Por largo tiempo muchos iban a recordar vivamente y con angustia aquellos dos días de la primera semana de octubre.
El martes de aquella semana el viejo Ben Rosselli, presidente del banco First Mercantile American y nieto del fundador del banco, hizo un anuncio -sorprendente y sombrío- que palpitó en todos los rincones del banco y más allá. Y al día siguiente, miércoles, la sucursal «insignia» del banco, en el centro de la ciudad, descubrió la presencia de un ladrón, iniciando una serie de acontecimientos que pocos hubieran podido prever, y que terminaron en naufragio financiero, tragedia humana y muerte.
La convocatoria del presidente del banco ocurrió sin previo anuncio; notablemente, nada se había filtrado de antemano. Ben Rosselli había telefoneado a algunos de los ejecutivos más antiguos por la mañana temprano, había cogido a algunos en su casa, desayunando, a otros poco después de haberse hecho cargo de sus tareas. También había unos pocos que no eran ejecutivos, sino simplemente viejos empleados a quienes Ben consideraba como amigos.
Para cada uno el mensaje fue el mismo: «Por favor, preséntese en la Torre de la Casa Central a las 11 a. m.»
Ahora todos, excepto Ben, estaban reunidos en la sala principal; eran más o menos una veintena y hablaban tranquilamente en grupos, mientras esperaban. Todos estaban de pie; ninguno se atrevió a ser el primero en extraer una silla de las alineadas junto a la reluciente mesa de Dirección, mayor que una mesa de juego, que podía albergar unas cuarenta personas.
Una voz irrumpió penetrante en la charla.
– ¿Quién ha autorizado esto?
Las cabezas se volvieron. Roscoe Heyward, vicepresidente ejecutivo y supervisor, se había dirigido a un camarero de chaqueta blanca proveniente del comedor de los ejecutivos. El hombre se había presentado con unas botellas de jerez, que servía en unos vasos.
Heyward, austero, olímpico, era un celoso abstemio. Miró deliberadamente su reloj, en un gesto que decía claramente: ¡no sólo bebida, sino tan temprano! Varios que ya habían tendido las manos hacia el jerez, las retiraron.
– Son órdenes del señor Rosselli, señor -dijo el camarero-. Y pidió especialmente el mejor jerez.
Una figura corpulenta, con un traje gris claro a la moda, se adelantó y dijo ligeramente:
– Por temprano que sea no tiene sentido privarse de una cosa tan buena.
Alex Vandervoort, de ojos azules y pelo rubio, con un poco de gris en las sienes, era también vicepresidente ejecutivo. Comunicativo e informal, su manera fácil, su estilo de «estar en el ajo» ocultaban una vigorosa decisión interna. Los dos hombres -Heyward y Vandervoort- representaban el segundo peldaño de la dirección inmediatamente después de la presidencia, y, aunque los dos eran maduros y capaces de cooperación, también eran, en muchas maneras, rivales. Su rivalidad y sus puntos de vista diferentes impregnaban el banco, proporcionando a cada uno una cohorte de partidarios en niveles más bajos.
Alex tomó dos vasos de jerez y pasó uno a Edwina D'Orsey, morena y estatuaria, primera mujer que ocupaba un cargo ejecutivo en el First Mercantile American.
Edwina vio que Heyward miraba hacia ella, desaprobando. Bueno, poco importa, pensó. Roscoe sabía que ella era leal seguidora de Vandervoort.
– Gracias, Alex -dijo, tomando el vaso.
Hubo un momento de tensión, después otros siguieron el ejemplo. La cara de Roscoe Heyward se contrajo, enojada. Pareció que iba a decir algo más, pero después cambió de idea.
En la puerta del salón de reuniones, el vicepresidente encargado de Seguridad, Nolan Wainwright, una figura imponente, semejante a un Otelo y uno de los dos ejecutivos negros presentes, levantó la voz:
– Mistress D'Orsey, señores… míster Rosselli.
El murmullo de la conversación cesó.
Ben Rosselli estaba allí, sonriendo levemente, recorriendo el grupo con la mirada. Como siempre, su apariencia lograba el punto exacto entre la figura de un padre benevolente y la fuerte solidez de alguien a quien miles de ciudadanos confían el dinero para que lo guarde. Parecía ambas cosas y se vestía en consonancia: un oscuro traje de banquero, con el inevitable chaleco cruzado por una fina cadena de oro y reloj. Y era sorprendente cómo se parecía aquel hombre al primer Rosselli -Giovanni- que había fundado el banco en el sótano de un almacén, hacía un siglo. Era la misma cabeza patricia de Giovanni, con flotante pelo plateado y tupido bigote, que el banco reproducía en los libros de cuentas, y en los cheques de viajero, como símbolo de probidad, y cuyo busto adornaba la Plaza Rosselli, allá abajo.
El Rosselli de ahora tenía el pelo plateado y el bigote casi igualmente tupido. La moda en todo un siglo había dado un giro total. Pero lo que ninguna reproducción mostraba era el impulso de familia que todos los Rosselli habían poseído y que, con ingenuidad e ilimitada energía había llevado al First Mercantile American a su prominencia actual. Hoy, sin embargo, la habitual vivacidad parecía faltar en Ben Rosselli. Caminaba apoyado en un bastón; ninguno de los presentes le había visto hacer esto.
Hizo un gesto como para sacar uno de los pesados sillones de los directores. Pero Nolan Wainwright que estaba más cerca, se movió con más rapidez. El jefe de Seguridad hizo girar el sillón con alto respaldo hacia la mesa de reunión. Con un murmullo de gracias el presidente se acomodó allí.
Ben Rosselli saludó a los demás con la mano.
– Esto es algo informal. No tardaremos mucho. Si alguno lo desea, puede ocupar las sillas. Ah, gracias… -la última frase fue dirigida al camarero, de quien aceptó un vaso de jerez. El hombre salió, cerrando tras de sí las puertas del salón de reuniones.
Alguien acercó una silla para Edwina D'Orsey, y otros se sentaron, pero la mayoría permaneció de pie.
Fue Alex Vandervoort quien dijo:
– Evidentemente estamos aquí para celebrar… -hizo un gesto con el vaso de jerez-. Pero la cuestión es: ¿qué celebramos?
Nuevamente Ben Rosselli dejó pasar una leve sonrisa.
– Me gustaría que ésta fuera una celebración, Alex. Es simplemente una ocasión en la que he pensado que un trago no vendría mal… -hizo una pausa y súbitamente una nueva tensión invadió el cuarto. Era evidente para todos que ésta no era una reunión ordinaria. Las caras reflejaban duda, preocupación.
– Me estoy muriendo -dijo Ben Rosselli-. Los médicos me han dicho que no me queda mucho tiempo. Supuse que todos ustedes debían saberlo… -levantó su vaso, lo contempló y tomó un sorbo de jerez.
Aunque el salón había estado tranquilo antes, el silencio fue ahora intenso. Ninguno se movió ni habló. Los sonidos exteriores llegaban débilmente: el apagado teclear de una máquina de escribir, el zumbido de un acondicionador de aire; afuera, en algún lugar, el chillido de un reactor ascendió sobre la ciudad.
El viejo Ben se inclinó hacia adelante, apoyado en su bastón.
– Vamos, no hay motivo para sentirse incómodos. Somos viejos amigos; por eso les he convocado a ustedes aquí. Ah, sí, para evitar preguntas, diré que lo que he dicho es definitivo; si hubiera creído que existe una posibilidad, que no la hay, habría esperado más tiempo. La otra cosa que quizá les intriga… la enfermedad es cáncer de pulmón, muy avanzado, según me han dicho. Probablemente no llegaré a Navidad… -hizo una pausa y súbitamente toda la fragilidad y fatiga aparecieron. Con más suavidad añadió-: Bueno, ahora ya están ustedes enterados y, cuando quieran, pueden hacer correr la voz.
Edwina D'Orsey pensó: no podía elegirse el momento. En cuanto se vaciara el salón, lo que acababan de oír iba a expandirse por el banco, y más allá, como el fuego en una pradera. Las noticias iban a afectar a muchos, a algunos emocionalmente, a otros de manera prosaica. Pero, sobre todo, ella estaba como atontada y sentía que la reacción de los otros era la misma.
– Míster Rosselli -uno de los hombres más antiguos se atrevió a hablar. Pop Monroe era un viejo empleado en el departamento de depósitos, y su voz temblaba-, míster Rosselli, nos ha largado usted una buena. Nadie sabe qué decir.
Hubo un murmullo, casi un gruñido de asentimiento y simpatía.
Por encima, Roscoe Heyward inyectó con suavidad:
– Lo que podemos y debemos decir… -había una pizca de reprobación en la voz del supervisor, como si los otros hubieran debido esperar que él hablara primero- es que, aunque esta terrible noticia nos ha sacudido y entristecido, podemos estar en un error y confiar en el tiempo. Las opiniones de los médicos, como casi todos sabemos, rara vez son exactas. Y la ciencia médica puede lograr mucho para detener, incluso para curar…
– Roscoe, he dicho que ya he pasado por todo eso -dijo Ben Rosselli, con un primer asomo de impaciencia-. En cuanto a los médicos, he consultado los mejores. ¿Acaso no lo sabían?
– Sí, lo suponíamos -dijo Heyward-. Pero debemos recordar que hay un poder más alto que el de los médicos, y es deber de todos nosotros -miró con deliberación alrededor de la habitación- rogar a Dios que se apiade o que, por lo menos, conceda más tiempo del que usted cree.
El viejo dijo con ironía.
– Tengo la impresión de que Dios ya se ha decidido.
Alex Vandervoort observó:
– Ben, todos estamos trastornados. Lamento especialmente algo que he dicho antes…
– ¿Lo del festejo? ¡No tiene importancia!… Usted no estaba enterado… -el viejo tuvo una risita-. Además, ¿por qué no? He tenido una buena vida; no todo el mundo la tiene y, por lo tanto, hay motivo para celebrar… -palmeó los bolsillos de la chaqueta, después miró alrededor-. ¿Alguno tiene un cigarrillo? Los médicos me los han prohibido.
Aparecieron varios paquetes. Roscoe Heyward gimió:
– ¿Está seguro de que le conviene hacerlo?
Ben Rosselli le miró sardónicamente y no contestó. No era un secreto que, aunque el viejo respetaba el talento de Heyward como banquero, los dos hombres nunca habían logrado intimar.
Alex Vandervoort encendió el cigarrillo que había tomado el presidente del banco. Los ojos de Alex, como los de otros en la habitación, estaban húmedos.
– En un momento como éste hay algunas cosas de las que uno se alegra -dijo Ben-. Que nos den un consejo es una, es la posibilidad de atar cabos perdidos… -el humo del cigarrillo giró a su alrededor-. Naturalmente, por otro lado uno lamenta la forma en que se han producido algunas cosas. Deben ustedes reflexionar y meditar también sobre esto.
Todos sabían qué era lo que más había que lamentar: Ben Rosselli no tenía herederos. Su único hijo había muerto en la Segunda Guerra Mundial; y más recientemente un nieto, que prometía, había muerto en la insensata pérdida de vidas del Vietnam.
Un ataque de tos sacudió al viejo. Nolan Wainwright, que estaba más cerca, se adelantó, tomó el cigarrillo que le tendían con dedos temblorosos, y lo apagó. Se hizo, entonces, evidente hasta qué punto estaba debilitado Ben Rosselli, cuánto le había fatigado el esfuerzo de hoy.
Aunque nadie lo sabía, era la última vez que el presidente iba a acudir al banco.
Se acercaron a Rosselli individualmente, le dieron la mano con suavidad, buscando unas palabras que decir. Cuando llegó el turno a Edwina D'Orsey, ella le besó levemente en la mejilla, y él parpadeó.
Roscoe Heyward fue uno de los primeros en dejar el salón. El vicepresidente supervisor ejecutivo tenía dos objetivos urgentes, resultado de lo que acababa de saber.
Uno era lograr una suave transición de autoridad, después de la muerte de Ben Rosselli. El segundo objetivo era asegurar que Heyward fuera nombrado presidente y ejecutivo principal.
Heyward era ya un fuerte candidato. También lo era Alex Vandervoort y posiblemente, dentro del mismo banco, Alex tenía más seguidores. Sin embargo, en el cuerpo de directores, donde la cosa tenía más peso, Heyward creía contar con más apoyo.
Versado en la política bancaria y con una mente acerada y disciplinada, Heyward empezó a planear su campaña, incluso cuando la reunión de la mañana no había terminado.
Se dirigió a sus oficinas, unos cuartos con paneles, espesas cortinas beige y una vista de la ciudad, allá abajo, capaz de cortar el aliento. Sentado ante su escritorio llamó a la principal de sus dos secretarias, mistress Callaghan, y le dio instrucciones como para un rápido incendio.
La primera era la de telefonear a los directores, con los que Roscoe Heyward iba a hablar, uno por uno. Tenía ante sí, en el escritorio, una lista de los directores. Fuera de las llamadas del teléfono directo, pidió no ser molestado.
Otra instrucción fue la de cerrar la puerta exterior de la oficina cuando la secretaria salió -cosa en sí desusada, ya que los ejecutivos del FMA conservaban una tradición de puertas abiertas iniciada hacía un siglo y estólidamente mantenida por Ben Rosselli. Aquella era una tradición que debía desaparecer. La intimidad, en aquel momento, era esencial.
Heyward había sido rápido en observar que, en la reunión de aquella mañana, sólo dos miembros del cuerpo del First Mercantile American, aparte de los antiguos gerentes, habían estado presentes. Ambos directores eran amigos personales de Ben Rosselli -y era evidentemente por este motivo que habían sido convocados. Pero esto significaba que quince miembros del cuerpo no estaban informados, todavía, de la próxima muerte del presidente. Heyward quería que los quince recibieran las noticias por su boca.
Calculó dos probabilidades: primero, los hechos eran tan súbitos y estremecedores que iba a producirse una alianza instintiva entre quien recibiera la noticia y quien la diera. Segundo: algunos directores iban a resentirse por no haber sido informados de antemano, especialmente porque algunos funcionarios menores del FMA habían escuchado la noticia en el salón de reuniones. Roscoe Heyward pensaba capitalizar este resentimiento.
Se oyó el zumbido de un timbre. Recibió la primera llamada y empezó a hablar. Después siguió otra llamada, y otra más. Varios directores estaban fuera de la ciudad, pero Dora Callaghan, una ayudante leal y experimentada, les seguía los pasos.
Media hora después de empezar a telefonear, Roscoe Heyward informaba con calor al honorable Harold Austin:
– Aquí, en el banco, como es lógico, terriblemente trastornados y emocionados. Lo que Ben nos ha dicho no parece real, o posible.
– ¡Dios mío! -la otra voz en el teléfono todavía reflejaba la angustia expresada unos momentos antes-. ¡Y tener que decirlo personalmente a la gente! -Harold Austin era uno de los pilares de la ciudad, tercera generación de una vieja familia y, hacía tiempo, había estado una única temporada en el Congreso… de ahí el título de «Honorable», alentado por la costumbre. Ahora poseía la mayor agencia de publicidad del estado y era un veterano director del banco, con fuerte influencia en el consejo.
El comentario acerca del anuncio personal dio a Heyward la apertura que necesitaba.
– Me doy cuenta perfectamente de tus sentimientos sobre la manera de informar, y, la verdad, es que ha sido algo desusado. Lo que más me preocupa es que no se haya avisado a los directores. Opino que debía haberse hecho. Pero, ya que no fue así, considero que ha sido mi deber informaros en seguida a ti y a los otros… -la cara aquilina austera de Heyward mostró concentración; detrás de las gafas sin aro sus ojos grises eran fríos.
– Estoy de acuerdo contigo, Roscoe -dijo la voz en el teléfono-. Creo que debimos ser informados, y te agradezco que te hayas ocupado de esto.
– Gracias, Harold. En un momento como éste uno nunca sabe qué es mejor. Lo único cierto es que alguno debe ejercer el mando.
El uso del tuteo era fácil para Heyward. Provenía de una antigua familia, sabía cómo moverse entre las más poderosas bases del estado, y era miembro, con buena base, de lo que los ingleses llaman un muchacho de «adentro». Sus relaciones personales se extendían más allá de los límites del estado, hasta Washington y otras partes. Heyward estaba orgulloso de su status social y de sus amistades en altas esferas. También le gustaba que la gente recordara su directa descendencia de uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia.
Sugirió:
– Otro motivo para tener informados a los miembros del consejo es que estas tristes noticias sobre Ben van a producir un tremendo impacto. Y la cosa correrá rápidamente.
– No cabe duda -corroboró el honorable Harold-. La posibilidad es que mañana se haya enterado la prensa y empiece a hacer preguntas.
– Exactamente. Y una publicidad inadecuada puede inquietar a los depositantes, y reducir el precio de nuestros valores.
– Hum…
Roscoe Heyward podía sentir las ruedecillas en la mente de su compañero. El Austin Family Trust, representado por el honorable Harold, tenía gran cantidad de acciones del FMA.
Heyward se apresuró a decir:
– Naturalmente, si el consejo toma una decisión enérgica para asegurar a los accionistas y depositantes, al igual que al público en general, toda esa pérdida será desdeñable.
– Excepto para los amigos de Ben Rosselli -recordó secamente Harold Austin.
– Hablaba fuera del marco de la pérdida personal. Mi pesar, te lo aseguro, es tan hondo como el de cualquiera.
– ¿En qué estás pensando, Roscoe?
– En general, Harold… en una continuidad de la autoridad. Concretamente no debe quedar vacante el cargo de ejecutivo principal ni siquiera por un día -prosiguió Heyward-. Con el mayor respeto hacia Ben, y sin tener en cuenta nuestro profundo cariño hacia él, este banco ha sido considerado durante mucho tiempo como una institución de un solo hombre. Lógicamente hace años que la cosa no es así: ningún banco puede figurar entre los veinte principales de la nación y ser dirigido individualmente. Pero, hay gente fuera que lo sigue creyendo. Por eso, por triste que sea este momento, los directores tendrán la oportunidad de disipar esa leyenda.
Heyward sintió que el otro hombre pensaba astutamente antes de contestar. También pudo imaginar a Austin… un hermoso tipo de playboy envejecido, vestido de manera llamativa y con estilizado y flotante pelo gris. Probablemente, como de costumbre, fumaba un gran cigarro. Sin embargo, el honorable Harold no se dejaba tomar por tonto por nadie, y tenía reputación de ser un hombre de negocios audaz y brillante. Finalmente declaró:
– Creo que tu punto de vista sobre la continuidad es válido. Y estoy de acuerdo contigo en que el sucesor de Ben Rosselli debe ser elegido y su nombre anunciado antes de la muerte de Ben.
Heyward escuchó intensamente mientras el otro proseguía:
– Opino que tú eres ese hombre, Roscoe. Lo he pensado hace tiempo. Tienes las cualidades, la experiencia, la rudeza… todo. Por lo tanto estoy dispuesto a darte mi apoyo, y hay otros en el consejo a los que puedo convencer para que sigan el mismo camino. Supongo que es eso lo que deseas.
– Realmente estoy muy agradecido…
– Naturalmente, a cambio podré pedirte algún ocasional quid pro quo.
– Me parece razonable.
– Bien. Entonces nos hemos entendido.
La conversación, decidió Roscoe Heyward al cortar la comunicación, había sido altamente satisfactoria. Harold Austin era un hombre de lealtad consistente, que cumplía con su palabra.
Las llamadas precedentes habían sido igualmente satisfactorias.
Al hablar poco después con otro director -Philip Johannsen, presidente del Mid Continent Rubber -surgió otra oportunidad. Johannsen reconoció que francamente no se entendía con Alex Vandervoort, cuyas ideas le parecían poco ortodoxas.
– Alex es antiortodoxo -dijo Heyward-. Naturalmente tiene algunos problemas personales. No sé si las dos cosas podrán marchar juntas.
– ¿Qué clase de problemas?
– Cosas de mujeres. Pero no me gustaría…
– Es algo importante, Roscoe. Y también confidencial. Habla.
– Bueno, en primer lugar, Alex tiene dificultades matrimoniales. Segundo, tiene relaciones con otra mujer. Tercero, esa mujer es una activista de izquierda, aparece con frecuencia en las noticias, y no precisamente en el tipo de contexto que puede ser útil al banco. A veces me pregunto si tiene mucha influencia sobre Alex. Como he dicho no me gustaría…
– Has hecho bien en decírmelo, Roscoe -dijo Johannsen-. Es algo que los directores deben saber. Izquierdista, ¿eh?
– Sí, se llama Margot Bracken.
– Creo que la he oído nombrar. Y lo que he oído, no me gusta.
Heyward sonrió.
Pero quedó menos contento, sin embargo, dos llamadas después, cuando se comunicó con un director de fuera de la ciudad. Leonard L. Kingswood, presidente del consejo de la Northam Steel.
Kingswood, que había iniciado su vida como fundidor en los hornos de una fábrica de acero, dijo:
– No me vengas con esa mierda, Roscoe -cuando Heyward sugirió que los directores del banco debían ser informados de antemano de la situación de Ben Rosselli-. Ben ha hecho las cosas como las hubiera hecho yo. Decir las cosas primero a las personas que están más cerca, y después a los directores y a otros cuellos almidonados.
En cuanto a la posibilidad de una declinación en los depósitos del First Mercantile American, la reacción de Len Kingswood fue:
– ¿Y qué?
– Seguramente -añadió- el FMA bajará un punto o dos en la pizarra cuando se sepan las noticias. Sucederá porque la mayoría de las transacciones de depósitos están en manos de niños de mamá nerviosos, que no saben distinguir la histeria de los hechos. Pero, seguramente, los depósitos volverán a subir en una semana, porque los valores están ahí, el banco es bueno, y todos los que estamos dentro lo sabemos.
Y más adelante, en la conversación:
– Roscoe, este trabajo de antecámara que estás haciendo es tan transparente como una ventana recién lavada, por eso te diré con igual claridad mi posición, para que no perdamos tiempo. Tú eres un supervisor de primera categoría, el mejor hombre para números y dinero que he conocido nunca. Y si algún día tienes ganas de venirte aquí, a la Northam, con un buen cheque como paga y mejor opción en los depósitos, daré vueltas a mi gente y te pondré en lo alto de la pirámide financiera. Es un ofrecimiento y una promesa. Hablo completamente en serio.
El presidente de la compañía de acero declinó el ofrecimiento de Heyward y prosiguió:
– Pero, pese a lo bueno que eres, Roscoe, lo que quiero decir es que… no eres un directivo para todo alcance. Por lo menos, es como yo veo las cosas, y también es lo que diré cuando el consejo decida quién va a sustituir a Ben. Y otra cosa que quiero también decirte es que mi candidato es Vandervoort. Es algo que debes saber.
Heyward contestó sin perder la calma:
– Te agradezco la franqueza, Leonard.
– Bien. Y si piensas alguna vez con seriedad en la oferta que te he hecho, llámame cuando gustes.
Pero Roscoe Heyward no tenía intenciones de trabajar para la Northam Steel. Aunque el dinero era para él importante, su orgullo no se lo hubiera permitido después del mordiente veredicto de Leonard Kingswood, de hacía un instante. Además, todavía seguía confiando en obtener el cargo principal en el FMA.
Nuevamente zumbó el teléfono. Cuando contestó, Dora Callaghan anunció que otro director estaba en la línea.
– Es míster Floyd LeBerre.
– Floyd -empezó Heyward, con la voz afectada en un tono bajo y serio-, lamento muchísimo tener que ser portador de una noticia trágica y triste.
No todos los que habían estado presentes en la grave reunión del consejo salieron tan rápidamente como Roscoe Heyward. Algunos se demoraron fuera, todavía bajo la impresión, conversando en voz baja.
El viejo funcionario del departamento de inversiones, Pop Monroe, dijo con suavidad a Edwina D'Orsey:
– Éste es un día triste, muy triste.
Edwina asintió, sin poder hablar. Ben Rosselli había sido importante para ella como amigo y él se había enorgullecido al verla subir y formar parte de las autoridades del banco.
Alex Vandervoort se detuvo junto a Edwina, dirigiéndose después a su oficina, algunas puertas más allá:
– ¿Quieres acompañarme un momento?
Ella dijo, agradecida:
– Sí, por favor.
Las oficinas de los principales ejecutivos estaban en el mismo piso que la sala de reunión del consejo -el piso treinta y seis, en lo alto de la Torre de la Casa Central del FMA. Las oficinas de Alex Vandervoort, como otras, tenían una zona para conferencias informales y, allí, Edwina sirvió café con una Sílex. Vandervoort extrajo una pipa y la encendió. Ella observó que los dedos de él se movían con eficiencia, sin desperdiciar ningún movimiento. Sus manos eran como su cuerpo, corto y ancho, los dedos terminaban repentinamente, en unas uñas cortas pero bien cuidadas.
La camaradería entre los dos databa de largo tiempo. Aunque Edwina, que era gerente de la sucursal principal del First Mercantile American en la ciudad, estaba varios niveles por debajo de Alex en la jerarquía del banco, él siempre la había tratado como a una igual, y con frecuencia, en asuntos que afectaban a su sucursal, había tratado con ella directamente, pasando por encima de los peldaños de la organización que los separaban.
– Alex -dijo Edwina- debo decirte que pareces un esqueleto.
Una cálida sonrisa encendió la suave y redonda cara de él.
– Se me nota, ¿eh?
Alex Vandervoort era un conocido gastrónomo, un goloso amante de la comida y el vino. Desgraciadamente aumentaba fácilmente de peso. Periódicamente, como ahora, tenía que seguir alguna dieta.
Por tácito consentimiento ambos evitaron, por el momento, el tema que estaba más próximo a sus mentes.
Él preguntó:
– ¿Cómo andan los negocios este mes en la sucursal?
– Bastante bien. Y soy optimista para el año próximo.
– Hablando del año próximo, ¿cómo ve la cosa Lewis?
Lewis D'Orsey, marido de Edwina, era dueño y editor de un difundido periódico para economistas.
– Sombríamente. Prevé un alza temporal en el valor del dólar, luego otra gran caída, como ocurrió con la libra esterlina. También dice Lewis que aquellos que en Washington afirman que la recesión norteamericana ha llegado a su fin son unos ilusos, ¡los mismos falsos profetas que en Vietnam veían «la luz del túnel»!
– Estoy de acuerdo con él -murmuró Alex-. Sabes, Edwina, uno de los fallos de los banqueros norteamericanos es que nunca alentamos a nuestros clientes a tener cuentas en moneda extranjera… francos suizos, marcos alemanes, otras monedas… como hacen los banqueros europeos. Oh, aceptamos a las grandes corporaciones, porque saben lo bastante como para insistir; y los bancos norteamericanos ganan para sí generosos beneficios con otras monedas. Aunque rara vez, o nunca, se hace esto por medio de los depositantes menores o de tipo medio. Si hubiéramos promovido las cuentas en moneda extranjera hace diez, o incluso cinco años, algunos de nuestros clientes habrían ganado con la desvalorización del dólar, en lugar de perder.
– ¿Y no se opondría a eso la Tesorería de Estados Unidos?
– Probablemente. Pero tendrían que contar con la presión del público. Siempre lo hacen.
Edwina preguntó:
– ¿Alguna vez has sugerido la idea… de que más gente tenga cuentas en moneda extranjera?
– Una vez lo intenté. Me hicieron callar. Entre nosotros los banqueros norteamericanos, el dólar, por débil que esté, es sagrado. Es un concepto de avestruz que hemos inculcado al público, y que les ha costado dinero. Sólo unos pocos sofisticados tuvieron buen sentido y abrieron cuentas en moneda suiza, antes que empezaran las devaluaciones del dólar.
– Con frecuencia he pensado en eso -dijo Edwina-. Cada vez que ha sucedido, los banqueros han sabido por anticipado que la devaluación es inevitable. Sin embargo no hemos dado a nuestros clientes, exceptuando unos pocos favorecidos, ningún aviso, ninguna sugerencia para que vendieran dólares.
– Se suponía que era poco patriótico. Incluso Ben…
Alex se interrumpió. Permanecieron algunos momentos sin hablar.
Por los ventanales que ocupaban la pared del lado Este de la oficina de Alex, podían ver la robusta ciudad del Midwest, tendida ante ellos. Muy cerca estaban los estrechos callejones de establecimientos del centro, los mayores edificios, sólo un poco más bajos que la torre principal del First Mercantile American. Más allá del distrito del centro, retorcido en forma de doble S, estaba el amplio río lleno de tráfico, con su color -hoy como de costumbre- gris por las poluciones. Un entreverado trabajo de puentes sobre el río, líneas férreas y caminos corrían hacia el exterior como cintas desplegadas hacia complejos industriales y suburbios a lo lejos, los últimos, sentidos más que vistos, en una neblina que lo invadía todo. Pero más cerca que las industrias y los suburbios, aunque más allá del río, estaba el barrio central pobre, un laberinto de casas bajo el nivel medio, considerado por algunos la vergüenza de la ciudad.
En medio de esta última área, un nuevo gran edificio y el andamiaje de acero de otro se destacaban contra el horizonte.
Edwina señaló el edificio y el andamiaje de acero.
– Si estuviera como está ahora Ben -dijo- y quisiera ser recordada por algo, creo que quisiera serlo por el Forum East.
– Eso creo -la mirada de Alex siguió la de Edwina-. Sin él hubiera sido sólo una idea, y no mucho más.
El Forum East era un ambicioso desarrollo urbano local, y su objetivo era rehabilitar el corazón de la ciudad. Ben Rosselli había comprometido financieramente al First Mercantile American en el proyecto, y Alex Vandervoort había estado directamente encargado de la inversión del banco. La gran sucursal central, manejada por Edwina, se había encargado de los préstamos para la construcción y detalles de las hipotecas.
– Estaba pensando -dijo Edwina- en los cambios que ocurrirán aquí -iba a añadir: «Después de la muerte de Ben…»
– Habrá cambios, lógicamente… quizá grandes cambios. Espero que ninguno afecte al Forum East.
Ella suspiró.
– No ha pasado una hora desde que Ben nos dijo…
– Y estamos discutiendo futuros negocios bancarios antes de que se haya cavado una tumba. Bueno, hay que hacerlo, Edwina. Ben lo espera. Importantes decisiones deben ser tomadas pronto.
– Incluida la de quién sucederá al presidente.
– Ésa es una.
– Muchos en el banco esperamos que seas tú.
– Francamente yo también lo espero.
Lo que ninguno de los dos dijo era que, hasta ese día, Alex Vandervoort había sido visto como el heredero elegido de Ben Rosselli.
Pero no tan pronto. Sólo hacía dos años que Alex estaba en el First Mercantile American. Antes había sido funcionario en la Federal Reserve y Ben Rosselli lo había convencido personalmente para que se le uniera, ofreciendo la perspectiva de un avance eventual hasta la dirección.
– Dentro de unos cinco años, más o menos -había dicho el viejo Ben a Alex en aquella ocasión- quiero delegar el mando en alguien que sepa afrontar con eficiencia los grandes números y que sea capaz de demostrar una beneficiosa línea básica, porque ésta es la única manera en que un banquero puede actuar con fuerza. Pero hay que ser algo más que un técnico de categoría. La clase de hombre que yo deseo para dirigir este banco no debe olvidar nunca que los pequeños depositantes, los individuos, han sido siempre nuestra base más fuerte. Lo malo con los banqueros hoy en día es que se han vuelto demasiado remotos.
Ben Rosselli señaló claramente que no estaba haciendo ninguna promesa en firme, pero añadió: «Mi impresión, Alex, es que eres la clase de hombre que necesitamos. Trabajemos juntos un tiempo y ya veremos.»
Y así Alex entró al banco, trayendo su experiencia y un olfato para la nueva técnica, y, con ambas cosas, pronto se destacó. En cuanto a la filosofía, descubrió que compartía muchos puntos de vista de Ben.
Tiempo atrás, Alex también había ganado intuición bancaria gracias a su padre, un inmigrante holandés convertido en granjero en Minnesota.
Pieter Vandervoort se había cargado con un préstamo bancario y, para pagar los intereses, trabajaba desde antes del alba hasta después del crepúsculo, generalmente siete días a la semana. Finalmente murió por exceso de trabajo, empobrecido, tras lo cual el banco vendió su tierra, recobrando no sólo los intereses sino la inversión original. La experiencia de su padre demostró a Alex -por medio del dolor- que el lugar para estar, era el del otro lado del mostrador de un banco.
Finalmente, el camino al banco para el joven Alex fue una beca en Harvard, y graduarse con honores en ciencias económicas.
– Quizá todo marche todavía -dijo Edwina D'Orsey-. Supongo que el consejo elegirá al presidente.
– Sí -contestó Alex, casi ausente. Había estado pensando en Ben Rosselli y en su padre; el recuerdo de los dos estaba extrañamente mezclado.
– La duración de los servicios prestados no lo es todo.
– Pero cuenta.
Mentalmente Alex pesó las probabilidades. Sabía que poseía el talento y la experiencia para encabezar el First Mercantile American, pero las posibilidades eran que los directores favorecieran a alguien que había estado allí desde hacía tiempo. Roscoe Heyward, por ejemplo, había trabajado en el banco desde hacía casi veinte años, y pese a su ocasional falta de contacto con Ben Rosselli, Heyward contaba con mucho apoyo en el consejo.
Ayer las posibilidades favorecían a Alex. Hoy, las cosas se daban vueltas.
Se puso de pie y golpeó su pipa.
– Tengo que volver al trabajo.
– Yo también.
Pero Alex, al quedar solo, se sentó en silencio, pensativo.
Edwina tomó un ascensor expreso desde el piso de los directores hasta el vestíbulo del piso principal de FMA, una mezcla arquitectónica del Lincoln Center y de la Capilla Sixtina. El vestíbulo estaba lleno de gente, apresurados empleados bancarios, mensajeros, visitantes, curiosos. Respondió al amistoso saludo de un guardia de seguridad.
Desde el curvado vidrio frontal Edwina podía ver la Plaza Rosselli, con sus árboles, bancos, esculturas en la avenida y burbujeante fuente. En el verano la plaza era lugar de reuniones y los empleados que trabajaban en el centro almorzaban allí, pero ahora parecía siniestra e inhospitalaria. Un crudo viento revolvía las hojas y el polvo en pequeños tornados, y los transeúntes corrían en busca del calor de adentro.
Era la época del año, pensó Edwina, que menos le gustaba. Hablaba de melancolía, del invierno que llegaba, de la muerte.
Involuntariamente se estremeció, después se dirigió hacia el «túnel», alfombrado y suavemente iluminado, que comunicaba las oficinas principales del banco con la sucursal principal del centro, una estructura palaciega, de un solo piso.
Era su dominio.
El miércoles se inició normalmente en la principal sucursal de la ciudad.
Edwina D'Orsey era funcionaria de guardia en la sucursal durante la semana, y llegó exactamente a las 8.30, media hora antes que las lentas puertas de bronce del banco se abrieran para el público.
Como gerente de la sucursal «insignia» del FMA, y como vicepresidente corporativo, en realidad no debía cumplir sus funciones de guardia. Pero Edwina prefería cumplir su turno. También esto demostraba que no esperaba privilegios especiales por ser una mujer… cosa que siempre había tenido cuidado de señalar durante sus quince años en el First Mercantile American. Además, la guardia se presentaba sólo cada diez semanas.
Ante la puerta del costado del edificio hurgó en su bolso marrón de Gucci, buscando la llave; la encontró debajo de un montón de lápices de labios, billeteras, tarjetas de crédito, polvos, peine, una lista de cosas para comprar y otras cosas; su cartera estaba siempre inesperadamente desordenada. Después, antes de usar la llave, comprobó la señal de «no emboscada». La señal estaba donde debía estar… una tarjetita amarilla, colocada sin que llamara la atención en una ventana. La tarjeta debía haber sido puesta allí unos minutos antes por un portero cuya tarea era ser el primero en llegar a la gran sucursal todos los días. Si todo estaba dentro en orden, colocaba la señal donde los empleados que llegaban pudieran verla. Pero, si hubieran penetrado asaltantes durante la noche y esperaran para atrapar rehenes -el portero en primer término- no habría ninguna señal, y, de este modo, la ausencia se convertiría en un aviso. Los empleados que llegaran más tarde, no sólo no iban a entrar, sino que instantáneamente pedirían ayuda.
Debido a los crecientes asaltos de todo tipo, la mayoría de los bancos utilizaban la señal de «no emboscada», y el tipo y la colocación cambiaban con frecuencia.
Al entrar, Edwina fue inmediatamente hacia un panel móvil en la pared y lo abrió de golpe. A la vista quedó un timbre que oprimió en clave: dos llamadas largas, tres breves, una larga. En la habitación de Seguridad Central, en la Torre principal, quedaban ahora enterados que la puerta de alarma que la entrada de Edwina había puesto en movimiento hacía un momento, podía ser ignorada y que un funcionario autorizado estaba en el banco. El portero, al entrar, también debía haber transmitido su propia clave.
El cuarto de guardia, al recibir señales similares desde otras sucursales del FMA, ponía en marcha el sistema de alarma del edificio, desde «alerta» hasta «quietos».
Si Edwina como funcionario de seguridad o el portero no hubieran dado la clave correctamente, la habitación de guardia hubiera informado a la policía. Unos minutos después la sucursal del banco hubiera sido rodeada.
Como con otros sistemas, las claves cambiaban con frecuencia. Los bancos en todas partes encontraban la Seguridad en señales positivas cuando todo andaba bien, en ausencia de señales cuando estallaban las dificultades. De aquella manera si un empleado era retenido como rehén, podía dar la alarma sin hacer nada.
Otros funcionarios y algunos empleados estaban entrando, controlados por el portero correctamente uniformado que vigilaba la puerta del costado.
– Buenos días, mistress D'Orsey -dijo un empleado veterano, de pelo blanco, de nombre Tottenhoe, uniéndose a Edwina. Era contador y estaba encargado de los empleados y de la rutina que reinaba en la sucursal, y su cara larga y lúgubre le hacía parecerse a un viejo canguro. Su normal mal humor y su pesimismo había aumentado cuando se imponía el retiro forzoso; sentía su edad y parecía culpar a los demás de tenerla. Edwina y Tottenhoe caminaron juntos por la planta baja del banco, después se dirigieron por una amplia y alfombrada escalera hacia la cámara acorazada del tesoro. Supervisar la apertura y el cierre del recinto de las cajas fuertes era responsabilidad del funcionario encargado de la Seguridad.
Mientras esperaban junto a la puerta de la cámara para que abriera el reloj minutero, Tottenhoe dijo sombríamente:
– Corren rumores de que míster Rosselli se está muriendo. ¿Es verdad?
– Mucho me lo temo -y le contó brevemente la reunión del día anterior.
La noche anterior, en su casa, Edwina apenas había pensado en otra cosa, pero esta mañana estaba decidida a concentrarse en los asuntos del banco. Era lo que Ben habría deseado.
Tottenhoe murmuró algo desalentador, que ella no entendió.
Edwina miró el reloj: 8,40. Unos segundos después un débil clic en la maciza puerta de acero cromado anunció que el reloj minutero nocturno, puesto antes que el banco se cerrara la noche antes, se había apagado por sí mismo. Ahora las cerraduras de combinación de la cámara podían ser usadas. Hasta ese momento no hubiera podido hacerse.
Usando otro timbre oculto, Edwina señaló a la habitación de Seguridad Central que la cámara estaba a punto de ser abierta -una apertura normal, no bajo presión.
De pie al lado de la puerta, Edwina y Tottenhoe giraron combinaciones separadas. Uno no sabía el juego de combinación del otro; de este modo ninguno podía abrir la cámara a solas.
Un funcionario ayudante del contador, Miles Eastin, había llegado ya. Era un hombre joven, hermoso, bien parecido e invariablemente alegre -en agradable contraste con la segura tristeza de Tottenhoe. Edwina simpatizaba con Eastin. Con él estaba un contador antiguo de la cámara del tesoro que supervisaba la transferencia del dinero, cuando entraba y salía de la cámara, durante el resto del día. Sólo en dinero al contado, cerca de un millón de dólares en billetes y monedas, iban a estar bajo su control en las próximas seis horas de operación.
Los cheques que pasaban por la gran sucursal del banco durante el mismo período representaban otros veinte millones.
Cuando Edwina retrocedió, el antiguo contador y Miles Eastin abrieron juntos la enorme puerta de la cámara, hecha con ingeniería de precisión. Iba a permanecer abierta hasta esa noche, cuando se cerraran los negocios.
– Acabo de recibir un mensaje telefónico -informó Eastin el funcionario de operaciones-. Faltan hoy dos nuevos cajeros.
La expresión de melancolía de Tottenhoe se acrecentó.
– ¿Es la gripe? -preguntó Edwina.
Una epidemia castigaba la ciudad en los últimos diez días, dejando al banco sin empleados, especialmente entre los cajeros.
Tottenhoe se quejó.
– Si yo pudiera cogerla podría irme a casa, acostarme y dejar a otro para que se ocupe de los pagos… -se volvió hacia Edwina.
– ¿Insiste en que abramos hoy?
– Creo que es lo que se espera de nosotros.
– Entonces vaciaremos una o dos sillas de otros funcionarios. Usted es el primer elegido -dijo a Miles Eastin- así que saque una caja y prepárese a enfrentarse con el público. ¿Recuerda cómo se cuenta?
– Hasta veinte -dijo Eastin-. Siempre que pueda trabajar sin medias.
Edwina sonrió. No le inspiraba temores el joven Eastin: todo lo que tocaba lo hacía bien. Cuando Tottenhoe se jubilara el año siguiente seguramente Miles Eastin iba a ser escogido por ella como contador principal.
Él le devolvió la sonrisa.
– No se preocupe, mistress D'Orsey. Aunque de fuera, no soy malo en esto. Además, anoche jugué a la pelota y me las arreglé para mantener el tanteo.
– ¿Pero ganó?
– ¿Cuando mantuve el tanteo? ¡Claro!
Edwina estaba enterada, lógicamente, del otro hobby de Eastin, que había resultado útil al banco: el estudio y coleccionamiento de billetes y monedas. Era Miles Eastin quien daba charlas de orientación a los nuevos empleados de la sucursal, y le gustaba revolver preciosidades históricas, como el hecho de que el papel moneda y la inflación habían sido inventados en China. El primer caso recordado de inflación, explicaba, tuvo lugar en el siglo xiii, cuando el emperador mongol Kublai Kan no pudo pagar a sus soldados en monedas, y, por esto, usó un trozo de madera impreso para producir moneda militar. Desgraciadamente se imprimió tanto, que pronto la moneda perdió valor. «Alguna gente -añadía el joven Eastin- cree que el dólar se está mogolizando en este momento.» Debido a sus estudios, Eastin se había convertido también en experto permanente en dinero falsificado, y los billetes dudosos que aparecían eran sometidos a su opinión.
Los tres -Edwina, Eastin, Tottenhoe- subieron las escaleras desde el sótano del tesoro hasta la planta baja.
Bolsas de lona conteniendo dinero eran descargadas afuera desde un camión blindado, y el dinero iba escoltado por dos guardias armados.
El dinero al contado en grandes cantidades siempre llegaba temprano por la mañana, y había sido transferido todavía más temprano desde la Federal Reserve hasta la cámara central del tesoro del First Mercantile American. Desde allí era distribuido en las sucursales del sistema del FMA. Los motivos para que la distribución se hiciera en el mismo día eran simples. El exceso de dinero en efectivo en las cámaras no producía, por supuesto, ganancias; también había peligro de pérdidas o robos.
El ideal, para cualquier gerente de sucursal, era no quedarse nunca sin dinero en efectivo, pero tampoco tener demasiado.
Una gran sucursal de banco, como la central del FMA, mantenía un flotante en efectivo de medio millón de dólares. El dinero que llegaba ahora -otro cuarto de millón- era la diferencia requerida en un día normal de banco.
Tottenhoe gruñó a los guardias que entregaban el dinero:
– Espero que nos hayan traído dinero más limpio del que hemos recibido últimamente.
– Ya les he hablado a los tipos de la Caja Central sobre su protesta, míster Tottenhoe -dijo un guardia. Era joven, con largo pelo oscuro que desbordaba su gorra y su cuello de uniforme. Edwina miró hacia abajo, preguntándose si llevaba zapatos. Los llevaba.
– Dicen también que usted ha telefoneado -añadió el guardia-. Por mí, yo tomaría dinero, limpio o sucio.
– Desgraciadamente -contestó el contador- algunos de nuestros clientes no son de su opinión.
Los billetes nuevos, recién llegados de la oficina de impresión y grabados por intermedio de la Federal Reserve, eran ávidamente disputados en los bancos. Un número sorprendente de clientes, denominados «los que van y vienen» rechazaban los billetes sucios y pedían que les dieran nuevos o, por lo menos, algunos bastante limpios, que los banqueros llamaban «apropiados». Por suerte había otros a quienes la cosa no les importaba y los cajeros tenían instrucciones de pasar la moneda sucia cuando pudieran, conservando los billetes frescos, crujientes, para quienes los solicitaran.
– Oiga, hay una gran cantidad de dinero falso de primera calidad. Tal vez podamos darle un paquete… -el segundo guardia guiñó el ojo a su compañero.
Edwina le dijo:
– Para eso no necesitamos su ayuda. Ya hemos recibido de esos billetes falsos en cantidad.
No hacía más de una semana que el banco había descubierto casi mil dólares en billetes falsos -dinero depositado, aunque la fuente era desconocida. Era más que probable que hubiera llegado a través de distintos depositantes, algunos que habían sido defraudados y pasaban su pérdida al banco; otros que no tenían idea que los billetes fueran falsos, cosa no sorprendente, ya que la calidad era notablemente elevada.
Agentes del Servicio Secreto de los Estados Unidos, que habían discutido el problema con Edwina y Miles Eastin, estaban francamente preocupados.
– Los billetes falsos que tenemos delante nunca han sido tan buenos, y nunca ha habido tantos en circulación -reconoció uno-. Un cálculo restringido era que treinta millones de dólares falsos se habían producido el año anterior. Y muchos más no han sido descubiertos.
Inglaterra y Canadá eran las principales fuentes de moneda falsa de los Estados Unidos. Los agentes también informaron que una increíble cantidad circulaba en Europa.
– No se descubre allí tan fácilmente, de manera que prevenga a los amigos que vayan a Europa para que nunca acepten billetes norteamericanos. Hay muchas posibilidades de que no valgan nada.
El primer guardia armado echó las bolsas sobre sus hombros.
– A no preocuparse, amigos. ¡Éstos son buenos de verdad, con el lomito verde! ¡Todo parte del servicio!
Ambos guardias bajaron las escaleras en dirección a la cámara del tesoro.
Edwina se dirigió a su escritorio en la plataforma. En todo el banco la actividad crecía. Las puertas principales estaban abiertas, los primeros clientes se precipitaban.
La plataforma donde, por tradición, trabajaban los funcionarios mayores, estaba un poco por encima del nivel de la planta baja y tenía una alfombra roja. El escritorio de Edwina, el mayor y más importante, estaba flanqueado por dos banderas: detrás de ella y a la derecha, la bandera de franjas y estrellas, la insignia de los Estados Unidos y, a la izquierda, la bandera de la ciudad. Algunas veces, allí sentada, se sentía como ante la televisión, lista para hacer algún anuncio solemne, mientras la enfocaban las cámaras.
La gran sucursal del centro era moderna. Reconstruida hacía uno o dos años, cuando se erigieron los colaterales de la Torre principal, la estructura había sido diseñada expertamente y se había gastado en ella una fortuna. El resultado, donde predominaban el rojo y la caoba, con un adecuado toque de oro, era una combinación de comodidad para el cliente, excelentes condiciones de trabajo y simple opulencia.
A veces, como la misma Edwina reconocía, la opulencia parecía tener sentido.
Al sentarse, su alta y esbelta figura se deslizó familiarmente en el sillón giratorio de respaldo elevado, y se alisó el corto pelo, innecesariamente, ya que, como de costumbre, estaba impecablemente peinada.
Edwina buscó un grupo de carpetas que contenían pedidos de préstamos por cantidades mayores de las que otros funcionarios en la sucursal tenían derecho a autorizar.
Su autorización para prestar dinero se extendía a un millón de dólares en cualquier caso personal, siempre que estuvieran de acuerdo dos funcionarios de la sucursal. Invariablemente lo estaban. Las cantidades mayores eran trasladadas a la unidad de política de créditos en la Oficina Central.
En el First Mercantile American, como en cualquier sistema bancario, un símbolo del status reconocido era la cantidad del préstamo que un funcionario del banco tenía poder para sancionar. También determinaba la situación del funcionario o la funcionaria en el polo «tótem» de la organización, y se hablaba de esto como de «la calidad de la inicial» porque la inicial de un individuo suponía la aprobación final en cualquier propuesta de préstamo.
Como gerente, la calidad de la inicial de Edwina era desusadamente alta, aunque reflejaba su responsabilidad al dirigir la importante sucursal del centro del FMA. El gerente de una sucursal menor podía aprobar préstamos desde diez mil hasta medio millón de dólares, y esto dependía de la habilidad y antigüedad del gerente. Edwina siempre se sentía divertida de que la calidad de una inicial apoyara un sistema de castas, con gente que se pavoneaba y tenía privilegios. En la unidad de créditos de la Casa Central, un inspector ayudante de préstamos, cuya autoridad estaba limitada a unos meros cincuenta mil dólares, trabajaba ante un escritorio poco importante, junto con otros en una gran oficina abierta. Venía después, en el orden, un inspector de préstamos cuya inicial valía por un cuarto de millón de dólares y que disponía de un escritorio más grande y de un cubículo con paneles de vidrio.
Una oficina sencilla, con puerta y ventana, era el recinto de un supervisor ayudante de préstamos, cuya inicial valía más, hasta medio millón de dólares. Este funcionario disponía de un amplio escritorio, de un cuadro al óleo en la pared y del memorándum impreso con su nombre; recibía además un ejemplar gratis del «Wall Street Journal» y un lustrado de zapatos complementario todas las mañanas. Compartía una secretaria con otro supervisor ayudante.
Finalmente un funcionario vicepresidente de préstamos, cuya inicial valía un millón de dólares, trabajaba en una oficina en un rincón, con dos ventanas, dos cuadros al óleo, y una secretaria para él solo. El nombre estaba grabado en el memorándum. También disfrutaba de una limpieza gratis de zapatos y del periódico, además de revistas y diarios, del uso de un coche de la compañía cuando los negocios lo requerían y tenía acceso al comedor de los funcionarios principales para almorzar.
Edwina disfrutaba de casi todas las atribuciones de los importantes. Pero nunca había utilizado la limpieza de zapatos.
Esa mañana estudió dos pedidos de préstamos, aprobó uno y puso con lápiz algunos interrogantes en el otro. Un tercer pedido la interrumpió de golpe.
Sorprendida, y consciente de una rara coincidencia tras la experiencia de ayer, leyó otra vez completamente el informe.
El funcionario de préstamos que había preparado el informe contestó el zumbido del teléfono interno de Edwina.
– Habla Castleman.
– Cliff, venga, por favor.
– En seguida -el funcionario de préstamos, a la distancia de sólo una docena de escritorios, miró directamente a Edwina-. Y me parece que adivino para qué me necesita.
Unos momentos después, sentado junto a ella, contemplaba la carpeta abierta.
– No me equivocaba. Tenemos algunos chiflados, ¿verdad?
Cliff Castleman era pequeño, preciso, con una redonda carita rosada y una sonrisa suave. Los que pedían préstamos simpatizaban con él, porque sabía escuchar, y era comprensivo. Pero también era un maduro funcionario en la rama de préstamos, con un juicio certero.
– Esperaba -dijo Edwina- que este pedido fuera una especie de broma de locos, aunque sea una broma siniestra.
– «Cadavérica» sería más apropiado, mistress D'Orsey. Y, aunque todo el asunto parezca loco, le aseguro que es real -Castleman hizo un gesto hacia la carpeta-. He incluido todos los hechos porque sé que usted quiere conocerlos. Evidentemente usted ha leído el informe. Y mi recomendación.
– ¿Seriamente considera usted que se preste tanto dinero con ese propósito?
– He sido mortalmente serio -el funcionario de préstamos se detuvo bruscamente-. Perdón. No he querido hacer chistes funerarios. Pero creí que usted iba a aprobar el préstamo.
Todo estaba allí, en la carpeta. Un vendedor de productos de farmacia de cuarenta y tres años, llamado Gosburne, con un empleo local, pedía un préstamo de veinticinco mil dólares. Estaba casado -un primer matrimonio que duraba desde hacía diecisiete años, y los Gosburne eran propietarios de su casa en los suburbios, gravada por una pequeña hipoteca. Tenían una cuenta conjunta en el FMA desde hacía ocho años… sin problemas. Un primer préstamo, aunque más pequeño, había sido pagado. El informe de los empleados de Gosburne y otros detalles financieros eran buenos.
El propósito del nuevo préstamo era comprar una gran cápsula de acero inoxidable, para colocar allí el cuerpo de la hija muerta de Gosburne, Andrea. Había muerto hacía seis días, a los quince años, de una enfermedad de riñón. Por el momento el cuerpo de Andrea estaba en la funeraria, guardado en hielo seco. Le habían sacado la sangre inmediatamente después de morir y la habían reemplazado con una solución similar «anticongelable», llamada dimetisulfoxida.
La cápsula de acero estaba especialmente diseñada para contener nitrógeno líquido a temperatura bajo cero. El cuerpo, envuelto en una tela de aluminio, iba a ser sumergido en esa solución.
Una cápsula del tipo requerido -en verdad una botella gigante, conocida como «crio-cripto»- podía obtenerse en Los Angeles y la enviarían desde allí si el banco aprobaba el préstamo. Una tercera parte del préstamo era para pagar el almacenamiento de la cápsula en una cámara y para reemplazar el nitrógeno cada cuatro meses.
Cliff Castleman preguntó, con una voz que significaba mucho interés, a Edwina:
– ¿Ha oído hablar de las sociedades criónicas?
– Vagamente. Es pseudo científico. No tiene muy buena reputación.
– No mucha. Es pseudo realmente. Pero la verdad es que los grupos criónicos tienen muchos seguidores, y han convencido a Gosburne y a su mujer de que, cuando la ciencia médica haya adelantado más -digamos, de aquí a cincuenta o cien años- Andrea será descongelada, volverá a la vida y se curará. A propósito, los grupos criónicos tienen un lema: «Congelar-esperar-reanimar.»
– Horrible -dijo Edwina.
El funcionario de préstamos estuvo de acuerdo.
– En principio le doy a usted la razón. Pero veamos la cosa como la ven ellos. Creen. Además son gente adulta, razonablemente inteligente, profundamente religiosa. ¿Y quiénes somos nosotros, como banqueros, para ser juez y parte? Tal como yo lo veo, el único problema es: ¿puede pagar Gosburne el préstamo? He hecho cálculos y creo que puede, y que lo hará. Es posible que el tipo sea un imbécil. Pero el informe muestra que es un imbécil que paga sus cuentas.
De mala gana Edwina estudió la renta y las cifras de gastos.
– Será un esfuerzo financiero terrible.
– El tipo lo sabe, pero insiste. Trabajará en el tiempo libre. Y su mujer está buscando trabajo.
Edwina dijo:
– Tienen cuatro hijos menores.
– Sí.
– ¿Alguien le ha indicado que los otros chicos… los vivos… pronto necesitarán dinero para los estudios, para otras cosas y que esos veinticinco mil dólares estarían mejor empleados en ellos?
– Lo he hecho -dijo Castleman-. He tenido dos largas entrevistas con Gosburne. Pero, según dice, toda la familia ha analizado el asunto y han tomado una decisión. Creen que los sacrificios que deberán hacer valen la posibilidad de que Andrea vuelva algún día a vivir. Los chicos también afirman que, cuando sean mayores, se harán responsables del cuerpo.
– Dios mío -nuevamente los pensamientos de Edwina volvieron al día anterior. La muerte de Ben Rosselli, viniera cuando viniera, iba a ser digna. Esto convertía la muerte en algo feo, en una burla. ¿Acaso el dinero del banco, en parte dinero de Ben, podía usarse con aquel fin?
– Mistress D'Orsey -dijo el funcionario de préstamos-, durante dos días he tenido eso en mi escritorio. Mi primer sentimiento fue el mismo de usted… todo me parecía asqueante. Pero, he pensado la cosa y me he convencido. En mi opinión es un riesgo que debe aceptarse.
Riesgo aceptable. Básicamente, comprendió Edwina, Cliff Castleman tenía razón, porque los riesgos aceptables formaban parte del área propia del banco. También tenía razón al afirmar que en los asuntos personales el banco no podía ser juez y parte.
Naturalmente que este riesgo podía no dar resultado, pero, aunque fracasara, no se podía echar la culpa a Castleman. Su carrera era buena, sus «ganancias» mucho mayores que sus pérdidas. Lo cierto es que una carrera de «ganancias» totales era mal vista, un ocupado funcionario de préstamos menores estaba casi obligado a tener algunos préstamos en su contra o se esperaba que los tuviera. Si no era así, podía tener dificultades si una computadora avisaba que se exponía a perder negocios por precaución excesiva.
– Bien -dijo Edwina-, la idea me aterra, pero apoyo su informe.
Garabateó una inicial. Castleman volvió a su escritorio.
Y así, aparte de un préstamo para una hija congelada, el día se inició como cualquier otro.
Y siguió así hasta principios de la tarde.
En los días en que almorzaba sola, Edwina acudía a la cafetería del sótano de la Casa Central del FMA. La cafetería era ruidosa, la comida más o menos, pero el servicio era rápido y ella podía ir y volver en quince minutos.
Hoy había invitado a un cliente e iba a ejercer su privilegio de vicepresidente llevándolo al comedor privado de los funcionarios principales, en lo alto de la torre de los ejecutivos. Era el tesorero de la mayor tienda de la ciudad y necesitaba tres millones de dólares y préstamos a corto plazo para cubrir un déficit de caja resultado de ligeras caídas en las ventas además de adquirir mercaderías para Navidad, más costosas que de costumbre.
– Esta maldita inflación -se quejó el tesorero, paladeando un souflé de espinacas a la crema. Después, lamiéndose los labios, añadió-: Pero recobraremos el dinero dentro de dos meses, y algo más. Santa Claus siempre es bueno con nosotros.
La cuenta de la tienda era importante; de todos modos Edwina realizó un acuerdo cerrado, en términos favorables para el banco. Tras algunos reniegos del cliente, se pusieron de acuerdo cuando llegaban al postre de Melba de Duraznos. Los tres millones excedían la autoridad personal de Edwina, aunque no suponía que hubiera dificultades de aprobación en la Casa Central. Si era necesario, para apresurar la cosa, iba a hablar con Alex Vandervoort, que siempre la había apoyado en el pasado.
Fue durante el café cuando la camarera trajo un mensaje a la mesa.
– Mistress D'Orsey -dijo la muchacha-, míster Tottenhoe la llama por teléfono. Dice que es urgente.
Edwina se disculpó y fue al teléfono, en un anexo.
La voz del contador de la sucursal sonó quejosa.
– He estado intentando localizarla.
– Ya lo ha hecho. ¿Qué pasa?
– Tenemos una seria diferencia en la caja -siguió explicando. Una cajera había informado la pérdida hacía media hora. Desde entonces habían estado repasando. Edwina sintió el pánico y algo sombrío en la voz, y preguntó de cuánto dinero se trataba.
Lo oyó atragantarse.
– Seis mil dólares.
– Iré inmediatamente.
En menos de un minuto, tras pedir disculpas a su invitado, estaba en el ascensor expreso, camino a la planta baja.
– Dentro de lo que puedo ver -dijo Tottenhoe malhumorado- lo único que todos sabemos con certeza es que seis mil dólares en efectivo no están donde deberían estar.
El contador era una de las cuatro personas sentadas alrededor del escritorio de Edwina D'Orsey. Los otros eran, Edwina, el joven Miles Eastin, ayudante de Tottenhoe y una cajera llamada Juanita Núñez.
Era del cajón de Juanita Núñez de donde faltaba el dinero.
Había pasado media hora desde el regreso de Edwina a la sucursal principal. Ahora, mientras los otros la miraban desde el otro lado del escritorio, Edwina contestó a Tottenhoe.
– Lo que usted dice puede ser verdad, pero hay que hacer algo. Quiero que volvamos nuevamente sobre las cosas, lentamente y con cuidado.
Eran poco más de las 3 de la tarde. Los clientes en su totalidad se habían retirado. Las puertas exteriores estaban cerradas.
La actividad, como siempre, continuaba en la sucursal, aunque Edwina era consciente de miradas solapadas hacia la plataforma, miradas de otros empleados, que se habían dado cuenta de que algo andaba mal.
Se recordó a sí misma que era esencial conservar la calma, ser analítica, considerar cada fragmento de la información. Quería escuchar con cuidado los tonos de voz y las actitudes de cada uno, especialmente los de mistress Núñez.
Edwina también era consciente de que muy pronto debería notificar a la Casa Central la aparente fuerte pérdida de caja, tras lo cual intervendría el servicio de Seguridad y probablemente el FBI. Pero, mientras hubiera la más mínima posibilidad de encontrar una solución tranquila, antes de que llegara la artillería pesada, ella iba a intentarlo.
Ésa era su manera inteligente de actuar.
– Si quiere, mistress D'Orsey -dijo Miles Eastin- yo empezaré, porque soy el primero a quien informó Juanita -hablaba sin su habitual ligereza.
Edwina asintió aprobando.
La posibilidad de que faltara dinero en la caja, informó Eastin al grupo, le había llamado la atención unos minutos antes de las 2. En aquel momento mistress Núñez se le había acercado y le había expresado su creencia de que faltaban seis mil dólares del cajón de su escritorio.
Miles Eastin había trabajado también como cajero casi todo el día, dada la escasez de cajeros. De hecho Eastin había estado apostado a sólo dos lugares de donde estaba Juanita Núñez, y ella le informó allí mismo, cerrando el cajón de su caja antes de hacerlo.
Eastin entonces había cerrado el cajón de su propio escritorio y se había dirigido a Tottenhoe.
Más sombrío que de costumbre, Tottenhoe escuchó la historia.
Inmediatamente había ido hacia la muchacha y había hablado con ella. Al principio no había podido creer que faltara una cantidad tan alta como seis mil dólares, porque, incluso en el caso de que ella sospechara que algún dinero había desaparecido, era virtualmente imposible en aquel punto saber cuánto.
El funcionario de operaciones señaló: Juanita Núñez había estado trabajando todo el día, había comenzado con poco más que diez mil dólares sacados de la cámara esa mañana, y había estado tomando y pagando dinero desde las 9 de la mañana, cuando se abrió el banco. Esto quería decir que ella había estado trabajando por lo menos cinco horas, exceptuados los cuarenta y cinco minutos del almuerzo, y en ese tiempo el banco estaba repleto, con todos los cajeros ocupados. Además, los depósitos de caja habían sido hoy más grandes que de costumbre; de manera que la cantidad de dinero que ella tenía en el cajón -sin incluir los cheques- podía haber aumentado a unos veinte o veinticinco mil dólares. Entonces, razonaba Tottenhoe: ¿cómo era posible que mistress Núñez supiera con tanta certeza, no sólo que faltaba el dinero, sino con tanta precisión la cantidad que faltaba?
Edwina asintió. La misma pregunta ya se le había ocurrido.
Sin demostrarlo, Edwina estudió a la joven. Era pequeña, delgada, morena, no realmente bonita, sino provocativa, a la manera de un elfo. Parecía portorriqueña, cosa que era, y tenía un acento pronunciado. Hasta el momento había dicho muy poco, y contestaba brevemente cuando la interrogaban.
Era difícil saber con certeza cuál era la actitud de Juanita Núñez. En verdad no se mostraba cooperativa, por lo menos abiertamente, pensó Edwina, y la muchacha no había dado otra información fuera de su primera declaración. Desde que empezaron, la expresión de la cara de la cajera había sido enfurruñada u hostil. A veces su atención vagaba, como si estuviera aburrida y consideraba aquellos procedimientos como una pérdida de tiempo. Pero también estaba nerviosa, y lo revelaba en sus manos apretadas y en la manera en que continuamente daba vueltas a su delgado anillo matrimonial de oro.
Edwina D'Orsey sabía, porque había echado una mirada a un informe de empleados sobre su escritorio, que Juanita Núñez tenía veinticinco años, que estaba casada y separada de su marido, que tenía una criatura de tres años. Hacía casi dos años que trabajaba para el First Mercantile American, siempre en su actual cargo. Lo que no figuraba en el informe, pero Edwina recordaba de oídas, era que la Núñez mantenía sola a su hijo, y había estado, quizá todavía estaba, en dificultades financieras a causa de deudas dejadas por un marido que la había abandonado.
Pese a las dudas que había tenido, prosiguió Tottenhoe, de que mistress Núñez pudiera saber cuánto dinero faltaba, la había retirado inmediatamente de sus tareas que habitualmente realizaba ante el mostrador, tras lo cual había sido inmediatamente «encerrada con su caja».
Estar «encerrado» era en realidad una protección para el empleado en cuestión y era también el procedimiento acostumbrado en un problema de este tipo. Simplemente quería decir que el cajero era colocado solo en una pequeña oficina cerrada, junto con la caja y una calculadora, y se le decía que hiciera el balance de todas las transacciones del día.
Tottenhoe había esperado fuera.
Poco después mistress Núñez había llamado al funcionario de operaciones. El balance de la caja no marchaba, informó. Faltaban seis mil dólares.
Tottenhoe llamó a Miles Eastin y juntos repasaron de nuevo, mientras Juanita Núñez observaba. El informe de ella era correcto. Sin duda faltaba dinero, y precisamente la suma que ella había afirmado desde el principio.
Entonces Tottenhoe había telefoneado a Edwina.
– Esto vuelve a llevarnos -dijo Edwina- al punto de partida. ¿Alguien tiene alguna idea?
Miles Eastin se adelantó:
– Quisiera hacer algunas preguntas a Juanita, si ella no lo toma a mal.
Edwina asintió.
– Piénselo bien, Juanita -dijo Eastin-. ¿En algún momento durante el día no hizo usted algún TX con otro?
Como todos sabían, un TX era un intercambio entre cajones. Alguno muy atareado podía quedar por un momento sin billetes o monedas de algún tipo y, si sucedía en circunstancias de mucho agobio, en lugar de ir a la cámara, los pagadores se ayudaban entre sí, «comprando» o «vendiendo» dinero. Se usaba un formulario TX para el control. Pero ocasionalmente, por apresuramiento o descuido, se cometían errores, de manera que, al terminar el día, a un cajero le faltaba dinero, y a otro le sobraba. Pero era difícil creer que tal diferencia pudiera llegar a los seis mil dólares.
– No -dijo la pagadora-, no hubo cambios. Por lo menos hoy.
Miles Eastin insistió:
– ¿No recuerda usted a ningún otro empleado, en cualquier momento, que haya podido estar cerca de su cajón y sacar dinero?
– No.
– Cuando usted vino primero a verme, Juanita -dijo Eastin-, y me dijo que creía que faltaba algún dinero, ¿cuánto tiempo hacía que estaba enterada?
– Unos minutos.
Edwina intervino:
– ¿Cuánto tiempo había pasado después de que usted volviera de almorzar, mistress Núñez?
La muchacha vaciló, pareciendo menos segura.
– Quizás unos veinte minutos.
– Hablemos de antes que fuera usted a almorzar -dijo Edwina-. ¿Cree que entonces ya faltaba el dinero?
Juanita Núñez movió la cabeza negativamente.
– ¿Cómo puede estar segura?
– Lo sé.
Las respuestas poco aclaradoras, monosilábicas, empezaban a irritar a Edwina. Y la terca hostilidad que había notado antes le pareció más pronunciada.
Tottenhoe repitió la pregunta crucial:
– Después de almorzar, ¿por qué estaba usted segura, no sólo de que faltaba dinero, sino de la cantidad?
La carita de la muchacha se contrajo, desafiante.
– Lo sé.
Hubo un silencio de duda.
– ¿No cree usted, Juanita, que, en algún momento durante el día, puede haber pagado por error seis mil dólares a algún cliente?
– No.
Miles Eastin preguntó:
– Cuando dejó usted su puesto de cajera antes de ir a almorzar, Juanita, llevó usted el cajón con el dinero a la cámara del tesoro, cerró la combinación y lo dejó allí, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Está segura de haber cerrado?
La muchacha asintió positivamente.
– ¿Estaba cerrada la caja del contador?
– No, estaba abierta.
Aquello, también era normal. Una vez que la combinación del contador había sido «abierta» por la mañana, era costumbre dejarla así por el resto del día.
– ¿Y cuando usted volvió de almorzar, su cajón seguía en la cámara, siempre cerrada?
– Sí.
– ¿Alguien más estaba enterado de su combinación? ¿Alguna vez la ha dado a alguien?
– No.
Por un momento se interrumpieron las preguntas. Los otros que rodeaban la mesa, sospechó Edwina, analizaban mentalmente los procedimientos de la cámara del tesoro de la sucursal.
El cajón al que Miles Eastin se había referido era, en verdad, una caja fuerte portátil, sobre un pupitre elevado, con ruedas, bastante ligero como para ser empujado con facilidad. Algunos bancos lo apodaban el camión-caja. Cada pagador tenía asignado uno, y la misma caja fuerte o camión, conspicuamente numerado, era usado normalmente por el mismo individuo. Algunos más eran utilizados para usos especiales. Miles Eastin había usado uno hoy.
Todas las cajas fuertes-camiones de los pagadores eran controladas al entrar y salir de la cámara del tesoro, por un contador superior del tesoro, que mantenía el informe de la salida y de la vuelta. Era imposible sacar o meter una unidad sin el escrutinio del contador del tesoro, o sacar la caja de otro, deliberadamente o por error. Durante las noches y el fin de semana la maciza cámara quedaba cerrada, más firmemente que la tumba de un faraón.
Cada caja-camión tenía dos combinaciones de cierres a prueba. Una era maniobrada por el pagador personalmente, la otra por el contador o asistente. Así, cuando se abría una caja cada mañana, era ante dos personas… el cajero y el contador.
Se decía a los pagadores que debían recordar de memoria sus combinaciones y no comunicarlas a nadie, aunque una combinación podía ser cambiada en cuanto un cajero lo solicitara. El único informe escrito de la combinación de un pagador estaba en un sobre sellado y doblemente firmado, guardado con otros -nuevamente bajo doble custodia- en el depósito de una caja fuerte. El sello del sobre sólo se rompía en caso de muerte del pagador, en caso de enfermedad, o porque dejaba el empleo.
Debido a todos estos medios, sólo el usuario activo de cualquier caja conocía la combinación que la abría y los pagadores, al igual que el banco, estaban protegidos contra robos.
Otro rasgo del sofisticado camión-caja era un sistema de alarma. Cuando lo llevaban, siguiendo la posición del pagador detrás del mostrador, una conexión eléctrica unía cada caja con una red de intercomunicaciones bancarias. Un resorte de prevención estaba oculto dentro del cajón, debajo de una inocua pila de billetes, conocida como «moneda anzuelo».
Los pagadores tenían órdenes de no usar nunca el dinero anzuelo para transacciones normales, pero, en caso de que hubiera un asalto, tenían que entregar primero ese dinero. Simplemente mover los billetes liberaba un resorte silencioso. Éste, a su vez, alertaba a los empleados de seguridad del banco y a la policía, que generalmente llegaba en unos minutos; también ponía en acción unas cámaras escondidas que había en lo alto. Las series de números del dinero anzuelo estaban anotadas, para ser usadas luego como prueba.
Edwina preguntó a Tottenhoe:
– ¿Estaba el «dinero anzuelo» entre los seis mil dólares que faltan?
– No -dijo el contador-. El dinero anzuelo estaba intacto. Lo he comprobado.
Ella reflexionó: no había manera de averiguar nada de este modo.
Una vez más Miles Eastin se dirigió a la muchacha:
– Juanita, ¿no se le ocurre que alguien, cualquiera que sea, puede haber sacado el dinero de su caja?
– No -dijo Juanita Núñez.
Examinando atentamente a la muchacha cuando contestó, Edwina creyó descubrir miedo.
Bueno, si así era, tenía sus motivos, porque ningún banco iba a ceder fácilmente cuando se trataba de una pérdida de esta magnitud.
Edwina ya no dudaba de lo que había pasado con el dinero. La Núñez lo había robado. No había otra explicación posible. La dificultad era descubrir… ¿cómo?
Una manera posible era que Juanita Núñez hubiera pasado el dinero a un cómplice, sobre el mostrador. Nadie se habría dado cuenta. En un día normalmente ocupado hubiera parecido como una operación normal de pago. También la muchacha podía haber ocultado el dinero y haberlo sacado del banco durante el almuerzo, pero, en este caso, el riesgo habría sido mayor.
La muchacha debía estar enterada que esto iba a costarle el empleo, se probara o no que había robado el dinero. Es verdad que a los pagadores bancarios se les permitían ocasionales diferencias de caja; tales errores eran normales y esperados. En el curso de un año, ocho «por encima» o «por debajo» era normal en la mayoría de los pagadores, y, siempre que el error no fuera mayor de veinticinco dólares, no se decía nada. Pero nadie que tuviera una falta mayor de dinero podía conservar el empleo, y los cajeros lo sabían.
Naturalmente, Juanita Núñez podía haber tenido esto en cuenta, y podía haber decidido que seis mil dólares inmediatamente valían la pérdida del empleo, aunque tuviera luego dificultades para conseguir otro. De cualquier modo, Edwina sentía pena por la muchacha. Evidentemente había estado desesperada. Tal vez la desesperación tuviera algo que ver con la criatura.
– No creo que podamos hacer mucho más por ahora -dijo Edwina al grupo-. Tendré que informar a los superiores. Ellos se encargarán de la investigación.
Cuando los tres se pusieron de pie, añadió:
– Mistress Núñez, quédese, por favor… -la muchacha volvió a su asiento.
Cuando los otros ya no podían oírlas, Edwina dijo, con deliberada informalidad:
– Juanita, creo que éste es el momento de que hablemos francamente entre nosotras, como amigas… -Edwina había borrado su impaciencia primera. Era consciente de los oscuros ojos de la joven, clavados intensamente en los suyos.
– Estoy segura de que ya se le han ocurrido dos cosas. Primero: habrá sobre esto una investigación a fondo y el FBI va a intervenir, porque somos un banco federalmente asegurado. Segundo: no hay manera de que las sospechas no recaigan sobre usted… -Edwina hizo una pausa-. Le estoy hablando con sinceridad. ¿Me entiende?
– Entiendo. Pero yo no he sustraído el dinero.
Edwina observó que la muchacha seguía haciendo girar nerviosamente su anillo de bodas.
Y eligió las palabras con cuidado convencida de que debía invitar una acusación directa, que pudiera provocar más adelante inconvenientes legales para el banco.
– Por larga que sea la investigación, Juanita, es casi seguro que la verdad saldrá a la luz; generalmente es así. Las investigaciones se hacen a fondo. Y los investigadores son gente experimentada. No cejan.
La muchacha repitió, casi enfáticamente:
– No he sustraído el dinero.
– No he dicho que lo hiciera. Quiero decir que, si por alguna casualidad sabe algo más de lo que ha dicho, ahora es el momento de hablar, decírmelo a mí, aquí, charlando tranquilamente. Después no habrá otra oportunidad. Será demasiado tarde.
Juanita Núñez pareció a punto de hablar. Edwina levantó la mano.
– Escuche. Le prometo una cosa. Si el dinero es devuelto al banco, digamos mañana a más tardar, no habrá acción legal, ni juicio. Con sinceridad debo decirle que, quien haya sacado el dinero, no puede seguir trabajando aquí. Pero no pasará nada más. Se lo garantizo. Juanita: ¿tiene usted algo que decirme?
– No, no, no, ¡Se lo juro por mi hija! -los ojos de la muchacha ardían, la cara estaba llena de furia- Le repito que no he cogido dinero, ni ahora ni nunca.
Edwina suspiró.
– Bueno eso es todo por ahora. Pero, por favor, no se vaya del banco sin verme antes.
Juanita Núñez pareció al borde de otra respuesta calenturienta. Pero, en lugar de esto, con un leve encogimiento de hombros, se levantó y dio media vuelta.
Desde su elevado escritorio, Edwina supervisó la actividad a su alrededor; era su pequeño mundo, su responsabilidad personal. Las transacciones del día de la sucursal seguían siendo contadas y anotadas, aunque un control previo había mostrado que ningún cajero -como se había esperado originariamente- tenía seis mil dólares de más.
Los sonidos eran mudos en el moderno edificio: en tono bajo las voces zumbaban, los papeles crujían, las monedas tintineaban, las máquinas de calcular cliqueaban. Ella lo miró todo brevemente, recordando que, por dos motivos, ésta era una semana que iba a recordar. Después, comprendiendo lo que había que hacer, levantó un teléfono y marcó un número interno.
Contestó una voz de mujer:
– Departamento de Seguridad.
– Comuníqueme con míster Wainwright por favor -dijo Edwina.
A Nolan Wainwright le había resultado difícil, desde ayer, concentrarse en el trabajo normal del banco.
El jefe de Seguridad estaba profundamente afectado tras la reunión del martes por la mañana en el cuarto de sesiones, porque la verdad era que, en una década, él y Ben Rosselli habían conseguido tenerse amistad y mutuo respeto.
No siempre había sido así. Ayer, al volver de la torre de los ejecutivos a su oficina más modesta, que daba a un tragaluz, Wainwright dijo a su secretaria que no le molestara por un rato. Después se sentó ante el escritorio, triste, pensativo, recordando la primera vez que había chocado con la voluntad de Ben Rosselli.
Hacía diez años. Nolan Wainwright era nuevo jefe de policía en un pueblecito de las afueras. Antes había sido teniente de detectives en un gran fuerza ciudadana, con una ficha notable. Tenía capacidad para ser jefe y, dado el clima de los tiempos, probablemente había ayudado a su candidatura el hecho de que fuera negro.
Poco después del nombramiento del nuevo jefe, Ben Rosselli salió en auto por las afueras del pueblecito y sobrepasó la velocidad de 80 kilómetros permitida. Un patrullero de la policía local le extendió una citación ante el tribunal de tráfico.
Tal vez porque su vida era conservadora en otros sentidos, a Ben Rosselli siempre le habían gustado los coches rápidos, y los conducía como los habían planeado los diseñadores… con el pie derecho casi tocando el suelo.
Una citación por exceso de velocidad era cosa de rutina. De vuelta al First Mercantile American, envió la citación, como de costumbre, al departamento de Seguridad del banco, con instrucciones de arreglar la cosa. Para el hombre más poderoso del estado en cuestión de dinero, muchas cosas podían arreglarse, y se arreglaban.
La citación fue despachada por correo al día siguiente, al gerente de la sucursal del FMA de la ciudad donde había sido enviada. Sucedió que el gerente era también consejero municipal y había influido en el nombramiento de Nolan Wainwright como jefe de policía.
Con menos amabilidad, el consejero manifestó a Wainwright que él era nuevo en la comunidad, que necesitaba amigos y que la falta de cooperación no era manera para conseguirlos. Wainwright se negó a hacer nada en favor de la citación.
El consejero sacó a luz su condición de banquero y recordó al jefe de policía que él, personalmente, había recomendado al First Mercantile American una hipoteca privada, destinada a permitir que Wainwright trajera a la ciudad a su mujer y a su familia. Míster Rosselli, añadió de manera un poco innecesaria el gerente, era presidente del FMA.
Nolan Wainwright dijo que no veía relación entre una solicitud de préstamo y una citación de tráfico.
A su debido tiempo míster Rosselli, que fue llamado ante los tribunales, sufrió una pesada multa por conducir indebidamente y recibió tres puntos en contra, que iban a anotarse en su libreta de conductor. Quedó terriblemente enojado.
También, a su debido tiempo, la solicitud de hipoteca de Nolan Wainwright fue rechazada por el First Mercantile American.
No había pasado una semana cuando Wainwright se presentó en la oficina de Rosselli, en el piso treinta y seis de la Torre del FMA, aprovechando una facilidad de ingreso que enorgullecía al mismo presidente.
Al enterarse de quién era su visitante, Ben Rosselli se sorprendió de que fuera negro. Nadie se lo había mencionado. No era que esto importase para la todavía temblorosa ira del banquero ante la ignominiosa anotación en su libreta de conductor… la primera en su vida.
Wainwright habló con frialdad. Ben Rosselli no sabía nada del préstamo hipotecario pedido por el jefe de policía y del rechazo consiguiente; tales asuntos se habían llevado a cabo en un nivel más bajo que el del presidente. Pero olió la injusticia y pidió que le trajeran el fichero del préstamo, que examinó mientras Nolan Wainwright esperaba.
– Por simple curiosidad -dijo Ben Rosselli al terminar de leer-, si no le otorgamos este préstamo. ¿Qué piensa hacer?
La respuesta de Wainwright fue ahora helada.
– Luchar. Contrataré a un abogado e iremos a la Comisión de Derechos Civiles en primer término. Si no tenemos éxito, haremos cualquier cosa que pueda hacerse para molestarles a ustedes.
Era evidente que hablaba en serio, y el banquero exclamó:
– No me mueven las amenazas.
– No estoy amenazando. Usted me ha hecho una pregunta y se la contesto.
Ben Rosselli vaciló, después garabateó una firma en el fichero y dijo, sin sonreír:
– La solicitud está concedida.
Antes que Wainwright se fuera, el banquero preguntó:
– ¿Qué pasará ahora si me cogen a toda velocidad en su pueblo?
– Le detendremos. Si se trata de otra acusación de velocidad, probablemente irá a la cárcel.
Al ver irse al policía, Ben Rosselli tuvo una idea, que confió años después a Wainwright: Ah, tipo recto. Algún día te cogeré.
Nunca lo hizo… en ese sentido. Pero lo hizo en otro.
Dos años más tarde, cuando el banco buscaba a un ejecutivo para el Departamento de Seguridad que fuera -como decía el personal- «tenazmente fuerte y totalmente incorruptible», Rosselli dijo:
– Yo conozco a ese hombre.
Poco después se hizo una oferta a Nolan Wainwright, se firmó un contrato, y Wainwright entró a trabajar en el FMA.
Desde entonces Ben Rosselli y Wainwright nunca habían tenido un choque. El nuevo jefe de Seguridad cumplía con su tarea eficientemente y procuraba compenetrarse más siguiendo cursos nocturnos de teoría bancaria. Rosselli, por su parte, nunca pidió a Wainwright que quebrara su rígido código de ética y el banquero hizo que le arreglaran en otra parte las citaciones por velocidad, en lugar de hacerlo por intermedio de su oficina de Seguridad, en la creencia de que Wainwright no estaba enterado de la cosa, aunque generalmente lo estaba.
De todos modos la amistad entre los dos hombres creció, hasta que, tras la muerte de la mujer de Ben Rosselli, Wainwright empezó a comer frecuentemente con el viejo y después jugaban al ajedrez hasta altas horas de la noche.
En cierto modo había sido un consuelo para Wainwright también, porque su matrimonio había terminado en divorcio, poco después de entrar a trabajar para el FMA. Sus nuevas responsabilidades y las sesiones con el viejo Ben ayudaban a colmar el vacío.
Hablaban en esas ocasiones sobre las creencias personales, y se influían el uno al otro de una manera que ambos comprendían, y también en otras, de las que ninguno de los dos era consciente. Fue Wainwright -aunque los dos fueron los únicos en saberlo- quien convenció al presidente del banco para que usara su prestigio personal y el dinero del FMA para contribuir al desarrollo del Forum East en la olvidada zona de la ciudad, donde Wainwright había nacido y pasado sus años de adolescente.
Así, como muchos otros en el banco, Nolan Wainwright tenía sus recuerdos privados de Ben Rosselli, y su propio dolor.
Hoy, su estado depresivo persistía, y, tras una mañana en la cual casi no se había movido de su escritorio, evitando ver a gente que no necesitaba ver, Wainwright se dirigió solo a almorzar. Fue a un pequeño café en el otro lado de la ciudad, donde acudía a veces cuando quería sentirse por unos momentos libre del FMA y de sus negocios. Volvió a tiempo para una cita con Vandervoort.
El lugar del encuentro era la División de Tarjetas Clave de Crédito del banco, situada en la Torre Principal.
En el sistema de tarjetas de crédito, el FMA había sido uno de los pioneros y ahora operaba en conjunto con un fuerte grupo de otros bancos en los Estados Unidos, Canadá y en ultramar. Las Tarjetas Clave venían inmediatamente después del sistema del Bankamericard y del Cargo Máximo. Alex Vandervoort tenía, dentro del FMA, toda la responsabilidad por esta división.
Vandervoort llegó temprano y, cuando Nolan Wainwright se presentó, ya estaba en el centro de autorización de las Tarjetas de Crédito, observando las operaciones. El jefe de Seguridad del banco se le unió.
– Siempre me gusta ver esto -dijo Alex-, es el mejor espectáculo gratuito de la ciudad.
En una habitación enorme, como un auditorio, indistintamente iluminada y con paredes acústicas y techos que ahogaban el sonido, unos cincuenta operadores -en su mayoría mujeres- estaban sentados ante una batería de consolas. Cada consola comprendía un tubo de rayos catódicos, similar a una pantalla de televisión, con un tablero detrás.
Era aquí donde se daba o se negaba el crédito a los portadores de tarjetas clave.
Cuando una Tarjeta de Crédito era presentada en cualquier parte en pago por mercancías o servicios, el lugar donde se hacía el negocio podía aceptar la tarjeta sin cuestionarla, siempre que la suma involucrada estuviera por debajo de un límite convenido. El límite variaba, pero era generalmente entre veinticinco y cincuenta dólares. Para una compra mayor se necesitaba una autorización, que sólo se demoraba unos segundos en conseguir.
Las llamadas inundaban el centro de autorización durante las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Provenían de todos los estados del país y de las provincias canadienses, en tanto que una fila de ruidosas máquinas Telex traían preguntas de treinta naciones extranjeras, incluidas algunas en la órbita comunista rusa. Al igual que los creadores del Imperio Británico, que alguna vez aclamaron con orgullo los «colores rojo, blanco y azul», los creadores del imperio económico de la Tarjeta de Crédito proclamaban con igual fervor «el azul, verde y oro», colores internacionales de la Tarjeta Clave.
Los procedimientos aprobatorios se movían con la velocidad de un reactor.
Estuvieran donde estuvieran, los comerciantes y demás marcaban directamente por intermedio de las líneas WATS hasta el centro mismo del sistema de Tarjetas Clave en la Torre Principal del FMA. Automáticamente cada llamada se dirigía a un operador libre, cuyas primeras palabras eran: «¿Cuál es su número de comercio?»
Al oír la respuesta, el operador escribía a máquina las cifras, que aparecían simultáneamente en la pantalla de rayos catódicos. Después seguía el número de la tarjeta y la cantidad de crédito que se solicitaba, esto también escrito y reflejado en la pantalla.
El operador apretaba un botón dando la información a una computadora, que instantáneamente señalaba «ACEPTADO» o «REHUSADO». Lo primero significaba que el crédito era bueno y que la compra había sido aprobada, lo segundo que el poseedor de la tarjeta era un delincuente y que debía cortarse el crédito. Como las reglas del crédito eran benévolas, y los bancos del sistema querían prestar dinero, las aceptaciones sobrepasaban con mucho a las denegaciones. El operador informaba al comerciante y, entre tanto, la computadora anotaba la transacción. En un día normal se recibían quince mil llamadas.
Tanto Alex Vandervoort como Nolan Wainwright habían aceptado auriculares, para poder escuchar los intercambios entre los que llamaban y los operadores.
El jefe de Seguridad tocó el brazo de Alex y señaló, y después cambió las clavijas de los auriculares para ambos. La consola que Wainwright señalaba mostraba un deslumbrante mensaje de la computadora: «TARJETA ROBADA.»
El operador, hablando con tranquilidad y como si estuviera entrenando, contestó:
– La tarjeta que le han presentado ha sido robada. Si es posible detenga a la persona que la ha presentado y llame a la policía local. Guarde la tarjeta. La división de Tarjetas Clave le pagará treinta dólares por devolverla.
Pudieron oír un coloquio murmurado, después una voz anunció:
– El hijo de puta que acaba de salir corriendo de mi tienda. Pero me he apoderado de la tarjeta de plástico. La mandaré.
El tendero parecía contento ante la perspectiva de ganar tan fácilmente treinta dólares. Para el sistema de Tarjetas Clave también era un buen negocio, ya que la tarjeta, si quedaba en circulación, podía ser usada fraudulentamente para sumas mucho mayores.
Wainwright se quitó los auriculares; lo mismo hizo Alex Vandervoort.
– Da resultado -dijo Wainwright- cuando recibimos la información y podemos programar la computadora. Desgraciadamente la mayoría de los fraudes ocurren antes de que se informe que ha desaparecido una tarjeta.
– Pero siempre nos previenen cuando hay una compra excesiva, ¿no?
– Así es. Diez compras en el día y la computadora nos da la voz de alarma.
Pocos dueños de tarjetas, como sabían muy bien los dos hombres, realizaban más de seis u ocho compras en un solo día. Así una tarjeta podía ser catalogada como «PROBABLEMENTE FRAUDULENTA», aunque el verdadero dueño no se hubiera enterado de que la había perdido.
Pese a todos los sistemas de alarma, sin embargo, una tarjeta perdida o robada, si era usada con astucia, podía valer unos veinte mil dólares de compras fraudulentas más o menos en una semana, tiempo que se tardaba en informar sobre la mayoría de las tarjetas robadas. Los billetes de avión para vuelos a larga distancia eran una de las compras favoritas de los ladrones de tarjetas de crédito; lo mismo pasaba con los cajones de bebidas. Ambos eran revendidos luego a precios de ocasión. Otra treta era alquilar un coche -preferiblemente un coche caro- usando una tarjeta de crédito robada o falsificada. El coche era llevado a otra ciudad donde recibía nueva placa de numeración y papeles de registro falsificados y después era vendido o exportado. La agencia de alquiler de coches nunca volvía a ver al cliente o al vehículo. Otra argucia era comprar joyas en Europa con una tarjeta de crédito fraudulenta apoyada por un falso pasaporte, y después contrabandear las joyas en los Estados Unidos para volver a venderlas. En todos estos casos la compañía de tarjetas de crédito se encargaba de las pérdidas eventuales.
Tanto Vandervoort como Wainwright sabían que había señales usadas por los criminales para decidir si una tarjeta de crédito podía ser usada de nuevo o si estaba «quemada». Una treta favorita era por ejemplo, pagar a un jefe de camareros 25 dólares para que controlara una tarjeta. El hombre podía obtener fácilmente la respuesta consultando una «lista confidencial de alerta», que era otorgada semanalmente por la compañía de tarjetas de crédito a los comerciantes y restaurantes. Si la tarjeta no estaba «quemada» era usada para otra tanda de compras.
– Hemos perdido bastante dinero últimamente con los fraudes -dijo Nolan Wainwright-. Mucho más que de costumbre. Es uno de los motivos por los que quería hablarle.
Se trasladaron a la oficina de Seguridad de la división, que Wainwright había decidido usar esa tarde. Cerró la puerta. Los dos hombres contrastaban mucho físicamente: Vandervoort rubio, grueso, poco atlético, algo flojo; Wainwright negro, alto, esbelto, duro y musculoso. Sus personalidades también diferían, aunque sus relaciones eran buenas.
– Éste es un concurso sin premio -dijo Nolan Wainwright al vicepresidente ejecutivo. Colocó sobre el escritorio ocho tarjetas de crédito de material plástico, echándolas como un jugador de póker, una tras otra.
– Cuatro de estas tarjetas son falsificadas -anunció el jefe de Seguridad-. ¿Puede usted darse cuenta cuáles son las buenas y cuáles las malas?
– Naturalmente. Es fácil. Los falsificadores siempre usan diferentes tipos para el nombre del poseedor y… -Vandervoort se interrumpió, mirando el grupo de tarjetas-. ¡Dios mío! ¡Con éstas no es así! El tipo es el mismo en cada tarjeta.
– Casi el mismo. Si se sabe buscar, pueden apreciarse leves diferencias. Con una lupa… -Wainwright sacó una. Dividiendo las tarjetas en dos grupos, señaló diversas variantes en el repujado de las cuatro tarjetas auténticas y las otras.
Vandervoort dijo:
– Veo la diferencia, pero no la hubiera percibido a simple vista. ¿Qué aspecto tienen las tarjetas falsificadas bajo los rayos ultravioleta?
– Exactamente el mismo que las verdaderas.
– Malo.
Varios meses antes, siguiendo un ejemplo establecido por el American Express, había sido impresa una insignia oculta en la cara de todas las tarjetas clave de crédito. Sólo era visible bajo los rayos ultravioleta. La intención había sido proporcionar un rápido y sencillo control sobre la autenticidad de cualquier tarjeta. Ahora también esa garantía había sido anulada.
– Malo, no cabe duda -asintió Nolan Wainwright-. Y éstos no son más que ejemplos. Tengo cuatro docenas más, interceptadas después de haber sido utilizadas con éxito en comercios minoristas, restaurantes, pasajes de avión, bebidas y otras cosas. Y todas son las mejor falsificadas que he visto en mi vida.
– ¿Ha habido detenciones?
– Hasta ahora no. Cuando la gente presiente que una tarjeta fraudulenta es sospechosa, se van del comercio, se alejan del mostrador de la compañía aérea, o de donde sea, como acaba de pasar hace unos minutos -señaló hacia el recinto de autorizaciones-. Además, aunque detengamos a algunos portadores, esto no significaba que estemos cerca de la fuente de las tarjetas; generalmente son vendidas y revendidas con mucho cuidado, para cubrir la pista.
Alex Vandervoort tomó una de las falsas tarjetas azul, verde y oro y le dio la vuelta.
– El plástico parece también exacto.
– Están hechas con auténticas bandas de plástico que ha sido robado. Así tiene que ser, para que sean tan buenas -prosiguió el jefe de Seguridad-. Pero creo que hemos descubierto la fuente de las tarjetas mismas. Hace unos cuatro meses uno de nuestros proveedores fue asaltado. Los ladrones entraron en el cuarto de almacenaje, donde estaban las sábanas de plástico. Se llevaron trescientas sábanas.
Vandervoort silbó suavemente. Una sola sábana de plástico producía sesenta y seis tarjetas de crédito. Aquello significaba, potencialmente, casi veinte mil tarjetas falsas.
Wainwright dijo:
– Yo también he hecho el cálculo -señaló las tarjetas falsas sobre el escritorio-. Ésta es la punta del iceberg. Bueno, las tarjetas falsas que conocemos, o que creemos conocer, pueden representar diez millones de dólares de pérdida antes de que las quitemos de circulación. Pero, ¿qué pasará con otras, que no hemos descubierto? Puede haber diez veces más.
– Veo el cuadro.
Alex Vandervoort dio unos pasos por el pequeño despacho, mientras sus ideas adquirían forma.
Reflexionó: desde que las tarjetas de crédito bancario habían sido introducidas, todos los bancos que las habían otorgado habían tenido la plaga de fuertes pérdidas debido a los fraudes. Al principio bolsas enteras de tarjetas habían sido robadas y el contenido usado por los ladrones para juergas costosas… a costa del banco. Algunos embarques de tarjetas habían sido secuestrados y devueltos tras un rescate. Los bancos habían pagado el dinero del rescate, porque sabían que iba a costarles mucho más si las tarjetas eran distribuidas entre los malhechores y utilizadas. Irónicamente, en 1974, Pan American Airways fue castigada por la prensa y el público cuando reconoció haber pagado dinero a unos criminales para que devolvieran grandes cantidades de billetes robados. El objetivo de la compañía aérea había sido impedir enormes pérdidas por el mal uso de los pasajes. Sin embargo, sin que los críticos de la Pan Am lo supieran, algunos de los bancos más importantes de la nación, habían estado haciendo lo mismo en secreto, desde hacía años.
Eventualmente el robo de tarjetas de crédito enviadas por correo se redujo, pero ya entonces los criminales habían recurrido a otras tretas, más ingeniosas. La falsificación era una de ellas. Las primeras tarjetas falsas eran toscas y fácilmente reconocibles, pero la calidad había seguido mejorando -como había demostrado Wainwright- y se necesitaba ser un experto para descubrir la diferencia.
En cuanto se inventaba alguna medida de seguridad para las tarjetas la habilidad criminal la esquivaba o atacaba algún otro punto vulnerable. Como ejemplo, un nuevo tipo de tarjeta de crédito ahora en el mercado llevaba una foto «mezclada» del propietario. Para los ojos ordinarios la foto era una mancha indistinguible, pero, colocada bajo una máquina adecuada, podía verse claramente y el propietario de la tarjeta podía ser identificado. Por el momento el plan parecía prometedor, pero a Alex no le cabía duda que el crimen organizado iba a encontrar pronto la manera de duplicar las fotos mezcladas.
Periódicamente se realizaban detenciones y condenas de personas que usaban tarjetas falsas o robadas, pero representaban una pequeña porción del tráfico total. El problema principal, en lo que a los bancos se refería, era la carencia de investigadores y de personal represivo. Simplemente no eran bastantes.
Alex dejó de pasearse.
– En estas últimas falsificaciones -preguntó- ¿es posible que haya una especie de «círculo» detrás?
– No sólo es posible, es una certeza. Para que el producto final sea tan bueno, debe haber una organización. Y hay dinero detrás, máquinas, especialistas para hacer las cosas, un sistema de distribución. Además, hay otras cosas que lo indican.
– ¿Por ejemplo?
– Como usted sabe -dijo Wainwright- estoy en contacto con las agencias legales. Recientemente ha habido un gran aumento en todo el Midwest de dinero falsificado, cheques de viajero, tarjetas de crédito… otras tarjetas además de las nuestras. También hay mucho más tráfico que de costumbre en los valores robados y falsificados, en los cheques forjados y robados.
– ¿Y usted cree que todo eso y nuestras pérdidas por las tarjetas clave fraguadas, tienen relación?
– Digamos que es probable.
– ¿Y qué hace para remediar esto el Departamento de Seguridad?
– Hacemos todo lo que podemos. Cada tarjeta clave que falta o se pierde está controlada y, cuando es posible, se busca su origen. Las tarjetas recobradas y los juicios por fraude han aumentado todos los meses de este año; las cifras están en los informes. Pero algo como esto requiere una investigación en gran escala, y no tengo ni personal ni presupuesto para hacerla.
Alex Vandervoort sonrió tristemente.
– Creo que lo del presupuesto puede arreglarse.
Presintió lo que venía después. Sabía los problemas bajo los que trabajaba Nolan Wainwright.
Wainwright, como vicepresidente del First Mercantile American, estaba encargado de todo lo referente a la seguridad en la Torre Principal y en las sucursales. La sección de tarjetas de crédito era sólo una de sus responsabilidades. En años recientes el status de Seguridad dentro del banco había avanzado, los fondos para operaciones habían aumentado, aunque la cantidad otorgada seguía siendo inadecuada. Todos los que estaban en la dirección lo sabían. Pero, como la Seguridad no daba ganancias, su posición en la lista de prioridades para fondos adicionales era baja.
– Supongo que tiene usted propuestas y cifras. Usted siempre las tiene, Nolan.
Wainwright sacó una agenda de cuero, que había traído consigo.
– Todo está aquí. Lo más urgente son dos investigadores más, para trabajar permanentemente en la sección de tarjetas de crédito. También necesito fondos para un agente encubierto, cuya tarea será localizar la fuente de las tarjetas falsificadas, y también descubrir dónde se produce la merma dentro del banco.
Vandervoort lo miró sorprendido.
– ¿Cree usted poder conseguir a alguien?
Esta vez Wainwright sonrió.
– Bueno, no se puede empezar poniendo un aviso en la columna de empleos vacantes. Pero estoy dispuesto a intentarlo.
– Examinaré con cuidado lo que usted sugiere y haré todo lo que pueda. Es todo lo que puedo prometerle. ¿Puedo quedarme con estas tarjetas?
El jefe de Seguridad asintió.
– ¿Alguna otra cosa?
– Sólo esto: no creo que ninguno aquí, incluido usted, Alex, tome muy en serio el problema de las tarjetas de crédito falsas. Bien, nos felicitamos de haber mantenido las pérdidas en tres cuartos del uno por ciento del total de los negocios, pero los negocios han crecido enormemente, y el porcentaje ha permanecido quieto, incluso ha aumentado. Según entiendo, el volumen de tarjetas clave de crédito para el año próximo será, según se espera, de tres mil millones de dólares.
– Eso esperamos.
– Entonces… con el mismo porcentaje… las pérdidas por fraude serán de más de veintidós millones.
Vandervoort dijo secamente:
– Es preferible hablar de porcentajes. De ese modo no parece tanto, y los directores no se alarmarán.
– Me parece bastante cínico.
– Sí, eso creo.
Y sin embargo, razonó Alex, era una actitud que los bancos, todos los bancos, tomaban. Aceptaban, deliberadamente, el crimen en las tarjetas de crédito, y también las pérdidas, a costa de hacer negocios. Si cualquier otro departamento del banco mostraba una pérdida de siete millones y medio de dólares en un año, el escándalo estallaba en la Dirección. Pero, en lo referente a las tarjetas de crédito, «tres cuartos del uno por ciento» en la criminalidad era aceptado, o convenientemente ignorado. Las alternativas -una lucha de frente contra el crimen- serían mucho más costosas. Podía decirse, naturalmente, que la actitud de los banqueros era indefendible, porque al fin eran los clientes -los dueños de las tarjetas de crédito- los que pagaban el fraude con aumento de los costos. Pero, desde el punto de vista financiero, la actitud era consecuente para los negocios.
– Hay veces -dijo Alex- en las que el sistema de tarjetas de crédito se me atraganta, o por lo menos, en parte. Pero vivo dentro de los límites de lo que creo poder realizar en cuanto a un cambio, y sé lo que no puedo hacer. Lo mismo ocurre con las prioridades del presupuesto.
Tocó la agenda de cuero que Wainwright había puesto en el escritorio.
– Déjeme intentarlo. Ya he prometido hacer lo que pueda.
– Si no tengo noticias iré a golpear a su escritorio.
Alex Vandervoort se fue, pero Nolan Wainwright fue demorado por un mensaje. Pedían al jefe de Seguridad que se pusiera en contacto con mistress D'Orsey, gerente de la sucursal principal, inmediatamente.
– He hablado con el FBI -informó Nolan Wainwright a Edwina D'Orsey-. Enviarán mañana dos agentes especiales.
– ¿Por qué no hoy?
Él hizo una mueca.
– No tenemos el cuerpo del delito; ni siquiera ha habido tiroteo. Además, tienen sus problemas. Carecen de personal.
– ¿Acaso no nos pasa a todos lo mismo?
– Entonces, ¿puedo dejar que los empleados vuelvan a sus casas? -preguntó Miles Eastin.
Wainwright contestó:
– Todos menos la muchacha. Quiero hablar otra vez con ella.
Empezaba a anochecer y hacía dos horas que Wainwright había respondido a la convocatoria de Edwina y se había encargado de la investigación por la pérdida de caja. Entretanto había recorrido el mismo camino recorrido antes por los funcionarios de la sucursal, interrogando a la pagadora, Juanita Núñez, Edwina D'Orsey, al contador Tottenhoe y al joven Miles Eastin, contador ayudante.
También había hablado con otros cajeros, que trabajaban cerca de la muchacha Núñez.
No queriendo llamar la atención en la plataforma, Wainwright había elegido una sala de conferencias en la parte trasera del banco. Estaba allí ahora con Edwina D'Orsey y Miles Eastin.
Nada nuevo había surgido, fuera de la presunción de robo; por lo tanto, de acuerdo con la ley federal, había que llamar al FBI. La ley, en tales ocasiones, no siempre se aplicaba estrictamente, como Wainwright sabía muy bien. El First Mercantile American y otros bancos, con frecuencia calificaban los robos de dinero como «desapariciones misteriosas» y, de este modo, tales incidentes podían manejarse internamente, evitando los juicios legales y la publicidad. De este modo si algún empleado del banco era sospechoso de robo, era únicamente despedido, ostensiblemente por algún otro motivo. Y como los culpables no estaban inclinados a hablar, un sorprendente número de robos quedaba en secreto, incluso dentro del mismo banco.
Pero la pérdida presente -suponiendo que fuera un robo- era demasiado grande y flagrante para que pudiera quedar oculta.
Tampoco era buena idea aguardar, esperando nuevas informaciones. Wainwright sabía que el FBI iba a enojarse si lo llamaban varios días después del hecho, para investigar en una huella fría. Hasta que llegaran los agentes del FBI, él iba a hacer todo lo que pudiera hacer.
Cuando Edwina y Miles Eastin dejaron la pequeña oficina, el ayudante contador dijo, para cooperar:
– Mandaré a mistress Núñez.
Un momento después la figura pequeña, delgada de Juanita Núñez apareció en la puerta de la oficina.
– Adelante -dijo Nolan Wainwright, y ordenó-: Cierre la puerta. Siéntese.
Su tono era oficial y directo. El instinto le decía que una amistad fingida no iba a engañar a la muchacha.
– Quiero oír de nuevo toda la historia. Vayamos paso a paso.
Juanita Núñez parecía enfurruñada y desafiante, como había estado antes, aunque ahora había en ella huellas de fatiga. Con un súbito relámpago de ira, objetó sin embargo:
– Por tres veces he hecho esto. Lo he dicho todo.
– Tal vez haya olvidado algo las tres veces.
– No he olvidado nada.
– Entonces esta vez será la cuarta y, cuando llegue el FBI será la quinta, y tal vez haya una sexta -siguió mirándola a los ojos y mantuvo la autoridad en la voz, pero no la levantó. Si yo fuera un funcionario policial, pensó Wainwright, tendría que prevenirle de cuáles son sus derechos. Pero no lo era, y no iba a hacerlo. A veces en una situación como ésta, las fuerzas de Seguridad privadas tenían ventajas de las que no disponía la policía.
– Ya sé lo que piensa -dijo la muchacha-. Usted cree que voy a decir algo diferente, para poder probar que estoy mintiendo.
– ¿Y está mintiendo?
– No.
– ¿Entonces por qué se preocupa?
La voz de ella tembló.
– Porque estoy cansada. Quisiera irme.
– Yo también quisiera. Y si no fuera porque faltan seis mil dólares… que usted reconoce haber tenido antes en su poder… terminaría hoy el trabajo y me iría a casa. Pero el dinero falta y queremos encontrarlo. Por eso debe contarme otra vez lo que pasó esta tarde… cuando vio por primera vez que algo andaba mal.
– Es como le he dicho… sucedió veinte minutos después del almuerzo.
Él leyó el desprecio en los ojos de ella. Más temprano, al empezar a interrogarla, había sentido que la actitud de la muchacha era más dócil hacia él que hacia los otros. Sin duda porque él era negro y ella era portorriqueña y, por esto, suponía que podían ser aliados o, quizá que él sería más blando. Pero ella no sabía que, cuando se trataba de una investigación, él era ciego para los colores. Tampoco le importaban los problemas personales que la muchacha pudiera tener. Edwina D'Orsey los había mencionado, pero ninguna circunstancia personal, ante los ojos de Wainwright, justificaba jamás el robo o la deshonestidad.
Naturalmente, la muchacha Núñez no se había equivocado al pensar que él quería cogerla en alguna variante de la historia. Y podía suceder, pese a su obvia precaución. Se había quejado de estar cansada. Como investigador experimentado, Wainwright sabía que la gente culpable cuando estaba cansada, solía cometer errores en el interrogatorio, un pequeño error primero, después otro y otro, hasta quedar atrapados en una red de mentiras e inconsistencias.
Preguntándose si esto iba a pasar ahora, apremió.
Pasaron tres cuartos de hora en los cuales la versión de los hechos dada por Juanita Núñez siguió siendo idéntica a la que había dado antes. Aunque quedó desilusionado por no haber descubierto nada nuevo, Wainwright no se impresionó abiertamente con la coherencia de la muchacha. Su origen policial le hizo comprender que tal exactitud sólo podía tener dos interpretaciones: o bien ella decía la verdad, o bien había ensayado tan cuidadosamente el relato que lo repetía a la perfección. Lo último parecía más probable, porque la gente inocente generalmente cometía alguna leve variación entre uno y otro relato. Era un síntoma que los detectives habían aprendido a buscar.
Al fin Wainwright dijo:
– Bien, por ahora esto es todo. Mañana haremos la prueba con un detector de mentiras. El banco se ocupará de arreglarlo.
Lo dijo casualmente, aunque esperaba una reacción. Pero no había esperado que fuera tan brusca y feroz.
La carita morena de la muchacha se puso colorada. Se irguió en la silla.
– No lo haré. No acepto esa prueba.
– ¿Por qué no?
– Porque es un insulto.
– No es un insulto. Mucha gente se somete a esa prueba. Si usted es inocente la máquina lo probará.
– No confío en esa máquina. Ni en usted. ¡Basta con mi palabra!
Él ignoró el castellano, sospechando que podía ser insultante.
– No tiene usted motivo para no confiar en mí. Lo único que me importa es conocer la verdad.
– ¡Ya ha oído la verdad! ¡Y no la reconoce! Usted, igual que los otros, cree que yo he cogido el dinero. Es inútil decirle que no lo he hecho.
Wainwright se puso de pie y abrió la puerta del pequeño despacho para hacer pasar a la muchacha.
– Entre hoy y mañana -aconsejó- le sugiero que reconsidere su actitud acerca de la prueba. Si rehúsa hacerla, las cosas se presentarán mal para usted.
Ella le miró directamente a la cara.
– No estoy obligada a someterme a esa prueba, ¿verdad?
– No.
– Entonces no lo haré.
Se alejó del despacho con pasitos breves y cortos. Un momento después, sin prisa, Wainwright la siguió.
En la zona de trabajo del banco, aunque algunas personas estaban todavía ante sus escritorios, la mayoría de los empleados se había ido, y las luces de arriba eran menos intensas. Afuera la oscuridad había descendido sobre el crudo día de otoño.
Juanita Núñez se dirigió al vestuario para buscar su ropa de calle, después volvió. Ignoró la presencia de Wainwright. Miles Eastin, que había estado esperando con una llave, la hizo salir a la calle por la puerta principal.
– Juanita -dijo Eastin-, ¿puedo ayudarla en algo? ¿Quiere que la lleve a su casa?
Ella movió la cabeza sin hablar y salió.
Nolan Wainwright, que miraba desde la ventana, la vio cruzar para tomar un autobús al otro lado de la calle. Si contara con más cantidad de empleados de Seguridad, se dijo, la habría hecho seguir, aunque dudaba que la cosa diera resultado. Mistress Núñez era inteligente y no iba a comprometerse dando el dinero a otra persona en público o guardándolo en algún lugar predecible.
Además estaba convencido que la muchacha no llevaba el dinero encima. Era demasiado astuta para correr el riesgo; por otra parte, la cantidad era demasiado voluminosa para que pudiera ocultarla. La había observado atentamente cuando hablaron y después, y había notado que las ropas se ajustaban a su cuerpecito, y que no había bultos sospechosos. La cartera que llevaba al salir del banco era pequeña, y no llevaba paquetes.
Wainwright tenía la certeza de que había un cómplice.
Le quedaban escasas dudas, si es que le quedaba alguna, de que Juanita Núñez era culpable. La negativa a someterse a un detector de mentiras, junto con otros hechos e indicaciones, le habían convencido. Al recordar el estallido emocional de hacía unos minutos, sospechó que había sido planeado, quizás ensayado. Los empleados bancarios estaban enterados de que, en caso de sospecha de robo, se usaba un detector de mentiras; probablemente la muchacha Núñez también lo sabía. Por lo tanto sabía que la cosa iba a surgir y había estado lista para enfrentarla.
Al recordar el desprecio con que lo había mirado y, antes de eso, su tácita presunción de una alianza entre ellos, Wainwright sintió una oleada de furia. Con desusada intensidad deseó que mañana el FBI le hiciera pasar un mal momento y que le hiciera perder el control. Pero no iba a ser fácil. Era dura.
Miles Eastin había vuelto a cerrar la puerta principal y volvía ahora.
– Bueno -dijo con alegría-, se vienen todos los aguaceros.
El jefe de Seguridad asintió.
– Ha sido un día bravo.
Eastin pareció a punto de decir algo, después aparentemente decidió otra cosa.
Wainwright preguntó:
– ¿Pasa algo?
Nuevamente Eastin vaciló, después reconoció:
– Bueno, sí, hay algo. Es algo que no he mencionado a nadie porque puede ser una trampa brava.
– ¿Tiene algo que ver con el dinero que falta?
– Podría ser.
Wainwright dijo con firmeza:
– Entonces, esté seguro o no, tiene que decírmelo.
El contador ayudante asintió.
– Bien.
Wainwright esperó.
– Creo que ya le dijeron a usted… se lo dijo mistress D'Orsey… que Juanita Núñez es casada. Su marido la ha abandonado. La dejó con una hija.
– Recuerdo.
– Cuando Juanita vivía con su marido, él acostumbraba a venir aquí a veces. Para buscarla, supongo. He hablado con él una o dos veces. Estoy casi seguro que se llama Carlos.
– ¿Y qué hay con él?
– Creo que hoy estuvo en el banco.
Wainwright preguntó bruscamente:
– ¿Está seguro?
– Casi seguro, aunque no como para jurarlo ante un tribunal. Vi a alguien, creí que era él, después lo olvidé. Estaba ocupado. No tenía motivo para pensar en eso… por lo menos no lo tuve hasta mucho tiempo después.
– ¿A qué hora cree haberlo visto?
– A mitad de la mañana.
– Ese hombre que usted creyó era el marido de la muchacha Núñez… ¿lo vio acercarse al mostrador cuando ella estaba trabajando?
– No, no lo vi -la hermosa cara de Eastin estaba turbada-. Como he dicho, la cosa no me llamó la atención. Lo único es que, si lo vi, no puede haber estado muy lejos de Juanita.
– ¿Y eso es todo?
– Así es -y Miles Eastin añadió, como excusa-. Lamento que no sea más.
– Ha hecho bien en decírmelo. Puede ser importante.
Si Eastin no estaba equivocado, pensó Wainwright, la presencia del marido encajaba con su teoría de un cómplice de afuera. Probablemente la muchacha y su marido habían vuelto a juntarse, o habían llegado a algún acuerdo. Tal vez ella le había pasado el dinero en el mostrador, y él lo había sacado del banco, para dividirlo con ella más tarde. La posibilidad era en verdad algo que haría trabajar al FBI.
– Fuera del dinero que falta -dijo Eastin- todo el mundo en el banco está hablando de míster Rosselli… nos enteramos ayer del anuncio de su enfermedad. Todos estamos muy tristes.
Fue un brusco y doloroso recuerdo, que llegó cuando Wainwright miraba al joven, generalmente tan lleno de bromas y de jovialidad. En aquel momento el jefe de Seguridad vio que había inquietud en los ojos de Eastin.
Wainwright comprendió que la investigación había borrado en su mente toda idea sobre Ben Rosselli. Ahora, al recordarlo sintió nuevamente rabia de que el robo hubiera dejado su fea marca en un momento como este.
Murmuró un agradecimiento, dio las buenas noches a Eastin, y atravesó el túnel de la sucursal, usando su propia llave de paso para volver a entrar a la Torre Principal del FMA.
Al otro lado de la calle, Juanita Núñez -una figura diminuta contra el encumbrado complejo ciudadano del First Mercantile American y la Plaza Rosselli- seguía esperando el autobús.
Había visto la cara del funcionario de Seguridad espiándola desde una de las ventanas del banco, y tuvo una sensación de alivio cuando la cara desapareció, aunque el sentido común le dijo que el alivio era sólo momentáneo, y que la desdicha del día de hoy iba a continuar y que sería tan mala, o peor, mañana.
Un viento frío cortante entre las calles del centro, penetraba el delgado sobretodo que llevaba, y temblaba mientras esperaba. El autobús que cogía siempre ya había pasado. Esperaba que llegara pronto otro.
El temblor, comprendió Juanita, se debía en parte al miedo, porque en aquel momento, estaba más asustada, más aterrada de lo que nunca había estado en su vida.
Aterrada y perpleja.
Perpleja porque no tenía idea de cómo había desaparecido el dinero.
Juanita sabía que ella no había robado el dinero, que no lo había dado por error en el mostrador, que no había dispuesto de él de una u otra manera.
Lo malo era que nadie iba a creerla.
En otras circunstancias, comprendió, ella no lo hubiera creído.
¿Cómo podían haber desaparecido seis mil dólares? Era imposible, imposible. Y sin embargo, había pasado.
Una y otra vez había recordado esa tarde cada momento del día, en busca de alguna explicación. No la había. Había recordado las transacciones de caja en el mostrador durante la mañana y a principios de la tarde, usando la notable memoria que sabía poseía, pero no encontró ninguna solución. Ni siquiera la más audaz posibilidad tenía sentido.
Estaba también segura de que había cerrado su caja fuerte antes de llevarla a la cámara, cuando salió a almorzar y seguía cerrada cuando ella había vuelto. En cuanto a la combinación, que Juanita había elegido y establecido ella misma, nunca la había comentado con nadie, ni siquiera la había escrito, confiando, como de costumbre, en su memoria.
En cierto modo era su memoria la que añadía cosas a su angustia.
Juanita sabía que no la habían creído, ni mistress D'Orsey, ni míster Tottenhoe, ni Miles -que por lo menos había sido más amistoso que los otros- cuando ella había afirmado saber, a las 2 de la tarde, la exacta cantidad de dinero que faltaba. Dijeron que era imposible que pudiera saberlo.
Pero lo había sabido. Del mismo modo que siempre sabía cuánto dinero en efectivo tenía cuando actuaba como pagadora, aunque le era imposible explicar a los otros cómo o por qué lo sabía.
Ni siquiera estaba segura ella misma de cómo llevaba la cuenta en la cabeza. Simplemente estaba allí. Sucedía sin esfuerzo, de manera que ella era apenas consciente de la aritmética que suponía. Desde que podía recordar, sumar, restar, multiplicar y dividir había sido para ella tan fácil como respirar, e igualmente natural.
Lo hacía automáticamente en el mostrador del banco cuando recibía el dinero de los clientes, o cuando pagaba. Y había aprendido a echar una mirada a su cajón y controlar la cantidad que tenía en mano, para saber si era la que correspondía, para ver si las diversas denominaciones de billetes estaban en orden y eran en número suficiente. Incluso con las monedas, aunque no supiera con tanta precisión el total, podía calcular la cantidad de manera bastante aproximada, en cualquier momento.
Ocasionalmente, al terminar un día ocupado, cuando contaba la caja, la cifra mental demostraba haberse equivocado en algunos dólares pero no más.
¿De dónde provenía esta habilidad? Ella no tenía idea.
Nunca se había destacado en la escuela. Durante su breve estancia en el colegio secundario en Nueva York, rara vez obtuvo más que un promedio normal en la mayoría de las materias. Incluso en matemáticas no captaba realmente los principios, sólo poseía una habilidad para calcular con la velocidad de un rayo, y también para llevar cifras en la cabeza.
Finalmente llegó el autobús con un rugido desequilibrado y olor a diesel. Con otros que esperaban, Juanita subió. No había asientos libres y los que iban de pie estaban apretados. Se las arregló para apoderarse de una manija y siguió pensando, esforzándose en recordar mientras el autobús se balanceaba por las calles de la ciudad.
¿Qué pasaría mañana? Miles le había dicho que vendrían los del FBI. La idea la llenó nuevamente de pánico y su cara se puso tensa en una angustia de ansiedad, la misma expresión que Edwina D'Orsey y Nolan Wainwright habían confundido con hostilidad.
Iba a decir lo menos posible, como había hecho hoy, cuando descubrió que no la creían.
En cuanto a la máquina, el detector de mentiras, iba a negarse a someterse a ella. Ignoraba cómo trabajaba esa máquina, pero, si nadie quería entender, creer, o ayudarla, ¿por qué una máquina -una máquina del banco- iba a ser diferente?
Tenía que caminar tres manzanas desde la parada del autobús hasta el jardín de infancia donde había dejado aquella mañana a Estela, al ir a trabajar. Juanita se apresuró, porque se había retrasado.
La chiquilla corrió hacia ella cuando penetró en el cuarto de juegos del pequeño jardín de infancia, en el sótano de una casa privada. La casa, como otras en el barrio, era vieja y ruinosa, pero los cuartos de la escuela eran limpios y alegres, aunque el costo era elevado y un sacrificio pagarlo.
Estela estaba excitada, tan alegre como siempre.
– ¡Mamá, mamá… mira lo que he pintado! Éste es el purgón. Hay un hombre dentro.
Era una niña pequeña, parecía de menos de tres años, era morena como Juanita, con grandes ojos líquidos que reflejaban su maravilla ante cada nuevo interés y ante los nuevos descubrimientos que realizaba cada día.
Juanita la estrechó y la corrigió con dulzura.
– Furgón, amorcito.
Era evidente, por el silencio, que los otros niños ya se habían ido.
Miss Ferroe, propietaria y directora del jardín de infancia, se presentó muy correcta, con el ceño fruncido. Miró deliberadamente el reloj.
– Mistress Núñez, como un favor especial he consentido en que Estela se quede después de los otros, pero hoy es realmente demasiado tarde…
– Le pido que me disculpe, miss Ferroe. Ha ocurrido algo en el banco.
– Yo también tengo mis responsabilidades privadas. Y otros padres cumplen con la hora de cierre de la escuela.
– No volverá a pasar. Se lo prometo.
– Bien. Pero, ya que está usted aquí, mistress Núñez, quisiera recordarle que todavía no me ha pagado el mes pasado.
– Le pagaré el viernes. Ese día me pagarán a mí.
– Usted comprende que lamento tener que recordárselo. Estela es una chiquita adorable y nos encanta tenerla. Pero tengo cuentas que pagar y…
– Entiendo. Seguramente le pagaré el viernes. Se lo prometo.
– Ya son dos promesas, mistress Núñez.
– Sí, ya lo sé.
– Buenas noches, entonces. Buenas noches, Estela querida.
Pese a ser tan acartonada, la Ferroe dirigía magníficamente el jardín de infancia y Estela era feliz allí. Juanita decidió que el dinero que debía en la escuela tendría que salir de su paga esta semana, tal como había dicho y que, de alguna manera, tendría que arreglárselas hasta el otro día de pago. Pero ya no estaba tan segura. Su sueldo de cajera era de 98 dólares semanales; pagados los impuestos y las deducciones para Seguridad Social, su paga se reducía a 83 dólares. Con éstos tenía que comprar comida para las dos, y tenía que pagar la guardería de Estela, además del alquiler del pequeño apartamento en la planta baja donde vivían, en el Forum East; también la compañía de créditos iba a pedirle que pagara, porque no había podido hacer el último pago.
Antes de que Carlos la dejara, yéndose sencillamente y desapareciendo hacía un año, Juanita había sido lo bastante ingenua como para firmar papeles financieros juntamente con su marido. Él había comprado trajes, un coche usado, un aparato de televisión en colores, cosas que se había llevado consigo. Y ahora Juanita seguía pagando las mensualidades, que parecían extenderse en un futuro sin límites.
Tendría que ir a la compañía de créditos, pensó, para proponerles pagar menos mensualidad. Seguramente iban a ponerse groseros, como ya lo habían hecho, pero tendría que soportarlo.
En el camino a casa, Estela patinaba alegremente, con su mano en la mano de Juanita. En la otra, Juanita llevaba la pintura de Estela, cuidadosamente enrollada. Dentro de un rato en el apartamento, comerían y después generalmente jugaban y reían juntas. Pero a Juanita le resultaba difícil reír esta noche.
El terror se intensificaba a medida que consideraba, por primera vez, lo que podía pasar si perdía el empleo. Las posibilidades, comprendió, eran grandes.
También supo que iba a ser difícil encontrar otro empleo. Ningún otro banco la contrataría, y otros patronos querrían saber dónde había trabajado antes, después descubrirían la historia del dinero y la rechazarían.
Sin trabajo: ¿qué iba a hacer? ¿Cómo mantener a Estela?
Bruscamente Juanita se detuvo en la calle, se agachó y estrechó contra sí a su hija.
Rogó que alguien la creyera mañana, que alguien reconociera la verdad. Alguien, alguien.
Pero… ¿quién?
Alex Vandervoort también estaba perdido en la ciudad. A primera hora de la tarde, de regreso de la reunión con Nolan Wainwright, Alex había recorrido paseando sus oficinas, procurando ver los recientes acontecimientos en su verdadera perspectiva.
El anuncio hecho ayer por Ben Rosselli era causa mayor para reflexionar. Y también lo era la situación resultante en el banco. Y también los acontecimientos de los meses recientes, en la vida personal de Alex.
Marchaba de arriba abajo, doce pasos para un lado, doce para otro, según una antigua costumbre, ya establecida. Una o dos veces se detuvo, volvió a examinar las tarjetas de créditos falsificadas, que el jefe de Seguridad le había permitido llevar. El crédito y las tarjetas de crédito eran parte adicional de sus preocupaciones… no sólo las tarjetas falsas sino también las legítimas.
La variedad genuina estaba representada por una serie de pruebas de anuncios, también sobre el escritorio, y ahora extendidas. Habían sido preparadas por la Agencia de Publicidad Austin, y el propósito era alentar a los poseedores de tarjetas de crédito a usar el crédito y las tarjetas cada vez más.
Un anuncio decía:
¿PARA QUE PREOCUPARSE POR EL DINERO?
USE SU TARJETA CLAVE DE CRÉDITO
Y DEJE QUE NOSOTROS
NOS PREOCUPEMOS POR USTED
Otro proclamaba:
LAS CUENTAS NO SON DOLOROSAS
CUANDO USTED DICE:
«PÓNGALO EN MI TARJETA DE CRÉDITO»
Un tercero anunciaba:
¿PARA QUE ESPERAR?
HOY PUEDE PERMITIRSE EL SUEÑO DE MAÑANA.
USE AHORA SU TARJETA CLAVE
Había otra media docena en términos similares.
Alex Vandervoort se sentía inquieto con todo aquello.
Pero su inquietud no iba a traducirse en acción. Los anuncios, ya aprobados por la división de Tarjetas Clave, habían sido enviados a Alex simplemente para información general. Igualmente, el amplio margen de aproximación había sido decidido hacía varias semanas por la dirección del banco, como medio para aumentar los beneficios del sistema de Tarjetas Clave, que -como todos los programas de tarjetas de crédito- había dado pérdidas en los años iniciales de lanzamiento.
Pero Alex se preguntaba: ¿había calculado la Dirección una campaña promocional tan groseramente agresiva?
Reunió las pruebas de anuncios y volvió a colocarlas en las carpetas en las que habían llegado. Esta noche, en su casa, volvería a considerarlas, y oiría una segunda opinión, pensó -probablemente una opinión bastante fuerte- de parte de Margot.
Margot.
La idea de ella se mezcló al recuerdo de la revelación hecha ayer por Ben Rosselli. Lo que había sido dicho entonces había recordado a Alex la fragilidad de la vida, la brevedad del tiempo que nos queda, la inevitabilidad de los finales, había sido una señal hacia lo inesperado, siempre tan cercano. Se había sentido conmovido y entristecido por lo de Ben; pero nuevamente, sin quererlo, el viejo había renovado un continuo interrogante: ¿debía Alex iniciar una nueva vida para él y para Margot? ¿O debía esperar? ¿Y esperar qué?
¿Esperar a Celia?
Esta pregunta también se la había hecho miles de veces.
Alex miró hacia la ciudad, hacia el lugar donde sabía que estaba Celia. Se preguntó qué estaría haciendo, cómo estaría.
Había una manera sencilla de averiguarlo.
Volvió a su escritorio y marcó un número que sabía de memoria.
Una voz de mujer contestó:
– Remedial Center.
Él se identificó y dijo:
– Quisiera hablar con el doctor McCartney.
Tras unos momentos una voz de hombre, tranquilamente firme, preguntó:
– ¿Dónde está, Alex?
– En mi oficina. Quería saber cómo anda mi mujer.
– Se lo pregunto porque pensaba telefonearle hoy y sugerirle que visitara a Celia.
– La última vez que hablamos usted dijo que no quería que lo hiciera.
El psiquiatra le corrigió con suavidad.
– Dije que las visitas no me parecían aconsejables por un tiempo. Como recordará, las anteriores inquietaron a su mujer, en lugar de ayudarla.
– Recuerdo… -Alex vaciló, después preguntó-: ¿Ha habido algún cambio?
– En efecto, ha habido un cambio. Me gustaría que fuera para bien.
Había habido tantos cambios que Alex se había inmunizado contra ellos.
– ¿Qué clase de cambio?
– Su mujer se está alienando todavía más. Su huida de la realidad es casi total. Por eso creo que una visita suya podría hacerle bien -el psiquiatra se corrigió-. Por lo menos no le hará daño.
– Bien. Iré esta noche.
– En cualquier momento, Alex; y no deje de pasar a verme. Como sabe no tenemos aquí horas de visita y hay un mínimo de reglas.
– Sí, ya lo sé.
La carencia de formalidad, reflexionó, al dejar el teléfono, era el motivo por el que había elegido el Remedial Center cuando tuvo que afrontar la desesperada decisión con Celia, hacía cuatro años. La atmósfera era deliberadamente no institucional. Las enfermeras no usaban uniforme. Dentro de lo conveniente, los pacientes tenían libertad de movimiento y eran alentados para tomar decisiones por su cuenta. Con ocasionales excepciones, amigos y parientes eran bienvenidos en cualquier momento. Incluso el nombre de «Remedial Center» había sido elegido intencionalmente, de preferencia al más desagradable de «hospital psiquiátrico». Otro motivo era que el doctor Timothy McCartney, joven, brillante e innovador, encabezaba un grupo de especialistas que habían logrado la curación de enfermedades mentales en casos en los que habían fallado tratamientos más convencionales.
El Center era pequeño. Los pacientes nunca sobrepasaban los ciento cincuenta, aunque en comparación, había mucho personal. En cierto modo era como una escuela con pequeñas aulas donde los estudiantes recibían la atención personal que no hubieran podido tener en otra parte.
El edificio moderno y los jardines espaciosos eran tan agradables como podían crearlos la imaginación y el dinero.
La clínica era privada. También era atrozmente cara, pero Alex había estado decidido, y seguía estándolo, a que, pasara lo que pasara, Celia iba a recibir la mejor atención. Era, pensaba, lo menos que podía hacer.
El resto de la tarde se ocupó de los negocios del banco. Poco después de las 6 dejó la Torre del FMA, dio a su chófer la dirección del Remedial Center y se puso a leer el periódico vespertino mientras se deslizaban entre el tráfico. Una limousine y un chófer, disponibles en cualquier momento entre los coches del banco, eran prerrogativas de la tarea de vicepresidente y Alex disfrutaba de ellas.
Típicamente, el Remedial Center tenía la fachada de una gran casa privada, sin nada aparte del número de la calle, que pudiera identificarlo.
Una simpática muchacha rubia, con un alegre vestido estampado, le hizo pasar. Se dio cuenta de que era una enfermera por una pequeña insignia clavada en el hombro izquierdo. Era la única distinción en el vestuario que se autorizaba entre el personal y los enfermos.
– El doctor nos ha anunciado su llegada, míster Vandervoort. Le llevaré a ver a su esposa.
Caminó con ella por un alegre corredor. Predominaban los amarillos y los verdes. Flores frescas ocupaban hornacinas a lo largo de las paredes.
– Me han informado -dijo él- que mi mujer no ha mejorado.
– De verdad que no, mucho me temo -la enfermera le lanzó una mirada de soslayo; él percibió piedad en sus ojos. Pero, ¿por quién? Como siempre cuando venía aquí, sintió que su entusiasmo natural le abandonaba.
Estaban en un ala, una de las tres que partían de la zona de recepción central. La enfermera se detuvo ante una puerta.
– Su esposa está en su cuarto, míster Vandervoort. Hoy ha tenido un mal día. Procure recordarlo si ella… -dejó sin terminar la frase, le tocó levemente el brazo y después se le adelantó.
El Remedial Center colocaba a los enfermos en cuartos compartidos o solos, según el efecto que la compañía de otros podía producir. Cuando Celia llegó había ocupado un cuarto doble, pero la cosa no había dado resultado; ahora estaba en una habitación privada. Aunque pequeño, el cuarto de Celia era amablemente cómodo y personal. Contenía un diván de tipo estudio, un profundo sillón y una otomana, una mesa de juegos y una estantería con libros. Reproducciones impresionistas adornaban las paredes.
– Mistress Vandervoort -dijo amablemente la enfermera-, su marido ha venido a visitarla.
No hubo ningún reconocimiento, ni movimiento, ni respuesta hablada de parte de la figura que estaba en el cuarto.
Hacía mes y medio que Alex había visto a Celia y, aunque había esperado verla algo desmejorada, su apariencia actual le dejó helado.
Ella estaba sentada -si es que podía decirse eso de su postura- en el diván. Se había puesto de lado, apartando la cara de la puerta exterior. Tenía los hombros agobiados, la cabeza baja, los brazos cruzados sobre el pecho y cada mano se aferraba al hombro opuesto. El cuerpo también se había curvado sobre sí mismo y tenía las piernas dobladas, con las rodillas juntas. Estaba absolutamente quieta.
Él se le acercó y le puso suavemente la mano en el hombro.
– Hola, Celia… soy yo… Alex. He estado pensando en ti y, por eso, decidí venir a verte.
Ella dijo en voz baja, sin expresión:
– Sí -pero no se movió.
Él aumentó la presión del hombro.
– ¿No quieres volverte para verme? Podríamos sentarnos juntos y charlar.
La única respuesta fue una rigidez perceptible, y la posición en la que Celia se había acurrucado se hizo más tensa.
El cutis, notó Alex, estaba manchado y el pelo rubio estaba despeinado. Pero incluso ahora su belleza gentil, frágil, no se había desvanecido del todo, aunque era evidente que no iba a durar mucho tiempo.
– ¿Hace mucho que está así? -preguntó Alex a la enfermera, en voz baja.
– Todo el día de hoy y parte del de ayer; también ha estado así otros días -y la muchacha añadió directamente-: Se siente más cómoda de esta manera. Es mejor que no le preste atención, siéntese, háblele.
Alex asintió. Cuando se acomodó en el único sillón y se sumergió en él, la enfermera se alejó de puntillas, cerrando la puerta suavemente.
– La semana pasada estuve en el ballet, Celia -dijo Alex-. Daban Coppelia. Natalia Makarova tenía el papel principal con Ivan Nagy Frantz. Estuvieron todos magníficos y, naturalmente, la música es maravillosa. Recordé cuánto te gusta Coppelia, que es uno de tus ballets favoritos. ¿Recuerdas aquella noche, poco después de casarnos, cuando tú y yo…?
Podía traer claramente a la memoria, incluso ahora, cómo había estado Celia aquella noche… con un vestido largo de gasa verde pálido, y unos zapatitos que brillaban con el reflejo de la luz. Como siempre, había mostrado una belleza etérea, esbelta, impalpable, como si la brisa pudiera llevársela si él la descuidaba. En aquellos días rara vez lo hacía. Llevaban seis meses de casados y ella todavía tenía timidez ante los amigos de Alex, de modo que, a veces, en un grupo, se aferraba y se pegaba a su brazo. Como ella era diez años menor, a él la cosa no le había importado. La timidez de Celia, al comienzo, había sido uno de los motivos de que se enamorara de ella, y estaba orgulloso de que se apoyara tanto en él. Sólo mucho después, cuando ella siguió siendo apocada e insegura -tontamente, según le pareció a él- su impaciencia afloró a la superficie y finalmente se enojó.
¡Qué poco, qué trágicamente poco había comprendido! Con una mayor percepción podría haberse dado cuenta de que el origen de Celia antes de que se conocieran, era totalmente diferente al suyo y que nada la preparaba para la activa vida social y doméstica que él aceptaba como cosa corriente. Todo era nuevo y sorprendente para Celia, alarmante a veces. Era hija única de unos padres muy recluidos, de medios modestos, había sido educada en un convento, nunca había conocido la promiscua licencia de la vida universitaria. Antes de conocer a Alex, Celia no había tenido responsabilidades, su experiencia social era nula. El matrimonio aumentó su nerviosismo natural; al mismo tiempo las dudas sobre sí misma y las tensiones crecieron hasta que, finalmente -como explicaban los psiquiatras- el peso de la responsabilidad ante el fracaso soltó algo en su mente. Con intuición, Alex se culpó a sí mismo. Hubiera podido, según creyó después, ayudar muy fácilmente a Celia, hubiera podido aconsejarla, aflorar las tensiones, darle seguridad. Pero, cuando más había importado, no lo había hecho. Había sido descuidado, ambicioso… había estado muy ocupado… muy distraído.
– Por eso la representación de la semana pasada, Celia, me hizo lamentar que no la viéramos juntos…
Lo cierto es que había visto Coppelia con Margot, a quien hacía ya un año y medio que conocía, que llenaba celosamente en su vida el hueco tanto tiempo vacío. Margot o alguna otra era necesaria para que él -un hombre de carne y hueso- no se convirtiera también en un enfermo mental, se había dicho Alex a veces. ¿O era acaso una mentira de mala fe, para atenuar convenientemente la culpa?
De todos modos, éste no era ni el momento ni el lugar para introducir el nombre de Margot.
– Ah, ¿sabes, Celia? Hace poco vi a los Harrington. ¿Te acuerdas de John y Elise? Me dicen que han estado en Escandinavia, para visitar a los padres de Elise.
– Sí -dijo Celia, sin tono.
No se había movido de la posición acurrucada, pero evidentemente escuchaba, y él siguió hablando, usando sólo la mitad de la mente, mientras la otra mitad preguntaba: «¿Cómo pudo suceder? ¿Por qué?»
– Últimamente hemos tenido mucho trabajo en el banco, Celia…
Uno de los motivos, suponía, había sido su preocupación por el trabajo, las largas horas en las cuales -a medida que se deterioraba el matrimonio- había dejado sola a Celia. Esto había sucedido, ahora lo sabía, cuando ella más lo había necesitado. Tal como estaban las cosas, Celia había aceptado sus ausencias sin quejarse, pero se había vuelto más reservada y tímida, sumergiéndose en los libros, o mirando interminablemente las plantas y las flores, como si pudiera verlas crecer, aunque, ocasionalmente -como contraste y sin motivo aparente- se ponía animada, hablaba incesantemente y a veces con incoherencia. En aquellos períodos Celia parecía tener una energía excepcional. Luego, con igual brusquedad, la energía desaparecía, y se quedaba nuevamente deprimida y decaída. Y mientras tanto, su compañerismo disminuía.
Fue durante todo ese tiempo -la idea le avergonzaba ahora- cuando sugirió que se divorciaran. Celia había parecido trastornada y él había dejado caer la sugerencia, esperando que las cosas mejoraran, pero no mejoraron.
Sólo al fin, cuando se le ocurrió casualmente que Celia podía necesitar un psiquiatra, y cuando lo había buscado, se reveló la verdad de la enfermedad. Por un momento la angustia y la preocupación reavivaron su amor. Pero, para entonces, era demasiado tarde.
A veces reflexionaba: tal vez siempre había sido tarde. Quizá ni una mayor bondad, ni la comprensión hubieran servido. Pero nunca iba a saberlo. Nunca podría albergar la convicción de haber hecho todo lo posible y, a causa de esto, nunca podría librarse de la culpa que le perseguía.
– Todo el mundo parece pensar sólo en el dinero… en gastarlo, pedir prestado, prestarlo a su vez, aunque me parece que no es tan raro y que los bancos están para eso. Con todo, ayer pasó algo triste. Ben Rosselli, nuestro presidente, nos dijo que se está muriendo. Convocó a una reunión y…
Alex prosiguió describiendo la escena en la sala del Directorio y las reacciones posteriores. Después se interrumpió de golpe.
Celia había empezado a temblar. Su cuerpo se bamboleaba a un lado y a otro. Un lamento, casi un gemido, escapó de ella.
¿Acaso la mención del banco le había hecho daño…? El banco, al que había consagrado sus energías, ampliando el abismo entre ellos. Entonces había sido otro banco, el Federal Reserve, pero, para Celia, todos los bancos eran iguales. ¿O acaso era su referencia a la muerte de Ben Rosselli?
Ben Rosselli iba a morir pronto. ¿Cuántos años faltarían para que muriera Celia? Muchos, quizás.
Alex pensó: fácilmente podía sobrevivirlo, seguir viviendo así.
¡Parecía un animal!
Su piedad se evaporó. La rabia se apoderó de él; la impaciencia furiosa que había echado a perder su matrimonio.
– ¡Por el amor de Dios, Celia, domínate!
Los temblores y los gemidos continuaron.
La odiaba. Ya no era un ser humano y, sin embargo, seguía siendo el estorbo para que él pudiera llevar una vida plena.
Poniéndose de pie, Alex apretó salvajemente un timbre en la pared, pidiendo ayuda. En el mismo movimiento dio una zancada hacia la puerta para irse.
Y se volvió a mirar. A Celia, su mujer, a la que antes había amado, a lo que se había convertido; al abismo entre ellos, que nunca podría zanjarse. Se detuvo y lloró.
Lloró por piedad, tristeza, culpa; y apaciguándose su ira momentánea, el odio se desvaneció.
Volvió al diván y, poniéndose de rodillas ante ella, suplicó:
– Celia, perdóname, oh, por Dios, perdóname…
Sintió una mano que se apoyaba suavemente en su hombro, oyó la voz de la enfermera.
– Míster Vandervoort, creo que es mejor que se vaya.
– ¿Agua o soda, Alex?
– Soda.
El doctor McCartney sacó una botella de una pequeña nevera en su sala de consultas y usó un destapador para abrirla. La vertió en un vaso que ya contenía una generosa cantidad de whisky, y añadió hielo. Llevó el vaso a Alex, después sirvió el resto de la soda, sin whisky, para él.
Para ser un hombre tan grande -Tim McCartney tenía un metro ochenta y cinco, el pecho y los hombros de un jugador de rugby, y unas manos enormes- sus movimientos eran notablemente hábiles. Aunque el director era joven, a mitad de la treintena, calculaba Alex, su voz y sus maneras parecían de una persona de más edad, y su pelo castaño peinado hacia atrás empezaba a ponerse gris en las sienes. Probablemente debido a muchas sesiones como esta, pensó Alex. Sorbió agradecido el whisky.
El cuarto de paneles estaba suavemente iluminado, los tonos de color eran más apagados que en los corredores y otras habitaciones. Estanterías de libros y cremalleras para diarios llenaban la pared, donde se destacaban las obras de Freud, Adler, Jung y Rogers.
Alex estaba todavía trastornado como resultado de su encuentro con Celia y, sin embargo, de alguna manera, el horror de haberla visto en esa forma parecía irreal.
El doctor McCartney volvió a la silla junto a su escritorio y la hizo girar para ponerse de cara al sofá donde Alex estaba sentado.
– Primero debo decirle que el diagnóstico general de su mujer sigue siendo el mismo… esquizofrenia de tipo catatónico. Recordará que hemos discutido ya el caso.
– Recuerdo toda la palabrería, así es.
– Procuraré ahorrársela ahora.
Alex hizo girar el hielo en su vaso y bebió de nuevo; el whisky le animó.
– Hábleme de la actual condición de Celia.
– Le resultará difícil aceptarlo, pero su mujer, pese a lo que parece, es relativamente feliz.
– Sí -dijo Alex-, me resulta difícil creerlo.
El psiquiatra insistió con paciencia:
– La felicidad es relativa para todos nosotros. Lo que Celia tiene es una seguridad de cierto tipo, una total ausencia de responsabilidad o de la necesidad de relacionarse con otros. Puede sumergirse en sí misma en la medida que quiera, o necesite. La postura física que ha estado tomando últimamente, y que usted ha visto, es la clásica posición fetal. La consuela asumirla aunque, para su bien físico, procuramos disuadirla de que lo haga, cuando podemos.
– Que se consuele o no -dijo Alex- la verdad es que, después de haber tenido durante cuatro años el mejor tratamiento posible, la condición de mí mujer sigue empeorando -miró directamente al otro- ¿Tengo o no tengo razón?
– Desgraciadamente la tiene.
– ¿Hay alguna posibilidad razonable de que se cure, alguna vez, para que pueda llevar una vida normal… o casi normal?
– En la medicina siempre hay posibilidades.
– He dicho una posibilidad razonable….
El doctor McCartney suspiró y movió la cabeza.
– No.
– Gracias por una respuesta tan directa… -Alex hizo una pausa, después prosiguió-: Tal como lo entiendo Celia se ha vuelto… creo que la palabra es «institucionalizada». Se ha apartado de la raza humana. Ni conoce ni le importa nada fuera de sí misma.
– Tiene razón en eso de que está «institucionalizada» -dijo el psiquiatra- pero se equivoca en cuanto al resto. Su mujer no se ha alienado del todo, por lo menos por el momento. Todavía se da un poco cuenta de lo que pasa a su alrededor. También sabe que tiene un marido, y hemos hablado de usted. Pero cree que usted es perfectamente capaz de arreglárselas sin ayuda de ella.
– Entonces: ¿no se preocupa por mí?
– En general, no.
– ¿Qué sentiría si supiera que su marido se ha divorciado y se ha vuelto a casar?
El doctor McCarthey vaciló, después dijo:
– Representaría un derrumbamiento total del escaso contacto exterior que todavía conserva. Puede llevarla al borde de un estado totalmente demente.
En el silencio que siguió Alex se inclinó hacia adelante, cubriéndose la cara con las manos. Después las retiró. Levantó la cabeza. Con una huella de angustia, dijo:
– Si pide una respuesta directa, se la daré.
El psiquiatra asintió, con expresión grave.
– Le hago un elogio, Alex, al suponer que habla usted en serio. No sería tan sincero con otra persona. También, debo añadir, puedo estar equivocado.
– Tim: ¿qué recurso me queda?
– ¿Es retórica o una pregunta?
– Es una pregunta. Puede anotarla en mi cuenta.
– No habrá cuenta esta noche -el joven médico sonrió brevemente, después meditó-. Me ha preguntado: ¿qué recurso le queda a un hombre en una circunstancia como la suya? Bueno, primero debe hacer todo lo que pueda… como usted lo ha hecho. Después debe tomar decisiones basadas en lo que considera justo y mejor para todos, incluso para sí mismo. Pero, para decidirse, debe recordar dos cosas: una es que, si es un hombre decente, sus propios sentimientos de culpa estarán probablemente exagerados a causa de una conciencia bien desarrollada, que tiene la costumbre de castigarse a sí misma más de lo que es necesario. La otra es que pocas personas pueden llegar a la santidad; la mayoría de nosotros no ha nacido equipado para ello.
Alex preguntó:
– ¿No quiere ir más lejos? ¿No quiere ser más explícito?
El doctor McCartney movió la cabeza.
– La decisión sólo usted puede tomarla. Tras dar unos pasos, los dos debemos marchar solos.
El psiquiatra miró su reloj y se levantó de la silla. Unos momentos después se dieron la mano y se desearon las buenas noches.
Fuera del Remedial Center la limousine y el chófer de Alex -el motor del coche estaba en marcha, el interior era caliente y cómodo- esperaban.
– No cabe duda -declaró Margot Bracken- que todo es una colección de sucias argucias y malditas mentiras.
Miraba, con los codos hacia afuera, las manos en su delgada cintura, la cabeza pequeña y resuelta echada hacia atrás. Era provocativa físicamente, pensó Alex Vandervoort, «una pequeña preciosidad», con agradables rasgos agudos, un mentón saliente y agresivo, labios delgados, aunque la boca fuera totalmente sensual. Los ojos de Margot eran su mejor rasgo: eran grandes, verdes, moteados de oro, con pestañas largas y tupidas. En ese momento los ojos llameaban. Su rabia y su decisión lo conmovieron sensualmente.
El motivo de la censura de Margot eran las pruebas de anuncios para las tarjetas claves de crédito, que Alex había traído a casa desde el FMA, y que estaban extendidas ahora sobre la alfombra de la sala del apartamento. La presencia y la vitalidad de Margot eran también un contraste necesario para lo que Alex había soportado hacia unas horas.
Le dijo:
– Se me ocurre, Bracken, que no te gusta el tema de los anuncios.
– ¿Que no me gustan? ¡Los desprecio!
– ¿Por qué?
Ella echó hacia atrás su largo pelo castaño en un gesto familiar aunque inconsciente. Hacía una hora Margot había tirado lejos los zapatos y ahora estaba, en toda su estatura de un metro cincuenta y ocho, calzada sólo con medias.
– Está bien, mira eso… -señaló el anuncio que decía: ¿PARA QUE ESPERAR? HOY PUEDE PAGARSE EL SUEÑO DE MAÑANA… No es más que una indecente porquería… una agresiva, intensa manera de vender deudas… hecha para atrapar a los incautos. El sueño de mañana, para todos, será sin duda costoso. Por eso es un sueño. Y nadie puede pagárselo a menos que tenga ahora el dinero… o la certeza de tenerlo rápidamente.
– ¿No te parece que es la gente quien debe decidir eso por sí misma?
– ¡No!… No la gente en la que vais a influir con una propaganda pervertida, la gente en la que tratáis de influir. Es la gente no sofisticada, esa que se convence fácilmente, los que creen que es verdad lo que ven impreso. Yo sé. Tengo muchos clientes como esos en mi trabajo de abogado. En el trabajo que no cobro.
– Tal vez no sea ésa la clase de gente que tiene nuestras tarjetas clave.
– ¡Caramba, Alex, sabes que no dices la verdad! La gente más increíble tiene ahora tarjetas de crédito, porque vosotros la habéis empujado a ello. Lo único que no habéis hecho es distribuir tarjetas en las esquinas, y no me sorprendería que empezarais pronto.
Alex hizo una mueca. Disfrutaba de aquellos debates con Margot, y atizaba el fuego.
– Le diré a nuestra gente que piense el asunto, Bracken.
– Lo que me gustaría que pensara la gente es en ese tímido dieciocho por ciento de interés que cobran todas las tarjetas de crédito bancario.
– Ya hemos discutido eso.
– Sí, ya lo sé. Y nunca me has dado una explicación satisfactoria.
Él replicó con agudeza:
– Tal vez no has escuchado… -que la discusión fuera divertida o no, Margot sabía cómo metérsele bajo la piel. A veces las discusiones terminaban en peleas.
– Te he dicho que las tarjetas de crédito son mercancía de consumo empaquetada, que ofrecen un amplio margen de servicios -insistió Alex con vehemencia-. Si sumas atentamente todos esos servicios, nuestro promedio de interés no te parecerá sin duda demasiado excesivo.
– ¡Al diablo si es excesivo para quien tiene que pagarlo!
– Nadie tiene que pagar. Porque nadie tiene que pedir prestado.
– Te oigo. No necesitas gritar.
– Bien.
Tomó aliento, decidido a que la discusión no se le escapara de las manos. Además, al discutir con Margot algunos puntos de vista sobre economía, política y demás, aunque las ideas de ella estaban fuera de centro, él descubría que su propio pensamiento era ayudado por la rectitud de ella y su nítida mente de abogado. El trabajo de Margot también le proporcionaba contactos de los que él carecía directamente… entre los pobres y no privilegiados de la ciudad, para quienes realizaba ella la mayoría de sus trabajos legales.
Preguntó:
– ¿Otro coñac?
Ella contestó:
– Sí, por favor.
Era cerca de medianoche. Un fuego de leña, que había ardido poco antes, se consumía ahora en brasas en la chimenea del cómodo cuarto del pequeño y suntuoso apartamento de soltero.
Hacía una hora y media habían comido ahí, tarde, unas viandas servidas por un restaurante de la planta baja del edificio. Un Burdeos excelente -elegido por Alex, un Château Gruaud Larose '66- había acompañado la comida.
Fuera de la zona en la que habían sido desplegados los anuncios de las tarjetas de crédito, las luces del apartamento estaban bajas.
Cuando volvió a llenar las copas de coñac, Alex reanudó la discusión.
– Cuando la gente paga al recibir la cuenta de las tarjetas de crédito no se les cobra interés.
– Quieres decir si pagan todo de una vez.
– Así es.
– Pero ¿cuántos lo hacen? La mayoría de los usuarios de las tarjetas de crédito paga ese «balance mínimo» conveniente, que se muestra en los informes, ¿no?
– Muchos pagan ese mínimo, es verdad.
– Y los demás les queda como deuda… que es lo que realmente vosotros, los banqueros, queréis que suceda. ¿Es verdad o no?
Alex concedió:
– Sí, es verdad. Pero los bancos tienen que obtener beneficios de alguna manera.
– A veces me paso las noches en vela -dijo Margot- preocupada con la idea de que los bancos no ganan lo suficiente.
Él rió y ella siguió, seriamente:
– Oye, Alex, millares de personas que no deberían tenerlas están apilando deudas a largo plazo por el uso de las tarjetas de crédito. A veces es para pagar trivialidades… cosas de almacén, discos, juegos de porcelana, libros, comidas, otras cosas menores; en parte lo hacen por desconocimiento y, en parte, porque el crédito en pequeñas cantidades es ridículamente fácil de obtener. Y esas pequeñas cantidades, que deberían pagarse al contado, se suman y estropean las deudas, cargando a la gente imprudente durante años y años.
Alex ahuecó las manos en la copa de coñac para calentarlo, bebió, después se levantó y echó un nuevo leño en el fuego. Protestó:
– Te preocupas demasiado y el problema no es tan grave.
Sin embargo, tuvo que reconocer que algo de lo que Margot decía tenía sentido. En el pasado -como decía una vieja canción- los mineros «debían su alma al almacén de la compañía», y, ahora, una nueva forma de deuda crónica había surgido, la que hipotecaba ingenuamente la vida futura y la renta «a un amistoso banco de la vecindad». Uno de los motivos era que las tarjetas de crédito habían reemplazado, en buena medida, a los pequeños préstamos. Antes los individuos eran disuadidos de pedir un préstamo excesivo, pero ahora decidían por sí mismos… con frecuencia poco sabiamente. Algunos observadores, sabía Alex, creían que el sistema había degradado la moral norteamericana.
Lógicamente, el sistema de tarjetas de crédito era mucho más barato para un banco; también un pequeño cliente de préstamos, que pedía por medio de las tarjetas de crédito, pagaba más interés sustancial que en un préstamo convencional. El total del interés que el banco recibía era con frecuencia del 24 %, ya que los comerciantes que aceptaban las tarjetas de crédito pagaban adicionalmente entre el 2 % y el 6 %. Por estos motivos, bancos como el FMA confiaban en las tarjetas de crédito para aumentar sus beneficios, e iban a seguir haciéndolo en el futuro. Es verdad que las pérdidas iniciales en todos los planes del sistema de tarjetas de crédito habían sido sustanciales; como decían los banqueros, «nos dieron un baño». Pero los mismos banqueros estaban convencidos de que se acercaba la bonanza, y que ésta sobrepasaría en beneficios a la mayor parte de los negocios bancarios.
Otra cosa que los banqueros habían comprendido es que las tarjetas de crédito eran una estación necesaria en el camino para el Sistema Electrónico de Transferencia de Fondos, el SETF, que, dentro de una década y media, iba a reemplazar la presente avalancha de papel moneda y convertir los cheques existentes y las libretas de banco en algo tan pasado de moda como un Ford modelo T.
– Basta ya -dijo Margot-, empezamos a parecemos a dos accionistas en una reunión… -se le acercó y le besó profundamente en los labios.
El calor de la discusión unos momentos antes ya le había excitado, como sucedía siempre cuando discutía con Margot. Su primer encuentro se había iniciado de esa manera. A veces parecía que, cuanto más enojados se ponían, más crecía la pasión física del uno por el otro. Después de un rato murmuró:
– Declaro levantada la reunión de accionistas.
– Bueno… -Margot se apartó y lo miró con travesura-. La verdad es que hay un asunto sin terminar, querido… ese asunto de los anuncios. ¿Realmente vas a dejar que lleguen al público tal como están?
– No -dijo él-, creo que no lo haré.
La publicidad de las tarjetas clave era fuerte… demasiado fuerte, y él iba a usar su autoridad de veto a la mañana siguiente. Comprendió que, de todos modos, ya lo había decidido. Margot no había hecho más que confirmar su opinión de la tarde.
El nuevo tronco que había añadido al fuego se encendió y empezó a crepitar. Se sentaron en la alfombra ante la chimenea, saboreando su calor, viendo surgir las lenguas de las llamas.
Margot apoyó la cabeza en el hombro de Alex. Dijo con dulzura:
– Para ser un aburrido traficante de oro no estás tan mal.
Él la rodeó con el brazo.
– Te quiero, Alex.
– Yo también te quiero, Bracken.
– ¿En serio? ¿De verdad? ¿Por tu honor de banquero?
– Lo juro por la tasa preferencial.
– Entonces ámame ahora -empezó a desvestirse.
Él murmuró divertido:
– ¿Aquí?
– ¿Por qué no?
Alex suspiró dichoso. Realmente, ¿por qué no?
Después experimentó un sentimiento de alivio y dicha, en contraste con la angustia del día.
Y, todavía más tarde, quedaron abrazados, compartiendo el calor de sus cuerpos y del fuego. Finalmente Margot se movió.
– Lo he dicho antes y lo repito: eres un amante delicioso.
– Y tú estás muy bien, Bracken… -después preguntó: ¿Vas a quedarte esta noche?
Lo hacía con frecuencia, y Alex también se quedaba en el apartamento de Margot. A veces parecía tonto mantener las dos casas, pero él demoraba el momento de unirlas, porque primero quería casarse con Margot, si era posible.
– Me quedaré un rato -dijo ella- pero no toda la noche. Mañana tengo que ir temprano al tribunal.
Las apariciones de Margot ante los tribunales eran frecuentes y, tras uno de estos casos, se habían conocido, hacía año y medio. Poco después de su primer encuentro, Margot había defendido a media docena de manifestantes que habían chocado con la policía durante una protesta en favor de la total amnistía para los desertores de la guerra del Vietnam. Su animosa defensa, no sólo de los manifestantes sino de su causa, llamó mucho la atención. Y también su triunfo… con retiro de todos los cargos… al terminar el juicio.
Pocos días después, en un mezclado cocktail dado por Edwina D'Orsey y su marido, Lewis, Margot había sido rodeada por admiradores y críticos. Había ido sola a la fiesta. Lo mismo le había pasado a Alex, que había oído hablar de Margot, aunque sólo más tarde se enteró de que era prima hermana de Edwina. Mientras bebían el excelente Schramsberg de los D'Orsey, él la había escuchado un rato, después había unido sus fuerzas a las de los críticos. Luego otros se apartaron, dejando la discusión en manos de Alex y de Margot, preparados como gladiadores verbales.
En un momento Margot había preguntado:
– ¿Y quién demonios es usted?
– Un norteamericano corriente, que cree que, en las cosas militares, la disciplina es necesaria.
– ¿Incluso en una guerra inmoral como la del Vietnam?
– Un soldado no puede decidir moralmente. Opera bajo órdenes. La alternativa es el caos.
– Sea usted quien sea, está hablando como un nazi. Después de la Segunda Guerra Mundial hemos ejecutado a alemanes que defendían eso.
– La situación era totalmente diferente.
– No hay nada diferente. En los juicios de Nuremberg los aliados insistieron en que los alemanes debían haber actuado a conciencia y haberse negado a cumplir las órdenes. Es exactamente lo que los desertores del Vietnam están haciendo.
– El ejército norteamericano no está exterminando judíos.
– No, nada más que aldeanos. En My Lai y en todas partes.
– Ninguna guerra es limpia.
– Pero la del Vietnam es más sucia que la mayoría. Del comandante en jefe para abajo. Y por esto tantos jóvenes norteamericanos, que tienen un coraje especial, han obedecido a sus conciencias y han rehusado participar en ella.
– No conseguirán la amnistía incondicional.
– La conseguirán y, cuando gane la decencia, la tendrán.
Seguían discutiendo ferozmente cuando Edwina los separó e hizo las presentaciones. Después ellos continuaron discutiendo, y no habían terminado cuando Alex llevó a Margot en su coche, hasta su apartamento. Allí, en un momento, casi se dieron de golpes, pero, de pronto, descubrieron que el deseo físico anulaba todo lo demás e hicieron el amor excitadamente, con pasión, hasta quedar agotados, sabiendo ya que algo nuevo y vital acababa de penetrar en las vidas de ambos.
Como consecuencia, Alex cambió sus ideas, en un momento tan fuertes. Meses después vio, del mismo modo que otros moderados desilusionados, la hueca burla de la «paz con honor» de Nixon. Y todavía más adelante, cuando empezó a descubrirse lo de Watergate y otras infamias, se hizo claro que los que estaban en los más altos niveles del gobierno, y que habían decretado «No hay amnistía», eran culpables, de lejos, de más villanías que los desertores del Vietnam.
Y había habido otras ocasiones, a partir de la primera, en la que los argumentos de Margot habían cambiado o ampliado sus ideas.
Ahora, en el único dormitorio del apartamento, ella eligió un camisón en un cajón que Alex había dejado para su uso exclusivo. Tras ponérselo, Margot apagó las luces.
Quedaron echados en silencio, en cómoda compañía, en el cuarto oscuro. Después Margot dijo:
– Hoy has visto a Celia, ¿verdad?
Sorprendido, él se volvió hacia ella.
– ¿Cómo lo sabes?
– Se te nota. Es duro para ti… -preguntó-: ¿Quieres hablar de eso?
– Sí -dijo él-, creo que sí.
– Sigues echándote la culpa, ¿verdad?
– Sí -le contó la entrevista con Celia, la conversación con el doctor McCartney y la opinión del psiquiatra sobre el probable efecto que tendría para Celia el divorcio y su nuevo matrimonio.
Margot dijo con énfasis:
– Entonces no debes divorciarte de ella.
– Si no lo hago -dijo Alex- no podrá haber nada permanente entre tú y yo.
– ¡Claro que lo habrá! Te he dicho hace tiempo que puede ser tan permanente como nos dé la gana a los dos. El matrimonio ya no es permanente. ¿Quién cree realmente hoy en día en el matrimonio, excepto algunos viejos obispos?
– Yo creo -dijo Alex-. Por eso lo quiero para nosotros.
– Entonces hagámoslo… a nuestra manera. Lo que no necesito, querido, es un pedazo de papel legal diciendo que estoy casada, porque estoy demasiado acostumbrada a los papeles legales para que me impresionen mucho. Ya he dicho que viviré contigo… contenta y amorosamente. Pero no quiero tener sobre la conciencia, y no quiero que tú tampoco cargues sobre la tuya, con la responsabilidad de arrojar el poco juicio que le queda a Celia a un pozo sin fondo.
– Ya lo sé, ya lo sé. Todo lo que dices tiene sentido… -pero su respuesta carecía de convicción.
Ella le aseguró, con suavidad:
– Soy más feliz con lo que tenemos de lo que nunca he sido en toda mi vida. Eres tú, no yo, quien desea más.
Alex suspiró y, poco después, quedó dormido.
Cuando tuvo la certeza de que él dormía profundamente, Margot se vistió, besó ligeramente a Alex, y salió del apartamento.
Alex Vandervoort durmió solo parte de la noche, pero Roscoe Heyward durmió enteramente solo.
Aunque todavía no.
Heyward estaba en su casa, en su serpenteante propiedad de tres pisos en las afueras de Shaker Heights. Estaba sentado ante el escritorio con cubierta de cuero, con unos papeles tendidos ante él, en el pequeño y apaciblemente amueblado cuarto que le servía de despacho.
Su mujer, Beatrice, había subido a acostarse hacía casi dos horas, cerrando la puerta de su dormitorio como siempre desde hacía doce años, cuando, por consentimiento mutuo, decidieron dormir en cuartos separados.
El hecho de que Beatrice pasara el cerrojo de la puerta, aunque fuera característicamente imperioso, nunca había ofendido a Heyward. Mucho antes del acuerdo de separación sus ejercicios sexuales se habían vuelto más y más escasos, hasta terminar casi en nada.
En gran parte, suponía Heyward, cuando pensaba en ello, la terminación del contacto sexual entre ellos había sido elección de Beatrice. Incluso en los primeros años de matrimonio ella había establecido claramente su desagrado mental por los tanteos y resoplidos de él, aunque su cuerpo los pidiera a veces. Tarde o temprano, había insinuado ella, su poderosa mente iba a dominar aquella necesidad más bien asqueante, y finalmente lo había logrado.
Una o dos veces, en momentos de capricho, se le había ocurrido a Heyward que su único hijo, Elmer, reflejaba la actitud de Beatrice hacia su concepción y nacimiento: había sido una ofensiva, no querida invasión de la intimidad de su cuerpo. Elmer, que casi tenía ahora treinta años y era contador público irradiaba desaprobación casi contra todo, marchaba por la vida como si llevara el pulgar y el índice tapándose la nariz, para defenderla del mal olor. Incluso Roscoe Heyward encontraba que, a veces, Elmer se pasaba.
En cuanto a Heyward, había aceptado sin quejas la privación sexual, en parte porque, hacía doce años, estaba en un punto en el cual el sexo era algo que podía tomar o dejar y, en parte, porque por entonces, su ambición en el banco se había convertido en la principal fuerza que le impulsaba. Así, como una máquina que cae en desuso, sus urgencias sexuales se desvanecieron. Hoy en día revivían sólo raramente -e incluso con mucha suavidad-, para recordarle con cierta tristeza una parte de su vida sobre la que el telón había caído demasiado pronto.
Pero en otros sentidos, reconocía Heyward, Beatrice había sido muy conveniente para él. Descendía de una impecable familia de Boston, y, en su juventud, había sido «presentada» adecuadamente en sociedad. Había sido en el baile de presentación, al que el joven Roscoe había asistido con frac y guantes blancos, y donde había permanecido tieso como un palo, donde habían sido formalmente presentados. Después tuvieron citas acompañados por algún chaperon, al que siguió un conveniente período de compromiso, y se casaron a los dos años de conocerse. A la boda, que todavía Heyward recordaba con orgullo, había asistido lo «mejor de lo mejor» de la sociedad de Boston.
Entonces, como ahora, Beatrice había compartido las opiniones de Roscoe sobre la importancia de la posición social y la respetabilidad. Había cumplido con ambas cosas sirviendo largo tiempo a la Asociación de Hijas de la Revolución Norteamericana, donde era ahora secretaria general de actas. Roscoe estaba orgulloso de esto, y se deleitaba con los prestigiosos contactos sociales que acarreaba. Sólo había una cosa de la que había carecido Beatrice y su ilustre familia: dinero. En aquel momento, como muchas veces antes, Roscoe Heyward hubiera deseado fervientemente que su mujer fuera una heredera.
El mayor problema de Roscoe y Beatrice había sido siempre arreglárselas para vivir con su salario del banco.
Este año, como lo demostraban las cifras en las que había trabajado esta noche, los gastos de los Heyward sustancialmente excedían sus entradas. El próximo abril tendría que pedir prestado para pagar el impuesto sobre la renta, como se había visto forzado a hacerlo el año pasado y el anterior. También había pasado lo mismo otros años, aunque en algunos había tenido suerte con las inversiones.
Mucha gente con rentas más pequeñas hubiera puesto cara de desconfianza ante la idea de que un vicepresidente ejecutivo, con 65 000 dólares anuales de salario, no tuviera bastante para vivir, e incluso para ahorrar. Pero, con los Heyward, no sucedía eso.
Para empezar, el impuesto sobre la renta cortaba más de un tercio de la gran cantidad. Después, una primera y segunda hipoteca de la casa requerían pagos de 16 000 dólares anuales, en tanto que los impuestos municipales consumían 2500 dólares. Esto dejaba 23 000 dólares, o sea en términos generales unos 450 dólares semanales, para todos los gastos, incluidos las reparaciones, los seguros, la comida, el vestido, un coche para Beatrice (el banco suministraba a Roscoe un coche con chófer cuando lo necesitaba), una cocinera-ama de llaves, donaciones de caridad, y un increíble despliegue de pequeños detalles que se añadían a una suma depresivamente grande.
La casa, según comprendía siempre Heyward en momentos como este, era una seria extravagancia. Desde el principio había demostrado ser mucho más grande de lo que necesitaban, incluso cuando Elmer estaba allí, cosa que no sucedía ahora. Vandervoort, que tenía el mismo salario, era de lejos mucho más sabio al vivir en un apartamento y pagar alquiler, pero Beatrice, que amaba la casa por su tamaño y prestigio, no quería oír hablar de esto, ni Roscoe iba a pretenderlo.
Como resultado tenían que encogerse por algún lado, proceso que, a veces, Beatrice se negaba a reconocer, considerando que ella debía tener dinero y que, por lo tanto, preocuparse por esto, era un caso de lèse majesté. Su actitud se reflejaba de innumerables maneras en la casa. Nunca usaba dos veces una servilleta de hilo; sucia o no, debía ser lavada después de cada servicio. Lo mismo sucedía con las toallas, de manera que las cuentas de lavandería y planchado eran altas. Hacía de cuando en cuando llamadas a larga distancia, y rara vez se dignaba apagar las luces. Unos momentos antes Heyward había ido a la cocina a buscar un vaso de leche y, aunque hacía dos horas que Beatrice estaba acostada, todas las luces de la escalera estaban encendidas. Las apagó irritado.
Sin embargo, pese a todas las actitudes de Beatrice, los hechos eran los hechos, y había cosas que, sencillamente, no podían permitirse. Un ejemplo eran las vacaciones: hacía dos años que los Heyward no las tomaban. El verano pasado Roscoe había dicho a sus colegas del banco: «Estábamos planeando un crucero por el Mediterráneo, pero decidimos, finalmente, que era mejor quedarse en casa».
Otra realidad incómoda era que virtualmente carecían de ahorros -sólo algunas acciones del FMA-, que probablemente tendrían que ser vendidas muy pronto, aunque el producto no bastara para colmar el déficit del último año.
Esta noche la única conclusión a la que había llegado Heyward era que, después de pedir prestado, debían mantener inmóvil la línea de gastos, dentro de lo que se pudiera, esperando una mejora financiera dentro de poco tiempo.
– Y habría una -satisfactoriamente amplia- si se convertía en presidente del FMA.
En el First Mercantile American, como en la mayoría de los bancos, existía una amplia diferencia en el salario entre la presidencia y los funcionarios inmediatos. Como presidente, Ben Rosselli había estado cobrando 130 000 dólares anuales. Era casi una certidumbre que su sucesor iba a recibir la misma cantidad.
Si esto sucedía para Roscoe Heyward, la cosa significaba doblar inmediatamente su salario actual. Incluso con impuestos más elevados, lo que iba a quedarle eliminaría todos los problemas presentes.
Dejando a un lado los papeles empezó a soñar en esto, un sueño que se prolongó toda la noche.
Viernes por la mañana.
En su pent-house en el elegante Cayman Manor, un barrio alto residencial situado a uno o dos kilómetros de la ciudad, Edwina y Lewis D'Orsey desayunaban.
Habían pasado tres días desde el dramático anuncio de Ben Rosselli sobre su próxima muerte, y dos días desde el descubrimiento de una fuerte pérdida en la sucursal principal del First Mercantile American. De los hechos, la pérdida del dinero -por lo menos en ese momento- era el que preocupaba más a Edwina.
Desde el miércoles por la tarde no se había descubierto nada nuevo. Todo el día de ayer, con precisión matemática, dos agentes especiales habían interrogado intensamente a los empleados de la sucursal pero sin resultado tangible. Se sospechaba de la cajera directamente involucrada, Juanita Núñez; aunque no había reconocido nada, seguía insistiendo en que era inocente y rehusaba someterse a un detector de mentiras.
La negativa había aumentado las sospechas generales de culpabilidad, pero, como dijo uno de los hombres del FBI a Edwina: «Podemos sospechar todo lo que queremos de ella, y sospechamos, pero no tenemos ni la punta de un alfiler como prueba. En cuanto al dinero, incluso en el caso de que esté escondido en casa de ella, necesitaríamos alguna evidencia sólida antes de poder conseguir un permiso de registro. Y no tenemos prueba alguna. Naturalmente, seguiremos vigilándola, pero no es el tipo de caso en que el FBI puede mantener una vigilancia total.»
Los agentes del FBI iban a estar hoy nuevamente en la sucursal, aunque daba la impresión de que no podían hacer mucho.
Pero lo que el banco podía e iba a hacer era terminar con el empleo de Juanita. Edwina sabía que hoy debía despedir a la muchacha.
Aunque era un final decepcionante, poco satisfactorio.
Edwina prestó atención al desayuno: huevos ligeramente revueltos y muffins ingleses, tostados, que había servido la criada unos momentos antes.
Al otro lado de la mesa, Lewis, oculto detrás del «Wall Street Journal» gruñía como de costumbre sobre las últimas locuras de Washington, donde un subsecretario del Tesoro había declarado ante un comité del Senado que Estados Unidos nunca más volvería al patrón oro. El secretario había hecho una cita keynesiana al describir el oro como «esa bárbara reliquia amarilla». El oro, afirmaba, estaba terminado como medio de intercambio internacional.
– ¡Dios mío! ¡Qué leproso ignorante! -lanzando chispas sobre sus gafas de media luna y aro de acero, Lewis D'Orsey tiró el diario al suelo, para que se uniera al «New York Times», al «Chicago Tribune» y al «Financial Times» de Londres del día anterior, que ya había recorrido totalmente. Estaba enfurecido con el funcionario del Tesoro:
– Cinco siglos después de que los tarados como él se hayan convertido en polvo, el oro seguirá siendo la única base sólida para el mundo del dinero y del valor. Con los imbéciles que tenemos en el poder no hay esperanza para nosotros, absolutamente ninguna.
Lewis tomó una taza de café, la levantó hasta su flaca y torva cara y la vació de golpe, después se limpió los labios con una servilleta de tela.
Edwina que había estado hojeando el «Christian Science Monitor», levantó la vista.
– Lástima que dentro de cinco siglos no puedas estar ahí para decir: «Ya lo había dicho yo».
Lewis era un hombre pequeño con un cuerpo como una rama, que le daba una apariencia frágil y de muerto de hambre, aunque no era ninguna de las dos cosas. Su cara estaba de acuerdo con su cuerpo y era flaca, casi cadavérica. Sus movimientos eran rápidos, su voz con frecuencia impaciente. A veces Lewis bromeaba sobre su físico insignificante. Golpeándose la frente, afirmaba:
– Lo que la naturaleza omitió en el cuerpo lo ha puesto aquí…
Y era verdad: incluso aquellos que le detestaban reconocían que tenía un cerebro notablemente ágil, particularmente cuando se aplicaba al dinero o a las finanzas.
Sus ataques matutinos rara vez preocupaban a Edwina. En primer lugar, tras catorce años de matrimonio, ella sabía que los ataques rara vez iban dirigidos contra ella; en segundo, sabía que Lewis se estaba preparando para una sesión matinal ante la máquina de escribir, donde iba a rugir como un Jeremías enfurecido y justiciero de acuerdo con el deseo de los lectores de su periódico quincenal financiero.
El periódico, altamente costoso y que daba el consejo financiero de Lewis D'Orsey para inversiones, tenía una lista exclusiva de suscriptores internacionales, y proporcionaba al editor a la vez un rico medio de vida y una lanza personal con la que aguijoneaba a los gobiernos, presidentes, primeros ministros y políticos cuando alguna de las acciones fiscales le desagradaban. Casi siempre era así.
Muchos financieros adheridos a las teorías modernas, incluidos algunos del First Mercantile American, detestaban el periódico noticioso de Lewis D'Orsey, tan independiente, ácido, mordiente, ultraconservador. Pero, en general, la mayoría de los entusiastas suscriptores de Lewis lo consideraban una combinación de Moisés y de Midas, en una generación de imbéciles financieros.
Y con buenos motivos, reconocía Edwina. Si hacer dinero era el objetivo principal de una vida, Lewis era un hombre seguro, a quien había que seguir. Lo había demostrado muchas veces, de manera casi mágica, con consejos que habían dado muy buenos resultados para los que los habían seguido.
El oro era un ejemplo. Mucho antes de que sucediera, y mientras otros se burlaban, Lewis D'Orsey había predicho un dramático aumento en el precio del mercado libre. También había urgido grandes compras de acciones de las minas de oro sudafricanas, en aquel momento a bajo precio. Desde entonces varios suscriptores del «D'Orsey Newsletter» habían escrito diciendo que eran millonarios, nada más que como resultado de haber seguido sus consejos.
Con igual premonición había previsto la serie de devaluaciones del dólar, y había aconsejado a sus lectores que pusieran todo el dinero en efectivo que tuvieran en otras monedas, principalmente en francos suizos y marcos alemanes, cosa que muchos hicieron… con grandes beneficios.
En el último número del «D'Orsey Newsletter», había escrito:
«El dólar norteamericano, que fuera una vez una moneda orgullosa y honrada, está moribundo, como la nación que representa. Financieramente, Norteamérica ha pasado el punto del que no vuelve. Gracias a una loca política fiscal, mal concebida por políticos incompetentes y corrompidos, que sólo piensan en sí mismos y en la reelección, vivimos en medio del desastre financiero, que sólo puede empeorar.
Como nuestros dirigentes son canallas e imbéciles y el dócil público permanece vacuamente indiferente, hay que decir que ya es hora de usar los botes salvavidas financieros: "Sálvese quien pueda".
Si tienen ustedes dólares, guárdenlos sólo para pagar un taxi, la comida y los sellos. Que sean suficientes nada más que para comprar un pasaje aéreo a alguna tierra más feliz.
Porque el inversor sabio será aquel que abandone los Estados Unidos, el que viva en el extranjero y deje la ciudadanía norteamericana. Oficialmente, el Código de Renta Interna, sección 877, dice que, si los ciudadanos norteamericanos renuncian a su nacionalidad para evitar los impuestos a la renta, y esto puede probarse, el deber de pagar el impuesto continúa. Pero, para los que saben, hay maneras de engañar al Código de la Renta. (Ver el "D'Orsey Newsletter" de julio del año pasado, sobre cómo hay que dejar de ser ciudadano norteamericano. Hay ejemplares disponibles por 16 dólares o 40 francos suizos cada uno).
Motivo para cambio de nacionalidad y escenario: el valor del dólar norteamericano continuará descendiendo, junto con la libertad fiscal norteamericana.
E incluso si usted no puede irse, mande su dinero a ultramar. Convierta sus dólares mientras pueda hacerlo (¡puede que no sea por mucho tiempo!) póngalos en marcos alemanes, francos suizos, guldens holandeses, chelines austríacos, krugerrands.
Después colóquelos fuera del alcance de los burócratas de Estados Unidos, en un banco europeo, preferiblemente uno suizo…»
Lewis D'Orsey había proclamado con trompeta variaciones sobre este tema desde hacía años. Su último editorial continuaba en el mismo tono y terminaba con un consejo concreto sobre inversiones recomendadas. Naturalmente ninguna estaba en moneda norteamericana. Otro tema que provocó la ira de Lewis había sido la venta de oro de la Tesorería de los Estados Unidos. Escribió: «En una generación más, cuando los norteamericanos despierten y comprendan que su patrimonio nacional fue vendido a precio de mercancía quemada para halagar la vanidad escolar de los teóricos de Washington, los responsables serán marcados como traidores y maldecidos por la historia».
Las observaciones de Lewis fueron ampliamente comentadas en Europa, pero ignoradas por Washington y la prensa norteamericana.
Ahora, en la mesa del desayuno, Edwina seguía leyendo el «Monitor». Había un informe de la cámara de diputados sobre una ley proponiendo cambios en los impuestos, lo que reduciría los descuentos depreciatorios a la propiedad. Aquello afectaría los préstamos hipotecarios en el banco, y Edwina preguntó a Lewis si creía posible que aquel proyecto se convirtiera en ley.
Él contestó crispado:
– Ninguna. Aunque lo aprueben los diputados, nunca pasará en el Senado. Ayer telefonee a un par de senadores. No la toman en serio.
Lewis tenía un extraordinario margen de amigos y de contactos -y éste era uno de los varios motivos de su éxito. Se mantenía también informado sobre todo lo referente a los impuestos, y aconsejaba a los lectores de su periódico sobre las situaciones que podían explotar ventajosamente.
Lewis mismo sólo pagaba una cantidad irrisoria de impuesto a la renta cada año, no más de unos pocos cientos de dólares, según se vanagloriaba, aunque su verdadera renta tenía siete cifras. Lograba esto utilizando cubre impuestos de todo tipo: inversiones petrolíferas, propiedades, explotación de la madera, granjas, sociedades limitadas y bonos de libre impuesto. Tales tretas le permitían gastar libremente, vivir espléndidamente y -sobre el papel- presentar cada año pérdidas personales.
Sin embargo todas estas tretas para los impuestos eran totalmente legales. «Sólo un tonto oculta sus rentas, o engaña en los impuestos de otra manera» Edwina le había oído declarar con frecuencia. «¿Para qué arriesgarse cuando hay más maneras legales de escapar a los impuestos que agujeros en un queso suizo? Todo lo que se necesita es trabajo para entender e impulso para utilizarlas».
Hasta ese momento Lewis no había seguido su propio consejo de vivir en el exterior y dejar la ciudadanía norteamericana. De todos modos detestaba Nueva York, donde había vivido una vez y donde había trabajado y la llamaba «una guardia de bandoleros decadentes, complacientes, arruinados, que existen en solipsismos y tienen mal aliento». También era, afirmaba, una ilusión, «mantenida por los arrogantes neoyorquinos, la idea de que los mejores cerebros se encuentran en esa ciudad. No es así». Prefería el Midwest, donde se había trasladado y donde había conocido a Edwina hacía quince años.
Pese al ejemplo de su marido para evitar los impuestos, Edwina seguía su propio camino en el asunto, llenaba su ficha individual y pagaba mucho más que Lewis, aunque su renta era más modesta. Pero era Lewis quien se encargaba de las cuentas… quien pagaba el pent-house, el servicio, los dos coches Mercedes gemelos y otros lujos.
Edwina reconocía sinceramente ante sí misma que el elevado estilo de vida que le gustaba había sido un factor en su decisión de casarse con Lewis, y su adaptación al matrimonio. Y el acuerdo, al igual que la mutua independencia y las dos carreras, marchaba bien.
– Desearía -dijo- que tu intuición pudiera decirme dónde fue a parar el dinero que faltó el miércoles.
Lewis levantó la cabeza de los platos del desayuno, que había atacado ferozmente, como si los huevos fueran enemigos.
– ¿Todavía falta ese dinero en el banco? ¿No ha descubierto nada tampoco el matón de puños duros del FBI?
– Eso podría decirse… -le habló del punto muerto al que habían llegado y la decisión que había tomado de despedir hoy mismo a la cajera.
– Y después nadie más le dará empleo, supongo.
– Lógicamente no podrá trabajar en otro banco.
– Creo que me dijiste que tiene una hija.
– Desgraciadamente, sí.
Lewis dijo sombríamente:
– Dos nuevos reclutas para la carga de Desempleo, ya tan hinchada.
– ¡Oh, por favor! ¡Guárdate esa propaganda para tus reaccionarios!
La cara del marido se arrugó en una de sus raras sonrisas.
– Perdona. No estoy acostumbrado a que me pidas consejo. No sueles hacerlo con frecuencia.
Era un elogio, comprendió Edwina. Una de las cosas que apreciaba en su matrimonio era que Lewis la trataba, siempre la había tratado, intelectualmente como una igual. Y, aunque él nunca se lo había dicho directamente, ella sabía que él estaba orgulloso de su status de ejecutiva importante en el FMA… cargo desusado incluso hoy en día para una mujer, en el mundo machista de los bancos.
– Naturalmente, no puedo decirte adónde ha ido a parar el dinero -dijo Lewis; pareció meditar-. Pero te daré un consejo que me ha dado resultado en situaciones complicadas.
– Sí, sigue.
– Nada más que esto: desconfía de lo obvio.
Edwina quedó desilusionada. Lógicamente, supuso, había esperado una especie de solución milagrosa. En lugar de esto Lewis había largado vetusto y viejo bromuro.
Miró su reloj. Eran casi las ocho.
– Gracias -dijo-. Tengo que irme.
– A propósito -dijo él-, salgo esta noche para Europa. Volveré el miércoles.
– Que tengas buen viaje -Edwina le besó al salir, el súbito anuncio no la había sorprendido. Lewis tenía oficinas en Zurich y en Londres, y sus idas y venidas eran casuales.
Se dirigió al ascensor privado que comunicaba su pent-house con las cocheras internas.
Mientras se dirigía al banco, y pese a haber rechazado el consejo de Lewis, las palabras desconfía de lo obvio permanecían en su mente, molestas, persistentes.
La discusión, a media mañana, con los dos agentes del FBI fue breve y no se llegó a nada.
La reunión tuvo lugar en la sala de conferencias detrás del banco, donde durante dos días, los hombres del FBI habían interrogado a los empleados. Edwina estaba presente. Y también Nolan Wainwright.
El principal de los dos agentes, llamado Innes, que hablaba con un acento de New England, dijo a Edwina y al jefe de Seguridad del banco:
– Hemos ido lo más lejos posible con la investigación aquí. El caso quedará abierto y nos mantendremos en contacto por si salen a luz nuevos hechos. Lógicamente, si algo nuevo surge, informarán ustedes en seguida al FBI.
– Naturalmente -dijo Edwina.
– Hay un nuevo punto negativo -el hombre del FBI consultó una libreta-. Se trata de Carlos… el marido de la muchacha Núñez. Uno de los empleados cree haberle visto en el banco el día que faltó el dinero.
Wainwright dijo:
– Miles Eastin. Me lo informó a mí. Yo pasé la información.
– Sí, hemos interrogado a Eastin sobre el asunto; reconoce que puede haber estado equivocado. Hemos buscado a Carlos Núñez. Está en Phoenix, Arizona; trabaja como mecánico de motores. Nuestros agentes de Phoenix lo han interrogado. Pudieron comprobar que Núñez acudió al trabajo el miércoles y todos los días de la semana, lo cual lo borra como posible cómplice.
Nolan Wainwright acompañó a los agentes del FBI cuando se fueron. Edwina volvió a su escritorio de la plataforma. Había informado sobre la pérdida de caja -como debía hacerlo- a su superior inmediato en la Administración Principal y la cosa, según parecía, se había filtrado hasta Alex Vandervoort. Ayer, ya tarde, Alex había telefoneado, comprensivo, y había preguntado si podía ayudar en algo. Ella le había dado las gracias, pero había rehusado, comprendiendo que ella era la responsable y que sólo ella tenía que hacer cualquier cosa que correspondiera hacer.
Por la mañana nada había cambiado.
Poco antes de mediodía Edwina dio instrucciones a Tottenhoe para que comunicara al Departamento de Personal que el empleo de Juanita Núñez cesaba al terminar el día, y para que le mandaran el cheque con el pago de la muchacha a la sucursal. El cheque traído por un mensajero estaba sobre el escritorio de Edwina cuando ella volvió de almorzar.
Inquieta, vacilando, Edwina hizo girar el cheque entre las manos.
En este momento Juanita Núñez trabajaba todavía. La decisión tomada ayer por Edwina había provocado refunfuños y objeciones de Tottenhoe, quien protestó: «Cuanto más pronto nos libremos de ella más seguros estaremos de que la cosa no volverá a repetirse.»
Incluso Miles Eastin, que había vuelto a su escritorio de ayudante de contador, había levantado las cejas, pero decidió no tomarlos en cuenta.
Se preguntó por qué motivo especial estaba tan preocupada, cuando obviamente había llegado el momento de zanjar el incidente y de olvidarlo.
Obviamente olvidarlo. La solución obvia. Nuevamente la frase de Lewis se le presentó: Desconfía de lo obvio. ¿Pero cómo? ¿De qué manera?
Edwina se dijo: Piensa una vez más. Vuelve al principio.
¿Cuáles eran las facetas obvias del incidente cuando ocurrió? La primera cosa obvia era que faltaba el dinero. Aquí no había discusión. La segunda cosa obvia era la cantidad de seis mil dólares. Cuatro personas habían estado en esto de acuerdo: Juanita Núñez, Tottenhoe, Miles Eastin y finalmente, el contador de la cámara del tesoro. No podía discutirse. El tercer rasgo obvio concernía a la afirmación de la muchacha Núñez de que había sabido la cantidad exacta que faltaba de su caja a la 1,50 de la tarde, casi después de cinco horas de atareadas transacciones en el mostrador, y antes de haber contado el dinero todos lo demás que estaban en la sucursal y conocían la pérdida, incluida Edwina, estuvieron de acuerdo en que aquello era obviamente imposible. Desde el principio, ese conocimiento había sido una piedra de toque en la creencia conjunta de que Juanita Núñez era la ladrona.
Conocimiento… conocimiento obvio… obviamente imposible.
Y sin embargo: ¿era imposible? Una idea se le ocurrió a Edwina.
Un reloj de pared marcaba las 2,10. Notó que el contador estaba en su escritorio cercano. Edwina se levantó:
– Míster Tottenhoe, ¿quiere venir conmigo?
Seguida por Tottenhoe que se arrastraba gruñendo, Edwina atravesó el recinto, saludando brevemente a algunos clientes de paso. La sucursal estaba repleta y atareada, como generalmente a la hora de cerrar los negocios antes del fin de semana. Juanita Núñez estaba recibiendo un depósito.
Edwina dijo tranquilamente:
– Mistress Núñez, cuando haya terminado con ese cliente coloque el cartel «Ventanilla Cerrada» y cierre su caja fuerte.
Juanita Núñez no contestó, y tampoco habló cuando terminó la transacción, ni cuando llevó al mostrador una pequeña placa de metal, como le habían ordenado. Cuando se volvió para cerrar la caja fuerte, Edwina comprendió por qué. La muchacha lloraba en silencio, y las lágrimas corrían por sus mejillas.
El motivo no era difícil de adivinar. Había esperado ser despedida hoy y la súbita aparición de Edwina confirmaba la creencia.
Edwina ignoró las lágrimas.
– Míster Tottenhoe -dijo-, creo que mistress Núñez ha estado trabajando en la caja desde esta mañana. ¿Es correcto?
Él reconoció:
– Sí.
El período de tiempo era en términos generales el mismo que el miércoles, pensó Edwina, aunque la sucursal había tenido hoy más tarea.
Señaló la caja fuerte.
– Mistress Núñez, usted ha insistido en que siempre sabe la cantidad de dinero que tiene. ¿Sabe cuánto hay aquí en este momento?
La muchacha vaciló. Después asintió, todavía incapaz de hablar entre lágrimas.
Edwina tomó un pedazo de papel del mostrador y se lo tendió.
– Escriba ahí la cantidad.
Nuevamente hubo una vacilación visible. Después Juanita Núñez cogió un lápiz y escribió 23 765 dólares.
Edwina tendió el papel a Tottenhoe.
– Vaya con mistress Núñez y quédese con ella cuando se haga hoy el balance de caja. Compruebe el resultado. Compárelo con esta cifra.
Tottenhoe miró escéptico el papel.
– Estoy atareado y si tengo que ocuparme de cada cajero…
– Nada más que de éste -dijo Edwina. Atravesó otra vez el salón y volvió a su escritorio.
Tres cuartos de hora después reapareció Tottenhoe.
Parecía nervioso. Edwina vio que la mano le temblaba. Tenía la hoja de papel y la puso sobre el escritorio. La cifra que Juanita Núñez había escrito tenía al lado un solo tilde con lápiz.
– Si no lo hubiera visto personalmente -dijo el contador- no lo hubiese creído… -por una vez su aire sombrío dejaba paso a la sorpresa.
– ¿La cifra es correcta?
– Exactamente correcta.
Edwina permaneció sentada, muy tensa, controlando sus pensamientos. Repentina y dramáticamente, todo lo referente a la investigación había cambiado. Hasta ese momento todas las presunciones se habían basado en la incapacidad de que Juanita Núñez pudiera hacer lo que acababa de demostrar concluyentemente que podía hacer.
– Mientras venía para aquí recordé algo -dijo Tottenhoe-. Una vez conocí a alguien así: era en una pequeña sucursal del interior… debe hacer veinte o más años… era alguien que tenía la capacidad de retener el total de caja en la memoria. Y recuerdo que he oído decir que hay otras personas capaces de hacerlo. Es como si tuvieran una máquina de calcular dentro de la cabeza.
Edwina interrumpió:
– Me gustaría que su memoria hubiera sido tan buena el miércoles.
Cuando Tottenhoe volvió a su escritorio, Edwina tomó un anotador y escribió un resumen de sus pensamientos.
La Núñez todavía no ha probado su inocencia, pero lo que dice es creíble.
Si la Núñez no lo hizo, ¿quién lo hizo?
¿Alguien dentro del personal? ¿Algún empleado interno?
Pero, ¿cómo?
«Cómo» más adelante. Ahora hay que encontrar primero el motivo, después a la persona.
¿Motivo? ¿Alguien que necesita mucho el dinero?
Repitió en mayúsculas, NECESITA EL DINERO. Y añadió:
Examinar todas las cuentas de ahorro y cuentas corrientes de todo el personal de la sucursal… ¡ESTA NOCHE!
Edwina empezó a hojear rápidamente una guía telefónica de la Casa Central del FMA, buscando «Jefe del Servicio de Auditores».
Las tardes del viernes todas las sucursales del First Mercantile American trabajan tres horas más.
Así, ese viernes, en la sucursal principal del centro, las partes exteriores a la calle habían sido cerradas con llave por una guardia de seguridad a las 6 de la tarde. Algunos clientes, que todavía estaban en el banco a la hora de cerrar, eran autorizados a salir por la misma guardia, uno a uno, por una única puerta de vidrio.
A las 6,05 exactamente una serie de agudos y perentorios golpes resonaron en la parte exterior de la puerta de vidrio. Cuando el guardia volvió la cabeza para contestar, observó una joven figura masculina, vestida con un sobretodo oscuro y aire de funcionario, llevando una pequeña maleta. Para llamar la atención adentro, la figura había golpeado con una moneda de cincuenta centavos, envuelta en un pañuelo.
Cuando el guardia se acercó el hombre de la maleta puso contra el vidrio un documento de identidad. El guardia lo inspeccionó, abrió la puerta, y el joven entró.
Después, antes de que el guardia pudiera cerrar la puerta, ocurrió una serie de hechos tan inesperada y notable como la treta de un mago. En lugar de un individuo con una maleta y credencial, aparecieron seis, con otra falange detrás. Rápidamente, como una inundación, se precipitaron en el banco.
Un hombre, mayor que los otros y que emanaba autoridad, anunció brevemente:
– Auditores de la Casa Central.
– Sí, señor -dijo el guardia; era un veterano en el banco y había visto esto antes, así que siguió controlando las demás credenciales. Había veinte, casi todos hombres, cuatro mujeres. Todos se dirigieron inmediatamente a diferentes puntos del banco.
El hombre más viejo, que había hecho el anuncio, se dirigió por la plataforma hacia el escritorio de Edwina. Al levantarse para saludarlo, ella contempló la continua afluencia al banco, con sorpresa que no ocultó.
– Míster Burnside, ¿están aquí todos los auditores?
– Así es, mistress D'Orsey -el jefe del departamento de auditores se quitó el sobretodo y lo colgó cerca de la plataforma.
En otras partes del banco los empleados tenían una expresión desconcertada, algunos rezongaban y hacían comentarios malhumorados.
Uno de ellos comentó:
– Caramba… ¡Precisamente ocurrírseles un viernes!… ¡Mierda, yo tenía una cena!… ¡Y hay quien dice que los auditores son humanos!
La mayoría comprendía lo que representaba una visita del grupo de auditores de la Casa Central. Los pagadores comprendieron que iba a haber un balance extra de sus cajas antes de que se fueran esa noche, y las reservas del tesoro también serían controladas. Los contadores deberían quedarse hasta que sus informes estuvieran listos y revisados. Los empleados principales tendrían suerte si podían quedar libres para la medianoche.
Los recién llegados, cortés y rápidamente, se habían apoderado de todas las agendas. A partir de ese momento todas las sumas o cambios iban a estar bajo su escrutinio:
Edwina dijo:
– Al pedir un examen de las cuentas de los empleados, no me esperaba esto.
Normalmente el control de auditores en una sucursal se hacía cada dieciocho meses o dos años, y hoy la cosa era doblemente inesperada, ya que una auditoría total en la sucursal principal había ocurrido sólo hacía ocho meses.
– Nosotros decidimos cómo, dónde y cuándo hay que hacerlo, mistress D'Orsey… -como siempre, Hal Burnside mantenía una fría lejanía, la marca de fábrica de un examinador bancario. Dentro de cada banco importante el departamento de auditores era independiente, era una unidad vigilante, con autoridad y prerrogativas, como la Inspección General en el ejército. Sus miembros nunca se intimidaban ante el rango, e incluso los gerentes principales podía ser candidatos a reprobación por irregularidades reveladas en una inspección profunda… y siempre había algunas.
– Estoy enterada de esto -reconoció Edwina-. Estoy sólo sorprendida de que haya podido arreglar esto tan rápidamente.
El jefe de auditores sonrió, con un poco de vanidad:
– Tenemos nuestros métodos y recursos.
Lo que no reveló es que había sido planeada una visita sorpresa de auditores para otra sucursal del FMA para esa noche. Tras la llamada de Edwina, hacía tres horas, el plan primitivo fue cancelado, se revisaron rápidamente los arreglos y empleados adicionales participaron en la presente expedición.
Estas tácticas de capa y espada no eran desusadas. Parte esencial de la función de auditoría era caer, irregularmente y sin prevenir, en cualquiera de las sucursales del banco. Se tomaban complicadas precauciones para conservar el secreto y cualquier miembro de la auditoría que las violara podía tener dificultades serias. Pero pocos lo hacían, ni siquiera por descuido.
Para la maniobra de hoy el grupo de auditores se había reunido hacía una hora en un hotel de la ciudad, aunque ni siquiera ese destino había sido revelado hasta último momento. Les dieron instrucciones, les comunicaron sus deberes y después, separadamente, en grupos de dos y de tres, habían marchado hacia la principal sucursal de FMA. Hasta el momento crucial habían esperado en los vestíbulos de edificios cercanos, habían caminado casualmente o se habían detenido a mirar escaparates. Después, tradicionalmente, el miembro más joven del grupo había llamado a la puerta del banco pidiendo que le abrieran. En cuanto lo logró, los otros, como un regimiento que se junta, se precipitaron tras él.
Ahora, dentro del banco, el grupo de auditores ocupaba posiciones claves.
Un estafador de banco convicto en 1970, que había logrado con éxito ocultar sus desfalcos durante veinte años, observó, cuando finalmente lo llevaban a la cárcel: «Los auditores venían y no hacían más que sacudir el aire durante cuarenta minutos. Si me hubieran dado la mitad de ese tiempo habría podido taparlo todo.»
El departamento de auditores del FMA y de otros tres grandes bancos norteamericanos, no procedía así. No habían pasado cinco minutos desde la inesperada llegada de los auditores, cuando ya todos estaban en posiciones asignadas de antemano, observándolo todo.
Resignados, los empleados regulares de la sucursal prosiguieron con su trabajo del día, dispuestos a ayudar a los auditores si era necesario.
Una vez iniciado el proceso iba a prolongarse la semana siguiente, y parte de la próxima. Pero el momento más crítico del examen tendría lugar en las próximas horas.
– Pongámonos a trabajar, mistress D'Orsey -dijo Burnside-. Empezaremos con las cuentas de depósito, el tiempo que tienen y cómo se hizo la solicitud -e inmediatamente abrió su maleta y la vació sobre el escritorio de Edwina.
A las 8 de la noche la sorpresa por la llegada del grupo de auditores se había amortiguado, se había realizado una notable cantidad de trabajo, y las filas de los empleados regulares empezaban a clarear. Todos los cajeros se habían ido; y también algunos contadores. El dinero había sido contado, la inspección de otros informes estaba muy avanzada. Los visitantes habían sido corteses y, en algunos casos, habían ayudado a señalar leves errores, lo que formaba parte, con frecuencia, de su tarea.
Entre los empleados principales que todavía quedaban estaban Edwina, Tottenhoe y Miles Eastin. Los dos hombres habían estado ocupados localizando informaciones y respondiendo a las preguntas. Ahora, de todos modos, Tottenhoe parecía cansado. Pero el joven Eastin, que había respondido alegre y servicialmente hasta ese momento a todas las demandas, estaba tan fresco y enérgico como cuando se había iniciado la noche. Fue Miles Eastin quien arregló para que trajeran emparedados y café para los auditores y los empleados.
De las varias fuerzas de trabajo de los auditores, un pequeño grupo se había concentrado en los ahorros y las cuentas corrientes y, de vez en cuando, alguno de ellos traía una nota escrita para el auditor principal, en el escritorio de Edwina. En todos los casos él echaba una mirada a la información, asentía, y añadía la nota a los otros papeles de su maleta.
A las 9 menos diez recibió lo que parecía una nota más larga, sujeta a otros varios papeles. Burnside los estudió cuidadosamente, después anunció:
– Creo, mistress D'Orsey, que usted y yo podemos tomarnos un descanso. Saldremos para cenar y tomar café.
Unos minutos después escoltó a Edwina hacia la puerta de la calle por la que los auditores habían entrado, hacía casi tres horas.
Ya fuera del edificio, el jefe de auditores se disculpó:
– Le pido perdón, pero ha habido un poco de teatro en esta salida. Mucho me temo que la cena, si es que llegamos a hacerla, tendrá que esperar.
Como Edwina pareció intrigada, él añadió:
– Usted y yo vamos a una reunión, pero no quería que se supiera.
Burnside dirigió la marcha y doblaron a la derecha, caminaron media manzana desde el banco, todavía brillantemente iluminado, después siguieron por la acera para volver a la Plaza Rosselli y la Torre del FMA. La noche era fría y Edwina se arrebujaba en su abrigo, mientras pensaba que ir por el túnel hubiera sido más breve y más caliente. ¿Por qué todo este misterio?
Dentro del edificio principal del banco, Hal Burnside firmó un libro de visitantes nocturnos, tras lo cual un guardia le acompañó en un ascensor hasta el piso once. Un cartel y una flecha indicaban: «Departamento de Seguridad». Nolan Wainwright y los dos hombres del FBI que habían participado en el caso de la pérdida de caja, les esperaban.
Casi inmediatamente se les unió otro miembro del grupo de auditores, alguien que evidentemente había seguido a Edwina y a Burnside desde el banco.
Las presentaciones fueron rápidas. El último en llegar fue un joven llamado Gayne, con ojos fríos y alerta detrás de unas gafas de aro pesado, que le daban aire severo. Era Gayne quien había enviado las diversas notas y documentos a Burnside cuando estaba en el escritorio de Edwina.
Por sugerencia de Nolan Wainwright pasaron a una sala de conferencias y se sentaron alrededor de una mesa circular.
Hal Burnside dijo a los agentes del FBI:
– Espero que lo que hemos descubierto justifique haberles llamado, señores, a esta hora de la noche.
La reunión, comprendió Edwina, había sido planeada hacía horas. Preguntó:
– ¿Entonces, han descubierto algo?
– Desgraciadamente mucho más de lo esperado, mistress D'Orsey.
Tras una señal de asentimiento de Burnside, el auditor asistente, Gayne, empezó a tender los papeles.
– Como resultado de su sugerencia -dijo Burnside con tono de conferenciante- se ha realizado un examen de las cuentas personales del banco; ahorros y cuentas corrientes; me refiero a las cuentas de todos los empleados de la sucursal principal. Lo que buscábamos era la prueba de alguna dificultad financiera personal importante. La hemos encontrado de manera concluyente.
Parece un profesor pomposo, pensó Edwina. Pero siguió escuchando con atención.
– Tal vez deba explicar -dijo el auditor jefe a los dos hombres del FBI- que la mayoría de los empleados del banco tienen sus cuentas en la sucursal en la que trabajan. En primer lugar porque las cuentas son «libres»… es decir, sin cargos de servicio. Otro motivo… el más importante… es que los empleados reciben una pequeña ventaja en el interés de los préstamos, generalmente uno por ciento por debajo de la prima.
Innes, el agente más importante del FBI, asintió.
– Sí, sí, ya lo sabemos.
– Comprenderá usted también que una empleada o empleado que haya aprovechado este crédito especial bancario… que haya pedido prestado hasta el límite, de hecho… y después pide otras sumas de otra fuente, por ejemplo, a alguna compañía financiera, donde los intereses son notablemente más altos que en nuestro banco, se ha colocado en una difícil situación financiera.
Innes, con muestras de impaciencia, dijo:
– Naturalmente.
– Y parece que tenemos un empleado de banco a quien ha sucedido exactamente eso… -hizo un gesto hacia el asistente Gayne, que entregó varios cheques cancelados que, hasta ahora, había tenido boca abajo.
– Como observarán ustedes, estos cheques son para tres compañías financieras. Casualmente hemos estado ya en contacto con dos de las compañías y, pese a los pagos que pueden ustedes ver, ambas cuentas están seriamente en falta. Es razonable pensar que, mañana, la tercera compañía nos contará la misma historia.
Gayne interrumpió:
– Y estos cheques son sólo para este mes. Mañana examinaremos los microfilms de varios meses atrás.
– Hay otro factor importante -prosiguió el auditor jefe-. El individuo en cuestión no podía haber hecho esos pagos -hizo un gesto hacia los cheques cancelados- tomando como base el salario de un banco, cuya cantidad conocemos. Por consiguiente en las últimas horas hemos buscado evidencia de robo en el banco, y la hemos encontrado.
Nuevamente el ayudante, Gayne, empezó a colocar papeles sobre la mesa de conferencias.
…evidencia de robo en el banco… y la hemos encontrado. Edwina, que ya apenas escuchaba, tenía los ojos clavados en la firma de cada uno de los cheques cancelados… una firma que veía todos los días, que le era conocida, audaz y clara. El verla aquí, en este momento y circunstancia, la dejaba atónita y la entristecía.
Era la firma de Eastin, del joven Miles, con quien ella simpatizaba tanto, que era tan eficiente como contador ayudante, tan útil y tan incansable, incluso esta noche, y a quien justamente esta semana ella había decidido ascender cuando Tottenhoe se retirara.
El jefe de auditores se acercó ahora.
– Lo que nuestro sigiloso ladrón ha estado haciendo es ordeñar cuentas dormidas. En cuanto descubrimos un patrón fraudulento esta noche, fue fácil descubrir los otros.
Siempre con sus aires de conferenciante, y para beneficio de los hombres del FBI, definió una cuenta dormida. Era una cuenta -ahorros o cuenta corriente, explicó Burnside- que tenía poca o ninguna actividad. Todos los bancos tienen clientes que, por diversos motivos, dejan sin tocar las cuentas por largos períodos, a veces años enteros, con sumas sorprendentemente grandes en ellas. Un interés modesto se acumulaba en las cuentas de ahorros, naturalmente, y mucha gente sin duda había pensado en esto, aunque otros -increíble pero verdad- abandonaban sus cuentas enteramente.
Cuando se observaba que una cuenta corriente estaba inactiva, sin depósitos ni retiros, los bancos cesaban de enviar por correo el estado de cuenta mensual y lo sustituían por uno anual. Incluso estos informes eran devueltos a veces con el sello: «Se ha mudado… dirección desconocida».
Se tomaban precauciones normales para impedir el uso fraudulento de cuentas dormidas, prosiguió el auditor jefe. Los informes de la cuenta eran separados; entonces, si súbitamente ocurría alguna transacción, era analizada por el contador, para asegurarse de que fuera legítima. Normalmente tales precauciones eran efectivas. Como ayudante de contador Miles Eastin tenía autoridad para examinar y aprobar las transacciones con cuentas dormidas. Había usado esta autoridad para cubrir su deshonestidad… el hecho era que había estado robando de esas cuentas.
– Eastin ha sido bastante hábil, y ha seleccionado las cuentas menos aptas para provocar trastornos. Tenemos aquí una serie de retiros de depósitos falsificados, aunque no tan bien como parece, porque hay obvias huellas de su letra, tras lo cual las cantidades fueron transferidas a lo que parece ser una cuenta suya fingida, bajo un nombre falso. También aquí la caligrafía es similar, aunque naturalmente se necesita que la examinen expertos para que sea una evidencia.
Uno a uno examinaron los papeles de retiro de dinero, comparando la escritura con la de los cheques que habían visto antes. Aunque había habido tentativa de disfraz, el parecido era indudable.
El segundo agente del FBI, Dalrymple, había estado escribiendo notas cuidadosas.
Levantando la vista preguntó:
– ¿Hay una cifra total del dinero involucrado?
Gayne contestó:
– Hasta ahora hemos andado cerca de los ocho mil dólares. Pero mañana tendremos acceso a informes más antiguos, por medio del microfilm y la computadora, lo que puede revelar más.
Burnside añadió:
– Cuando nos encaremos con Eastin con lo que ya sabemos, tal vez él decida facilitar las cosas reconociendo el resto. Suele ser común cuando se coge a los estafadores.
Está disfrutando con esto, pensó Edwina; realmente disfruta. Sintió un irracional deseo de defender a Miles Eastin, después preguntó:
– ¿Tiene usted idea de cuánto tiempo hace que está ocurriendo esto?
– Por lo que hemos descubierto hasta ahora -informó Gayne- se diría que un año, quizás más.
Edwina se volvió y se encaró con Hal Burnside.
– Entonces a usted se le escapó totalmente en la última inspección. ¿El examen de cuentas dormidas no forma parte de su trabajo? -lo dijo con voz serena pero enérgica.
Fue como pinchar una burbuja. El jefe de auditores se puso colorado al reconocer:
– Sí, así es, en efecto. Pero incluso a nosotros se nos escapan a veces las cosas, cuando el ladrón ha sabido cubrir bien las huellas.
– Evidentemente. Aunque, usted ha dicho hace un momento que la escritura lo delataba.
Burnside dijo, con tono agrio:
– Bueno, le hemos descubierto ahora.
Ella recordó:
– Después de llamarles yo.
Innes, el agente del FBI, quebró el silencio que se había producido.
– Nada de esto nos hace adelantar mucho en lo que se refiere al dinero que faltó el viernes.
– Fuera del hecho de que convierte a Eastin en el primer sospechoso -dijo Burnside. Pareció aliviado de volver a dirigir la conversación-. Y quizá también lo confiese.
– No lo hará -gruñó Nolan Wainwright-. Ese gato es demasiado hábil.
Además, ¿por qué va a hacerlo? Todavía ignoramos cómo lo hizo.
Hasta ese momento el jefe de Seguridad del banco había dicho muy poco, aunque había mostrado sorpresa; después su cara se había endurecido a medida que los auditores sacaban la serie de documentos como prueba de culpabilidad. Edwina se preguntó si Wainwright recordaba cómo ambos habían presionado a la cajera, Juanita Núñez, sin creer en la inocencia que proclamaba la muchacha. Incluso ahora, pensó Edwina, existía la posibilidad de que la Núñez estuviera confabulada con Eastin, pero parecía poco probable.
Hal Burnside se puso de pie y cerró su portafolio.
– Ha llegado el momento de que se retiren los auditores y la ley se encargue del asunto.
– Necesitamos esos papeles y una declaración firmada -dijo Innes.
– Míster Gayne quedará aquí, a la disposición de ustedes.
– Otra pregunta. ¿Cree usted que Eastin tiene idea de que ha sido descubierto?
– Lo dudo -Burnside miró hacia su ayudante, que movió la cabeza.
– Estoy seguro de que no lo sabe. Tuvimos cuidado de no mostrar lo que estábamos buscando y, para protegernos, preguntamos por muchas cosas que no necesitábamos.
– Yo tampoco lo creo -dijo Edwina. Recordó con tristeza cuán atareado y alegre había parecido Miles Eastin poco antes de que ella dejara la sucursal con Burnside. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué, por qué?
Innes asintió, aprobando.
– Entonces dejemos las cosas así. Interrogaremos a Eastin en cuanto hayamos terminado aquí, pero no hay que prevenirle. ¿Está todavía en el banco?
– Sí -dijo Edwina-. Se quedará por lo menos hasta que regresemos; normalmente es uno de los últimos en irse.
Nolan Wainwright interrumpió, con voz desusadamente dura:
– Corrija esas instrucciones. Que se demore aquí hasta lo más tarde que sea posible. Después dejen que vuelva a su casa, en la creencia de que no ha sido descubierto.
Los otros miraron al jefe de Seguridad del banco, intrigados y sorprendidos. Especialmente los ojos de los dos hombres del FBI buscaron la cara de Wainwright. Un mensaje pareció cruzarse entre ellos.
Innes vaciló, después concedió:
– Bien. Hagámoslo de ese modo.
Unos minutos después Edwina y Burnside tomaban el ascensor.
Innes, después de que los demás se hubieran ido, dijo cortésmente al auditor que se había quedado:
– Antes de recibir su declaración le agradecería que nos dejara solos unos momentos.
– ¡Cómo no! -y Gayne salió de la sala de conferencias.
El segundo agente del FBI cerró su libreta y guardó el lápiz.
Innes miró a Wainwright.
– ¿Tiene usted alguna idea?
– La tengo… -Wainwright vaciló, luchando mentalmente entre lo que debía elegir y su conciencia. La experiencia le decía que en la acusación contra Eastin había fallos que debían ser llenados. Sin embargo, para llenarlos, la ley tendría que doblarse de una manera que iba contra sus propias convicciones. Preguntó al hombre del FBI:
– ¿Está seguro de qué quiere saber?
Los dos se miraron. Hacía años que se conocían y se tenían mutuo respeto.
– Conseguir pruebas hoy en día es una cosa delicada -dijo Innes-. No podemos tomarnos algunas de las libertades que nos tomábamos y, si lo hacemos, la cosa puede volverse contra nosotros.
Hubo un silencio, después el segundo agente dijo:
– Diga sólo lo que usted cree que debe decirnos.
Wainwright cruzó los dedos y miró atentamente a los dos. Su cuerpo transmitía tensión, al igual que su voz un poco antes.
– Bueno, tenemos bastante como para clavar a Eastin con una acusación de robo. Digamos que la suma robada es más o menos de ocho mil dólares. ¿Cuánto creen ustedes que le impondrá un juez?
– Como primer delito tendrá una sentencia en suspenso -dijo Innes-. El tribunal no se preocupará por el dinero perdido. Suponen que el banco tiene cantidades y que, de todos modos, está asegurado.
– ¡Basta! -los dedos de Wainwright se apretaron visiblemente-. Pero si podemos demostrar que se apoderó del otro dinero… de los seis mil dólares que faltaron el miércoles; si demostramos que procuró echar la culpa a la muchacha, y que casi lo logró…
Innes gruñó, comprendiendo.
– Si usted puede probar eso, cualquier juez razonable lo mandará directamente a la cárcel. Pero, ¿puede probarlo?
– Lo intentaré. Personalmente quiero que ese hijo de puta esté entre rejas.
– Comprendo lo que usted quiere decir -dijo pensativo el hombre del FBI-, a mí también me gustaría.
– En ese caso hagan lo que yo digo. No busquen a Eastin esta noche. Denme tiempo hasta mañana.
– No estoy seguro -murmuró Innes-, no estoy seguro de poder hacerlo.
Los tres esperaron, conscientes del conocimiento, del deber, de un tironeo y retortijón dentro de sí mismos. Los otros dos adivinaban en términos generales lo que Wainwright tenía en la mente. Pero: ¿cuándo y en qué medida el fin justificaba los medios? Y también estaba la cuestión: ¿cuánta libertad puede permitirse hoy en día un funcionario de la ley y seguir adelante?
Sin embargo, los hombres del FBI trabajaban en el caso y compartían el punto de vista de Wainwright en cuanto a los objetivos.
– Si esperamos hasta mañana -dijo con cautela el segundo agente- no quiero que Eastin se escape. Eso podría acarrear molestias para todos.
– Y yo tampoco quiero una patata machacada -dijo Innes.
– No escapará. No lo machacaremos. Lo garantizo.
Innes miró hacia su colega, que se encogió de hombros.
– Bien entonces -dijo Innes-. Hasta mañana. Pero comprenda una cosa, Nolan… esta conversación… no existe -se dirigió a la puerta de la sala de conferencias y la abrió-. Puede usted venir, míster Gayne. Míster Wainwright ya se retira y nosotros recibiremos su declaración.
Una lista de los funcionarios del banco, conservada en el departamento de Seguridad para usos de emergencia, reveló la dirección de la casa de Miles Eastin y su número de teléfono. Nolan Wainwright copió ambas cosas.
Conocía la dirección. Una zona residencial pequeño-burguesa, a unas dos millas del centro. La información incluía el número del apartamento: «2G».
El jefe de Seguridad dejó la Casa Central del FMA y se dirigió a la Plaza Rosselli, a un teléfono público, donde marcó el número y oyó llamar incesantemente, sin que nadie contestara. Sabía que Miles Eastin era soltero. Wainwright esperaba también que viviera solo.
En caso de contestar a la llamada, Wainwright hubiera dicho que se trataba de un número equivocado y hubiera cambiado sus planes. Pero, tal como estaban las cosas, se dirigió a su coche, guardado en las cocheras del sótano.
Antes de dejar el garaje abrió la maleta de su coche y sacó una delgada cartera de cuero, que colocó en el bolsillo interior. Después cogió el coche y atravesó la ciudad.
Caminó casualmente hacia la casa de apartamentos, aunque miraba todos los detalles. Una construcción de tres pisos, probablemente edificada hacía cuarenta años y con señales de abandono. Adivinó que había unas dos docenas de apartamentos. No había portero a la vista. En el vestíbulo Nolan Wainwright pudo ver una fila de buzones para cartas y timbres de llamada. Dobles puertas de cristal comunicaban la calle con el vestíbulo; más allá había una puerta más sólida, sin duda con el cerrojo pasado.
Eran las 10,30. Había escaso tráfico en la calle. No había otros transeúntes cerca de la casa de apartamentos. Avanzó.
Junto a los buzones había tres filas de timbres y un micro-teléfono interno. Wainwright vio el nombre «Eastin» y apretó el botón correspondiente. Tal como esperaba, no hubo respuesta.
Adivinando que «2G» significaba el segundo piso, eligió al azar un timbre con la marca «3» y lo apretó. Una voz en el portero eléctrico rezongó:
– Sí… ¿Quién es?
El nombre junto a la puerta era Appleby.
– Western Union -dijo Wainwright-. Telegrama para Appleby.
– Bien, suba.
Detrás de la pesada puerta interior zumbó un timbre y una cerradura se abrió. Wainwright empujó la puerta y penetró rápidamente.
Al frente había un ascensor, que ignoró. Vio una escalera a la derecha y subió los peldaños de dos en dos, hasta el segundo piso.
En el camino Wainwright meditó sobre la sorprendente inocencia de la gente en general. Esperaba que Appleby, fuera quien fuera, no aguardase demasiado tiempo su telegrama. Esta noche míster Appleby no iba a tener más inconvenientes que una intriga menor, quizás una frustración, aunque hubiera podido irle mucho peor. Los habitantes de los apartamentos, en todas partes, pese a repetidos avisos, continuaban haciendo exactamente lo mismo. Naturalmente, Appleby podía desconfiar algo y alertar a la policía, aunque Wainwright lo dudaba. De todos modos, dentro de unos minutos, la cosa ya no tendría importancia.
El apartamento «2G» estaba al final del corredor del segundo piso, y la cerradura demostró no ser complicada. Wainwright probó una serie de finas hojas que sacó de la delgada cartera de cuero que había traído en el bolsillo y, a la cuarta tentativa, el cilindro de la cerradura giró. La puerta se abrió de golpe y él entró, cerrando la puerta tras de sí.
Esperó, dejando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, después se acercó a una ventana y corrió las cortinas. Encontró un interruptor de la luz y lo apretó.
El apartamento era pequeño, destinado a ser usado por una sola persona; era un solo ambiente dividido en zonas. El espacio que hacía de sala comedor tenía un sofá, un sillón, una TV portátil y una mesa. Una cama estaba colocada detrás de una partición: la kitchenette tenía puertas de persiana que se doblaban. Las otras dos puertas que Wainwright inspeccionó revelaron un cuarto de baño y un armario. El lugar era ordenado y limpio. Algunos estantes de libros y algunos grabados enmarcados le daban personalidad.
Sin perder tiempo Wainwright inició una búsqueda total, sistemática.
Procuró reprimir, mientras trabajaba, la mordiente crítica contra sí mismo por la acción ilegal que realizaba esta noche. No lo lograba del todo. Nolan Wainwright comprendía que todo lo que estaba haciendo era el reverso de su código moral, una negación a su creencia en la ley y el orden. Sin embargo, la ira lo impulsaba. La ira y, dentro de sí mismo el reconocimiento del fracaso, hacía cuatro días.
Recordaba con pasmosa claridad, incluso ahora, la muda súplica en los ojos de la muchacha portorriqueña, Juanita Núñez, cuando la había visto por primera vez el miércoles pasado y había iniciado el interrogatorio. Era una súplica que decía sin lugar a dudas: Usted y yo… usted es negro, yo soy parda. Por eso usted, entre todos, tendría que comprender que estoy sola, en inferioridad de condiciones, y que desesperadamente necesito ayuda y justicia. Pero, aunque había reconocido la súplica, él la había echado a un lado brutalmente, de manera que después sólo lo sustituyó el desprecio, y recordaba haber visto también ese desprecio en los ojos de la muchacha.
El recuerdo, unido a la pena de haber sido engañado por Miles Eastin, había decidido a Wainwright a derrotar a Eastin en su juego, aunque hubiera que torcer la ley para lograrlo.
Por lo tanto, metódicamente, como le había enseñado su entrenamiento policial, Wainwright siguió buscando, decidido a encontrar una prueba, si es que la había.
Media hora después comprendió que quedaban pocos sitios donde esconder algo. Había examinado los armarios, los cajones y su contenido, había revisado los muebles, abierto maletas, inspeccionado los cuadros en las paredes y retirado la parte de atrás del televisor. También había examinado los libros, notando que todo un estante estaba dedicado a lo que alguien consideraba el hobby de Eastin: el estudio del dinero a través de las épocas. Junto con los libros un portafolio contenía diseños y fotografías de antiguas monedas y billetes. Pero no había huella de nada criminal. Finalmente amontonó los muebles en un rincón y enrolló la alfombra. Después, con una linterna, recorrió cada pulgada del piso de madera.
Sin la linterna se le hubiera escapado la tabla cuidadosamente aserrada, pero dos líneas, de color más claro que la madera del resto, traicionaban el lugar donde habían sido hechos los tajos. Suavemente tironeó los treinta centímetros aproximados de tabla entre las líneas y descubrió, en el espacio de abajo, una pequeña agenda negra y dinero en billetes de veinte dólares.
Rápidamente volvió a colocar la tabla, la alfombra, los muebles.
Contó el dinero: era un total de seis mil dólares. Después contempló brevemente la pequeña carpeta negra, se dio cuenta que era una carpeta de apuestas y silbó suavemente ante la cantidad y el número de las sumas involucradas.
Dejó después el libro -podía ser examinado más adelante con detalle- en una ocasional mesa ante el sofá, con el dinero al lado.
Le había sorprendido encontrar el dinero. No le cabía duda de que eran los seis mil dólares que habían faltado el miércoles del banco, pero suponía que Eastin ya debía haberlos cambiado, o depositado en otra parte. El trabajo en la policía le había enseñado que los criminales hacen cosas tontas e inesperadas, y ésta era una de ellas.
Pero todavía había que averiguar cómo Eastin había cogido el dinero y lo había traído a su casa.
Wainwright miró alrededor del apartamento, y después apagó las luces. Volvió a abrir las cortinas y, sentado cómodamente en el sofá, esperó.
En la semioscuridad, en el pequeño apartamento iluminado sólo por las luces de la calle, sus pensamientos volaban. Pensó de nuevo en Juanita Núñez y deseó, de alguna manera, arreglar la cosa. Recordó el informe del FBI sobre su desaparecido marido, descubierto en Phoenix, Arizona, y se le ocurrió que la información podía ser útil para ayudar a la muchacha.
Lógicamente la historia de Miles Eastin de haber visto a Carlos Núñez en el banco el mismo día de la pérdida de caja, era una falsedad destinada a lanzar más sospechas sobre Juanita.
¡Despreciable hijo de puta! ¿Qué clase de hombre era, primero al dirigir la culpa hacia la muchacha, después al querer aumentarla? El jefe de Seguridad sintió que se le cerraban los puños, pero recordó que no debía dejarse llevar por sus sentimientos.
El aviso era necesario, y él sabía bien por qué. Era una causa de un incidente hacía tiempo enterrado en su mente, y que raras veces desenterraba. Sin quererlo realmente, empezó a recordar.
Nolan Wainwright, que ahora tenía casi cuarenta años, se había criado en los suburbios de la ciudad, y desde el nacimiento había descubierto que las posibilidades de la vida estaban en su contra. Creció con la supervivencia como una provocación diaria y con el crimen -minúsculo y del otro- como norma que lo rodeaba. En la adolescencia había formado parte de un grupo del ghetto, para quienes los choques con la ley eran prueba de virilidad.
Como otros, antes y después, y con el mismo origen de barrio, era movido por la urgencia de ser alguien, ser notado de alguna manera, por la necesidad de liberar una ira interna contra la oscuridad. No tenía experiencia ni filosofía para pesar las alternativas y, por eso, la participación en el crimen callejero parecía el único camino inevitable. Parecía muy posible que se graduara, como muchos de sus contemporáneos, para un prontuario policial y la cárcel.
Que no lo hiciera se debió, en parte, a la suerte; en parte a Bufflehead Kelly.
Bufflehead era un policía viejo, no muy vivo, siempre amable, que había aprendido que la supervivencia de un policía en el ghetto se prolongaba cuando hábilmente uno se encontraba en otra parte del lugar en el que se iniciaba la trifulca, y actuaba sólo cuando un problema se le presentaba directamente ante las narices. Los superiores se quejaban de que su récord de detenciones era el menor de la comisaría, pero en contra de esto -desde el punto de vista de Bufflehead- su retiro y su jubilación avanzaban satisfactoriamente año tras año.
Pero el adolescente Nolan Wainwright había caído bajo las narices de Bufflehead, la noche de una intentona de atraco de la banda a un almacén de mercancías, que la policía había turbado sin querer, de modo que todos tuvieron que huir, escaparon, excepto Nolan Wainwright, que tropezó y cayó a los pies de Bufflehead.
– Ah, mono imbécil -se quejó Bufflehead-. Esta noche me vas a traer toda clase de líos, papeles, tribunales…
Kelly detestaba los papeleos y las comparecencias ante el tribunal, que cortaban terriblemente el tiempo libre de un policía.
Al final hizo un compromiso. En lugar de detener y acusar a Wainwright, lo llevó, esa misma noche, al gimnasio policial y allí, según sus propias palabras, «le sacó el alma» en el cuadrilátero de boxeo.
Nolan Wainwright, moreteado, herido, y con un ojo muy hinchado -aunque todavía sin haber sido detenido- reaccionó con odio. En cuanto pudiera iba a hacer trizas a Bufflehead Kelly, objetivo que volvió a llevarle al gimnasio policial… y a Bufflehead… para que le enseñara cómo hacer la cosa. Según comprendió Wainwright más adelante, aquella había sido la escapada necesaria para su ira contenida. Aprendió rápido. Cuando llegó el momento de convertir a aquel policía medio idiota y haragán en una castigada bolsa de boxeo, descubrió que el deseo de hacerlo se había evaporado. En lugar de esto había tomado afecto al viejo, emoción que sorprendió profundamente al mismo muchacho.
Pasó un año en el cual Wainwright continuó boxeando, siguió en el colegio y se las arregló para no meterse en líos. Después, una noche, cuando estaba de guardia, por casualidad, Bufflehead, interrumpió un asalto en un almacén. Indudablemente el policía había quedado más sorprendido que los dos vagabundos en cuestión, y ciertamente no hubiera interrumpido, tanto más estando ambos armados. Como lo demostró después la investigación, Bufflehead ni siquiera intentó sacar el revólver.
Pero uno de los ladrones, sorprendido, se asustó y, antes de huir, disparó una ráfaga de tiros, a quemarropa, en el vientre del viejo policía Bufflehead Kelly.
La noticia del tiroteo corrió rápidamente y se reunió la gente. Nolan Wainwright estaba entre los curiosos.
Siempre iba a recordar -como recordaba ahora- la vista y el ruido del indefenso y perezoso Bufflehead, consciente, retorciéndose, gimiendo, chillando en loca agonía mientras la sangre y las entrañas se derramaban por la espaciosa herida mortal.
La ambulancia tardó mucho en llegar. Momentos antes de que llegara, Bufflehead, aullando sin cesar, murió.
El incidente dejó para siempre una marca en Nolan Wainwright, aunque no había sido la muerte de Bufflehead lo que más lo había afectado. Y tampoco le trastornó demasiado la detención y ejecución del ladrón que había disparado y de su compañero, cosa que le pareció fuera de lugar.
Lo que le había chocado e influido por encima de todas las cosas había sido el desperdicio aterrador, sin sentido. El crimen original era mezquino, tonto, condenado al fracaso, y, sin embargo, en su fracaso, la devastación que producía era vergonzosamente inmensa. En la mente del joven Wainwright aquel simple pensamiento, aquel razonamiento persistió. Fue una catarsis a través de la cual llegó a ver todo crimen como igualmente negativo, igualmente destructivo… y, más tarde, como un mal que había que combatir. Tal vez, desde el principio, una huella de puritanismo había existido en él, siempre latente, profunda. En todo caso, salió a la superficie.
Pasó de la juventud a la edad madura como un individuo sin reglas de compromiso y, quizá por esto, se convirtió en una especie de solitario, entre sus amigos y eventualmente cuando se hizo policía. Pero era un policía eficiente que aprendió y subió con rapidez, y que era incorruptible, como supieron alguna vez Ben Rosselli y sus ayudantes.
Y más tarde aún, cuando ya estaba en el First Mercantile American, los fuertes sentimientos de Wainwright persistían.
Es posible que el jefe de Seguridad se hubiera amodorrado, pero una llave en la cerradura del apartamento le alertó. Con cautela se incorporó. El reloj luminoso de su muñeca le mostró que era poco después de medianoche.
Entró una figura, en sombras, un rayo de la luz exterior reveló que era Eastin. Luego la puerta se cerró y Wainwright supo que Eastin buscaba la luz. La luz se encendió.
Eastin vio en seguida a Wainwright, y su sorpresa fue total. Se quedó con la boca abierta, y la sangre abandonó totalmente su cara. Procuró hablar pero se atragantó y no se presentaron las palabras.
Wainwright permaneció allí mirando furioso. Su voz fue cortante como un cuchillo.
– ¿Cuánto ha robado hoy?
Antes que Eastin pudiera contestar o recobrarse, Wainwright lo agarró por las solapas, le dio la vuelta y lo empujó. El otro cayó despatarrado en el sofá.
A medida que la sorpresa se convertía en indignación, el joven estalló:
– ¿Cómo ha entrado aquí? ¿Qué diablos…? -sus ojos vieron el dinero, la pequeña carpeta negra y se interrumpió.
– Así es -dijo con dureza Wainwright-, he venido a buscar el dinero del banco, o lo poco que quede… -hizo un gesto hacia los billetes amontonados en la mesa-. Sabemos que esto es lo que usted robó el miércoles. Y en caso de que dude, debo decirle que hemos descubierto el ordeñar de las cuentas y lo demás.
Miles Eastin miraba fijamente, con expresión helada, atónito. Un temblor convulsivo lo atravesó. En una nueva sacudida su cabeza se abatió, sus manos cubrieron su cara.
– ¡Basta de comedia! -Wainwright se acercó, quitó las manos de la cara de Eastin y le echó hacia atrás la cabeza, pero sin dureza, recordando lo que había prometido al hombre del FBI. Nada de patata machacada.
Añadió:
– Usted tiene algo que decir. Empecemos.
– Eh, un poco de tiempo ¿eh? -suplicó Eastin-. Deme un minuto para pensar.
– ¡Ni lo sueñe! -lo que menos quería Wainwright era dar a Eastin tiempo para reflexionar. Era un joven inteligente y capaz de razonar, correctamente, que el silencio era lo que más le convenía. El jefe de Seguridad sabía que en este momento contaba con dos ventajas. Una era de haber hecho perder el equilibrio a Miles Eastin; la otra no estar restringido por reglas.
Si los agentes del FBI estuvieran aquí, tendrían que informar a Eastin de sus derechos legales -el derecho a no contestar preguntas, y a tener presente un abogado. Pero Wainwright, que ya no era policía, no tenía esa obligación.
Lo que el jefe de Seguridad necesitaba era una clara prueba sobre el robo de los seis mil dólares. Una confesión firmada bastaría.
Se sentó frente a Eastin; sus ojos tenían clavado en la picota al joven.
– Podemos hacer esto de una manera dura y difícil, o bien podemos avanzar rápido.
Como no hubo respuesta, Wainwright tomó la pequeña carpeta negra y la abrió.
– Empecemos con esto -puso el dedo en la lista de sumas y fechas; al lado de cada entrada había otras cifras, en código-. Éstas son apuestas, ¿correcto?
En medio de una confusa pesadez, Eastin asintió.
– Explíqueme ésta.
Era una apuesta de doscientos cincuenta dólares, murmuró Miles Eastin sobre el resultado de un partido de fútbol entre Texas y Notre Dame. Explicó los detalles. Había apostado por Notre Dame. Texas había ganado.
– ¿Y ésta?
Otra respuesta entre dientes: otro partido de fútbol. Otra pérdida.
– Siga -persistió Wainwright, manteniendo el dedo en la página, sin cejar la presión.
Las respuestas fueron lentas. Algunas de las entradas eran para partidos de baloncesto. Algunas apuestas estaban del lado ganador, aunque las pérdidas eran mucho mayores. La apuesta mínima era de cien dólares, la mayor de trescientos.
– ¿Apostaba usted solo o con un grupo?
– Un grupo.
– ¿Quiénes forman parte de ese grupo?
– Otros cuatro muchachos. Trabajan. Como yo.
– ¿Trabajan en el banco?
Eastin negó con la cabeza.
– En otros lugares.
– ¿Y también perdieron?
– A veces. Pero su promedio de ganancias era mejor que el mío.
– ¿Cómo se llaman esos cuatro?
No hubo respuesta. Wainwright lo dejó pasar.
– No ha hecho apuestas sobre caballos. ¿Por qué?
– Nos habíamos juntado. Todos saben que en las carreras hay trampa, que están arregladas. El fútbol y el baloncesto son potables. Inventamos un sistema. Con juegos limpios, calculamos que podíamos vencer las malas posibilidades.
El total de pérdidas demostraba hasta qué punto el cálculo había sido equivocado.
– ¿Apostaba usted con un tomador de apuestas o con más?
– Con uno.
– ¿Su nombre?
Eastin siguió mudo.
– El resto del dinero que ha estado robando del banco… ¿dónde está?
El joven torció la boca. Contestó miserablemente.
– Lo he gastado.
– ¿Y alguno más, supongo?
Un movimiento de cabeza abatido, afirmativo.
– Después nos ocuparemos de eso. Ahora hablemos de este dinero -Wainwright tocó los seis mil dólares que estaban entre ellos-. Sabemos que los robó usted el miércoles. ¿Cómo lo hizo?
Eastin vaciló, se encogió de hombros.
– Tanto da que lo sepa…
Wainwright dijo con agudeza:
– Adivina usted correctamente, pero está perdiendo tiempo.
– El miércoles pasado -dijo Eastin- había gente con gripe. Yo reemplacé a un cajero.
– Ya lo sé. Diga lo que pasó.
– Antes de que se abriera el banco fui a la cámara del tesoro para sacar una caja fuerte… una de las que estaban libres. Juanita Núñez estaba presente. Ella abrió su camión-caja. Yo estaba al lado. Sin que ella lo notara, vi la combinación.
– ¿Y?
– La recordé de memoria. En cuando pude la anoté.
Ante la urgencia de Wainwright los condenados hechos se multiplicaban.
La cámara del tesoro en la sucursal era muy grande. Durante el día un contador del tesoro trabajaba en un recinto como una jaula, allí dentro, cerca de la pesada puerta de control mecánico. El contador del tesoro estaba invariablemente ocupado, contando los billetes, entregando paquetes de dinero o recibiéndolos, controlando a los pagadores y a los camiones-caja que entraban y salían. Aunque nadie podía pasar frente al cajero del tesoro sin ser visto, una vez que estaba dentro, él apenas les prestaba atención.
Aquella mañana, aunque ostensiblemente estaba muy contento, Miles Eastin necesitaba dinero desesperadamente. Había sufrido pérdidas en las apuestas la semana anterior, y le exigían el pago de deudas acumuladas.
Wainwright interrumpió:
– Usted ya había pedido un préstamo como empleado del banco. Debía dinero a compañías financieras. También al tomador de apuestas. ¿Correcto?
– Correcto.
– ¿Debía algo más a alguien?
Eastin asintió, afirmativamente.
– ¿A algún prestamista?
El joven vaciló, después asintió:
– Sí.
– ¿Y ese prestamista le estaba amenazando?
Miles Eastin se mojó los labios.
– Sí, y también el tomador de apuestas. Los dos me amenazan todavía… -su mirada se dirigió a los seis mil dólares.
El rompecabezas empezaba a unirse. Wainwright señaló el dinero.
– ¿Usted había prometido al prestamista y al tomador de apuestas pagarles eso?
– Sí.
– ¿Cuánto a cada uno?
– Tres mil.
– ¿Cuándo?
– Mañana -Eastin miró nerviosamente el reloj de pared y se corrigió-. Hoy.
Wainwright interrumpió:
– Volvamos al miércoles. Así que usted sabía la combinación de la caja de Juanita Núñez. ¿Cómo la usó?
A medida que Miles Eastin revelaba los detalles, la cosa parecía increíblemente sencilla. Tras trabajar toda la mañana, había salido a almorzar al mismo tiempo que Juanita Núñez. Antes de salir ambos llevaron sus camiones-caja a la cámara. Las dos cajas quedaron una junto a otra, ambas cerradas.
Eastin volvió del almuerzo más temprano y se dirigió a la cámara. El cajero del tesoro controló su entrada, y siguió trabajando. No había nadie más en la cámara.
Miles Eastin fue directamente al camión-caja de Juanita Núñez y la abrió, usando la combinación que había escrito. Sólo tardó unos segundos en retirar tres paquetes de billetes por un total de seis mil dólares, después cerró y volvió a cerrar con la combinación. Se metió los paquetes de dinero en los bolsillos interiores; el bulto apenas se notaba. Después sacó su propio camión-caja de la cámara y volvió al trabajo.
Hubo un silencio, después Wainwright dijo:
– Así que, cuando se hacían los interrogatorios el miércoles por la tarde… algunos hechos por usted mismo, y cuando usted y yo hablamos más tarde ese mismo día… todo ese tiempo: ¿tenía usted el dinero encima?
– Sí -dijo Miles Eastin. Al recordar cuán fácil había sido, una leve sonrisa cruzó su cara.
Wainwright vio la sonrisa. Sin vacilar, en un solo movimiento, se inclinó y abofeteó con fuerza a Eastin a los dos lados de la cara. Usó la palma para el primer golpe, el dorso de la mano para el segundo. El doble golpe fue tan fuerte que la mano de Wainwright quedó ardiendo. En la cara de Miles Eastin aparecieron dos manchas escarlata brillantes. Se echó hacia atrás en el sofá y parpadeó, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
El jefe de Seguridad, dijo torvamente:
– Esto es para que sepa que no veo nada gracioso en lo que usted ha hecho al banco o a mistress Núñez. Nada gracioso… -otra cosa de la que acababa de darse cuenta era que Miles Eastin tenía miedo a la violencia física.
Se dio cuenta de que era la una de la noche.
– La próxima orden -anunció Nolan Wainwright- es una declaración firmada. Con su propia letra y donde dirá todo lo que acaba de contarme.
– ¡No! ¡No puedo hacer eso! -Eastin estaba ahora lleno de cautela.
Wainwright se encogió de hombros.
– En ese caso no tiene interés que me quede más tiempo -recogió los seis mil dólares y empezó a meterlos en los bolsillos.
– ¡Usted no puede hacer eso!
– ¿No puedo? Procure impedírmelo. Los llevaré de vuelta al banco… a los depósitos nocturnos.
– Oiga… usted no puede probar… -el joven vaciló. Estaba pensando ahora, demasiado tarde, que el número de la serie de billetes no había sido registrado.
– Tal vez pueda probar que es el mismo dinero que fue robado el miércoles, y tal vez no pueda probarlo. Si no es así, siempre podrá poner un pleito al banco para que se lo devuelvan.
Eastin suplicó:
– Lo necesito ahora… hoy…
– Ah, claro, parte para el tomador de apuestas y parte para el otro tiburón. O para los matones que ellos manden. Bueno, procure explicarles cómo lo perdió, aunque dudo que le escuchen… -por primera vez el jefe de Seguridad miró a Eastin con sorna divertida-. Realmente está usted en dificultades. Tal vez vengan ambos a la vez, y uno le rompa un brazo y otro una pierna. Son capaces de hacer cosas de ese tipo. ¿No lo sabía?
Miedo, verdadero miedo apareció en los ojos de Eastin.
– Sí, lo sé. ¡Ayúdeme, por favor!
Desde la puerta del apartamento, Wainwright dijo con frialdad.
– Lo pensaré. Después que haya escrito la declaración.
El jefe de Seguridad del banco dictó y Eastin escribió obediente las palabras:
Yo, Miles Eastin, hago voluntariamente esta declaración. No he sido forzado a hacerla. No se han empleado contra mí ni violencias ni amenazas.
Confieso haber robado del First Mercantile American la suma de seis mil dólares en efectivo aproximadamente a la 1,30 de la tarde, el miércoles, octubre…
Obtuve y oculté el dinero de la siguiente manera….
Un cuarto de hora antes bajo la amenaza de Wainwright de irse, Miles Eastin se había venido enteramente abajo, había quedado anonadado y cooperaba.
Y, mientras Eastin continuaba escribiendo su confesión, Wainwright telefoneó a Innes, el hombre del FBI, a su casa.
En la primera semana de noviembre la condición física de Ben Rosselli empeoró. Desde que el presidente del banco había revelado su enfermedad mortal, cuatro semanas antes, su fuerza se escapaba, su cuerpo se agotaba a medida que nuevas e invasoras células cancerosas oprimían lo que aún le quedaba de vida.
Los que habían visitado al viejo Ben en su casa -incluidos Roscoe Heyward, Alex Vandervoort, Edwina D'Orsey, Nolan Wainwright y otros directores del banco- quedaron atónitos ante la extensión y la velocidad de su deterioro. Era obvio que le quedaba muy poco tiempo de vida.
Después, a mediados de noviembre, cuando una tormenta salvaje con viento y granizo azotaba la ciudad, Ben Rosselli fue llevado en una ambulancia al pabellón privado del Mount Adams Hospital, viaje breve que iba a ser el último de su vida. Estaba ahora casi continuamente bajo sedantes, de manera que sus momentos de conciencia y de coherencia eran menores día a día.
Los últimos vestigios del control del First Mercantile American habían escapado de sus manos, y un grupo de los principales directores del banco, reunidos en privado, se pusieron de acuerdo en que había que convocar a todos los miembros de la Dirección y nombrar sucesor para la presidencia.
La decisiva reunión se fijó para el 4 de diciembre.
Los directores empezaron a llegar poco antes de las 10 de la mañana. Se saludaron cordialmente entre sí, cada uno con fácil confianza… la pátina de un brillante hombre de negocios en medio de sus pares.
La cordialidad era levemente más restringida que de costumbre en deferencia al moribundo Ben Rosselli, que todavía se aferraba débilmente a la vida a una milla de distancia. Pero los directores ahora reunidos eran almirantes y mariscales del comercio, como lo había sido Ben, quien sabía que, fuera cual fuera la obstrucción, los negocios que mantenían lubricada la sociedad debían continuar. El tono parecía querer decir: El motivo de las decisiones que debemos tomar hoy es lamentable, pero nuestro solemne deber hacia el sistema debe cumplirse.
Avanzaron con decisión hacia la sala con paneles de nogal, donde colgaban cuadros y fotografías de predecesores seleccionados, alguna vez importantes, que ya no existían.
Una reunión de directores de cualquier corporación mayor parece un club exclusivo. Fuera de tres o cuatro dirigentes ejecutivos de máxima categoría, que trabajan todo el tiempo, la Dirección comprende una cantidad de notables hombres de negocios -con frecuencia ellos mismos presidentes o consejeros- en otros campos diversos.
Generalmente los dirigentes externos son invitados a unirse al consejo rector por una o varias razones -sus propios logros en otra parte, el prestigio de la institución que representan, o una fuerte conexión generalmente financiera -con la compañía de cuya Dirección forman parte.
Entre los hombres de negocios se considera un alto honor ser director de compañía, y cuanto más prestigiosa es la compañía, mayor es la gloria. Por eso algunos individuos coleccionan direcciones como coleccionaban los indios cueros cabelludos. Otro motivo es que los directores son tratados con una deferencia que satisface al yo, y también generosamente retribuidos- las compañías más importantes pagan a cada director entre mil y dos mil dólares por cada reunión a la que asisten, normalmente diez por año.
Particularmente prestigioso es ser director de algún banco importante. Para un hombre de negocios ser invitado a servir en el alto consejo Director de un banco es en términos generales equivalente a ser nombrado caballero por la reina de Inglaterra; por lo tanto la incorporación es ampliamente buscada. El First Mercantile American, como correspondía a un banco que figuraba entre los veinte mayores de la nación, poseía un grupo de directores particularmente impresionante.
O eso creían ellos.
Alex Vandervoort, al contemplar a los otros directores cuando ocupaban sus asientos alrededor de la larga y ovalada mesa de reuniones, decidió que había un buen porcentaje de leña seca. También había conflictos de intereses, ya que algunos directores, o sus compañías, eran grandes deudores de dinero al banco. Uno de los objetivos a largo plazo que había planeado, si llegaba a ser presidente, era que la dirección del FMA fuera más representativa y se pareciera menos a un cómodo club.
¿Pero iban a elegirle a él como presidente? ¿O elegirían a Heyward?
Ambos eran hoy candidatos. Ambos, dentro de un rato, como cualquier buscador de empleo, iban a exponer sus puntos de vista. Jerome Patterton, viceconsejero de la Dirección, que iba a presidir la reunión de hoy, se había acercado dos días antes a Alex.
– Usted sabe tan bien como todos que debemos decidir entre usted y Roscoe. Ambos son buenos; no es fácil elegir. Ayúdenos. Hable de sus sentimientos hacia el FMA, como le dé la gana; cómo y por qué, queda a su cargo.
Roscoe Heyward, comprendió Alex, había sido abordado de la misma manera.
Heyward, típicamente, llevaba un texto preparado. Sentado directamente frente a Alex, lo estudiaba ahora, con su rostro aguileño concentrado en una expresión grave, los ojos grises detrás de los anteojos sin aro clavados sin vacilar en las palabras escritas a máquina. Entre las capacidades de Heyward estaba la de una intensa concentración mental, el poder ser como un bisturí, especialmente para las cifras. Un colega había observado una vez: «Roscoe es capaz de leer el informe de una pérdida o de una ganancia como un director de orquesta lee el pentagrama… percibiendo los tonos, las notas falsas, los pasajes incompletos, los crescendos y las potencialidades que otros no ven». Sin duda las cifras iban a estar incluidas en lo que Heyward iba a decir hoy.
Alex no estaba seguro si debía usar números o no en su exposición. Si lo hacía, tenía que ser de memoria, ya que no había traído anotaciones. Había deliberado largamente la noche anterior y después había decidido eventualmente esperar a que llegara el momento y hablar entonces instintivamente, como le pareciera más apropiado, dejando que los pensamientos y las palabras se ordenaran por sí solos.
Recordó que, en esta misma habitación, no hacía mucho tiempo, Ben había anunciado: «Me estoy muriendo. Los médicos me dicen que no me queda mucho tiempo». Las palabras habían sido, todavía lo eran, una afirmación de que la vida era finita. Eran una burla para la ambición… la de él, la de Roscoe, la de los otros.
Pero, que la ambición fuera en última instancia fútil o no, deseaba mucho la presidencia del banco. Ansiaba una oportunidad -como la había ansiado Ben en su momento- para determinar las direcciones, decidir la filosofía, conceder prioridades y, en medio de la suma de todas las decisiones, dejar detrás de sí una contribución digna. Y el hecho de que, visto en un amplio margen de años, lo realizado contara poco o mucho, el celo puesto en la tarea sería en sí una recompensa… el hacer, dirigir, competir, luchar, aquí y ahora.
Al otro lado de la mesa de reuniones, a la derecha, el Honorable Harold Austin se había dejado caer en su sitio acostumbrado. Llevaba un traje a cuadros de Cerruti, con clásica camisa abotonada, una corbata puntiaguda estampada, y parecía un modelo vivo de las páginas de Playboy. Tenía en la mano un grueso cigarro, listo para encender. Alex vio a Austin y saludó. El saludo fue devuelto, pero con notable frialdad.
Hacía una semana el Honorable Harold se había presentado para protestar por el veto de Alex a la propaganda de las tarjetas de crédito preparada por la agencia Austin. «La expansión en el mercado de las tarjetas de crédito fue aprobada por el consejo rector», había objetado el Honorable Harold. «Lo que es más, los jefes del departamento de tarjetas clave ya habían aprobado esa campaña especial antes de que llegara a usted. No sé realmente si no debería llamar la atención del consejo sobre su acción, tomada desde arriba».
Alex había sido cortante: «En primer lugar yo sé exactamente lo que los directores decidieron sobre las tarjetas de crédito, porque estaba allí presente. No estuvieron de acuerdo en que la expansión en el mercado se hiciera con una propaganda que es solapada, engañosa, semimentirosa y que puede desacreditar al banco. Ustedes pueden hacer algo mejor que eso, Harold. La verdad es que ya lo ha hecho. He visto y aprobado las versiones revisadas. En cuanto a actuar "desde arriba", he tomado una decisión de ejecutivo dentro de mi autoridad y, en cualquier momento que sea necesario, volveré a hacerlo. Si quiere que le dé mi opinión, no van a agradecérselo… es más probable que me den a mí las gracias».
Harold Austin se había enfurecido, pero, aparentemente, había dejado caer el tema, quizás sabiamente, porque la Publicidad Austin iba a ganar igualmente con la campaña revisada de las tarjetas de crédito. Alex sabía que se había creado un enemigo. Pero dudaba que eso tuviera hoy alguna importancia, ya que el Honorable Harold prefería evidentemente a Roscoe Heyward, y probablemente iba a apoyarlo de todos modos.
Uno de sus fuertes sostenedores, sabía Alex, era Leonard L. Kingswood, el franco y enérgico consejero de la Northam Steel, sentado ahora cerca de la cabecera y conversando animadamente con su vecino. Era Len Kingswood quien había telefoneado a Alex hacía algunas semanas para comunicarle que Roscoe Heyward estaba activamente trabajando a los directores para que apoyaran su candidatura a la presidencia.
– No digo que debas hacer lo mismo, Alex. Eres tú quien debe decidir. Pero te prevengo que lo que hace Roscoe puede ser efectivo. A mí él no me engaña. No tiene capacidad para ser jefe y se lo he dicho. Pero tiene una manera persuasiva y ése es un anzuelo que muchos pueden tragarse.
Alex había agradecido a Len Kingswood la información, pero no había intentado copiar las tácticas de Heyward. La solicitud podía ayudar en algunos casos, pero podía poner en contra a otros a quienes no agradara la presión personal en estos asuntos. Además, Alex sentía aversión por hacer una campaña efectiva por el puesto de Ben, cuando el viejo todavía estaba vivo.
Pero Alex había aceptado la necesidad de la reunión de hoy y de las decisiones que debían tomarse.
El murmullo de la conversación se apaciguó. Dos últimos recién llegados se acomodaban. Jerome Patterton, a la cabecera, golpeó ligeramente con un martillo y anunció:
– Señores, el consejo está en sesión.
Patterton, llevado hoy a la preeminencia, tendía normalmente a borrarse y, en la escala de la dirección del banco, era como un comodín. Estaba ahora en la sesentena y cerca de retirarse, había actuado en la unión de varios bancos menores hacía años; a partir de entonces sus responsabilidades habían disminuido, se habían apaciguado, por mutuo consentimiento. En general se ocupaba de las cuestiones de depósitos y de jugar al golf con los clientes. El golf era una prioridad, al punto de que, en cualquier día de trabajo, Jerome Patterton rara vez estaba en su despacho después de las 2,30 de la tarde. Su título de viceconsejero del consejo rector era en gran parte honorario.
Tenía la apariencia de un hidalgo de campaña. Casi calvo, aparte el halo de pelo blanco, tenía una cabeza puntiaguda y rosada, como la punta de un huevo. Paradójicamente sus cejas eran revueltas y ferozmente brotadas; los ojos que estaban debajo eran grises, prominentes y empezaban a apagarse. Para añadir algo más a la impresión de granjero, se vestía deportivamente. Alex Vandervoort suponía que el viceconsejero tenía un cerebro excelente, usado al mínimo en los últimos tiempos, como un motor que no se utiliza.
Como era de esperar, Jerome Patterton empezó pagando tributo a Ben Rosselli, tras lo cual leyó el último boletín del hospital, que informaba sobre «pérdida de fuerza y conciencia vacilante». Entre los directores algunos contrajeron los labios, otros movieron la cabeza.
– Pero la vida de nuestra comunidad prosigue -el viceconsejero enumeró los motivos de la reunión presente, especialmente la necesidad de nombrar, rápidamente, un nuevo jefe ejecutivo para el First Mercantile American.
– La mayoría de ustedes, señores, conocen los procedimientos sobre los que nos hemos puesto de acuerdo -después anunció lo que todos sabían: que Roscoe Heyward y Alex Vandervoort iban a hablar a la Dirección, tras lo cual ambos dejarían la reunión mientras se discutían sus candidaturas.
– En cuanto al orden de la exposición, emplearemos esa vieja prioridad bajo la cual todos hemos nacido: el orden alfabético… -los ojos de Jerome Patterton se volvieron hacia Alex-. A veces he tenido que pagar por ser «P». Espero que esa «V» suya no haya sido tan penosa.
– Es verdad, señor consejero -dijo Alex-. A veces me ha concedido la última palabra.
Algunas risas, las primeras en el día, recorrieron la mesa. Roscoe Heyward las compartió, aunque su sonrisa parecía forzada.
– Roscoe -sugirió Jerome Patterton-, puede empezar cuando quiera.
– Gracias, señor consejero -Heyward se puso de pie, echó hacia atrás la silla y tranquilamente miró a los diecinueve hombres que rodeaban la mesa. Tomó un sorbo de agua de un vaso que tenía delante, se aclaró la garganta como es debido, y empezó a hablar con voz precisa y nivelada.
– Señores, como ésta es una reunión privada y cerrada, que no será comentada en la prensa ni conocida por otros accionistas, creo tener hoy razón al recalcar que considero como primera responsabilidad, y de la Dirección, el problema de los beneficios para el First Mercantile American -repitió con énfasis-: Los beneficios, señores, nuestra prioridad número uno.
Heyward lanzó una rápida mirada a su texto.
– En mi opinión, muchas decisiones bancarias y en los negocios en general están excesivamente influidas hoy en día por los problemas sociales y las controversias de nuestro tiempo. Como banquero considero que esto está mal. Quiero recalcar que en modo alguno disminuyo la importancia de la conciencia social del individuo; la mía, espero, está bien desarrollada. Acepto también que cada uno de nosotros debe reexaminar sus valores personales de vez en cuando, haciendo ajustes a la luz de nuevas ideas y ofreciendo las contribuciones privadas que pueda. Pero la política corporativa es otra cosa. No debe estar sujeta a cualquier viento o capricho social. Si así fuera, si este tipo de pensamiento pudiera dirigir nuestras acciones comerciales, sería peligroso para la empresa libre norteamericana y desastroso para este banco el hacerle perder fuerza, retardar el crecimiento y reducir las ganancias. En una palabra, como otras instituciones, nuevamente debemos mantenernos apartados del panorama social político, que no nos interesa, fuera de la forma en que este escenario afecte los negocios financieros de nuestros clientes.
El orador dejó deslizar una débil sonrisa en medio de su gravedad.
– Concedo que, si estas palabras fueran dichas públicamente, serían poco diplomáticas e impopulares. Iré más lejos y reconoceré que nunca las había pronunciado en un lugar público. Pero aquí entre nosotros, donde se hace la política y se toman las verdaderas decisiones, las considero totalmente realistas.
Varios directores aprobaron con la cabeza. Uno, entusiasmado, golpeó la mesa con el puño. Otros, incluido el hombre del acero, Leonard Kingswood, permanecieron impertérritos.
Alex Vandervoort reflexionó: Roscoe Heyward había decidido un enfrentamiento directo, un choque de puntos de vista. Como Heyward evidentemente sabía, todo lo que acababa de decir estaba en contra de las convicciones de Alex, al igual que las de Ben Rosselli, demostradas con la creciente liberalidad que Ben había otorgado al banco en los últimos años. Era Ben quien había metido al FMA en asuntos cívicos, tanto en la ciudad como en el estado, incluido proyectos como el Forum East. Pero Alex no se engañaba. Una parte substancial de la Dirección había estado inquieta, a la que desagradaba a veces con la política de Ben y daría la bienvenida a la línea dura y totalmente consagrada a los negocios de Heyward. La cuestión era: ¿qué fuerza tenía ese sector?
Con una declaración hecha por Roscoe Heyward, Alex estuvo totalmente de acuerdo. Heyward había expresado: Esta reunión es privada y cerrada… aquí se toman las verdaderas decisiones y se hace política.
La palabra operativa era lo «real».
Los accionistas y el público recibían una versión soporífera y azucarada de la política del banco en informes anuales elaboradamente preparados y por otros medios, pero aquí, detrás de las puertas cerradas de la sala de conferencias, se decidían los verdaderos objetivos en términos no comprometidos. Por este motivo la discreción y cierto silencio eran requisitos para cualquier director de compañía.
– Hay un paralelo bastante cercano -explicaba Heyward- entre lo que he dicho y lo que ha pasado en la iglesia, a la que pertenezco y para la que he hecho algunas contribuciones sociales, a título personal.
»En el sesenta y tantos nuestra iglesia gastó dinero, tiempo y esfuerzos en causas sociales, particularmente la del avance de los negros. En parte se debió a presiones externas; y también algunos miembros de nuestra congregación consideraron que era "lo que había que hacer". De muchas maneras nuestra iglesia se convirtió en un agente social. Pero más recientemente algunos hemos recobrado el control, y hemos decidido que tal activismo es inapropiado, y volveremos a las bases de la adoración religiosa. Por lo tanto hemos aumentado las ceremonias religiosas… lo que consideramos, tal como lo vemos, la primera función de nuestra iglesia, y dejamos el activismo social para el gobierno y otros agentes, a los cuales corresponde esa misión, en opinión nuestra.»
Alex se preguntó si a otros directores, al igual que a él, les resultaría difícil pensar que las causas sociales no «correspondían» a una iglesia.
– He hablado de la ganancia como de nuestro principal objetivo -prosiguió Roscoe Heyward-. Sé que hay algunos que pondrán objeción a esto. Dirán que la búsqueda predominante de las ganancias es una tarea crasa, miope, egoísta, fea y sin valor social que la redima… -el orador sonrió con tolerancia-. Ustedes, señores, ya han oído argumentos de este tipo.
»Bueno, como banquero estoy profundamente en desacuerdo. La búsqueda del beneficio no es una cosa miope. Y, en lo que a este banco o a cualquier otro se refiere, el valor social de las ganancias es alto.
»Permítanme extenderme sobre esto.
»Todos los bancos miden las ganancias en términos de beneficios por participación. Tales ganancias, que son de conocimiento público, son ampliamente estudiadas por los accionistas, los depositantes, los inversores y la comunidad de negocios, nacional e internacionalmente. Un aumento o caída en las ganancias de su banco se considera como muestra de fuerza o de debilidad.
»Cuando las ganancias son fuertes, la confianza en el banco es elevada. Pero, si algunos grandes bancos demuestran disminución en las ganancias y participación, ¿qué pasará? Una desconfianza general, que rápidamente se convertirá en alarma… una situación en la cual los depositantes retirarán los fondos y los accionistas las inversiones, de manera que caerán las reservas bancarias y los bancos mismos estarán en peligro. En una palabra: una crisis pública de las más graves.»
Roscoe Heyward se quitó los lentes y los limpió con un pañuelo de hilo blanco.
– Que ninguno diga: esto no puede suceder. Ha sucedido antes, en la depresión que se inició en 1929; hoy en día, que los bancos son mucho más grandes, el efecto sería un cataclismo.
»Por eso un banco como el nuestro debe estar alerta en su deber de hacer dinero para sí mismo y para sus accionistas.»
Nuevamente se oyeron murmullos aprobatorios alrededor de la sala. Heyward pasó a otra página de su texto.
– ¿De qué manera, como banco, alcanzamos el máximo de beneficios? Primero les diré cómo no los conseguimos.
»No los conseguimos si nos metemos en proyectos que, aunque sean admirables por la intención, no son financieramente seguros o atan los fondos bancarios a intereses bajos, durante muchos años. Me refiero, naturalmente, a las fundaciones de casas de renta de bajo alquiler. No debemos, en ningún caso, colocar más que una mínima porción de los fondos del banco en las hipotecas bancarias de cualquier tipo, que son notorias por el bajo rendimiento que proporcionan.
»Otra manera de no obtener beneficios es hacer concesiones y disminuir el tipo de interés, por ejemplo, con los llamados préstamos menores para negocios. Ésta es un área hoy en día en la que los bancos están sometidos a enormes presiones y debemos resistirlas, no por motivos sociales, sino por agudeza de hombres de negocios. Lógicamente haremos los préstamos menores cuando sea posible, pero que los términos y las reglas sean tan estrictas en éste como en cualquier otro caso.
«Tampoco como banco, debemos preocuparnos indebidamente con vagos asuntos ambientales. No es asunto nuestro juzgar la manera en que nuestros clientes llevan sus asuntos vis-à-vis con la ecología; lo único que les pedimos es que estén en buena salud financiera.
»En una palabra, no obtenemos beneficios siendo el guardián de nuestro hermano, como quien dice… o su juez, o su carcelero.
»A veces tendremos que levantar la voz para apoyar algunos objetivos públicos: viviendas a bajo costo, mejora ambiental, conservación y otros puntos que puedan surgir. Después de todo este banco tiene una influencia y un prestigio que podemos prestar sin pérdidas financieras. Incluso podremos contribuir con sumas monetarias, y tenemos un departamento de relaciones públicas que se encarga de hacer conocer nuestras contribuciones… incluso… -tuvo una risita- se encarga de "exagerarlas" en ocasiones. Pero, para los beneficios reales, debemos poner nuestro mayor impulso en otra parte.»
Alex Vandervoort pensó: sean cuales fueren las críticas que se hicieran a Heyward, nadie podía quejarse de que no hubiera expuesto claramente sus puntos de vista. En cierto modo sus afirmaciones eran una declaración sincera. También la cosa estaba calculada con audacia, incluso con cinismo.
Muchos dirigentes en los negocios y en las finanzas -incluida una buena proporción de los directores presentes en el salón- protestaban ante las restricciones de la libertad para hacer dinero. También se sentían molestos ante la necesidad de ser circunspectos en las declaraciones públicas, para no irritar a los grupos consumidores o a otros críticos de negocios. Por lo tanto sentían alivio al oír sus convicciones internas proclamadas en voz alta y sin equívocos.
Evidentemente Roscoe Heyward había tomado esto en cuenta. También, Alex estaba seguro, había contado las cabezas alrededor de la mesa de conferencias, calculando quién podía votar de aquella manera, antes de comprometerse.
Pero Alex había hecho sus propios cálculos. Creía todavía que existía un grupo medio de directores, suficientemente fuerte como para hacer girar el eje de la reunión desde Heyward hacia él. Pero tenía que convencerles.
– Concretamente -declaró Heyward- este banco debe depender, como lo ha hecho por tradición, de sus negocios con la industria norteamericana. Con esto me refiero al tipo de industria con un informe probado de elevadas ganancias que, a su vez, comprenderá las nuestras.
»Expresado en otras palabras, estoy convencido de que el First Mercantile American, tiene, por el momento, una proporción insuficiente de fondos a disposición de grandes préstamos para la industria, y debemos lanzarnos inmediatamente con un programa para acrecentar tales préstamos…»
Era un proyecto conocido que Roscoe Heyward, Alex Vandervoort y Ben Rosselli habían discutido con frecuencia en el pasado. Los argumentos que Heyward daba ahora no eran nuevos, aunque los presentara de manera convincente, usando cifras y cuadros. Alex sintió que los directores estaban impresionados.
Heyward siguió hablando otros treinta minutos sobre el tema de la expansión industrial y una contracción en los compromisos con la comunidad. Terminó con lo que, según calificó, era «una llamada a la razón».
– Lo que más se necesita hoy en día en un banco es una dirección pragmática. La clase de dirección que no se dejará convencer ante las emociones o las presiones para hacer usos "blandos" del dinero debido al clamor público. Como banqueros debemos insistir en que hay que decir "no" cuando nuestro punto de vista fiscal es negativo, "sí" cuando presentimos un beneficio. Nunca debemos comprar una popularidad fácil a costa de los accionistas. En lugar de esto debemos prestar nuestro dinero y el de nuestros depositantes sólo en base al mejor beneficio y si, como resultado de esa política, se nos describe como "banqueros duros", que así sea. Personalmente me alegraré de figurar en ese número.
Heyward se sentó, en medio de aplausos.
– Señor consejero -el hombre del acero, Leonard Kingswood, había levantado la mano-. Tengo algunas preguntas que hacer y no estoy de acuerdo en varias cosas.
Desde el extremo de la mesa el Honorable Harold Austin contestó:
– En lo que se refiere a este informe, señor consejero, yo no tengo ninguna pregunta que hacer y estoy totalmente de acuerdo, hasta ahora.
Estallaron las risas y una nueva voz, la de Philip Johannsen, presidente del MidContinent Rubber, añadió:
– Estoy contigo, Harold. Me parece que ha llegado el momento de seguir una línea más dura -algunos añadieron:
– Yo también.
– Señores, señores -Jerome Patterton golpeó ligeramente con el martillo-. Sólo parte de la tarea está realizada. Las preguntas vendrán después; en cuanto a los desacuerdos, sugiero que los dejemos para la discusión posterior, cuando Roscoe y Alex se hayan retirado. Primero oigamos a Alex.
– La mayoría de ustedes me conocen bien como hombre y como banquero -empezó Alex. Se había puesto de pie casualmente ante la mesa de conferencias, inclinándose por momentos para ver a los directores de la derecha y de la izquierda, al igual que a los que tenía enfrente. Dejó que su tono fuera el de una conversación.
»Ustedes también saben, o deberían saber, que, como banquero, soy recio y duro si alguno prefiere esta palabra. La prueba de esto existe en las finanzas que he dirigido por el FMA, todas beneficiosas, en las que no hay involucrada ninguna pérdida. Obviamente en los negocios bancarios, como en los otros, cuando se trata de beneficios, se trata de fuerza. Esto se aplica también a la persona de los banqueros.
»Pero estoy contento de que Roscoe haya presentado el tema, porque me da oportunidad para proclamar mis creencias con respecto a los beneficios. Ditto por la libertad, la democracia, el amor y la maternidad.»
Algunos tuvieron unas risitas. Alex respondió con una fácil sonrisa. Echó hacia atrás la silla para poder dar unos pasos si necesitaba moverse.
– Otra cosa acerca de los beneficios aquí, en el FMA, es que deben ser drásticamente mejorados. Pero de esto hablaremos después. Por el momento me limitaré a las creencias.
»Una creencia mía es que la civilización de esta década está cambiando con más sentido y más rápidamente que en ningún otro momento desde la Revolución Industrial. Lo que estamos viendo y compartiendo es una revolución social de conciencia y de comportamiento.
»A algunos esta revolución no les gusta; personalmente me gusta. Pero, guste o no, ahí está, existe, no dará media vuelta y no se irá.
»Porque la fuerza impulsora detrás de lo que está ocurriendo es la determinación de la mayoría de la gente de mejorar las condiciones de vida, detener las expoliaciones en nuestro medio y preservar lo que queda de recursos de todas clases. Para esto se requieren nuevos standards en la industria y en los negocios, de modo que el juego se llama ahora "responsabilidad social corporativa". Lo que es más, se están alcanzando elevados standards de responsabilidades, sin pérdida significativa de beneficios.»
Alex se movió inquieto en el espacio limitado detrás de la mesa de conferencias. Se preguntó si debía afrontar directamente otra de las provocaciones de Heyward, y decidió que sí.
– En el asunto de la responsabilidad y el estar involucrado, Roscoe presentó el ejemplo de su iglesia. Nos ha dicho que aquellos que, como él dice, «han tomado nuevamente el control» han optado y están favoreciendo una política aislacionista. Bueno, en mi opinión, Roscoe y sus compañeros de iglesia están marchando decididamente hacia atrás.
Heyward intervino en seguida. Protestó:
– Ésa es una mala interpretación y desagradablemente personal.
Alex dijo con calma:
– Creo que no es ninguna de las dos cosas.
Harold Austin golpeó agudamente con los nudillos.
– Señor consejero: protesto; Alex ha descendido a asuntos personales.
– Roscoe ha sacado a colación su iglesia -argumentó Alex-. Yo estoy simplemente comentando.
– Quizá sea mejor que no lo haga -la voz de Philip Johannsen, presidente de la MidContinent Rubber, interrumpió cortante, desagradable, desde el otro lado de la mesa-. De otro modo podríamos juzgarles a ambos por la gente que frecuentan, lo que pondría en posición muy ventajosa a Roscoe y a su iglesia.
Alex se puso colorado.
– ¿Puedo saber exactamente qué quiere usted decir?
Johannsen se encogió de hombros.
– Según he oído, su más íntima amiga, en ausencia de su mujer, es una activista de izquierda. Tal vez por eso le agrade a usted tanto el compromiso.
Jerome Patterton golpeó con el martillo, esta vez con fuerza.
– Basta, señores. La presidencia ordena que no se hagan más referencias de este tipo, en ningún sentido.
Johannsen sonreía. Pese a las reglas había establecido su punto de vista.
Alex Vandervoort, hirviendo de rabia, pensó hacer una declaración firme de que su vida privada era asunto suyo, después rechazó la idea. Podía ser necesario en otro momento.
No ahora. Comprendió que había cometido un error al refutar la analogía de la iglesia de Heyward.
– Quiero volver -dijo- a mi pregunta original: ¿en qué manera, como banqueros, podemos permitirnos ignorar este cambio de escenario? Hacerlo es como permanecer en medio de una tempestad, fingiendo que no existe el viento.
»En el terreno financiero y pragmático no podemos optar. Como lo saben por experiencia personal los que están alrededor de esta mesa, el éxito en los negocios no se consigue nunca ignorando los cambios, sino anticipándose y adaptándose a ellos. Como custodios del dinero, sensibles al clima de cambio de la inversión, nos conviene escuchar, prestar atención y adaptarnos.»
Sintió que, fuera del tropiezo que había tenido unos momentos antes, su apertura, con su énfasis práctico, llamaba la atención.
Casi todos los miembros externos de la Dirección habían tenido experiencias con la legislación que afectaba el control de la contaminación, la protección del consumidor, la sinceridad en la propaganda, el empleo de menores o la igualdad de derechos para la mujer. Con frecuencia estas leyes habían sido promulgadas bajo furiosa oposición de las compañías encabezadas por los directores de banco. Pero, una vez aprobada la ley, las mismas compañías aprendían a vivir de acuerdo a las nuevas reglas, y orgullosamente proclamaban su contribución al bienestar público. Algunos, como Leonard Kingswood, habían llegado a la conclusión de que la responsabilidad corporativa era buena para los negocios y la apoyaban con fuerza.
– Hay catorce mil bancos en los Estados Unidos -recordó Alex a los directores del FMA- con enorme poder fiscal para otorgar préstamos. Naturalmente, cuando los préstamos son para la industria y los negocios, ese poder debe implicar también responsabilidad de nuestra parte. Seguramente entre los criterios para otorgar préstamos deben figurar las reglas de conducta pública de los que solicitan los préstamos. Si una fábrica va a ser financiada no puede estar contaminando. Cuando un nuevo producto va a ser lanzado, tiene que ser un producto seguro. ¿Hasta qué punto puede confiarse en la publicidad de una compañía? Entre una compañía A y otra B, a una de las cuales debemos prestar fondos, ¿cuál tiene mejor informe de no discriminación?
Se inclinó hacia adelante, y miró alrededor de la mesa ovalada, mirando a los ojos de cada uno de los directores, por turno.
– Es verdad que no siempre se hacen estas preguntas, o se actúa sobre ellas, en la actualidad. Pero los bancos principales empiezan a hacérselas como motivo para hacer buenos negocios… ejemplo que el FMA hará bien en imitar. Porque, de la misma manera que la dirección en cualquier empresa puede producir fuertes dividendos, la dirección de un banco también puede recompensar.
»Igualmente importante: es mejor hacer ahora esto libremente que tener que hacerlo forzados por alguna ley posterior.»
Alex hizo una pausa, dio un paso alejándose de la mesa, se dio la vuelta de pronto y preguntó:
– ¿En qué otras áreas debe este banco aceptar la responsabilidad corporativa?
»Creo, como Ben Rosselli, que debemos participar en el mejoramiento de la vida en esta ciudad y en este estado. Un medio inmediato es financiar las viviendas a bajo costo, compromiso que ya esta Dirección ha aceptado en los comienzos del Forum East. Tal como están los tiempos, considero que nuestra contribución debería ser mayor.
Lanzó una mirada hacia Roscoe Heyward.
– Naturalmente estoy de acuerdo en que las hipotecas de viviendas no son notablemente beneficiosas. Pero hay maneras de alcanzar excelentes beneficios también en esa inversión.
»Uno de los medios -explicó a los atentos directores- es una expansión decidida y en gran escala del departamento de ahorros del banco.
»Tradicionalmente los fondos para las hipotecas de viviendas se canalizan por los depósitos de ahorros, porque las hipotecas son inversiones a largo plazo, y los ahorros son también estables y a largo tiempo. El beneficio que ganaríamos con el aumento de volumen… sería mucho mayor que nuestro volumen actual de ahorros. De este modo alcanzaríamos tres objetivos: el beneficio, la estabilidad fiscal y una mayor contribución social.
»Hace unos años, los grandes bancos comerciales, como nosotros, desdeñaban los negocios del consumidor, incluidos los pequeños ahorros, como cosas de poca importancia. Después, mientras nosotros dormíamos, las asociaciones de ahorro y préstamo aprovecharon astutamente la oportunidad que habíamos ignorado y se nos adelantaron, de manera que ahora son un competidor importante. Pero todavía, en los ahorros personales, hay oportunidades gigantescas. Es posible que, dentro de una década, los negocios del consumidor hayan excedido los depósitos comerciales de todas partes y que se conviertan en la fuerza monetaria más importante entre las existentes.
Los ahorros -afirmó Alex- eran sólo una de las diversas áreas donde los intereses del FMA podrían progresar de manera sorprendente.
Sin dejar de moverse inquieto mientras hablaba, se refirió a otros departamentos bancarios, describiendo los cambios que proponía. La mayoría de estos cambios figuraban en un informe preparado por Alex Vandervoort, a petición de Ben Rosselli, algunas semanas antes de que el presidente del banco anunciara su próxima muerte. Bajo el peso de los acontecimientos el informe, dentro de lo que Alex sabía, había quedado sin ser leído.
Una recomendación era abrir nuevas sucursales en zonas suburbanas, en todo el estado. Otra eran drásticos cambios en la organización del FMA. Alex proponía contratar a una firma especialista para que aconsejara sobre los cambios necesarios y orientara a la Dirección.
– Nuestra eficacia es menor de lo que debería ser. La máquina está chirriando.
Cerca del fin volvió al tema original:
– Nuestra relación bancaria con la industria debe seguir siendo íntima. Los préstamos industriales y los negocios financieros seguirán siendo pilares de nuestra actividad. Pero no deben ser los únicos pilares. Ni tampoco deben ser abrumadoramente los más grandes. Y no debemos estar preocupados con los grandes negocios hasta el punto de que la importancia de las cuentas pequeñas, incluidas las de los individuos, sufra disminución en nuestras mentes.
»El fundador de este banco lo creó para servir a personas de medios modestos a los cuales les habían sido negadas otras facilidades bancarias. Inevitablemente el propósito del banco y las operaciones se han ampliado en un siglo, pero ni el fundador ni su nieto perdieron nunca de vista sus orígenes, o ignoraron el precepto de que la pequeñez multiplicada puede representar la mayor fuerza de todas.
»Un crecimiento masivo e inmediato en los pequeños ahorros, que pido al banco lo establezca como objetivo, hará honor a esos orígenes, afirmará nuestra fuerza fiscal y… dado el clima de los tiempos, contribuirá al beneficio público, que es también el nuestro.»
Como habían hecho con Heyward, algunos miembros del Directorio aplaudieron cuando Alex se sentó. Algunos aplausos fueron de simple cortesía, comprendió Alex; pero tal vez la mitad de los directores había mostrado más entusiasmo. Comprendió que la elección entre él y Heyward todavía podía tomar para cualquier lado.
– Gracias, Alex -Jerome Patterton miró alrededor de la mesa-. ¿Alguna pregunta, señores?
Las preguntas ocuparon otra media hora, tras lo cual Roscoe Heyward y Alex Vandervoort dejaron juntos la sala. Cada uno volvió a su despacho a esperar la decisión del consejo.
Los directores discutieron el resto de la mañana, pero no lograron ponerse de acuerdo. Después se retiraron a un comedor privado para almorzar, y la discusión continuó durante la comida. El resultado de la reunión no se había decidido todavía cuando un camarero del comedor se acercó silenciosamente a Jerome Patterton, trayendo una bandejita de plata. En la bandeja había un único papel doblado.
El viceconsejero aceptó el papel, lo desdobló y lo leyó. Tras una pausa se puso de pie y esperó a que se acallara la conversación alrededor de la mesa.
– Señores -la voz de Patterton temblaba- lamento tener que informarles que nuestro querido presidente, Ben Rosselli, ha muerto hace diez minutos.
Poco después, por consentimiento mutuo y sin más discusiones, la sala de reuniones fue abandonada.
La muerte de Ben Rosselli se publicó internacionalmente en primera plana y algunos periodistas, incipientes, en busca del lugar común más cercano, la calificaron de «fin de una era».
Que lo fuera o no, la desaparición de Rosselli significaba que el último banco importante norteamericano identificado con un solo hombre, había pasado a la tendencia de mediados del siglo xx, que tendía a formar un comité y a tener un control de gerencia contratado. En cuanto a quién iba a encabezar esa dirección contratada, la decisión fue postergada hasta después del entierro de Rosselli, cuando la Dirección del banco iba a reunirse de nuevo.
El entierro tuvo lugar un miércoles, en la segunda semana de diciembre.
Tanto el entierro como el velatorio que lo precedió estuvieron adornados con todos los ritos y el brillo de la Iglesia Católica, adecuada al caballero papal y gran benefactor que fuera Ben Rosselli.
El velatorio de dos días se realizó en la Catedral de San Mateo, muy adecuada ya que Mateo -que había sido un cobrador de impuestos levítico- es considerado como el santo patrón de los bancarios.
Unas dos mil personas, incluido un representante del presidente, el gobernador del estado, embajadores, dirigentes cívicos, empleados bancarios y muchas almas más humildes, desfilaron ante el catafalco y el ataúd abierto.
La mañana del entierro -para no descuidar nada- un arzobispo, un obispo y un monseñor celebraron una misa solemne. Un coro entonó Dies Irae y salmodió respuestas a las plegarias con tranquilizador volumen. Dentro de la catedral que estaba repleta, se había reservado una sección cerca del altar para los parientes y amigos de Rosselli. Inmediatamente detrás estaban los directores y los principales funcionarios del First Mercantile American.
Roscoe Heyward, vestido sombríamente de negro, estaba en la primera fila de los deudos, acompañado por su mujer, Beatrice, una dama imperiosa, recia, y su hijo, Elmer. Heyward, que pertenecía a la Iglesia Episcopal, había estudiado de antemano el ceremonial católico, e hizo unas genuflexiones elegantes, antes de sentarse y antes de partir… el hacerlo la última vez fue una especie de meticulosidad que muchos católicos ignoraron.
Los Heyward también conocían las respuestas de la misa, de manera que sus voces dominaban a las otras, a las de quienes no las conocían.
Alex Vandervoort, con un traje gris pizarra, estaba sentado dos filas detrás de los Heyward, y se contaba entre los que no contestaban. Como agnóstico se sentía fuera de lugar en aquel ambiente. Se preguntaba qué habría pensado Ben, que era un hombre esencialmente sencillo, de aquella ornamentada ceremonia.
Junto a Alex, Margot Bracken miraba alrededor con curiosidad. Originariamente Margot había planeado asistir a la misa con un grupo del Forum East, pero la noche anterior se había quedado en el apartamento de Alex, y él la había convencido para que le acompañara. La delegación del Forum East -muy numerosa- estaba en alguna parte detrás de ellos en la iglesia.
Junto a Margot estaban Edwina y Lewis D'Orsey, y Lewis parecía, como de costumbre, consumido, flaco, francamente aburrido. Probablemente, pensó Alex, Lewis estaba preparando mentalmente el próximo número de su revista de inversiones. Los D'Orsey habían venido aquí con Margot y Alex -los cuatro solían reunirse con frecuencia, no sólo porque Margot y Edwina eran primas, sino porque les agradaba la mutua compañía-. Tras la misa solemne, irían juntos al cementerio.
En la fila de delante de Alex estaba Jerome Patterton el viceconsejero y su mujer.
Pese a que no seguía la liturgia, Alex descubrió que tenía los ojos llenos de lágrimas cuando levantaron la caja y lo sacaron de la iglesia. Su sentimiento por Ben, lo había comprendido en los últimos días, era muy cercano al amor. En muchos sentidos el viejo había sido una figura paternal; su muerte dejaba en la vida de Alex un vacío que no iba a colmarse.
Margot buscó con suavidad su mano y se la apretó.
A medida que pasaban los deudos, vio a Roscoe y Beatrice Heyward lanzando miradas hacia ellos. Alex saludó con la cabeza y el saludo fue devuelto. La cara de Heyward se suavizó en un reconocimiento de mutuo pesar, y el antagonismo entre ambos -en reconocimiento de su propia mortalidad y la de Ben- fue, por un momento, dejado de lado.
Fuera de la catedral, el tráfico regular había sido dirigido hacia otro lado. El ataúd era ya un túmulo de flores. Los parientes y los funcionarios del banco subían a unas limousines, traídas bajo dirección policial. Una escolta policial en motocicletas, con las máquinas rugiendo ruidosamente, precedía el cortejo.
El día era gris y frío, con remolinos de viento y torbellinos de polvo en las calles. Allá en lo alto amenazaban las torres de la catedral, con su fachada inmensa ya ennegrecida por la mugre de los años. Se había anunciado nieve, pero, hasta el momento, la nieve no había aparecido.
Mientras Alex hacía señas al coche que le habían destinado, Lewis D'Orsey miraba por encima de sus lentes de media luna a los cámaras de televisión y a los fotógrafos, que retrataban a los deudos a medida que emergían. Observó:
– Si yo encuentro esto deprimente, y lo encuentro, las noticias deprimirán mañana todavía más los valores del FMA.
Alex murmuró un inquieto asentimiento. Al igual que Lewis, él sabía que las acciones del First Mercantile American, anotadas en la bolsa de Nueva York, habían caído cinco puntos y medio desde el anuncio de la enfermedad de Ben. La muerte del último Rosselli -nombre que por generaciones había sido sinónimo del banco- unida a la incertidumbre sobre el curso que seguiría la nueva dirección, había provocado la caída más reciente. Ahora, aunque fuera ilógico, la publicidad acerca del funeral iba a deprimir todavía más el mercado.
– Nuestras acciones volverán a subir -dijo Alex-. Las ganancias son buenas y realmente nada ha cambiado.
– Oh, ya lo sé -contestó Lewis-. Por eso aconsejaré mañana por la tarde la posición de venta en descubierto.
Edwina pareció sorprendida.
– ¿Vender al descubierto con el FMA?
– Claro que sí. Y aconsejaré a algunos clientes que también lo hagan. Hasta ahora hay un limpio beneficio.
Ella protestó:
– Tú y yo sabemos que nunca discuto nada confidencial contigo, Lewis. Pero otros no lo saben. Debido a mi conexión con el banco se te podría acusar de meterte en maniobras internas.
Alex movió la cabeza.
– No en este caso, Edwina. La enfermedad de Ben era de público conocimiento.
– Cuando derrotemos por fin al sistema capitalista -dijo Margot- vender en descubierto será una de las primeras cosas que habrá que liquidar.
Lewis levantó las cejas.
– ¿Por qué?
– Porque es totalmente negativo. El vender en descubierto es una especulación que requiere que otro pierda. Es algo vampiresco y no contribuye. No crea nada.
– Crea una ganancia capital útil y a mano -Lewis sonrió ampliamente; en muchas ocasiones había discutido antes con Margot-. Y esto no es tan fácil hoy en día, al menos con las inversiones norteamericanas.
– De todos modos no me gusta que lo hagas con los valores del FMA -dijo Edwina-. Está demasiado cerca.
Lewis D'Orsey miró gravemente a su mujer.
– En ese caso, querida, mañana, después de la venta en descubierto, no volveré a traficar con el FMA.
Margot le lanzó una aguda mirada.
– Sabes que habla en serio -dijo Alex.
Alex a veces había pensado en la relación entre Edwina y su marido. Exteriormente parecían una pareja desigual, Edwina elegantemente atractiva y dueña de sí; Lewis huesudo, poco impresionante físicamente, un introvertido, salvo con las personas que conocía bien, aunque la reticencia personal nunca aparecía en su ruidoso periódico financiero. Pero el matrimonio parecía marchar bien, y cada uno sentía cariño y respeto hacia el otro, como lo mostraba ahora Lewis. Tal vez, pensó Alex, aquello demostraba que los opuestos se atraían y que tendían también a permanecer casados.
El Cadillac de Alex, uno de los coches de la reserva del banco, se alineó frente a la catedral, y los cuatro marcharon hacia él.
– Sería una promesa más civilizada -dijo Margot- si Lewis hubiera estado de acuerdo en no vender nada en descubierto.
– Alex -dijo Lewis-. ¿qué tienes tú en común con esta charlatana socialista?
– Nos entendemos en lo fundamental -dijo Margot-. ¿No basta con eso?
Alex dijo:
– Y quiero casarme pronto con ella.
Edwina contestó con calor:
– Entonces espero que lo hagas -ella y Margot eran amigas desde niñas, pese a ocasionales choques por diferencia de temperamento y puntos de vista. Algo que las dos tenían en común era que, en ambas ramas de sus familias, las mujeres eran fuertes, con tradición de estar inmersas en la vida pública. Edwina preguntó en voz baja a Alex:
– ¿Hay algo nuevo con Celia?
Él movió la cabeza.
– Nada ha cambiado. Si es posible, Celia está peor.
Habían llegado al coche. Alex hizo una seña al chófer para que siguiera sentado, abrió para los otros la portezuela de atrás y los siguió. Adentro, el panel del cristal que separaba al conductor de los asientos de pasajeros, estaba corrido. Se acomodaron mientras el cortejo, que seguía formándose, se adelantaba.
Para Alex, el recordar a Celia agudizó la tristeza del momento; también le hizo recordar, con sensación de culpa, que tenía que visitarla pronto. Desde la visita al Remedial Center a principios de octubre, que tanto le había deprimido, había hecho otra visita pero Celia había estado todavía más apartada, no había dado la menor señal de reconocerlo y había llorado en silencio todo el tiempo.
Él había permanecido abrumado por varios días y temía que la cosa volviera a repetirse.
Se le ocurrió en este momento que Ben Rosselli, en su ataúd, estaba mejor que Celia, ya que su vida había terminado definitivamente. Si Celia muriera.… Alex sofocó, avergonzado, el pensamiento.
Tampoco había surgido nada nuevo entre él y Margot, que seguía oponiéndose tenazmente a un divorcio, por lo menos hasta que quedara en claro que la cosa no iba a afectar a Celia. Margot parecía dispuesta a seguir indefinidamente tal como estaban. Alex estaba menos resignado.
Lewis se dirigió a Edwina.
– Había olvidado preguntar las últimas noticias sobre ese joven contador tuyo. El que atraparon con las manos en la caja. ¿Cómo se llamaba?
– Miles Eastin -contestó Edwina-. Comparecerá ante el tribunal criminal la próxima semana y tengo que ser testigo. La cosa no me atrae mucho.
– Por lo menos la culpa está donde debe estar -dijo Alex. Había leído el informe del auditor jefe sobre la estafa y el robo de caja; también había leído el informe de Nolan Wainwright-. ¿Y qué pasó con la cajera que había sido acusada, mistress Núñez? ¿Está bien?
– Así parece. Le hicimos pasar un mal rato. Injustamente, como se demostró.
Margot, que sólo escuchaba a medias, agudizó la atención.
– Conozco a Juanita Núñez. Una muchacha muy simpática, que vive en el Forum East. Creo que el marido la ha abandonado. Tiene una hija.
– Debe ser nuestra mistress Núñez -dijo Edwina-. Sí, ahora recuerdo. Vive en el Forum East.
Aunque Margot sentía curiosidad, comprendió que no era el momento de hacer más preguntas.
Quedaron en silencio unos momentos, y Edwina siguió con sus pensamientos. Los dos acontecimientos recientes -la muerte de Ben Rosselli y la forma en que Miles Eastin había estropeado estúpidamente su vida- habían llegado casi al mismo tiempo. Ambas cosas concernían a personas que ella había querido, y la cosa la entristecía.
Pensó que hubiera debido importarle más Ben; le debía casi todo. Su propio y rápido ascenso dentro del banco se había debido a su habilidad; sin embargo, Ben nunca había vacilado -como muchos otros jefes- en dar a una mujer las mismas oportunidades que a un hombre. Edwina estaba contra los gritos de cotorra del movimiento de liberación femenina. Tal como veía la cosa, las mujeres en negocios se veían favorecidas a causa de su sexo, que les daba una ventaja que Edwina nunca había buscado o necesitado. De todos modos, a lo largo de los años que había conocido a Ben, la presencia del viejo había sido una garantía de trato igualitario.
Al igual que Alex, Edwina casi había llorado en la catedral cuando el cuerpo de Ben fue sacado para su último viaje.
Sus pensamientos volvieron a Miles. Era bastante joven, supuso, como para iniciar otra vida, aunque no iba a serle fácil. Ningún banco volvería a emplearlo; ni nadie para cargos de confianza. Pese a lo que Eastin había hecho, esperaba que no lo mandaran a la cárcel.
En voz alta Edwina dijo:
– Siempre tengo un sentimiento de culpa ante las conversaciones corrientes en un funeral.
– Pues no hay motivo -dijo Lewis-. Personalmente me gustaría que en el mío se dijera algo serio, que no hubiera simplemente charlas.
– Podrías asegurarte eso -sugirió Margot- publicando un número de despedida del «D'Orsey Newsletter». Los de la funeraria podrían regalar algunos ejemplares.
La cara de Lewis brilló.
– No es mala idea.
El cortejo avanzaba de manera más decidida. Delante la escolta de motocicletas se había puesto en marcha y atronaba, dos motocicletas se adelantaban para cortar el tráfico en las esquinas. Los vehículos que seguían aumentaron la velocidad y en pocos momentos la procesión dejaba atrás la catedral y recorría las calles de la ciudad.
La nieve anunciada había empezado a caer levemente.
– Me gusta esa idea de Margot -murmuró Lewis- Un boletín Bon Voyage. Y tengo el titular. Entierren conmigo al dólar norteamericano. Tanto da: está listo y liquidado. Después, en el artículo, pediré la creación de una nueva moneda para reemplazar al dólar… el «D'Orsey» norteamericano. Basado, por supuesto, en el oro. Luego, cuando la cosa ocurra, el resto del mundo, espero, tendrá el buen sentido de seguirnos.
– Entonces serás un monumento a lo retrógrado -dijo Margot- y cualquier retrato tuyo tendrá que estar cabeza abajo. Con un patrón oro, incluso menos gente que ahora poseerá la riqueza del mundo, y el resto de la humanidad se quedará desnuda.
Lewis hizo una mueca.
– Una perspectiva desagradable… por lo menos la última. Pero incluso a ese precio valdría la pena un sistema monetario estable.
– ¿Por qué?
Lewis respondió a Margot:
– Porque cuando se derrumban los sistemas monetarios, como está ocurriendo ahora, siempre son los pobres quienes más sufren.
Alex, que ocupaba un asiento pequeño frente a los otros tres, casi se volvió para unirse a la conversación.
– Lewis, procuro ser objetivo y, a veces, tus negros pronósticos sobre el dólar y el sistema monetario tienen sentido. Pero no puedo compartir tu total pesimismo. Creo que el dólar puede recuperarse. No puedo creer que nada monetario se esté desintegrando.
– Eso es porque no quieres creerlo -devolvió Lewis-. Eres un banquero. Si el sistema monetario se viene abajo, tú y tu banco no tendréis nada que hacer. Lo único que podrías hacer sería vender el papel moneda para empapelar, o para papel higiénico.
Margot dijo:
– Oh, vamos….
Edwina suspiró.
– Sabes que siempre pasa esto si lo provocas, ¿para qué hacerlo, pues?
– No, no -insistió Lewis-. Con todo el respeto, querida, quiero que me tomen en serio. No necesito ni quiero tolerancia.
Margot preguntó:
– ¿Qué buscas?
– Quiero que se acepte la verdad de que los Estados Unidos han arruinado su sistema monetario y el sistema monetario de todo el mundo a causa de la política, la avidez y las deudas. Quiero que se entienda que la bancarrota es algo que puede ocurrirle a las naciones, al igual que a los individuos o las corporaciones. Quiero que se comprenda que los Estados Unidos están cerca de la bancarrota, porque, Dios lo sabe, hay bastantes precedentes en la historia para mostrarnos por qué y cómo pasará la cosa. Mira la ciudad de Nueva York. Está en bancarrota, quebrada, remendada con hilo y esparadrapo, con la anarquía esperando entre bastidores. Y esto es sólo el comienzo. Lo que está pasando en Nueva York pasará en el orden nacional.
Lewis continuó:
– El colapso de las monedas no es algo nuevo. Nuestro siglo está cargado de ejemplos, y todos parecen referirse a la misma causa… un gobierno que inicia la sífilis de la inflación imprimiendo moneda sin respaldo oro, o de cualquier otro valor. En los últimos quince años los Estados Unidos han hecho precisamente eso.
– Hay en circulación más dólares de los que debería haber -reconoció Alex-. Nadie que tenga sentido económico puede dudarlo.
Lewis asintió, torvo.
– También hay más deudas de las que nunca se podrán pagar; y la deuda se expande, como una burbuja gigantesca. Los gobiernos norteamericanos han gastado salvajemente millones, han pedido prestado de manera loca, amontonando deudas más allá de lo creíble, y después han usado la imprenta para crear más papel moneda y más inflación. Y la gente, los individuos han seguido ese ejemplo -Lewis hizo un gesto hacia la carroza fúnebre-. Los banqueros como Ben Rosselli han contribuido a apilar deudas sobre deudas. Tú también, Alex, haces lo mismo con las cómodas tarjetas de crédito y los préstamos facilitados. ¿Cuándo aprenderá la gente la lección de que no hay deudas fáciles? Repito, como nación y como individuos, los norteamericanos han perdido lo que alguna vez tuvieron: cordura financiera.
– Por si te interesa, Margot -dijo Edwina-, debo comunicarte que Lewis y yo rara vez discutimos de asuntos bancarios. Estamos más tranquilos en casa de esa manera.
Margot sonrió:
– Lewis, hablas exactamente como tu periódico.
– Es -dijo él- como el batir en un cuarto vacío, donde nadie escucha.
Edwina dijo bruscamente:
– Será un entierro blanco.
Se inclinó hacia adelante, y miró por las ventanillas empañadas del coche hacia la nieve de afuera, que ahora caía pesadamente. Las calles suburbanas estaban resbaladizas por la nieve recién caída, el cortejo disminuyó la marcha y la patrulla de motocicletas moderó también la velocidad, por motivos de seguridad.
Alex comprendió que el cementerio estaba apenas a media milla.
Lewis D'Orsey añadía una postdata:
– Para la mayoría de la gente, toda esperanza ha desaparecido, el juego del dinero ha terminado. Los ahorros, las pensiones y las inversiones a interés fijo están empezando a carecer de valor; hace cinco horas que el reloj marcó la medianoche. A partir de ahora será un sálvese quien pueda, habrá un tiempo en el que se podrá sobrevivir, y los individuos se revolverán buscando salvavidas financieros. Y hay maneras de beneficiarse con la desdicha general. En caso de que te interese, Margot, encontrarás descripciones en mi último libro, Depresiones y Desastres: cómo aprovecharlos para hacer Dinero. A propósito: se está vendiendo muy bien.
– Si no te molesta -dijo Margot- declino el ofrecimiento. Me parece que una cosa así es como monopolizar la vacuna en una epidemia de peste bubónica.
Alex había vuelto la espalda a los demás y espiaba por el parabrisas. A veces, pensaba, Lewis se ponía teatral e iba demasiado lejos. Pero, generalmente, una corriente subterránea de buen sentido y solidez impregnaba todo lo que decía. Así había sucedido hoy. Y Lewis podía tener razón en cuanto a una futura crisis financiera. Si ocurría, iba a ser la más desastrosa de la historia.
Y no era Lewis D'Orsey el único que la presentía. Algunos eruditos financieros compartían sus puntos de vista, aunque era gente poco popular y de quien se burlaban con frecuencia, quizá porque nadie quería creer en un apocalipsis de condenación… los banqueros menos que nadie.
Pero era casual que los pensamientos de Alex tendieran últimamente a seguir dos de los consejos de Lewis. Uno era la necesidad de mayor parquedad y de ahorro… motivo por el cual Alex había urgido poner el énfasis en los depósitos de ahorro en su disertación ante la Dirección hacía una semana. El segundo era la inquietud sobre las crecientes deudas individuales resultado del crédito proliferado, incluido, especialmente, el de las tarjetas plásticas.
Se volvió otra vez y miró a Lewis:
– Si creyeras lo que crees… es decir, que se prepara pronto una crisis… y suponiendo que fueras un depositante o ahorrista común en dólares norteamericanos: ¿en qué clase de banco te gustaría tener tu dinero?
Lewis contestó sin vacilar:
– En un gran banco. Cuando llega una crisis, los bancos pequeños son los primeros que fallan. Sucedió en el veintitantos, cuando los bancos pequeños cayeron como moscas, y sucederá de nuevo, porque los bancos pequeños no tienen bastante dinero en efectivo para sobrevivir al pánico y a la fuga de moneda. A propósito: ¡olvídate del seguro federal para los depósitos! El dinero disponible es menos del uno por ciento de todos los depósitos bancarios, ni remotamente suficiente como para cubrir una cadena nacional de quiebras bancarias.
Lewis meditó un momento y prosiguió.
– Pero los bancos pequeños no serán los únicos que quebrarán esta vez. Algunos de los grandes también se vendrán abajo… los que tengan muchos millones clavados en grandes préstamos industriales; junto a una proporción elevada de depósitos internacionales… dinero caliente, que puede desaparecer de la noche a la mañana; habrá muy poca liquidez, cuando los depositantes asustados quieran dinero en efectivo. Así que, si yo fuera tu depositante mítico, Alex, estudiaría las páginas de balance de los grandes bancos, después elegiría uno con un promedio de préstamos y depósitos bajos y una amplia base de depositantes domésticos.
– Muy bien -dijo Edwina-. Sucede que el FMA reúne todas esas condiciones.
Alex asintió.
– Por el momento.
Pero el cuadro podía cambiar; pensó, si los planes de Roscoe Heyward de nuevos y masivos préstamos para la industria eran aceptados por la Dirección.
El pensamiento le recordó que los directores del banco debían volver a reunirse, dentro de dos días, para continuar la reunión interrumpida hacía una semana.
Ahora el coche disminuyó la marcha y avanzó. Habían llegado al cementerio y marchaban por sus caminos.
Las puertas de los otros coches se abrían, emergían las figuras, bajo paraguas, arrebujadas en los cuellos, inclinadas contra la fría nieve que seguía cayendo. Sacaron el ataúd del coche fúnebre. Pronto quedó también cubierto de nieve.
Margot agarró el brazo de Alex, con los D'Orsey, se unió a los otros, en la tranquila procesión que siguió a Ben Rosselli a su tumba.
Por acuerdo previo Roscoe Heyward y Alex Vandervoort no asistieron a la nueva reunión de la Dirección. Ambos esperaron ser convocados en sus despachos.
La convocatoria llegó poco antes del mediodía, dos horas después de iniciada la discusión de la Dirección. También fue llamado a la sala de conferencias el vicepresidente de relaciones públicas, Dick French, encargado de dar a la prensa el anuncio del nombramiento del nuevo presidente del FMA.
El jefe de publicidad ya tenía preparadas dos noticias con las fotografías que las acompañaban:
Los respectivos titulares eran:
ROSCOE D. HEYWARD
PRESIDENTE DEL FIRST MERCANTILE AMERICAN
ALEXANDER VANDERVOORT
PRESIDENTE DEL FIRST MERCANTILE AMERICAN
Los sobres estaban dirigidos. Los mensajeros habían sido alertados. Los primeros ejemplares de una u otra resolución iban a ser entregados esta tarde a los servicios telegráficos, los diarios locales, las estaciones de radio y de televisión. Muchas más saldrían por correo expreso esa misma noche.
Heyward y Alex llegaron juntos a la sala de reunión. Se deslizaron en sus asientos habituales, vacantes en ese momento, junto a la gran mesa ovalada.
El vicepresidente de relaciones públicas quedó detrás del jefe de la reunión, Jerome Patterton.
Fue el director más antiguo del servicio, el honorable Harold Austin, quien anunció la decisión de la Dirección.
Dijo que, Jerome Patterton, hasta ese momento viceconsejero, pasaba a ser de inmediato presidente del First Mercantile American.
Mientras se hacía el anuncio, el mismo nombrado pareció un poco apabullado.
El vicepresidente de relaciones públicas dijo, sin ser oído:
– ¡Ah, mierda!
Más tarde, aquel mismo día, Jerome Patterton tuvo dos conversaciones por separado con Heyward y Vandervoort.
– Soy un Papa interino -informó a cada uno-. Como ustedes saben no he buscado esta tarea. Ustedes saben, y también lo saben los directores, que sólo me faltan trece meses para jubilarme. Pero el consejo rector había llegado a un punto muerto con ustedes dos y, al elegirme, ha ganado tiempo antes de tener que decidirse. Lo que sucederá entonces, lo sé yo tanto como ustedes. Entretanto, sin embargo, espero hacer lo mejor y necesito la ayuda de ambos. Sé que la obtendré, porque será ventajoso para cada uno de ustedes. Fuera de esto, lo único que prometo es un año interesante.
Incluso antes que se iniciaran las excavaciones, Margot Bracken estaba relacionada con el Forum East. En primer lugar era consejera legal de un grupo de ciudadanos que hizo una campaña para poner en marcha el proyecto, y más adelante, desempeñó el mismo papel en la Asociación de Inquilinos. También dio ayuda legal a algunas familias durante el desarrollo, y lo hizo mediante un pago pequeño o ningún pago. Margot iba con frecuencia al Forum East y, al hacerlo, llegó a conocer a muchos de los que allí vivían, incluida Juanita Núñez.
Tres días después del entierro de Rosselli -un sábado por la mañana- Margot encontró a Juanita en el almacén, que formaba parte del mercado de compras del Forum East.
El complejo del Forum East había sido planeado como una comunidad homogénea con bajos costos de alquiler, apartamentos atractivos, casitas y viejos edificios remodelados. Había canchas deportivas, un cine, un auditorio, al igual que tiendas y cafés. Los edificios ya terminados estaban unidos por tres alamedas y pasos elevados -muchas ideas habían sido tomadas del Golden Gateway de San Francisco y del Barbican de Londres-. Otras partes del proyecto estaban aún en construcción, con nuevas adiciones planeadas, que esperaban financiación.
– ¿Qué tal, mistress Núñez? -dijo Margot-. ¿Quiere que tomemos café?
En una terraza cerca del almacén bebieron un express y charlaron… sobre Juanita, su hija Estela, que esa mañana había ido a una clase de ballet de las que costeaba la comunidad, y que se desarrollaba en el Forum East. Juanita y su marido Carlos habían estado entre los primeros inquilinos de la construcción, y ocupaban un pequeño apartamento en uno de los viejos edificios rehabilitados, y había sido poco después de mudarse allí cuando su marido había partido con destino desconocido. Hasta el momento Juanita no se había movido.
Pero arreglarse era muy difícil, confesó.
– Todos aquí tenemos el mismo problema. Cada mes el dinero compra menos. ¡Qué inflación! ¿Dónde va a terminar?
Según Lewis D'Orsey, reflexionó Margot, todo iba a terminar en desastre y anarquía. Guardó para sí la idea, aunque recordó la conversación de tres días atrás, entre Lewis, Edwina y Alex.
– He oído -dijo- que usted tuvo un problema en el banco donde trabaja.
La cara de Juanita se ensombreció. Por un momento pareció a punto de llorar y Margot dijo, apurada:
– Perdón, tal vez no debí preguntarle.
– No, no… es que… recordar de pronto… de todos modos la cosa ha pasado. Pero, si quiere se lo contaré.
– Una cosa que debería usted saber sobre nosotros los abogados -dijo Margot- es que siempre metemos la nariz en todas partes.
Juanita sonrió, pero se puso seria al describir la pérdida de los seis mil dólares y la pesadilla de cuarenta y ocho horas, hechas de sospechas e interrogatorios. Mientras Margot escuchaba, su rabia, nunca muy lejos de la superficie, afloró.
– El banco no tenía derecho a presionarla sin que tuviera usted un abogado que la defendiera. ¿Por qué no me llamó?
– No se me ocurrió -dijo Juanita.
– Eso es lo malo. La mayoría de la gente inocente no lo hace… -Margot meditó unos momentos, y añadió-: Edwina D'Orsey es mi prima. Hablaré con ella de esto.
Juanita quedó atónita.
– No lo sabía. Pero no lo haga, por favor. Después de todo fue mistress D'Orsey quien descubrió la verdad.
– Bien -concedió Margot-, si no quiere que lo haga, no lo haré. Pero hablaré con otra persona que usted no conoce. Y recuerde esto: si alguna vez vuelve a estar en dificultades, sobre cualquier cosa, llámeme. Estaré allí para ayudarla.
– Gracias -dijo Juanita-, si sucede, lo haré. De verdad lo haré.
– Si el banco hubiera despedido a Juanita Núñez -dijo esa noche Margot a Alex Vandervoort- le hubiera aconsejado que os llevara a juicio, y hubiera cobrado… bastante.
– Podías muy bien haberlo hecho -concedió Alex. Iban a bailar y a cenar y él conducía el Volkswagen de Margot-. Especialmente cuando saliera la verdad sobre el ladrón de Eastin, como iba a surgir finalmente. Por fortuna, los instintos femeninos de Edwina actuaron, salvándonos de los tuyos.
– Eres un petulante.
El tono de él cambió.
– Tienes razón y no debería serlo. El hecho es que nos hemos portado suciamente con la chica Núñez y todos los que han estado en ello lo saben. Yo lo sé porque he leído todo lo referente al caso. También lo ha hecho Edwina. Y Nolan Wainwright. Pero, por suerte, no pasó nada malo. Mistress Núñez sigue en su empleo, y el banco ha aprendido algo que le ayudará a portarse mejor en el futuro.
– Eso me parece mejor -dijo Margot.
Dejaron allí la cosa, lo que, dada la natural tendencia de ambos a la discusión, era todo un logro.
En la semana antes de Navidad, Miles Eastin compareció ante los tribunales acusado de robo en cinco cuentas separadas. Cuatro de las acusaciones suponían transacciones fraudulentas en el banco, de las que se había beneficiado; formaban un total de trece mil dólares. La quinta acusación se refería al robo de caja de seis mil dólares.
El juicio era ante el honorable juez Winslow Underwood, acompañado de un jurado.
Por consejo del abogado -un joven bien intencionado pero sin experiencia, nombrado por el tribunal cuando se demostró que los recursos personales de Eastin eran nulos- se inició una defensa basada en la no culpabilidad. Pero el consejo resultó ser malo. Un abogado de más experiencia, ante la cantidad de pruebas, hubiera reconocido la culpa, y tal vez hubiera llegado a un acuerdo con el acusador, antes de permitir que ciertos detalles -principalmente la tentativa de Eastin de acusar a Juanita Núñez- fueran revelados ante el tribunal.
Pero, tal como estaban las cosas, todo salió a la luz.
Edwina D'Orsey testimonió, al igual que Tottenhoe, Gayne, de la auditoría central, y otro colega auditor. El agente especial del FBI, Innes, presentó como prueba el reconocimiento de culpa firmado por Miles Eastin en lo referente al robo de caja, hecho en el cuartel general local del FBI después de la confesión que Nolan Wainwright le había arrancado en su apartamento.
Dos semanas antes del juicio, al descubrirse los procedimientos, el abogado defensor objetó el documento del FBI, e hizo una moción para que fuera retirado de la evidencia. La moción fue negada. El juez Underwood señaló que, antes de que Eastin hiciera la declaración, había sido adecuadamente alertado sobre sus derechos legales, en presencia de testigos.
La primera confesión obtenida por Nolan Wainwright, cuya legalidad hubiera podido ser rechazada más efectivamente, no era necesaria y, por lo tanto, no fue presentada.
Ver a Miles Eastin ante el tribunal deprimió a Edwina. Estaba pálido y consumido, con ojeras oscuras bordeándole los ojos. Su acostumbrada alegría había desaparecido y, en contraste con la meticulosidad inmaculada que ella recordaba, tenía el traje arrugado y el pelo revuelto. Parecía haber envejecido desde la noche de la visita de los auditores.
El testimonio de Edwina fue breve y circunstancial y lo dijo directamente. Mientras era suavemente interrogada por el abogado defensor, ella había mirado varias veces hacia Miles Eastin, pero él tenía la cabeza baja y evitó su mirada.
También testigo de la acusación -aunque de mala gana- fue Juanita Núñez. Estaba nerviosa y al tribunal le costó trabajo oírla. En dos ocasiones intervino el juez para pedir a Juanita que levantara la voz, aunque lo hizo de manera afable y gentil ya que, para entonces, su inocencia en todo el asunto había quedado demostrada.
Juanita no mostró rencor hacia Eastin al testimoniar, y sus respuestas fueron breves, de manera que el acusador tuvo que presionarla constantemente para que las ampliara. Era evidente que lo único que ella deseaba era terminar cuanto antes.
El defensor, con una sabia decisión tardía, rechazó el derecho a interrogarla.
Fue inmediatamente después de la declaración de Juanita cuando el defensor, tras consultar entre dientes con su cliente, pidió autorización para acercarse a la tribuna. El permiso fue otorgado. El acusador, el juez y el defensor se entregaron entonces a un coloquio en voz baja, durante el cual el último pidió autorización para cambiar la defensa original de Miles Eastin de «no culpable» por la de «culpable».
El juez Underwood, un patriarca de voz apacible, pero hecho de un acero que no estaba muy lejos de la superficie, examinó a ambos abogados y habló también en voz baja, de manera que el jurado no pudiera oír.
– Está bien, se reconocerá el cargo de «culpable» si el acusado así lo desea. Pero debo comunicar al abogado defensor que, al punto que hemos llegado, ese reconocimiento representa poca o ninguna diferencia.
Haciendo que el jurado evacuara el tribunal, el juez interrogó a Eastin, confirmó que el acusado deseaba cambiar la defensa y que comprendía las consecuencias. A todas las preguntas el prisionero contestó pesadamente:
– Sí, excelencia.
El juez volvió a llamar al jurado a la sala y lo despidió.
Tras un ardiente discurso del joven abogado defensor, pidiendo clemencia, donde incluso recordó que su cliente no tenía antecedentes criminales, Miles Eastin fue entregado a la custodia para ser sentenciado la semana siguiente.
Nolan Wainwright, aunque no había sido llamado a testimoniar, había estado presente en todas las actuaciones del tribunal. Cuando el ujier convocó para el caso siguiente y el contingente de testigos del banco salió del salón, el jefe de Seguridad se puso junto a Juanita.
– Mistress Núñez: ¿podría hablar unos minutos con usted?
Ella le miró con una mezcla de hostilidad e indiferencia, después movió la cabeza.
– Todo ha terminado. Además, tengo que volver al trabajo.
Cuando salieron del edificio del Tribunal Federal, situado sólo a unas manzanas de la Torre Central del FMA y de la sucursal, él insistió:
– ¿Va usted caminando hasta el banco? ¿En seguida?
Ella asintió:
– Por favor: me gustaría caminar con usted.
Juanita se encogió de hombros.
– Si quiere…
Wainwright observó que Edwina D'Orsey, Tottenhoe y los dos auditores, que también se dirigían al banco, cruzaban una esquina. Deliberadamente se demoró, dejando pasar una luz verde que daba paso a los transeúntes, para que los otros siguieran adelante.
– Mire -dijo Wainwright-, si hay algo que siempre me ha sido difícil es pedir perdón.
Juanita dijo con sequedad:
– ¿Por qué se preocupa? Es sólo una palabra, que no significa mucho.
– Porque quiero decirla. Y le pido perdón… a usted. Perdón. Por las molestias que le causé, por no creer que usted decía la verdad cuando la decía y necesitaba que alguien la ayudara.
– ¿Y ahora se siente mejor? ¿Ya se ha tragado la aspirina? ¿Se le pasó el dolor?
– Usted no facilita las cosas.
Ella se detuvo.
– ¿Acaso las facilitó usted? -La carita de elfo estaba levantada, sus oscuros ojos enfrentaron los de él, y por primera vez, él sintió por debajo de ella una corriente de fuerza y de independencia. También, sorprendido, sintió que era consciente de ella sexualmente, y con fuerza.
– No, no las facilité. Por eso quiero ayudarla ahora, si es que puedo.
– ¿Ayudarme en qué?
– Para que consiga que su marido le pase alimentos y dinero para mantener a su hija -le habló de las averiguaciones del FBI respecto a su marido ausente, Carlos, y de cómo le habían encontrado en Phoenix, Arizona.
– Trabaja allí como mecánico en motores y evidentemente está ganando dinero.
– Entonces me alegro por Carlos.
– Lo que estaba pensando -dijo Wainwright- es que debería usted consultar a uno de los abogados del banco. Yo podría arreglar eso. El abogado le aconsejará sin duda que inicie juicio a su marido y después yo me encargo de que no le cobren a usted los honorarios.
– ¿Y por qué va a hacer eso?
– Es algo que le debemos.
Ella movió la cabeza.
– No.
Él se preguntó si ella había entendido bien.
– Eso significa -dijo Wainwright- que habría una orden del tribunal y que su marido le mandaría dinero para el mantenimiento de su hijita.
– ¿Y acaso eso podrá convertir a Carlos en un hombre?
– ¿Y eso importa?
– Importa que no lo obliguen. Él sabe que yo estoy aquí y que Estela está conmigo. Si Carlos quisiera mandarnos dinero, lo mandaría. Si no, ¿para qué? -añadió suavemente.
Era como un combate de esgrima entre las sombras. Él dijo exasperado:
– Nunca la podré entender.
Inesperadamente Juanita sonrió.
– No es necesario que me entienda.
Caminaron la escasa distancia hasta el banco en silencio, mientras Wainwright calmaba su frustración. Hubiera deseado que ella le diera las gracias por su oferta; en caso de haberlo hecho la cosa hubiera significado, por lo menos, que le había tomado en serio. Procuró entender los razonamientos de ella y los valores en los que se basaba. Después de eso imaginó que ella aceptaba la vida tal como se presentaba, con suerte o con desgracia, con esperanzas que surgían o anhelos hechos trizas. En cierto modo la envidiaba y, por este motivo y por la atracción sexual que había experimentado hacía unos momentos, tuvo ganas de conocerla mejor.
– Mistress Núñez -dijo Nolan Wainwright- quisiera pedirle algo.
– Diga.
– Si usted tiene un problema, un problema verdadero, algo en lo que yo pudiera ayudarla, ¿quiere usted recurrir a mí?
Era la segunda vez que le hacían esa oferta en los últimos días.
– Tal vez.
Aquella -hasta mucho tiempo después- fue la última conversación entre Wainwright y Juanita. Él sintió que había hecho todo lo que había podido, y tenía otras cosas en la mente. Una de esas cosas era un tema que había discutido con Alex Vandervoort hacía dos meses… implantar un espía encubierto para descubrir la fuente de las tarjetas de crédito falsificadas, que seguían provocando profundas heridas financieras en el sistema de tarjetas clave.
Wainwright había descubierto a un expresidiario, conocido como «Vic», que estaba dispuesto a correr el considerable peligro que suponía a cambio de dinero. Habían tenido un encuentro secreto, bajo cuidadosas precauciones. Preparaban otro.
La ardiente esperanza de Wainwright era llevar ante la justicia a los falsificadores de tarjetas, como lo había hecho unos días antes con el condenado Miles Eastin.
La semana siguiente, cuando Eastin compareció una vez más ante el juez Underwood -esta vez para escuchar la sentencia- Nolan Wainwright era el único representante del First Mercantile American que estaba en el salón.
Con el prisionero de pie, de cara a la tribuna, el juez se tomó tiempo para seleccionar varios papeles y tenderlos ante sí, después miró fríamente a Eastin.
– ¿Tiene usted algo que decir?
– No, señoría -la voz era apenas perceptible.
– He recibido un informe del oficial de pruebas… -el juez Underwood hizo una pausa y recorrió uno de los papeles que había elegido antes-… a quien parece usted haber convencido de que está genuinamente arrepentido por las criminales ofensas de las que se ha reconocido culpable…- el juez articuló las palabras «genuinamente arrepentido» como si tuviera que agarrarlas con asco entre el pulgar y el índice, demostrando claramente que no era tan ingenuo como para compartir esa opinión.
Prosiguió:
– El arrepentimiento, sin embargo, sea o no genuino, no sólo es tardío para mitigar su maligna y despreciable tentativa de echar la culpa de su mala acción sobre una persona inocente y que nada sospechaba… una mujer joven… ante la que, además, era usted responsable por ser funcionario del banco y porque ella confiaba en usted como en un superior.
»En base a las pruebas es evidente que usted hubiera continuado con ese intento, hasta llegar a hacer acusar a una víctima inocente, hacerla culpar y sentenciar en su lugar. Por suerte, gracias a la vigilancia de otros eso no ocurrió. Pero no fue debido a ningún seguro pensamiento ni a un "arrepentimiento" de su parte.
Desde su asiento en la platea del tribunal, Nolan Wainwright podía ver parcialmente la cara de Eastin, que se había puesto profundamente colorada.
El juez Underwood consultó de nuevo sus papeles, después levantó la vista. Sus ojos, nuevamente, clavaron al prisionero.
– Hasta ahora he mencionado la parte de su conducta que me parece más despreciable. Está, además, la ofensa básica… haber traicionado la confianza puesta en usted como funcionario del banco, no sólo en una sino en cinco ocasiones, ampliamente separadas. Un solo caso de deshonestidad puede ser considerado como resultado de un impulso loco. Pero tal argumento no puede mantenerse en el caso de cinco robos cuidadosamente planeados y ejecutados con perversa habilidad.
»Un banco, como empresa comercial, debe esperar probidad de aquellos a quienes elige, como usted fue elegido, para un cargo de confianza excepcional. Pero un banco es algo más que una institución comercial. Es un lugar de confianza pública, y, por lo tanto, el público tiene derecho a ser protegido contra aquellos que abusan de esa confianza… los individuos como usted.»
La mirada del juez se movió hasta incluir al joven abogado defensor, que esperaba con paciencia junto a su cliente. El tono de voz en la tarima se volvió cortante y formal.
– Si este hubiera sido un caso corriente, en vista de la carencia de antecedentes previos, hubiera impuesto libertad bajo fianza, como la defensa sugirió elocuentemente la otra semana. Pero éste no es un caso ordinario. Es un caso excepcional, por los motivos que he señalado. Por lo tanto, Eastin, irá usted a la cárcel, donde tendrá tiempo para reflexionar sobre las actividades que lo han conducido aquí.
»La sentencia del Tribunal es que será usted confiado a la custodia del Procurador General por un período de dos años.
Ante una señal de cabeza del ujier, un guardia se adelantó.
Una breve conferencia tuvo lugar, pocos minutos después de la sentencia, en un pequeño cubículo cerrado y custodiado detrás de la sala del tribunal, uno de los varios reservados para los presos y sus abogados.
– Lo primero que debe usted recordar -dijo el joven abogado a Miles Eastin- es que dos años de prisión no significan dos años. Podrá pedir usted un indulto tras haber cumplido una tercera parte de la sentencia. Es decir, menos de un año.
Miles Eastin, envuelto en la desdicha y con sensación de irrealidad, asintió pesadamente.
– Naturalmente, usted puede apelar la sentencia, y no es necesario que se decida ahora. Aunque, francamente, no le aconsejo que lo haga. En primer lugar, no creo que consiga usted indulto si hay una apelación pendiente. En segundo lugar, como se ha reconocido usted culpable, la base para la apelación es limitada. Además, para el tiempo en que se concediera la apelación, usted ya podría haber cumplido su sentencia.
– El juego está dado. No habrá apelación.
– De todos modos me mantendré en contacto con usted, por si cambia de idea. Y, cuanto más lo pienso, más lamento cómo han salido las cosas.
Eastin reconoció sardónico:
– Yo también.
– Fue su confesión, lógicamente, lo que nos liquidó. Sin eso no creo que la acusación hubiera podido probar el caso… por lo menos el robo de caja de los seis mil dólares, que pesó mucho para el juez. Comprendo, claro está, por qué firmó la segunda declaración, la del FBI; usted creía que la primera tenía valor, de manera que pensó que no tenía importancia. Pero la tenía. Mucho me temo que ese jefe de Seguridad, Wainwright, le haya engañado desde el principio.
El preso asintió.
– Sí, ahora lo sé.
El abogado miró el reloj.
– Bueno, tengo que irme. Tengo una cita pesada esta noche. Usted comprende.
Un guardia lo dejó salir.
Al día siguiente Miles Eastin fue trasladado a una cárcel federal, fuera del estado.
En el First Mercantile American, cuando se recibió la noticia de la condena de Miles Eastin, entre quienes lo conocían, algunos lo lamentaron, otros opinaron que era lo que merecía. Pero hubo una opinión unánime: no volvería a oírse hablar de Eastin en el banco.
Sólo el tiempo iba a demostrar hasta qué punto había sido errónea esa presunción.