.

¡Cabrones!

¡Jodidos cabrones!

Creo recordar que di un salto, lancé la revista al centro de la plazoleta y comencé a patalear como una niña malcriada.

Me habían tomado el pelo. Y la peluca.

Regresé a casa abatida por el peso de una de las sensaciones que más aborrezco en esta vida: la del ridículo.

No me importó en un tiempo que me tacharan de lesbiana, ni que años más tarde me acusaran de incendiaria y de cuanto se puede acusar a un ser humano en este mundo, pero¡siempre, siempre! desde que tengo uso de razón he sentido un injustificado temor ante la posibilidad de hacer el ridículo.

¿Exceso de amor propio?

Es muy posible.

Creo que resulta evidente que no me tengo demasiada estima personal ni me considero ni por lo m s remoto un dechado de virtudes; más bien todo lo contrario, pero me saca de mis casillas el hecho de que alguien se pueda reír de mí, y resultaba evidente que, en este caso particular, lo habían hecho a conciencia.

Allí estaba yo, jugando a impasible delincuente con mi arma en la mano dispuesta a disparar sobre cuanto se moviese, mientras aquel par de hijos de la gran puta me observaban desde el interior del banco descojonándose de risa.

Si se llegan a cruzar en esos momentos en mi camino les vuelo la cabeza. Peluca rubia, falsas gafas y aire de conspiradora mientras Emiliano se limitaba a cambiar unos cuantos billetes dándole amablemente las gracias a la cajera.

¡Mierda!

Observé largo rato la foto de Sebastián y de improviso descubrí que me dedicaba una irónica sonrisa, como si durante todos aquellos años la hubiese estado guardando allí, a la espera de que llegara un día semejante. Me estaba diciendo, desde donde quiera que se encontrase, que aceptar las cosas con buen humor y tal como venían, era la única forma lógica y sensata de enfrentarse a las contrariedades.

Aquella había sido al menos su filosofía, y aquel era el ejemplo que debería seguir, porque por años que pasaran Sebastián tendría que continuar siendo mi guía y mi norte en esta vida.

¡Lástima que resultara a la postre tan pésima discípula!

¡Lástima que no supiera imitarle!

¡Lástima que perdiera el rumbo que tanto esfuerzo puso en marcarme!

¡Cuando pienso en él siento pena y vergьenza de m¡ misma y me pregunto qué opinaría de mí, consciente como estoy de cu n desilusionado se sentiría al ver en lo que me he convertido, pero en tales momentos lo único que me consuela es saber a ciencia cierta que si Sebastián viviera para verme jamás habría hecho nada de cuanto hice.

Un gesto suyo me bastaba. Y es que un gesto suyo ponía el mundo en marcha o lo detenía.

¿Dónde estaban ahora aquellos gestos?

¿Qué había quedado de aquella irónica sonrisa?

Cenizas en un jarrón, eso era cuanto de él se conservaba. Y mi memoria. Una memoria viva y fiel, consagrada a evocar cada minuto que pasé a su lado, y a repetir, como las letanías de un rosario, cada palabra que escuché de sus labios.

¡Sebastián, Sebastián!

Si alguien fue en alguna ocasión fanático de una creencia religiosa muy íntima y privada, esa fui yo, que sin haber llevado su sangre en mis venas ni sus genes en mi cuerpo, le amé m s de lo que se ama a un padre, a un hijo o a un hermano, y le ador‚ con más pasión que al más apasionado de los amantes.

Y me enorgullece ese amor puesto que en lo más profundo de mí misma sé aunque nadie más lo crea, que jamás, bajo ninguna circunstancia, lo ensució la más leve mota de polvo, el más mínimo pensamiento innoble, ni el más remoto atisbo de miseria.

— Está bien — le dije al fin-. Lo aceptar‚ deportivamente, pero admitirás que ha sido una tremenda hijeoputada.

Durante mi siguiente visita al caserón Alejandro reconoció que le había impresionado mi sangre fría puesto que me había estado observando de lejos.

Y se mostró cómicamente orgulloso por el hecho de que había permanecido todo el tiempo sentado en un banco de la plaza sin que ni por asomo me percatara de que era el viejo mendigo de larga barba y chaqueta de pana.

Cuando al fin me cansé de tan manifiesta fatuidad, le observé de abajo arriba con el mayor desprecio que soy capaz de expresar para espetarle sin el menor reparo:

— ¿Y cómo pretendías que te reconociese, si era la primera vez que te veía sin esa horrenda camisa?

Saltó como si le hubiera picado una avispa.

— ¿Qué tiene de malo mi camisa? — quiso saber.

— Que está hecha de la tela que se usa en África cuando se pretende advertir que en una aldea se ha declarado el cólera.

Se quedó de piedra.

Pero se lo creyó.

Tiempo atrás había descubierto que cuanto más disparatada sea la mentira que se cuenta, más posibilidades existen de que la gente la acepte sin pestañear, y ésta fue una de esas muchas ocasiones en las que mi teoría se cumplió al pie de la letra.

Algo tan increíble, dicho no obstante con absoluta seriedad, deja perplejo al interlocutor — en este caso el insigne Alejandro- y quiero creer que en el fondo de su alma algo parecido debía opinar de aquel trapajo, porque a decir verdad no era de recibo que se diseñara tal engendro a no ser que estuviese destinado a un fin muy concreto.

La absurda charla tuvo al menos la virtud de conseguir que a partir de aquella misma tarde dejara de martirizarnos la vista con la contemplación de tamaño desaguisado, puesto que se limitó a cubrir sus flácidos pellejos con una especie de descolorida ruana, recuerdo de sus gloriosos tiempos de militancia activa en las asilvestradas guerrillas colombianas.

Con el paso del tiempo averigьé que en su ya lejana juventud, Alejandro había sido cura rural y más tarde misionero. De ahí pasó a convertirse en maestro en un perdido villorrio de la selva, agitador social, comandante de las Fuerzas de Liberación de media docena de países, y por último alma máter de nuestro pintoresco grupúsculo de desarraigados.

Todo un personaje de aquella extraña farándula de ideales confusos y esfuerzos pésimamente encarrilados, en el que cada personaje creía llevar en su interior al salvador de una sociedad que se resistía con uñas y dientes a ser salvada.

Todo un carismático líder o un mesias que buscaba ansiosamente doce discípulos que le aupasen al pedestal de la gloria.

¿Aspiraba yo a convertirme en el Judas de dicha congregación?

En absoluto; el concepto de judas siempre ha sido el de un traidor a sus ideales, y por aquellos tiempos mis ideales no eran otros que los de destruir, desde dentro, a cuantos pudieran haber tenido cualquier tipo de relación con la muerte de mi padre.

Yo sabía, o creía saber, qué era lo que en realidad buscaba.

Buscaba infiltrarme y si para conseguirlo me veía en la obligación de pasar sobre los cadáveres de unos cuantos ilusos, no dudaría en hacerlo aceptando cualquier tipo de sacrificio.

Un mes más tarde llegó la verdadera prueba. La misma sucursal, la misma plaza, el mismo banco y casi la misma revista sobre el regazo mientras empuñaba con fuerza el arma. E idéntica calma a la hora de observar cómo Alejandro y Emiliano descendían del coche, cruzaban la calle, atravesaban la puerta de cristales y desaparecían de mi vista.

Pero en esta ocasión no era Diana la que conducía, y ese simple detalle me llevó al convencimiento de que el asunto iba en serio. Era el otro; el grandullón que solía venir desde Orense para echar una mano, y que demostró su experiencia por la habilidad con que arrancó en el momento justo, abrió la puerta trasera con el fin de que sus compañeros se lanzaran de cabeza sobre el asiento, y se perdió de vista en la siguiente esquina sin que ni el más avispado testigo hubiese tenido la oportunidad de darse cuenta de que algo extraño había sucedido.

Cuando el gerente de la sucursal — al que conocía de sobras- salió dando alaridos y pidiendo socorro, la plazoleta aparecía tan tranquila y semidesierta como siempre.

Regresé a casa con una inexplicable sensación de vacío. Vacío, no por el hecho de haber tomado parte — de un modo absolutamente tangencial- en un delito, sino más bien por el hecho de que tal delito no había conseguido despertar en mi ánimo la más mínima impresión. Ver salir a dos hombres por una puerta para lanzarse de cabeza al asiento posterior de un coche no es como para tirar cohetes, ni para que se te dispare la adrenalina.

Es, bien mirado, una soberana tontería. Sobre todo cuando al día siguiente te enteras que el botín ha ascendido a cuatrocientas mil cochinas pesetas.

¿Tanto esfuerzo y minuciosa preparación para eso?

Cada noche me acostaba mascullando que me había asociado a una partida de cantamañanas, y me levantaba convencida de que formaba parte de una cuadrilla de impresentables chapuceros.

¿Era aquél el camino correcto?

¿Me llevaría a algún lugar que no fuera un refugio para retrasados mentales?

¿Qué batallas pensaban librar con cuatrocientas mil pesetas?

Al menos sirvieron para que Alejandro se comprara un par de camisas decentes.

¿Resulta lógico acompañar a un supuestamente peligroso terrorista al Corte Inglés con el fin de que se compre camisas con el fruto de un atraco a un banco?

A mi modo de ver, no.

¡En absoluto!

A mi modo de ver, aquel planteamiento estaba errado en origen, y si aspiraba a que algún día se me temiese y respetase dentro del mundo de la marginalidad debía tomar algún tipo de iniciativa.

Lo insinué durante la siguiente reunión y me miraron como si estuviese proponiendo una impensable herejía.

— ¿A qué te refieres? — inquirió un más que molesto Emiliano-.

¿Qué significa ese… con esto no basta?

— A que si entre cinco necesitamos dos meses para planear un atraco que tan sólo produce cuatrocientas mil pesetas, tocamos a menos del salario mínimo interprofesional, o como quiera que se llame eso. La próxima vez no nos quedará dinero ni para hacer una llamada a los periódicos reclamando la autoría del hecho. Yo quiero luchar, pero quiero luchar de verdad!

— Todo lleva su tiempo — arguyó Alejandro con una cierta timidez que no pasaba en absoluto desapercibida.

— Tú tienes tiempo — repliqué-. Yo tengo tiempo. Pero quienes sufren y pasan hambre no tienen tiempo. Están esperando que hagamos algo por ellos hoy mismo. Ahora mismo!

Me consta que les obligué a pensar.

Quizá por primera vez en mucho tiempo cayeron en la cuenta de que no eran más que un puñado de niñatos jugando a un estúpido juego en exceso peligroso.

La prensa ni siquiera se había dignado aclarar que el atraco no había sido perpetrado por una mísera pareja de delincuentes habituales — tal vez drogatas- sino por un heroico grupo de luchadores por la libertad, y resultaba evidente que el día en que nos atrapasen no seríamos considerados presos políticos, sino simples chorizos injertados de lelos.

Curiosamente fue la siempre silenciosa Diana, la primera que acabó por darme la razón. También ella estaba hasta el moño de tanta arenga política y tanta ardorosa soflama que a nada conducía.

— Esos dos piensan más en llevarnos a la cama, que en salvar al mundo — concluyó-. Sobre todo a ti.

Traté de protestar, pero resultó inútil. Como activista era un verdadero desastre pero como mujer no era tonta, y hacía semanas que se había dado cuenta de que su Emiliano dedicaba más tiempo a intentar desvirgarme, que a la lucha política.

A los pocos meses se volvió a su pueblo.

Hace un par de años me la tropecé en un supermercado y me contó que se había casado y tenía tres niños.

Estaba hecha una auténtica maruja: gorda, fondona y resignada ante la idea de que la vida ya no le ofrecería inesperados alicientes ni excitantes aventuras, pero en el momento de mostrarme las fotos de sus hijos se le iluminaron los ojos, por lo que me reafirmé en mi convencimiento de que aquél había sido siempre su destino, y todos los esfuerzos que hiciera en un tiempo por cambiarlo estaban condenados al fracaso.

Fue una suerte para ella. De otro modo quizá ya estaría muerta, y probablemente hubiera sido yo quien la hubiera matado. Cuando me preguntó por Alejandro y Emiliano no me vi obligada a mentir al señalar que hacía mucho tiempo que no mantenía contacto con ellos.

No soy de las que acuden a sesiones de espiritismo, y si lo hiciera dudo que ningún velador bastara para acoger a los fantasmas de todos aquellos a los que convertí en lo que ahora son.

Saber olvidar a tiempo los locos ideales de juventud en un mundo tan materializado como el que nos ha tocado vivir, es a mi modo de ver una de las mejores cosas que le pueden ocurrir a una muchacha tan sencilla como Diana, y la prueba está en el hecho de que en estos momentos debe estar paseando por algún tranquilo parque asturiano en compañía de sus hijos, mientras que sus compañeros de aventura están ya bajo tierra, o todo lo más observando un pedazo de cielo gris a través de un ventanuco mientras redactan sus memorias.

A veces intento imaginarme a mí misma casada y con hijos; preocupada tan sólo por el hecho de no engordar demasiado, o procurar que mi marido no me ponga los cuernos más de la cuenta. Me cuesta un enorme esfuerzo conseguirlo.

¡Los recuerdos son tan amargos!

¿Con qué cara podría mirar a un niño que hubiera surgido del lugar que doña Adela lamió y relamió tantísimas veces?

A menudo siento una invencible repugnancia ante mi propio cuerpo. No puedo evitar despreciarlo aun a sabiendas de que no tiene culpa alguna y a quien debiera despreciar, y quien debiera repugnarme es más bien mi espíritu. El cuerpo se lava con agua y jabón. Los restos de saliva se desprenden tras un largo baño.

Pero no se ha inventado aún el jabón que limpie la mente, ni la ducha que sea capaz de penetrar en las mil circunvalaciones del cerebro. La memoria ha sido siempre la parte más indomable de nuestra anatomía. Y la más traidora. Es la única capaz de actuar siempre a su criterio; aparecer y desaparecer cuando le viene en gana; marcharse de puntillas llevándose con ella nuestros m s dulces recuerdos, o regresar de pronto cargada de reproches. La memoria nos esclaviza y martiriza y de ella depende el que en un momento dado podamos o no ser completamente felices.

Recuerdo la primera vez que permití que un hombre me besara íntimamente. Yo le amaba. Le amaba hasta dolerme el corazón y deseaba más que nada en este mundo que aquel momento fuera el m s hermoso que hubiera vivido nunca; el más tierno y el más apasionado, pero en el instante de lanzar el primer gemido de placer y alargar las manos para tomar su rostro y hundirlo aún más profundamente entre mis muslos, me vino a la mente la imagen de doña Adela desencajada y babeante, y algo se bloqueó en mi interior impidiéndome alcanzar el orgasmo que con tanta fuerza ansiaba.

La memoria nos juega malas pasadas. Y cuando se alía con su amiga de siempre, la conciencia, nos devuelve a un pasado que hubiéramos querido borrar definitivamente, pero que está siempre ahí, oculto en algún rincón del que ni el mejor cirujano ha sido nunca capaz de extirpar con ningún instrumento.

Mi memoria es hoy por hoy mi peor enemiga, y es tal vez por ello por lo que ahora me esfuerzo en trasladar a un viejo cuaderno todo cuanto recuerdo, confiando en que tal vez así se quede para siempre en un pedazo de papel y no regrese a machacarme una y otra vez con su monótona cantinela.

Es la memoria la que refleja en los espejos los rostros de aquellos a los que asesiné. La que imita en mujeres desconocidas el tono de voz de doña Adela. La que me obliga a percibir su perfume en una chica que pasa. La que me despierta a media noche porque me ha parecido sentir una lengua que chapotea en mi interior.

Aunque es también, cada vez menos, la que me permite sentir la mano de Sebastián acariciándome el cabello. La que me trae su olor en un hombre que pasa. La que imita su voz en un señor desconocido. Y la que refleja su risa en un espejo.

¿Qué sería de nosotros sin esa memoria?

¿En qué nos diferenciaríamos de los animales o las piedras?

¿Para qué viviríamos si no pudiéramos alimentar nuestros sueños con hermosos recuerdos?

Sebastián, Sebastián! Tú que todo lo podías en vida, ¿por qué no puedes convertirte ahora en el único inquilino de mi memoria? ¿Por qué cedes tu sitio a tantos a los que odié? En ocasiones me asalta la impresión de que me traicionas. De que me dejas sola y te has cansado de protegerme.

¿Acaso imaginas que he crecido demasiado?

Hacerme mujer no significó que dejara de necesitarte. Por el contrario, hacerme mujer me volvió más débil y vulnerable, puesto que no siempre el tamaño del cuerpo está en justa consonancia con el tamaño de su fuerza interior.

Yo fui una niña fuerte que se creía débil y una mujer débil que se creyó demasiado fuerte. Por eso hice todo lo que hice. Por eso jugué a ser lo que no quiero ser. Ahora, a ratos, lo entiendo. Entonces no lo entendía. Tenía la osadía del tímido y la loca desvergьenza del vergonzoso. Hice cuanto estaba en contra de mis verdaderos deseos y eso me confundió hasta acabar por convertirme en carne de presidio.

Me lo gané a pulso y no tengo a quien culpar por ello. Fui yo quien presionó a Alejandro para que dejara de comportarse como una vieja gloria del inconformismo y empezara a actuar como un auténtico revolucionario. Le piqué en su amor propio dándole a entender que una recién llegada al mundo de la violencia, una advenediza demostraba tener más cojones de los que él hubiera demostrado tener en toda su vida.

¡Dios, qué inconsciencia!

— ¿Qué pretendes que hagamos? — quiso saber.

— ¡Actuar! — fue mi respuesta-. Actuar en serio. Nada de niñerías de colegial. Un furgón blindado no puede considerarse en absoluto una niñería de colegial.

Un furgón blindado, amarillo, compacto, amenazante, es algo que impresiona al primer golpe de vista, y hay que estar muy loco para imaginar que se le puede atacar sin salir malparado. Pero cada atardecer abandonaba el aparcamiento de un hipermercado de las afueras con tanto dinero dentro, que constituía una auténtica tentación para quien soñara con iniciar una revolución seria.

¡Cuatro millones! Tal vez cinco.

Yo ya sabía conducir. Me había aplicado en cuerpo y alma a la tarea de obtener mi carnet, y a ello contribuyó en parte el hecho de aceptar tomar una copa con el instructor que debía examinarme, y que durante todas las maniobras permaneció más atento a mis muslos y a lo que conseguía entrever cada vez que presionaba el freno o el embrague, que a los salvajes atentados que pudiera estar cometiendo contra el código de la circulación.

Una falda excesivamente corta suele facilitar a menudo las cosas. Tanto como un escote demasiado atrevido. Tras la copa fuimos al cine, permití que me sobara el pecho, le masturbé a conciencia pese a que era la primera vez que lo hacía, y regresé a mi casa segura de haber pasado el examen.

No se me antojó un precio excesivo por aprobar a la primera. Luego, con un pequeño coche alquilado, me dediqué a acudir tarde si y tarde no al hipermercado, para grabar una y otra vez cada movimiento de la pareja que acudía a retirar el dinero de la caja.

A través de las grabaciones pudimos darnos cuenta que cada vez que la puerta se abría de golpe, una ráfaga de viento alzaba las faldas de quienes estaban a punto de entrar.

La tentación vive arriba. La inolvidable escena de la Monroe mostrando las bragas o de La mujer de rojo permitiendo que el viento le acariciara los muslos me dio la idea sobre la forma en que teníamos que actuar para conseguir que los guardias de seguridad se distrajeran unos instantes. Salió perfecto aunque nadie lo mencionó a la hora de relatar los hechos.

En el momento justo, me coloqué ante la puerta luciendo mi falda rosa de amplio vuelo, permití que se me subiera hasta la cara fingiendo sentirme desconcertada, mostré a cuantos estaban cerca las bragas más provocativas del mercado, y conseguí que los guardas jurados que se disponían a cargar las pesadas bolsas de dinero en el furgón se quedaran como embobados mirándome el culo.

Si a alguno de ellos se le pasó por la mente un mal pensamiento, se le debió olvidar en el acto, puesto que antes de que tuviera tiempo de reaccionar sintió en la boca del estómago el duro contacto de un arma que le obligaba a volver a la realidad.

¡Fue visto y no visto!

Penetré en el hipermercado, lo abandoné por una puerta lateral, subí a mi coche y regresé a Madrid en pos de la furgoneta de Emiliano en la que se ocultaba ya el dinero. En sus declaraciones a la televisión los guardas hicieron un notable hincapié sobre la violencia del imprevisible ataque, pero como parece lógico suponer no mencionaron para nada ni mi culo, ni mis bragas. Aquel incruento asalto al furgón blindado fue a mi modo de ver una obra de arte, como tal debería haber sido reconocido en un mundo en el que prevalece la ciega violencia sin la menor imaginación, y a punto estuve de dirigir una carta a los periódicos aclarando la verdad de los hechos y reclamando un poco de justicia para el talento ajeno, aunque se tratara de un talento puesto al servicio del crimen.

No obstante, y por desgracia, aquélla fue también mi última acción romántica; el auténtico punto de inflexión de mi vida futura; la frontera entre la despreocupada adolescencia y la más que preocupante madurez.

La mayoría de los triunfadores saben bien que el éxito no siempre suele venir en buena compañía. Los perdedores ni siquiera pueden saberlo. Para una gran parte de los perdedores habituales el éxito viene a significar la fuente de luz que brilla en la distancia y que iluminar para siempre los caminos futuros, pero muchos de los que han permitido que esa luz les deslumbre, han descubierto demasiado tarde que en realidad se trataba de los focos de un enorme camión que les pasó por encima.

A nuestro diminuto grupúsculo, el éxito del furgón blindado le arrolló como si en realidad se hubiese tratado de una apisonadora.¡Casi cinco millones de pesetas! Una pequeña fortuna en aquellos tiempos. Y un respeto. Alguien que realiza un trabajo tan singular merece un reconocimiento por parte de los restantes miembros del gremio, y fue debido a ello por lo que a las pocas semanas Hazihabdulatif AI-Thani, más conocido en nuestro particular ambiente por el apodo de Cimitarra, se puso en contacto telefónico con Alejandro, con el fin de solicitar su colaboración en un delicado asunto.

Al parecer un antiguo miembro de su organización de nombre Yusuff había huido de Estambul llevándose una considerable suma de dinero, y se tenían fundadas sospechas de que se encontraba en Madrid.

Nuestra misión era la de localizarle y conseguir que Al-Thani pudiera entrevistarse con él en terreno neutral. Al poco nos enviaron una fotografía del fugitivo y algunos datos personales entre los que destacaba el hecho de que le gustaban los restaurantes italianos, las prostitutas de lujo y el flamenco.

Evidentemente en Madrid abundan más los restaurantes italianos y las prostitutas de lujo que los tablaos flamencos, por lo que decidimos que lo mejor sería concentrar nuestra atención en estos últimos. Fue por ello por lo que me vi obligada a soportar más zapateados, más olés, más quejídos y más mi arma de los que espero tener que sufrir en todo el resto de mi vida, ya que noche sí y noche no Emiliano y yo solíamos hacer la ronda de la mayor parte de los espectáculos folklóricos de la ciudad.

Pero dio resultado.

Al mes conocíamos la mayor parte de los restaurantes predilectos del turco, los bares de la Castellana que solía frecuentar en busca de jovencitas de vida fácil y la frecuencia con que acostumbraba a acudir a los espectáculos nocturnos, pese a lo cual nos resultó del todo imposible averiguar dónde vivía.

Le seguimos en cuatro o cinco ocasiones hasta la urbanización La Florida, en la carretera de La Coruña, pero una vez en ella su enorme Mercedes gris oscuro comenzaba a dar vueltas y más vueltas, introduciéndose por callejuelas solitarias, lo que nos obligaba a desistir de su persecución si no queríamos correr el riesgo de alertarle haciéndole comprender que le vigilábamos, con lo cual lo m s probable hubiera sido que optara por abandonar la ciudad.

No obstante, cada noche, poco antes de las diez, el imponente automóvil hacía de nuevo su aparición en la autopista, rumbo a Madrid, con el fin de que su propietario reiniciase su acostumbrada ronda nocturna.

Con el tiempo llegamos a la conclusión de que cada viernes solía acudir a la misma hora al mismo tablao, ya que esa era la noche en que tradicionalmente actuaban en él las más destacadas figuras del cante y el baile que han dado en considerarse típicamente españoles.

Cimitarra llegó por carretera.

Le habíamos acondicionado un cómodo refugio en un pequeño chalet de la sierra, cerca de San Rafael, y me desconcertó comprobar que uno de los hombres más temidos y respetados de la profesión ofreciera no obstante el aspecto más inofensivo, afable y casi podría asegurar que candoroso, que quepa imaginar.

Era dulce en el trato, exquisito en cada uno de sus gestos, educado hasta unos extremos que obligaba a pensar en caballeros de tiempos muy lejanos, y tan servicial sin mostrarse nunca servil, que llegó un momento en que me asaltó la impresión de que su verdadero oficio era el de maestro de ceremonias de algún califa exótico.

¡Me encantaba!

Sabía de todo. Era como una enciclopedia andante capaz de expresarse correctamente en seis idiomas, pero de lo que más sabía, más de lo que haya sabido nunca nadie! era de cine. No había película medianamente conocida de la que no fuera capaz de recitar de carrerilla los nombres de los actores, del director, del guionista e incluso del director de fotografía, y recordaba cada escena y en ocasiones hasta cada diálogo como si acabara de verla una hora antes.

¡Me asombraba!

Luego, de pronto, cerraba los ojos y comenzaba a tararear la música y a cantar las canciones con una voz profunda y melodiosa.

¡Me fascinaba!

Fueron días inolvidables, en los que no tuvo más que palabras amables, gestos afectuosos y detalles encantadores, sin que ni una sola vez me obligara a sentirme incómoda o tuviera que soportar la m s mínima insinuación molesta o una leve mirada indiscreta.

Jugábamos largas partidas de backgamon pese a que era un auténtico maestro y jamás conseguí ganarle ni una sola vez por pura casualidad, y dábamos largos paseos por el campo hablando de todo lo humano y lo divino.

Ni tan siquiera hizo una leve alusión de las razones por las que nos encontrábamos allí, ni los motivos personales que pudieran habernos conducido hacia el resbaladizo terreno de la violencia, como si diese por sentado que aquél era el camino lógico que toda persona insatisfecha con el mundo que le rodea se veía obligado a tomar según los dictados de su propia conciencia.

— Mi pueblo lleva años sufriendo — fue cuanto dijo en cierta ocasión-. Sufriendo demasiado, y no puedo permitir que hombres como Yusuff se gasten en prostitutas un dinero que pertenece a los más necesitados.

Juro por mi vida que en aquellos momentos ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de que tal dinero pudiera tener su origen en la heroína. Nada más lejos de mi mente que el hecho de que la organización de Hazihabdulatif Al-Thani se estuviese financiando con fondos provenientes del tráfico de drogas.

Para Cimitarra, el fin justificaba los medios.

¿Quién era yo, de haberlo sabido, para llevarle la contraria?

Las cosas fueron de otro modo meses más tarde, pero durante aquel largo fin de semana AI- Thani me devolvió en cierto modo a los felices tiempos de Sebastián, cuando me comportaba como una niña deslumbrada por la personalidad de un hombre mucho mayor y más preparado que yo, pero que sabía tratarme como a una igual.

El lunes regresé a Madrid.

El martes acudía tomar una copa a un puben el que me habían asegurado que se ligaba con facilidad.

El miércoles cené en un restaurante sofisticado y discreto con un ejecutivo de mediana edad, atractivo pero m s bien pedante, que se pasó la noche dándome la tabarra sobre las diferentes marcas de vinos de la Rivera del Duero, sus mejores años y sus más famosas cosechas, como si el hecho de haberse aprendido de memoria un folleto o haberse leído media docena de artículos en los suplementos dominicales de un periódico le convirtiesen en un auténtico gourmet y un deslumbrante hombre de mundo.

Su perfil respondía no obstante al tipo de acompañante que andaba buscando, por lo que me las arreglé, sin grandes problemas, para que al siguiente viernes me invitara a cenar al tablao al que siempre acudía Yusuff. El plan trazado por el propio Cimitarra era muy simple y muy preciso.

Emiliano y Diana ocuparían una mesa cerca de la pista. El inocente ejecutivo y yo, otra, más alejada, pero que cubriera la salida. Alejandro se quedaría esperando en el coche.

Si Yusuff se comportaba con la lógica que cabía esperar en un hombre de su experiencia se avendría a razones y aceptaría una negociación civilizada.

Sabiéndose descubierto, emprender una nueva huida constituiría sin lugar a dudas un esfuerzo inútil, por lo que entraba dentro de lo plausible que se aviniera a un acuerdo económico ventajoso para ambas partes.

En eso confiábamos, pero las armas debían permanecer al alcance de la mano.

Mi acompañante — Hugo creo recordar que se llamaba, aunque no estoy muy segura- pasó a recogerme por el hotel en que me había hospedado bajo una falsa identidad, y apareció hecho un pincel, radiante de felicidad imaginando sin duda que aquélla sería una gran noche en la que sus conocimientos de vinos y del cante jondo acabarían por vencer mi débil resistencia.

Una mujer medianamente inteligente puede hacer creer que promete mucho sin estar prometiendo absolutamente nada. En eso siempre fui una experta. Lo que los castizos suelen llamar una calientapollas.

Pero ¿que me importaban a mí la polla del tal Hugo — o cómo quiera que se llamase- o la de todos los Hugos de este mundo?

Son tipos que se imaginan que por invitarnos a cenar un par de veces y llenarnos la cabeza con cuatro majaderías tenemos la ineludible obligación de abrirnos de piernas, aunque en honor a la verdad debo admitir que si esa clase de cretinos proliferan se debe en gran parte a que también son muchas las imbeciles que se abren de piernas por una simple cena y unas cuantas majaderías.

Y es que hay gente que jamás ha aprendido el auténtico valor de la soledad. Conozco mujeres — doña Adela era una de ellas- para las que un día de soledad equivale a un día de derrota en el que se sienten acomplejadas y hasta casi humilladas, puesto que dicha soledad les obliga a abrigar la sensación de que nadie desea su compañía y han sido en cierto modo repudiadas. Y el ancestral temor a ser repudiada es a mi modo de ver algo que duerme en lo más profundo del subconsciente de un tipo de mujeres que, como las españolas, tan ligadas hemos estado durante siglos a la cultura árabe.

Al-Thani me aseguró en cierta ocasión que en algunas remotas aldeas de su país eran las propias mujeres las que se resistían a las leyes que trataban de abolir la poligamia, puesto que en el fondo se sentían mucho más seguras de la solidez y consistencia de su familia si compartían a un hombre con tres esposas, que si lo tenían para ellas solas.

Según contaba, dichas mujeres habían llegado a la conclusión de que por cada cien maridos que abandonaban a su mujer y sus hijos, tan sólo un par de ellos se decidían a abandonar un pequeño harén.

Y al fin y al cabo, una vez que han quedado atrás los primeros tiempos de euforia amorosa, lo que una mujer espera de su esposo es afecto, protección y un cierto respeto, cosas que, por lo que el propio Cimitarra aseguraba, es algo que se consigue mucho más fácilmente cuando se cuenta con la desinteresada colaboración de tres compañeras.

Según las estadísticas, en nuestra superavanzada civilización cristiana abundan cada día más los casos de esposas tan brutalmente maltratadas que se ven obligadas a huir de sus hogares y buscar la protección de la justicia, pero no obstante, los casos de auténtica violencia doméstica apenas se dan entre los pueblos que practican la poligamia, ya que cuando se dan, el que realmente suele acabar malparado es el hombre.

A mi entender, y no es más que una opinión totalmente profana, el hombre violento no suele ser más que un frustrado que necesita culpar a alguien de sus limitaciones. En los malos momentos su subconsciente achaca a una determinada persona — por lo general la esposa- las causas por las que las cosas no resultan tal como hubiera deseado, por lo que ésta acaba siendo la víctima de su furia.

Sin embargo, resulta mucho más difícil — por no decir imposible- que un subconsciente, por burro que sea, culpe a cuatro mujeres por una limitación que en la mayor parte de los casos acostumbra a tener un componente sexual. Simplificando mucho, cabría asegurar que el marido que un día no consigue tener una erección, descarga las culpas sobre la inapetencia o inoperancia de su compañera de cama, pero si le dan la oportunidad de elegir entre cuatro compañeras de cama y ninguna le excita lo suficiente, se verá obligado — lo quiera o no- a asumir sus propias responsabilidades.

En ese caso, la cura de humildad es para los hombres, no para unas mujeres que en nuestra cultura acaban demasiado a menudo considerándose un trasto inútil puesto que sus ajados encantos no consiguen despertar la libido de sus aburridos esposos.

Si fracasas en una cama acuéstate en otra. Si fracasas en cuatro, acuéstate en el suelo. Y cuatro mujeres, aunque se disputen el afecto de un solo hombre, se sepan rivales e incluso se odien, nunca se sentirán solas.

En un harén no existe la soledad, a menos que se busque. Existe una vieja oración beduina hermosamente orientativa:

No me otorgues riquezas, oh, señor! No me otorgues poder. Y si no quieres, no me otorgues tampoco sabiduría. Pero otórgame el supremo bien de la sincera amistad entre mis esposas, para que de ese modo mi hogar resulte siempre armonioso y mi vida sea plena y feliz.

Me hubiera gustado tener una auténtica amiga. Adoro la soledad, pero a menudo me asalta la sensación de que tener alguien de mi sexo en quien confiar me habría evitado incontables problemas.

Pero ¿dónde encuentras a alguien a quien contarle que la tarde anterior en lugar de irte de compras o tener una discreta aventura amorosa, te has dedicado a asesinar gente?

— Hola bonita… ¿Qué has hecho este fin de semana?

— Nada especial, querida…: le reventé los sesos a dos hijos de puta y a un tercero lo postré en una silla de ruedas para los restos. Suena raro.

Cierto es que tampoco puedes contárselo al hombre que amas. Por mucho que le ames y él te corresponda. Lo sé por experiencia.¡Una muy dolorosa experiencia!

Pero eso ocurrió años más tarde.

La noche en que acudí al tablao yo aún no había matado a nadie, y lo único que de momento me inquietaba era que la mano del tal Hugo — creo que en realidad no se llamaba Hugo, pero no consigo aclararlo- dejara de acariciarme los muslos bajo la mesa, no por pudor o vergьenza, sino por el hecho de que me estaba temiendo que en un descuido palpara el bolso que mantenía sobre las rodillas topándose con la desagradable sorpresa de un pesado revólver calibre treinta y ocho.

— Luego…! -acabé por susurrarle al oído-.

Eso luego…!

Para cierto tipo de hombres, y aquél era uno de ellos, esas dos simples palabras constituyen una especie de salvoconducto o ticket de entrada que imaginan que podrán canjear en la feria cuando llegue el momento, como si por el simple hecho de haberte toqueteado los muslos hubieran conseguido encender de un modo definitivo las mechas de la pasión m s desenfrenada.

Pero conseguí que se quedara tranquilo.

Muy pronto comenzó a acompañar a los cantaores con un leve palmeo que pretendía seguir el ritmo de la música, al tiempo que erguía el cuerpo estirando el cuello y ladeando apenas la cabeza con el aire del entendido que, con los ojos levemente entrecerrados, se está impregnando de la esencia de un cante y un baile que llega flotando a lo m s profundo de sus raíces.

Desde aquella maldita noche aborrezco el flamenco.

En realidad aborrezco todo tipo de música. Y soy de las pocas personas que conozco capaz de admitirlo. La mayoría de la gente opina que el hecho de que no te guste la música es una especie de herejía y te relega al submundo de las bestias o los homínidos más primitivos. Pero está comprobado que a los pueblos primitivos, y a la mayoría de las bestias, les encanta la música. A mí no.

Me distrae y me impide escuchar mis propios pensamientos. Mi soledad interior no admite más sonido que los latidos de mi corazón. E incluso a ellos, con frecuencia, les ordeno que guarden silencio.

Hugo palmeaba. Un ronco cantaba. Un par de mujeres chillaban algo que pretendía ser alegre o armonioso mientras mi mente se mantenía muy lejos de allí aguardando el momento en que Yusuff hiciera su aparición como todos los viernes.

Su mesa habitual se encontraba vacía aunque lucía un pequeño cartelito que advertía que estaba reservada. Unos siete metros me separaban de ella. Siete metros y media docena de turistas japoneses.

El tiempo se me hacía infinitamente largo, y en un par de ocasiones intercambié una corta mirada con Emiliano y Diana que se esforzaban por pasar lo más desapercibidos posible en su mesa de la esquina.

Yusuff no daba señales de vida.

De pronto se plantó ante mis narices un fotógrafo ambulante, nos enfocó con su cámara y tuve que girar rápidamente la cabeza para evitar la instantánea.

— Pídele que se marche! — casi le grité a mi acompañante-. No quiero fotos.

Cuando el pobre hombre se alejó un tanto ofendido, Hugo me miró con una expresión distinta en los ojos.

— ¿Qué ocurre? — quiso saber-. ¿Es que estás casada?

— Más o menos.

La respuesta pareció animarle. Más o menos es una situación que ayuda mucho a la hora de una aventura fácil.

Volvió a su palmeo, m s animado que antes, y a los pocos minutos hizo su aparición Yusuff que empujaba suavemente ante sí a un bamboleante putón verbenero embutido en un ceñidísimo body de leopardo.

Se acomodaron con el aire de los soberanos que toman posesión de sus dominios, y de inmediato camareros, cantantes y bailarines le dedicaron toda su atención, puesto que resultaba evidente que el recién llegado tenía todo el aspecto de omnipotente jeque árabe visto lo generosas que solían ser sus propinas.

Los olés subieron de tono!

Los tacones repiquetearon con más fuerza. Amplias faldas multicolores giraron mostrando la tersura de jóvenes muslos. Rasgaron las guitarras. Echaron humo las palmas.

Empezaba la auténtica juerga!

¡ A.. aaaayyyyyyyyy…!

Yusuff dejó caer el brazo sobre los hombros del putón oxigenado, la atrajo hacia s¡ como para dejar bien sentado que le pertenecía, y sonrió con aire satisfecho.

Diez minutos m s tarde Hazihabdulatif Al-Thani, alias Cimitarra, surgió como una sombra en la puerta de entrada y se encaminó directamente hacia el turco, que no se percató de su presencia hasta que le colocó muy suavemente la mano sobre el hombro para rodear muy despacio la mesa y tomar asiento a su izquierda, justo frente a mí.

Yusuff se demudó.

Las manos que aplaudían se inmovilizaron en el aire como si se hubieran convertido en piedra, y el aceitunado rostro palideció hasta el punto de semejar una trémula máscara de yeso. Al-Thani se inclinó para murmurarle algo al oído, el otro asintió como ausente, y volviéndose a la dueña del body le hizo un leve gesto para que se marchara.

La rubia teñida pareció desconcertarse, giró la vista a su alrededor buscando ayuda, reparó en la puertecilla que conducía a los servicios, y poniéndose en pie se encaminó directamente a ellos.

Fue, tal vez, la mejor idea — quizá la única- que debió tener en su vida.

Apenas se hubo alejado, Cimitarra colocó su mano sobre el antebrazo derecho del turco, en apariencia golpeándoselo afectuosamente como si le estuviera explicando algo no demasiado intrascendente — pero en realidad para mantenerlo en cierto modo controlado- e inclinándose hacia adelante, comenzó a hablarle con evidente sosiego.

Su interlocutor escuchaba atentamente, pero desde donde me encontraba pude constatar que su mente estaba en otra parte. Buscaba una salida. Lo que ya no podía imaginar era qué clase de salida rondaba por su mente.

Pasaron cuatro o cinco minutos.

Sobre el escenario un hombre comenzó a taconear sin ningún tipo de acompañamiento, y el repiqueteo de sus zapatos sobre la madera era cuanto llenaba una sala en la que podría creerse que hasta el último japonés recién llegado de Osaka había decidido mantener un religioso silencio, como si aquel machacón dale que te dale se hubiese convertido en verbo divino.

Yo soy cordobesa y ya en la cuna escuchaba aquel repiqueteo. No recuerdo si de niña me gustaba o no, pero allí rodeada de turistas embobados, tan profunda devoción se me antojaba una blasfemia.

De pronto alguien disparó su cámara en dirección al bailarín.

El flash deslumbró por una décima de segundo a Hazihabdulatif Al-Thani, y fue ‚se el momento elegido por el turco para ponerse en pie de un salto y volcarle encima la mesa empuñándole contra la pared y obligándole a rodar por el suelo entre sillas, copas, botellas y manteles.

Casi de inmediato en su mano izquierda hizo su aparición una pequeña automática con la que disparó varias veces sobre el caído. Se escuchó un grito de dolor, Cimitarra giró sobre sí mismo buscando la protección de la parte baja del pequeño escenario, pero Yusuff apartó dos mesas arrojando al suelo a sus ocupantes y apuntando de nuevo al herido que trataba de escabullirse.

Le reventé la cabeza.

La bala le debió penetrar por el maxilar izquierdo, en ángulo ascendente y estoy convencida de que no tuvo tiempo de llegar a la conclusión de que estaba muerto, ni mucho menos de adivinar quién de entre los espectadores le había enviado tan directamente al otro mundo.

Con el arma aún empuñada me puse en pie de un salto y le grite a Emiliano que sacaran de allí al herido al tiempo que les abría espacio manteniendo al resto de los clientes a raya.

Aún recuerdo la expresión de Hugo. Parecía alelado. Me miraba como si fuera la primera vez que me veía o como si por su mente estuviera circulando la idea de que todo aquello formaba parte del espectáculo.

Alguien gritaba.

Cantantes y bailarines se habían esfumado tras las cortinas, mientras el grupo de japoneses había desaparecido también bajo las mesas.

No obstante, a no m s de tres metros de distancia, una mujer de mediana edad y oscuras ojeras me observaba con absoluta naturalidad mientras inclinaba la cabeza una y otra vez como si quisiera indicar que aprobaba plenamente mi acción o me felicitara por mi excelente puntería.

Curiosamente, al cabo de los años el recuerdo que con mayor nitidez me ha quedado en la memoria de cuanto aconteció en aquella aciaga noche ha sido el de la complaciente expresión de una señora sentada completamente sola en una mesa, ya que el resto de sus acompañantes andaban arrastrándose por los suelos.

No puedo evitar comparar la escena con la fotografía de Adolfo Suárez impasible en su banco del Congreso mientras el resto de sus señorías se escabullían tras los asientos en el momento en que una impresentable pandilla de guardias civiles indignos de tal nombre agujereaban el techo del hemiciclo.

Me hubiera gustado saber quién era.

Y por qué me miraba de aquella forma.

Y me hubiera gustado averiguar por qué extraña razón el terror que nos atenazaba a todos — incluso a mí, que era quien empuñaba el arma- no parecía afectarle en absoluto.

Su expresión era de absoluta serenidad. Ni frialdad, ni indiferencia; únicamente serenidad.

En ocasiones he llegado a preguntarme si entra dentro de lo posible que gran parte de mi vida la haya dedicado a intentar aprender a mantener el mismo elegante distanciamiento ante la sensación de peligro, puesto que para aquella mujer — quienquiera que fuese- el hecho de ser testigo neutral de cuanto estaba sucediendo a su alrededor parecía tener mucho m s valor que su propia vida.

No era curiosidad malsana, ni amor al riesgo: era que en tan difíciles circunstancias le había correspondido estar allí, y allí seguiría pasara lo que pasara.

Siempre la he admirado.

Siempre he deseado parecerme a ella.

La vi sólo un minuto mientras intentaba sacar del atestado local a un hombre malherido pero pese a la confusión y el lógico desconcierto, su imagen permanece grabada en mi cerebro y quiero suponer que morir conmigo.

Al-Thani estaba jodido. Bastante jodido.

Con tres balas en el cuerpo, desangrado, medio muerto y avergonzado por el hecho de haberse dejado sorprender por alguien cuyas mañas conocía sobradamente.

— Olvidé que era zurdo! — fue lo primero que dijo en uno de los escasos instantes en que recuperó el conocimiento-. Estúpido de mí, olvidé que era zurdo!

Me consta que la evidencia de tal error le martirizó hasta el día de su muerte, ya que la bala que se alojó junto a su columna vertebral, y que a menudo le producía terribles dolores, se encargaba de recordárselo.

También le martirizaba la evidencia de no haber conseguido recuperar el dinero, puesto que a su modo de ver la simple desaparición física de Yusuff no solucionaba los problemas económicos y logísticos de su organización.

Muerto el perro se acabó la rabia.

Muerto el turco se esfumó el dinero.

Cuando pretendo evocar lo que ocurrió en los días que siguieron, los recuerdos acuden a mi mente como rodeados de una nebulosa grisácea. Las imágenes entran y salen de mi cabeza al igual que los personajes de una película de Antonioni, o la enervante cantinela de EI año pasado en Marienbad, como si en lugar de seres de carne y hueso, cuantos nos movíamos por una casa a la que la muerte había puesto cerco fuéramos silenciosos fantasmas.

Al-Thani agonizaba.

¿Se puede emplear el término agonizar refiriéndose a alguien que tiene ya un pie al otro lado de la raya, pero que al final decide quedarse en este mundo?

Nunca he sabido a ciencia cierta si se llega a agonizar sin acabar muriendo.

¿Es la agonía el preludio de la muerte sin remedio, o permite conservar una brizna de esperanza?

¿Qué diablos me importa?

¿Y a qué viene perder el tiempo con cuestiones tan estúpidas?

Lo cierto es que Al-Thani estaba jodido, Emiliano asustado, Alejandro perplejo, Diana en Oviedo, y yo en la nebulosa.

Debería haber empleado el término moribundo, no agonizante. Es más preciso, aunque jodido también se me antoja bastante preciso. Teníamos que conseguir a un cirujano y Emiliano lo consiguió.

Santo Cielo, qué cirujano! En realidad era un yonqui más colgado que un jamón, que admitió no haber pisado un quirófano durante los últimos ocho años.

Las manos le temblaban de tal forma, que cuando acabó de extraer la primera bala cabría asegurar que al pobre Cimitarra le habían disparado con una Mágnum en lugar de con una casi inoperante automática del veintidós.

Aborrezco la visión de la sangre. Admito que tengo justa fama de sanguinaria, pero el hecho de haber matado a mucha gente no significa que me guste verla muerta.

Casi siempre que he matado he procurado hacerlo con la exclusiva finalidad de darle una solución concreta a un difícil problema. Todo lo demás, por error, pero nunca por la satisfacción o el morbo de matar. No me produjo la más mínima satisfacción acabar con el turco.

Estaba allí frente a mí, a punto de freír a quemarropa a alguien a quien apreciaba y quiero creer que mi reacción fue hasta cierto punto lógica. Y no me arrepentí por haberlo hecho. Al menos, no por aquel entonces.

Si no recuerdo mal, el haberle volado media cara no me privó ni de una sola hora de sueño. La inquietud provenía únicamente de la evidencia de que un querido compañero se nos iba de las manos, y teníamos la absoluta seguridad de que la policía andaba buscándonos. La idea de pasarse media vida en la cárcel cae de pronto como una losa sobre la nuca.

Ya no eran niñerías. Ya no se trataba de un pequeño atraco, o de un ingenioso asalto a un furgón blindado. Ahora existía un cadáver. Y docenas de testigos que podían señalarme con el dedo. Admito que me sentía como la muchachita que se ha ido por primera vez a la cama con un hombre y se pasa casi un mes convencida de que se ha quedado embarazada.

Tenía la impresión de que llevaba escrita en la frente la palabra asesino y todo el mundo conocía mi secreto. Incluso Emiliano y Alejandro me miraban de un modo diferente. El primero jamás había matado a nadie. Sospecho que el segundo tampoco.

Y allí estaba yo, la joven inocente, soñadora e inexperta; su oscuro objeto de deseo, convertido como por arte de magia en un ser mucho más peligroso de lo que ellos soñaran serlo nunca.

Supongo que les desconcertaba mi sangre fría. Y la indiferencia con que parecía enfrentarme al hecho de que había enviado al turco al otro barrio.

¿Me cogieron miedo?

No lo sé. Quizá miedo no sea la palabra idónea, pero lo que s¡ es cierto es que a partir de aquella noche empezó a nacer la leyenda de la Sultana Roja.

¡Qué estupidez!

Los seres que se convierten en leyenda, y admito que lo soy contra mi voluntad, no lo consiguen a base de proponérselo. Es algo que viene dado por sí mismo; que nace y crece a su alrededor como un inexplicable don o como una mala hierba porque ese era su destino y así estaba escrito desde antes incluso de nacer.

La mejor prueba está en la evidencia de que la noche que llegué al tablao ni siquiera sospechaba que fuera a convertirme en líder de nada. Ni siquiera sé aún qué era lo que andaba buscando.

Pero apenas unos minutos m s tarde tenía ya un muerto sobre mi conciencia y un montón de testigos capaces de jurar que ni tan siquiera había pestañeado a la hora de cargarme a un maldito hijo de puta que empuñaba un arma.

Desde el primer momento resultó evidente que era buena en mi oficio y lo único de lo que estoy completamente segura a estas alturas es de que el mundo está plagado de ineptos. Ineptos y chapuceros incluso a la hora de matar.

He visto a un cretino que se consideraba profesional, apuntarle a un gordinflón a menos de tres metros de distancia para pegarle el tiro a un cuadro de la pared, y he visto volatilizarse a un experto en explosivos porque le tembló el pulso a la hora de cortar un simple cable.

Alejandro era ya una reliquia pintoresca.

Emiliano un aprendiz de brujo.

Diana una maruja trasvestida de terrorista, y Vicente un pobre aprendiz de relojero

que lo único que hacía bien era conducir un coche y recibir órdenes.

Pero a mi modo de ver resultaba sin lugar a dudas el más valioso de los cuatro, ya que saber aceptar órdenes e interpretarlas correctamente no es tarea fácil. Por desgracia, quienes son buenos a la hora de obedecer no suelen ser buenos a la hora de ordenar.

El mejor soldado es aquel que está íntimamente convencido de que jamás conseguiría ser un buen general. No piensa, no cuestiona, no discute. Obedece y punto. El conocimiento de nuestras propias limitaciones sirve a menudo para proyectarnos por encima de dichas limitaciones.

La ignorancia sobre nuestras auténticas fronteras nos impide a menudo aproximarnos a ellas.

¿Dónde estaban por aquel tiempo mis fronteras?

Mucho más allá de lo que yo misma imaginaba, puesto que abundan las mujeres de apariencia fría y distante que resultan ser profundamente apasionadas y por lo tanto vulnerables, mientras que mi aspecto exterior era el de hembra fogosa y podría añadir que incluso volcánica, cuando lo cierto es que había demostrado sobradamente mi capacidad de controlarme bajo cualquier circunstancia.

Corría con ventaja, aunque creo recordar que paseando una de aquellas tardes por el campo llegué a la conclusión de que si lograba salir con bien de semejante embrollo y no me veía obligada a enterrar a Cimitarra, enterraría a mi vez el hacha de guerra, olvidaría tanta locura, y me volvería a Sevilla, a cuidar de mi madre y ver crecer a mis hermanos.

Sebastián lo comprendería.

Desde donde quiera que estuviese aplaudiría mi decisión, consciente de que aquella venganza que aún no tenía — ni tendría nunca- un rostro determinado, se había convertido en una carga demasiado pesada para una sola persona, puesto que hiciera lo que hiciera y por mucho que me esforzara, aquélla era una absurda empresa condenada de antemano al fracaso.

Aparte de que Sebastián jamás demostró ser un hombre vengativo. Ni de su propia muerte. Su bondad era tanta que hubiera sido incluso capaz de perdonar a sus asesinos con tal de que a mi vez yo fuera capaz de encontrar la paz de espíritu.

Sé que no hubiera aprobado la muerte de Yusuff.

¿Por qué tenía que mezclarse su pequeña en un asunto tan sucio?

Me acomodé sobre una roca, observé cómo los últimos rayos del sol enrojecían las nubes que revoloteaban sobre la sierra de Guadarrama y por primera vez en mucho tiempo me sentí en paz conmigo misma por el simple hecho de comprender que estaba a punto de tomar una acertada decisión.

Me avergьenza reconocer que aquélla fue, quizá la última vez en que pasé al menos una hora en paz conmigo misma. La última vez que fui — por muy corto espacio de tiempo- Merche Sánchez Rivera.

La última vez que me sentí hasta cierto punto joven. Esa misma noche, y en el momento mismo de encender la televisión, me golpearon como un mazazo en el rostro las imágenes de una treintena de seres inocentes destrozados por culpa de una bomba que alguien — más tarde se supo que había sido un comando itinerante de ETA- acababa de colocar en el aparcamiento subterráneo de un hipermercado de Barcelona.

Aquellos cuerpos desmembrados, aquellos rostros abrasados y aquellos gritos de dolor, me devolvieron a un pasado del que acababa de intentar liberarme como quien se libera de unas viejas botas, haciéndome comprender que mientras continuaran existiendo alimañas capaces de causar tanto daño, tenían que seguir existiendo cazadores de alimañas como yo.

Supongo que fue ese día cuando en realidad comenzó a tomar cuerpo la temible bestia que llevaba dentro. El día de mi confirmación. El día en que la ira más negra y abismal se instaló en mis entrañas, ocupando todos y cada uno de sus espacios, hasta el punto de que llegó un momento en que cabría asegurar que rebosaba de mi interior como un sudor helado que impregnaba mis ropas.

En cada cadáver me parecía distinguir los rasgos de Sebastián. En cada quemadura su dolor. En cada llanto, mis mil noches de llanto. Me acosté con el odio; me revolqué con él sobre las sábanas; permití que me penetrara con un gigantesco pene hecho de hierro y fuego que dejó en mi interior su semilla maldita, y es ése un hijo que jamás verá la luz pese a que han pasado ya diez largos años, y que a cada instante se revuelve y me golpea las tripas para que no le olvide.

Aún sigue ahí y me consta que jamás abandonará a su madre.

Supo vencer al amor y destruirlo cuando el amor me visitó en un tiempo, y ha vencido también a la compasión que en raras ocasiones me rondó muy de cerca.

Sigue siendo mi amante, y sigue siendo mi dueño.

¿Quién asegura que no estoy loca?

Únicamente yo.

Locos están los que contemplaron aquellas imágenes y pudieron seguir viviendo como si nada hubiera pasado.

Locos están los que escucharon cómo un hombre clamaba porque en un instante le habían arrebatado a su esposa y sus hijas y no reaccionaron.

Locos están los que aquella terrible noche no se acostaron con odio en las entrañas.

Yo soy la única cuerda.

La que busca venganza.

La que está dispuesta a ser más violenta que los violentos y más cruel que los crueles.

La que carga la cruz del dolor ajeno.

La que grita hacia dentro.

Ay de vosotros, los que me arrebatasteis todas mis alegrías!

Sebastián era mi padre, pero era también mi esposo y mi hijo, y el hijo de mis hijos y mil generaciones de mi sangre.

Dondequiera que estéis, temblad.

Os espera el infierno, lo sé, pero en ese infierno también estar‚ yo para conseguir que el mismísimo Satanás se os antoje un inepto.

Para ya…! No te revuelvas más, ni continúes golpeándome las tripas.

Siento cómo las gotas de sudor me empapan y sé muy bien lo que eso significa. Estás despierto. El recuerdo de aquella noche te ha devuelto a la vida y cada vez que tú resucitas yo muero un poco. Quiero dejar de escribir pero no puedo.

Si no lo hago acabar‚ por golpearme la cabeza contra el muro.

Gritaré. Gritaré hacia dentro y sé por experiencia que esos gritos me desgarrarán el corazón y el alma. Debo pensar en otra cosa.

¿Dónde estaba?

¡Al-Thani!

Debo volver con Al-Thani y olvidarme del resto.

Cimitarra agonizaba.

¿O acaso no es correcta esa palabra?

No. Creo que ya he decidido que no era ésa la definición exacta de lo que le estaba sucediendo. Por suerte tenía el mismo tipo de sangre que Diana.

¡Pobre Diana! La obligamos a regresar de Oviedo, a ella que la simple visión de una aguja penetrándole en las venas le ponía al borde de un ataque de nervios.

Era como una madre amamantando a su hijo a base de sangre fresca día sí y día no, y cada vez que lo hacía se quedaba blanca como el papel y fría como el cristal de una ventana.

A veces pienso que fue aquella experiencia la que le impulsó a abandonar el terrorismo activo.

¿Quién puede tomarse en serio a una terrorista a la que le aterrorizan las jeringuillas?

Pero conseguimos lo que nos proponíamos; mantener con vida a un hombre que parecía haberse convertido en una sombra de lo que fue en otro tiempo.

Cuando al fin comenzó a regresar de entre los muertos se acomodó en el porche a contemplar durante horas las nubes que corrían sobre la sierra.

Permaneció mudo, y como ido, durante diez largos días. A menudo me asalta la impresión de que hubiera preferido quedarse para siempre al otro lado de la raya.

Hay hombres, y Al-Thani era uno de ellos, a los que el fracaso destruye más fácilmente que las balas. Que una bala te alcance depende de tu enemigo y de la suerte. Que te alcance el fracaso tan sólo depende de ti mismo.

Debe resultar hartamente frustrante llegar desde Estambul en pos de alguien que a las primeras de cambio te fríe a tiros. Sobre todo si has necesitado toda una vida para ganarte justa fama de profesional altamente cualificado. Es como si me hubiese chamuscado el cabello la noche en que le prendí fuego al Teatro Real…

A menudo tomaba asiento a su lado y me pasaba largas horas contándole la última película que había visto, confiando en que de ese modo conseguiría obligarle a volver a la realidad.

No parecía interesarle. Nada le interesó hasta el atardecer en que se me ocurrió comentar que había decidido impedir que doña Adela volviera a lambrusearme.

— No la soporto! — dije-. Cada vez que me toca me entran ganas de vomitar e imagino que si he sido capaz de matar a un hombre ser‚ capaz de ganarme la vida sin tener que depender de semejante guarra.

Me miró como si acabara de despertar de un largo sueño, e imagino que en ese mismo instante debió cruzar por su mente la idea de que existían problemas que poco tenían que ver con sus errores.

Quizá tomó conciencia de que el mundo seguía girando a pesar de que le hubieran metido tres balas en el cuerpo.

— Perdona — musitó al fin.

— ¿Qué quieres que te perdone? — inquirí feliz al descubrir que al menos había conseguido que abriera la boca.

— Mi egoísmo — susurró con apenas una leve sonrisa amarga-. Olvidé que no puedo aspirar a convertirme en el centro del universo.

Era un gran tipo, y en ocasiones aún me pregunto por qué tuve que ser yo quien le matara.

Pero si se dan tantos casos de parejas que no pueden vivir el uno sin el otro para acabar odiándose a muerte, ¿qué tiene de extraño que fuera yo quien arrebatara una vida que tanto esfuerzo me había costado conservar?

Lo triste hubiera sido que lo matara Diana a costa de derramar su propia sangre. Pero Diana se fue a su pueblo y a los pocos meses se casó.

¿Lo he dicho ya?

Sí, creo que ya lo he dicho: se casó y tuvo tres hijos.

¡Afortunada ella!

Por lo que a mí respecta las cosas comenzaron a precipitarse a partir del momento en que nos llegó el rumor de que Vicente había sido detenido en Orense, y aunque no teníamos ni la menor idea de qué tipo de acusaciones pesaban sobre él, la evidencia de que estaba en condiciones de implicarnos en muchas de sus acciones nos metió el miedo en el cuerpo.

Vicente lo sabía casi todo sobre Alejandro y Emiliano y bastante sobre Diana y sobre mí ya que conocía perfectamente el caserón de la carretera de Toledo que había acabado por convertirse en una especie de cuartel general de la organización, e incluso el emplazamiento aproximado del chalet en el que ocultábamos al herido.

Si admitía su relación con el grupo, era de suponer que pasáramos el resto de nuestras vidas en la cárcel, ya que podrían acusarnos de atraco, asalto, estragos, terrorismo y asociación con banda armada… Y en mi caso particular, de asesinato.

Me gustaría poder asegurar que nos reunimos a estudiar serenamente un plan de retirada, pero lo cierto fue que se trató más bien de una precipitada despedida minutos antes de iniciar, cada cual por su cuenta, una enloquecida desbandada.

¡Sálvese quien pueda!

Al oscurecer ya todos se habían ido, por lo que me aseguré de que no quedaba ningún documento comprometedor en la casa, introduje a Al-Thani en el coche y puse rumbo a Madrid.

Me vi obligada a esperar hasta casi las dos de la mañana con el fin de que ningún vecino se percatara de nuestra presencia, antes de introducir casi a rastras en el portal a un Cimitarra que en aquellos momentos más bien parecía una gumía, y subirlo a mi apartamento.

Lo acosté en mi cama y pasé el resto de la noche en vela, tumbada en el sofá, agobiada por la desapacible sensación de estarme comportando como una estúpida araña que fuera tejiendo muy lentamente una espesa tela a su alrededor sin tener en cuenta que ella era la única víctima atrapada.

Yo misma me iba empantanando irremediablemente día tras día.

A la semana o poco más, hizo su aparición doña Adela, que no pareció mostrarse en absoluto sorprendida por el hecho de que no le permitiera penetrar en el dormitorio.

— Supongo que pronto o tarde tenía que ocurrir — señaló con notable tranquilidad-.

¿Quién es? ¿Un compañero de universidad? ¿O tal vez una compañera?

— Ni una cosa ni otra — repliqué-. Se trata de un amigo que necesita ayuda.

— ¿Qué clase de ayuda?

— Nada que te concierna — le hice notar-. Lo nuestro se acabó.

Tomó asiento, me observó largamente y por último hizo un levísimo ademán de asentimiento con la cabeza.

— ¡De acuerdo! — admitió-. Lo que dura dura mientras dura, y me da la impresión de que tienes problemas. ¿Me equivoco? — ante mi negativa insistió-. ¿Qué clase de problemas?

— Graves problemas — le hice notar-. Y lo mejor que podría ocurrirte sería que nadie te relacionase nunca conmigo. Si quieres un buen consejo, olvida que me has conocido.

— Eso me va a resultar difícil — replicó con un leve temblor en la voz-. Muy, muy difícil!

Abrió el bolso, extendió un más que generoso cheque y lo dejó sobre la mesa.

— Espero que contribuya a solucionar tus problemas — musitó casi con un susurro. Salió cerrando muy suavemente la puerta a sus espaldas, y cuando atisbé por la ventana la vi cruzar la calle como si hubiera envejecido cien años.

En la esquina se detuvo, alzó el rostro, me miró, se apoyó unos instantes en un poste de la luz, y por último reinició su camino y se perdió de vista saliendo de mi vida para siempre.

Ya no siento por ella ni asco, ni odio, ni rencor.

Jamás me forzó a nada, nada le di, y por su parte tan sólo me dio lo único que tenía: dinero.

Cambié el cheque, entregué mi viejo coche como parte del pago de una minúscula camioneta de segunda mano y le pregunté a Hazihabdulatif si creía encontrarse en condiciones de emprender un viaje.

— ¿Qué clase de viaje? — quiso saber.

— No tengo ni idea — reconocí-. Pero debe ser uno que nos lleve muy lejos. Vicente no sabe dónde vivo, pero los otros sí. Si atrapan a cualquiera de ellos caeremos todos.

Cerró los ojos, meditó un largo rato y por último hizo un leve gesto de asentimiento.

— ¡De acuerdo! — dijo-. Nos iremos a Marruecos. Tengo amigos allí.

Cambiar de aires, y que esos aires fueran marroquíes se me antojó una excelente idea, por lo que al día siguiente empaqueté mis escasas pertenencias y sobre las tres de la mañana de un bochornoso sábado, cargué con el aún debilitado Al-Thani para acostarlo en la parte posterior de la camioneta.

Una extraña sensación de angustia se adueñó de mi ánimo en el momento de comenzar a circular por las tranquilas calles de una ciudad que no hacía mucho imaginaba que se convertiría en mi lugar de residencia definitiva. De haber elegido un camino más cómodo, probablemente hubiera encontrado en Madrid a un hombre con el que formar un hogar, tener hijos y aspirar a un futuro tranquilo y feliz, tal como debería corresponder a una muchacha de mi edad.

No obstante, allí me encontraba ahora, iniciando un primer exilio y en el umbral de lo que habría de convertirse en una interminable huida en compañía de un extraño que en cualquier momento podía quedarse muerto o paralítico por culpa de la insidiosa bala que continuaba alojada junto a su columna vertebral.

Visto desde una cierta perspectiva, debo reconocer que nunca deberían haberme llamado Sultana Roja, o Antorcha, sino más bien la Enterradora, dado que me esforcé como nadie se ha esforzado jamás que yo recuerde, a la hora de ir cavando, día a día y a conciencia, su propia fosa.

Si alguien se sepultó a sí misma palada tras palada, para acabar colocando una pesada lápida sobre su tumba, ésa fui yo, que si bien en un tiempo llegué a considerarme superior al resto de los mortales, a la larga me vi obligada a reconocer que di un auténtico recital de estupidez sin paliativos.

Siempre se ha dicho que la venganza es un plato que debe comerse frío, pero nadie ha añadido que cuando al fin consigues comértelo está ya tan putrefacto que te envenena el alma.

Se puede dedicar toda una vida a intentar construir algo. Se consigue o no se consigue; depende del esfuerzo y de la suerte. Pero no se debe dedicar toda una vida a intentar destruir algo. Se consiga o no, lo único que perdura es la desolación.

Yo soy el mejor ejemplo; sacrifiqué mi existencia a la persecución de un ideal de signo negativo, y el resultado no pudo ser m s indigno y miserable.¡Tanto esfuerzo para llegar a esto!

Aún no había cumplido veintiún años, me consideraba casi una niña, y ya Madrid me despedía suplicándome que no volviera nunca.

Aún no había cumplido veintiún años, ni siquiera sabía lo que era el amor, y ya conducía un coche cargado de odio.

Aún no había cumplido veintiún años, ni siquiera había empezado a labrarme un futuro, y ya arrastraba tras de m¡ un sangriento pasado.

Aún no había cumplido veintiún años, y ya me parecía haber cumplido cien.

Pero no conseguía evitar ser como era. Tenía plena conciencia de la magnitud de mis errores, pero una invencible fuerza interior me impulsaba a cometerlos.

Me comportaba como el alcohólico que busca una y otra vez la botella, o el drogadicto fascinado por la aguja hipodérmica.

Algo no regía bien en lo m s recóndito de mi cerebro y lo sabía, pero me dejaba arrastrar por mis peores impulsos sin oponer resistencia. No; en el juicio no intentar‚ alegar locura.

Dudo que nadie haya estado nunca tan consciente como yo del alcance y la magnitud de sus actos. Y dudo que alguien haya tenido más claro que yo dónde está exactamente la frontera que separa el bien del mal.

Cada vez que la crucé, y la crucé un millón de veces, me arrepentí de antemano pero seguí adelante. No obstante, y que yo recuerde, aquella noche fue, quizá, una de las contadas ocasiones en las que conseguí sobreponerme y me detuve a tiempo de provocar una catástrofe de incalculables proporciones.

Llevaba casi media hora callejeando sin lograr orientarme en busca de la mejor forma de acceder a la carretera que habría de conducirme a Andalucía y Marruecos, cuando advertí que el piloto que anunciaba que me estaba quedando sin gasolina llevaba un buen rato encendido.

El furgón era recién comprado y de segunda mano, creo que ya lo he dicho, por lo que no tenía ni la más mínima idea de cuánto tiempo duraría la reserva, y eso hizo que comenzara a inquietarme ante la posibilidad de quedarme tirada en plena calle en compañía de un herido de bala.

Me estrujé el cerebro tratando de recordar a qué gasolinera podría encaminarme a aquellas horas de la noche, pero por m s que me esforcé no me vino ninguna a la memoria. Era como si la mente se me hubiera quedado en blanco a ese respecto, o como si Madrid se hubiera convertido en una capital en la que por las noches no circulara ni un solo automóvil.

Di vueltas y más vueltas hasta que al fin apareció ante mi como un oasis en mitad del desierto. No era una estación de gasolina propiamente dicha, sino tan sólo un surtidor solitario y sin vigilancia, pero en cuyo letrero luminoso podía leerse que expendía gasolina súper automáticamente.

Jamás me había percatado con anterioridad de su existencia. Jamás se me ocurrió siquiera que pudiera funcionar a base de insertar billetes con los que obtener el carburante que estuviera necesitando.

En un primer momento se me antojó una magnífica idea; una solución perfecta para quienes se encontraban como yo en un apuro, pero en el momento de concluir de llenar el depósito caí en la cuenta de que me bastaba con seguir introduciendo billetes en el cajero, para que aquella máquina, sin el menor sentido de la responsabilidad, continuara vomitando gasolina sin detenerse a meditar sobre el buen uso que sé iba a hacer de ella.

Años más tarde, cuando el Gran Martell alzó la mano pidiendo la palabra, se puso en pie y comunicó a la veintena de asistentes que había encontrado la forma de castigar duramente a la retrógrada civilización capitalista, no pude por menos que admitir que aquella apocalíptica idea me había cruzado por la mente la noche que abandoné Madrid.

— Tenemos un arma terrible al alcance de la mano — comenzó-. Un arma que ellos mismos, con su ambición sin límites, han puesto a nuestro servicio. La mayor parte de las capitales europeas cuentan con pequeños surtidores de gasolina que, sin vigilancia alguna, parecen haber sido instalados con el exclusivo fin de proporcionarnos los explosivos que necesitamos, a bajo precio, y sin peligro alguno de manipulación por nuestra parte.

Recuerdo bien que un sordo rumor se extendió por la sala y que la mayoría de los presentes se consultaron con la mirada asintiendo ante una realidad en la que hasta ese día ni siquiera habían reparado.

— Combustible en abundancia, de buena calidad, y a un magnífico precio, puesto que resulta muchísimo más barato que el amonal. Y lo han colocado justo donde lo necesitamos: en el corazón de las ciudades que pretendemos destruir; a tiro de piedra de los cuarteles, las comisarías, los hoteles de lujo y los palacios.

— Martell se complació en mirarnos a los ojos uno por uno, haciendo una larga pausa con la que pretendía permitir que su diabólico plan se fuera abriendo paso hacia nuestros corazones, y al fin añadió golpeando levemente la mesa tras la que se sentaba.

¡Si una noche! Una única noche! La misma y a la misma hora todos nosotros y cuantos aquí representamos, nos ponemos de acuerdo permitiendo que la gasolina de esos surtidores inunde las ciudades para prenderle fuego al unísono, yo Martell os garantizo que habremos asestado un golpe mortal a nuestros enemigos.

¿Cómo es que tardaron tanto tiempo en darse cuenta?

¿Cómo es que un superdotado como Martell o cuantos le rodeaban necesitaron años para descubrir algo que yo comprendí al primer golpe de vista en cuanto concluí de llenar el depósito de mi coche?

¿Cómo es que tantas policías y servicios de seguridad de tantas capitales importantes no han reparado en el hecho de que han puesto en manos de terroristas, locos o simples gamberros, la vida de millones de seres inocentes?

¿Y cómo es que yo misma, que me percaté de tal peligro años atrás, permití que una idea tan terrible quedara archivada en algún perdido rincón de mi cerebro sin caer en la cuenta de que lo que se me acababa de ocurrir podría ocurrírsele algún día a un ser tan peligroso como Martell?

Admito mi culpa. Tantas culpas estoy admitiendo ya, y con tanta razón la mayor parte de las veces!

Si aquella lejana y bochornosa noche de verano no me hubiera encontrado egoístamente preocupada por m¡ misma, ni me hubiera esforzado de aquel modo por eludir las consecuencias de mis actos, tal vez hubiera reparado en el hecho de que mi primera obligación como ser humano era la de advertir que miles de vidas de seres inocentes corrían el riesgo de perecer cruelmente inmoladas por semejante derroche de desidia, incoherencia y avaricia.

¿Quién había sido el canalla o el estúpido que instaló tales artefactos?

¿Quién el corrupto o el inconsciente que los autorizó?

¿Quién el loco o el miope que permitía que continuaran allí como amenazantes soldados enemigos infiltrados en nuestra retaguardia?

Y peor aún… ¿ Quién soy yo para acusar a nadie, si resulta evidente que tomé conciencia de ello y no moví un solo dedo para poner remedio?

Canalla, estúpida, corrupta, inconsciente, loca y miope. Esa soy yo! o al menos eso he sido todo este tiempo, puesto que pensé en mí misma y en mi salvación antes que en nadie, y apenas desemboqué en la autopista de Andalucía toda mi atención se concentró en el hecho de que transportaba un herido, y que si por cualquier circunstancia la policía me detenía acabaría entre rejas para siempre.

Es largo el camino cuando el miedo es tu copiloto. Largo cuando son negros tus pensamientos. Largo cuando divisas a lo lejos las blancas motos y los verdes uniformes. Largo cuando atisbas por el espejo retrovisor temiendo que en ese instante el hombre del casco trepe a su m quina y se lance en tu persecución. Largo y angustioso cuando un bache inoportuno obliga a tu pasajero a lanzar un incontenible gemido de dolor. Y largo y sofocante cuando el sol de La Mancha comienza a caer a plomo sobre un viejo cacharro recalentado y se hace imprescindible concentrarse al máximo porque docenas de trastos semejantes — e incluso peores- avanzaban dando tumbos en la misma dirección.

Y es que aquélla era la época elegida por los magrebíes para pasar las vacaciones de verano en sus casas, y miles de ellos llegaban desde todos los puntos de Europa, rumbo al Estrecho.

Durante las peores horas de calor busqué refugio en un bosquecillo que se alzaba a poco menos de un kilómetro de la carretera, y dejando a Al-Thani instalado a la sombra me encaminé a la gasolinera m s cercana con el fin de repostar nuevamente y conseguir algo de comer y un bidón de agua con la que asearme un poco.

Al verme regresar Al-Thani me observó con una sonrisa que era m s bien una mueca.

— Si me muero limítate a enterrarme envuelto en una sábana — dijo-. A los mahometanos no nos gustan los ataúdes.

Al poco se durmió otra vez, y mientras caía la tarde y me ensordecía el canto de las chicharras le observé al tiempo que me preguntaba qué diablos hacía yo en mitad de la meseta castellana en compañía de un moro moribundo. A decir verdad me he pasado gran parte de la vida preguntándome qué hacía yo allí en una determinada circunstancia.

Siempre me las he ingeniado para estar donde no debería estar y en el momento más inoportuno, como si una extraña maldición me persiguiese. Aunque la maldición soy yo, que me persigo a mí misma a todas horas. Y el gran problema estriba en que jamás consigo ni escapar, ni alcanzarme. Voy tras de mí como una sombra que incluso en la oscuridad se aferra a mis talones, tan sólo duerme cuando ya me he dormido y se despierta justo cuando estoy a punto de despertar.

Es una sombra que a menudo me nubla la mirada hasta el punto de que en esos momentos ni siquiera s‚ quién soy ni de dónde provengo puesto que me marca el camino, oscurece mis huellas, y sospecho que cuando baje a la tumba se abrazar a mi pecho.

Durante todos estos años no he sido capaz de encontrar peor enemigo que aquel que llevo dentro, y al que me consta que jamás conseguiré vencer por mucho que lo intente. Los demás no me espantan.

¿O quizá ahora sí?

El calor aumentaba. La lejana carretera se había convertido en una especie de negra cinta solitaria y temblorosa a causa de la reverberación, y el monótono canto de las chicharras invitaba a cerrar los ojos y permitir que la fatiga del largo viaje cobrara su precio.

Me vinieron a la mente los lejanos días en que bajábamos a bañarnos al río y Sebastián se tumbaba a dormitar a la sombra de su olivo predilecto con la cabeza apoyada en el regazo de mamá.

Yo la observaba mientras se mantenía alerta con el fin de espantarle las moscas al hombre que dormía, y su levísimo y casi automático gesto de la mano era como una constante declaración de amor de alguien que vencía su propio sueño con tal de conseguir que su pareja descansara a gusto.

En aquel tiempo imaginaba que algún día también yo me sentaría a la sombra de aquel olivo para que un hombre durmiera en mi regazo. Le espantaría las moscas y le acariciaría muy suavemente la oscura barba que — al igual que Sebastián- jamás se afeitaría los domingos.

Me gustaba la incipiente barba de Sebastián. Limpio y elegante siempre, los domingos se mostraba no obstante informal y casi descuidado; más masculino aún, como si al pie de un olivo hubiese regresado a sus auténticas raíces; a aquel sufrido campo andaluz del que provenía y del que nunca quiso renegar.

Sebastián era un hombre de carrera que no pretendía ocultar sus humildes orígenes, y que sin hacer alarde del duro camino que había tenido que recorrer, se enorgullecía por el hecho de que el día en que llegó a Sevilla para ingresar en la universidad aún calzaba alpargatas.

Y los domingos, cuando bajábamos al río, siempre llevaba sus alpargatas pese a que en el armario guardase dos pares de magníficos botos fabricados expresamente a su medida por el mejor zapatero de Valverde del Camino.

— Las botas son para montar — solía decir-. La tierra hay que pisarla con alpargatas, o no se siente. Sebastián amaba la tierra. Incluso cuando el sol la machacaba como en aquellos momentos. A decir verdad, Sebastián amaba la tierra, las bestias, las plantas, el aire y el agua. Pero sobre todo amaba a los seres humanos.

Lo único que Sebastián aborrecía era la injusticia y la violencia. Tal vez por ello le mataron injustamente y de un modo tan violento.

Me sosegó, como siempre, pensar en él, pero a punto ya de quedarme dormida, algo brilló a lo lejos.

Cerré los ojos.

Pero a los pocos momentos volví a abrirlos.

Ignoro la razón. Fue como un sexto sentido, o como si el miedo me obligase a estar atenta a cuanto ocurriera a mi alrededor. Allí estaba de nuevo, y no era brillo, sino el reflejo de los inclementes rayos del sol contra el espejo retrovisor de un coche que se aproximaba dando tumbos a través de la llanura.

Presté atención. Se trataba de un todoterreno verde que avanzaba sin prisas pero tan en línea recta, que cabría asegurar que sus ocupantes nos habían visto desde muy lejos pese a encontrarnos semiocultos entre los árboles.

El corazón me dio un vuelco. Me esforcé por desechar la idea, pero al poco llegué a la conclusión de que se trataba, en efecto, de un vehículo de la Guardia Civil. Tenía tantísimo calor y me encontraba tan agotada, que deseché la idea de intentar escapar.

¿Adónde iría en compañía de un herido?

Observé a Al-Thani, tan pálido y tan rígido, que al primer golpe de vista se advertía que algo grave le ocurría.

El todoterreno continuaba aproximándose y no existía escapatoria alguna, por lo que opté por ocultar mi revólver entre unos arbustos y aguardar.

Eran dos hombres… ¡Sólo dos!

¡Dios de los Santos! Jamás me había planteado el hecho de que algún día pudiera verme en la necesidad de disparar contra una pareja de la Guardia Civil. ¡Eran tantas las cosas que jamás me había planteado!

La minúscula bola de nieve que tan insensatamente lanzara al aire se había convertido en un alud dispuesto a sepultarme. La brasa que me empeñé‚ en soplar prendió en temblorosa llama. La llama en hoguera. Y la hoguera en fuego incontrolable. El final del camino tan sólo podría ser un infierno hacia el que me precipitaba sin remedio.

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