CUARTA PARTE La muerte

Dormí en un coqueto hotel de San Rafael, no lejos del lugar en que en un tiempo habíamos mantenido oculto a Hazihabdulatif, y dediqué gran parte de la mañana a seleccionar en los periódicos madrileños ofertas de apartamentos.

Encontré uno que me pareció perfecto, llamé por teléfono y concerté una cita para esa misma tarde.

Se trataba de un luminoso tico al final del paseo de Rosales, frente a la verde inmensidad de la Casa de Campo, con una vista ilimitada y unos atardeceres realmente fastuosos.

La renta, en la que para m¡ es sin lugar a dudas la mejor zona residencial de Madrid, resultaba lógicamente alta, casi exorbitante, por lo que su propietario se quedó más que encantado al advertir cómo una joven y generosa ecuatoriana, no sólo no la cuestionaba, sino que abonaba tres meses por adelantado en billetes de cien dólares contantes y sonantes.

Las enseñanzas de Jack Corazza empezaban a dar resultado.

Me extendió un sencillo recibo a nombre de Serena Andrade y se fue convencido de que pronto o tarde haría su aparición el poderoso caballero bajo cuya protección debía encontrarme.

Por aquel entonces yo lucía una melena corta, rizada y de una tonalidad casi cobriza, y como había adelgazado cinco kilos, estilizando mi forma de vestir e incluso de andar y de moverme, poco tenía en común con la provincianita Rocío Fernández, natural de Coria del Río que ingresara fraudulentamente en la universidad tres años antes.

Incluso mi tono de voz sonaba diferente, más cantarín y repleto de expresiones sudamericanas extraídas de la infinidad de culebrones venezolanos, mejicanos y puertorriqueños que me tragaba una y otra vez con encomiable espíritu de sacrificio.

Mi nueva documentación, obtenida gracias a las magníficas relaciones de Jack Corazza, no ofrecía el menor resquicio a la duda, ya que la espectacular Serena Andrade disponía incluso de partida de nacimiento, cédula de identidad y carnet de conducir ecuatorianos auténticos expedidos en Quito cuatro años antes.

Dejé transcurrir una semana mientras me adaptaba de nuevo al ritmo de vida de Madrid, aunque sin aproximarme a los barrios que frecuentaba antaño, y pocos días m s tarde me agencié una moto de segunda mano, esta vez con documentación a nombre de la modelo venezolana Náima Dávila, puesto que una de las cosas que AI-Thani me enseñó es que siempre resulta preferible que la policía busque a varios sospechosos que a uno solo.

Aunque todos sean en realidad el mismo individuo. Náima Dávila era rubia y de melenita corta, vestía vaqueros ajustados y camisetas llamativas, y acostumbraba a comportarse de forma tan vulgar que obligaba a imaginar que se pasaba gran parte del día colocada.

Estacioné la moto en el aparcamiento subterráneo de la plaza de España y el Mercedes, en un garaje semiprivado de la calle Serrano, y jamás me aproximé, ni en coche ni en moto al paseo de Rosales.

Cuando te estás arriesgando a pasar gran parte del resto de tu vida en la cárcel todas las precauciones se te antojan insuficientes.

Días más tarde adquirí en El Rastro una vieja maleta y un buen montón de ropa de segunda mano, tomé un taxi que me llevó a la estación de Atocha, y desde allí otro que me condujo a un pequeño hotel de la Gran Vía en el que me hospede bajo la identidad de Isabel Ramírez, una mujer altiva y reservada, de espesa cabellera muy negra y grandes gafas oscuras.

En cuanto el botones cerró a sus espaldas la puerta de la habitación, marqué el viejo número del teléfono de Emiliano deseando en mi fuero interno que ya no continuara teniendo el mismo que cuando le conocí.

Pero, por desgracia, respondió de inmediato.

— ¡Hola! — saludé con mi voz y mi acento de antaño-. Soy yo: Rocío.

Se hizo un corto silencio, y cuando se decidió a hablar, resultaba m s que evidente su confusión y nerviosismo.

— ¿Rocío…? -repitió como si estuviera intentando ganar tiempo o aclararse las ideas-. ¿Rocío…? ¿Rocío?

— La misma — repliqué en un tono que pretendí que sonara lo más simpático posible-. Rocío… Rocío.

— ¿Y dónde estás? — quiso saber.

— Aquí en Madrid. Acabo de llegar. ¿Cómo está Alejandro?

— Estupendamente. Se mudó de casa por precaución, pero no hubo ningún problema. Todo quedó en un susto. ¿Cuándo nos vemos?

— En cuanto me establezca de un modo definitivo. ¿Qué pasó con Vicente?

— ¡Oh, nada! A los pocos días le dejaron en libertad y está muy bien y muy contento. Creo que incluso le han nombrado encargado de la relojería…

Hablaba y hablaba con tan exagerada verborrea y fingido entusiasmo que llegué a la conclusión que en realidad lo único que pretendía era ganar tiempo y mantenerme pegada al teléfono.

Cuando comprendí que probablemente ya habría conseguido localizar desde dónde le llamaba me despedí con absoluta naturalidad, prometiéndole que nos veríamos muy pronto.

Abandoné la habitación, bajé por las escaleras y atravesé el hall de entrada procurando que nadie reparara en mi presencia.

Ya en el exterior crucé la calle y me acomodé en una cafetería desde la que dominaba la entrada del hotel.

Apenas había transcurrido un cuarto de hora, cuando un gran coche oscuro se detuvo en el bordillo para que descendieran cuatro hombres que parecían llevar tatuadas en la frente sus credenciales de policía.

Uno se quedó en la acera, y los tres restantes penetraron en el hotel.

Me dolió reconocer que Vicente tenía razón y Emiliano — y probablemente Alejandro-, habían aceptado colaborar con la policía y convertirse en el cebo de la trampa en la que yo debería caer.

Me dolió, pero no me sorprendió.

Llevaba ya suficiente tiempo en aquel mundillo como para aceptar que la traición es algo que está siempre a la orden del día.

Había sido testigo de cómo los argelinos traicionaban a Mubarrak; de cómo sus mejores amigos traicionaban a Iñaki; de cómo Hazihabdulatif había intentado traicionarme, y de cómo yo misma le había traicionado metiéndole una bala en la cabeza.

Era algo que parecía formar parte del juego.

Y como conocía sobradamente dicho juego, en aquel cochambroso hotel de la Gran Vía madrileña no había dejado más que una manoseada maleta repleta de ropa usada por Dios sabe quién, sin un solo documento ni una pista válida que pudiera conducir a la policía a parte alguna.

Y lo que resultaba a mi entender más importante: sin una sola huella que sirviera para identificarme, puesto que durante los escasos minutos que permanecí en la habitación había tomado la precaución de usar guantes.

Por aquellas fechas yo ya era buena en mi oficio.

¡Condenadamente buena!

¡La mejor según dicen!

Al cabo de cinco minutos uno de los policías hizo su aparición, cruzó unas palabras con el que se encontraba en la puerta, y subiendo al coche se alejaron de allí con cara de pocos amigos.

Resultaba evidente que los otros dos habían decidido esperarme en el interior.

¡Larga sería la espera!

Larga e inútil, puesto que apenas media hora más tarde una mujer de espesa melena negra y grandes gafas oscuras que respondía a la descripción de la Isabel Ramírez que se había hospedado en el hotel de la Gran Vía, adquiría un billete en la estación de Chamartín con destino a Marsella.

El taquillero tuvo sobradas razones para fijarse en ella puesto que se la advertía casi histérica, hasta el punto de que lanzó un sonoro reniego cuando se enteró de que el jodido tren tardaría cuarenta minutos en partir.

Mucha gente vio a Isabel Ramírez subir a ese tren.

Pero nadie la vio bajar.

No obstante la discreta y elegante Serena Andrade regresó esa misma noche a su lujoso apartamento del paseo de Rosales y durante los tres días siguientes ni siquiera puso el pie en la calle.

En buena lógica la policía debió llegar a la conclusión de que Rocío Fernández, alias Isabel Ramírez, alias Sultana Roja, se había percatado de la presencia de la policía en el hotel, y víctima de un ataque de pánico había decidido abandonar ese mismo día el país para no volver nunca.

En aquellos momentos lo mismo podía encontrarse en Libia, que en México, Tokio o Sudán.

En cualquier parte del mundo, excepto Madrid.

¡Estúpidos!

Aunque pensándolo mejor… ¿Quién era en realidad la estúpida?

¿Qué necesidad tenía de cometer semejante rosario de imbecilidades que tan sólo tenían por objeto empantanarme en un peligroso juego que a nada conducía?

Hazihabdulatif me había dicho en cierta ocasión que la venganza es un pésimo compañero de viaje.

Pero yo sé que existe otro peor: la soledad.

Y el aburrimiento.

El tiempo que pasé en Ecuador me sirvió para conocer un nuevo país y una nueva cultura, así como para encontrar la paz interior que necesitaba a la hora de meditar sobre m¡ misma. Y el tiempo que pasé con Jack me sirvió para conocer una buena parte del mundo y una forma diferente de vivir, sin que me quedara demasiado tiempo para pensar ni en mí ni en nadie.

Pero ahora Madrid no me ofrecía ningún incentivo y sí la oportunidad de analizar en toda su magnitud el hecho de que me había convertido en el ser humano más solitario y menos querido del planeta.

Mi familia había renegado de mí; mi amante me había abandonado; había asesinado personalmente a mi mejor amigo, y resultaba evidente que mis viejos camaradas colaboraban con el fin de que me encerraran de por vida.

¡Brillante panorama! ¡lindo futuro!

Me acude en estos momentos a la memoria una frase genial atribuida al prodigioso Groucho Marx:

Partiendo de la más espantosa miseria, y gracias únicamente a mi esfuerzo y tesón, con los años he logrado alcanzar la más negra ruina.

Aquél era exactamente mi caso.

Habiendo comenzado pidiendo limosna por las calles de Sevilla, y gracias únicamente a mi esfuerzo y tesón, con los años había logrado alquilar un tico del paseo de Rosales y conducir un Mercedes descapotable.

Pero mi vida, mi verdadera vida! se encontraba inmersa en la ruina.

Nadie con quien hablar.

Nadie en quien confiar.

Nadie a quien confesarle quién era en realidad.

Se hacen muy largas las horas encerrada en un apartamento, aunque sea de lujo y tenga una fastuosa vista sobre la Casa de Campo.

En cuanto oscurecía clavaba la vista en las lejanas luces del parque de atracciones, observando el girar de la noria o la montaña rusa y el parpadeo de las incontables atracciones, preguntándome cómo era posible que existieran seres humanos que no tuvieran otra preocupación que pagar dinero con objeto de experimentar emociones fuertes.

¿Es necesario caer por un tobogán metálico para advertir cómo el terror se te clava en la boca del estómago?

¿Es necesario pagar por sentir miedo?

Mi noria y mi montaña rusa no se detenían nunca, puesto que mi particular parque de atracciones se había instalado en un inaccesible rincón de mi cerebro adonde cada día me resultaba más difícil acceder para desmontarlo.

Era como el niño que hace una larga cola y paga una y otra vez por subirse a una diabólica m quina en la que sabe que comenzar a sudar y temblar deseando apearse, pero que a pesar del mareo, los gritos y los deseos de vomitar, correr a ponerse de nuevo en la cola en cuanto ponga el pie en el suelo.

¡Ecuador!

Echaba de menos la paz de Ecuador. Echaba de menos los hermosos paisajes que rodean Quito, la selva, los volcanes y las largas charlas con Mario.

¿Y si le escribiera?

¿Y si le sorprendiera presentándome de improviso en las Galápagos para aceptar su oferta de conocer a sus padres?

¿Y si de pronto dejara de ser quien soy para convertirme en otra persona, cuerda, serena y consciente?

El tiempo me ha enseñado que en el fondo no somos más que esclavos de nosotros mismos. Y a mí me había tocado en suerte un mal amo. Un amo duro, cruel, exigente, vengativo y, sobre todo, imprevisible. Una peste de amo del que jamás conseguiría liberarme!

Un amo que me impedía coger mi precioso Mercedes deportivo, enfilar la carretera y poner rumbo a Florencia donde estaba segura de que encontraría no sólo una ciudad inimitable, sino un atractivo galán dispuesto a hacerme la corte. O tal vez Capri. E incluso las islas griegas.

Valía la pena intentar rebelarse, decir basta y emprender el camino, carretera adelante. Sin embargo, continuaban produciéndose masacres. Continuaban estallando bombas que mataban inocentes o mutilaban niños indiscriminadamente.

Un día, hizo su aparición en todas las pantallas de televisión una estúpida anciana que admitió con voz temblorosa y ojos de oveja triste, que perdonaba de todo corazón a quienes le acababan de arrebatar a su hijo, pese a que con ello se hubieran quedado huérfanos sus dos pequeños nietos.

¡Me indignó!

Me enfurecí con ella más aún de lo que aborrecía a los hijos de puta que habían puesto aquella bomba, puesto que mientras continuaran existiendo víctimas del terrorismo dispuestas a olvidar y perdonar de todo corazón a sus verdugos continuarían existiendo tales verdugos.

Yo me consideraba, y con razón, una víctima del terrorismo, la primera de la lista, y en cuanto se refería a ellos me tenía por más fascista que el mismísimo Mussolini.

El único terrorista bueno, es el terrorista muerto. Y es que el terrorismo es un virus peor qué el de la rabia, aunque tan sólo afecte a determinados seres humanos.

Siempre he sido partidaria de pegarle un tiro a los perros rabiosos y a los terroristas donde quiera que se encuentren. Pero el tiempo que había pasado en Tánger me había servido para comprender que el terrorismo es como un pulpo de infinitos rejos, y que nadie, nadie en este mundo! está en disposición de cortarlos todos para erradicar tan perniciosa lacra definitivamente.

Y es que por muchos que se corten, vuelven a renacer. Se trata por lo tanto de un pulpo inmortal, o de un Ave Fénix, que renace una y otra vez de sus cenizas.

Mi obligación debía ser por lo tanto concentrarme en un solo objetivo, y en buena lógica dicho objetivo no podía ser otro que aquel que tenía más cerca, y que además había sido el causante de que un comando itinerante de triste memoria permitiera que una bomba estallara a destiempo en una tranquila calle cordobesa destrozando a mi padre.

En pocas palabras: tenía que concentrarme en combatir a ETA.

Tenía una ligera idea de cómo llegar a ella, puesto que no en vano había ejercido durante meses como mano derecha de Al-Thani, pero muy pronto llegué a la conclusión de que para poder actuar sin trabas lo primero que tenía que hacer era librarme de mi pasado.

Mientras Alejandro y Emiliano continuaran con vida, correría un serio peligro, puesto que parecían ser los únicos seres de este mundo que estaban en disposición de implicarme en la muerte de Yusuff.

Y se habían convertido en confidentes.

¡Odio a los confidentes!

Sé que odio demasiado, pero los confidentes se me antojan una subespecie deleznable que no merece vivir.

¿Me estoy justificando?

Si es así retiro lo dicho. No quiero que nadie piense jamás que busco justificaciones. Soy como soy, y punto. Tal vez la única verdad se limita al simple hecho de que — como muchos aseguran- en el fondo no soy m s que una pobre psicópata que disfruta matando y que por aquellos tiempos me encontraba obsesionada por la idea de vengarme de un par de imbéciles que imaginaba que me habían traicionado.

Por lo tanto, lo primero que tenía que hacer era neutralizarlos. Durante mi primera época madrileña jamás me había preocupado de averiguar dónde vivía Emiliano, ya que Alejandro siempre aseguraba que cuanto menos supiéramos los unos de los otros, mejor.

Solíamos citarnos en bares o restaurantes, aunque a m¡, por ser la última llegada al grupo, sabían muy bien dónde encontrarme.

Sospecho que siempre temieron que en el fondo no fuera más que una infiltrada que cualquier día acabaría por denunciarles. Pero ahora se habían vuelto las tornas. Ahora eran ellos los que me habían denunciado, necesitaba encontrarlos en la inmensidad de una ciudad de casi cuatro millones de habitantes, y para ello lo primero que hice fue dedicarme a telefonear a todos los números anteriores y posteriores al de Emiliano hasta que al fin una voz muy amable respondió:

— Restaurante Casa Pedro, dígame.

Reservé una mesa y le supliqué a mi interlocutor que me proporcionara la dirección exacta de su establecimiento, puesto que no sabía cómo llegar a él.

Naturalmente me la dio en el acto y correspondía a una sinuosa callejuela del viejo Madrid.

Busqué en la guía telefónica para intentar comprobar si en alguno de los edificios de la misma calle figuraba el número de Emiliano, pero como no conseguí dar con él, una mañana me enfundé en un amplio mono de cuero negro, me cubrí la cabeza con un casco que impedía adivinar si quien la conducía era una mujer, trepé a la moto que guardaba en el aparcamiento de la plaza de España, y me dediqué a recorrer el viejo Madrid en varias manzanas en torno al restaurante Casa Pedro.

Pasé así casi una semana, yendo y viniendo a diferentes horas aunque esforzándome por no despertar sospechas, y cada noche regresaba al apartamento abatida por la frustración para dejarme caer en el butacón de la terraza y contemplar las luces del parque de atracciones.

Era una vida insana; insana e ilógica, aunque muy propia de alguien que no conseguía escapar al circulo vicioso que había trazado en torno a sí misma.

Un domingo entrevistaron en un programa divulgativo a una muchacha anoréxica. Era apenas un esqueleto ambulante, la voz surgía de aquel cuerpo enclenque como un susurro, tenía los ojos dilatados hasta casi salirse de las órbitas, y resultaba evidente que, por el camino que llevaba, no viviría mucho.

No obstante, repetía una y otra vez que no podía hacer nada por evitar su propia destrucción. Ni el profundo amor que le demostraban sus padres, ni los inteligentes consejos de los psiquiatras, ni los cuidados de todo un ejército de médicos y enfermeras conseguían obligarle a abandonar un camino que le llevaba directamente a la tumba, puesto que juraba y perjuraba que a pesar de reconocer que quienes le rodeaban tenían razón, en cuanto se miraba al espejo se veía gorda y se castigaba a s¡ misma dejando de comer.

¿Qué desconcertantes misterios encerraba aquella mente?

¿Qué era lo que le obligaba a verse a sí misma de una forma tan evidentemente distorsionada?

¿Qué extraña imagen le devolvía el espejo?

Averiguarlo me hubiera servido tal vez para descubrir qué misterios semejantes encerraba mi propia mente, puesto que continuaba empecinada en una absurda búsqueda de supuestos enemigos aun a sabiendas de que con ello me causaba un daño irreparable.

Cada noche me acostaba jurándome a mí misma que a la mañana siguiente lo abandonaría todo, y cada mañana me levantaba ansiando trepar a la moto para continuar intentando localizar a un pobre imbécil del que tendría que haberme olvidado hacía ya mucho tiempo.

¡Dios!

¡Dios, Dios, Dios!

Mi cerebro era como una gigantesca red de alcantarillas por las que en mis sueños me veía avanzar armada únicamente de una diminuta linterna cuyo haz de luz extraía destellos rojizos de los ojos de las ratas mientras me aventuraba por conducciones cada vez m s tenebrosas para acabar por desembocar siempre en el mismo punto y reiniciar una agotadora andadura.

De tanto en tanto una empinada escalera ascendía hasta un punto en el que me constaba que brillaba el sol, no existían ratas y el aire no apestaba, pero en mi fuero interno sabía que ese sol y ese aire me aterrorizaban m s que las tinieblas, la hediondez y las ratas.

¿Qué explicación existía?

La única que se me ocurre, simplificando mucho, se basa en el hecho de que — al igual que aquella descentrada anoréxica- lo único que en el fondo pretendía era imponerme a mí misma un castigo con el fin de expiar de ese modo mis culpas.

Y para ello no encontraba una fórmula mejor que insistir en mis propias culpas, como quien habiendo roto un vaso se empeña en machacar los pedazos de cristal confiando en que al desmenuzarlos acabar n por convertirse en polvo y desaparecer.

Pero nuestros m s ocultos pecados no desaparecen nunca.

Especialmente cuando ignoramos cuáles son, y resultaba evidente que yo no sabía qué era en realidad lo que había comido.

Algo existía — y sospecho que aún existe en lo m s recóndito de mi mente por lo que vengo pagando un precio muy alto desde que tengo uso de razón, y aunque he pretendido tener la suficiente valentía como para obligarlo a aflorar, aún no he conseguido m s que entreverlo en la bruma, como si se tratase de un escurridizo fantasma incorpóreo.

Tal vez debería haber recurrido a los consejos de un psiquiatra. Tal vez un loquero hubiera sabido ayudarme. Tal vez, si me hubiera sometido a una de esas sesiones de hipnosis a las que tan a menudo se echa mano en las malas películas, mi subconsciente hubiera escupido milagrosamente todos mis traumas.

Pero ¿es que acaso puede existir algo más traumático que la certeza de haber asesinado a tres seres humanos?

¿Algo peor que haber descerrajado un tiro en la cabeza al amigo con el que convives?

¿O haberle metido una bala en el entrecejo a un pobre diablo que únicamente intentaba defender lo que creía suyo?

¡Existe!

Estoy segura de que existe, pero ni sé lo que es, ni mucho menos dónde se oculta.

Callejeaba sin descanso.

Iba y venía con la mirada atenta a cada detalle de cuanto ocurría a mi alrededor, hasta que al fin, una aciaga tarde, descubrí aparcada en una plazoleta, y a menos de setecientos metros de Casa Pedro, la vieja furgoneta de Emiliano.

Di la vuelta a la manzana, me detuve en la esquina m s apartada y aguardé. Mi antiguo camarada tardó casi una hora en surgir de un oscuro portal pero al fin lo hizo, y le reconocí en el acto pese a que se había dejado crecer una espesa barba, llevaba el pelo sujeto en la nuca formando una gruesa cola de caballo, e intentaba ocultar sus facciones tras unas enormes gafas oscuras.

Continuaba siendo un chapucero.

Seguir usando la misma furgoneta sin ventanas constituía un error muy propio de su carácter.

¿De qué demonios le servía intentar disfrazarse si aquel viejo trasto le delataba sin que fuera precisa siquiera su presencia?

Estaba claro que de haber seguido a su lado haría ya mucho tiempo que nos habrían cazado como a conejos.

No había crecido.

No había madurado.

Continuaba siendo un aprendiz de brujo al que se le había agotado el repertorio.

Decidí no seguirle, limitándome a regresar a mi apartamento y constatar por medio de la guía telefónica de calles que en aquel cochambroso edificio de la plazoleta se encontraba registrado el número de Emiliano a nombre de un tal Tomás Guerrero Jiménez.

Ahora ya le tenía localizado.

Sabía dónde vivía, y cuál era su verdadero nombre, o al menos cuál utilizaba. Una vez más había demostrado que era buena en mi oficio aunque admito que hay que ser bastante estúpida al sentirse tan orgullosa como me sentía en aquellos momentos por el simple hecho de haber sido capaz de localizar a mi enemigo.

¿Qué mérito tenía el demostrarme a mí misma que podía ser más astuta que aquel descerebrado?

Los años — cuantos más mejor- son los únicos capaces de echarnos en cara nuestros errores sin que consigan hacernos enfurecer.

Tal vez porque el paso de los años nos invita a creer que fueron otros quienes cometieron tales errores.

El paso de estos años me ha permitido aceptar sin enfadarme que en aquella ocasión me comporté como una perfecta imbécil al intentar demostrar lo inteligente que podía llegar a ser. Más me hubiera valido no ser tan lista. A veces creo que aquella deleznable época de mi vida fue en cierta forma comparable al hecho de jugar silenciosas partidas de ajedrez contra unos contrincantes que nunca llegaron a saber que estaban participando en ellas, y que lo que estaba en juego era su propia vida.

Nada tiene de extraño que la mayor parte de las veces fuera yo quien ganara. Emiliano me imaginaba muy lejos de Madrid y por lo tanto se encontraba desprevenido. ¿Qué mérito tenía descubrirle? ¿Y qué mérito derrotarle?

A media mañana del sábado siguiente, que yo sabía muy bien que era el día que acostumbraba a reunirse con Alejandro, me encontraba aparcada ya al otro lado de la plazoleta para observar cómo entraba a desayunar en el bar de la esquina y cómo se encaminaba a buscar la dichosa furgoneta.

Le seguí discretamente hasta que abrigué la certeza de que se encaminaba a la autopista de La Coruña, y a partir de ese momento le sobrepasé. Recordaba muy bien los consejos de Al-Thani:

— Cuando quieras seguir a alguien ve siempre delante.

Por mucho que estuviese convencida de que Emiliano se encontraba desprevenido, me constaba que solía tener siempre un ojo puesto en el espejo retrovisor, puesto que nunca parecía sentirse absolutamente seguro.

Le adelanté por tanto, y cinco kilómetros más allá me detuve. Por suerte, su vieja furgoneta, de un azul desvaído, se distinguía a gran distancia, y de ese modo fui siempre por delante de ella hasta que advertí que abandonaba la autopista por una salida lateral. No me costó gran trabajo regresar y alcanzarle nuevamente para ocultarme detrás de un camión de cervezas que avanzaba tras él.

Era como el juego del ratón y el gato que me condujo directamente a una casita en las afueras de Navacerrada. Allí recogió a Alejandro que de lejos se me antojó aún más enclenque de lo que recordaba, y juntos se encaminaron a un minúsculo restaurante que se alzaba a orillas de la carretera.

Admito que durante la larga espera alimenté ciertas dudas.

Había conseguido mi objetivo puesto que me constaba que los tenía a mi merced, y tal vez en el fondo no mereciesen la muerte. No eran m s que dos pobres soñadores; un par de inofensivos desgraciados a los que sus locas ilusiones les habían llevado a un callejón sin salida.

Si los dejaba vivir se contentarían con continuar reuniéndose a comer con el fin de imaginar nuevas formas de desestabilizar el sistema que jamás llegarían a concretarse. Si los dejaba vivir tal vez no volverían a hacerle nunca daño a nadie. Si los dejaba vivir tal vez mis temores resultaran infundados y no correría ningún peligro. Si los dejaba vivir…!

Había tocado fondo.

No tenía amante.

No tenía familia.

No tenía amigos.

Y por no tener, no tenía ni siquiera enemigos. Tan sólo un hombre, allá en el confín del mundo, en las islas Galápagos, me dedicaría quizá de tanto en tanto un pensamiento; pero sería seguramente un pensamiento amargo; de profundo rencor por haberle abandonado sin tan siquiera una carta de explicación.

Me gustaría poder escribir que es muy triste llegar al convencimiento que no le importas nada a nadie, pero no tengo derecho a hacerlo.

Yo podría haberle importado mucho a mucha gente. Mucho, puesto que sé muy bien que mi corazón rebosa un amor que jamás encontró el recipiente justo que supiera retenerlo.

Pero elegí siempre el camino equivocado. Y lo peor de todo es que lo elegí a conciencia. Y en esta ocasión también. Me encontraba en un punto cero; un punto desde el que tenía la oportunidad de optar por hacer amigos, buscarme un amante, intentar casarme y construir mi propia familia, o decantarme por el más estúpido de todos los caminos, que era el de lanzarme una vez más en pos de imaginarios enemigos.

Si hubiera sido tan sólo medianamente inteligente y me hubiera decidido por cualquiera de las muchas oportunidades que la vida me ofrecía, no estaría ahora aquí, eso ya es cosa mil veces repetida.

El mal venció una vez más, y fue de una forma definitiva, hasta el punto de que a partir de aquel momento ni tan siquiera me plante‚seriamente las razones últimas de mis pautas de comportamiento.

Le había tomado gusto al poder, puesto que disponer a nuestro libre albedrío de la vida de los demás constituye sin lugar a dudas la máxima demostración de poder que existe. Ser dueña de un arma y en especial saber que eres dueña de la voluntad de utilizarla te vuelve prepotente. Cuando miras a alguien y te dices a ti misma que podrías borrarlo del mapa con un simple gesto de la mano, te endiosas.

Y el hecho de haber matado a cinco seres humanos y continuar impune, te inclina a imaginar que dicha impunidad te acompañará para siempre. Cada vez te vuelves más osada. No obstante comprendí que no debía continuar cometiendo crímenes absurdos. Ahora me veía obligada a retomar el camino allí donde lo había dejado, para encaminarme sin más dilaciones hacia mi objetivo final.

Quienes habían puesto aquel coche-bomba en Córdoba lo pagarían con la vida. Los que me habían robado mi fuente de alegría sufrirían por ello. Y ya no se enfrentarían a una muchachita provinciana e inexperta, sino a una mujer hecha y derecha y en cierto modo bastante m s hija de puta que ellos.

Aunque en eso tal vez me equivoco.

Tal vez, no.

Seguro.

En estos días he estado viendo en la televisión y leyendo en la prensa todo cuanto se refiere a la liberación de José Antonio Ortega Lara, e incluso a m¡ me ha horrorizado comprobar cómo unos supuestos seres humanos han sido capaces de mantener enterrado en vida a un hombre durante casi dos años.

Ver el lugar en que mantuvieron secuestrado a ese pobre infeliz, observar su aspecto en el momento de abandonar su encierro, o escuchar cómo había suplicado que le mataran de una vez en lugar de continuar inflingiéndole tan inconcebibles tormentos, me ha obligado a reflexionar sobre el hecho de que, por insensible que personalmente me considere, soy como una especie de hermana de la caridad frente a semejantes alimañas.

No se han inventado palabras para describirlos. Ni forma alguna de unirlas entre sí. Lo único que se me ocurre a la vista de tales imágenes, es que no tengo motivos por los que arrepentirme de haber elegido aquel camino, y que si me dieran la oportunidad de volver al mismo punto estoy convencida de que tomaría idéntica decisión.

No yo, mil peores aún que yo! serían necesarias para borrar de la faz de la tierra a quienes se comportan de una forma tan infame, puesto que al fin y al cabo son ellos los que han propiciado que existan seres como yo. Se asegura que pasan de ochocientas las víctimas mortales de ETA en estos últimos años.

¿Cuántos padres, cuántos hijos, cuántos esposos y cuántos hermanos les odiar n tanto como yo les odio, pese a que no hayan tenido el valor suficiente como para empuñar un arma y meterles un tiro entre las cejas?

¿Cuántos desearían que les permitieran hacerlo?

¿Cuántos sueñan con ello?

Existen seres — como aquella estúpida vieja-, faltos de espíritu o redomadamente hipócritas que no dudar n a la hora de declarar en público que perdonan de todo corazón a quienes les causaron tanto daño, pero estoy convencida de que si les proporcionaran la oportunidad de ajusticiar calladamente a quienes aseguran perdonar, serían muy pocos los etarras que continuarían respirando.

Odiar a quien nos arrebata a los seres queridos, es humano. Perdonar es divino, pero casi nadie es auténticamente divino.

Aspirar a la venganza también es humano. Quien sostenga lo contrario, miente. Tan sólo existen dos razones para que no se imponga siempre la ley del ojo por ojo. El miedo, y un trasnochado sentido de la moral.

Yo nunca tuve miedo. Ni sentido de la moral.

Existen cosas, eso sí, que me repugnan, como ese hecho inaudito de mantener más de quinientos días en el interior de un zulo apenas mayor que un ataúd a una criatura que no parece haberle hecho daño a nadie. Le doy vueltas a la mente y no concibo que ni la m s miserable alimaña de la selva, ni el más cruel monstruo de la imaginación de un novelista trastornado, fuera capaz de llevar a cabo, de verdad! semejante crimen que a mi modo de ver pasar a la historia como uno de los m s nefandos que hayan cometido los seres humanos.

Los grandes asesinos, aquellos que figuran en los museos de cera y en las cámaras de los horrores: Jack El Destripador, Landrú o El Estrangulador de Boston fueron casi siempre seres solitarios, mentes enfermas que — tal vez como tan a menudo a mí misma me ocurre- no consiguieron dominar sus impulsos.

Pero que un grupo de personas, cuatro, diez o las que quiera que fueran, hayan sido capaces de reunirse con el fin de planear, ejecutar y llevar hasta sus últimas consecuencias un acto de barbarie en el que según parece estaban dispuestas a dejar morir de hambre y desesperación a su víctima, escapa por completo a mi capacidad de comprensión. Aunque resulte evidente que no soy alguien que se escandalice con facilidad.

¿Y en nombre de qué lo han hecho?

¿De la libertad de un pueblo?

¿De la patria vasca?

Quiero imaginar que la inmensa mayoría de los vascos renunciarían de todo corazón a una libertad, y sobre todo a una patria que hundiera sus raíces en semejante horror.

Yo sé mejor que nadie que en el fango no nacen orquídeas.

Mi vida es puro fango.

La esencia de mi protesta y desarraigo; el hecho de que me arrebataran de forma violenta al ser que más amaba condenándome de paso a pedir limosna y acabar como juguete de una sucia lesbiana, es a mi modo de entender tan lícito o m s que el de aquellos que protestan o se consideran desarraigados por que no se conceda la independencia a una región del planeta en la que no está plenamente comprobado que el resto de sus convecinos deseen ser de igual modo independientes.

No obstante, ni siquiera yo, esgrimiendo mis indiscutibles derechos y a título personal, sería capaz de llegar a los extremos a que han llegado quienes lo han hecho arrogándose el dudoso derecho de representar a una comunidad.

Por todo ello, repito que hoy por hoy considero que en el fondo acerté el día en que decidí que más que amantes, familia o amigos, lo que deseaba tener era enemigos, y que ellos — los que asesinaron impunemente a Sebastián- serían los elegidos.

Y es que eran al propio tiempo los enemigos de cuarenta millones de españoles. Pero estaba claro que lo primero que tenía que hacer era intentar localizarles. Y la única pista con la que contaba para ello era la de Andoni, más conocido como El Dibujante.

Durante mi época de Tánger, Iñaki me había hablado con frecuencia de El Dibujante, apodo con el que se conocía a uno de los históricos de ETA a quien admiraba por su inteligencia y su coraje, pero que por lo visto había decidido abandonar las armas, rechazando una lucha armada que sabía muy bien que, con la llegada de la democracia, carecía de futuro.

Iñaki lamentaba haber perdido contacto con él y lo único que le constaba era que había emigrado a Venezuela, para cambiar de nombre y de personalidad con el fin de sumirse en el más absoluto anonimato. Al parecer, y según el mismo Andoni asegurara poco antes de marcharse: No quería saber nada de una guerra que ya no era la suya.

La suya había sido una guerra contra Franco y el fascismo. El resto era otra historia. No obstante, por lo visto El Dibujante todavía continuaba formando parte de la cúpula dirigente de ETA el día en que mataron a Sebastián, y en ese caso, era de suponer que sabría quiénes fueron los autores materiales de aquel bárbaro y estúpido atentado.

Me proponía localizarle pero desde el primer momento tuve muy claro que con Iñaki encarcelado, la única pista que tal vez conseguiría llevarme hasta El Dibujante no era otra que la que me proporcionaran sus dibujos. La forma de dibujar de un ser humano es como su caligrafía o sus huellas dactilares, ya que raramente logra cambiarla por mucho que se esfuerce.

Y yo había conseguido algunos de los trabajos de la primera época de Andoni, de cuando se ocupaba de ilustrar los panfletos con los que ETA se daba a conocer desde la clandestinidad. Eran buenos. Muy buenos. Tenían garra, con unos trazos simples y firmes que transmitían de forma directa e inequívoca lo que el artista pretendía expresar.

A la vista de ello un buen día abandoné mi acogedor apartamento del paseo de Rosales, subí a mi espectacular Mercedes y regresé a París, desde donde tomé el primer avión que despegaba con destino a Caracas.

Me instalé en una suite del hotel Tamanaco, desde la que dominaba gran parte de la ciudad con la verde mole del monte lavila al fondo, para dedicarme a disfrutar de la espléndida piscina, el agradable clima, los magníficos restaurantes, y el continuo galanteo de una auténtica nube de donjuanes a los que me tenía que quitar de encima indicándoles que mi celosísimo esposo estaba a punto de hacer su aparición.

El Tamanaco es un hotel diferente a todos los otros hoteles que he conocido, puesto que en él se concentra en cierto modo la vida social de la capital de Venezuela: un riquísimo país que atravesaba por aquellos momentos una profunda crisis económica — crisis que por lo que tengo entendido aún no ha conseguido superar- pero pese a ello constituía un auténtico paraíso para quienes tuvieran dólares americanos en el bolsillo, por lo que los salones del Tamanaco se convertían en un continuo ir y venir de altos ejecutivos y mujeres hermosas.

Por mi parte me dediqué a estudiar concienzudamente todos los anuncios publicitarios que se publicaban en lo más diversos medios de comunicación, y debo reconocer — sin considerarme en absoluto una experta en el tema- que la calidad de la publicidad venezolana es digna de figurar entre las mejores del mundo.

A mi entender, el secreto de su éxito se basa en una perfecta simbiosis entre la agresividad del estilo de publicidad de las agencias norteamericanas, y una pequeña dosis del buen gusto de ciertas agencias europeas. El resultado es notable, y puedo asegurarlo porque durante aquellos días me empaché de avisos publicitarios de todo tipo.

Me llevó algún dinero y bastante tiempo, pero al fin abrigué la casi absoluta seguridad de que la espectacular campaña que pregonaba las excelencias de uno de los mayores bancos nacionales tenía que haber nacido de la pluma de El Dibujante.

Su estilo, agresivo y conciso, resultaba inconfundible. Triste que quien un día pusiera su arte al servicio de unos sueños de libertad lo pusiera ahora al servicio de la clase opresora, pero al destino le complacen sobremanera tales contrastes!

Cuando renuncias, renuncias. En especial si estás obligado a comer cada día.

Ese era sin duda el gran problema de un terrorista obligado a rehacer su vida partiendo de la nada.

Tomé buena nota del nombre de la agencia que había producido aquella campaña, busqué su dirección en la guía de teléfonos, y a la mañana siguiente me planté en la Torre A de un fastuoso centro comercial, para solicitar una entrevista con su director artístico.

El buen hombre, un exiliado cubano, regordete, calvorota y bonachón, se mostró más que encantado por el hecho de que una bella y elegantísima ecuatoriana que acababa de llegar a la ciudad y se aburría durante las largas temporadas en que su esposo se encontraba de viaje, estuviera dispuesta a trabajar de modelo ocasional sin exigir desorbitadas compensaciones económicas.

Venezuela es casi el único país del mundo del que se puede asegurar que sobran las mujeres guapas. Su belleza es indiscutible y su número para mi gusto evidentemente exagerado, pero aun así, al cubano se le antojó magnífico el hecho de poder contar con una cara nueva y un estilo de mujer que transmitía a su modo de ver un cierto aire de misterio.

Cuando le confesé, con cierta timidez, que jamás había pisado anteriormente una agencia de publicidad, y no tenía la menor idea de cómo funcionaba se ofreció a servirme de cicerone mostrándome hasta el menor detalle de las instalaciones, al tiempo que resultaba evidente que me exhibía como a un valioso trofeo.

En el amplio y luminoso Departamento de Arte, seis personas me saludaron con un leve ademán de cabeza. Dos eran mujeres, uno un aprendiz, el cuarto un tipo muy flaco y muy chupado que por el color de la piel no podía negar que se trataba de un clásico venezolano de clara ascendencia caribeña, el quinto un viejo huraño, y el sexto — y eso puedo jurar que lo adiviné al primer golpe de vista- El Dibujante. No le faltaba más que la chapela.

Cuando días más tarde trató de hacerme creer que era chileno nacido en Viña del Mar, a punto estuve de echarme a reír en sus narices de vasco inconfundible, pues si existía alguien en este mundo que sin desearlo fuera pregonando su origen a los cuatro vientos, ése era sin lugar a dudas el donostiarra Lautaro Céspedes, que era el sonoro nombre, a todas luces más falso que su recién adquirida nacionalidad, por el que se hacía llamar El Dibujante.

Rondaría el medio siglo y de joven debió ser muy fuerte, pero ahora exhibía una cabellera rala y entrecana, y manos largas y delicadas que contrastaban con el resto de su cuerpo. Tenía el rostro materialmente surcado de arrugas, y unos ojos grisáceos, grandes y tristes, que aparecían ribeteados por oscuras ojeras.

Nada daba a entender que otrora fuera un hombre osado y peligroso; un terrorista de pura cepa, que probablemente contaba con más de veinte muertes en su haber, pero a fuer de sincera debo reconocer que, dejando a un lado al inepto sicario colombiano que intentó localizarme en Quito, pocos criminales he conocido que tengan auténtico aspecto de asesinos.

Aunque a decir verdad mi opinión vale de poco, puesto que si ni tan siquiera a m¡ misma me reconozco como asesina al mirarme al espejo, menos podría reconocer en un hombre tan apagado al famoso Dibujante.

Me limité a dedicarle una amable sonrisa, aunque sin demostrar el más mínimo interés por su persona, consciente como estaba de que, pese a los años de exilio voluntario, aquél debía de ser uno de esos individuos que se mantienen continuamente alerta en cuanto se refiere a su relación con extraños.

En los días que siguieron visité con asiduidad el enorme y espléndido centro comercial rebosante de visitantes a todas horas, hasta descubrir una cafetería, en la galería del segundo piso, desde la que dominaba a la perfección la salida de los ascensores de la Torre A, de tal forma que podía controlar las entradas y salidas del tal Lautaro Céspedes, cada vez que hacía su aparición a las doce y media en punto del mediodía para encaminarse a almorzar a alguno de los incontables restaurantes de todo tipo que proliferaban en el interior del edificio o sus alrededores.

No obstante, mucho m s interesante me resultó constatar que cada tarde solía comprar la prensa española en la librería Las Novedades, para sentarse a leerla palabra por palabra en un bar cercano, en el que permanecía más de una hora, aguardando a que el agobiante tráfico de la ciudad comenzara a descongestionarse, momento en que tomaba un autobús que le conducía a un pequeño edificio de cuatro plantas al final de una cercana urbanización de clase media.

Tentada estuve de visitar su apartamento mientras se encontraba en el trabajo, pero una simple ojeada a la puerta me llevó a la conclusión de que me resultaría casi imposible franquearla, y que aun en el caso de conseguirlo, su dueño lo advertiría de inmediato.

Días m s tarde tuve ocasión de felicitarme por mi prudencia, puesto que El Dibujante demostró ser un personaje harto desconfiado, ya que tenía por costumbre colocar en la puerta precintos casi invisibles que le permitían comprobar de inmediato si algún intruso había intentado forzarla durante su ausencia.

Era un profesional.

Y de los buenos. De los que suelen convertirse en un reto para quien también se considera bueno en su trabajo. Nada que ver con las chapuzas de Emiliano y Alejandro!

El día en que al fin tuve la certeza de que conocía la mayor parte de sus movimientos y tenía la situación más o menos controlada, me propiné un buen puñetazo en el pómulo que me obligó a ver las estrellas y permanecer más de cinco minutos sentada en la cama medio aturdida, me maquillé el hematoma que se me había formado de tal forma que, queriendo parecer que intentaba disimularlo lo que en realidad conseguía era resaltarlo aún más, y ocultándome tras unas grandes gafas oscuras, hice unas compras sin importancia y a las seis menos cinco en punto fui a tomar asiento en una apartada mesa del bar al que Lautaro Céspedes acudía a leer la prensa cada tarde.

Tardó en descubrirme y tal vez no lo hubiera hecho, inmerso como estaba en su lectura, si yo no le hubiera rogado al camarero que me trajera otra copa en el justo momento de despojarme de las gafas y limpiarme con la punta del dedo una furtiva lágrima.

No necesité mirar para saber que me estaba observando.

Con la cabeza gacha, sumida en mi dolor, ni tan siquiera tomé conciencia que había reparado en mí hasta que el camarero se alejó, momento en que alcé los ojos y se cruzaron nuestras miradas.

Fingí sorprenderme y aparté la vista frunciendo el entrecejo como si estuviera preguntándome de qué diablos me sonaba su cara.

Volví a mirarle, me saludó con un ademán de cabeza y a duras penas acepté a devolverle cortésmente el saludo al tiempo que me mordía los labios como si estuviera intentando disimular mi desconcierto.

Tal como imaginaba a los pocos instantes acudió a aclararme quién era y dónde nos habíamos conocido.

Dudé, pero al fin le invité a tomar asiento, y al cabo de un rato se vio en la obligación de preguntarme qué era lo que me había pasado en el rostro.

¡Una triste historia!

Triste y evidentemente dolorosa.

Mi marido, hombre irascible, violento y celoso hasta límites patológicos, había decidido que nadie acostumbra contratar a una modelo con un ojo morado, y as¡ pensaba mantenerme hasta que renunciara a la estúpida idea de trabajar para una agencia de publicidad.

Y yo sabía muy bien, oh, Señor, lo sabía por años de experiencia! que mi marido era de los que realmente disfrutaban a la hora de hacer realidad tales promesas.

Admito que en lo más profundo de mi alma no me sentía en absoluto orgullosa por el hecho de verme obligada a emplear un truco tan sucio sabiendo como sé que existen miles de mujeres que viven sometidas a un trato semejante, pero es que tenía muy claro, que a los ojos de un hombre como El Dibujante, una mujer que permitía que su marido la maltratara sin oponer resistencia, se convertía automáticamente en una mujer inofensiva.

Una pobre mujer que lo que en verdad necesitaba era protección. Y a nadie — ni tan siquiera a un desconfiado ex terrorista- se le ocurriría protegerse de alguien que imagina que necesita protección.

Nos hicimos amigos.

Evidentemente yo, como extranjera en un país al que acababa de llegar, necesitaba un confidente a quien hacer partícipe de mis cuitas, y él, extranjero en un país en el que llevaba años pero en el que no había conseguido integrarse, también necesitaba a alguien con quien poder hablar y a quien aconsejar sobre la mejor forma de hacer frente a su difícil problema conyugal.

Lautaro era un hombre inteligente, sensible y profundamente amargado. Desilusionado sería tal vez el término correcto con el que definirlo.

Miembro fundador de un movimiento que en sus principios tuvo una clara y lógica razón de ser, había sacrificado — y arriesgado- su vida en aras de unos sueños que habían acabado por transformarse en pesadilla.

De sus viejos compañeros de armas apenas quedaba ya más que el recuerdo, puesto que la mayoría estaban muertos — algunos de ellos ejecutados-, otros pasarían el resto de su vida entre rejas, y tan sólo media docena de ellos vivían de igual modo en el exilio, pero tan perdidos, amargados y desarraigados como él mismo.

Su obra, su bien diseñada organización, había ido pasando de mano en mano, tal como suele ocurrir con casi todas las ideologías y partidos políticos, para acabar en poder de los eternos segundones; esa miserable raza de arribistas y trepadores que tienen por costumbre recoger el fruto del árbol que en su día plantaron los auténticos líderes.

Cuando un campesino siembra un peral, cosecha peras, pero en el mundo de la política y el terrorismo, si se siembran perales, se puede acabar recolectando castañas.

Y quien advierte que ha desperdiciado su juventud y tirado por la borda su futuro en un esfuerzo que a la larga ha resultado tan fallido, no puede por menos que preguntarse de qué le sirvió tanto esfuerzo, cuando lo único que le queda por delante es una eterna huida de un pasado del que jamás conseguir librarse.

Una noche, mucho tiempo después, pronunció una significativa frase que permitía adivinar la naturaleza de su auténtico pensamiento:

El día que el coche del almirante Carrero Blanco voló por los aires deberíamos habernos disuelto, pues resultaba evidente que ya jamás conseguiríamos un éxito semejante, y el resto se limitaría a un inútil derramamiento de sangre que acabaría por empañar el brillo de un hecho tan especialmente glorioso.

La muerte de un tirano pierde toda validez frente a la muerte de un niño, y por desgracia figuran infinitamente más cadáveres de niños que de tiranos en la larga lista de las víctimas de la organización que El Dibujante contribuyó a crear.

Y entre ellas, y eso era algo que yo jamás conseguiría olvidar, se encontraba Sebastián.

Una pobre muchacha supuestamente maltratada por su marido, y un hombre solitario e infeliz que vivía del pasado, acabaron lógicamente por convertirse en amantes.

Lautaro — prefiero continuar llamándole Lautaro para evitar confusiones- era a mi modo de ver un amante bastante irregular.

En ocasiones se comportaba como un muchachito apasionado, vitalista, experto y profundamente imaginativo, que conseguía catapultarme hacia algunos de los orgasmos más prodigiosos que recuerdo, mientras que por el contrario, a menudo se mostraba como un anciano mustio, flácido y sin el menor interés por lo que estaba haciendo, como si su mente — y todo su cuerpo- se encontraran muy lejos de allí.

Lógicamente tras una de aquellas deprimentes sesiones de alcoba, en las que más que a un hombre tenía la sensación de haber estado abrazada a un muerto, abandonaba la estancia deseando perderle de vista, aunque debo admitir que fuera de los estrictos límites de la cama, era una persona con la que, por lo general, daba gusto tratar. Aunque seguía siendo, de igual modo, profundamente irregular.

Al poco de afianzar nuestra relación, y tras una visita a su apartamento, durante la cual no pude por menos que mostrar mi extrañeza ante el hecho de que no hubiera ni un solo detalle que recordara su supuesto origen chileno, mientras que por el contrario la evocación española se advertía en libros, revistas, fotos, recuerdos e incluso vinos y alimentos, acabó por admitir que era vasco, aunque se mostró sumamente reacio a hablar de sí mismo.

No obstante, una noche en que se encontraba especialmente deprimido comentó con manifiesta amargura:

El problema estriba esencialmente en que llegó un momento en que estaba dispuesto a morir por ETA, pero no a seguir matando en nombre de ETA, mientras que mis compañeros no estaban dispuestos a morir por ETA, pero sí a continuar matando en nombre de ETA.

Aquella sencilla frase evidenciaba, mejor que cualquier otra, la esencia de su pensamiento político, y la razón por la que había elegido el camino del exilio.

Para El Dibujante el momento cumbre de la organización que había contribuido a fundar, llegó el día en que fueron capaces de hacer volar limpiamente y mediante una acción en verdad espectacular, el coche de Carrero Blanco, que era la única persona que hubiera sido capaz de perpetuar la dictadura franquista en el país.

Muerto Carrero Blanco, agonizante el dictador y a las puertas ya de una nueva etapa de democracia y libertades, ETA había concluido según él de forma brillante y ejemplar la función para la que había sido creada, por lo que había llegado el momento de dar paso a una nueva manera de entender la política a través del mutuo respeto y el diálogo.

Pero los recién llegados no lo entendieron así. Los que a ultima hora se habían subido al carro de un éxito del que ni siquiera tuvieron sospechas hasta el día en que aquel coche reventó, no se conformaron con la idea de que dicho carro se detuviera en el momento en que trepaban a él, soñando quizá con nuevas acciones de idéntica resonancia.

Pero ya no quedaban Carreros Blancos, y los cerebros que habían sido capaces de diseñar tan exquisito atentado tenían el corazón y la mente en otra parte. Suelen ser los héroes los que ganan las batallas o perecen en el intento, pero suelen ser sus escuderos los que a la larga se adueñan del botín.

Cristóbal Colón sacrificó su vida por descubrir un continente que hoy día lleva el nombre de un chupatintas que lo visitó años más tarde por cuenta de un desconfiado banquero.

El Dibujante se había arriesgado a ser ejecutado para acabar viendo cómo sus sueños de libertad se transformaban en pesadillas de tiranía, puesto que a su modo de ver la cúpula dirigente de la ETA actual constituía la más genuina representación del fascismo y la intransigencia llevados a sus últimos extremos.

Era consciente de que había renunciado a su familia, sus amigos, su trabajo, su futuro e incluso su patria para que a la postre un grupúsculo de fan ticos pudiera seguir matando y secuestrando bajo la bandera de aquel hermoso sueño.

En buena lógica, la simple constatación de tales hechos le sumía con demasiada frecuencia en una profunda depresión. Y en tales momentos se consideraba incapaz de razonar, de reír, de pensar, e incluso hacer el amor con unas mínimas garantías de éxito.

Me mostré comprensiva. Encantadoramente paciente, afectuosa y comprensiva. Pero a cambio de tanto encanto, tanta paciencia y tanta comprensión fui obteniendo — eso sí, muy poco a poco y casi con cuentagotas- la valiosa información que había venido buscando.

Con el tiempo acabé por verme obligada a confesar que en realidad nunca había estado casada, sino que mantenía desde hacía varios años una difícil relación con un alto cargo de la embajada de Ecuador, que era en realidad quien corría con todos mis gastos.

Dicha confesión propició que nuestra relación se afianzase aún más, por lo que no tenía nada de extraño que con frecuencia me quedara en su casa cuando se marchaba al trabajo.

Los venezolanos son los seres más madrugadores del mundo. En cuanto amanece ya están correteando de un lado a otro, con lo que a las seis en punto de la mañana Caracas aparece sumida en un tráfico infernal.

Lautaro entraba en la agencia a las ocho, por lo que yo acostumbraba a quedarme en la cama, aunque en realidad lo que hacía era dedicarme a registrar cada rincón de su minúsculo apartamento.

No encontré nada. Ni un diario, ni una libreta de direcciones, ni una carta, ni un documento comprometedor… Nada de nada.

Busqué y rebusqué con todo el cuidado y la paciencia que requería el hecho de haberme tomado tantas molestias para llegar hasta allí, pero lo único que cayó en mi poder fueron viejos recibos y facturas que había ido acumulando en una manoseada caja de zapatos.

Empezaba a sospechar que no conseguiría llegar a parte alguna, cuando una mañana, al revisar por enésima vez su armario, reparé en una pequeña factura garrapateada a mano que aparecía olvidada en el bolsillo interior de una vieja zamarra:

Por el alquiler del pantalán número treinta y dos, ocho mil bolívares. Puerto La Cruz, uno de marzo de mil novecientos ochenta y nueve.

¡Puerto La Cruz…! Eso significaba que el bueno de Lautaro, que ni siquiera tenía coche, poseía no obstante un barco atracado en una pequeña ciudad de veraneo muy frecuentada los fines de semana, ya que se encuentra a unos treinta minutos de vuelo de Caracas.

Allí en el pantalán número treinta y dos del más cochambroso de sus innumerables puertos deportivos, se encontraba atracado un viejo velero de unos doce metros de eslora, el Malandrín, que presentaba todo el aspecto de no haber salido a la mar en años.

Mientras almorzaba en un restaurante cercano llegué a la conclusión de que harto ya de todo, un buen día El Dibujante debió tomar la decisión de romper con ETA para embarcarse en tan ruinosa reliquia, rumbo al Caribe. Aquel barco debería constituir por tanto su refugio secreto, el lugar en el que ocultaba sus documentos, y su vía de escape.

Muy propio de alguien tan sumamente previsor como Lautaro, ya que pese a todo, todo lo que habíamos hablado, jamás había hecho una sola mención al mar, o a que supiera navegar. Y quien fuera capaz de atravesar el océano en semejante cáscara de nuez tenía que ser, a mi modo de ver, un experto marino.

A la hora del café abrigaba el convencimiento de que en el Malandrín se ocultaba cuanto venía buscando, pero justo pegado a él, borda con borda se encontraba atracada una altiva falúa erizada de cañas de pescar que un par de vociferantes mulatos repasaban y aparejaban con especial esmero.

Más tarde me contaron que en aquellas aguas, justo frente a sus costas se suelen pescar los mayores peces vela del mundo.

Invadir un barco atracado en un pantalán a plena luz del día con dos testigos a menos de tres metros de distancia resultaba en exceso arriesgado, pero al poco reparé en el hecho de que unos veinte metros más allá un llamativo letrero anunciaba que una lujosa motora de unos quince metros de eslora se alquilaba — con patrón o sin patrón- por días o semanas.

La alquilé.

Conté una historia bastante verosímil sobre un marido enamorado del mar que en aquellos momentos estaba trabajando pero que vendría a pescar el próximo fin de semana, coloqué un fajo de billetes de cien dólares sobre la mesa, firmé un pequeño contrato, rellené una póliza de seguro y recibí en el acto las llaves del Barracuda III.

Era una nave cómoda y espaciosa, con tres mullidas literas, cocina, ducha y cuanto se pudiera exigir para pasar a bordo unos cuantos días de placentero descanso.

Tan sólo necesitaba un buen patrón y yo había asegurado que antes de hacernos a la mar mi marido presentaría al jefe del puerto su carnet de capitán de yate con m s de doce años de probada experiencia.

— Le esperaré a bordo — concluí.

El buen hombre me observó perplejo.

— Como guste — replicó-. Pero le aconsejo que por las noches se encierre a cal y canto. No es por miedo a que la violen. Es que aquí los mosquitos son como pelícanos.

Y tenía razón. En cuanto oscurecía nubes de gigantescos mosquitos de una voracidad inaudita se adueñaban del puerto y sus alrededores hasta el punto de que al cerrar la noche no se distinguía un alma en cuanto alcanzaba la vista.

Apagué las luces, permanecí atenta hasta cerciorarme de que era el único ser humano despierto en m s de un kilómetro a la redonda, y sobre las dos de la mañana me introduje silenciosamente en un agua tibia y grasienta, para atravesar nadando muy despacio los escasos metros que me separaban del Malandrín y trepar a bordo.

El herrumbroso candado que cerraba el tambucho de popa no se me resistió en exceso pese a la oscuridad, por lo que a los pocos minutos había conseguido deslizarme en el interior del maltrecho velero.

Hedía a pintura y brea, pero sobre todo apestaba a habitáculo cerrado desde hacía meses.

Corrí a conciencia las cortinas de los ojos de buey con el objeto de que ni un rayo de luz se filtrara al exterior, y únicamente entonces encendí la enorme linterna que había traído conmigo. Esperaba encontrarme con un espectáculo deprimente, pero me equivoqué.

Exteriormente el barco parecía semiabandonado y su interior olía a demonios, pero precisamente dicho olor se debía al hecho de que la camareta se encontraba herméticamente sellada y aislada con el aparente propósito de protegerla de la humedad.

Aunque al primer golpe de vista se pensara otra cosa, el Malandrín tenía todo el aspecto de poder hacerse a la mar en aquel mismo momento.

Y por lo que pude advertir al analizarlo con más detenimiento, disponía de agua, combustible y alimentos suficientes como para realizar una larga travesía. Las velas se encontraban perfectamente apiladas en sus estantes, los cabos muy bien colocados, y el pequeño motor auxiliar reluciente e impecable.

Resultaba evidente que mi buen amigo El Dibujante debía ser un auténtico lobo de mar, muy capaz de levar anclas para perderse en la inmensidad del océano en cuestión de minutos.

Una lección más que aprender.

La impagable enseñanza de un viejo terrorista consciente de que en un determinado momento las fronteras pueden encontrarse vigiladas, mientras que a ninguna policía del mundo se le pasaría por la mente la absurda idea que alguien pudiera intentar abandonar el país en semejante barquichuelo.

¡Astuto! ¡Muy astuto!

Registré a conciencia el lugar, pero tampoco descubrí nada de especial interés. Ni una carta, ni un documento, ni una libreta de teléfonos, y el simple hecho de no encontrarlos me afianzó en la idea de que tenían que ser importantes y que tenían que estar ocultos en alguna parte.

Tardé tres noches en dar con ellos.

¡Hijo de la gran puta!

Los había escondido en el fondo de la caja de anclas, de tal forma que normalmente se hacía necesario salir a navegar, fondear lejos de la costa, lanzar el ancla permitiendo que metros y metros de cadena fueran cayendo al agua, y solamente cuando esa cadena hubiera salido por completo de su estrecho cubículo se conseguiría acceder a un pesado maletín metálico perfectamente estanco.

Aún me invade el sudor cada vez que recuerdo los tremendos esfuerzos que tuve que hacer, acosada por nubes de mosquitos, a la hora de ir arrojando silenciosamente al agua del puerto, eslabón tras eslabón, la interminable cadena del ancla.

Pero debo admitir que valió la pena. Me llevé el maletín y pasé dos días examinando su contenido.

Constituía un auténtico tesoro de incalculable valor testimonial y casi cabría asegurar que histórico.

La base de tan inapreciable hallazgo la conformaban tres libretas de tapas de hule, en las que Lautaro Céspedes había ido anotando día a día y con una caligrafía minúscula y perfecta cuanto había acontecido en la banda armada desde el momento mismo en que ingresó en ella, en la segunda mitad de los años sesenta, hasta la noche en que subió a bordo del Malandrín y se perdió en la oscuridad del agitado golfo de Vizcaya.

Nada me importaría que estas olas se tragaran cuanto queda de mí. Nada me importaría que mi cuerpo se hundiera en las aguas que bañan las costas de mi tierra, puesto que ya mi alma se ha hundido en la sangre que yo mismo ayudé a derramar sobre sus ciudades y sus campos.

La última luz desaparece a popa. Sé que jamás regresaré a mi casa, ni vivo, ni muerto. Nadie se acordará de mí. Adiós, adiós, adiós.

Con ese triple adiós terminaba el diario, pero tanto o más que el testimonio de primera mano de alguien que había vivido muy de cerca tan trascendentales acontecimientos, lo que en verdad no tenía precio, era la enorme cantidad de nombres, direcciones, números de teléfono e incluso fotografías que abarrotaban el maletín.

¿Por qué razón había conservado El Dibujante todo aquello?

¿Qué objeto tenía si había decidido abandonar cualquier tipo de actividad clandestina desde el momento en que embarcó?

A mi modo de ver tan sólo existe una respuesta válida: aquel maletín, aquel diario, y aquel cúmulo de documentos comprometedores constituían el seguro de vida de alguien que no confiaba en sus antiguos camaradas.

Ahora, tanto después, me reafirmo en semejante apreciación; nadie que hubiera ocupado un puesto de tanta responsabilidad podría abandonar nunca una organización tan radicalizada si no era a base de cubrirse muy bien las espaldas.

En ETA, la deserción se paga con la vida. Y no se me antoja en absoluto injusto.

¿Quién soy yo, que tantas vidas me he cobrado, para juzgar a quienes juzgan según sus propias leyes?

¡Si yo establecí las mías y no dudé a la hora de ajusticiar a quienes sospechaba que me habían fallado, carezco de fuerza moral para condenar a quienes consideran que escabullirse en plena noche a mar abierto y desaparecer sin dar explicaciones, constituye un delito de alta traición que se castiga con la muerte!.

Quiero pensar que de no existir el maletín que en aquellos momentos descansaba sobre una mesa del Barracuda III, Lautaro Céspedes habría caído abatido por una bala en la nuca tiempo atrás sin que nadie se hubiera escandalizado por ello.

Según él mismo dejó escrito, Andoni El Dibujante había sido en su día un sanguinario terrorista sobre cuya conciencia pesaban una larga lista de muertes violentas, y por lo tanto siempre había tenido muy claro cuál sería su destino si un día decidía abandonar el camino libremente elegido.

Mi caso es en cierto modo semejante. Si una noche cualquiera alguien me suicida ahorcándome con una sábana de los barrotes del ventanuco, no tendré ni tiempo ni razón para quejarme puesto que fui yo quien se lo buscó sin ayuda de nadie. Y por desgracia, no cuento con un metálico maletín que me proteja.

Quien se lanza de cabeza a un lago de sangre, debe saber que conseguir mantenerse a flote un cierto tiempo, pero que a la larga esa sangre le ahogar indefectiblemente, por que lo único que se aprende una vez dentro, es que ése es un lago que carece de orillas.

Lautaro Céspedes había conseguido mantenerse a flote aferrado a un maletín que hacía las veces de salvavidas, pero ahora ese maletín estaba en mi poder, y por lo tanto su tiempo había acabado.

Lo medité largamente, y he de admitir que, al igual que me ocurrió con Emiliano y Alejandro, me plante‚ muy seriamente la posibilidad de permitir continuar viviendo a alguien que a mi modo de ver merecía estar muerto.

Y es que en el fondo le apreciaba. Y le entendía muy bien. Había cometido los mismos errores que yo, y por lo tanto gozaba de todas mis simpatías, pero en el mundo en que me desenvuelvo no hay lugar para las simpatías ni los afectos personales.

Limitarme a desaparecer llevándome sus documentos, significaba tanto como conservar siempre sobre mi cabeza una temible espada de Damocles.

Pronto o tarde Lautaro acabaría por darse cuenta de que su precioso maletín había desaparecido, ataría cabos, y entraba dentro de lo posible que optara por poner sobre aviso a sus antiguos camaradas advirtiéndoles de que una muchacha morena, joven y especialmente atractiva estaba en condiciones de causarles un daño terrible.

Y efectivamente yo tenía intención de causar ese daño.

Ahora contaba con los medios.

Una interminable lista de nombres, direcciones e incluso fotografías de todos aquellos que podían haber sido causantes de la muerte de mi padre.

Incluso el propio Lautaro entraba en esa lista. Al fin y al cabo había sido dirigente de ETA en las fechas en que uno de sus comandos itinerantes se equivocó a la hora de hacer estallar una bomba.

La venganza es mi ley, y a ella me atengo.

Hubiera deseado haber tenido el suficiente valor como para dar marcha atrás en algunos momentos de mi vida, pero nunca lo tuve, por lo que opté por huir hacia adelante aun a sabiendas que dicha huida me conduciría directamente al abismo.

Me gusta repetir frases del diario de Lautaro puesto que en cierto modo las considero como propias.

Aquella noche hubiera dado la mitad de mi vida por conseguir olvidar la otra mitad, pero no encontré a nadie que quisiera quedarse con ella.

Se refería a la noche en que había votado a favor a la hora de ejecutar a un industrial al que mantenían secuestrado.

Quiero suponer que El Dibujante que había colaborado en la organización del arriesgado y meticuloso atentado que acabó con la vida del almirante, poco tenía en común con El Dibujante que alzó la mano accediendo a que se le arrebatara la vida a un inocente.

Nada tiene que ver una cosa con otra.

Puede que se emplee la misma palabra para designar ambos actos: terrorismo, e incluso para designar a quienes lo cometen: terroristas, pero en mi opinión incluso dentro de tan execrable término, deben establecerse distinciones.

Especialmente a la hora de juzgarlos.

Personalmente hubiera sido capaz de perdonarle la vida al terrorista que ejecutó a Carrero Blanco, pero no demostré la más mínima compasión con respecto a quien, a continuación, consintió en ser cómplice de tantas muertes inútiles.

En resumen se puede decir que a la hora de la verdad asesiné al segundo Dibujante, no al primero.

Por desgracia resultaba imposible separarlos, al igual que hoy por hoy resulta imposible separar a la inocente chiquilla que tan sólo buscaba justicia, de la implacable y corrupta Sultana Roja.

Corrupción es un término por desgracia muy exacto, y que nos indica que algo ha comenzado a descomponerse cambiando de forma radical su propia esencia.

Corrupción es al propio tiempo un término cada día más en boga y que se aplica de forma preferente al campo de la política.

No obstante, incluso en el ámbito del terrorismo esa inevitable corrupción acaba por hacer su aparición descomponiéndolo todo hasta convertir en irreconocible la materia original de las ideas — justas o injustas- sobre las que se asentaba.

La corrupción que se apoderó del espíritu de ETA es en cierto modo similar a la que se apoderó del espíritu socialista durante sus últimos años en el poder, y de la que probablemente se apoderar algún día del Partido Popular si sus dirigentes no aprenden en cabeza ajena de unos errores que, pese a repetirse una y otra vez, vuelven siempre a la carga como la pescadilla que se muerde la cola.

¿Qué puede existir más corrompido, y más alejado del ideal de quienes un buen día decidieron arriesgar sus vidas enfrentándose al todopoderoso franquismo, que esos estúpidos que han secuestrado a un pobre muchacho para descerrajarle un tiro en la nuca cuarenta y ocho horas más tarde?

El asesinato a sangre fría y sin justificación de ningún tipo de Miguel Ángel Blanco ha significado catapultar los principios fundamentales de ETA al extremo opuesto de su arco ideológico, y resulta curiosa — y en cierto modo macabra- la coincidencia en los apellidos: de la brillante victoria del atentado al tiránico fascista Carrero Blanco, a la hedionda derrota del crimen cometido en la persona del honrado demócrata Miguel Ángel Blanco.

De Blanco a Blanco, cuando se ha pasado en realidad del blanco al negro, aunque yo soy quien menos puede sorprenderse por el hecho de que las cosas hayan evolucionado de ese modo, ya que tuve ocasión de tratar a fondo a un hombre como El Dibujante, que representaba el origen de una ideología hasta cierto punto respetable, y he tenido también la oportunidad de tratar, aunque de un modo mucho m s superficial, a quienes recogieron su testigo para conducirlo a una meta situada en una dirección totalmente opuesta.

Algún día, en algún lugar equivocamos el rumbo, y lo que en el fondo me atormenta, es que no soy capaz de determinar en qué momento exacto ocurrió.

No obstante, casi al final de su revelador diario, Lautaro puntualiza:

En realidad sí sé cuándo comenzamos a errar nuestro camino, pero me avergьenza admitir que tuve miedo a decir lo que pensaba porque ya en esos momentos no me sentía con fuerzas como para arriesgarme por defender un sueño del que desgraciadamente me había despertado tiempo atrás.

Sé muy bien cuánto duele despertar de un sueño que ha causado tantísimo dolor. Volver el rostro para descubrir que no has hecho m s que dar pasos en falso cuyo único rastro es un reguero de cadáveres provoca un vacío interior que ni el mejor poeta sabría expresar, en especial si se detiene a preguntarse cuántas cosas hermosas podría haber llevado a cabo de no haberse cegado en tan fútil empeño.

Lautaro tal vez hubiera llegado a ser un gran pintor. Tenía talento.

Y fuerza.

Y también hubiera sabido hacer feliz a una mujer.

Le gustaban los niños.

Y los perros.

Y le gustaba el mar aunque jamás me hablara de ello.

Renuncié a la vida que en justicia me correspondía por arrebatarle a otros la vida que en justicia también les correspondía.

Y nadie salió ganando.

Esa última frase.: Y nadie salió ganando, simboliza mejor que ninguna otra, la esencia de nuestra común aventura, y de la de todos aquellos que eligieron el tortuoso sendero de la violencia. Nadie sale ganando.

El terrorismo, o el crimen tal como yo lo he practicado, se transforman muy pronto en la resbaladiza senda de la derrota, y el hecho de tomar conciencia de que no somos más que pobres fracasados es como una invencible fuerza de gravedad que tanto más nos acelera, cuanto más nos vamos acelerando.

Pasé aún dos largas semanas con la que acabaría por convertirse en mi sexta víctima. Dos semanas en las que a punto estuve de confesarle que había leído su diario y compartía la mayor parte de sus amarguras y desengaños, y a estas alturas aún suelo preguntarme por qué razón no lo hice.

Tal vez, juntos, hubiéramos conseguido escapar de nosotros mismos.

Era el hombre indicado.

Enfermos de la misma enfermedad.

Prisioneros en idénticas cárceles.

Enemigos cuya única esperanza de victoria se centraba en sellar una firme alianza. Y estoy convencida de que él hubiera aceptado.

Encontrar a una persona que compartiera sus pesadillas y pudiera disculpar sus errores por el hecho de haber cometido esos mismos errores, era lo que Lautaro Céspedes estaba necesitando. Pero no tuvo esa oportunidad.

No se la concedí.

De lo que sí tuvo oportunidad en esos últimos días de su vida fue de sincerarse. Tal vez presentía que iba a morir. O quizá debió captar de un modo inconsciente que yo ya sabía tanto sobre él que no valía la pena continuar ocultándome el resto.

También debió influir la noticia de que uno de sus antiguos camaradas había sido asesinado por los llamados Grupos Armados de Liberación, los tristemente famosos GAL creados al parecer por el Ministerio del Interior del gobierno socialista con el fin de combatir ilegalmente el terrorismo.

— Eliminan a los hombres equivocados — se lamentó-. El bueno de Gorka ya no le hacía daño a nadie, y por el contrario era de los que podían contribuir a la pacificación de Euskadi. Sin embargo, como sabían dónde encontrarle le pegaron un tiro, mientras que a los auténticos asesinos ni siquiera los buscan.¡Inútiles!

Aquella manifiesta ineptitud por parte de quienes en buena lógica contaban con todos los medios imaginables para conseguir sus objetivos tenía la virtud de sacarle de quicio, puesto que lo veía como una muestra m s de hasta qué punto la vieja batalla había perdido grandeza.

— La policía franquista era dura, cruel y despiadada, pero eficiente — solía decir-. Gente que sabía su oficio y a la que nos enfrentábamos de igual a igual arriesgando la vida. Pero ahora los encargados de acabar con ETA no son más que una pandilla de pistoleros a sueldo o funcionarios corruptos que se quedan con el dinero destinado a combatirla. Lo único que saben hacer es torturar hasta que alguien les dé un nombre-lanzó un reniego-. Y cobrar de los fondos reservados por cada muerto que se apuntan.

— No resulta fácil combatir a una organización tan bien montada — le hice notar.

— Lo es si conoces sus fallos — replicó con calma-. ETA es como un antiguo galeón: demasiado velamen y obra muerta para tan poca quilla. Navega bien con viento en popa, y es capaz de capear un temporal a palo seco, pero con el viento de través corre serio peligro de naufragar.

Era la primera vez que se expresaba como un marino, por lo que me limité a observarle con fingida sorpresa.

— ¿Y a qué viene semejante terminología náutica? — protesté-. Yo soy de tierra adentro.

— No era más que un símil — se disculpó-. Viene a significar que ETA no está lo suficientemente inmersa en la masa social vasca como para resistir que se la ataque allí donde no suele atacársela.

— ¿Y es?

— En sus cimientos. La finalidad última de todo grupo terrorista se centra, como su propio nombre indica, en sembrar el terror. Y si no lo consigue, está condenado al fracaso.

— ¿Te parece poco terror el que ha conseguido sembrar en estos años? Docenas de atentados con centenares de muertos.

— Más muertes provocan cada año los accidentes de tráfico, y para que la carretera infunda auténtico respeto, las autoridades se ven obligadas a realizar costosas campañas publicitarias con el fin de atemorizar a los ciudadanos. Eso significa que para que el pueblo tenga miedo, le tienen que inculcar ese miedo. Pero si no se habla de ello, si se ignora o se desprecia, deja de importar. El silencio es la clave.

— ¿El silencio? — me sorprendí-. ¿Acaso pretendes que se amordace a los medios de comunicación como se solía hacer en tiempos de Franco?

— No se trata de amordazarlos — replicó seguro de sí mismo-, sino de hacerles comprender que años de airear atentados y exhibir todo un rosario de horrores a base de bombas y los asesinatos que pueden herir la sensibilidad del espectador, no han conducido m s que al aumento de esa imparable escalada de violencia. El terrorista disfruta viendo cómo son otros los que multiplican por mil su lúgubre aullido. La prensa, la radio y la televisión son como gigantescos altavoces que le sirven para amedrentar al pueblo. Si se les priva de ellos, se les priva de su mejor arma.

— En las democracias existe una libertad de prensa que no puede coartarse.

— Hacer algo voluntariamente nunca puede ser considerado coacción — puntualizó-. Es únicamente civismo. Años de condenar duramente los atentados no han servido de nada. Y me consta, porque eso era lo que más nos preocupaba, ya que lo peor que le puede ocurrir a quien comete un atentado, es que únicamente se enteren un centenar escaso de personas. Por eso, en los tiempos de la censura teníamos que recurrir a golpes de efecto que no pueden ocultarse como fue el caso del atentado a Carrero Blanco. Sin embargo, hoy en día le pegan un tiro a un infeliz cartero en Bilbao, y los periódicos de Málaga le dedican la primera página. Y eso asusta tanto al vecino de Málaga, como al de Bilbao. Y lo peor de todo, es que con ello no se ha conseguido devolverle la vida al pobre cartero.

— No entiendo gran cosa de terrorismo — argьí-. Pero se me antoja que lo que estás diciendo es injusto. Y cruel.

— Yo sé mejor que nadie que todo cuanto se refiere al terrorismo es injusto y cruel, puesto que son mayoría los inocentes que sufren las consecuencias — admitió-. Lo aprendí demasiado tarde, pero lo aprendí muy bien. Y te diré una cosa: resulta muchísimo más injusto asesinar a una persona, que silenciar su muerte.

— En eso estoy de acuerdo. En lo que no estoy de acuerdo es en que se permita a una determinada organización terrorista que campe por sus respetos sin que nadie proteste por ello.

— Te repito que protestar no suele servir de nada — insistió-. Y además, ese silencio debe venir acompañado de mucha astucia a la hora de atacar por otros flancos. Me duele decir esto ya que contribuí a crearla, pero a estas alturas estoy convencido de que ETA hay que enquistarla en sí misma por medio de la indiferencia más absoluta al tiempo que se la corrompe en sus propias raíces.

— ¿Cómo?

— Desmoralizando a sus bases. Si un cachorro de ETA es sorprendido quemando una cabina telefónica y al día siguiente sale en libertad sin cargos, se considera un héroe que puede permanecer impune hasta el punto de que un día en lugar de incendiar cabinas, asesinar personas. Pero si a la semana de salir en libertad tres encapuchados le secuestran y le propinan una soberana paliza intentando averiguar qué es lo que le contó a la policía mientras lo tuvieron en el calabozo, llegar a la conclusión de que sus amigos son más temibles que sus enemigos. Y eso le desmoralizará.

— Es un truco muy sucio — protesté-. Y antidemocrático.

— Más sucio y antidemocrático es hacer explotar un coche-bomba en mitad de la calle — señaló, y no le faltaba razón-. Quien cometa un acto vandálico debe tener muy claro que antes o después, y venga de un lado u otro, pagar por ello. Y si además se hace correr la voz de que no resistió el interrogatorio y se fue de la lengua denunciando a otros camaradas que posteriormente sufrieron idéntico trato, en lugar de ser un héroe se habrá convertido en un traidor que ya nunca podrá dormir en paz.

— Tienes una mente retorcida y diabólica.

— Tengo la mente que me han obligado a tener. Yo era un hombre justo, y fiel a una causa al que unos cuantos enanos mentales que ambicionaban su puesto acabaron por expulsar de su país condenándole a un futuro sin esperanzas. ¿Cómo quieres que piense?

— Mal, desde luego, pero si es así, ¿por qué no pones tus conocimientos al servicio de quienes pueden aniquilar a esos enanos mentales?

— Porque tal vez sea un resentido, pero no un traidor. Mientras no vengan a por m¡ los dejaré en paz. Pero si intentan continuar haciéndome daño me encargar‚ personalmente de que les envenenen las municiones.

— ¿Y eso qué quiere decir?

— Literalmente, lo que he dicho.

— Sigo sin entenderlo.

— Envenenar la munición significa manipularla de tal forma que en el momento de dispararé la bala explote reventando el arma y arrancándole la mano al tirador, por lo que éste se convierte de cazador, en cazado.

— ¡Joder! ¡Qué putada!

— Se trata de una tremenda putada, en efecto — admitió-. Pero hay que tener en cuenta que la mayor parte de las armas de ETA utilizan munición de nueve milímetros, y que suelen abastecerse por medio de traficantes que carecen del más mínimo escrúpulo. Se venden al mejor postor. Lo sé muy bien porque conozco a la mayoría. Si alguien viene a por mí les proporcionar‚ sus nombres a la policía, para que los corrompan y se las arreglen de tal modo que en cada cargamento que reciba ETA se hayan introducido un par de docenas de balas envenenadas — sonrió con manifiesta intención-.

Nadie en este mundo es capaz de diferenciarlas de las auténticas, y en ese caso, antes de un par de años tendríamos un centenar de terroristas mancos. O tuertos. O incluso muertos.

¡Me asombraba!

Admito que en cierto modo Lautaro Céspedes me asombraba puesto que a decir verdad poseía una mente criminal infinitamente más aguzada que la mía o que la de cualquier otra persona que hubiese conocido.

Y como aquella maligna forma de ver las cosas no aparecía reflejada en su diario, a mi entender eso significaba que se trataba de ideas muy recientes, y que sin duda había ido desarrollando durante sus años de exilio.

Y es que aunque se negara a admitirlo y en un principio diese la impresión de ser un viejo excombatiente que había elegido voluntariamente el retiro, resultaba evidente que un rencor negro, profundo y enfermizo anidaba en lo más profundo de su corazón, y que lo que en verdad buscaba a aquellas alturas era venganza.

Vivía maquinando mil formas de destruir a quienes le habían destruido, y no me extrañaría nada que si algo malo le ocurría, alguien, en algún perdido lugar del mundo, tuviera órdenes muy precisas de señalar a la policía en qué lugar se encontraba escondido el comprometedor maletín metálico.

Por desgracia para él, ese maletín ya no estaba en el fondo de la caja de anclas del Malandrín, sino en poder de alguien que esperaba sacarle mayor provecho del que pudiera sacarle la policía.

Más que El Dibujante deberían haberle llamado El Maestro, y estoy convencida de que hubiera hecho magníficas migas con Al-Thani puesto que ambos poseían la misma maquiavélica mentalidad.

En lugar de pagar con fondos reservados a ineptos y corruptos policías que se limitaban a contratar pistoleros mafiosos, lo que el gobierno socialista tenía que haber hecho, ya que estaba dispuesto a jugar sucio, era ofrecer la oportunidad de una nueva vida en paz, anonimato y libertad a cualquiera de los antiguos dirigentes etarras condenados a pudrirse durante años en una cárcel, con el fin de que les ayudaran a destruir a sus sucesores. Quiero suponer que — al igual que ocurría con Lautaro- debían existir muchos antiguos líderes que se sabían traicionados por quienes les habían sucedido en el cargo.

Y alguno habría, amargado y rencoroso, que en la soledad de su celda hubiese tenido tiempo sobrado para diseñar estrategias semejantes a las que El Dibujante había diseñado en la soledad de su diminuto apartamento.

No hay mejor cuña que la del mismo palo, dice el refrán, y en este caso particular era muy cierto. Nadie mejor que el arquitecto que lo construyó para saber cómo se derriba un edificio, y nadie mejor que uno de sus miembros fundadores para destruir una organización terrorista.

Yo aprendía.¡Dios, cuántas cosas llegué a aprender de tanta gente cualificada, sobre la mejor forma de hacer daño!

Durante aquellas dos últimas semanas de su vida, Lautaro Céspedes me proporcionó de motu propio toda una valiosísima serie de pautas de comportamiento, como si en cierta formame estuviese considerando su heredera espiritual, aunque ignorase — como quiero suponer que ignoraba- que además de sus palabras yo contaba ya con su diario y sus más secretos documentos.

Recuerdo que una noche del fin de semana anterior a su muerte me invitó a cenar en un simpático restaurante de las afueras, que según me aseguró había pertenecido al famoso Henry Charriére, más conocido como Papillon, un ex presidiario huido años atrás de la isla del Diablo, autor de una novela que me había impresionado en mi juventud.

Allí, relajados en un encantador y oloroso jardín de luz difusa y bajo un cielo particularmente caluroso y estrellado, El Dibujante, sin duda influenciado por el exótico ambiente, o por los vapores del magnífico vino con que habíamos regado generosamente la cena y el excelente coñac Napoleón que estábamos saboreando tras el café, pontificó muy serio:

— Creo que he encontrado la forma de acabar con ETA en cuarenta y ocho horas.

— ¡Menos mal que hemos venido en taxi! — puntualicé-. ¿Tan mal te ha sentado el vino?

— No estoy borracho — aclaró al tiempo que me guiñaba un ojo-. Tal vez más alegre que de costumbre, pero no borracho. Y lo que te voy a decir te parecer a primera vista estúpido, pero si la analizas con detenimiento descubrirás que podría convertirse en una fórmula impecable.

— ¡Explícate! — le rogué esforzándome por mostrarme paciente.

— En el fondo es muy simple — señaló al tiempo que encendía un grueso habano, cosa que raramente solía hacer-. El gran problema, cuando se lucha contra ETA o Herri Batasuna, se centra en el hecho de que actúan sin respetar las reglas democráticas, pero amparándose siempre en leyes democráticas. Asesinan, incendian o secuestran, pero en cuanto se les pone la mano encima corren a esconderse bajo las faldas de los organismos internacionales y la declaración de derechos humanos.

— De eso abusan — admití.

— Y me parece injusto — puntualizó-. Contra Franco sabíamos que nos jugábamos la vida, pero ahora las fuerzas están descompensadas. Un bando puede matar, pero el otro ni siquiera puede propinarle una patada en los cojones a su enemigo sin que le acusen de torturador. Y así, con las manos atadas a la espalda, nunca se conseguir acabar con quienes se burlan abiertamente del sistema.

— ¿Y qué es lo que se te ha ocurrido? — quise saber-. ¿Abolir de un plumazo las leyes democráticas?

Me lanzó a la cara una nube de humo al tiempo que sonreía burlonamente:

— Más o menos! — replicó-. La esencia de mi idea estriba en abolir las leyes democráticas, democráticamente.

— ¿Por medio de un referéndum…? Menudo lío!

— ¡No! No haría falta ningún referéndum. Todo sería legal y constitucional.

— Acabarás volviéndome loca — me lamenté.

— Para eso no necesitas ayuda — remarcó con humor-. Pero presta mucha atención: tanto España como Francia desearían cortar de raíz los brotes de separatismo a ambos lados de la frontera vasca, pero no lo consiguen por culpa de un código civil excesivamente puntilloso. ¿Estás de acuerdo?

— Hasta ahí estoy de acuerdo! — admití.

— Pero existe una situación, excepcional, aunque legal y constitucional, en que dicho código pierde todo su vigor.

— ¿Y es.?

— ¡La guerra! En tiempos de guerra prevalecen el código militar y la ley marcial, frente a lo que toda otra consideración pasa a segundo término.

— Pero no se le puede declarar la guerra a ETA, ni a Herri Batasuna! — le hice notar-.

–¡Qué más quisieran! Sería como admitir que forman parte de un País Vasco independiente y soberano.

— ¡No me has entendido! — me interrumpió-alzando la mano como pidiendo calma-. No se trata de declararle la guerra a ETA, sino a Francia.

— ¿Declararle la guerra a Francia? — repetí estupefacta-. ¿Es que te has vuelto loco?

— Probablemente — reconoció-. Pero imagínate lo que significaría que, en pleno ejercicio de sus libertades y de acuerdo con la Constitución vigente, el Estado español le declarara la guerra a Francia, y viceversa. Se firmaría un acuerdo según el cual ambos países entraban en guerra a partir de ese mismo instante, y a continuación, se concertaría un armisticio que tan sólo entraría en vigor cuarenta y ocho horas más tarde. Eso vendría a significar que, durante cuarenta y ocho horas, ambos países estarían en guerra y por lo tanto en ambos imperaría la ley marcial.

— ¡Estás como una cabra! — me escandalicé-.¡Qué cosas se te ocurren!

-Únicamente se trataría de combatir al terrorismo con sus propias armas. Y además, te garantizo que se convertiría en un magnífico ejemplo de civismo que figuraría en los anales de la historia. En cierta ocasión, y como muestra de amistad, dos países vecinos se declararon la guerra. Lo que antes tan sólo era preludio de muerte y destrucción, ahora lo sería de paz y armonía.

— ¿La guerra de las Cuarenta y Ocho Horas?

— ¿Por qué no? Si los terroristas buscan guerra, justo es que tengan guerra, pero de tal forma que tan triste palabra se convierta al menos por una sola vez en algo hermoso.

— En el fondo no eres más que un romántico-señalé.

— Y un iluso, de acuerdo — reconoció-. Pero ponte a pensar en lo que se conseguiría con dos días de ley marcial. Todos cuantos tuvieran la más mínima relación con la violencia saldrían corriendo como conejos, por lo que podrían ser declarados desertores y condenados a penas muy severas. Y al otro lado de la frontera los estarían esperando unos franceses que los atraparían para acusarlos de invasores, con lo que también se pasarían una larga temporada en un campo de concentración antes de ser devueltos a su país de origen en un justo intercambio de prisioneros.

— Cada día me pareces más hijo de puta — le hice notar-.¡Qué mente tan retorcida!

— No es más que un ejercicio de imaginación — recalcó mientras se inclinaba para tomarme de la barbilla mirándome a los ojos-. Un simple ejercicio que daría pie a infinitas especulaciones.

Francia y España se unirían en un sincero abrazo y tal vez el mundo aprendería una lección que fuera de utilidad a otros. ¿Acaso no resulta lógico que dos vecinos con ratas en el patio común se pongan de acuerdo a la hora de llamar al exterminador? Eliminado el peligro se celebraría una gran fiesta y se conmemoraría la fecha de un armisticio que quedaría como un ejemplo de lo que se puede conseguir cuando los pueblos y sus gobernantes demuestran buena voluntad.

— ¿Cómo es posible que alguien que piensa como tú, pudiera unirse a ETA? — quise saber.

— Es que no se trata de la misma persona — respondió con un innegable deje de amargura-. Los años no pasan en vano. Sobre todo para los terroristas.

De regreso a Caracas, y tras contemplar el millón de luces del valle hacia el que descendíamos entre vueltas y revueltas, me volví al hombre, ahora silencioso y como ausente que se sentaba a mi lado, y llegué a la conclusión de que era una lástima tener que acabar con quien demostraba un arrepentimiento tan sincero.

Poco o nada tenía que ver Lautaro Céspedes con Andoni El Dibujante.

Poco o nada el terrorista que asesinó a tanta gente con quien acababa de cerrar los ojos y dormitaba evocando tal vez una lejana tierra a la que sabía que jamás volvería.

Poco o nada.

Pero los muertos se revolvían en sus tumbas.

Los inocentes gritaban desde el más allá su inocencia. Las cenizas de Sebastián se negaban a ser esparcidas hasta que sus asesinos hubieran pagado por su crimen. Y yo no tenía la culpa de que Andoni el Dibujante hubiera aprendido su lección demasiado tarde.

Le había condenado a morir. Pero me constaba que me iba a resultar muy difícil matarle.

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