Capítulo 3

– Háblame de él -le dije a James cuando nos metimos en la cama, destapados a causa de la ola de calor que sufríamos a pesar de estar a primeros de junio. El ventilador del techo producía un ligero zumbido mientras hacía girar el aire procedente del lago, pero con todo y con eso hacía calor.

– ¿De quién? -preguntó James con voz adormilada. Tenía que madrugar para ir a la obra.

– De Alex.

James emitió una especie de resoplido amortiguado a causa de la almohada.

– ¿Qué quieres saber?

Yo estaba mirando el techo en la oscuridad, imaginando las estrellas.

– ¿Cómo es?

James guardó silencio durante tanto rato que pensé que se había quedado dormido. Al final se colocó de espaldas. No podía verle el rostro, pero lo dibujé mentalmente.

– Es un buen tipo.

¿Qué quería decir con eso? Me puse de lado, de cara a él. Hacía calor entre los dos. Si hubiera extendido la mano, podría haberlo tocado. En vez de eso, la metí debajo de la almohada y noté el frescor de las sábanas.

– Es inteligente. Es…

Esperé, pero no podía soportar su vacilación.

– ¿Divertido? ¿Amable?

– Sí, supongo que sí.

Suspiré.

– Sois amigos desde cuándo, ¿octavo curso?

– Sí -contestó él, que ya no tenía voz adormilada. Tenía voz de querer adormilarse.

– Entonces deberías poder decirme de él algo más aparte de que es inteligente y un buen tipo. Venga, James. ¿Cómo es Alex?

– Es como el lago.

– Explícame eso.

James cambió de postura, agarrando las sábanas con los pies. El colchón cedió con sus movimientos.

– Alex es… un hombre de personalidad profunda para algunas cosas y superficial cuando menos te lo esperas. Creo que es la mejor manera de describirlo.

Consideré sus palabras un momento.

– Una descripción muy interesante.

James no dijo nada. Escuché su respiración. Noté su aliento en mi rostro. Sentí el calor de su cuerpo a escasos centímetros del mío. No nos estábamos tocando, pero lo sentí incorporarse e inclinarse sobre mí.

– Vale, ¿qué te parece esta otra? Alex parece una persona fácil de conocer.

– ¿Pero no lo es?

James tomó aire. Lo soltó. Tomó aire nuevamente. Un patrón lento y regular, aunque no parecía relajado.

– No. Yo no diría eso.

– Pero tú lo conoces, ¿no es así? Me refiero a que fuisteis muy amigos durante mucho tiempo.

James soltó una carcajada y con ella se esfumó la inquietud que sus respuestas habían despertado en mi interior.

– Sí, supongo que lo fuimos.

Estiré el brazo para acariciarle el pelo. James se acercó a mí. Su mano encontró el punto exacto sobre mi cadera, se acomodó en la curva de mi cuerpo. Me alineé contra él.

Guardamos silencio un rato. Me pegué a su cuerpo, mi pecho contra el suyo. Llevaba puestos únicamente los calzoncillos. Yo llevaba una camiseta de tirantes y las bragas. Había mucha piel en contacto. No iba a ser yo la que se quejara, aunque la noche todavía no había empezado a refrescar y el sudor hacía que nos pegáramos.

Se empalmó y yo sonreí. Esperé y al cabo de un momento su mano emprendió un lento ir y venir por mi costado. El pulso se le había acelerado, lo mismo que a mí.

Ladeé la cabeza. Su boca encontró la mía sin esfuerzo. Nos besamos dulce y lentamente, sin apremio.

– ¿No tenías que levantarte mañana temprano?

James condujo mi mano hacía su creciente erección.

– Ya estoy levantado.

– Ya lo veo -apreté un poco los dedos a su alrededor, tentativamente-. ¿Y qué puedo hacer yo con esto?

– A mí se me ocurren algunas cosas -contestó él, empujando contra mi mano al tiempo que deslizaba los dedos entre el borde de mi camiseta y la cinturilla de mis bragas-. ¿Por qué no me la chupas?

– Qué sutil -dije yo con tono seco, aunque estaba sonriendo en realidad.

– No pretendía ser sutil -masculló James, bajando la cabeza para lamer mi garganta.

Contuve el aliento. Bajé la mano. James gimió. Yo sonreí. Lo empujé hacia atrás lo justo para meterme debajo de él y sacarle la erección de los calzoncillos. No me hacía falta ver para conocer cada curva, cada ondulación de sus músculos. Cerré los dedos alrededor de su verga y me incliné para lamer el sensible glande.

James emitió un suspiro feliz y se tumbó boca arriba. Me puso una mano en la cabeza, no para empujarme ni para meterme prisa, tan sólo para acariciarme el pelo suavemente. Sus dedos tiraban y se enredaban en mi pelo, aunque la sensación de incomodidad era tan leve que no podría describirse como dolor.

Yo chupaba, notando el sabor salado y almizclado. Aun recién salido de la ducha, aquella parte de su anatomía siempre tenía un sabor y un olor particulares, distintos de cualquier otra parte, como el codo o la barbilla. La región de los genitales, el vientre y la cara interna de los muslos conservaban un halo delicioso que sólo podría describir como varonil. Y único. Con los ojos cerrados tal vez me costaría identificarlo por la elevación de su nariz o de sus músculos, no así con aquel olor y sabor.

– Si tuviera que encontrarte en una habitación oscura llena de hombres desnudos, podría hacerlo sin problemas -murmuré pasando a continuación la boca por su pene erecto.

– ¿Fantaseas alguna vez con estar en una habitación llena de hombres desnudos, Anne? -James elevó las caderas para empujar su pene dentro de mi boca. Yo se la sujeté con firmeza por la base para controlar hasta dónde podía meterla.

– No.

James soltó una carcajada breve y entrecortada.

– ¿No? ¿Nunca? ¿No es ésa tu fantasía?

– ¿Qué iba a hacer yo con tanto hombre desnudo?

Él suspiró mientras se la chupaba. Tomé en una mano sus testículos y los acaricié suavemente con el pulgar.

– Podrían… hacerte… cosas…

Utilicé la boca y la mano al mismo tiempo hasta que le arranqué un gemido en voz alta, y después se la froté un rato con la mano, arriba y abajo, para que mi mandíbula pudiera descansar un poco.

– No. Soy chica de dos entradas máximo. James. No me serviría de nada tener a tantos hombres.

Volví a meterme su pene en la boca hasta donde pude. Ésta empezó a palpitar contra mi lengua. El sedoso líquido preseminal se mezcló con mi saliva facilitándome la labor de chupar y lamer.

James me puso la mano en la cadera y tiró de mí con suavidad, hasta que me di la vuelta sin dejar de chupársela y me puse a horcajadas sobre su cara. Me llegó el turno de gemir cuando me sujetó las nalgas y me chupó el clítoris con la lengua. Empezó jugueteando con la punta de la lengua. En aquella posición yo podía controlar la distancia a la que mi cuerpo estaba del suyo, podía sostenerme por encima de sus labios y su lengua, mover la pelvis, frotarme contra su boca. Me encantaba aquella postura.

Mi orgasmo llegó en cuestión de minutos. Me resultaba difícil concentrarme en chupársela cuando él me chupaba a mí. Nos volvimos un poco torpes. Creo que no nos importaba demasiado a ninguno. Los dos nos corrimos casi al mismo tiempo, gimiendo al unísono en medio de la oscuridad. Después, cuando retomé la posición normal en la cama y posé la cabeza en la almohada, me di cuenta de que el aire se había enfriado lo justo para querer taparme.

Tiré de las sábanas para cubrirnos, aunque James ya tenía aquella respiración que indicaba que estaba a punto de empezar a roncar, y que a mí me resultaba a un tiempo entrañable e insoportable, dependiendo de lo cansada que estuviera. Resopló contra la almohada. Yo me puse de espaldas, cansada pero no lo bastante como para dormirme.

– ¿Por qué os peleasteis? -susurré en mitad de la oscuridad.

El sonido de su respiración cambió. Contuvo un poco el aliento. Silencio. James no respondió y, al cabo de unos minutos, ya no volví a preguntar, inmersa ya en mis sueños.


Las cosas cambiaron sin previo aviso, como suele suceder. Me había pasado la mañana haciendo recados, y esa noche me tocaba hacer, muy a mi pesar, de anfitriona con la familia de James al completo. Padres, hijos con sus correspondientes esposos y esposas, sobrinos. Tenía en mente algo sencillo, pollo al horno, ensalada y panecillos recién hechos. Sandía y brownies de postre.

Los brownies me iban a quitar la vida.

La receta parecía bastante simple. Se necesitaba un chocolate bueno, harina, huevos, azúcar y mantequilla. Tenía todos los utensilios para llevar a cabo el trabajo, como habría dicho James totalmente serio. Podía decirse que hasta tenía la habilidad, aunque puede que no el talento. Sin embargo, por alguna razón todo me estaba saliendo mal. El microondas se negaba a derretir el chocolate sin quemarlo. La mantequilla me salpicó y me quemó la piel cuando, puesta sobre aviso gracias al desastre del chocolate, intenté derretirla sobre los quemadores. Un huevo me salió con un puntito rojo de sangre, el otro con una yema doble, lo que habría sido una deliciosa sorpresa si estuviera haciendo una tortilla, pero en ese momento sólo sirvió para desbaratarme la receta.

Un vistazo al reloj me dijo que el tiempo que había previsto para la preparación del postre se me había terminado y alargado demasiado. Como consecuencia me puse nerviosa. No me gusta hacer las cosas tarde. No me gusta que me pillen desprevenida. No me gusta que las cosas no estén perfectas.

Había abierto todas las ventanas y encendido los ventiladores de techo, porque prefería la brisa al ruido y el frío estéril de nuestro achacoso sistema de aire acondicionado. La cocina olía bien, a marinado, grasa derretida y pan recién hecho, pero hacía calor. Tenía manchas de chocolate en mi camisa blanca y la parte delantera de mi falda vaquera. Mi pelo, alborotado en el mejor de los casos, presentaba un estado caótico y me caía en mechones ensortijados hasta debajo de los hombros. El sudor me corría por la espalda.

Se me había olvidado comprar aliño para la ensalada, pero ya no me daba tiempo. Tendría que prepararlo yo misma. Tampoco tenía tiempo para el baño que había planeado como recompensa a tener que dar de cenar a toda aquella gente. No lo sentía tanto por el hecho de que tenía que depilarme las piernas como por la media hora de descanso y silencio rodeada del aroma de la lavanda. Con un poco de suerte podría darme una ducha rápida, aunque, tal y como iban las cosas, tendría que conformarme con lavarme por encima y darme con un canto en los dientes.

Concentración. Los brownies. Sólo me quedaba un paquete de chocolate. Si volvía a liarla, tendríamos que comer galletas rancias de bolsa de postre. Deje el paquete de chocolate sobre la encimera y vertí la mantequilla del cazo doble para el baño maría al recipiente de mezclar los ingredientes. Paso a paso.

Le di vueltas con cuidado. Releí las instrucciones. Levanté para mezclar bien los huevos con la mantequilla derretida, tal como mostraba el libro.

– Hola, Anne.

La cuchara cayó al suelo con un tintineo y la mantequilla templada salió disparada en todas direcciones. El corazón se me paró, la respiración se me paró, hasta la mente se me paró durante un momento de horror. Recobré el movimiento a trompicones como cuando das a la pausa y después al movimiento acelerado hacia delante durante una película.

Había gritado. Qué vergüenza. Me di la vuelta, dejando sobre la encimera el recipiente al que me había abrazado como si me fuera la vida en ello.

La primera vez que vi a Alex Kennedy fue acompañada del martilleo de mi corazón acelerado que retumbaba en mis oídos y mi garganta. Alex estaba de pie en la puerta de la cocina, con una mano en el marco lo bastante alto como para que tuviera que estirar su esbelto cuerpo. Se inclinó ligeramente hacia delante, guardando el equilibrio de su cuerpo mientras doblaba la otra pierna como si lo hubiera pillado en el momento de subir un escalón. Caí en la cuenta de sus vaqueros desgastados y un poco caídos que se sujetaba a las caderas con un cinturón de cuero negro. Y en la camiseta blanca. Una estética muy a lo James Dean, aunque en vez de cazadora de algodón de color rojo, la suya era de cuero negro y la sujetaba en el hueco que se formaba entre la mano metida en el bolsillo delantero y su costado. Completaba el conjunto con unas gafas de sol cuyos grandes cristales oscuros le cubrían casi todo el rostro.

Era un momento de foto, parecía salido de una película, y, durante un momento, nos quedamos allí de pie, mirándonos como si estuviéramos esperando a que un director invisible gritara: «¡Acción!». Fue Alex quien dio el primer paso. Retiró la mano del marco, sacó la otra del bolsillo y pilló la chaqueta en el aire antes de que cayera al suelo. Terminó de dar el paso que había dejado a medias, entrando en la cocina como si llevara toda la vida haciéndolo.

– Hola -lo dijo mirando a su alrededor por encima de sus gafas oscuras antes de centrarse nuevamente en mí-. Anne.

No era una pregunta. James me había dicho que era inteligente. ¿Quién si no podía ser yo? Tampoco se presentó, algo que podría tomarse por un signo de arrogancia o despreocupación o la sencilla suposición de que yo también era inteligente, aunque no me conociera lo bastante como para saberlo.

– Alex -rodeé la isla central de la cocina y me dirigí a él. Llevaba las manos manchadas, así que no se la ofrecí-. Lo siento. No te esperaba a esta hora.

Alex sonrió. Es un tópico decir que me robó el aliento, pero los tópicos comienzan como algo cierto, pues de otro modo nadie se referiría a ellos. Su boca, con unos tersos labios, se curvó hacia un lado. Entonces se quitó las gafas. Los ojos que ocultaban eran oscuros y no se me ocurría mejor manera de describirlos que lánguidos, perezosos, intensos, lentos. Profundos. Alex tenía unos ojos que miraban como si vieran sólo cosas importantes, aunque no sabría decir qué.

– Sí, lo lamento. Llamé a Jamie al móvil y me dijo que viniera sin más. Me dijo que te avisaría él. Supongo que no lo ha hecho.

Su voz también eran lenta y profunda. Absorta.

Me reí, apesadumbrada.

– Pues no.

– Cabrón -Alex dejó la chaqueta en una de las sillas de respaldo alto de la mesa del desayuno y enganchó ambos pulgares en los bolsillos-. Qué bien huele.

– Es que estoy horneando pan -agarré el paño de cocina, me limpié rápidamente las manos y procedí a acicalarme rápidamente. Me arreglé un poco el pelo, me remetí la camisa por la cinturilla de la falda, un repaso rápido por rostro y cuerpo para asegurarme de que mi aspecto era más o menos decente.

Él me observó mientras lo hacía, con una ligera sonrisa en el rostro.

– Y veo que estabas preparando algo con chocolate.

– Brownies.

Me había puesto roja y me sonrojé aún más al notar el calor que me subía por la garganta. No había motivos para avergonzarme. Bueno, aparte del caos en que se encontraba la cocina y mi persona.

Alex emitió por lo bajo una especie de ronroneo de aprobación.

– Mi postre favorito. ¿Cómo lo has sabido?

– No sabía… -Alex lo decía en serio-. ¿A quién no le gustan los brownies?

– Tienes razón.

Se echó a reír. Echó otro vistazo a la cocina, como si estuviera tomando nota de todos los detalles. Me sorprendí siguiendo su mirada con la mía, catalogando las fotos enmarcadas que colgaban de las paredes, el papel pintado, que se estaba levantando en un rincón, las marcas que habían hecho las sillas en el linóleo, sin dibujo ya de tanto arrastrarlas.

– Vamos a arreglarlo -dije, como si tuviera que disculparme por las imperfecciones de la cocina.

Dirigió de nuevo su mirada hacia mí. Me resultaba desconcertante y, en cierta forma, familiar al mismo tiempo. Alex era de las personas que miran las cosas con atención, igual que James, aunque a mi marido el interés le duraba mucho menos. James podía concentrarse en algo que le hubiera llamado la atención. Era como uno de esos mirlos de ojos saltones a los que las cosas brillantes llaman su atención. Alex me recordaba más a un león agazapado entre la hierba, aparentemente saciado hasta que la presa se le acerca lo bastante para captar su atención.

– Es bonita. La habéis dejado muy bien.

– ¿Habías estado aquí antes? -pregunté sacudiendo la cabeza ante lo absurdo de mi pregunta-. Por supuesto que habías estado aquí.

– Cuando vivían aquí los abuelos de Jamie, sí. Hace mucho tiempo. Ahora está más bonita -sus labios se curvaron en otra perezosa sonrisa-. Y también huele mejor.

No tenía ningún motivo para sentirme intimidada por él. No estaba haciendo nada. De hecho, estaba siendo muy amable. Me apetecía devolverle la sonrisa, y lo hice… aunque el resultado fue más una mueca confusa y vacilante. El tipo de sonrisa que le dedicas a alguien que te ofrece un caramelo de menta en el metro: no sabes si lo hacen por amabilidad o porque te huele el aliento. ¿Estaba limitándose a ser amable o era sincero?

No lo sabía.

– Espero que, por lo menos, estén ricos. No se puede decir que esté teniendo mucha suerte hasta el momento -admití mirando de reojo el recipiente.

Él ladeó la cabeza y contempló el desastre que había tenido lugar en la isla central.

– ¿Y cómo es eso?

– Oh… -me encogí de hombros y reí con timidez-. Me apetecía hacerlos yo misma en vez de cocinarlos a partir de la mezcla que viene preparada para hornear.

– No. Las cosas hechas en casa siempre están mejor -Alex se acercó a la isla y, por lo tanto, a mí. Comprobó el estado de la mezcla del recipiente. Sin sus ojos clavados en mí, podía observarlo-. Pones la mantequilla y los huevos. ¿Qué más?

Rodeó la isla y terminamos hombro con hombro. No me había parecido tan alto desde la puerta. Mi cabeza le llegaba a la barbilla. A James podía alcanzarle la boca sin tener que ponerme de puntillas. Alex volvió la cabeza y me lanzó una mirada que no supe interpretar.

– ¿Anne?

– Oh… oh, espera, está todo aquí -me incliné sobre el libro y seguí las instrucciones con el dedo. Había marcas de grasa en las páginas-. Derretir el chocolate. Derretir la mantequilla. Mezclar bien. Añadir el azúcar y la vainilla…

Me detuve al ver que tenía la vista clavada en mí. Sonreí tentativamente. Pareció gustarle. Entonces se inclinó hacia delante un poco, de manera apenas perceptible. Bajó la voz, como si estuviera confesando un secreto.

– ¿Quieres que te diga dónde está el truco?

– ¿De hacer brownies?

Su sonrisa se ensanchó. Esperaba que dijera que no. Que se trataba de otra cosa, algo más dulce que chocolate. Yo también me incliné hacia delante, sólo un poco.

– La mantequilla caliente derretirá el chocolate. Sólo se necesita un fuego bajo.

– ¿De veras? -miré el libro de cocina para no tener que mirarlo a él. Sentí una nueva oleada de calor y que me enrojecían hasta las orejas. Pensé que debía de parecer idiota y traté de fingir que no importaba.

– ¿Quieres que te enseñe cómo se hace? -se enderezó al ver mi vacilación. Su sonrisa cambió, proporcionándonos un poco de distancia. Seguía siendo afable, pero menos intensa-. No te prometo que vayan a ganar un premio, pero…

– Sí, claro -contesté yo con decisión-. La familia de James llegará de un momento a otro y me gustaría tener resuelto el tema del postre antes.

– Sí. Porque absorberán toda tu atención. Sé a qué te refieres -Alex extendió el brazo hacia el recipiente y se volvió hacia los quemadores de la cocina.

Puede que supiera a qué me refería, pensé, observándolo mientras colocaba la mezcla de mantequilla y huevos ya fría en el cazo al baño maría. Se inclinó para poner el rostro al mismo nivel que la llama y graduó la intensidad con delicadeza. Después sacó una cuchara del carro de los utensilios de cocina y se puso a remover.

– Dame el chocolate -hablaba como si estuviera acostumbrado a que lo obedecieran, y no vacilé. Abrí la bolsa y se la di. Sin mirarme, sacudió suavemente el paquete y empezó a echar pepitas de chocolate poco a poco en la mantequilla-. Anne, ven a ver esto.

Me asomé por encima de su hombro. Entre la mantequilla se arremolinaban manchas de color oscuro que se iban haciendo más y más grandes a medida que Alex iba añadiendo pepitas. Al cabo de un momento la mezcla adquirió una textura de líquido viscoso y aterciopelado.

– Precioso -murmuré casi sin darme cuenta y Alex levantó la vista y me miró.

Esta vez no tuve la sensación de que me hubiera atrapado con la mirada. No era su presa. Me estaba evaluando. Cuando terminó, se concentró nuevamente en la masa, que iba espesando poco a poco.

– ¿Está listo todo lo demás?

– Sí.

Reuní el resto de los ingredientes. Mezclamos, vertimos y limpiamos el recipiente con mi práctica espátula blanca, que me habían garantizado que no se rompía ni se manchaba. La mezcla olía a gloria cuando llenamos la bandeja de horno tal como nos indicaban.

– Perfecto -dije, introduciéndola en el horno-. Gracias.

– Y por supuesto tienen que salir perfectos, ¿verdad? -Alex se apoyó en la isla, sujetándose al borde con las manos de manera que los codos quedaron en jarras.

Me limpié las manos en el paño y empecé a echar los utensilios en el fregadero.

– Es bonito que las cosas salgan perfectas, ¿no crees?

– Aunque tenga defectos, un brownie sigue estando buenísimo -me observó mientras limpiaba sin ofrecerse a ayudarme.

Yo me detuve con el recipiente de mezclar en la mano.

– Eso depende del defecto. Quiero decir que si está demasiado seco o se desmigaja entero, tal vez no tenga buen aspecto, pero sigue estando rico. Pero si te equivocas con los ingredientes, tal vez tenga buen aspecto por fuera y por dentro sepa a rayos.

– Exacto.

Me pregunté si me habría hecho morder el anzuelo para llevarle la razón.

– Bueno, pues tienen un aspecto perfecto. A menos que se quemen.

– No van a quemarse.

– Pero puede que no estén buenos tampoco -me reí de él-. ¿Es eso lo que quieres decir?

– Nunca se sabe, ¿no crees? -se encogió de hombros y me miró de soslayo, disimuladamente.

Juguetonamente. Estaba jugando conmigo, calibrándome. Intentando sacarme de mi caparazón. Intentando tantearme. Intentando averiguar el tipo de persona que era.

– Supongo que será mejor que los probemos entonces -alargué el recipiente-. Tú primero.

Alex enarcó una ceja y frunció los labios, pero se impulsó para separarse de la isla y tendió una mano.

– ¿Por si acaso están asquerosos?

– Una buena anfitriona siempre ofrece a sus invitados la primera porción -contesté yo con dulzura.

– La perfecta anfitriona se asegura de que todo esté perfecto antes de servirlo -respondió Alex, pero pasó el dedo por la pared del recipiente. Lo sacó manchado de chocolate.

Levantó el dedo y me lo mostró. Muy teatrero. Abrió la boca y me enseñó una lengua de un intimo color rosa. Se metió el dedo en la boca y cerró los labios, sorbiendo lo bastante fuerte como para que se le hundieran las mejillas hasta que por fin sacó ruidosamente el dedo limpio.

No dijo nada.

– ¿Y bien? -pregunté al cabo de un momento.

Sonrió de oreja a oreja.

– Perfecto.

Incentivo suficiente para mí. Pasé el dedo por encima de lo que quedaba de masa y lo chupé con la punta de la lengua.

– Cobarde.

– Está bien -me metí todo el dedo en la boca y chupé con tanto énfasis como había hecho él antes, exagerando el gesto-. ¡Hmmm, qué bueno!

– Unos brownies dignos de una reina.

– O de la madre de James -dije yo. Me tapé la boca nada más salir de mis labios tan despectivas palabras, como fingiendo que no las había pronunciado.

– Incluso de ella.

Nos sonreímos de nuevo, atraídos por la mutua comprensión del tipo de persona que era la madre de James.

– Bueno… -carraspeé-. Debería ir a darme una ducha y a cambiarme. Y enseñarte tu habitación. Está preparada. Sólo falta dejarte toallas limpias.

– No quiero causarte molestias.

– No es ninguna molestia, Alex.

– Perfecto -dijo él, a medio camino entre un susurro y un suspiro.

Ninguno de los dos se movió.

Los dedos se me habían entumecido de agarrar tan fuerte el recipiente. Cuando me di cuenta, lo solté dentro del fregadero.

– Qué desastre -dije entre risas, chupándome los dedos manchados de chocolate, el índice, el corazón, el pulgar-. Tengo chocolate por todas partes.

– Tienes un poco justo… aquí.

Alex recorrió con el pulgar una de las comisuras de mi boca. Sabía a chocolate. Lo saboreé a él también.

Así fue como nos encontró James, tocándonos. Un gesto inocente que no significaba nada. Sin embargo, yo retrocedí de inmediato. No así Alex.

– Jamie -dijo-. ¿Cómo te ha ido?

Entonces sucumbieron a una lluvia de palmaditas en la espalda e insultos. Dos hombres hechos y derechos pasaron a comportarse como dos adolescentes delante de mis ojos. Alex agarró a James por el cuello y le frotó el pelo con los nudillos hasta que James se irguió, el rostro colorado y los ojos brillantes de tanto reír.

Los dejé con sus saludos y fui a darme una ducha. Abrí el grifo del agua fría y me quedé debajo del chorro, con la boca abierta, para intentar borrar el sabor del amigo de la infancia de mi marido.


La señora Kinney suele mirarte como si hubiera percibido un olor desagradable, pero fuera demasiado educada para decirlo. Estoy acostumbrada a que me dedique el gesto, los labios cuidadosamente fruncidos y los orificios nasales ensanchados con delicadeza. Supuse que en aquella ocasión también estaba dedicado a mí, hasta que vi que algo llamaba su atención más allá de mi hombro.

Me había propuesto sonreír y asentir con la cabeza, sin pararme a escuchar sus comentarios durante la cena, sobre cómo la había preparado, cuánto servir, dónde sentar a cada uno. De manera que al oír que tartamudeaba, como si fuera una muñeca a la que no se le ha dado bien cuerda porque tiene la llave oxidada, me volví y seguí su mirada con la mía.

– Hola, señora Kinney.

Alex también se había duchado y se había puesto un pantalón negro y una camisa de seda. Cualquiera diría que iba muy arreglado, pero en él no lo parecía. Se acercó con una sonrisa a mi suegra y aceptó esa especie de abrazo y beso en la mejilla que se empeña en dar cuando nos vemos, aunque detesto los abrazos que se dan por compromiso.

– Alex -contestó ella con un tono tan rígido como su espalda, pero inclinó la cabeza y aceptó el beso que le dio él en la mejilla-. Hacía tiempo que no te veíamos.

Su tono dejaba claro que no lo había echado de menos. Alex no pareció ofenderse. Se limitó a estrecharle la mano a Frank y saludó con la mano a Margaret y a Molly.

– James no me comentó que hubieras vuelto -continuó la señora Kinney, como si el hecho de que James no se lo hubiera dicho implicara que no podía ser cierto.

– Hacía tiempo, sí. He vendido mi empresa y necesitaba encontrar un lugar en el que quedarme unos días. Estaré por aquí unas semanas.

Envidié la manera en que Alex sabía jugar con ella. Una respuesta despreocupada que desmentía el hecho de que sabía exactamente qué era lo que le interesaba averiguar a ella y él no estaba dispuesto a proporcionarle. Mi opinión sobre Alex Kennedy subió un punto.

Mi suegra miró por encima del hombro de Alex a James, que estaba jugando a lanzar al aire a una de sus sobrinitas.

– ¿Vas a quedarte aquí? ¿Con James y Anne?

– Sí -contestó él con una sonrisa de oreja a oreja, las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los talones.

Mi suegra me miró.

– Qué… bien.

– Pienso que va a estar muy bien -respondí yo con dulzura-. James y Alex van a poder estar juntos y seguro que van a disfrutar. Y tendré la oportunidad de conocer mejor a Alex. Al fin y al cabo es el mejor amigo de James.

Sonreí alegremente sin añadir una sola palabra más. La madre de James digirió mis palabras. La respuesta, lejos de satisfacerle, pareció bastarle, y le dirigió un costoso gesto de asentimiento como si le doliera el cuello. Acto seguido tomó la fuente de horno.

– Me llevo la fuente a la mesa.

– Claro. Como te parezca -contesté yo, consciente de que la colocaría donde le gustara, independientemente de lo que yo le dijera. Una vez hubo desaparecido, y Alex y yo nos quedamos a solas un momento, me volví-. ¿Por qué le fastidia tanto tu presencia? ¿Qué hiciste?

Él compuso una mueca.

– No me digas. Y yo que creía que me adoraba.

– Tienes razón. Era adoración lo que he visto en su rostro. Si mirarte como si hubiera pisado una caca de perro se considera una mirada de adoración.

Alex soltó una carcajada.

– Algunas cosas nunca cambian.

– Todo cambia -le contesté yo-. En un momento u otro.

No podía decirse lo mismo de los sentimientos de la señora Kinney, al parecer, que evitó conversar con él en toda la cena, aunque no escatimó en miradas de asco.

Por su parte, Alex se mostró cordial, educado y ligeramente distante. Teniendo en cuenta desde cuándo se conocían James y él y lo «acogedores» que se mostraban todos con todos, el hecho de que Evelyn lo estuviera ignorando era esclarecedor.

– Bueno, bueno, bueno. Alex Kennedy -dijo Molly cuando entró en la cocina con una pila de platos sucios para meter en el viejo lavavajillas que sólo utilizaba cuando tenía invitados. Habíamos terminado de cenar y todos estaban en la terraza. Podría haber dejado los platos para más tarde, pero prefería buscarme cosas que hacer a dar conversación-. Ya sabes lo que se dice de los caraduras.

Coloque los platos en el lavavajillas y llené el compartimento del detergente.

– ¿Te parece que Alex es un caradura?

Molly me caía bien, o más bien no me desagradaba. Era siete años mayor que yo, y no teníamos en común nada más que a su hermano, pero no era una mujer dominante y autoritaria como su madre ni una peliculera intransigente como su hermana.

Se encogió de hombros y agarró las tapas de los envases de la ensalada que había sobre la encimera.

– ¿Recuerdas el chico contra el que te prevenía siempre tu madre? Pues ése es Alex.

– Era -dije yo, ayudándola a cerrar los envases de ensillada de pasta y col-. Cuando estaba en el instituto.

Molly miró por la ventana de la cocina en dirección a la terraza, desde donde nos llegaban las carcajadas de James y Alex.

– No sé -dijo Molly-. ¿Tú qué crees?

– Es amigo de James, no mío, y sólo va a quedarse aquí unas semanas. Si a James le cae bien…

Me detuvo su áspera risotada.

– Alex Kennedy dejó tirado a mi hermano en más de una ocasión, Anne. ¿De verdad crees que las personas como él cambian alguna vez?

– Oh, venga ya, Molly. Somos adultos. ¿Qué importa que se metieran en algún lío de pequeños? No mataron a nadie, ¿no?

– Bueno… no. Creo que no -dijo ella con un tono que decía que no le habría sorprendido que, por lo menos Alex, hubiera sido capaz de asesinar a alguien.

Sabía que jamás se le pasaría por la cabeza pensar algo así de James, el niño bonito de la familia. Igual que sabía que por mucho que James hubiera ido de juerga tanto como Alex cuando eran jóvenes, siempre sería culpa de este último, nunca de mi marido. En mi opinión, los Kinney habían hecho un flaco favor a James subiéndolo a un altar. James era un hombre seguro de sí, eso era bueno. Pero no sabía asumir la culpa, y eso no era tan bueno.

– Vale, dime qué es eso tan horrible que hicieron.

Molly aclaró uno de los paños de cocina y lo escurrió antes de limpiar la encimera de la isla central, aunque ya lo había hecho yo. En ella me enfadó mucho menos que si lo hubiera hecho su madre, que, sin duda, lo habría hecho deliberadamente. Molly sencillamente estaba condicionada después de tanto seguir el ejemplo de alguien que siempre encontraba defectos en todo, aunque no hubiera nada fuera de lugar.

– Alex no proviene de una buena familia.

No hice ningún comentario. Si quieres averiguar los verdaderos sentimientos de una persona, tienes que dejar que hable. Molly limpió unas manchas imaginarias.

– Eran gente sin educación ni modales, sinceramente. Sus hermanas eran unas zorras. Una o dos de ellas se quedaron embarazadas en el instituto. Sus padres eran unos borrachos. Clase baja.

Me parece que no me inmuté ante la opinión que le merecía la familia de Alex. No estaba hablando de mis hermanas o de mis padres o de mi.

Me dieron ganas de decirle que era afortunada porque nadie la juzgara basándose en los actos de sus padres, pero me guardé la opinión para mí.

– Algo bueno debió de ver James en él cuando decidió ser su amigo, Molly. Y no siempre somos igual que nuestros padres.

Ella se encogió de hombros. Quería contarme algo más. Lo vi en sus ojos.

– Bebía y fumaba, y no sólo cigarrillos, ya sabes lo que quiero decir.

– Muchos chavales lo hacen, Molly, hasta los considerados buenos chicos.

– Usaba lápiz de ojos.

Enarqué ambas cejas. Allí estaba. Lo peor. Peor que beber y fumar hierba; peor incluso que el hecho de que su familia fuera de baja estofa. Aquélla era la verdadera razón por la que no les gustaba Alex Kennedy entonces, y seguía sin gustarles.

– Lápiz de ojos -no pude evitar decirlo como si me pareciera algo ridículo, porque… la verdad es que lo era.

– Sí -respondió ella con tono despectivo, echando otro vistazo rápido a la terraza-. De color negro. Y… a veces…

Esperé mientras mi cuñada se debatía entre seguir hablando o callarse.

– Brillo de labios -dijo finalmente-. Y se teñía el pelo de negro y se lo cardaba, y se ponía camisas de vestir, que se sujetaba con alfileres a la altura de la garganta, y chaquetas de vestir…

– Vamos, Molly. Mucha gente se vestía así. Eran los ochenta.

Ella volvió a encogerse de hombros. Nada de lo que yo pudiera decirle la haría cambiar de opinión.

– James no. Hasta que empezó a salir con Alex.

Había visto fotos de James de aquella época. Un chico flacucho y desgarbado, una mezcolanza de rayas y cuadros escoceses acompañados de unas Converse desgastadas. No me había fijado si llevaba lápiz de ojos o brillo de labios, pero tampoco me costaba imaginarlo. Seguro que haría resaltar sus brillantes ojos azules, pensé.

– Da igual -dijo Molly-. No me parece que haya cambiado mucho.

– Vigilaré mi bolsa de maquillaje.

Esta vez no se le pasó por alto mi nota de sarcasmo.

– Sólo te aviso, Anne. Alex era mala influencia entonces y probablemente siga siéndolo ahora. Tómatelo como quieras.

– Gracias -respondí yo. No pensaba hacer nada con aquella información. Cuanto más lo odiaba la familia, más ganas tenía yo de que me gustara-. Lo tendré en cuenta.

– Nos alegramos mucho cuando James dejó de quedar con Alex -añadió inesperadamente y yo levanté la vista hacia ella.

– Sé que se pelearon por algo.

Si quieres que alguien te cuente algo que están deseando contar, lo único que tienes que hacer es dejarlo hablar.

Pero por mucho que Molly pudiera querer contarme al respecto, no podía.

– Sí, lo sé. James nunca nos contó el motivo. Nos dijo sólo que Alex había ido a verlo a la universidad. Alex no fue a la universidad, ya sabes.

No parecía que le hubiera ido mal sin estudios universitarios. Tampoco hice comentario alguno sobre el tema.

– El caso es que fue a Ohio State a ver a James y ocurrió algo que provocó la pelea. James vino a casa a pasar una semana. ¡Una semana! Después regresó a la universidad y nunca supimos lo que verdaderamente ocurrió entre ellos.

No podía contener la sonrisa de suficiencia que mis labios estaban deseando esbozar, así que disimulé como pude guardando los envases de plástico en el frigorífico. Aquello era todavía peor que lo del lápiz de ojos. Que James se hubiera atrevido a ocultarles detalles íntimos de su vida. Que supiera algo que ellos no sabían.

Un secreto.

Claro que también me lo había ocultado a mí.

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