SEGUNDA PARTE

1

Como una burbuja que sale a la superficie desde el fondo, la primera insinuación de dificultades surgió a mitad de enero. Era un comentario en una columna de chismes. Con la oreja en tierra, que aparecía en la edición dominical de un periódico local.

El periodista escribía:


«…Los murmullos que corren predicen pronto mayores reducciones en el Forum East… Se dice que el grandioso proyecto tiene problemas económicos. ¿Quién no los tiene hoy en día?»


Alex Vandervoort no se enteró del comentario hasta la mañana del lunes, cuando su secretaria lo colocó, con un círculo en lápiz rojo, sobre su escritorio, junto con otros papeles.

En la tarde del lunes, Edwina D'Orsey telefoneó para preguntar si Alex había leído el comentario y si había algo detrás. La preocupación de Edwina no era sorprendente. Desde el comienzo del Forum East la sucursal que ella dirigía había trabajado con préstamos para la construcción, con muchas de las hipotecas involucradas y con el papeleo correspondiente. En la actualidad el proyecto representaba una parte importante de los negocios de la sucursal.

– Si hay algo en esos rumores -insistió Edwina- quiero estar enterada.

– Dentro de lo que sé -la tranquilizó Alex- nada ha cambiado.

Unos momentos más tarde tendió la mano hacia el teléfono, para averiguar la cosa con Jerome Patterton, pero cambió de idea. Las malas informaciones con respecto al Forum East no eran nada nuevo. El proyecto había generado mucha publicidad, e inevitablemente parte de esa publicidad no era exacta.

Era inútil, decidió Alex, molestar al nuevo presidente del banco con trivialidades innecesarias, especialmente cuando necesitaba el apoyo de Patterton para un proyecto mayor: la expansión en gran escala de la actividad de ahorros en el FMA, que estaba ahora a consideración del consejo rector.

De todos modos, Alex se preocupó unos días después, cuando apareció un comentario más largo, esta vez en la columna regular de noticias del diario «Times Register».

El informe decía:


Continúa la ansiedad sobre el futuro del Forum East entre crecientes rumores de que el apoyo financiero será muy pronto severamente reducido o retirado.

El proyecto del Forum East, que tiene como meta a largo plazo la total rehabilitación del centro de la ciudad tanto desde el punto de vista residencial como de los negocios, cuenta con el apoyo de un consorcio de intereses financieros encabezado por el banco First Mercantile American.

Un portavoz del First Mercantile American ha reconocido hoy los rumores pero no ha hecho comentarios, a no ser para decir: «En el momento oportuno, se hará un anuncio.» Bajo el plan del Forum East, algunas zonas residenciales del centro de la ciudad ya han sido modernizadas o reconstruidas. Un complejo residencial de apartamentos de bajo alquiler ya ha sido completado. Otro está en marcha.

Un plan principal de diez años incluye programas para mejorar las escuelas, asistir a los negocios menores, proporcionar empleo y preparación para obtener cargos, al igual que oportunidades culturales y recreo. La construcción en masa se inició hace dos años y medio, pero, hasta ahora, sólo se ha realizado en el papel.


Alex leyó la noticia por la mañana, en su apartamento, mientras desayunaba. Estaba solo, Margot hacía una semana que había salido de la ciudad por asuntos legales.

Al llegar a la Torre del FMA, convocó a Dick French. Como vicepresidente de relaciones públicas, French, un excomentarista financiero, fornido y de maneras directas, dirigía su departamento de manera notable.

– En primer lugar -preguntó Alex-: ¿quién fue el portavoz del banco?

– Fui yo -dijo French-. Y le digo desde ahora que no me gustó nada esa estupidez del «anuncio en el momento oportuno». Míster Patterton me dijo que usara esas palabras. También insistió en que no dijera nada más.

– ¿Y qué hay de más en la cosa?

– ¡Yo no sé, Alex! Evidentemente algo está pasando y, bueno o malo, cuanto antes lo saquemos a luz, mejor será.

Alex sofocó una creciente rabia.

– ¿Hay algún motivo para que no se me haya consultado sobre este asunto?

El jefe de relaciones públicas pareció sorprendido.

– Creí que le habían consultado. Cuando hablé ayer por teléfono con míster Patterton, me di cuenta de que Roscoe estaba con él, porque los oí hablar. Supuse que usted también estaba presente.

– La próxima vez -dijo Alex- no suponga nada.

Despidió a French y dio orden a su secretaria para que averiguara si Jerome Patterton estaba libre. Le informaron que el presidente todavía no había llegado al banco, pero que ya estaba en camino, y que Alex podría verlo a las 11. Alex gruñó con impaciencia, y volvió a su trabajo sobre el programa de expansión de los ahorros.

A las 11, Alex caminó los escasos metros que lo separaban de las oficinas de la presidencia -dos habitaciones de la esquina-, cada una con vista sobre la ciudad. Desde que el nuevo presidente se había hecho cargo, la segunda habitación generalmente tenía la puerta cerrada y los visitantes no eran invitados a pasar. Entre las secretarias corría el comentario de que Patterton hacía esto para ponerlos en la «amansadora».

El brillante sol de un cielo invernal sin nubes resplandecía desde las amplias ventanas sobre la cabeza rosada y casi sin pelo de Jerome Patterton. Sentado tras un escritorio, llevaba un traje ligero con diseños, un cambio en lugar de sus acostumbrados trajes de lana. Un periódico doblado ante él señalaba el comentario que había traído aquí a Alex.

En un sofá, en la sombra, estaba Roscoe Heyward.

Los tres se dieron los buenos días.

Patterton dijo:

– He pedido a Roscoe que se quede porque creo tener idea del motivo que le trae a usted aquí -tocó el periódico-. Usted ha visto eso, lógicamente.

– Lo he visto -dijo Alex-. También he hablado con Dick French. Me ha dicho que Roscoe y usted discutieron ayer los comentarios de prensa. Por eso la primera pregunta que hago es: ¿por qué no he sido informado? Lo del Forum East me concierne tanto como a cualquier otro.

– Se le hubiera informado, Alex -Jerome Patterton pareció incómodo-. La verdad es que nos aturrullamos un poco cuando las llamadas de la prensa demostraban que se ha deslizado algo…

– Se ha deslizado… ¿qué?

Fue Heyward quien contestó:

– Algo sobre una propuesta que presentaré ante el comité de política monetaria el próximo lunes. Sugiero reducir en un cincuenta por ciento el compromiso actual del banco con el Forum East.

En vista de los rumores que habían salido a la superficie, la confirmación no era sorprendente. Lo que sorprendió a Alex fue la cantidad del corte propuesto.

Se dirigió a Patterton.

– Jerome: ¿debo entender que está usted a favor de esta increíble locura?

El rubor cubrió la cara del presidente y su cabeza en forma de huevo.

– No es verdad ni mentira. Reservo mi juicio hasta el lunes. Lo que Roscoe ha estado haciendo aquí… ayer y hoy… son algunos cabildeos por adelantado.

– Exacto -añadió Heyward con blandura-. Es una táctica enteramente legítima, Alex. En caso de que usted objete, permítame que le recuerde que en muchas ocasiones presentó usted a Ben sus ideas antes de las reuniones de política monetaria.

– Si lo he hecho -dijo Alex-, es porque me parecían más sensatas que este proyecto.

– Esa, naturalmente, es su opinión.

– No sólo la mía. Muchos la comparten.

Heyward no se inmutó.

– Mi opinión personal es que podemos poner el dinero del banco en un uso sustancialmente mejor -se volvió hacia Patterton-. A propósito, Jerome, esos rumores que están circulando pueden sernos útiles si la propuesta de una reducción es aceptada. Por lo menos la decisión no cogerá a nadie de sorpresa.

– Si usted lo ve así -dijo Alex- es porque probablemente es usted quien ha hecho correr los rumores.

– Le aseguro que no es así.

– ¿Entonces cómo los explica?

Heyward se encogió de hombros.

– Pura coincidencia, supongo.

Alex se preguntó: ¿era coincidencia? ¿O bien alguien cerca de Roscoe Heyward había soltado un globo de prueba por cuenta de él? Sí. Probablemente Harold Austin, el Honorable Harold, quien, como jefe de una agencia de publicidad, tenía muchos contactos con la prensa. Era poco verosímil, sin embargo, que nadie lo pudiera probar nunca.

Jerome Patterton levantó las manos.

– Les ruego, a los dos, que ahorren las discusiones hasta el lunes. Entonces lo analizaremos todo.

– No nos engañemos -insistió Alex Vandervoort-. El punto que decidimos hoy es: ¿cuánto beneficio es razonable y cuánto es excesivo?

Roscoe Heyward sonrió:

– Francamente, Alex, nunca me ha parecido que ningún beneficio sea excesivo.

– Tampoco me lo parece a mí -interrumpió Straughan-. Reconozco, sin embargo, que lograr un beneficio excepcionalmente alto es a veces indiscreto y puede acarrear molestias. Se sabe y es criticado. Al final del año financiero tenemos que publicarlo.

– Y es otro de los motivos -añadió Alex- por lo cual debemos lograr un equilibrio entre lograr beneficios y servir a la comunidad.

– Los beneficios sirven a nuestros accionistas -dijo Heyward-. Es esa clase de servicio la que es primordial para mí.

El comité de política monetaria del banco estaba reunido en una sala de conferencias de ejecutivos. El comité, que contaba con cuatro miembros, se reunía todos los lunes por la mañana, bajo la presidencia de Roscoe Heyward. Los otros miembros eran Alex y dos vicepresidentes efectivos, Straughan y Orville Young.

El propósito del comité era decidir los usos que podían darse a los fondos del banco. Las decisiones mayores eran luego referidas a la Dirección para su confirmación, aunque la Dirección rara vez cambiaba lo que el comité había recomendado.

Las sumas individuales aquí discutidas rara vez bajaban de las decenas de millones.

El presidente del banco asistía, ex-officio, a las reuniones más importantes del comité, aunque votaba sólo cuando era necesario para lograr un desempate. Jerome Patterton estaba hoy presente, aunque, hasta el momento, no había participado en la discusión.

Se debatía la propuesta de Roscoe Heyward de un drástico corte en la financiación del Forum East.

En los próximos meses, si el Forum East iba a continuar según estaba programado, se requerirían nuevos préstamos para la construcción y fondos para hipotecas. La participación del First Mercantile American en esa financiación debía ser de unos cincuenta millones de dólares. Heyward había propuesto reducir dicha cantidad a la mitad.

Ya había señalado:

– Debemos dejar en claro para todos los interesados que no abandonamos el Forum East y que no tenemos intención de hacerlo. La explicación que daremos es simplemente que, en vista de otros compromisos, hemos ajustado la fluencia de fondos. El proyecto no se detendrá. Simplemente marchará más lentamente de lo que se había planeado.

– Si se mira desde el punto de vista de la necesidad -protestó Alex- el progreso ya es más lento de lo que debía ser. Demorarlo es lo peor que podemos hacer, en todos los sentidos.

– Veo la cosa en términos de necesidad -dijo Heyward-. Las necesidades del banco.

La respuesta fue desusadamente tajante, pensó Alex, quizá porque Heyward confiaba en que la decisión iba a ser la que él quería. Alex estaba seguro de que Tom Straughan iba a unirse a él para oponerse a Heyward. Straughan era el principal economista del banco -joven, estudioso, con un amplio margen de intereses- a quien Alex personalmente había promovido sobre las cabezas de los otros.

Pero Orville Young, tesorero del First Mercantile American, era hombre de Heyward y sin duda alguna iba a votar con él.

En el FMA, como en cualquier banco importante, las verdaderas líneas de poder rara vez aparecían reflejadas en los planes de organización. La verdadera autoridad fluía de lado o daba vueltas, dependía de las lealtades de unos individuos hacia otros, de manera que los que preferían no mezclarse en las luchas por el poder eran dados de lado o quedaban anclados en el puerto.

La lucha de poder entre Alex Vandervoort y Roscoe Heyward era bien conocida. Debido a esto algunos ejecutivos del FMA habían tomado partido, y puesto sus esperanzas de adelanto en la victoria de uno u otro adversario. La división era también evidente en la línea del comité de política monetaria.

Alex argumentó:

– Las ganancias del año pasado fueron del trece por ciento. Eso es muy bueno para los negocios, como todos sabemos. Este año las perspectivas son todavía mejores… un quince por ciento en las inversiones, quizás un dieciséis. Pero: ¿conviene luchar para conseguir más?

El tesorero, Orville Young, preguntó:

– ¿Por qué no?

– Ya he contestado eso -retrucó Straughan-. Es de visión corta.

– Recordemos una cosa -urgió Alex-. En el negocio bancario no es difícil hacer grandes beneficios, y si un banco no los logra es porque está manejado por imbéciles. En muchos sentidos las cartas están a nuestro favor. Tenemos oportunidades, nuestra propia experiencia y razonables leyes bancarias. Lo último es quizá lo más importante. Pero las leyes no siempre serán tan razonables… es decir, si seguimos abusando de la situación y abdicando la responsabilidad ante la comunidad.

– No veo que seguir en el Forum East sea abdicar -dijo Roscoe Heyward-. Incluso después de la reducción que propongo, estaremos sustancialmente comprometidos.

– ¡Qué sustancialmente ni qué diablos! ¡Será una contribución mínima, como han sido siempre mínimas las contribuciones sociales de los bancos norteamericanos! En la financiación de las viviendas de bajo alquiler, lo que puede presentar este banco y cualquier otro es espantoso. ¿Para qué engañarnos? Durante generaciones los bancos han ignorado los problemas públicos. Incluso ahora hacemos el mínimo de lo que podemos…

El economista jefe, Straughan, revolvió unos papeles y consultó algunas notas escritas a mano.

– Quiero sacar el tema de las hipotecas de casas, Roscoe. Y ahora que Alex lo ha hecho, comunico que sólo el veinticinco por ciento de nuestros depósitos de ahorros están invertidos en préstamos hipotecarios. Es bajo. Podríamos aumentar al cincuenta por ciento, sin dañar la liquidez. Creo que deberíamos hacerlo.

– Apruebo eso -dijo Alex-. Nuestros gerentes de sucursales están pidiendo dinero para hipotecas. El porcentaje en las inversiones es bueno. Sabemos, por experiencia, que el riesgo que se corre con las hipotecas es insignificante.

Orville Young objetó:

– Pero ata el dinero durante largo tiempo, y es un dinero con el cual podríamos ganar promedios más elevados en otra cosa.

Alex, impaciente, golpeó con la palma de la mano la mesa de conferencias.

– Por una vez tenemos la obligación pública de aceptar promedios bajos. Éste es el punto en que insisto. Por eso protesto de que nos escabullamos tajantemente del Forum East.

– Hay otro motivo -añadió Tom Straughan-. Alex ya lo ha mencionado: la legislación. Hay rumores en el Congreso. Muchos querrían una ley similar a la de México… el requerimiento de un porcentaje fijo de los depósitos bancarios para ser usado en la financiación de viviendas de bajo alquiler.

Heyward se burló:

– Nunca dejaremos que pase. El grupo bancario es el más fuerte en Washington.

El economista jefe movió la cabeza.

– Yo no contaría con eso.

– Tom -dijo Roscoe Heyward-, le haré una promesa. De aquí a un año echaremos una nueva mirada a las hipotecas, y tal vez hagamos lo que usted defiende; tal vez volvamos a abrir el Forum East. Pero no este año. Quiero que éste sea un año de ganancias colosales -miró hacia el presidente del banco, que todavía no había participado en la discusión-. Y Jerome también lo quiere.

Por primera vez Alex percibió la estrategia de Heyward. Un año de excepcionales beneficios para el banco convertiría a Jerome Patterton, como presidente, en un héroe para los accionistas y directores. Todo lo que Patterton tenía era un año de reinado al final de una carrera mediocre, pero se retiraría con gloria y con el sonido de las trompetas. Y Patterton era humano. Por lo tanto era comprensible que la idea le atrajera.

La historia posterior era igualmente fácil de adivinar. Jerome Patterton, agradecido a Roscoe Heyward, iba a promover la idea de que éste fuera su sucesor. Y, debido a aquel año ganancioso, Patterton estaría en posición fuerte para realizar sus deseos.

Era un plan nítidamente ingenioso el trazado por Heyward, y a Alex le iba a ser difícil romperlo.

– Hay otra cosa que no he mencionado -dijo Heyward-. Ni siquiera a usted, Jerome. Puede tener peso en nuestra decisión de hoy.

Los otros le miraron con renovada curiosidad.

– Estoy esperanzado, de hecho la posibilidad es fuerte, de que pronto disfrutemos de negocios sustanciales con la Supranational Corporation. Es otro de los motivos por el que no me siento muy dispuesto a comprometer los fondos en otra parte.

– Es una noticia fantástica -dijo Orville Young.

Incluso Tom Straughan reaccionó con sorprendida aprobación.

La Supranational -o SuNatCo, como se la identificaba familiarmente en el mundo entero- era un gigante multinacional, la General Motors de las comunicaciones globales. Igualmente la SuNatCo poseía o controlaba docenas de otras compañías, relacionadas o no con su línea principal. Su prodigiosa influencia en gobiernos de todos los colores, desde las democracias hasta las dictaduras, se suponía mayor que la de cualquier otro complejo de negocios en la historia. Los observadores decían a veces que la SuNatCo tenía más poder real que muchos de los estados soberanos en los cuales operaba.

Hasta el momento la SuNatCo había confiado sus actividades bancarias en los Estados Unidos a los tres grandes bancos, el Bank of America, el First National City y el Chase Manhattan. Añadirse a este terceto exclusivo elevaría inconmensurablemente el status del First Mercantile American.

– Es una perspectiva muy seductora, Roscoe -dijo Patterton.

– Espero contar con más detalles para nuestra próxima reunión de política monetaria -añadió Roscoe-. Es posible que la Supranational quiera que abramos una línea sustancial de crédito.

Fue Tom Straughan quien les recordó:

– Todavía necesitamos votar sobre el Forum East.

– Así es -reconoció Heyward. Sonreía confiado, crecido ante la reacción provocada por su anuncio y seguro del camino que iba a tomar la decisión sobre el Forum East.

Como era previsible se dividieron en dos grupos: Alex Vandervoort y Tom Straughan se opusieron a que se cortaran los fondos, Roscoe Heyward y Orville Young estuvieron en favor del corte.

Las cabezas se volvieron hacia Jerome Patterton, que tenía el voto decisivo.

El presidente del banco vaciló sólo levemente, después anunció:

– Alex, en esto estoy con Roscoe.

2

– Quedarte aquí sentado lamentándote no te servirá de nada -declaró Margot-. Lo que tenemos que hacer es levantar el ánimo colectivo e iniciar algo.

– Podemos dinamitar ese maldito banco -sugirió alguien.

– Nada de eso. Tengo amigos allí. Además, hacer volar los bancos no es una cosa legal.

– ¿Y quién te ha dicho que debemos seguir en lo legal?

– Yo lo digo -cortó Margot-. Y si a algún tipo vivo se le ocurre otra cosa, es mejor que se busque otro portavoz y otra almohadilla.

El bufete de Margot Bracken, la noche de un jueves, era escenario de la reunión del comité ejecutivo de la Asociación de Inquilinos del Forum East. La asociación era uno de los muchos grupos dentro de la ciudad de los que Margot era asesora legal y que utilizaban su bufete para reunirse, facilidad que a veces le pagaban, aunque generalmente no era así.

Por suerte el bufete era modesto -dos cuartos en lo que había sido un almacén de barrio y algunos de los antiguos estantes de mercancías albergaban ahora libros legales. El resto del mobiliario, en su mayoría descabalado, comprendía chucherías y piezas que Margot había comprado baratas.

Caso típico de la situación general, otras dos antiguas tiendas, a ambos lados, habían sido abandonadas y alquiladas. Algún día, con suerte e iniciativa, la marea rehabilitadora del Forum East alcanzaría esa zona particular. Pero todavía no había llegado.

Aunque los acontecimientos en el Forum East les habían hecho reunirse.

Anteayer, en un anuncio público, el First Mercantile American había cambiado los rumores en hechos. La financiación de los futuros proyectos del Forum East iba a ser reducida a la mitad y hecha efectiva desde ahora.

La declaración del banco venía envuelta en jerga oficial y con frases eufemísticas, como «temporal disminución de fondos a largo plazo» y «será contemplada una periódica reconsideración», pero nadie creía esto último y todos, dentro y fuera del banco, sabían exactamente lo que la declaración significaba: el hacha.

La presente reunión era para determinar qué podía hacerse, si es que podía hacerse algo.

La palabra «inquilinos» en el nombre de la asociación, era un término amplio. Parte de los miembros eran inquilinos del Forum East; muchos otros no lo eran, pero esperaban serlo. Como había dicho Deacon Euphrates, un enorme obrero del acero, que había hablado antes:

– Hay muchos de nosotros que esperamos meternos, y que no nos meteremos si no nos dan el gran bocado.

Margot sabía que Deacon, su mujer y cinco hijos vivían en un apartamento pequeño y repleto, parte de un edificio infectado de ratas que debía haber sido demolido hacía años. Había intentado varias veces ayudarles para que alquilaran otro alojamiento, pero no lo había logrado. La esperanza en la que vivía Deacon Euphrates era la de mudarse con su familia a una de las nuevas unidades de viviendas del Forum East, pero el nombre de Euphrates estaba en la mitad de una larga lista y, si se detenía el ritmo de la construcción, era probable que permaneciera por mucho tiempo donde estaba.

El anuncio del FMA había sido también una sorpresa para Margot. Alex, estaba segura, había resistido cualquier propuesta de cortar fondos dentro del banco, pero evidentemente lo habían derrotado. Por este motivo todavía no había discutido el asunto con él. Además, cuanto menos supiera Alex de algunos planes que Margot cocía a fuego lento, tanto mejor para los dos.

– Tal como veo venir la pelota -dijo Seth Orinda, otro miembro del comité- me parece que, hagamos lo que hagamos, legal o no legal, no habrá manera, ninguna manera, de que esos bancos suelten el dinero. Es decir, si están decididos a guardarlo.

Seth Orinda era un profesor negro de colegio secundario, que ya estaba en el Forum East. Pero poseía un agudo sentido cívico y le importaban mucho los millares de personas que aguardaban fuera, esperanzados. Margot confiaba mucho en su estabilidad y ayuda.

– No esté tan seguro, Seth -contestó-. Los bancos tienen la barriga blanda. Clave un arpón en un lugar tierno y verá que pueden suceder cosas extraordinarias.

– ¿Qué clase de arpón? -preguntó Orinda-. ¿Un desfile? ¿Una huelga? ¿Una demostración?

– No -dijo Margot-, olvídese de todo eso. Es materia vieja. Ya nadie se impresiona con las demostraciones convencionales. No son más que una molestia. No consiguen nada.

Examinó el grupo que tenía ante ella en el repleto despacho, lleno de humo. Había una docena o más, blancos y negros, de variadas formas, tamaños y comportamientos. Algunos se columpiaban precariamente en desvencijadas sillas y cajones, otros estaban despatarrados en el suelo.

– Oigan todos con atención. He dicho que necesitamos hacer algo, y creo que hay un tipo de acción que puede dar resultado.

– Miss Bracken -una figurita en el fondo del cuarto se puso de pie. Era Juanita Núñez, a quien Margot había saludado al entrar.

– Escucho, mistress Núñez.

– Quiero ayudar. Pero usted ya sabe, creo, que trabajo en el FMA. Tal vez no deba oír lo que usted va a decir a los otros…

Margot dijo comprensiva:

– No, y debía haber pensado en eso en lugar de molestarla.

Hubo un murmullo general de entendimiento. Antes de que cesara, Juanita se dirigió a la puerta.

– Lo que usted ya ha oído -dijo Deacon Euphrates- es un secreto, ¿verdad?

Juanita asintió y Margot dijo rápidamente:

– Todos podemos confiar en mistress Núñez. Espero que sus jefes tengan tanta ética como ella.

Cuando la reunión prosiguió, Margot se encaró con los miembros restantes. Su aire era característico: las manos en su pequeña cintura, los codos agresivamente hacia afuera. Un momento antes había echado hacia atrás su largo pelo castaño… un gesto habitual antes de entrar en acción, como cuando se levanta el telón. A medida que hablaba el interés se acrecentó. Surgieron una o dos sonrisas. En un momento Seth Orinda sofocó una profunda carcajada. Cerca del fin, Deacon Euphrates y los otros reían ampliamente.

– Caramba, caramba -dijo Deacon.

– Es terriblemente hábil -interrumpió otro.

Margot les recordó:

– Para que todo el plan marche necesitamos mucha gente… por lo menos un millar para empezar, y más a medida que pase el tiempo.

Una voz nueva preguntó:

– ¿Cuánto tiempo necesitaremos, señora?

– Hemos planeado una semana. Una semana bancaria, quiero decir… cinco días. Si la cosa no anda procuraremos prolongarla y ampliar el margen de operaciones. Pero francamente no creo que sea necesario. Otra cosa: todos los que participen deben ser cuidadosamente aleccionados.

– Yo ayudaré en eso -dijo con decisión Seth Orinda.

Hubo un coro inmediato de:

– Yo también.

La voz de Deacon Euphrates se levantó sobre las otras:

– Voy a disponer de tiempo. Y juro que lo usaré; una semana libre de trabajo y empujaré a los otros.

– Bien -dijo Margot, y prosiguió con decisión-: Necesitamos un plan magistral. Lo tendré listo para mañana por la noche. Los demás deben iniciar inmediatamente el reclutamiento. Y recuerden que el secreto es importante.

Media hora después se interrumpió la reunión, y los miembros del comité estaban mucho más alegres y optimistas que cuando se habían reunido.

A petición de Margot, Seth Orinda se demoró. Ella dijo:

– Seth, de manera muy especial necesito su ayuda.

– Sabe que se la daré si puedo, miss Bracken.

– Cuando se inicia alguna acción -dijo Margot- suelo estar al frente de ella. Usted lo sabe.

– Claro que lo sé -dijo el profesor, radiante.

– Esta vez quiero mantenerme en la sombra. Tampoco quiero que mi nombre aparezca cuando los diarios, la TV y la radio empiecen a actuar. Si eso sucediera, la cosa sería incómoda para dos grandes amigos míos… esos de los que hablé, en el banco. Quiero evitar eso.

Orinda asintió comprensivo.

– Dentro de lo que puedo ver, no habrá problema.

– Lo que realmente estoy pidiendo -insistió Margot- es que usted y los otros se adelanten en mi lugar. Yo estaré detrás de la escena, lógicamente. Y, si es necesario, pueden llamarme, aunque espero que no sea necesario.

– Eso es tonto -dijo Seth Orinda-. ¿Cómo vamos a llamarla si ninguno de nosotros la conoce ni siquiera de nombre?


La noche del sábado, dos días después de la reunión de la Asociación de Inquilinos del Forum East, Margot y Alex habían sido invitados a una pequeña comida entre amigos, y después fueron juntos al apartamento de ella. Estaba en una parte de la ciudad menos elegante que el piso de Alex, y era más pequeño, pero Margot lo había amueblado agradablemente con muebles antiguos que había coleccionado, a precios modestos, en el curso de los años. A Alex le encantaba ir allí.

El apartamento formaba gran contraste con el bufete de Margot.

– Te he echado de menos, Bracken -dijo Alex. Se había puesto un pijama y una bata que guardaba en casa de Margot, y descansaba relajado en un sillón estilo reina Ana, con Margot echada en una alfombrilla ante él, la cabeza apoyada en sus rodillas, mientras él le acariciaba suavemente el largo pelo. Ocasionalmente sus dedos se perdían… suaves y sexualmente hábiles, y empezaban a excitarla como siempre lo hacía y de la manera que a ella le gustaba. Margot suspiró satisfecha. Pronto irían a la cama. Sin embargo, a medida que crecía el deseo mutuo, había un placer exquisito en la demora impuesta.

Hacía una semana y media que no estaban juntos, porque planes en conflicto les habían mantenido aparte.

– Recobraremos los días perdidos -dijo Margot.

Alex guardó silencio. Luego observó:

– Sabes, he esperado toda la noche que me comieras vivo por lo del Forum East. Pero no has dicho una palabra.

Margot echó la cabeza más hacia atrás, y le miró desde su postura.

Preguntó con inocencia:

– ¿Por qué voy a comerte, querido? La idea de cortar la ayuda del banco no ha sido tuya… -su pequeña frente se enfurruñó-. ¿O lo ha sido?

– Sabes de sobra que no es así.

– Claro que lo sé. Y también estoy segura de que te opusiste.

– Sí, me opuse -y añadió con tristeza-: ¡Para lo que ha servido!

– Hiciste lo posible. Es todo lo que se te puede pedir.

Alex la miró desconfiado.

– Eso no parece muy tuyo…

– ¿No te gusta que yo sea así?

– Eres una luchadora. Es una de las cosas que me atraen en ti. Tú no cedes. No aceptas con calma la derrota.

– Tal vez algunas derrotas sean totales. En ese caso nada puede hacerse.

Alex se incorporó, tieso.

– Estás planeando algo, Bracken. Lo sé. Dime de qué se trata.

Margot meditó, después dijo con lentitud:

– No reconozco riada. Pero, incluso en el caso de que fuera verdad lo que has dicho, es posible que haya ciertas cosas que es mejor que tú ignores. Algo que nunca he querido hacer, Alex, es crearte inconvenientes.

Él sonrió cariñosamente.

– De todos modos me has dicho algo. Bueno, si no quieres que profundice, no lo haré. Pero quiero una seguridad: la de saber que lo que estás planeando es legal.

Por un momento Margot perdió el control.

– Yo soy aquí el abogado. Yo decido lo que es legal y lo que no lo es.

– Incluso las abogadas más inteligentes pueden cometer errores.

– No esta vez -pareció a punto de discutir más, pero se contuvo. Su voz se suavizó-. Sabes que siempre actúo dentro de la ley. Y también sabes por qué.

– Sí, lo sé -dijo Alex. Nuevamente relajado, siguió acariciándole el pelo.

Ella le había confesado una vez, cuando ya se conocían bien, sus ideas, logradas años antes, y que eran resultado de la pérdida y la tragedia.

En la facultad de derecho, donde Margot era una destacada estudiante, se había unido, como muchos otros en esa época, al activismo y la protesta. Era el tiempo de la creciente intervención norteamericana en el Vietnam y se habían producido amargas divisiones en la nación. Era también el comienzo de inquietudes y cambios dentro de la profesión legal, una rebeldía de la juventud contra las leyes de los viejos y contra lo establecido, la época de una nueva camada de abogados beligerantes de los cuales Ralph Nader era el publicitado y laureado símbolo.

Antes, en el colegio secundario y luego en la facultad, Margot había compartido sus puntos de vista de avant-garde, sus actividades y su persona con un muchacho estudiante -el único nombre por el cual Alex le conocía era Gregory- y Gregory y Margot vivían juntos, según era también la costumbre.

Durante varios meses había habido enfrentamientos sobre la administración estudiantil, y uno de los peores se inició cuando aparecieron oficialmente en la universidad reclutas del ejército y la marina de los Estados Unidos. Una mayoría estudiantil, entre la que se encontraban Gregory y Margot, habían querido que los reclutas fueran expulsados. Las autoridades de la facultad adoptaron un punto de vista opuesto, muy fuerte.

En protesta, los estudiantes ocuparon el edificio de la administración, se formaron dentro barricadas y otros quedaron fuera. Gregory y Margot, atrapados en el fervor general, estaban entre ellos.

Se iniciaron negociaciones pero fracasaron, en parte porque los estudiantes presentaban «demandas no negociables». Después de dos días la administración llamó a la policía estatal, ayudada, no muy sabiamente, por la Guardia Nacional. Se lanzó un asalto contra el sitiado edificio.

Durante la lucha se dispararon algunos tiros y algunas cabezas recibieron golpes. Por milagro, los tiros no hirieron a nadie. Pero por una trágica desdicha una de las cabezas castigadas -la de Gregory- sufrió una hemorragia cerebral, que dio como resultado su muerte horas más tarde.

Finalmente, porque la indignación popular fue grande, un policía joven, asustado y sin experiencia, que había dado el golpe mortal, fue llevado ante los tribunales. Los cargos contra él fueron rechazados.

Margot, aunque sumida en un profundo dolor y atontamiento, era una estudiante de leyes bastante objetiva como para entender el rechazo. Su entrenamiento legal le sirvió también más adelante, con calma, para valorar y codificar sus propias convicciones. Era un proceso demorado que las presiones de la excitación y la emoción habían impedido por largo tiempo.

Ninguno de los puntos de vista sociales o políticos de Margot habían cambiado, ni entonces ni luego. Pero su percepción era tan honrada como para reconocer que la facción estudiantil había retirado a otros las libertades de las que se proclamaba defensora. También, en su celo, habían transgredido la ley, sistema al que estaban dedicados sus estudios, y presumiblemente sus vidas.

Faltaba sólo otro paso en el razonamiento, paso que Margot dio, para comprender que no se hubiera logrado menos, probablemente se habría conseguido mucho más, actuando dentro de los límites legales.

Y había confesado a Alex, la única vez que habían hablado de aquella parte del pasado de ella, que seguir dentro de lo legal era su principio guía, y el de toda su actividad, desde entonces.

Todavía acurrucada cómodamente junto a él, ella preguntó:

– ¿Cómo andan las cosas en el banco?

– Algunos días me siento como Sísifo. ¿Lo recuerdas?

– ¿No era el griego que empujaba una roca subiendo una montaña? Cada vez que llegaba a la cima la piedra se deslizaba para abajo.

– El mismo. Debería haber sido un ejecutivo bancario procurando hacer cambios. ¿Sabes algo de nosotros, los banqueros, Bracken?

– Háblame de vosotros.

– Tenemos éxito pese a nuestra falta de intuición e imaginación.

– ¿Permites que utilice tus palabras?

– Si lo haces juraré que nunca lo he dicho -murmuró él-. Pero, entre nosotros, los banqueros siempre reaccionan ante el cambio social, nunca lo anticipan. Todos los problemas que nos afectan ahora: ambientales, de ecología, energía, las minorías, hace tiempo que están entre nosotros. Lo que en esas áreas podía afectarnos hubiera podido ser previsto. Nosotros, los banqueros, podríamos ser dirigentes. En lugar de esto estamos siguiendo, sólo avanzamos cuando tenemos que hacerlo, cuando nos empujan.

– ¿Por qué sigues siendo banquero entonces?

– Porque es importante. Lo que hacemos vale la pena y, que avancemos de buena voluntad o no, somos profesionales necesarios. El sistema monetario se ha vuelto tan enorme, tan complicado y sofisticado, que sólo los bancos pueden manejarlo.

– Entonces lo que más necesitáis es un empujón de vez en cuando, ¿verdad?

Él la miró intensamente, con la curiosidad reanimada.

– Estás planeando algo en esa revuelta cabeza tuya.

– No he reconocido nada.

– Sea lo que sea, espero que no tenga que ver con los cuartos de aseo públicos…

– ¡Por Dios, no!

Ante el recuerdo de hacía un año, ambos rieron a carcajadas. Había sido una de las victorias combativas de Margot y había llamado mucho la atención.

Su batalla había sido contra la comisión del aeropuerto que, en aquella época, pagaba a los centenares de porteros y limpiadores salarios sustancialmente más bajos de los que eran normales en la zona. El sindicato estaba corrompido, tenía un «contrato de novio» con la comisión, y no había hecho nada para ayudar. Desesperado, un grupo de trabajadores del aeropuerto había buscado la ayuda de Margot, que empezaba a ganar reputación en estos asuntos.

El acercamiento directo de Margot con la comisión, fue meramente rechazado. Ella decidió entonces que había que alertar a la opinión pública y que, una manera de lograrlo, era ridiculizar al aeropuerto y sus dirigentes. Como preparación, y trabajando con varios simpatizantes que antes la habían ayudado, Margot hizo un estudio inteligente del grande y ocupado aeropuerto en una noche de pesado tráfico.

Un factor señalado en el estudio era que, cuando los aviones de vuelos nocturnos, en los que se servían comidas y bebidas, descargaban a sus pasajeros, la mayoría de los recién llegados se dirigía inmediatamente a los cuartos de aseo del aeropuerto, creando así demandas máximas de esos lugares en un período de varias horas.

Al siguiente viernes por la noche, cuando el tráfico aéreo que llegaba y partía era más intenso, varios centenares de voluntarios, principalmente porteros y limpiadores que estaban libres ese momento, llegaron al aeropuerto bajo la dirección de Margot. Desde entonces hasta que se fueron, mucho más tarde, todos permanecieron tranquilos, en orden y cumpliendo con la ley.

El propósito era ocupar continuamente, a lo largo de la noche, todos los cuartos de aseo del aeropuerto. Y lo hicieron. Margot y sus ayudantes habían preparado un plan detallado y los voluntarios fueron a sitios designados, donde pagaron una moneda y se instalaron, entretenidos con material de lectura, radios portátiles e incluso comida que habían llevado. Algunas mujeres llevaron trabajos de costura o tejidos. Era lo último en cuanto a huelgas legales de brazos cruzados.

En los aseos de caballeros, nuevos voluntarios formaron largas filas junto a los urinarios, y cada fila se movía con abrumadora lentitud. Si un varón que no estaba en el complot se unía a la fila, tardaba una hora en llegar. Pocos, o ninguno, esperaron tanto tiempo.

Un contingente flotante explicaba tranquilamente a todo el mundo que quería escuchar, lo que estaba pasando, y por qué.

El aeropuerto se convirtió en un hervidero, con centenares de pasajeros enojados y angustiados, que se quejaban dura y calurosamente a las líneas aéreas que, a su vez, atacaron a la dirección del aeropuerto. La administración se vio frustrada e incapaz para hacer nada. Otros observadores, no involucrados ni necesitados, encontraron que la situación era cómica. Nadie permaneció indiferente.

Representantes de los medios informativos, avisados de antemano por Margot, estaban presentes en cantidad. Los periodistas rivalizaban entre sí para escribir historias que fueron propagadas a toda la nación por los servicios telegráficos, y luego repetidas internacionalmente y usadas en periódicos tan distintos como «Izvestia», el «Star» de Johannesburg y «The Times» de Londres. Al día siguiente, como resultado, el mundo entero reía.

En la mayoría de los comentarios el nombre de Margot Bracken figuró muy destacado. Había intimación de que nuevas huelgas «sentadas» proseguirían.

Tal como Margot había calculado, el ridículo es una de las armas más fuertes en cualquier arsenal. Después del fin de semana la comisión del aeropuerto accedió a discutir los salarios de los porteros y los limpiadores, lo que dio como resultado que los aumentaran más tarde. Un resultado consecuente fue que la dirección del sindicato corrompido perdió la votación y fue reemplazada por una más honrada.

Margot se agitó ahora, acercándose a Alex, y dijo suavemente:

– ¿Qué clase de mente has dicho que tengo?

– Revuelta como un trompo.

– ¿Y eso es bueno o malo?

– Es bueno para mí. Refrescante. Y casi siempre me gustan las causas por las que trabajas.

– Pero no siempre…

– No, no siempre.

– A veces las cosas que hago crean antagonismos. Muchas de ellas. Supongamos que el antagonismo es sobre algo en lo que no crees, o que te desagrada. Imagina que nuestros nombres aparecen vinculados en una ocasión en la que, digamos, no te gustaría estar asociado a mí.

– Aprendería a soportarlo. Además, tengo derecho a tener una vida privada, y también lo tienes tú.

– Y también tiene ese derecho cualquier mujer -dijo Margot-. Pero, a veces, me pregunto si realmente podrías soportarlo. Quiero decir, si estuviéramos juntos todo el tiempo. Yo no cambiaría ¿sabes? Tienes que entender eso, Alex, querido. No podría renunciar a mi independencia, ni dejar de ser yo misma y de tomar iniciativas.

Él recordó a Celia, que nunca había tomado iniciativas, ni siquiera cuando había deseado que lo hiciera. Y pensó, como siempre con remordimiento, en lo que se había convertido Celia. Sin embargo había aprendido algo de ella: que ningún hombre es íntegro a menos que la mujer que ama sea libre, y sepa hacer uso de la libertad, explotándola para realizarse a sí misma.

Alex dejó caer las manos sobre los hombros de Margot. A través del delgado camisón de seda pudo sentir su cálida fragancia, percibió la suavidad de su piel. Dijo con dulzura:

– Tal como eres te quiero y te deseo. Si cambiaras contrataría a alguna otra abogada y te demandaría por haber traicionado al amor.

Sus manos dejaron los hombros de ella, se movieron lentas, acariciantes, hacia abajo. Él sintió que la respiración de ella se apresuraba; un momento después se volvió hacia él, urgente, casi sin aliento:

– ¿Qué diablos estamos esperando?

– Sólo Dios lo sabe -dijo él-. Vamos a la cama.

3

La visión era tan desusada que uno de los funcionarios de préstamos de la sucursal, Cliff Castleman, se dirigió hacia la plataforma.

– Mistress D'Orsey, ¿por casualidad ha echado usted un vistazo desde la ventana?

– No -dijo Edwina. Estaba atareada con el correo matutino-. ¿Por qué?

Eran las 8,55, un miércoles, en la principal sucursal de la ciudad del First Mercantile American.

– Bueno -dijo Castleman-, se me ocurre que podría interesarle. Hay afuera una fila como nunca he visto antes de la hora de apertura.

Edwina miró. Varios empleados se apiñaban para mirar por las ventanas. Había murmullos de conversación entre los empleados, cosa generalmente desusada por la mañana tan temprano. Edwina sintió una corriente secreta de preocupación.

Dejó su escritorio y dio unos pasos hacia uno de los grandes ventanales, que formaban parte del frente del edificio que daba a la calle. Lo que vio la sorprendió. Una larga cola de gente, en hileras de cuatro o cinco, se extendía desde la puerta principal a todo lo largo del edificio y se perdía de vista más allá. Parecía que todos estaban esperando que se abriera el banco.

Ella abrió los ojos, incrédula.

– ¿Qué diablos…?

– Alguien ha salido hace un momento -informó Castleman-. Dice que la fila se extiende hasta la mitad de la Plaza Rosselli y que se añade más gente continuamente.

– ¿Y alguien ha preguntado qué desean?

– Parece ser que lo ha hecho uno de los guardias de seguridad. La respuesta es que vienen a abrir cuentas.

– ¡Eso es ridículo! ¿Toda esa gente? Debe haber unas trescientas personas, según calculo desde aquí. Nunca hemos tenido tantas cuentas nuevas en un solo día.

El empleado de préstamos se encogió de hombros.

– Simplemente repito lo que he oído.

Tottenhoe, el contador, se les unió en la ventana, y en su cara apareció su habitual malhumor.

– He notificado a la Seguridad Central -informó a Edwina-. Me han asegurado que van a mandar más guardias y que míster Wainwright viene para acá. También han avisado a la policía.

Edwina comentó:

– No hay señales exteriores de violencia. Toda esa gente parece muy pacífica.

Era un grupo muy heterogéneo, según podía ver, formado en dos tercios por mujeres, con preponderancia de negros. Muchas mujeres iban acompañadas de niños. Entre los hombres, algunos llevaban mono, como si acabaran de dejar el trabajo o se encaminaran a él. Otros estaban en ropas descuidadas, algunos bien vestidos.

La gente de la fila hablaba entre sí, algunos animadamente, pero nadie parecía enemigo. Algunos, al verse observados, saludaron a los empleados del banco.

– ¡Mire eso! -señaló Cliff Castleman. Había aparecido un grupo de cámaras de televisión. Mientras Edwina y los otros miraban, empezaron a filmar.

– Pacíficos o no -dijo el funcionario de préstamos-, tiene que haber un motivo para que toda esta gente venga aquí de golpe.

Un relámpago de intuición golpeó a Edwina.

– Es el Forum East -dijo-. Apostaría a que es el Forum East.

Varios otros, que tenían escritorios cercanos, se habían acercado y escuchaban.

Tottenhoe dijo:

– No abriremos hasta que hayan llegado los guardias de refuerzo.

Todos los ojos se volvieron hacia el reloj de la pared, que marcaba las nueve menos un minuto.

– No -ordenó Edwina, y levantó la voz para que los demás pudieran oírla-. Abriremos como siempre, a la hora acostumbrada. Que cada uno vuelva a su trabajo, por favor.

Tottenhoe se alejó apresurado y Edwina volvió a la plataforma y a su escritorio.

Desde su lugar de privilegio vio que las puertas principales se abrían de golpe y los primeros clientes se precipitaron. Los que habían estado a la cabeza de la fila hicieron al entrar una pausa momentánea, miraron alrededor con curiosidad, después avanzaron rápidamente, a medida que los otros los empujaban. En pocos momentos el recinto central de la gran sucursal bancaria estuvo repleto de una multitud ruidosa y charlatana. El edificio, relativamente tranquilo hacía un minuto, se había convertido en una torre de Babel. Edwina vio a un negro alto y robusto, agitando algunos billetes en la mano y proclamando:

– Quiero poner mi dinero en el banco.

Un guardia de seguridad le indicó:

– Por allí. Allí se abren las cuentas nuevas.

El guardia señaló un escritorio donde una empleada -una muchacha joven- esperaba. Parecía nerviosa. El hombre grande se dirigió hacia ella, sonrió como para tranquilizarla, y se sentó. Inmediatamente los demás se apretaron en una fila confusa, esperando turno.

Parecía que el informe de que todos venían a abrir cuentas había sido exacto, después de todo.

Edwina pudo ver al hombre grandote que se echaba hacia atrás expansivamente, siempre con los billetes en la mano. Su voz se elevó sobre el ruido de las otras conversaciones, y ella lo oyó proclamar:

– No tengo prisa. Hay algunas cosas que me gustaría explicarle.

Los otros dos mostradores fueron rápidamente atendidos por otros empleados. Con igual velocidad amplias filas de gente se formaron delante.

Normalmente tres empleados bastaban para manejar las cuentas nuevas, pero evidentemente el número era insuficiente ahora. Edwina pudo ver a Tottenhoe en el extremo del banco y le llamó por el teléfono interno. Le dio instrucciones:

– Utilice otros escritorios para atender las cuentas nuevas y ponga a atender a todo el personal de que disponga.

Incluso muy cerca del intercomunicador era difícil oír por encima del ruido.

Tottenhoe gruñó una respuesta:

– Usted comprenderá que no podemos atender hoy a toda esta gente, y los que atendamos, por muchos que sean, nos tendrán totalmente atados.

– Tengo una idea -dijo Edwina-, eso es lo que alguien desea. Apresure el proceso todo lo que pueda.

Sin embargo sabía que, por mucho que se apresuraran, se tardaba entre diez y quince minutos para abrir cada nueva cuenta. Siempre era así. El papeleo requería ese tiempo.

Primero había un formulario de solicitud para averiguar el domicilio, el empleo, el seguro social y detalles de familia. Había que conseguir un ejemplo de tipo medio de la firma del solicitante. Después se requería prueba de su identidad. Tras todo esto, los empleados llevaban los documentos a un funcionario del banco, para que los aprobara y clasificara. Finalmente se entregaba una libreta de ahorros, o un talonario provisional de cheques.

Por consiguiente el máximo de cuentas nuevas que cualquier empleado bancario podía abrir en una hora era de cinco, de modo que, todo lo que los tres empleados que estaban trabajando podían alcanzar era un total de noventa cuentas en un día de trabajo, si trabajaban a toda velocidad, lo que era improbable.

Incluso triplicar el número de empleados en la tarea no permitiría que se abrieran más de doscientas cincuenta cuentas en un día y, ya en los primeros minutos de trabajo, había en el banco más de cuatrocientas personas, otras seguían entrando, y la fila de afuera, que Edwina se levantó para ir a comprobar, parecía más larga que nunca.

El ruido dentro del banco seguía aumentando. Se había convertido en un rugido.

Otro problema era que la creciente masa de los llegados al recinto impedía el acceso de otros clientes a los mostradores. Edwina pudo ver algunos afuera, que miraban aquella barahúnda con consternación. Mientras ella miraba, algunos se cansaron y se marcharon.

Dentro del banco los recién llegados conversaban con los pagadores, y los pagadores, que no tenían nada que hacer a causa de la confusión, charlaban también.

Dos ayudantes de la gerencia habían ido a la zona central y procuraban controlar el fluir de la gente, abriendo también algún espacio ante los mostradores. Pero no tenían mucho éxito.

Sin embargo, no había hostilidad evidente. Todos los que estaban en el repleto banco, cuando los miembros del personal les dirigían la palabra contestaban cortésmente y con una sonrisa. Era, pensó Edwina, como si todos los aquí presentes hubieran recibido instrucciones de portarse lo mejor posible.

Decidió que había llegado el momento de intervenir.

Edwina dejó la plataforma y la zona cercada donde estaba el personal y con dificultad, se abrió paso entre la confusión de gente hasta la puerta principal. Hizo señas a dos guardias de seguridad, que se abrieron paso a codazos para llegar hasta ella, y ordenó:

– Ya hay bastante gente en el banco. Que todo el mundo se quede ahora fuera. Dejen entrar sólo cuando otros hayan salido. Naturalmente, nuestros clientes habituales deben tener preferencia y hay que dejarles pasar cuando lleguen.

El más viejo de los guardias acercó su cabeza a la de Edwina para hacerse oír.

– No va a ser fácil, mistress D'Orsey. Reconocemos muchos clientes, pero hay muchos que no conocemos. Vienen demasiadas personas diariamente para que las conozcamos a todas.

– Otra cosa -interrumpió el otro guardia-, cuando llega alguien los que están fuera gritan: «A la cola». Si favorecemos a algunos podemos provocar una revuelta.

Edwina aseguró:

– No habrá revuelta. Haga todo lo que pueda.

Al volverse, Edwina habló con varios de los que esperaban. Las constantes conversaciones que los rodeaban impedían que la oyeran y tuvo que levantar la voz.

– Soy la gerente. ¿Podrían ustedes decirme por qué han venido hoy todos aquí?

– Estamos abriendo cuentas -contestó una mujer que estaba junto a Edwina, con un niño. Tuvo una risita-. No hay nada malo en eso, ¿verdad?

– Y ustedes han puesto anuncios -intervino una voz de negro-. Dicen que por pequeña que sea una cantidad se puede empezar con ella.

– Es verdad -dijo Edwina- y el banco ha hablado en serio. Pero debe haber algún motivo para que todos ustedes hayan decidido venir juntos.

– Puede usted decir -chilló un viejo cadavérico- que todos somos del Forum East.

Una voz joven intervino:

– O queremos serlo.

– Por eso todavía no me… -empezó Edwina.

– Tal vez yo pueda explicarle, señora -un hombre negro, de mediana edad y aspecto distinguido, se abrió paso entre la marea de gente.

– Hágalo, por favor.

En el mismo momento Edwina fue consciente de otra figura a su lado. Al volverse vio que era Nolan Wainwright. Y en la puerta principal había varios nuevos guardias de seguridad, para ayudar a los dos habituales. Edwina lanzó una mirada interrogativa al jefe de Seguridad, que aconsejó:

– Adelante. Lo está usted haciendo muy bien.

El hombre que se había adelantado, dijo:

– Buenos días, señora. No sabía que hubiera mujeres gerentes de banco.

– Bueno, las hay -contestó Edwina-. Y cada vez somos más. Supongo que usted cree en la igualdad de las mujeres, ¿míster…?

– Orinda. Seth Orinda, señora. Y le aseguro que creo en eso, y también en muchas otras cosas.

– ¿Y es una de esas otras cosas la que los ha traído hoy aquí?

– En cierto modo así puede decirse.

– ¿Exactamente de qué modo?

– Creo que está usted enterada que todos somos del Forum East.

Ella reconoció:

– Eso me han dicho.

– Lo que hacemos puede calificarse de un acto de esperanza -el bien vestido portavoz marcó con cuidado las palabras. Habían sido escritas y ensayadas. Más gente se acercó, y las conversaciones se apaciguaron al escuchar.

Orinda prosiguió:

– Este banco, según dice, no tiene bastante dinero para seguir ayudando a la construcción del Forum East. De todos modos el banco ha reducido a la mitad el dinero que nos otorgaba, y algunos creemos que todavía cortarán otra mitad, es decir, si alguien no se pone a tocar el tambor y hace algo.

Edwina dijo agudamente:

– Y hacer algo, supongo, significa llevar a un punto muerto todos los negocios de esta sucursal -mientras hablaba fue consciente de varias caras nuevas entre la multitud, de libretas que se abrían y del correr de lápices. Comprendió que habían llegado los periodistas.

Evidentemente alguien había avisado de antemano a la prensa, lo que explicaba la presencia del equipo de televisión afuera. Edwina se preguntó quién lo habría hecho.

Seth Orina pareció apenado.

– Lo que estamos haciendo, señora, es traer todo el dinero que podemos juntar nosotros, pobre gente, para ayudar al banco en estos momentos de prueba.

– Sí, -intervino otra voz-, y que no nos vengan con que eso no es buena vecindad.

Nolan Wainwright exclamó:

– ¡Eso es una tontería! Este banco no está en dificultades.

– Si no está en dificultades -preguntó una mujer- ¿por qué ha hecho lo que ha hecho con el Forum East?

– La posición del banco fue aclarada en el anuncio -contestó Edwina-. Es una cuestión de prioridades. Además, el banco ha dicho que espera reanudar la financiación más adelante -incluso a ella las palabras le parecieron huecas. Otros también lo pensaron, porque estalló un coro de risas burlonas.

Fue la primera nota de fealdad y de enemistad. El hombre de apariencia distinguida, Seth Orinda, se volvió bruscamente y levantó la mano llamando al orden. Las burlas cesaron.

– Vean ustedes cómo se ve aquí la cosa -afirmó, dirigiéndose a Edwina- el hecho es que todos hemos venido a poner dinero en su banco. Es a esto a lo que me refiero cuando hablo de un acto de esperanza. Pensábamos que, cuando nos vieran a todos, y comprendieran lo que sentimos, tal vez cambiarían ustedes de idea.

– ¿Y si no cambiamos?

– Entonces supongo que seguiremos buscando más gente y un poquito más de dinero. Y podemos hacerlo. Tenemos muchas almas bondadosas que seguirán viniendo hoy, y mañana, y pasado mañana. Y, para el fin de semana, se habrá corrido la voz -se volvió hacia los periodistas- de manera que habrá otros, y no sólo del Forum East, que se nos unirán la próxima semana. Nada más que para abrir una cuenta. Para ayudar a este pobre banco. Nada más.

Muchas voces añadieron alegremente:

– Sí, hombre, mucha más gente… no nadamos en oro, pero no cabe duda de que somos muchos… Digan a sus amigos que vengan a apoyarnos.

– Lógicamente -dijo Orinda con expresión inocente- algunas de las personas que ponen hoy dinero en el banco tendrán que venir a sacarlo mañana, o al día siguiente, o la próxima semana. Muchos tienen poco, y no pueden dejar aquí el dinero mucho tiempo. Pero, en cuanto sea posible, volveremos a ponerlo… -sus ojos brillaron con travesura-. Queremos, que estén ustedes ocupados.

– Sí -dijo Edwina-, ya entiendo lo que quieren.

Una periodista esbelta y rubia, preguntó:

– Míster Orinda: ¿cuánto dinero depositarán todos ustedes en el banco?

– No mucho -fue la alegre respuesta-, muchos han traído sólo cinco dólares. Es la cantidad menor que acepta este banco. ¿No es verdad? -miró a Edwina, que asintió.

Algunos bancos, como sabían Edwina y algunos de los oyentes, requerían un mínimo de cincuenta dólares para abrir una cuenta de ahorros, y de cien dólares para cuenta corriente. Algunos pocos no tenían el mínimo. El First Mercantile American que buscaba alentar a los pequeños ahorristas, había aceptado un mínimo de cinco dólares.

Otra cosa: una vez que una cuenta era aceptada, la mayoría de los originales cinco dólares podían ser retirados, dejando cualquier balance de crédito para mantener la cuenta abierta. Seth Orinda y los otros habían comprendido claramente esto y se proponían ahogar la sucursal bancaria del centro con transacciones de depósitos y retiros. Edwina pensó: es posible que lo logren.

Sin embargo no se estaba haciendo nada ilegal ni obstructivo.

Pese a sus responsabilidades y a su rabia de hacía unos momentos, Edwina tuvo la tentación de reír, aunque comprendió que no debía hacerlo. Miró de nuevo a Nolan Wainwright que se encogió de hombros y dijo tranquilamente:

– Mientras no haya ningún disturbio evidente lo único que podemos hacer es regular el tráfico.

El jefe de seguridad del banco se volvió hacia Orinda y dijo con firmeza:

– Esperamos que todos ustedes nos ayuden a mantener este lugar en orden, dentro y afuera. Nuestros guardias darán instrucciones sobre la cantidad de personas que podrán entrar por vez, y dónde debe situarse la fila de los que esperan.

El otro asintió:

– Lógicamente, señor, mis amigos y yo haremos todo lo posible para ayudar. Tampoco queremos ningún disturbio. Y esperamos que se nos trate con justicia.

– ¿Y eso qué significa?

– Los que estamos aquí -afirmo Orinda- y los de afuera, son clientes como cualquier otro que venga a este banco. Y, si bien estamos dispuestos a esperar nuestro turno con paciencia, no queremos que otros reciban un tratamiento especial o que se les permita pasar antes que nosotros, que estamos esperando. Lo que quiero decir es que, cualquiera que llegue, no importa quien sea, tendrá que formar cola.

– Nos ocuparemos de eso.

– Nosotros también, señor. Porque, si lo hacen ustedes de otro modo, será un caso evidente de discriminación. Entonces tendrán que ver cómo nos movemos.

Los periodistas, según vio Edwina, seguían tomando notas.

Se abrió paso entre la muchedumbre hacia los nuevos escritorios habilitados, a los que ya se habían unido dos más, mientras se establecían otros dos.

Uno de los escritorios auxiliares, notó Edwina, estaba ocupado por Juanita Núñez. Ella vio la mirada de Edwina y cambiaron una sonrisa. Edwina recordó de pronto que la muchacha Núñez vivía en el Forum East. ¿Había estado enterada de antemano de aquella invasión? Después pensó: de todos modos, no importaba.

Dos de los funcionarios menores del banco supervisaban la nueva actividad de abrir cuentas, y era evidente que cualquier otro trabajo iba a quedar seriamente retrasado.

El hombre de aspecto robusto, que había sido uno de los primeros en llegar, se levantaba en el momento en que Edwina se acercó.

La muchacha que había hecho el trámite y que ya no estaba nerviosa, dijo:

– Éste es míster Euphrates. Acaba de abrir una cuenta.

– Deacon Euphrates es como todos me llaman -y el hombre tendió a Edwina una mano enorme, que ella tomó.

– Bien venido al First Mercantile American, míster Euphrates.

– Gracias, muy amable de su parte. De verdad, tan amable que creo que, después de todo, voy a poner un poco más de alpiste en esta cuenta -examinó un puñado de cambio menor, seleccionó un cuarto de dólar y dos monedas más y después se dirigió a un cajero.

Edwina preguntó a uno de los nuevos empleados que atendían el servicio de cuentas:

– ¿Cuánto fue el depósito inicial?

– Cinco dólares.

– Bien. Procuren trabajar lo más rápidamente posible.

– Es lo que hago, mistress D'Orsey, pero perdí mucho tiempo con ese hombre, porque hizo cantidad de preguntas sobre retiros e intereses. Tenía todo escrito en un papel.

– ¿Tiene usted el papel?

– No.

– Probablemente otros también lo tengan. Procure conseguir uno y tráigamelo.

Tal vez sirva para darnos alguna clave, pensó Edwina, acerca de quién ha planeado y ejecutado esta experta invasión. No creía que ninguna de las personas con las que había hablado hasta ese momento fuera la figura organizadora clave.

Otra cosa emergía: la tentativa de inundar el banco no iba a limitarse meramente a abrir nuevas cuentas. Los que ya las habían abierto formaban ahora cola ante los mostradores de los cajeros, pagando o retirando diminutas sumas a paso glacial, haciendo preguntas o forzando a los cajeros a conversar.

De manera que los clientes regulares no sólo iban a tener dificultades para entrar al edificio, sino que, una vez dentro, sufrirían nuevos impedimentos.

Informó a Nolan Wainwright acerca de las listas de preguntas y de las instrucciones que había dado a la muchacha empleada.

El jefe de seguridad aprobó:

– A mí también me gustaría verlas.

– Míster Wainwright -llamó una secretaria-, le llaman por teléfono. Él cogió el teléfono y Edwina le oyó decir:

– Es una manifestación, aunque no en el sentido legal. Es pacífica y podría provocar molestias para nosotros mismos si tomamos decisiones apresuradas. Lo que menos deseamos aquí es un enfrenamiento violento.

Era tranquilizador, pensó Edwina, poder contar con la sana solidez de Wainwright. Cuando él dejó el teléfono ella tuvo una idea.

– Alguien sugirió que llamáramos a la policía -dijo.

– Llegó cuando yo llegaba y la despaché. Ya vendrá si la necesitamos. Pero espero que no sea así -señaló hacia el teléfono, después hacia la Torre de la Casa Central-. La noticia ha llegado a los grandes. Están allí apretando los botones del pánico.

– Deberían procurar devolver los fondos que han retirado del Forum East.

Por primera vez desde su llegada una breve sonrisa atravesó la cara de Wainwright.

– A mí también me gustaría. Pero ésta no es la manera y, cuando el dinero del banco está en juego, la presión exterior no alterará nada.

Edwina estaba a punto de decir: «¿Quién sabe?» cuando cambió de idea y se quedó en silencio.

Mientras miraban, la multitud que monopolizaba la zona central del banco seguía sin disminuir; el rumor era un poco más fuerte que antes.

Afuera la fila que aumentaba seguía firme en su puesto.

Eran las 9,45.

4

También a las 9,45, a tres manzanas de la Torre de la Casa Central del FMA, Margot Bracken operaba en un puesto de mando desde un Volkswagen descuidadamente estacionado.

Margot había tenido la intención de mantenerse apartada de la ejecución de su plan de presión, pero, finalmente, no había podido hacerlo. Como un caballo de batalla que patea el suelo ante el olor del combate, su resolución se había debilitado primero y se había disuelto después.

Pero la preocupación de Margot de no turbar a Alex o a Edwina continuaba, y éste era el motivo de que estuviera ausente de la primera fila de acción, en la Plaza Rosselli.

Si aparecía, iba a ser rápidamente identificada por miembros de la prensa, cuya presencia Margot conocía, ya que ella misma lo había arreglado de antemano, con notas confidenciales a los periódicos, a la TV y a la radio.

En consecuencia unos discretos mensajeros traían hasta el coche noticias acerca del desarrollo de las operaciones y llevaban instrucciones de vuelta.

Desde el jueves se había llevado a cabo una gran actividad organizadora.

El viernes, cuando Margot trabajaba en el plan principal, Seth, Deacon y varios miembros del comité habían reclutado capitanes de grupo dentro y fuera del Forum East. Estos jefes describieron lo que iba a hacerse en términos generales, pero la respuesta fue abrumadora. Casi todos querían actuar en algo y conocían a otros con quienes también se podía contar.

Al final del domingo, cuando las listas estaban completas, figuraban mil quinientos nombres. Rápidamente se añadieron otros. De acuerdo con el plan de Margot era imposible mantener la acción por lo menos una semana, o más, si se mantenía el entusiasmo.

Entre los hombres con trabajos regulares que se habían ofrecido voluntariamente para cooperar, algunos, como Deacon Euphrates, estaban de vacaciones, tiempo que dijeron iban a aprovechar. Otros simplemente dijeron que se ausentarían cuando fuera necesario. Lamentablemente muchos de los voluntarios eran desocupados, y su número había crecido recientemente debido a una temporada de escasez de trabajo.

Pero predominaban las mujeres, en parte por estar más disponibles durante el día, y también porque -más que en el caso de los hombres- el Forum East se había convertido en el esperanzado faro de sus vidas.

Margot sabía esto, tanto por lo que le decía su personal adelantado como por los informes de la mañana.

Los informes que hasta ahora había recibido eran altamente satisfactorios.

Margot había insistido que en cualquier momento, y particularmente durante los contactos directos con representantes del banco, todos los del contingente del Forum East debían ser amables, corteses y parecer ostensiblemente dispuestos a cooperar. Éste era el motivo de la frase «Acto de Esperanza», que Margot había acuñado, y la idea de que un grupo de individuos interesados en el asunto -aunque de medios limitados- venían en «ayuda» del banco que estaba en «dificultades».

Sospechaba, con aguda penetración, que cualquier sugestión de que el First Mercantile American estaba en dificultades iba a tocar un nervio sensible.

Y aunque no se debía ocultar la conexión con el Forum East, en ningún momento debía haber amenazas abiertas, como por ejemplo, que la paralización del gran banco continuaría a menos que se devolvieran los fondos para la construcción. Margot había dicho a Seth Orinda y los otros: «Dejemos que sea el mismo banco el que llegue a esa conclusión».

Al dar instrucciones había señalado la necesidad de evitar cualquier apariencia de amenaza o intimidación. Los que habían asistido a las reuniones tomaron nota, y después trasmitieron las instrucciones.

Otro detalle era la lista de preguntas que podían hacer los individuos al abrir una cuenta. Margot también había preparado estas preguntas. Hay centenares de preguntas legítimas que cualquiera que esté tratando con un banco puede hacer razonablemente, aunque, en general, la gente no las hace. Como resultado implícito las operaciones del banco iban a demorarse casi hasta la paralización.

Orinda debía actuar como portavoz si llegaba la oportunidad. El proyecto de Margot no necesitaba mucho ensayo. Y era fácil de aprender.

Deacon Euphrates fue designado para iniciar temprano la fila y ser el primero en abrir una cuenta.

Fue Deacon * -nadie sabía si Deacon era un nombre dado a un título otorgado por alguna de las religiones de la zona- quien encabezó el trabajo aconsejando a los voluntarios y diciéndoles cuándo y cómo tenían que actuar. Deacon trabajaba con un ejército de lugartenientes, que se extendían ampliándose, como la tela de una araña.

El miércoles por la mañana, había sido esencial una gran concurrencia al banco para crear una fuerte impresión. Pero algunos de los asistentes debían ser relevados periódicamente. Los otros, que aún no habían aparecido, eran la reserva para acudir más tarde, u otro día.

Para realizar todo esto se había establecido una red de comunicaciones que hacía continuo uso de los teléfonos públicos locales, por medio de otros cooperadores estacionados en las calles. Pese a algunos fallos en un esquema improvisado y que debía funcionar rápido, las comunicaciones andaban bien.

Todas estas cosas y otros informes eran proporcionados a Margot, que seguía esperando en el asiento trasero de su Volkswagen. La información incluía el número de personas que formaban fila, el tiempo que empleaba el banco en abrir cada cuenta y el número de escritorios adicionales para abrir las cuentas. También estaba enterada de la situación en el colmado interior del banco; y conocía las frases cambiadas entre Seth Orinda y los funcionarios del banco.

Margot hizo un cálculo y después dio órdenes al último mensajero, un joven larguirucho que esperaba en el asiento delantero del coche:

– Dígale a Deacon que no busque más voluntarios por el momento; me parece que tenemos bastantes para el resto del día. Que los que están afuera sean relevados un rato, aunque no más de cincuenta por vez, y dígales que vayan a recoger sus almuerzos. En cuanto a los almuerzos, prevenga nuevamente a todos que no deben quedar desperdicios en la Plaza Rosselli, y que no hay que llevar comida ni bebidas al banco.

El hablar de los almuerzos recordó a Margot el problema del dinero, que se había presentado al empezar la semana.

El lunes, los informes traídos por Deacon Euphrates revelaron que muchos de los voluntarios no podían disponer de cinco dólares… y ésa era la cantidad mínima requerida para abrir una cuenta en el FMA. La Asociación de Inquilinos del Forum East virtualmente no tenía dinero. Por un momento pareció que el plan iba a fracasar.

Entonces Margot hizo una llamada telefónica. Llamó al sindicato -la Asociación Norteamericana de Empleados, Cajeros y Trabajadores de Oficina- que representaba ahora a los porteros y limpiadores del aeropuerto a quienes había ayudado el año pasado.

¿Quería el sindicato colaborar prestando el suficiente dinero como para proporcionar cinco dólares a cada voluntario que no dispusiera de ellos? Los dirigentes del sindicato convocaron a una reunión apresurada. El sindicato dijo que sí.

El martes, empleados de las oficinas del sindicato ayudaron a Deacon y Seth Orinda a distribuir el dinero. Todos los interesados sabían que parte de ese dinero nunca iba a ser devuelto, y que algunos de los poseedores de los cinco dólares iban a gastarlos el martes por la noche, y que el propósito original iba a ser ignorado u olvidado. Pero la mayoría del dinero, suponían, iba a ser empleado como se pensaba. A juzgar por el espectáculo de esta mañana, no se habían equivocado.

El sindicato había ofrecido suministrar y pagar los almuerzos. La oferta fue aceptada. Margot sospechaba que debía haber algún interés especial de parte del sindicato, pero decidió que la cosa no iba a afectar el objetivo del Forum East y que, por lo tanto, no tenía importancia.

Siguió dando instrucciones al último mensajero:

– Debemos mantener la fila hasta que se cierre el banco, a las tres.

Era posible, pensó, que los periodistas tomaran fotografías en el último momento, de manera que era importante una muestra de fuerza en lo que quedaba del día.

Los planes para el día siguiente serían coordinados esa noche. En su mayoría eran una repetición del plan del primer día.

Por suerte el tiempo -un despliegue de dulzura con cielos claros- ayudaba y los pronósticos para los próximos días eran buenos.

– No dejen de recalcar -dijo Margot a otro mensajero media hora después- que todos deben ser amables, amables, amables. Incluso si la gente del banco se vuelve grosera o se impacienta lo único que hay que hacer es contestarles con una sonrisa.

A las 11,45 de la mañana Seth Orinda informó personalmente a Margot. Sonreía ampliamente y enarbolaba en la mano una temprana edición del periódico de la tarde.

– ¡Caramba! -Margot desdobló y leyó la primera plana.

La actividad del banco ocupaba la mayor parte del espacio disponible. Le prestaban mucha, mucha más atención de la que se había atrevido a esperar.

El titular principal decía:


GRAN BANCO INMOVILIZADO POR LOS DEL

FORUM EAST


Y debajo:

¿ESTA EN DIFICULTADES EL FIRST MERCANTILE AMERICAN?


MUCHOS HAN IDO A «AYUDARLO»

CON PEQUEÑOS DEPÓSITOS .


Seguían fotografías y un artículo a dos columnas.

– ¡Hermano! -exhaló Margot-. ¡Esto no va a gustarle nada al FMA!

No les gustó.

Poco después de mediodía tuvo lugar una conferencia rápidamente convocada en el piso treinta y seis de la Torre de la Casa Central del First Mercantile American, en las oficinas de la presidencia.

Jerome Patterton y Roscoe Heyward estaban allí, con las caras torcidas. Alex Vandervoort se les unió. Él también estaba serio, aunque a medida que la discusión progresaba, Alex pareció menos preocupado que los otros, su expresión era por momentos pensativa, con algún chispazo divertido. El cuarto asistente era Tom Straughan, el estudioso y joven jefe de los economistas del banco; el quinto era Dick French, vicepresidente de relaciones públicas.

French, corpulento y ceñudo, caminaba a zancadas masticando un cigarro sin encender; traía un montón de diarios de la tarde que fue echando uno tras otro, ante los presentes.

Jerome Patterton, sentado detrás de su escritorio, abrió un periódico. Cuando leyó las palabras: «¿Está en dificultades el FMA?», estalló:

– ¡Ésta es una inmunda mentira! ¡Habría que poner pleito a ese diario!

– No hay motivo para ponerle pleito -dijo French, con su acostumbrada rudeza-. El periódico no lo afirma como un hecho. Está puesto como un interrogante y, en todo caso, está citando a otro. Y la frase original no era maligna -guardó silencio en una actitud que significaba «hay que aceptar la cosa como es», con las manos cruzadas a la espalda y el cigarro proyectándose como un torpedo acusador.

Patterton se puso colorado de rabia.

– ¡Claro que es maligna! -exclamó Roscoe. Había permanecido desdeñosamente junto a una ventana y se volvió ahora hacia los otros cuatro-. Todo el asunto está hecho con malignidad. Cualquier imbécil puede verlo.

French suspiró:

– Está bien, tendré que deletrear la cosa. Quienquiera que esté detrás de esto, es alguien que conoce bien la ley y las relaciones públicas. El asunto, como usted lo dice, está hábilmente planeado para dar la impresión de algo amistoso y cooperativo hacia el banco. Claro, sabemos que no es así. Pero es algo que nunca podrá probarse y sugiero que dejemos de perder tiempo hablando de intentar hacerlo.

Recogió uno de los diarios y lo tendió mostrando la primera página.

– Uno de los motivos por el que gano mi principesco salario es porque soy experto en noticias y en el ambiente. Y en este momento mi experiencia me dice que esta historia… que está bien escrita y preciosamente presentada, ¿para qué negarlo?… está corriendo por todos los servicios telegráficos del país y será utilizada. ¿Por qué? Porque es una historia de David y Goliat, que apesta a interés humano.

Tom Straughan, sentado junto a Vandervoort, dijo tranquilamente:

– Puedo confirmar eso en parte. La historia ha estado en el servicio de noticias del Dow Jones y casi en seguida nuestros valores han bajado un punto.

– Otra cosa -Dick French siguió como si no lo hubieran interrumpido- es conveniente que nos preparemos esta noche para las noticias en la televisión. Habrá mucho en las emisoras locales, seguramente y mi entrenamiento en estas cosas me dice que habrá información en cadena en los tres canales mayores. Y afirmo que si algún guionista puede resistirse a hacer algo con la frase «Banco en dificultades», estoy dispuesto a tragarme un sapo.

Heyward preguntó con frialdad:

– ¿Ha terminado?

– No del todo. Sólo quiero añadir que, si yo hubiera desperdiciado todo el presupuesto de relaciones públicas del año en una sola cosa, nada más que en una, para presentar mal a este banco, no podría igualar el daño que han hecho ustedes, sin ayuda de nadie.

Dick French tenía una teoría personal. Era que un buen encargado de relaciones públicas debe estar cada día preparado para actuar. Si el conocimiento y la experiencia requerían de él que dijera a sus superiores hechos desagradables, que hubieran preferido no oír, y si era necesario ser brutalmente franco al hacerlo, lo hacía. La sinceridad formaba también parte de las relaciones públicas… era una treta para llamar la atención. Hacer menos, o procurar ganar favores por medio del silencio o el sigilo, hubiera sido faltar a sus responsabilidades.

Algunos días requerían más rudeza que la habitual. Éste era uno de ellos.

Frunciendo el ceño, Roscoe Heyward preguntó:

– ¿Sabemos ya quiénes son los organizadores?

– No concretamente -dijo French-. He hablado con Nolan Wainwright que se está ocupando de eso. No es que vaya a importar mucho.

– Y si le interesa conocer las últimas noticias de la sucursal -añadió Tom Straughan- le diré que he ido allí por el túnel, antes de venir aquí. La plaza está todavía repleta de manifestantes. Casi nadie puede entrar para hacer transacciones regulares.

– No son manifestantes -corrigió Dick French-. Que esto también quede claro, ya que estamos en ello. No hay un cartel ni ninguna consigna, como no sea, quizás «Acto de Esperanza». Son clientes, y ése es el problema.

– Está bien -dijo Jerome Patterton-, ya que está usted tan enterado: ¿qué sugiere?

El vicepresidente de relaciones públicas se encogió de hombros:

– Son ustedes los que retiraron la alfombra del Forum East. Es a ustedes a quienes corresponde volverla a poner.

Las facciones de Roscoe Heyward se endurecieron.

Patterton se volvió hacia Vandervoort.

– ¿Qué opina, Alex?

– Ustedes conocen mis sentimientos -dijo Alex; era la primera vez que hablaba-. Yo estuve, en principio, en contra de que se cortaran los fondos. Sigo estándolo.

Heyward dijo con sarcasmo:

– Entonces probablemente estará usted encantado con lo que está ocurriendo. Y supongo que cedería de buena gana ante esa chusma y sus intimidaciones.

– No, no estoy en modo alguno encantado -los ojos de Alex llamearon enojados-. Lo que estoy es turbado y ofendido de ver al banco colocado en esta situación. Creo que lo que está ocurriendo podía haber sido previsto… es decir, podía haberse previsto alguna respuesta, alguna oposición. Pero lo que importa en este momento es arreglar cuanto antes la situación.

Heyward dijo, con desprecio:

– Por lo tanto usted cede ante la intimidación. Tal como he dicho.

– Ceder o no ceder no tiene aquí importancia -contestó Alex con frialdad-. La cuestión real es: ¿Teníamos razón o no al cortar los fondos al Forum East? Si estábamos equivocados, debemos rectificar y tener el valor de reconocer nuestro error.

Jerome Patterton observó:

– Rectificaciones o no, si ahora retrocedemos, haremos el papel de idiotas.

– Jerome -dijo Alex- en primer lugar, no creo eso. En segundo lugar: ¿qué importa?

Dick French intervino:

– La parte financiera de todo esto no es asunto mío. Lo sé. Pero les diré algo: si decidimos ahora cambiar nuestra política con respecto al Forum East, quedaremos bien y no mal.

Roscoe Heyward dijo agriamente a Alex:

– Si el valor es aquí un factor, yo diría que usted carece de él enteramente. Lo que usted hace es negarse a hacer frente a unos patanes.

Alex movió la cabeza, con impaciencia.

– Vamos, Roscoe, no hable como un comisario de pueblo. A veces negarse a cambiar una decisión equivocaba es simple testarudez y nada más. Todos los periodistas lo han dicho claramente. Además, esa gente que está en la sucursal no es chusma.

Heyward dijo, desconfiado:

– Parece usted sentir una afinidad especial con ellos. ¿Sabe acaso algo que los demás no sabemos?

– No.

– De todos modos, Alex -rumió Jerome Patterton-, no me gusta la idea de someterme tan fácilmente.

Tom Straughan había escuchado los dos argumentos. Ahora dijo:

– Yo, como todos saben, me opuse a que se cortaran los fondos al Forum East. Pero tampoco me gusta que me lleven por delante unos desconocidos.

Alex suspiró.

– Si todos están de acuerdo con eso, es mejor que nos hagamos a la idea de que la sucursal del centro quedará paralizada por algún tiempo.

– Esa gentuza no podrá continuar con lo que está haciendo -afirmó Roscoe-. Me atrevo a predecir que, si nos mantenemos fuertes, si nos negamos a que nos hagan a un lado o nos pisoteen, toda la demostración se evaporará mañana.

– Y yo -dijo Alex- me atrevo a predecir que continuará toda la próxima mañana.


Finalmente ambos cálculos resultaron equivocados.

En ausencia de una actitud de suavización en el banco, la inundación de la sucursal del centro por los sostenedores del Forum East se prolongó todo el jueves y el viernes, hasta el cierre de las transacciones, el viernes por la tarde.

La gran sucursal estaba inutilizada. Y, como había predicho Dick French, toda la atención del país se concentró en aquel aprieto.

Parte de la atención prestada era humorística. Sin embargo, los inversores no estaban tan divertidos, y en la Bolsa de Nueva York, el viernes, las acciones del First Mercantile American cerraron con dos puntos y medio menos.

Entretanto Margot Bracken, Seth Orinda, Deacon Euphrates y otros continuaban planeando y reclutando.

El lunes por la mañana el banco capituló.

En una conferencia de prensa rápidamente convocada a las 10 de la mañana, Dick French anunció que la total financiación del Forum East sería restablecida inmediatamente. Por cuenta del banco, French expresó la cordial esperanza de que muchos habitantes del Forum East y sus amigos, que habían abierto cuentas en FMA en los días pasados, siguieran siendo clientes del banco.

Detrás de la capitulación del banco hubo varios motivos de fuerza. Uno fue: antes de que se abriera la sucursal el lunes por la mañana, la fila fuera del banco y en la Plaza Rosselli era todavía mayor que en días anteriores, de manera que resultaba evidente que la situación de la semana anterior iba a repetirse.

Y, para mayor desconcierto, otra fila apareció en otra sucursal del FMA, en el suburbio de Indian Hill. Aquello no fue del todo inesperado. La extensión de las actividades del Forum East a otras sucursales del First Mercantile American había sido prevista en los diarios del domingo. Cuando se empezó a formar la fila en Indian Hill, el alarmado gerente telefoneó a la Casa Central, pidiendo ayuda.

Pero fue un último factor el que desencadenó el resultado.

Al final de la semana, el sindicato que había prestado dinero a los inquilinos del Forum East y proporcionado almuerzo gratuito para los que formaban fila, la Federación Norteamericana de Empleados, Cajeros y Trabajadores de Oficina, públicamente anunció que participaba en el asunto. Afirmaron que darían apoyo adicional. Un portavoz del sindicato calificó al FMA como a «una máquina egoísta y pantagruélica de hacer dinero, puesta en marcha para enriquecer a los poderosos a costa de los que nada tienen.» Una campaña para sindicar a los empleados del banco, anunció, iba a iniciarse pronto.

El sindicato, de aquel modo, hizo inclinar la balanza, no con una brizna de paja, sino con un saco de ladrillos.

Los bancos -todos los bancos- temen, incluso odian a los sindicatos. Los dirigentes y ejecutivos bancarios miran a los sindicatos como una serpiente podría mirar a una mangosta. Lo que asusta a los bancos, si los sindicatos se hacen fuertes, es una disminución de la libertad financiera de los bancos. A veces ese miedo ha sido irracional, pero ha existido.

Aunque los sindicatos lo habían intentado con frecuencia, pocos habían abierto camino en lo que concierne a los empleados bancarios. Una y otra vez, hábilmente, los banqueros fueron más ingeniosos que los organizadores de sindicatos y pensaban seguir siéndolo. Si la situación en el Forum East significaba una palanca para que se formara un sindicato, ipso facto la palanca debía ser removida. Jerome Patterton, que había llegado temprano a su oficina y se movía con velocidad desusada, tomó la decisión de autorizar la restitución de fondos al Forum East. También aprobó el anuncio que iba a hacer el banco y que Dick French corrió a propagar.

Después, para calmar los nervios, Patterton cortó todas las comunicaciones y se dedicó a practicar puntería con palillos en la alfombra de su despacho.

Más tarde, esa misma mañana, en una reunión informal del comité de política bancaria, se acordó la restitución de los fondos aunque Roscoe Heyward rezongó:

– Se ha creado un precedente y es una entrega que lamentaremos.

Alex Vandervoort guardó silencio.

Cuando el anuncio del FMA fue leído a los partidarios del Forum East, en ambas sucursales bancarias, se oyeron algunos aplausos, y los grupos reunidos tranquilamente se dispersaron. En media hora los negocios en ambas sucursales volvieron a la normalidad.

El asunto hubiera terminado allí de no ser por una información que se había deslizado y que, vistas las cosas retrospectivamente, fue quizás inevitable. La filtración apareció dos días después en el comentario de un periódico -un comentario en la columna Con la Oreja en Tierra-, sección que había sido la primera en sacar a luz el asunto.


¿Se ha preguntado usted quién estaba detrás de los inquilinos del Forum East que esta semana pusieron de rodillas al orgulloso y poderoso First Mercantile American? La Sombra lo sabe. Es la abogada feminista y defensora de los Derechos Civiles, Margot Bracken… la misma de «la sentada en los servicios de aseo del aeropuerto», famosa por esta y otras batallas a favor de los humildes y los pisoteados.

Esta vez, aunque el «banqueo» fue idea suya, en la que trabajó activamente, miss Bracken actuó con sumo secreto. Se encargaron otros de dar la cara, pero ella se mantuvo oculta, evitó a la prensa, su aliada normal. ¿Esto también les parece raro?

¡Que no les parezca! El mejor y más grande amigo de Margot, con quien ha sido vista frecuentemente, es el equidistante banquero Alexander Vandervoort, importante ejecutivo del FMA. Si usted fuera Margot y tuviera esa relación en la cacerola: ¿no se habría mantenido aparte?

Sólo nos preocupa una cosa: ¿conocía Alex y aprobó la invasión de su propio hogar?

5

– ¡Maldición, Alex -dijo Margot-, lo lamento muchísimo!

– Tal como ha sucedido, yo también lo lamento.

– Desollaría vivo a ese periodista piojoso. Por lo menos no ha mencionado que soy pariente de Edwina.

– No muchos lo saben -dijo Alex-, ni siquiera en el banco. De todos modos los amantes son noticia más viva que los primos.

Era cerca de la medianoche. Estaban en el apartamento de Alex, y era la primera cita desde que se había iniciado la invasión de la sucursal central del FMA. El comentario de Con la Oreja en Tierra había aparecido el día anterior.

Hacía algunos minutos que había llegado Margot, tras representar a un cliente ante un tribunal nocturno: un borracho habitual y rico, cuya costumbre de atacar a quien fuera cuando estaba bebido era una de las pocas y continuas fuentes de ingreso de Margot.

– Supongo que el periodista cumplió con su deber -dijo Alex-. Y casi seguramente tu nombre habría aparecido de todos modos.

Ella dijo con aire contrito:

– Quise asegurarme de que no apareciera. Sólo unas pocas personas estaban enteradas y yo quería que las cosas siguieran así.

Él sacudió la cabeza.

– No había manera. Nolan Wainwright me lo dijo esta mañana, y éstas fueron sus palabras: «Todo el asunto parece planeado por la propia mano de Margot Bracken». Y Nolan había empezado a interrogar a la gente. Antes era detective de la policía, ¿sabes? Alguno habría hablado si el comentario no hubiese aparecido.

– Pero no necesitaban mencionar tu nombre.

– Si quieres saber la verdad -dijo Alex sonriendo-, me gusta un poquito eso de «equidistante banquero».

Pero la sonrisa era falsa y comprendió que Margot se daba cuenta. La verdad era que el comentario le había sacudido y deprimido. Seguía deprimido esa noche, aunque se había alegrado cuando Margot telefoneó para anunciar que venía.

Preguntó:

– ¿Has hablado hoy con Edwina?

– Sí, la he telefoneado. No parecía enojada. Nos conocemos bien. Además, a ella le gusta que el Forum East esté otra vez en marcha… con todo. Tú también debes estar contento.

– Ya conoces mis sentimientos sobre el asunto. Pero eso no quiere decir que apruebe tus turbios métodos, Bracken.

Había hablado con más rudeza de lo que pensaba. Margot reaccionó con rapidez.

– No ha habido nada turbio en lo que yo o mi gente hemos hecho. Y no sé si puede decirse lo mismo de tu maldito banco.

Él levantó las manos, a la defensiva.

– No discutamos. No esta noche.

– Entonces no digas esas cosas.

– Está bien. No las diré.

La rabia momentánea de ambos desapareció.

Margot dijo, pensativa:

– Dime… ¿cuando todo empezó, no se te ocurrió que yo podía estar metida en el ajo?

– Sí. En parte porque te conozco bien y recordé que te habías callado la boca sobre lo del Forum East, cuando esperaba que nos hicieras trizas a mí y al banco.

– ¿Se te hicieron difíciles las cosas… cuando se analizaba el asunto en el banco?

Él contestó bruscamente:

– Sí, así fue. No sabía si convenía compartir lo que sospechaba o callarme. Como mencionar tu nombre no hubiera supuesto nada importante ante lo que estaba pasando, me callé. Ahora comprendo que hice mal.

– ¿De manera que ahora algunos creen que tú estabas enterado?

– Roscoe lo cree. Tal vez Jerome. No estoy seguro de los demás.

Siguió un silencio incierto hasta que Margot preguntó:

– ¿Te importa? ¿Importa mucho? -Por primera vez desde que se conocían la voz de ella era ansiosa. La preocupación ensombrecía su cara.

Alex se encogió de hombros, y decidió tranquilizarla.

– Realmente no importa, creo. No te preocupes. Sobreviviré.

Pero importaba. Importaba mucho en el FMA, a pesar de lo que acababa de decir, y el incidente había sido doblemente infortunado en aquel momento.

Alex estaba seguro de que la mayoría de los directores del banco había visto el comentario donde aparecía su nombre y la pregunta pertinente: «¿Conocía Alex y aprobó la invasión de su propio hogar?» Y, si algunos no lo habían visto, Roscoe Heyward se iba a encargar de que lo vieran.

Heyward había mostrado claramente su actitud.

Aquella mañana Alex había ido a ver directamente a Jerome Patterton cuando el presidente llegó, a las 10 de la mañana. Pero Heyward, cuyo despacho estaba más cerca, había llegado antes.

– Adelante, Alex -había dicho Patterton-. Es mejor que tengamos una sola reunión de tres y no dos reuniones por separado.

– Antes de hablar, Jerome -dijo Alex-, quiero ser el primero en mencionar el tema. ¿Ha visto esto? -puso el recorte del comentario de Con la Oreja en Tierra sobre el escritorio.

Sin esperar, Heyward dijo, con mal tono:

– ¿Cree que hay alguien en el banco que no lo haya visto?

Patterton suspiró.

– Sí, Alex, estoy enterado y desearía no estarlo. También hay una docena de personas que me ha llamado la atención sobre el asunto y no me cabe duda de que habrá otras.

Alex dijo con firmeza:

– Entonces tiene usted derecho a saber que lo que está ahí impreso es para crear problemas y nada más. Le doy mi palabra de que ignoraba absolutamente todo lo que pasó en la sucursal central, y que no sabía más que los otros cuando la cosa estaba en marcha.

– Mucha gente creerá -comentó Roscoe Heyward- que, dadas sus «relaciones» -puso un énfasis sardónico en la palabra «relaciones»- esa ignorancia es improbable.

– La explicación que he dado -exclamó Alex- está dirigida únicamente a Jerome.

Pero Heyward se negó a que le dejaran de lado.

– Cuando la reputación del banco se ve públicamente disminuida, a todos nos importa. En cuanto a su supuesta explicación: ¿realmente supone que alguien puede creer que todo el miércoles, el jueves, el viernes, el fin de semana y hasta el lunes, no tenía usted idea, ninguna idea, de que su amiga estuviera metida en el asunto?

Patterton dijo:

– Vamos, Alex: ¿qué contesta usted a eso?

Alex sintió que la cara se le ponía colorada. Estaba dolido -y se había sentido así varias veces desde el día anterior- de que Margot le hubiera colocado en esta posición absurda.

Con toda la tranquilidad que pudo, contó a Patterton la sospecha que había tenido la semana pasada de que Margot pudiera estar metida en el asunto, y su idea de que nada se ganaba si discutía con los otros esa posibilidad. Explicó, además, que hacía más de una semana que no había visto a Margot.

– Nolan Wainwright opinaba lo mismo -añadió Alex-. Me lo dijo esta mañana temprano. Pero Nolan también se calló, porque, para ambos, no era más que una impresión, un presentimiento, hasta que apareció el comentario.

– Tal vez alguien le crea, Alex -dijo Roscoe Heyward. Su tono y expresión afirmaban: Yo no.

– Vamos, vamos, Roscoe -protestó con suavidad Patterton-. Está bien, Alex. Acepto su explicación. Aunque confío en que use de su influencia con miss Bracken para que, en el futuro, dirija su artillería hacia otra parte.

Heyward añadió:

– Sería mejor que no la dirigiera hacia ninguna parte.

Ignorando la última frase, Alex dijo al presidente del banco, con una sonrisa que era una mueca apretada:

– Puede contar con eso.

– Gracias.

Alex estaba seguro de que había oído la última palabra de Patterton sobre el tema, y que la relación de ambos podía volver a ser normal, por lo menos en la superficie. Pero no estaba tan seguro de lo que había detrás de la superficie. Probablemente en la mente de Patterton y en la de otros -incluidos algunos miembros del Directorio- la lealtad de Alex tendría, a partir de ahora, un interrogante de duda. Y, si no era eso, podía haber reservas respecto a la discreción de Alex con las amistades que tenía.

De cualquier modo aquellas dudas y reservas iban a estar en la mente de los directores al llegar el fin de año, cuando estuviera cerca el retiro de Jerome Patterton y la Dirección volviera a plantearse el problema de la presidencia del banco. Y, aunque los directores eran grandes hombres en algunos sentidos, en otros, como Alex sabía muy bien, podían ser mezquinos y estar llenos de prejuicios.

¿Por qué? ¿Por qué tenía que haber pasado aquello justamente ahora?

Su humor sombrío se agudizó, mientras Margot le miraba, con ojos interrogantes y una expresión todavía ansiosa e incierta.

Margot dijo, con más seriedad que antes:

– Te he creado dificultades. Muchas, creo. No finjamos que no es así.

Él estuvo a punto de tranquilizarla de nuevo, pero cambió la idea, comprendiendo que había llegado el momento de que fueran sinceros consigo mismos.

– Otra cosa -prosiguió Margot-, quiero que recuerdes que hablamos de esto sabiendo lo que podía pasar… preguntándonos si podíamos seguir siendo como somos… gente independiente… y continuar juntos sin embargo…

– Sí -dijo él-, recuerdo…

– La verdad -dijo ella con tristeza- es que no esperaba que todo llegara tan pronto al punto que ha llegado.

Él tendió los brazos hacia ella, como había hecho antes tantas veces, pero Margot se apartó y movió la cabeza.

– No. Arreglemos antes esto.

Él comprendió que, sin aviso, y sin que ninguno de los dos lo quisiera, su relación había llegado a una crisis.

– Volverá a pasar de nuevo, Alex. No nos engañemos creyendo que no pasará. Oh, no con el banco, pero con otras cosas relacionadas. Y quiero estar segura de que podremos afrontarlo cuando se presente, y no sólo una vez, esperando que sea la última.

Él sabía que lo que ella había dicho era verdad. La vida de Margot era una vida de confrontaciones; y habría otras. Y, aunque algunas fueran remotas a sus propios intereses, otras no lo serían.

También era verdad, como Margot había señalado, que antes habían hablado del asunto… hacía una semana y media. Pero entonces la discusión había sido en abstracto, la elección era menos clara, no estaba agudamente definida como lo exigían ahora los acontecimientos de la semana anterior.

– Una cosa que tú y yo podríamos hacer -dijo Margot- es separarnos ahora, cuando nos divertimos juntos, cuando todavía lo tenemos en la mano… Sin rencores de ninguna de las dos partes; simplemente una conclusión inteligente. Si lo hacemos, si dejamos de vernos y de que nos vean juntos, el comentario correrá rápido. Siempre es así. Y, aunque no borre lo que ha pasado en el banco, facilitará para ti las cosas.

Alex comprendió que aquello también era verdad. Sintió la rápida tentación de aceptar el ofrecimiento, de exorcizar -limpia y rápidamente- aquella complicación de su vida, una complicación que probablemente se volvería mayor y no menor, con el correr de los años. Otra vez se preguntó: ¿Por qué los problemas, las presiones, llegan todos juntos?… Celia había empeorado; Ben Rosselli había muerto; había una lucha en el banco; el inmerecido hostigamiento de hoy. Y ahora Margot. ¿Por qué?

La pregunta le recordó algo que había pasado años atrás, en una visita a la ciudad canadiense de Vancouver. Una mujer joven se había suicidado saltando desde el piso veinticuatro de un cuarto de hotel y, antes de saltar, había garabateado con lápiz de labios en el cristal de la ventana: ¿Por qué, oh, por qué? Alex no la conocía y no supo más tarde cuáles habían sido sus problemas; que ella suponía sin solución. Pero se había alojado en el mismo piso del hotel y un asistente de la gerencia, muy charlatán, le había mostrado la triste ventana, manchada con lápiz de labios. El recuerdo nunca lo había abandonado.

¿Por qué, oh, por qué, elegimos como elegimos? ¿O por qué la vida nos obliga a hacerlo? ¿Por qué se había casado con Celia? ¿Por qué ella se había vuelto loca? ¿Por qué seguía retrocediendo ante la catarsis del divorcio? ¿Por qué tenía Margot que ser una activista? ¿Por qué consideraba ahora la idea de perder a Margot? ¿Hasta qué punto deseaba ser presidente del FMA?

¡No tanto!

Tomó una decisión forzada, controlada, y expulsó de sí el pesar. ¡Qué se fuera al diablo! Por ningún FMA, por ninguna Dirección, por ninguna ambición personal, iba a entregar, nunca, su libertad privada de acción y su independencia. Y no iba a dejar tampoco a Margot.

– Lo más importante -dijo- es si tú quieres lo que acabas de sugerir ahora… si quieres una «conclusión razonable».

Margot habló en medio de las lágrimas.

– Claro que no.

– Pues yo tampoco la quiero, Bracken. Y no creo que jamás llegue a desearlo. Alegrémonos pues de que haya pasado esto, porque hemos probado algo y ninguno de los dos tendrá que volver a demostrarlo.

Esta vez, cuando él tendió los brazos, ella no retrocedió.

6

– Roscoe, viejo -dijo por teléfono el Honorable Harold Austin, con tono de estar muy satisfecho consigo mismo-. He estado hablando con el Gran George. Nos invita a ti y a mí a jugar al golf en las Bahamas el viernes.

Roscoe Heyward contrajo los labios, dudoso. Estaba en su casa de Shaker Heights, en el despacho, una tarde de sábado en el mes de marzo. Antes de atender el teléfono había estado examinando un portafolio con declaraciones financieras, junto a otros papeles desparramados en el suelo, alrededor de su sillón de cuero.

– No creo poder salir tan pronto y tan lejos -dijo al Honorable Harold-. ¿No sería mejor organizar un encuentro en Nueva York?

– Claro que podríamos intentarlo. Aunque sería estúpido, porque el Gran George prefiere Nassau; y porque al Gran George le gusta arreglar los negocios en un campo de golf… nuestro tipo de negocios, que él atiende personalmente.

Era innecesario para cualquiera de los dos identificar al «Gran George». La verdad era que pocos, en la industria, en los bancos o en la vida privada lo juzgaban necesario.

G. G. Quartermain, presidente del consejo Director y jefe ejecutivo de la Supranational Corporation -SuNatCo- era un toro bravo, que poseía más poder que muchos jefes de Estado y lo ejercía como un rey. Sus intereses y su influencia se extendían por el mundo entero, como los de la corporación cuyo destino dirigía. Dentro de la SuNatCo y fuera era invariablemente admirado, odiado, cortejado, agasajado y temido.

Su fuerza estaba en su ficha personal. Ocho años atrás -en base a alguna magia financiera previa- G. G. Quartermain había sido llamado para rescatar a la Supranational en el momento enferma y cargada de deudas. A partir de entonces había recuperado la fortuna de la compañía, la había agrandado en un conglomerado espectacular, tres veces, había dividido las acciones y cuadriplicado los dividendos. Los accionistas, a quienes el Gran George había vuelto más ricos, le adoraban; también le concedían la libertad de acción que deseaba. Es verdad que algunas Casandras afirmaban que había construido un imperio de cartón. Pero los informes financieros de la SuNatCo y sus muchas sucursales -que Roscoe Heyward estudiaba cuando el Honorable Harold había telefoneado- las contradecían ruidosamente.

Heyward había visto dos veces al presidente de la SuNatCo: una vez brevemente, entre mucha gente; la segunda en Washington, en la suite de un hotel, con Harold Austin.

El encuentro de Washington tuvo lugar cuando el Honorable Harold informó a Quartermain acerca de una misión que había llevado a cabo para la Supranational. Heyward no tenía idea de cuál había sido la misión -los otros dos casi habían terminado la conversación cuando él se les untó- salvo que, en cierto modo, se relacionaba con el gobierno.

La Agencia Austin estaba encargada de la publicidad de la Hepplewhite Distillers, gran sucursal de la SuNatCo, aunque parecía que la relación personal del Honorable Harold con G. G. Quartermain se extendía más allá de eso.

Fuera cual fuese el informe, aparentemente puso de buen humor al Gran George. Cuando le presentaron a Heyward, observó:

– Harold me dice que es usted director de su pequeño banco y que ustedes dos desearían probar una cucharada de nuestra salsa. Bueno, en algún momento, pronto, hablaremos de eso.

El jefe de la Supranational había palmeado a Heyward en el hombro y había hablado de otras cosas.

Fue aquella conversación en Washington con G. G. Quartermain la que había decidido a Heyward a mediados de enero -hacía dos meses- a informar al comité de política financiera del FMA que había posibilidad de hacer negocios con la SuNatCo. Más adelante comprendió que se había apresurado. Ahora parecía que el proyecto renacía.

– Bueno -concedió Heyward en el teléfono-, tal vez pueda partir el jueves por uno o dos días.

– Así me gusta -oyó decir al Honorable Harold-. Nada de lo que hayas planeado puede ser más importante que esto para el banco. Ah, hay algo que no he mencionado: el Gran George mandará su avión particular a buscarnos.

Heyward se entusiasmó.

– ¿De veras? ¿Es bastante grande como para un viaje rápido?

– Es un 707. Pensé que iba a gustarte -dijo Harold Austin, con una risita-. Saldremos de aquí el jueves a mediodía, pasaremos todo el viernes en las Bahamas y volveremos el sábado. A propósito ¿cómo son los nuevos informes de la SuNatCo?

– Los he estado estudiando -Heyward miró la mezcolanza de datos financieros tendidos alrededor de su asiento-. El paciente parece en buena salud; de verdad muy sano.

– Si tú lo dices -contestó Austin-, con eso me basta.

Al dejar el teléfono Heyward se permitió una muda y leve sonrisa. El viaje pendiente, su propósito y el hecho de ir a las Bahamas en un avión privado sería un comentario agradable para dejar caer casualmente en la conversación la semana próxima. También, si la cosa daba algún resultado, su propio status ante la Dirección iba a acrecentarse… y esto era algo que nunca perdía de vista en la actualidad, al recordar la naturaleza interina del nombramiento de Jerome Patterton como presidente del FMA.

También le gustaba el regreso aéreo planeado para el sábado. Esto significaba que no dejaría de presentarse en su iglesia -la de San Atanasio- donde era uno de los lectores laicos, y daba su lección, clara y solemne, todos los domingos.

La idea le recordó la lectura de mañana, que había decidido preparar por adelantado, como siempre hacía. Sacó una pesada Biblia familiar de un estante y la abrió en una página, ya doblada. La página era de los Proverbios, donde la lectura de mañana incluía un versículo que era el favorito de Heyward: La virtud exalta a una nación; pero el pecado es un reproche para cualquier pueblo.


Para Roscoe Heyward la excursión a las Bahamas fue una enseñanza.

No desconocía por cierto lo que era vivir en gran tren. Como la mayoría de los banqueros, Heyward había tenido contactos sociales con clientes y otras personas que usaban libremente el dinero, que lo usaban incluso agresivamente para comodidades principescas y diversiones. Casi siempre había envidiado aquella libertad financiera.

Pero G. G. Quartermain los sobrepasaba a todos.

El jet 707, identificado por una gran «Q» en el fuselaje y en la cola, aterrizó en el aeropuerto internacional de la ciudad como había sido previsto, ni un minuto más ni un minuto menos. Se estacionó en una terminal privada, donde el Honorable Harold y Heyward dejaron la limousine que les había traído desde el centro y fueron conducidos a bordo, penetrando por la parte trasera.

En un saloncito como un vestíbulo de hotel en miniatura, un cuarteto les saludó: un hombre de edad mediana, con pelo gris y una mezcla de autoridad y deferencia que le señalaba como mayordomo, y tres mujeres jóvenes.

– Bien venidos a bordo, señores -dijo el mayordomo. Heyward asintió, pero apenas notó al hombre, ya que su atención se había concentrado en las mujeres, unas muchachas bonitas como para cortar el aliento, de unos veintitantos años, y todas sonreían amablemente. A Roscoe Heyward se le ocurrió que la organización de Quartermain debía haber reunido a las camareras más bonitas de las compañías TWA, United y American, y que, luego, debía haber seleccionado a estas tres, como la crema de la leche más rica. Una de las muchachas tenía el pelo color miel, otra era una llamativa morena, la tercera una pelirroja de pelo largo. Eran de piernas largas, sinuosas, sanamente tostadas por el sol. El tostado contrastaba con sus elegantes y estrictos uniformes beige pálido.

El uniforme del mayordomo era del mismo material elegante que los de las muchachas. Los cuatro llevaban una «Q» bordada sobre el bolsillo delantero izquierdo.

– Buenas tardes, míster Heyward -dijo la pelirroja. Su voz, gratamente modulada, tenía una calidad suave, casi seductora. Prosiguió-: Me llamo Avril. Si me acompaña le mostraré su cuarto.

Heyward la siguió, sorprendido ante la referencia a un «cuarto», y el Honorable Harold fue recibido por la rubia.

La elegante Avril precedió a Heyward por un corredor que le extendía por uno de los lados del avión. Varias puertas se abrían sobre el corredor.

Por encima del hombro, ella anunció:

– Míster Quartermain está tomando una sauna y un masaje. Se reunirá más tarde con usted en la sala.

– ¿Una sauna? ¿Aquí?

– Oh, sí. Hay una directamente detrás de la cubierta de vuelo. También un cuarto para baños de vapor. A míster Quartermain le gusta tomar una sauna o un baño turco donde quiera que esté, y su masajista siempre le acompaña -Avril lanzó una deslumbrante sonrisa-. Si desea usted tomar un baño y masaje tendrá tiempo para hacerlo durante el vuelo. Me gustaría encargarme de eso.

– No, gracias.

La muchacha se detuvo ante una puerta.

– Éste es su cuarto, míster Heyward -mientras hablaba, el avión se puso en marcha, iniciando el recorrido. Ante el movimiento inesperado, Heyward trastabilló.

– ¡Uy! -Avril tendió el brazo, le ayudó a mantener el equilibrio y, por un momento, ambos estuvieron muy cerca. Él fue consciente de unos largos dedos finos, de unas uñas lacadas de naranja oscuro, de un contacto firme y leve y de una oleada de perfume.

Ella siguió con la mano apoyada en el brazo de él.

– Es mejor que le ponga el cinturón para cuando despeguemos. El capitán siempre es muy rápido. A míster Quartermain no le gusta demorarse en los aeropuertos.

Él tuvo la rápida impresión de una salita suntuosa, donde la muchacha le hizo pasar, después quedó sentado en un asiento blando y cómodo, mientras los dedos, de los que ya era consciente, sujetaban hábilmente una correa alrededor de su cintura. Incluso a través de la correa podía sentir el movimiento de los dedos. La sensación no era desagradable.

– ¡Listo! -el avión corría ahora. Avril dijo-: Si no le molesta me quedaré hasta que despeguemos.

Se sentó junto a él en el asiento y se ajustó otra correa.

– No -dijo Roscoe Heyward. Se sentía absurdamente deslumbrado-. No me molesta en lo más mínimo.

Al mirar alrededor percibió más detalles. La sala o cabina, como nunca había visto en otro avión, había sido diseñada para una utilización eficiente y lujosa del espacio. Tres de las paredes tenían paneles con una «Q» tallada en una hermosa hoja de oro. La cuarta pared estaba ocupada casi totalmente por un espejo, que ingeniosamente volvía el compartimiento más grande de lo que era. En un nicho de la pared de la izquierda había un escritorio de oficina compactamente organizado, con una consola telefónica y teletipos protegidos con un cristal. Cerca había empotrado un pequeño bar, con una fila de botellas en miniatura.

Metida en la pared del espejo, que enfrentaba a Heyward y Avril, había una pantalla de televisión, con un doble juego de controles, al alcance de la mano, a ambos lados del asiento. Una puerta detrás comunicaba, presumiblemente, con un cuarto de baño.

– ¿Quiere ver cómo despegamos? -preguntó Avril. Sin esperar respuesta tocó los controles de la televisión que tenía cerca, y una imagen, nítida y en color, surgió a la vida. Evidentemente había una cámara al frente del avión y, en la pantalla, vieron el recorrido hasta llegar a una amplia pista, que pudo verse completamente cuando el 707 se precipitó en ella. Sin perder tiempo el avión avanzó y simultáneamente la pista empezó a correr bajo ellos, después, lo que quedaba de ella se inclinó hacia abajo, cuando el gran jet se puso en ángulo, y estuvieron en el aire. Heyward tuvo una sensación de altura, y no sólo a causa de la imagen de la televisión. Con sólo el cielo y las nubes al frente. Avril apagó la TV.

– Los canales regulares de televisión están allí, si desea verlos. -Informó ella, después señaló el teleprinter-. Allí puede usted comunicarse con la Dow Jones, la Ap, la UP o la Telex. Simplemente telefonee a la cabina de vuelo y atenderán cualquier cosa que usted diga.

Heyward observó, con cautela.

– Todo esto sobrepasa un poco mi experiencia normal.

– Ya lo sé. A veces produce ese efecto en la gente, aunque es sorprendente lo rápido que uno se adapta -nuevamente le lanzó una mirada directa y una sonrisa deslumbrante-. Tenemos cuatro cabinas privadas como esta, que pueden convertirse fácilmente en dormitorios. Basta con apretar unos botones. Se lo mostraré si quiere.

Él movió la cabeza.

– Por el momento me parece innecesario.

– Como usted guste, míster Heyward.

Ella aflojó su cinturón y se puso de pie.

– Si quiere hablar con míster Austin, él está en la cabina de atrás. Más adelante está la sala principal, donde queda invitado cuando esté listo. Además hay un comedor, oficinas y, más allá, el compartimiento privado de míster Quartermain.

– Gracias por los datos geográficos -Heyward se quitó sus lentes sin aro y sacó un pañuelo para limpiarlos.

– Oh, deje que yo lo haga -amablemente pero con firmeza Avril le quitó los lentes de la mano, sacó un pedazo de seda cuadrado y los limpió. Después volvió a colocarle los lentes en la cara, y sus dedos viajaron levemente por detrás de las orejas de Roscoe. Heyward tuvo la sensación de que debía protestar, pero no lo hizo.

– Mi tarea en este viaje, míster Heyward, es ocuparme exclusivamente de usted para que no le falte nada.

¿Era acaso su imaginación, se preguntó, o la muchacha había puesto un sutil énfasis en las palabras «que no le falte nada»? Bruscamente se recordó a sí mismo que esperaba que no fuera así. Sí lo era, la implicación era de lo más sorprendente.

– Dos cosas más -dijo Avril. Suntuosa y esbelta, con el pelo rojo moviéndose, había ido hacia la puerta dispuesta a partir-. Si me necesita para algo no dude y apriete el botón número siete que verá en el intercomunicador.

Heyward contestó gruñendo:

– Gracias, señorita, pero me parece difícil que lo haga.

Ella quedó impertérrita.

– La otra cosa: en el trayecto a las Bahamas haremos un corto aterrizaje en Washington. El vicepresidente se nos unirá allí.

– ¿El vicepresidente de la Supranational?

Los ojos de ella fueron burlones.

– No, tonto. El vicepresidente de los Estados Unidos.

Unos quince minutos después el Gran George Quartermain gritó a Roscoe Heyward:

– ¡Por todos los diablos! ¿Qué mierda está tomando? ¿Leche de madre?

– Es limonada -Heyward levantó el vaso, inspeccionando el líquido insípido-. Más bien me gusta.

El presidente de la Supranational encogió los macizos hombros.

– Cada adicto con su propio veneno. ¿Las chicas les han atendido bien?

– En ese sector no hay quejas -confesó el Honorable Harold Austin, con una risita. Al igual que los otros estaba cómodamente reclinado en el espléndido salón principal del 707, con la rubia, cuyo nombre era Rhetta, acurrucada en una alfombrilla a sus pies.

Avril dijo con dulzura:

– Hacemos lo que podemos -estaba de pie detrás del sillón de Heyward y dejó que su mano se deslizara ligeramente por la espalda de él. Él sintió los dedos que le tocaban la nuca, se abandonó un instante, después se movió.

Unos momentos antes G. G. Quartermain había llegado al salón resplandeciente en una bata de toalla colorada rayada en blanco y la inevitable «Q» ampliamente bordada. Como un senador romano era asistido por sus acólitos -un hombre de cara dura y silenciosa, con un jersey blanco, probablemente el masajista, y la azafata, en su bien cortado uniforme beige, de facciones delicadamente japonesas. El masajista y la muchacha supervisaron la entrada del Gran George en un amplio sillón semejante a un trono, que le estaba claramente reservado. Después, una tercera figura -el mayordomo del principio- como por magia, sacó un Martini frío y lo tendió a la ávida mano de G. G. Quartermain.

Incluso más que en las ocasiones previas que se habían visto, Heyward decidió que el apodo «Gran George» era adecuado en todo sentido. Físicamente el anfitrión era un hombre como una montaña, de por lo menos un metro ochenta y cinco de estatura, el pecho, los hombros y el torso de un herrero de pueblo. Su cabeza era el doble de las de otros hombres y sus rasgos faciales hacían juego: eran prominentes, los ojos grandes, se movían con rapidez y oscura audacia, y la boca era de labios gruesos y fuertes, acostumbraba a dar órdenes como un sargento de la marina, aunque por asuntos más amplios. También era evidente que la jovialidad superficial podía desvanecerse en un instante, si algo le desagradaba profundamente.

Sin embargo estaba lejos de ser grosero y no había en él señales de estar gordo de más o de blandura. A través de la tela de toalla que lo envolvía, abultaban los músculos. Heyward observó también que en la cara del Gran George no había capas de grasa, y que su mandíbula maciza no tenía rollos de papada. Su vientre parecía tenso y chato.

En cuanto a otras grandezas la amplitud de sus corporaciones y de su apetito eran diariamente comentadas en la prensa comercial. Y su estilo de vida en este avión de doce millones de dólares era indudablemente regio.

El masajista y el mayordomo desaparecieron en silencio. Para reemplazarlos, otra vez como un nuevo personaje que surge en el escenario, apareció un chef -un hombre pálido, preocupado, con un lápiz, inmaculado en sus ropas de cocina, con un gorro alto que rozaba el techo de la cabina. Heyward se preguntó cuánto personal habría a bordo. Más adelante se enteró que eran en total dieciséis.

El chef se plantó tieso ante el sillón del Gran George, y sacó una gran carpeta de cuero negro adornada con una «Q» dorada. El gran George lo ignoró.

– Esas dificultades que han tenido en el banco -dijo Quartermain dirigiéndose a Roscoe Heyward-. Las manifestaciones. Todo lo demás. ¿Está todo arreglado? ¿Son ustedes sólidos?

– Siempre hemos sido sólidos -contestó Heyward-. Eso nunca estuvo en tela de juicio.

– El mercado no opinaba eso.

– ¿Desde cuándo ha sido el mercado de Bolsa un barómetro preciso para algo?

El Gran George sonrió vagamente, después se volvió hacia la pequeña camarera japonesa:

– Rayo de Luna, tráeme la última cotización del FMA.

– Sí, señol «Q» -dijo la muchacha. Salió por una puerta delantera.

El Gran George hizo una señal hacia la dirección por la que ella había salido.

– Todavía no he logrado que pronuncie «Quartermain». Siempre me llama «Señol» -mostró los dientes a los otros-. Pero se porta muy bien en todo lo demás.

Roscoe Heyward dijo con rapidez:

– Los informes que pueda usted haber oído sobre nuestro banco se refieren a un incidente trivial, exagerado más allá de su importancia. Sucedió también en un momento de transición de la dirección.

– Pero la gente de ustedes no se ha mantenido firme -insistió el Gran George-. Han dejado que agitadores de afuera se salgan con la suya. Se han ablandado y han cedido.

– Sí, es cierto. Y confieso sinceramente que no me gustó la idea. La verdad es que me opuse.

– ¡Hay que darles la cara! ¡Hay que destrozar a esos hijos de puta de una u otra manera! Nunca hay que echarse atrás -el presidente de la Supranational vació su Martini y el mayordomo reapareció no se sabía de dónde, retiró el vaso y colocó otro en la mano del Gran George. Que la bebida estaba perfectamente fría era visible por el grado de congelación exterior.

El chef seguía de pie, esperando. Quartermain siguió ignorándole.

Murmuró reminiscente:

– Yo tenía una fábrica de repuestos cerca de Denver. Muchas dificultades de trabajo. Demandas de aumento de salario más allá de toda razón. A principios de año el sindicato llamó a la huelga, la última de una serie. Le dije a nuestra gente, a la subsidiaria que dirige la fábrica, prevenga a esos hijos de puta que cerraremos la fábrica. Nadie nos creyó. Hicimos estudios, planeamos acuerdos. Embarcamos los instrumentos y máquinas a otra de nuestras compañías. Distribuimos los restos inactivos. Y cerramos la fábrica de Denver. De pronto ya no hubo ni fábrica, ni trabajo, ni salario. Y ahora todos… empleados, sindicato, la ciudad de Denver, el gobierno del estado, usted lo ha dicho… están de rodillas suplicando que volvamos a abrirla… -examinó su Martini, después dijo con magnanimidad-: Bueno, tal vez lo hagamos. Fabricaremos otras cosas y en nuestros términos. Pero no hemos retrocedido.

– ¡Bravo, George! -dijo el Honorable Harold-. Necesitamos que haya más gente capaz de plantarse así. Pero el problema en nuestro banco ha sido algo distinto. En cierto modo estamos todavía en una situación interina, que empezó, como usted sabe, con la muerte de Ben Rosselli. Pero, para la primavera próxima, muchos de los que estamos a bordo de ese barco esperamos que Roscoe tenga firmemente el timón.

– Me alegro de oírlo. No me gusta tratar con gente que no está en lo más alto. Las personas con las que hago negocios deben tener capacidad para decidir y después mantener las decisiones.

– Le aseguro, George -dijo Heyward-, que cualquier decisión a la que lleguemos usted y yo, será sostenida por el banco.

Heyward percibió que, de manera muy hábil, el anfitrión les había colocado a él y a Harold Austin en situación de suplicantes… que es lo contrario del papel habitual de un banquero. Pero estaba el hecho de que, cualquier préstamo para la Supranational estaría libre de preocupaciones, y sería un prestigio para el FMA. Igualmente importante era el hecho de que podía ser precursor de nuevas cuentas industriales, ya que la Supranational Corporation marcaba el paso, y otros seguían el ejemplo.

El Gran George preguntó bruscamente al chef:

– ¿Bueno, qué hay?

La figura de blanco quedó galvanizada en la acción. Tendió la carpeta negra que había tenido desde su llegada.

– El menú del almuerzo, monsieur. Para que lo apruebe.

El Gran George no hizo ademán de tomar la carpeta, pero echó un vistazo al contenido que tenía a la vista. Señaló con un dedo:

– Cambie esa ensalada a la Waldorf por una a la César.

Oui, monsieur.

– Y el postre. Nada de Glacé Martinique. Un Soufflé Grand Marnier.

– Perfectamente, monsieur.

Lo despidió con un movimiento de cabeza. Después, cuando el chef se dio vuelta, el Gran George lanzó chispas:

– Y cuando pida un filete, recuerde cómo lo quiero.

Monsieur -el chef hizo un ademán de imploración con la mano que tenía libre-. Ya me he disculpado dos veces por la desgracia de anoche.

– Eso no importa. La cuestión es: ¿«Cómo lo quiero»?

Con un gálico encogimiento de hombros, repitiendo una lección aprendida, el chef canturreó:

– Ligeramente hecho por fuera y crudo por dentro.

– No lo olvide.

El chef preguntó, desesperado:

– ¿Cómo voy a olvidarlo, monsieur? -Y con la cresta caída, se fue.

– Otra cosa importante -recordó el Gran George a sus invitados- es no dejar que la gente se salga con la suya. Pago una fortuna a ese sapo para que sepa exactamente cómo me gusta la comida. Se equivocó anoche… no mucho, pero lo bastante como para reprenderle de manera que la próxima vez no lo olvide. ¿Cuál es la cotización? -Rayo de Luna había vuelto con una hoja de papel.

La muchacha leyó con bastante acento:

– El FMA está ahora a cuarenta y cinco y tres cuartos.

– Ahí tiene -dijo Roscoe Heyward-, hemos subido otro punto.

– Pero todavía no tanto como cuando era Rosselli quien mandaba -dijo el Gran George. Hizo una mueca-. Aunque la verdad es que, cuando se corra la voz de que ustedes están ayudando las finanzas de la Supranational, la cotización se irá a las nubes.

Podía ser peor, pensó Heyward. En el revuelto mundo de las finanzas y las cotizaciones de bolsa sucedían cosas inexplicables. Que alguien prestara dinero a alguien no parecía significar mucho, sin embargo el mercado respondería.

Pero era aún más importante que el Gran George había declarado positivamente que algún tipo de negocio iba a realizarse entre el First Mercantile American y la SuNatCo. Sin duda iban a entrar en detalles en los próximos dos días. Sintió que su excitación aumentaba.

Sobre sus cabezas sonó una suave campanilla. Afuera el jet disminuyó la marcha.

– ¡Washington! -dijo Avril. Ella y las otras muchachas empezaron a sujetar a los hombres en sus asientos con pesados cinturones y dedos leves y acariciantes.

El tiempo que permanecieron en tierra, en Washington, fue todavía más breve que en la parada anterior. Con un pasajero importante como un brillante de 14 quilates, todas las prioridades para aterrizar, navegar y despegar eran axiomáticas.

Así que en menos de veinte minutos habían vuelto a la altitud de viaje, en ruta para las Bahamas.

La instalación del vicepresidente quedó a cargo de la morena, Krista, arreglo que evidentemente él aprobó.

Los hombres del Servicio Secreto que custodiaban al vicepresidente, quedaron acomodados en alguna parte en el fondo.

Poco después, el Gran George Quartermain, vestido ahora con un llamativo traje de una sola pieza de seda color crema, jovialmente les guió desde el salón del avión hasta el comedor -un apartamento ricamente decorado, predominantemente en plata y azul real. Allí los cuatro hombres, sentados ante una mesa de roble tallada, y bajo una lámpara de cristal, con Rayo de Luna, Avril, Rhetta y Krista atendiéndolos deliciosamente desde atrás, almorzaron en un estilo y una cocina que cualquiera de los grandes restaurantes del mundo hubiera tenido dificultades para igualar.

Roscoe Heyward, mientras saboreaba la comida, no compartió los diversos vinos ni el coñac de treinta años de antigüedad que se sirvió al final. Pero observó que las pesadas copas bordeadas de oro omitían la tradicional y decorativa «N» de Napoleón por una «Q».

7

El caliente sol de un cielo sin nubes brillaba en el lustroso césped verde del campo de golf en el Fordly Cay Club de las Bahamas.

El campo y el lujoso edificio del club figuraban entre la media docena de los más exclusivos del mundo.

Más allá del césped, una playa de arena blanca, bordeada de palmeras, desierta, se extendía como una franja del paraíso hacia la lejanía. En el borde de la playa, un translúcido mar color turquesa mordía con suavidad la costa, en pequeñas olitas. A menos de un kilómetro de la costa una línea de rompientes ponía una nota crema sobre los arrecifes de coral.

Muy cerca, junto al sendero, una exótica alfombra de flores -hibiscos, Santa Rita, peonías, frangipani- competían en una orgía de colores. El aire fresco, claro, se agitaba levemente por un céfiro, que traía el aroma de los jazmines.

– Imagino -observó el vicepresidente de los Estados Unidos- que estamos tan cerca del cielo como puede estarlo un político.

– Mi idea del cielo -dijo el Honorable Harold Austin- no incluiría divisiones -hizo una mueca y golpeó mal con su palo-. Debe haber manera de mejorar en este juego.

Los cuatro jugaban un partido… el Gran George y Roscoe Heyward contra Harold Austin y el vicepresidente.

– Lo que debería usted hacer, Harold -dijo Byron Stonebridge, el vicepresidente- es volver al Congreso y trabajar para ocupar el cargo que yo ocupo. Una vez que llegue, lo único que tendrá que hacer es jugar al golf; pero podrá tener todo el tiempo que quiera para mejorar su juego. Es un hecho histórico aceptado que todos los vicepresidentes, desde hace medio siglo, dejan el cargo convertidos en mejores jugadores de golf que cuando lo asumieron.

Y como para confirmar sus palabras, unos momentos después acertó su tercer golpe -con un hermoso palo ocho- y fue a parar directamente a la banderilla.

Stonebridge, delgado y esbelto, de movimientos fluidos, jugaba hoy un partido espectacular. Había empezado la vida como hijo de un granjero, y trabajado largas horas en una pequeña propiedad familiar; ahora, a través de los años, conservaba su cuerpo ágil. En este momento sus facciones domésticas de campesino irradiaron al ver caer la pelota, que rodó después a un palmo del hoyo.

– No está mal -reconoció el Gran George a medida que su carrito se acercaba-. Washington no te tiene muy ocupado, ¿verdad, By?

– Oh, la verdad es que no puedo quejarme. Hice un inventario de recortes de la Administración el mes pasado. Y ha habido algunas noticias que se han filtrado desde la Casa Blanca… parece que tendré que afilar los lápices pronto.

Los otros rieron como correspondía. No era un secreto que Stonebridge, exgobernador del estado, exdirigente de la minoría en el Senado, estaba inquieto y angustiado en su papel actual. Antes de la elección que le había llevado a su cargo, su compañero de fórmula, el candidato presidencial, declaró que su vicepresidente debía -en una era nueva, post Watergate- desempeñar un papel lleno de sentido y ocuparse del gobierno. Pero, como siempre después de la toma del mando, las promesas no se cumplieron.

Heyward y Quartermain pasaron al «green», después esperaron con Stonebridge, mientras el Honorable Harold, que había estado jugando a la deriva, marchaba, reía, fluctuaba y finalmente los siguió.

Los cuatro hombres formaban un grupo muy diverso. G. G. Quartermain, enorme y por encima de los otros, estaba costosamente inmaculado en unos pantalones de tartán, un cardigan de Lacoste, unos zapatos de cabritilla de la marina. Llevaba una gorra de golf roja, con una escarapela que proclamaba el codiciado status de miembro del Fordly Cay Club.

El vicepresidente estaba vestido pulcramente y con estilo: pantalones de doble punto, una camisa suavemente coloreada, y su calzado de golf era de un ambivalente blanco y negro. En dramático contraste estaba Harold Austin, vestido de la manera más deslumbrante, en un estudiado rosa fuerte y lavanda. Roscoe Heyward parecía eficientemente práctico en unos pantalones gris oscuro, una camisa de «vestir» blanca, de mangas cortas y zapatos negros. Incluso en un campo de golf recordaba al banquero.

Su progreso, desde el principio, había sido una especie de cabalgata. El Gran George y Heyward compartían un carrito eléctrico para llevar los palos; Stonebridge y el Honorable Harold ocupaban otro. Otros seis habían sido tomados por la escolta del Servicio Secreto del vicepresidente y ahora los rodeaba -a ambos lados, por adelante y por atrás- como una escuadra de guerra.

– Si tuvieras libre elección, By -dijo Roscoe Heyward-, libre elección para establecer algunas prioridades gubernamentales, ¿cuáles serían?

El día anterior, Heyward se había dirigido a Stonebridge formalmente, llamándolo «Señor Vicepresidente», pero pronto quedó tranquilizado.

– Olvidemos las formalidades. Me tienen harto. Es mejor que me tutee y me llame «By», -había dicho, y Heyward, que apreciaba el tuteo con personas importantes, quedó encantado.

Stonebridge contestó:

– Si pudiera elegir me concentraría en la economía… en restablecer el saneamiento fiscal, en una contabilidad nacional equilibrada.

G. G. Quartermain, que había escuchado, señaló:

– Algunos valientes lo han intentado, By. Pero fracasaron. Y tú llegas demasiado tarde.

– Es tarde, George, pero no tan tarde.

– Ya discutiremos eso -el Gran George abrió las piernas, calculando la línea de su golpe-. Después de las nueve. Por el momento la prioridad es acertar este golpe.

Desde que se había iniciado el partido Quartermain había estado más tranquilo que los otros, y más concentrado. Tenía un handicap de tres, y siempre jugaba para ganar. Ganar o mejorar un tanteo le gustaba tanto (según decía) como adquirir una nueva compañía para la Supranational.

Heyward jugaba con competencia; su actuación no era espectacular, pero tampoco como para tener que avergonzarse.

Cuando todos marcharon hacia el sexto hoyo el Gran George previno:

– No pierdas de vista, con tus ojos de banquero, el tanteo de estos dos. En un político y un publicista, la precisión no suele ser una costumbre.

– Mi exaltado status requiere que yo gane -dijo el vicepresidente-. Por cualquier medio.

– Oh, tengo los tanteos -Roscoe Heyward se golpeó la frente-. Todos están aquí. En el uno, George y By tuvieron cuatro, Harold seis, y yo uno sobre el par. Todos tuvimos par en el dos, excepto By, con un increíble uno bajo el par. Lógicamente Harold y yo también tuvimos allí lo mismo. Todos fuimos par en el tres, con excepción de Harold; él tuvo otro seis. El cuarto hoyo fue bueno para nosotros, cuatro para George y para mí (y yo di allí un solo golpe), cinco para By, siete para Harold. Y, naturalmente, este último hoyo ha sido un desastre para Harold, aunque su compañero se apuntó otro uno bajo el par. Por lo tanto, en lo que al partido se refiere, hasta el momento estamos empatados.

Byron Stonebridge le clavó la mirada.

– Parece magia. Lo juro.

– Te equivocaste conmigo en el primer hoyo -dijo el Honorable Harold-, lo hice en cinco, no en seis.

Heyward dijo con firmeza:

– No es así, Harold. Recuerda que te metiste en ese bosquecillo de palmeras, saliste, llegaste al sendero lejos del «green», te demoraste e hiciste dos golpes.

– Tienes razón -confirmó Stonebridge-, lo recuerdo.

– Maldición, Roscoe -gruñó Harold Austin-, ¿de quién eres amigo?

– ¡De mí, caramba! -exclamó el Gran George. Echó el brazo amistosamente sobre los hombros de Heyward-. Empiezas a gustarme, Roscoe, especialmente por tu handicap -Heyward se puso radiante, y el Gran George bajó la voz hasta un tono confidencial-. ¿Todo fue de tu gusto anoche?

– Perfectamente, gracias. Me gustó mucho el viaje, la velada, y dormí maravillosamente bien.

Al principio no había dormido bien. En el curso de la velada anterior en la mansión de G. G. Quartermain en las Bahamas, había quedado en claro que Avril, la esbelta y preciosa pelirroja, estaba a la disposición de Roscoe Heyward para cualquier cosa que él quisiera. Aquello había sido deducido por los otros, y la creciente cercanía de Avril durante el día, convertido ya en noche, había progresado. No perdía ocasión de recostarse contra Heyward, de manera que, a veces, su suave pelo le rozaba la cara, y buscaba los menores pretextos para estar en contacto físico con él. Y él, aunque no la alentaba, tampoco protestaba.

También quedó en claro que la suntuosa Krista estaba a la disposición de Byron Stonebridge, y la deslumbrante rubia, Rhetta, a la de Harold Austin.

La exquisitamente bella japonesa, Rayo de Luna, rara vez se alejaba unos metros de G. G. Quartermain.

La propiedad de Quartermain, una entre la media docena que poseía el presidente de la Supranational en varios países, quedaba en Próspero Ridge, por encima de la ciudad de Nassau, con una vista panorámica sobre la tierra y el mar. La casa quedaba en un terreno que formaba un hermoso paisaje, detrás de altas paredes de piedra. El cuarto de Heyward, en el segundo piso, donde Avril lo acompañó cuando llegaron, enfrentaba todo el panorama. También permitía echar un vistazo, entre los árboles, a la casa de un vecino cercano: el primer ministro, cuya intimidad estaba protegida por la Policía Real de las Bahamas, que patrullaba.

Al terminar la tarde estuvieron bebiendo junto a una piscina con columnas. Siguió la cena, servida en una terraza al aire libre, a la luz de las velas. Esta vez las muchachas, que se habían quitado el uniforme y estaban magníficamente vestidas, se unieron a ellos en la mesa. Atentos camareros de guantes blancos servían, en tanto que dos orquestas, sobre un atril portátil, tocaban música. La amistad y la conversación fluían.

Después de la comida el vicepresidente Stonebridge y Krista decidieron quedarse en casa, pero los otros ocuparon un trío de Rolls Royces -los mismos coches que los habían esperado antes en el aeropuerto de Nassau- y se dirigieron hacia el casino Paradise Island. Allí el Gran George jugó fuerte y aparentemente ganó. Austin participó con cautela, y Roscoe no jugó. A Heyward no le gustaba el juego, pero estaba interesado en la descripción que hacía Avril de los mejores puntos en el chemin de fer, en la ruleta y en el punto y banca que eran nuevos para él. Debido al murmullo de las otras conversaciones Avril mantenía su cara cerca de la de Heyward mientras hablaba y, como antes en el avión, él descubrió que la sensación no era desagradable.

Después, con desconcertante brusquedad, su cuerpo empezó a tomar conocimiento de Avril, de manera que ideas e inclinaciones que él sabía reprensibles eran cada vez más difíciles de desvanecer. Sintió que Avril estaba divertidamente consciente de su lucha, en la que no le ayudó. Finalmente, ante la puerta de su cuarto, hasta donde ella le acompañó a las 2 de la mañana, hizo un gran esfuerzo de voluntad -particularmente cuando ella demostró deseo de quedarse- para no invitarla a pasar.

Antes de dirigirse a su cuarto, dondequiera que estuviera, Avril sacudió su pelo rojo y le dijo, sonriendo:

– Hay un intercomunicador junto a la cama. Si desea usted cualquier cosa apriete el botón número siete y yo vendré -esta vez ya no había duda de lo que significaba «cualquier cosa». Y parecía que el número siete era un número clave para llamar a Avril, dondequiera que ella estuviera.

Inexplicablemente la voz de él se había puesto pastosa y su lengua parecía agrandada cuando le dijo:

– No, muchas gracias. Buenas noches.

Pero ni siquiera entonces terminó su conflicto interno. Mientras se desvestía sus pensamientos volvieron a Avril y comprobó, apenado, que su cuerpo estaba minando la resolución de su voluntad. Hacía mucho tiempo que, sin que lo quisiera, no le sucedía una cosa así.

Fue entonces cuando cayó de rodillas y rogó a Dios que le protegiera del pecado y le librara de la tentación. Y después de un rato, según pareció, la plegaria fue escuchada. Su cuerpo cayó, agotado. Un poco más tarde, dormía.

Ahora, cuando hacían el sexto hoyo, el Gran George insinuó:

– Oye, si quieres, esta noche te mandaré a Rayo de Luna. Nadie puede imaginar las tretas que conoce ese pimpollo de loto.

La cara de Heyward se puso colorada. Decidió mostrarse firme:

– George, disfruto mucho de tu compañía y quiero ser tu amigo. Pero debo comunicarte que, en ciertos terrenos, nuestras ideas son diferentes.

Las facciones del enorme individuo se endurecieron:

– ¿En qué terrenos?

– Supongo que en los morales.

El Gran George meditó, pero su cara era una máscara. Después de pronto, gruñó:

– ¿Moral? ¿Qué es la moral? -detuvo el juego mientras el Honorable Harold se preparaba a golpear desde un montículo a la izquierda-. Bueno, Roscoe, como quieras. Pero avísame si cambias de idea.

Pese a la firmeza de su resolución, durante las próximas dos horas, Heyward descubrió que su imaginación volaba hacia la frágil y seductora muchacha japonesa.

Al final de los nueve hoyos, cuando tomaban un refresco, el Gran George continuó su discusión iniciada en el quinto hoyo con Byron Stonebridge.

– El gobierno de los Estados Unidos y otros gobiernos -declaró el Gran George- están en manos de gente que no entiende o no quiere entender los principios económicos. Es uno de los motivos; el único motivo por el que padecemos una continua inflación. Por eso el sistema monetario mundial se está desmoronando. Por eso todo lo que tenga que ver con el dinero sólo puede empeorar.

– Estoy contigo en parte -le dijo Stonebridge-. La manera en que el Congreso gasta dinero haría creer que los fondos son inagotables. Tenemos gente aparentemente sensata entre los diputados y en el Senado, que cree que, por cada dólar que entra, fácilmente pueden sacarse cuatro o cinco.

El Gran George dijo con impaciencia:

– Todos los hombres de negocios lo saben. Lo saben desde hace una generación. La cuestión no es si se vendrá abajo la economía norteamericana, sino cuándo.

– No estoy convencido de que sea así. Todavía podremos evitarlo.

– Podrían, pero no lo harán. El socialismo, que está gastando dinero que ustedes no tienen y nunca tendrán, está demasiado arraigado. Vendrá un momento en el que el gobierno se quedará sin crédito. Los tontos creen que no puede pasar. Pero pasará.

El vicepresidente suspiró:

– En público niego esa verdad. Aquí, entre nosotros, en privado, no puedo hacerlo.

– La secuencia que llega -dijo el Gran George- es fácil de predecir. Será semejante a como sucedieron las cosas en Chile. Muchos creen que lo de Chile es diferente y remoto. No lo es. Es un modelo en pequeña escala de lo que pasará en Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña.

El Honorable Harold se aventuró a decir, pensativo:

– Estoy de acuerdo contigo en eso de la secuencia. Primero una democracia… sólida, reconocida por el mundo, y efectiva. Después un socialismo, suave al principio, pero que pronto aumentará. Y el dinero se gastará a tontas y a locas, hasta que no quede nada. Después de eso, la ruina financiera, la anarquía, la dictadura.

– Por mucho que nos metamos en el agujero -dijo Byron Stonebridge-, no creo que lleguemos tan lejos.

– No será necesario -contestó el Gran George-. No si algunos de nosotros, con inteligencia y poder, pensamos de antemano, y planeamos. Cuando llegue el colapso financiero, en los Estados Unidos tenemos dos brazos fuertes que nos salvarán de la anarquía. Uno, son los grandes negocios. Me refiero a un plantel de compañías multinacionales, como la mía, y grandes bancos como el suyo y otros, Roscoe… que podrían dirigir el país financieramente, ejerciendo disciplina fiscal. Seremos solventes, porque operamos en el mundo entero; hemos puesto nuestros recursos donde la inflación no nos tragará. El otro brazo poderoso son los militares y la policía. En unión con los grandes negocios, mantendrán el orden.

El vicepresidente dijo con sequedad:

– En otras palabras, un estado policial. Pero se puede encontrar oposición.

El Gran George se encogió de hombros.

– Alguna, es posible; pero no mucha. La gente aceptará lo inevitable. Especialmente cuando la llamada democracia se haya dividido, cuando el sistema monetario esté quebrado, cuando el poder individual de compra sea nulo. Además de esto, los norteamericanos ya no creen en las instituciones democráticas. Sus políticos las han minado.

Roscoe Heyward había guardado silencio, y escuchaba. Ahora dijo:

– Lo que tú prevés, George, es una ampliación del complejo actual militar-industrial en un gobierno de elite.

– Exactamente. Y lo industrial-militar… prefiero en ese orden… se está volviendo más fuerte a medida que se debilita la economía norteamericana. Y tenemos organización. Está floja, pero se aprieta con rapidez.

– Eisenhower fue el primero en reconocer la estructura militar-industrial -dijo Heyward.

– Y nos previno contra ella -añadió Byron Stonebridge.

– Caramba, sí -asintió el Gran George-. Y le engañaron más. Ike, entre todos, debían haber visto las posibilidades de fuerza. ¿No te parece?

El vicepresidente sorbió su Planters's Punch.

– Eso no está en la orden del día. Pero sí, estoy de acuerdo.

– Y yo digo una cosa -aseguró el Gran George-, tú eres de los que deberían unirse a nosotros.

El Honorable Harold preguntó:

– George: ¿cuánto tiempo crees que nos queda?

– Mis expertos predicen ocho o nueve años. Para entonces el colapso del sistema monetario es inevitable.

– Lo que me atrae como banquero -dijo Roscoe Heyward- es la idea final de la disciplina, para el dinero y para el gobierno.

G. G. Quartermain firmó la nota del bar y se puso de pie con la prestancia que le era habitual.

– Y lo verás. Te lo prometo.

Se dirigieron al décimo hoyo.

El Gran George exclamó, dirigiéndose al vicepresidente.

– By, has estado jugando sin cabeza, dicho sea en tu honor. Ahora hagamos un poco de golf disciplinado y económico. Sólo hay un punto de ventaja y todavía faltan nueve hoyos difíciles por hacer.

El Gran George y Roscoe Heyward esperaban en el sendero, mientras Harold Austin buscaba alrededor del hoyo catorce; tras una búsqueda general, un hombre del Servicio Secreto había encontrado la pelota bajo un matorral de hibiscos.

El Gran George había aflojado, ya que él y Heyward llevaban dos hoyos de ventaja y tenían ahora un punto a su favor. Mientras esperaban, el tema que Heyward había esperado surgió. Se produjo con sorprendente y sutil ligereza.

– ¿Así que a su banco le gustaría hacer algún negocio con la Supranational?

– Es una idea que hemos tenido -Heyward procuró parecer igualmente casual.

– Estoy ampliando las comunicaciones extranjeras de la Supranational, comprando el control de pequeñas compañías claves telefónicas y de transmisiones. Algunas son de propiedad gubernamental, otras son privadas. Lo hacemos en silencio, pagando a los políticos locales cuando es necesario; de esa manera evitamos las algaradas nacionalistas. La Supranational proporciona tecnología adelantada, servicio eficiente, que los pequeños países no pueden pagar, y una standarización para conexiones globales. Para nosotros hay buenos beneficios. En tres años más controlaremos, por medio de sucursales, el cuarenta y cinco por ciento de las comunicaciones ligadas en el mundo entero. Nadie está ni siquiera cerca de esto. Es importante para Norteamérica; y será vital en la clase de vinculación industrial-militar de la que hablábamos.

– Sí -asintió Heyward-, veo la importancia de eso.

– De su banco yo desearía una línea de crédito de cincuenta millones de dólares. Naturalmente, con la tasa de interés preferencial.

– Lógicamente, cualquier cosa que arreglemos será con tasa de interés preferencial.

Heyward sabía que cualquier préstamo que se hiciera a la Supranational iba a ser a la mejor tasa de interés del banco. En los bancos es axiomático que los clientes más ricos pagan menos por el dinero prestado; las altas tasas de interés son para los pobres.

– Lo que tendremos que revisar -señaló- es la limitación legal de nuestro banco bajo la ley federal.

– ¡A la mierda con los límites legales! Siempre hay una manera para dar vuelta a la cosa, métodos que se usan todos los días. Usted lo sabe tan bien como yo.

– Sí, sé que hay maneras y medios.

Ambos hombres hablaban, y se referían a una regulación bancaria que prohibía a cada banco un préstamo de más del diez por ciento de su capital y el suplemento de pagos a un solo deudor. El propósito era evitar algún gigantesco fracaso bancario y proteger de las pérdidas a los depositantes. En el caso del First Mercantile American, un préstamo de cincuenta millones de dólares a la Supranational sustancialmente excedería ese límite.

– La manera de esquivar esa ley -dijo el Gran George- es que ustedes dividan el préstamo entre nuestras compañías subsidiarias. Después volveremos a colocarlo, cuando y donde lo necesitemos.

Roscoe Heyward musitó:

– Podría hacerse de esa manera -comprendía que la propuesta violaba el espíritu de la ley, aunque técnicamente siguiera dentro de ella. Pero también sabía que lo que el Gran George había dicho era verdad: tales cometidos eran de uso diario entre los bancos más grandes y más prestigiosos.

Sin embargo, incluso con el problema solucionado, el tamaño del compromiso propuesto le hizo vacilar. Había calculado veinte o veinticinco millones como punto de partida, suma que quizás hubiera ido aumentando a medida que se desarrollaran las relaciones entre el banco y la Supranational.

Como si hubiera leído en su pensamiento, el Gran George dijo:

– Nunca hago tratos por sumas pequeñas. Si cincuenta millones es más de lo que ustedes pueden disponer, olvidemos el asunto. Daré el negocio al banco Chase.

El escurridizo e importante negocio que Heyward había venido a buscar aquí, con la esperanza de capturarlo, pareció escabullirse súbitamente.

– No, no. No es demasiado.

Mentalmente revisó otros compromisos del FMA. Nadie los conocía mejor que él. Sí, podían concederse cincuenta millones a la SuNatCo. Iba a ser necesario dar algunas vueltas de tuerca dentro del banco… cortar drásticamente los préstamos menores y las hipotecas, pero esto podía arreglarse. Un único gran préstamo a un solo cliente como la Supranational sería inmensamente más provechoso que un ejército de préstamos pequeños, costosos en el procedimiento y en el cobro.

– Pienso recomendar enfáticamente esa línea de crédito a nuestro Consejo -dijo Heyward con decisión- y estoy seguro de que estaremos de acuerdo.

Su compañero de golf contestó brevemente:

– Bien.

– Naturalmente mi posición sería más fuerte si pudiera informar a los directores de que tendremos alguna representación bancaria en la Dirección de la Supranational.

El Gran George acercó el palo de golf hasta su pelota, y estudió la posición antes de contestar:

– Eso podría arreglarse. Si se hace, espero que el departamento de crédito de ustedes invierta pesadamente en nuestros valores. Ya es hora de que nuevas compras hagan subir los precios.

Con creciente confianza, Heyward dijo:

– Podría explorarse el asunto, junto con otras cosas. Evidentemente la Supranational tendrá ahora una cuenta activa con nosotros, y está el asunto del balance compensatorio…

Heyward comprendió que estaban realizando la danza ritual entre cliente y banco. Lo que simbolizaba era un hecho de la vida corporativa bancaria: Yo te rasco la espalda, tú me rascas la mía.

G. G. Quartermain, sacando un palo de hierro de su bolsa de piel de cocodrilo, dijo irritado:

– No me aburra con detalles. Mi agente financiero, Inchbeck, vendrá hoy aquí. Mañana regresará con nosotros. Ustedes dos podrán hablar entonces.

Era evidente que la breve sesión dedicada a los negocios había concluido. Para entonces el juego errático del Honorable Harold parecía haber afectado a su compañero.

– Me estás volviendo loco -se quejó Byron Stonebridge en un punto. Y en otro-: Caramba, Harold, ese golpe fallido tuyo es contagioso como la viruela. Cualquiera que juegue contigo como compañero debería estar vacunado -y fuera cual fuere el motivo, el impulso del vicepresidente, sus golpes y su compostura empezaron, ahora, a marchar torcidos en los buenos golpes.

Como Austin no mejoraba, ni siquiera con las reprimendas, en el hoyo diecisiete del Gran George y el «corto-pero-directo» Roscoe llevaban ventaja. Esto convenía a G. G. Quartermain y dio su primer golpe en el hoyo dieciocho a unos doscientos cincuenta metros, directamente hacia el centro, después empezó a rodear hábilmente el hoyo, llevando la victoria de su lado.

El Gran George se puso contento al ganar y palmeó en el hombro a Byron Stonebridge.

– Supongo que esto hará que mi crédito en Washington sea todavía mejor que antes.

– Depende de lo que quieras -dijo el vicepresidente. Y añadió significativamente-: Y de la discreción que tengas.

Mientras tomaban unos tragos en el guardarropas de hombres, el Honorable Harold y Stonebridge pagaron cada uno cien dólares a G. G. Quartermain… apuesta en la que se habían puesto de acuerdo antes de iniciar el juego. Heyward se había negado a apostar y, por lo tanto, no fue incluido en el pago.

Pero el Gran George dijo magnánimamente:

– Me gusta la manera cómo has jugado, socio… -se dirigió a los otros-. Creo que Roscoe debe recibir algo en reconocimiento. ¿Estáis de acuerdo?

Los otros asintieron y el Gran George se golpeó la rodilla.

– ¡Ya sé! Un puesto en la Dirección de la Supranational. ¿Qué te parece como recompensa?

Heyward sonrió.

– Estás bromeando, claro.

Por un momento la sonrisa abandonó el siempre radiante rostro del presidente de la SuNatCo.

– Cuando hablo de la Supranational nunca bromeo.

Fue entonces cuando Heyward comprendió que aquella era la manera del Gran George de instrumentar la conversación previa. Si aceptaba, lógicamente, eso significaba aceptar las otras obligaciones…

Su vacilación duró sólo unos segundos.

– Si lo dices en serio, estoy encantado de aceptar.

– Haremos el anuncio la semana que viene.

La oferta había sido tan rápida y sorprendente que a Heyward todavía le costaba trabajo creerla. Había esperado que otro entre los directores del First Mercantile American fuera invitado a unirse a la Dirección de la Supranational. Ser elegido él mismo, y personalmente por G. G. Quartermain, era la consagración. La Dirección de la SuNatCo, tal como estaba compuesta ahora, era como una cinta azul en el Quién es Quién de los negocios y las finanzas.

Como si leyera en su mente, el Gran George tuvo una risita.

– Entre otras cosas podrás cuidar el dinero de tu banco.

Heyward vio que el Honorable Harold le miraba, interrogante. Cuando Heyward hizo una leve señal de asentimiento, su compañero en la dirección del FMA se puso radiante.

8

La segunda velada en la mansión de G. G. Quartermain en las Bahamas fue de una calidad sutilmente diferente a la primera. Era como si los ocho allí presentes -los hombres y las muchachas- compartieran una cómoda intimidad, que había faltado la noche anterior. Roscoe Heyward, consciente del contraste, sospechó cuál era el motivo.

La intuición le decía que Rhetta había pasado la noche anterior con Harold Austin, y Krista con Byron Stonebridge. Esperaba que los otros dos no creyeran lo mismo de él y Avril. Estaba seguro de que su anfitrión no lo creía; las frases dichas aquella mañana lo indicaban, probablemente porque el Gran George estaba informado de lo que pasaba, o no pasaba, dentro de su casa.

Entretanto la reunión del crepúsculo -otra vez alrededor de la piscina- y en la terraza para la cena, había sido deliciosa en sí. Roscoe Heyward se permitió formar parte de ella, de manera alegre y jovial.

Era verdad que disfrutaba de las continuas atenciones de Avril, que no mostraba señales de estar ofendida por el rechazo de la otra noche. Como ya se había probado a sí mismo que podía resistir las seducciones de la muchacha, Heyward no veía ahora motivo para negar a Avril el placer de una agradable compañía.

Uno de los motivos de su estado eufórico era el compromiso de la Supranational de hacer negocios con el First Mercantile American y el inesperado y deslumbrador trofeo de un asiento para él en el consejo director de la SuNatCo. No dudaba que ambas cosas iban a reforzar su prestigio en el FMA. Su nombramiento para la sucesión de la presidencia parecía cercano.

Más temprano había tenido una breve reunión con el contador de la Supranational, Stanley Inchbeck, que había llegado, como lo anunciara el Gran George. Inchbeck era un ruidoso neoyorquino que empezaba a quedarse calvo, y él y Heyward convinieron en arreglar los detalles del préstamo de la SuNatCo al día siguiente, durante el vuelo. Fuera de su encuentro con Heyward, Inchbeck había permanecido encerrado buena parte de la tarde con G. G. Quartermain. Aunque aparentemente estaba en alguna parte de la casa, Inchbeck no apareció para tomar unas copas ni para cenar.

Otra cosa que Roscoe Heyward percibió, desde la ventana de su cuarto en el segundo piso, fue que G. G. Quartermain y Byron Stonebridge, recorrieron el jardín durante una hora a principios del crepúsculo, sumergidos en una profunda conversación. Estaban demasiado lejos de la casa para que pudiera oírse nada de lo que decían, pero el Gran George parecía hablar de manera persuasiva, y el vicepresidente interrumpía ocasionalmente, con lo que probablemente eran preguntas. Heyward recordaba la frase de la mañana en el campo de golf acerca de «crédito en Washington», se preguntó cuál de los muchos intereses de la Supranational estarían discutiendo. Decidió que nunca iba a saberlo.

Ahora, después de la cena, en la oscuridad fresca y perfumada de afuera, el Gran George era nuevamente el anfitrión complaciente. Rodeando con las manos una copa de coñac con el sello «Q», anunció:

– Nada de excursiones esta noche. Todos nos divertiremos aquí.

El mayordomo, los camareros y los músicos habían desaparecido discretamente.

Rhetta y Avril, que bebían champaña, dijeron a coro:

– ¡Una fiesta aquí!

By Stonebridge levantó la voz para ponerse a tono con las muchachas.

– ¿Qué clase de fiesta?

– Una fiesta de «redada» -declaró Krista, y se corrigió, porque su manera de hablar se había vuelto un tanto confusa a causa del vino y del champaña-. Quiero decir una «nadada». Quiero nadar.

Stonebridge la provocó:

– ¿Qué te detiene?

– ¡Nada, By, querido! ¡Absolutamente nada! -con una serie de rápidos movimientos Krista dejó su copa de champaña, pateó sus zapatos, desabrochó unos clips del vestido y se balanceó. El largo vestido verde de noche que llevaba cayó como una cascada a sus pies. Debajo llevaba un slip. Se lo quitó y lo tiró lejos por encima de su cabeza. No llevaba nada más.

Desnuda, sonriendo, con su cuerpo exquisitamente proporcionado, sus altos pechos firmes y su pelo negro como ébano, que la convertían en una escultura de Maillol en movimiento, Krista avanzó con dignidad por la terraza, descendió los peldaños hacia la piscina iluminada y se zambulló. Nadó a lo largo de la piscina, se volvió y llamó a los otros:

– ¡Es glorioso! ¡Venid!

– ¡Por Dios -dijo Stonebridge-, claro que iré! -Se quitó la camisa deportiva, los pantalones y los zapatos y luego, desnudo como Krista, aunque menos llamativo, avanzó hasta el agua y se zambulló.

Rayo de Luna, con una risita en tono muy alto, y Rhetta, ya se estaban desvistiendo.

– ¡Un momento -gritó Harold Austin-, este tipo también va!

Roscoe Heyward, que había mirado a Krista con una mezcla de sorpresa y fascinación, vio que Avril estaba a su lado.

– Roscoe, tesorito, ábreme la cremallera… -le presentó su espalda.

Vacilando, él procuró agarrar el cierre sin dejar su asiento.

– Ponte de pie, tonto -dijo Avril. Cuando lo hizo, volviendo a medias la cabeza, ella se inclinó contra él, y su calidez y su fragancia le abrumaron.

– ¿Todavía no has terminado?

A él le resultaba difícil concentrarse.

– No, parece que…

Hábilmente, Avril buscó en su espalda.

– Aquí, déjame… -terminando lo que él había empezado, bajó la cremallera. Con un movimiento de hombros hizo caer el vestido.

Movió el pelo rojo en un gesto que él había aprendido a conocer.

– Bueno, ¿qué esperas? Desabrocha mi sujetador.

Las manos de él temblaban, tenía los ojos clavados en ella, mientras hacía lo que le decían. El sujetador cayó. Pero no las manos de él.

Con un movimiento levísimo y gracioso, Avril se puso de puntillas. Se inclinó hacia él y le besó en los labios. Las manos de él, que siguieron donde estaban, tocaron los erguidos pezones de sus pechos. Involuntariamente, según le pareció, sus dedos se curvaron y apretaron. Unas eléctricas oleadas sensuales lo atravesaron.

– Hum -ronroneó Avril-. Me gusta. ¿Vamos a nadar? Él sacudió la cabeza.

– Te veo luego, entonces -se volvió, caminó en su desnudez como una diosa griega y se unió a los otros que jugueteaban en la piscina.

G. G. Quartermain había seguido sentado, con la silla retirada de la mesa. Bebía el coñac y lanzaba miradas pícaras a Heyward.

– Yo tampoco tengo ganas de nadar. De vez en cuando, si uno está seguro de encontrarse entre amigos, es bueno para un hombre dejarse ir.

– Supongo que debo reconocer eso. Y ciertamente me siento entre amigos -Heyward volvió a hundirse en su asiento, se quitó los lentes y empezó a limpiarlos. Ahora tenía el control de sí mismo. El instante de loca debilidad había quedado atrás. Prosiguió:

– El problema es que, naturalmente a veces uno va más lejos de lo que piensa. De todos modos, lo importante es mantener el control general.

El Gran George bostezó.

Mientras hablaban, los otros, que habían salido del agua, se secaban con una toalla y sacaban sus ropas de un montón que había junto a la piscina.


Unas dos horas después, como había hecho la noche anterior, Avril acompañó a Roscoe Heyward hasta la puerta de su dormitorio. Al principio, abajo, él había decidido insistir en que ella no le acompañara, pero después cambió de idea, confiado en su reafirmada fuerza de voluntad y seguro de que no sucumbiría a salvajes impulsos eróticos. Incluso se sintió tan absolutamente seguro como para decir alegremente:

– Buenas noches, hijita. Sí, antes de que me lo digas, ya sé que tu número de teléfono interno es el siete, pero te aseguro que no necesitaré nada.

Avril le había mirado con una semisonrisa enigmática, después se había vuelto. Inmediatamente él cerró la puerta de su dormitorio y pasó el cerrojo y empezó a canturrear suavecito mientras se preparaba para ir a la cama.

Pero, en la cama, el sueño le eludió.

Permaneció despierto casi una hora, con las ropas de cama tiradas hacia los pies, el lecho suave bajo su peso. Por la ventana abierta podía escuchar el adormecedor zumbido de los insectos y, a lo lejos, el ruido de las olas al romperse en la costa.

Pese a sus buenas intenciones el foco de sus pensamientos era Avril.

Avril.… tal como la había visto y la había tocado… hermosa hasta cortar el aliento, desnuda y deseable. Instintivamente movió los dedos, reviviendo la sensación de aquellos pechos llenos y firmes, con los pezones erguidos, cuando los había apretado entre las manos.

Y entretanto su cuerpo… luchaba, surgía… se burlaba de la virtud pretendida.

Procuró pensar en otra cosa… en los negocios del banco, en el préstamo de la Supranational, en formar parte de la Dirección de la compañía, como G. G. Quartermain había prometido. Pero el pensamiento de Avril volvía, con más fuerza que nunca, imposible de borrar. Recordaba sus piernas, sus muslos, sus labios, su suave sonrisa, su calor y su perfume… y que estaba a su disposición.

Se levantó y empezó a pasearse, procurando dirigir su energía hacia otra parte. Pero la energía no quería ser dirigida.

De pie junto a la ventana vio que una brillante luna de tres cuartos se había levantado. Bañaba el jardín, las playas y el mar con una blanca luz etérea. Mientras miraba, una frase por largo tiempo olvidada volvió a él. La noche está hecha para amar… a la luz de la luna.

Volvió de nuevo a pasearse, después regresó a la ventana y permaneció allí, de pie.

Por dos veces hizo un movimiento hacia la mesa de noche, con su intercomunicador. Dos veces la decisión y la firmeza lo detuvieron.

Pero la tercera vez no retrocedió. Agarrando el instrumento con una mano, gruñó… era una mezcla de angustia, de culpabilidad, de terca excitación, de anticipación celestial.

Con decisión y firmeza apretó el botón número siete.

9

Nada en su experiencia o en lo que había imaginado antes de ingresar a la penitenciaría de Drummonburg, había preparado a Miles Eastin al despiadado y degradante infierno de la cárcel.

Habían pasado seis meses desde que había sido descubierto como estafador, y cuatro meses desde que había sido juzgado y sentenciado.

En los raros momentos en los que la objetividad prevalecía sobre la miseria física y la angustia mental, Miles Eastin pensaba que, si la sociedad buscaba imponer una venganza bárbara y salvaje en una persona como él, lo había logrado más allá del conocimiento de cualquiera de los que no han soportado el brutal purgatorio de la cárcel. Y si el objeto de tal castigo, pensaba después, era sacar a un hombre de su humanidad, y convertirlo en un animal de bajos instintos, el sistema de las cárceles era la mejor manera de lograrlo.

Lo que la prisión no hacía y no haría nunca -se decía a sí mismo Miles Eastin- era convertir a un hombre en un miembro de la sociedad más sano que cuando había ingresado en ella. Si se le daba tiempo, la cárcel sólo servía para degradar y empeorar a un individuo; sólo servía para aumentar su odio al «sistema» que lo había enviado allí; sólo reducía la posibilidad de convertirse en un ciudadano útil y sometido a la ley. Y cuanto más larga fuera la sentencia, menos probabilidades había de salvación moral.

Así, por encima de todas las cosas, el tiempo producía la erosión y eventualmente destruía cualquier potencial de regeneración que pudiera tener un preso al llegar a la cárcel.

Incluso cuando un individuo se aferraba a fragmentos de valores morales, como un nadador que se ahoga para salvar la vida, se debía a fuerzas que había dentro de él, y no era a causa de la cárcel sino a pesar de ella.

Miles luchaba para no hundirse, se esforzaba en mantener algún parecido con lo mejor de lo que antes había sido, procuraba no embrutecerse del todo, quedar sin sentimientos, totalmente desesperado, salvajemente amargado. ¡Era tan fácil meterse en la vestimenta tosca, la camisa de arpillera que uno iba a usar para siempre! La mayoría de los presos lo hacía. Estaban aquellos bestias antes de llegar aquí y que habían empeorado desde entonces, y otros, a los que el tiempo en la cárcel había agotado; el tiempo y la fría inhumanidad de corazón de la ciudadanía de afuera, indiferente a los horrores que se perpetraban o las decencias que se olvidaban -todo en nombre de la sociedad- detrás de aquellas paredes.

A favor de Miles, y en su mente mientras se aferraba a ella, había una posibilidad dominante. Había sido condenado a dos años. Esto lo autorizaba para una libertad condicional en cuatro meses más.

La contingencia de que no le concedieran la libertad condicional era algo en lo que no pensaba. Las implicaciones eran demasiado horribles. No creía poder soportar dos años de cárcel sin salir total e irreparablemente disminuido mental y corporalmente.

Mantente, se repetía todos los días y durante las noches. Mantente para la esperanza, la liberación, la libertad condicional. Al principio, cuando le detuvieron y le encarcelaron antes del juicio, había creído que estar encerrado en una celda iba a volverlo loco. Recordaba haber leído que la libertad, hasta que se pierde, no es apreciada. Y es verdad que nadie se da cuenta de cuánto significa la libertad física de movimiento -incluso el ir libremente de un cuarto a otro o el salir brevemente afuera- hasta que estas cosas le son negadas totalmente.

De todos modos, comparado con las condiciones de esta penitenciaría, el período previo al juicio había sido un lujo.

La jaula de Drummonburg en la que estaba confinado era una celda de dos metros por tres, parte de un bloque en forma de X de celdas para cuatro personas. Cuando la cárcel había sido construida, hacía más de medio siglo, cada celda estaba destinada a una sola persona. Hoy en día, debido a que la cárcel estaba superpoblada, la mayoría de las celdas incluso la que incluía a Miles, albergaba a cuatro. La mayoría de los días los presos permanecían encerrados en los reducidos espacios dieciséis horas de las veinticuatro del día.

Poco después de la llegada de Miles, y debido a revueltas en otra parte de la cárcel, habían permanecido encerrados -«encerrados y comiendo dentro», según decían las autoridades- durante diecisiete días y noches. Después de la primera semana, los gritos desesperados de mil doscientos hombres casi enloquecidos, añadieron una agonía más a las otras.

La celda en la que estaba Miles Eastin tenía cuatro camastros adosados a las paredes, un lavabo y un único retrete, en el suelo, que los cuatro presos compartían. Debido a que la presión del agua por las antiguas y corroídas cañerías era escasa, el suministro -de agua fría únicamente- en el lavabo era sólo un chorrito; a veces se detenía enteramente. Por el mismo motivo el retrete no funcionaba con frecuencia. Ya era bastante malo estar confinado en el mismo lugar donde cuatro hombres defecaban unos delante de los otros, pero que el hedor siguiera después, mientras esperaban que hubiera bastante agua, era un horror asqueante que revolvía el estómago.

El papel higiénico y el jabón, aunque se usaban con economía, nunca bastaban.

Se permitía una breve ducha una vez por semana; entre las duchas los cuerpos se volvían rancios, y añadían miseria a aquella intimidad forzada.

Fue en las duchas, durante la segunda semana en la cárcel, cuando Miles fue violado por un grupo. Por malas que hubieran sido las otras experiencias, aquella fue la peor.

Se había dado cuenta, poco después de su llegada, que otros presos se sentían sexualmente atraídos por él. Pronto descubrió que el tener buen tipo y la juventud iban a ser otra dificultad. Cuando se dirigían a las comidas o cuando hacían ejercicios en el patio, los homosexuales más agresivos se las arreglaban para rodearlo y frotarse contra él. Algunos intentaban acariciarle; otros, a lo lejos, hacían muecas con la boca y le tiraban besos. Él se apartaba de los primeros e ignoraba a los segundos, pero, a medida que ambos grupos se volvían más difíciles, su nerviosismo y después su miedo aumentaron. Era evidente que los presos no involucrados en la cosa nunca iban a ayudarle. Sintió que los guardianes que vigilaban sus pasos sabían lo que estaba pasando. Pero simplemente parecían divertidos.

Aunque la población de la cárcel era predominantemente negra, los ataques provenían por igual de blancos y negros.

Miles estaba en la casa de las duchas, una estructura de un solo piso, desconchada, donde llevaban a los presos en grupos de cincuenta individuos, escoltados por los guardias. Los presos se desvestían, dejaban las ropas en canastos de alambre, después penetraban desnudos y temblando en el edificio sin calefacción. Permanecían de pie bajo las duchas, esperando que un guardia hiciera correr el agua.

El guardia del salón de duchas estaba muy por encima de ellos, en una plataforma, y el control de las duchas y de la temperatura del agua dependía del capricho del guardia. Si los prisioneros eran lentos en sus movimientos o hacían ruido, el guardia les mandaba un chorro de agua fría que levantaba gritos de rabia y protestas, mientras los presos saltaban como salvajes, procurando escapar. Debido al plano de la casa de duchas no podían hacerlo. Otras veces, malignamente, el guardia ponía el agua casi hirviendo, con el mismo efecto.

Una mañana, cuando un grupo de cincuenta entre los que se encontraba Miles, salía de las duchas, y otros cincuenta, ya desvestidos, esperaban para entrar, Miles sintió que le rodeaban de cerca varios cuerpos. De pronto sus brazos fueron fuertemente sujetados por media docena de manos y lo llevaron arrastrándolo hacia adelante. Una voz detrás de él apremiaba:

– Mueve el culo, precioso. No tenemos mucho tiempo -y varios otros reían.

Miles miró hacia la plataforma elevada. Procurando llamar la atención del guardia, gritó:

– ¡Señor, señor!

El guardia, que se rascaba la nariz y miraba hacia otra parte, pareció no oír.

Un puño golpeó con fuerza las costillas de Miles. Una voz detrás rechinó:

– ¡Cállate!

Él volvió a gritar de dolor y miedo y el mismo hombre, u otro, volvió a golpearle en las costillas. Perdió el aliento. Sintió una herida feroz en el costado. Le retorcieron los brazos salvajemente. Gimiendo, con los pies que apenas tocaban el suelo, fue arrastrado.

El guardia seguía sin percibir nada. Más tarde Miles adivinó que el hombre había estado prevenido y comprado de antemano. Como los guardias eran abismalmente mal pagados, el soborno en la cárcel era una manera de vivir.

Cerca de la salida de las duchas, donde otros empezaban a vestirse, había una estrecha puerta abierta. Siempre rodeado, Miles fue empujado dentro. Fue consciente de cuerpos negros y blancos. Detrás de ellos la puerta se cerró de golpe.

El cuarto en que estaba era pequeño y se usaba para almacenaje. Escobas, trapos, materiales de limpieza, estaban en unos armarios con alambre y cerrados con candados. En el centro del cuarto había una mesa-caballete. Miles fue echado de bruces encima; su boca y su nariz golpearon con fuerza la superficie. Sintió que se le aflojaban algunos dientes. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Empezó a sangrarle la nariz.

Mientras sus pies seguían apoyados en el suelo, le abrieron brutalmente las piernas. Él luchó desesperada, desoladamente, procurando moverse. Pero muchas manos lo sujetaron.

– Quieto, precioso -oyó murmurar Miles, y sintió un empellón. Un segundo después chillaba de dolor, asco y horror. El individuo que le sujetaba la cabeza lo agarró del pelo, la levantó y lo golpeó contra el caballete.

– ¡Silencio!

Ahora el dolor, en oleadas, estaba en todas partes.

– ¿No es preciosa? -la voz resonaba a la distancia, como un eco en un sueño.

La penetración terminó. Antes de que su cuerpo pudiera experimentar alivio empezó otra. Pese a sí mismo, sabiendo las consecuencias, chilló de nuevo. Y una vez más volvieron a golpearle la cabeza.

En los próximos minutos y en la monstruosa repetición, la mente de Miles empezó a vagar, su conciencia se desvanecía. A medida que las fuerzas le abandonaban, la lucha disminuía. Pero la agonía física se intensificó -el partirse de una membrana, la feroz abrasión de miles de nervios sensoriales.

La conciencia probablemente le dejó del todo, volvió luego. Oyó cómo un guardia tocaba un silbato, afuera. Era la señal para que se dieran prisa en vestirse y se reunieran en el patio. Sintió que las manos que lo sujetaban se retiraban. Detrás de él se abrió una puerta. Los otros salieron corriendo.

Sangrando, amoratado y apenas consciente, Miles se tambaleó. El más leve movimiento del cuerpo lo hacía sufrir.

– ¡Eh, tú! -ladró el guardia desde la plataforma-. ¡Mueve el culo, maricón de mierda!

Tanteando y consciente sólo a medias de lo que estaba haciendo, Miles tomó la canasta de alambre con su ropa y empezó a sacarla. La mayoría de los otros en el grupo de cincuenta estaban ya en el patio. Otros cincuenta hombres que habían estado bajo las duchas estaban listos para pasar a la zona en la que se vestían.

El guardia gritó ferozmente por segunda vez:

– ¡Pedazo de mierda, te he dicho que te muevas!

Al meterse en sus toscos pantalones de lona de presidiario, Miles se tambaleó y hubiera caído de no ser por un brazo que se tendió y lo sujetó.

– Tranquilo, muchacho -dijo una voz profunda-. Vamos, yo te ayudo- la primera mano seguía sosteniéndolo firme y la segunda le ayudó a ponerse los pantalones.

El silbato del guardia resonaba agudo.

– ¡Negro, ya has oído! ¡Carajo, tú y el marica, salid de una vez o informo!

– Sí, señor, sí señor patrón. En seguida. Vamos, muchacho. Trata de reponerte.

Miles tuvo la sensación, vaga, de que el hombre a su lado era enorme y negro. Más adelante se enteró de que el nombre de aquel hombre era Karl y que cumplía cadena perpetua por asesinato.

Miles se preguntó, también, si Karl había estado en el grupo que le había violado. Sospechó que había estado, pero nunca preguntó y nunca lo supo con certeza.

Lo que Miles descubrió en cambio es que el gigante negro, pese a su tamaño y su rudeza, tenía una suavidad de maneras y unas consideraciones de sensibilidad casi femenina.

Desde la casa de duchas, apoyado en Karl, Miles avanzó vacilante.

Hubo algunas afectadas sonrisas de parte de otros presos, pero en las caras de la mayoría, Miles leyó el desprecio. Un viejo acartonado escupió con asco y se volvió.

Miles pasó el resto del día -cuando volvió a la celda; más tarde en el comedor, donde no pudo comer lo poco que generalmente tragaba a causa del hambre y finalmente cuando volvió a su celda- con la ayuda de Karl.

Los otros tres compañeros de celda le ignoraron como si estuviera leproso. Atravesado por el dolor y la miseria se durmió, se revolvió, despertó y permaneció despierto horas, padeciendo el aire fétido; durmió brevemente, volvió a despertar. Con el amanecer y el clamor de las puertas de las celdas que se abrían, volvió un miedo renovado: ¿Cuándo iba a suceder de nuevo aquello? Sospechaba que muy pronto.

En el patio durante el «ejercicio» -dos horas durante las cuales la mayoría de la población de la cárcel vagaba a la deriva- Karl lo buscó.

– ¿Qué tal, muchacho?

Miles movió la cabeza, abatido.

– Atrozmente -y añadió-: Gracias por lo que hiciste -comprendía que el negro le había salvado de una mala nota, como había amenazado el guardián de la casa de duchas. Aquello hubiera representado un castigo, probablemente un tiempo en un agujero, y una nota adversa en el informe para pedir la libertad condicional.

– Está bien, hijo. Pero tienes que saber una cosa. Una vez, como ayer, no va a satisfacer a los muchachos. Son como perros y tú como una perra en celo. Volverán a perseguirte.

– ¿Y qué puedo hacer? -la confirmación de los temores de Miles hizo que su voz vacilara y le temblara el cuerpo. El otro lo miró con audacia.

– Lo que necesitas, hijo, es un protector. Alguien que te defienda. ¿Qué te parece que yo lo haga?

– ¿Y por qué vas a hacerlo?

– Si eres mi amiguito yo te cuidaré. Cuando los otros sepan que estás conmigo no se atreverán a echarte mano. Saben que, si lo hacen, tendrán que contar conmigo -y Karl cerró la mano hasta formar un puño del tamaño de un jamón pequeño.

Aunque ya sabía la respuesta, Miles preguntó:

– Y yo, ¿qué te daré?

– Tu lindo culito blanco, nene -el hombre enorme cerró los ojos y prosiguió, soñador-. Tu cuerpo, para mí solo. Cuando lo necesite. Yo me encargo de buscar el sitio.

Miles Eastin sintió una náusea.

– ¿Qué te parece, nene? ¿Qué dices?

Como ya había pensado muchas veces, Miles pensó, desesperado: Haya hecho antes lo que haya hecho, ¿quién puede merecer una cosa así?

Sin embargo aquí estaba. Y había aprendido que la cárcel era una selva, miserable y salvaje, donde no había justicia, donde el hombre era despojado de los derechos humanos el día que entraba. Dijo, con amargura:

– ¿Qué remedio me queda?

– Visto de esa manera me parece que no te queda ninguno -una pausa y después preguntó impaciente-: Bueno, ¿estamos?

Miles dijo miserablemente:

– Supongo que sí.

Satisfecho al parecer, Karl echó un brazo sobre los hombros del otro, como si fuera su propiedad. Miles, estremecido por dentro, se esforzó y no retrocedió.

– Tenemos que movernos un poco, nene. A mi corredor. Tal vez a mi colchoneta -la celda de Karl quedaba en otro corredor, debajo del de Miles, en el ala opuesta del bloque de celdas en forma de X. El negro se lamió los labios-. Sí, hombre… -su mano ya lo buscaba.

Karl preguntó:

– ¿Tienes alpiste?

– No -Miles sabía que, si hubiera tenido dinero, se le habrían facilitado las cosas. Los presos que tenían afuera recursos financieros, y que los usaban, sufrían menos que los presos desposeídos.

– Yo tampoco tengo nada -confió Karl-. Voy a tener que inventar algo.

Miles asintió pesadamente. Comprendió que ya había empezado a aceptar el papel ignominioso de «amiguito». Pero también sabía que dada la forma en que marchaban aquí las cosas, mientras estuviera con Karl, estaría a salvo. No habría más grupos para violarlo.

La creencia demostró ser correcta.

No se produjeron nuevos ataques, ni tentativas de acariciarlo, ni le lanzaban ya besos. Karl tenía reputación de saber usar sus puños poderosos. Se rumoreaba que hacía un año había matado a un compañero que lo irritaba, aunque oficialmente el crimen no se había descubierto.

Miles fue transferido, no sólo a la galería de Karl, sino a la celda de éste. Evidentemente el cambio era resultado de dinero pasado de mano en mano. Miles preguntó a Karl cómo lo había logrado.

El negrazo rió.

– Los muchachos de la Fila de la Mafia dan alpiste. A ellos les gustas, nene.

¿Les gusto?

Al igual que otros presos, Miles sabía de la existencia de la «Mafia», en otras palabras llamada la colonia italiana. Era un segmento de celdas que albergaba a las grandes figuras del crimen organizado, cuyos contactos exteriores e influencia les hacían ser respetados e incluso temidos, decían algunos, por el director de la cárcel. En el interior de la penitenciaría de Drummonburg sus privilegios eran legendarios.

Tales privilegios incluían cargos claves en la cárcel, libertad de movimiento, comida superior, contrabandeada por los guardias o escamoteada del sistema de raciones generales. Los habitantes de la Fila de la Mafia, según había oído Miles, disfrutaban con frecuencia de filetes y otros manjares, cocinados en parrillas prohibidas en rincones del taller. También tenían comodidades especiales en las celdas, entre otras cosas televisión y lámparas de sol. Pero Miles personalmente no tenía contacto con la Fila de la Mafia, ni estaba enterado de que nadie allí conociera su existencia.

– Dicen que eres un tipo que sabe mantenerse -dijo Karl.

Parte del misterio se solucionó unos días después, cuando un preso con cara de comadreja y una gran panza, llamado La Rocca, se puso junto a Miles en el patio de la cárcel. La Rocca, aunque no formaba parte de la Fila de la Mafia, andaba bordeándola, y actuaba a veces como correo.

Saludó a Karl con la cabeza, reconociendo el interés de propietario del negrazo, y después dijo a Miles:

– Te traigo un mensaje del ruso Ominsky.

Miles quedó sorprendido e inquieto. Igor (el ruso) Ominsky, era el tiburón prestamista a quien había debido, y seguía debiendo, mil quinientos dólares. Comprendió también que los intereses de la deuda debían haberse acrecentado enormemente.

Seis meses atrás habían sido las amenazas de Ominsky las que habían llevado a Miles a robar seis mil dólares de la caja del banco, tras lo cual sus robos previos habían sido descubiertos.

– Ominsky sabe que te has callado la boca -dijo La Rocca-. Le gusta cómo te has portado y supone que eres un tipo que sabe hacer frente.

Era verdad que durante los interrogatorios previos al juicio Miles no había revelado los nombres ni del tomador de apuestas ni del prestamista, porque temía a ambos en la época en que lo arrestaron. No tenía nada que ganar en nombrarlos, y quizá mucho que perder. De todos modos no había sido presionado sobre el asunto ni por el jefe de Seguridad del banco, Wainwright, ni por el FBI.

– Como te has sabido callar -informó La Rocca- Ominsky quiere que sepas que ha parado el reloj mientras estés dentro.

Lo que significaba, comprendió Miles, que los intereses que debía no seguirían acumulándose durante el tiempo que estuviera preso. Conocía bastante a los prestamistas tiburones como para comprender que la concesión era importante. El mensaje también explicaba por qué la Fila de la Mafia, con sus relaciones fuera de la cárcel, estaba enterada de la existencia de Miles.

– Dale las gracias a míster Ominsky -dijo Miles. Pero no tenía idea de cómo iba a pagar la suma principal cuando saliera de la cárcel, ni siquiera cómo iba a ganar lo bastante como para mantenerse.

La Rocca reconoció:

– Alguien se comunicará contigo antes de que te larguen. Tal vez podamos hacer un trato -y, con un saludo que incluía a Karl, se alejó.

En las semanas siguientes Miles vio con más frecuencia a La Rocca, el de la cara de comadreja, quien buscó varias veces su compañía, junto con la de Karl, en el patio de la cárcel. Algo que parecía fascinar a La Rocca y a otros presos era el conocimiento que tenía Miles de la historia del dinero. En cierto modo, lo que antes había sido un interés y un hobby consiguió para Miles el tipo de respeto que los habitantes de la cárcel sienten por aquellos cuyo origen y crímenes son cerebrales, como opuestos a los meramente violentos. Bajo el sistema actual hay un asaltante en el fondo de la escala social de las cárceles y un estafador o un artista en lo más alto.

Lo que más intrigaba a la Rocca era la descripción de Miles de las falsificaciones masivas, hechas por los gobiernos, del dinero de otros países.

– Ésas han sido siempre las mayores falsificaciones entre todas -contó un día Miles a un auditorio interesado de media docena de personas.

Describió cómo el gobierno británico había patrocinado la falsificación de grandes cantidades de billetes franceses en una tentativa de minar la Revolución Francesa, pese a que el mismo crimen realizado individualmente era castigado con la horca, castigo que se prolongó en Gran Bretaña hasta 1821. La revolución norteamericana había empezado con la falsificación oficial de billetes británicos. Pero la mayor falsificación de todas, informó Miles, ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Alemania fabricó 140 millones de libras esterlinas y cantidades desconocidas de dólares norteamericanos, todos de la más elevada calidad. Los ingleses también imprimieron dinero alemán y lo mismo hicieron los otros aliados.

– ¡Quién lo diría! -declaró La Rocca-. ¡Y ésos son los hijos de puta que nos han metido aquí! ¡Juraría que están haciendo lo mismo ahora!

La Rocca apreciaba el prestigio que adquiría como resultado de su relación con Miles. También manifestó claramente que pasaba algunas de las informaciones a la Fila de la Mafia.

– Yo y los muchachos nos encargaremos de ti cuando salgas -anunció un día, ampliando su primera promesa. Miles estaba enterado que su salida de la cárcel y la de La Rocca iban a ocurrir más o menos por el mismo tiempo.

Hablar de dinero era para Miles una especie de suspenso mental, que disipaba, aunque fuera brevemente, el horror del presente. Imaginó, igualmente, que debía sentirse aliviado por haber parado la «marcha del reloj» del préstamo. Pero, de todos modos, hablar o pensar en otras cosas sólo excluía, momentáneamente, la miseria general y el asco que sentía ante sí mismo. A causa de esto empezó a pensar en el suicidio.

El odio hacia sí mismo se centraba en su relación con Karl. El negrazo había declarado que quería: Tu lindo culito blanco, nene. Tu cuerpo sólo para mí. Cuando se me dé la gana. Y, desde el acuerdo, Karl le había hecho cumplir la promesa, con un apetito que parecía insaciable.

Al principio Miles procuró anestesiar su mente, diciéndose que lo que pasaba era preferible a ser violado por un grupo, cosa que, debido a la instintiva suavidad de Karl era en verdad mejor. Pero el asco y la conciencia de la cosa seguían.

Y lo que sucedió después fue aún peor.

Incluso en su propia mente a Miles le resultaba difícil aceptarlo, pero el hecho estaba allí: empezaba a gozar de lo que pasaba entre él y Karl. Además, Miles consideraba ya a su protector con nuevos sentimientos… ¿Cariño? Sí.… ¿Amor? ¡No! No se atrevía, por el momento, a ir tan lejos.

La comprobación le sacudió. Pero aceptó las nuevas sugerencias que se le ocurrían a Karl, incluso cuando éstas convertían el papel homosexual de Miles en algo más positivo.

Tras cada encuentro era asaltado por una cantidad de interrogantes. ¿Seguía siendo un hombre? Sabía que antes lo había sido, pero ahora ya no estaba seguro. ¿Se había pervertido totalmente? ¿Era así como sucedía? ¿Podría ocurrir más adelante una vuelta total, un trastrueque a la normalidad que cancelara el placer, lo que estaba probando aquí y ahora? Si no era así: ¿valía la pena seguir viviendo? Lo dudaba.

Fue entonces cuando quedó envuelto en la desesperación y el suicidio le pareció algo lógico… una panacea, un fin, un alivio. Aunque fuera difícil en la prisión repleta, la cosa podía hacerse… por medio de la horca. Cinco veces desde la llegada de Miles se habían oído gritos de «¡Un ahorcado!», generalmente por la noche, y los guardias corrían como tropas de asalto, jurando, llevando palancas para abrir los cerrojos de los corredores; abrían «de golpe» una celda y se precipitaban para cortar la cuerda de un presunto suicida antes de que muriera. En tres de las cinco ocasiones, aclamados por los rencorosos gritos y las carcajadas de los presos, llegaron demasiado tarde.

Inmediatamente después, como los suicidios eran una cosa molesta para la cárcel, aumentaban las patrullas nocturnas, pero la cosa rara vez duraba.

Miles sabía cómo hacerlo. Había que empapar una tira de sábana o de manta para que no se desgarrara, orinarla sería más discreto, después se la aseguraba a una de las vigas del techo, a las que se podía llegar desde un catre alto. Había que hacerlo en silencio, mientras los que estaban en la celda dormían…

Al final una cosa y sólo una le detuvo. Ningún otro factor influyó en la decisión que tenía Miles de ahorcarse.

Quería, cuando terminara su condena, pedir perdón a Juanita Núñez.

El arrepentimiento de Miles Eastin cuando le sentenciaron, había sido sincero. Sentía remordimientos por haber robado en el First Mercantile American, donde le habían tratado honorablemente, y él había pagado con el deshonor. Retrospectivamente se preguntaba cómo podía haber acallado su conciencia de aquella manera.

A veces, cuando pensaba ahora en la cosa, era como si hubiera sido presa de una fiebre. Las apuestas, la mundanidad, los acontecimientos deportivos, el vivir por encima de sus medios, la locura de pedir prestado a un tiburón prestamista y el robar, aparecían trastocados, como locas y desplazadas partes de una pesadilla. Había perdido el contacto con la realidad y, como en el caso de una fiebre en estado avanzado, su mente se había distorsionado, hasta que desaparecieron la decencia y los valores morales.

De otro modo, se lo había repetido miles de veces, nunca hubiera hecho algo tan despreciable, nunca se habría hecho culpable de tanta vileza como para querer culpar de su robo a Juanita Núñez.

Durante el proceso, había tenido tanta vergüenza, que no se había atrevido a mirar a Juanita.

Ahora, seis meses después, la preocupación de Miles por el banco había disminuido. Había dañado al FMA, pero la estadía en la cárcel le había hecho pagar el total de la deuda. ¡Por Dios, vaya si había pagado!

Pero ni siquiera la penitenciaría de Drummonburg, con todo su horror, podía compensar lo que debía a Juanita. Nunca lo compensaría nada. Por eso tenía que buscarla y pedirle perdón.

Por eso, como necesitaba la vida para hacerlo, la soportó.

10

– Banco First Mercantile American -dijo cortante en el teléfono él operador en monedas del FMA; lo había acomodado hábilmente entre el hombro y la oreja izquierda, de manera que tenía las manos libres-. Necesito seis millones de dólares esta noche. ¿Cuál es su tasa?

Desde la costa occidental de California, la voz de un operador del gigantesco Bank of America, arrastró las palabras:

– Trece y cinco octavos.

– Es elevado -dijo el hombre del FMA.

– El juego es duro.

El operador del FMA vaciló, procurando adivinar al otro, preguntándose de qué lado iría la cotización. Por costumbre registró el persistente zumbido de voces a su alrededor en el Centro de Tráfico Monetario del First Mercantile American -una médula sensible y nerviosa en el centro mismo de la Torre Central del FMA, que pocos de los clientes del banco conocían y sólo un grupo privilegiado había visto alguna vez. Pero era en centros como éste donde se efectuaban muchas de las ganancias del gran banco… o donde se registraban las pérdidas.

Los requerimientos de la reserva hacían necesario que un banco tuviera específicas cantidades al contado contra cualquier posible demanda, pero ningún banco quería tener demasiado dinero quieto, ni demasiado poco. Los operadores de dinero del banco mantenían las cantidades en equilibrio.

– Espere, por favor -dijo el operador del FMA a la voz de San Francisco. Apretó el botón de «Fijo» en la consola telefónica y después oprimió otro botón.

Una nueva voz anunció:

– Manufacturer Hanover Trust, Nueva York.

– Necesito seis millones esta noche. ¿Cuál es su cotización?

– Trece y tres cuartos.

En la costa Este la cotización aumentaba.

– Gracias, no, gracias -el operador del FMA cortó la comunicación con Nueva York y soltó el botón de «Fijo» donde esperaba el de San Francisco. Dijo:

– Me parece que lo tomo.

– Seis millones vendidos a ustedes a trece y cinco octavos -dijo el del Bank of America.

– Bien.

El acuerdo había tardado veinte segundos. Era uno de los miles que se hacían diariamente entre bancos rivales, en un concurso de nervios e ingenio, con apuestas de siete cifras. Los operadores de moneda de los bancos eran invariablemente hombres jóvenes, en la treintena, inteligentes, ambiciosos, rápidos de pensamiento, que no se alteraban bajo la presión. De todos modos, como un informe de éxito en el tráfico de dinero podía adelantar la carrera de un hombre y un error estropearla, la tensión era constante, de manera que tres años en un escritorio de tráfico de dinero era considerado el máximo. Después de ese tiempo la tensión empezaba a notarse.

En ese momento, en San Francisco y en el First Mercantile American se anotaba la última transacción, que era pasada a una computadora y después transmitida al Sistema del Federal Reserve. En el «Fed», por las próximas veinticuatro horas, las reservas del Bank of America tendrían un débito de seis millones de dólares, las reservas del FMA acreditarían la misma cantidad. El FMA pagaría al Bank of America por el uso de su dinero durante ese tiempo.

En todo el país se estaban efectuando transacciones similares entre otros bancos.

Era miércoles, a mediados de abril.

Alex Vandervoort, que visitaba el Centro de Operaciones Monetarias, parte de su dominio dentro del banco, saludó con la cabeza al operador, sentado en una plataforma elevada y rodeado de ayudantes, que le proporcionaban informaciones y completaban el papeleo. El hombre joven, ya sumergido en otra transacción, devolvió el saludo con un movimiento de mano y una alegre sonrisa.

En otras partes del recinto -del tamaño de un auditorio y con semejanzas que recordaban el centro de control de un atareado aeropuerto- estaban otros operadores en seguridades y bonos, flanqueados por ayudantes, contadores, secretarias. Todos estaban muy atareados en usar el dinero del banco prestando, pidiendo prestado, invirtiendo, vendiendo, o reinvirtiendo.

Detrás de los operadores, media docena de supervisores financieros trabajaban en unos escritorios más amplios y más cómodos.

Tanto los operadores como los supervisores tenían delante una enorme pizarra que ocupaba todo lo largo del centro de tráfico y daba las cotizaciones, los promedios de interés y otras informaciones. Las cifras a control remoto del cuadro cambiaban constantemente.

Un operador en bonos, en un escritorio no lejos de donde estaba Alex de pie, se levantó y anunció en voz alta:

– La Ford y el Sindicato de Trabajadores del Auto acaban de anunciar un contrato por dos años -varios operadores buscaron los teléfonos. Las noticias importantes en el terreno industrial y político, a causa de su efecto instantáneo en el precio de los valores, eran siempre compartidas de esta manera por el primero que las escuchaba en el recinto.

Unos segundos después una luz verde sobre la pizarra de informaciones parpadeó y fue reemplazada por una deslumbrante, de color ámbar. Era la señal para que los operadores no se comprometieran, porque nuevas cotizaciones, presumiblemente resultado del acuerdo de la industria automotor, iban a llegar. Una llameante luz roja, que raras veces se usaba, prevenía de algún cambio cataclísmico.

De todos modos la oficina de tráfico de dinero, cuyas operaciones había estado contemplando Alex, seguía siendo un punto clave.

Las leyes federales exigían que los bancos dispusieran del diecisiete y medio por ciento de los depósitos líquidamente y al contado. Las penalizaciones por no cumplir con esto eran severas. Pero también era perjudicial para los bancos dejar grandes sumas sin invertir, aunque sólo fuera por un día.

Por lo tanto los bancos mantenían una cuenta continua de todo el dinero que entraba y salía. Un cajero central en el departamento mantenía el dedo en el fluir del dinero, como un médico que toma el pulso. Si los depósitos dentro de un sistema bancario como el del First Mercantile American eran más fuertes de lo que se había anticipado, el banco -por intermedio de su operador de dinero- prestaba en seguida fondos excedentes a otros bancos que podían necesitarlos para el requerimiento de reservas. Contrariamente, si los retiros de los clientes eran desusadamente fuertes, el FMA pedía prestado.

La posición de un banco cambiaba de hora en hora, de manera que un banco que era prestamista por la mañana podía pedir prestado a mediodía y ser nuevamente prestamista antes del cierre de los negocios. De esta manera, un gran banco podía traficar con más de mil millones de dólares diarios.

Otras dos cosas podían decirse -y con frecuencia se decían- sobre el sistema. Primero, que los bancos eran generalmente más rápidos en buscar ganancias para sí mismos que para sus clientes. Segundo, que los bancos obtenían beneficios mucho, muchísimo mayores para sí mismos que los que conseguían para la gente de afuera, que les confiaba su dinero.

La presencia de Alex Vandervoort en el Centro de Operaciones Monetarias se debía, en parte, al deseo de mantenerse en contacto con el fluir del dinero, cosa que hacía con frecuencia, y para discutir los procedimientos bancarios de las últimas semanas, que le habían inquietado.

Estaba con Tom Straughan, vicepresidente y miembro del Comité de Política Monetaria del FMA. El despacho de Straughan quedaba inmediatamente al lado. Había entrado con Alex en el Centro de Operaciones Bancarias. Era el joven Straughan quien, en enero, se había opuesto a que se cortaran los fondos del Forum East, aunque ahora parecía entusiasmado con el préstamo propuesto a la Supranational Corporation.

En estos momentos discutían sobre la Supranational.

– Se preocupa usted demasiado, Alex -insistía Tom Straughan-. Además de tratarse de un riesgo nulo, la SuNatCo nos hará bien. Estoy convencido.

Alex dijo con impaciencia:

– No existen los riesgos nulos. De todos modos, estoy menos preocupado con la Supranational que con los grifos que tendremos que cerrar.

Ambos hombres sabían a qué «grifos» dentro del First Mercantile American se refería Alex. Un memorándum de propuestas, trazado por Roscoe Heyward y aprobado por el presidente del banco, Jerome Patterton, había circulado entre los miembros del Comité de Política Monetaria unos días antes. Para que la línea de crédito de cincuenta millones de dólares a la Supranational fuera posible, se proponía cortar drásticamente los préstamos pequeños, las hipotecas de casas y la financiación de bonos municipales.

– Si el préstamo pasa y hacemos esos cortes -argumentó Tom Straughan- serán sólo temporales. En tres meses, quizá menos, nuestros fondos volverán a ser lo que eran antes.

– Es posible que usted lo crea, Tom. Yo no.

Alex había estado desalentado antes de venir aquí. La conversación con el joven Straughan le había deprimido aún más.

Las propuestas Heyward-Patterton estaban en contra, no sólo de las creencias de Alex, sino también en contra de su instinto financiero. Creía que era un error canalizar los fondos del banco tan sustancialmente en un préstamo industrial a costa del servicio público, aunque la financiación industrial fuera muchísimo más ventajosa. Pero, incluso desde el exclusivo punto de vista de los negocios, la amplitud del compromiso del banco con la Supranational -por intermedio de las subsidiarias de la SuNatCo- le inquietaba.

En este último punto, comprendió que estaba en total minoría. Todos los demás en la alta dirección del banco estaban encantados con la nueva relación con la Supranational, y Roscoe Heyward había recibido efusivas felicitaciones por haberla logrado. Y la inquietud de Alex persistía, aunque no habría sabido decir por qué. Es verdad que la Supranational parecía muy sólida financieramente; sus páginas de balance mostraban que el gigantesco conglomerado irradiaba salud fiscal. Y, en prestigio, la SuNatCo se equiparaba a compañías como la General Motors, IBM, Exxon, Dupont y U.S.Steel.

Tal vez, pensó Alex, sus dudas y su depresión provenían de su influencia declinante dentro del banco. Porque declinaba. Esto se había hecho evidente en las últimas semanas.

Por el contrario, la estrella de Roscoe Heyward estaba ascendiendo muy alto. Patterton le escuchaba y confiaba en él, y esta confianza se expandía tras el deslumbrante éxito del viaje de dos días que Heyward había hecho a las Bahamas, con George Quartermain. Alex comprendía que su reserva personal acerca de ese éxito era considerada como las uvas verdes de la fábula.

Alex sentía también que había perdido influencia personal con Straughan y otros, que antes se consideraban dentro de la carreta de Vandervoort.

– Tiene que reconocer -dijo Straughan- que el acuerdo con la Supranational es estupendo. ¿Sabía que Roscoe les hizo aceptar un balance compensatorio del diez por ciento?

El balance compensatorio había sido un acuerdo al que habían llegado tras rudas discusiones entre el banco y los solicitantes. Un banco insiste en que quede en depósito en cuenta corriente una determinada porción de cualquier crédito, la cual no gana interés para el solicitante, y, sin embargo, está a disposición del banco para su propio uso e inversión. Así un solicitante no hace uso total de todo el préstamo, y vuelve la tasa de interés real sustancialmente más elevada que la tasa aparente. En el caso de la Supranational, como había señalado Tom Straughan, cinco millones de dólares quedarían en las nuevas cuentas de cheques de la SuNatCo… con gran ventaja para el FMA.

– Presumo -dijo Alex con mofa- que está usted enterado del otro lado de ese delicioso acuerdo.

Tom Straughan pareció incómodo.

– Bueno, me han dicho que hay un entendimiento. No me parece que podamos referirnos a eso como al «otro lado».

– ¡Vaya si lo es! Los dos sabemos que la SuNatCo insistió y que Roscoe consintió en que nuestro departamento de depósitos invierta ampliamente en los valores de la Supranational.

– Si es así, no hay nada escrito.

– Claro que no. Nadie sería tan tonto -Alex miró al joven-. Usted tiene acceso a las cifras. ¿Cuánto hemos comprado hasta ahora?

Straughan vaciló, y se dirigió al escritorio de uno de los supervisores del Centro de Tráfico. Volvió con unas anotaciones escritas a lápiz en un papel.

– Hasta hoy noventa y siete mil acciones -y Straughan añadió-: La última cotización fue a cincuenta y dos.

Alex dijo, agriamente:

– En la Supranational deben estar frotándose las manos.

Nuestras compras ya han hecho subir cinco dólares el precio de una acción… -calculó mentalmente-. De manera que, en la semana pasada, hemos metido casi cinco millones de dólares del dinero que nos han confiado nuestros clientes en la Supranational. ¿Por qué?

– Es una inversión excelente -Straughan procuró hablar con ligereza-. Haremos ganar en grande a todas las viudas, huérfanos y fundaciones educacionales cuyo dinero cuidamos.

– O evaporamos… abusando de la confianza puesta en nosotros. ¿Qué sabemos acerca de la SuNatCo, Tom, que no hayamos sabido hace dos semanas? Y, hasta esta semana, ¿acaso el departamento de depósitos había comprado jamás una sola acción de la Supranational?

El hombre más joven quedó en silencio, después dijo, a la defensiva:

– Creo que Roscoe supone que, ahora que él va a formar parte de la Dirección, podrá vigilar a la compañía más de cerca.

– Me desilusiona usted, Tom. Nunca había sido tan deshonesto consigo mismo, especialmente cuando conoce los motivos reales tan bien como yo… -al ver que Straughan se ruborizaba, Alex insistió-: ¿Se hace idea del tipo de escándalo que habría si el Servicio Secreto examinara esto? Hay conflicto de intereses; abuso de la ley de limitación de préstamos; uso de los fondos confiados al banco para influir en los negocios del banco mismo; y no me cabe la menor duda de que hay acuerdo para votar el stock de la Supranational en la próxima reunión anual de la SuNatCo.

Straughan dijo con agudeza:

– Si es así, no será la primera vez… ni siquiera aquí.

– Desgraciadamente es verdad. Pero el olor del guisado no mejora.

La cuestión de la ética en el departamento de depósitos era un tema antiguo. Se supone que los bancos mantienen una barrera interna -que llaman a veces la Muralla China- entre sus propios intereses comerciales y los fondos que se les confían. De hecho no lo hacen.

Cuando un banco tiene miles de millones de dólares en fondos confiados por clientes para invertir, es inevitable que la «cantidad» dada de este modo sea usada comercialmente. Se espera que las compañías en las que un banco invierte fuertemente respondan recíprocamente con negocios bancarios. Con frecuencia también, las compañías eran presionadas para que hubiera un director de banco en su propio consejo director. Si no se hacía ninguna de las dos cosas, otras inversiones rápidamente reemplazaban a ésas en los portafolios de depósitos, con los valores disminuidos como resultado de la venta del banco.

Igualmente, las agencias de bolsa que manejaban el gran volumen del departamento de depósitos, comprando y vendiendo, debían mantener a su vez amplios balances bancarios. Generalmente así era. De lo contrario el ansiado negocio de bolsa se iba a otra parte.

Pese a la propaganda de relaciones públicas, el interés de los clientes depositantes -incluidas las proverbiales viudas y huérfanos-, con frecuencia se cotiza después de los intereses del banco. Era uno de los motivos por los cuales el resultado del departamento de depósitos era generalmente pobre.

De este modo Alex sabía que la situación entre la Supranational y el FMA no era única. De todos modos el saberlo no hacía que la cosa le gustara más.

– Alex -se adelantó Tom Straughan-, es mejor que le prevenga que mañana, en la reunión del comité monetario, pienso apoyar el préstamo a la Supranational.

– Lo lamento.

Pero la noticia no era inesperada. Y Alex se preguntó cuánto tiempo iba a pasar hasta quedar tan solo y aislado que su situación en el banco resultara insostenible. Podía suceder pronto.

Después de la reunión de mañana del Comité de Política Monetaria, donde seguramente las propuestas referentes a la Supranational iban a ser apoyadas por mayoría, todo el consejo director volvería a reunirse el próximo miércoles, con la Supranational nuevamente en la agenda. En ambas reuniones, Alex estaba seguro, él iba a ser la única voz discordante y solitaria.

Examinó una vez más el siempre ocupado Centro de Operaciones Monetarias, dedicado a la riqueza y las ganancias, idéntico en principio a los antiguos templos del oro de Babilonia y de Grecia. No era, pensó, que el dinero, el comercio y la ganancia fueran en sí algo indigno. Alex estaba dedicado a las tres cosas, aunque no ciegamente, y con reservas que implicaban escrúpulos morales, la razonable distribución de riqueza y la ética bancaria. Sin embargo, cuando se presentaba la perspectiva de un beneficio excepcional, según lo demostraba toda la historia, aquellos que tenían tales reservas eran obligados a callar, o eran dejados de lado.

Frente a las poderosísimas fuerzas del gran dinero y el gran negocio -representados ahora por la Supranational y la mayoría del FMA- ¿qué podía esperar un individuo solo en la oposición?

Muy poco, pensó desesperanzado Alex Vandervoort. Quizá nada.

11

La reunión de la Dirección del banco First Mercantile American en la tercera semana de abril fue memorable desde muchos puntos de vista.

Dos temas mayores de la política bancaria fueron tema de intensa discusión: uno, era la línea de crédito a la Supranational; el otro una propuesta para expandir la actividad ahorrista del banco y la apertura de nuevas sucursales suburbanas.

Incluso antes que se iniciaran los procedimientos, el tono de la reunión se hizo evidente. Heyward, desusadamente jovial y relajado, con un elegante traje gris claro, se presentó temprano. Saludó a otros directores en la puerta del salón de conferencias, a medida que llegaban.

Por las cordiales respuestas era claro que la mayoría de los miembros, no sólo había oído hablar del acuerdo con la Supranational, por misteriosas vías financieras, sino que estaba entusiastamente a favor.

– Felicidades, Roscoe -dijo Philip Johannsen, presidente de la MidContinent Rubber-, realmente ha metido usted a este banco en la gran canasta. ¡Más poder, eso… es lo que usted necesita!

Radiante, Heyward reconoció:

– Agradezco su apoyo, Phil. Y quiero que sepa que tengo otras metas en la mente.

– Las logrará, no tema.

Un director con cejas de escarabajo procedente del interior, Floyd LeBerre, presidente de la General Cable and Switchgear Corporation, entró. En el pasado LeBerre nunca había sido muy cordial con Heyward, pero ahora le estrechó la mano con efusión.

– Encantado de oír que formará usted parte de la Dirección de la Supranational, Roscoe -el presidente de la General Cable bajó la voz-. Mi división de ventas de repuestos tiene algunos negocios con la SuNatCo. Me gustaría poder hablar pronto de ello.

– Hagámoslo la semana próxima -dijo Heyward amablemente-. Puede tener la certeza de que ayudaré todo lo que pueda.

LeBerre se apartó, con expresión satisfecha.

Harold Austin, que había oído la charla, guiñó un ojo con picardía.

– Nuestro viajecito nos está dando ya beneficios. Cabalgas muy alto.

El Honorable Harold parecía más que nunca un playboy envejecido: una chaqueta a cuadros de colores, pantalones acampanados marrones, una camisa de alegres colores y una cerúlea corbata azul cielo. El flotante pelo blanco estaba arreglado y cortado en un nuevo estilo.

– Harold -dijo Heyward-, si hay algún favor que quieras pedirme…

– Los habrá -aseguró el Honorable Harold, y después se dirigió a grandes pasos a su asiento junto a la mesa de conferencias.

Incluso Leonard L. Kingswood, el enérgico presidente de la Northam Steel, y ferviente sostenedor de Alex Vandervoort en el Directorio, tuvo una palabra amable al pasar.

– He oído que ha atrapado usted a la Supranational, Roscoe. Es un negocio de primera clase.

Otros directores también lo felicitaron.

Entre los últimos en llegar estaban Jerome Patterton y Alex Vandervoort. El presidente del banco, con su cabeza calva brillante y bordeada de blanco, con su aspecto de granjero de siempre se dirigió a la cabecera de la larga mesa ovalada del salón de reuniones. Alex, que llevaba una carpeta llena de papeles, se sentó como de costumbre en el centro de la mesa, del lado izquierdo.

Patterton golpeó con el martillo para llamar la atención y rápidamente abordó varios asuntos de rutina. Después anunció:

– El primer punto a tratar es: «Préstamos sometidos a la aprobación de la Dirección».

Alrededor de las mesas un agitarse de páginas que daban la vuelta señaló la apertura de las tradicionales agendas azules de préstamos del FMA, preparadas para uso de los directores.

– Como de costumbre, señores, tienen ustedes ante sí detalles de las propuestas de la dirección. Lo que hoy ofrece especial interés, como la mayoría de ustedes ya sabe, es nuestra nueva cuenta con la Supranational Corporation. Personalmente estoy encantado con los términos negociados y recomiendo con énfasis su aprobación. Dejo a Roscoe, que es responsable de haber traído este nuevo e importante negocio al banco, el completar los detalles y el contestar preguntas.

– Gracias, Jerome -Roscoe Heyward acomodó sus lentes sin aro, que había estado limpiando por costumbre y se inclinó hacia adelante en su silla. Al hablar sus maneras parecieron menos austeras que de costumbre, su voz era agradable y segura.

– Señores: al embarcarse en el compromiso de un gran préstamo es prudente asegurarse de la solidez financiera del peticionario, incluso en el caso de que este peticionario tenga un promedio de crédito de una triple «A», como pasa con la Supranational. En el apéndice «B» de las agendas azules -nuevamente se oyó el ruido de páginas que pasaban- encontrarán un sumario que he preparado personalmente sobre los activos y proyectados beneficios del grupo SuNatCo, incluidas todas las subsidiarias. Se basa en declaraciones financieras de auditores más datos adicionales proporcionados por el contador de la Supranational, Stanley Inchbeck. Como pueden ustedes ver las cifras son excelentes. Nuestro riesgo es mínimo.

– No conozco la reputación de Inchbeck -intervino un director; era Wallace Sperrie, dueño de una compañía de instrumentos científicos-. Pero conozco la suya, Roscoe, y, si usted aprueba estas cifras, son cuatro «A» para mí.

Varios otros canturrearon su asentimiento. Alex Vandervoort jugueteaba con un lápiz ante una libreta que tenía delante.

– Gracias Wally, gracias, señores -Heyward se permitió una leve sonrisa-. Espero que la confianza de ustedes se extienda a la acción concomitante que he recomendado.

Aunque las recomendaciones estaban anotadas en la carpeta azul, las describió de todos modos… la línea de crédito de cincuenta millones debía ser totalmente concedida a la Supranational, en cortes financieros en otras áreas del banco, que debían hacerse efectivos inmediatamente. Los cortes, aseguró Heyward a los atentos directores, serían restablecidos «en cuanto fuera posible y conveniente», aunque prefería no especificar cuándo. Terminó:

– Recomiendo este flete para nuestro navío y prometo que, en su compañía, nuestras cifras de beneficios serán muy buenas de verdad.

Cuando Heyward se echó hacia atrás en la silla, Jerome Patterton anunció:

– La reunión está abierta para preguntas y discusiones.

– Francamente -dijo Wallace Sperrie- no veo necesidad de ninguna de las dos cosas. Todo está claro. Creo que estamos en presencia de un golpe maestro de los negocios para este banco, y propongo una aprobación inmediata.

Varias voces dijeron al unísono:

– De acuerdo.

– Propuesto y acordado -entonó Jerome Patterton-. ¿Estamos listos para votar? -Evidentemente lo esperaba. Tenía levantado el martillo.

– No -dijo con voz tranquila Alex Vandervoort. Hizo a un lado el lápiz y la libreta con la que había estado jugueteando-. Y no creo que nadie deba votar sin que haya bastante discusión sobre el asunto.

Patterton suspiró. Dejó el martillo. Alex ya le había prevenido, por cortesía, de sus intenciones, pero Patterton había esperado que, al sentir la casi unanimidad de la Dirección, Alex hubiera cambiado de idea.

– Lamento profundamente -dijo Alex Vandervoort- encontrarme en la Dirección en conflicto con mis compañeros Jerome y Roscoe. Pero no puedo, por deber de conciencia, acallar mi ansiedad acerca de este préstamo y mi oposición a hacerlo.

– ¿Qué pasa? ¿A su amiga no le gusta la Supranational? -La espinosa pregunta provenía de Forrest Richardson, antiguo director del FMA; era de maneras bruscas, tenía reputación de ser muy preciso y era príncipe heredero en la industria de la carne envasada.

Alex se puso colorado de rabia. No cabía duda de que los directores recordaban la pública vinculación de su nombre con la «invasión al banco» de Margot, hacía tres meses; de todos modos, no estaba dispuesto a que su vida personal fuera examinada. Pero contuvo una violenta respuesta y contestó:

– Miss Bracken y yo rara vez discutimos asuntos bancarios. Les aseguro que no hemos discutido éste.

Otro director preguntó:

– ¿Qué es lo que no le gusta del acuerdo, Alex?

– Todo.

Alrededor de la mesa se oyeron inquietos movimientos y exclamaciones de enojada sorpresa. Las caras que se volvieron hacia Alex revelaban una actitud hostil.

Jerome Patterton aconsejó brevemente:

– Es mejor que explique el motivo.

– Sí, lo haré -Alex buscó el portafolio que había traído y extrajo una página de notas.

– En primer lugar me opongo a la «amplitud» del compromiso con un solo cliente. Y no sólo me parece una mal aconsejada concentración de riesgos, en mi opinión es una acción fraudulenta bajo la Sección 23A de la Ley de Reserva Federal.

Roscoe Heyward se puso de pie de un salto.

– Protesto ante la palabra «fraudulento».

– El protestar no cambia la verdad -dijo Alex con calma.

– ¡No es verdad! Hemos establecido claramente que el compromiso no es para la Supranational Corporation, sino para sus subsidiarias. Son la Hepplewhite Distillers, la Horizon Land, la Atlas Jet Leasing, la Caribbean Finance y la International Bakeries -Heyward se apoderó de una agenda azul-. Las colocaciones de dinero están detalladas aquí específicamente.

Alex dijo:

– Todas esas compañías son subsidiarias controladas por la Supranational.

– Pero también son compañías largo tiempo establecidas, viables y con derechos propios.

– ¿Entonces por qué, precisamente hoy, hemos estado hablando únicamente de la Supranational?

– Por simplicidad y conveniencia -dijo Heyward furioso.

– Usted sabe tan bien como yo -insistió Alex- que, una vez que el dinero del banco esté en cualquiera de esas subsidiarias, G. G. Quartermain podrá moverlo a cualquier parte que le dé la gana.

– ¡Atención, un momento! -La interrupción provenía de Harold Austin, que se había inclinado hacia adelante y golpeaba la mesa con la mano para llamar la atención-. El Gran George Quartermain es mi amigo personal. Y no me voy a quedar sentado tranquilamente oyendo una acusación de mala fe.

– No ha habido acusación de mala fe -contestó Alex-. Estoy hablando de un hecho de la vida global. Grandes sumas de dinero son transferidas frecuentemente entre las subsidiarias de la Supranational; las páginas de balance así lo demuestran. Y esto sólo sirve para confirmar que estamos prestando a una sola entidad.

– Bueno -dijo Austin y, sin mirar a Alex se dirigió a otros miembros del consejo director-. Me limito a repetir que conozco bien a George Quartermain, y también a la Supranational. Como la mayoría de ustedes saben, yo fui responsable del encuentro entre Roscoe y el Gran George en las Bahamas, donde se arregló esta línea de crédito. Teniéndolo todo en cuenta repito que es un acuerdo excepcionalmente bueno para el banco.

Hubo un silencio momentáneo que quebró Philip Johannsen.

– ¿No será acaso, Alex -preguntó el presidente de la Mid Continent Rubber- que está usted envidioso porque fue Roscoe y no usted el invitado a jugar un partido de golf en las Bahamas?

– No. El punto que señalo no tiene que ver con nada personal.

Alguien dijo, escéptico.

– La verdad es que no parece.

– ¡Señores, señores! -Jerome Patterton golpeó agudamente con el martillo.

Alex ya se había esperado algo parecido. Manteniendo la frialdad, persistió:

– Repito que el préstamo es un compromiso demasiado grande con un solo cliente. Por otra parte, pretender que no es para un único solicitante es una tentativa artera para contravenir la ley, y todos los aquí presentes lo sabemos- lanzó una mirada provocativa alrededor de la mesa.

– Yo no lo sé -dijo Roscoe Heyward- y digo que su interpretación es torcida y basada en el error.

En ese momento era ya evidente que estaban en una sesión extraordinaria. Las reuniones de la Dirección generalmente eran asuntos de práctica corriente o, en el caso de algún leve desacuerdo, los directores intercambiaban comentarios corteses y caballerescos. Las discusiones agrias y ácidas eran prácticamente desconocidas.

Por primera vez habló Leonard L. Kingswood. Su voz era conciliadora.

– Alex, reconozco que hay alguna verdad en lo que usted dice, pero el hecho es que, lo que aquí se ha sugerido, se hace a cada momento entre los grandes bancos y las corporaciones amplias.

La intervención del presidente de la Northam Steel fue significativa. En la reunión de la Dirección, en diciembre, Kingswood había sido el jefe de la facción que quería el nombramiento de Alex como presidente del FMA. Ahora prosiguió:

– Francamente, si hay algo culpable en esa clase de financiación, mi propia compañía también es culpable.

Apenado, comprendiendo que iba a perder un amigo, Alex movió la cabeza.

– Lo lamento, Len. Pero sigo creyendo que la cosa es incorrecta, del mismo modo que creo que nos expondremos a una acusación de conflicto-de-intereses si Roscoe entra en la Dirección de la Supranational.

La boca de Leonard Kingswood se apretó. No dijo nada más.

Pero Philip Johannsen habló. Dijo con acritud a Alex:

– Si tras la última frase quiere hacernos creer que no hay nada personal en su oposición está loco.

Roscoe Heyward procuró ocultar una sonrisa, pero no lo logró.

La cara de Alex se puso sombría. Se preguntó si aquella sería la última reunión de la Dirección del FMA a que iba a asistir pero, fuera así o no, tenía que terminar con lo que había empezado. Ignorando el comentario de Johannsen, declaró:

– Como banqueros no hemos aprendido. En todas partes, en el Congreso, los consumidores, nuestros clientes, la prensa, nos acusan de perpetuar un conflicto-de-intereses por medio de trenzas de consejos directores. Si somos sinceros con nosotros mismos, deberemos reconocer que la mayoría de las acusaciones dan en el blanco. Todos los presentes saben cómo están ligadas entre sí las grandes compañías petroleras, cómo trabajan juntas en las directivas de los bancos, y éste es sólo un ejemplo. Sin embargo seguimos y seguimos con este tipo de intercambio: Yo estoy en tu Directiva, tú estás en la mía. Cuando Roscoe sea director de la Supranational, ¿qué intereses defenderá primero? ¿Los de la Supranational? ¿O los del First Mercantile American? Y aquí, en nuestra Dirección, ¿no es posible que favorezca a la SuNatCo en lugar de otras compañías, porque es allí director? Los accionistas tienen derecho a conocer la respuesta a estos interrogantes; y también los legisladores y el público. Lo que es más, si no damos pronto algunas respuestas convincentes, si no cesamos de actuar desde arriba como lo hacemos, todos los bancos tendrán que enfrentarse con duras leyes restrictivas. Y las merecemos.

– Si habla usted lógicamente -objetó Forrest Richardson- vendría a resultar que la mitad de los miembros de esta Dirección pueden ser acusados de conflicto de intereses.

– Precisamente. Y ha llegado el momento de que el banco enfrente la situación y termine con ella.

Richardson gruñó:

– Puede haber otras opiniones sobre el punto -su propia compañía de carne envasada, como todos sabían, era gran deudora del FMA, y Forrest Richardson había participado en reuniones de Dirección en las que se habían aprobado préstamos para su compañía.

Sin prestar atención a la creciente hostilidad, Alex clavó el dardo:

– Otros aspectos del préstamo a la Supranational también me inquietan. Para disponer del dinero tendremos que cortar los préstamos hipotecarios y los préstamos menores. En sólo esos dos puntos, el banco estará en falta como servicio público.

Jerome Patterton dijo, malhumorado:

– Se ha establecido claramente que esos cortes serán temporales.

– Sí -reconoció Alex-. Pero nadie sabe hasta cuándo se prolongará esa temporalidad, ni lo que pasará con los negocios y la buena voluntad que perderá el banco cuando la cosa se publique. Y está también la tercera zona de cortes, que todavía no hemos tocado… los bonos municipales… -abrió su portafolio y consultó una segunda hoja de notas-. En las próximas seis semanas serán licitadas once series de bonos del distrito, para escuelas. Si nuestro banco no participa, la mitad de esos bonos quedarán sin ser vendidos -la voz de Alex se agudizó-: ¿Es intención del banco prescindir, tan pronto, después de la muerte de Ben Rosselli, de una tradición que abarca varias generaciones de este nombre?

Por primera vez desde que se había iniciado la reunión los directores cambiaron miradas inquietas. La política impuesta desde hacía mucho tiempo por el fundador del banco, Giovanni Rosselli, establecía que el First Mercantile American fuera el primero en respaldar y vender bonos de las pequeñas municipalidades estatales. Sin esa ayuda del banco más poderoso del estado, tales bonos -nunca grandes, importantes o bien conocidos- pasarían de largo en el mercado, dejando en descubierto las necesidades financieras de las comunidades. La tradición había sido fielmente seguida por el hijo de Giovanni, Lorenzo, y por el nieto, Ben. El negocio no era especialmente beneficioso, aunque tampoco representaba una pérdida. Pero era un servicio público significativo, y también devolvía a las pequeñas comunidades algo del dinero que los ciudadanos depositaban en el FMA.

– Jerome -sugirió Leonard Kingswood-, me parece que debería usted revisar otra vez la situación.

Se oyeron murmullos de asentimiento.

Roscoe Heyward hizo una rápida intervención:

– Jerome… si me permite…

El presidente del banco asintió.

– En vista de lo que parece ser un sentimiento general de la Dirección- dijo Heyward con suavidad- estoy seguro de que podemos examinar el asunto de nuevo, y tal vez devolver parte de los fondos para bonos municipales sin estorbar ninguno de los acuerdos con la Supranational. Sugiero que la Dirección, expresando claramente sus sentimientos, deje que los detalles sean considerados por Jerome y por mí… señaladamente no incluyó a Alex.

Asentimientos y voces expresaron aprobación.

Alex objetó:

– Éste no es un compromiso total ni hace nada para establecer las hipotecas para viviendas y los préstamos menores.

Los otros directores guardaron un significativo silencio.

– Creo que hemos escuchado todos los puntos de vista -sugirió Jerome Patterton-. Tal vez convenga ahora votar la propuesta en su conjunto.

– No -dijo Alex-, todavía hay otro punto.

Patterton y Heyward cambiaron miradas de divertida resignación.

– Ya ye señalado que hay un conflicto de intereses -afirmó Alex sombríamente-. Ahora quiero prevenir a la Dirección sobre un conflicto aún mayor. Desde la negociación del préstamo de la Supranational, y hasta ayer por la tarde, nuestro departamento de depósitos ha comprado… -consultó sus notas- ciento veintitrés mil acciones de la Supranational. En ese tiempo, y siguiendo a las compras sustanciales hechas con el dinero depositado por nuestros clientes, el precio de la acción de la SuNatCo ha subido siete puntos y medio, cosa que estoy seguro es intencionada y ha sido puesta como condición…

Su voz fue ahogada por gritos de protesta de parte de Roscoe Heyward, Jerome Patterton y otros directores.

Heyward estaba otra vez de pie, con los ojos llameantes.

– ¡Eso es una deliberada distorsión!

Alex replicó:

– La compra no es una distorsión.

– Pero lo es su interpretación. La SuNatCo es una excelente inversión para nuestras cuentas de depósitos.

– ¿Por qué se ha vuelto súbitamente tan buena?

Patterton protestó con calor:

– Alex, las transacciones específicas del departamento de depósitos no están en discusión aquí.

Philip Johannsen interrumpió:

– Estoy de acuerdo.

Harold Austin y otros gritaron:

– ¡Yo también!

– Que estén o no estén -persistió Alex- les prevengo que todo lo que está pasando puede estar en contravención con la Ley GlassSteagall de 1933, y que los directores pueden ser considerados responsables de…

Media docena de voces enojadas estallaron de nuevo. Alex comprendió que había tocado un nervio sensible. Aunque los miembros de la Dirección estaban enterados de que la clase de duplicidad que él describía se llevaba a cabo, preferían ignorarlo específicamente. El conocimiento involucraba compromiso y responsabilidad. Y no querían ninguna de las dos cosas.

Bueno, pensó Alex, les guste o no, ahora lo saben. Por encima de las otras voces continuó con firmeza:

– Prevengo a la Dirección que, si ratifica el préstamo a la Supranational con todas sus ramificaciones tendrá motivo para lamentarlo -se echó hacia atrás en la silla-. Eso es todo.

Cuando Jerome Patterton golpeó con el martillo, el tumulto se acalló.

Patterton, más pálido que antes, anunció:

– Si no hay mas discusiones procederemos a votar.

Unos momentos después las propuestas de la Supranational fueron aprobadas, y Alex Vandervoort fue el único miembro en disidencia.

12

La frialdad hacia Vandervoort se hizo evidente cuando los directores continuaron la reunión después del almuerzo. Normalmente bastaba una reunión de dos horas por la mañana para disponer de todos los asuntos. Pero hoy se habían concedido un tiempo extra.

Percibiendo el antagonismo de la Dirección, Alex sugirió durante el almuerzo a Jerome Patterton que su presentación fuera demorada hasta la reunión del mes siguiente. Pero Patterton le dijo brevemente:

– No hay nada que hacer. Los directores están malhumorados, es culpa suya, y tiene usted que arriesgarse.

Era una declaración extraordinariamente vigorosa para un hombre de modales tan suaves como Patterton, pero demostraba la marea de descontento que corría en contra de Alex. También sirvió para convencerle de que la próxima hora iba a ser un ejercicio de futilidad. Sus propuestas iban a ser seguramente rechazadas por mera perversidad, si no por otros motivos.

A medida que los directores se acomodaban, Philip Johannsen estableció el tono consultando marcadamente su reloj.

– Ya he tenido que cancelar una cita esta tarde -rezongó el jefe de la Mid Continent Rubber- y tengo otras cosas que hacer, de manera que abreviemos.

Varios otros asintieron con un gesto.

– Seré lo más breve posible, señores -prometió Alex cuando Jerome Patterton le otorgó formalmente la palabra-. Quiero sólo señalar cuatro puntos -los marcó con los dedos al hablar.

– Uno: nuestro banco pierde un negocio importante y beneficioso al no aprovechar mejor las oportunidades para que aumenten los ahorros. Dos: una expansión de los depósitos de ahorros aumentaría la estabilidad del banco. Tres: cuanto más nos demoremos, más difícil será ponernos a la par con nuestros competidores. Cuatro: hay margen para tomar la dirección… que ejercerán otros bancos… en un regreso a las costumbres de economía personal, nacional y corporada, descuidada por tanto tiempo.

Describió los métodos por los cuales el First Mercantile American podría ganar raspando a otros competidores: un alto interés en los ahorros, hasta el límite legal; términos más atractivos para depósitos entre uno y cinco años; facilidades de cheques para depositantes de ahorros, dentro de lo que lo permitiera la ley bancaria; regalos para los que abrieran nuevas cuentas; una campaña de publicidad masiva comprendiendo el programa de ahorros y las nuevas sucursales.

Para la presentación, Alex había dejado su asiento habitual para plantarse ante la cabecera de la mesa. Patterton había movido su silla a un lado. Alex también había traído al principal economista del banco, Tom Straughan, que había preparado informes colocados sobre caballetes para que los vieran los miembros de la Dirección.

Roscoe Heyward se había adelantado en su asiento y escuchaba, con un rostro sin expresión.

Cuando Alex hizo una pausa, Floyd LeBerre aprovechó para intervenir:

– Tengo que hacer una observación inmediata.

Patterton, que había recobrado su acostumbrada cortesía, preguntó:

– ¿Quiere usted que se hagan preguntas de paso, Alex, o prefiere dejarlas para el final?

– Escucharé ahora a Floyd.

– No es una pregunta -dijo el presidente de la General Cable, sin sonreír-. Es una cuestión primordial. Estoy en contra de la expansión de los ahorros porque, si lo hacemos, será como abrirse las tripas. Ahora mismo tenemos grandes depósitos de bancos corresponsales…

– Dieciocho millones de dólares de las instituciones de ahorro y préstamo -dijo Alex. Había esperado la objeción de LeBerre y era válida. Pocos bancos existían solos; la mayoría tenía vínculos financieros con otros y el First Mercantile American no era una excepción. Varias instituciones de ahorro y préstamo locales tenían grandes depósitos en el FMA, y el miedo a que esas sumas fueran retiradas había disuadido otras propuestas de actividades de ahorros en el pasado.

Alex afirmó:

– He tomado eso en cuenta.

LeBerre quedó descontento.

– ¿Ha tomado usted en cuenta que, si competimos intensamente con nuestros propios clientes, perderemos hasta lo último de ese negocio?

– Perderemos parte. No creo que todo. En todo caso, los nuevos negocios que generaremos de lejos excederán lo perdido.

– Es lo que usted dice.

Alex insistió:

– Me parece un riesgo aceptable.

Leonard Kingswood dijo, con tranquilidad:

– Estaba usted en contra de cualquier riesgo con la Supranational, Alex.

– No estoy en contra de los riesgos. Pero éste es un riesgo mucho menor. No hay relación entre los dos.

Las caras alrededor de la mesa reflejaron escepticismo.

LeBerre dijo:

– Me gustaría oír las opiniones de Roscoe.

Otros hicieron eco:

– Sí, oigamos a Roscoe.

Las cabezas se volvieron hacia Heyward, que estudiaba sus manos cruzadas. Dijo con blandura:

– No es agradable torpedear a un colega.

– ¿Por qué no? -preguntó alguien-. ¡Es lo que él ha querido hacerle!

Heyward sonrió débilmente:

– Prefiero estar por encima de eso -su cara se puso seria-. De todos modos estoy de acuerdo con Floyd. Una intensa actividad de ahorros de nuestra parte nos hará perder importantes negocios y no creo que ninguna ganancia potencial teórica lo merezca -señaló uno de los planos de Straughan que marcaban la geografía de las nuevas sucursales propuestas-. Los miembros de la Dirección observarán que cinco de las sucursales sugeridas estarán situadas cerca de las de asociaciones de ahorro y préstamo que son grandes depositarias del FMA. Podemos tener la certeza de que eso no dejará de llamarles la atención.

– Esta situación -dijo Alex- ha sido cuidadosamente elegida como resultado de estudios de la población. Están donde está la gente. Seguramente las asociaciones de ahorro y préstamo han llegado allí primero; en muchos sentidos han tenido más intuición que nuestros bancos. Pero eso no significa que siempre debamos mantenernos apartados.

Heyward se encogió de hombros.

– Ya he dado mi opinión. Sin embargo añadiré algo… me desagrada la idea de esas sucursales en la línea del frente.

Alex contestó:

– Serán tiendas de dinero… los bancos sucursales del futuro -pero comprendió que todo sucedía de manera opuesta a como había esperado. Había planeado tratar más adelante el problema de las sucursales. Bueno, de todos modos ahora no importaba.

– Por la descripción -dijo Floyd LeBerre, que estaba leyendo una página de información de Tom Straughan que había circulado- esas sucursales parecen lavanderías.

Heyward, que también estaba leyendo, movió la cabeza.

– No está de acuerdo con nuestro estilo. No hay dignidad.

– Haríamos mejor en dejar a un lado la dignidad y hacer más negocios -declaró Alex-. Sí, los bancos de barrio semejan lavaderos; de todos modos es la clase de bancos que se impone. Haré una predicción a la Dirección: ni nosotros ni nuestros competidores podremos permitirnos seguir teniendo la clase de sepulcros dorados que tenemos ahora como sucursales de bancos. El costo de la tierra y de la construcción los vuelve sin sentido. En diez años, la mitad… por lo menos… de nuestras actuales sucursales habrán dejado de existir tal como los conocemos. Guardaremos algunas que son clave. Las demás quedarán en lugares menos costosos, serán totalmente automáticas, con máquinas que actuarán como cajeros, monitores de televisión para contestar preguntas y estarán todas unidas a una computadora central. Al planear las nuevas sucursales, incluidas las nueve que defiendo aquí, es esa transición la que debemos anticipar.

– Alex tiene razón en eso de la automatización -dijo Leonard Kingswood-. Casi todos la vemos en nuestros propios negocios, avanza más rápido de lo que nunca hubiéramos sospechado.

– Lo que es igualmente importante -afirmó Alex- es que tenemos una ocasión de dar un salto hacia adelante ventajosamente, es decir, si lo hacemos dramáticamente, con olfato y fanfarria. La campaña de propaganda debe ser masiva, debe saturar. Señores, vean ustedes las cifras. Primero, nuestros actuales depósitos de ahorros… sustancialmente más bajos de lo que deben ser…

Avanzó ayudado por los informes y alguna ampliación ocasional de Tom Straughan. Alex sabía que las cifras y propuestas en las que él y Straughan habían trabajado juntos eran sólidas y lógicas. Sin embargo presentía una total oposición de parte de algunos miembros de la Dirección y falta de interés de parte de los otros. En un extremo de la mesa un director se llevó la mano a la boca, sofocando un bostezo.

Era evidente que había perdido. El plan de ahorros y expansión de las sucursales iba a ser rechazado, y representaría, igualmente, un voto de «no confianza» en él. Como anteriormente, Alex se preguntó cuánto tiempo se prolongaría su permanencia en el FMA. Parecía que había aquí poco futuro para él, y tampoco se veía participando en un régimen dominado por Heyward.

Decidió no perder más tiempo.

– Bien, no hablaré más, señores. A menos que alguno quiera hacer más preguntas.

No había esperado ninguna. Y, menos que nada, había esperado apoyo de la fuente de donde surgió, sorprendentemente.

– Alex -dijo Harold Austin con una sonrisa y tono amistoso-, quisiera darle las gracias. Francamente estoy impresionado. No esperaba que fuera así pero su argumentación ha sido convincente. Lo que es más, me gusta la idea de esas nuevas sucursales.

Algunos asientos más allá Heyward quedó atónito, y lanzó a Austin una mirada furiosa. El Honorable Harold lo ignoró y se dirigió a los otros que rodeaban la mesa.

– Creo que debemos ver esto con la mente abierta, dejando a un lado nuestros desacuerdos de la mañana.

Leonard Kingswood asintió, y también lo hicieron algunos otros. La mayoría de los directores combatió la somnolencia de después del almuerzo, y volvió a prestar atención. Por algo Austin era el miembro más antiguo de la Dirección. Su influencia era penetrante. También le gustaba llevar a los otros a compartir sus puntos de vista.

– Al principio de su comentario, Alex -dijo-, habló usted de un retorno al ahorro personal y a la dirección que deberían dar algunos bancos como el nuestro.

– Así es.

– ¿Podría usted ampliar esa idea?

Alex vaciló.

– Supongo que sí.

¿Debería hacerlo? Alex pensó las consecuencias. Ya no estaba sorprendido de la intervención. Sabía exactamente por qué Austin había cambiado de lado. La publicidad. Antes, cuando Alex había sugerido «una campaña publicitaria masiva», hasta la «saturación», había visto cómo se levantaba la cabeza de Austin, con el interés claramente acusado. Desde ese momento no había sido difícil ver en el interior de esa cabeza. La Agencia de Publicidad Austin, debido a que el Honorable Harold estaba en la Dirección y tenía influencia en el FMA, tenía el monopolio de los asuntos publicitarios del banco. Una campaña tal como la que planeaba Alex, daría sustanciales beneficios a la Agencia Austin.

La acción de Austin representaba un conflicto de intereses de la manera más grosera -el mismo conflicto de intereses que Alex había atacado por la mañana ante el nombramiento de Roscoe Heyward como componente de la Dirección de la Supranational, Alex había preguntado entonces: ¿Qué intereses pondría primero Roscoe? ¿Los de la Supranational o los de los accionistas del First Mercantile American? Ahora podía hacerse una pregunta similar en el caso de Austin.

La respuesta era clara. Austin cuidaba sus propios intereses; los del FMA venían después. Nada importaba que Alex creyera en el plan. El apoyo -por motivos egoístas- era antimoral, un abuso de confianza.

¿Iba Alex a revelar eso? Si lo hacía, iba a provocar un tumulto todavía mayor que el de esta mañana, y volvería a perder.

Los directores se mantenían juntos como los compañeros de una logia. Además, tal enfrentamiento terminaría, seguramente, con la presencia de Alex en el FMA. ¿Valía eso la pena? ¿Era necesario? ¿Acaso sus deberes requerían que fuera custodio de la conciencia de la Dirección? Alex no estaba seguro. Entretanto los directores miraban y esperaban.

– Sí -dijo- me he referido, como Harold ha recordado, a la economía y a la necesidad de dirección -Alex miró unas notas que, unos minutos antes, había decidido descartar.

– Se ha dicho con frecuencia -dijo a los atentos directores- que el gobierno, la industria y el comercio de todo tipo se basan en el crédito. Sin crédito, sin préstamos, sin solicitudes de dinero… pequeñas, medianas y masivas, los negocios se desintegrarían y la civilización se marchitaría. Los banqueros saben bien esto.

»Sin embargo, son más cada vez los que creen que el pedir prestado y el déficit financiero es una locura, y han eclipsado toda razón. Especialmente esto es verdad en lo que a los gobiernos se refiere. El gobierno de los Estados Unidos ha acumulado una montaña enorme de deudas, que está mucho más allá de nuestra capacidad de pago. Otros gobiernos están en iguales o peores condiciones. Éste es el verdadero motivo de la inflación y el descenso de las monedas, aquí y en el extranjero.

»En una extensión notable -prosiguió- la abrumadora deuda gubernamental es igualada por una deuda corporativa pantagruélica. Y, en un plano financiero más bajo, millones de personas -individuos que siguen ejemplos establecidos nacionalmente- han asumido pesadas deudas que no pueden pagar. El total de la deuda de Estados Unidos llega a un billón y medio de dólares. La deuda nacional de consumidor se acerca ahora a los doscientos mil millones de dólares. En los últimos seis años más de un millón de norteamericanos se han declarado en bancarrota.

»En algún punto del camino -nacional, corporativa, individualmente- hemos perdido la antigua verdad del ahorro y el buen gobierno, de equilibrar lo que gastamos con lo que ganamos, y de guardar lo que debemos dentro de límites honrados.

Bruscamente el tono de la Dirección pareció más sobrio. Respondiendo a esto Alex dijo, tranquilo:

– Me gustaría poder decir que hay algún camino para salir de lo que he descrito. No estoy convencido de que lo haya. Pero los caminos se inician por la acción decidida en alguna parte. ¿Por qué no aquí?

»En la naturaleza de los tiempos, los depósitos de ahorros… más que cualquier otro tipo de actividad monetaria… representan la prudencia financiera. Nacional e individualmente necesitamos más prudencia. Una manera de lograrla es por medio de enormes aumentos de los ahorros.

»Puede haber tremendos aumentos… si nos comprometemos y si trabajamos. Y aunque los ahorros personales solos no devuelvan a todo la salud fiscal es, por lo menos, un importante movimiento hacia ese fin. Por esto hay una ocasión para ejercer la dirección y también… aquí y ahora… porque creo que este banco debe ejercerla.

Alex se sentó. Unos segundos después se dio cuenta de que no había mencionado sus dudas respecto a la intervención de Austin.

Leonard Kingswood rompió el breve silencio que había seguido.

– El buen sentido y la verdad no siempre son agradables de oír. Pero me parece que en este caso hemos escuchado algo.

Philip Johannsen gruñó, después dijo, malhumorado:

– Acepto parte de eso.

– Yo lo acepto todo -dijo el Honorable Harold-. En mi opinión la Dirección debe aprobar el plan de ahorro y expansión tal como ha sido presentado. Yo pienso votarlo. Pido a los demás que hagan lo mismo.

Esta vez Roscoe Heyward no mostró su rabia, aunque su cara se había puesto dura. Alex supuso que Heyward también sospechaba los motivos del apoyo de Harold Austin.

Siguieron otros quince minutos de discusión, hasta que Jerome Patterton usó el martillo y llamó a votar. Por abrumadora mayoría las propuestas de Alex Vandervoort fueron aprobadas. Los únicos que se opusieron fueron Floyd LeBerre y Roscoe Heyward.

Al salir de la sala de conferencias Alex percibió que la hostilidad no se había desvanecido. Era evidente que algunos directores estaban todavía resentidos por su exposición de la mañana acerca de la Supranational. Pero el último e inesperado desarrollo le había dado ánimo, y se sentía menos pesimista en cuanto a la continuidad de su papel en el FMA.

Harold Austin lo atajó:

– Alex, ¿cuándo pondrán en marcha el plan de ahorros?

– Inmediatamente -no queriendo ser descortés, añadió-: Gracias por su apoyo.

Austin asintió.

– Me gustaría venir con dos o tres personas de la agencia para discutir el plan de campaña.

– Bien. La semana que viene.

De manera que Austin había confirmado así, sin demora y sin vergüenza, lo que Alex había deducido. Aunque, para ser justo, pensó Alex, la Agencia de Publicidad Austin trabajaba bien y podía ser elegida para dirigir como se debía la campaña de ahorros.

Estaba racionalizando y lo sabía. Al guardar silencio hacía unos minutos había sacrificado los principios a un logro. Se preguntó lo que Margot podría pensar de su sometimiento.

El Honorable Harold dijo afablemente:

– Entonces será hasta pronto.

Roscoe Heyward, que había dejado la sala de conferencias antes que Alex, fue detenido por un mensajero del banco uniformado, que le entregó un sobre cerrado. Heyward lo abrió y sacó una hojita de papel doblada. Al leerla se alegró visiblemente, miró el reloj y sonrió. Alex se preguntó el por qué de aquello.

13

La nota era muy simple. Escrita a máquina por la secretaria de confianza de Roscoe, Dora Callaghan, le informaba que Miss Deveraux había telefoneado, para comunicarle que estaba en la ciudad y que deseaba verle cuanto antes. La nota proporcionaba un número de teléfono y un interno.

Heyward reconoció el número: el Columbia Hilton Hotel. Miss Deveraux era Avril.

Se habían visto dos veces desde el viaje a las Bahamas, hacía mes y medio. Ambas veces se habían encontrado en el Columbia Hilton. Y cada vez, como durante aquella noche en Nassau, cuando él había apretado el botón número siete para que Avril viniera a su cuarto, ella le había llevado a una especie de paraíso, un lugar de éxtasis sensual como él nunca había soñado que existiera. Avril conocía cosas increíbles que podían hacerse a un hombre y que -durante la primera noche- primeramente le había sorprendido y luego deleitado. Después la habilidad de ella había despertado ola tras ola de placer sensual, hasta que él había gritado de puro deleite, usando palabras que ignoraba haber conocido. Y luego Avril había sido amable, acariciante, cariñosa y paciente, hasta que, ante su sorpresa y exaltación, él se había excitado nuevamente.

Fue entonces cuando empezó a darse cuenta, con una claridad que había aumentado desde entonces, que gran cantidad de la pasión y la gloria de la vida: la mutua exploración, exaltación, el compartir, el dar y el recibir, nunca habían sido conocidos por él y Beatrice.

Para Roscoe y Beatrice el descubrimiento había llegado demasiado tarde, aunque era un descubrimiento que quizá Beatrice nunca hubiera querido. Pero Roscoe y Avril todavía tenían tiempo; y lo habían probado en los momentos pasados juntos desde Nassau. Miró su reloj sonriendo… la sonrisa que había percibido Alex Vandervoort.

Iría a ver a Avril lo antes posible, lógicamente. Eso representaba cambiar los planes de esta tarde y los de la noche, pero la cosa no importaba. Incluso en este momento la idea de verla una vez más le excitaba, de manera que su cuerpo se agitaba y reaccionaba como el de un joven.

En escasas ocasiones, desde que había iniciado su aventura con Avril, le habían turbado los problemas de conciencia. En los recientes domingos en la iglesia, el texto que había leído en voz alta antes de ir a las Bahamas le perseguía: La justicia exalta a una nación, pero el pecado es un reproche en cualquier pueblo. En tales momentos se consolaba con las palabras de Cristo en el Evangelio de San Juan: Aquel de entre vosotros que esté libre de pecado, arroje la primera piedra… Y: Vosotros juzgáis según la carne, yo no juzgo a ningún hombre. Heyward incluso se permitió reflexionar -con una ligereza que le hubiera dejado atónito hacía escaso tiempo- que la Biblia, como las estadísticas, podían usarse para probar cualquier cosa.

En todo caso, la discusión no tenía importancia. La intoxicación producida por Avril era más fuerte que la llamada de la conciencia.

Al dirigirse desde la sala de conferencias hacia sus oficinas en el mismo piso, pensó, radiante: el encuentro con Avril sería la culminación de un día triunfal, con la aprobación de sus propuestas para la Supranational y su prestigio profesional en el cenit de la Dirección. Naturalmente, le había fastidiado lo ocurrido por la tarde, y se había enojado ante lo que consideraba una traición de Harold Austin, aunque inmediatamente había comprendido los motivos egoístas que lo motivaban. De todos modos.

Heyward dudaba bastante que las ideas de Vandervoort provocaran éxitos reales. El efecto, en los beneficios bancarios del año, de sus acuerdos con la Supranational iba a ser muchísimo más grande.

Lo que le recordó que debía tomar una decisión sobre un millón y medio de dólares adicionales requerido por el Gran George Quartermain, como prolongación de préstamo a las Inversiones «Q».

Roscoe Heyward frunció el ceño levemente. Imaginaba que en todo el asunto de las Inversiones «Q» había alguna leve irregularidad, aunque debido al compromiso del banco con la Supranational y viceversa, la cosa no parecía grave.

Había planteado el asunto en un memorial confidencial a Jerome Patterton hacía más o menos un mes.


G. G. Quartermain de la Supranational me ha telefoneado dos veces desde Nueva York, sobre un proyecto personal suyo llamado las Inversiones «Q». Se trata de un pequeño grupo privado del cual Quartermain (El Gran George) es el principal, y nuestro propio director, Harold Austin, es miembro. El grupo ha comprado ya grandes cantidades de valores de varias empresas de la Supranational en términos ventajosos. Se han planeado más compras.

Lo que el Gran George desea de nosotros es un préstamo para las inversiones «Q» de US $ 1 ½ millones, al mismo bajo interés que el préstamo a la Supranational, aunque sin requerimiento de balance compensatorio. Señala que el balance compensatorio de la SuNatCo será amplio como para sobrepasar este préstamo personal… lo que es verdad, aunque, lógicamente, no hay garantía cruzada.


Debo señalar que Harold Austin también me ha telefoneado para urgir que se haga el préstamo.


De hecho el Honorable Harold había recordado bruscamente a Heyward acerca de un quid pro quo -una deuda contraída con el fuerte apoyo de Austin en el tiempo de la muerte de Ben Rosselli. Era un apoyo que Heyward iba a continuar necesitando cuando Patterton -el Papa interino- se retirara, dentro de ocho meses.

El memorial a Patterton continuaba:

Francamente el interés propuesto en este préstamo es muy bajo, y dejar a un lado un balance compensatorio será una gran concesión. Pero, en vista de los negocios de la Supranational, que nos ha dado el Gran George, creo que sería prudente seguir adelante.

Recomiendo el préstamo. ¿Está usted de acuerdo?


Jerome Patterton había devuelto el memorial con un lacónico «Sí» escrito a lápiz a continuación de la pregunta final. Conociendo a Patterton, Heyward pensó que apenas había concedido al asunto más que una rápida mirada.

Heyward no veía motivo para meter a Alex Vandervoort en el asunto, y el préstamo tampoco era tan grande como para requerir la aprobación del Comité de Política Monetaria. Por lo tanto, unos días después, Roscoe Heyward había aprobado iniciando el préstamo, cosa que tenía autoridad para hacer.

Pero para lo que no tenía autoridad -y no había informado a nadie- era para una transacción personal entre él y G. G. Quartermain.

En la segunda conversación telefónica sobre las Inversiones Q, el Gran George, que le había llamado desde la SuNatCo de Chicago, había dicho:

– He estado hablando de ti con Harold Austin, Roscoe. Ambos creemos que ya es hora que te metas en nuestro grupo de inversiones. Queremos tenerte con nosotros. Te he hecho conceder dos mil acciones que serán consideradas como ya pagadas. Son certificados nominales en blanco… es más discreto de esta manera. Los he mandado por correo.

Heyward se había quedado de una pieza.

– Gracias, George, pero me parece que no puedo aceptar.

– Demonio, ¿por qué no?

– No es moral.

El Gran George había gruñido.

– Estamos en un mundo real, Roscoe. Este tipo de cosas pasa a diario entre los clientes y los banqueros. Tú lo sabes. Y yo lo sé.

Sí, Heyward sabía que la cosa pasaba, aunque no «a diario», como afirmaba el Gran George, y Heyward nunca había permitido que le sucediera una cosa semejante.

Antes de que pudiera contestar, Quartermain insistió:

– Vamos, muchacho, no seas tonto. Si eso te hace sentir mejor, diremos que las acciones son en agradecimiento por tu consejo sobre las inversiones.

Pero Heyward sabía que él no había dado consejo sobre las inversiones, ni entonces ni después.

Uno o dos días después los certificados de acciones de Inversiones «Q» llegaron por correo certificado, en un sobre con muchos sellos y con la marca: Estrictamente Personal y Confidencial. Ni siquiera Dora Callaghan abrió ese sobre.

Esa noche en su casa, el estudiar los informes financieros de las Inversiones Q, que también le había mandado el Gran George, Heyward comprobó que sus dos mil acciones tenían un valor neto de 20 000 dólares. Más adelante, si las Inversiones «Q» prosperaban o se hacían públicas, su valor sería mucho mayor.

En ese momento tenía la intención de devolver las acciones a G. G. Quartermain; después, recordando sus precarias finanzas personales que no habían prosperado en varios meses, vaciló. Finalmente cedió a la tentación y más tarde, la misma semana, puso los certificados en su caja fuerte de depósitos en la sucursal principal del FMA. No era, pensó Heyward, como privar al banco de dinero. No había hecho eso. De hecho, debido a la Supranational, la verdad era lo contrario. De manera que, si al Gran George se le ocurría hacerle un regalo amistoso, ¿por qué ser quisquilloso y rechazarlo?

Pero el haber aceptado todavía le preocupaba un poco, especialmente cuando el Gran George telefoneó al terminar la semana, esta vez desde Amsterdam, pidiendo medio millón adicional para las Inversiones «Q».

– Hay una única oportunidad para nuestro grupo «Q» de apoderarse de un montón de valores en Guilderland, que seguramente se irán a las nubes. No puedo decir mucho por un teléfono que no sea privado, Roscoe, debes confiar en mí.

– Claro que confío, George -dijo Heyward-, pero el banco querrá detalles.

– Los recibirás… mañana por correo… -tras lo cual el Gran George añadió, con énfasis-: No olvides que ahora eres uno de los nuestros.

Brevemente Heyward tuvo un segundo sentimiento: era como si G. G. Quartermain prestara más atención a sus inversiones privadas que a la dirección de la Supranational. Pero al día siguiente las noticias le tranquilizaron. El «Wall Street Journal» y otros diarios trajeron prominentes artículos sobre una importante adquisición ingeniero-industrial de la SuNatCo en Europa. Era un coup d'état comercial que hizo subir de golpe las acciones de la Supranational en los mercados de Londres y Nueva York, y pareció que el préstamo de FMA a la corporación gigante era aún más ventajoso.

Cuando Heyward entró en el despacho, mistress Callaghan lo saludó con su acostumbrada sonrisa de matrona.

– Los otros mensajes están sobre su escritorio, señor.

Él asintió, pero, una vez dentro, puso la pila a un lado. Vaciló mirando unos papeles que habían sido preparados, pero que aún no estaban aprobados, referentes al préstamo adicional para las Inversiones «Q». Después dejó también eso a un lado y, usando el teléfono de línea directa con el exterior, marcó el número del paraíso.


– Roscoe, tesoro -murmuró Avril mientras exploraba su oreja con la punta de la lengua- te apresuras demasiado. Espera. Quédate quieto. Quieto. Demorate -le acarició el hombro desnudo, después la columna vertebral, y sus uñas arañaron, agudas, pero suaves como seda.

Heyward gimió -una mezcla dolorosa, dulce, saboreada, de placer postergado- y obedeció.

Ella murmuró de nuevo:

– Vale la pena esperar, te lo juro.

Él sabía que así era. Siempre era así. Nuevamente se preguntó cómo alguien tan joven y tan bonita podía haber aprendido tanto, ser tan emancipada… sin inhibiciones… gloriosamente sabia.

Todavía no, Ros.… querido, todavía no. Así… Eso me gusta. Ten paciencia. Sus manos, hábiles y conocedoras, siguieron explorando. Él dejó que su cuerpo y su mente flotaran, sabiendo por experiencia que era mejor hacerlo todo… exactamente… como ella decía.

– ¡Oh, así me gusta, Roscoe! ¿No es maravilloso?

Él respiró.

– Sí. Sí.

– Pronto, Roscoe. Muy pronto.

Junto a él, sobre las dos almohadas encimadas, se expandía el pelo rojo de Avril. Sus besos le habían devorado. Su fragancia pesada, como de ambrosía, le llenaba las narices. Su cuerpo maravilloso, sinuoso, sometido, estaba debajo de él. Esto, le gritaban sus sentidos, era lo mejor de la vida, de la tierra y del cielo, aquí, en este momento.

La única dulce y agria tristeza era haber esperado tantos años para descubrirlo.

Nuevamente los labios de Avril buscaron los suyos y los encontraron. Ella suplicó:

Ahora, Roscoe. Ahora, tesoro, ahora….


El dormitorio, como Heyward había observado al llegar, era típico del Hilton: limpio, eficientemente cómodo, un cubículo sin mayor carácter. Una reducida salita del mismo género quedaba afuera; en esta ocasión como en las anteriores, Avril había tomado una suite.

Estaban aquí desde el fin de la tarde. Después de hacer el amor se habían amodorrado, habían despertado, habían vuelto a hacer el amor, aunque no con éxito total, y después habían vuelto a dormir una hora. Ahora ambos se estaban vistiendo. El reloj de Heyward marcaba exactamente las ocho de la noche.

Estaba exhausto, físicamente agotado. Más que nada deseaba volver a su casa y acostarse… solo. Se preguntó en cuánto tiempo podría despedirse decentemente.

Avril estaba en la salita, telefoneando. Cuando volvió, dijo:

– He pedido que nos traigan la comida, amorcito. La subirán en seguida.

– Maravilloso, querida.

Avril se había puesto unas medias-slip transparentes. Sin sujetador. Empezó a cepillarse el largo pelo, que estaba en desorden. Él se sentó en la cama, la contempló y, pese a su cansancio, comprobó que cada movimiento de ella era sinuoso y sensual. Comparada con Beatrice, a quien él tenía costumbre de ver diariamente, Avril era muy joven. De pronto se sintió deprimentemente viejo.

Pasaron a la salita, donde Avril dijo:

– Abramos el champaña.

Estaba en un armario, en un balde con hielo. Heyward lo había notado antes. Casi todo el hielo se había derretido, pero la botella seguía fría. Tiró inexpertamente del alambre y el corcho.

– No quieras sacar el corcho -dijo Avril-. Tuerce la botella unos cuarenta y cinco grados, después agarra el corcho y haz girar la botella.

Dio fácilmente resultado. Ella sabía mucho.

Apoderándose de la botella, Avril llenó dos vasos. Él movió la cabeza.

– Sabes que no bebo, querida.

– Te hará sentirte más joven -le tendió el vaso. Cuando él cedió y lo tomó, se preguntó si había adivinado ella sus pensamientos.

Cuando hubieron bebido dos vasos más y llegó la comida, él se sentía en verdad más joven.

Cuando el camarero se fue, Heyward dijo:

– Deberías dejarme pagar esto -unos minutos antes había sacado la billetera, pero Avril la había puesto a un lado y había firmado una nota.

– ¿Por qué, Roscoe?

– Porque debes permitir que pague algunos de tus gastos… las cuentas del hotel, el costo del vuelo desde Nueva York -estaba enterado de que Avril tenía un apartamento en Greenwich Village-. Es demasiado para que lo pagues sola.

Ella le miró con curiosidad, y tuvo una risa diáfana.

– ¿No supondrás que yo pago todo esto? -Señaló la suite-. ¿Crees que gasto así mi dinero? ¡Roscoe, nene, debes estar loco!

– ¿Entonces quién paga?

– ¡La Supranational, tontito! Todo es por cuenta de ellos… esta suite, la comida, mi pasaje, mi tiempo… -se acercó a la silla de él y le besó; sus labios eran llenos, húmedos-. No te preocupes más.

Pero él permaneció inmóvil, abrumado y silencioso, absorbiendo el impacto de lo que ella había dicho. La ablandadora potencia del champaña todavía recorría su cuerpo, pero su mente estaba clara.

Mi tiempo. Aquello lastimaba más que todo. Hasta este momento había supuesto que el motivo por el cual Avril le había telefoneado después del viaje a las Bahamas, sugiriendo que volvieran a verse, era porque él le gustaba y había disfrutado -tanto como él- de lo que había pasado entre ellos.

¿Cómo podía haber sido tan ingenuo? Naturalmente toda la cosa había sido preparada por Quartermain y era a costa de la Supranational. ¿Acaso no se lo debía haber dicho el sentido común? ¿O tal vez se había protegido y no había preguntado antes porque no quería saber? Otra cosa: si a Avril se le pagaba su tiempo.… esto, ¿en qué la convertía? ¿En una puta? Y si era así, ¿qué era Roscoe Heyward? Cerró los ojos. San Lucas 18:13, pensó: Señor, ten piedad de mí, un pecador.

Naturalmente, podía hacer algo. Inmediatamente. Averiguar cuánto se había gastado hasta ahora y después enviar un cheque personal por la suma a la Supranational. Empezó a calcular, después comprendió que no tenía idea del costo de Avril. El instinto le decía que no debía ser un precio bajo.

En todo caso dudaba de la prudencia de tal acción. Su mente de contador razonó: ¿en qué forma figurarían los pagos en los libros de la Supranational? Y, todavía más efectivo: no disponía de ese dinero para gastarlo. Y además: ¿qué iba a pasar cuando nuevamente necesitara a Avril? Y ya sabía, de antemano, que así iba a ser.

Sonó el teléfono llenando la salita con su sonido. Avril atendió, habló unas palabras, y después anunció:

– Es para ti.

– ¿Para mí?

Al coger el aparato la voz resonó:

– ¡Bravo, Roscoe!

Heyward preguntó agudamente:

– ¿Dónde estás, George?

– En Washington. ¿Pero qué importa? Tengo unas noticias muy buenas sobre la SuNatCo. Declaración trimestral de ganancias. Ya la leerás mañana en los diarios.

– ¿Y me has llamado aquí para decirme eso?

– Te he interrumpido, ¿eh?

– No.

El Gran George tuvo una risita.

– Una llamada de amigo, viejo. Para saber si todo andaba bien.

Si quería protestar, éste era el momento de hacerlo, comprendió Heyward. Pero, ¿protestar por qué? ¿Por la generosa disponibilidad de Avril? ¿Por su aguda turbación?

La resonante voz del teléfono cortó el dilema.

– ¿Esas Inversiones «Q» tienen ya el visto bueno?

– No del todo.

– Te estás tomando tiempo, ¿eh?

– De verdad que no. Son formalidades.

– Habrá que mover el asunto o tendré que dar a otro banco ese negocio, y tal vez retirar también algunos de los de la Supranational.

La amenaza era clara. Pero la cosa no sorprendió a Heyward porque las presiones y las concesiones eran parte normal de la tarea en los bancos.

– Haré todo lo que pueda, George.

Un gruñido.

– ¿Avril está todavía ahí?

– Sí.

– Déjame hablar con ella.

Heyward pasó el teléfono a Avril. Ella escuchó un momento y dijo:

– Sí, lo haré -sonrió y cortó.

Después la muchacha se dirigió al dormitorio donde él oyó abrir una maleta y reapareció con un gran sobre de papel madera.

– George dice que debo darte esto.

Era la misma clase de sobre y con sellos similares al que había contenido los certificados de acciones en las Inversiones «Q».

– George dice que te diga que es un recuerdo de la grata estancia en Nassau.

¿Más certificados de acciones? Era dudoso. Meditó, pensando rehusar, pero la curiosidad fue más fuerte.

Avril dijo:

– No debes abrirlo aquí. Debes hacerlo después que te hayas ido.

Él aprovechó la oportunidad y miró la hora.

– Tengo que irme, querida.

– Yo también. Esta noche vuelo para Nueva York.

Se despidieron en la suite. Podía haber habido cierta incomodidad en la despedida. Pero no la hubo gracias al práctico savoir faire de Avril.

Ella le rodeó con sus brazos y se mantuvieron muy juntos mientras ella murmuraba:

– Roscoe, eres un bomboncito. Nos veremos pronto.

Pese a lo que ahora sabía o a su cansancio del momento, la pasión que ella le inspiraba no había cambiado. Y pensó que, fuera cual fuera el costo de su tiempo, había una cosa segura: Avril pagaba con creces.


Roscoe Heyward tomó un taxi desde el hotel hasta la Torre de la Casa Central del First Mercantile American. En el recinto de la planta baja del edificio dejó dicho que para dentro de quince minutos quería un coche y un chófer para que lo llevara a su casa. Después tomó un ascensor hasta el piso treinta y seis y marchó por corredores silenciosos, pasó ante unos escritorios desiertos y llegó a sus oficinas.

Ante el escritorio abrió el sobre sellado que Avril le había dado. En un segundo paquete dentro, envuelto en tela, había una docena de fotografías ampliadas.

En la segunda noche en las Bahamas, cuando las muchachas y los hombres se habían bañado desnudos en la piscina del Gran George, el fotógrafo había permanecido discretamente escondido. Tal vez había empleado teleobjetivo, probablemente estaba oculto entre las matas del lujuriante jardín. Seguramente había utilizado sólo película, porque no había ningún flash que lo traicionara. Pero no importaba. Él… o ella… habían estado allí de todos modos.

Las fotos mostraban a Krista, Rhetta, Rayo de Luna, Avril y Harold Austin desvistiéndose y ya sin ropas. Roscoe Heyward aparecía rodeado por las muchachas desnudas, y su cara parecía un estudio de la fascinación. Había una vista de Heyward desabrochando el vestido y el sujetador de Avril; otra en la que él la besaba, mientras sus dedos se curvaban sobre los pechos de ella. Ya fuera deliberadamente o por accidente sólo podía verse la espalda del vicepresidente Stonebridge.

Técnica y artísticamente la calidad de las fotos era elevada, y era evidente que el fotógrafo no era un aficionado. Pero lo cierto era, pensó Heyward, que G. G. Quartermain estaba acostumbrado a pagar siempre lo mejor.

Notablemente, en ninguna de las fotos aparecía el Gran George.

La existencia de las fotos aterró a Heyward. ¿Y por qué se las habían dado? ¿Eran acaso una especie de amenaza? ¿O alguna broma pesada? ¿Quién tenía los negativos y otras copias? Empezaba a comprender que Quartermain era un hombre complejo, caprichoso, quizá peligroso.

Por otra parte, pese a la sorpresa, Heyward quedó fascinado. Al estudiar las fotos, inconscientemente, se mojó los labios con la lengua. Su primer impulso había sido destruirlas. Ahora ya no podía hacerlo.

Quedó sorprendido al comprobar que hacía media hora que estaba en su escritorio.

Era evidente que no podía llevar las fotos a su casa. ¿Qué hacer entonces? Volvió a empaquetarlas con cuidado y guardó el sobre en un cajón del escritorio donde guardaba varios archivos personales privados.

Por costumbre revisó otro cajón donde mistress Callaghan dejaba los papeles corrientes cuando limpiaba el escritorio por las noches. En lo alto del montón estaban los concernientes al préstamo adicional para las Inversiones «Q». Pensó: ¿para qué demorarse? ¿Por qué vacilar? ¿Era realmente necesario consultar por segunda vez a Patterton? El préstamo era sano, como G. G. Quartermain y la Supranational. Cogió los papeles, garabateó un «Aprobado» y añadió sus iniciales.

Poco más tarde llegaba al vestíbulo. El chófer le esperaba afuera, en la limousine.

14

Sólo raras veces hoy en día Nolan Wainwright tenía ocasión de visitar el depósito de cadáveres de la ciudad. La última vez había sido tres años atrás, para identificar el cuerpo de un guardia del banco muerto en un asalto y tiroteo. Cuando Wainwright era detective en la policía, visitar el depósito y ver a las víctimas del crimen violento había sido una parte necesaria y frecuente de su trabajo. Pero incluso entonces nunca se había acostumbrado. Un depósito, cualquier depósito, con su aura de muerte y su olor a cadáver, le deprimía y, a veces, le descomponía el estómago. Tal era ahora el caso.

El sargento de los detectives de la ciudad, que se había encontrado antes con él por previo acuerdo, caminaba pesadamente junto a Wainwright por un sombrío pasadizo, y sus pasos resonaban agudos en los mosaicos antiguos y rotos del suelo. El empleado del depósito que les precedía, y que daba la sensación de que pronto sería cliente del local, llevaba zapatos con suela de goma, y avanzaba silencioso al frente.

El detective, de nombre Timberwell, era joven, un poco gordo, tenía el pelo revuelto y le hacía falta afeitarse. Muchas cosas habían cambiado, pensó Nolan Wainwright, en los doce años desde que había dejado de ser comisario de policía:

Timberwell dijo:

– Si el tipo muerto es su hombre, ¿cuándo le vio la última vez?

– Hace siete semanas. A principios de marzo.

– ¿Dónde?

– En un pequeño bar de los suburbios. El Easy Over.

– Conozco el lugar. ¿Tuvo alguna noticia de él después de eso?

– No.

– ¿Alguna idea de dónde vivía?

Wainwright movió la cabeza.

– Él no quería que lo supiera. Y le dejé seguir su juego.

Nolan Wainwright tampoco estaba seguro del nombre del hombre. Le habían dado uno, pero seguramente era falso. Por equidad no había querido averiguar el verdadero. Todo lo que sabía era que «Vic» era un expresidiario que necesitaba dinero y estaba dispuesto a ser espía encubierto.

El octubre pasado, a petición de Wainwright, Alex Vandervoort le había autorizado a emplear un espía para averiguar la fuente de las tarjetas de crédito falsificadas, que aparecían entonces en número inquietante. Wainwright mandó «tanteadores», usó contactos en los centros de la ciudad y luego, por medio de otros intermediarios, hubo un encuentro entre él y Vic y llegaron a un acuerdo. Aquello había sido en diciembre. El jefe de Seguridad lo recordaba bien, porque el juicio de Miles Eastin había tenido lugar la misma semana.

Había habido otros dos encuentros entre Vic y Wainwright en los meses siguientes, cada uno en un bar distinto y apartado, y en las tres ocasiones Wainwright había entregado dinero, arriesgándose a no recibir más tarde el valor de lo gastado. Las comunicaciones habían sido unilaterales. Vic le telefoneaba y le daba cita en algún lugar elegido por él, pero Wainwright no tenía medios de ponerse en contacto con él. Había visto lo razonable de los motivos detrás del acuerdo, y había aceptado la cosa.

A Wainwright no le gustaba Vic, pero tampoco había esperado que le gustara. El expresidiario era escurridizo, evasivo, con una nariz que le chorreaba continuamente y otros signos exteriores de los acostumbrados a los narcóticos. Demostraba desprecio por todo, incluido Wainwright; sus labios estaban constantemente curvados. Pero en el tercer encuentro, en marzo, dio la impresión de haber tropezado con algo.

Informó de un rumor: una gran cantidad de billetes falsos de veinte dólares, de alta calidad, iba a ser pasada a distribuidores y pasantes. Según unos murmullos todavía más secretos, en alguna parte de las sombras -detrás de los distribuidores- había una organización competente de alto poder en otras líneas de acción, incluidas las tarjetas de crédito. Esta última información era vaga, y Wainwright sospechaba que tal vez Vic la había inventado para agradarle. Por otra parte, era posible que no fuera así.

Más específicamente, Vic afirmaba que se le había prometido un pequeño papel activo con el dinero falsificado. Imaginaba que, si lo obtenía y le tomaban confianza, podría penetrar más profundamente en la organización. Uno o dos detalles que, en opinión de Wainwright, Vic no tenía suficiente conocimiento ni ingenio para inventar, convencieron al jefe de Seguridad del banco de que la principal fuente de información era auténtica. El plan propuesto también tenía sentido.

Wainwright siempre había supuesto que, quien fuese el que estuviera produciendo las tarjetas clave falsas, era posible que también estuviera metido en otro tipo de falsificación. Se lo había dicho a Alex Vandervoort en octubre pasado. Había una cosa segura: iba a ser muy peligroso intentar penetrar en la organización y un espía, si era descubierto, podía darse por hombre muerto. Se había sentido obligado a prevenir de esto a Vic, y recibió como recompensa una risa burlona.

Después de aquel encuentro, Wainwright no había vuelto a tener noticias de Vic.

Ayer, una noticia breve en el «Times Register» acerca de un cuerpo que habían encontrado flotando en el río, le había llamado la atención.

– Debo prevenirle -dijo el sargento detective Timberwell- que lo que ha quedado del tipo no es muy agradable de ver. Los médicos calculan que ha estado como una semana en el agua. También hay mucho tráfico en el río y parece que alguna hélice lo ha cortado.

Siguiendo al viejo empleado entraron en un cuarto de techo bajo, largo, brillantemente iluminado. El aire era helado. Olía a desinfectante. Ocupando una pared, frente a ellos, había lo que parecía un archivo gigantesco, con cajones de acero inoxidable, cada uno identificado por un número.

El zumbido de un equipo de refrigeración surgía desde atrás de la estantería.

El empleado miró con ojos miopes una pizarra que llevaba, y se dirigió a un cajón del centro del cuarto. Dio un tirón y el cajón se deslizó silenciosamente sobre soportes de nylon. Dentro estaba la confusa forma de un cuerpo, cubierto por una hoja de papel.

– Éstos son los restos que buscaban ustedes, señores -dijo el viejo. Y tan casualmente como quien destapa unos pepinos echó hacia atrás la hoja de papel.

Wainwright deseó no haber venido. Sintió náuseas.

El cuerpo que miraban había tenido una cara alguna vez. Pero ya no la tenía. La inmersión, la putrefacción y algo más -probablemente la hélice de algún barco, como había dicho Timberwell- habían dejado las capas de carne expuestas y laceradas. Entre aquella confusión, asomaban huesos, blancos.

Estudiaron el cadáver en silencio, luego el detective preguntó:

– ¿Ve usted algo que pueda identificarlo?

– Sí -dijo Wainwright. Había estado observando el costado de la cara, donde lo que quedaba de la línea del pelo se unía con el cuello. La cicatriz roja en forma de manzana -indudablemente una marca de nacimiento- era todavía claramente visible. El entrenado ojo de Wainwright la había observado en las tres ocasiones que él y Vic se habían visto. Aunque los labios que con tanta frecuencia se habían burlado ya no existían, no cabía duda que el cuerpo era el de su agente encubierto. Se lo dijo a Timberwell, que asintió.

– Ya lo habíamos identificado por las impresiones digitales. No eran de las más claras, pero bastaron -el detective sacó una libreta y la abrió-. Su verdadero nombre, si es que puede creerse, era Clarence Hugo Levinson. Había usado varios nombres, y tiene numerosos antecedentes, en su mayoría cosas menores.

– El artículo del diario dice que murió como consecuencia de unas puñaladas, no por haberse ahogado.

– Es lo que mostró la autopsia. Antes fue torturado.

– ¿Cómo lo sabe?

– Tenía los testículos aplastados. El informe del patólogo dice que deben haber sido puestos en alguna especie de aparato que los apretó hasta reventarlos. ¿Quiere verlos?

Sin esperar que le respondiera, el empleado retiró el resto de la hoja de papel.

Pese al encogimiento de los genitales por inmersión, la autopsia había expuesto bastante como para mostrar la verdad de la afirmación de Timberwell. Wainwright tragó saliva.

– ¡Por Cristo! -Se volvió hacia el viejo-. ¡Tápelo!

Después urgió a Timberwell:

– Salgamos de aquí.


Mientras bebía un fuerte café negro en un pequeño restaurante a media manzana del depósito, el sargento detective Timberwell hablaba solo:

– ¡Pobre bestia! Haya hecho lo que haya hecho, no merecía eso -sacó un cigarrillo, lo encendió y tendió el paquete. Wainwright movió la cabeza-. Adivino lo que usted siente -dijo Timberwell-. Uno se endurece ante estas cosas. Pero hay algunas que hacen pensar.

– Sí -Wainwright recordaba su propia responsabilidad por lo que le había pasado a Clarence Hugo Levinson, alias Vic.

– Necesito una declaración suya, míster Wainwright. Un resumen de las cosas que me ha dicho acerca de su acuerdo con el muerto. Si usted no se opone quisiera que fuéramos al destacamento cuando terminemos aquí.

– Conforme.

El policía lanzó un círculo de humo y sorbió su café.

– ¿Qué cantidad hay de tarjetas de crédito falsificadas… en estos momentos?

– Se usan más y más. A veces, algunos días, son como una epidemia. Los bancos como el nuestro perdemos con ellas mucho dinero.

Timberwell dijo escéptico:

– Querrá usted decir que cuestan dinero al público. Los bancos como el de ustedes pasan por alto esas pérdidas. Por eso a la gente de arriba no le importa tanto como debiera importarle.

– No puedo discutir eso con usted -Wainwright recordó sus propios e inútiles argumentos pidiendo mayor presupuesto para combatir los crímenes relacionados con el banco.

– ¿Es buena la calidad de las tarjetas?

– Excelente.

El detective rumió.

– Es exactamente lo que el Servicio Secreto nos ha dicho sobre el dinero falsificado que circula en la ciudad. Hay mucha cantidad. Supongo que lo sabe.

– Sí, lo sé.

– Entonces tal vez el pobre tipo tenía razón al suponer que ambas cosas provienen de la misma fuente.

Ninguno de los dos hombres habló, después el detective dijo bruscamente:

– Quiero prevenirle de algo. Tal vez usted ya haya pensado en ello.

Wainwright esperó.

– Cuando lo torturaron, ante quien fuera, él habló. Usted ya lo ha visto. No podía dejar de hacerlo. Por lo tanto puede usted imaginar que lo ha contado todo, incluso el trato que había hecho con usted.

– Sí, he pensado en eso.

Timberwell asintió.

– No creo que esté usted personalmente en peligro, pero, para la gente que mató a Levinson, usted es veneno. Si cualquiera de los que ellos tratan, respira el mismo aire que usted, el tipo puede darse por muerto… de mala manera.

Wainwright estaba a punto de hablar, cuando el otro lo hizo callar.

– No estoy sugiriendo que no mande otro espía encubierto. Es asunto suyo y no me interesa saberlo… al menos por ahora. Pero le digo esto: si lo hace, tenga más que cuidado, y no se meta usted en el asunto. Es lo menos que le debe a ese pobre tipo.

– Gracias por el aviso -dijo Wainwright. Seguía pensando en el cuerpo de Vic, tal como lo había visto, cuando levantaron el papel-. Pero dudo mucho que vuelva a haber otro tipo.

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