TERCERA PARTE

1

Aunque la cosa continuaba siendo difícil con su salario de 98 dólares semanales como cajera del banco (83 dólares deducidos los descuentos), de alguna manera Juanita se las arreglaba, semana tras semana, para vivir junto con Estela y pagar la guardería de la niña. Incluso -a mediados de agosto- había reducido un poco la deuda con la compañía financiera que Carlos, su marido, le había echado encima antes de abandonarla. La firma financiera, como correspondía, había vuelto a redactar el contrato, reduciendo los pagos mensuales, aunque ahora los habían extendido -con intereses mayores- hacia un futuro de tres años.

En el banco, aunque Juanita era tratada con consideración luego de las falsas acusaciones contra ella, en octubre pasado, y aunque los miembros del personal hacían todo lo posible por ser cordiales, ella no había establecido amistades íntimas. La intimidad no era fácil para ella. Tenía una natural desconfianza hacia la gente, en parte heredada, en parte condicionada por la experiencia. El centro de su vida, el apogeo hacia el que progresaba en cada día de trabajo, eran las horas nocturnas que pasaban juntas ella y Estela.

Ahora estaban juntas.

En la cocina del diminuto pero cómodo apartamento del Forum East, Juanita preparaba la comida, ayudada -y a veces molestada- por su niñita de tres años. Ambas habían estado amasando y dando forma a una mezcla para hacer bizcochos, Juanita con el propósito de usarla en un pastel de carne, y Estela manoseando un trozo de la masa con los deditos, según le indicaba la imaginación.

– ¡Mamá, mira! ¡He hecho un castillo mágico!

Juntas rieron.

– ¡Qué precioso, mi cielo! -dijo Juanita con cariño-. Pondremos el castillo en el horno junto con el pastel. Entonces los dos se volverán mágicos.

Para rellenar el pastel, Juanita había usado carne guisada con cebollas, una patata, zanahorias frescas y una lata de judías verdes. Los vegetales aumentaban el volumen de la escasa cantidad de carne, que era todo lo que Juanita podía permitirse. Era instintivamente una cocinera imaginativa, y el pastel iba a ser sabroso y nutritivo.

Llevaba ya veinte minutos en el horno, y todavía faltaban otros diez para que estuviera listo, y Juanita leía a Estela una traducción al castellano de Hans Andersen, cuando llamaron a la puerta del apartamento. Juanita dejó de leer y escuchó, dudosa.

Los visitantes eran raros a esa hora; era muy desusado que alguien la fuera a ver tan tarde. Tras unos momentos volvieron a llamar. Algo nerviosa, haciendo un gesto a Estela para que se quedara donde estaba, Juanita se levantó y se dirigió con lentitud a la puerta.

Su apartamento era único en el entrepiso, en lo alto de lo que una vez había sido una única vivienda que hacía tiempo había sido dividida en apartamentos que se alquilaban. Los promotores del Forum East habían mantenido las divisiones del edificio, aunque modernizadas y reparadas. Pero aquello no impedía que el Forum East estuviera situado en una zona notoria por el elevado promedio de criminalidad, especialmente ataques y asaltos. Por eso, aunque los bloques de apartamentos estaban muy poblados, por la noche la mayoría de los ocupantes cerraban las puertas con cerrojos y se encerraba dentro. Había una robusta puerta exterior, útil como protección, en la planta baja del edificio que ocupaba Juanita, aunque otros inquilinos la dejaban abierta con frecuencia.

Inmediatamente fuera del apartamento de Juanita había un estrecho rellano, en lo alto de unas escaleras. Con la oreja apretada contra la puerta, ella preguntó:

– ¿Quién es? -No hubo respuesta, pero nuevamente el golpe, suave pero insistente, volvió a repetirse.

Juanita se aseguró de que la cadena de protección interna estuviera en su lugar, después quitó los cerrojos y abrió la puerta unos centímetros… lo que permitía la cadena.

En el primer momento, en la luz confusa, no pudo ver nada, después se perfiló una cara y una voz preguntó:

– Juanita, ¿puedo hablar con usted? ¡Tengo que hacerlo, por favor! ¿Me deja pasar?

Ella quedó atónita. Miles Eastin. Pero ni la voz ni la cara eran las del Miles Eastin que ella había conocido. La cara que ahora podía ver mejor era pálida, consumida; la voz insegura y suplicante.

Se detuvo un momento a pensar:

– Creí que estaba preso.

– He salido. Hoy… -se corrigió en seguida-. En libertad condicional.

– ¿Para qué ha venido aquí?

– Recordé su dirección.

Ella movió la cabeza, sin quitar la cadena de la puerta.

– No es eso lo que le he preguntado. ¿Por qué ha venido a verme?

– Porque lo único en lo que he pensado estos meses, todo el tiempo que estuve dentro, fue en verla, hablarle, explicarle…

– No hay nada que explicar.

– ¡Lo hay! Juanita, se lo ruego. No me eche. Por favor.

Detrás de ella la clara voz de Estela preguntó:

– Mamá, ¿quién es?

– Juanita -dijo Miles Eastin-, no tiene por qué tenerme miedo… ni por usted ni por su hijita. No llevo nada encima como no sea esto… -mostró una pequeña maleta usada-. Nada más que las cosas que me devolvieron cuando salí.

– Bueno… -Juanita vaciló. Pese a sus temores, la curiosidad era fuerte. ¿Por qué quería verla Miles Eastin? Preguntándose si iba a arrepentirse, cerró un poco la puerta y retiró la cadena.

– Gracias -él avanzó tímidamente, como si todavía temiera que Juanita cambiara de idea.

– Hola -dijo Estela-, ¿eres amigo de mamá?

Por un momento Eastin pareció desconcertado, después contestó:

– No siempre lo he sido. Desearía que hubiese sido así.

La chiquita de pelo oscuro le miró.

– ¿Cómo te llamas?

– Miles.

Estela rió.

– Eres flaquito.

– Sí, ya lo sé.

Ahora que podía verle claramente, Juanita quedó aún más sorprendida del cambio en Miles. En los ocho meses que no le veía había perdido tanto peso que tenía las mejillas hundidas, el cuello y el cuerpo eran huesudos. Su arrugado traje pendía flojo, como hecho para un individuo del doble de su talla. Parecía cansado y débil.

– ¿Puedo sentarme?

– Sí -Juanita indicó un sillón de mimbre, pero ella siguió de pie, mirándolo. Dijo, acusando de manera ilógica-. No le han dado bien de comer en la cárcel.

Él movió la cabeza y, por primera vez, sonrió levemente.

– No se vive allí exactamente como un gourmet. ¿Se nota?

Sí, me doy cuenta. Se nota.

Estela preguntó:

– ¿Te quedas a cenar? Mamá ha hecho un pastel.

Él vaciló.

– No.

Juanita preguntó súbitamente.

– ¿Ha comido hoy?

– Esta mañana. Tomé algo en la estación de autobuses -el aroma del pastel casi hecho, salía de la cocina. Instintivamente Miles volvió hacia allí la cabeza.

– Entonces puede acompañarnos -empezó a poner otro cubierto en la mesita donde comían ella y Estela. El gesto fue natural. En cualquier hogar de Puerto Rico, incluso en el más pobre, la tradición requiere compartir la comida que se tenga.

Mientras cenaban, Estela charlaba y Miles contestaba a sus preguntas: algo de la primera tensión empezaba evidentemente a dejarlo. Varias veces miró alrededor, el apartamento, agradable y sencillamente amueblado. Juanita tenía sentido para crear un ambiente hogareño. Le gustaba coser y decorar. En la modesta salita había un viejo sofá usado que ella había enfundado con algodón de brillantes colores rojos, blancos y amarillos. El sillón de mimbre en el que se había sentado Miles en el primer momento era uno de los dos que compró en una liquidación y repintó de un rojo intenso. Para las ventanas usaba unas cortinas de gruesa tela de arpillera amarilla, poco costosa. Un cuadro primitivo y varios posters de viajes adornaban las paredes.

Juanita escuchaba la charla de los otros dos, pero casi no hablaba, y dentro de sí misma seguía llena de dudas y desconfianza. ¿Por qué había venido Miles? ¿Acaso iba a provocarle tantas dificultades como antes? La experiencia le prevenía de que esto era probable. Sin embargo, por el momento, parecía desarmado… evidentemente débil físicamente, un poco asustado, quizá derrotado. Juanita tuvo la sabiduría práctica de reconocer esos síntomas.

Pero no sentía enemistad hacia él. Aunque Miles había querido echarle la culpa del robo del dinero que él había escamoteado, el tiempo había convertido aquella traición en algo remoto. Incluso originalmente, cuando él quedó en descubierto, el principal sentimiento de ella había sido de alivio, no de odio. Ahora lo único que Juanita quería, para ella y para Estela, era que las dejaran en paz.

Miles Eastin suspiró al apartar su plato. No había dejado nada.

– Gracias. Es la mejor comida que he probado en mucho tiempo.

Juanita preguntó:

– ¿Qué va a hacer ahora?

– No sé. Mañana empezaré a buscar trabajo -aspiró profundamente y pareció a punto de decir algo más, pero ella le hizo señas de que esperara.

– ¡Estelita, vamos, amorato! ¡A acostarse!

Poco después, lavada, con el pelo cepillado y llevando un pijama rosado, Estela vino a despedirse. Sus grandes ojos líquidos miraron con gravedad a Miles.

– Papá se fue. ¿Tú te vas también?

– Sí, muy pronto.

– Eso me parecía -y tendió la cara para que la besara.

Después de acostar a Estela, Juanita salió del único dormitorio del apartamento y cerró la puerta tras ella. Se sentó frente a Miles, con las manos cruzadas sobre el regazo.

– Bueno, ahora puede hablar.

Él vaciló, se mojó los labios. Ahora que había llegado el momento estaba indeciso, no encontraba las palabras. Después dijo:

– Todo este tiempo desde que fui… desde que me cogieron… he deseado pedirle perdón. Perdón por todo lo que hice, pero, principalmente, por lo que le hice a usted. Estoy avergonzado. En cierto modo no sé cómo sucedió. Otras veces creo saberlo.

Juanita se encogió de hombros.

– Lo pasado, pasado. ¿Qué importa ahora?

– Importa para mí. Por favor, Juanita, deje que le cuente lo demás, cómo fueron las cosas.

Y entonces, como un torrente incontenible, brotaron las palabras.

Habló del despertar de su conciencia, de sus remordimientos, de la locura del juego el año anterior y de las deudas, y de cómo estaba poseído por una fiebre que distorsionaba los valores morales y la percepción. Al recordarlo, dijo a Juanita, era como si otra persona hubiera poseído su mente y su cuerpo. Proclamó su culpabilidad al robar en el banco. Pero, lo peor de todo, confesó, era lo que le había hecho a ella, o lo que le había procurado hacer. La vergüenza por eso, declaró emocionado, le había perseguido diariamente en la cárcel, y nunca iba a dejarle.

Cuando Miles empezó a hablar, el más profundo instinto de Juanita había sido de desconfianza. A medida que él hablaba, no toda la desconfianza desapareció; la vida la había engañado y golpeado con demasiada frecuencia para que pudiera creer totalmente en algo. Sin embargo, su razón la inclinaba a aceptar lo que Miles decía como algo genuino, y un sentimiento de piedad la invadió.

Empezó a comparar a Miles con Carlos, su marido ausente. Carlos había sido débil; y también Miles. Pero, en cierto modo, la decisión de Miles de verla y enfrentarse con ella, arrepentido, le daban una fuerza y una virilidad que Carlos nunca había tenido.

Bruscamente vio el humor de toda la situación: los hombres en su vida -por uno u otro motivo- eran imperfectos y fugaces. También eran perdedores, como ella. Estuvo a punto de reír pero decidió no hacerlo. Miles nunca hubiera entendido.

Él preguntó ansioso:

– Juanita, quiero pedirle una cosa: ¿me perdona?

Ella le miró.

– Y si lo hace… ¿quiere decírmelo?

La risa silenciosa murió en ella; sus ojos se llenaron de lágrimas. Podía entender eso. Había nacido católica y, aunque hoy en día raras veces se preocupaba por la iglesia, conocía el solaz de la confesión y la absolución. Se puso de pie.

– Miles -dijo Juanita-; póngase de pie. Míreme.

Obedeció y ella dijo, con suavidad:

Ha sufrido bastante. Sí, lo perdono.

Los músculos de la cara de él se contrajeron y se torcieron. Y ella tuvo que sostenerlo mientras lloraba.


Cuando Miles se repuso y nuevamente estuvieron sentados, Juanita habló prácticamente:

– ¿Dónde va a pasar la noche?

– No lo sé. Encontraré algún sitio.

Ella lo pensó, y dijo:

– Puede quedarse aquí, si quiere -y, al ver la sorpresa de él, añadió, rápida-. Por esta noche puede dormir en este cuarto. Yo estaré en el dormitorio, con Estela. Nuestra puerta quedará cerrada -no quería malentendidos.

– Si de verdad no le molesta -dijo él- me gustaría quedarme. Y no tiene por qué preocuparse.

No le dijo el verdadero motivo por el que no debía preocuparse: que había dentro de él otros problemas… psicológicos y sexuales… que todavía no había enfrentado. Todo lo que Miles sabía por el momento era que, debido a repetidos actos homosexuales entre él y Karl, su protector en la cárcel, su deseo por las mujeres se había evaporado. Se preguntaba si volvería a ser un hombre, sexualmente, otra vez.

Poco después, cuando el cansancio les agotó a los dos, Juanita fue a reunirse con Estela.

Por la mañana, tras la puerta cerrada, oyó a Miles desde temprano. Media hora después, cuando ella salió del cuarto él ya se había ido.

Había una nota sobre la mesa de la salita:


«Juanita:

De todo corazón, gracias.

Miles.»


Mientras preparaba el desayuno para ella y Estela, le sorprendió lamentar que Miles hubiera partido.

2

En los cuatro meses y medio desde la aprobación de su plan de expansión de ahorros y de nuevas sucursales por la Dirección del FMA, Alex Vandervoort se había movido rápidamente. Se habían realizado casi diariamente sesiones de progreso y planeamiento entre el personal del banco y consultantes y contratistas del exterior. El trabajo proseguía por las noches, en los fines de semana y durante las vacaciones, aguijoneado por la insistencia de Alex de que el programa estuviera en marcha antes del fin del verano y a todo vuelo para mediados de otoño.

La reorganización de los ahorros fue más fácil de realizar en aquel tiempo. La mayoría de lo que Alex quería hacer -incluso el lanzamiento de cuatro nuevos tipos de cuentas de ahorros, con intereses incrementados y tomando en cuenta diversas necesidades- había sido objeto de tempranos estudios iniciados por él. Bastaba con trasladar las cosas a la realidad.

Las zonas que iban a ser cubiertas implicaban un fuerte programa de publicidad para atraer a nuevos depositantes y esto -conflicto de intereses o no- era proporcionado por la agencia Austin con velocidad y competencia. El tema de la campaña de ahorros era:


EN EL FIRST MERCANTILE AMERICAN

LE PAGAMOS PARA QUE SEA AHORRATIVO.


A principios de agosto, anuncios a doble página en los diarios proclamaban las virtudes de ahorrar en el FMA. También mostraban la situación de ochenta sucursales del banco donde se ofrecían regalos, café «y un consejo financiero amistoso» para cualquiera que abriera una nueva cuenta. El valor del regalo dependía de la cuantía del depósito inicial, junto con el acuerdo de no disponer de él durante un tiempo determinado. Anuncios rápidos en la televisión y la radio martilleaban en los hogares una campaña similar.

En cuanto a las nueve sucursales nuevas -«nuestras tiendas de dinero» como las llamaba Alex- dos se habían abierto en la última semana de julio, otras tres en los primeros días de agosto, y las cuatro restantes iban a estar abiertas antes de septiembre. Como todas estaban en locales alquilados, lo que suponía conversión en lugar de construcción, había sido posible obrar con rapidez.

Eran las tiendas de dinero -nombre que atrapó pronto a la gente- las que atrajeron el máximo de atención desde el principio. También provocaron una publicidad mucho mayor de la que Alex Vandervoort, el Departamento de Relaciones Públicas del Banco o la Agencia de Publicidad Austin habían previsto. Como portavoz de todo esto -elevándose a la cima como un cometa ascendente- estaba Alex.

Que no había intentado que las cosas fueran de esa manera. Simplemente habían sucedido.

Una periodista del matutino «Times Register», designada para escribir sobre la apertura de las nuevas sucursales, se sumergió en el depósito del periódico en busca de antecedentes, y descubrió la tenue conexión de Alex con la «toma del banco» en favor del Forum East en el mes de febrero. Una discusión con el editor provocó la idea de que Alex era buen material para un extenso artículo. La cosa demostró ser cierta.


«Cuando piensen ustedes en un banquero moderno -escribió la periodista- no piensen en solemnes y cautelosos funcionarios, en tradicionales trajes azul oscuro cruzados, que fruncen los labios y dicen: "No." Piensen en Alexander Vandervoort.

Vandervoort, que es un importante ejecutivo en nuestro First Mercantile American, no parece en modo alguno un banquero. Sus trajes provienen de la sección de modas de Esquire, sus modales son sencillos y, cuando se trata de préstamos, especialmente préstamos menores, está autorizado -con leves excepciones- a decir: «Sí.» Pero también cree en el ahorro y dice que la mayoría de nosotros no somos tan sabios, en lo que a dinero se refiere, como nuestros padres y nuestros abuelos.

Otro rasgo de Alexander Vandervoort es que es un líder de la moderna tecnología bancaria, y algo de esa técnica ha llegado a nuestros suburbios justamente esta semana.

Lo más moderno en bancos está representado por sucursales que no tienen la apariencia de bancos, cosa bastante apropiada, porque Vandervoort (que, como hemos dicho, no parece un banquero) es la fuerza local que las impulsa.

Quien esto escribe ha hecho esta semana un recorrido con Alexander Vandervoort para echar una ojeada a lo que él llama "banco para consumidores del futuro, que está ya aquí".»


El jefe de relaciones públicas del banco, Dick French, había arreglado la entrevista. La periodista era una mujer de mediana edad, una rubia de pelo caído de nombre Jill Peacock, en modo alguno ganadora de premios Pulitzer, pero la historia le había interesado y se portó amistosamente.

Alex y miss Peacock visitaron juntos una de las nuevas sucursales, situada en una plaza suburbana. Era casi del mismo tamaño que un almacén cercano, brillantemente iluminada y agradablemente diseñada. El mobiliario principal consistía en dos cajas automáticas de acero inoxidable Docutel que los clientes manejaban ellos mismos, y un circuito cerrado de televisión sobre una consola, en una casilla. Las cajas automáticas, explicó Alex, estaban enlazadas directamente a computadoras en la Casa Central del FMA.

– Hoy en día -prosiguió él- el público está condicionado para esperar servicios, motivo por el cual hay una demanda para que los bancos permanezcan más tiempo abiertos, y a horas más convenientes. Tiendas de dinero como éstas deben estar abiertas las veinticuatro horas del día, en una semana de siete días.

– ¿Con personal todo ese tiempo? -preguntó miss Peacock.

– No. Durante el día tendremos un empleado para que conteste las preguntas. El resto del tiempo no habrá aquí nadie, fuera de los clientes.

– ¿No tiene miedo de los robos?

Alex sonrió.

– Las dos cajas están construidas como fortalezas, con todos los sistemas de alarma conocidos. Y los aparatos de televisión uno en cada tienda de dinero- están conectados con un centro de control de la ciudad. Nuestro problema inmediato no es la seguridad… es lograr que los clientes se adapten a las nuevas ideas.

– Parece -dijo miss Peacock- que algunos ya se han adaptado.

Aunque era temprano, las 9,30, el pequeño banco ya tenía una docena de personas y otras estaban llegando. Casi todas eran mujeres.

– Los estudios que hemos hecho -explicó Alex- demuestran que las mujeres aceptan con más rapidez los cambios en el comercio, y probablemente por esto las tiendas minoristas siempre han innovado. Los hombres son más lentos, pero al final las mujeres logran convencerles.

Se habían formado unas pequeñas colas ante las cajas automáticas, pero prácticamente no había demora. Las transacciones se completaban rápidamente después que cada cliente introducía una tarjeta plástica de identificación y apretaba una sencilla línea de botones. Algunos depositaban dinero al contado o en cheques, otros retiraban dinero. Uno o dos habían venido a pagar tarjetas de banco o cuentas de utilidades. Sea cual fuera el propósito, la máquina se tragaba papel y dinero al contado, o los vertía con la velocidad del rayo.

Miss Peacock señaló las cajas automáticas.

– ¿La gente ha aprendido a usarlas con más rapidez o más lentamente de lo que usted esperaba?

– Mucho, mucho más rápido. Hay que hacer un esfuerzo para convencer a la gente de que use las máquinas la primera vez. Pero, una vez que lo ha hecho, queda fascinada y se enamora de ellas.

– Uno siempre oye decir que los seres humanos prefieren tratar con seres humanos y no con máquinas. ¿Por qué es distinto en los bancos?

– Los estudios que le he mencionado demuestran que se debe al secreto del trato.


«Aquí realmente hay secreto -reconoció Jill Peacock en su artículo de la edición dominical- y no es como con esos cajeros que parecen el monstruo de Frankenstein.

Sentada en una casilla, en la misma tienda de dinero, frente a una combinación de cámara y pantalla de televisión, abrí una cuenta y negocié un préstamo.

Otras veces, al pedir dinero a un banco, me he sentido avergonzada. Esta vez no ha sido así, porque la cara que tenía ante mí en la pantalla era impersonal. El dueño de ella… un hombre sin cuerpo, de nombre desconocido, estaba a millas de distancia.»


– A diecisiete millas para ser exacto -dijo Alex-. El funcionario del banco con quien usted habló está en la sala de control de nuestra Torre Central. Desde allí él, y otros, pueden ponerse en contacto con cualquier sucursal equipada con un circuito cerrado de TV.

Miss Peacock meditó.

– ¿A qué velocidad están cambiando los bancos?

– Tecnológicamente nos desarrollamos a más velocidad que los inventos aeroespaciales. Lo que usted ha visto aquí es el desarrollo más importante desde la introducción de las cuentas con cheques y, dentro de diez años o menos, la mayoría de las transacciones bancarias se harán de este modo.

– Pero habrá siempre algunos cajeros humanos…

– Por un tiempo, pero la raza desaparecerá rápidamente. Muy pronto la noción de que un individuo cuente el dinero con la mano, y después lo entregue sobre el mostrador, parecerá antediluviana… tan pasado de moda como el antiguo almacenista que acostumbraba a pesar el azúcar, las judías y la manteca y después las ponía él mismo en bolsitas de papel.

– Es más bien triste -dijo miss Peacock.

– El progreso frecuentemente lo es.


«Luego pregunté a una docena de personas, al azar, si les gustaban las nuevas tiendas del dinero. Sin excepción todos fueron entusiastas.

A juzgar por la gran cantidad de gente que las usa, el punto de vista se ha extendido y su popularidad, según me ha informado Vandervoort, ayuda al impulso de los ahorros corrientes.»


El que las tiendas de dinero dieran impulso a los ahorros o viceversa, nunca quedó enteramente en claro. Lo que sí quedó en claro es que las metas de ahorro más optimistas del FMA fueron pronto alcanzadas y se sobrepasaron a una velocidad fenomenal. Parecía, como dijo Alex a Margot Bracken, que el estado de ánimo del público y el del First Mercantile American coincidían de manera mágica.

– Deja de darte aires y bebe tu zumo de naranja -dijo Margot. El domingo por la mañana era un placer en el apartamento de Margot. Todavía en pijama y bata, ella había estado leyendo, por primera vez, la serie de artículos de Jill Peacock en el «Times Register» dominical, mientras preparaba un desayuno de huevos a la benedictina.

Alex estaba radiante mientras comían. Margot leyó personalmente la historia del «Times Register» y concedió:

– No está mal -se inclinó y le besó-. Me alegro por ti.

– Es mejor propaganda que la que me hiciste últimamente, Bracken.

Ella dijo con alegría:

– Nunca se puede saber. La prensa da y la prensa quita. Tal vez mañana tú y tu banco seáis atacados.

Él suspiró.

– Sueles tener tantas veces razón…

Pero esta vez ella se había equivocado.

Una versión condensada de los artículos originales fue sindicada y usada por diarios de otras cuarenta ciudades. La AP, al percibir el amplio interés general, hizo su propio informe por el telégrafo nacional; y lo mismo hizo la UPI. El «Wall Street Journal» envió a un periodista redactor y pocos días después, aparecían en una primera columna de análisis de los bancos automatizados Alex Vandervoort y el First Mercantile American. Una filial de la NBC envió un equipo de televisión para entrevistar a Alex en una de las tiendas de dinero, y el video-tape fue pasado por la red de las noticias nocturnas de la National Broadcasting Corporation.

Con cada estallido publicitario la campaña de ahorros se renovaba y los negocios subían a las nubes en las tiendas de dinero.

Sin prisa, desde su elevada eminencia, el «New York Times» meditó y tomó nota. Después, a mediados de agosto, la sección dominical de Negocios y Finanzas, proclamó: Una política radical bancaria de la que se volverá a hablar.

La entrevista de Alex con el «Times» consistió en preguntas y respuestas. Empezó con la automatización, y continuó en un terreno más amplio.


Pregunta: ¿Qué es lo que principalmente anda mal en los bancos hoy en día?

Vandervoort: Nosotros, los banqueros, hace demasiado tiempo que hacemos las cosas como nos da la gana. Estamos tan preocupados con nuestro propio bienestar que pensamos muy poco en los intereses de nuestros clientes.

P.: ¿Puede darnos algún ejemplo?

V.: Sí. Los clientes bancarios… especialmente los individuos… deberían recibir mucho más dinero en interés del que reciben.

P.: ¿De qué manera?

V.: De varias maneras… en sus cuentas de ahorros; también con los certificados de depósitos; y deberíamos pagar intereses en los depósitos de demanda… es decir, en las cuentas de cheques.

P.: Hablemos primero de los ahorros. Hay una ley federal que pone límite a los intereses de ahorros en los bancos comerciales.

V.: Sí, y el propósito es proteger los ahorros y los préstamos bancarios. Casualmente hay otra ley que impide que los bancos de ahorro y préstamo permitan usar cheques a sus clientes. Esto se hace para proteger a los bancos comerciales. Lo que debería hacerse es que las leyes dejaran de proteger a los bancos y protegieran a la gente.

P.: Por «proteger a la gente», ¿quiere usted decir que aquellos que tienen ahorros deberían disfrutar del máximo de interés y de otros servicios que puede proporcionar cualquier banco?

V.: Sí, eso quiero decir.

P.: Usted ha mencionado los certificados de depósitos.

V.: La Federal Reserve de los Estados Unidos ha prohibido a los grandes bancos, como el que yo trabajo, hacer propaganda de certificados de depósito a largo plazo y a altas primas de interés. Esta clase de certificados son especialmente buenos para cualquiera que piense retirarse en el futuro, y que quiera diferir los impuestos hasta más adelante, con renta baja, por años. Los de la Federal Reserve han dado excusas curiosas para esta prohibición. Pero el verdadero motivo es proteger a los bancos pequeños contra los grandes, porque los grandes son más eficientes y capaces de mejores acuerdos. Como de costumbre en quien menos se piensa es en el público, y en los individuos que salen perdiendo.

P.: Seamos claros en esto. ¿Usted sugiere que nuestro banco central, el Federal Reserve…. se preocupa más de los pequeños bancos que de la población en general?

V.: Muy justo.

P.: Vayamos a las demandas de depósitos… a las cuentas de cheques. Algunos banqueros han manifestado que están dispuestos a pagar interés para las cuentas de cheques, pero las leyes federales lo prohíben.

V.: La próxima vez que algún banquero le diga eso, pregúntele si nuestro poderoso cuerpo bancario en Washington ha hecho algo últimamente para cambiar la ley. Si alguna vez ha habido algún esfuerzo en esa dirección, yo no estoy enterado.

P.: ¿Sugiere usted por lo tanto que la mayoría de los banqueros no quiere que cambie la ley?

V.: No lo estoy sugiriendo. Lo sé. La ley que impide el pago de intereses en las cuentas corrientes es muy conveniente si uno es propietario de un banco. Fue introducida en 1933, poco después de la Depresión. Tenía el objeto de fortalecer a los bancos, porque muchos habían quebrado en los años anteriores.

P.: ¿Y eso fue hace más de cuarenta años?

V.: Exactamente. La necesidad de esa ley ha caducado hace tiempo. Permita que le diga algo. En este mismo momento, si todas las cuentas corrientes de este país fueran sumadas, totalizarían más de 200 mil millones de dólares. Puede usted jurar que los bancos ganan intereses con este dinero, pero los depositantes… los clientes del banco… no reciben un centavo.

P.: Ya que usted es un banquero, y su propio banco se beneficia con la ley de la que hablamos, ¿por qué propicia usted un cambio?

V.: Por un motivo: creo en la justicia. Y, además, los bancos no necesitan las muletas de todas esas leyes protectoras. En mi opinión podemos hacer algo mejor… con esto me refiero a mejorar el servicio público… y otorgar más beneficios.

P.: ¿Ha habido recomendaciones en Washington acerca de algunos de los cambios de los que usted habla?

V.: Sí. El informe de la comisión Hunt de 1971, y la legislación propuesta a la que dio resultado, que beneficiaría a los consumidores. Pero todo el asunto está estancado en el Congreso, por intereses especiales… incluidos los de nuestro cuerpo bancario… que detienen el progreso.

P.: ¿Prevé usted antagonismo por parte de otros banqueros por la franqueza con la que se ha expresado?

V.: De verdad no he pensado en la cosa.

P.: Además de los intereses bancarios, ¿tiene usted alguna visión general del escenario económico corriente?

V.: Sí, y una visión general no debe limitarse a la economía.

P.: Por favor, hable de su visión general… y no se limite.

V.: Nuestro mayor problema y nuestro mayor fallo como nación, es que casi todo, hoy en día, está dirigido contra el individuo y a favor de las grandes instituciones, los grandes sindicatos, los grandes bancos, el gran gobierno. De manera que un individuo no sólo tiene dificultades para salir adelante y conservar su puesto, sino que con frecuencia tiene dificultad hasta para meramente sobrevivir. Y cuando pasan cosas malas… inflación, devaluación, depresión, déficits, impuestos más altos, incluso guerras… no son las grandes instituciones las que sufren, por lo menos no tanto; es el individuo, todo el tiempo.

P.: ¿Ve usted algún paralelo histórico con esto?

V.: Los veo, en verdad. Parecerá raro que diga esto, pero creo que el más parecido es el de Francia antes de la Revolución. En aquella época, pese a la inquietud y la mala economía, todos supusieron que los negocios iban a producirse como de costumbre. En lugar de esto la muchedumbre, compuesta por individuos que se habían rebelado, derrocó a los tiranos que les oprimían. No sugiero que nuestras condiciones actuales sean precisamente las mismas, pero, en muchos sentidos, estamos terriblemente cerca de la tiranía, que está, una vez más, en contra del individuo. Y decir a la gente que no puede alimentar a su familia a causa de la inflación que «Nunca lo han pasado mejor», es tan malo como decirles «Que coman bizcochos». Por eso digo que, si queremos preservar lo que llamamos nuestra forma de vida, y la libertad individual que afirmamos valorar, es mejor que empecemos a pensar y a actuar otra vez en favor de los intereses del individuo.

P.: Y en su propio caso, usted ha empezado por hacer que los bancos sirvan más al individuo.

V. : Sí.

– ¡Querido, es magnífico! ¡Estoy orgullosa de ti, y te quiero más que nunca! -Aseguró Margot a Alex, cuando leyó un ejemplar adelantado, un día antes de que se publicara la entrevista.- Es lo más honrado que he leído en mi vida. Pero los otros banqueros van a detestarte. Querrán comerse tus testículos como desayuno.

– Algunos lo harán -dijo Alex-. Otros no.

Pero ahora que había visto las preguntas y las respuestas impresas, y pese a la oleada de éxito que lo arrastraba, se sintió levemente preocupado.

3

– Lo que te ha salvado de que te crucificaran, Alex -declamó Lewis D'Orsey- es que se trataba del «New York Times». Si hubieras dicho lo que has dicho para otro diario del país, tus compañeros directores te hubieran negado y te habrían arrojado como a un paria. El «Times» te ha salvado. Te ha envuelto en su respetabilidad, pero no me preguntes por qué.

– Lewis, querido -dijo Edwina D'Orsey-, ¿quieres dejar de discursear y servir más vino?

– No estoy discurseando -Lewis se levantó de la mesa donde cenaban y trajo una segunda botella de Clos de Vougeot 62. Aquella noche Lewis parecía tan diminuto y poco alimentado como de costumbre. Prosiguió-: Estoy hablando con lucidez y calma del «New York Times» que, en mi opinión, es un harapo inefectivo, y su prestigio no merecido un monumento a la imbecilidad norteamericana.

– Tiene más circulación que tu periódico -dijo Margot Bracken-. ¿Es por eso por lo que no te gusta?

Ella y Alex Vandervoort estaban invitados a comer en el elegante pent-house de Cayman Manor, de Lewis y Edwina D'Orsey. Sobre la mesa, con suave luz de velas, el mantel, el cristal y la pulida plata brillaban. A lo largo de uno de los amplios ventanales del comedor se enmarcaban las temblorosas luces de la ciudad, allá abajo. En medio de la luz una sinuosa oscuridad señalaba el curso del río.

Había pasado una semana desde la publicación de la controvertida entrevista de Alex.

Lewis se sirvió un medallón de carne y contestó a Margot con desdén:

– Mi periódico quincenal representa la alta calidad y el elevado intelecto. La mayoría de los diarios, incluido el «Times», son una vulgaridad.

– ¡Dejad de pelear! -exclamó Edwina, volviéndose hacia Alex-. Por lo menos una docena de personas de las que vinieron esta semana a la sucursal central me dijeron que habían leído el artículo y que admiraban tu franqueza. ¿Qué reacción hubo en la Torre?

– Mezclada.

– Apostaría a que sé quién no la aprobó.

– Tienes razón -dijo Alex, riendo-. Roscoe no dirigió el grupo de los aplausos.

La actitud de Heyward, recientemente, se había vuelto más ácida que de costumbre. Alex sospechaba que Heyward estaba envidioso, no sólo por la atención que se prestaba a Alex, sino también a causa del éxito de la campaña de ahorros y de las tiendas de dinero, cosas a las que se había opuesto Roscoe.

Otra predicción derrotada de Heyward y sus sostenedores en la Dirección se refería a los 18 millones de dólares de depósitos de las instituciones de ahorro y préstamo. Aunque las gerencias de las instituciones habían resoplado y rezongado, no habían retirado sus depósitos del First Mercantile American. Y tampoco, según era ahora evidente, pensaban hacerla.

– Aparte de Roscoe y algunos otros -dijo Edwina- he oído decir que tienes mucha popularidad estos días entre el personal.

– Tal vez sea yo estrella de un día. Como el desnudarse en público.

– Es un vicio -dijo Margot-. Me parece que te estás acostumbrando demasiado.

Él sonrió. Había sido alentador en la última semana recibir felicitaciones de la gente que Alex respetaba, como Tom Straughan, Orville Young, Dick French y Edwina, y de parte de otros, incluidos ejecutivos jóvenes que antes no conocía de nombre. Varios directores habían telefoneado con palabras de elogio.

– Está convirtiendo la imagen del banco en una institución benéfica -dijo por teléfono Leonard L. Kingswood. Y la marcha de Alex por la Torre del FMA había sido, a veces, casi triunfal, con empleados y secretarias que le saludaban y sonreían afectuosamente.

– Hablando de tu personal, Alex -dijo Lewis D'Orsey-, esto me recuerda que falta algo en esa Torre de ustedes… Edwina. Ya es hora de que suba más alto. Mientras no sea así, son ustedes quienes pierden.

– Vamos, Lewis, ¿cómo puedes decir eso? -Incluso a la luz de las velas fue visible que Edwina se había ruborizado. Protestó:- Ésta es una reunión entre amigos. Aunque no lo fuera, esa clase de comentarios están fuera de lugar. Alex, te pido perdón.

Lewis, sin inmutarse, miró a su mujer por encima de sus lentes de media luna.

– Tú puedes disculparte, querida. Pero yo no lo haré. Conozco tu capacidad y lo que vales. ¿Quién puede conocerla mejor? Además, tengo la costumbre de llamar la atención sobre cualquier cosa notable cuando la veo.

– ¡Bueno, tres bravos para ti, Lewis! -dijo Margot-. Alex, ¿qué te parece la cosa? ¿Cuándo se trasladará a la Torre mi estimada prima?

Edwina se había enojado.

– ¡Basta, por favor! ¡Me estáis avergonzando!

– Nadie tiene por qué avergonzarse -Alex sorbió el vino apreciativamente-. ¡Hum! El 62 fue un buen año para el Borgoña. Es casi tan bueno como el de la cosecha del 61, ¿no os parece?

– Sí -reconoció el anfitrión-. Por suerte he guardado bastante de las dos cosechas.

– Los cuatro somos amigos -dijo Alex-, de manera que podemos hablar francamente, sabiendo que lo hacemos en confianza. Quiero deciros que ya he estado pensando en ascender a Edwina, y que tengo para ella una tarea especial. Cuándo podré hacer esto, y algunos otros cambios, dependerá de lo que pase en los próximos meses, y eso Edwina lo sabe muy bien.

– Sí -dijo ella- lo sé… -Edwina sabía también que su amistad personal con Alex era conocida en el banco. Desde la muerte de Ben Rosselli, e incluso antes, había comprendido que la promoción de Alex a la presidencia sin duda significaría un avance en su carrera. Pero, si el que triunfaba era Roscoe Heyward, era poco probable que ella pudiera progresar en el First Mercantile American.

– Hay algo más que yo desearía -siguió Alex-, y es ver a Edwina formando parte de la Dirección.

Margot se entusiasmó.

– ¡Ahora has hablado! ¡Será un paso adelante en el movimiento de liberación femenina!

– No -contestó Edwina con brusquedad-. ¡No me metas jamás en el movimiento de liberación femenina! Todo lo que he conseguido lo he conseguido sola, compitiendo honradamente con los hombres. El movimiento de liberación femenina… son palabras, una manera de pedir favoritismos y preferencias porque se es mujer… eso es hacer retroceder al sexo, no hacerlo avanzar.

– ¡Tonterías! -Margot pareció chocada-. Puedes decir eso porque eres un caso raro y has tenido suerte.

– No hubo suerte -dijo Edwina-. He trabajado.

– ¿Que no has tenido suerte?

– Bueno, no mucha.

Margot argumentó:

– Debes haber tenido suerte, porque eres mujer. Desde que todos recordamos, los bancos han sido un exclusivo club de hombres… sin el menor motivo.

– ¿Acaso la experiencia no puede ser un motivo? -preguntó Alex.

– No. La experiencia es una cortina de humo, que han echado los hombres para mantener alejadas a las mujeres. No hay nada de masculino en ser banquero. Lo único que se necesita es inteligencia… que a veces las mujeres tienen… con más abundancia que los hombres. Y todo lo demás está en el papel, en la cabeza, en la charla, de manera que la única tarea física es meter y sacar dinero de camiones blindados, cosa que también podrían hacer sin duda las mujeres guardianas.

– No discuto nada de eso -dijo Edwina-. Pero estás anticuada. La exclusividad masculina ya ha sido quebrada… por gente como yo… y se extiende continuamente más y más. ¿Quién necesita del movimiento de liberación femenina? ¡Yo no!

– No has penetrado ese frente a fondo -replicó Margot-. De otro modo ya estarías en la Torre Central, y no hablando de ello como lo hacemos esta noche.

Lewis D'Orsey canturreó:

– ¡Touché, querida!

– Otras en el oficio bancario necesitan del movimiento de liberación femenina -terminó Margot- y lo necesitarán, por mucho tiempo.

Alex se echó hacia atrás, disfrutando, como siempre, de una discusión en la que Margot estaba metida.

– Se diga lo que se diga de nuestras cenas juntos -observó-, nadie podrá decir que son aburridas.

Lewis asintió.

– Dejadme que diga… por ser quien ha iniciado esto… que me alegro que tengas esas intenciones con respecto a Edwina.

– Bien -dijo con firmeza su mujer-, y yo también te lo agradezco, Alex. Pero con eso basta. Dejemos ahí la cosa.

Y así lo hicieron.

Margot habló de un juicio que había iniciado contra una gran tienda que sistemáticamente falseaba las cuentas de los clientes. Los totales impresos en las cuentas mensuales, explicó Margot, eran siempre de unos dólares más de lo que se debía. Si alguien se quejaba, la diferencia se explicaba como un error, pero rara vez lo hacía alguien.

– Cuando la gente ve un total impreso supone que no puede haber error. Lo que ignoran, u olvidan, es que las máquinas pueden estar arregladas para incluir un error. -En este caso, una lo estaba, y Margot añadió que la tienda se había beneficiado con varios miles de dólares, como iba a probarlo ante el tribunal.

– Nosotros no planeamos errores en el banco -dijo Edwina- pero suceden, máquinas o no. Por eso pido a la gente que compruebe sus declaraciones.

En la investigación de la tienda, dijo Margot a los otros, había sido ayudada por un detective privado de nombre Vernon Jax. Había sido diligente y lleno de recursos. Lo elogió ampliamente.

– Lo conozco -dijo Lewis D'Orsey-. Ha hecho investigaciones para el Servicio Secreto… algo que yo les hice hacer una vez. Es un buen tipo.

Cuando salían del comedor, Lewis dijo a Alex:

– Liberémonos. ¿Por qué no vienes conmigo a fumar un cigarro y beber un coñac? Vamos a mi despacho. A Edwina no le gusta el humo de los cigarros.

Disculpándose, los hombres bajaron un piso, el pent-house de los D'Orsey era en dos niveles, hacia el sancta sanctorum de Lewis. Ya dentro, Alex miró con curiosidad alrededor.

El cuarto era espacioso, con estanterías de libros a ambos lados y, en otro, rejillas para revistas y periódicos. Los estantes y las rejillas desbordaban. Había tres escritorios, uno con una máquina de escribir eléctrica, y todos llenos de papeles, libros y carpetas apiladas.

– Cuando ya no se puede trabajar en un escritorio -explicó Lewis- sencillamente me traslado a otro.

Una puerta abierta revelaba lo que, durante el día, era la oficina de una secretaria y un archivo. Lewis se metió dentro y volvió con dos vasos de coñac y una botella de Courvoisier, de donde sirvió.

– A veces me he preguntado -murmuró Alex- cuál es la base de un periódico financiero de éxito.

– Yo sólo puedo hablar del mío, considerado por jueces competentes como lo mejor que hay -Lewis tendió a Alex un coñac y señaló una caja abierta de cigarros-. Sírvete… son Macanudos, no hay nada mejor. Libres también de impuestos.

– ¿Cómo has logrado eso?

Lewis tuvo una risita.

– Mira la banda alrededor de cada cigarro. Por un costo ínfimo hice retirar las bandas originales y les hice poner una banda especial que dice «D'Orsey Newsletter». Es un anuncio… un gasto de negocios, de manera que, cada vez que fumo un cigarro, tengo la satisfacción de saber que lo hago en honor del Tío Sam.

Sin comentarios Alex tomó un cigarro y lo olfateó apreciativamente. Hacía tiempo que había cesado de pronunciar juicios morales sobre la manera de evitar impuestos. El Congreso la había convertido en ley del país y, ¿quién podía echarle en cara a un individuo que escamoteara la cosa?

– Contestando a tu pregunta -dijo Lewis- no es secreto el propósito del «D'Orsey Newsletter» -encendió el cigarro de Alex, después el suyo y aspiró sensualmente-. Es para ayudar a que los ricos sean más ricos, o, en el peor de los casos, para conservar lo que tienen.

– Ya me he dado cuenta.

Cada número, como Alex sabía muy bien, contenía consejos para hacer dinero: seguridades para comprar o vender; monedas extranjeras a las que convenía precipitarse o eludir; comodidades para comerciar; mercados extranjeros para favorecer o evitar; trampas para que los ricos escabulleran impuestos; cómo manejarse con las cuentas suizas; situaciones políticas que podían afectar el dinero; próximos desastres que, aquellos que los vieran desde dentro, podían evitar ganancias. La lista era siempre larga, el tono del periódico autoritario y absoluto. Rara vez se escamoteaba algo.

– Desgraciadamente -añadió Lewis- hay muchos tramposos y charlatanes en el negocio de los periódicos financieros, que dañan a los periódicos serios y sinceros. Algunos de esos periódicos son la flor y nata de los diarios y, por lo tanto, no tienen valor; otros reciben coimas y mercancías de los bolsistas y promotores, aunque, finalmente, esa clase de chanchullos se hace evidente. Hay por lo menos media docena de periódicos financieros que valen algo, con el mío a la cabeza.

En cualquier otra persona, pensó Alex, el continuo autoelogio hubiera sido ofensivo. Pero, de algún modo, no pasaba esto con Lewis, quizá porque él tenía la manera de mantener la cosa. En cuanto a la política de extrema derecha de Lewis, Alex percibió que podía dejarla pasar, y recibir de él sólo un claro destilado financiero… como el que pasa por un colador.

– Creo que eres uno de mis suscriptores -dijo Lewis.

– Sí… por intermedio del banco.

– Aquí tienes un ejemplar del último número. Llévatelo… aunque recibas el tuyo el lunes por correo.

– Gracias -Alex aceptó la hoja impresa color celeste, de tamaño carta cuando estaba doblada y apariencia poco llamativa. El original había sido escrito apretadamente a máquina, después fotografiado y reducido. Pero lo que el periódico no tenía en cuanto a estilo visual, lo compensaba en valor monetario. Lewis se alababa de que, cualquiera que siguiera sus consejos financieros, podía aumentar el capital que tuviera en un cuarto o la mitad en un año y, en algunos años, doblarlo o triplicarlo.

– ¿Cuál es tu secreto? -preguntó Alex-. ¿Por qué tienes razón con tanta frecuencia?

– Tengo una mente como una computadora con treinta años de actuación -Lewis aspiró su cigarro, después se golpeó la frente con su dedo huesudo-. Cada brizna de conocimiento financiero que he aprendido está aquí almacenada. También puedo relacionar un punto con otro y el futuro con el pasado. Además, tengo algo que no tiene una computadora… genio instintivo.

– ¿Por qué te preocupas entonces en hacer un periódico? ¿Por qué no haces fortuna para ti?

– No me daría satisfacción. No hay competencia. Además -Lewis hizo una mueca- no me va tan mal.

– Según creo, tu promedio de suscripciones…

– Es de trescientos mil dólares anuales por el periódico. Dos mil dólares por hora por consultas personales.

– A veces me he preguntado cuántos suscriptores tienes.

– También otros. Es un secreto que guardo cuidadosamente.

– Perdón. No he querido entrometerme.

– No hay motivo para que no lo hagas. En tu lugar, yo tendría curiosidad.

Esta noche, pensó Alex, Lewis parecía más comunicativo que nunca.

– Tal vez comparta contigo el secreto -dijo Lewis-. A todos nos gusta darnos un poquito de aires. Tengo más de cinco mil suscriptores.

Alex hizo una aritmética mental y silbó apenas. Aquello representaba una renta anual de más de un millón y medio de dólares.

– Al mismo tiempo -confió Lewis- publico un libro al año y recibo unas veinte consultas al mes. Lo que me pagan los consultantes y los derechos del libro pagan todos los costos, de manera que el periódico es enteramente beneficioso.

– ¡Es sorprendente! -Y, sin embargo, pensó Alex, quizá no lo fuera tanto. Cualquiera que siguiera el consejo de Lewis podía recuperar su desembolso centenares de veces. Además, tanto la suscripción como las consultas estaban libres de impuesto.

– ¿Hay algún punto general de guía -preguntó Alex- que darías a la gente que tiene dinero para invertir o ahorrar?

– Absolutamente sí… «ocúpese usted del asunto»…

– Supongamos que se trata de alguien que no sabe…

– Entonces que averigüe. Aprender no es tan difícil, y cuidar de nuestro propio dinero puede ser divertido. Hay que escuchar los consejos, lógicamente, pero mantenerse escéptico y desconfiado, y hay que seleccionar mucho el consejo que se sigue. Después de un tiempo se aprende en quién debemos confiar, y en quién no. Hay que leer mucho, incluidos los periódicos como el mío. Pero nunca hay que dejar que nadie tome las decisiones por nosotros. Especialmente esto incluye a los agentes de bolsa que representan la manera más rápida de perder que existe, y los departamentos de depósitos de los bancos.

– ¿No te gustan los departamentos de depósitos?

– Caramba, Alex, sabes perfectamente que el informe de tu banco y de otros es atroz. Las grandes cuentas de depósitos proporcionan servicios individuales… de cierto tipo. Las pequeñas y las medianas están en la canasta general o están manejadas por incompetentes con escasos salarios, que no distinguen el papel moneda de la mierda.

Alex hizo una mueca, pero no protestó. Sabía demasiado bien que, con algunas excepciones honorables, lo que Lewis decía era verdad.

Mientras bebían el coñac lleno de humo, ambos hombres guardaron silencio. Alex pasó las páginas del último «Newsletter», revisando por encima su contenido, que pensaba más tarde leer en detalle. Como siempre, había algunos artículos técnicos.

Sabiamente parecemos estar fuera de la 3ra. tanda en el mercado.

Los 200 días planeados se han quebrado en 3 niveles, en perfecta sincronización. La línea se quiebra.

Más simple era:

Mezcla recomendada de monedas:

Franco suizo 40,00%

Guilder holandés 25,00%

Marco alemán 20,00%

Dólar canadiense 10,00%

Chelín austríaco 5,00%

Dólar norteamericano 0,00%


También Lewis aconsejaba a sus lectores que continuaran manteniendo el 40 % de la totalidad de sus bienes en oro metálico, monedas de oro y acciones de minas de oro.

Una columna regular presentaba los valores internacionales con los que se podía comerciar o que convenía guardar. Los ojos de Alex recorrieron la lista de «Compre» y «Guarde», y después la de «Venda». Se detuvo bruscamente ante el anuncio: «Supranational… venda inmediatamente en el mercado.»

– Lewis, este asunto de la Supranational… ¿por qué aconsejas vender acciones de la Supranational? ¿E «inmediatamente en el mercado»? Durante años las has calificado como «acciones a largo plazo».

El anfitrión meditó antes de contestar.

– Estoy inquieto con la SuNatCo. Estoy recibiendo fragmentos de informaciones negativas de diversas fuentes. Algunos rumores acerca de grandes pérdidas que no han sido informadas. También historias de prácticas arriesgadas entre las subsidiarias. Un informe no confirmado de Washington dice que el Gran George Quartermain busca un subsidio. Lo que significa que… tal vez sí… tal vez no… las aguas bajan turbias. Como precaución prefiero que mis clientes se aparten.

– Pero todo lo que dices son rumores y sombras. Se puede decir de cualquier compañía. ¿Qué hay de serio en esto?

– Nada. Por instinto aconsejo «vender». A veces me guío por instinto. Esta vez, por ejemplo… -Lewis D'Orsey dejó la punta de su cigarro en un cenicero y su vaso vacío-. ¿Quieres que volvamos junto a las señoras?

– Sí -dijo Alex, siguiendo a Lewis. Pero su mente seguía en la Supranational.

4

– No imaginaba -dijo Nolan Wainwright-, que tuviera usted el valor de venir aquí.

– Yo tampoco creía tenerlo -la voz de Miles Eastin traicionaba su nerviosismo-. Pensé venir ayer, después me di cuenta de que no podía. Hoy he pasado fuera una media hora, haciendo acopio de ánimo para entrar.

– Usted dirá que es ánimo, yo lo llamo atrevimiento. Y ahora que está aquí, ¿qué quiere?

Los dos hombres estaban de pie frente a frente en el despacho privado de Nolan Wainwright. Formaban un contraste agudo: el severo, negro y hermoso vicepresidente de Seguridad del banco, y Miles Eastin, el expresidiario, consumido, pálido, inseguro, muy lejos del brillante y afable ayudante de contador que había trabajado hacía once meses en el FMA.

Lo que les rodeaba era espartano comparado con otros departamentos del banco. Las paredes estaban sencillamente pintadas y había muebles de metal gris, incluido el escritorio de Wainwright. En el suelo había una alfombra, pero era delgada y económica. El banco gastaba dinero y arte en las zonas productivas. Y la Seguridad no se contaba entre éstas.

– Bueno -repitió Wainwright-, ¿qué desea?

– He venido a ver si usted podía ayudarme.

– ¿Y por qué voy a hacerlo?

El joven vaciló antes de contestar, luego dijo, siempre nervioso:

– Sé que usted me engañó en aquella primera confesión. La noche en que me detuvieron. Mi abogado dijo que la cosa era ilegal, que nunca hubiera podido presentarse ante el tribunal. Usted lo sabía. Pero usted me hizo creer que era una confesión legal y, por eso, firmé la segunda para el FBI, sin saber que había una diferencia…

Los ojos de Wainwright se entrecerraron, desconfiados.

– Antes de contestarle quiero saber una cosa: ¿lleva usted alguna grabadora?

– No.

– ¿Por qué voy a creerle?

Miles se encogió de hombros, y levantó las manos sobre la cabeza como había aprendido a hacerlo para los cacheos forzosos de la cárcel.

Por un momento pareció que Wainwright iba a negarse a examinarlo; después, rápida y profesionalmente tanteó al hombre. Miles bajó los brazos.

– Soy un viejo zorro -dijo Wainwright-. Los tipos como usted creen que pueden avivarse y cogernos, para iniciar un juicio contra nosotros. ¿Así que se ha convertido en un experto legal?

– No. Lo único que sé es lo de la confesión.

– Bien, usted ha sacado el asunto a relucir y yo hablaré ahora. Claro que sabía que legalmente no tenía valor. Claro que le engañé. Y algo más: en las mismas circunstancias, volvería a hacerlo. Usted era culpable, ¿no? Estaba a punto de mandar a la cárcel a Juanita Núñez. ¿De qué sirve demorarse en detalles?

– Yo sólo pensé…

– Ya sé lo que pensó. Pensó que iba a presentarse aquí, que la conciencia me iba a sangrar, y que yo iba a ser fácil de usar para cualquier plan que ahora tenga. Bueno, no es así y no le sirvo.

Miles Eastin murmuró:

– No tengo planes. Lamento haber venido.

¿Qué quiere?

Hubo una pausa en la que ambos se miraron. Después Miles dijo:

– Trabajo.

– ¿Aquí? ¡Usted debe estar loco!

– ¿Por qué? Sería el empleado más honesto que nunca haya tenido el banco.

– Hasta que alguien le presione para que robe de nuevo.

– ¡No volverá a pasar! -Por un segundo algo del antiguo espíritu de Miles Eastin subió a la superficie.- ¿No puede usted creer… nadie puede creer, que he aprendido algo? He aprendido lo que pasa cuando se roba. He aprendido a no volver a hacer jamás eso. ¿No comprende que puedo resistir cualquier tentación antes de volver a la cárcel?

Wainwright refunfuñó:

– Lo que yo crea o no crea, no tiene importancia. El banco sigue su política. Dentro de ella figura no emplear a nadie con antecedentes criminales. Aunque quisiera, no podría cambiar eso.

– Pero podría intentarlo. Hay trabajos, incluso aquí, en los que los antecedentes criminales no importan, en los que no hay manera de no ser honrado. ¿No podría conseguirme algún trabajo de ese tipo?

– No -después intervino la curiosidad-. ¿Por qué tiene tantas ganas de volver aquí?

– Porque no puedo conseguir ningún trabajo, nada, ni un puesto, ni tengo posibilidad en otra parte -la voz de Miles se quebró-. Y porque tengo hambre.

– ¿Tiene qué?

– Míster Wainwright, hace tres semanas que salí con libertad condicional. Hace más de una semana que no tengo ya ditero. Hace tres días que no como. Creo que estoy desesperado… -la voz que había vacilado se interrumpió y se quebró-. Venir aquí… verle a usted… adivinar lo que usted iba a decir… es la última…

Mientras escuchaba, algo de dureza desapareció de la cara de Wainwright. Señaló una silla del otro lado del cuarto.

– Siéntese.

Salió y dio cinco dólares a su secretaria.

– Vaya a la cafetería -dijo-, traiga dos sándwiches de lomo y media botella de leche.

Cuando regresó, Miles Austin seguía sentado, donde le había dicho, con el cuerpo agobiado y expresión tonta.

– ¿No le ha ayudado el funcionario de la libertad condicional?

Miles dijo con amargura:

– Está cargado de casos… por lo que me ha dicho… ¡ciento setenta y cinco libertades condicionales! Tiene que ver a todos una vez al mes y, ¿qué puede hacer por cada uno? No hay trabajo. Lo único que puede dar son consejos.

Por experiencia Wainwright sabía cuáles eran los consejos: no mezclarse con otros criminales que Eastin hubiera podido conocer en la cárcel; no frecuentar lugares conocidos donde iban los criminales. Hacer cualquiera de las dos cosas, y ser observado oficialmente, representaba un pronto regreso a la cárcel. Pero, en la práctica, las reglas eran tan poco realistas como arcaicas. Un preso sin medios financieros tenía los dados en contra de manera que la asociación con otros en las mismas circunstancias era con frecuencia el único medio de sobrevivir. Éste era también el motivo por el cual el promedio de reincidencia era tan elevado entre los expresidiarios.

Wainwright preguntó:

– ¿De verdad ha buscado trabajo?

– En todas partes donde se me ocurrió. Y tampoco he pedido demasiado…

Lo más cerca que Miles había estado de conseguir empleo en tres semanas de búsqueda había sido como ayudante de cocina en un repleto restaurante italiano de tercera clase. El puesto estaba vacante y el dueño, un hombre triste y castigado, había tenido ganas de cogerle. Pero cuando Miles reveló sus antecedentes carcelarios, como tenía que hacerlo, vio que el otro lanzaba una mirada a la caja registradora. Incluso en ese momento el patrón del restaurante había dudado, pero su mujer, una especie de sargento con faldas, gritó:

– ¡No! ¡No podemos arriesgarnos! -Y suplicarles no hubiera servido de nada.

En otras partes su situación de libertad condicional había eliminado las posibilidades con mayor rapidez.

– Si pudiera hacer algo por usted, lo haría.

El tono de Wainwright se había dulcificado, ya no era el que tenía al principio de la entrevista.

– Pero no puedo. Aquí no hay nada. Créame.

Miles asintió, sombrío.

– De todos modos, lo sabía.

– ¿Y qué piensa hacer ahora?

Antes de que pudiera contestar entró la secretaria y tendió a Wainwright una bolsa de papel y el cambio. Cuando la muchacha se fue, Wainwright sacó la leche y los sándwiches y los puso ante Eastin, que miraba, lamiéndose los labios.

– Coma, si quiere.

Miles se apresuró y quitó la envoltura del primer sándwich, con dedos ansiosos. Cualquier duda acerca de su afirmación de estar hambriento desapareció cuando Wainwright le vio devorar en silencio, con rapidez. Y, mientras el jefe de Seguridad miraba, empezó a formarse una idea.

Finalmente Miles vació el resto de la leche en un vaso de papel y se secó los labios. De los sándwiches no quedaba ni una migaja.

– No ha contestado mi pregunta -dijo Wainwright-. ¿Qué va a hacer ahora?

Visiblemente Eastin vaciló, luego dijo, seco:

– No lo sé.

– Creo que lo sabe. Y creo que está mintiendo… por primera vez desde que llegó aquí.

Miles Eastin se encogió de hombros.

– ¿Acaso importa?

– Le diré lo que creo -dijo Wainwright, ignorando la pregunta del otro-. Hasta ahora se ha mantenido usted lejos de la gente que conoció en la cárcel. Pero, al no conseguir aquí nada, ha decidido dirigirse a ellos. Se arriesgará a que le vean y a perder la libertad condicional.

– ¿Qué demonios puedo hacer? Y si lo sabe… ¿por qué pregunta?

– Por lo tanto usted tiene esos contactos.

– Si digo que sí -contestó Eastin con desdén-, lo primero que usted hará en cuanto me vaya es telefonear a la oficina de libertad condicional.

– No -Wainwright movió la cabeza-. Decidamos lo que decidamos, le prometo que no haré eso.

– ¿Qué significa eso de «decidamos lo que decidamos»?

– Tal vez haya algo en lo que usted podría trabajar. Si se atreve a correr algunos riesgos. Grandes.

– ¿Qué clase de riesgos?

– Dejémoslo por el momento. Si es necesario, volveremos sobre la cosa. Hábleme primero de la gente que conoció en la cárcel y de las personas con las que puede ponerse ahora en contacto… -percibiendo una continua desconfianza, Wainwright añadió-: Le doy mi palabra de que no aprovecharé… si usted no me autoriza expresamente… nada de lo que usted me diga.

– ¿Cómo sé que no me está tendiendo una trampa… como me la tendió antes?

– No lo sabrá. Tiene que arriesgarse a confiar en mí. Eso, o salir de aquí y no volver más.

Miles permaneció en silencio, pensando, mojándose a veces los labios en el gesto nervioso que había mostrado antes. Después bruscamente, sin señales exteriores de decisión, empezó a hablar.

Reveló cómo se había puesto en contacto con él, en la penitenciaría de Drummonburg, un emisario de la Fila de la Mafia. El mensaje que llegó a Miles Eastin, según reveló a Wainwright, tenía que ver con el tiburón prestamista Igor Ominsky (el ruso) y decía que él, Eastin, era un tipo «que se sabía tener», ya que no había revelado la identidad del prestamista o del tomador de apuestas cuando lo detuvieron ni más adelante. Como concesión, le habían perdonado el interés del préstamo el tiempo que permaneciera en la cárcel.

– El mensajero de la Fila de la Mafia dijo que Ominsky iba a parar el reloj mientras yo estuviera dentro.

– Pero usted ya no está dentro -señaló Wainwright-. De manera que el reloj ha vuelto a marchar.

Miles pareció preocupado.

– Sí, ya lo sé -se había dado cuenta de eso y había procurado no pensar mientras buscaba trabajo. También se había apartado del lugar donde le habían dicho que podía ponerse en contacto con el prestamista Ominsky y con otros. Era el club Double Seven, en el centro de la ciudad, y le habían dado la información algunos días antes de que saliera de la cárcel. Lo repitió ahora, aguijoneado por Wainwright.

– Ya veo. No conozco el Double Seven -murmuró el jefe de Seguridad del banco- pero he oído hablar de él. Tiene fama de ser muy mal frecuentado.

Otra cosa que habían dicho a Miles en la penitenciaría era que, por medio de contactos que podía establecer, encontraría el modo de ganar dinero para vivir y empezar a pagar su deuda. No había necesitado un diagrama para darse cuenta de que tales «modos» estaban fuera de la ley. Este conocimiento, y el terror de volver a la cárcel, le habían mantenido decididamente alejado del Double Seven. Hasta ahora.

– Entonces mi presentimiento era certero. Usted habría salido de aquí para ir allí.

– ¡Oh, míster Wainwright! ¡No quiero! ¡Todavía no quiero!

– Tal vez, entre nosotros, pueda usted combinar las dos cosas…

– ¿Cómo?

– ¿Sabe lo que es un agente encubierto?

Miles Eastin pareció sorprendido antes de reconocer:

– Sí.

– Entonces escuche con atención.

Wainwright empezó a hablar.

Cuatro meses atrás, al ver el cuerpo ahogado y mutilado de su espía, Vic, el jefe de Seguridad del banco había creído no volver a enviar jamás a otro agente encubierto. En aquel momento, trastornado y con un sentimiento de culpa, había hablado en serio y no había hecho nada desde entonces para reclutar a un reemplazante. Pero en esta ocasión, la desesperación de Eastin y sus recientes contactos eran demasiado prometedores para que pudiera ignorarlos.

Y también tenía el hecho importante: estaban apareciendo más y más tarjetas de crédito falsificadas, eran casi un diluvio, y la fuente de procedencia seguía siendo desconocida. Los métodos convencionales para localizar a los productores y distribuidores habían fracasado, como sabía muy bien Wainwright; también estorbaba a la investigación el hecho de que la falsificación de tarjetas de crédito no era una ofensa criminal para la ley federal. Había que probar el fraude; la intención de defraudación no bastaba. Por todos estos motivos, las agencias legales estaban más interesadas en otras formas de falsificación, y su preocupación por las tarjetas de crédito era sólo casual. Los bancos -ante el dolor de profesionales como Nolan Wainwright- no habían hecho serios esfuerzos para cambiar la situación.

El jefe de Seguridad explicó largamente casi todo esto a Miles Eastin. También desarrolló un plan básicamente sencillo. Miles iría al club Double Seven y establecería todos los contactos posibles. Debía procurar caer en gracia, y también debía aprovechar cualquier oportunidad que se presentara de ganar algún dinero.

– Hacer eso significa un doble riesgo, y usted debe comprenderlo -dijo Wainwright-. Si usted hace algo criminal y le atrapan, le apresarán, será juzgado, y nadie podrá ayudarle. El otro riesgo es que, aunque no le atrapen, si la oficina de libertad condicional oye algún rumor, volverá usted igualmente a la cárcel.

De todos modos, prosiguió Wainwright, si ninguna de las dos cosas pasaba, Miles debería procurar ampliar sus contactos, tendría que escuchar bien y acumular informaciones. Al principio debía tener cuidado de no parecer curioso.

– Vaya despacio -previno Wainwright-. No se apresure, tenga paciencia. Deje que las cosas corran, deje que la gente le busque.

Sólo después que Miles fuera aceptado, trabajaría en firme y aprendería más. En ese momento podría empezar a hacer discretas preguntas sobre las tarjetas de crédito, demostrando tener el mismo interés y buscaría acercarse al punto en que se traficaba con ellas.

– Siempre hay alguien -aconsejó Wainwright- que conoce a otra persona, que a su vez conoce a otro tipo, que ha estado metido en algún chanchullo. De esa manera se meterá usted.

Periódicamente, dijo Wainwright, Eastin iría a informarle. Pero nunca directamente.

Al mencionar que debía informar, Wainwright recordó también que tenía obligación de explicar lo ocurrido con Vic. Lo hizo brutalmente, sin omitir detalles. Mientras hablaba, vio palidecer a Miles, y recordó la noche en el apartamento de Eastin, el momento del enfrentamiento y el descubrimiento, cuando el miedo instintivo del joven hacía la violencia física había sido tan evidente.

– Pase lo que pase -dijo Wainwright con severidad- no quiero que usted piense o diga después que no le previne sobre los peligros… -hizo una pausa y meditó-. Ahora, hablemos de dinero.

Si Miles consentía en ser agente encubierto por cuenta del banco, afirmó el jefe de Seguridad, él le garantizaba un pago de quinientos dólares mensuales, hasta que, de una u otra manera, terminara la misión. El dinero sería pagado por un intermediario.

– ¿Figuraré como empleado del banco?

– Lógicamente no.

La respuesta era inequívoca, enfática, definitiva. Wainwright terminó: oficialmente el banco no estaría en modo alguno involucrado. Si Miles Eastin consentía en asumir el papel sugerido, dependería enteramente de sí mismo. Si se veía en dificultades y procuraba comprometer al First Mercantile American, sus afirmaciones serían negadas y nadie le creería.

– Desde que fue usted condenado y enviado a la cárcel -declaró Wainwright- no hemos vuelto a saber nada de usted.

Miles hizo una mueca.

– Es un acuerdo lateral.

– Exacto. Pero recuerde esto: es usted quien ha venido aquí. Yo no he ido a buscarlo. Cuál es su respuesta… ¿sí o no?

– Si usted estuviera en mi lugar… ¿cuál sería?

– No soy usted, y es poco probable que tenga jamás sus problemas. Pero le diré cómo veo la cosa. En su situación, no tiene usted muchas posibilidades.

Por un momento el antiguo humor y buen genio de Miles relampagueó.

– Cara, pierdo; cruz, pierdo. Creo que estoy en la bolsa del perdedor. Quiero preguntarle algo más.

– ¿Qué?

– Si todo da resultado, si consigo… si usted consigue, las pruebas que necesita… ¿me ayudará después a conseguir un puesto en el FMA?

– No se lo puedo prometer. Ya le he dicho que no soy yo quien ha escrito las reglas.

– Pero tiene usted influencia para ampliarlas.

Wainwright meditó antes de responder. Pensó: si llegaba el caso podía ir a ver a Alex Vandervoort y presentar el caso en favor de Eastin. El éxito valdría la pena. Dijo en voz alta:

– Lo intentaré. Pero es todo lo que le prometo.

– Es usted un hombre duro -dijo Miles Eastin-. Está bien. Lo haré.

Discutieron la cuestión del intermediario.

– A partir de hoy -previno Wainwright- usted y yo no volveremos a vernos. Es demasiado peligroso, cualquiera de los dos podría ser vigilado. Necesitamos a alguien que sirva de contacto para los mensajes… y para el dinero… entre ambas partes; alguien en quien los dos podamos confiar totalmente.

Miles dijo lentamente:

– Juanita Núñez. Si ella quiere hacerlo.

Wainwright pareció incrédulo.

– ¿La cajera a quien usted…?

– Sí. Pero me ha perdonado -había una mezcla de exaltación y excitación en su voz-. Fui a verla y… ¡que Dios la bendiga… me ha perdonado!

– ¡Que me cuelguen!

– Pídaselo usted -dijo Miles Eastin-. No hay ningún motivo para que consienta. Pero creo… creo, nada más, que seguramente aceptará.

5

¿Hasta qué punto era exacto el presentimiento de Lewis D'Orsey acerca de la Supranational Corporation? ¿Hasta qué punto era sólida la Supranational? La cosa preocupaba continuamente a Alex Vandervoort.

El sábado por la noche Alex y Lewis habían hablado de la SuNatCo. En lo que faltaba del fin de semana Alex meditó sobre las recomendaciones del «D'Orsey Newsletter» de vender las acciones de la Supranational a cualquier precio que pagara el mercado, y las dudas de Lewis acerca de la solidez del grupo.

Todo el asunto era excesivamente importante, incluso vital, para el banco. Pero, como Alex bien comprendía, era una situación delicada en la que debía actuar con cautela.

En primer lugar, la Supranational era ahora un cliente importante y cualquier cliente se sentiría justamente indignado si sus propios banqueros hacían circular rumores adversos acerca de él, especialmente si eran falsos. Y Alex no se hacía ilusiones: una vez que empezara a hacer preguntas en gran escala, éstas y su fuente serían comentadas y la cosa marcharía rápido.

Pero ¿eran falsos los rumores? Evidentemente -como había reconocido Lewis D'Orsey- no se basaban en nada concreto. Pero tampoco habían tenido en qué basarse los rumores sobre quiebras tan espectaculares como la de la Perm Central, la Equity Funding, el Franklin National Bank, el Security National Bank, el U. S. National Bank of San Diego, el American Bank y Trust y otros. Y también estaba la Lockheed, que todavía no había quebrado, aunque estaba cerca, y se hallaba en el aire, sostenida por un adelanto del gobierno de los Estados Unidos. Alex recordaba con inquietante claridad la referencia de Lewis D'Orsey al presidente de la SuNatCo, Quartermain, que, según Lewis, buscaba en Washington una especie de préstamo similar al de la Lockheed… excepto que Lewis había usado la palabra «subsidio», lo que no estaba tan lejos de la verdad.

Era posible, naturalmente, que la Supranational sufriera meramente de una escasez temporal de dinero líquido, cosa que ocurría a veces con las mejores compañías. Alex esperaba que esto -o algo menos grave- fuera la verdad. De todos modos, como funcionario del FMA no podía permanecer sentado y esperar. Cincuenta millones de dólares del dinero del banco habían sido otorgados a la SuNatCo; además, utilizando fondos que era tarea del banco salvaguardar, el departamento de depósitos había invertido fuertemente en acciones de la Supranational, hecho que todavía estremecía a Alex cuando lo recordaba.

Decidió que lo primero que correspondía hacer en justicia era informar a Roscoe Heyward.

El lunes por la mañana se dirigió desde su despacho, por el alfombrado corredor del piso treinta y seis, al despacho de Heyward. Llevaba consigo el último número del «D'Orsey Newsletter», que Lewis le había dado el sábado por la noche.

Heyward no estaba allí. Con un amistoso saludo de cabeza a la secretaria principal, mistress Callaghan, Alex entró y puso directamente el periódico sobre el escritorio de Heyward. Ya había marcado el comentario sobre la Supranational, y dejó prendida una nota que decía:


«Roscoe: Creo que debe usted ver esto».


Después Alex volvió a su despacho.

Media hora después se presentó Heyward como una tromba, con la cara enfurecida. Arrojó el periódico.

– ¿Es usted quien ha puesto sobre mi escritorio este asqueante insulto contra la inteligencia?

Alex señaló la nota que había dejado.

– Creo que sí.

– ¡Entonces hágame el favor de no mandarme más basura escrita por ese ignorante pretencioso!

– ¡Oh, vamos! No cabe duda de que Lewis D'Orsey es pretencioso, y me desagrada en parte lo que escribe, lo mismo que a usted. Pero no es un ignorante, y algunos de sus puntos de vista merecen ser tomados en cuenta.

– Ésa será su opinión, en todo caso. No la de otros. Sugiero que lea esto -y Heyward arrojó una revista abierta sobre el periódico.

Alex miró, sorprendido ante la vehemencia del otro.

– Ya lo he leído.

La revista era el «Forbes», y el artículo de dos páginas un violento ataque contra Lewis D'Orsey. A Alex el artículo le había parecido largo en rencor y breve en cuanto a los hechos. Pero señalaba algo que él ya sabía: los ataque al «D'Orsey Newsletter» por la prensa financiera establecida eran frecuentes. Alex señaló:

– El «Wall Street Journal» dijo algo similar hace un año.

– Entonces me sorprende que no acepte usted el hecho de que D'Orsey no tiene preparación ni conocimientos para ser consejero de inversiones. En cierto modo lamento que su mujer trabaje con nosotros.

Alex dijo cortante:

– Edwina y Lewis D'Orsey tienen a gala mantener separadas sus ocupaciones, como seguramente usted ya sabe. En cuanto a la preparación, debo recordarle que muchos expertos cargados de títulos no han servido para prever nada en las finanzas. Y Lewis D'Orsey lo ha previsto, con mucha frecuencia.

– No en lo referente a la Supranational.

– ¿Sigue usted convencido de que la SuNatCo es sólida?

Alex hizo la última pregunta con tranquilidad, no por antagonismo, sino buscando información. Pero el efecto en Roscoe Heyward fue casi de un explosivo. Los ojos de Heyward lanzaron chispas desde sus lentes sin aro y en su cara congestionada surgió un rojo aún más profundo.

– ¡Estoy seguro de que nada le gustaría a usted más que ver un tropiezo de la SuNatCo y, por lo tanto, mío!

– No, no es ese…

– ¡Déjeme terminar! -Los músculos faciales de Heyward se torcieron a medida que fluía su rabia-. Hace tiempo que vengo observando sus pequeñas intrigas y su manera de provocar dudas, como cuando ha hecho correr esta basura… -señaló el «D'Orsey Newsletter»- y ahora debo decirle que termine con eso y que desista. La Supranational fue, es y será una compañía sana, progresista, con elevadas ganancias y muy buena dirección. Conseguir a la SuNatCo… por mucha envidia personal que usted tenga… ha sido obra mía. Y es asunto mío. Y ahora le prevengo: no se meta en esto.

Heyward giró sobre sus talones y salió.

Durante varios minutos Alex Vandervoort permaneció en silencio, pensativo, meditando sobre lo que había ocurrido. El estallido le había dejado atónito. En los dos años y medio que conocía y había trabajado con Roscoe Heyward, entre los dos había habido desacuerdos, y ocasionalmente se había revelado su mutua antipatía. Pero nunca había perdido Heyward el control de esta manera.

Alex creyó comprender el motivo. Debajo del ruido, Roscoe Heyward estaba preocupado. Cuanto más pensaba en la cosa más convencido se sentía.

Antes, Alex había estado personalmente preocupado con la Supranational. Ahora se planteaba el interrogante: ¿estaba también Heyward preocupado con la SuNatCo? Si así era… ¿qué iba a pasar?

Mientras meditaba, algo se agitó en su recuerdo. Un fragmento de una conversación reciente. Alex apretó un botón del intercomunicador y dijo a su secretaria:

– Vea si puede localizar a miss Bracken.

Pasaron quince minutos antes que la voz de Margot dijera, alegre:

– Esto tiene que ser importante. Me has sacado del tribunal.

– Confía en mí, Bracken -y no perdió tiempo-. En esa historia de la tienda de la que hablaste el sábado… dijiste que habías empleado a un detective privado.

– Sí. Vernon Jax.

– Creo que Lewis le conocía, o sabía algo de él.

– Así es.

– Y Lewis añadió que era un hombre capaz y que trabajaba para el Servicio Secreto.

– También estaba enterada. Tal vez se deba a que Vernon tiene un título en ciencias económicas.

Alex añadió la información a unas notas que ya había tomado.

– ¿Es discreto Jax? ¿Se puede confiar en él?

– Totalmente.

– ¿Dónde puedo dar con él?

– Yo lo buscaré. Dime cuándo y dónde quieres verle.

– En mi despacho, Bracken. Hoy, sin falta.

Alex estudió al hombre descuidado, medio calvo, indescriptible, sentado frente a él en la zona de conferencias de su despacho. Era mediada la tarde.

Jax, calculó Alex, tendría cincuenta y tantos años. Parecía un almacenero de pueblo, no demasiado próspero. Sus zapatos estaban gastados y tenía una mancha de comida en la chaqueta. Alex ya estaba enterado de que Jax había sido detective del Servicio Secreto antes de establecerse privadamente.

– Me dicen que tiene usted un título en ciencias económicas -dijo Alex.

El otro se encogió de hombros, con desdén.

– Escuela nocturna. Ya sabe usted cómo es eso. El tiempo de que se dispone… -su voz se arrastró, dejando incompleta la explicación.

– ¿Y trabajos de contaduría? ¿Sabe usted algo de eso?

– Algo. Estudio ahora mismo para examinarme.

– Escuela nocturna, supongo -Alex empezaba a ponerse a la par.

– Ajá… -una pálida sonrisa fantasma.

– Míster Jax… -empezó Alex.

– Casi todo el mundo me llama Vernon.

– Vernon, estoy pensando en encargarle una investigación. Requiere una discreción total y la rapidez es esencial. ¿Ha oído hablar de la Supranational Corporation?

– Claro.

– Quiero una investigación financiera de esa compañía. Pero tendrá que ser… me temo que no haya otra palabra… una tarea de entrometido.

Jax sonrió de nuevo.

– Míster Vandervoort -esta vez su tono era más decidido-, ése es precisamente mi oficio.

Se pusieron de acuerdo en que sería necesario un mes de trabajo, aunque Alex recibiría un informe entretanto, si era necesario. El secreto respecto al papel investigador del banco sería guardado. El pago del detective iba a ser de 15 000 dólares, además de los gastos razonables, la mitad pagaderos inmediatamente, el resto cuando entregara el informe final. Alex efectuaría el pago por intermedio de los fondos de operaciones del FMA. Comprendió que, más adelante, debería justificar el gasto, pero ya se preocuparía de eso cuando llegara el momento.

Al fin de la tarde, cuando Jax se había ido, telefoneó a Margot.

– ¿Le has contratado?

– Sí.

– ¿Te ha impresionado?

Alex decidió jugar el juego.

– De verdad, no.

Margot rió suavemente.

– Te impresionará. Ya vas a ver.

Pero Alex esperaba que no fuera así. Esperaba ardientemente que el instinto de Lewis D'Orsey estuviera equivocado, que Vernon Jax no descubriera nada, y que los rumores adversos contra la Supranational demostrasen ser nada más que rumores.

Aquella noche Alex hizo una de sus visitas periódicas a Celia en el Remedial Center. Ahora temía más que nunca las visitas; siempre se retiraba profundamente impresionado, pero seguía visitándola por un sentimiento de deber. ¿O era porque se sentía culpable? No podía estar seguro.

Como de costumbre fue acompañado por una enfermera hasta el cuarto privado que ocupaba Celia en la institución. Cuando la enfermera se fue, Alex se sentó a hablar en una charla tonta, una especie de monólogo sobre cualquier cosa que se le ocurría, aunque Celia no daba señales de escuchar, y ni siquiera parecía percibir su presencia. En una ocasión había hablado una especie de trabalenguas, para ver si la expresión inmutable de ella cambiaba, pero no había sido así. Después se había sentido avergonzado y no había vuelto a repetirlo.

De todos modos, en aquellas visitas a Celia, había tomado la costumbre de charlar sin ton ni son, apenas atento a lo que decía, mientras la mitad de su mente vagaba por otra parte. Esta noche, entre otras cosas dijo:

– La gente tiene toda clase de problemas hoy en día, Celia; problemas en los que nadie hubiera pensado hace algunos años. Junto con cada cosa que la humanidad descubre o inventa, se presentan docenas de interrogantes y decisiones que nunca debimos tomar antes. Pongamos, por ejemplo, los abrelatas eléctricos. Si se tiene uno… y yo lo tengo en mi apartamento… está el problema de dónde enchufarlo, cuándo usarlo, cómo limpiarlo, qué hacer con él cuando se avería. Son problemas que nadie tendría si no hubiera abrelatas eléctricos y, después de todo, ¿quién los necesita? Hablando de problemas, tengo varios en estos momentos… personales y en el banco. Hoy se ha presentado uno grande. En cierto modo tú estás aquí mejor.

Alex se interrumpió comprendiendo que, si no hablaba un trabalenguas, por lo menos estaba diciendo tonterías. Nadie estaba aquí mejor, en este trágico crepúsculo de semivida.

Sin embargo, a Celia no le quedaba otra cosa; en los últimos meses el hecho se había vuelto aún más patente. El año pasado todavía había rastros de su antigua belleza infantil y frágil. Ahora habían desaparecido. Su pelo rubio, alguna vez tan glorioso, estaba opaco y parecía escaso. Su piel tenía un tono grisáceo; había ronchas en algunos puntos en los que se había rascado.

Antes la posición enroscada, fetal, había sido ocasional, pero ahora la adoptaba la mayor parte del tiempo. Y aunque Celia era diez años menor que Alex, parecía una bruja con veinte años más.

Hacía casi cinco años que Celia había ingresado en el Remedial Center. En ese tiempo se había acostumbrado totalmente al sitio y probablemente seguiría así.

Al mirar a su mujer mientras seguía hablando, Alex sintió piedad y tristeza, pero ya no se sentía ligado a ella ni experimentaba cariño. Tal vez hubiera debido experimentar alguna de esas emociones, pero, si era sincero consigo mismo, comprendía que la cosa ya no era posible. Sin embargo, reconoció que estaba vinculado a Celia por lazos que él nunca iba a cortar, hasta que uno de los dos muriera.

Recordó su conversación con el doctor McCartney, director del Remedial Center, hacía casi once meses, al día siguiente al dramático anuncio de Ben Rosselli sobre su próxima muerte. Al contestar a la pregunta de Alex sobre el efecto que tendría para Celia el divorcio y el nuevo casamiento de Alex, el psiquiatra había dicho: Podría llevarla a cruzar el límite y caer en un estado totalmente demencial.

Y, más adelante, Margot había declarado: No quiero cargar sobre mi conciencia, ni sobre la tuya, el precipitar lo que queda del juicio de Celia a un pozo sin fondo.

Esta noche Alex se preguntó si la conciencia de Celia no estaba ya en un pozo sin fondo. Pero, aunque fuera verdad, eso no cambiaba su desagrado de poner en marcha la maquinaria brutal y definitiva del divorcio.

Tampoco se había puesto a vivir permanentemente en casa de Margot Bracken, ni ella vivía en la de él. Margot aceptaba cualquier acuerdo, aunque Alex seguía deseando el matrimonio, cosa que obviamente no podía lograr sin divorciarse de Celia. Pero últimamente había presentido la impaciencia de Margot por llegar a una decisión final.

Era raro que él, tan acostumbrado en el First Mercantile American a tomar grandes decisiones bruscamente, de un salto, tuviera tanta indecisión para luchar en la vida privada.

Alex comprendía que la esencia del problema era la ambivalencia acerca de su culpabilidad personal. ¿Hubiera sido posible, años atrás, con mayor esfuerzo, amor y comprensión, salvar a su joven, nerviosa e insegura mujer de lo que había llegado a ser? Si él hubiera sido un marido más solícito y un banquero menos solícito, sospechaba que habría podido ser así.

Por eso seguía viniendo aquí, por eso hacía lo poco que podía hacer.

Cuando llegó el momento de despedirse de Celia, se levantó y fue hacia ella, con intenciones de darle un beso en la frente, como hacía cuando ella se lo permitía. Pero esta noche ella retrocedió, su cuerpo se curvó todavía más, en sus ojos ansiosos apareció un súbito miedo. Él suspiró y abandonó la tentativa.

– Buenas noches, Celia -dijo Alex.

No hubo respuesta y él salió, dejando a su mujer en el solitario mundo que habitaba, sea cual fuere.

A la mañana siguiente Alex hizo llamar a Nolan Wainwright. Dijo al jefe de Seguridad que los honorarios del detective Vernon Jax serían pagados por intermedio del departamento de Wainwright. Alex autorizaría el gasto. Alex no aclaró, y Wainwright no preguntó, cuál era la naturaleza específica de la investigación de Jax. Por el momento, pensó Alex, cuantas menos personas supieran cuál era la meta, tanto mejor sería.

Nolan Wainwright traía también un informe para Alex. Se refería a su arreglo para que Miles Eastin fuera agente encubierto del banco. La reacción de Alex fue inmediata.

– No. No quiero que ese hombre vuelva a figurar en nuestra nómina de empleados.

– No estará en la nómina -replicó Wainwright-. Le he explicado que, en lo que al banco se refiere, él no tiene situación. Cualquier dinero que reciba será al contado, y nada demostrará de dónde proviene.

– No es hilar muy fino, Nolan. De una u otra manera estará trabajando para nosotros, y yo no estoy de acuerdo.

– Si usted no está de acuerdo -protestó Wainwright- me ata las manos y no me deja cumplir con mi trabajo.

– Cumplir con su trabajo no significa contratar a un ladrón convicto.

– ¿Nunca ha oído decir que se puede utilizar a uno para pescar a otro?

– Entonces use a alguien que personalmente no haya defraudado al banco.

Discutieron una y otra vez, a veces con calor. Al final, de mala gana, Alex cedió. Después preguntó:

– ¿Sabe Eastin hasta qué punto corre riesgos?

– Lo sabe.

– ¿Le habló usted del hombre muerto? -Wainwright había enterado, hacía meses, a Alex, de lo ocurrido con Vic.

– Sí.

– Sigue sin gustarme la idea… para nada.

– Le gustará todavía menos si las pérdidas por tarjetas falsas siguen aumentando, como aumentan.

– Bien -suspiró Alex-. Es su departamento, está usted autorizado a dirigirlo como guste, y por eso he cedido. Pero le recuerdo una cosa: si tiene usted algún motivo para sospechar que Eastin está en inmediato peligro, retírelo en seguida.

– Eso pienso hacer.

Wainwright se alegró de haber ganado, aunque la discusión había sido más dura de lo que había esperado. De todos modos, por el momento, no le pareció conveniente mencionar nada más… por ejemplo, su esperanza de que Juanita Núñez aceptara actuar como intermediaria. Después de todo, pensó, el principio estaba establecido: ¿para qué molestar a Alex con detalles?

6

Juanita Núñez se debatía entre la sospecha y la curiosidad. Sospecha porque desconfiaba y no simpatizaba con el vicepresidente de Seguridad del banco, Nolan Wainwright. Curiosidad porque se preguntaba para qué deseaba él verla, aparentemente en secreto.

No tenía nada de qué preocuparse personalmente, había asegurado Wainwright por teléfono, el día anterior, cuando la llamó a la sucursal central. Simplemente quería, había dicho, que ambos tuvieran una charla confidencial.

– Se trata de saber si quiere usted ayudar a otra persona.

– ¿A usted?

– No exactamente.

– ¿A quién entonces?

– Prefiero decírselo personalmente.

Por el tono de voz, Juanita percibió que Wainwright quería ser amable. No obstante, rechazó aquella amabilidad, recordando la dureza sin sentimientos que había mostrado cuando ella había sido acusada de robo. Ni siquiera las disculpas que le había pedido después habían logrado borrar el recuerdo. Dudaba que algo pudiera borrarlo jamás.

De todos modos, él era un funcionario importante del FMA y ella era una simple empleada.

– Bueno -había dicho Juanita- aquí estoy y la última vez que miré, el túnel seguía abierto -suponía que Wainwright iba a venir a verla desde la Torre de la Casa Central, o iba a decirle que ella se presentara allí. Pero tuvo una sorpresa.

– Es mejor que no nos veamos en el banco, mistress Núñez. Cuando le explique, entenderá el porqué. Puedo ir a buscarla esta noche a su casa, en mi coche. Daremos una vuelta y charlaremos.

– No puedo -estaba más desconfiada que nunca.

– ¿Quiere usted decir que está ocupada esta noche?

– Sí.

– ¿Y mañana?

Juanita quedó aturullada, procurando decidir.

– Tendría que ver…

– Está bien, llámeme mañana. Lo más temprano posible. Y, entretanto, le ruego que no mencione a nadie esta conversación -y Wainwright cortó.

Ahora era mañana… el martes de la tercera semana de septiembre. A mitad de la mañana Juanita comprendió que, si no llamaba a Wainwright, él volvería a llamarla.

Seguía inquieta. A veces, pensaba, ella tenía olfato para las dificultades, y ahora las olía. Un poco antes Juanita había pensado pedir consejos a mistress D'Orsey, a quien podía ver, en el otro extremo del banco, en su escritorio de gerente, sobre la plataforma. Pero vaciló recordando las palabras de cautela de Wainwright de que no dijera nada a nadie. Y eso, como todo lo demás, había aguijoneado su curiosidad.

Hoy Juanita trabajaba con unas cuentas nuevas. A su lado había un teléfono. Lo miró fijamente, lo tomó y marcó el número interno de la oficina de Seguridad.

Unos momentos después la voz profunda de Nolan Wainwright preguntaba:

– ¿Podemos vernos esta noche?

La curiosidad ganó.

– Sí, pero no por mucho tiempo -explicó que podía dejar sola a Estela una media hora; no más.

– Es tiempo de sobra. ¿A qué hora y dónde nos encontramos?


Oscurecía ya cuando el Mustang de Nolan Wainwright se encaminó hacia la acera del edificio de apartamentos del Forum East donde vivía Juanita Núñez. Un momento después ella apareció por el zaguán de la entrada principal y cerró la puerta cuidadosamente tras de sí, Wainwright se inclinó sobre el volante para abrir la portezuela del coche y ella subió.

Él la ayudó a acomodarse en el asiento, luego dijo:

– Gracias por haber venido.

– Media hora -recordó Juanita-. Eso es todo -no intentó mostrarse amable, y ya estaba nerviosa por haber dejado sola a Estela.

El jefe de Seguridad del banco asintió mientras retiraba el coche de junto a la acera y se metía entre el tráfico. Marcharon dos manzanas en silencio, después giraron hacia una avenida de tráfico doble, ruidosa, iluminada por tiendas de luces brillantes y restaurantes. Siempre conduciendo, Wainwright dijo:

– Me he enterado de que Miles Eastin ha ido a verla.

Ella respondió cortante:

– ¿Cómo lo sabe?

– Me lo dijo él. También me dijo que usted le había perdonado.

– Si él se lo ha dicho, así será.

– Juanita… ¿puedo llamarla Juanita?

– Es mi nombre. Puede usarlo si gusta.

Wainwright suspiró.

– Juanita, ya le he pedido perdón por la manera en que se presentaron una vez las cosas entre nosotros. Si todavía me guarda rencor, no se lo reprocho.

Ella se ablandó, levemente.

– Bueno, es mejor que me diga para qué quería verme.

– Quiero saber si está usted dispuesta a ayudar a Eastin.

– ¡Entonces él es la persona!

– Sí.

– ¿Por qué voy a ayudarlo? ¿No basta con que lo haya perdonado?

– Si quiere usted conocer mi opinión… es más que suficiente. Pero fue él quien sugirió que quizás usted…

Ella interrumpió:

– ¿Qué clase de ayuda?

– Antes que se lo diga tiene que prometerme que lo que voy a contar esta noche va a quedar entre usted y yo.

Ella se encogió de hombros.

– No tengo a nadie a quién contárselo. Pero se lo prometo de todos modos.

– Eastin va a hacer un trabajo de investigación. Es para el banco, aunque no oficialmente. Si triunfa tal vez logre rehabilitarse, que es lo que él desea… -Wainwright hizo una pausa mientras el coche dejaba atrás un lento camión-tractor. Continuó-: Es un trabajo arriesgado. Sería todavía más si Eastin se comunicara directamente conmigo. Lo que ambos necesitamos es alguien que lleve mensajes entre nosotros… un intermediario.

– ¿Y usted ha decidido que yo soy esa persona?

– Nadie ha decidido nada. Depende de usted. Si es así, ayudará a Eastin a ayudarse a sí mismo.

– ¿Es Miles la única persona a quien esto puede ayudar?

– No -reconoció Wainwright- también me ayudará a mí; y también al banco.

– De alguna manera eso es lo que creía.

Habían dejado las luces brillantes y cruzaron el río por un puente; en la creciente oscuridad el agua brillaba negra allá abajo. La superficie del camino era metálica y las ruedas del coche zumbaban. Al fin del puente se abría un camino interestatal. Wainwright avanzó por allí.

– La investigación de la que usted habla -dijo Juanita-. Dígame algo más… -su voz era baja, inexpresiva.

– Bien -y describió cómo Miles iba a trabajar encubierto, utilizando los contactos que había hecho en la cárcel y el tipo de pruebas que Miles iba a buscar. Era inútil, decidió Wainwright, ocultar nada, porque, lo que no dijera ahora a Juanita, probablemente ella lo iba a averiguar más adelante. Por lo tanto, añadió la información sobre el asesinato de Vic, aunque omitió los detalles más desagradables.

– No digo que vaya a pasarle lo mismo a Eastin -concluyó-. Haré todo lo posible para impedir que así sea. Pero le digo a usted el riesgo que él corre, y él también lo sabe. Si usted quiere ayudarlo, como le repito, para él sería más seguro.

– ¿Y quién me va a asegurar a mí?

– Para usted virtualmente no hay riesgos. Sólo tendrá contacto con Eastin y conmigo. Nadie más lo sabrá y usted no estará comprometida. Nos encargaremos de esto.

– Si está tan seguro, ¿por qué nos hemos entrevistado de esta manera?

– Una simple precaución. Para estar seguros de que no nos han visto juntos y que no nos pueden oír.

Juanita esperó y preguntó luego:

– ¿Y eso es todo? ¿No tiene nada más que decirme?

Wainwright dijo:

– Creo que eso es todo.

Estaban ahora en el camino y él mantuvo el coche a una velocidad media, apartándose a la derecha para dejar pasar a otros coches. Al lado opuesto del camino tres hileras de luces corrieron hacia ellos, pasaron en una confusión. Pronto él iba a doblar por la rampa de salida para regresar por el mismo camino. Entretanto Juanita seguía sentada a su lado en silencio, con los ojos fijos al frente.

Él se preguntó qué estaría pensando ella y cuál iba a ser su respuesta. Esperaba que dijera que sí. Como en otras ocasiones, aquella muchacha pequeña, con aire de elfo, le pareció provocativa y sensualmente atractiva. La enemistad de ella formaba parte de su atracción; y también su olor… la presencia de un cuerpo femenino en el pequeño coche cerrado. Habían pasado pocas mujeres por la vida de Nolan Wainwright desde su divorcio y, en cualquier otro momento, hubiera probado suerte. Pero lo que deseaba de Juanita era demasiado importante para arriesgarse.

Estaba a punto de romper el silencio cuando Juanita lo enfrentó. Incluso en la semioscuridad él percibió que sus ojos ardían.

– ¡Usted debe estar loco, loco, loco! -dijo su voz excitada-. ¿Cree usted que soy una idiota? ¿Una boba, una tonta? ¡Dice que no habrá peligro para mí! ¡Claro que lo hay, y lo tendré que correr del todo! ¿Y por qué? ¡Para la gloria del Señor Seguridad Wainwright y de su banco!

– Espere…

Ella no prestó atención a la interrupción, y siguió furiosa, con una rabia que brotaba como lava:

– ¿Me cree tan fácil de convencer? ¿Se cree que porque estoy sola o soy portorriqueña puede permitirse todo lo que quiera? ¡A usted no le importa a quién usa, ni como lo usa! Lléveme a casa. ¿Qué clase de pendejada es ésta?

– ¡Basta! -dijo Wainwright; la reacción lo había sorprendido-. ¿Qué es una pendejada?

– ¡Una imbecilidad! Es una pendejada que usted juegue la vida de un hombre por unas egoístas tarjetas de crédito. Y es una pendejada que Miles haya consentido en hacerlo…

– Vino a verme pidiendo ayuda. Yo no fui a buscarlo.

– ¿Y llama a eso ayuda?

– Se le pagará por lo que haga. También lo necesita. Y fue él quien sugirió que la buscáramos a usted.

– ¿Entonces por qué no me pide él mismo la cosa? ¿Acaso no tiene lengua? ¿O está avergonzado y escondido debajo de sus faldas?

– Bueno, bueno -protestó Wainwright-. Comprendo. La llevaré a casa -una rampa de salida estaba cerca; él marchó hacia allí, cruzó un sendero y volvió a encaminarse hacia la ciudad.

Juanita siguió quieta, enfurecida.

En el primer momento había procurado considerar con calma lo que Wainwright le había sugerido. Pero, mientras él hablaba y ella escuchaba, se había sentido asaltada por dudas e interrogantes; después, al considerar las cosas, su enojo y su emoción crecieron, hasta que finalmente había estallado. Unido a su estallido había renovado odio y asco por el hombre que estaba a su lado. Todos los dolorosos sentimientos de su primera experiencia con él volvían ahora, aumentados. Y estaba enojada, no sólo por sí misma, sino por el uso que Wainwright y el banco se proponían hacer de Miles.

Al mismo tiempo Juanita sentía resentimiento contra Miles. ¿Por qué no la había entrevistado él directamente? ¿No era acaso bastante hombre? Ella se acordaba de que, menos de tres semanas antes, había admirado su coraje en acercarse a ella, mirarla humildemente y pedirle perdón. Pero ahora sus acciones, el método de convencerla a través de otra persona, se parecía más a su primera actitud, cuando la culpó de su propio delito. Rápidamente su pensamiento viró. ¿Se estaría mostrando injusta? Mirando para sus adentros, Juanita preguntó: ¿No sería parte de su frustración en este momento, una desilusión de que Miles no había vuelto después del encuentro en su departamento? ¿Y no habría -exacerbando esa desilusión aquí y ahora- un resentimiento de que Miles, a quien ella quería a pesar de todo, estaba representado por Nolan Wainwright, a quien ella no quería?

Su enojo, nunca de largo aliento, disminuyó. Fue sustituido por la duda. Preguntó a Wainwright:

– ¿Y qué va a hacer ahora?

– Cualquier cosa que decida, puede tener la certeza de que no se la diré- el tono era cortante, la tentativa de ser amable había desaparecido.

Con súbita alarma Juanita se preguntó si no se había mostrado innecesariamente combativa. Podía haber rechazado el pedido sin los insultos. ¿Era posible que Wainwright encontrara la manera de vengarse dentro del banco? ¿Acaso había comprometido su empleo?… El empleo del que dependía para mantener a Estela. La ansiedad de Juanita se acrecentó. Tuvo finalmente la sensación de estar atrapada.

Y comprendió, también, otra cosa: si pensaba con sinceridad, cosa que procuraba hacer, tenía que confesarse que lamentaba la decisión tomada, porque representaba no ver más a Miles.

El coche disminuía la marcha. Estaban cerca de la curva que iba a llevarlos nuevamente al puente sobre el río.

Sorprendiéndose a sí misma, Juanita dijo con una vocecita inexpresiva.

– Está bien. Lo haré.

– ¿Hará qué…?

– Seré… lo que sea… una interm…

– Intermediaria -Wainwright le lanzó una mirada de reojo-. ¿Está segura?

– Sí, estoy segura.

Por segunda vez él suspiró.

– Usted es un caso raro.

– Soy una mujer.

– Sí -dijo él y algo de la amabilidad volvió- ya me he dado cuenta.

A una manzana y media del Forum East, Wainwright detuvo el coche, sin parar el motor. Sacó dos sobres de un bolsillo interior -uno repleto, el otro no tanto- y tendió el primero a Juanita.

– Es dinero para Eastin. Guárdelo hasta que él se ponga en contacto con usted -el sobre, explicó luego, contenía cuatrocientos cincuenta dólares al contado… el sueldo mensual convenido, menos cincuenta dólares de adelanto que Wainwright había dado a Miles la semana pasada.

– Más adelante esta semana -añadió- Eastin me telefoneará y yo le anunciaré una palabra código en la que estamos de acuerdo. Su nombre no será mencionado. Pero él comprenderá que debe ponerse en contacto con usted, cosa que hará.

Juanita asintió, concentrándose, guardando la información.

– Después de esa llamada telefónica, Eastin y yo no volveremos a estar en contacto directo. Nuestros mensajes, en ambos sentidos, se harán a través de usted. Será mejor que no los escriba, sino que los aprenda de memoria. Recuerdo que su memoria es buena.

Wainwright sonrió al decir esto y, bruscamente, Juanita rió. ¡Era irónico que su notable memoria, que una vez había sido causa de dificultades con Nolan Wainwright y con el banco, le inspirara ahora a él confianza!

– A propósito -dijo él-. Deme su número de teléfono. No lo encontré en la guía.

– Es porque no tengo teléfono. Es demasiado caro.

– De todos modos, necesita uno. Tal vez Eastin necesite llamarla, o yo. Si hace instalar de inmediato un teléfono haré que el banco se lo reembolse.

– Procuraré. Pero me he enterado por otros que se tarda tiempo para conseguir un teléfono en el Forum East.

– Entonces deje que yo arregle la cosa. Mañana llamaré a la compañía telefónica. Le garantizo que lo tendrá pronto.

– Bien.

Ahora Nolan Wainwright abrió el segundo sobre, el más liviano.

– Cuando entregue el dinero a Eastin, dele también esto.

«Esto» era una tarjeta de crédito clave, a nombre de H. E. Lyncolp. En la parte de atrás de la tarjeta había un espacio en blanco para la firma.

– Que Eastin firme la tarjeta con ese nombre, con su escritura normal. Dígale que el nombre es inventado, aunque, si mira las iniciales y la última letra, verá que se escribe la palabra H-E-L-P * Para eso está la tarjeta.

El jefe de Seguridad del banco explicó que la computadora había sido arreglada de tal manera que, si aquella tarjeta era presentada en cualquier parte, se aprobaría una compra de hasta doscientos dólares, pero simultáneamente una alarma automática resonaría dentro del banco. Esto notificaría a Wainwright que Eastin necesitaba ayuda, y dónde se encontraba.

– Podrá usar la tarjeta si está en algún lío bravo y necesita auxilio, o si sabe que está en peligro. Según lo que haya pasado hasta entonces decidiré lo que haya que hacer. Dígale que compre algo que valga más de cincuenta dólares, para que la tienda telefonee al banco pidiendo confirmación. Después de la llamada deberá demorarse todo lo posible, para darme tiempo a actuar.

A pedido de Wainwright, Juanita repitió las instrucciones casi palabra por palabra. Él la miró con admiración:

– Es usted muy inteligente.

¿De qué me vale, muerta?

– ¿Qué significa eso?

Ella vaciló, luego tradujo:

– Deje de preocuparse -desde el otro extremo del coche tendió la mano y tocó levemente las manos que ella tenía cruzadas-. Le prometo que todo marchará bien.

En aquel momento su confianza era contagiosa. Pero más tarde, de vuelta en el apartamento, mientras Estela dormía, el instinto de Juanita acerca de futuras amenazas volvió, con persistencia.

7

El club Double Seven olía a cocina, orina estancada, alcohol y hedor humano. Después de un rato, sin embargo, para quien estaba dentro, los diversos efluvios se fundían en un solo mal olor, curiosamente aceptable, de manera que el aire fresco que ocasionalmente entraba parecía fuera de lugar.

El club era un edificio de cuatro pisos como una caja, de ladrillo oscuro, en una calle abandonada y muerta en el límite de la ciudad. La fachada tenía cicatrices de medio siglo, descuido y -más recientemente- se le habían añadido graffiti. En lo alto del edificio había un resto de asta de bandera, que nadie recordaba haber visto entero. La entrada principal consistía en una única puerta, sólida, sin marca, que daba directamente a una acera notable por sus grietas, cubos de basura volcados e innumerables excrementos perrunos. Un vestíbulo iluminado con una tenue luz rosada estaba supuestamente custodiado por un matón borracho, que dejaba pasar a los miembros y con insolencia mantenía alejados a los desconocidos, pero, a veces, el matón no estaba y, por esto, Miles Eastin pudo entrar, sin dificultades.

Era poco después de mediodía, a mitad de la semana, y una disonancia de voces muy fuertes surgía desde algún punto, en el fondo. Miles caminó hacia el sonido, por un corredor principal, no demasiado limpio y adornado con retratos amarillentos de boxeadores. En el fondo una puerta semiabierta daba a un bar casi en tinieblas, de donde salían las voces. Miles entró.

En el primer momento apenas pudo ver en la luz amortiguada, y dio unos pasos vacilante, de manera que un camarero presuroso con una bandeja con vasos tropezó con él. El camarero dijo unas palabrotas, se las arregló para que los vasos no perdieran el equilibrio, y siguió su camino. Dos hombres sentados ante la barra en unos taburetes, volvieron la cabeza. Uno dijo:

– Éste es un club privado, amigo. ¡Si no eres miembro… fuera!

Otro se quejó:

– ¡Ese haragán de Pedro, que se ha ido! ¡Qué portero! Eh, ¿quién eres? ¿Qué buscas?

Miles dijo:

– Busco a Jules La Rocca.

– Busca en otra parte -ordenó el primer hombre-. Aquí no hay nadie que se llame así.

– ¡Eh, Miles, nene! -Una figura cuadrada y barrigona se abrió paso en la oscuridad. La conocida cara de comadreja salió a la luz. Era La Rocca que, en la penitenciaría de Drummonburg había sido emisario de la Fila de la Maffia, y que después había hecho de enlace entre Miles y su protector, Karl. Karl seguía dentro, y probablemente iba a seguir. Jules La Rocca había sido puesto en libertad condicional poco después de Miles Eastin.

– Hola, Jules -saludó Miles.

– Ven, te presentaré a unos amigos -La Rocca agarró el brazo de Miles con sus dedos gordos-. Es mi amigo -dijo a los dos hombres que estaban en los taburetes y que habían vuelto la cabeza con indiferencia.

– Oye -dijo Miles- me voy. No tengo «pan». No puedo comprar -utilizaba con facilidad la jerga que había aprendido en la cárcel.

– No importa. Yo convido a un par de cervezas -mientras marchaban entre las mesas, La Rocca preguntó-: ¿Dónde has andado?

– Buscando trabajo. Estoy listo, Jules. Necesito ayuda. Antes de que saliera dijiste que podías ayudarme.

– Claro, claro, -se detuvieron junto a una mesa donde había otros dos hombres sentados. Uno era flaco, con una cara dolorosa, marcada por la viruela; el otro tenía largo pelo rubio, botas de cowboy y llevaba gafas oscuras. La Rocca trajo otra silla-. Es mi compañero, Miles.

El hombre de las gafas oscuras gruñó. El otro dijo:

– ¿El tipo que entiende de «guita»?

– El mismo -La Rocca gritó hacia el otro lado de la habitación pidiendo cerveza, después invitó al hombre que había hablado primero-. Pregunta, cretino.

– ¿Qué pregunto?

– Sobre dinero, cara de culo -dijo el de las gafas oscuras. Meditó un momento:

– ¿Dónde se hizo el primer dólar?

– Eso es fácil -dijo Miles-. Mucha gente cree que el dólar fue inventado en Norteamérica. Bueno, no es así. Vino de Bohemia, Alemania, aunque primero lo llamaban taler, que otros europeos no podían pronunciar, y la palabra se corrompió hasta convertirse en «dólar» y así quedó.

Una de las primeras referencias al dólar está en Macbeth.… «Diez mil dólares para nuestro uso general».

– ¿Mac… qué?

– Mac mierda -dijo La Rocca-. Es como un programa impreso. -Y dijo con orgullo a los otros dos-. ¿Entendéis? Este muchacho sabe de todo.

– No todo -dijo Miles-, me gustaría saber cómo ganar un poco de dinero en este momento.

Colocaron ante él dos cervezas. La Rocca buscó unas monedas que entregó al camarero.

– Antes de que ganes «guita» -dijo La Rocca a Miles- tienes que pagar a Ominsky -se inclinó confiado hacia adelante, ignorando a los otros dos-. El ruso sabe que saliste de la jaula. Ha estado preguntando por ti.

La mención del tiburón prestamista, a quien todavía debía por lo menos tres mil dólares, hizo sudar a Miles. También tenía otra deuda -en términos generales la misma cantidad- con el levantador de apuestas con quien había andado en tratos, pero la posibilidad de pagar a cualquiera de los dos parecía remota en este momento. Sin embargo, sabía que, al venir aquí, al hacerse visible, se reabrirían las viejas cuentas y que salvajes venganzas podían producirse si no pagaba.

Preguntó a La Rocca:

– ¿Cómo voy a pagar lo que debo si no encuentro trabajo?

El barrigón movió la cabeza.

– Al salir debiste ver en seguida al ruso.

– ¿Dónde? -Miles sabía que Ominsky no tenía oficina y que operaba donde se presentaban los negocios.

La Rocca señaló la cerveza.

– Bebe, después iremos a verlo.


– Visto desde mi posición -dijo el hombre elegantemente vestido, mientras continuaba almorzando y sus manos con anillos de brillantes se movían hábilmente sobre el plato- teníamos un acuerdo de negocios, que ambos prometimos respetar. Yo he hecho mi parte. Usted no ha cumplido con la suya. Le pregunto ahora: ¿en qué situación estoy yo?

– Vea -suplicó Miles- usted sabe lo que ha pasado y le agradezco que haya detenido el reloj de la manera que lo hizo. Pero ahora no puedo pagar. Quiero, pero no puedo. Por favor, deme tiempo.

Igor Ominsky (el ruso), sacudió la cabeza, costosamente peinada; sus dedos cuidados rozaron su mejilla rosada, recién afeitada. Era vanidoso de su apariencia, y vivía y se vestía bien, porque podía permitírselo.

– El tiempo -dijo con suavidad- es dinero. Usted ya ha tenido demasiado de las dos cosas.

En el otro lado de la mesa, en el reservado del restaurante donde La Rocca le había llevado, Miles tuvo la sensación de ser un ratón ante una cobra. No había comida ante él en la mesa, ni siquiera un vaso de agua, que no le hubiera venido mal, porque tenía los labios resecos y el miedo le roía el estómago. Si hubiera podido ver en este momento a Nolan Wainwright y cancelar el acuerdo que lo exponía de esta manera, Miles lo hubiera hecho inmediatamente. Pero, tal como estaban las cosas, permaneció allí sudando, vigilando mientras Ominsky proseguía con su almuerzo de Sole Bonne Femme. Jules La Rocca se había alejado discretamente hacia el bar del restaurante.

El motivo del miedo de Miles era muy simple. Podía adivinar la amplitud de los negocios de Ominsky y conocía lo absoluto de su poder.

Una vez Miles había visto un programa de televisión en donde se le hacía a Ralph Salerno, un experto norteamericano del crimen, la siguiente pregunta: «Si usted tuviera que vivir ilegalmente, ¿qué clase de criminal sería?» y el experto había contestado en el acto: «Un tiburón prestamista». Lo que Miles sabía, por sus contactos en la cárcel y por lo que había adivinado antes, confirmaba este punto de vista.

Un tiburón prestamista, como el ruso Ominsky, era un banquero que cosechaba un sorprendente beneficio con un riesgo mínimo, ocupándose de préstamos grandes y pequeños, sin ser molestado por las leyes. Los clientes iban a él; él rara vez los buscaba, o necesitaba buscarlos. No alquilaba una vivienda costosa, y hacía los negocios en un coche, en un bar… o durante el almuerzo, como ahora. Sus libros de cuentas eran muy simples, generalmente en clave, y las transacciones -generalmente al contado- no dejaban huellas. Las pérdidas por deudas no pagadas eran menores. No pagaba impuestos federales, estatales, ni municipales. Su promedio de interés era normalmente del 100 por ciento y a veces más elevado.

En cualquier momento dado, adivinaba Miles, Ominsky podía tener por lo menos dos millones de dólares «en la calle». Algo provendría del propio dinero del tiburón, el resto era dinero que invertían en él los jefes del crimen organizado, para quienes obtenía un jugoso beneficio, cobrando una comisión. Era normal que una inversión inicial de 100 000 dólares en préstamos del tiburón, formara en cinco años una pirámide de un millón y medio… un 1400 por ciento de ganancia. Ningún otro negocio en el mundo se le podía igualar.

Tampoco los clientes de un tiburón eran «gentuza». Con sorprendente frecuencia, grandes nombres y reputados hombres de negocios pedían prestado a los tiburones, cuando estaban exhaustas otras fuentes de crédito. A veces, en lugar de pago, un tiburón prestamista se convertía en socio -o propietario- del negocio de otro. Como los tiburones marinos, la mordedura de los prestamistas era amplia.

Los gastos principales de un tiburón prestamista eran para forzar a los clientes, y se las arreglaba para que fueran mínimos, sabía que los cuerpos hospitalizados y los miembros rotos producen muy poco, o ningún dinero; y sabía, también, que su mayor aliado era el miedo.

Con todo, el miedo necesitaba una base de realidad; por lo tanto, cuando uno de los pedigüeños estaba en falta, el castigo por matones alquilados era rápido y salvaje.

En cuanto a los riesgos que corre un tiburón prestamista, son muy leves comparados con los de otras formas del crimen. Pocos tiburones del préstamo han sido jamás procesados, y menos aún condenados. La falta de pruebas era el motivo principal. Los clientes de un tiburón se callaban la boca, en parte por miedo, en parte, por vergüenza de haber necesitado sus servicios. Y los que eran castigados físicamente nunca hacían una denuncia, sabiendo que, si la hacían, volverían a ser castigados.

Por lo tanto Miles permaneció allí, temeroso, mientras Ominsky terminaba su sole.

Inesperadamente, el tiburón dijo:

– ¿Puede usted llevar libros?

– ¿Llevar libros? Claro, cuando trabajaba en el banco…

Le hicieron callar con un gesto; unos ojos fríos, duros, le estudiaron.

– Tal vez pueda usted servirme en algo. Necesito un tenedor de libros en el Double Seven.

– ¿En el club? -Era una novedad para Miles que Ominsky fuera dueño o dirigiera el club. Añadió:

– He estado hoy allí antes de…

El otro le interrumpió de golpe.

– Cuando yo hablo quédate quieto y escucha; responde a las preguntas cuando te las haga. La Rocca dice que buscas trabajo. Si te doy trabajo, todo lo que ganes será para pagar el préstamo y el interés. En otras palabras, me perteneces. Quiero que esto quede en claro.

– Sí, míster Ominsky -el alivio invadió a Miles. Después de todo iban a darle tiempo. Y cómo y por qué, era importante.

– Comerás tus comidas en un cuarto -dijo el ruso Ominsky- y te prevengo: no metas los dedos en la masa. Si alguna vez descubro que lo has hecho, desearás volver a robar al banco, y no haberme robado a mí.

Miles se estremeció instintivamente, menos por la preocupación de robar -cosa que no pensaba hacer- sino al comprender lo que Ominsky era capaz de hacer si alguna vez descubría que se había introducido un Judas en su campo.

– Jules te acompañará y te mostrará dónde debes estar. También se te dirán otras cosas. Eso es todo -Ominsky despidió a Miles con un gesto e hizo una seña a La Rocca, que había estado observando desde el bar. Mientras Miles esperaba en la puerta del restaurante, los otros dos conferenciaron, el tiburón dio instrucciones y La Rocca asintió.

Jules La Rocca volvió junto a Miles.

– Tienes suerte, muchacho. Vamos.

Cuando se fueron, Ominsky empezó a comer el postre, mientras otra figura que había estado esperando se deslizaba en el asiento que tenía enfrente.


El cuarto en el Double Seven quedaba en el piso más alto del edificio, y era poco más que un cubículo miserablemente amueblado. A Miles no le importaba. Representaba un frágil comienzo, una posibilidad de rehacer su vida y recobrar algo de lo que había perdido, aunque sabía que la cosa iba a necesitar tiempo, que iba a correr graves riesgos y que necesitaba empuje. Por el momento procuraba no pensar demasiado en su doble papel, y se concentraba en hacerse útil y en ser aceptado, como le había indicado Nolan Wainwright.

Primero aprendió la geografía del club. La mayor parte de la planta baja -fuera del bar donde había entrado en el primer momento- estaba ocupada por un gimnasio y unas canchas de juego a la pelota. En el primer piso había cuartos para baños de vapor y salas para masajes. En el segundo había oficinas; y también otros cuartos, cuyo uso comprendió más adelante. El tercer piso, más reducido que los otros, contenía algunos cubículos como el de Miles, donde a veces dormían los miembros del club.

Miles se metió fácilmente en el trabajo de tenedor de libros. Era bueno para la tarea, descubriendo alguna rémora y mejorando anotaciones que habían sido hechas al descuido. Sugirió al agente del club hacer una ficha de control más eficiente, aunque tuvo cuidado de no parecer que quería beneficiarse con los cambios.

El gerente, un expromotor de boxeo de nombre Nathanson, para quien el trabajo de oficina no era fácil, le quedó agradecido. Todavía apreció más cuando Miles propuso hacer otros quehaceres en el club, como reorganizar los archivos y los inventarios. Nathanson, en agradecimiento, permitió a Miles visitar las canchas de pelota en las horas libres, lo que le proporcionaba una oportunidad más para conocer nuevos miembros.

El club, compuesto totalmente de hombres, dentro de lo que Miles podía ver, se dividía en términos generales en dos grupos.

Uno estaba representado por los que seriamente aprovechaban las facilidades deportivas del club, incluso los baños turcos y las salas de masajes. Aquellas personas iban y venían individualmente, pocos parecían conocerse entre sí, y Miles adivinó que eran jornaleros o empleados menores, que venían al Double Seven simplemente para mantenerse en forma. Sospechaba que el primer grupo representaba una tapadera muy buena para el segundo, que generalmente no utilizaba las facilidades atléticas, como no fuera, alguna vez, los baños turcos.

Los del segundo grupo se reunían generalmente en el bar o en el cuarto de arriba, en el segundo piso. Su número aumentaba considerablemente por la noche, cuando los que iban a hacer ejercicios raras veces usaban el club. Era evidente para Miles que este segundo elemento era el que Nolan Wainwright había tenido en la mente cuando descubrió el Double Seven como un «punto de reunión».

Otra cosa que Miles descubrió rápidamente era que los cuartos de arriba se usaban para juegos ilegales de cartas, por altas sumas, y también para juegos de dados. Tras haber trabajado una semana, algunos de los frecuentadores nocturnos llegaron a conocerle, y se sentían tranquilos ante él, ya que Jules La Rocca les había asegurado que él era «muy bien, un tipo que sabe aguantar».

Poco después y continuando con su política de hacerse útil, Miles empezó a ayudar cuando había que servir bebidas y sándwiches en el piso segundo. La primera vez que lo hizo, uno de la media docena de toscos individuos que estaban fuera de los cuartos de juego, y que evidentemente eran guardias, le sacó la bandeja y la llevó personalmente. Pero a la noche siguiente y en las posteriores, se le permitió pasar a las salas donde se jugaba. Miles también se hizo útil bajando a comprar cigarrillos y trayéndolos para quien los necesitara, incluidos los guardias.

Comprendió que empezaba a hacerse simpático.

Uno de los motivos era su buena voluntad general. Otro, que algo de su antigua alegría y buena disposición estaban volviendo, pese a los problemas y peligros de estar donde estaba. Y otro motivo era que Jules La Rocca, que parecía estar bordeando todas las cosas, se había convertido en el padrino de Miles, aunque, a veces, hacía que Miles se sintiera como un artista de varieté.

Era el conocimiento que Miles tenía del dinero y de su historia lo que fascinaba -al parecer interminablemente- a La Rocca y sus compinches. Una saga favorita era la del dinero falsificado por algunos gobiernos, que Miles había descrito primeramente en la cárcel. En las primeras semanas en el club repitió la historia, aguijoneado por La Rocca, por lo menos una docena de veces. Siempre producía señales de asentimiento, junto con comentarios como «hipócritas asquerosos» y «malditos cuervos».

Para reforzar sus historias básicas, Miles fue un día a la casa de apartamentos donde había vivido antes de ir a prisión, y recobró sus libros referentes al tema. La mayoría de sus escasas pertenencias habían sido vendidas hacía tiempo para pagar el alquiler atrasado, pero el portero había guardado los libros y los devolvió a Miles. En una ocasión Miles había poseído una colección de monedas y billetes de banco, y la había vendido cuando sus deudas le forzaron. Esperaba, algún día, volver a ser coleccionista, aunque la perspectiva parecía lejana.

Al poder sumergirse al fin en sus libros, que guardaba en su cubículo del tercer piso, Miles habló a La Rocca y a otros acerca de las más extrañas formas de dinero. La moneda corriente más pesada que nunca había existido, les dijo, eran los discos de piedra agronita, usados en la isla Yap, en el Pacífico, hasta el estallido de la segunda guerra mundial. La mayoría de los discos, explicó, tenían treinta centímetros de ancho, pero una denominación tenía una anchura de cuatro metros y, cuando la llevaban para compras, había que transportarla en un palo.

– ¿Y qué pasaba con el cambio? -preguntó alguien entre carcajadas, y Miles les aseguró que lo daban… en discos de piedra más pequeños.

Por el contrario, informó, la moneda más ligera que se conocía era un tipo raro de plumas usadas en las Nuevas Hébridas. También, durante siglos, la sal había circulado como dinero, especialmente en Etiopía, y los romanos la usaban para pagar a sus obreros, de ahí la palabra «salario», que provenía de «sal». Y en Borneo incluso en el siglo xix, dijo Miles a los otros, las calaveras humanas eran moneda legal.

Pero invariablemente antes que terminaran las charlas, la conversación volvía a las monedas falsas.

Después de una de estas charlas, un enorme guardia que recorría el club mientras los otros jugaban a las cartas, llevó aparte a Miles.

– Eh, muchacho, hablas muy bien de falsificaciones. Mira esto… -y le mostró un limpio y crujiente billete de 20 dólares.

Miles aceptó el billete y lo examinó. La experiencia no era nueva para él. Cuando trabajaba en el First Mercantile American solían traerle los billetes sospechosos a causa de sus conocimientos de especialista.

El grandullón mostró los dientes, sonriendo.

– Bueno, ¿eh?

– Si es falso -dijo Miles- es la mejor falsificación que he visto.

– ¿Quieres comprar unos pocos? -de un bolsillo interior el guardaespaldas sacó nueve billetes de a veinte dólares-. Dame cuarenta de los verdaderos, y estos doscientos son tuyos.

Era el precio habitual, según sabía Miles, para los falsificados de elevada calidad. Percibió también que los otros billetes eran tan buenos como el primero.

Vaciló antes de rehusar la oferta. No tenía intenciones de pasar dinero falso, pero comprendió que era algo que podía enviar a Wainwright.

– Un momento -dijo al tosco individuo y subió a su cuarto, donde había escondido un poco más de cuarenta dólares. Algunos provenían del adelanto de cincuenta dólares que le había dado Wainwright, los otros de propinas que había recibido en las salas de juego. Tomó el dinero, casi todo en billetes menores, y lo cambió abajo por los doscientos dólares falsos. Más tarde, esa noche, escondió en su cuarto el dinero falsificado.

Al día siguiente, con una mueca, Jules La Rocca le dijo:

– He oído que has hecho un negocio de cambios -Miles estaba ante un escritorio de tenedor de libros, en la oficina del segundo piso.

– Un poco -reconoció.

La Rocca acercó su barriga y bajó la voz.

– ¿Tienes ganas de entrar en acción?

Miles dijo, con cautela:

– Depende de lo que sea.

– Hacer un viaje a Louisville, por ejemplo. Llevar algo del dinero que compraste anoche.

Miles sintió que se le contraía el estómago: la cosa no sólo podía volver a llevarle a la cárcel, sino que además sería por mucho más tiempo. Pero, si no se arriesgaba: ¿cómo seguir aprendiendo y ganando la confianza de los otros?

– No hay más que llevar un coche desde aquí hasta allá. Se te pagarán doscientos dólares.

– ¿Y si me detienen? Estoy bajo libertad condicional y no tengo permiso para conducir.

– El permiso no es problema si tienes una foto… de frente, de la cabeza y los hombros.

– No tengo, pero puedo tenerla.

– Date prisa.

En el intervalo para el almuerzo, Miles se dirigió a una estación de autobuses y se sacó una foto en una máquina automática. La entregó a La Rocca esa misma tarde.

Dos días después, mientras Miles trabajaba, una mano silenciosa colocó un trocito de papel en el estante que tenía delante. Con sorpresa vio que era un permiso de chófer, con la foto que él había suministrado.

Cuando se volvió, La Rocca estaba detrás de él, mostrando los dientes.

– Mejor que uno legítimo, ¿eh?

Miles dijo, incrédulo:

– ¿Quieres decir que es falso?

– ¿Notas alguna diferencia?

– No, no puedo notar ninguna -examinó el permiso, que parecía idéntico a los oficiales- ¿Cómo lo conseguiste?

– No importa.

– Vamos -dijo Miles-, de verdad me gustaría saberlo. Sabes que me intereso en estas cosas.

La cara de La Rocca se ensombreció. Por primera vez sus ojos revelaron desconfianza.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Simple interés. Es lo que te he dicho -Miles esperó que no se notara su súbito nerviosismo.

– Hay preguntas que no conviene hacer. Si un tipo las hace, la gente empieza a preocuparse. Y el tipo puede salir lastimado. Malamente.

Miles permaneció en silencio, mientras La Rocca le miraba. Luego, aparentemente, pasó el momento de desconfianza.

– Será mañana por la noche -informó Jules La Rocca-. Se te dirá lo que debes hacer y cuándo.

Al día siguiente, antes del crepúsculo, le dieron las instrucciones, siempre por intermedio del perenne mensajero, La Rocca, quien dio a Miles un juego de llaves de auto, un recibo de aparcamiento y un billete de avión. Miles debía recoger el coche -un Chevrolet Impala marrón- sacarlo del parking y conducirlo esa noche hasta Louisville. Al llegar debía ir al aeropuerto de Louisville y dejarlo allí, poniendo luego el billete de estacionamiento del aeropuerto y las llaves bajo el asiento delantero. Antes de irse debía limpiar con cuidado el coche para borrar las huellas digitales. Después tenía que tomar uno de los primeros aviones en vuelo de regreso.

Los peores momentos para Miles fueron temprano, cuando localizó el coche y lo sacó del parking. Se preguntó, tenso: ¿era posible que el Chevrolet estuviera vigilado por la policía? Quizá la persona que había aparcado el coche, fuera quien fuese, era sospechosa, y la habían seguido. En tal caso, éste era el momento en que la ley iba a actuar. Miles sabía que el riesgo debía ser grande. De otro modo no hubieran usado como correo a una persona como él. Y aunque no lo sabía positivamente, presumía que el dinero falso -probablemente en gran cantidad- estaba en el portamaletas.

Pero no pasó nada, aunque sólo empezó a sentirse tranquilo cuando el parking quedó atrás y estaba ya cerca de los límites de la ciudad.

Una o dos veces en el camino, cuando encontró patrullas en coches policiales, el corazón empezó a latirle más fuerte, pero nadie le detuvo, y llegó a Louisville poco antes del alba en un viaje sin accidentes.

Sólo sucedió una cosa que no estaba en el plan. A unas treinta millas más o menos de Louisville, Miles salió del camino principal y, en la oscuridad, con ayuda de una linterna, abrió el portamaletas. Adentro había dos pesadas maletas, ambas cerradas con llave. Por un momento pensó en forzar una de las cerraduras, pero el sentido común le dijo que se comprometería al hacerlo. Cerró el portamaletas, copió el número del Impala y prosiguió.

Encontró sin dificultades el aeropuerto de Louisville y, tras cumplir con el resto de las instrucciones, tomó un avión para volver y se presentó en el club Double Seven poco antes de las 10. Nadie hizo preguntas acerca de su ausencia.

El resto del día Miles lo pasó fatigado por falta de sueño aunque se las arregló para seguir trabajando. Por la tarde llegó La Rocca, radiante y fumando un gordo cigarro.

– Has hecho un precioso trabajito, Miles. Nadie orinó nada. Todos contentos.

– Está bien -dijo Miles-. ¿Cuándo me pagan los doscientos dólares?

– Ya los has recibido. Se los ha quedado Ominsky. Es parte de lo que le debes.

Miles suspiró. Pensó que debía haber sospechado algo por el estilo, aunque era irónico haber arriesgado tanto, en beneficio del tiburón prestamista. Preguntó a La Rocca:

– ¿Cómo lo sabía Ominsky?

– Sabe casi todo.

– Hace un momento dijiste que todos estaban contentos. ¿Quién es «todos»? Si hago un trabajo como el de ayer, quiero saber para quién estoy trabajando.

– Ya te lo he dicho, hay cosas que no es conveniente saber o preguntar.

– Ya lo sé -era evidente que no iba a sacar mucho más y forzó una sonrisa para La Rocca, aunque la alegría había dejado a Miles y había sido reemplazada por la depresión. El viaje nocturno le había agotado y, pese a los atroces riesgos que había corrido, comprendía ahora que se había enterado de muy poco.

Unas cuarenta y ocho horas más tarde, siempre preocupado y desalentado, comunicó sus temores a Juanita.

8

Miles Eastin y Juanita se habían encontrado en dos ocasiones durante el mes que él llevaba trabajando en el club Double Seven.

La primera vez, unos días después del paseo nocturno en automóvil de Juanita y Nolan Wainwright, y de haber dado ella el consentimiento para actuar como intermediaria… había sido un encuentro incómodo e indeciso para los dos. Aunque habían instalado rápidamente un teléfono en el apartamento de Juanita, como había prometido Wainwright, Miles no estaba enterado y se presentó sin anunciarse, por la noche, tras un viaje en autobús. Luego de una cautelosa inspección por la puerta del apartamento parcialmente abierta, Juanita quitó la cadena de seguridad y le dejó pasar.

– Hola -dijo Estela. La niñita morena, una Juanita en miniatura, miró desde un libro de colores y sus grandes ojos líquidos se clavaron en Miles-. Eres el hombre flaco que vino antes. Ahora estás más gordo.

Miles dijo:

– Ya lo sé. He estado comiendo unos platos mágicos, para gigantes.

Estela rió, pero Juanita frunció el ceño. Él dijo, disculpándose:

– No había manera de prevenirle mi llegada. Míster Wainwright dijo que usted me esperaba.

– ¡Ese hipócrita!

– ¿No simpatiza con él?

– Le detesto.

– No es exactamente mi idea de Santa Claus -dijo Miles-. Pero no le detesto. Creo que cumple con su deber.

– Entonces que lo haga. Que no utilice a los demás.

– Si usted siente las cosas con tanta vehemencia, ¿por qué…?

Juanita interrumpió:

– ¿Cree que no me lo he preguntado a mí misma? Maldito sea el día en que le conocí. Prometer lo que prometí fue un momento de tontería, que lamento.

– No es necesario. Puede retirarse cuando quiera… -la voz de Miles era suave-. Se lo explicaré a Wainwright- y se dirigió hacia la puerta.

Juanita se precipitó:

– ¿Y qué va a ser de usted? ¿A quién va a dar los mensajes? -sacudió la cabeza, exasperada-. ¿Es que estaba loco cuando consintió en esta tontería?

– No -dijo Miles-. Vi que había una posibilidad; en cierto modo la única, pero no hay por qué meterla a usted en esto. Cuando sugerí la cosa, no la había pensado bien. Le pido que me perdone.

– Mamá -dijo Estela- ¿por qué estás tan enojada?

Juanita se inclinó y estrechó a su hija.

No te preocupes, mi cielo. Estoy enojada con la vida, pequeña. Me enoja lo que la gente se hace entre sí… -y dijo bruscamente, dirigiéndose a Miles-: Siéntese, siéntese.

– ¿Está segura?

– ¿Segura de qué? ¿De que usted debe sentarse? No, ni siquiera estoy segura de eso. Pero hágalo.

Obedeció.

– Me gusta tu temperamento, Juanita -dijo Miles, sonriendo y, por un momento, ella pensó que él era como había sido antes en el banco. Él prosiguió-: Me gusta eso y otras cosas en ti. Si quieres saber la verdad, el motivo por el que sugerí este acuerdo es que me daba pretextos para verte.

– Bueno, ahora los tienes -Juanita se encogió de hombros-. Y supongo que volverás a verme. De manera que te pido que me pases tu informe de agente secreto; yo se los daré a esa araña de Wainwright, para que teja sus telas.

– Mi informe es que no hay informe. Al menos, por ahora -Miles habló del club Double Seven, de su aspecto y de su olor, y vio que ella fruncía la nariz, desagradada. Describió también su encuentro con Jules La Rocca, después la entrevista con el tiburón prestamista, el ruso Ominsky, y, finalmente, habló de su empleo como tenedor de libros en el club. Esto era, tras haber trabajado unos días en el Double Seven, todo lo que Miles podía contar.

– Pero estoy metido en el asunto -aseguró- y eso es lo que Wainwright quería.

– A veces es fácil meterse -dijo ella-. Y, como en las trampas para langostas, salir es más difícil.

Estela escuchaba gravemente. Ahora preguntó a Miles:

– ¿Volverás de nuevo?

– No sé -lanzó una mirada interrogativa a Juanita, que les examinó a los dos y después suspiró.

– Sí, amorato -dijo a Estela-. Volverá.

Juanita se dirigió al dormitorio y volvió con los dos sobres que le había dado Nolan Wainwright. Se los tendió a Miles:

– Son para ti.

El sobre más grande contenía dinero, el otro la tarjeta de crédito bajo el nombre inventado de H. E. Lyncolp. Y Juanita explicó el propósito de la tarjeta: una llamada de auxilio.

Miles se metió en el bolsillo la tarjeta de plástico, pero volvió a meter el dinero en el primer sobre y se lo tendió a Juanita.

– Es mejor que lo guardes tú. Si alguien me lo ve, podría desconfiar. Úsalo para ti y Estela. Te lo debo.

Juanita vaciló. Con voz más suave que antes, dijo:

– Lo guardaré para ti.

Al día siguiente, en el First Mercantile American, Juanita llamó a Wainwright por un teléfono interno y le pasó su informe. Tuvo cuidado de no mencionar su nombre, ni el de Miles, ni el del club Double Seven. Wainwright escuchó, le dio las gracias, y eso fue todo.


El segundo encuentro entre Juanita y Miles ocurrió una semana y media después, un sábado por la tarde. Esta vez Miles había telefoneado de antemano y, cuando llegó, tanto Juanita como Estela parecieron alegrarse de verle. Ambas iban a salir de compras y él se les unió, y los tres se metieron en un mercado al aire libre donde Juanita compró salchichón polaco y repollo. Dijo:

– Es para nuestra cena. ¿Nos acompañas?

Él aseguró que iba a hacerlo, añadiendo que no necesitaba volver al club hasta avanzada la noche, y que ni siquiera era necesario que lo hiciera hasta la mañana siguiente.

Mientras caminaban, Estela dijo súbitamente a Miles:

– Me gustas -y metió su manita en la de él y no le soltó.

Juanita, al notarlo, sonrió.

Durante la cena se estableció una fácil camaradería. Luego Estela fue a acostarse y besó a Miles para darle las buenas noches y, cuando él y Juanita quedaron solos, él recitó su informe para Nolan Wainwright. Estaban sentados, uno junto al otro, en el sofá cama. Volviéndose hacia Miles cuando él terminó, ella dijo:

– Si quieres puedes quedarte aquí esta noche.

– La última vez que dormí aquí… tú te fuiste allí… -hizo un gesto hacia el dormitorio.

– Hoy me quedaré aquí. Estela duerme profundamente. No nos molestará.

Tendió los brazos hacia Juanita, que se precipitó en ellos, ansiosa. Sus labios, entreabiertos, eran cálidos, húmedos y sensuales, como una promesa de cosas aún más dulces. Su lengua bailaba, y le deleitó. Mientras la estrechaba pudo oír su respiración que se aceleraba y sintió el cuerpo pequeño, esbelto, entre niña y mujer, estremecido de pasión contenida, que respondía ferozmente al suyo. A medida que se acercaban y las manos de él empezaban a explorar, Juanita suspiró profundamente, saboreando las oleadas de placer y anticipando el futuro éxtasis. Hacía tiempo que no tenía relaciones con un hombre. Era evidente que estaba excitada, que demandaba, esperaba. Con impaciencia abrieron el sofá cama.

Lo que siguió fue un desastre. Miles había deseado a Juanita en su mente y -según creía- con su cuerpo. Pero, cuando llegó el momento en el que un hombre debe probarse, su cuerpo se negó a funcionar como debía. Desesperado, se esforzó, se concentró, cerró los ojos y deseó, pero nada cambió. Lo que debía haber sido la ardiente y rígida espada de un hombre joven, era algo fláccido, inefectivo. Juanita procuró tranquilizarlo y ayudarlo.

– No te preocupes, Miles querido, ten paciencia. Deja que te ayude y todo pasará.

Intentaron, una y otra vez. Finalmente, se dieron cuenta de que era inútil. Miles se echó en la cama, avergonzado y a punto de llorar. Sabía, miserablemente, que, detrás de su impotencia estaba la certeza de su homosexualidad en la cárcel. Había creído y esperado que la cosa no le inhibiera con una mujer, pero así había sido. Miles llegó desesperadamente a una conclusión: ahora sabía con certeza lo que tanto había temido. Ya no era un hombre.

Finalmente, agotados, desdichados, frustrados, durmieron.

Durante la noche Miles se despertó, dio vueltas inquieto unos momentos, después se levantó. Juanita le oyó y encendió la luz junto al sofá cama. Preguntó:

– ¿Qué pasa?

– Estaba pensando -dijo él- y no puedo dormir.

– ¿Pensando en qué?

Fue entonces cuando le contó… sentado muy tieso, con la cabeza vuelta, para no encontrar los ojos de Juanita, le habló de su experiencia en la cárcel, empezando con el momento en que el grupo lo había violado, después habló de su «amistad» con Karl, como medio para protegerse; contó cómo había compartido la celda del negrazo; le explicó cómo había continuado las prácticas homosexuales y cómo habían empezado a gustarle. Habló de sus sentimientos ambivalentes hacia Karl, cuya amabilidad y bondad Miles todavía recordaba… ¿con cariño?… ¿con amor?… Incluso ahora no lo sabía.

En aquel momento Juanita lo interrumpió:

– ¡Basta! Ya he oído bastante. ¡Me asquea!

Él preguntó:

– ¿Qué crees que siento?

– No quiero saber. No sé ni me importa -todo el horror y el asco que sentía estaban en su voz.

En cuanto hubo luz Miles se levantó, se vistió y se fue.


Dos semanas más tarde. Otra vez era sábado, el mejor momento, según había descubierto Miles, para desaparecer del club sin ser notado. Todavía estaba agotado por la tensión nerviosa del viaje de la noche anterior a Louisville y desesperado por la falta de progresos.

Se había preguntado, también si debía volver a ver a Juanita.

Se preguntaba si ella querría verle. Pero finalmente decidió que, por lo menos, era necesaria otra visita y, cuando se presentó, ella estuvo cortante, y fue derecho al punto, como si lo que había pasado la última vez hubiera quedado atrás.

Escuchó el informe, y Miles habló también de sus dudas.

– No descubro nada importante. Claro, trato con Jules La Rocca y con el tipo que me vendió los billetes falsos de veinte dólares, pero ambos son peces pequeños. Cuando hice preguntas a La Rocca… como por ejemplo, de dónde venía el permiso falsificado para conducir… se cerró y desconfió. No tengo más idea ahora que cuando empecé, de la gente importante que puede estar metida en el asunto, y no sé lo que pasa detrás del Double Seven.

– No lo puedes descubrir todo en un mes -dijo Juanita.

– Tal vez no haya nada que descubrir… por lo menos lo que Wainwright quiere.

– Tal vez no. Pero, en todo caso, no es culpa tuya. Además, es posible que hayas descubierto más de lo que crees. Está el dinero falsificado que me diste, el número del coche que condujiste…

– Que probablemente era robado.

– Que Sherlock Holmes Wainwright lo averigüe… -una idea cruzó la mente de Juanita-. ¿Y tu billete de avión? ¿El que te dieron para que volvieras?

– Lo he usado.

– Siempre hay una copia que se guarda.

– Tal vez… -Miles buscó en el bolsillo de la chaqueta; era el traje que había usado en el viaje a Louisville. El sobre del billete estaba allí, y la copia doblada dentro.

Juanita tomó ambas cosas.

– Quizás alguien entienda. Y recobraré los cuarenta dólares que pagaste por el dinero falso.

– Te ocupas mucho de mí.

¿Por qué no? Alguien debe hacerlo.

Estela, que había estado visitando a una amiga en otro apartamento, entró.

– Hola -dijo- ¿vas a quedarte otra vez?

– Hoy no -dijo él-. Tengo que irme pronto.

Juanita preguntó bruscamente:

– ¿Es necesario?

– No… pero pensé que…

– Entonces cenarás aquí. A Estela le gustará.

– Oh, qué bien -dijo Estela. Preguntó a Miles-: ¿Quieres leerme un cuento?

Cuando él dijo que iba a hacerlo, ella trajo un libro y se sentó feliz en su rodilla.

Después de cenar, antes de que Estela diera las buenas noches y fuera a acostarse, le leyó de nuevo.

– Eres una persona muy buena, Miles -dijo Juanita, saliendo del cuarto y cerrando la puerta tras ella. Mientras acostaba a Estela, él se levantó para irse, pero ella le hizo una seña:

– Quédate. Quiero decirte algo.

Como la vez anterior se sentaron juntos en el sofá de la sala. Juanita habló lentamente, eligiendo las palabras.

– La última vez, cuando te fuiste, lamenté las cosas duras que había pensado y dicho mientras estabas aquí. No hay que juzgar demasiado, pero eso es lo que hice. Sé que has sufrido en la cárcel. No he estado ahí, pero puedo adivinar cómo es, y nadie puede saber… a menos de estar allí… cómo son las cosas. En cuanto al hombre de quien hablaste, Karl, si fue bueno cuando los otros eran crueles… eso es lo único que importa.

Juanita se detuvo, meditó, y siguió:

– Para una mujer es difícil entender que dos hombres pueden amarse de la manera que has dicho, y hacer entre sí el amor. Pero hay mujeres que se quieren también de esa manera, al igual que los hombres y, tal vez, si se piensa, amar así es mejor que no amar a nadie, es mejor que el odio. Te ruego, pues, que olvides las palabras hirientes que te dije; sigue pensando en tu Karl, y reconoce que le has amado… -levantó los ojos y miró de frente a Miles-: Le querías, ¿verdad?

– Sí -dijo él en voz muy baja-. Le quería.

Juanita asintió.

– Es mejor que lo hayas dicho. Tal vez ahora ames a otros hombres. No lo sé. No entiendo estas cosas… pero sé que el amor es bueno, dondequiera que se encuentre.

– Gracias, Juanita -Miles vio que ella lloraba y sintió que su propia cara estaba llena de lágrimas.

Guardaron silencio largo tiempo, escuchando el zumbido del tráfico del sábado y las voces en la calle. Después empezaron a hablar, como amigos, más cerca que nunca. Hablaron, olvidando el tiempo, y donde estaban, hablaron hasta avanzada la noche, acerca de sí mismos, de sus experiencias, de las lecciones aprendidas, de los sueños que habían tenido alguna vez, de sus actuales esperanzas, de las metas que debían alcanzar. Hablaron hasta que el amodorramiento apagó sus voces. Después, siempre uno junto al otro, tomados de la mano, se abandonaron al sueño.

Miles se despertó primero. Su cuerpo estaba incómodo y acalambrado… pero había otra cosa que lo llenó de excitación.

Con suavidad despertó a Juanita y la condujo desde el sofá hasta la alfombra, donde colocó almohadones como almohadas. Tierna y amorosamente la desvistió, después se desvistió él; la besó, la abrazó y subió sobre ella confiado, avanzó con vigor hacia adelante, gloriosamente, adentro, mientras Juanita le abrazaba, le apretaba y gritaba con fuerza de dicha.

– ¡Te quiero, Miles! ¡Cariño mío, te quiero!

Y él supo que, por intermedio de ella, había vuelto a recobrar su virilidad.

9

– Quiero hacerle dos preguntas -dijo Alex Vandervoort. Su tono era menos cortante que de costumbre; su mente estaba preocupada y un poco deslumbrada por lo que acababa de oír.

– Primero: ¿cómo, en nombre de Dios, ha conseguido toda esta información? Segundo: ¿hasta qué punto es verídica?

– Si no le molesta -dijo Vernon Jax- prefiero contestar en orden inverso.

Estaban en el despacho de Alex en la Casa Central del FMA al terminar la tarde. Afuera todo estaba tranquilo. La mayoría del personal del piso treinta y seis se había ido a su casa.

El detective privado que, hacía un mes, Alex había contratado para que realizara un estudio independiente sobre la Supranational Corporation -un «trabajito de entrometido» como ambos habían dicho- permanecía tranquilamente sentado, leyendo un periódico de la tarde, mientras Alex estudiaba el informe de setenta páginas que incluía un apéndice de documentos fotocopiados, que Jax había traído personalmente.

Hoy, si fuera posible, Vernon Jax parecía de aspecto más insignificante que la última vez. El traje azul brillante que llevaba podría haber sido donado al Ejército de Salvación… y rechazado… Los calcetines colgaban sobre los tobillos, y los zapatos estaban más descuidados que antes. El poco pelo que le quedaba sobre la cabeza calva se enderezaba en desorden, como mechas engomadas y sucias. De todos modos era evidente que, lo que faltaba a Jax en elegancia, era compensado por su habilidad como espía.

– En cuanto a la confianza que merecen estas informaciones -dijo-, si me pregunta usted si los hechos que he anotado, en su forma actual, pueden usarse como prueba ante un tribunal, le diré que no. Pero me alegro de decir que la información es auténtica, y no he incluido nada que por lo menos no haya sido controlado en dos buenas fuentes, en algunos casos en tres. Otra cosa: mi reputación por llegar a la verdad es mi mayor mérito en mi trabajo. Tengo buena fama. Y pienso conservarla.

«Bueno, ¿cómo lo consigo? La gente para la que trabajo en general me hace esa pregunta, y supongo que tiene usted derecho a una explicación, aunque retendré algunas cosas que caen bajo lo que denomino «secretos del oficio» y «fuentes protectoras».

»He trabajado durante veinte años para el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, casi ininterrumpidamente, como investigador, y he mantenido frescos los contactos, no sólo allí sino en otras partes. No muchos lo saben, míster Vandervoort, pero una de las maneras en las que trabajan los detectives es vendiendo informes confidenciales y, en mi trabajo, nunca se sabe cuándo uno puede necesitar de alguien o cuándo van a necesitarnos. Uno ayuda a alguien esta semana y, tarde o temprano, tropezaremos con él. También de esta manera se crean deudas y créditos, y hay pagos… en informes y detalles… por ambas partes. De manera que, cuando usted me contrató, yo no sólo le vendí mi sabiduría financiera… que pienso que es bastante buena, sino una red de contactos. Algunos de éstos le sorprenderían.

– Ya he recibido hoy todas las sorpresas necesarias -dijo Alex. Tocó el informe que tenía ante sí.

– De todos modos -dijo Jax- es así como he conseguido buena parte de lo que hay ahí. Lo demás ha sido habilidad, paciencia y saber debajo de qué rocas hay que mirar.

– Comprendo.

– Hay otra cosa que quiero aclarar, míster Vandervoort, y creo que lo considerará usted orgullo personal. He visto que usted me ha examinado las dos veces que nos hemos visto, y que no ha apreciado bastante lo que veía. Bueno, yo prefiero que la gente me vea de esta manera, porque un hombre insignificante e inofensivo es poco probable que sea notado o tomado en serio por las personas que él está investigando. También da resultado a la inversa, porque la gente con la que hablo no cree que yo sea importante, y bajan la guardia. Si yo tuviera un aspecto como el suyo, desconfiarían. Ése es el motivo, pero también le diré una cosa: el día que me invite usted a la boda de su hija, me presentaré tan bien trajeado como el mejor.

– Si alguna vez tengo una hija -dijo Alex- lo recordaré.

Cuando Jax partió, volvió a estudiar de nuevo el sorprendente informe. Era, pensaba, un fraude con las más graves implicaciones para el First Mercantile American. El poderoso edificio de la Supranational Corporation, la SuNatCo, estaba tambaleándose y a punto de caer.

Lewis D'Orsey, recordó Alex, había hablado de rumores sobre «grandes pérdidas que no se han informado… audaces prácticas de contabilidad entre las subsidiarias… el Gran George Quartermain que andaba detrás de una especie de subsidio gubernamental del tipo del de la Lockheed»… Vernon Jax había confirmado todo esto y había descubierto mucho, mucho más.

Era demasiado tarde para hacer nada ese mismo día, decidió Alex. Tenía toda la noche por delante para meditar cómo debía usar la información.

10

La cara normalmente colorada de Jerome Patterton adquirió un rojo todavía más profundo. Protestó:

– ¡Caramba! ¡Lo que usted pide es ridículo!

– No pido -la voz de Alex Vandervoort estaba tensa por la rabia que se había ido acumulando desde la noche anterior-. Le digo: hágalo.

– Pedir… decir… ¿cuál es la diferencia? Usted quiere que yo realice una acción arbitraria sin motivo sustancial.

– Más adelante le daré un montón de motivos. Poderosos.

Estaban en las oficinas de la presidencia, donde Alex había estado esperando a Patterton esa mañana.

– El mercado de la bolsa de Nueva York se ha abierto hace cincuenta minutos -previno Alex-. Hemos perdido ese tiempo y estamos perdiendo más. Porque usted es el único que puede dar la orden al departamento de depósitos para que venda todas las acciones que tenemos de la Supranational.

– ¡No lo haré! -Patterton elevó la voz-. Además, ¿qué demonios significa todo esto? ¿Quién se cree usted que es? Se ha presentado aquí como una tromba, ha empezado a dar órdenes…

Alex miró sobre el hombro. La puerta del despacho estaba abierta. Fue a cerrarla y volvió a su sitio.

– Le diré quién soy yo, Jerome. Soy el tipo que le previno a usted, y previno también a la Dirección, contra un compromiso amplio con la SuNatCo. Luché para que el departamento de grandes depósitos no comprara las acciones… y nadie, incluido usted… quiso escucharme. Ahora la Supranational se viene abajo… -Alex se inclinó sobre el escritorio y golpeó con fuerza con el puño. Su cara y sus ojos, que ardían, estaban cerca de los de Patterton-. ¿Entiende? ¡La Supranational puede arrastrarnos en su ruina!

Patterton quedó conmovido. Se dejó caer pesadamente en el asiento detrás del escritorio.

– Pero ¿está realmente en dificultades la SuNatCo? ¿Está usted seguro?

– Si no lo estuviera, ¿cree usted que habría venido aquí y me comportaría de esta manera? ¿No comprende que le estoy dando la oportunidad de salvar algo de lo que, de todos modos, será catastrófico? -Alex señaló su reloj de pulsera.- Ha pasado una hora desde la apertura del mercado. ¡Jerome, tome el teléfono y dé la orden!

Los músculos que rodeaban la cara del presidente del banco se retorcieron, nerviosos. No era un hombre fuerte ni decidido, y reaccionaba ante las situaciones, no las creaba. Una fuerte influencia, como la de Alex en este momento, con frecuencia le hacía vacilar.

– Por Dios y por usted, Alex, espero que sepa usted lo que está haciendo… -Patterton agarró uno de los dos teléfonos que tenía sobre el escritorio, vaciló, después dijo:

– Comuníqueme con Mitchell en Depósitos… No, esperaré… ¿Mitch? Habla Jerome. Escuche con atención. Quiero que dé una orden de venta inmediata de todas las acciones que tenemos de la Supranational. Sí, venda. Todas las acciones -Patterton escuchó, después dijo, con impaciencia-: Sí, ya sé el efecto que producirá en el mercado, y ya sé que el precio ha bajado. He visto la cotización de ayer. Arriesgaremos la pérdida. Pero venda… Sí, ya sé que es irregular… -sus ojos buscaron el apoyo de Alex. La mano que sostenía el teléfono tembló mientras decía-. No hay tiempo para hacer reuniones. Hágalo. No pierda… -Patterton hizo una mueca, mientras escuchaba-. Sí, acepto la responsabilidad.

Cuando cortó la comunicación, Patterton se sirvió un vaso de agua y lo bebió. Dijo a Alex:

– Ya ha oído lo que he dicho. El mercado ya ha bajado. Nuestra venta lo deprimirá más. Vamos a recibir una buena.

– Está usted equivocado -corrigió Alex-. Nuestros depositarios… la gente que confía en nosotros… serán los que recibirán el castigo. Y sería peor si hubiéramos esperado. Todavía no hemos salido del bosque. Dentro de una semana esas ventas pueden ser anuladas.

– ¿Anuladas? ¿Por qué?

– El Servicio Secreto podrá decir que teníamos conocimientos internos que debíamos haber informado, y que hubieran detenido el tráfico de esas acciones.

– ¿Qué clase de conocimientos?

– Que la Supranational está al borde de la bancarrota.

– ¡Jesús! -Patterton se levantó del escritorio y dio unos pasos. Murmuró para sí:

– ¡La SuNatCo! ¡Dios me valga, la SuNatCo! -volviéndose hacia Alex preguntó-: ¿Y nuestro préstamo de cincuenta millones?

– He averiguado. Casi toda la extensión del crédito ha sido retirado.

– ¿Y el balance compensatorio?

– Ha bajado a menos de un millón.

Hubo un silencio en el cual Patterton respiró profundamente.

– Dijo usted que tenía motivos poderosos. Evidentemente usted sabe algo. Es mejor que me lo diga.

– Será más sencillo que lea esto -y Alex dejó el informe de Jax sobre el escritorio del presidente.

– Lo leeré después -dijo Patterton-. Pero ahora dígame qué es esto y de qué se trata.

Alex explicó los rumores sobre la Supranational que le había comunicado Lewis D'Orsey, y la decisión de Alex de usar a un detective privado: Vernon Jax.

– Lo que Jax ha informado en total completa el cuadro -declaró Alex-. Anoche y esta mañana he estado telefoneando, confirmando algunas de las afirmaciones por separado. Todas han sido comprobadas. La verdad es que buena parte de lo informado hubiera podido ser descubierto por cualquiera que hubiera investigado con paciencia… pero nadie lo hizo o, hasta ahora, reunió las piezas del rompecabezas. Además de esto, Jax ha obtenido información confidencial, incluso documentos, y presumo que…

Patterton interrumpió irritado:

– Está bien, está bien. No importa. Dígame cuál es el contenido.

– Se lo diré en dos palabras: la Supranational no tiene dinero. En los últimos tres años la corporación ha tenido enormes pérdidas y ha sobrevivido por el prestigio y el crédito. Ha habido tremendos préstamos para pagar deudas; nuevos préstamos para pagar las nuevas deudas; después nuevamente han pedido prestado, más y más. Lo que les hace falta es verdadero dinero al contado.

Patterton protestó:

– Pero la SuNatCo ha informado excelentes ganancias, año tras año, y nunca ha perdido un dividendo.

– Ahora parece que los últimos dividendos han sido pagados con préstamos. Lo demás son cuentas falsas. Todos sabemos que pueden hacerse. Muchas de las compañías más grandes y reputadas usan los mismos métodos.

El presidente del banco pesó la afirmación, después dijo, sombrío:

– Había una época en la cual la presencia de un contador en una declaración financiera representaba integridad. Pero ya no es así.

– Aquí -Alex tocó el informe que estaba ante ellos en el escritorio- hay ejemplos de lo que estamos hablando. Uno de los peores es el de la Horizon Land Development. Es una subsidiaria de la SuNatCo.

– Ya lo sé, ya lo sé.

– Entonces también debe saber que la Horizon tiene grandes propiedades de tierras en Texas, Arizona, Canadá. La mayoría de los contratos de tierra son remotos, tal vez han sido hechos hace más de una generación. Lo que la Horizon ha estado haciendo es vender a especuladores, aceptando pequeños pagos con acuerdos limitados, y proyectando el pago de toda la cantidad, hacia un futuro lejano. En dos acuerdos, los pagos totales que representan ochenta millones de dólares, se completarán dentro de cuarenta años… bien avanzado el siglo veintiuno. Es probable que esos pagos nunca se realicen. Sin embargo, en las páginas de balance de la Horizon y la Supranational, esos ochenta millones se presentan como ganancias corrientes. Éstos son nada más que dos acuerdos. Hay más, aunque más pequeños, donde se usan los mismos cuentos chinos. Y lo que pasa en una subsidiaria de la SuNatCo se ha repetido en otras.

Alex hizo una pausa, después añadió:

– Todo esto, naturalmente, ha servido para que las cosas parezcan mayores en el papel y para levantar… de manera poco realista… el precio en el mercado de las acciones de la Supranational.

– Alguien ha hecho así una fortuna -dijo con acritud Patterton-, desgraciadamente no somos nosotros. ¿Hay alguna idea de la extensión de los préstamos de la SuNatCo?

– Sí. Parece que Jax se las arregló para echar un vistazo a algunos informes de impuestos que muestran deducciones de intereses. Su cálculo de las deudas a corto plazo, incluyendo las subsidiarias, es de mil millones de dólares. De esto parece que hay quinientos millones en préstamos bancarios. El resto son papeles comerciales a 90 días, que han sido renovados continuamente.

Los papeles comerciales, como ambos hombres sabían, representaban intereses y estaban apoyados en la reputación del que había pedido prestado. El «renovar continuamente» representaba más pagarés para pagar los primeros, además de los intereses.

– Pero están cerca del límite de lo que pueden pedir prestado -dijo Alex-. O, por lo menos, es lo que Jax cree. Uno de los síntomas que he comprobado personalmente es que los compradores de papeles comerciales empiezan a inquietarse.

Patterton murmuró:

– Es la forma en que se vino abajo la Penn Central. Todos creían que la compañía ferroviaria era sólida… las mejores acciones para comprar y tener, junto con la IBM y la General Motors. Y bruscamente, en un día, la Penn Central entró en el barco que se hunde, fue borrada, liquidada.

– A otros grandes nombres les ha pasado lo mismo -recordó Alex.

La misma idea estaba en la mente de ambos: ¿después de la Supranational… iba a añadirse a la lista el nombre del banco First Mercantile American?

La cara rubicunda de Patterton se había puesto pálida. Apeló a Alex:

– ¿En qué estamos? -Ya no pretendía dirigir. El presidente del banco se apoyaba con todo su peso en su compañero más joven.

– Todo depende de cuánto tiempo pueda mantenerse a flote la Supranational. Si pueden mantenerse varios meses, es posible que pase ignorada la venta que hemos hecho hoy de sus acciones, y la brecha abierta contra la ley del Federal Reserve respecto al préstamo podrá pasar sin ser investigada. Si la caída es rápida, estaremos en graves dificultades… con el Servicio Secreto encima por no haber revelado lo que sabíamos, con el Procurador del Tesoro persiguiéndonos por abuso de confianza y, en cuanto al préstamo, tendremos encima al Federal Reserve. Además, me parece inútil recordárselo, estaremos frente a una pérdida de cincuenta millones de dólares, y ya sabe usted lo que esto representa para la declaración de ganancias de este año, de manera que habrá accionistas furiosos que pedirán la cabeza de alguien. Además, puede haber acciones legales contra los directores.

– ¡Jesús! -repitió Patterton-. ¡Jesucristo! -Sacó un pañuelo y se secó la cara y la cabeza, en forma de huevo.

Alex siguió, imperturbable.

– Hay otra cosa que debemos considerar… la publicidad. Si la Supranational se hunde habrá investigaciones. Pero aún antes, la prensa estará detrás de la historia y habrá investigaciones por su cuenta. Algunos periodistas financieros son muy buenos para esto. Cuando empiecen las averiguaciones, es poco posible que nuestro banco deje de llamar la atención, y la cantidad de nuestras pérdidas será conocida y publicada. Es el tipo de noticias que inquieta a los depositantes. Pueden provocar retiros en masa.

– ¿Quiere usted decir que retiren todo el dinero del banco? No puedo creerlo.

– Pues créalo. Ha pasado en otras partes… recuerde el Franklin, de Nueva York. A un depositante lo único que le importa es dónde está seguro su dinero. Si uno cree que no lo está… lo retira cuanto antes.

Patterton bebió más agua, luego se dejó caer en el sillón. Parecía aún más pálido.

– Sugiero -dijo Alex- que convoque usted inmediatamente al Comité de Política Monetaria y que nos concentremos, en los días siguientes, en alcanzar el máximo de liquidez. De esta manera estaremos preparados si hay un súbito retiro de dinero.

Patterton asintió.

– Está bien.

– Fuera de eso no queda mucho por hacer, como no sea rezar -por primera vez desde su llegada Alex sonrió-. Tal vez convendría que Roscoe se ocupara de eso.

– ¡Roscoe! -dijo Patterton, y bruscamente recordó-. Él estudió las cifras de la Supranational, recomendó el préstamo, aseguró que todo era magnífico.

– Roscoe no estaba solo -señaló Alex-. Usted y la Dirección le apoyaron. Y varios otros estudiaron las cifras y llegaron a la misma conclusión.

– Pero no usted.

– Yo estaba inquieto, tal vez desconfiaba algo. Pero no tenía idea de que la SuNatCo estuviera metida en un lío semejante.

Patterton tomó el teléfono que había usado antes.

– Dígale a míster Heyward que venga -una pausa y después Patterton exclamó-. No me importa aunque esté con Dios. Quiero que venga ahora -colgó con fuerza el aparato y se secó otra vez la cara.

La puerta del despacho se abrió suavemente y entró Heyward.

– Buenos días, Jerome -dijo, e hizo a Alex una fría inclinación de cabeza.

Patterton gruñó:

– Cierre la puerta.

Aparentemente sorprendido, Heyward lo hizo.

– Me han dicho que era urgente. Si no es así, quisiera saber…

– Dígale lo de la Supranational, Alex -dijo Patterton.

La cara de Heyward se heló.

Tranquilamente, indicando los hechos, Alex repitió lo esencial del informe de Jax. Su rabia de la noche anterior y de la mañana… rabia ante la miope tontería y avidez que había llevado al banco al borde del desastre, le había dejado ahora. Sólo sentía pena de que pudiera perderse tanto, de que tanto esfuerzo fuera malgastado. Recordó, con nostalgia, los proyectos dignos que habían sido reducidos para que el dinero pudiera canalizarse en el préstamo a la Supranational. Por lo menos, pensó, Ben Rosselli, al morir, se había salvado de vivir este momento.

Patterton asintió.

– Está bien.

– Fuera de eso no queda mucho por hacer, como no sea rezar -por primera vez desde su llegada Alex sonrió-. Tal vez convendría que Roscoe se ocupara de eso.

– ¡Roscoe! -dijo Patterton, y bruscamente recordó-. Él estudió las cifras de la Supranational, recomendó el préstamo, aseguró que todo era magnífico.

– Roscoe no estaba solo -señaló Alex-. Usted y la Dirección le apoyaron. Y varios otros estudiaron las cifras y llegaron a la misma conclusión.

– Pero no usted.

– Yo estaba inquieto, tal vez desconfiaba algo. Pero no tenía idea de que la SuNatCo estuviera metida en un lío semejante.

Patterton tomó el teléfono que había usado antes.

– Dígale a míster Heyward que venga -una pausa y después Patterton exclamó-. No me importa aunque esté con Dios. Quiero que venga ahora -colgó con fuerza el aparato y se secó otra vez la cara.

La puerta del despacho se abrió suavemente y entró Heyward.

– Buenos días, Jerome -dijo, e hizo a Alex una fría inclinación de cabeza.

Patterton gruñó:

– Cierre la puerta.

Aparentemente sorprendido, Heyward lo hizo.

– Me han dicho que era urgente. Si no es así, quisiera saber…

– Dígale lo de la Supranational, Alex -dijo Patterton.

La cara de Heyward se heló.

Tranquilamente, indicando los hechos, Alex repitió lo esencial del informe de Jax. Su rabia de la noche anterior y de la mañana… rabia ante la miope tontería y avidez que había llevado al banco al borde del desastre, le había dejado ahora. Sólo sentía pena de que pudiera perderse tanto, de que tanto esfuerzo fuera malgastado. Recordó, con nostalgia, los proyectos dignos que habían sido reducidos para que el dinero pudiera canalizarse en el préstamo a la Supranational. Por lo menos, pensó, Ben Rosselli, al morir, se había salvado de vivir este momento.

Roscoe Heyward le sorprendió. Había esperado antagonismo, un estallido. No lo hubo. En lugar de esto Heyward escuchó tranquilamente, intercalando a veces alguna pregunta, y no hizo comentarios. Alex sospechó que lo que él decía ampliaba algunas informaciones que Heyward había recibido, o adivinado.

Cuando Alex terminó hubo un silencio.

Patterton, que había recobrado un poco de aplomo, dijo:

– Esta tarde haremos una reunión con el Comité de Política Monetaria para discutir la liquidez. Entre tanto, Roscoe, póngase en contacto con la Supranational para ver si es posible salvar algo de nuestro préstamo.

– Es un préstamo de demanda -dijo Heyward-, podemos reclamarlo en cualquier momento.

– Entonces, hágalo ahora. Hágalo hoy verbalmente y mañana por escrito. No hay muchas esperanzas de que la SuNatCo tenga cincuenta millones de dólares al contado; ni siquiera una compañía sólida mantiene quieta esa cantidad de dinero. Pero tal vez haya algo; aunque no tengo muchas esperanzas. De todos modos, tenemos que actuar.

– Llamaré en seguida a George Quartermain -dijo Heyward-. ¿Puedo llevar el informe?

Patterton lanzó una mirada a Alex.

– No tengo inconveniente -dijo Alex-, pero sugiero que no hagamos copias. Y cuanta menos gente esté enterada de esto, tanto mejor.

Heyward asintió con la cabeza. Parecía inquieto, ansioso por irse.

11

Alex Vandervoort no se había equivocado al suponer que Roscoe Heyward poseía alguna información al respecto. Habían llegado a Heyward rumores de que la Supranational estaba con problemas, y se había enterado, en los días pasados, de que algunos de los papeles comerciales de la SuNatCo encontraban resistencia de parte de los inversores. Heyward también había asistido a una reunión de la Dirección de la Supranational -la primera a la que asistía- y había sentido que la información proporcionada a los directores distaba de ser completa y franca. Pero, como «muchacho nuevo» no había preguntado, con intenciones de averiguar después. Tras la reunión había observado una baja en el precio de las acciones de la Supranational, y había decidido, ayer mismo, aconsejar al departamento de depósitos que «aligeraran» las acciones, como precaución. Desgraciadamente, cuando Patterton lo convocó por la mañana, todavía no había hecho efectiva su intención. Pero nada de lo que Heyward había oído o adivinado sugería que la situación fuera tan mala y urgente como decía el informe presentado por Vandervoort.

Sin embargo, al oír la esencia del informe, Heyward no protestó. Siniestro e inquietante como era, el instinto le decía que, como afirmaba Vandervoort, todo el rompecabezas se armaba.

Éste era el motivo por el cual Heyward había permanecido casi todo el tiempo en silencio ante los otros dos, sabiendo que, en esta situación, ya poco podía decirse. Pero su mente estaba activa, con relámpagos de alarma iluminando las ideas que pesaba, las eventualidades, las posibles rutas de escape personal. Había varias cosas que debían hacerse con rapidez, aunque primero quería completar sus conocimientos personales estudiando el informe de Jax. De regreso en su despacho Heyward se apresuró a liquidar un asunto pendiente con un visitante, y después se acomodó para leer.

Comprendió pronto que Alex Vandervoort había sido muy preciso al hacer el sumario de los puntos culminantes del informe y de las pruebas documentadas. Lo que Vandervoort no había mencionado eran sólo algunos detalles de la estancia del Gran George Quartermain en Washington en espera de un préstamo garantizado por el gobierno para que la Supranational siguiera siendo solvente. Se habían hecho peticiones de préstamo a algunos miembros del Congreso, en el Departamento de Comercio y en la Casa Blanca. En un punto, se decía, Quartermain había llevado al vicepresidente Byron Stonebridge como invitado a un viaje a las Bahamas, con intenciones de conseguir el apoyo del vicepresidente para obtener el préstamo. Más adelante Stonebridge había discutido la posibilidad a nivel de gabinete, pero el consenso estaba en contra.

Heyward pensó con amargura: ahora sabía al fin lo que el Gran George y el vicepresidente habían estado discutiendo la noche en la que paseaban, sumidos en la conversación, por el jardín de la casa de las Bahamas. Y mientras la maquinaria política de Washington había tomado una de sus decisiones más sabias al rechazar el préstamo para la Supranational, el First Mercantile American, por presión de Roscoe, había concedido rápidamente uno. El Gran George había demostrado ser un maestro en el arte de vender. Heyward creía oírle decir, incluso ahora: Si cincuenta millones es más de lo que ustedes pueden disponer, olvidemos todo el asunto. Se los pediré al Chase. Era una treta antigua, un cuento del tío, y Heyward, el banquero audaz y experimentado, había caído en la trampa.

Por lo menos había una cosa favorable. En la referencia al viaje del vicepresidente a las Bahamas, los detalles eran circunstanciales y era evidente que se sabía muy poco del viaje en cuestión. Tampoco, con gran alivio de Heyward, el informe mencionaba las Inversiones «Q».

Heyward se preguntó si Jerome Patterton recordaba el préstamo adicional, por un total de dos millones de dólares, comprometido por el FMA a las Inversiones «Q», el grupo de especuladores privados encabezados por el Gran George. Probablemente no. Tampoco Alex Vandervoort tenía conocimiento de la cosa, aunque era evidente que iba a descubrirla pronto. Pero lo más importante era que nunca sería descubierto el «bonus», la aceptación dada por Heyward para las acciones de las Inversiones «Q».

Ojalá lo hubiera devuelto a G. G. Quartermain, como había pensado hacer primero. Bueno, ahora era demasiado tarde para eso, pero, lo que podía hacerse, era retirar los certificados de acciones del cajón de su caja fuerte, y romperlos. Eso era lo más seguro. Por suerte eran certificados nominales, no registrados a su nombre.

Por el momento, comprendió de pronto Heyward, había olvidado la rivalidad entre él y Alex Vandervoort, y se concentraba únicamente en sobrevivir. No se hacía ilusiones sobre lo que representaba la quiebra de la Supranational para su situación en el banco y ante la Dirección. Iba a convertirse en un paria, el centro de los ataques, el chivo emisario de todos. Tal vez incluso ahora, si actuaba con rapidez y si tenía suerte, podría recobrar algo. Si el préstamo de dinero era devuelto, él se convertiría en un héroe.

Lo primero y esencial era ponerse en contacto con la Supranational. Dio orden a su secretaria, mistress Callaghan, para que telefoneara a G. G. Quartermain.

Unos minutos más tarde la secretaria informó:

– Míster Quartermain no está en el país. En su despacho no saben con precisión dónde puede encontrarse. No han querido dar información.

Era un comienzo poco prometedor, y Heyward exclamó:

– Entonces comuníqueme con Inchbeck.

Había tenido varias conversaciones con Stanley Inchbeck, contador de la Supranational, desde su primer encuentro en las Bahamas.

La voz de Inchbeck, con su acento nasal neoyorquino, llegó cortante por la línea.

– Roscoe, ¿en qué puedo servirte?

– Estoy procurando localizar a George. Parece que vuestros empleados no…

– George está en Costa Rica.

– Quisiera hablar con él. ¿Hay algún teléfono al que pueda llamarle?

– No. Ha dejado instrucciones de que no quiere recibir llamadas.

– Es urgente.

– Entonces habla conmigo.

– Bien. Retiramos nuestro préstamo. Te lo comunico ahora y una nota formal, por escrito, será despachada por el correo esta noche.

Hubo un silencio, después Inchbeck dijo:

– No puedes hablar en serio.

– Hablo enteramente en serio.

– Pero… ¿por qué?

– Supongo que lo sabes. También supongo que prefieres que no dé los motivos por teléfono.

Inchbeck guardó silencio, lo que, en sí, era significativo.

Después protestó:

– Tu banco es ridículo y poco razonable. La semana pasada el Gran George me dijo que estaba dispuesto a permitir que aumentarais el préstamo en un cincuenta por ciento.

La audacia de aquello dejó atónito a Heyward, hasta que comprendió que la audacia había dado resultados, a la Supranational, antes. Pero no serviría de nada ahora.

– Si el préstamo es pagado rápidamente -dijo Heyward- cualquier información de la que dispongamos seguirá siendo confidencial. Te lo garantizo.

Lo que significaba, pensó, averiguar si el Gran George, Inchbeck y cualquier otro que supiera la verdad acerca de la SuNatCo, estaban dispuestos a comprar tiempo.

Si era así, el FMA podría lograr ventaja sobre otros acreedores.

– ¡Cincuenta millones de dólares! -dijo Inchbeck-. No tenemos esa cantidad a mano.

– Nuestro banco aceptará una serie de pagos, siempre que se sucedan rápidamente -la verdadera cuestión era lógicamente: ¿dónde iba a encontrar la SuNatCo cincuenta millones en su actual condición de caja famélica? Heyward descubrió que estaba sudando… en una mezcla de nerviosismo, suspense y esperanza.

– Hablaré con el Gran George -dijo Inchbeck-. Pero esto no va a gustarle nada.

– Cuando hables con él dile que también quiero discutir nuestro préstamo a las Inversiones «Q».

Heyward no estaba seguro, pero al colgar, creyó que oía gruñir a Inchbeck.

En el silencio de su despacho, Roscoe Heyward se echó hacia atrás en el sillón giratorio acolchado, y dejó que la tensión le abandonara. Lo sucedido en la última hora había sido un choque abrumador. Ahora, a medida que llegaba la reacción, se sentía abandonado y solo. Deseaba poder escapar a todo por algún tiempo. Si le hubiera dado a elegir, habría preferido la compañía de Avril. Pero no había tenido noticias de ella desde el último encuentro, hacía un mes. Ella siempre le había llamado. Él nunca lo había hecho.

En un impulso abrió una libreta de direcciones que siempre llevaba consigo y buscó un número que recordaba haber escrito. Era el de Avril en Nueva York. Usando una línea directa, marcó el número.

Oyó sonar y en seguida llega la suave y grata voz de Avril.

– Hola -su corazón dio un salto al oírla.

– Hola, Roscoe -dijo ella cuando él se identificó.

– Hace mucho que no nos vemos, querida. Me estaba preguntando cuándo iba a tener noticias tuyas.

Él percibió una vacilación.

– Pero Roscoe, querido, tú ya no figuras en la lista.

– ¿Qué lista?

Nuevamente una duda.

– Tal vez no debí decirlo…

– Explícate, por favor. Esto quedará entre nosotros dos.

– Bueno, es una lista muy confidencial que lleva la Supranational, acerca de la gente que puede ser entretenida a su costa.

Él tuvo la súbita sensación de que le apretaban una soga al cuello.

– ¿Quién hace la lista?

– No sé. Sé que nos la dan a nosotras, las chicas. No sé quién la hace.

Él se detuvo, pensando nerviosamente, y razonó: lo hecho, hecho estaba. En realidad debía estar contento de no figurar ya en la lista, aunque se preguntó, con algo de envidia, quién figuraría ahora. En todo caso esperaba que las copias fueran cuidadosamente destruidas. En voz alta preguntó:

– ¿Eso significa que ya no puedes venir aquí a verme?

– No exactamente. Pero, si lo hago, tendrás que pagar tú, Roscoe.

– ¿Cuánto costará eso? -preguntó, maravillándose de ser él quien estaba hablando.

– Está mi pasaje aéreo desde Nueva York -dijo Avril, muy directamente-. Después el precio del hotel. Y, para mí… doscientos dólares.

Heyward recordó haber pensado alguna vez cuánto habría costado él a la Supranational. Ahora lo sabía. Apartando el teléfono luchó mentalmente: el sentido común contra el deseo; la conciencia contra la certeza de lo que representaba estar solo con Avril.

El dinero era también más de lo que podía permitirse. Pero la deseaba. Mucho en verdad.

Acercó otra vez el teléfono.

– ¿Cuándo puedes venir?

– El martes de la próxima semana.

– ¿Antes no?

– Mucho me temo que no, cariñito.

Sabía que estaba haciendo el tonto; que, entre ese día y el martes, él tendría que formar cola detrás de otros hombres cuyas prioridades, fuera cual fuese, eran mayores que las suyas. Pero no pudo evitarlo y dijo:

– Está bien. El martes.

Arreglaron que ella iría a alojarse en el Columbia Hilton y le telefonearía desde allí.

Heyward empezó a saborear la próxima dulzura que le esperaba.

Recordó otra cosa que debía hacer: destruir los certificados de sus Inversiones «Q».

Desde el piso treinta y seis usó el ascensor que bajaba directo a la planta baja, después marchó por el túnel hasta la sucursal vecina. Tardó sólo unos minutos en llegar a su caja fuerte personal y retirar los cuatro certificados, cada uno por quinientas acciones. Los llevó personalmente arriba, donde pensaba destruirlos en una máquina de cortar papeles.

Pero, ya en su despacho, pensó de nuevo. La última vez que había controlado la cosa, las acciones valían veinte mil dólares. ¿Acaso estaba obrando apresuradamente? Después de todo, si llegaba el caso, podía destruir los certificados en seguida.

Cambió de idea y los guardó en un cajón del escritorio, junto con otros papeles privados.

12

La gran ocasión llegó cuando Miles Eastin menos la esperaba.

Sólo dos días antes anduvo frustrado y deprimido, convencido de que su servidumbre en el club Double Seven no iba a producir otro resultado que el de sumergirlo más en la criminalidad, con la renovada sombra de la cárcel pendiente y aterradora. Miles había comunicado su depresión a Juanita y, aunque quedó momentáneamente aliviado al hacer el amor, el estado de ánimo básico proseguía.

El sábado había visto a Juanita. Ese lunes por la noche, en el Double Seven, Nate Nathanson, el gerente del club, mandó buscar a Miles que había estado ayudando como de costumbre, llevando bebidas y sándwiches a los jugadores de cartas y dados, en el segundo piso.

Cuando Miles entró en la oficina del gerente, vio que otros dos hombres acompañaban a Nathanson. Uno era el prestamista tiburón, el ruso Ominsky. El otro era un individuo tosco, de facciones gruesas, que Miles había visto varias veces en el club, y a quien había oído nombrar como Tony, «Oso» Marino. Lo de «Oso» parecía muy apropiado. Marino tenía un cuerpo pesado y poderoso, movimientos ágiles que sugerían un salvajismo apenas oculto bajo la piel. Que el «Oso» Tony tenía autoridad, era evidente, y era tratado con deferencia por los otros. Siempre llegaba al club en una limousine Cadillac, acompañado por un chófer y un compañero, evidentemente un guardaespaldas.

Nathanson pareció nervioso al hablar.

– Miles, he dicho a míster Marino y míster Ominsky cuán útil eres aquí. Quieren que nos hagas un servicio a…

Ominsky dijo cortante al gerente:

– Espere fuera.

– Sí, señor -y Nathanson salió rápidamente.

– Abajo hay un tipo en un coche -dijo Ominsky a Miles-. Que te ayuden los hombres de míster Marino. Tráelo, pero que no le vean. Llévalo a un cuarto cerca del tuyo y asegúrate de que se quede allí. No le dejes más de lo necesario y, cuando tengas que salir, ciérralo con llave. Te hago responsable de que no salga de aquí.

Miles preguntó, inquieto:

– ¿Se supone que debo retenerlo a la fuerza?

– No necesitarás fuerza.

– El viejo conoce el juego. No armará líos -dijo Tony el «Oso». Para un individuo de su tamaño, su voz sonaba sorprendentemente a falsete-. Recuerda que es importante para nosotros, así que debes tratarle bien. Pero no le des bebida. Te la pedirá. No le des nada. ¿Has entendido?

– Eso creo -dijo Miles-. ¿Quiere usted decir que ahora el hombre está inconsciente?

– Está borracho como una cuba -contestó Ominsky-. Ha estado de juerga una semana. Tu tarea es cuidarlo y que se le pase la borrachera. Mientras esté aquí… tres o cuatro días… tu trabajo puede esperar -añadió-: Si lo haces bien te apuntarás un tanto.

– Haré todo lo que pueda -contestó Miles-. ¿Cómo se llama el tipo? Tengo que llamarle de alguna manera.

Los otros dos se miraron y después Ominsky contestó:

– Danny. Es todo lo que necesitas saber.

Unos minutos después, ante el Double Seven, el chófer guardaespaldas del «Oso» Tony, escupía asqueado sobre la acera y se quejaba:

– ¡Por Cristo! ¡Este viejo apesta como cloaca!

Él, el segundo guardaespaldas y Miles Eastin miraban la figura inerte en el asiento trasero del sedán Dodge, aparcado en la esquina. La puerta trasera del coche estaba abierta.

– Voy a ver si lo limpio -dijo Miles. Su propia cara se contrajo ante el poderoso olor a vómito-. Pero primero hay que llevarle adentro.

El segundo guardaespaldas urgió:

– ¡Carajo, terminemos cuanto antes!

Ambos se inclinaron y levantaron el cuerpo. En la calle escasamente iluminada lo único que podía distinguirse del bulto era un revoltijo de pelo gris, unas mejillas pastosas y hundidas, con matas de barba, unos ojos cerrados y una boca abierta y floja, que mostraba unas encías totalmente casi desdentadas. Las ropas del hombre estaban casi todas desgarradas y manchadas.

– ¿Te parece que está muerto? -preguntó el segundo guardaespaldas cuando extraían el cuerpo del auto.

Precisamente en ese momento, quizá provocada por el ajetreo, una oleada de vómito emergió de la boca abierta y cayó sobre Miles en una cascada.

El chófer guardaespaldas, que no había sido tocado, se rió.

– No está muerto. Todavía no -después, cuando a Miles le dio una arcada-: Prefiero que te haya tocado a ti y no a mí, hijito.

Llevaron al reticente viejo dentro del club y allí, usando una escalera posterior, hasta el cuarto piso.

Miles había traído la llave de un cuarto y abrió una puerta. Era un cubículo como el suyo, cuyo único mobiliario era una cama estrecha, una cómoda, dos sillas, una palangana y algunos estantes. Linos paneles alrededor del cubículo se interrumpían a un palmo del techo, dejando abierta la parte superior. Miles miró dentro, después dijo a los otros:

– Esperad -y, mientras esperaban, él corrió escaleras abajo y trajo una sábana de goma del gimnasio. Al volver la tendió sobre la cama. Echaron allí al viejo.

– Es tuyo, Miles -dijo el chófer guardaespaldas-. Vámonos antes de que vomite.

Sofocando su asco, Miles desvistió al viejo; después, cuando todavía seguía tendido sobre la goma, siempre en estado comatoso, lo lavó y lo limpió con una esponja. Terminado esto, levantando y tirando, Miles retiró la sábana de goma y dejó en la cama el cuerpo, ahora limpio y menos maloliente. Durante el proceso el viejo gemía, y una vez se le hinchó el estómago, pero sólo largó un poco de baba, que Miles limpió. Después de taparle Miles con una sábana y una manta, el viejo pareció descansar mejor.

Antes, al quitarle las ropas, Miles las había dejado caer al suelo. Las juntó ahora y empezó a meterlas en dos bolsas de plástico, para mandarlas a la lavandería al día siguiente. Al hacer esto vació todos los bolsillos. En uno encontró una dentadura postiza. En otros, diversos objetos: un peine, unos lentes de cristales gruesos, una pluma de oro y un lápiz, varias llaves en un llavero y, en un bolsillo interior, tres tarjetas de crédito y una billetera repleta de dinero.

Miles tomó la dentadura, la enjuagó y la colocó junto a la cama con un vaso de agua. También dejó allí los lentes. Después examinó las tarjetas de crédito y el dinero.

Las tarjetas estaban a nombre de Fred W. Riodan, R. K. Bennett y Alfred Shaw. Cada tarjeta tenía una firma, pero, pese a las diferencias de nombre, la caligrafía era idéntica en cada caso. Miles volvió nuevamente las tarjetas, examinando las fechas de validez, lo que demostraba que las tres estaban en vigencia. Dentro de lo que podía darse cuenta, eran auténticas.

Prestó atención al montón de dinero. En una libreta, bajo una abertura en material plástico había un permiso de conducir. El plástico era amarillo y resultaba difícil ver; esto hizo que Miles retirara el permiso y, debajo encontró otro, y luego un tercero. Los nombres de los permisos correspondían a los de las tarjetas, pero la cabeza y los hombros en las fotografías de los tres permisos eran idénticos. Miró más atentamente. Pese a leves diferencias cuando se tomaron las fotografías, indudablemente representaban al viejo que estaba en la cama.

Miles retiró el dinero de la billetera y lo contó. Iba a pedir a Nate Nathanson que pusiera las tarjetas de crédito y el dinero en la caja fuerte del club, pero primero quería saber cuánto dinero había. La suma era inesperadamente grande: quinientos doce dólares, la mitad en nuevos billetes de veinte dólares. Los billetes de veinte le llamaron la atención. Examinó con cuidado varios, probando la textura del papel con la yema de los dedos. Después miró al viejo, que parecía profundamente dormido. En silencio, Miles salió del cuarto y atravesó el corredor del tercer piso hasta su cuarto. Volvió unos momentos después con una lente de bolsillo, con la que volvió a examinar los billetes de veinte dólares. Su intuición había sido certera. Eran falsos, aunque de la misma alta calidad de los que él había comprado, hacía una semana, en el Double Seven.

Razonó: el dinero, o por lo menos la mitad, era falso. Y, obviamente, también lo eran los tres permisos para conducir, que quizá provenían de la misma fuente que el permiso falso que le había dado la semana pasada Jules La Rocca. Por lo tanto: ¿no era también probable que las tarjetas fueran falsas? Quizá, después de todo, estaba cerca de la fuente de las falsas tarjetas de crédito, esas que Nolan Wainwright quería descubrir a toda costa. La excitación de Miles aumentó, junto con un nerviosismo que le hizo latir el corazón.

Necesitaba datos de la nueva información. En una servilleta de papel copió detalles de las tarjetas de crédito y los permisos de conducir, volviéndose ocasionalmente para cerciorarse de que la figura en la cama no se movía.

Poco después Miles apagó la luz, cerró la puerta por el lado de afuera y llevó abajo la billetera y las tarjetas de crédito.

Durmió profundamente esa noche, con la puerta entreabierta, consciente de su responsabilidad sobre el habitante del cubículo del otro lado del corredor. Miles pasó también algún tiempo pensando sobre el papel que desempeñaba, y la identidad del viejo, a quien llamaban Danny. ¿Cuál era la relación de Danny con Ominsky y Tony «Oso» Marino? ¿Por qué lo habían traído aquí? El «Oso» Tony había declarado: Es importante para nosotros. ¿Por qué?

Miles se despertó con la luz del día y miró su reloj: las 6,45. Se levantó, se lavó rápidamente, se afeitó y se vistió. No llegaban ruidos del otro lado del corredor. Avanzó, metió con cuidado la llave en la cerradura y miró. Danny había cambiado de posición durante la noche, pero seguía durmiendo y roncaba con suavidad. Miles recogió las bolsas plásticas con la ropa, volvió a cerrar la puerta, y bajó.

Volvió veinte minutos después con una bandeja con el desayuno, un café muy fuerte, tostadas y huevos revueltos.

– ¡Danny! -Miles sacudió al viejo por el hombro.- ¡Danny, levántate!

No hubo respuesta. Miles probó de nuevo. Finalmente los ojos se abrieron cansados, lo examinaron, volvieron a cerrarse con rapidez.

– Fuera -murmuró el viejo-. Váyase. Todavía no estoy listo para el infierno.

– No soy el diablo -dijo Miles-. Soy un amigo. Tony «Oso» Marino y el ruso Ominsky me han encargado que me ocupe de usted.

Unos ojos acuosos volvieron a abrirse.

– Los maricones me han encontrado, ¿eh? Calcularon dónde iba a estar, supongo. Generalmente es así -la cara del viejo se contrajo de dolor-. ¡Jesús, cómo me duele la cabeza!

– Le he traído café. Tal vez le haga bien -Miles pasó un brazo alrededor de los hombros de Danny y le ayudó a enderezarse, luego le acercó el café. El viejo sorbió e hizo muecas.

De pronto pareció alerta.

– Oye, hijo, que me haga bien no importa. Toma algún dinero y… -miró alrededor.

– Su dinero está bien -dijo Miles-. En la caja fuerte del club. Lo llevé anoche.

– ¿Éste es el Double Seven?

– Sí.

– Una vez me trajeron aquí. Bueno, ahora sabes que puedo pagar, hijo, vete al bar y…

Miles dijo con firmeza:

– No habrá bebida. Para ninguno de los dos.

– Haré que me los traigas… -los ojos brillaron astutos-. Digamos cuarenta dólares por una botellita. ¿Te gusta?

– Perdón, Danny. Tengo órdenes -Miles meditó lo que iba a decir, después dio un salto y se zambulló-. Además, si uso esos billetes de veinte dólares que usted tiene, pueden detenerme.

Fue como disparar un tiro. Danny se incorporó de golpe, con la cara llena de alarma y desconfianza.

– ¿Quién ha dicho que…? -se detuvo con un gemido y una mueca, y se llevó la mano a la cabeza dolorida.

– Alguien tenía que contar el dinero. Yo lo conté.

El viejo dijo, débilmente:

– Esos billetes de a veinte son buenos.

– Claro que sí -asintió Miles-. Están entre los mejores que he visto. Casi tan buenos como hechos en la oficina de impresión de los Estados Unidos.

Danny levantó los ojos. El interés luchaba contra la desconfianza.

– ¿Cómo es posible que sepas tanto?

– Antes de ir a la cárcel trabajé en un banco.

Un silencio. Después el viejo preguntó:

– ¿Por qué te metieron en la cárcel?

– Estafa. Estoy en libertad condicional.

Danny pareció visiblemente aliviado.

– No me pareces tan mal. De lo contrario no estarías trabajando para el «Oso» Tony y el ruso.

– Así está mejor -dijo Miles-. Estoy bien. Y lo principal es que usted también lo esté. Vamos al baño turco.

– No es baño turco lo que necesito. Es un traguito. Nada más que uno, hijito -suplicó Danny-. Juro no pedir más. No puedes negarle una cosa así a un viejo.

– Ya sudamos nosotros parte de lo que bebiste. Ahora puedes chuparte los dedos.

El viejo gruñó:

– ¡No tienes piedad, no la tienes!

En cierto modo era como cuidar a un chico. Venciendo las protestas, Miles envolvió a Danny en una bata y le guió escaleras abajo, después le escoltó desnudo por sucesivos cuartos con vapor caliente, lo envolvió en una toalla y finalmente lo condujo hacia una mesa de masajes, donde el mismo Miles dio golpes y pellizcos bastante eficientes. A esa hora, el gimnasio y los baños turcos estaban desiertos y pocos miembros del personal del club habían llegado. No había nadie a la vista cuando Miles acompañó al viejo arriba.

Miles colocó sábanas limpias en la cama y Danny, ahora apaciguado y obediente, se echó en ella. Casi inmediatamente quedó dormido, aunque al revés de la noche anterior, parecía tranquilo, casi angélico.

Curiosamente, sin conocerle, Miles simpatizaba con el viejo. Con cuidado, mientras dormía, Miles le puso una toalla bajo la cabeza y le afeitó.

Avanzada la mañana, mientras leía en su cuarto al otro lado del corredor, Miles se quedó dormido.

– ¡Eh, Miles! ¡Nene, mueve el culo! -la voz hiriente era la de Jules La Rocca.

Sorprendido, Miles despertó de golpe y vio la conocida barriga de la figura que estaba de pie ante la puerta. La mano de Miles se tendió, en busca de la llave del cubículo del otro lado del corredor. Tranquilizado comprobó que estaba donde la había dejado.

– Algunos trapos para el viejo -dijo La Rocca. Llevaba un portafolio de fibra-. Ominsky dijo que te lo entregara.

La Rocca, el eterno mensajero.

– Bien -Miles se desperezó y fue hasta un lavabo donde se echó agua en la cara. Luego, seguido por La Rocca, abrió la puerta del otro lado del corredor. Cuando los dos entraron, Danny se tendió cómodamente en la cama. Seguía consumido y pálido, pero parecía mejor que nunca desde su llegada. Se había puesto los dientes y llevaba los lentes.

– ¡Maldito inútil! -dijo La Rocca-. Siempre tienes que crear molestias a todo el mundo.

Danny se sentó más tieso, y miró con disgusto a su acusador.

– Disto mucho de ser inútil. Como tú y otros sabéis. En cuanto a la salsita… todos tenemos nuestras debilidades… -hizo un gesto hacia el portafolio-. Si me has traído la ropa, cumple con lo que te han mandado y cuélgala.

Imperturbable, La Rocca hizo una mueca.

– Parece que devuelves el golpe, viejo pedo. Me parece que Miles se ha portado.

– Jules -dijo Miles- ¿quieres quedarte aquí mientras bajo a buscar una lámpara de sol? Creo que le hará bien a Danny.

– Claro.

– Quiero hablar antes contigo -Miles hizo una seña con la cabeza y La Rocca lo siguió fuera.

En voz baja, Miles preguntó:

– Jules, ¿qué significa todo esto? ¿Quién es este hombre?

– Un viejo borracho. De vez en cuando se escapa y se va de jarana. Entonces hay que encontrarlo y quitarle el alcohol de encima.

– ¿Por qué? ¿De dónde se escapa?

La Rocca se detuvo, con ojos desconfiados, como una vez la semana pasada.

– Estás haciendo otra vez preguntas, pequeño. ¿Qué te dijeron Tony el «Oso» y Ominsky?

– Nada, fuera de que el viejo se llama Danny.

– Si ellos quieren decirte más, que te lo digan. Yo no.

Cuando La Rocca se fue, Miles colocó una lámpara de sol en el cubículo y sentó bajo ella a Danny, durante media hora. El resto del día el viejo reposó, tranquilamente despierto, o dormitó. A principios de la noche Miles trajo desde abajo la comida, y Danny se lo comió casi todo… la primera comida completa desde hacía veinticuatro horas.

A la mañana siguiente -un miércoles- Miles repitió el tratamiento de baños turcos y lámpara de sol y, más tarde, los dos jugaron al ajedrez. El viejo tenía una mente rápida y astuta y la partida fue equilibrada. Ahora Danny parecía amistoso y confiado, y era evidente que disfrutaba de la compañía de Miles y de sus atenciones.

En la segunda tarde, el viejo quiso hablar.

– Ayer -dijo- ese mala hierba de La Rocca dijo que sabías mucho de dinero.

– Es lo que dice a todo el mundo -Miles explicó su hobby y el interés que había despertado en la cárcel.

Danny hizo más preguntas, y anunció:

– Si no te molesta, me gustaría que me dieras ahora mi dinero.

– Se lo traeré. Pero tengo que encerrarle de nuevo.

– Si estás preocupado por el trago, no pienses más en ello. Por esta vez he terminado. Una situación como la que he pasado me ha curado. Pasarán meses antes de que vuelva a beber.

– Me alegro de saberlo -pero Miles cerró la puerta de todos modos.

Cuando tuvo su dinero, Danny lo desparramó sobre la cama y lo dividió en dos montones. En uno estaban los nuevos billetes de a veinte, y los billetes de diversos valores, que quedaban, en su mayoría ajados, en el otro. Del segundo grupo Danny eligió tres billetes de a diez dólares y se los tendió a Miles.

– Esto es por haber pensado en algunas cositas, hijo, como ocuparte de mis dientes, el afeitado, la lámpara de sol. Te agradezco lo que has hecho.

– Oiga, no tiene por qué darme nada.

– Tómalo de todos modos. Y es buen dinero. Ahora dime algo.

– Si puedo, lo haré.

– ¿Cómo te diste cuenta de que esos billetes de a veinte eran de fabricación casera?

– En el primer momento no me di cuenta. Pero, si se usa una lente algunas de las líneas del retrato de Andrew Jackson parecen borrosas.

Danny asintió sabiamente.

– Es la diferencia entre un grabador de acero, como usa el gobierno y una placa fotográfica en offset. Aunque puede estar muy cerca.

– En este caso ha sido así -dijo Miles-. Otras partes de los billetes son perfectas.

Hubo una débil sonrisa en la cara del viejo.

– ¿Qué te parece el papel?

– Me engañó. Generalmente se descubre con los dedos un billete falso. Pero no éstos.

Danny dijo con suavidad:

– Bonos de cupón de veinticuatro libras. Cien por cien fibra de algodón. La gente cree que no se puede conseguir el papel apropiado. No es verdad. Se puede, si uno busca bien.

– Si tanto le interesa -dijo Miles- tengo en mi cuarto algunos libros sobre dinero. Estoy pensando en uno, publicado por el Servicio Secreto de los Estados Unidos.

– ¿Te refieres a Conozca su dinero? -Como Miles pareció sorprendido, el viejo tuvo una risita.- Es el libro de cabecera de los falsificadores. Dice lo que hay que buscar para descubrir un billete falso. Tiene lista de todos los errores que cometen los falsificadores. ¡Incluso muestran retratos!

– Sí -dijo Miles-, ya lo sé.

Danny siguió charlando.

– ¡Y el Gobierno lo hace circular! Escribes a Washington… y te lo envían. Había un falsificador de alto vuelo, Mike Landress, que escribió un libro. En él decía que Conozca su dinero es un libro del que ningún falsificador puede prescindir.

– Landress fue atrapado -señaló Miles.

– Porque trabajaba con idiotas. No tenían organización.

– Pareces saber mucho de esto.

– Un poco -Danny se detuvo, tomó uno de los billetes buenos, uno de los falsificados, y los comparó. Lo que vio le agradó; hizo una mueca mostrando los dientes-. ¿Sabías, hijo, que el dinero norteamericano es el más fácil del mundo de copiar e imprimir? El hecho es que fue diseñado para que los grabadores del siglo pasado no pudieran reproducirlo con los instrumentos que tenían. Pero, desde entonces, han surgido máquinas y fotos en offset de alta resolución, de manera que ahora, con un buen equipo, paciencia y un poco de gasto, un hombre hábil puede hacer un trabajo que sólo los expertos pueden descubrir.

– He oído algo de eso -dijo Miles-. ¿Hay muchos intereses en juego?

– Deja que te diga -Danny parecía divertirse, evidentemente lanzado a su tema favorito-. Nadie sabe en verdad cuánto dinero falso se imprime cada año y pasa sin ser descubierto, pero es un montón. El gobierno dice que se trata de unos treinta millones de dólares, de los cuales una décima parte está en circulación. Pero ésas son cifras del gobierno, y lo único de que se puede tener seguridad con cualquier gobierno es que las cifras que dan son altas o bajas, dependiendo de lo que el gobierno quiera probar. En este caso dan cifras bajas. Mi pálpito es que debe haber unos setenta millones anuales, tal vez cerca de cien millones.

– Creo que es posible -dijo Miles. Recordaba cuánto dinero falso había descubierto en el banco, y cuánto más pasó sin llamar la atención.

– ¿Sabes cuál es el dinero más difícil de reproducir?

– No, no lo sé.

– Los cheques de viajero del American Express. ¿Sabes por qué?

Miles movió la cabeza.

– Porque están impresos en azul-cianido, que es casi imposible de reproducir en una placa impresora en offset. Nadie que sepa algo perderá tiempo intentándolo, de manera que un cheque Amex es más seguro que el dinero norteamericano.

– Corren rumores -dijo Miles- de que pronto habrá nuevo dinero norteamericano, con colores para las diferentes denominaciones… como en Canadá.

– No es un rumor -dijo Danny-. Es un hecho. Hay ya un montón de dinero en colores impreso y almacenado en el Tesoro. Será más difícil de copiar que todo lo que se ha hecho… -sonrió con picardía-. Pero los viejos circularán un tiempo. Quizá tanto como el que me queda de vida.

Miles guardaba silencio, digiriendo todo lo que había oído. Al fin dijo:

– Me ha hecho preguntas, Danny, y las he contestado. Ahora tengo una para usted.

– No quiere decir que vaya a contestarla, hijo. Pero puedes intentarlo.

– ¿Quién y qué es usted?

El viejo meditó, acariciándose el mentón con el pulgar, mientras examinaba a Miles. Algunos de sus pensamientos se retrataron en su cara: la tentación de ser sincero luchaba contra la cautela; el orgullo se mezclaba a la discreción. Bruscamente Danny se decidió:

– Tengo 73 años -dijo- y soy un artesano maestro. He sido impresor toda mi vida. Sigo siendo todavía el mejor. Además de ser un oficio, imprimir es un arte -señaló los billetes de veinte dólares todavía desparramados sobre la cama-. Son mi obra. Yo hice la placa fotográfica. Yo los imprimí.

Miles preguntó:

– ¿Y los permisos de conducir y las tarjetas de crédito?

– Comparado con imprimir dinero -dijo Danny- hacer esas cosas es tan fácil como orinar en un barril. Pero sí… yo lo he hecho también.

13

En una fiebre de impaciencia, Miles esperaba ahora la ocasión de comunicar lo que sabía a Nolan Wainwright, vía Juanita. Pero desgraciadamente, resultaba imposible salir del Double Seven, y el riesgo de transmitir unos datos tan vitales por medio del teléfono del club, era demasiado grande.

El jueves por la mañana -el día siguiente a las sinceras revelaciones de Danny- el viejo dio señales de estar del todo curado de su orgía alcohólica. Era evidente que se divertía en compañía de Miles y las partidas de ajedrez continuaban. Lo mismo pasaba con sus conversaciones, aunque Danny estaba más en guardia de lo que había estado el día anterior.

No era claro que Danny pudiera apresurar su marcha, en caso de desearlo. Aunque hubiera podido hacerlo, no parecía dispuesto y parecía en cambio contento -al menos por el momento- con su encierro en el cubículo del tercer piso.

En las últimas charlas, el miércoles y el jueves, Miles había procurado conseguir más datos sobre la actividad de falsificador de Danny, e incluso sugirió la pregunta crucial de algún local en donde trabajara. Pero Danny escamoteó hábilmente nuevas discusiones sobre el tema, y el instinto dijo a Miles que el viejo lamentaba un poco su primera sinceridad. Recordando el consejo de Wainwright: No se apresure, tenga paciencia, Miles decidió no forzar la suerte.

Pese a su exaltación, otro pensamiento le deprimía. Todo lo que había descubierto representaba la detención y el arresto de Danny. Miles seguía simpatizando con el viejo y lamentaba lo que seguramente iba a seguir. Sin embargo, se recordó a sí mismo, era también el camino de su única posibilidad de rehabilitación.

Ominsky, el prestamista tiburón y Tony «Oso» Marino, estaban ambos mezclados con Danny, aunque todavía no estaba claro de qué manera. A Miles no le importaba del ruso Ominsky o de Tony el «Oso», aunque el miedo le helaba al suponer que podían enterarse, como finalmente iba a suceder, del papel de traidor que él desempeñaba.

El jueves, tarde ya, Jules La Rocca volvió a aparecer.

– Traigo un mensaje de Tony. Mañana mandará un cochecito para buscarte.

Danny asintió, y fue Miles quien preguntó:

– ¿Un cochecito para ir a dónde?

Tanto La Rocca como Danny le miraron agudamente, sin contestar, Miles lamentó haber preguntado.

Aquella noche, decidido a correr un riesgo aceptable, Miles telefoneó a Juanita. Esperó a encerrar a Danny en su cubículo, antes de la medianoche; después bajó para usar un teléfono público de la planta baja del club. Puso una moneda y marcó el número de Juanita. A la primera llamada la voz de ella contestó con suavidad:

– Hola…

El teléfono era de los de pared, estaba cerca del bar, sin casilla, y Miles murmuró para no ser oído.

– Ya sabes quién habla. No uses nombres.

– Sí -dijo Juanita.

– Di a nuestro mutuo amigo que he descubierto algo importante. Muy importante. Se refiere a lo que él quería saber. No puedo decir más, pero iré a verte mañana por la noche.

– Bien.

Miles cortó. Simultáneamente una grabadora en el sótano del club, que se había puesto automáticamente en marcha al levantarse el receptor del teléfono, se apagó, también automáticamente.

14

Algunos versículos del Génesis, como la propaganda subliminal, relampagueaban a intervalos en la mente de Roscoe Heyward: De todo árbol del jardín comerás, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no probarás; porque en el momento que comas ciertamente morirás.

En los últimos días Heyward había estado obsesionado con el interrogante: ¿acaso su relación sexual ilícita con Avril, iniciada en aquella noche memorable a la luz de la luna en las Bahamas se había convertido en su propio árbol del mal, del cual iba a cosechar el más amargo de los frutos? ¿Y todo lo adverso que sucedía ahora, la súbita y alarmante debilidad de la Supranational, que podía desbaratar sus ambiciones con respecto al banco, era algo que Dios hacía para castigarle personalmente?

Por el contrario: si cortaba todos los lazos con Avril decisiva e inmediatamente, si la arrojaba de sus pensamientos: ¿Iba Dios a perdonarle? ¿Acaso Él, con todo su saber, devolvería fuerza a la Supranational y reavivaría la fortuna de Su siervo, Roscoe? Recordaba a Nehemías: …Eres un Dios dispuesto a perdonar, gracioso y misericordioso, lento para la ira, y de gran bondad.… Heyward creía que esto era posible.

Lo malo es que no había manera de estar seguro.

También, como fuerte argumento en contra de separarse de Avril, estaba el hecho de que ella llegaría a la ciudad el martes, como habían convenido la semana anterior. En medio del tumulto habitual de problemas, Heyward ansiaba que Avril viniera.

Todo el lunes y la mañana del martes en su despacho, vaciló, sabiendo que podía telefonear a Nueva York y detenerla. Pero el martes, a mitad de la mañana, al enterarse del horario de vuelos desde Nueva York, comprendió que era demasiado tarde y se sintió aliviado al no tener que tomar ninguna decisión.

Avril llamó al caer la tarde, por el teléfono no registrado en guía que comunicaba directamente con el escritorio de Roscoe.

– Eh, Roscoe… estoy en el hotel. Suite 432. El champagne está en el hielo… pero yo estoy caliente esperándote.

Él deseó haber sugerido un cuarto en lugar de una suite, ya que ahora le correspondía pagar a él. Por el mismo motivo el champagne le pareció un gasto innecesario, y se preguntó si sería poco amable sugerir que lo devolviera. Pensó que así debía ser.

– Iré a verte en seguida, querida -dijo.

Logró hacer una pequeña economía utilizando un coche y un chófer del banco, que le llevaron al Columbia Hilton. Heyward dijo al chófer:

– No me espere.

Cuando entró en la Suite 432 los brazos de Avril le rodearon inmediatamente, y sus ávidos labios llenos comieron ávidamente los suyos. La estrechó con fuerza, su cuerpo reaccionó en seguida, con la excitación que había llegado a conocer y ansiar. A través de la tela de los pantalones pudo sentir los largos muslos esbeltos y las piernas de Avril, moviéndose contra él, provocando, apartándose, prometiendo, hasta que toda su persona pareció concentrada en unas pocas pulgadas de su físico. Luego, tras unos momentos, Avril se soltó, le acarició la mejilla y se apartó.

– Roscoe, ¿por qué no hacemos el acuerdo comercial en seguida? Después podremos descansar tranquilos y no preocuparnos más.

El súbito sentido práctico de ella le sacudió. Se preguntó: ¿era ésta la manera en que sucedían las cosas… primero el dinero, después la realización? De todos modos tenía sentido. Si las cosas quedaban para más tarde, el cliente, con el apetito saciado y la premura desaparecida, podía sentir tentaciones de no pagar.

– Está bien -dijo. Había metido doscientos dólares en un sobre y lo tendió a Avril. Ella sacó el dinero y empezó a contarlo; él preguntó:

– ¿No me tienes confianza?

– Deja que yo te haga otra pregunta -dijo Avril-. Si yo llevo dinero a tu banco y lo entrego… ¿acaso no hay alguien que lo contará?

– Lógicamente.

– Bueno, Roscoe, la gente tiene tanto derecho como los bancos a defenderse -terminó de contar y dijo, con decisión-: Estos doscientos son para mí. Además está mi pasaje aéreo y los taxis, que suman ciento veinte dólares; el costo de la suite es de ochenta y cinco dólares; y el champagne y la propina son veinticinco. Digamos unos doscientos cincuenta más, aproximadamente. Eso lo cubrirá todo.

Sacudido por el total de la suma, él protestó:

– Es mucho dinero.

– Y yo soy una mujer que vale mucho. Es menos de lo que gasta la Supranational cuando es ella quien paga, y entonces no pareció importarte tanto. Además, cuando se quiere lo mejor, cuesta caro.

Su voz tenía un tono directo, sin ningún mimo, y él comprendió que estaba frente a otra Avril, más audaz y dura que la criatura entregada y ávida de agradar de un momento antes. De mala gana, Heyward sacó doscientos cincuenta dólares de su billetera y se los tendió.

Avril colocó toda la suma en un bolsillo interior de su bolso.

– Bueno, ¡terminados los negocios! Ahora ocupémonos del amor.

Se volvió hacia él y lo besó con ardor, y al mismo tiempo sus largos dedos hábiles acariciaron levemente su pelo. El apetito que él sentía por ella, brevemente apagado, empezó a renacer.

– Roscoe, querido -murmuró Avril-, cuando llegaste parecías cansado y preocupado.

– Últimamente he tenido algunos problemas en el banco.

– Entonces habrá que tranquilizarte. Primero un poquito de champagne, después me tomarás a mí… -hábilmente abrió la botella, que estaba en un balde de hielo, y llenó dos vasos. Juntos bebieron, y esta vez Heyward no se preocupó de recordar que era abstemio. Pronto Avril empezó a desnudarlo, y a desnudarse ella.

Cuanto estaban en la cama, ella murmuraba constantemente mimos, frases de aliento:

– Oh, Roscoe… eres tan grande y tan fuerte… ¡Qué hombre!… Despacio, querido… despacio… Nos has llevado al paraíso… Ay, si esto pudiera durar para siempre…

Su habilidad no sólo le despertaba físicamente, sino que lo hacía sentirse hombre como nunca se había sentido. Nunca, en todos sus descosidos acoplamientos con Beatrice, había él imaginado aquella plenitud de sensaciones, una progresión gloriosa hacia una realización tan completa en todos los sentidos.

– Casi lista, Roscoe… cuando digas… Sí, querido… por favor, sí….

Quizá parte de la respuesta de Avril fuera una comedia. Sospechaba que así era, pero ya no le importaba. Lo que contaba era la profunda, rica, dichosa sensualidad que había descubierto en él, por intermedio de ella.

El crescendo pasó. Iba a quedar, pensó Roscoe Heyward, como otro recuerdo exquisito. Ahora estaban echados, dulcemente lánguidos, mientras que, fuera del hotel, el crepúsculo se convertía en oscuridad y parpadeaban las luces de la ciudad. Avril se movió primero. Pasó del dormitorio de la suite a la sala y volvió con dos vasos llenos de champagne, que bebieron, sentados en la cama y charlando.

Después de un rato, Avril dijo:

– Roscoe, quiero pedirte un consejo.

– ¿Con respecto a qué? -¿Qué clase de confidencia femenina estaba él a punto de compartir?

– ¿Crees que debo vender mis acciones de la Supranational?

Sorprendido, él preguntó:

– ¿Tienes muchas?

– Quinientas acciones. Ya sé, para ti, eso no es mucho. Pero lo son para mí… es una tercera parte de mis ahorros.

Él calculó con rapidez que los «ahorros» de Avril eran aproximadamente siete veces más que los suyos propios.

– ¿Qué has oído de la SuNatCo? ¿Por qué lo preguntas?

– En primer lugar han reducido mucho los entretenimientos, me han dicho que les hace falta dinero, y hay cuentas que no han pagado. A algunas de las otras chicas les aconsejaron que vendieran sus acciones, pero yo no he vendido las mías, porque se están negociando mucho más bajo que cuando las compré.

– ¿Has consultado con Quartermain?

– Ninguna de nosotras le ha visto últimamente. Rayo de Luna… ¿te acuerdas de Rayo de Luna?

– Sí -Heyward recordaba que el Gran George había ofrecido mandar a su cuarto la exquisita muchacha japonesa. Se preguntó cómo habría sido su encuentro.

– Rayo de Luna dice que George se ha ido a Costa Rica y que probablemente se quedará allí. Y dice que él vendió muchas de las acciones de la SuNatCo que poseía antes de irse.

Oh, ¿por qué no había usado semanas atrás a Avril como fuente de información?

– Si estuviera en tu caso -dijo él- vendería mañana mismo esas acciones. Incluso con pérdida.

Ella suspiró.

– Es bastante difícil ganar dinero. Y más difícil todavía conservarlo.

– Querida, acabas de enunciar una verdad financiera fundamental.

Hubo un silencio, después Avril dijo:

– Te voy a recordar como a un hombre muy simpático, Roscoe.

– Gracias. Yo también pensaré en ti de manera especial.

Ella le abrazó.

– ¿Otra vez?

Él cerró los ojos, entregado al placer, mientras ella le acariciaba. Como siempre, ella era una experta. Él pensó: ambos aceptaban tácitamente que aquella era la última vez que iban a verse. Había una razón práctica: él no podía pagar a Avril. Además, estaba la sensación de acontecimientos que se agitaban, de cambios inminentes, de cierta crisis que llegaba a la cúspide. ¿Quién sabía qué iba a pasar?

Antes de hacer el amor, él recordó su preocupación de antes acerca de la ira de Dios. Bueno, quizá Dios… el padre de Cristo, que conocía la debilidad humana, que caminaba y hablaba con pecadores y que había muerto entre ladrones… comprendería. Comprendería y olvidaría la verdad… que en la vida de Roscoe Heyward los escasos y dulces momentos de felicidad más intensa, habían sido en compañía de una prostituta.

Al salir del hotel, Heyward compró un periódico vespertino. Un encabezamiento a dos columnas, a la mitad de la primera página, le llamó la atención:


INQUIETUD EN LA SUPRANATIONAL

¿HASTA QUE PUNTO ES SOLVENTE EL

GIGANTE MUNDIAL?

15

Nadie supo nunca qué acontecimiento específico, si es que hubo alguno, había provocado el derrumbamiento final de la Supranational. Tal vez fuera un incidente. O bien podía ser el peso acumulado de muchos, que habían provocado movimientos graduales en el equilibrio, como una presión creciente en un andamiaje, hasta que, súbitamente, cae el techo.

Como sucede en todo desastre financiero en el que está involucrada una compañía pública, los signos aislados de debilidad eran evidentes desde hacía semanas y meses. Pero sólo los observadores más intuitivos, como Lewis D'Orsey, los habían percibido en conjunto y habían comunicado sus temores a algunos pocos favorecidos.

La gente de dentro, lógicamente, incluido el Gran George Quartermain, quien, como se supo más adelante, había vendido la mayoría de sus acciones valiéndose de un intermediario al precio más elevado de la SuNatCo, sabía más que nadie y se había escabullido pronto. Otros, prevenidos por confidentes, o amigos que devolvían un favor por otro, habían obtenido una información similar y, en silencio, habían hecho lo mismo.

Luego seguían en la lista aquellos como Alex Vandervoort, actuando para el First Mercantile American, que habían obtenido información exclusiva, y rápidamente se habían librado de todas las acciones de la SuNatCo que poseían, esperando que, en la confusión siguiente, sus motivos no fueran investigados. Otras instituciones, bancos, casas de inversiones, fondos mutuales, al ver que se deslizaba el precio de las acciones y sabiendo cómo trabajaba el sistema interno, percibieron pronto la situación y siguieron la corriente.

Había leyes federales en contra de negociar internamente las acciones… en el papel. En la práctica las leyes se infringían diariamente y en gran parte no podían ejecutarse. Ocasionalmente, en algún caso flagrante, o en algún blanqueo, podía hacerse alguna acusación y conseguir alguna penalidad mezquina. Pero esto también era raro.

Los inversores individuales, el grande, esperanzado, confiado, ingenuo, castigado, expoliado público, fueron, como siempre, los últimos en enterarse de que algo andaba mal.

La primera información sobre las dificultades de la SuNatCo, apareció en una noticia de la AP, publicada por los periódicos vespertinos, la historia que Roscoe Heyward había leído al salir del Columbia Hilton. A la mañana siguiente la prensa había obtenido nuevos detalles y artículos ampliados aparecieron en los diarios de la mañana, incluso en «The Wall Street Journal». De todos modos, los detalles eran escasos y mucha gente no podía creer que algo de un tamaño tan tranquilizador como la Supranational Corporation pudiera estar en serias dificultades.

La confianza fue asediada, muy pronto.

A las 10 horas, aquella mañana, en la Bolsa de Nueva York, las acciones de la Supranational no se abrieron al tráfico con el resto del mercado. El motivo dado fue «un desequilibrio de orden». Lo que significaba que el especialista para negociar las acciones de la SuNatCo estaba tan empantanado con las órdenes de «venta», que era imposible mantener el orden de las acciones en el mercado.

La negociación de la SuNatCo se reabrió a las 11, cuando una gran orden de «compra» de 52 000 acciones cruzó el registro. Pero para entonces el mercado, que había estado a 48 ½ un mes antes, había bajado a 19. Cuando sonó la campana de cierre de la tarde, estaba a 10.

La Bolsa de Nueva York probablemente hubiera detenido el tráfico al día siguiente, pero, por la noche, la decisión le fue quitada de entre las manos. Los departamentos de Seguridad y la Comisión de Intercambio anunciaron que estaban investigando los negocios de la Supranational y que, hasta que terminara la investigación, quedaba detenido todo comercio con las acciones de la SuNatCo.

Siguieron quince días ansiosos para los acreedores y los restantes accionistas de la SuNatCo, cuyas inversiones y préstamos combinados llegaban a cinco mil millones de dólares. Entre los que esperaban, estremecidos, nerviosos y comiéndose las uñas, estaban los funcionarios y directores del banco First Mercantile American.


La Supranational no se sostuvo, como esperaban Alex Vandervoort y Jerome Patterton, «en el aire durante varios meses». Por lo tanto existía la posibilidad de que las transacciones tardías de acciones de la SuNatCo, incluida la gran cantidad del departamento de depósitos del FMA, pudieran ser revocadas. Esto podía suceder de dos maneras: por orden de los servicios de Seguridad, tras alguna queja, o porque los compradores de las acciones iniciaran una acción judicial, alegando que el FMA conocía la verdadera condición de la Supranational, y no la había revelado cuando se vendieron las acciones. Si esto sucedía, la cosa iba a representar todavía una pérdida mayor para los depositarios de la que ya afrontaban, y el banco podía ser juzgado por abuso de confianza. Había otra posibilidad que debía afrontarse… y que era aún más probable. El préstamo de cincuenta millones de dólares del First Mercantile American a la SuNatCo iba a convertirse en una «tachadura», una pérdida total. Si así era, por primera vez en su historia, el banco sufriría una pérdida sustancial aquel año. Y esto elevaba la probabilidad de que el próximo dividendo de acciones del FMA debiera ser omitido. Esto también sucedería por primera vez.

Un estado de depresión y duda invadía a los altos mandos del banco.

Vandervoort había previsto que, cuando estallara la historia de la Supranational, la prensa iba a empezar a investigar y a dar a conocer que el First Mercantile American estaba envuelto en el asunto. En esto tampoco se había equivocado.

Nuevos periodistas, que en años recientes se habían sentido animados por el ejemplo de los héroes de Watergate del «Washington Post», Bernstein y Woodward, atacaron con dureza. Y sus esfuerzos tuvieron éxito. En pocos días la gente de prensa había creado fuentes de información dentro y fuera de la Supranational, y empezaron a surgir exposiciones de las actividades laterales de Quartermain, al igual que el sombrío conglomerado de las «cuentas chinas». Apareció la cifra horrendamente alta de las deudas de la SuNatCo. Y también algunas otras revelaciones financieras, como el préstamo de cincuenta millones del FMA.

Cuando el servicio informativo general hizo la primera referencia a los vínculos del FMA con la Supranational, el jefe de relaciones públicas del banco, Dick French, solicitó y obtuvo la convocatoria de una conferencia de alto nivel. Estaban presentes Jerome Patterton, Alex Vandervoort, Roscoe Heyward, y la pesada silueta del mismo French, con el habitual cigarro encendido en el extremo de la boca.

Formaban un grupo serio, Patterton furioso y sombrío, como estaba desde hacía días; Heyward aparentemente fatigado, distraído, y demostrando tensión nerviosa; Alex con creciente ira interna por verse envuelto en el desastre que había predicho, y que hubiera podido no ocurrir.

– Dentro de una hora, quizá menos -empezó el vicepresidente de relaciones públicas- van a perseguirme para que dé detalles sobre nuestras relaciones con la SuNatCo. Quiero saber cuál es nuestra actitud oficial y qué respuestas debo dar.

– ¿Estamos obligados a dar alguna información?

– No -dijo French-. Pero tampoco se obliga a nadie a hacerse el harakiri.

– ¿Por qué no reconocer que la Supranational nos debe dinero -sugirió Roscoe Heyward- y dejar ahí la cosa?

– Porque no estamos tratando con idiotas, por eso. Algunos de los que harán preguntas serán periodistas expertos en finanzas, que conocen las leyes bancarias. Y la segunda pregunta será: ¿cómo es posible que el banco haya comprometido tanto dinero de los depositantes a un solo deudor?

Heyward interrumpió:

– No es un solo deudor. El préstamo fue dividido entre cinco subsidiarias de la Supranational.

– Cuando lo repita -afirmó French- procuraré hacer creer que lo creo… -se sacó el cigarro de la boca, lo dejó a un lado, y acercó un pequeño anotador-. Bueno, quiero detalles. Todo saldrá a la luz de todos modos, pero quedaremos mucho peor si no afrontamos la cuestión; se volverá dolorosa, como sacarse una muela.

– Antes de seguir -dijo Heyward- quiero recordar que no somos el único banco al que la Supranational debe dinero. Están el First National City, el Bank of America y el Chase Manhattan.

– Pero todos ellos encabezan consorcios -señaló Alex-, de manera que cualquier pérdida es compartida por otros bancos. Dentro de lo que sabemos, nuestro banco es el más expuesto individualmente -no tenía sentido recordar que él había prevenido a todos los interesados, incluida a la Dirección, que tal concentración de riesgo era peligrosa para el FMA, y probablemente ilegal. Pero sus pensamientos seguían todavía siendo amargos.

Lanzaron una declaración reconociendo el profundo acuerdo financiero del First Mercantile American con la Supranational, y reconocieron también tener alguna ansiedad. La declaración expresaba la esperanza de que el moribundo conglomerado pudiera recobrarse, quizá bajo una nueva dirección, para la que presionaría el FMA, y con pérdidas minimizadas. Era una esperanza fantasma, y todos lo sabían.

Se concedió a Dick French cierto margen para ampliar la declaración si era necesario, y quedaron de acuerdo en que él sería el único portavoz del banco.

French previno:

– Los periodistas procurarán entrevistar personalmente a cada uno de ustedes. Si quieren que nuestra historia tenga consistencia mándenme a mí todos los periodistas, y prevengan al personal para que haga lo mismo.

Aquel mismo día, Alex Vandervoort revisó los planes de emergencia que había establecido dentro del banco, para ponerlos en acción bajo determinadas circunstancias.


– Hay algo de cuervos hambrientos -afirmó Edwina D'Orsey- en la atención que se presta a un banco que está en dificultades.

Había estado examinando los periódicos extendidos en la zona de conferencias del despacho de Alex Vandervoort en la Torre de la Casa Central del FMA.

Era un jueves, un día después de la declaración de prensa de Dick French.

El «Times Register» local había puesto un gran titular en un solo artículo:


BANCO LOCAL AFRONTA ENORMES PERDIDAS.

TRAS LA BANCARROTA DE LA SUNATCO.


Con más cautela, el «New York Times» informaba a sus lectores:


El FMA en marcha pese a

agudos problemas de préstamo


La historia había sido propalada igualmente por la red de noticias televisivas, la noche antes y esa mañana.

En todos los informes había una apresurada aseveración de la Federal Reserve de que el First Mercantile American era solvente y que los depositantes no tenían motivo para alarmarse. De todos modos el FMA estaba ahora en la «lista problemática» de la Federal Reserve, y esa mañana un grupo de examinadores de la Reserve había llegado silenciosamente… claramente era la primera de varias incursiones similares por agencias reguladoras.

Tom Straughan, el economista del banco, contestó la observación de Edwina:

– No hay nada de cuervos hambrientos en lo que llama la atención cuando uno está en dificultades. Creo que, más que nada, es miedo. Miedo entre los que tienen cuentas en el banco y temen que la institución no pueda hacer más negocios y perder su dinero. También está el miedo más amplio de que, si un banco fracasa, otros podrían contagiarse de la misma enfermedad y todo el sistema caería hecho trizas.

– Lo que yo temo -dijo Edwina- es el efecto de esta publicidad.

– Yo también estoy inquieto -asintió Alex Vandervoort-. Por eso seguimos examinando de cerca el efecto que puede producirse.

Alex había convocado a mediodía una reunión de estrategia.

Entre los convocados estaban los jefes de departamento responsables de la administración de las sucursales, ya que todos comprendían que, cualquier falta de confianza en el FMA iba a sentirse primero en las sucursales. Poco antes Tom Straughan había comunicado que los retiros bancarios en las sucursales, ayer por la tarde y esta mañana, eran más elevados que de costumbre, y los depósitos menores, aunque todavía era demasiado temprano para considerarlo como una tendencia definitiva. De manera tranquilizadora no había señales de pánico entre los clientes del banco, aunque los gerentes de las sucursales del FMA tenían instrucciones de informar inmediatamente si las percibían. Un banco sobrevive con su reputación y la confianza de los otros… plantas frágiles que la adversidad y una mala publicidad pueden marchitar.

El propósito de la reunión de hoy era asegurar que las acciones que debían tomarse en caso de una crisis seria fueran entendidas, y que las comunicaciones funcionaran. Aparentemente así era.

– Eso es todo por ahora -dijo Alex al grupo-. Volveremos a reunimos mañana a la misma hora.

Nunca lo hicieron.

A las 10,30 de la mañana siguiente, viernes, el gerente de la sucursal de Tylersville del First Mercantile American, a unas veinte millas en el interior, telefoneó a la Casa Central y su llamada fue pasada inmediatamente a Alex Vandervoort.

Cuando el gerente se identificó, Alex preguntó cortante:

– ¿Qué problema hay?

– Una «estampida», míster Vandervoort. El lugar está repleto de público… más de cien personas de la clientela habitual, en fila, con libros de pases y libretas de cheques, y están llegando más. Lo están retirando todo, limpiando las cuentas, piden hasta el último dólar -la voz del gerente era la de un hombre alarmado que quiere parecer tranquilo.

Alex se quedó helado. Una «estampida» así en un banco es una pesadilla que aterra a todo banquero; también era, en los últimos días, lo que Alex y los otros en la dirección habían temido más. La «estampida» indicaba pánico entre el público, psicología de masas, una pérdida total de fe. Todavía peor, una vez que la noticia de la «estampida» en una sucursal se difundiera, podía propagarse a otras en el sistema del FMA, como el fuego de un rayo, imposible de ser apagado y que se convierte en una catástrofe. Ninguna institución bancaria, ni siquiera la más grande y sana, tiene jamás bastante líquido para pagar inmediatamente a todos los depositantes, si todos exigen dinero al contado. Por lo tanto, si el miedo persistía, las reservas de caja iban a agotarse y el FMA se vería obligado a cerrar sus puertas, quizá para siempre.

Le había pasado antes a otros bancos. Dada una combinación de mala dirección, tiempos adversos y mala suerte, podía pasar en cualquier parte.

Lo esencial, según sabía Alex, era asegurar a aquellos que querían sacar su dinero de que iban a recibirlo. Lo segundo era localizar el estallido.

Sus instrucciones al gerente de Tylersville fueron precisas.

– Fergus, usted y todo su personal deben actuar como si no pasara nada raro. Paguen sin preguntar, sea lo que sea lo que la gente pida y tenga en sus cuentas. Y no ande por ahí con aire preocupado. Muéstrese alegre.

– No será fácil, míster Vandervoort. Lo intentaré.

– Haga más que intentarlo. En este momento todo el banco descansa sobre sus hombros.

– Bien.

– Le mandaremos ayuda en cuanto podamos. ¿Cuál es su situación de caja?

– Tenemos en el tesoro unos ciento cincuenta mil dólares -dijo el gerente-. Al paso que vamos, podemos durar una hora, no mucho más.

– Le mandaré dinero -aseguró Alex-. Entretanto saque el dinero del tesoro y colóquelo sobre las mesas y los escritorios, para que todos lo vean. Después camine entre los clientes. Hable con ellos. Asegúreles que el banco está en excelente forma, pese a lo que han leído, y dígales que todos recibirán su dinero.

Alex cortó. Por otro teléfono llamó inmediatamente a Straughan.

– Tom -dijo Alex-, la bomba ha estallado en Tylersville. La sucursal de allí necesita ayuda y dinero… rápido. Ponga en acción el Plan de Emergencia Número Uno.

16

La municipalidad de Tylersville, como muchos seres humanos, estaba ocupada en «descubrirse a sí misma». Era un neosuburbio, una mezcla de ruidoso mercado y granjas, parcialmente rodeada por una ciudad que oprimía, pero le quedaba bastante de sus orígenes como para resistir, por un tiempo, la conformidad urbana.

La población era una mezcla híbrida de viejo y nuevo, familias conservadoras, profundamente arraigadas, de granjeros y comerciantes locales, y nuevos residentes, muchos asqueados con la decadencia de valores morales de la ciudad que habían dejado, y que buscaban absorber, para ellos y para sus crecientes familias, algo de la paz de las costumbres rústicas antes de que desaparecieran. El resultado era una increíble alianza de ruralistas reales y de otros que deseaban serlo, desconfiados de los grandes negocios y del estilo de las maniobras ciudadanas, incluidas las de los bancos.

Únicos también, en el caso de «estampida» en el banco de Tylersville, eran los chismes de un cartero. El martes, mientras entregaba cartas y paquetes, también había esparcido el rumor:

– ¿Han oído que el First Mercantile American está en quiebra? Dicen que quien tenga allí dinero y mañana no lo haya sacado, lo perderá todo.

Sólo unos pocos de los que habían oído al cartero le creyeron. Pero la historia corrió, después recibió el refuerzo de las noticias, incluidas las de la televisión nocturna. Por la noche, entre los granjeros, los comerciantes y los nuevos inmigrantes, había crecido tanto la ansiedad que, el viernes por la mañana, el consenso fue: ¿para qué arriesgarse? Saquemos ahora el dinero.

Una ciudad pequeña tiene su propio telégrafo selvático. Las noticias de la decisión de la gente circularon rápidamente y, mediada la mañana, había más y más gente que se dirigía a la sucursal del FMA para poner a salvo sus ahorros.

Así, con hilos delgados, se tejen las grandes tapicerías.


En la Torre de la Casa Central, algunos, que apenas habían oído hablar de Tylersville, lo oían nombrar ahora. Iban a oír más a medida que la cadena de acontecimientos en el Plan de Emergencia de Vandervoort se desenvolviera con rapidez.

Siguiendo instrucciones de Tom Straughan la computadora del banco fue consultada primero. Un programador tecleó la pregunta en un tablero: «¿Cuántos son los ahorros totales y la demanda de depósitos en la sucursal de Tylersville?» Instantáneamente la computadora, como estaba en contacto continuo y directo, dio cifras del cierre de los negocios el día anterior.


CUENTAS DE AHORRO $ 26.170.627,54

DEPÓSITOS EN CUENTA CORRIENTE $ 15.042.767,18

TOTAL $ 41.213.394,72


La computadora recibió entonces instrucciones: deduzca de ese total las cuentas sin movimiento y los depósitos municipales. (Era una segura suposición que ninguna de estas dos cosas podían ser turbadas, ni siquiera en una «estampida».)

La computadora respondió:


SIN MOVIMIENTO Y MUNICIPALES $ 21.340.964,61

BALANCE $ 19.782.430,11


Más o menos unos veinte millones de dólares que los depositantes en Tylersville podían pedir y que quizá pedirían.

Un subordinado de Straughan ya había alertado al Tesoro de la Casa Central, una fortaleza subterránea debajo de la Torre del FMA. Ahora se avisó al supervisor del Tesoro:

– Veinte millones de dólares para la sucursal de Tylersville… ¡corriendo!

La cantidad era más de la que podía necesitarse, pero un objetivo, decidido durante el planeamiento avanzado del grupo de Alex Vandervoort, era hacer una demostración de fuerza, como quien agita una bandera. O, como Alex había expresado:

– Para apagar un incendio hay que tener más agua de la que se necesita.

En las cuarenta y ocho horas pasadas, anticipando exactamente lo que ahora estaba ocurriendo, el suplemento normal de dinero en el Tesoro de la Casa Central había sido aumentado con retiros especiales del Federal Reserve. El Fed había sido informado y había aprobado los planes de emergencia del FMA.

Una fortuna de Midas en billetes y monedas, ya contada y colocada en bolsas con etiquetas, fue cargada en camiones blindados, mientras un montón de guardias armados vigilaban la rampa de acceso. En total iban a ser seis camiones blindados, algunos convocados por radio para que dejaran otras tareas, y cada uno iba a viajar por separado con escolta policial, precaución debida a la cantidad desusada de dinero al contado. De todos modos, sólo tres camiones llevarían dinero. Los otros estaban vacíos, eran monigotes, una salvaguardia extra contra los asaltos.

Veinte minutos después de la llamada del gerente de la sucursal, el primer camión blindado estaba listo para salir de la Casa Central y, poco después, se abría camino entre el tráfico rumbo a Tylersville.

Ya antes de esto, personal bancario estaba en camino, en coches privados y limousines.

Edwina D'Orsey encabezaba la marcha. Estaba encargada de la operación de ayuda ahora en acción.

Edwina dejó su escritorio de la sucursal principal casi inmediatamente, se detuvo sólo para informar al subgerente principal y para recoger a tres miembros del personal que iban a acompañarla, un funcionario de préstamos, Cliff Castleman, y dos cajeros. Uno de los cajeros era Juanita Núñez.

Al mismo tiempo pequeños contingentes de personal de otras dos sucursales de la ciudad recibían instrucciones de ir directamente a Tylersville, donde se pondrían en contacto con Edwina. Parte de la estrategia general era no hacer despliegue de personal, para el caso de que empezara una «estampida» en alguna otra parte. Para tal caso, estaban listos otros planes de emergencia, aunque había un límite para aplicarlos a la vez. No podían ser más de dos o tres.

El cuarteto encabezado por Edwina avanzó con paso rápido por el túnel que comunicaba la sucursal principal con la Casa Central del FMA. En el vestíbulo del gran edificio tomaron un ascensor hacia el garaje del banco, donde un coche había sido designado y esperaba. Cliff Castleman tomó el volante.

En el momento que subían, Nolan Wainwright pasó apresurado, dirigiéndose hacia donde estaba aparcado su Mustang. El jefe de Seguridad había sido informado de la operación de Tylersville y, como estaban involucrados veinte millones de dólares, decidió vigilar personalmente el sistema de protección. Detrás de él venía un furgón con media docena de guardias armados. La policía local y estatal de Tylersville había sido alertada.

Tanto Alex Vandervoort como Tom Straughan siguieron donde estaban, en la Torre del FMA. La oficina de Straughan, cerca del Centro Monetario del Comercio, se había convertido en el puesto de comando. En el piso treinta y seis, la preocupación de Alex era mantenerse en contacto con el resto del sistema de sucursales, y saber inmediatamente si surgían nuevas dificultades.

Alex había mantenido informado a Patterton y ahora el presidente del banco esperaba tenso junto a Alex, cada uno atragantado con las preguntas que no hacían: ¿podrían contener la «estampida» en Tylersville? ¿Podría el First Mercantile American cerrar los negocios del día sin un pánico en alguna otra parte?

Fergus W. Gatwick, el gerente de la sucursal de Tylersville había esperado que los pocos años que le faltaban para jubilarse pasaran sin prisa y sin acontecimientos. Estaba en la sesentena, era un hombrecito como una manzana, de mejillas rosadas, ojos azules, pelo gris, un afable rotariano. En su juventud había conocido la ambición, pero se había agotado hacía tiempo, y había decidido, sabiamente, que su papel en la vida debía ser secundario; era un seguidor que nunca iba a abrir una senda. La gerencia de una pequeña sucursal bancaria se adecuaba idealmente a su capacidad y sus limitaciones.

Había sido feliz en Tylersville, donde sólo una crisis le había molestado hasta ahora. Algunos años atrás una mujer con un resentimiento imaginario contra el banco había alquilado una caja fuerte. Colocó en la caja un objeto envuelto en periódicos, luego partió para Europa sin dejar dirección. Durante días, un olor pútrido se infiltró en el banco. En el primer momento se sospechó de las cañerías, que fueron examinadas inútilmente, mientras el hedor aumentaba. Los clientes se quejaban y el personal sentía náuseas. Finalmente se llegó a sospechar de las cajas de depósitos, donde el atroz olor parecía más fuerte. Entonces surgió la pregunta crucial: ¿qué caja?

Fue Fergus W. Gatwick quien, cumpliendo con su deber, olfateó todas las cajas, deteniéndose en una donde el mal olor era abrumador. Tras esto se necesitaron cuatro días de procedimientos legales antes de obtener un permiso del tribunal que permitiera al banco abrir la caja. En su interior, se encontraron los restos de lo que alguna vez fuera un enorme, fresco róbalo. A veces, en el recuerdo, Gatwick todavía podía oler aquellos atroces momentos.

Comprendía que la exigencia de ahora era mucho más grave que un pescado en una caja. Miró su reloj. Una hora y diez minutos desde que había telefoneado a la Casa Central. Aunque cuatro cajeros habían estado pagando continuamente, el número de gente que llenaba el banco era aún mayor, y seguían llegando más personas, sin que hubiera llegado ayuda.

– ¡Míster Gatwick! -una cajera le hizo señas.

– Sí… – dejó la zona cercada de la dirección donde normalmente trabajaba y se acercó a ellas. Al otro lado del mostrador, frente a ellos, a la cabeza de una fila, estaba un criador de aves, cliente regular del banco a quien Gatwick conocía bien. El gerente dijo con alegría:

– Buenos días, Steve.

En agradecimiento recibió un frío saludo de cabeza, mientras, en silencio, la cajera le mostraba cheques contra dos cuentas. El hombre del criadero de aves las había presentado. Totalizaban 23 000 dólares.

– Son buenos -dijo Gatwick y, tomando los cheques, puso sus iniciales en ambos. En voz baja, aunque se pudo oír desde el otro lado del mostrador, la cajera dijo:

– No tenemos dinero para pagar eso.

Él debía haberlo sabido, lógicamente. El vaciado de la caja, desde que se había abierto el banco, había sido continuo, con varios retiros grandes. Pero la frase fue desdichada. Se oyeron rumores enojados entre los que formaban cola, y el comentario de la cajera fue repetido y corrió.

– ¿Has oído? ¡Dicen que no tienen más dinero!

– ¡Por Cristo! -el hombre del criadero de aves se inclinó enfurecido hacia adelante, con el puño cerrado-. ¡Págueme estos cheques, Gatwick, si no quiere que haga trizas este banco!

– No es necesario eso, Steve. Tampoco quiero gritos ni amenazas -Fergus W. Gatwick levantó la voz, procurando ser oído sobre la escena, súbitamente fea-. Señoras y señores, experimentamos una breve escasez de caja debido a las demandas excepcionales, pero les aseguro que mucho más dinero está en camino y llegará aquí pronto.

Las últimas palabras fueron ahogadas por furiosos gritos de protesta.

– ¿Cómo puede quedarse sin dinero un banco?… ¡Tráigalo ahora!… Esto es una mierda… ¿dónde está el dinero?… ¡Nos quedaremos aquí hasta que el banco pague lo que debe!

Gatwick levantó los brazos.

– Otra vez les aseguro…

– No me interesan sus seguridades tramposas -la que hablaba era una mujer vestida con elegancia a quien Gatwick reconoció como una nueva residente. La mujer insistió-: Quiero mi dinero, ahora.

– Muy bien -hizo eco un hombre que estaba detrás-. Esto vale para todos.

Otros avanzaron, las voces se elevaron, las caras revelaban enojo y alarma. Alguien tiró un paquete de cigarrillos que golpeó a Gatwick en la cara. Súbitamente él comprendió que el grupo ordinario de ciudadanos, a muchos de los cuales conocía bien, se había convertido en una chusma hostil. Era el dinero, naturalmente; el dinero que hacía extrañas cosas a los seres humanos, volviéndolos ávidos, llenos de pánico, a veces subhumanos. También había temor genuino -la posibilidad, tal como la veían algunos, de perder todo lo que tenían, junto con su seguridad. La violencia, que unos momentos antes hubiera parecido increíble, amenazaba ahora. Por primera vez en muchos años, Gatwick sintió miedo físico.

– ¡Por favor -suplicó-, escuchen, por favor! -Su voz se ahogó en el creciente tumulto.

Repentina, inesperadamente, cesó el clamor. Parecía que había cierta actividad en la calle y, los que estaban dentro, se esforzaron por ver. Después, en un gesto de bravura, las puertas exteriores del banco se abrieron de golpe y una procesión avanzó.

La encabezaba Edwina D'Orsey. La seguían Cliff Castleman y dos jóvenes cajeras, una de ellas la pequeña figura de Juanita Núñez. Detrás había una falange de guardias de seguridad, llevando sobre los hombros pesados sacos de lona, escoltados por sus respectivos guardias, con los revólveres desenfundados. Media docena más de personal, procedente de otras sucursales, formaba fila detrás de los guardias. Siguiendo a todos ellos -como Nuestro Señor de la Protección, atento y preocupado- venía Nolan Wainwright.

Edwina habló claramente sobre la multitud, en el casi silencioso banco.

– Buenos días, míster Gatwick. Lamento que hayamos tardado tanto, pero había mucho tráfico. Me han dicho que necesita usted veinte millones. Una tercera parte acaba de llegar. El resto está en camino.

Mientras Edwina hablaba, Cliff Castleman, Juanita, los guardias y otros atravesaban la zona cercada de la gerencia y pasaban detrás de los mostradores. Uno de los del personal recién llegado era un contador que inmediatamente se hizo cargo del dinero que llegaba. Pronto, una cantidad de suministros de crujientes billetes nuevos fueron contados y distribuidos entre los cajeros.

La multitud del banco rodeó a Edwina. Alguien preguntó:

– ¿Es verdad? ¿Tienen ustedes bastante dinero como para pagarnos a todos?

– Claro que es verdad -Edwina miró las cabezas alrededor y habló para todos-. Soy Edwina D'Orsey, vicepresidente del First Mercantile American. Pese a los rumores que puedan haber oído, nuestro banco es sólido, solvente, y no tiene problemas que no podamos solucionar. Tenemos amplias reservas de caja como para pagar a cualquier depositante… en Tylersville o en cualquier parte.

La multitud del banco rodeó a Edwina. Alguien preguntó:

– Tal vez sea verdad. O tal vez lo dice usted con la esperanza de que la creamos. De todos modos, hoy retiro mi dinero.

– Es cosa suya -dijo Edwina.

Fergus W. Gatwick, que observaba, se sintió aliviado al no ser ya el centro de la atención. También sintió que el estado de ánimo de hacía unos momentos se había distendido, incluso había algunas sonrisas entre los que esperaban, a medida que mayores cantidades de dinero seguían apareciendo. Pero, aunque el estado de ánimo fuera menos cerrado, el propósito seguía en pie. Cuando se reanudó el proceso de pago, con rapidez, se hizo evidente que la «estampida» del banco no se había detenido.

Mientras continuaba la cosa, nuevamente, como legionarios de César, los guardias del banco y las escoltas, que habían vuelto a los camiones blindados, regresaron, con nuevos sacos de lona cargados de dinero.

Nadie que haya estado ese día en Tylersville olvidará jamás la inmensa cantidad de dinero desplegada a la vista del público. Ni siquiera los que trabajaban en el FMA habían visto jamás tanta cantidad reunida en un solo día. Siguiendo las instrucciones de Edwina y bajo el plan de Alex Vandervoort, la mayoría de los veinte millones de dólares traídos para luchar contra la «estampida» del banco, quedaron al descubierto, donde todos podían verlos. En la zona detrás del mostrador de los cajeros, todos los escritorios estaban libres; desde otras partes del banco se trajeron más escritorios y mesas. En todos ellos, grandes cantidades de billetes y monedas fueron amontonados, mientras el personal extra que había llegado, de alguna manera, llevaba la cuenta de los totales.

Tal como lo expresó más tarde Nolan Wainwright, toda la operación había sido «el sueño de un asaltante de banco, la pesadilla de un encargado de la Seguridad». Por suerte, si los ladrones se enteraron de lo que estaba pasando, se enteraron demasiado tarde.

Edwina, tranquilamente competente y usando cortesía hacia Fergus W. Gatwick, lo supervisaba todo.

Fue ella quien dio instrucciones a Cliff Castleman para que empezara a buscar negocios de préstamos.

Poco antes de mediodía, con el banco todavía repleto y una línea que se prolongaba afuera, Castleman sacó una silla y se puso de pie sobre ella.

– Señoras y señores -anunció-: permítanme presentarme. Soy funcionario de préstamos en la ciudad, lo que no significa mucho, aparte de que tengo autoridad para aprobar préstamos por sumas mayores de las que generalmente se negocian en este banco. De manera que, si alguno de ustedes ha pensado pedir un préstamo, y quieren una respuesta rápida, éste es el momento. Soy comprensivo y sé escuchar y procuro ayudar a la gente que tiene problemas. Míster Gatwick que está ocupado en este momento haciendo otras cosas, me ha permitido que use su escritorio, y allí estaré. Espero que vengan ustedes a hablar conmigo.

Un hombre con la pierna enyesada, exclamó:

– Iré en seguida, en cuanto me den mi dinero. Me parece que, si este banco quiebra, pediré un préstamo. Después no tendré que pagarlo.

– Nada va a quebrar aquí -dijo Cliff Castleman. Y preguntó-: ¿Qué le pasó en la pierna?

– Me caí en la oscuridad.

– Al oírle me doy cuenta de que sigue en la oscuridad. Este banco está más en forma que cualquiera de nosotros. Y le aseguro que, si pide dinero prestado, tendrá que pagarlo o se romperá la otra pierna.

Se oyeron algunas risas cuando Castleman bajó de la silla y, poco después, algunas personas se dirigieron al escritorio del gerente, para discutir préstamos. Pero los retiros de dinero continuaban. El pánico había cedido un poco, pero nada al parecer -ni una muestra de fuerza, seguridades o psicología aplicada- podía contener la «estampida» bancaria en Tylersville.

A principios de la tarde, para los abatidos funcionarios del FMA, sólo quedaba un interrogante: ¿cuánto tiempo tardaría en propagarse la epidemia?


Alex Vandervoort, que había hablado por teléfono varias veces con Edwina, salió personalmente para Tylersville a mitad de la tarde. Estaba todavía más alarmado que por la mañana, cuando había esperado que la «estampida» terminara rápidamente. La continuación significaba que, durante el fin de semana, el pánico iba a propagarse entre los depositantes, y seguramente otras sucursales del FMA serían invadidas el lunes.

En el día de hoy, aunque los retiros en otras sucursales habían sido fuertes, no había ocurrido nada parecido a la situación de Tylersville. Pero era evidente que la misma suerte no podía prolongarse.

Alex se hizo llevar a Tylersville en una limousine con un chófer, y Margot Bracken le acompañó. Margot había terminado esa mañana un asunto en los tribunales más rápidamente de lo que esperaba y fue a buscar a Alex al banco para almorzar. Después, a petición de él, ella se quedó, y compartió algunas de las tensiones que invadían en ese momento el piso treinta y seis de la Torre.

En el coche Alex se echó hacia atrás, saboreando el intervalo de descanso que sabía iba a ser breve.

– Ha sido un año duro para ti -dijo Margot.

– ¿Se me nota?

Ella se inclinó y le pasó con suavidad un dedo por la frente.

– Tienes aquí más arrugas. Tienes más canas en las sienes.

Él hizo una mueca.

– También estoy más viejo.

– No tanto.

– Es el precio que se paga por vivir bajo presiones. Tú también lo pagas, Bracken.

– Sí, es verdad -asintió Margot-. Lo que importa, naturalmente, es qué presiones son importantes y si valen la parte de nosotros que les damos.

– Salvar un banco bien vale un poco de tensión personal -dijo Alex agudamente-. Si no salvamos el nuestro se hará daño a una cantidad de gente que no lo merece.

– Y a algunos que lo merecen…

– En una situación de apuro se trata de salvar a todo el mundo. La recompensa queda para después.

Habían recorrido diez de las veinte millas hasta Tylersville.

– Alex: ¿están realmente tan mal las cosas?

– Si no podemos parar la «estampida» de dinero el lunes -dijo él- tendremos que cerrar. Es posible que se forme un consorcio de otros bancos para echarnos fuera… por cierto precio… tras lo cual recogerán lo que quede y, con el tiempo, creo, todos los depositantes recibirán su dinero. Pero el FMA como entidad, habrá terminado.

– Lo más increíble de todo esto es que pueda ocurrir tan súbitamente. Eso señala -dijo Alex- lo que mucha gente, que debería entenderlo, no entiende. Los bancos y el sistema monetario, que incluye grandes deudas y grandes préstamos, son una maquinaria delicada. Si se juega torpemente con ella, si se deja que algún componente quede seriamente desequilibrado, debido a la avidez, a la política o a la simple estupidez, se pone en peligro todo lo demás. Y, una vez que el sistema está en peligro… o lo esté un solo banco… y corre la voz, como generalmente sucede, la disminución de la confianza pública hace el resto. Es lo que estamos viendo ahora.

– Por lo que dices -contestó Margot- y por cosas que he oído, la avidez es la causa de lo que le está pasando a tu banco.

Alex dijo con amargura:

– Eso y un elevado porcentaje de idiotas de la Dirección -habló con más franqueza que de costumbre y aquello le alivió.

Hubo entre ambos un silencio hasta que Alex exclamó:

– ¡Dios, cómo le echo de menos!

– ¿A quién?

– A Ben Rosselli.

Margot le agarró la mano.

– Esta operación de rescate que estás haciendo es exactamente lo que hubiera hecho Ben, ¿verdad?

– Tal vez -suspiró-. Pero no da resultado. Por eso desearía que Ben estuviera aquí.

El chófer corrió la ventanilla divisoria entre él y los pasajeros. Habló por encima del hombro.

– Llegamos a Tylersville, señor.

– Buena suerte, Alex -dijo Margot.

Desde varias manzanas de distancia pudieron ver una fila de gente ante el banco. Otros nuevos se añadían a la cola. En el momento en que la limousine se detenía frente al banco un camión con paneles chirrió al detenerse del otro lado de la calle y varios hombres y una muchacha saltaron de él. Al lado del camión, en grandes letras, estaban las siglas de un canal de TV.

– ¡Cristo -dijo Alex- no faltaba más que esto!

Dentro del banco, mientras Margot miraba con curiosidad alrededor, Alex habló brevemente con Edwina y Fergus W. Gatwick, y se enteró por los dos de que había poco, o nada, que pudiera hacerse ya. Alex había imaginado que el viaje era inútil, pero había sentido la necesidad de venir. Decidió que no haría daño, que incluso podía ser útil, hablar con algunos de los que esperaban. Empezó a recorrer las distintas filas de gente, presentándose tranquilamente.

Había por lo menos unas doscientas personas, una variada parte de los habitantes de Tylersville -viejos, jóvenes, maduros, hombres en ropa de trabajo, algunos cuidadosamente vestidos como para alguna fiesta. La mayoría se mostró amistosa, unos pocos no, y uno o dos decididamente enemigos. Casi todo el mundo mostraba cierto grado de nerviosismo. Había alivio en la cara de los que recibían su dinero y se iban. Una mujer mayor habló a Alex en el momento de salir. No tenía idea de que él era funcionario del banco.

– ¡Por suerte ha terminado! Es el día más ansioso que he pasado en mi vida. Éstos son todos mis ahorros… todo lo que tengo… -mostró más o menos una docena de billetes de cincuenta dólares. Otros se iban, con sumas mucho mayores, o menores.

La impresión que Alex obtuvo de todos los que hablaron con él fue la misma: tal vez el First Mercantile American era un banco sólido; quizás no lo fuera. Pero nadie quería arriesgarse y dejar su dinero en una institución que podía quebrar. La publicidad que vinculaba el FMA con la Supranational había hecho su obra. Todos sabían que probablemente el First Mercantile American iba a perder una gran cantidad de dinero, porque el banco lo había reconocido. Los detalles no interesaban. Tampoco la gente a quien Alex mencionó la garantía del Federal Deposit Insurance confiaba demasiado en este sistema. La cantidad del seguro federal era limitada, señalaron algunos, y se sabía que los fondos del Federal Deposit eran insuficientes en cualquier caso mayor.

Y había también otra cosa, comprendió Alex, quizá todavía más profunda: la gente ya no creía lo que le decían; se habían acostumbrado demasiado a que les mintieran y les engañaran. En el pasado reciente habían sido engañados por el presidente, funcionarios del gobierno, los políticos, los hombres de negocios, la industria. Los empleados habían mentido, y también los sindicatos. La publicidad había mentido. Se había mentido en las transacciones financieras, incluido el status de las acciones y de los bonos, los informes de la bolsa y las declaraciones corporadas de los auditores. Se había mentido a veces por omisión o caminos torcidos -en las comunicaciones de término medio. La lista era interminable. El engaño había seguido al engaño hasta que la mentira -o por lo menos la distorsión y el fracaso de revelar una verdad entera- se había convertido en un sistema de vida.

Entonces: ¿por qué iba nadie a creerle a Alex, cuando aseguraba que el FMA no era un barco que se hunde y que el dinero -si lo dejaban en el banco- estaría seguro? A medida que pasaban las horas y se desvanecía la tarde, era evidente que ninguno le había creído.

Al fin de la tarde Alex se había resignado. Que pasara lo que tenía que pasar; imaginó que, para los individuos y las instituciones, llegaba un punto en el que había que aceptar lo inevitable. Fue más o menos en ese momento -cerca de las 5,30, con la oscuridad de un crepúsculo de octubre que los iba envolviendo- cuando Nolan Wainwright se presentó para informar sobre una nueva ansiedad entre la gente que esperaba.

– Están preocupados -dijo Wainwright- porque la hora de cierre es a las 6, suponen que, en la media hora que queda, no podremos atender a todo el mundo.

Alex vaciló. Hubiera sido muy simple cerrar la sucursal de Tylersville a la hora acostumbrada; también era legal y nadie hubiera podido decir nada. Saboreó un impulso surgido de la rabia y la frustración; una rencorosa urgencia de decir, en efecto, a los que todavía esperaban: Ustedes se han negado a confiar en mí, esperen pues hasta el lunes y váyanse a la mierda. Pero vaciló, dudando entre su propia naturaleza y una frase de Margot sobre Ben Rosselli. Lo que Alex estaba haciendo ahora, había dicho ella, era «exactamente lo que hubiera hecho él». ¿Cuál hubiera sido la decisión de Rosselli respecto al cierre? Alex la sabía.

– Haré un anuncio -dijo a Wainwright. Primero buscó a Edwina y le dio instrucciones.

Acercándose a la puerta del banco, Alex habló desde donde podía ser oído por los que estaban dentro y por los que seguían esperando en la calle. Estaba consciente de las cámaras de TV que le enfocaban. El primer equipo de televisión estaba ahora acompañado por otro, de otro canal y hacía una hora, Alex había hecho una declaración para ambos. Los equipos de TV no se movieron, y uno del grupo confesó que estaban recogiendo material extra para el noticiario de fin de semana, ya que la «estampida de dinero de un banco no se da todos los días».

– Señoras y señores -la voz de Alex fue fuerte y clara, llegaba fácilmente a todas partes-. Me han informado de que algunos de ustedes están preocupados por la hora de cierre. No deben estarlo. En nombre de la dirección de este banco les doy mi palabra de que seguiremos abiertos en Tylersville hasta que hayamos atendido al último de ustedes… -hubo un rumor de satisfacción y algunos aplausos espontáneos.

– Sin embargo hay una cosa que quiero prevenirles a todos -una vez más las voces se aquietaron y la atención volvió a fijarse en Alex. Prosiguió: -Quiero darles el consejo de que, en el fin de semana, no guarden grandes sumas de dinero en sus personas ni en sus casas. No es aconsejable por muchos motivos. Por lo tanto les sugiero que elijan otro banco y depositen allí lo que hayan retirado de éste. Para ayudarles mi colega, mistress D'Orsey, está en estos momentos telefoneando a otros bancos de la zona para pedirles que cierren más tarde de lo acostumbrado para conveniencia de ustedes.

Nuevamente hubo un rumor apreciativo.

Nolan Wainwright se acercó a Alex, murmuró algo brevemente y Alex anunció:

– Acaban de informarme que dos bancos han accedido ya a nuestra petición. Estamos hablando con otros.

Entre la gente que esperaba en la calle surgió una voz de hombre:

– ¿Puede usted recomendar un buen banco?

– Sí -dijo Alex-, yo elegiría al First Mercantile American. Es el banco que mejor conozco, del que estoy más seguro, y su historia es larga y honrosa. Desearía que todos ustedes sintieran lo mismo… -por primera vez hubo un toque de emoción en su voz. Algunas personas rieron a medias o sonrieron, pero la mayoría de las caras que le observaban permanecieron serias.

– Yo también sentía antes así -dijo una voz detrás de Alex. Él se volvió. El que había hablado era un hombre viejo, probablemente más cerca de los ochenta que de los setenta, acartonado, de pelo blanco, agobiado y apoyado en un bastón. Pero los ojos del viejo eran claros y agudos, su voz era firme. A su lado estaba una mujer de más o menos su misma edad. Ambos estaban decentemente vestidos, aunque las ropas eran anticuadas y bastante gastadas. La mujer llevaba una bolsa de la compra, donde, según podía verse, había bastantes paquetes de dinero. Acababan de retirarse del mostrador del banco.

– Mi mujer y yo tenemos desde hace treinta años cuenta en el FMA -dijo el viejo-. Es triste sacarlo todo ahora.

– Entonces, ¿por qué lo hace?

– No pueden pasarse por alto todos esos rumores. Demasiado humo para que no haya fuego en alguna parte.

– Algo de verdad hay, lo hemos reconocido -dijo Alex-. Debido a un préstamo que hicimos a la Supranational Corporation, es posible que nuestro banco sufra una pérdida. Pero el banco puede soportarla, y la soportará.

El viejo movió la cabeza.

– Si yo fuera más joven y pudiera trabajar, quizá me arriesgaría a hacer lo que usted dice. Pero no lo soy. Lo que ahí llevamos -señal la bolsa de la compra- es todo lo que nos queda hasta morir. Y no es tanto. Los dólares no valen ni la mitad de cuando trabajábamos y los ganábamos.

– Naturalmente -dijo Alex- la inflación castiga sobre todo a la buena gente, como ustedes. Pero, desgraciadamente, cambiar de banco no les ayudará en eso.

– Deje que le haga una pregunta, joven. Si usted fuera yo y este dinero fuera suyo: ¿no haría usted lo mismo que yo estoy haciendo?

Alex sintió que otros le rodeaban y escuchaban. Vio a Margot a uno o dos pasos: Detrás de ella estaban encendidas las luces de la televisión. Alguien se acercaba, ton su micrófono.

– Sí -reconoció-, supongo que lo haría.

El viejo pareció sorprendido.

– Usted es honrado, de todos modos. Hace un momento he oído el consejo que nos ha dado de ir a otro banco, y lo he apreciado. Creo que iremos a uno a depositar el dinero.

– Espere -dijo Alex- ¿tiene usted coche?

– No. Vivimos a un paso de aquí. Caminaremos.

– No con ese dinero. Pueden robarles. Haré que le lleven en coche hasta otro banco -Alex hizo una seña a Nolan Wainwright y explicó el problema-. Éste es nuestro jefe de Seguridad -dijo a los viejos.

– Sin sudores -dijo Wainwright-. Yo mismo les llevaré, con mucho gusto.

El viejo no se movió. Miraba una y otra cara.

– ¿Usted hará esto por nosotros? ¿Cuando acabamos de retirar el dinero de su banco? ¿Cuando casi le hemos dicho que ya no confiamos en ustedes?

– Digamos que forma parte de nuestras obligaciones. Además, -dijo Alex- si ustedes han estado con nosotros durante treinta años, es mejor separarse como amigos.

El viejo seguía quieto, indeciso.

– Tal vez no sea necesario. Deje que le haga otra pregunta, de hombre a hombre -los ojos claros, agudos, honestos, miraron fijamente a Alex.

– Adelante.

– Usted ya me ha dicho una vez la verdad, joven. Ahora dígamela de nuevo, y recuerde lo que le he dicho acerca de mi vejez y de lo que representan mis ahorros. ¿Está a salvo nuestro dinero en su banco? ¿Absolutamente seguro?

Por unos segundos, que pudieron contarse, Alex pensó la pregunta y todas sus implicaciones. Sabía que no sólo la pareja de viejos le observaba atentamente, sino también otros. Las omnipresentes cámaras de TV seguían filmando. Lanzó una mirada a Margot: ella estaba también tensa, con una expresión curiosa en la cara. Él pensó en la gente que le rodeaba y en otros en otras partes, afectados por aquel momento; pensó en los que confiaban en él, Jerome Patterton, Tom Straughan, el Directorio, Edwina; más aún: pensó en lo que podía pasar si el FMA fracasaba, en el amplio y dañino efecto, no sólo en Tylersville, sino mucho más lejos. Pese a todo surgía la duda. La rechazó, después contestó, brevemente, con confianza:

– Le doy mi palabra: este banco es absolutamente seguro.

– Ah, caramba, Freda -dijo el viejo a su mujer-, me parece que hemos estado ladrando a un árbol por nada. Volvamos a depositar aquí este maldito dinero.


En todos los estudios post mortem y las discusiones de las semanas siguientes, hubo un hecho indiscutible: la «estampida» del banco de Tylersville terminó efectivamente cuando el viejo y su mujer volvieron a la sucursal del FMA y depositaron de nuevo el dinero que llevaban en la bolsa de la compra. La gente que estaba esperando para retirar su dinero, y que había presenciado el intercambio de palabras entre el viejo y el ejecutivo del banco, evitó mirarse a los ojos, o cuando lo hicieron, hubo tímidas sonrisas y se dieron la espalda. La voz corrió rápidamente entre los que quedaban dentro y fuera; casi inmediatamente las filas de los que esperaban empezaron a dispersarse, tan rápida y misteriosamente como se habían formado. Como alguien dijo más tarde: era el instinto del rebaño a la inversa. Cuando se atendió a la escasa gente que quedaba en el banco, la sucursal cerró con sólo diez minutos de retraso de la hora habitual un viernes por la noche. Algunos pocos empleados del FMA en Tylersville y en la Casa Central, habían estado preocupados por lo que iba a pasar el lunes. ¿Iba a volver la gente? ¿Continuaría la «estampida»? De hecho, nada de eso ocurrió.

Y el lunes tampoco se produjo «estampida» en ninguna parte. El motivo -según estuvieron de acuerdo la mayoría de los analistas- había sido una explícita, honrada y conmovedora escena en la que aparecía una pareja de viejos y un franco y apuesto vicepresidente del banco, en el noticiario de fin de semana de la TV. La película y el registro de sonido, cuando estuvieron preparados, obtuvieron tanto éxito, que los canales trasmitieron la escena varias veces. Era un ejemplo del íntimo y efectivo cinema verité, técnica que puede realizar tan bien la TV, pero que raras veces emplea. Muchos espectadores se conmovieron hasta las lágrimas.

Durante el fin de semana Alex Vandervoort vio el filme pero se reservó los comentarios. Uno de los motivos era que él solo sabía cuáles habían sido sus pensamientos en el momento decisivo y vital en el que le habían hecho la pregunta: ¿Está absolutamente seguro nuestro dinero? Otro motivo era que Alex sabía los precipicios y problemas que aún debía afrontar el FMA.

Margot también hizo pocos comentarios sobre el incidente del viernes por la noche; y tampoco lo mencionó el domingo, cuando se quedó en el apartamento de Alex. Tenía que hacer una pregunta importante, pero, sabiamente, decidió que éste no era el momento oportuno.

Entre los ejecutivos del First Mercantile American que presenciaron la televisión estaba Roscoe Heyward, aunque no terminó de ver la escena. Heyward había encendido el televisor al llegar a casa el domingo por la noche, tras una asamblea vespertina en la iglesia, pero lo apagó con furia y envidia cuando las cosas estaban por la mitad. Heyward tenía ya bastantes problemas propios para que le recordaran además el éxito de Vandervoort. Y, dejando a un lado la «estampida» del banco, era probable que salieran a la superficie en la semana entrante varios asuntos que ponían a Heyward sumamente nervioso.

Otra cosa surgió de aquel viernes en Tylersville. Concernía a Juanita Núñez.

Juanita había visto esa tarde la llegada de Margot Bracken. Había estado pensando recientemente si convenía buscar a Margot para pedirle consejo. Ahora se decidió. Pero, por motivos propios, Juanita prefería no ser vista por Nolan Wainwright.

La oportunidad que Juanita había estado esperando ocurrió poco después de terminar la invasión al banco, cuando Wainwright estaba ocupado supervisando los arreglos de seguridad del banco para ese fin de semana; la presión bajo la cual había trabajado todo el día el personal estaba algo aliviada. Juanita dejó el mostrador donde había estado ayudando a un cajero de la sucursal y se dirigió a la zona cercada de la gerencia. Margot estaba allí sola, esperando que Vandervoort pudiera partir.

– Miss Bracken -dijo Juanita, hablando muy suavemente- una vez usted me dijo que, cuando tuviera un problema, fuera a hablar con usted.

– Claro Juanita. ¿Qué le pasa ahora?

La carita se contrajo, preocupada.

– Sí, creo que debo hablar con usted.

– ¿Qué clase de problema tiene?

– Si no le molesta, me gustaría que habláramos en otra parte -Juanita había visto a Wainwright cerca del Tesoro, en el otro lado del banco, que parecía a punto de terminar una conversación.

– Entonces venga a mi despacho -dijo Margot- ¿Cuándo quiere venir?

Se pusieron de acuerdo para el lunes por la noche.

17

El rollo de cinta grabadora, sacada del club Double Seven había estado en el estante encima del banco de pruebas durante seis días.

Wizard * Wong había mirado varias veces la cinta, no decidido del todo a borrar lo que había en ella, pero inquieto acerca de la posibilidad de pasar la información. Hoy en día grabar cualquier conversación telefónica era arriesgado. Y todavía más arriesgado era enterar a otra persona de lo que estaba grabado.

Con todo, Marino, como Wizard sabía muy bien, se había alegrado muchísimo de oír parte de lo grabado y pagaría bien por el privilegio. Fuera lo que fuera Tony «Oso» Marino, era generoso para pagar los buenos servicios, y por ello Wizard trabajaba para él periódicamente.

Sabía que Marino era un fullero profesional. Pero él, Wong, no lo era.

Wizard (su verdadero nombre era Wayne, aunque nadie le llamaba así) era un joven e inteligente chino-norteamericano, de segunda generación. También era experto en audio-electrónica, y se especializaba en detectar la vigilancia electrónica. Esto le dio reputación.

Para una larga lista de clientes, Wong proporcionaba la garantía de que en las oficinas y las casas no hubiera un micrófono oculto, de que los teléfonos no estuvieran controlados, de que la intimidad no fuera violada por una electrónica subrepticia. Con sorprendente frecuencia descubría aparatos para escuchar y, cuando esto sucedía, sus clientes quedaban impresionados y agradecidos. Pese a las seguridades oficiales de lo contrario -incluso recientemente algunas afirmaciones presidenciales- los micrófonos y los alambres grabadores en los Estados Unidos continuaban floreciendo y estaban muy extendidos.

Los jefes de las compañías industriales contrataban los servicios de Wong. Lo mismo hacían los banqueros, los editores de periódicos, los candidatos presidenciales, algunos abogados de nombre, una o dos embajadas extranjeras, un grupo de senadores de Estados Unidos, tres gobernadores estatales y un juez del Tribunal Supremo. Después estaban los otros ejecutivos… el Don de una «maffia» familiar, sus consigliori y otros engranajes en un nivel levemente menor, entre los que figuraba Tony Marino.

Ante sus clientes criminales Wizard Wong había dejado en claro una cosa: no quería participar en sus actividades ilícitas, se ganaba muy bien la vida dentro de la ley. Pero tampoco veía motivo para negar sus servicios, ya que el poner micrófonos ocultos era siempre ilegal, e incluso los criminales tenían derecho a protegerse por medio de la ley. Esta regla básica era aceptada y funcionaba bien.

De todos modos sus clientes en el crimen organizado indicaban a Wizard, de vez en cuando, que cualquier información valiosa que consiguieran como resultado de su trabajo, sería apreciada y recompensada. Y, ocasionalmente, había trasmitido levísimos datos a cambio de dinero, cediendo a la más antigua y simple de todas las tentaciones: la codicia.

Ahora también se sentía tentado.

Hacía más de una semana, Wizard Wong había hecho un examen de rutina en los dominios y teléfonos de Marino. Entre éstos figuraba el club Double Seven, donde Marino tenía intereses financieros. Mientras registraba, y tras comprobar que todo estaba limpio, Wizard se divirtió poniendo un grabador en uno de los teléfonos del club, cosa que solía hacer, diciéndose que se lo debía a sí mismo y a sus clientes para mantener al día su experiencia técnica. Con este propósito había elegido un teléfono público en la planta baja del club. Durante cuarenta y ocho horas, Wizard había dejado una grabadora aplicada al circuito del teléfono, y la grabadora estaba oculta en el sótano del Double Seven. Era de tipo automático y se encendía cada vez que se usaba el teléfono.


Aunque era una acción ilegal, Wizard pensó que no importaba, ya que nadie, fuera de él, iba a escuchar lo grabado. Sin embargo, cuando lo escuchó, hubo una conversación, en especial, que le intrigó.

Ahora, el sábado por la tarde, y solo en su laboratorio de sonido, sacó la cinta del estante sobre el banco de pruebas, la puso en la máquina y escuchó nuevamente aquella conversación.


Se ponía una moneda, se marcaba un número. El sonido del disco estaba grabado. Una llamada. Sólo una llamada.

Una voz de mujer (suave, con un leve acento): Hola.

Una voz de hombre (en un murmullo): Ya sabes quién habla. No uses nombres.

La voz de mujer: Sí.

La voz de hombre (siempre en un murmullo): Di a nuestro mutuo amigo que he descubierto algo importante. Muy importante. Se refiere a lo que él quería saber. No puedo decir más, pero iré a verte mañana por la noche.

La voz de mujer: Bien.

Un clic. El que llamaba, en el Double Seven, acababa de cortar.


Wizard Wong no sabía con certeza por qué suponía que Tony «Oso» Marino podía estar interesado. Simplemente era un presentimiento, y sus presentimientos solían darle buenos resultados. Decidió, consultó una libreta de direcciones, fue al teléfono y marcó un número.

Tony el «Oso», según le dijeron, no podía verle hasta el lunes, al caer la tarde. Wizard concertó una cita para entonces y, tras comprometerse, se dedicó a extraer más información de la grabación. Volvió a enroscar la cinta y, con cuidado, la oyó varias veces.


– ¡Ayudante de Judas! -las pesadas y sombrías facciones de Tony «Oso» Marino se contorsionaron en una mueca salvaje. Su incongruente voz de falsete era más alta que de costumbre-. ¡Tenía usted esa grabación de mierda y se ha quedado toda la semana calentándose el culo en lugar de venir aquí!

Wizard Wong dijo, a la defensiva:

– Soy un técnico, míster Marino. En general las cosas que oigo nada tienen que ver con mi trabajo. Pero, después de pensarlo, se me ocurrió que este caso era distinto -en cierto sentido estaba aliviado. Por lo menos no había habido una reacción de enojo por haber puesto un grabador en un teléfono del Double Seven.

– ¡La próxima vez -amenazó Marino- piense con rapidez!

Hoy era lunes. Estaban en la terminal de camiones donde Marino tenía sus oficinas y, sobre el escritorio ante ellos, había una grabadora portátil que Wong había apagado. Antes de venir aquí había vuelto a grabar la parte significativa de la conversación, y la había pasado a una cassette, borrando después el resto.

Tony «Oso» Marino, en mangas de camisa en la sofocante y caliente oficina, parecía físicamente formidable, como de costumbre. Tenía los hombros de un luchador; sus muñecas y sus bíceps eran gruesos. Desbordaba la silla en la que estaba sentado, aunque no era gordo, pero sí de sólidos músculos. Wizard Wong procuró no sentirse intimidado, ni por el tamaño de Marino ni por su reputación de rudeza. Pero, ya fuera por lo caliente del cuarto o por otros motivos, Wong empezó a sudar.

Protestó.

– No he perdido tiempo, míster Marino. He descubierto otras cosas que supongo le interesará saber.

– ¿Por ejemplo…?

– Puedo decirle a qué número se hizo la llamada. ¿Sabe? Usando un reloj marcador para contar la longitud de cada número que se marca, tal como está grabado y comparando…

– Basta de palabrerías. Deme el número.

– Aquí está -una hoja de papel se deslizó sobre el escritorio.

– ¿Usted lo rastreó? ¿De quién es ese número?

– Tengo que recordarle que rastrear un número de esa manera no es fácil. Especialmente porque éste no figura en guía. Por suerte tengo algunos contactos en la compañía telefónica…

Tony el «Oso» estalló. Golpeó con la palma el escritorio y el impacto fue como un disparo de revólver.

– ¡Conmigo no se juega, hijo de puta! ¡Si tiene información, démela!

– Lo que quiero decirle -persistió Wizard sudando todavía más- es que la cosa es costosa. Tengo que pagar a mi contacto de la compañía telefónica.

– ¡Pagará mucho menos de lo que va a sacarme! ¡Adelante!

Wizard se relajó un poco, sabiendo que había puesto el punto en claro y que Tony el «Oso» iba a pagar el precio que pidiera, ya que ambos sabían que la cosa podía presentarse otra vez.

– El teléfono pertenece a mistress J. Núñez. Vive en el Forum East. Aquí está anotado el edificio y el número del apartamento -Wong tendió otra hoja de papel. Marino la tomó, miró la dirección y la dejó.

– Hay otra cosa que puede interesarle. Los informes dicen que el teléfono fue instalado hace un mes, a toda prisa. Normalmente hay que esperar mucho para conseguir un teléfono en el Forum East, y éste no estaba en la lista de solicitudes; de pronto, bruscamente, pasó antes que todos los demás.

La creciente mueca de Marino se debía, en parte, a la impaciencia y, en parte, a la furia por lo que oía. Wizard Wong siguió, rápido:

– Sucede que se usó cierta presión. Mi contacto me dice que hay un informe en los archivos de la compañía de teléfonos que muestra que la presión provino de un tipo llamado Nolan Wainwright, jefe de Seguridad de un banco… el First Mercantile American. Dijo que el teléfono se necesitaba urgentemente para asuntos del banco. La cuenta también la paga el banco.

Por primera vez desde la llegada del técnico de sonido, Tony el «Oso» se quedó atónito. Por un momento la sorpresa asomó en su cara, después desapareció y fue reemplazada por una expresión vacía. Bajo aquella expresión su mente trabajaba, relacionando lo que acababan de decirle con hechos que ya conocía. El nombre Wainwright era la conexión. Marino estaba enterado de la tentativa, seis meses atrás, de plantar entre su gente un espía, una basura de nombre Vic, quien, después de reventarle los testículos, dijo el nombre «Wainwright». Marino conocía por su reputación al detective del banco. En la primera serie de acontecimientos Tony el «Oso» había estado bastante metido.

¿Había ahora otro espía? En tal caso, Tony el «Oso» sabía bastante bien qué era lo que ese espía buscaba, y había también otros negocios en el Double Seven que no deseaba ver expuestos a la luz. Tony el «Oso» no perdió tiempo meditando. No se podía reconocer la voz del que había llamado porque la voz era sólo un murmullo. Pero la otra voz, la de la mujer, había sido rastreada de modo que, cualquier cosa que se necesitara saber, podrían obtenerla por ella. No le pasó por la cabeza la idea de que la mujer no colaborara; si era tonta, había maneras de hacerla hablar.

Marino pagó rápidamente a Wong y se puso a pensar. Por un rato con su cautela habitual, no se apresuró a tomar una decisión, y dejó que sus pensamientos vagaran durante varias horas. Pero había perdido tiempo, nada menos que una semana.

Esa noche, tarde ya, convocó a dos matones forzudos. Les dio una dirección en el Forum East y una orden:

– Traigan a la Núñez.

18

– Si se demuestra que todo lo que me has dicho es verdad -aseguró Alex a Margot- personalmente daré a Nolan Wainwright la mayor patada que ha recibido en el trasero.

Margot exclamó:

– ¡Claro que es verdad! ¿Para qué iba a inventarlo mistress Núñez? En todo caso ¿por qué va a hacerlo?

– Sí -reconoció él-, supongo que tienes razón.

– Y te diré algo más, Alex. Pido más que la cabeza o el culo de tu hombre, Wainwright, en un plato… Mucho más.

Estaban en el apartamento de Alex, donde Margot había llegado hacía media hora, tras su tardía conversación con Juanita Núñez. Lo que Juanita le había revelado la sorprendía y la enojaba. Juanita había descrito nerviosamente el acuerdo realizado hacía un mes, por el cual se había convertido en enlace entre Wainwright y Miles Eastin. Pero, recientemente, le había confesado Juanita, había empezado a darse cuenta del peligro que corría y sus miedos habían aumentado, no sólo por ella, sino por Estela.

Margot había examinado varias veces la información de Juanita, la había interrogado sobre detalles, y, finalmente, había ido directamente a hablar con Alex.

– Sabía que Eastin iba a actuar bajo cubierta -la cara de Alex estaba turbada, como tantas veces recientemente; recorrió la sala con un vaso de whisky que no había probado-. Nolan me confió lo que estaba planeando. Al principio me opuse y dije que no, después cedí porque los argumentos eran convincentes. Pero te juro que en ningún momento mencionó un acuerdo con la muchacha Núñez.

– Te creo -dijo Margot-. Probablemente no te lo dijo porque sabía que ibas a prohibírselo.

– ¿Está enterada Edwina?

– Aparentemente no.

Alex pensó, irritado: entonces Nolan también en esto estaba en falta. ¿Cómo podía haber sido tan miope, tan estúpido? Parte de la dificultad, como Alex sabía, era que los jefes departamentales, como Wainwright, se dejaban llevar por sus objetivos limitados, y olvidaban el panorama general.

Dejó de pasear.

– Hace un momento has dicho que querías «mucho más». ¿Qué significa eso?

– Lo primero que quiero es una seguridad inmediata para mi cliente y su hijita y, por seguridad entiendo ponerla en algún sitio donde no puedan tocarla. Después hablaremos de la compensación.

– ¿Tu cliente?

– He dicho a Juanita, esta noche, que necesita ayuda legal. Me ha pedido que la represente.

Alex hizo una mueca y sorbió su whisky.

– De manera que tú y yo somos ahora adversarios, Bracken.

– En ese sentido, creo que sí -la voz de Margot se suavizó-. Pero sabes que no aprovecharé la ventaja de nuestras conversaciones privadas.

– Sí, ya lo sé. Por eso te digo, privadamente, que haremos algo, inmediatamente, mañana mismo, por mistress Núñez. Si eso representa mandarla fuera de la ciudad por un tiempo, para tener la seguridad de que está a salvo, lo aprobaré. En cuanto a la Compensación, no quiero comprometernos en esto, pero, después de oír toda la historia y si está de acuerdo con la tuya y la de ella, lo consideraremos.

Lo que Alex no dijo era su intención de mandar llamar a Nolan Wainwright por la mañana y darle órdenes de dar por terminada la operación de espionaje. Aquello incluiría salvaguardar a la muchacha, como había prometido a Margot; también había que pagar a Eastin. Alex deseaba ardientemente haberse mantenido firme en su primera idea y prohibir todo el plan; su instinto había estado en contra y había hecho mal en ceder a las persuasiones de Wainwright. Los riesgos, en todo sentido, eran demasiado grandes. Por suerte no era demasiado tarde para reparar el error, ya que nada malo había ocurrido a Eastin o a Juanita Núñez.

Margot le miró.

– Una de las cosas que me gustan en ti es que eres un hombre recto. ¿De manera que te das cuenta de que el banco tiene una deuda con Juanita Núñez?

– ¡Por Cristo! -dijo Alex y vació su whisky-. ¡Debemos tanto a tantos que no importa uno más!

19

Una pieza más. Nada más que una para completar el atormentador rompecabezas. Un solo golpe de suerte y llegaría la respuesta al interrogante: ¿dónde estaba situada la base de las falsificaciones?

Cuando Nolan Wainwright concibió la segunda misión encubierta, no había esperado resultados espectaculares. Consideraba a Miles Eastin un tiro al aire, de quien se podría obtener a la larga alguna información menor, e incluso eso iba a demorar meses. Pero, en lugar de esto, Eastin se había movido rápidamente pasando de una a otra revelación. Wainwright se preguntaba si el mismo Eastin sabía hasta qué punto había tenido un éxito notable.

El martes a mitad de la mañana, solo en su despacho simplemente amueblado de la Torre de la Casa Central del FMA, Wainwright examinó una vez más los progresos realizados:

El primer informe de Eastin había sido para decir «Estoy dentro» en el Club Double Seven. En vista de posteriores desarrollos aquello, en sí, había sido importante. Siguió la confirmación de que el Double Seven era una guarida de criminales, incluido el prestamista Ominsky y Tony «Oso» Marino.

Al ganar acceso a los cuartos de juegos ilegales, Eastin había avanzado en la infiltración.

Poco después Eastin había «comprado» diez billetes falsos de veinte dólares. Estos, al ser examinados por Wainwright y otros, demostraron ser de la misma elevada calidad que los que circulaban en la zona en los últimos meses, y provenían sin duda de la misma fuente. Eastin había dado el nombre del individuo que se los había suministrado y el individuo estaba ahora bajo vigilancia.

Luego venía un informe en tres apartados: el permiso falso de conducir; el número del Chevrolet Impala que Eastin había llevado hasta Louisville, aparentemente con un cargamento de dinero falso en el portaequipajes; y el billete aéreo falsificado dado a Eastin para el viaje de regreso. De las tres cosas el billete aéreo había sido el más útil. Había sido comprado, junto con otros, con una tarjeta clave de crédito, también falsificada. Finalmente el jefe de Seguridad del banco tenía la sensación de llegar a su objetivo máximo: cercar la conspiración que había estafado grandes cantidades con el sistema de tarjetas de crédito. Y aún seguía el falso permiso de conducir que revelaba la existencia de una organización variada y eficiente, al que se añadía ahora alguien: el expresidiario Jules La Rocca. Las investigaciones revelaron que el Impala había sido robado. Algunos días después del viaje de Eastin lo habían encontrado abandonado en Louisville.

Finalmente y más importante: la identificación del falsificador Danny, junto con un montón de informaciones, incluido el hecho de que la fuente de las tarjetas de crédito falsificadas se conocía ahora con exactitud.

A medida que se acrecentaba el conocimiento de Wainwright por intermedio de Miles Eastin, también crecía una obligación: compartir lo que sabía. Por lo tanto, hacía una semana, había invitado a unos agentes del FBI y del Servicio Secreto para una conferencia en el banco. El Servicio Secreto debía ser invitado porque se trataba de dinero falsificado, y a ellos les correspondía la responsabilidad constitucional de proteger el sistema monetario de los Estados Unidos. Los agentes especiales del FBI que vinieron eran la misma pareja, Innes y Dalrymple, que habían investigado la pérdida de caja del FMA y detenido hacía un año a Miles Eastin. Los agentes del Servicio Secreto, Jordan y Quimby, no eran conocidos de Wainwright.

Innes y Dalrymple le hicieron elogios y apreciaron la información que les daba Wainwright; los hombres del Servicio Secreto fueron menos efusivos. Su resentimiento provenía de que suponían que Wainwright debía haber informado antes, en cuanto recibió los primeros billetes falsos que le mandó Eastin; y suponían que Eastin, por intermedio de Wainwright, debía haberles prevenido de antemano su viaje a Louisville.

El agente Jordan, del Servicio Secreto, un hombrecito triste y achaparrado, de mirada dura, cuyo estómago resonaba constantemente, se quejó:

– Si nos hubieran prevenido hubiéramos podido interceptarlo. Tal como están las cosas ese hombre, Eastin, puede ser culpable de felonía, con usted como asesor.

Wainwright señaló, con paciencia:

– Ya he explicado que Eastin no tenía manera de notificar nada a nadie, incluido yo. Ha aceptado un riesgo y lo sabe; personalmente creo que ha hecho lo que debía. En cuanto a felonía, no sabemos si había dinero falsificado en ese coche.

– Lo había con seguridad -gruñó Jordan-. Ha estado circulando en Louisville desde entonces. Lo único que no sabíamos era cómo había llegado.

– Bueno, ahora lo saben -interrumpió Innes, el agente del FBI-. Y gracias a Nolan estamos mucho más adelantados.

Wainwright añadió:

– En caso de interceptarlo, seguramente hubieran encontrado una cantidad de dinero falso. Pero no mucho más, y hubiera terminado la utilidad de Eastin.

En cierto modo Wainwright simpatizaba con el punto de vista del Servicio Secreto. Los agentes trabajaban de más, estaban agobiados, con poco personal, pero la cantidad de dinero falsificado en circulación había aumentado en los últimos años en cantidad abrumadora. Luchaban contra una hidra de muchas cabezas. Apenas localizaban una fuente de suministros, cuando surgía una nueva: otras les eludían permanentemente. Por motivos públicos se mantenía la ilusión de que los falsificadores siempre eran descubiertos, que esa especie de crimen no daba resultado. En realidad, como sabía muy bien Wainwright, daba excelentes resultados.

Pese a la fricción inicial, se realizó un gran avance al poder recurrir a los archivos de la ley. Individuos que Eastin había nombrado fueron identificados y se prepararon carpetas para el momento en que pudiera hacerse una serie de detenciones. El falsificador Danny fue identificado como Daniel Kerrigan, de 73 años.

– Hace mucho tiempo -informó Innes- Kerrigan fue detenido tres veces; tiene dos condenas por falsificación, pero hace quince años que no sabíamos nada de él. Se ha portado bien, ha tenido suerte o ha sido muy hábil.

Wainwright recordó y repitió una frase de Danny, que Eastin le había revelado: que había estado trabajando con una organización eficiente.

– Puede ser -dijo Innes.

Después de la primera conferencia Wainwright y los cuatro agentes mantuvieron contactos frecuentes, y aquel prometió informar de inmediato sobre cualquier nueva comunicación de Eastin. Todos estuvieron de acuerdo en que la pieza clave de la información era localizar el cuartel general de los falsificadores. Hasta el momento nadie tenía idea de dónde podía estar. Pero las esperanzas de obtener más datos eran elevadas, y en el momento que eso sucediera el FBI y el Servicio Secreto estaban dispuestos a actuar.

Bruscamente, mientras Nolan Wainwright meditaba, sonó el teléfono. Una secretaria dijo que míster Vandervoort quería verle inmediatamente.


Wainwright no podía creer aquello. Frente al escritorio de Alex Vandervoort protestó.

– Usted no habla en serio.

– Hablo en serio -dijo Alex-. Aunque me costó trabajo creer que usted había utilizado a esa chica Juanita Núñez de la manera que lo ha hecho. De todas las locuras…

– Locura o no, ha dado resultado.

Alex ignoró el comentario.

– Usted ha puesto en peligro a la muchacha, sin consultar a nadie. Como resultado tenemos que ocuparnos de protegerla y hasta es posible que tengamos un pleito encima.

– He trabajado bajo la idea -discutió Wainwright-, de que cuanta menos gente supiera lo que esa muchacha estaba haciendo, más segura iba a estar.

– No, eso es lo que usted cree ahora, Nolan. Lo que realmente pensó es que, si yo o Edwina D'Orsey llegábamos a enterarnos, se lo habríamos impedido. Yo sabía lo de Eastin. ¿Acaso iba a ser menos discreto respecto a la muchacha?

Wainwright se pasó el puño cerrado por el mentón.

– Bueno, reconozco que hay algo de verdad en lo que usted dice.

– ¡Vaya si la hay!

– Pero de todos modos ése no es motivo, Alex, para abandonar toda la operación. Por primera vez desde que investigamos los fraudes con tarjetas de crédito estamos próximos a un gran triunfo. De acuerdo, me he equivocado al usar a la Núñez. Lo reconozco. Pero no me equivoqué con Eastin, y tenemos resultados que lo demuestran.

Alex sacudió la cabeza, con decisión.

– Nolan, una vez dejé que usted me convenciera. Pero no me convencerá esta vez. Nosotros aquí nos ocupamos de asuntos bancarios, no de descubrir criminales. Buscamos ayuda de las agencias legales y cooperamos con ellas cuando podemos. Pero no podemos pagarnos programas organizados para descubrir crímenes. Por eso le digo: termine el acuerdo con Eastin, hoy mismo si es posible.

– Pero vea, Alex…

– Ya he visto y no me gusta lo que veo. No quiero que el FMA sea responsable de arriesgar vidas humanas… ni siquiera la de Eastin. Eso es definitivo, de manera que no perdamos más tiempo discutiendo.

Como Wainwright parecía agriamente abatido, Alex prosiguió:

– Además, quiero que se convoque esta tarde a una conferencia entre usted, Edwina D'Orsey y yo, para discutir lo que debe hacerse con mistress Núñez. Ya puede empezar a buscar ideas. Lo que tal vez sea necesario…

Una secretaria apareció en la puerta del despacho. Alex dijo, irritado:

– ¡Se trate de lo que se trate… más tarde!

La muchacha sacudió la cabeza.

– Míster Vandervoort, miss Bracken está al teléfono. Dice que es sumamente urgente y que le interrumpiera sin tener en cuenta lo que usted estuviera haciendo.

Alex suspiró. Tomó el teléfono.

– ¿Qué pasa, Bracken?

– Alex -dijo la voz nerviosa de Margot- se trata de Juanita Núñez.

– ¿Qué le pasa?

– Ha desaparecido.

– Un momento -Alex movió un contacto, y transfirió la llamada a una conexión, para que Wainwright pudiera oír-. Adelante.

– Estoy muy preocupada. Cuando me separé anoche de Juanita, sabiendo que iba a verte más tarde, acordé con ella telefonearla hoy al trabajo. Estaba muy preocupada. Yo esperaba darle algunas seguridades.

– ¿Y entonces…?

– Alex, Juanita no ha ido hoy al trabajo -la voz de Margot parecía tensa.

– Bueno, tal vez…

– Escucha por favor. Estoy ahora en el Forum East. He venido aquí cuando me han dicho que Juanita no estaba en el banco y no poder conseguir que el teléfono de Juanita me contestara. He hablado con otra gente en el edificio donde vive. Dos personas vieron a Juanita dejar el apartamento como de costumbre esta mañana, con su hijita, Estela. Juanita la deja siempre en una guardería cuando va al banco. He averiguado el nombre de la guardería y he telefoneado. Estela no está allí. Ni ella ni su madre han aparecido allí esta mañana.

Hubo un silencio. La voz de Margot preguntó:

– Alex, ¿me escuchas?

– Sí, aquí estoy.

– Después he vuelto a llamar al banco y esta vez he hablado con Edwina. Ella lo ha comprobado personalmente. No sólo no ha aparecido Juanita, sino que tampoco ha telefoneado para justificar su falta, lo que es muy raro en ella. Por eso estoy inquieta. Estoy segura de que ha pasado algo atroz, terrible.

– ¿Tienes alguna idea de lo que puede haber pasado?

– Sí -dijo Margot- la misma que tú tienes.

– Espera -dijo él-, Nolan está aquí.

Wainwright se había inclinado hacia adelante, escuchando. Ahora se enderezó y dijo con tranquilidad:

– Han secuestrado a Juanita Núñez. No cabe duda.

– ¿Quién?

– Alguien de la gente del Double Seven. Probablemente también están detrás de Eastin.

– ¿Es posible que la hayan llevado a ese club?

– No. Jamás harían eso. Debe estar en otra parte.

– ¿Tiene idea de dónde?

– No.

– ¿Y quien la haya secuestrado ha secuestrado también a la niña?

– Eso me temo -había angustia en los ojos de Wainwright-. Lo lamento, Alex.

– ¡Usted nos ha metido en esto -dijo Alex furioso- ahora, por el amor de Dios, tiene que sacar a Juanita y a la chica del pantano!

Wainwright se concentró, pensó al hablar:

– Lo primero es saber si hay posibilidad de prevenir a Eastin. Si podemos llegar a él y salvarle, es posible que sepa algo que nos lleve a encontrar a la muchacha -tenía abierta una pequeña libreta negra y buscaba ya un número de teléfono.

20

Sucedió de manera tan rápida e inesperada que las puertas del coche se habían cerrado y la gran limousine estuvo en movimiento antes que Juanita hubiera podido gritar. En aquel momento supo por instinto que ya era demasiado tarde, pero chilló de todos modos:

– ¡Socorro, socorro! -hasta que un puñetazo le golpeó salvajemente la cara y una mano enguantada apretó su boca. Incluso entonces, al oír los gritos de terror de Estela, Juanita siguió luchando pero el puño la golpeó con fuerza por segunda vez: la visión se confundió y los sonidos se perdieron en la distancia.

El día -una mañana clara y fresca de principios de noviembre- había empezado normalmente. Juanita y Estela se habían levantado para desayunar y mirar las noticias del día en el pequeño televisor portátil blanco y negro. Después se apresuraron a salir, como de costumbre a las 7,30, lo que dejaba a Juanita apenas tiempo para llevar a Estela a la guardería antes de tomar el ómnibus que la llevaba al banco. A Juanita siempre le gustaban las mañanas y estar con Estela era una manera dichosa de iniciar cualquier día.

Al salir del edificio Estela se había adelantado corriendo y gritando:

– Mamá, no toco ninguna raya -y Juanita había sonreído, porque esquivar las rayas y las junturas de la acera era un juego que hacían con frecuencia. Fue entonces cuando percibió vagamente la limousine de ventanas oscuras estacionada al frente, con la puerta trasera abierta sobre la acera. Había prestado más atención cuando Estela se acercó al coche y alguien le habló desde adentro. Estela se acercó. Cuando lo hizo asomó una mano y tiró de la pequeña hacia adentro. De inmediato, Juanita corrió hasta la puerta del coche. Entonces, desde atrás, una figura que ella no había visto se adelantó y la empujó con fuerza, haciéndola tambalear y caer en el coche, tras arañarse dolorosamente las rodillas. Antes de poder recobrarse la metieron dentro y la obligaron a agacharse contra el suelo, junto con Estela. La puerta se cerró de golpe tras ella, también se cerró una puerta delantera y el coche se puso en marcha.

Ahora, con la cabeza más clara y toda la conciencia, oyó una voz que decía:

– Carajo, ¿para qué has traído a esa maldita chica?

– Había que hacerlo. La chica iba a gritar y a armar un lío llamando la atención a la policía. De esta manera vamos más rápido, sin trabajo.

Juanita se movió. Calientes cuchillos de dolor, allí donde la habían herido, penetraron hasta su cabeza. Gimió.

– Oye, puta -dijo una tercera voz- si no te quedas quieta te vamos a lastimar más. Y no te hagas ilusiones de que nadie vaya a ver nada. ¡Los cristales de este coche no dejan ver desde fuera!

Juanita permaneció inmóvil, pero luchó contra el pánico, se esforzó en pensar. Había tres hombres en el auto, dos en el asiento trasero, encima de ella, otro delante. La frase acerca de los cristales explicaba la sensación que había tenido de un gran coche con ventanillas oscuras. De manera que lo que habían dicho era exacto: era inútil procurar llamar la atención. ¿A dónde las llevaban a ella y a Estela? ¿Y por qué? Juanita no dudaba que la respuesta al segundo interrogante tenía algo que ver con el acuerdo hecho con Miles. Lo que temía se había convertido en realidad. Comprendió que estaba en grave peligro. Pero, Virgen Santa, ¿por qué Estela? Las dos estaban como un sándwich en el suelo del auto, y el cuerpo de Estela se agitaba en desesperados sollozos. Juanita se movió, procurando abrazarla y consolarla.

– ¡Vamos, amorato, sé valiente, bonita!

– ¡Silencio! -ordenó uno de los hombres.

Otra voz -ella creyó que era la del chófer- dijo:

– Es mejor amordazarlas y vendarles los ojos.

Juanita sintió movimientos, oyó desgarrar algo como una tela. Suplicó enloquecida:

– ¡Por favor, no! Yo… -el resto de las palabras se perdieron mientras le ponían una amplia cinta adhesiva de golpe sobre su boca. Unos momentos después un trapo oscuro le cubrió los ojos, y sintió que le apretaban también con fuerza. Finalmente le agarraron las manos y se las ataron detrás. Las cuerdas cortaron sus muñecas. En el suelo del coche había polvo, y ese polvo llenó los agujeros de la nariz de Juanita; sin poder ver ni moverse, ahogada bajo la mordaza, sopló enloquecida para limpiarse la nariz y respirar. Por los movimientos a su lado comprendió que estaban haciendo lo mismo a Estela.

La desesperación la envolvió. Lágrimas de rabia, de frustración, le llenaron los ojos. ¡Maldito Wainwright! ¡Maldito Miles! ¿Dónde estás ahora?.… ¿Cómo había podido nunca consentir en… hacer posible?… Oh, ¿por qué, por qué?… ¡Virgen Santa, ayúdame, por favor! ¡Y, si no puedes salvarme, salva al menos a Estela!

A medida que pasaba el tiempo el dolor y la desesperanza aumentaban, y los pensamientos de Juanita empezaron a vagar. Se daba cuenta de que el coche se movía lentamente, deteniéndose y volvía a arrancar entre el tráfico, después hubo un largo trayecto a toda velocidad seguido por otro en que marcharon con más lentitud, vueltas y revueltas. El viaje, a donde fuera, parecía eterno. Al cabo de una hora quizás, o acaso mucho más o mucho menos, Juanita sintió que apretaban totalmente los frenos. Por un momento el motor del auto se oyó con más fuerza, como en un espacio cerrado. Después el motor se detuvo. Oyó un zumbido eléctrico, un ruido como si una puerta pesada se cerrara mecánicamente, un golpe seco cuando cesó el rumor. Al mismo tiempo se abrieron de golpe las puertas de la limousine, los goznes crujieron, la pusieron brutalmente de pie, y hubiera caído si unas manos no la hubiesen sujetado. Una de las voces que ya había escuchado ordenó:

– ¡Camina… carajo!

Siempre con los ojos vendados, moviéndose torpemente, sus terrores seguían centrados en Estela. Fue consciente de unos pasos, los suyos y otros, que resonaban en el cemento. Súbitamente el suelo le faltó bajo los pies y tropezó; fue en parte sostenida, en parte arrastrada por unas escaleras. Cuando terminaron de bajar, volvieron a andar. Bruscamente la empujaron hacia atrás hasta hacerle perder el equilibrio; sus piernas retrocedieron pero la caída fue impedida por una dura silla de madera. La misma voz de antes dijo a alguien:

– Quítale la venda y la mordaza.

Sintió movimientos de manos, y nuevo dolor cuando arrancaron con violencia la cinta adhesiva de su boca. La venda de los ojos se aflojó y Juanita parpadeó cuando la oscuridad dejó paso a una brillante luz que la hería directamente a los ojos.

Dijo, sin aliento:

¿Por Dios, dónde está…? -y un puño la golpeó.

– Basta de canciones -dijo una de las voces del coche-. Cuando te digamos que lo hagas, hablarás… y mucho.


Había ciertas cosas que le gustaban a Tony «Oso» Marino. Una era el erotismo sexual; para su criterio el erotismo significaba cosas que se hacía hacer con las mujeres y que luego le hacían sentirse superior y a ellas degradadas. Otra cosa eran las peleas de gallos… cuanto más sangrientas, mejor. Disfrutaba con los relatos gráficos y detallados de castigos y ejecuciones que ordenaba, aunque tenía cuidado de mantenerse apartado para evitar cualquier evidencia. Otro gusto, aunque menor, era un espejo transparente que dejaba ver de un solo lado.

A Tony «Oso» Marino le gustaban esos espejos (o un panel como espejo) que le permitían observar sin ser visto, y los había hecho instalar en múltiples lugares, en sus autos, en sus oficinas, en clubs como el Double Seven y en su cerrado y custodiado hogar. En la casa, un cuarto de baño que usaban las mujeres visitantes tenía toda una pared con un espejo transparente. Desde el cuarto de baño era un hermoso espejo, pero, del otro, había un cuartito cerrado donde Tony el «Oso» se sentaba a disfrutar de un cigarro y de las intimidades personales que le eran reveladas por el espejo.

Debido a su obsesión se había instalado uno de estos espejos en el local de las falsificaciones y, aunque por precaución normal rara vez iba allí había demostrado ser útil a veces como en este caso.

El espejo estaba incrustado en una media pared, con un efecto de pantalla. A través podía ver a la mujer, Juanita Núñez, de cara a él y atada a una silla. Tenía la cara amoratada, sangraba y estaba desarreglada. Junto a ella estaba la niña, atada a otra silla, y la carita tenía color de tiza. Unos minutos antes, cuando le dijeron que habían traído a la criatura, Marino había estallado furioso, no porque le importara de los niños, no le importaban, sino porque presentía dificultades. Una persona mayor puede ser eliminada, si es necesario, virtualmente sin riesgo, pero matar a un niño era otro asunto. La cosa podía provocar resquemores entre su propia gente, y emoción y peligro luego, si llegaba a correr el rumor. Tony el «Oso» ya había decidido sobre el asunto; se relacionaba con la precaución de vendar los ojos cuando se venía aquí. También estaba contento por no estar a la vista.

Encendió un cigarro y miró.

Angelo, uno de los guardaespaldas de Tony el «Oso» que había estado encargado de la operación del secuestro, se inclinó sobre la mujer. Angelo era un exboxeador que nunca se había destacado, aunque tenía el físico de un rinoceronte. Tenía labios gruesos y protuberantes, era un matón y le gustaba lo que estaba haciendo:

– Vamos, gancho de dos vueltas, empieza a cantar.

Juanita, que procuraba ver a Estela, volvió la cara hacia él.

– ¿De qué voy a hablar?

– ¿Cómo se llama el tipo que te telefoneó desde el Double Seven?

Un chispazo de entendimiento cruzó la cara de Juanita. Tony el «Oso» lo vio y supo que era sólo cuestión de tiempo, y no mucho, el tener la información.

– ¡Hijo de puta… animal! -Juanita escupió a Angelo.- ¡Canalla! ¡No sé nada del Double Seven!

Angelo la golpeó con fuerza de manera que la sangre manó de la nariz y del extremo de la boca. La cabeza de Juanita cayó. Él la agarró del pelo y le mantuvo la cara hacia arriba mientras repetía:

– ¿Quién es el tipo que te habló desde el Double Seven?

Ella contestó pesadamente entre los labios hinchados:

– Maricón, no te diré nada hasta que no sueltes a mi hijita.

La muchacha tenía ánimo, reconoció Tony el «Oso». Si hubiera sido distinta, se habría divertido martirizándola en otra forma. Pero era demasiado flaca para su gusto… las caderas no valían nada, un culito insignificante, unas tetitas como cacahuetes.

Angelo dobló el brazo y le dio un puñetazo en el estómago. Juanita perdió el aliento y se dobló hacia adelante, dentro de lo que se lo permitieron las ligaduras. A su lado Estela, que podía ver y oír, sollozaba histéricamente. El ruido enojó a Tony el «Oso». Aquello se demoraba demasiado. Había una manera más rápida de terminar. Hizo una seña a un segundo guardaespaldas, Lou, y murmuró algo. A Lou pareció no gustarle lo que le decían, pero asintió. Tony el «Oso» tiró el cigarro que había estado fumando.

Cuando Lou salió del compartimiento y habló en voz baja con Angelo, Tony «Oso» Marino miró a su alrededor. Estaban en un sótano con todas las puertas cerradas, lo que eliminaba la posibilidad de que escaparan ruidos, aunque tampoco hubiera importado en este caso. La casa, una construcción de hacía cincuenta años, como eran frecuentes en esta zona, se levantaba en el centro de un terreno propio, en un barrio residencial de gente de clase alta, y estaba protegida como una fortaleza. Un sindicato que encabezaba Tony «Oso» Marino había comprado la casa hacía ocho meses y habían trasladado allí las operaciones de falsificación. Pronto, como precaución, iban a vender la casa y mudarse a otra parte; lo cierto es que ya habían elegido nuevo lugar. Tendría la misma apariencia inocua e inocente de esta casa. Eso, pensaba a veces con satisfacción Tony el «Oso», había sido el secreto de su larga y provechosa carrera: mudanzas frecuentes a barrios tranquilos y respetables, con el tráfico que iba y venía del centro reducido al mínimo. La ultra precaución tenía dos ventajas: sólo un puñado de personas sabía exactamente dónde estaba el local; además, como todo era tan sigiloso, los vecinos no tenían sospechas. Incluso habían tomado complicadas precauciones para trasladarse de uno a otro lugar. Una de ellas: cubiertas de madera diseñadas para cubrir los muebles de una casa, que se ajustaban a cada pieza de las maquinarias de falsificación de manera que un paseante casual, lo único que veía era una mudanza doméstica. Y un camión de mudanzas, de una de las compañías legales de camiones que servían a la organización, había sido contratado para realizar la tarea. Incluso había arreglos para un caso de emergencia, camiones extra veloces si era necesario.

El falso mobiliario había sido una de las ideas de Danny Kerrigan. El viejo tenía algunas buenas ideas, y había demostrado ser un falsificador de primera clase desde que Tony Marino le había contratado para la organización hacía doce años. Con anterioridad, Tony el «Oso» había oído hablar de la fama y habilidad de Kerrigan, y sabía que se había vuelto alcohólico y que estaba al borde de la vagancia. Por orden de Tony el «Oso» el viejo fue rescatado, desalcoholizado, y después le pusieron a trabajar… con resultados espectaculares.

Parecía que no había nada, empezaba a creer Tony el «Oso», que Danny no pudiera imprimir con éxito: dinero, sellos, certificados de acciones, cheques, permisos de conducir, tarjetas de seguridad social, bastaba con pedirlo. Había sido idea de Danny fabricar miles de tarjetas falsas de crédito. Por medio de sobornos y una visita bien planeada, habían podido obtener hojas de plástico en blanco, del mismo tipo del que servía para las tarjetas, y la cantidad podía durar años. Las ganancias, hasta ahora, habían sido inmensas.

El único inconveniente del viejo era que, de vez en cuando, le daba por entregarse a la juerga y no podía trabajar en una semana. Cuando esto pasaba, había peligro de que hablara, y, por eso, le mantenían encerrado. Pero era hábil y, a veces, se las arreglaba para escapar, como la última vez. Pero los lapsos eran ahora escasos, en parte porque Danny estaba guardando el dinero que sacaba en un banco suizo, y soñaba con ir allí dentro de uno o dos años para recoger su botín y retirarse. Pero Tony el «Oso» sabía que el deseo del viejo nunca iba a realizarse. Pensaba utilizarle mientras pudiera funcionar. Y además, Danny sabía demasiado para que jamás le permitieran irse.

Aunque Danny Kerrigan era importante, era la organización la que le había protegido y había sabido sacar el máximo a lo que el viejo producía. Sin un eficiente sistema de distribución Danny hubiera sido como tantos otros: hubiera trabajado a ratos o se hubiera perdido. Por lo tanto, era la amenaza a la organización lo que preocupaba a Tony el «Oso». ¿Se había infiltrado un espía, una quinta columna? Si era así: ¿de dónde venía el individuo? ¿Y cuánto sabía el tipo… o la tipa?

Su atención volvió a fijarse en lo que pasaba al otro lado del espejo. Angelo tenía el cigarro encendido. Sus gruesos labios estaban torcidos en una mueca. Con la punta del pie empujó las dos sillas, de manera que la Núñez y su hija quedaron frente a frente. Angelo aspiró el cigarro hasta que la punta brilló. Casualmente se acercó a la silla donde la niña estaba sentada y atada.

Estela le miró, temblando visiblemente, los ojos enloquecidos de terror. Sin prisa, Angelo le tomó la manita derecha, la levantó, inspeccionó la palma, le dio la vuelta. Con más lentitud sacó de la boca el cigarro encendido y lo plantó, como en un cenicero, en el dorso de la mano. Estela chilló… un desgarrador grito de agonía. Frente a ella, Juanita, enloquecida, llorando, gritando incoherencias, luchó desesperadamente entre sus ligaduras.

El cigarro no se había apagado. Angelo lo aspiró hasta que se formó una brasa fresca, después, con la misma lentitud que antes, levantó la otra mano de Estela.

Juanita chilló:

– ¡No, déjela quieta! ¡Hablaré!

Angelo esperó, con el cigarro amenazante, mientras Juanita decía, entrecortada:

– El hombre que ustedes buscan… es… Miles Eastin.

– ¿Para quién trabaja?

Con la voz que era un murmullo desesperado, ella contestó:

– Para el First Mercantile American.

Angelo dejó caer el cigarro y lo deshizo con el tacón. Miró interrogante hacia donde sabía que debía estar Tony «Oso» Marino, después pasó del otro lado del espejo.

La cara de Tony el «Oso» estaba tensa. Dijo con suavidad.

– Traedlo. Traed a ese marica. En seguida.

21

– Miles -dijo Nate Nathanson con desusada rabia- sea quien sea el amigo que te está telefoneando, dile que este lugar no es para el personal, es para los socios.

– ¿Qué amigo? -Miles Eastin había estado ausente del Double Seven parte de la mañana, ocupado en hacer encargos para el club; miró dudando al gerente.

– ¿Cómo demonios voy a saberlo? Un tipo llamó cuatro veces, preguntando por ti. No quiso dejar nombre, ni mensaje -Nathanson añadió con impaciencia-. ¿Dónde está la libreta de depósitos?

Miles se la tendió. Entre los encargos había habido uno a un banco, para depositar cheques.

– Un embarque de mercancías envasadas acaba de llegar -dijo Nathanson-. Los cajones están en el almacén; compruébalos con las facturas -entregó a Miles algunos papeles y una llave.

– Bien, Nate. Disculpe las llamadas.

Pero el gerente ya se había vuelto y se dirigía a su oficina del segundo piso. Miles le tenía alguna simpatía. Sabía que Tony «Oso» Marino y el ruso Ominsky, que poseían en conjunto el Double Seven, mortificaban bastante a Nathanson con quejas sobre el manejo del club.

Al dirigirse al almacén, que estaba en la planta baja, en la parte de atrás del edificio, Miles se preguntó qué podían significar esas llamadas. ¿Quién podía telefonearle? Y con insistencia. Dentro de lo que recordaba, sólo tres personas relacionadas con su vida anterior sabían que él estaba aquí… el funcionario que le había otorgado la libertad condicional; Juanita; Nolan Wainwright. ¿El funcionario? Muy poco probable. La última vez que Miles había efectuado la debida visita mensual y dado su informe, el funcionario se había mostrado apresurado e indiferente; lo único que parecía importarle era que Miles no causara dificultades. El funcionario había tomado nota del lugar donde trabajaba Miles y eso era todo. ¿Juanita, entonces? No. Ella sabía que no debía hacerlo; además, Nathanson había dicho que era un hombre. Sólo quedaba Nolan Wainwright.

Pero Wainwright no llamaría a menos… ¿O podía acaso llamar? Podía arriesgarse si había algo realmente urgente… como un aviso….

– ¿Un aviso de qué? ¿De que Miles estaba en peligro? ¿De que había sido descubierto como espía o podía serlo? Bruscamente un terror frío se apoderó de él. El corazón le latió con fuerza. Miles comprendió: últimamente había imaginado que se movía en la impunidad, había creído estar seguro. Pero en verdad no había aquí seguridad, nunca la había habido. Sólo peligro… más grande ahora que al principio, porque él ya sabía demasiado.

Al acercarse al cobertizo, como la idea persistía, le temblaron las manos. Tuvo que tranquilizarse para poner la llave en la cerradura. Se preguntó: ¿se estaría asustando por nada, reaccionando cobardemente ante sombras? Quizá. Pero una intuición le previno… no. ¿Qué debía hacer pues? La persona que había telefoneado probablemente volvería a hacerlo. Pero, ¿era conveniente esperar? Miles decidió: riesgo o no, iba a llamar directamente a Wainwright.

Había abierto la puerta del cobertizo. Ahora empezó a cerrarla, para ir a un teléfono público cercano… el mismo por el que había telefoneado a Juanita hacía una semana. En aquel momento oyó actividad en el vestíbulo del club, en el otro extremo del corredor de la planta baja, que llegaba hasta el fondo. Varios hombres llegaban de la calle. Parecían tener prisa. Sin saber por qué Miles cambió de dirección y se metió en el cobertizo, fuera de la vista de ellos. Oyó voces mezcladas, después uno preguntó en voz alta:

– ¿Dónde está ese pillastre de Eastin?

Reconoció la voz. Era Angelo, uno de los guardaespaldas de Marino.

– En la oficina, creo -era Jules La Rocca. Miles le oyó decir-: ¿Pero qué pasa con…?

– Tony el «Oso» quiere…

Las voces se apagaron y los hombres se precipitaron escaleras arriba. Pero Miles había oído bastante, y comprendía que lo que más había temido era realidad. Dentro de un minuto, quizá menos, Nate Nathanson iba a decir a Angelo y a los otros dónde estaba él. Volverían a buscarle.

Sintió que todo el cuerpo le temblaba, pero se esforzó en pensar. Salir por el vestíbulo del frente era imposible. Aun en el caso de que no encontrara a los hombres que bajaban, probablemente habrían dejado a alguno de guardia. ¿Por la salida de atrás, entonces? Rara vez se usaba y se abría junto a un edificio abandonado. Más allá había un descampado, y luego un paso de tren elevado. En el extremo de la línea ferroviaria había un laberinto de callejuelas miserables. Podía intentar escabullirse por esas calles, aunque la posibilidad de eludir la persecución era escasa. Podía haber varios perseguidores; algunos tendrían un auto, o autos; Miles no lo tenía. Su mente le mandó el mensaje: Tu única posibilidad. No pierdas tiempo. Vete ahora. Cerró de golpe la puerta del almacén y tomó la llave; tal vez los otros perdieran unos preciosos minutos echando la puerta abajo, al creer que él estaba dentro.

Después corrió.

Por la puertita trasera, luchando primero con un cerrojo… Afuera, se detuvo para cerrar la puerta; no tenía sentido mostrar por dónde había escapado… Siguió por el descampado hasta el edificio abandonado… el edificio había sido una fábrica alguna vez; el terreno estaba lleno de desperdicios, cajones viejos, latas, el mohoso esqueleto de un camión detrás de un abollado montacarga. Era como correr una carrera de obstáculos. Las ratas escapaban… a través del descampado, tropezando entre ladrillos, basura, un perro muerto… Una de las veces Miles perdió pie y sintió que se le torcía el tobillo; experimentó un dolor penetrante, pero continuó… hasta el momento no había oído que nadie lo siguiera… al llegar al arco del puente del ferrocarril, con la relativa seguridad de las calles al frente, oyó detrás ruido de pasos que corrían y un grito:

– ¡Ahí está ese hijo de puta!

Miles se apresuró. Estaba ahora en el terreno más firme de las calles y las aceras. Torció por la primera vuelta, directamente hacia la izquierda; después a la derecha; casi inmediatamente otra vez hacia la izquierda. Detrás de él todavía podía oír el resonar de los pies… Las calles eran desconocidas para él, pero su sentido de la dirección le dijo que estaba camino del centro. Si podía llegar desaparecería entre la muchedumbre del mediodía, tendría tiempo para pensar, telefonear a Wainwright, quizá pedir socorro. Entretanto corría de prisa y bien, sin perder el aliento. El tobillo le dolía un poco; no demasiado. La salud de Miles, las horas pasadas en la cancha de pelota del Double Seven estaban dando su recompensa… El ruido de carreras detrás de él disminuyó, pero esta ausencia no le engañó. Aunque un auto no podía atravesar por el camino que él había seguido, por el terreno bloqueado y el descampado, había otros caminos alrededor. Una vuelta de varias manzanas para cruzar la línea ferroviaria crearía una demora. Pero no mucha. Probablemente, incluso ahora, alguien en un auto procuraba adivinar dónde estaba, para adelantársele. De nuevo dobló a la derecha y a la izquierda, esperando, como había esperado desde el principio, que pasara algún medio de transporte. Un autobús. Un taxi sería todavía mejor. Pero no venía nada… Cuando uno necesita desesperadamente un taxi, ¿por qué nunca se presenta?… ¿O un policía? Hubiera deseado que las calles que recorría estuvieran más frecuentadas. Al correr llamaba la atención, pero todavía no se atrevía a disminuir la marcha. Algunas personas le miraron con curiosidad, pero la gente de la ciudad está acostumbrada a no meterse en lo que no le importa.

La naturaleza de la zona cambiaba mientras corría. Ahora ya no era como un ghetto, aparecían signos de mayor prosperidad. Pasó frente a algunas tiendas grandes. Al frente había edificios todavía mayores, la línea de la ciudad empezaba a destacarse contra el cielo. Pero, antes de llegar allí, tenía que cruzar dos grandes avenidas de intersección. Ya podía ver la primera, amplia, llena de tráfico, dividida por un bulevar central. Después vio algo más, en el extremo del bulevar había un Cadillac negro, con ventanas oscuras, que cruzaba lentamente. El coche de Marino. Cuando el coche cruzaba la calle en la que estaba Miles, pareció vacilar, después se apresuró, se perdió rápidamente de vista. No había tenido tiempo para esconderse. ¿Le habrían visto? ¿Había salido el coche a recorrer los descampados o había tenido él suerte y les había perdido?

Nuevamente el miedo se apoderó de él. Aunque estaba sudando, Miles se estremeció, pero siguió adelante. No le quedaba otra cosa que hacer. Avanzaba cerca de los edificios, disminuyendo la marcha todo lo que osaba hacerlo. Un minuto y medio más tarde, con el cruce a sólo unos cincuenta metros, un Cadillac, el mismo coche, dio la vuelta a la esquina.

Comprendió que la suerte le había abandonado. Quien fuera que estuviera dentro del coche, muy probablemente Angelo, no podía dejar de verle, probablemente ya le había visto. ¿Había algo que ganar resistiendo? ¿No era más sencillo rendirse, dejar que le apresaran, permitir que lo que iba a pasar, pasara? No. Porque conocía bastante a Tony «Oso» Marino y a su gente, les había visto en la cárcel y después, y sabía lo que pasaba a las personas que incurrían en su venganza. El coche negro se detenía. Le habían visto. Desesperación.

Una de las tiendas que Miles había notado unos momentos antes estaba inmediatamente al lado. Bruscamente interrumpió las zancadas, giró a la izquierda, empujó una puerta de cristal y entró. Dentro vio que era una tienda de artículos deportivos. Un empleado flaco y pálido, más o menos de la edad de Miles, se adelantó:

– Buenos día, señor. ¿Desea ver algo?

– Eh… sí… -dijo lo primero que le pasó por la cabeza-. Quiero ver una de esas esferas para jugar a los bolos.

– Muy bien. ¿De qué precio y peso?

– Las mejores. De unas dieciséis libras.

– ¿Qué color?

– No importa.

Miles observaba los pocos metros de la acera ante la puerta. Algunos transeúntes pasaban. Nadie se había detenido a mirar hacia adentro.

– Acompáñeme, le mostraré lo que tenemos.

Siguió al empleado entre rejillas con esquíes, cajas de vidrio, un despliegue de revólveres de mano. Después, mirando hacia atrás, Miles vio la silueta de una única figura que se había detenido fuera y espiaba desde el escaparate, una segunda figura se unió a la primera. Permanecieron juntos, sin dejar el frente de la tienda. Miles se preguntó: ¿podría escapar por detrás? En el momento mismo en que se le ocurrió la idea, la desechó.

Los hombres que le perseguían no iban a cometer dos veces el mismo error. Cualquier salida trasera ya debía de estar localizada y custodiada.

– Ésta es excelente. Vale cuarenta y dos dólares.

– Me la llevo.

– Necesitamos la medida de su mano para…

– No importa.

Podía intentar telefonear a Wainwright desde aquí. Pero Miles comprendió que, si se acercaba a un teléfono, los hombres de afuera entrarían inmediatamente.

El empleado pareció intrigado:

– ¿No quiere usted que…?

– He dicho que no importa.

– Como usted quiera, señor. ¿No desea una bolsa para llevarla? ¿Y unos zapatos para jugar a los bolos?

– Sí -dijo Miles- sí, muy bien -aquello demoraría el momento de salir a la calle. Sin casi darse cuenta de lo que estaba haciendo, examinó las bolsas que le mostraban, eligió una al azar, se sentó y se probó unos zapatos. Mientras se los calzaba se le ocurrió la idea. La tarjeta de crédito que Wainwright le había enviado por intermedio de Juanita… la tarjeta a nombre de H.E. Lyncolp… HELP.

Señaló la bola, la bolsa y los zapatos que había elegido.

– ¿Cuánto es?

El empleado miró una factura.

– Ochenta y seis dólares y noventa centavos, más el impuesto.

– Vea -dijo Miles- quiero anotarlo en mi tarjeta de crédito. Sacó la billetera y tendió la tarjeta con el nombre de Lyncolp, procurando que no le temblara la mano.

– Está bien, pero…

– Ya sé que necesita autorización. Adelante. Telefonee.

El empleado llevó la tarjeta y la factura a una zona de oficinas de cristal. Permaneció allí unos minutos y regresó.

Miles preguntó, ansioso:

– ¿Ha logrado comunicarse?

– Claro. Todo está en orden, míster Lyncolp.

Miles se preguntó qué estaría pasando ahora en el Centro de Tarjetas Clave en la Torre de la Casa Central del FMA.

¿Iban a ayudarle? ¿Podía ayudarle algo?.… En seguida recordó la segunda instrucción dada por Juanita: «Después de usar la tarjeta demórate lo más posible. Hay que dar a Wainwright tiempo para que actúe.»

– Firme aquí, por favor, míster Lyncolp -rellenó una hoja de tarjetas de crédito por la suma que había gastado. Miles se inclinó sobre el mostrador y echó una firma.

Al enderezarse sintió que una mano le tocaba levemente en el hombro. Una voz dijo con suavidad:

– Miles…

Cuando se volvió, Jules La Rocca dijo:

– No armes lío. No te servirá de nada y te lastimarás más.

Detrás de La Rocca, con caras impávidas, estaban Angelo y Lou y un cuarto hombre, también de tipo bestial, que Miles no conocía. El cuarto se le acercó, le agarró, le sujetó los brazos.

– Muévete, mierda -la orden provenía de Angelo, y la dio en voz baja.

Miles pensó gritar, pero: ¿quién iba a ayudarle? El delicuescente empleado, que miraba con la boca abierta, no podía hacer nada. La cacería había terminado. La presión en los brazos se acentuó. Sintió que le empujaban inexorablemente hacia la puerta de la entrada.

El atónito empleado corrió tras ellos.

– ¡Míster Lyncolp! ¡Olvida usted su pelota!

Fue La Rocca quien contestó:

– ¡Guárdatela, chillón! ¡Este tipo no necesita las pelotas que tiene!

El Cadillac estaba estacionado a unos metros de distancia. Empujaron brutalmente a Miles dentro y se alejaron.


Los negocios en el centro de tarjetas de crédito alcanzaban su punto culminante. Una cantidad normal de cincuenta operadores estaban ocupados en el centro, en una semipenumbra, como una auditoría, cada uno sentado ante un tablero con una especie de tubo de rayos catódicos, una especie de TV, encima.

Para la joven operadora que recibió la llamada, la solicitud de crédito de H. E. LYNCOLP era simplemente uno más entre los miles que trataba como rutina en un día de trabajo. Todas las tarjetas eran completamente impersonales. Ni ella ni los muchos que trabajaban como ella sabían en general de dónde provenían las llamadas, de qué ciudad o de qué estado. El crédito buscado podía ser para pagar la cuenta de almacén de un ama de casa en Nueva York; para proporcionar ropas a un granjero de Kansas; para permitir a una rica heredera de Chicago cargarse de joyas innecesarias, para adelantar los costos de graduación de un estudiante de Princeton, o para ayudar a un alcohólico de Cleveland a comprar una botella de alcohol que finalmente iba a matarle. Pero el operador nunca recibía detalles. Si era necesario más adelante podían rastrearse, aunque rara vez sucedía; porque a nadie le importaba. El dinero contaba, el dinero que cambiaba de manos, la habilidad para pagar el crédito concedido; eso era todo.

La llamada se inició con una luz relampagueante en la consola de la operadora. Ella tocó un timbre y habló por su micrófono.

– ¿Cuál es el número de su comprador?

El que llamaba, el empleado de la tienda de artículos deportivos que había atendido a Miles, lo dio. Al hacerlo, la operadora tecleó el número. Simultáneamente apareció en su pantalla.

Ella preguntó:

– ¿Número de la tarjeta y fecha del vencimiento?

Otra respuesta. De nuevo, detalles en la pantalla.

– ¿Cantidad de la compra?

– Noventa dólares, cuarenta y tres centavos.

Escrito. En la pantalla. La operadora apretó una llave, alertando a la computadora, varios pisos abajo.

En una milésima de segundo la computadora dirigió la información, buscó en sus archivos y lanzó una respuesta:


APROBADO.

No. 74 16984

URGENTE… EMERGENCIA… NO LO HAGA REPITO NO LO HAGA

AVISE AL COMERCIANTE… AVISE AL SUPERVISOR…

EJECUTE INMEDIATAMENTE LA INSTRUCCIÓN DE EMERGENCIA 17….


– La compra está aprobada -dijo la operadora al que llamaba-. Número de autorización…

Hablaba con más lentitud que de costumbre. Incluso antes de que empezara, había lanzado una señal a una casilla de supervisores. En la casilla otra mujer joven, una de los seis supervisores que cumplían tareas, leía ya su propio duplicado del mensaje de la pantalla. Buscó un índice de tarjetas en busca de la instrucción de emergencia número 17.

La operadora originaria tropezó deliberadamente en el número de autorización y empezó de nuevo. Las señales de emergencia no brillaban con frecuencia, pero, cuando sucedía, había procedimientos corrientes que los operadores conocían. Demorar las cosas era uno. En el pasado se habían atrapado asesinos, se había salvado a la víctima de un secuestro, se habían recobrado obras de arte robadas, un hijo había llegado al lecho de su madre moribunda, todo porque una computadora había sido alertada ante la posibilidad de que una tarjeta especial de crédito podía ser usada y, cuando y si se hacía, era esencial una acción rápida. En tales momentos, mientras otros realizaban las acciones requeridas, algunos segundos de demora de un operador podían ayudar de manera significativa.

La supervisora estaba ya poniendo en marcha la instrucción 17 que le informaba que N. Wainwright, vicepresidente de Seguridad, debía ser avisado inmediatamente por teléfono de que la tarjeta especial a nombre de H. E. LYNCOLP había sido presentada y dónde. Apretando llaves en su tablero la supervisora logró de la computadora la información adicional:


PETE'S ARTÍCULOS DEPORTIVOS


Y una dirección. Mientras tanto, ella había marcado el número de la oficina de Wainwright, que contestó personalmente. Su interés fue inmediato. Respondió crispadamente a la información de la supervisora, y ella percibió su nerviosismo mientras él anotaba los detalles.

Unos segundos después, para la supervisora de las tarjetas, la operadora y la computadora, la breve emergencia había pasado.

Pero no para Nolan Wainwright.

Tras el explosivo encuentro de hacía hora y media con Alex Vandervoort, cuando se enteró de la desaparición de Juanita Núñez y de su hijita, Wainwright se había mantenido tensa y constantemente ante el teléfono, a veces en dos teléfonos a la vez. Había intentado cuatro veces comunicarse con Miles Eastin en el club Double Seven, para avisarle que estaba en peligro. Había consultado con el FBI y el Servicio Secreto. Como resultado el FBI investigaba ahora activamente el aparente secuestro de Juanita Núñez, y había alertado a la policía estatal y de la ciudad con descripciones de las dos personas desaparecidas. Se había acordado que una supervisora del FBI vigilaría las idas y venidas en el Double Seven en cuanto pudiera disponerse de hombres, probablemente aquella tarde.

Eso era todo lo que iba a hacerse respecto al Double Seven por el momento. Como expresó el agente especial del FBI, Innes: «Si vamos allí con preguntas, demostraremos que conocemos la vinculación y, para investigar, no tenemos motivos para solicitar una orden de registro. Además, según nuestro hombre, Eastin, en general es un lugar de reunión donde no pasa nada ilegal… como no sea un poco de juego…»

Innes estuvo de acuerdo con Wainwright en que no habían llevado al Double Seven a Juanita Núñez y a su hija.

El Servicio Secreto, con menos facilidades que el FBI, actuaba por lo bajo, poniéndose en contacto con espías, averiguando cualquier detalle minúsculo y cualquier rumor que pudiera servir para ser usado por las agencias combinadas de la ley. Por el momento, desusadamente, la rivalidad entre ambas fuerzas y las envidias habían sido dejadas de lado.

Cuando Wainwright recibió la tarjeta de H. E. Lyncolp, telefoneó inmediatamente al FBI. Los agentes especiales Innes y Dalrymple habían salido, le dijeron, pero podían ser localizados por radio. Wainwright dictó un mensaje urgente y esperó. La respuesta llegó: los agentes estaban en las afueras, no lejos de la dirección dada, y se dirigían hacia allá. ¿Quería Wainwright acompañarles?

Actuar fue un alivio. Salió a toda prisa y atravesó el edificio en dirección a su coche.

Frente a la tienda Pete's Artículos Deportivos, Innes interrogaba a los paseantes cuando llegó Wainwright. Dalrymple estaba todavía dentro, completando una declaración del empleado. Innes se apartó y se unió al jefe de Seguridad del banco.

– Un punto muerto -dijo sombrío-, todo había terminado cuando llegamos -y relató lo poco que había podido averiguar.

Wainwright preguntó:

– ¿Alguna descripción?

El hombre del FBI movió la cabeza.

– El empleado de la tienda que atendió a Eastin estaba tan asustado que no sabe si entraron tres o cuatro hombres. Dice que todo pasó tan rápido que no puede describir o identificar a nadie. Y nadie, ni dentro ni fuera de la tienda, recuerda haber visto un auto.

La cara de Wainwright estaba tensa, la angustia y el problema de conciencia eran claros.

– ¿Y qué hacemos ahora?

– Usted ha sido policía -dijo Innes-. Ya sabe cómo son las cosas en la vida real. Esperaremos, deseando que suceda algo.

22

Oyó ruido de lucha y voces. Y supo que traían a Miles.

Para Juanita el reloj había corrido. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que, sin aliento, había dicho el nombre de Miles Eastin, traicionándole, para terminar con el horror de la tortura de Estela. Poco después habían vuelto a amordazarla y las sogas que le sujetaban a la silla fueron ajustadas y comprobadas. Los hombres se fueron.

Por un rato comprendió que se había adormilado -o, más precisamente, su cuerpo le había librado de estar consciente, ya que cualquier descanso real era imposible, atada como estaba. Alertada por el nuevo ruido, sus miembros contraídos protestaron en agonía, y tuvo ganas de gritar, aunque la mordaza se lo impedía. Juanita se forzó para no sentir pánico, ni luchar contra las ligaduras, sabiendo que era inútil y que sólo serviría para empeorar su situación.

Todavía podía ver a Estela. Las sillas habían quedado frente a frente. Los ojos de la niña estaban cerrados por el sueño, y su cabecita había caído; los ruidos que habían despertado a Juanita no la turbaban. Estela también estaba amordazada. Juanita esperaba que el puro agotamiento librara a su hijita de la realidad el mayor tiempo posible.

La mano derecha de Estela mostraba la fea quemadura roja del cigarro. Poco después de irse los hombres, uno de ellos -Juanita oyó que le llamaban Lou- había venido un momento. Traía un tubo con algún ungüento. Apretando el tubo cubrió la quemadura de Estela, y lanzó una rápida mirada a Juanita como para decirle que era todo lo que podía hacer. Después se fue.

Estela había saltado cuando le aplicaron el remedio, y gimió un poco por debajo de la mordaza; poco después, misericordiosamente, había llegado el sueño.

Los ruidos que Juanita había oído provenían de atrás. Probablemente de un cuarto contiguo, y adivinó que había una puerta abierta. Brevemente oyó la voz de Miles protestando, después un golpe apagado, un gruñido, silencio.

Pasó tal vez un minuto. La voz de Miles de nuevo, esta vez más nítida.

– No… oh, Dios, no… por favor… yo… -oyó un ruido como de golpes de martillo, metal sobre metal. Las palabras de Miles cesaron, se convirtieron en un aullido agudo, penetrante, enloquecido. El aullido, peor que lo que nunca había oído en su vida, se prolongó.


Si Miles hubiera podido matarse en el auto lo habría hecho de buena gana. Había sabido desde el comienzo de su acuerdo con Wainwright -y eso constituía la raíz de sus temores desde entonces- que la muerte rápida sería fácil comparada con lo que le espera a un espía descubierto. De todos modos, lo que había temido no era nada al lado del castigo increíblemente atroz, desgarrador, que enfrentaba ahora.

Le ataron apretadamente las piernas y los muslos a una silla, cruelmente juntos. Sus brazos habían sido tendidos sobre una tosca mesa de madera. Sus manos y sus muñecas eran clavadas en la mesa, clavadas con clavos de carpintero… golpeaban fuerte… ya tenía un clavo en la muñeca izquierda, dos más en la parte ancha de la mano, entre la muñeca y los dedos, y penetraban hacia abajo… los últimos golpes del martillo habían deshecho huesos… Tenía un clavo en la mano derecha, otro colocado para desgarrar, para penetrar entre la carne y los músculos… ningún dolor había sido, podría ser nunca… Oh, Señor, ayúdame… por favor… Miles se retorció, chilló, suplicó, chilló de nuevo. Pero las manos que le sujetaban el cuerpo se apretaron. Los golpes de martillo, interrumpidos por un momento, continuaron.

– Todavía no grita bastante -dijo Marino a Angelo, que sostenía el martillo-. Cuando terminen con eso, procuren clavarle los dedos a este hijo de puta.

Tony el «Oso», que aspiraba un cigarro, mientras observaba y escuchaba, no se había preocupado esta vez de ocultarse. No había posibilidad de que Eastin pudiera identificarlo, porque Eastin pronto iba a estar muerto. Pero, primero, había que recordarle -y recordar a otros a quienes pudieran llegar las noticias de lo ocurrido- que para un espía la muerte nunca era fácil.

– Eso está mejor -admitió Tony el «Oso». Los gritos de agonía de Miles crecían en volumen, mientras un nuevo clavo penetraba en el dedo del medio de la mano izquierda, entre los nudillos, y lo martilleaban para que penetrara. Pudo oír cómo se quebraba el hueso del dedo. Cuando Angelo iba a repetir el proceso con el dedo del medio de la mano derecha, Tony el «Oso» ordenó:

– Un momento.

Y ordenó a Eastin:

– ¡Basta de gritos! ¡Empieza a cantar!

Los gritos de Miles se convirtieron en desgarradores sollozos, su cuerpo se contrajo. Las manos que lo sujetaban se habían apartado. Ya no eran necesarias.

– Bueno -dijo Tony el «Oso» a Angelo- no ha hecho caso, sigue.

– ¡No, no! Hablaré, hablaré… -de alguna manera Miles tragó sus sollozos. El ruido más fuerte era ahora el de su pesada y desgarrada respiración.

Tony el «Oso» hizo una seña a Angelo. Los otros se agruparon alrededor de la mesa. Eran Lou, Punch Clancy, el guardaespaldas extra que había sido uno de los cuatro en penetrar en la tienda deportiva una hora antes; La Rocca, ceñudo, preocupado por la culpa que podía caberle por haber protegido a Miles; y el viejo falsificador, Danny Kerrigan, inquieto y nervioso. Aunque aquel lugar era el dominio de Danny -estaban en el principal reducto de impresión y grabado- él prefería estar lejos en momentos como este, pero Tony el «Oso» le había hecho llamar.

Tony dijo a Eastin con una mueca:

– ¿Así que durante todo el tiempo has estado espiando por cuenta de un banco de mierda?

Miles dijo sin aliento:

– Sí.

– ¿El First Mercantile?

– Sí.

– ¿A quién informabas?

– Wainwright.

– ¿Qué has descubierto? ¿Qué les has dicho?

– He hablado… del club… los juegos… las personas que iban.

– ¿Incluido yo?

– Sí.

– ¡Hijo de puta! -Tony el «Oso» se adelantó y dio un puñetazo en la cara de Miles.

El cuerpo de Miles se contrajo con la fuerza del golpe, pero, al hacerlo, se le desgarraron las manos y luchó desesperado para volver a la dolorosa posición inclinada en que estaba antes. Siguió un silencio interrumpido por penosos sollozos y gemidos. Tony el «Oso» aspiró varias veces el cigarro, luego siguió preguntando:

– ¿Qué otra cosa descubriste, mierda asquerosa?

– Nada… nada -todo el cuerpo de Miles temblaba, incontrolado.

– Mientes -Tony el «Oso» se volvió hacia Danny Kerrigan-. Trae ese jugo que usas para los grabados.

Durante el interrogatorio, hasta aquel momento, el viejo falsificador había mirado a Miles con odio. Ahora asintió.

– Muy bien, míster Marino.

Danny se acercó a un estante y sacó un frasco con tapa de plástico. El frasco tenía una etiqueta: ÁCIDO NÍTRICO. SÓLO PARA GRABAR. Retirando la tapa, Danny vertió el contenido del frasco en una jarra de cerveza. Con cuidado de no derramar, lo llevó a la mesa donde Tony el «Oso» tenía a Miles. Lo dejó allí, y puso al lado un pincel de grabador.

Tony el «Oso» agarró el pincel y lo empapó en ácido nítrico. Como al descuido se inclinó y pasó el pincel por la mejilla de Eastin. Por un segundo o dos, mientras el ácido penetraba bajo la piel, no hubo reacción. Después Miles gritó y una nueva y diferente agonía se apoderó de él, cuando la quemadura se extendía y se profundizaba.

Los otros miraban, fascinados, y la carne bajo el ácido se ablandó y pasó del rojo al verde.

Tony el «Oso» volvió a mojar el pincel.

– Te pregunto una vez más, culo sucio. Si no me contestas, esto va para la otra mejilla. ¿Qué otra cosa descubriste y dijiste?

Los ojos de Miles estaban enloquecidos, como los de un animal acorralado. Tartamudeó:

– El dinero… falsificado.

– ¿Qué sabes de eso?

– Compré algún dinero… lo mandé al banco… después conduje el coche… llevé más dinero a Louisville.

– ¿Y?

– Tarjetas de crédito… permisos de conducir…

– ¿Estás al corriente de quién los hizo? ¿Quién imprimió el dinero falso?

Miles movió la cabeza lo mejor que pudo.

– Danny.

– ¿Quién te lo dijo?

– Él… me lo dijo.

– ¿Y se lo soplaste todo al policía del banco? ¿Está enterado de todo?

– Sí.

Tony el «Oso» se volvió enfurecido hacia Kerrigan.

– ¡Borracho estúpido! ¡No vales más que él!

El viejo empezó a mascullar:

– Míster Marino, yo no estaba borracho. Pensé que él…

– ¡Silencio! -Pareció que Tony el «Oso» iba a pegar al viejo, después cambió de idea. Volvió a Miles:

– ¿Qué más sabes?

– Nada más.

– ¿Saben dónde se imprimen las cosas? ¿Dónde está este lugar?

– No.

Tony el «Oso» volvió a acercar el pincel al ácido. Miles seguía todos los movimientos. La gran experiencia le dijo cuál era la respuesta esperada:

– ¡Sí, sí… saben!

– ¿Y se lo dijiste al tipo de Seguridad del banco?

Desesperado, Miles mintió:

– Sí, sí…

– ¿Cómo lo descubriste? -el pincel estaba pendiente sobre el ácido.

Miles supo que debía encontrar una respuesta. Cualquier respuesta que satisficiera.

Volvió la cabeza a Danny:

– Él me lo dijo.

– ¡Mentiroso! ¡Mentiroso de mierda!

La cara del viejo se movía, tenía la boca abierta, la cerraba de pronto y el mentón le temblaba por la emoción. Apeló a Tony el «Oso».

– ¡Está mintiendo, míster Marino! ¡Juro que miente! ¡No es verdad! -Pero lo que veía en los ojos de Marino aumentó su desesperación. Danny se precipitó sobre Miles-. ¡Di la verdad, hijo de puta! ¡Dila! -Enloquecido, sabiendo el castigo que le esperaba, el viejo miró alrededor en busca de un arma. Vio la jarra con ácido nítrico. La agarró y volcó el contenido en la cara de Miles.

Empezó un nuevo aullido, que se detuvo de golpe. Mientras el olor al ácido y el asqueante hedor de la carne quemada se expandían… Miles cayó hacia adelante, inconsciente, sobre la mesa donde seguían clavadas sus manos, mutiladas y sangrientas.


Aunque no entendía del todo lo que le estaba pasando a Miles, Juanita sufría por sus gritos y súplicas y finalmente por la extinción de su voz. Se preguntó, de manera desapasionada, porque sus sentimientos estaban ahora adormecidos al punto que ninguna emoción podía afectarla, si habría muerto. Se preguntó también cuánto tiempo pasaría antes que ella y Estela compartieran el destino de Miles. Ahora parecía inevitable que las dos iban a morir.

Juanita agradeció una cosa: Estela no se había movido pese a lo penetrante de los gritos. Si el sueño no la abandonaba, tal vez la niña se viera libre de cualquier horror que les esperara antes del fin. Como no hacía desde años atrás, Juanita rogó a la Virgen María para que diera una muerte fácil a Estela.

Luego escuchó una nueva actividad en el cuarto contiguo. Era como si movieran muebles, abrieran cajones y los cerraran de golpe, colocaran frascos pesadamente. Oyó el estruendo del metal sobre el cemento y palabrotas.

Después, ante su sorpresa, el hombre que reconocía como Lou, apareció ante ella y empezó a desatarla. Supuso que iban a llevarla a otra parte, cambiando una tortura por otra. Cuando terminó, la dejó donde estaba y empezó a desatar a Estela.

– ¡De pie! -ordenó a las dos. Estela, semidormida, se quejó, en sueños. Empezó a llorar bajito, y el llanto quedaba sofocado por la mordaza.

Juanita hubiera querido acercarse, pero todavía no se podía mover; apoyó su peso contra la silla, dejando que la sangre recorriera sus miembros acalambrados.

– Oye -dijo Lou a Juanita-, tienes suerte gracias a tu hija. El patrón os va a dejar ir. Os vendarán los ojos, os llevarán en un coche a un lugar muy lejos de aquí y os soltarán. No sabes dónde has estado, de manera que no podrías traer aquí a nadie. Pero si hablas, si se lo cuentas a alguien, descubriremos dónde estás y mataremos a la niña. ¿Entendido?

Juanita asintió sin creer apenas lo que oía.

– ¡Entonces en marcha! -Lou señaló la puerta. Evidentemente no tenía intenciones de vendarle todavía los ojos. Pese a la inercia de hacía unos momentos, ella sintió que su normal agudeza mental volvía.

A la mitad de unas escaleras de cemento se apoyó contra la pared, con náuseas.

En el otro cuarto, cuando pasaron, había visto a Miles -o lo que quedaba de él- con el cuerpo echado sobre una mesa, sus manos una pulpa sangrienta, su cara, su pelo, y su cráneo quemados hasta hacerse irreconocibles. Lou había empujado a Juanita y a Estela para que pasaran pronto, pero no tanto como para que Juanita no viera la siniestra realidad. También se dio cuenta de que Miles no estaba muerto, aunque seguramente agonizaba. Se había movido levemente y había gemido.

– ¡Camina! -rugió Lou.

Siguieron subiendo las escaleras.

El horror de lo que le había ocurrido a Miles llenaba la mente de Juanita. ¿Qué podía hacer para ayudarle? Evidentemente nada en este momento. Pero, si ella y Estela eran liberadas, ¿había alguna manera de conseguir ayuda? Lo dudaba. No tenía idea de dónde estaban; y no parecía que hubiera oportunidad de averiguarlo. De todos modos, debía hacer algo. Algo para compensar -por lo menos en parte- su terrible sensación de culpa. Había traicionado a Miles. Fuera cual fuese el motivo había dicho su nombre, y le habían atrapado y traído aquí, con las consecuencias que había visto.

La semilla de una idea, no del todo pensada, surgió en ella. Se concentró, desarrollándola, borrando otras cosas de su mente, incluso a Estela. Juanita razonó: era posible que no diera resultado, pero había una leve posibilidad. El éxito dependía de la agudeza de sus sentidos y de su memoria. También era importante que no le vendaran los ojos hasta llegar al auto.

En lo alto de la escalera giraron a la derecha y entraron en un garaje.

Con paredes de cemento, parecía un garaje común para dos coches, perteneciente a una casa privada o a oficinas y, al recordar los sonidos que había escuchado a la llegada, Juanita adivinó que habían venido también por este camino. En el garaje había un auto… no el coche grande en el que habían llegado esa mañana, sino un Ford verde oscuro. Procuró ver el número del coche, pero no estaba al alcance de su vista.

En una rápida mirada alrededor, algo intrigó a Juanita. Contra una de las paredes del garaje había una cómoda de madera oscura y pulida, pero nunca había visto antes una cómoda semejante.

Parecía cortada verticalmente por la mitad, las dos mitades estaban separadas y pudo ver que el interior era hueco. Dentro de la cómoda había algo que parecía un armario de comedor, cortado en de la misma manera especial: en ese momento dos hombres retiraban la mitad del armario; uno de ellos estaba oculto por una puerta, el otro le daba la espalda.

Lou abrió la puerta trasera del Ford.

– Entra -dijo.

En las manos llevaba dos trapos negros… las vendas para los ojos.

Juanita entró primero. Al hacerlo tropezó deliberadamente, cayó hacia adelante, y se sostuvo agarrándose al respaldo del asiento delantero. Aquello le dio la oportunidad que buscaba: mirar hacia el asiento del conductor y ver el cuentakilómetros con el kilometraje. Sólo tuvo un segundo para ver los números:

25714 8. Cerró los ojos y los confió -con esperanza- a su memoria.

Estela siguió a Juanita. Lou subió finalmente, les venció los ojos y se sentó en el asiento trasero. Empujó el hombro de Juanita:

– Las dos al suelo. No arméis alboroto, no os vamos a hacer daño-. Acurrucada en el suelo con Estela a su lado, Juanita dobló las piernas y se las arregló para mirar hacia delante. Oyó que otra persona subía al coche, el motor se puso en marcha, las puertas del garaje resonaron al abrirse. Estaban en movimiento.

Desde el momento en que se movió el auto, Juanita se concentró como nunca lo había hecho en su vida. Su intención era recordar el tiempo y la dirección… si podía. Empezó a contar los segundos como le había enseñado una vez un fotógrafo amigo. Mil UNO; mil DOS; mil TRES; mil CUATRO… Sintió que el coche daba la vuelta y giraba, entonces contó ocho segundos hasta que se movió en línea recta. Luego casi se detuvo. ¿Había sido un camino de entrada? Probablemente. ¿Un sendero largo? El coche había avanzado despacio, probablemente había salido a una calle… Un giro a la izquierda. Ahora avanzaba más rápido. Volvió a contar. Diez segundos. Disminuía. Giraba a la derecha… mil UNO; mil DOS, mil TRES… Un giro a la izquierda… más velocidad… más velocidad… un largo trecho… mil CUARENTA Y NUEVE; mil CINCUENTA… No disminuía la marcha… Sí, ahora disminuía. Una espera de cuatro segundos, después en línea recta. Podía haber sido una luz de tráfico… Mil OCHO….

Dios mío, por Miles, ayúdame a recordar.

…mil NUEVE; mil DIEZ. Giro a la derecha….

Borró otros pensamientos. Reaccionaba ante cada movimiento del auto. Contaba el tiempo… esperando, rogando para que la misma gran memoria que la había ayudado a contar el dinero en el banco… que la había salvado una vez de la duplicidad de Miles… le salvara ahora a él.

…mil VEINTE; mil dólares con veinte… No. Madre de Dios, no dejes vagar mi pensamiento…

Un largo camino en línea recta, sobre asfalto, a gran velocidad… Su cuerpo se bamboleó… El camino giraba hacia la izquierda; una larga curva, suavemente… que se detenía, se detenía… Habían sido sesenta y ocho segundos… Giro a la derecha. Empezar de nuevo. Mil UNO; mil DOS.

Y así siguió y siguió.

A medida que pasaba el tiempo la posibilidad de recordar, de reconstruir, parecía cada vez menos probable.

23

– Habla el sargento Gladstone de la Oficina Central de Comunicaciones de la Policía de la Ciudad -anunció la voz nasal e impersonal en el teléfono-. Dijeron que notificara en seguida si Juanita Núñez o su hija, Estela, eran localizadas.

El agente especial Innes se sentó, tenso y erguido. Instintivamente acercó el teléfono:

– ¿Qué noticias tiene, sargento?

– La radio de un coche acaba de informar. Una mujer y una niña que responden a la descripción y nombres han sido encontradas en la unión de Cheviot Township y Shawnee Lake Road. Están bajo custodia protectora. Los oficiales las llevan ahora al Puesto Doce.

Innes cubrió el teléfono con la mano. Dijo con suavidad a Nolan Wainwright, sentado frente al escritorio en el cuartel general del FBI:

– La policía local. Han encontrado a Juanita Núñez y a su hija.

Wainwright apretó con fuerza el borde del escritorio.

– Pregunte en qué condiciones están.

– Sargento -dijo Innes- ¿están bien?

– Le he dicho todo lo que sé, jefe. Si quiere más noticias llamé al Puesto Doce.

Innes anotó el número del Puesto Doce y llamó. Se comunicó con el teniente Fazackerly.

– Sí, estamos enterados -reconoció cortante Fazackerly-. No corte. Siga el informe telefónico que acaba de llegar.

El hombre del FBI esperó.

– Según nuestros hombres la mujer ha sido algo castigada -dijo Fazackerly-. Tiene la cara amoratada y cortes. La chica tiene una fea quemadura en la mano. Los oficiales les han prestado los primeros auxilios. No informan de más daños.

Innes trasmitió las noticias a Wainwright, que se cubrió la cara con la mano, como si rezara.

El teniente volvió a hablar:

– Pero pasa algo raro.

– ¿Qué es?

– Los oficiales del coche dicen que la mujer Núñez no quiere hablar. Lo único que quiere es un lápiz y un papel. Se los han dado. Está escribiendo como loca. Dijo algo sobre cosas que tenía en la memoria y que debía anotar.

El agente especial Innes suspiró:

– ¡Cristo! -recordaba la pérdida de dinero en la caja del banco, la historia detrás, la increíble agudeza de memoria de Juanita Núñez.

– Oiga -dijo-. Escuche lo que le digo, se lo explicaré después; vamos para allá. Pero comuníquese por radio con el coche, en seguida. Dígale a sus oficiales que no dirijan la palabra a la Núñez, que no la molesten, que le den todo lo que pida. Y cuando llegue al lugar, que hagan lo mismo. Háganle caso. Dejen que siga escribiendo si quiere. Trátenla como a algo especial.

Se detuvo y añadió:

– Cosa que por otra parte, es.


Breve marcha atrás. Desde el garaje

Adelante. 8 segundos. Casi se detiene (¿Camino de entrada?)

Vuelta a la izquierda. 10 segundos. Velocidad media.

Vuelta a la derecha. 3 segundos.

Vuelta a la izquierda. 55 segundos. Marcha suave, rápida.

Parada. 4 segundos. (¿Luz de tráfico?)

En línea recta. 10 segundos. Velocidad media.

Vuelta a la derecha. Camino no asfaltado (breve distancia) después asfalto. 18 segundos.

Disminuye la marcha. Se detiene. Parte de inmediato. Curva a la derecha. Se detiene y parte. 25 segundos.

Vuelta a la izquierda. Línea recta, marcha suave. 47 segundos.

Lento. Vuelta a la derecha…


El resumen de Juanita al terminar era de siete páginas escritas a mano.

Trabajaron intensamente durante una hora en un cuarto trasero, en el puesto de policía, usando mapas en gran escala, pero el resultado no fue decisivo.

Las notas garabateadas de Juanita les habían sorprendido a todos… a Innes y a Dalrymple, a Jordan y a Quimby del Servicio Secreto que se habían unido a los otros tras una llamada urgente, y a Nolan Wainwright. Las notas eran increíblemente completas y, según decía Juanita, totalmente exactas. Explicó que nunca creía poder recordar lo que se guardaba en la mente, hasta que llegaba el momento. Pero, una vez hecho el esfuerzo, sabía con certeza si el recuerdo era correcto. Estaba segura de que era así en este caso.

Además de las notas tenían pista para guiarse; el kilometraje.

Las mordazas y las vendas de los ojos habían sido quitadas a Juanita y a Estela unos momentos antes de ser empujadas fuera del coche en un camino suburbano. Con deliberada torpeza y suerte, Juanita se las arregló para echar otra mirada al cuentakilómetros. 25738,5. Habían viajado 23,7 millas.

Pero, ¿era una dirección recta o el coche había retrocedido a veces, haciendo que el viaje pareciera más largo de lo que era, simplemente para confundirla? Incluso con el informe de Juanita era imposible tener la certeza. Hicieron todo lo posible, trabajando penosamente para establecer el recorrido, calculando si el coche había tomado tal dirección o tal otra, si había doblado aquí o allá, si había viajado hasta tal distancia en tal camino. Pero todos sabían que la cosa era muy inexacta, ya que la velocidad sólo podía ser adivinada, y los sentidos de Juanita, cuando estaba con los ojos vendados, podían haberla engañado, de manera que un error podía acumularse sobre otro error, y volver inútil la tarea actual, convertirla en una pérdida de tiempo. Pero había una posibilidad de que pudieran rastrear el camino de vuelta hacia donde ella había estado presa, o muy cerca del lugar. Y, de manera significativa, una consistencia general existía entre las varias posibilidades que se presentaban hasta ahora.

Fue el agente Jordan, del Servicio Secreto, quien hizo una afirmación para todos. En un mapa de la zona trazó una serie de líneas que representaban las posibles direcciones por las que había atravesado el auto que llevaba a Juanita y a Estela. Después, en el principio de las líneas, trazó un círculo.

– Aquí -señaló con el dedo-. Aquí, en algún punto.

En el silencio siguiente Wainwright oyó el ruido del estómago de Jordan, como siempre que le había visto. Wainwright se preguntó cómo era posible que Jordan aceptara tareas en las que tenía que permanecer escondido y en silencio. ¿O acaso su ruidoso estómago le excluía de esa clase de trabajos?

– Esta zona -señaló Dalrymple- es de lo menos cinco millas cuadradas.

– Entonces investiguémosla -contestó Jordan-. En grupos, en autos. Nuestra organización y la de ustedes, y pediremos también ayuda a la policía municipal.

El teniente Fazackerly, que se les había unido, preguntó:

– ¿Y qué es lo que debemos buscar, señores?

– Si quiere que le diga la verdad -dijo Jordan-, maldito si lo sé.


Juanita viajaba en un coche del FBI con Innes y Wainwright. Wainwright conducía, dejando a Innes en libertad para manejar dos radios, una unidad portátil, de las cinco suministradas por el FBI, que podía comunicarse directamente con los otros autos, y un transmisor regular enlazado directamente con el Cuartel General del FBI.

Antes, bajo la dirección del comisario de policía de la ciudad, habían localizado el área y cinco coches la cruzaban ahora. Dos eran del FBI, uno del Servicio Secreto, y dos de la policía municipal. El personal se había dividido. Jordan y Dalrymple viajaban cada uno con un detective de la policía, y daban detalles a los recién llegados a medida que avanzaban. Si era necesario, otras patrullas de la policía municipal vendrían en su ayuda.

Todos estaban seguros de una cosa: el sitio donde había estado secuestrada Juanita era el centro donde se hacía moneda falsa. La descripción general hecha por ella y algunos detalles que había percibido volvían la cosa casi cierta. Por lo tanto las instrucciones a todas las unidades especiales eran las mismas: buscar e informar de cualquier actividad desusada que pudiera relacionarse con un centro criminal especializado en falsificaciones. Todos estuvieron de acuerdo en que las instrucciones eran vagas, pero nadie había podido suministrar algo más específico. Como decía Innes:

– ¿Qué otra cosa nos queda?

Juanita estaba sentada en el asiento trasero del coche del FBI.


Habían pasado casi dos horas desde que ella y Estela habían sido dejadas bruscamente, dándoles órdenes de que volvieran la cara, y el Ford verde oscuro había desaparecido con un chirrido de goma quemada. Desde entonces Juanita había rehusado todo tratamiento -como no fueran los primeros auxilios inmediatos- para la cara malamente amoratada y cortada, y para las heridas y desgarraduras de las piernas. Sabía que tenía un aspecto horrible, con las ropas manchadas y rotas, pero sabía también que, si quería llegar a tiempo para salvar a Miles, todo lo demás debía esperar, incluso la atención que debía prestar a Estela, que había sido llevada a un hospital para curarle la herida y ponerla en observación. Mientras Juanita hacía lo que debía, Margot Bracken -que había llegado al destacamento policial poco después de Wainwright y el FBI- atendía a Estela.

Era la media tarde.

Al poner sobre el papel las secuencias de su viaje, al liberar la mente como purgándola de un centro sobrecargado, había quedado exhausta. De todos modos había contestado a lo que parecían preguntas interminables de los hombres del FBI y del Servicio Secreto, que insistían en averiguar los menores detalles de su experiencia con la esperanza de que algún fragmento olvidado les acercara más a lo que todos deseaban: a un lugar determinado. Hasta ese momento no se había producido nada.

Pero no era en los detalles en lo que pensaba ahora Juanita, sentada detrás de Wainwright y de Innes, sino en Miles tal como le había visto. La imagen permanecía grabada -con sentimientos de culpabilidad y angustia- agudamente en su mente. Dudaba que pudiera desaparecer nunca. La pregunta la perseguía: si se descubría el centro de falsificación, ¿sería ya demasiado tarde para salvar a Miles? ¿O, quizás, ya era demasiado tarde?


La zona que había trazado el agente Jordan -situada en el borde oriental de la ciudad- era un barrio populoso y mezclado. En parte era comercial, con algunas fábricas, galpones y una gran avenida dedicada a la industria ligera. Ésta -considerada la zona más probable- era el segmento al que prestaban mayor atención las fuerzas patrulleras. Había varias zonas comerciales. El resto era residencial, y presentaba toda la gama de viviendas desde las de tipo bungalow hasta casas amplias, de tipo mansión.

Para la docena de buscadores que daban vueltas y se comunicaban frecuentemente por las radios portátiles, la actividad en todas partes parecía común y de rutina. Incluso algunos pocos acontecimientos fuera de lo ordinario tenían un tono común.

En uno de los distritos comerciales un hombre que había comprado un equipo de seguridad para pintor había tropezado con el instrumento y se había roto una pierna. Un poco más lejos, un coche con el acelerador trabado se había metido en el vestíbulo vacío de un teatro.

– A lo mejor creía que era una película para meterse dentro -dijo Innes, pero nadie rió. En la avenida industrial el departamento de bomberos había acudido ante el fuego en una pequeña fábrica y rápidamente lo había apagado. La fábrica estaba rodeada de charcos; uno de los inspectores de policía fue a mirar, para cerciorarse. En una mansión residencial se iniciaba un té de caridad. En otra, un camión tractor cargaba muebles domésticos. Entre los bungalows un grupo de obreros reparaba una cañería. Dos vecinos habían discutido y se habían liado a puñetazos en la acera. El agente Jordan, del Servicio Secreto, bajó y los separó.

Y eso era todo.

Por una hora. Al terminar no habían adelantado, estaban como al principio.

– Tengo una sensación rara -dijo Wainwright-. La sensación que acostumbraba tener cuando trabajaba para la policía y algo se me pasaba por alto.

Innes lo miró de reojo.

– Comprendo lo que usted dice. Usted cree que tiene algo ante las narices, pero que no lo ve.

– Juanita -dijo Wainwright por encima del hombro-, ¿hay algo, algún detalle pequeño que le haya podido pasar por alto?

Ella dijo con firmeza:

– Lo he dicho todo.

– Entonces vamos a repetirlo otra vez.

Después de un rato, Wainwright dijo:

– En el momento en que Eastin dejó de gritar y cuando usted todavía estaba atada, dijo que había oído mucho ruido en el lugar.

Ella corrigió:

– No ruido, una conmoción. Ruido y actividad. Oí gente que se movía, cosas que levantaban, cajones que se abrían y se cerraban, ese tipo de cosa.

– Tal vez buscaban algo -sugirió Innes-. Pero… ¿qué?

– Cuando usted salía -preguntó Wainwright-, ¿tuvo alguna idea de lo que representaba esa actividad?

– Por última vez, no lo sé -Juanita movió la cabeza-. Les he dicho que me sentía demasiado aterrada al ver a Miles para percibir otra cosa… -vaciló-. Bueno, estaban aquellos hombres en el garaje moviendo esos muebles raros.

– Sí -dijo Innes-, ya nos lo ha dicho. Es raro, pero todavía no hemos encontrado la explicación de eso.

– ¡Un momento! Tal vez la haya…

Innes y Juanita miraron a Wainwright. Él fruncía el ceño. Parecía concentrado, meditaba.

– Esa actividad que Juanita oyó… supongamos que no buscaban algo, sino que estaban empaquetando, que se disponían a mudarse…

– Pudiera ser -reconoció Innes-. Pero lo que movían debían ser maquinarias. Máquinas grabadoras, repuestos. No muebles.

– A menos -dijo Wainwright- que los muebles fueran una cubierta. Muebles huecos.

Se miraron entre sí. La respuesta llegó a ambos al mismo tiempo.

– ¡Dios me valga -gritó Innes- ese camión de mudanzas…!

Wainwright ya había empezado a dar la vuelta al coche, girando el volante en una vuelta rápida, apretada.

Innes se apoderó de la radio portátil. Transmitió tenso:

– Grupo dirigente a todas las unidades especiales. Converger hacia la gran casa gris que está en el fondo, al Este, en Earlham Avenue. Busquen un camión de mudanzas. Detengan y arresten a los ocupantes. Policía Municipal, llame a todos los coches en las cercanías. Código 10-13.

Código 10-13 significaba: máximo de velocidad, a todo lo que daba, con luces y sirenas. Innes puso en marcha su propia sirena. Wainwright apretó con fuerza el acelerador.

– Dios -dijo Innes, que estaba a punto de llorar-, hemos pasado dos veces al lado. Y la última vez casi habían terminado de cargar.


– Cuando salgas de aquí -ordenó Marino al conductor del camión tractor- dirígete hacia la West Coast. Marcha sin prisa, haz todo lo que harías con un cargamento normal y descansa todas las noches. Pero no pierdas el contacto, ya sabes a dónde tienes que llamar. Y, si no recibes nuevas órdenes en camino, las recibirás en Los Angeles.

– Bien, míster Marino -dijo el chófer. Era un tipo de confianza que conocía la tarea, y también que iba a recibir un premio regio por el riesgo personal que corría. Había hecho el mismo trabajo otras veces, en una ocasión en que Tony el «Oso» había mantenido el centro de falsificaciones en carretera, librando de daños a las máquinas, marchando por el campo y manteniéndose a flote hasta que todo tumulto desapareció.

– Bueno, entonces -dijo el chófer-, ya que todo está cargado, es mejor que me vaya. Hasta pronto, míster Marino.

Tony el «Oso» asintió, sintiéndose aliviado. Había estado inquieto durante el empaquetamiento y la operación de carga, sentimiento que le había clavado allí, supervisando y manteniendo la presión, aunque sabía que no era inteligente quedarse.

Generalmente se mantenía a salvadora distancia del frente de trabajo de cualquiera de sus operaciones, y se aseguraba de que no quedaran pruebas que lo relacionaran con el asunto si algo se embrollaba. Pagaba a otros para que corrieran esos riesgos y recibieran los golpes si era menester. La cosa era que, la falsificación, que se había iniciado como una insignificancia, se había convertido con el tiempo en tal fábrica de dinero -en el sentido real- que, de ser alguna vez el menor de sus intereses, figuraba ahora casi en lo alto de la lista. La buena organización había hecho la cosa; eso y el tomar ultra precauciones -calificación que agradaba a Tony el «Oso»- como la de mudarse ahora.

Estrictamente hablando no creía que esta mudanza fuera necesaria -por lo menos tan pronto-; estaba seguro de que Eastin había mentido cuando dijo que Danny Kerrigan le había dicho dónde estaba situada la casa, y había pasado la información.

El «Oso» Tony creía en esto a Kerrigan, aunque el viejo borracho había hablado demasiado, y pronto iba a tener algunas sorpresas desagradables, que le curarían de tener la lengua tan suelta. Si Eastin hubiera sabido lo que había dicho saber, y hubiera pasado la información, los policías y los empleados de Seguridad del banco habrían venido como un enjambre, hacía tiempo. Tony el «Oso» no se había sorprendido ante la mentira. Sabía que la gente bajo la tortura pasaba por diferentes puertas de desesperación mental, saltando de la mentira a la verdad y volviendo después a mentir si creían que los torturadores querían oír algo. Siempre era un juego interesante el adivinar. Tony el «Oso» se divertía con esta clase de juegos.

Pese a todo, mudarse, usando los acuerdos de emergencia establecidos con la compañía de camiones, era lo que convenía hacer. Como siempre… ultra inteligente. En la duda, mudarse.

Y ahora que el cargamento había terminado, era tiempo de librarse de lo que quedaba del espía Eastin. Basura. Un detalle del que se encargaría Angelo. Entretanto, decidió el «Oso» Tony, ya era hora de que él saliera de aquí disparado. Con excepcional buen humor tuvo una risita. Ultra inteligente.

Fue entonces cuando oyó el débil y creciente sonido de las sirenas, que convergían y, unos minutos después, comprendió que lo que había hecho no era en modo alguno inteligente.


– Es mejor que te des prisa, Harry -dijo el joven ayudante de la ambulancia al chófer-. ¡Éste no tiene tiempo que perder!

– Por lo que he visto del tipo -dijo el chófer, que mantenía los ojos hacia delante, usando luces y tocando la sirena para avanzar en medio del tráfico de esta hora-, por lo que he visto, haríamos un favor al pobre hombre si nos detuviéramos a tomar una cerveza.

– Rápido, Harry -el ayudante, que tenía título de enfermero, miró hacia Juanita. Ella estaba sentada en el asiento, se volvía, para ver a Miles, con la cara tensa, moviendo los labios.

– Perdón, señorita. Nos olvidamos que usted estaba aquí. En este trabajo uno se vuelve un poco duro.

Ella tardó un momento en comprender lo que le habían dicho. Luego preguntó:

– ¿Cómo está?

– Muy mal. Es inútil engañarla -el joven enfermero había inyectado morfina subcutáneamente, y había tomado la presión. Ahora echaba agua en la cara de Miles. Miles estaba semiconsciente y, pese a la morfina, se quejaba dolorido. El ayudante no paraba de hablar-. Tiene un shock. Eso puede matarlo, si no le matan las quemaduras. Esta agua es para quitarle el ácido, aunque ya es tarde. En cuanto a los ojos, no quisiera… Eh, ¿qué ha pasado aquí?

Juanita movió la cabeza, porque no quería perder tiempo y hacer el esfuerzo de hablar. Tendió la mano para tocar a Miles, a través de la manta que lo cubría. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Suplicó, sin saber si la escuchaba:

– Perdón… perdón…

– ¿Es su marido? -preguntó el enfermero. Empezó a colocar palillos, asegurados por vendas de algodón, en las manos de Miles.

– No.

– ¿Su amigo?

– Sí -las lágrimas corrieron más aprisa. ¿Era todavía su amigo? ¿Necesitaba haberle traicionado? Aquí, en seguida, quería que la perdonara, como ella le había perdonado una vez… parecía aquello tan lejano, aunque no era así. Y también sabía que todo era inútil.

– Tenga esto -dijo el enfermero. Colocó una máscara sobre la cara de Miles y tendió a Juanita una botella portátil de oxígeno. Ella sintió un silbido cuando salió el oxígeno y se aferró a la botella como si, con el contacto, pudiera comunicarse, como había querido comunicarse desde que encontraron a Miles inconsciente, sangrando, quemado, todavía clavado a la mesa en aquella casa.

Juanita y Nolan Wainwright habían seguido a los agentes federales y a la policía local a la gran mansión gris, y Wainwright la había detenido hasta que estuvo seguro que no iba a haber un tiroteo. No lo hubo; ni siquiera resistencia aparente, ya que la gente que estaba dentro había decidido que estaban rodeados y que los sobrepasaban en número.

Fue Wainwright, con la cara más contraída de lo que ella había visto nunca, quien, con cuidado, lo más suavemente posible, aflojó los clavos y soltó las mutiladas manos de Miles. Dalrymple, de color ceniza, diciendo palabrotas en voz baja, había sostenido a Eastin mientras, uno por uno, iban saliendo los clavos… Juanita había sido vagamente consciente de la presencia de otros hombres que habían estado en la casa, alineados y esposados, pero ya no le importaba. Cuando llegó la ambulancia se mantuvo junto a la camilla que habían traído para Miles. La siguió y entró en la ambulancia. Nadie intentó detenerla.

Ahora rezaba, con palabras olvidadas hacía tiempo:

– Acordaos oh piadosísima Virgen María, de que nunca ha habido nadie que haya solicitado tu protección, implorado tu ayuda o buscado tu intercesión y Tú no hayas escuchado sus ruegos. Inspirada en esta confianza acudo a ti….

Algo que había dicho el enfermero, pero que ella apenas había oído, se agitaba en el fondo de su mente. Los ojos de Miles. ¿Se habían quemado con el resto de la cara? Su voz tembló:

– ¿Quedará ciego?

– Eso lo dirán los especialistas. En cuanto lleguemos a la Asistencia le darán el mejor tratamiento. Yo no puedo hacer aquí mucho más.

Juanita pensó: tampoco ella podía hacer mucho. Fuera de seguir junto a Miles, como iba a hacerlo, con amor y devoción, mientras él la quisiera y la necesitara. Eso, y rezar… Oh, Virgen de las Vírgenes, acudo a Ti, ante Ti me postro, pecadora y arrepentida. Oh, Madre del Verbo encarnado, no desdeñes mi súplica, óyeme y contéstame. Amén.

Apareció un edificio de columnas.

– Casi hemos llegado -dijo el enfermero. Tomó el pulso a Miles-. Todavía vive…

24

En los quince días que siguieron a la investigación oficial iniciada por el Servicio Secreto en el laberinto de finanzas de la Supranational, Roscoe Heyward había rezado para que se produjera un milagro que evitara una catástrofe total. Personalmente había asistido a reuniones con otros acreedores de la SuNatCo, con el objeto de mantener en marcha al gigante multinacional, operante y viable si era posible. Se había demostrado que era imposible. Cuanto más hurgaban los investigadores, más evidente se hacía la catástrofe financiera. También parecía probable que se lanzaran acusaciones criminales de fraude contra algunos funcionarios de la Supranational, incluido G. G. Quartermain, suponiendo que alguna vez el Gran George volviera de su escondite de Costa Rica… perspectiva poco probable por el momento.

Por lo tanto, a principios de noviembre, se presentó un expediente de quiebra contra la Supranational Corporation basándose en el Artículo 77 de la Ley de Quiebras. Aunque había sido esperado y temido, las repercusiones inmediatas afectaron al mundo entero. Grandes acreedores, al igual que compañías asociadas y muchos individuos iban a irse a pique junto con la SuNatCo. Si el First Mercantile American iba a ser uno de ellos, o si el banco podría sobrevivir sus enormes pérdidas, era considerado todavía un interrogante.

Pero ya no era un interrogante -como comprendía perfectamente Heyward- el futuro de su carrera. En el FMA, como autor de la mayor calamidad en los cien años de historia del banco, estaba virtualmente terminado. Lo que quedaba por saber era si él personalmente, estaba sujeto a alguna sanción ante las leyes del Federal Reserve, de la Contaduría de la Nación y del Servicio Secreto. Evidentemente algunos lo creían. El día anterior, un funcionario del Servicio Secreto a quien Heyward conocía bien, le había aconsejado:

– Roscoe, como amigo, te sugiero que busques un abogado.

En su despacho, poco antes de la apertura del día de trabajo, las manos de Heyward temblaban al leer en el «Wall Street Journal» el artículo, en la primera página, del expediente de quiebra para la Supranational. Fue interrumpido por su secretaria principal, mistress Callaghan.

– Míster Heyward, míster Austin desea verle.

Sin esperar permiso, Harold Austin se precipitó en el despacho. En contraste con su papel habitual de playboy un poco maduro, hoy parecía simplemente un viejo demasiado acicalado. Tenía la cara tensa, seria y pálida, había bolsas bajo los ojos, con ojeras traídas por la edad y la falta de sueño.

No perdió tiempo en preliminares:

¿Has tenido noticias de Quartermain?

Heyward señaló el diario.

– Sólo lo que he leído… -en las últimas semanas había intentado varias veces telefonear al Gran George a Costa Rica, sin lograrlo. El presidente de la SuNatCo seguía incomunicado. Los rumores que circulaban le describían como viviendo en medio de un esplendor feudal, con un pequeño ejército de asesinos para protegerle, y afirmaban que no tenía intenciones de volver jamás a los Estados Unidos. Estaba claro que Costa Rica no iba a responder a la solicitud de extradición de los Estados Unidos, como ya lo habían probado otros estafadores y fugitivos.

– Me voy por el desagüe -dijo el Honorable Harold. Su voz estaba a punto de quebrarse-. He puesto buena parte del dinero de la familia en la SuNatCo y yo mismo estoy en un lío porque he buscado dinero para comprar Inversiones «Q».

– ¿Qué pasa con las Inversiones «Q»?

Heyward había tratado más temprano de averiguar el estado del grupo privado de Quartermain, que debía dos millones de dólares adicionales al FMA, además de los cincuenta millones de la Supranational.

– ¿Es posible que no estés enterado?

Heyward estalló:

– ¡Si lo supiera no te preguntaría!

– Me enteré anoche por Inchbeck. Ese hijo de puta de Quartermain ha vendido todos los valores de las Inversiones «Q»… casi todas las acciones de las subsidiarias de la SuNatCo… cuando los precios estaban en la cumbre. Debió de llenar una piscina con dinero al contado.

Incluidos los dos millones del FMA, pensó Heyward. Preguntó:

– ¿Qué ha pasado?

– El canalla lo ha transferido todo a compañías propias en el extranjero, después retiró de allí el dinero, de manera que todo lo que queda de las Inversiones «Q» son… papeles sin valor… -ante el asco de Heyward, Austin empezó a tartamudear-. El verdadero dinero… mi dinero… debe estar en Costa Rica, las Bahamas, Suiza… Roscoe, tienes que sacarme de ésta… de lo contrario estoy liquidado… fundido…

Heyward dijo, claramente:

– No puedo ayudarte, Harold -estaba ya bastante preocupado por su propia participación en las Inversiones «Q» para tener que ocuparse también de Austin.

– Pero si has oído algo nuevo… si hay alguna esperanza…

– Si la hay, te lo comunicaré.

Lo más rápidamente posible Heyward hizo salir a Austin del despacho. Apenas Harold había partido cuando mistress Callaghan dijo por el intercomunicador:

– Hay un periodista del «Newsday». Se llama Endicott. Viene por lo de la Supranational y dice que es importante que hable con usted personalmente.

– Dígale que no tengo nada que decir, y avise al Departamento de Relaciones Públicas -Heyward recordaba el aviso de Dick French: Los periodistas intentarán verle personalmente… que todos se entrevisten conmigo. Por lo menos era un peso con el que no debía cargar.

Unos momentos después oyó de nuevo la voz de mistress Callaghan.

– Perdón, míster Heyward.

– ¿Qué pasa?

– Míster Endicott está todavía en el teléfono. Me ha dicho que le diga: «¿Quiere usted que discuta acerca de Avril Deveraux con el Departamento de Relaciones Públicas o prefiere usted hablar personalmente de ella?»

Heyward se apoderó de un teléfono:

– ¿Qué significa todo esto?

– Buenos días, señor -dijo una voz tranquila-. Le pido disculpas por molestarle. Soy Bruce Endicott, del «Newsday».

– Usted ha dicho a mi secretaria…

– Le he dicho, señor, que hay algunas cosas que usted sin duda prefiere discutir personalmente y no dejarlas en manos de Dick French.

¿Había un sutil énfasis en la palabra «dejarlas»? Heyward no estaba seguro. Dijo:

– Estoy muy ocupado. Puedo concederle unos minutos. Eso es todo.

– Gracias, míster Heyward. Seré breve. Nuestro periódico ha realizado ciertas investigaciones sobre la Supranational Corporation. Como usted sabe, hay mucho interés entre el público y mañana pensamos publicar un gran artículo sobre el asunto. Entre otras cosas, estamos enterados del gran préstamo de su banco a la SuNatCo. He hablado de eso con Dick French.

– Entonces ya tiene usted toda la información.

– No del todo. Nos hemos enterado, por otras fuentes, de que usted personalmente negoció el préstamo a la Supranational, y existe el problema de saber cuándo se planteó por primera vez el asunto. Con esto quiero decir: ¿cuándo pidió dinero por primera vez la SuNatCo? ¿Lo recuerda?

– Lo lamento, pero no lo recuerdo. He negociado muchos préstamos grandes.

– Pero no muchos por cincuenta millones de dólares.

– Ya he contestado a su pregunta.

– Me pregunto si puedo serle útil, señor… ¿acaso fue durante un viaje a las Bahamas, en marzo? ¿Un viaje en el que usted estuvo con míster Quartermain, el vicepresidente Stonebridge y otras personas?

Heyward vaciló.

– Sí, es posible.

– ¿Podría afirmar definitivamente que fue allí? -El tono del periodista era deferente, pero era evidente que no iba a dejarse rechazar por respuestas evasivas.

– Sí, ahora lo recuerdo. Así es.

– Gracias. En ese viaje, según tengo entendido, usted viajó en el avión privado de míster Quartermain… un 707…

– Sí.

– Con cierto número de escoltas femeninas…

– Yo no las llamaría escoltas. Vagamente recuerdo que había algunas camareras.

– ¿Era una de ellas Avril Deveraux? ¿La conoció usted allí y la vio luego en los días siguientes, en las Bahamas?

– Es posible. El nombre me parece conocido.

– Míster Heyward, disculpe que ponga las cosas de esta manera, pero… ¿le fue a usted ofrecida miss Deveraux… sexualmente… a cambio de que patrocinara el préstamo para la Supranational?

– ¡Claro que no! -Heyward sudaba ahora, y la mano que sostenía el teléfono temblaba. Se preguntó cuánto sabía en realidad este inquisidor de modales suaves.

Lógicamente podía terminar la conversación inmediatamente; tal vez fuera lo mejor, pero, si lo hacía, iba a seguir presa de dudas, sin conocer exactamente lo que había detrás.

– Pero, como resultado de ese viaje a las Bahamas, ¿estableció usted una amistad con miss Deveraux?

– Supongo que así puede decirse. Es una persona muy simpática, agradable.

– Entonces usted la recuerda…

Había caído en la trampa. Admitió:

– Sí.

– Gracias, señor. A propósito, ¿ha vuelto a ver después a miss Deveraux?

La pregunta fue hecha al azar. Pero aquel Endicott sabía. Procurando que no se notara el temblor de su voz, Heyward persistió:

– He contestado todas las preguntas que tengo intención de contestar. Como ya le he dicho, estoy muy ocupado.

– Como usted guste, señor. Pero le prevengo que hemos hablado con miss Deveraux, que se ha mostrado extremadamente cooperativa.

¿Extremadamente cooperativa? Era natural en Avril, pensó Heyward. Especialmente si el periódico le pagaba, y supuso que así era. Pero no sentía rencor contra ella; Avril era lo que era, y nada podría cambiar jamás la dulzura que le había dado.

El periodista prosiguió:

– Ella ha suministrado detalles de sus encuentros con usted y tenemos algunas de las cuentas del Columbia Hilton… cuentas suyas, pagadas por la Supranational. ¿Quiere usted reconsiderar su afirmación, míster Heyward, de que nada de eso tiene algo que ver con el préstamo del First Mercantile American a la Supranational?

Heyward guardó silencio. ¿Qué podía decir? ¡Malditos todos los periodistas y diarios, y aquella obsesión por meterse en la intimidad de la gente, su eterno hurgar, hurgar! Sin duda alguien dentro de la SuNatCo había sido convencido para que hablara, había birlado o copiado papeles. Recordó algo que Avril había dicho sobre «la lista» -un informe confidencial de los que se divertían a costa de la Supranational. Por un tiempo su nombre había figurado en esa lista. Probablemente también tenían esa información. La ironía, lógicamente, era que Avril no había influido en modo alguno en su decisión sobre el préstamo a la SuNatCo. Estaba decidido a recomendarlo mucho antes de iniciar relaciones con ella. Pero, ¿quién iba a creerlo?

– Hay otro detalle, señor -Endicott obviamente admitió que no había respuesta a la última pregunta-. ¿Permite usted que le interrogue acerca de una compañía privada de inversiones, llamada las Inversiones «Q»? Para ahorrar tiempo le diré que hemos conseguido copias de algunos de los ficheros donde aparece usted como poseedor de dos mil acciones. ¿Correcto?

– No tengo nada que decir.

– Míster Heyward, ¿le fueron regaladas a usted esas acciones como pago por haber arreglado el préstamo a la Supranational, y préstamos posteriores, que totalizan dos millones de dólares a las Inversiones «Q»?

Sin hablar, lentamente, Roscoe Heyward cortó la comunicación.

El diario de mañana. Era lo que había dicho el periodista. Iban a publicarlo todo, ya que evidentemente tenían las pruebas y lo que un diario iniciaba, sería repetido por los demás. No se haría ilusiones, no tenía dudas sobre lo que iba a seguir. Un periódico, un artículo, un periodista significaban caer en desgracia… total y absolutamente. No sólo en el banco, sino entre los amigos, la familia. En su iglesia, en todas partes. Su prestigio, su influencia, su orgullo iban a quedar disueltos; por primera vez comprendió que eran una frágil máscara. Todavía peor era la certeza de un juicio en lo criminal por aceptar sobornos, la posibilidad de otras acusaciones, quizá la cárcel.

Alguna vez se había preguntado qué habían sentido los alguna vez orgullosos secuaces del grupo de Nixon, arrancados de sus cargos para ser juzgados criminalmente, para que les tomaran las huellas dactilares, les despojaran de toda dignidad, y para ser juzgados por jurados que, no hacía mucho, ellos habían tratado con desprecio. Ahora lo sabía. O pronto iba a saberlo.

Le vino a la memoria una cita del Génesis: Mi castigo es mayor de lo que puedo soportar.

Un teléfono sonó sobre su escritorio. Lo ignoró. Ya no quedaba nada por hacer. Nada, nunca.

Casi sin darse cuenta se levantó y salió del despacho, pasó ante mistress Callaghan, que le miró de manera extraña e hizo una pregunta que él no oyó y que tampoco hubiera contestado en caso de oír. Atravesó el corredor del piso treinta y seis, pasó frente a la sala de conferencias, que había sido, hacía tan corto tiempo, palestra de sus ambiciones. Varios le hablaron. Pero él no les prestó atención. No lejos de la sala de conferencias había una pequeña puerta, que se usaba pocas veces. La abrió. Había unas escaleras hacia arriba y las subió, recorrió varios rellanos y vueltas, subiendo continuamente, sin apresurarse y sin detenerse.

Una vez, cuando la Torre de la Casa Central del FMA había sido nueva, Ben Rosselli había traído a sus ejecutivos por este camino. Heyward estaba entre ellos, y habían salido por otra puertecita, que podía ver ahora. Heyward la abrió y salió a un estrecho balcón, casi en la cúspide del edificio, por encima de la ciudad.

Un crudo viento de noviembre le golpeó, con tumultuosa fuerza. Se puso de frente y encontró que el viento le apaciguaba de alguna manera, como si le envolviera. En aquella ocasión, recordaba, Ben Rosselli había tendido las manos hacia la ciudad, diciendo: «Señores: ésta fue alguna vez la tierra prometida de mi abuelo. Lo que ustedes ven ahora, es nuestro. Recuerden, como él recordaba, que, para beneficiarse en el verdadero sentido, debemos dar, al igual que tomar.» La cosa parecía muy lejos, tanto en el precepto como en el tiempo. Ahora Heyward miró hacia abajo. Pudo ver los edificios más pequeños, el río siempre presente, con sus vueltas, el tráfico, la gente moviéndose como hormigas en la Plaza Rosselli, allá abajo. El ruido de todo llegaba hasta él, confundido y enmudecido entre el viento.

Puso una pierna sobre la barandilla que separaba el balcón de un estrecho borde sin protección. Después pasó la otra pierna. Hasta ese momento no había tenido miedo pero ahora todo su cuerpo temblaba, y sus manos se agarraron con fuerza a la barandilla que tenía a la espalda.

Desde algún punto detrás de él oyó voces agitadas, pasos que subían corriendo las escaleras. Alguien gritó:

– ¡Roscoe!

Su último pensamiento fue un versículo de Samuel I: Ve, y que el Señor sea contigo. Pero el último de los últimos fue para Avril. Oh, tú, hermosa entre las mujeres… levántate amor mío, hermosa mía y ven….

Luego, cuando las figuras se precipitaron por la puerta que tenía detrás, cerró los ojos y saltó al vacío.

25

Hay un montón de días en nuestra vida, pensó Alex Vandervoort, que mientras uno recuerde y respire, quedarán aguda y dolorosamente grabados en la memoria. Uno era el día, hacía poco más de un año, en que Ben Rosselli había anunciado su próxima muerte. Otro era hoy.

Era de noche. En casa, en su apartamento, Alex, todavía impresionado por lo que había pasado, inquieto y desalentado, esperaba a Margot. Ella llegaría pronto. Se preparó un segundo whisky con soda y echó un leño al fuego, que se estaba apagando.

Esa mañana, él había sido el primero en abrir la puerta que llevaba al alto balcón de la torre, se había precipitado escaleras arriba al oír que la gente estaba preocupada por el estado mental de Heyward, deduciendo, tras interrogar rápidamente a algunas personas, dónde podía haber ido Roscoe. Alex había gritado llamándole en el momento que se precipitaba por la puerta hacia el balcón, pero ya era demasiado tarde.

Al ver a Roscoe, que pareció suspendido un instante en el aire y desapareció luego de la vista con un terrible grito, que se apagó rápido, Alex había quedado horrorizado, temblando y por un momento, no pudo hablar. Fue Tom Straughan, que estaba detrás de él en la escalera, quien se había encargado de las cosas, ordenando que salieran todos del balcón, orden que Alex cumplió.

Después, en un acto inútil, se había cerrado con llave la puerta que daba al balcón.

Abajo, al volver al piso treinta y seis, Alex se había recobrado y había ido a informar a Jerome Patterton. Después el resto del día fue una mezcla de acontecimientos, decisiones, detalles, que se sucedían y se mezclaban unos con otros, que todo se convirtió en el epitafio de Heyward, que todavía no se había terminado, y mañana seguirían las mismas cosas. Pero, por hoy, la mujer y el hijo de Roscoe habían sido informados y consolados; se había respondido a la investigación policial… por lo menos en parte; se habían previsto los funerales… como el cuerpo era irreconocible el ataúd debía cerrarse en cuanto el juez de turno diera el permiso; se hizo un comunicado de prensa redactado por Dick French, que fue aprobado por Alex; y todavía quedaban más cuestiones que tratar o posponer.

Las respuestas a otros interrogantes se hicieron claras para Alex al final de la tarde, poco después de avisarle Dick French que debía atender a la llamada telefónica de un periodista del «Newsday», llamado Endicott. Cuando Alex le habló, el periodista pareció inquieto. Explicó que, unos minutos antes, se había enterado por la AP del aparente suicidio de Roscoe Heyward. Endicott describió luego la llamada que había hecho a Heyward esa mañana y lo que había sugerido.

– Si yo hubiera imaginado… -terminó torpemente.

Alex no intentó hacer que se sintiera más cómodo. La moral de su profesión era algo que el hombre tenía que descubrir por sí mismo.

En cambio, Alex preguntó:

– ¿Su periódico todavía piensa publicar el artículo?

– Sí, señor. Estamos preparando otro titular. Fuera de eso, se publicará mañana, como habíamos pensado.

– Entonces, ¿para qué me ha llamado?

– Supongo que… deseaba decir… a alguien… que lo lamento mucho.

– Sí -dijo Alex-, yo también.

Esa noche Alex pensó de nuevo en la conversación, compadeciendo a Roscoe por la agonía mental que debía haber sufrido en los momentos finales.

En otro plano no cabía duda de que la historia del «Newsday», cuando apareciera mañana, iba a hacer gran daño al banco. Sería daño sobre daño. Pese al éxito de Alex al detener la «estampida» en Tylersville, y la ausencia de otras en otras partes, se había producido una disminución de la confianza pública en el First Mercantile American y una erosión de depósitos. Casi cuarenta millones de dólares retirados se habían escabullido en los últimos diez días, y los fondos que entraban estaban bastante por debajo del nivel usual. Al mismo tiempo el precio de las acciones del FMA había cedido mucho en la bolsa de Nueva York.

El FMA, naturalmente, no estaba solo en esto. Desde que habían corrido las primeras noticias de la insolvencia de la Supranational, un miasma de melancolía se había apoderado de los inversores y de la comunidad comercial, incluidos los banqueros; y los precios de las acciones habían marchado generalmente barranco abajo; se habían creado nuevas dudas internacionales en cuanto al valor del dólar; y ahora la cosa aparecía para algunos como el último aviso antes de la tormenta mayor de una crisis mundial.

Era, pensó Alex, como si el desmoronamiento de un gigante hubiera hecho comprender que otros gigantes, que se suponía invulnerables, iban también a desmoronarse; que ni los individuos, ni las corporaciones, ni los gobiernos, a ningún nivel, podían escapar para siempre a la ley más simple de la contabilidad: que se debe pagar lo que se debe.

Lewis D'Orsey, que había predicado desde hacía años esa doctrina, había escrito algo muy parecido en su último «Newsletter». Alex había recibido el número esa mañana por correo, le había echado una mirada y se lo había metido en el bolsillo para leerlo esa noche con más atención. Ahora lo sacó.


No crean ustedes en el mito falsamente repetido (escribía Lewis) de que hay algo complejo y elusivo que desafía cualquier análisis fácil, en las finanzas corporadas, nacionales e internacionales.

Todo es economía doméstica… ordinaria economía doméstica, en gran escala.

Los supuestos vericuetos, las ofuscaciones y las sinuosidades son un bosquecillo imaginario. No existen en realidad; han sido creados por políticos compradores de votos (lo que significa todos los políticos), por manipuladores y por «economistas» que tienen enfermedades de Keynes. Juntos usan a un curandero mixtificador para ocultar lo que están haciendo y han hecho.

Lo que más temen estos desaprensivos es un simple escrutinio de sus actividades a la luz clara y simple del sentido común.

Porque lo que ellos -en su mayoría los políticos- han creado por un lado es un Himalaya de deudas que ni ellos, ni nosotros ni nuestros tataranietos podremos pagar nunca. Y, por otro lado, han impreso, como si fuera papel higiénico, una cantidad de billetes, desvalorizando nuestra buena moneda -especialmente los honrados dólares respaldados por oro que alguna vez hemos tenido los norteamericanos.

Repetimos: es una simple tarea doméstica… y es la manera más deshonesta, flagrantemente incompetente de llevar las finanzas de una casa en la historia humana.

Esto, y tan sólo esto, es el motivo básico de la inflación.»


Había más. Lewis prefería decir muchas palabras, antes que quedarse corto.

Y también, como siempre, Lewis ofrecía una solución a los males financieros.


«Como un vaso de agua para un deshidratado y moribundo caminante, la solución está pronta y al alcance, como siempre lo ha estado y siempre lo estará.

Oro, como base, una vez más, para los sistemas monetarios mundiales.

Oro, el más antiguo, el solo bastión de la integridad monetaria. Oro, la única fuente, incorruptible, de la disciplina fiscal.

Oro que los políticos no pueden imprimir, o hacer, o falsificar, o desvalorizar de algún modo.

Oro que, debido a su suministro severamente limitado, establece su propio valor, real, eterno.

Oro que, debido a su valor consistente y cuando es base de dinero, protege los honestos ahorros de toda la gente, impidiendo que sean saqueados por los bribones, los charlatanes, los incompetentes y los soñadores en los cargos públicos.

El oro que, desde hace siglos ha demostrado que:

Sin él como base monetaria, la inflación es inevitable, seguida por la anarquía.

Con él la inflación puede ser disminuida y curada, puede retenerse la estabilidad.

El oro que Dios, en su sabiduría, tal vez haya creado con el propósito de disminuir los excesos de los hombres.

El oro que alguna vez los norteamericanos dijeron con orgullo que su dólar «vale tanto como…

El oro que algún día, pronto, Norteamérica deberá honorablemente volver a usar como su standard de intercambio. La alternativa -que cada día se hace más clara- es la desintegración fiscal y nacional. Por suerte, aun ahora, pese al escepticismo y a los fanáticos del antioro, hay señales de puntos de vista que han madurado en el gobierno, señales de que volvemos a la cordura…»


Alex dejó a un lado el «D'Orsey Newsletter». Como muchos banqueros y demás, a veces se había burlado de los ruidosos defensores del oro, Lewis D'Orsey, Harry Schultz, James Dines, el congresista Crane, Exter, Browne, Pick y un puñado más. Con todo, recientemente, se había preguntado si el punto de vista simplista de aquellos hombres no tendría razón. Al mismo tiempo que en el oro, ellos creían en el laissez faire, la función libre y no estorbada del mercado, donde se dejaba que fracasaran las compañías poco eficientes y que triunfaran las eficientes. El reverso de la moneda eran los teóricos keynesianos, que odiaban el oro y tenían fe en las manipulaciones de la economía, incluidos los subsidios y los controles a lo que llamaban «una buena afinación». ¿Acaso, se preguntó Alex, los keynesianos eran los herejes, y D'Orsey, Schultz y los otros los verdaderos profetas? Tal vez. Los profetas en otras áreas habían estado solos y se habían burlado de ellos, pero algunos habían vivido para ver cumplidas sus profecías. Un punto de vista que Alex compartía totalmente con Lewis y los otros, era que se avecinaban tiempos más sombríos. Lo cierto es que para el FMA ya habían llegado.

Oyó girar una llave. Se abrió la puerta del apartamento y entró Margot. Se quitó un abrigo con cinturón, de pelo de camello, y lo tiró sobre un sillón.

– Dios mío, Alex, no puedo quitarme a Roscoe de la cabeza. ¿Cómo ha podido hacer eso? ¿Por qué?

Fue directamente al bar y se preparó un trago.

– Parece que había algunos motivos -dijo él lentamente-. Están empezando a salir a la luz. Si no te molesta, Bracken, prefiero no hablar todavía de esto.

– Entiendo -se acercó a él.

Él la abrazó y se besaron.

Después de un trago él dijo:

– Háblame de Eastin, de Juanita, de la niña…

Desde ayer Margot había hecho importantes arreglos respecto a los tres.

Se sentó frente a él y bebió unos sorbos.

– Es mucho cuando todo viene junto…

– Con frecuencia las cosas pasan de esa manera -se preguntó qué otra cosa, si es que pasaba algo, ocurriría antes de que terminara este día.

– Primero Miles -empezó Margot-. Está fuera de peligro y la mejor noticia es que, por un milagro, no quedará ciego. Los médicos creen que debió de cerrar los ojos un segundo antes de que le cayera el ácido, de manera que los párpados le han salvado. Están terriblemente quemados, lógicamente, como el resto de la cara, y tendrá que someterse durante mucho tiempo a la cirugía plástica.

– ¿Y las manos?

Margot sacó una libreta de su bolso y la abrió.

– El hospital se ha puesto en contacto con un cirujano en West Coast… el doctor Jack Tupper, en Oakland. Tiene fama de ser uno de los mejores especialistas para el arreglo quirúrgico de manos. Le han consultado por teléfono. Está de acuerdo en venir aquí en avión y operar a mediados de la próxima semana. Supongo que el banco pagará.

– Sí -dijo Alex-, pagará.

– He tenido una conversación -prosiguió Margot- con el agente Innes del FBI. Dice que, a cambio de que Miles Eastin se presente como testigo ante el tribunal, le ofrecen protección y una nueva identidad en otra parte del país… -dejó la libreta-. ¿Has hablado hoy con Nolan?

Alex movió la cabeza.

– No he tenido ocasión.

– Él te hablará. Quiere que uses tu influencia para lograr un empleo para Miles. Nolan dice que, si es necesario, dará puñetazos en tu escritorio para convencerte.

– No será necesario -dijo Alex-. Nuestra compañía de valores tiene tiendas de finanzas en Texas y California. Encontraremos algo para Eastin en uno de los dos puntos.

– Tal vez convenga que contraten también a Juanita. Ella dice que donde él vaya, irá ella. Y también Estela.

Alex suspiró. Se sentía contento de que, por lo menos, hubiera un final feliz. Preguntó:

– ¿Qué ha dicho Tim McCartney sobre la chica?

Había sido idea de Alex mandar a Estela Núñez al Remedial Center del doctor McCartney. ¿Qué herida mental, si la había, se preguntó Alex, había caído sobre aquella criatura, como resultado del secuestro y de la tortura?

Pero el pensamiento del Remedial Center le recordaba, penosamente, a Celia.

– Te diré algo -dijo Margot-. Si tú y yo fuéramos tan cuerdos y equilibrados como la pequeña Estela, seríamos mejores personas. El doctor McCartney dice que los dos hablaron totalmente de la cosa. Como resultado, a Estela no le quedará la experiencia enterrada en el inconsciente; la recordará claramente… como una mala pesadilla, y nada más.

Alex sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Me alegro -dijo con suavidad-. De verdad.

– Ha sido un día muy ocupado -Margot se desperezó y se quitó pataleando los zapatos-. Otra de las cosas que he hecho es hablar con el departamento legal del banco sobre una compensación para Juanita. Creo que podremos arreglar algo sin tener que llevarte ante el tribunal.

– Gracias, Bracken -tomó su vaso y el de ella para volver a llenarlos. Mientras lo hacía, sonó el teléfono. Margot se levantó y atendió.

– Es Leonard Kingswood. Quiere hablarte.

Alex atravesó la sala y tomó el teléfono.

– Escucho, Len.

– Ya sé que descansas después de un día duro -dijo el presidente de la Northam Steel-, yo estoy también impresionado con lo de Roscoe. Pero, lo que debo decirte, no puede esperar.

Alex hizo una mueca.

– Adelante.

– Ha habido una asamblea de directores. Desde esta tarde nos han convocado a dos conferencias, con otras llamadas entretanto. Se ha decidido para mañana a mediodía una reunión total del consejo de Dirección del FMA.

– ¿Y…?

– Primero, en la orden del día, está la aceptación de la renuncia de Jerome Patterton como presidente. Algunos la han solicitado. Jerome está de acuerdo. La verdad es que creo que se siente aliviado.

Sí, pensó Alex, Patterton iba a sentir alivio. Era evidente que no tenía estómago para la súbita avalancha de problemas, junto con las decisiones críticas que debían tomarse.

– Después de eso -dijo Kingswood con su acostumbrada manera brusca y directa- tú serás elegido presidente, Alex. Te harás cargo inmediatamente.

Mientras hablaba, Alex había sujetado el teléfono con la cabeza y el hombro, para encender su pipa. Aspiró mientras se concentraba.

– Al punto en que hemos llegado, Len, no estoy seguro de querer el cargo.

– Teníamos idea de que ibas a decir eso, y por eso me eligieron para que te llamara. Puedes decir que te estoy rogando, Alex; en mi nombre y en el de los demás de la Dirección. -Kingswood hizo una pausa y Alex sintió que lo estaba pasando mal. El suplicar no era fácil para un hombre del tamaño de Leonard L. Kingswood, pero se lanzó a ello de todos modos.

– Todos sabemos que tú nos previniste sobre la Supranational, y nosotros creímos saber más. Nos equivocamos. Ignoramos tu consejo y lo que previste ha pasado. Por eso te pedimos, Alex… un poco tarde, lo reconozco… que nos ayudes a salir del lío en que estamos. Debo decir que algunos de los directores están preocupados con su responsabilidad personal. Todos recordamos que también nos previniste sobre eso.

– Déjame pensar un momento, Len.

– Todo el tiempo que quieras.

Alex creyó que debía sentir alguna satisfacción personal, un sentimiento de superioridad, quizás, al ser vindicado, al poder decir Ya os lo decía; una sensación de poder al tener en la mano, como sabía que las tenía, las cartas del triunfo.

Pero no sintió nada de esas cosas. Sólo una gran tristeza por la futilidad y la adversidad, y comprendió que lo mejor que podía pasar, durante mucho tiempo, si tenía éxito, era que el banco recobrara el estado en que lo había dejado Ben Rosselli.

¿Valía la pena? ¿Qué significaba todo eso? ¿Acaso el extraordinario esfuerzo, el profundo sacrificio personal y el involucrarse en la cosa, la tensión y la presión se justificaban? ¿Y todo para qué? Para salvar un banco, una tienda de dinero, una máquina de dinero, del fracaso. ¿Acaso el trabajo de Margot entre los pobres y desheredados no era mucho más importante que el trabajo de él, no era una contribución mucho mayor a la época actual? Pero todo no era tan simple, porque los bancos eran necesarios, a su manera tan esenciales e inmediatos como la comida. La civilización se vendría abajo sin un sistema monetario. Los bancos, aunque fueran imperfectos, hacían trabajar el sistema monetario.

Pero éstas eran consideraciones abstractas; había una consideración práctica.

Aun en el caso de que Alex aceptara la dirección del First Mercantile American en este estado, no había seguridad del éxito. Era probable que presidiera, ignominiosamente, el cierre del FMA o el hecho de que fuera asimilado a otro banco. En tal caso sería recordado por eso, y su reputación como banquero también quedaría liquidada. Por otra parte, si alguien podía salvar el FMA, Alex sabía que él era esa persona. Al mismo tiempo que habilidad poseía el conocimiento interno que alguien venido de fuera hubiera necesitado tiempo para adquirir. Y algo más importante: pese a todos los problemas, aun ahora, creía poder hacerlo.

– Si acepto, Len -dijo- quiero tener mano libre para hacer cambios, incluidos en el consejo de Dirección.

– Tendrás mano libre -contestó Kingswood-. Te lo garantizo personalmente.

Alex aspiró la pipa, después la dejó.

– Déjame pensarlo. Te daré mi decisión mañana por la mañana.

Colgó la comunicación y volvió a coger el vaso que estaba en el bar. Margot ya había tomado el suyo.

Le miró curiosa.

– ¿Por qué no has aceptado? Ambos sabemos que vas a hacerlo.

– ¿Te has dado cuenta de qué se trataba?

– Naturalmente.

– ¿Por qué estás tan segura de que voy a aceptar?

– Porque no eres capaz de rechazar la provocación. Porque toda tu vida consiste en ser banquero. Todo lo demás viene en segundo lugar.

– No estoy seguro -dijo él lentamente- de que desee que eso sea verdad… -y sin embargo había sido verdad, pensó, cuando él y Celia estaban juntos. ¿Todavía lo era? Probablemente la respuesta fuera afirmativa, como decía Margot. Probablemente, también, nadie puede cambiar nunca su naturaleza básica.

– Hay algo que tengo ganas de preguntarte -dijo Margot-. Y este me parece el mejor momento para hacerlo.

Él asintió.

– Adelante.

– Aquella tarde en Tylersville, el día de la «estampida» del banco, cuando la vieja pareja con los ahorros de toda su vida en la canasta te preguntó: ¿Está nuestro dinero absolutamente seguro en su banco?, tú dijiste que sí. ¿Estabas realmente seguro?

– Me lo he preguntado a mí mismo -dijo Alex-. Inmediatamente y después. Si soy sincero, supongo que no lo estaba.

– Pero salvabas el banco, ¿verdad? Eso era lo primero. Antes que esos viejos y que todos los otros; antes que la honradez, porque «los negocios, como siempre» eran lo más importante… -de pronto hubo emoción en la voz de Margot-. Y por eso seguirás procurando salvar el banco, Alex… antes que nada. Eso es lo que pasó contigo y con Celia. Y… -añadió lentamente- es lo que pasaría… si tuvieras que elegir, entre tú y yo.

Alex guardó silencio. ¿Qué puede uno decir, qué puede decir nadie, ante la verdad desnuda?

– Así que, en el fondo -dijo Margot- no eres tan distinto a Roscoe. O a Lewis -agarró con desagrado el «D'Orsey Newsletters»-. La estabilidad de los negocios, el dinero sólido, el oro, los altos precios de las acciones. Todo eso, primero. La gente… especialmente la gente pequeña, sin importancia… muy detrás. Es el gran abismo entre nosotros, Alex. Y siempre estará ahí…

Vio que ella lloraba.

Sonó un timbre en el pasadizo, más allá de la sala.

Alex exclamó:

– ¡Malditas interrupciones!

Se dirigió a un teléfono interno que comunicaba con la portería.

– Sí, ¿qué pasa?

– Míster Vandervoort, aquí hay una señora que pregunta por usted, mistress Callaghan.

– No conozco a nadie… -se interrumpió-. ¿La secretaria de Heyward? Pregúntele si es del banco.

Una pausa.

– Sí, señor. Es del banco.

– Bien. Hágala subir.

Alex se lo dijo a Margot. Ambos esperaron curiosamente. Cuando oyó el ascensor en el rellano, se dirigió a la puerta del apartamento y la abrió.

– Pase, mistress Callaghan.

Dora Callaghan era una mujer atractiva, bien cuidada, cerca de la sesentena. Alex sabía que trabajaba en el FMA desde hacía muchos años, y que, por lo menos diez, los había pasado junto a Roscoe Heyward. Normalmente tenía dignidad y confianza en sí misma, pero esta noche parecía cansada y nerviosa.

Llevaba un abrigo de gamuza con adornos de piel y traía un portafolio de cuero. Alex lo reconoció como perteneciente al banco.

– Míster Vandervoort, perdone que le moleste…

– Estoy seguro de que tiene usted algún motivo importante para haber venido… -presentó a Margot. Después preguntó:

– ¿Bebe algo?

– No me desagradaría.

Un Martini. Margot lo preparó. Alex le recogió el abrigo de gamuza. Todos se sentaron frente al fuego.

– Puede usted hablar libremente ante miss Bracken -dijo Alex.

– Gracias -Dora Callaghan tomó un trago del Martini, luego dejó el vaso-. Míster Vandervoort, esta tarde he examinado el escritorio de míster Heyward. Pensé que había que retirar algunas cosas, quizá papeles que debían enviarse a otra persona -su voz se puso espesa y se detuvo-. Perdón -murmuró.

Alex le dijo, con suavidad:

– No se preocupe. Hable lentamente.

A medida que recobraba la compostura, ella siguió:

– Había algunos cajones cerrados con llave. Las llaves las teníamos míster Heyward y yo, aunque yo no he usado las mías con frecuencia. Hoy lo he hecho.

Nuevamente un silencio mientras esperaban.

– En uno de los cajones… míster Vandervoort, me enteré que los investigadores van a venir mañana por la mañana… Pensé… que era mejor que usted viera lo que encontré, ya que usted sin duda sabe, mejor que yo, lo que conviene hacer.

Mistress Callaghan abrió el portafolio de cuero y sacó dos grandes sobres. Al tenderlos a Alex, él observó que los sobres habían sido abiertos previamente. Con curiosidad sacó el contenido.

El primer sobre contenía cuatro certificados de valores, de 500 acciones cada uno, de las Inversiones «Q», y estaban firmadas por G. G. Quartermain. Aunque eran certificados nominales, no cabía duda de que pertenecían a Heyward, pensó Alex. Recordó las afirmaciones del periodista del «Newsday» esa tarde. Esto era una confirmación. Se necesitarían mayores pruebas, lógicamente, si el asunto era llevado adelante, pero parecía evidente que Heyward, uno de los administradores, un funcionario de alto grado en el banco había aceptado un sórdido soborno. En caso de estar vivo, el descubrimiento hubiera implicado un juicio en lo criminal.

La primera depresión de Alex se agudizó. Nunca había simpatizado con Heyward. Eran enemigos, casi desde el momento en que Alex había ingresado en el FMA. Sin embargo nunca, en ningún instante, hasta hoy, había dudado de la integridad personal de Roscoe. Quedaba demostrado, pensó, que por más que uno crea conocer bien a un ser humano, realmente nunca es así.

Deseando que nada de esto hubiera sucedido, Alex sacó el contenido del otro sobre. Eran fotografías ampliadas de un grupo de gente junto a una piscina… cuatro mujeres y dos hombres desnudos, y Roscoe Heyward, vestido. En una adivinación instantánea Alex supo que las fotos eran un recuerdo del cacareado viaje de Heyward a las Bahamas, con George Quartermain. Alex contó doce fotografías al tenderlas sobre una mesita de café, mientras Margot y mistress Callaghan miraban. Vio, de reojo, la cara de Dora Callaghan. Tenía las mejillas rojas; estaba ruborizada. ¿Ruborizada? Él creía que ya nadie se ruborizaba.

Mientras examinaba las fotos tuvo tentaciones de reír. Todos los fotografiados parecían ridículos, no había otra palabra para expresarlo. Roscoe, en una de las instantáneas, miraba fascinado a las mujeres desnudas; en otra era besado por una de ellas, mientras sus dedos le acariciaban los pechos. Harold Austin mostraba un cuerpo blando, un pene caído y una sonrisa tonta. Otro hombre, dando el trasero a la cámara, enfrentaba a las mujeres. En cuanto a las mujeres… bueno, pensó Alex, algunos las deben considerar atractivas. Personalmente prefería a Margot, con la ropa puesta, todos los días.

Sin embargo no rió por deferencia hacia Dora Callaghan, que había terminado su Martini y se había puesto de pie.

– Míster Vandervoort, es mejor que me vaya.

– Ha hecho bien en traerme esto -le dijo él-. Se lo agradezco y me ocuparé de la cosa personalmente.

– Yo la acompañaré -dijo Margot. Ayudó a mistress Callaghan a ponerse el abrigo y la acompañó hasta el ascensor.

Alex estaba junto a una ventana, mirando las luces de la ciudad, cuando volvió Margot.

– Una mujer simpática -decidió ella- y leal.

– Sí -dijo él, y pensó: fueran cuales fueran los cambios que se hicieran mañana y los días siguientes, se iba a encargar de que mistress Callaghan fuera tratada con consideración. También había otra gente en quien debía pensar. Alex iba a promover inmediatamente a Tom Straughan al puesto previo del mismo Alex, como vicepresidente ejecutivo. Orville Young podía muy bien ponerse los zapatos de Heyward. Edwina D'Orsey pasaría al cargo de vicepresidente y estaría encargada del departamento de depósitos; era un cargo que Alex había pensado desde hacía tiempo para Edwina, y pronto esperaba hacerla ascender más. Entretanto debía ser nombrada, inmediatamente, miembro de la Dirección.

De pronto se dio cuenta: daba por sentado que iba a aceptar la presidencia del banco. Bueno, Margot se lo acababa de decir. Evidentemente ella tenía razón.

Se apartó de la ventana y de la oscuridad exterior. Margot estaba de pie junto a la mesita para el café, mirando las fotos. Bruscamente se rió, y entonces él hizo lo que tenía ganas de hacer y rió junto con ella.

– ¡Por Dios! -dijo Margot-. ¡Es grotescamente triste!

Cuando dejaron de reír él se inclinó, recogió las fotos y las metió en el sobre. Tuvo tentación de tirar el sobre al fuego, pero comprendió que no debía hacerlo. Era destruir una prueba que podía ser necesaria. Pero iba a hacer todo lo posible para impedir que las fotos fueran vistas por otros ojos… en memoria de Roscoe.

– Grotescamente triste -repitió Margot-. ¿Es eso todo?

– Sí -asintió él y, en aquel momento, comprendió que la necesitaba, que siempre iba a necesitarla.

Le tomó las manos, recordando lo que habían estado hablando cuando llegó mistress Callaghan.

– No importan los abismos entre nosotros -dijo Alex, con premura-, también contamos con una buena cantidad de puentes. Tú y yo nos hacemos bien mutuamente. Vivamos juntos permanentemente, Bracken, a partir de ahora.

Ella objetó.

– Probablemente no dará resultado o no durará. Las posibilidades están en contra.

– Entonces procuraremos demostrar que se equivocan.

– Naturalmente hay una cosa a nuestro favor -los ojos de Margot chispearon con travesura-. La mayoría de las parejas que se comprometen «a amarse y respetarse hasta que la muerte los separe» terminan ante los tribunales de divorcio antes de un año. Tal vez si empezamos sin creer o esperar mucho, nos irá mejor que a los demás.

En el momento de estrecharla entre sus brazos, le dijo:

– A veces los banqueros y los abogados hablan de más.

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