Capítulo 8

Por fuera, el club no se diferenciaba del resto de los edificios de corte industrial que se alineaban a lo largo de la manzana. Algunos habían sido rehabilitados y transformados en apartamentos de lujo. El resto se habían convertido en populares locales nocturnos.

La cola para entrar me recordó a las colas que se hacían en el parque de atracciones, aunque en esa ocasión la gente constituía la atracción en sí misma. La mayoría iba vestida de negro. Cuero. Vinilo. Lycra. Muchos llevaban gafas de sol, aunque fuera de noche.

– ¿Crees que debería llevar un collar de ajo? -le susurré a James, que soltó una carcajada.

No tuvimos que hacer cola. Alex mostró una tarjeta, mencionó el nombre de su amigo y nos indicaron que pasáramos a una antesala negra como boca de lobo. En un extremo había una especie de sala pequeña sin puerta, flanqueada por dos hombres calvos y fornidos vestidos de negro y con las inevitables gafas de sol. Dentro de la sala, perchas y estantes cargados de armas, esperaba que de imitación, cubrían la pared de suelo a techo.

– Pistolas. Necesitamos montones de ellas -dijo Alex riendo alegremente.

– Bienvenidos al País de las Maravillas -dijo una voz justo al pasar la puerta-. ¿Os apetece una pastilla roja?

La voz pertenecía a un travesti muy alto cuya indumentaria incluía pestañas de cinco centímetros y brillante pintalabios rojo. Parecía un cruce entre el doctor Frank-N-Furter del Rocky Horror Picture Show y un personaje de Matrix. Me di cuenta entonces de que probablemente fuera esa la estética que se pretendía mostrar.

– Creía que se refería al País de las Maravillas de Alicia -dije-. Seré idiota.

Nuestra «anfitriona» se rió alegremente.

– No aceptes ninguna seta cuando entres, cielo. ¡Mira qué trío! ¡Uno, dos hombretones -enumeró- y la Señorita Inocente!

Alex sonrió de oreja a oreja mientras le entregaba un par de billetes.

– ¿Te gusta?

– Mmmm -respondió el travestí-. Sujetalibros. ¿Crees que podrás con ellos? Porque si no puedes, me encantaría echar una… mano.

Su sonrisa viciosa sugería el tipo de mano que estaba dispuesto a echar. Yo solté una carcajada, a falta de otra respuesta. No me había dado cuenta hasta ese momento de que Alex y James se habían vestido de una forma muy parecida. Camiseta blanca y pantalones negros, aunque los de Alex eran de cuero y los completaba con un cinturón con tachuelas. Los dos se habían engominado el pelo hacia atrás y con la extraña iluminación del local no resultaba fácil diferenciar el color. De constitución y altura similares, de verdad parecían un par de sujetalibros.

– Puede con nosotros -dijo Alex al ver que yo no respondía-. Pero lo tendremos en cuenta.

El travesti entregó a Alex tres entradas rojas.

– Entrégalas en el bar, cariño. Te guardaré la palabra. Ven a buscarme si necesitas alguna cosa. N. E.

Me di cuenta de que ése era su nombre. Nos lanzó un beso al aire cuando nos dirigimos hacia los guardias de seguridad de la entrada y las armas.

– No se permiten armas dentro -dijo uno, y como si las armas que tenían a sus espaldas estuvieran allí sólo de adorno, nos cachearon totalmente en serio.

– Hacía meses que no vivía tanta acción -Alex le dio un codazo a James.

– Que disfruten -dijo el otro guardia.

Se hicieron a un lado para dejarnos pasar. Abrimos las enormes puertas dobles labradas y entramos en el club propiamente dicho.

Lo cierto es que se trataba del País de las Maravillas. En la antesala la iluminación era casi inexistente y no se oía ruido, gracias a las paredes insonorizadas. Sin embargo, en cuanto abrías aquellas puertas, los graves retumbaban de tal forma que los sentías palpitar en las muñecas y la garganta, reverberar en la boca del estómago. El haz de los láseres bisecaba las múltiples pistas de baile. Había jaulas y plataformas elevadas donde se contorsionaban y bailaban enérgicamente figuras medio desnudas. Tardé un segundo en llegar a la conclusión de que no se trataba de bailarines contratados, sino clientes que se turnaban para exhibirse.

– ¡Vamos a por algo de beber! -me gritó James al oído-. ¡El bar!

Alex ya se dirigía hacia allí. Alargó la mano hacia atrás sin mirar quién de nosotros dos la tomaba. Fue James, que a su vez agarró la mía, y, encadenados, nos abrimos paso entre la multitud hacia una de las tres barras instaladas alrededor del local.

– No os gastéis mi entrada en una consumición -le dije a James-. Pídeme un refresco.

Alex ya había pedido, dos copas de balón de algo rojo y un vaso de coca-cola.

– Salud -se inclinó sobre mí y me susurró haciéndome cosquillas-: Bebe, Señorita Inocente.

– ¿Qué estáis tomando vosotros?

– Se llaman Pastillas Rojas -contestó Alex-. ¿Quieres una?

James bebió un sorbo y soltó una pequeña imprecación.

– ¿Qué coño es esto?

– Vodka, granadina y zumo de arándanos -Alex sonrió de oreja a oreja-. ¿Te apetece uno, Anne?

– No -respondí yo levantando la mano-. Se huele desde aquí.

Sus sonrisas idénticas ya no me resultaban tan perturbadoras como antes, tal vez porque allí, con la música golpeándonos los tímpanos, las cosas no parecían demasiado importantes. O tal vez fuera porque los dos estaban muy guapos. Lo más probable es que fuera porque las dos sonrisas iban dirigidas a mí.

Alex se bebió el mejunje de un trago y dejó la copa en la barra. James lo imitó. Yo hice lo mismo con mi refresco por no quedarme atrás, aunque el gas me cayó directo al estómago y sentí como si fuera a levitar. Ahogué un eructo con el dorso de la mano, aunque nadie lo oiría con aquella música ensordecedora.

– ¡Vamos a bailar!

Alex señaló hacia un trozo de la pista que estaba menos llena. De nuevo alargó la mano hacia atrás, pero esta vez agarró mi mano y yo agarré la de James.

Llegamos a la pista justo cuando sonaban los primeros acordes del remix de Soft Cell de la canción Tainted Love. La multitud avanzó como una ola desde todos los frentes, saltando, contoneándose, haciendo rotar las caderas con sensualidad. La gente se pegaba y se separaba, como si fueran estrellas de mar. Parejas y tríos se movían al unísono. La atmósfera reinante era salvaje. Lo del collar de ajo lo había dicho en broma, pero no me sorprendería que algunas de aquellas personas tuvieran colmillos.

Pero no me preocupaba. Protegida por James delante y Alex detrás ni un chupasangre podría acceder a mí. Era cojonudo de verdad.

Había bailado con James en bodas y fiestas, y hasta en el salón de casa en alguna ocasión. Habíamos ido a algún club nocturno, pero no habíamos estado nunca en un lugar como aquél. El País de las Maravillas. El caso es que, aunque habíamos bailado antes, nunca lo habíamos hecho de verdad. No así. No aquel ondular, mecerse y follar con la ropa puesta.

James metió la rodilla entre mis piernas y me puso las manos en las caderas. Detrás de mí, Alex mantuvo, al principio, una distancia mínima, pero a medida que sonaba la música y aumentaba el gentío en la pista, se fue acercando hasta que estuvo tan pegado a mí por detrás como James lo estaba por delante. Colocó sus manos sobre mis caderas también, justo por encima de las de James.

Lo único que podía hacer yo era dejarme llevar. No sé cómo pero dieron con el ritmo que se adecuaba a los tres. Uno empujaba mientras el otro tiraba, perfectamente coordinados.

No recordaba haberlo pasado tan bien nunca. Tendría que estar muerta para no disfrutar en una pista de baile, flanqueada por delante y por detrás por dos hombres guapísimos, saltando y frotándonos. Miré a mi marido entre carcajadas. Él se inclinó para darme un beso.

No un beso tierno, sino un beso salvaje, con la boca abierta buscando mi lengua con la suya. Siempre se había mostrado afectuoso en público, abrazándome o tomándome de la mano, pero no recordaba que me hubiera dado un beso de tornillo delante de otras personas. Me habría dado vergüenza de no ser porque, a nuestro alrededor, toda la gente hacía lo mismo.

Debería incomodarme que el amigo de mi marido estuviera restregándose contra mi espalda, y si James hubiera dado muestra alguna de que le molestara, yo le habría puesto fin. No sólo no parecía importarle, sino que tiró más de mí, lo que acercó más a Alex a mi espalda. Deslizaron las manos a lo largo de mis costados y de pronto las entrelazaron. Pulgares varios presionaron mi espalda y mi vientre al mismo tiempo. Noté la hebilla fría del cinturón de Alex a mi espalda cuando se me subió la camiseta. Por delante, James me acariciaba la piel del vientre con los pulgares.

A mi alrededor, todo se redujo a calor y sudor, choque y frotamiento, caricias y suspiros. La música cambió. Empezó a sonar algún tipo de ritmo latino, sensual, que invitaba a mover las caderas. James levantó una mano de mi cadera y la ahuecó contra mi nuca. Me quitó entonces el pasador del pelo y una maraña de ondas me cayó sobre los hombros. Introdujo los dedos en ellas un momento y las esparció alrededor del óvalo de mi rostro.

Ninguno de los dos se inmutó ante el cambio de música. A nuestro alrededor parejas y tríos se pegaban y se separaban al son de la música de una canción a otra, pero nosotros manteníamos un ritmo perfectamente acompasado. Los dos juntos, de manera sincronizada, me instaron a doblarme hacia atrás, donde Alex me sostuvo mientras James me lamía la garganta. Juntos también me invitaron a recobrar mi posición sin esfuerzo alguno. En ningún momento temí caer al suelo. Juntos me hicieron girar dentro del círculo de sus brazos de forma que me quedé mirando a Alex, mientras James presionaba el rostro contra la curva de mi cuello desde atrás. Me arañó la piel con los dientes y la música ahogó mi gemido.

El sudor perlaba la frente de Alex y hacía que se le pegara la camiseta blanca al torso. La hebilla que antes mordiera mi espalda me apretó el vientre. James se pegó a mi trasero. A excepción de él, nadie me había tocado de esa forma desde hacía tiempo. Nunca había deseado que lo hicieran.

No sé si fue porque se habían vestido de forma parecida o porque tenían los mismos gestos. Tal vez fuera porque James me había dado permiso tácito para disfrutar de las caricias de Alex o tal vez fuera el propio Alex, con su encanto y su sensualidad innatos, pero el caso es que parecía incapaz de moverme de allí. Puede que no tuviera nada que ver con James al fin y al cabo.

Alex no me besó. Creo que eso habría sido dar por sentadas demasiadas cosas, incluso para él. Sí que posó el rostro al lado de mi cuello opuesto al que estaba estimulando James. Dos hombres restregándose, contorsionándose y sobándome. Así que, finalmente, me sentí como si fuera un libro y ellos los sujetalibros.

Me encantó la sensación.

¡A qué mujer no le encantaría ser el centro de atención de dos hombres guapos que desbordaban sensualidad? ¿Qué mujer no disfrutaría de una estimulación a cuatro manos, a dos bocas? La música nos embargó y nos dejamos llevar.

No podía seguir así indefinidamente y a la siguiente canción, Alex se desenganchó de nuestro acogedor sándwich.

– Bebidas -le gritó a James, que cerró el puño con el pulgar hacia arriba en señal de conformidad.

Sin Alex, me sentía rara bailando sólo con uno. James colocó nuevamente las manos en mis caderas y volvió a besarme. Me instó a doblarme hacia atrás y me levantó, igual que Johnny con Baby en Dirty Dancing, movimiento que arrancó silbidos. Me agarré entre risas a su camiseta cuando trató de repetir el gesto, impidiéndoselo. Salimos de la pista en dirección a un rincón oscuro.

– ¿Te lo estás pasando bien? -preguntó James limpiándose el sudor de la frente con el borde de la camiseta, dejando al aire una franja de piel en su musculoso abdomen que me dieron ganas de lamer.

Asentí con la cabeza. James se apoyó en la pared y me estrechó contra su pecho. Mi mejilla quedó al nivel de su torso, su muslo entre los míos. Me sujetaba con firmeza por la espalda, cerca de él, y, como siempre, me sentí segura entre sus brazos.

Tardé un segundo en darme cuenta de que momentos antes no me sentía segura.

James enterró el rostro en mi pelo e inspiró profundamente.

– Mmm… espero que Alex nos encuentre aquí.

– James… -dije yo levantando la vista hacia él.

Quería preguntarle si le parecía bien lo que habíamos estado haciendo, si no le molestaba que otro hombre me hubiera puesto las manos encima. Tenía la intención de preguntarle por qué no le importaba… y por qué tampoco parecía importarle que a mí no me importara. Pero Alex apareció con otras dos Pastillas Rojas y una coca-cola para mí y no me dio tiempo a dar voz a mis dudas.

– Gracias, tío -dijo James al tiempo que se metía la mano en el bolsillo en busca de la cartera, pero Alex le dijo que no con un gesto de la mano.

– Yo invito.

– Ooooh, que derrochador -dijo James con una carcajada, levantando la copa para brindar.

– Oye, estoy viviendo en vuestra casa. Invitar a un par de copas tampoco es para tanto.

Ellos bebieron. Yo también, pero la coca-cola estaba demasiado dulce y no me quitó la sed, aunque la engullí casi toda de un solo trago.

– Voy a por un poco de agua -dije y levanté una mano cuando los dos se ofrecieron a ir a buscarla-. Tengo que ir al cuarto de baño de todos modos.

– No tardes -dijo James.

– Vigilaré que no se meta en líos -prometió Alex con una sonrisa de suficiencia que bastante problemática era ya en sí.

– Sed buenos, ¿eh? -les dije, tras lo cual empecé a abrirme paso a través de la gente en dirección al cuarto de baño.

Estaba frente a las puertas, una con el símbolo que indicaba que era el baño de mujeres y la otra con el de hombres. Y, milagrosamente, no había una de esas colas que las mujeres estamos acostumbradas a tener que esperar. Nada más abrir la puerta del baño de mujeres descubrí la razón.

Puede que las puertas señalaran uno y otro sexo, pero a los ocupantes no parecía importarles lo más mínimo. Hombres y mujeres utilizaban por igual los lavabos y los cubículos. Cuando me incliné para ver qué puertas estaban abiertas, en más de una aparecieron dos pares de pies… y más de dos en alguna.

– Bueno, bueno, Señorita Inocente -dijo arrastrando las palabras una voz conocida desde el sofá de piel de leopardo-. Volvemos a encontrarnos.

Le sonreí.

– ¿Te dejan que te retires de la entrada?

– Una chica tiene que ir al cuarto de baño de vez en cuando. Ya me entiendes -dijo N. E.

No tenía intención de discutirle que él no era una chica en realidad.

– Sí.

– ¡Daos prisas ahí dentro, zorras! -bramó golpeando con la mano la puerta del cubículo más cercano-. ¡Aquí hay gente que de verdad viene a mear!

Los ocupantes del cubículo respondieron con una carcajada y, al momento, la puerta se abrió y de su interior emergieron dando tumbos dos chicos jóvenes. N. E. resopló con impaciencia y puso los ojos en blanco. Los chavales le mostraron el dedo corazón.

– Es todo tuyo, cielo. Puedo esperar.

El travesti prorrumpió en una sucesión de roncas carcajadas guturales.

– Cuando te digo que puedo esperar, lo digo en serio, cielo -añadió.

Entré riendo en el cubículo. Comprobé con gran alivio que el cerrojo funcionaba y que, a pesar de lo que hubieran estado haciendo los anteriores ocupantes, estaba razonablemente limpio. Me acuclillé e hice mis necesidades a toda prisa, contenta de haberme puesto falda, que se levantaba y se sujetaba fácilmente sin el riesgo de caerse al suelo, de dudoso estado de higiene, que tienen siempre los pantalones. Tardé sólo uno o dos minutos, pero cuando salí, el cuarto de baño estaba abarrotado.

Esperé turno para usar el lavabo detrás de dos mujeres que discutían a voz en grito algo sobre meter no se qué en alguna parte, pero no sé por qué me daba en la nariz que no se referían a una maleta. Los tres hombres que iban detrás de mí chismorreaban sobre alguien llamada Candy, que, al parecer, no distinguía entre vegano y vegetariano, lo que en realidad poco importaba porque «¡todos sabemos que esa zorra come carne!». Una pareja hetero había sustituido a N. E. en el sofá, y si no iban a follar allí mismo, con seguridad iban a hacer todo lo posible para que pareciera que sí.

Cuando por fin me llegó el turno del lavabo me sentía un poco como Alicia cuando se cae por la madriguera. Me lavé y me sequé las manos, y después seguí a la gente que abandonaba los placeres de los aseos para seguir bebiendo y bailando… y metiéndose mano por los rincones, sospechaba.

Pedí una botella de agua en la barra y me bebí la mitad antes de regresar al rincón donde había dejado a Alex y a James. Tardé un par de minutos en encontrarlos porque la gente había cambiado y no veía muy bien el sitio. Pasé con la mirada dos veces hasta que me di cuenta de que eran ellos. No los encontraba porque buscaba a dos hombres con camiseta blanca y desde donde estaba sólo veía uno.

Alex estaba delante de James, que estaba apoyado en la pared. Alex tenía una mano abierta sobre la pared, al lado de la cabeza de James. En la otra sujetaba su bebida. Estaba lo bastante cerca como para ver que era de color rojo brillante. Entonces se inclinó sobre James para decirle algo al oído, quien echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

Dos hombres, cada uno con las manos en los bolsillos traseros del otro, pasaron junto a mí con brusquedad. James soltó otra carcajada con ojos brillantes. No era la primera vez que veía esa expresión en su rostro, los labios entreabiertos y los ojos entornados. Era la misma expresión que tenía la primera vez que nos acostamos. Alex giró la cabeza de forma que pude ver claramente su perfil, y dio un trago. Vi el movimiento de su garganta al tragar. Cuando bajó la mano y se volvió nuevamente hacia James, deje de verles la cara.

Me quedé totalmente paralizada hasta el punto de que se me olvidó que llevaba la botella en la mano. Alguien me empujó y el líquido se me derramó en la mano. Casi diría que las gotas crepitaron al entrar en contacto con mi piel, como si ésta fuera una parrilla.

Esperé a ver si se tocaban, pero no lo hicieron. Esperé a ver si se separaban, pero tampoco lo hicieron. Permanecieron tal cual estaban, demasiado cerca para ser sólo amigos, pero no lo bastante cerca para ser amantes.

Debí de moverme, porque estaba delante de ellos, aunque no recordaba haberme puesto en movimiento. Alex se volvió a mirar a la gente que bailaba. Los haces azules y verdes de los láseres se reflejaban en sus ojos, que a ratos se aclaraban y se oscurecían alternativamente. Tenía el pelo húmedo de sudor, por lo que se le había quedado de punta por delante, mientras que la parte más larga, la que normalmente le cubría las orejas, le rozaba ahora las mejillas, y estaba totalmente pegada en la nuca.

Se dio la vuelta y me pilló mirando. Sonrió como un hombre acostumbrado a que lo miren. Podría haberme dado la vuelta y haberme hecho la tonta. Creo que se habría reído, pero no habría dicho nada. No desvié la mirada.

Las sombras le favorecían. James recibía el roce fugaz, pero seguía brillando aun en la oscuridad. A Alex, sin embargo, las sombras parecían tenerle querencia y uno podía ver cómo lo acariciaban, envolviéndolo en un halo de misterio.

Lo miré, él me miró, y cuando dejó en una mesa la copa vacía y me tendió la mano, yo la acepté sin vacilar. O tal vez un segundo antes de mirar a James, que sonreía y miraba a Alex también. Demasiado tarde. Alex tomó mi mano, su palma cálida y ligeramente sudorosa contra la mía. Y tiró. Yo me moví. Miré por encima de mi hombro a James, que no hizo más que una leve seña con la mano, y Alex me sacó a la pista.

No era mejor bailarín que James, sólo diferente. Más fino. Era un poco más alto y al principio no sabía dónde poner las manos. Nos movimos con una torpeza que no habíamos experimentado al bailar los tres juntos, pero un par de pasos nos bastaron para pillar el ritmo.

Era una música desenfrenada, lo nuestro no tanto un baile como un violento ataque de sensualidad. Me alegré. Aunque seguía habiendo contacto, él sonreía abiertamente y no me dedicó ni una de aquellas intensas miradas suyas. Me relajé un poco, hasta que me estrechó contra su cuerpo y me giró, de forma que mi espalda quedó contra su torso. Hizo un gesto con la barbilla en dirección a James, que nos observaba desde la periferia de la pista.

– Parece solo. ¿Nos apiadamos de él y lo invitamos a unirse a nosotros?

Mis manos habían encontrado su sitio por fin justo encima de las suyas, cruzadas sobre mi vientre.

– No.

– ¿No? -me dio la vuelta para mirarme. Sus manos fueron a parar justo por encima de mi trasero, territorio que no podía interpretarse como contacto inocente, pero tampoco lo describiría rotundamente como lascivo. Se le daba bien caminar por la cuerda floja.

Soy consciente del efecto que puedo causar en los hombres. Sólo porque hiciera mucho que no flirteara, no significaba que no recordara cómo se hacía. Flirtear era un juego como cualquier otro. Tenía unas normas.

Deslice las manos por su nuca y entrelace los dedos. Él sonrió y me estrechó con más fuerza. Deje de oír la música, aunque seguía sintiendo la reverberación de los graves en el estómago al mismo ritmo que latía mi corazón. Alex me puso una mano entre los omóplatos, en el mismo punto en el que la habría puesto James de haber estado en sus brazos en aquel momento.

– No -repetí, mirándolo a los ojos.

– ¿Debería sentirme halagado? -dijo, con una media sonrisa.

Miré por encima de mi hombro. James seguía apoyado en la pared, una pierna estirada y la otra doblada, bebiendo. Si se dio cuenta de que lo estaba mirando, no dio señales de ello. Pensé que tal vez estuviera mirando pasar a la gente, pero no dejó que eso lo distrajera. Nos miraba fijamente, pero no sabría decir quién de los dos había capturado su atención. Miré de nuevo a Alex.

– ¿Eres gay?

Su mirada vaciló un segundo, pero su sonrisa no varió un ápice.

– No.

– ¿Entonces por qué intentas seducir a mi marido? -pregunté sin rodeos, exigiendo una respuesta.

– ¿Es eso lo que estoy haciendo? -no parecía ofendido ni sorprendido, y no apartó la mirada de mi rostro en ningún momento.

– ¿No es así?

– No lo sé -contestó él inclinándose sobre mi oído y provocándome escalofríos cuando su aliento penetró en mí-. Creía que trataba de seducirte a ti.


Tres cabezas se volvieron a mirarme cuando dejé caer la bomba de lo que me había dicho Alex. Patricia era la única que parecía horrorizada. Mary parecía distraída. Claire, típico de ella, soltó una carcajada.

– Le dirías que eso no iba a suceder nunca -dijo Patricia como si no hubiera otra respuesta posible.

Al cabo de un momento, al ver que yo no contestaba, Claire resopló impaciente.

– Por supuesto que no le dijo tal cosa. ¿Te lo tiraste, Anne? Apuesto a que tiene una bonita polla.

– No ha tenido sexo con él -dijo Mary sacudiendo levemente la cabeza.

– Pero quiere hacerlo -Claire dio un sorbo de té helado, normal por una vez, no un Long Island-. ¿Quién no querría? Tampoco me sorprende que James también quiera su parte.

– Yo no he dicho que quiera.

Yo también di un sorbo de mi bebida. Aquellas tres mujeres constituían el espejo de mí misma en el que más confiaba, por mucho que chocáramos a veces. Éramos el reflejo de las demás, con defectos y todo.

– Por supuesto que no -dijo Patricia abriendo un azucarillo para echarlo al té-. James no es uno de ésos.

Esta vez las tres nos volvimos a mirarla a ella. Patricia no se mostró perpleja, sino que se limitó a encogerse de hombros.

– ¿O sí lo es?

– Por el amor de Dios, Pats -dijo Mary, con profundo disgusto-. ¿Que no es uno de ésos? ¿Qué coño quieres decir con eso?

– Quiere decir maricón -respondió Claire, reclinándose en la silla intercambiando muecas con Patricia.

– James no es gay -dije yo, sin poder tragarme la comida que, de pronto, se había solidificado en mi garganta-. Alex dice que él tampoco.

– Es bisexual -sentenció Claire encogiéndose de hombros-. Juega en los dos bandos, así tiene el doble de posibilidades de irse a la cama con alguien.

Mary frunció el ceño.

– Por como lo dices parece que es algo que se elige.

– ¿Y crees que no es así? No irás a decirme que no quieren hacerlo -dijo Patricia con un tono cada vez más altanero, lo que se ganó que me volviera a mirarla nuevamente. Ella siempre se comportaba con decoro y educación, pero últimamente…

– ¿Qué mosca te ha picado? -le saltó Mary-. ¿Quién demonios elegiría ser diferente del resto, ser distinto de lo que todo el mundo considera normal? Por Dios, Patricia, ¡a veces eres jodidamente engreída!

Silencio. Patricia se cruzó de brazos echando chispas por los ojos, pero Mary no se arredró. Claire y yo intercambiamos una mirada sobre el enfrentamiento que estábamos presenciando.

– No sé por qué te pones así -dijo Patricia al final-. No estamos hablando de ti, Mary, por el amor de Dios.

– Entonces, ¿cóctel de gambas o caviar? -dijo Claire animadamente.

Había estampado en su rostro una sonrisa radiante muy diferente de la desvergonzada sonrisa de oreja a oreja que solía exhibir. Una sonrisa de muñeca. De plástico. Ladeó la cabeza y adquirió una mirada vacía.

– Para la fiesta de papá y mamá -añadió cuando vio que ninguna de nosotras decía nada-. ¿Cóctel de gambas o caviar?

– Como si papá fuera a comer caviar -dije yo con una carcajada ante la idea, pero admiré la inteligente maniobra de Claire para evitar una pelea-. Podemos comprar gambas a granel en el mercado de pescado y marisco.

– Y preguntar a los del horno para hacer la carne si estarían dispuestos a preparar las gambas. Ellos tienen parrillas lo bastante grandes como para hacer tal cantidad -sugirió Patricia, la pragmática.

Saqué la punta del bolígrafo y tomé nota.

– Yo me ocupo de llamar y preguntar.

La conversación continuó discutiendo los méritos del pan de baguette frente al pan de hamburguesa y el tamaño de las servilletas. La fiesta se estaba convirtiendo en un coñazo épico. La lista de los invitados también requirió un par de horas de tira y afloja. Nuestro padre tenía muchos amigos, a la mayoría de los cuales no me apetecía meter en mi casa.

Pensar en ello me hizo recordar al invitado que tenía en casa en esos momentos, en quien no había dejado de pensar desde la víspera. No le había dicho a Alex que se fuera a la mierda, pero tampoco le había tomado la palabra. Mary y Patricia tenían razón.

Aunque Claire también la tenía. Quería que Alex me sedujera. Quería que me manoseara, sentir su boca en mi piel. Quería tener su cara entre las piernas. Quería que me follara. Pero lo que me desconcertaba no era desearlo; lo que hacía que mi mente no dejara de dar vueltas como un hámster en su rueda era no que no me sentía culpable por ello. Así como el hecho de que ya no era cuestión de si iba a hacerlo, sino de cuándo.

– ¿Anne?

Llevaba un rato soñando con sexo oral, pero la voz me sacó de mis ensoñaciones. De nuevo me encontré con tres rostros dirigidos a mí, mirándome fijamente, esperando. Bajé la vista fingiendo revisar mis anotaciones.

– Música -señaló Mary-. ¿Llamamos a un disc-jockey o ponemos música en el equipo?

Claire soltó una carcajada.

– Oye, a lo mejor puedes conseguir que el amigo de Alex venga a la fiesta. Seguro que anima el cotarro. El viejo Arch Howard bailando con Stan Peters. Qué asco, creo que he vomitado un poco.

– El amigo de Alex es disc-jockey en un club. Dudo que haga también fiestas.

Aun así, apunté la sugerencia.

Patricia se inclinó a echar un vistazo a la lista. En un arranque de infantilismo quise tapar lo que había apuntado para que no lo viera, pero al final ganó mi buen corazón.

– Bueno, si vamos a contratar un disc-jockey, me gustaría oír su estilo primero.

– ¡Genial, nos vamos de excursión! ¡Nos vamos al País de las Maravillas! -Claire le dio un codazo a Mary-. ¿Estás preparada? Tías buenas, tíos buenos… joder, a lo mejor tengo suerte y me ligo a un doble del Neo de Matrix que me dé un poco de marcha al cuerpo.

Mary dejó que Claire siguiera dándole codazos, pero estaba sonriendo.

– Creo que tengo mi conjunto de vinilo en el tinte.

– Oh, venga ya -dijo Claire, mirando a su alrededor-. Hace siglos que no salimos todas juntas. Sería divertido.

– Yo ya he estado en el País de las Maravillas -dijo Mary como si estuviera desvelando un secreto-. El verano pasado. Betts vino de visita y fuimos.

– ¿Y no me llamaste? -Claire golpeó a Mary en el hombro-. Cabrona.

Mary se encogió de hombros.

– Tú vas a muchos sitios sin mí.

– Creo que no es lugar para mí, aun en el caso de que pudiera ir, que no puedo -Patricia removió el te como si estuviera apuñalándolo.

– Te lo pasarás bien -le dije-. ¿No puede quedarse Sean con los niños?

Patricia no despegó la vista de su té.

– No quiero ir al País de las Maravillas. Si todas queréis ir, por mí bien, pero a mí no me apetece ir a ese sitio. Qué asco.

– ¿Por qué dices «qué asco»? -la retó Mary.

– Después de la descripción de Anne, me parece un sitio asqueroso.

– Déjalo -masculló Mary.

La conversación tornó al asunto de los detalles de la fiesta, aunque para entonces ya estaba más que harta tanto de la dichosa como del enfrentamiento entre Mary y Patricia. Claire hacía que la conversación fluyera aunque con menos salidas graciosas de las que eran habituales en ella, algo tan preocupante en sí como la animosidad reinante entre mis otras dos hermanas.

Estábamos en una mesa llena de secretos. Yo conocía el mío. Podía adivinar el de Patricia: problemas con Sean. Respecto a los de Mary y Claire, no tenía ni idea, pero no costaba mucho darse cuenta de que no estaban concentradas en la fiesta. Igual que yo.

– ¿Cómo vamos a repartir los gastos? -dijo Mary al final cuando nos llevaron la cuenta-. Creo que deberíamos hacer un fondo común. Patricia la tacaña puede ocuparse de llevar el control.

– ¡Yo no soy una tacaña! -exclamó Patricia en un tono más elevado de lo que cabría esperar, lo que me hizo dar un respingo. Igual que a Claire. Mary se limitó a sonreír con suficiencia.

– ¿Por qué no nos repartimos las cosas que hay que comprar y dividimos el total entre cuatro al final? Con los tickets de compra sabremos lo que ha gastado cada una -sugerí.

– Porque Claire no se acordará de guardar el ticket de compra -parodió Claire-. No te molestes en decirlo, Pats. Ya lo sabemos.

Patricia tiró la servilleta encima del plato de mala manera. Le temblaba la voz cuando dijo:

– ¿Por qué no me dejáis en paz todas? ¿Por qué criticáis todo lo que digo?

– No criticamos todo lo que dices.

Estoy segura de que Claire pretendía apaciguarla, pero era tan impropio de su carácter que no me sorprendió que Patricia no lo tomara en ese sentido.

– ¡Sí que lo hacéis! ¡Y estoy hasta el gorro! -Patricia se levantó con el cuerpo tenso como si fuera a salir corriendo, hasta que su mirada se topó con el aleteo de la cuenta en su plato.

Vi cómo se contenía físicamente para no salir huyendo. Leyó la cuenta, sacó la cartera y contó cuidadosamente el dinero, la cantidad exacta. Añadió la propina mínima establecida y dejó la pequeña montaña de billetes y monedas sobre la mesa. Todas observábamos en silencio su ritual. Patricia siempre había sido precisa, pero nunca había sido tacaña.

– ¿Qué? -exclamó, elevando la barbilla-. Es correcto, ¿no?

– Sí, claro -le dije-. Si falla algo ya lo pongo yo, no te preocupes.

– No vas a tener que poner nada, Anne -dijo Patricia, colgándose el bolso del hombro-. Yo pago mi parte.

– Claro, claro. No te preocupes.

Volví a intercambiar una mirada de curiosidad con Claire. Mary, con expresión de desazón en el rostro, miraba su cuenta como si quisiera chamuscarla.

– Me voy. He tenido que llamar a una niñera y me sale cara -dijo Patricia, pasando junto a mi silla.

– ¿Dónde está Sean? -preguntó Mary sin levantar la vista-. ¿Otra vez tenía trabajo?

– Sí -contestó Patricia. Por su cara se diría que quería decir algo más, pero no lo hizo-. Ya te llamare, Anne.

Sus llaves tintinearon cuando las sacó del bolso, y se alejó. Esperamos como buenas hermanas a que no nos oyera antes de empezar a hablar de ella.

– ¿Desde cuándo trabaja Sean los sábados? -pregunté.

– Desde que está en Thistledown viendo las carreras de caballos -dijo Mary con un tono mucho menos satisfecho ahora.

Claire pareció sorprendida.

– ¡No! ¿Sean? ¿Tú crees?

– Sí, lo creo -Mary nos miró a las dos-. Creo que ha perdido un montón de dinero últimamente. Patricia me contó que no se van a ir de vacaciones este verano. Dijo que era por lo de la fiesta, pero se nota que miente. Sean no renunciaría a su viaje a Myrtle Beach.

– A menos que no se lo puedan permitir -dije. Tenía sentido-. Qué mierda.

– ¡Con lo… buen tipo que es! -dijo Claire. Me pareció más que sorprendida. Me pareció triste.

Tardé un momento en recordar que sólo tenía catorce años cuando Patricia empezó a salir con Sean. Para ella, Sean era el hermano mayor que el resto de nosotras no tuvo, a pesar de que hubiera dicho que era gilipollas un montón de veces.

– Que sea buen tipo no lo exime de tener un problema, Claire.

Las tres nos quedamos en silencio tras aquello. No sé qué pensaban ellas, pero yo pensaba en nuestro padre. La gente pensaba que era un buen tipo cuando lo conocía. El alma de la fiesta. Y lo era. No conocían al hombre que se sentaba a oscuras con una botella de Jack Daniel's y un paquete de cigarrillos, el que se sentaba a llorar y a hablar del tacto de una pistola.

– Bueno, ahorraremos dinero poniendo la música en el equipo estéreo -dijo Claire con voz queda-. Podemos conectar mi iPod o algo así.

– Sí -dijo Maty, asintiendo con la cabeza-. Será lo mejor

Nos despedimos y me fui a casa con mis notas. La radio podría haberme distraído, pero conduje en silencio. Pensando.

El pasado no cambia por mucho tiempo que dediques a pensar en ello. Lo bueno y lo malo se va sumando. Retira una porción, por pequeña que sea, y el conjunto cambia. Ya sea optimismo, pesimismo o fatalismo, yo no me dedico a desear que el pasado hubiera sido de otra forma porque, entonces, el presente también lo sería. Controlo mi futuro basándome en mis decisiones presentes. Yo soy la única que lo hace.

Mis hermanas y yo crecimos en la misma casa, tuvimos los mismos padres, fuimos a los mismos colegios y, sin embargo, todas somos diferentes. Son diferentes nuestros gustos en ropa o música, nuestra inclinación política o nuestra fe. Muy diferentes, pero todas tenemos algo en común.

El deseo de la perfección.

Patricia era la madre perfecta, el tipo de madre que hace galletas y disfraces para Halloween. La madre que se encarga de llevar a los niños a algunas actividades y espera en la parada del autobús escolar con una merienda equilibrada en la que no haya demasiada azúcar ni cafeína. Sus hijos iban limpios y con la ropa perfectamente planchada, y si alguna vez hacían una travesura no era porque no se ocupara ella de inculcarles disciplina, con mano firme aunque sin violencia.

Hasta hacía poco, Mary había sido la virgen perfecta, reservándose para el matrimonio o para Jesús, una cosa u otra y ninguna ahora. Ejercía de voluntaria en comedores sociales y donaba sangre. Iba a misa todos los domingos y casi nunca decía tacos.

Claire había renegado de la perfección para convertirse en la perfecta rebelde. Habría sido una caricatura de ropa, pelo y actitud de no ser porque ella se lo creía, la chica rebelde. A la que le daba igual lo que pensaran de ella los demás.

Yo también jugaba a ser perfecta. La hija perfecta, la que se ocupaba de todo, la que lo tenía todo: la casa, el coche, el marido. Todo reluciente.

Pero aun así, tampoco conseguía ser perfecta. Igual que mis hermanas. No tenía hijos que me amargaran, ni una imagen de mí misma que mantener, ni tampoco anhelaba en secreto gustar a los demás. No. Yo tenía una vida perfecta. Coche, casa, marido, todo reluciente.

¿Pero era perfecto cuando yo deseaba que cambiara?

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