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Hay apodos que ilustran

¿Y en qué parte del mundo, entre qué gente

No alcanza estimación, manda y domina

Un joven de alma enérgica y valiente,

Clara razón y fuerza diamantina?

Espronceda


Hay apodos que ilustran no solamente una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive.

La noche del 23 de junio de 1956, verbena de San Juan, el llamado Pijoaparte surgió de las sombras de su barrio vestido con un flamante traje de verano color canela; bajó caminando por la carretera del Carmelo hasta la plaza Sanllehy, saltó sobre la primera motocicleta que vio estacionada y que ofrecía ciertas garantías de impunidad (no para robarla, esta vez, sino simplemente para servirse de ella y abandonarla cuando ya no la necesitara) y se lanzó a toda velocidad por las calles hacia Montjuich. Su intención, esa noche, era ir al Pueblo Español, a tuya verbena acudían extranjeras, pero a mitad de camino cambió repentinamente de idea y se dirigió hacia la barriada de San Gervasio. Con el motor en ralentí, respirando la fragante noche de junio cargada de vagas promesas, recorrió las calles desiertas, flanqueadas de verjas y jardines, hasta que decidió abandonar la motocicleta y fumar un cigarrillo recostado en el guardabarros de un formidable coche sport parado frente a una torre. En el metal rutilante se reflejó su rostro -melancólico y adusto, de mirada grave, de piel cetrina-, sobre un firmamento de luces deslizantes, mientras la suave música de un fox acariciaba su imaginación: frente a él, en un jardín particular adornado con farolillos y guirnaldas de papel, se celebraba una verbena.

La festividad de la noche, su afán y su trajín alegres eran poco propicios al sobresalto, y menos en aquel barrio; pero un grupo de elegantes parejas que acertó a pasar junto al joven no pudo reprimir ese ligero malestar que a veces provoca un elemento cualquiera de desorden, difícil de discernir: lo que llamaba la atención en el muchacho era la belleza grave de sus facciones meridionales y cierta inquietante inmovilidad que guardaba una extraña relación -un sospechoso desequilibrio, por mejor decir- con el maravilloso automóvil. Pero apenas pudieron captar más. Dotados de finísimo olfato, sensibles al más sutil desacuerdo material, no supieron ver en aquella hermosa frente la mórbida impasibilidad que precede a las decisiones extremas, ni en los ojos como estrellas furiosas esa vaga veladura indicadora de atormentadoras reflexiones, que podrían incluso llegar a la justificación moral del crimen. El color oliváceo de sus manos, que al encender el segundo cigarrillo temblaron imperceptiblemente, era como un estigma. Y en los negros cabellos peinados hacia atrás había algo, además del natural atractivo, que fijaba las miradas femeninas con un leve escalofrío: había un esfuerzo secreto e inútil, una esperanza mil veces frustrada pero todavía intacta: era uno de esos peinados laboriosos donde uno encuentra los elementos inconfundibles de la cotidiana lucha contra la miseria y el olvido, esa feroz coquetería de los grandes solitarios y de los ambiciosos superiores.

Cuando, finalmente, se decidió a empujar la verja del jardín, su mano, como la de ciertos alcohólicos al empuñar el segundo vaso, dejó de temblar, su cuerpo se irguió, sus ojos sonrieron. Avanzó por el sendero cubierto de grava y, de pronto, le pareció ver una sombra que se movía entre los setos, a su derecha: en medio de una oscuridad casi completa, entre las ramas, dos ojos brillantes le miraban fijamente. Se detuvo, tiró el cigarrillo. Eran dos puntos amarillentos, inmóviles, descaradamente clavados en su rostro. El intruso sabía que en casos semejantes lo mejor es sonreír y dar la cara. Pero al acercarse, los puntos luminosos desaparecieron y distinguió una vaga silueta femenina alejándose precipitadamente hacia la torre; la sombra llevaba en las manos algo parecido a una bandeja. “Mal empezamos, chaval”, se dijo mientras avanzaba por el sendero bordeado de setos hacia la pista de baile, que era en realidad una pista de patines. Las manos en los bolsillos, aparentando una total indiferencia, se dirigió primero al “buffet” improvisado bajo un gran sauce y se sirvió un coñac con sifón forcejeando entre una masa compacta de espaldas. Nadie pareció hacerle el menor caso. Al volverse hacia una chica que pasaba en dirección a la pista de baile, golpeó con el brazo la espalda de un muchacho v derramó un poco de coñac.

– Perdón -dijo.

– No es nada, hombre -respondió el otro sonriendo, y se alejó.

La seguridad que reflejaba el rostro del muchacho le devolvió la suya. Bajo la penumbra del sauce y con el vaso en la mano, se sintió momentáneamente a salvo, y moviéndose con sigilo, sin hacerse notar demasiado, buscó una muchacha que pudiera convenirle -ni muy llamativa ni muy modosita-. Descubrió que se trataba de una verbena de gente muy joven. Unas setenta personas. Muchas jovencitas llevaban pantalones y los chicos camisolas de colores. Por un momento llegó a sentirse algo ridículo y desconcertado al darse cuenta de que él era uno de los pocos que llevaban traje y corbata. “Son más ricos dé* lo que pensaba”, se dijo. Le entró de repente ese complejo de elegante a destiempo que caracteriza a los endomingados. Había parejas sentadas al borde de la piscina, en cuyas aguas transparentes, de un verde muy pálido, flotaba un barco de juguete. Vio también que algunos grupos parecían aburrirse sentados en torno a las mesas, bajo los árboles sostenían conversaciones lánguidas, intercambiaban miradas soñolientas. En una de las ventanas bajas e iluminadas estaba sentada una niña, en pijama, y dentro, en torno a una mesita, un grupo de mayores tomaban copas.

Sonaba un disco interminable con una serie clásica de rumbas. Los ojos del Pijoaparte, como dos estiletes, se detuvieron en una muchacha sentada al borde de la piscina. Era morena, vestía una sencilla falda rosa y una blusa blanca. Con la cabeza gacha, aparentemente desinteresada del baile, se entretenía trazando con el dedo líneas imaginarias sobre las grandes losas rojizas; la envolvía un curioso aire de timidez y de abandono, como si ella también acabara de llegar y no conociera a nadie. El intruso dudaba: “Si antes de contar a diez no me he plantado delante de esa chica, me la corto y la tiro a los perros”. Con el largo vaso en la mano, ya más seguro de sí -¿por qué le daba seguridad sostener aquel largo vaso color violeta?- se dirigió hacia la muchacha cruzando la pista, entre las parejas. Una luz violenta, con zumbidos de abeja, se derramó de pronto sobre su cabeza y sus hombros. Su perfil encastillado, deliberadamente proyectado sobre un sueño, levantaba a su paso un inquietante y azulado polvillo de miradas furtivas (como la suya, en regiones más tórridas, al paso de un raudo descapotable con la hermosa rubia dentro, los cabellos flotantes) y durante unos segundos se establecía una trama ideal de secretos desvaríos. Pero también había zonas tenebrosas: él no ignoraba que su físico delataba su origen anda luz -un xarnego, un murciano (murciano como denominación gremial, no geográfica: otra rareza de los catalanes), un hijo de la remota y misteriosa Murcia… Al tiempo que avanzaba hacia la piscina, vio a una muchacha sentarse junto a la que él había escogido y hablar con ella afectuosamente, pasándole el brazo por los hombros. Observó a las dos con atención, calculando las posibilidades de éxito que cada una podía ofrecer: había que decidirse antes de abordarlas. La que acababa de sentarse, una rubia con pantalones, apenas dejaba ver su cara; parecía que estuviera confesando a su amiga, que la escuchaba en silencio y con los ojos bajos. Cuando los alzó y miró al joven, próximo a ellas, en sus labios se dibujó una sonrisa. Y él, sin dudarlo un segundo, escogió a la rubia: no porque fuese más atractiva -en realidad apenas le había visto el rostro-, sino porque la insólita sonrisa de la otra le inquietaba. Pero en el instante de llegar a ellas e inclinarse -quizá un tanto desmesuradamente, cateto, se dijo a sí mismo- la rubia, que no había reparado en él, se levantó bruscamente y fue a sentarse más lejos, junto a un joven que removía el agua con la mano. Durante una fracción de segundo, por entre los dorados y lacios cabellos que cubrían parcialmente el rostro de la muchacha, el murciano pudo ver unos ojos azules que le golpearon el corazón. Pensó en seguirla, pero invitó a la amiga. “En el fondo es lo mismo”, se dijo.

Ella ya se había levantado y permanecía quieta frente a él, indecisa, dirigiendo tímidas miradas a la rubia; pero ésta, de espaldas, a un par de metros de distancia, no se daba cuenta de nada. Renunciando a llamar su atención, la joven morena tendió la mano al desconocido con una repentina viveza, exhibiendo de nuevo aquella misteriosa sonrisa, y, en vez de dejarse conducir hacia la pista de baile, tiró del chico hacia lo más oscuro y apartado del jardín, entre los árboles, donde dos parejas bailaban abrazándose. El Pijoaparte soñaba. Notó que la mano de la muchacha, cuyo tacto resultaba extrañamente familiar, blando y húmedo, le transmitía una frialdad indecible, como si la hubiese tenido dentro del agua. Al abrazarla compuso su mejor sonrisa y la miró a los ojos. Era más alto que ella, y la muchacha se veía obligada a echar la cabeza completamente hacia atrás si quería verle la cara. El Pijoaparte empezó a hablar. Su fuerte era la voz, una voz ronca, meridional y persuasiva. Sus bellos ojos hacían el resto.

– Dime una cosa: ¿necesitas el permiso de tu hermana para bailar?

– No es mi hermana.

– Parece que le tengas miedo. ¿Quién es?

– Teresa.

Bailaba con desgana y se diría que sin tener conciencia de su cuerpo. Iba a cumplir diecinueve años y se llamaba Maruja. No, no era andaluza, aunque lo pareciera, sino catalana, como sus padres. “Mala suerte, hemos dado con una noia”, pensó él.

– Pues no se te nota, no tienes acento catalán.

Ciertamente la muchacha pronunciaba bien, con una voz susurrante y monótona. Era muy tímida. Su cuerpo, delgado pero sorprendentemente vigoroso, temblaba ahora en los brazos de él. El disco era un bolero.

– ¿Vas a la Universidad? -preguntó el Pijoaparte-. Me extraña no haberte visto.

La muchacha no contestó, y acentuó aquella sonrisa enigmática. “Despacio, pedazo de animal, despacio”, se dijo él. Bajando la cabeza, ella preguntó:

Y tú ¿cómo te llamas?

– Ricardo. Pero los amigos me llaman Richard… Los tontos, claro.

Al verte he pensado que serías algún amigo de Teresa.

– ¿Por qué?

– No sé… Como Teresa siempre nos viene con chicos extraños, que nadie sabe de dónde saca…

– De modo que yo te parezco raro.

– Quiero decir… desconocido.

Él se echó a reír.

– Eres un encanto.

La atrajo más, rozó su frente y sus mejillas con los labios, tanteando el beso.

– ¿Vives aquí, Maruja?

– Cerca. En Vía Augusta.

– Estás muy morena.

– No tanto como tú…

– Realmente, es que yo soy así. Tú estás bronceada de ir a la playa. Yo no he ido más que tres veces este año, realmente -repitió, encaprichado con el adverbio- es que no he podido, estoy preparándome para los exámenes… ¿Dónde vas tú, a S’Agaró?

– No. A Blanes.

– Ah.

El Pijoaparte esperaba que fuese S’Agaró. Pero en fin, Blanes no estaba mal.

– ¿Hotel, realmente…?

– No.

– La torre de tus padres.

– Sí.

– Bailas muy bien. Con tantas preguntas como te he hecho, se me olvidaba la más importante. ¿Tienes novio?

Entonces la muchacha, repentinamente, inclinó la cabeza sobre el pecho de él y se apretó con fuerza, temblando. Él notó sorprendido el roce insistente de sus muslos y su vientre. La chica volvía a comunicarle aquella sensación de abandono y desamparo de cuando la vio sentada junto a su amiga. No hizo caso -se está poniendo cachonda, eso es todo-. Ensayó unos besos suaves en torno al labio superior, y finalmente la besó en la boca. No supo si era veleidad de niña rica y mimada o natural instinto de conservación -o simplemente verdad lo que decían sus palabras- pero lo cierto es que se desconcertó al oírla decir:

– Tengo sed…

– ¿Te traigo champaña? Supongo que toca a botella por pareja.

La muchacha se rió tímidamente.

– No, aquí se puede beber lo que quieras.

– Lo decía por ti. Las chicas os mareáis con nada. Bueno, ¿quieres que te traiga una copa?

– Yo prefiero un cuba-libre.

– Yo también, es una buena idea. Espérame aquí.

Los cohetes silbaban en lo alto. Los petardos lejanos y cada vez más espaciados, la música y el vasto zumbido de la ciudad desvelada le prestaban a la noche una profundidad mágica que no tienen las otras noches del verano. El jardín exhalaba aromas untuosos, húmedos y ligeramente pútridos mientras él caminaba hacia el “buffet”: se abría paso entre hombros dorados, vaharadas dulzonas de jóvenes cuerpos sudorosos y nucas bronceadas, axilas al descubierto y pechos agitados. Le oprimían, mientras preparaba las bebidas. Jamás había notado tan próximo el efluvio de unos brazos tersos y fragantes, el confiado chispeo de unos ojos azul celeste. Se sentía seguro, agradablemente arropado, y ni siquiera le inquietaban ya algunos muchachos con aire de responsables (sin duda los organizadores de la fiesta) que se movían en torno a él y le observaban. Puso bastante ginebra en él vaso de Maruja y regresó junto a ella para brindar…

– Por el mañana -dijo alegremente.

Y la muchacha bebió despacio, mirándole a los ojos. Luego la llevó a un sofá-balancín instalado en medio del césped. Sentados, se besaron largo rato, dulcemente. Pero la oscuridad ya no les protegía como antes. Consultó su reloj: iban a dar las cuatro. Tras ellos, la historiada silueta de la torre empezaba a perfilarse sobre la claridad rojiza del cielo, donde las estrellas se fundían apaciblemente como trozos de hielo en un vaso de campar.’ olvidado en la hierba. Algunos invitados ya se despedían. Tenía que darse prisa. Desde el espacio iluminado, tres jóvenes le miraban con una expresión que no dejaba lugar a dudas: se estaban preguntando quién diablos era y qué hacía en su verbena.

“Ahora es cuando empieza el baile”, se dijo mientras se inclinaba para recoger su vaso. Luego susurró al oído de la muchacha:

– ¿Quieres otro cuba-libre? No te muevas de aquí, vuelvo en seguida.

Ella sonrió con aire soñoliento:

– No tardes.

Mientras preparaba las bebidas concienzudamente, sin prisas -esperaba la llegada de los tres señoritos- calculó lo que le quedaba por hacer; se trataba de bien poco, en realidad: deshacerse de ellos, concertar una cita con Maruja para mañana y despedirse. Entonces oyó sus pasos.

– Oiga -dijo una voz nasal, con un leve temblor irónico-. ¿Hace el favor de decirnos quién es usted?

El intruso se volvió despacio, sosteniendo un vaso lleno hasta los bordes en cada mano. Sonreía francamente, arrojándoles al rostro, como una insolencia, la descarada evidencia de su calma. Y como dispuesto a dejar que resbalara sobre él, sin ningún efecto, una broma conocida, infantil y ridícula, cabeceó benévolamente y dijo:

– Me llamo Ricardo de Salvarrosa. ¿Ocurre algo?

El más joven de los tres, que llevaba un jersey blanco sobre los hombros y las mangas anudadas alrededor del cuello, soltó una risita. El Pijoaparte se puso repentinamente serio.

– ¿Encuentras algo gracioso en mi apellido, chaval?

Cerró los ojos con una fugaz e inesperada expresión de azaro. Al abrirlos de nuevo no pudo evitar una mirada a los vasos que sostenía en las manos con el aire de quien mira la causa por la cual renuncia a estrangular al que tiene enfrente. Quizá por eso, aún sin saber muy bien lo que quería dar a entender, nadie dudó de sus palabras cuando añadió:

– Tú tienes mejor suerte.

– Aquí no queremos escándalo, ¿comprendes? -dijo el otro.

– ¿Y quién lo quiere, amigo? -respondió él sin perder la calma.

– Bueno, a ver, ¿quién te ha invitado a esta verbena, con quién has venido?

Repentinamente, el joven del Sur compuso una expresión digna y levantó la cabeza con altivez. Acababa de descubrir, más allá de los muchachos, a una señora que le estaba mirando, de pie, con los brazos cruzados y una expresión fríamente solícita que disimulaba mal su inquietud. Debía de ser la dueña de la casa. Dispuesto a terminar cuanto antes, se adelantó muy decidido, pasó entre ellos. La cara volvió a iluminársele con una deslumbradora sonrisa de murciano, hizo una breve inclinación a la dama, y, con una calma y seguridad que subrayaba el juvenil encanto de sus rasgos, dijo:

– Señora, a sus pies. Soy Ricardo de Salvarrosa, seguramente conoce a mis padres. -La señora se quedó parada, evidentemente a pesar suyo, pero ello le valió gustar un poco más de aquella sorprendente galantería pijoapartesca-. Lamento no haber tenido el placer de serle presentado…

Habló de la verbena y de lo adecuado que resultaba el jardín para esa clase de fiestas, extendiéndose en consideraciones amables y divertidas acerca de la gran familia que todos formaban esa noche, pese a las caras nuevas, y acerca de la tranquilidad de un barrio residencial, la utilidad de las piscinas en verano, sus ventajas sobre la playa, etc. En su voz había una secreta arrogancia que a veces traicionaba su evidente esfuerzo por conseguir un tono respetuoso. Su acento era otra de las cosas que llamaba la atención; era un acento que a ratos.podía pasar por sudamericano, pero que, bien mirado, no consistía más que en una simple deformación del andaluz pasado por el tamiz de un catalán de suburbio -como una dulce caída de las vocales, una abundancia de eses y una ternura en los giros muy especial-, deformación puesta al servicio de un léxico con pretensiones frívolas a la moda, un abuso de adverbios que a él le sonaban bien aunque no supiera exactamente cómo colocar, y que confundía y utilizaba de manera imprevista y caprichosa pero siempre con respeto, con verdadera vocación dialogal, se diría incluso que con esa fe inquebrantable y conmovedora de algunos analfabetos en las virtudes redentoras de la cultura.

El rostro de la mujer no reflejó nada. Por supuesto, se empeñó en sostener la mirada del intruso, de aquel guapo impertinente cuyas ridículas palabras revelaban su origen, y la sostuvo largamente con la intención de fulminarle; pero no tuvo la precaución de medir las fuerzas en pugna ni la intensidad del recelo recíproco: el resultado fue desastroso para la buena señora (la única satisfacción que obtuvo -suponiendo que supiera apreciarla- fue advertir en alguna parte de su ser, que ella creía dormida, un leve estremecimiento que no experimentaba desde hacía años). Prefirió, con cierta precipitación, desviar los ojos hacia uno de los jóvenes:

– ¿Qué ocurre, hijo?

– Nada, mamá. Yo lo arreglo.

El Pijoaparte tuvo una idea.

– Señora -dijo con voz uncida de dignidad-, como se me está insultando, y con el fin de evitarle tan desagradable espectáculo, quisiera hablar con usted en su despacho.

Esta vez la mujer quedó atónita. Iba a decirle al chico que, naturalmente, no tenían nada que hablar en su despacho, y que además no lo tenía, pero ya él rumiaba una segunda idea:

– Está bien -dijo en un tono grave-. Me han pedido que guarde el secreto, no sé por qué, pero ha llegado el momento de hablar. -Hizo una pausa y añadió-: He venido con Teresa.

¿Qué le inducía a escudarse tras el nombre de aquella hermosa rubia, la amiga de Maruja? Ni él mismo lo sabía con exactitud; quizá porque tenía la esperanza de que la chica ya se hubiese ido, lo cual impediría o por lo menos retrasaría hasta mañana el conocimiento de la verdad. También porque acababa de recordar unas palabras que Maruja había pronunciado respecto a su amiga: “Teresa siempre nos viene con desconocidos”. De cualquier forma, era indudable que al invocar el nombre de Teresa había dado en ‘el clavo: se hizo un silencio. La señora sonrió, luego suspiró y levantó los ojos al cielo, como si quisiera ponerle por testigo. En seguida uno de los muchachos se echó a reír, cosa que él no esperaba. “La madre que parió a esa gente”, se dijo.

– ¿Quieres decir -preguntó uno de los señoritos- que ella te ha invitado?

– Eso.

– Lo habría jurado -exclamó el otro, mirando a sus amigos-. Su último descubrimiento político.

– ¿Y dónde se ha metido esa tonta? -preguntó el hijo de la casa-. ¿Dónde está Teresa?

– Con Luis. Han ido a acompañar a Nené. No puede tardar.

– Tere está cada día más loca -añadió el de la risa-. Completamente loca.

– Lo que es una mema y una cursi -terció el hijo de la casa.

– Carlos… -amonestó su madre.

– Se pasa de rosca. Que invite a quien le dé la gana, pero que avise, caray. Me va a oír.

– En fin, criaturas -concluyó la señora, notando aún sobre ella la devota mirada del murciano, que no había comprendido ni una sola palabra de lo que allí se hablaba.

Aclarada momentáneamente la cuestión (conocía a la hija de los Serrat, aquella liosa y descarada, y sabía que era muy capaz de presentarse con un gitano) la señora se despidió con una sonrisa aburrida y se encaminó hacia la casa. La fiesta terminaba. Ellos, indecisos, se alejaron lentamente hacia la pista de baile. Se oyó al hijo de la casa decir a sus amigos, en un triste tono de represalia:

– Cuando llegue esa estúpida, avisadme.

Maruja esperaba en el mismo sitio, inmóvil, pensativa, un tanto desconcertada: parecía una de esas infelices criaturas que en un momento determinado de sus vidas decidieron ser chicas formales, pero que ya en el presente, por razones que ellas no llegan a comprender del todo, el ser chicas formales empieza a no compensarlas en absoluto. Había en su rostro, en su sonrisa quizá, esa obstinación tristemente conmovedora y perfectamente inútil de los que aconsejan a ricos y pobres que se amen. Abandonándose temblorosa a los brazos del murciano, la chica transpiraba una especie de fatiga moral largo tiempo soportada, y que ahora la enardecía y la traicionaba: de aquella pretendida formalidad ya no quedaba más que la natural timidez y un dichoso aire de desamparo que el murciano no habría sabido determinar, pero que le resultaba decididamente familiar y le inquietaba, como si en él presintiera un peligro conocido.

Bailaron y se besaron en lo más húmedo y sombrío del jardín, inquietando a los pájaros, bajo un cielo rojizo que parecía palpitar entre las ramas de las acacias. El joven del Sur dejó de fingir, de repente las palabras de amor brotaban ardientes de sus labios, traspasadas, devoradas por la fiebre de la sinceridad: aún en las circunstancias en que por su temperamento intrigante se colocaba en el más alto grado de imprudencia, y por muy lejos que le llevaran su capacidad de mentira y su listeza, algo había en él que le confería cierta curiosa concepción de sí mismo, su propio rango y su estatura espiritual, _algo que le obligaba, en determinados momentos, a jugar limpio. Y aún sin quererlo, su boca había de acabar uniéndose a la de la muchacha con verdadera conciencia de realizar parte de un rito amoroso que requiere fe y cierta voluntad de entrega, cierto candor todavía nutrido en los sueños heroicos de la mocedad, y cuya supervivencia está más allá del pasatiempo y exige más dedicación, más fantasía y más valor del que desde luego hacían gala los demás jóvenes en esta verbena.

La música había cesado. Quedó con la muchacha para el día siguiente, a las seis de la tarde, en un bar de la calle Mandri. Luego se ofreció gentilmente a acompañarla, pero ella dijo que tenía que esperar a su amiga Teresa, que había prometido llevarla a casa en coche. No insistió, prefiriendo dejar las cosas como estaban.

Allí, bajo las acacias suavemente teñidas de rosa, con la brisa de la madrugada despertando nuevas fragancias en el jardín, el joven del Sur abrazó y besó a la muchacha por última vez, furiosamente, como si se fuera a la guerra. “Hasta mañana, amor…”. “Hasta siempre, Ricardo…”

Al cruzar frente a la señora de la casa, Ricardo de Salvarrosa se despidió con una discreta y gentil inclinación de cabeza.

El Monte Carmelo es una colina desnuda

Para venir a poseerlo todo,

no quieras poseer algo en nada:

Para venir a serlo todo,

no quieras ser algo en nada.

San Juan de la Cruz


El Monte Carmelo es una colina desnuda y árida situada al noroeste de la ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas manos de niño, a menudo se ven cometas de brillantes colores en el azul del cielo, estremecidas por el viento, asomando por encima de la cumbre igual que escudos que anunciaran un sueño guerrero. En los grises años de la postguerra, cuando el estómago vacío y el piojo verde exigían cada día algún sueño que hiciera más soportable la realidad, el Monte Carmelo fue predilecto y fabuloso campo de aventuras de los desarrapados niños de los barrios de Casa Baró, del Guinardó y de La Salud. Subían a lo alto, donde silba el viento, a lanzar cometas de tosca fabricación casera, hechas con pasta de harina, cañas, trapos y papel de periódico: durante mucho tiempo temblaron, coletearon furiosamente en el cielo de la ciudad, fotografías y noticias del avance alemán en los frentes de Europa, reinaba la muerte y la desolación, el racionamiento semanal de los españoles, la miseria y el hambre. Hoy, en el verano de 1956, las cometas del Carmelo no llevan noticias ni fotos, ni están hechas con periódicos, sino con fino papel de seda comprado en alguna tienda, y sus colores son chillones, escandalosos. Pero a pesar de esa mejora en su aspecto, muchas siguen siendo de fabricación casera, su armazón es tosca y pesada, y se elevan con dificultad: siguen siendo el estandarte guerrero del barrio.

La colina se levanta junto al Parque Güell, cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicas de cuento de hadas mira con escepticismo por encima del hombro, y forma cadena con el Turó de la Rubira, habitado en sus laderas, y con la Montaña Pelada. Hace ya más de medio siglo que dejó de ser un islote solitario en las afueras. Antes de la guerra, este barrio y el Guinardó se componían de torres y casitas de planta baja: eran todavía lugar de retiro para algunos aventajados comerciantes de la clase media barcelonesa, falsos pavos reales de cuyo paso aún hoy se ven huellas en algún viejo chalet o ruinoso jardín. Pero se fueron. Quién sabe si al ver llegar a los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos, quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida, sino también por toda una vida de fracasos, tuvieron al fin conciencia del naufragio nacional, de la isla inundada para siempre, del paraíso perdido que este Monte Carmelo iba a ser en los años inmediatos. Porque muy pronto la marea de la ciudad alcanzó también su falda Sur, rodeó lentamente sus laderas y prosiguió su marcha extendiéndose por el Norte y el Oeste, hacia el Valle de Hebrón y los Penitentes. En su falda escalonada como un anfiteatro crece la hierba de un verde amargo, salpicada aquí y allá por las alegres manchas amarillas de la ginesta. Una serpiente asfaltada, lívida a la cruda luz del amanecer, negra y caliente y olorosa al atardecer, roza la entrada lateral del Parque Güell viniendo desde la plaza Sanllehy y sube por la ladera oriental sobre una hondonada llena de viejos algarrobos y miserables huertas con barracas hasta alcanzar las primeras casas del barrio: allí su ancha cabeza abochornada silba y revienta y surgen calles sin asfaltar, torcidas, polvorientas, algunas todavía pretenden subir más en tanto que otras bajan, se disparan en todas direcciones, se precipitan hacia el llano por la falda Norte, en dirección a Horta y a Montbau. Además de los viejos chalets y de algún otro más reciente, construido en los años cuarenta, cuando los terrenos eran baratos, se ven casitas de ladrillo rojo levantadas por emigrantes, balcones de hierro despintado, herrumbrosas y minúsculas galerías interiores presididas por un ficticio ambiente floral, donde hay mujeres regando plantas que crecen en desfondados cajones de madera y muchachas que tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes. Al pie de la escalera de la ermita de los Carmelitas hay una fuente pública en medio de un charco en el que chapotean niños con los pies descalzos: rosa púrpura de mercromina en nerviosas espinillas soleadas, en rodillas mohinas, en rostros oliváceos de narices chatas, pómulos salientes y párpados de ternura asiática. Más arriba el polvo, el viento, la aridez.

El barrio está habitado por gentes de trato fácil, una ensalada picante de varias regiones del país, especialmente del Sur. A veces puede verse sentado en la escalera de la ermita, o paseando por el descampado su nostalgia rural, con las manos en la espalda, a un viejo con americana de patén gris, camisa de rayadillo con tirilla abrochada bajo la nuez y sombrero negro de ala ancha. Hay dos etapas en la vida de este hombre: aquella en que antes de salir al campo necesitaba pensar, y ésta de ahora, en que sale al campo para no pensar. Y son los mismos pensamientos, la misma impaciencia de entonces la que invade hoy los gestos y las miradas de los jóvenes del Carmelo al contemplar la ciudad desde lo alto, y en consecuencia los mismos sueños, no nacidos aquí, sino que ya viajaron con ellos, o en la entraña de sus padres emigrantes. Impaciencias y sueños que todas las madrugadas se deslizan de nuevo ladera abajo, rodando por encima de las azoteas de la ciudad que se despereza, hacia las luces y los edificios que emergen entre nieblas. Indolentes ojos negros todavía no vencidos, con los párpados entornados, recelosos, consideran con desconfianza el inmenso lecho de brumas azulinas y las luces que diariamente prometen, vistas desde arriba, una acogida vagamente nupcial, una sensación realmente física de unión con la esperanza. En las luminosas mañanas del verano, cuando las pandillas de niños se descuelgan en racimos por las laderas y levantan el polvo con sus pies, el Monte Carmelo es como una pantalla de luz. Pero esa atmósfera de conciliación plenaria, de indulgencia general aquí y ahora, que en domingo permea la ciudad igual que un olor a rosas pasadas, al Carmelo apenas llega. No es sólo una cuestión de altitud: se diría que aquí todavía reina cierta sonrisa de Baal, el dios pagano que Jezabel adoraba y que fue expulsado de la verdadera montaña de Palestina, una sonrisa poderosa como un músculo, hecha de astucia y de ironía vagamente impúdicas, frente a la blanca sonrisa chapucera del domingo que invade la colina con la pretensión de poner a sus habitantes en Dios sabe qué miserable armonía con la resignación y la Naturaleza. Porque no es tiempo todavía: han sido vistos ciertos perros y ciertos hombres cruzando el Carmelo como náufragos en una isla, y a veces las calles se estremecen con un viento sin dirección, enloquecido, ráfagas de ira e indignación llevándose voces innobles de locutores de radio, abominables canciones, llanto de niños, papeles de periódico, rastrojos quemados, olor a hierba húmeda, a excrementos de gato, a cemento, a heno y a resina; vuelan experimentadas moscas, rueda por el suelo una caja de cartón con letras impresas en un idioma pronto familiar (Dry milk-Donated by the people of the United States of America) y tropieza en los pies de un joven inmóvil, de rostro moreno y cabellos color de ala de cuervo, que contempla la ciudad desde el borde de la carretera como si mirara una charca enfangada.

Es el Pijoaparte. Ha mandado a un chiquillo a por un paquete de “Chester” en el bar Delicias. Mientras espera se arregla el nudo de la corbata y los blancos puños de la camisa. Viste el mismo traje que la víspera, zapatos de verano, calados, y corbata y pañuelo del mismo color, azul pálido. Unas risas ahogadas le llegan por la espalda: tras él, en la esquina de la calle Pasteur, un grupo de muchachos de su edad le observa hablando por lo bajo. Cuando él se vuelve y les mira, las cabezas giran todas hacia un lado como por efecto de un golpe de viento.

Acaba de salir de su casa, que forma parte de un enjambre de barracas situadas bajo la última revuelta, en una plataforma colgada sobre la ciudad: desde la carretera, al acercarse, la sensación de caminar hacia el abismo dura lo que tarda la mirada en descubrir las casitas de ladrillo. Sus techos de uralita empastados de alquitrán están sembrados de piedras. Pintadas con tiernos colores, su altura sobrepasa apenas la cabeza de un hombre y están dispuestas en hileras que apuntan hacia el mar, formando callecitas de tierra limpia, barrida y regada con esmero. Algunas tienen pequeños patios donde crece una parra. Abajo, al fondo, la ciudad se estira hacia las inmensidades cerúleas del Mediterráneo bajo brumas y rumores sordos de industrial fatiga, asoman las botellas grises de la Sagrada Familia, las torres del Hospital de San Pablo y, más lejos, las negras agujas de la Catedral, el casco antiguo: un coágulo de sombras. El puerto y el horizonte del mar cierran el borroso panorama, y las torres metálicas del transbordador, la silueta agresiva de Montjuich. La casa del muchacho es la segunda de la hilera de la derecha, al borde de las últimas estribaciones de la colina. Vive con su hermano mayor y su cuñada y cuatro chiquillos endiablados. La casa fue del suegro, un viejo mecánico del Perchel, que llegó aquí con su hija en una de las primeras grandes oleadas migratorias de 1941, después de perder a su mujer y haber podido salvar los útiles de trabajo y algunos ahorros. Construyó la casita con sus manos y compró un pequeño cobertizo en lo alto de la carretera, entre una panadería y lo que hoy es el bar Pibe, convirtiéndolo en taller de reparación de bicicletas. Según todas las apariencias, el negocio no podía ir peor. El viejo murió después de ver casada a su hija, una rolliza delicuescente de mirada cálida y sumisa, y después de haberle enseñado el oficio a su yerno, natural de Ronda, que había conocido a la muchacha trabajando en unos autos de choque durante la Fiesta Mayor de Gracia. El rondeño heredó el modesto negocio y una sorpresa mayúscula: los ingresos no provenían en realidad del taller, sino de cierto individuo de aspecto distinguido y palabra fácil, eclesiástica, que en el barrio llamaban el Cardenal y que resultó ser el comprador de todas las motocicletas que un mozalbete prematuramente envejecido y taciturno del Guinardó llevaba al taller, siempre de noche; motos cuya procedencia y ulterior destino, después de desguazadas en el taller y una vez en manos del Cardenal, el viejo mecánico del Perchel reveló a su yerno el día antes de entregarle a su hija, con el risueño embarazo de quien ofrece un regalo de bodas evidentemente superior a sus medios. A trancas y barrancas, con períodos de inactividad que amenazaban el cierre del minúsculo taller, y otros de euforia (cuatro: de ellos nacieron los cuatro hijos) el negocio clandestino de las motocicletas robadas siguió adelante, aunque nunca produjo lo suficiente para que el mecánico y su familia pudieran cambiar de vivienda y de barrio. Eran tiempos difíciles. Otros golfos más o menos delicados y juncales (seleccionaba el Cardenal) fueron sucediéndose en las entregas cuando el del Guinardó emigró a Francia. Eran de barrios alejados y de grandes zonas suburbanas, de Verdum, de la Trinidad, de Torre Baró. Nunca hubo más de dos a la vez, el Cardenal no lo permitía. En el otoño de 1952, cuando el Pijoaparte se presentó inesperadamente en el Monte Carmelo, pidiendo hospitalidad a su hermano, el negocio tomó un impulso decisivo por motivos de pura seducción personal, a la cual el Cardenal era particularmente sensible. Pero todo esto no se vio claro hasta más adelante.

– Ahí tienes, Manolo -dijo una voz infantil a su lado.

Le dio al niño una rubia de propina y se guardó el paquete de “Chester”. Mientras bajaba por la ladera oía silbar y estallar en lo alto, en el límpido cielo azul de la tarde, los cohetes sobrantes de alguna verbena de la víspera.

A las seis estaba en el bar Escocés de la calle Mandri. No había casi nadie. Esperó a la muchacha durante tres horas. Deprimido y decepcionado, regresó a casa.

A mediados de septiembre de aquel mismo año, él y un compinche suyo, también del Carmelo, fueron a bañarse con dos muchachas a una playa situada cerca de Blanes. Era un domingo. Partieron muy de mañana, con las motocicletas y las cestas de la comida. Por vez primera en su vida, el Pijoaparte se concedía una aventura erótica con una chica del barrio, concesión inesperada y en la que sus amigos creían ver un principio de decadencia.

Abandonando la carretera general, cuatro kilómetros después de Blanes, se habían internado por un camino de carro que conducía a la playa cruzando una finca particular. Iban con el motor en ralentí, deslizándose suavemente sobre el polvo. El Pijoaparte no hizo caso del letrero que advertía: Camino particular. Prohibido el paso.

– ¡A la mierda con sus letreritos! -exclamó-. ¿Cómo diablos quieren que lleguemos a la playa? ¿En helicóptero?

– ¡Eso, eso!

Tras él, siguiéndole a cierta distancia, su amigo se reía por lo bajo. Se llamaba Bernardo Sans. Era un muchacho de corta estatura, fuerte, de ojos pequeños y perezosos materialmente pegados a una enorme nariz y con una mandíbula saliente y un poco torcida que daba a su rostro un aire bondadoso y tristón. El Sans admiraba a su amigo y se habría dejado matar por él. Era el séptimo hijo de un gitano catalán que se había hecho muy popular en Gracia esquilando caballos. La chica que llevaba en el asiento trasero era su novia, la Rosa, rechoncha y de piernas cortas, cara de luna y senos superdesarrollados.

El camino les condujo hasta la parte de atrás de una antigua Villa, enorme y silenciosa, y tuvieron que desviarse hacia la izquierda. Derribaron con las motos la valla que rodeaba un pinar y escogieron un sitio sombreado a poca distancia de la arena. Al principio, sus miradas se vieron constantemente atraídas por la gran Villa de ladrillo rojo que se alzaba majestuosa a unos doscientos metros, frente al mar, con las paredes cubiertas de yedra. Era una vieja edificación de principios de siglo, cuyas dos torres rematadas por conos pizarrosos le daban un aire de castillo medieval a pesar de algunas reformas; una terraza construida en uno de los flancos comunicaba con las rocas que se hincaban en el mar; en las rocas habían labrado unos escalones que conducían a un embarcadero, donde se veía un fuera-bordo amarrado.

Comprobaron que no eran los primeros en invadir aquella propiedad privada: la valla estaba rota y entre los pinos había restos de comida y envoltorios de papel sucios de aceite. Pero no se veía a nadie, y la misma excitación producida por la confusa idea de hallarse bajo la poderosa mano de algún feudo, les incitó, por pura expansión nerviosa, a derribar unos metros más de valla.

– ¡Collons, tú, no habría que dejar ni rastro! -decía el Sans.

El Pijoaparte guardaba silencio. Las muchachas, que ya se habían desnudado, consiguieron finalmente hacerles desistir de su obra destructora al echárseles encima riendo y reclamar con sus cuerpos una justa y merecida atención. Después de desayunar se bañaron, jugaron a la pelota y corrieron por la desierta playa. De vez en cuando la brisa les traía una música lejana, escapada sin duda de la Villa. El Pijoaparte se aburrió en seguida: vagaba por la orilla del mar o bien se internaba en el bosque, sin avisar, y no aparecía hasta el cabo de media hora. Contrarió su actitud, pero no extrañó: de un tiempo a esta parte se le veía fácilmente irritable y entregado a la reflexión. De cuando en cuando se tumbaba en la arena, apartado de todos, con las manos bajo la nuca.

Lola, su pareja, no consiguió más que ponerle de peor humor con sus preguntas amables y su desmedido afán de agradar y ser útil, pero no sirviéndose de su anatomía (que es lo único que las niñas del Carmelo pueden y deben ofrecer si de verdad quieren ayudar en algo, según la opinión del murciano), sino de su pobre inteligencia. Por si fuera poco, había adivinado ya que la chica no tragaba. Era amiga de la novia de Bernardo Sans y vivía también en el Carmelo, pero el Pijoaparte apenas si había reparado nunca en ella. No le gustaba. Había consentido en llevarla consigo a instancias del Sans, quien se la había recomendado asegurándole que la chica estaba en su punto. Pero cuando por la tarde, después de comer, cada uno escogió un sitio discreto bajo los pinos y se tumbó con su chica, él pudo confirmar su sospecha de que tenía entre las manos esa materia resistente, terca, ancestral, herencia de convicciones que se abisman en las profundas simas de una invencible desconfianza, esa extraña materia que informa, desde hace cuánto tiempo, las tres cuartas partes de la hembra que, en un país meridional, aspira a un bienestar de clase media: el miedo a los cuerpos.

Además, no paraba de hablar:

– No, no es que no quiera -decía con su voz aguda, tendida de lado junto a él y vigilando distraídamente las manos que la acariciaban-, no es eso, es que soy así, y no creas que no me gustas, siempre me has gustado… Te veía pasar por delante de casa todas las noches, sobre todo este invierno último, cuando ibas camino del bar, y siempre pensaba que eras diferente de los demás, no sólo más guapo, no sé, diferente, a pesar de que tú también juegas a las cartas con los viejos en el bar Delicias los domingos, en vez de ir al baile, a pesar de todo lo que se dice de ti en el barrio, y de tus amigos el Sans y otros, que vendéis motos robadas y desvalijáis coches y que tu hermano os ayuda en el taller de bicicletas, ya verás lo que os va a pasar un día, ya verás, eso dicen, porque ¿de dónde sacáis el dinero? No es que me importe, pero así es, el dinero no es fácil ganarlo y tú nunca has trabajado que yo sepa, sólo un poco cuando llegaste del pueblo, en el taller de tu hermano, y ya te digo, no es que me importe… Por favor, eso no, ahí no, no está bien… Mucho dinero has tenido a veces, no digas ahora que es mentira, y tanto dinero no se gana trabajando honradamente… -Calló un rato, ante el suspiro de fastidio de él, y se subió, una vez más, los tirantes del traje de baño; él esperó diez segundos y se los volvió a bajar, sin muchas esperanzas: la Lola era una de esas mujeres de carnes hipocondríacas, blandas y tristes, muertas, que parecen muy manoseadas aunque nunca lo han sido y cuya expresión de asco, profundamente grabada en sus rostros hinchados y beatíficos, proviene no de la práctica excesiva del amor, sino precisamente de no haber hecho jamás el amor: es su expresión una mezcla de hastío, de dulzura y de remilgo, como si constantemente captaran con la nariz un olor pestilente pero de alguna manera beneficioso para su alma, o su egoísmo, o como quiera que se llame eso que las mantiene firmes en su soledad animal durante toda la vida.- Y no es que quiera meterme en lo tuyo, Manolo, en serio, yo no soy una chafardera, pregunta a quien quieras, pero también se habla de ti y de esa chica tan antipática, la Hortensia, la sobrina del Cardenal, siempre estás metido en su casa, ¿qué te dan?, aunque yo creo que no es por ella, sino por su tío y los asuntos que os traéis entre manos, vaya tío raro ése también, se ve que pasó algo entre él y Luis Polo, aquel chico gallego que iba en tu pandilla y que dicen que la policía le pilló robando en el coche de un extranjero mientras tú escapabas de milagro, eso dicen en el barrio; un sábado fui al cine con la Rosa, Bernardo y ella estaban reñidos aquel día y ella no hacía más que llorar y me lo contó todo… ¡ay, no seas bruto, que me haces daño…! -Se tapó el pecho con los brazos, notaba aún los dientes de él, pero no recogió la mirada anhelante ni la ternura de su mano acariciando su pelo, de modo que siguió hablando-: ¿Lo ves?, todos sois iguales, y luego qué, también de eso os cansáis,… qué haces, por favor…- Su voz perdía firmeza, se fue haciendo líquida-. Eso no, sabía que pasaría eso… ¿Qué vas a pensar de una chica que se deja…? Pero dime, ¿estas motos también son robadas? Aunque a ti por lo menos nunca te he visto borracho ni haciendo gamberradas por el barrio, es la verdad, las cosas como sean… Eso no, te digo. ¿Cómo puedes pensar que yo…, dónde crees que tiene una la honra?

Él la soltó. Había tanta inercia y tanto miedo en aquel cuerpo, su entrepierna estaba tan helada… Se ladeó apretando los dientes con rabia, deslizando la espalda sobre las agujas de pino. Por encima de su cabeza, en las ramas, cantaba un gorrión. “Vaya sitio para guardar la honra”, pensó. El sol le daba ahora de lleno en los ojos, y, entornando los párpados, quiso resistir la cegadora luz hasta que se le saltaron las lágrimas. “Perra vida. Dinero, dinero, y no tengo más que diez cochinas pesetas en el bolsillo, todo lo que me queda del último transistor, y lo peor es que Bernardo no espabila, está bien cogido esta vez, va listo, la Rosa tiene más huevos que él y cómo le ha cambiado al chaval, le hace cantar de plano y luego va y se lo cuenta todo a esta golfa que se hace la estrecha, y ya todo el barrio lo sabe, me van a oír, me cago en sus muertos…!”

Se incorporó de un salto. Cogió una naranja de la cesta de las chicas.

– ¿Adónde vas? -preguntó la Lola. De repente tenía el miedo metido en los ojos-. ¿Qué vas a hacer? ¿Te has enfadado?…

El Pijoaparte se alejó entre los pinos hacia donde se habían tumbado el Sans y su novia. Les oyó reírse. El Sans estaba bocabajo y ella a su lado, le hacía cosquillas en la espalda con una rama de romero. “¡Bernardo!”, gritó él. Apoyó el hombro en el tronco de un pino y empezó a pelar la naranja. “Ven aquí, tengo que hablar contigo.” “¿Ahora?” “Sí, ahora.” El Sans se incorporó a medias y de mala gana. Su novia hizo un mohín de fastidio, pero no se atrevió a mirar al Pijoaparte: era un oscuro temor el que la obligó a taparse rápidamente con algo de ropa, no la vergüenza de mostrarse desnuda; no era la primera vez que el murciano la sorprendía así, y desde luego el muchacho no era lo que se dice un extraño, sino el mejor amigo de Bernardo, aunque su mirada sí lo era a veces: aún sin verla (ella no se atrevía ahora a levantar la suya), la notaba recorriendo su cuerpo sin admiración ni mucho menos deseos, sino como un insulto, como un reproche dirigido a lo que esta desnudez representaba para Bernardo. La Rosa siempre le había inquietado, sobre todo por algo ingrato que había en su boca, como un amago de codicia; boca amarga y sin color, gruesa, dura como un músculo. Tenía turbios ojos de humo y los hombros lechosos y llenos de pecas. En traje de baño mostraba un cuerpo bonito, de cintura insospechadamente grácil, pero demasiado fofo y blanco, con esa blancura viscosa de las patatas peladas: había en todo él como una cachondez efímera, provisional, amenazada por el derrumbamiento más o menos próximo causado por la gordura, la virtud o el mismo miserable régimen de vida que la había deformado en el barrio. Ahora, en tono de reproche, murmuró: “Podrías avisar por lo menos, ¿no?”. Él siguió pelando la naranja y nada dijo. Siempre supo que aquellos inmensos pechos redondos y ciegos, pintados con dos flores moradas y casi metálicas que le miraban a uno fijamente como unas gafas de sol, poseían algún secreto y terrible poder de destrucción: una vaga fisonomía bélica, mortífera, aniquiladora, que le dejaba a uno indefenso como si se hallara ante una infernal máquina de guerra que avanzara sembrando el caos y la muerte. Mientras tanto, el Sans se había incorporado un poco más y le miraba apoyándose en un codo, con la cabeza torcida a un lado y una dolorida mueca en los labios: él mismo parecía ya mortalmente herido.

– ¿Se puede saber qué quieres ahora? -dijo, y sonrió astutamente con su gran boca de mono-. ¿Dónde está la Lola, ya la tienes en el saco?

– Deja de decir burradas y ven conmigo.

La Rosa murmuró algo entre dientes y rodó junto al Sans, aplastando su seno izquierdo en el hombro de él. Se reía con un cloqueo nervioso. El Pijoaparte intuyó vagamente que, el día menos pensado, la mortífera máquina haría fuego y le dejaría sin amigo.

– ¿No me oyes, Bernardo? -exclamó-. ¡Venga, espabila!

Se despegó del árbol, lanzó una última mirada a la Rosa y caminó hacia la playa. El Sans se había levantado por fin y le seguía a regañadientes. La Rosa se tumbó de espaldas: provisionalmente, sus formidables útiles de trabajo, su fatal reclamo amoroso, quedaron como dos flanes rebosando sobre sus flancos.

Cuando ya pisaban arena, el murciano se volvió bruscamente y arrojó al rostro de su amigo las pieles de naranja.

– Eres un mierda, Bernardo. Un día te voy a partir la cara. Te advertí que no salieras en serio con esa golfa, ¿recuerdas? Te ha hecho cantar de plano y todo el barrio está hablando de nosotros.

– ¿Cómo? -El Sans parecía no comprender. Estaba de cara al sol y hacía visera con la mano, la arena le quemaba las plantas de los pies y daba saltitos-. Tú, un momento, ¿qué te pasa? En el barrio siempre se ha hablado lo que se ha hablado, y a ti nunca te importó mucho, ni a mí tampoco. ¿A qué viene ahora este cabreo?

– Acabarás por meternos a todos en chirona. ¿Qué le contaste a la Rosa?

– ¿Yo? Nada… Lo que pasa es que tienes miedo.

– ¿Miedo? Me voy a cagar en tu padre, fíjate. Anoche tampoco quisiste trabajar, y el coche estaba solo, lo único que te pedí es que vigilases mientras yo lo hacía todo, pero no quisiste, y tampoco la semana pasada, ni la anterior. ¿Qué demonios te pasa? Estás encoñado, ¿verdad? ¡Pues cásate de una vez y púdrete en un taller como mi hermano, no merecéis otra cosa!

– No te pongas así, hombre.

Y esta madrugada, una vez trincadas las motos, en lugar de llevarlas al taller me vienes con lloriqueos y que por favor vamos a la playa con las niñas, que si la Rosa y tú, que si la Lola está tan buena… ¡Y un cuerno!, ¿te enteras?

El sol caía sobre ellos, estaban inmóviles los dos, de pie sobre la arena, con las frentes perladas de sudor. El Sans bajó los ojos:

– No es eso, Manolo, es que… Ya te lo dije anoche, ella es otra cosa… La quiero.

– La quieres. Te hace pajas. Y la quieres.

– Cuidado con lo que dices. Además, que no es eso, que también, mira que esa vida que llevamos…

Mejor que la de muchos, panoli.

– Cualquier día nos trincan como al Polo. El Cardenal está siempre con la tajada, es peligroso…

– Eres un imbécil…

Bernardo se inclinó a coger un puñado de arena. -¿Sabes?, la Rosa cree que va a tener un crío.

El Pijoaparte le miró en silencio. La Rosa había disparado el rayo de la muerte.

– Bah, mentira segura -dijo después de pensarlo un rato-. No te fíes, Bernardo, no te fíes ni de Dios. ¿Cuándo lo has sabido?

– Uno tiene que casarse, ¿no?

– Eres un pobre diablo. Me das pena. Dime, ¿cuándo te lo ha dicho?

– Hace unos días. Se me puso a llorar. Pero aún no es seguro.

– Nada, tú te haces el longuis…

– Pero ella dice…

– ¡Mentira y gorda, joder! Ahora, que te estaría bien empleado. Todos sois iguales, la primera chavala que os friega el conejo por las narices os caza. Nunca tendrás un duro, mira lo que te digo. A mí no me pasará, te lo juro por mi madre.

– A ti lo mismo, ya verás. -Sonrió zalamero, conciliador-. ¿Qué me dices de la Jeringa, de Hortensia: eh? Un guayabo, seriecita…

– Cállate. Tú qué sabes, eres un jilipollas, no sé cómo pude ser amigo tuyo.

El murciano dio unos pasos alrededor del Sans. Teníaaún la naranja, pelada, en las manos. Después de mirarla un rato la desgajó y empezó a comer en silencio. El Sans le observaba: había de pronto algo triste en el rítmico movimiento de aquellas mandíbulas, en la hermosa frente abatida, en los párpados abrumados y en las largas pestañas azulosas bajo el sol. Y el Sans dijo:

– Yo sé que hablas por hablar, Manolo. Tú eres bueno. Eres el mejor amigo que he tenido.

El Pijoaparte le volvió la espalda.

– Por mi padre te lo digo, Bernardo: un día me cansaré y no me veréis más el pelo. Yo os di a ganar buenos dineros a todos los de la pandilla.

– Pero esto terminó, Manolo, y tú no quieres comprenderlo. El Cardenal está acabado, es un trompa y tiene miedo, es viejo ya. Todos se están apartando de él, y tú deberías hacer lo mismo.

– No es verdad. Y cállate. Vámonos de aquí.

Había empezado a caminar lentamente hacia los pinos, restregando contra su pecho las manos pringosas de jugo de naranja. “Hala, papá, vamos con las chavalas”, dijo. El Sans trotaba a su espalda como un potrillo de alta escuela, cabeceando, alzando las rodillas hasta el pecho, lo mismo que si pisara brasas.

Debían de ser las cinco de la tarde cuando oyeron el brusco frenazo de un coche y una voz de mujer profiriendo insultos. Las chicas apenas tuvieron tiempo de cubrirse. El Pijo-aparte fue el primero que se incorporó. Junto a las dos motocicletas recostadas sobre la valla caída, una mujer de unos cuarenta años despotricaba con los brazos en jarras. Llevaba unos pantalones blancos y unas gafas de sol, y tenía los ojos clavados en la valla rota. Manolo, con el torso desnudo y bañado en sudor, avanzó entre los pinos en dirección a la mujer mientras se abrochaba los pantalones. Tras él, a unos metros de distancia, iba el Sans. Las chicas se quedaron donde estaban, de pie, cubriéndose los pechos con las ropas. La mujer parecía empeñada en un intento demencial (apartar las motocicletas con el pie), cuando el Pijoaparte se fijó en el coche parado en el camino de la Villa, y por cuya puerta abierta salía en este momento una joven morena, vestida con una falda azul plisada y una severa blusa de manga larga, morada. Llevaba en las manos un libro de misa y una mantilla. La mujer estaba furiosa:

– ¡Es el colmo! ¡Cada domingo la misma historia! ¿No han visto la valla? ¡Salgan inmediatamente del pinar…! ¡Marranos! -añadió al ver a las chicas medio desnudas-. ¡Acabaré por llamar a la guardia civil…!

– Oiga usted, señora -dijo lentamente el murciano, plantándose ante ella mientras acababa de abrocharse los tejanos. Descansó todo el peso del cuerpo en una pierna, en su indolente postura favorita. Por fin podría descargar toda la mala leche acumulada durante días y días. Llevaba el pelo largo y revuelto, y lo echó hacia atrás con la mano, sacudiendo gloriosamente la cabeza-. ¿Qué pasa? La valla ya estaba rota cuando nosotros hemos llegado, de modo que no chille tanto.

– ¡Sois unos gamberros! ¿Qué cuesta respetar las cosas? Se instalan donde quieren, comen como cerdos, lo ensucian todo y rompen la valla y encima hacen sus marranadas con estas chicas…! ¿Cómo te atreves a presentarte así, desvergonzado?

– Sin faltar, doña, que mire que le parto la jeta.

Dio un paso al frente. Las cosas le iban tan mal últimamente, que estaba deseando escarmentar a alguien. Pero de pronto se detuvo como paralizado por un rayo. Su rostro palideció y su mirada quedó fija unos metros más allá de la mujer: la joven, que permanecía inmóvil junto a la puerta abierta del coche, le estaba mirando directamente a los ojos.

Instantáneamente, la actitud del murciano cambió por completo. Exhibió su esplendorosa sonrisa blanca, se inclinó ante la enfurecida señora y abrió los brazos en un rendido gesto de disculpa:

– Señora…, la verdad es que tiene usted razón. La juventud, ya sabe, nos gusta divertirnos… Realmente, no encuentro palabras para pedirle disculpas. -Se volvió hacia el Sans, que le miraba francamente pasmado-. ¡Vamos, no te quedes ahí como un monigote, pídele perdón a la señora!

El Sans consiguió balbucear algo. La señora, después de unos segundos de silencio, volvió a la carga sólo por aquello de dejar las cosas en su lugar:

– ¡Miren cómo me han puesto todo! Estoy cansada de tener que limpiar todo esto de papeles y basura. Aquí no es sitio para merendolas, vayan a otra parte… -Y un tanto confusa por el giro imprevisto que había tomado la discusión, con la vaga idea de que le tomaban el pelo, dio media vuelta en dirección al coche y subió a él, añadiendo-: Espero que dentro de media hora se hayan marchado… Vamos, hija, vamos, ¡porque es que es el colmo!

Puso el motor en marcha. El muchacho avanzó hacia el automóvil, desesperado por cruzar otra mirada con la joven. Inútilmente. Ella parecía haberle olvidado. La vio sentarsejunto a la que debía ser su madre, con los ojos bajos y ruborizada. Él pensó en las burradas que había hecho. ¡Vaya espectáculo para una señorita! Llegar abrochándose la bragueta y encima decir aquello de la jeta a su madre. “Soy un desgraciado”, pensó mientras observaba, impotente, como el coche se alejaba hacia la Villa.

El resto de aquella tarde, el Pijoaparte anduvo vagando como un perro enfermo por la playa y el pinar, en torno a la Villa. La Lola nada pudo hacer por recuperarle. De nada sirvieron sus continuas llamadas de hembra rechazada y ahora sumisa que está empezando a comprender -al fin- que el sexo masculino está hecho de una materia mucho más cándida, soñadora y romántica de lo que ella creía; algo oscuro y difícil adivinó, en efecto, viendo la infinita tristeza que de pronto velaba los ojos de su compañero, algo intuyó acerca del por qué la actividad erótica puede ser a veces no solamente ese perverso y animal frotamiento de epidermis, sino también un torturado intento de dar alguna forma palpable a ciertos sueños, a ciertas promesas de la vida. Pero era ya demasiado tarde, y sólo obtuvo una mirada ausente y unas manos distraídas, frías, extraviadas, que recorrieron su cuerpo un breve instante y luego se inmovilizaron. El pensamiento de Pijoaparte, sus deseos, estaban muy lejos de allí.

Al anochecer, el muchacho seguía deambulando por los alrededores de la Villa con la esperanza de volver a ver a la señorita. Una sola vez, y sin que le diera tiempo a reaccionar, consiguió verla: fue un brevísimo instante en que ella se asomó a una ventana baja, en la pared trasera cubierta de hiedra, y sacó los brazos para cerrar los batientes con una precipitación que a él no le pasó por alto -y a falta de otra cosa, desplegó el rutilante abanico de su fantasía; y una vez más la imaginación fue por delante de los actos: corría como un loco hacia la ventana, que había vuelto a abrirse y dejaba ver a la indefensa muchacha debatiéndose en brazos de un señorito rubio, borracho, vestido de smoking… Pero por más que siguió atento a esa ventana, no volvió a verla abierta. El Sans no sabía si esperarle o marcharse con las chicas, puesto que las veces que le había llamado la atención sobre lo tarde que era, se había visto mandado literalmente a la m.

Al fin, cuando ya la noche iba a cerrarse, distinguió a la muchacha en el momento en que salía de la Villa en dirección al embarcadero; caminaba deprisa y se volvió dos o tres veces para mirar la terraza. El murciano le dio un codazo a su amigo, le cogió del brazo y se alejó un poco con él.

– Ya estás pirando con las chavalas.

– ¿Cómo…? ¿Y tú?

– Yo me quedo.

– ¿Qué te pasa? Estás loco, si es casi de noche… Además, oye, ¡qué cabronazo eres, con las dos niñas me clavan una multa!

– Pues la pagas. -Le dio un afectuoso coscorrón-. Venga ya, que gastas menos que Tarzán en corbatas. Llévatelas de aquí, sé bueno, Bernardo.

Palmeó su espalda y se alejó por la playa, arrimado al pinar. Se había levantado brisa y la luna sonrosada empezaba a reflejarse en el mar. Pasó por delante de la Villa, a unos cincuenta metros, en el momento en que se iluminaban dos ventanales, uno tras otro. Le pareció oír una música de violines, ahogada por el rumor de las olas.

La muchacha estaba en el interior del fuera-bordo amarrado al embarcadero. Descalza, en cuclillas, con unos pies de pato colgados al hombro, buscaba algo entre unas toallas de colores. Llevaba una falda amarilla muy liviana y un niki sin mangas, blanco, tan ceñido que parecía que se le hubiese quedado pequeño. La embarcación, cuyos costados lamían las olas con lengüetazos largos y templados, se balanceaba suavemente. Después de dar un pequeño rodeo trepando por las rocas, el Pijoaparte saltó al embarcadero y se detuvo allí un instante, contemplando a la muchacha. Ella aún no había notado su presencia. Así encogida, con la cabeza sobre el pecho, inmóvil, sumergida en esa gravedad de los solitarios juegos infantiles, cuán indefensa y frágil parecía frente a la inmensidad del mar -y cruzó por la mente del murciano un fugaz espejismo, residuo de los sueños heroicos de la niñez: aquello era un terrible tifón, la muchacha estaba sin sentido en el fondo de la canoa, a merced de las olas enfurecidas y del viento mientras él luchaba a pecho descubierto, ya la tenía en sus brazos, desmayada, gimiendo, las ropas desgarradas, empapadas (¡despierte, señorita, despierte!), sangre en los muslos soleados y ese arañazo en un rubio seno, picadura de víbora, hay que sorber rápidamente el veneno, hay que curarla y encender un fuego y quitarle las ropas mojadas para que no se enfríe, los dos envueltos en una manta, o mejor llevarla en volandas a la Villa: el haber sabido respetar su desnudez abría una intimidad fulgurante que le daría acceso a las luminosas regiones hasta ahora prohibidas (“papá, et presento al meu salvadó…” “Jove, no sé com agrair-li, segui, per favor, prengui una copeta…”) y él, que se había herido en una pierna al trepar por las rocas con la bella en brazos (¿o era un esguince de haber jugado al tenis?) cojeaba, cojea-ba, cojeaba elegantemente, melancólicamente al avanzar ante la admiración y la espectación general hacia el cómodo sillón de la terraza, hacia una bien ganada paz y dignidad futuras…

¡Xarnego, no fotis!, parecía decirle el chapoteo monótono y burlón -y desde luego sin ninguna esperanza de verle elevarse a la dignidad huracanada que requería la ocasión- del agua en los costados del fuera-bordo. El murciano carraspeó, se despejaron los vapores de su mente y se acercó con paso decidido al borde del embarcadero.

– Deberías llevarte también el motor, Maruja -dijo sonriendo-. Por aquí merodean tipos que no son de fiar.

La muchacha levantó la cabeza tranquilamente. En su cara se reflejó primero una vaga sorpresa, y luego devolvió la sonrisa.

– ¿De veras? -dijo, fijando de nuevo su atención en lo que hacía.

Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? -dijo él-. Me estaba preguntando, mientras venía a disculparme por lo de antes (una broma pesada, lo reconozco, pero en fin, una broma), me estaba preguntando si te acordarías de mí.

Maruja no contestó, aunque sonreía y le lanzaba furtivas miradas, siempre ocupada con sus toallas. A él le pareció que esta ocupación era ficticia, que la muchacha quería ganar tiempo. Debido a la postura, el niki se le había subido en la espalda y podía verse un pedazo de piel negrísima, con las vértebras muy marcadas.

– Bueno, prácticamente -añadió él-, esos que me acompañaban no son amigos míos. Les he conocido casualmente, en Blanes… Cuando tú has llegado con tu madre, me estaba despidiendo, prácticamente.

La chica se incorporó, y, con algunas toallas bajo el brazo y los pies de pato colgados al hombro, saltó del fuera-bordo al embarcadero. Al hacerlo se le cayeron los pies de pato. El Pijoaparte se apresuró a recogerlos y se los colocó de nuevo, aprovechando para dejar un rato la mano en el hombro de la muchacha.

– ¿Por qué no acudiste a la cita? -preguntó cambiando el tono de voz, acercándose más a ella-. ¿O es que ya no te acuerdas?

– Sí que me acuerdo. No pude ir.

Se apartó y empezó a caminar hacia los primeros escalones de la roca, pero él, con un par de rápidas zancadas, se le plantó delante y le cortó el paso, sonriendo:

– Espera, mujer. No creerás que voy a dejarte ir así, ahora que he tenido la suerte de volver a encontrarte. ¿Sabes que me he pasado meses y meses buscándote como un loco? ¿Sabes que he pensado en ti día y noche, bonita? Di, ¿lo sabes? -No.

Maruja sonrió, bajando la cabeza. Estaban muy juntos. Sin querer, ella rozó con la rodilla la pierna del muchacho. En ese momento, alguien en la Villa encendió las luces de la terraza y un haz luminoso se esparció sobre las rocas, por encima de ellos. Al mismo tiempo, se oyeron apagadas risas de mujer y la música, repentinamente, aumentó de volumen. Para el Pijoaparte por lo menos -ya que para ella estos pequeños incidentes debían carecer de importancia y de valor simbólico- fue una especie de señal convenida, relacionada con Dios sabe qué viejo sueño. Y sin esperar más, manteniendo el hombro apoyado en la roca, en una postura tranquila, tendió el brazo y atrajo a la muchacha hacia sí en el momento en que a ella empezaban a resbalarle de nuevo los pies de pato. Antes de que su boca tuviera tiempo de recorrer el corto trayecto hacia la de ella, ésta se le pegó desesperadamente. Como aquella noche en la verbena, el Pijoaparte notó que la muchacha empezaba abrazándose a él con una intensidad y una fuerza extrañas, no exactamente en función de una voluptuosidad en pugna consigo misma, sino más bien de una oscura necesidad de protección, para luego relajarse y dejar paso al deseo, con esos imperceptibles movimientos regresivos y progresivos de la sangre, que él sabía controlar tan admirablemente en el cuerpo femenino. Era éste un lenguaje que comprendía mejor y que le tranquilizaba.

Recordaría durante muchos años el olor a polen de los pinos, el rumor de las olas, el suave chapoteo del agua en los costados de la lancha; recordaría siempre las imponentes torres de la Villa alzándose iluminadas contra el cielo estrellado, y sus grandes ventanales arrojando a la noche ráfagas de música, de luz e intimidad, fragancias conyugales, rumor de pasos y de risas, mientras la luna brillaba en lo alto ingrávida y solemne como una hostia. Desbordando aquel fino cuerpo de serpiente, el calor y las ansias de absoluto pasaron al vientre de la muchacha, que se abría como una planta sedienta recibiendo la lluvia, con tal intensidad y en una postura tan atrevida, que él no tuvo más remedio que dudar, por un instante, de su condición de señorita. De repente, la muchacha se bajó el niki y se despegó un poco, dejando la cabeza recostada en el pecho del murciano.

– Me están esperando para cenar -dijo con un hilo de voz-. Me están esperando…

El no lo pensó dos veces:

– Maruja, esta noche vendré a verte -murmuró en su oído-. Cuando todos duerman, entraré por tu ventana… -Cállate. Estás loco.

– Te juro que lo haré. Dime cuál es tu ventana.

– Déjame, déjame…

Quiso desprenderse, pero él no la dejó marchar. -No, hasta que me digas dónde duermes.

– Pero ¿qué te has creído? ¿Quién te has figurado que soy yo…? -empezó ella con el aliento perdido.

Y él la hizo callar con un nuevo beso, esta vez suavísimo, un roce apenas, ese abandonado, tierno beso de desagravio por el cual se afirma el propósito de enmienda de todos los pecados menos de aquel que se tiene intención de cometer inmediatamente. No tenía, sin embargo, esperanzas de que ella le indicara su habitación.

– ¿Es aquella ventana por donde te has asomado esta tarde?

La muchacha le clavó una mirada rápida y asustada. Antes de escabullirse entre las rocas, le apretó un brazo con fuerza y le miró con los ojos húmedos: “Por favor… Gritaré si vienes, te juro que gritaré”. Y echó a correr escaleras arriba, hasta desaparecer en lo alto.

Durante cuatro horas la ventana permaneció cerrada. Unos metros más arriba, las luces de la terraza seguían festejando la noche, y él, sentado en el tronco cortado de un pino, con el mentón entre las manos y los ojos clavados en aquella ventana, creyó estar viviendo las horas más atroces de su existencia. Notaba frío en la espalda, y algo en su interior, allá dentro en las entrañas, empezaba a segregar la vieja tristeza que de niño corría por su sangre. “No quiere -se decía-, no quiere.” Oía música de discos, voces juveniles en la terraza, y vio llegar a un hombre en un coche, un caballero de pelo gris y aspecto distinguido, al que se recibió con alegres gritos de bienvenida. Luego, el miserable silencio de la hora de la cena, la despedida de unas amigas, de nuevo un rato de conversación, discreta, apacible, y por último un silencio total y definitivo. Ya ni siquiera miraba la ventana, tenía la frente abatida sobre el antebrazo, las últimas luces de la Villa, una a una, se apagaban, todo había terminado. “No quiere, maldita sea, no quiere.”

Jamás tuvo nadie una mirada tan perruna, una expresión tan triste, un conocimiento tan instantáneo y animal de la inmensidad de la noche, de la inútil vehemencia de las olas. La misma sensación de abandono le mantenía allí clavado, sin fuerzas, sin deseos, encogido sobre el tronco, con los ojos abiertos en la oscuridad e idéntica postula fetal que guardó en el vientre de su madre; abrazado a sus rodillas, la apatía del firmamento sobre su cabeza fue como un narcótico durante horas: era una inmovilidad tan perfecta del rostro (un tanto boquiabierto), una expresión tan petrificada, que parecía fundirse con la misma vacuidad cósmica que está más allá de toda frustración. ¡Aaaah…!, hizo sobre su cabeza la copa de un pino estremecida por la brisa.

Tardó un poco en darse cuenta. Primero fue el rayo de luz que se filtró entre los batientes de la ventana, y que volvió a apagarse en seguida, y luego el golpe seco de la madera en el muro: el Pijoaparte ya estaba en pie, tembloroso, iniciando con la mente más que con los pies una veloz carrera hacia la Villa, cuando aún, en realidad, permanecía inmóvil, alisando precipitadamente sus cabellos con la mano y comprobando el estado de su ropa. Luego, a medida que se acercaba al muro cubierto de hiedra, distinguió la ventana abierta y las sombras interiores, más densas aún que las de la noche. Tuvo que pisar un macizo de flores que flanqueaba la pared. Se detuvo. La ventana le llegaba al pecho. No oyó ningún ruido. Antes de saltar al interior se asomó: nada, excepto la mancha blanca de la sábana sobre la silueta informe de un cuerpo. Entró sin hacer ruido, deslizándose directamente hacia la cama.

Bocabajo, ciñendo la sábana a su cuerpo con los brazos pegados a los costados, y con media espalda dorada por el sol al descubierto, Maruja parecía dormir tranquilamente. Su perfil destacaba gracioso y nítido sobre la almohada. El intruso dudó unos segundos al pie del lecho, escuchando los latidos de su corazón, y luego se acercó a ella y se inclinó sobre su cabeza. Le penetró el cálido olor del lecho y de la piel femenina, el perfume de los cabellos, y su miedo se esfumó. Estuvo un rato susurrando el nombre de la muchacha, los labios pegados a su oído, la cogió luego muy suavemente por los hombros, pero de pronto se vio obligado a sujetarla. Maruja, con la sábana apretada al pecho, se incorporó.

– ¡¿Cómo-te has atrevido…?! ¡Te he dicho que gritaría!

– Y yo te he dicho que vendría. Tenemos que hablar, Maruja, sólo quiero decirte una cosa, no me iré de aquí sin decírtela…

Ella saltó de la cama, por el otro lado, y se quedó allí de pie, envuelta en la sábana. Él también se levantó, avanzó hacia ella, que murmuraba: “¡Dios mío, no puedo creerlo!”, arrinconada junto a la mesita de noche. Su cara y sus hombros morenos se confundían con las sombras de la habitación.

– Voy a gritar si no te vas ahora mismo -dijo en un tono próximo al llanto-. ¡¿Me oyes?! ¡Voy a gritar…!

El murciano se inmovilizó. Había notado algo que le hizo desechar repentinamente cualquier duda que aún pudiera quedarle sobre sus posibilidades de éxito; no fue el tono de las amenazas de ella -tono que ahora estaba al borde del llanto, ciertamente, pero al que había faltado convicción desde el primer momento-, sino un gesto de su mano que él pudo distinguir claramente a pesar de la oscuridad, el gesto que hizo de llevarse los dedos a la nuca para atusar sus cabellos, ladeando ligeramente la cabeza con ese aire de tranquila indiferencia que brota incluso, por reflejo espontáneo de la veleidad femenina, en los momentos menos a propósito. Y, fiel a ese mandato que a veces le dictaba su instinto, el Pijoaparte avanzó hacia la muchacha tendiéndole la mano, seguro de sí mismo.

– Amor mío, no puedes engañarme -dijo-. Adelante, grita.

Hubo un silencio, y en aquel momento tuvo la absoluta certeza de que la muchacha iba a ser suya. Casi al mismo tiempo, ella empezó a gimotear débilmente, dejándose caer sentada en la cama, con la cabeza abatida sobre el pecho. El joven del Sur se sentó a su lado y la rodeó con el brazo, besó sus ojos suavemente, con una emoción auténtica, hasta que secó sus lágrimas, quemando; abrazándose a él, finalmente, la muchacha se tendió de espaldas apartando la sábana.

Sus rodillas soleadas emergieron en la penumbra, temblorosas, cubiertas de una fina película de sudor y de pasmo: ha visto su hermosa y rebelde cabeza inclinada fervorosamente, buceando en tinieblas, hasta posar la frente en una piel ya no abrasada por el estúpido sol de las playas patrimoniales, sino por el deseo. Para él, en cambio, recorrer con los labios aquel joven cuerpo bronceado, aprenderlo de memoria con los ojos cerrados, significaba además sentir el gusto de la sal en la boca, violar el impenetrable secreto de un sol desconocido, de una colección de cromos rutilantes y luminosos nunca pegados al álbum de la vida.

Y todas las playas de este mundo, caprichosos sombreritos de muchacha, prendas de finísimo tejido en azul, verde, rojo, sandalias paganas en pies morenos de uñas pintadas, parasoles multicolores, senos temblorosos bajo livianos nikis a rayas y blusas de seda, sonrisas fulgurantes, espaldas desnudas, muslos dorados y calmosos, mojados y tensos, manos, nucas, adorables cinturas, caderas podridas de dinero, todas las maravillosas playas del litoral reverberando dormidas bajo el sol, una música suave ¿de dónde viene esa música?, esbeltos cuellos, limpias y nobles frentes, cabellos rubios y gestos admirablemente armoniosos, bocas pintadas, concluidas en deliciosos cúmulos, en nubes como fresa, y tostadas, largas, lentas y solemnes antepiernas con destellos de sol igual que lagartos dorados, esa música ¿oyes?, ¿de dónde viene esa música?, mira la estela plateada de las canoas, la blanca vela del balandro, el yate misterioso, mira los maravillosos pechos de la extranjera, esa canción, esa foto, el olor de los pinos, los abrazos, los besos tranquilos y largos con dulce olor a carmín, los paseos al atardecer sobre la grava del parque, las noches de terciopelo, la disolución bajo el sol…

Luego, sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados firmemente junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra caricia sin forma pero infinitamente más tangible, con toda su real presencia, de aquello que tan orgullosamente se levantaba con la Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones, de los muebles, las escaleras alfombradas, los salones, las lámparas, las voces. Entró en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia miserable.

Constató, además, un hecho importante en nuestras latitudes: la muchacha no era inexperta, circunstancia que provocó en su mente enfebrecida, transportada, una momentánea confusión. Fue, por un breve instante, como si se hubiese extraviado. No llegó a ser un sentimiento, sino una sensación, un brusco retroceso de la sangre y un vacío en la mente, pero que no pasó de ahí y que se esfumó en seguida.

Y hasta que no empezó a despuntar el día en la ventana, hasta que la gris claridad que precede al alba no empezó a perfilar los objetos de la habitación, hasta que no cantó la alondra, no pudo él darse cuenta de su increíble, tremendo error. Sólo entonces, tendido junto a la muchacha que dormía, mientras aún soñaba despierto y una vaga sonrisa de felicidad flotaba en sus labios, la claridad del amanecer fue revelando en toda su grotesca desnudez los uniformes de satín negro colgados de la percha, los delantales y las cofias, sólo entonces comprendió la espantosa realidad.

Estaba en el cuarto de una criada.

Apenas si llegó a tener conciencia

Elle n’etait pas jolie

elle était pire.

Víctor Hugo


Apenas si llegó a tener conciencia de las largas horas enfebrecidas que se habían acumulado aquí entre las tristes cuatro paredes de este dormitorio, y que tal vez algún día arroparon un sueño desamparado y enloquecido semejante al suyo: su primer impulso fue abofetearla.

Se incorporó bruscamente y se quedó sentado en la cama, anonadado, atónito, con los ojos como platos. Aparte la significación insolente y brutal que este amanecer le confería, el cuarto no tenía nada de particular: era pequeño, de techo muy alto, inhóspito, con un viejo armario de dos lunas, una mesita de noche, dos sillas y un perchero de pie. Sobre la mesita de noche había un despertador, un paquete de cigarrillos rubios, una novelita de amor de las de a duro y una fotografía enmarcada donde se veía, junto a un automóvil “Floride” parado frente a la entrada principal de la Villa, a Maruja con su uniforme de satín negro y cuello almidonado y a una muchacha rubia, en pantalones, que defendía sus ojos del sol haciendo visera con la mano: su rostro quedaba en sombras y no era fácil de reconocer. El de Maruja, en cambio, estaba perfectamente iluminado pero iniciando un movimiento hacia atrás, hacia la puerta abierta del coche, como si en el último momento hubiese pensado que cerrándola la foto quedaría mejor.

De un violento manotazo la fotografía fue a parar al suelo. Como a la luz de un relámpago, como esos moribundos que, según dicen, ven pasar vertiginosamente ante sus ojos ciertas imágenes entrañables de la película de sus vidas segundos antes de morir, el Pijoaparte, en el preciso instante de volver a dejarse caer de espaldas en el lecho, antes de que su mano se lanzara instintivamente a despertar a bofetadas a la criada, tuvo tiempo de ver como cruzaba por su recuerdo, durante una fracción de segundo, una de las imágenes más obsesionantes de su infancia, la que quizá se le había grabado con más detalle y para siempre: ingrávido en el tiempo, bajo un palpitante cielo estrellado, abrazaba de nuevo a una niña en pijama de seda.

Maruja se ovilló sobre la cama, con los ojos cerrados. No lanzó ni un gemido. Estuvo un rato cubriéndose la cara con los brazos y luego ni siquiera eso: inmóvil, insensible a los golpes, sometida, el total relajamiento de músculos bajo la pie/ morena parecía anunciar la inminencia de un nuevo estremecimiento de placer que él no había previsto, de modo que la mano del murciano, pasmada, se detuvo a unos centímetros del cuerpo desnudo y cálido, que ahora se dio la vuelta hacia él: era como si el ser despertada a bofetadas no representara para ella ninguna sorpresa, como si ya estuviese hecha a la idea desde hacía tiempo. Luego, el Pijoaparte saltó de la cama y fue hacia la ventana, donde apoyó los codos y quedóse mirando fuera, a lo lejos, más allá de las sombras que todavía flotaban en el pinar. Una vaga y triste sonrisa bailaba en sus labios.

– Conque una marmota -murmuraba para sí mismo-. ¡Una vulgar y cochina marmota! ¡Tiene gracia la cosa!

Ella no se atrevía a moverse. Le ardían las mejillas y los antebrazos. Encogida en un extremo de la cama, tendió lentamente la mano hacia el suelo para recuperar la sábana y cubrirse, pero se inmovilizó de nuevo al oír la exclamación del chico: “¡Coño, si tiene gracia!” La mano volvió prontamente a su sitio, sobre el corazón. Con las rodillas se tocaba el pecho. Sus ojos asustados vigilaban ahora los movimientos del murciano.

– ¿De quién es esta Villa? -preguntó él, volviéndose-. ¿No me oyes?

Maruja no contestó. Lanzaba rápidas y llorosas miradas al muchacho, miradas temerosas, somnolientas, llenas de una especial simpatía cuya naturaleza proponía algo, sugería algo profundo y sórdido que él conocía muy bien y que identificó en seguida: la aceptación de la pobreza; era esa dulce mirada fraterna que implora la unión en la desventura, el mutuo consuelo entre seres caídos en la misma desdicha, en la misma miseria y en el mismo olvido; era esa ráfaga de atroz solidaridad que se abate sobre las multitudes unidas por la desgracia, como en los campos de concentración, o sobre destinos idénticos, como en los prostíbulos: un vasto sentimiento de renuncia y de resignación que al Pijoaparte le aterraba desde niño y contra el cual habría de luchar durante toda su vida.

¡Contesta, raspa! ¿De quién es la Villa?

Seguía apoyado en la ventana y miraba a la muchacha. Ella presentía el poder de este cuerpo: la leve flexión de la vigorosa espalda, debido a una postura negligente y perezosa que arrancaba de la cadera, hacía que la pálida luz de la madrugada se deslizara suavemente desde los hombros hasta difuminarse en la cintura esbelta y prieta.

La muchacha bajó los ojos.

– ¿Por qué quieres saberlo…?

Eso a ti no te importa una mierda. Contesta, ¿quién vive aquí?

Unos señores. Los dueños de la Villa.

– ¿Tus señores?

– ¿Cómo se llaman?

Serrat.

El Pijoaparte meneó tristemente la cabeza. Una sonrisa burlona luchaba por abrirse paso en medio de su expresión desdeñosa.

¡Vaya trabajo el tuyo! -dijo-. ¿Y qué hacen aquí, además de bañarse y tocarse los huevos todo el día?

Nada… Veranean.

– ¿Son muy ricos?

Sí… Creo que sí.

– ,.¡Sí, creo que sí! Ni siquiera sabes en qué mundo vives, menuda estúpida estás tú hecha. ¿Son muchos?

– ¿Cómo? -Maruja hablaba en un susurro-. No. El señor sólo viene los fines de semana.

– Pues anoche había mucha gente.

– Amigos de la señorita…

– ¡No te oigo!

– Amigos de la señorita.

Maruja volvió a cerrar los ojos. Él la estuvo mirando un rato con curiosidad: la misma extraña combinación de sueños que le había traído a este dormitorio le hacía considerar ahora la situación de la muchacha con una ironía no exenta de cierta pena. Se acercó a la cama.

– Te crees muy lista ¿verdad, muñeca?

Ella negó con imperceptibles movimientos de cabeza. De nuevo estaba a punto de llorar. Se mordía el labio inferior y sus ojos brillaban en la penumbra como dos ascuas.

Ricardo… -susurró.

– ¡Yo no me llamo Ricardo! Aquí vamos a aclarar muchas cosas, y tú la primera.

Se arrodilló sobre la cama. Maruja se incorporó y quedó sentada en el borde, al otro lado, dándole la espalda. Se atusó los cabellos con la mano.

– Ahora tengo que vestirme -dijo con un resto de voz-. Hay que preparar el desayuno.

– Quieta. Es temprano.

– Ella siempre se levanta muy temprano…

– ¡No me des la espalda cuando yo te hablo! -bramó él. Adivinó el escalofrío que recorrió la espina dorsal de la muchacha y que la dejó erguida. Con la mano todavía en los cabellos, Maruja rectificó su posición y se sentó un poco de lado, dándole el perfil con los ojos bajos-. Así está mejor. ¿Quién es ella?

La señorita Teresa.

– ¿Quién? -Se quedó pensativo, le pareció recordar-. ¿La rubia de la verbena, la que dijiste que era tu amiga…? -Sí…

Despacio, el murciano se tendió de espaldas sobre la cama, con cierta voluptuosidad. “Teresa”, murmuró con los ojos clavados en el techo, y por su mirada se hubiese dicho que tenía conciencia de haberse equivocado no de muchacha, sino simplemente de habitación.

Cuando Maruja iba a levantarse, él, cruzándose en la cama, la cogió fuertemente del brazo y la obligó a seguir sentada.

– Y ahora cuéntame, raspa, desembucha. ¿Por qué has hecho esto?

– ¿Qué he hecho yo…? Si yo no he hecho nada.

– Ya sabes a lo que me refiero. Me has mentido como una golfa.

– No es verdad. La culpa ha sido tuya, te dije que no vinieras. Yo no sé qué cosas pensarías de mí, pero yo no te he engañado nunca. Creía que…

– Qué.

– Creí que yo te gustaba un poco… que me querías un poco. En la verbena de San Juan me dijiste todas aquellas cosas tan bonitas, y también esta noche…

– ¡Pero bueno, tú estás chalada! ¿Qué te crees, que me chupo el dedo? ¿Qué puñeta hacías tú en la verbena? -Por favor, suéltame, que me haces daño.

– ¿Qué hacías tú allí, una marmota, entre todas aquellas señoritas? ¡Contesta!

– Ahora tengo mucha prisa -intentó levantarse-. ¡Por favor!

E1 la obligó a volverse del todo, y, después de forcejear para que apartara los brazos, se disponía a golpearla en la cara con el revés de la mano. Pero la muchacha se abrazó a él, llorando. El murciano masculló una blasfemia; empezaba a desear darse de bofetadas a sí mismo, empezaba a sospechar que allí el único imbécil era él. Hubo un largo silencio, roto solamente por los sollozos de Maruja, que escondía la cara en el pecho del muchacho. El Pijoaparte deseó encontrarse a cien kilómetros de allí, pero algo le impedía desprenderse de la chica. De pronto, hiriendo los tímpanos con su furioso zumbido metálico, sonó el despertador de la mesilla de noche. A él le pareció que todo empezaba a temblar, tenía la sensación de que aquel maldito cacharro sonaba dentro de su propia cabeza.

– ¡Maldita sea mi suerte!

– Si de verdad me quisieras, Ricardo… -empezó ella, pero el Pijoaparte se soltó bruscamente y se tumbó de nuevo en la cama.

– ¡Vete al infierno, ¿me oyes? ¡Y yo no me llamo Ricardo, me llamo Manolo!

El despertador seguía sonando y tembloteando en la mesita de noche, como una irritante alimaña herida de muerte. Luego fue perdiendo fuerza poco a poco. Maruja, repentinamente dueña de sí, lo paró poniendo la mano encima y acto seguido se levantó, cabizbaja, secándose con el antebrazo las lágrimas que corrían por sus mejillas.

– Tengo que vestirme. Tecla ya se habrá levantado… -¿Quién mierda es Tecla? ¿Otra marmota? ¡Vaya hombrecito!

– Es la cocinera.

– Lárgate cuanto antes, no quiero ni verte.

Ella, desnuda, con un paso flexible y tímido, fue primero hasta la ventana y la entornó. El Pijoaparte quedó sorprendido y admirado al ver su cuerpo en movimiento: tenía la quieta suavidad de las casadas, una elasticidad en reposo, un levísimo temblor de partes blandas, independiente por completo del movimiento agresivo de las caderas ligeramente echadas hacia adelante y del juego perezoso pero ágil de las corvas: durante unos segundos se estableció una trama vital de equilibrio entre la rodilla apenas doblada, el combado contorno de la pierna avanzada y el temblor de aquellas partes más sensibles del cuerpo. El encanto emanaba de cierta contención, cierta economía de gestos que por supuesto nada tenía que ver con la timidez o el pudor sino más bien con las buenas maneras de los ricos y el adecuado régimen alimenticio que debían gozar los señores que ella servía y que de alguna manera difícil de determinar, a veces, algunas criadas naturalmente dispuestas a ello consiguen asimilar en provecho propio. “Es fina, la muy zorra, por eso me ha engañado”, se dijo. El encanto se completaba con unos hombros débiles y algo picudos que indirectamente se embellecían a causa de la robustez de las caderas; y unos pequeños pechos como limones, separados, que apuntaban no de frente sino formando un ángulo abierto, y que ahora registraban en su ligero temblor de gelatina el gracioso ritmo acompasado de los pasos de la muchacha.

Después de entornar la ventana, Maruja recogió del suelo la fotografía que él había tirado y la frotó cuidadosamente con la palma de la mano.

– ¿Es tuya esa foto? -preguntó él.

– Sí.

– ¿Y por qué la guardas? ¡Vaya tontería! ¿Quién es ésa que está contigo?

– La señorita. Fue cuando le compraron el coche… Ella me regaló la foto.

– ¡Que bien! Eres una sentimental de mierda.

Maruja dejó la foto sobre la mesilla de noche y entonces él la cogió. “¿A ver…?”, dijo forzando un tono indiferente. Evocó en vano a la rubia de la verbena: la sombra de esta mano que hacía visera cubría el rostro por completo y solamente identificó el color y la forma del pelo, su peinado de melena laxa. Maruja fue hasta el armario y empezó a vestirse.

– Manolo -dijo-, ¿por qué hablas siempre ese lenguaje tan feo?

– Yo hablo como me da la gana, ¿te enteras?

Dejó la fotografía sobre la mesita y se quedó tendido, mirando el techo. Suspiró profundamente. De pronto tuvo conciencia de lo bien que se estaba allí…

– ¿Qué, sigues enfadado? -murmuró ella al cabo de un rato, sin mirarle. El muchacho no contestó, y entonces ella, volviéndose-: ¿Qué piensas hacer? Es muy tarde.

– ¿Te quieres callar ya, niña?

Maruja le sonrió tímidamente. Él cerró los ojos, las manos bajo la nuca. Al poco rato oyó un rumor de pies desnudos acercándose y luego un peso blando y cálido sobre su pecho. El dulce olor que emanaba de la piel de la muchacha le envolvió la cabeza. Oyó su voz como en sueños: “Manolo, mi vida, aquí no puedes quedarte…” Abrió los ojos y vio los de ella, negros y brillantes, risueños, a unos centímetros de su rostro. Ahora podía ver también la leve señal rojiza que algún golpe había dejado en uno de los pómulos. “Animal, se dijo, pedazo de animal”.

– Quita, raspa, no estoy de humor -masculló, pero sus manos se deslizaron hasta las nalgas de la muchacha.

– No me llames eso, por favor -dijo ella mientras le besaba y le mordisqueaba el mentón-. ¿Sabes que eres muy guapo? Eres el chico más guapo que he conocido. Casi das miedo de guapo que eres…

– Déjate de chorradas. Y dime, ¿quién fue el primero? -¿Cómo?

– Venga ya, no te hagas la estrecha. ¿Quién fue el primero? Maruja escondió el rostro en el cuello del murciano.

– ¿No te reirás de mí? -preguntó-. Prométeme que no te reirás si te lo digo. Un novio que tuve… Era canario y hacía la mili en Barcelona. No le he vuelto a ver.

– ¿Le querías?

– Al principio, sí.

El Pijoaparte se echó a reír.

– Un quinto tenía que ser. Mira que llegas a ser tonta. ¿No sabes que los quintos son unos granujas que sólo buscan tirarse a las tontas como tú…?

– No digas palabrotas.

– ¿De dónde eres?

– ¿Yo? De Granada. Pero vivo en Cataluña desde chiquita. -¿Y tus padres?

– Mi padre en Reus, es el masovero de una finca del señor Serrat, y yo me crié allí, y allí conocí a la señorita porque venía a veranear con sus padres. Nos hicimos muy amigas, desde pequeñas. Ahora no veranean en Reus, hace ya mucho tiempo, porque tienen más dinero… Cuando murió mi madre yo tenía quince años, y la señora me trajo a Barcelona para que la ayudara en la casa.

Habló también de su abuela y de un hermano que estaba a punto de entrar en quintas, todos en Reus. Él seguía acariciándola. Cuando iba a revolcarla de nuevo sobre la cama, ella se soltó y se incorporó de un salto…

– No, es tarde… Será mejor que te vayas.

– ¡Pues claro, raspa!, ¿qué crees que voy a hacer? Perderte de vista cuanto antes, eso voy a hacer.

Saltó de la cama y se vistió rápidamente. Fue hacia la ventana y Maruja, cuando le vio con una pierna fuera, corrió hasta él.

– ¡Espera! ¿Te vas así? ¿Cuándo te veré otra vez?

Llevaba en la mano derecha un cofrecillo de madera labrada y acababa de ponerse unos aros en las orejas, adorno con el que sin duda había pensado darle una sorpresa al muchacho. Pero él ya había saltado de la ventana y estaba en medio del macizo de flores, mirando en dirección al mar con cierta ansiedad en los ojos, al tiempo que introducía los bordes de su camisa en el pantalón. Luego se echó los cabellos hacia atrás con la mano. Desde la ventana, a medio vestir, Maruja le miraba con ojos tristes. Tras él, el pinar exhalaba todavía un pesado silencio nocturno, roto sólo por el siseo de las olas en la playa. El aire estaba quieto y nada anunciaba la salida del sol. El rostro del Pijoaparte se quedó ahora tenso, vuelto hacia la criada pero sin mirarla todavía: por su expresión parecía estar registrando alguna profunda sacudida sísmica o lejanas voces perdidas que ahora el oleaje devolvía y dejaba colgadas, vibrando, en medio del aire fresco de la madrugada. Luego, repentinamente, fijó los ojos en Maruja y una sonrisa iluminó su rostro:

– ¿Son joyas? ¿De dónde las has sacado? ¿Te las regaló la señora…?

– Estos aros, no. Los compré hace una semana. ¿Verdad que son bonitos? Oye, ¿cuándo te veré?

El Pijoaparte tenía los ojos clavados en el cofrecillo.

– Muy pronto. ¡Abur, raspa! -gritó dando media vuelta y alejándose hacia el pinar.

La motocicleta estaba donde la había dejado. Salió con ella a la carretera y se lanzó a velocidad de vértigo en dirección a Barcelona. Durante todo el viaje estuvo obsesionado por una idea: una y otra vez se le aparecía Maruja en la ventana, de pie, sosteniendo en la mano el cofrecillo que guardaba sus pobres joyas.

Llegó a la ciudad cuando ya el sol teñía de rosa la cumbre del Carmelo, en el momento en que la Lola, en su casa de la calle Muhlberg, saltaba de la cama para ir al trabajo, destemplada y deprimida, seriamente enojada consigo misma por enésima vez… Se cruzó con el Pijoaparte al bajar hacia la plaza Sanllehy, en una de las revueltas de la carretera del Carmelo: distenso, abstraído, remoto, los negros cabellos revoloteando al viento como los alones de un pajarraco, aguileño por la imperiosa reflexión y por la misma velocidad endiablada que llevó durante todo el viaje, el perfil del murciano se abría como un mascarón de proa en medio de la cruda luz de la mañana. Lo único que la muchacha pudo ver, envuelta en el ruido ensordecedor de la Ossa, fue un repentino perfil de ave de presa volando sobre el manillar, retenido durante una fracción de segundo con un parpadeo de asombro.

Mientras corría hacia la cumbre del Carmelo, al Pijoaparte se le ocurrió la idea, por vez primera, del robo de las joyas en la Villa. No vio a la Lola hasta que ya hubo pasado: el espejo retrovisor recogió su espalda un instante, la retorció en su universo cóncavo y frío y la empequeñeció remitiéndola definitivamente a la nada.

Desde la cumbre del Monte Carmelo

En realidad, el gangster arriesgaba su vida para que la rubia platino siguiera mascando chicle.

(De una Historia del Cine.)


Desde la cumbre del Monte Carmelo y al amanecer hay a veces ocasión de ver surgir una ciudad desconocida bajo la niebla, distante, casi como soñada: jirones de neblina y tardas sombras nocturnas flotan todavía sobre ella como el asqueroso polvo que nubla nuestra vista al despertar de los sueños, y sólo más tarde, solemnemente, como si en el cielo se descorriera una gran cortina, empieza a crecer en alguna parte una luz cruda que de pronto cae esquinada, rebota en el Mediterráneo y viene directamente a la falda de la colina para estrellarse en los cristales de las ventanas y centellear en las latas de las chabolas. La brisa del mar no puede llegar hasta aquí y mucho antes ya muere, ahogada y dispersa por el sucio vaho que se eleva sobre los barrios abigarrados del sector marítimo y del casco antiguo, entre el humo de las chimeneas de las fábricas, pero si pudiera, si la distancia a recorrer fuera más corta -pensaba él ahora con nostalgia, sentado sobre la hierba del Parque Güell junto a la motocicleta que acababa de robar- subiría hasta más acá de las últimas azoteas de La Salud, por encima de los campos de tenis y del Cottolengo, remontaría la carretera del Carmelo sin respetar por supuesto su trazado de serpiente (igual que hace la gente del barrio al acortar por los senderos) y penetraría en el Parque Güell y escalaría la Montaña Pelada para acabar posándose, sin aroma ya, sin savia, sin aquella fuerza que debió nacer allá lejos en el Mediterráneo y que la hizo cabalgar durante días y noches sobre las espumosas olas, en el silencio y la mansedumbre senil, sospechosa de indigencia, del Valle de Hebrón.

Se sentía muy solo y muy triste.

Había empezado a vencerle el sueño y la fatiga y había visto que la luz de los faroles, en la ladera oriental del Carmelo, palidecía poco a poco y se replegaba en sí misma ante la inminencia del amanecer. Desapareció de su camisa rosa y de su pantalón tejano la humedad que la hierba le había pegado con las horas y pensó que, a fin de cuentas, un día de playa era lo mejor, entre los pinos se está bien, puede que la Lola no resulte tan ñoña como yo imagino, rediós, qué mujerío el de mi barrio. “Todavía estará durmiendo, anoche debió ser feliz preparando mi comida, la_ estoy viendo contar las horas que faltan… Pero seguro que sólo es chica para magreo”. Se dijo que Bernardo aunque ya había caído en el lazo, en eso por lo menos seguía llevando los pantalones, algo había aprendido a su lado además de forzar puertas de automóviles y apañar motos, buen chaval Bernardo, a pesar de todo, amigo de verdad, compañero chimpancé, feo de narices él. “Bien mirado, ha sido una suerte que el Cardenal no haya querido cerrar el trato ahora mismo, ni siquiera guardar la moto en su casa: Bernardo no se merece esta faena”.

Aún le veía la noche anterior, sentado junto a él en un banco de las Ramblas, encogido, abrazado a sus propias rodillas y atento a la menor señal que pudiera significar una orden. ¿Habría sido aquel su último trabajo juntos? Desvalijar coches le aburría y además el Cardenal ya no era el buen comprador que siempre fue, alegaba Bernardo cuando no quería trabajar, pero él sabía que la verdadera razón de sus negativas cada vez más firmes a colaborar era otra muy distinta: la razón era la Rosa, aquel estúpido lío con la Rosa que Bernardo se empeñaba en llamar amor pero que a él un particular sentido de las categorías en materia de pasión le impedía relacionar con el amor. Intuía que Bernardo era uno de esos buenazos en los cuáles todo indica que están irremediablemente predestinados a vivir sólo sucedáneos del amor con sucedáneos de mujer y aún en ambientes de ruidosa alegría familiar, suburbana, que al cabo no serían otra cosa que sucedáneos de familia y de alegría. Recordando ahora su conversación de la víspera, el Pijoaparte intentó localizar aquella pobre esperanza que latía tímidamente bajo las palabras del Sans, aquella nauseabunda ilusión nupcial de empleadillo que le estaba arrebatando poco a poco y de manera tan miserable a un buen amigo, al único que le quedaba: debía ser pasada ya la medianoche, estaban los dos frente al Dancing Colón de las Ramblas y el murciano observaba con una viva impaciencia en la mirada a los siniestros jovenzuelos más o menos vestidos con cueros de brillo metálico que estacionaban sus motos sobre la acera y en el mismo paseo central, a ambos lados del banco que ellos ocupaban. La extraña relación de fulgores metálicos, el difícil equilibrio que aquellos jóvenes rambleros habían logrado establecer entre su vestimenta y sus veloces máquinas, era algo que solía poner una mueca de infinita pena y desprecio en los labios de Pijoaparte, como si realmente tuviera conciencia de lo inútil y efímero de ciertos afanes humanos. Esos nunca serán nada, pensaba. Alguno iba con su putilla, gloriosamente vacante esta noche, y entre las parejas, al bajar de las motos y mirarse, se establecía rápidamente una corriente de íntima satisfacción. Poco a poco, las motocicletas se iban alineando en cantidad, dispuestas con un espectacular rigor estético que debía ser una natural expansión del mismo sentimiento vagamente erótico que sus rutilantes formas dinámicas provocaban en sus Imberbes propietarios.

– Miseria y compañía -había dicho el murciano-. ¿Qué me dices del coche que hemos visto en la plaza del Pino?

– No -se apresuró a responder Bernardo-. Te digo que no puede ser. Además, ¿con qué quieres trabajar? No hemos traído linterna ni destornillador ni nada…

– Llevo la navaja.

– Es igual. No. Quedamos en que sólo te echaría una mano para las motos y con la condición de llevar a las niñas a la playa mañana mismo.

– Para eso no me haces falta, sé arreglarme sólo.

– Pero yo también quiero hacerme con una, la necesito. -Calló un rato y luego añadió-: Manolo, piensa en lo buena que está la Lola y olvida ya ese coche.

– Nunca tendrás un céntimo -murmuró el Pijoaparte.

A partir de este momento, la depresión que le dominaba se agravó. Se retorcía las manos, y sus ojos intensamente negros, como anegados de tinta, se clavaron en unos marinos americanos que entraban en el Colón arrastrando de la mano a dos muchachas del Cosmos. Luego centellearon con una luz somnolienta y hundió la cabeza, hizo chasquear la lengua: le aburría la general penuria de aspiraciones y deseos que notaba en torno, tanta resignación ahogándole como un sudario. La voz del Sans tenía ahora un leve tono plañidero:

– Yo no soy como tú, yo pienso también en otras cosas. Qué quieres, pienso en la Rosa, estos días no hago más que pensar en ella.

– Eres un estúpido, crees que te has enamorado. ¡Jo, jo!

– Hay que cambiar de vida, estoy harto.

– Nunca serás nadie, chaval.

Más tarde, los rambleros empezaron a escasear, algunos se inmovilizaban en medio del paseo, reflexionaban, dudaban, habían perdido aquel apresuramiento que les lanzaba de un local a otro escopeteados por Dios sabe qué afanes comunicativos, y las últimas energías eran gastadas en disputarse los taxis. Ellos esperaron un poco más. Habían observado muy atentamente, pero sin demostrar ningún interés ni ansiedad, sino como en una fijación accidental de las pupilas provocada por el mismo vacío mental o la inmovilidad, los rápidos movimientos de un individuo con pinta de provinciano en juerga de sábado aparcando su moto con indecisión y torpeza junto a un árbol y corriendo luego hacia un grupo de amigos que salían de un taxi un poco más arriba del Colón. Iban endomingados y se palmearon la espalda antes de alejarse por la acera en dirección al Cosmos. Seguramente, pensó el Pijoaparte viéndoles fumar sendos puros y arrastrar aún cierta pesadez de sobremesa, digestiva, seguramente han estado comiendo en un restaurante de la Barceloneta y ahora vienen en busca de puta. “Chaval, este polvo te costará caro”, se dijo observando al que acababa de dejar la motocicleta.

El Pijoaparte llevaba unos guantes de piel negra prendidos del cinturón; ahora se los ponía lentamente. “Vale -dijo-. Tú primero.” “Esperaré un poco”, respondió el Sans. “No hay nada que esperar, este es el momento.” “Es mejor asegurarse -insistió el Sans, y se volvió para mirarle-. A ti, si no fuera por mí ya te habrían trincado no sé cuántas veces.” “Cállate, Bernardo, que hoy me pones de mala leche.” “Está bien…” “Hablarás cuando yo te lo diga y no olvides quién manda aquí.” “Está bien, pero que conste.” “Venga ya, qué diablos esperas.”

Casi tuvo que empujarlo. No es que el chico tenga miedo -se dijo al verle alejarse-, Bernardo nunca le tuvo miedo a nada. Pero ¡cómo lo ha cambiado esa golfa! ¡Se lo ha tirado bien!

Permaneció sentado en el banco, y ahora se puso una luz viva en sus pupilas, que giraban en la cuenca de sus ojos sin dejar escapar ningún movimiento de los tipos que merodeaban por allí cerca. Vio al Sans avanzando hacia la motocicleta con las manos en los bolsillos, despacio, balanceándose como un mono sobre sus piernas torcidas, divertido e inofensivo, entrañable, y de pronto sintió por él una gran ternura: fue un momento de distracción y de debilidad -con razón él procuraba siempre evitarlos- que podía haberles costado muy caro a los dos. Cuando volvió en sí y se dio cuenta, el Sans ya había montado la motocicleta y estaba a punto de cometer un disparate. Parecía tranquilo. No oyó el primer silbido del Pijoaparte ni le vio saltar del banco como impulsado por un resorte. ¡Imbécil!, ¿dónde tienes la cabeza? Otro silbido de alarma, pero ya era demasiado tarde: Bernardo se había equivocado de máquina -las dos eran Ossa y estaban juntas, amorosamente cuidadas y frotadas, rutilantes-, cuyo propietario, un jovencito esmirriado y pulcro, acababa de dejarla allí y en el último momento, cuando ya se iba, había vuelto la cabeza para mirar a su moto por encima del hombro con los mismos ojos devotos y derretidos con que habría mirado a su novia al despedirse de ella (y sin duda, teniendo en cuenta los tiempos que corren, movido por oscuros imperativos sexuales que acaso hallaban más satisfacción en la motocicleta que en la novia) en el preciso momento en que Bernardo, ignorante de su error, se acomodaba en el sillín. Con la sorpresa en el rostro, el desconocido increpó al Sans, que se quedó helado. Desde donde estaba, el Pijoaparte no podía oír lo que hablaban: Bernardo, bajando de la motocicleta, abría los brazos en señal de disculpa y se reía; acabó por convencer al peripuesto ramblero de que se trataba de una simple confusión de máquina, sobre todo cuando se subió a la otra. El joven se alejó hacia el Venezuela y el Pijoaparte, suspirando aliviado, volvió a sentarse en el banco.

Sin embargo, el Sans, sin duda para dar satisfacción a su vanidad profesional humillada, o simplemente porque había vuelto a encontrarle gusto al peligro, se apeó de la moto en cuanto vio desaparecer al tipo, volvió a montar la “suya”, hizo saltar el candado y luego le dio al pedal tranquilamente -el Pijoaparte pudo distinguir su sonrisa simiesca a pesar de la distancia-, arrancando con una brusca sacudida. Saltó del paseo al arroyo rozando el suelo con los pies, maniobrando con habilidad y en medio del ruido infernal del motor, encogido como un gato, y enfiló Ramblas arriba hasta desaparecer más allá de la plaza del Teatro.

Sensible siempre a los presagios y a los símbolos, víctima una vez más de una de aquellas asociaciones de ideas que para mentes poco sólidas como la suya eran una maldición, el Pijoaparte vio en esta espectacular huida del Sans el canto del cisne de una etapa de su vida que tal vez, efectivamente, había que dar por liquidada: la cita frustrada con aquella maravillosa muchacha de la verbena había ya colmado el mundo de sus sueños y su recuerdo parecía impedir el paso de otros. Comprendió que Bernardo también acabaría por dejarle solo, como todos los de la pandilla, ninguno duraba más de seis meses y no se atrevían a grandes cosas, se desanimaban, embarazaban estúpidamente a sus novias, se casaban, buscaban empleo, preferían pudrirse en talleres y fábricas. Bernardo hablaba de resignarse. Pero ¿resignarse a qué? ¿A jornales de peón, a llevar al altar a una golfa vestida de blanco, a que le chupen a uno la sangre toda la vida? El murciano no pedía mucho para empezar: dadme unos ojos azul celeste donde mirarme y levantaré el mundo, hubiera podido decir, pero ahora le invadía de nuevo el desaliento, pensaba en el Mercedes de la Plaza del Pino y en todo lo que había visto en su interior, en todo lo que había perdido. Y la perspectiva de mañana no resultaba más halagüeña: la playa, la chorrada de la playa y la dichosa Lola con sus grandes caderas que están a punto, dicen. Levantó la cabeza: cuatro americanos borrachos discutían con una ninfa flaca y enana en la acera del Sanlúcar, detrás de la hilera de coches aparcados. De repente -lo miraba sin verlo- fue sensible a la inmovilidad sospechosa del desconocido que se había parado a su izquierda, a un par de metros, de perfil, y que también observaba a las motocicletas. Notó algo inconfundiblemente familiar en esta pupila centelleante, como de gato amodorrado, en la suave distensión de las mandíbulas que anuncia la inminente ejecución del acto. El Pijoaparte se levantó bruscamente, pasó por su lado mirándole a los ojos y se fue directo hacia la moto. Montó muy despacio, sin dejar de mirar al desconocido, liberó la dirección bloqueada (usaba para ello una técnica simple y eficaz, que consistía en darle un brusco giro al manillar: se oía el ¡clic! y el candado saltaba limpiamente) le dio con el pie al pedal de arranque y puso la moto en marcha sin más precauciones, sin pensar en nada excepto en el desconocido. Éste, a su vez, le miraba con una ligera sonrisa colgada en las comisuras de la boca, observaba sus movimientos con atención, calibrándolos con ojos de experto, no exactamente de rival que se ha visto ganado por la mano -la competencia ya empezaba a ser dura- sino simplemente de colega que contempla el trabajo de otro con sereno y divertido espíritu crítico. Incluso hizo más: hubo un momento en que escrutó con un rápido movimiento de sus pupilas lo que pasaba en torno, como si con ello quisiera cubrir la escapada del Pijoaparte, el cuál, encontrándose esta noche particularmente deprimido, incluso sintió deseos de abrazarle. La motocicleta inició un cerrado movimiento circular, él con los pies tocando todavía el suelo, equilibrando el peso, y sólo al volver a levantar la cabeza vio la señal de peligro en aquella pupila de felino sobre la que el desconocido hizo caer el párpado antes de dar media vuelta y alejarse de allí: el viejo guardián sin brazo les había visto y se acercaba, sin apresurarse pero con una expresión de curiosidad y una pregunta a flor de labios. El murciano había comprendido y demarró con fuerza dejándole atrás justo cuando le pareció empezar a oír su voz. “Voy listo”, pensó. Por eso, en el último momento, decidió cruzar el paseo central y bajar por el lado contrario, frente a los barracones de libros de viejo, y, en vez de subir por las Ramblas como había hecho Bernardo, lanzarse a toda velocidad hacia la Puerta de la Paz y luego por el Paseo de Colón hacia el Parque de la Ciudadela.

En contra de lo que temía, no oyó ningún silbato ni le siguió nadie. Subió por el Paseo de San Juan, General Mola, General Sanjurjo, calle Cerdeña, plaza Sanllehy y carretera del Carmelo. En la curva del Cottolengo redujo gas, se deslizó luego suavemente hacia la izquierda, saliendo de la carretera, y frenó ante la entrada lateral del Parque Güell. Sin bajarse de la motocicleta proyectó la luz del faro hacia el interior del Parque: se desgarraron las sombras de la noche, vio algunos troncos de pino, la hierba, y en el límite de la luz una reluciente pelota negra rebotando y escurriéndose entre la espesura: un gato. Del Sans, ni rastro. Habían quedado en encontrarse aquí. “Habrá ido a comer algo”, pensó. Estuvo un rato sin saber qué hacer. Luego le dio de nuevo al pedal y siguió carretera arriba a velocidad moderada. En las revueltas, a la- derecha, la luz del faro se proyectaba sobre el vacío y la oscuridad de la hondonada; a lo lejos brillaban las luces de la ciudad; la iluminación de Montjuich, que en el verano se ve desde aquí como una explosión de fulgores simétricos hendiendo la noche, se había apagado ya. A la izquierda, hierba y rocas, las primeras estribaciones del Monte Carmelo. Cuando llegó a lo alto, en la última revuelta, aceleró hasta llegar a la calle Gran Vista, donde frenó y se apeó. Las tiendas y las casas encaradas al Parque Güell estaban cerradas y a la luz coagulada de los seis postes dormitaban herméticas, inhóspitas, a lo largo de la única fachada: las zonas de sombra le daban a la calle una profundidad que en realidad no tenía. No se veía un alma y el silencio era absoluto, pero para el joven del Sur flotaban en el aire enojosas presencias, un familiar latido humano, suspicaces esperanzas. En esta hora de la noche, el Monte Carmelo es como un enorme forúnculo dormido, envuelto en su propio fluido invisible y febril, en sus cotidianas punzadas de dolor, en su vasta aura sensual.

Descendió por la ladera poblada de casitas encaladas, colgadas casi en el aire, y de cuya especial y obligada disposición en la accidentada pendiente resultaba una intrincada red de callecitas con escalones, recovecos y pequeñas rampas. Bajó a saltos, apenas alumbrado por sucias bombillas, dobló a derecha y a izquierda varias veces, siempre por calles como de juguete y casi con la misma alegría infantil y tardía de sus primeras correrías por el barrio: esto, aunque ya no era el soleado laberinto donde hubo un tiempo en que todo parecía posible, guardaba todavía algo de lo que él se había traído del pueblo años atrás, cierta confianza en sí mismo que se derivaba de la fragilidad en torno, del carácter de provisionalidad con que había visto siempre marcadas las cosas de su barrio y del mismo aire de pobreza que las envolvía. Ya muy abajo en la ladera, rodeó la tapia de un jardín descuidado y se detuvo ante la pequeña puerta de madera que un día le había cautivado: se diferenciaba de las demás puertas porque era antigua, labrada con unos dibujos complicados que la lluvia había casi borrado, y sobre todo por la inverosímil aldaba, una mano pequeñita, delicada, torneada -una mano de mujer, pensaba él siempre- ciñendo una bola. En el barrio no había otra puerta como aquella. Pertenecía a una torre de dos plantas, pequeña y ruinosa. Enfrente se extendía el descampado con el chirrido de grillos. El Pijoaparte dio tres golpes con la aldaba y luego retrocedió para ver si se iluminaba la ventana de arriba. La noche era todavía cerrada y las estrellas parecían brillar con más intensidad. Oyó voces en el interior de la casa y el ruido de un mueble. “¿Quién?”, dijo una voz ronca. “Soy yo, Cardenal, abre”. Al poco rato se abrió la puerta y asomó la cabeza completamente blanca y despeinada de un hombre. Los largos y sedosos cabellos, a pesar del desorden, dejaban adivinar las formas nobles y hermosas del cráneo, y la cara, aunque ahora embotada por el sueño, mostraba la corrección de unos rasgos suaves y afables, la nariz un poco aguileña, las mejillas azulosas y admirablemente rasuradas. La piel bronceada de la frente contrastaba agradablemente con la blancura del pelo. ¿Por qué le llamarán el Cardenal?, pensaba él siempre.

– ¿Qué hay? -dijo el hombre-. ¿Qué quieres a estas horas?

– Tengo poco tiempo. Está ahí, te la puedo entregar ahora mismo. Es una Ossa, nuevecita. Bueno, qué dices.

El Cardenal le miró achicando sus ojos negros de largas pestañas. Detrás de su cabeza, más allá de la puerta entornada, asomaba un rayo de alguna luz interior, y sus fulgurantes cabellos blancos, al mover él la cabeza, parecían tocados por una llama loca.

– Acércate.

El muchacho no se movió: jadeaba a causa de la carrera y permanecía un tanto apartado, envuelto en las sombras. Respetaba mucho al Cardenal, le tenía por el hombre más inteligente del barrio, el único que sabía leer en los ojos de los demás.

– ¿No me has oído? Acércate. -El muchacho obedeció. Le envolvió un olor a polvos de talco y a coñac-. ¿Dónde está Bernardo?

– No sé…

– ¿Has hablado con tu hermano?

– El taller está cerrado, acabo de llegar.

– Sabes que no quiero nada con vosotros. Los tratos los hago con tu hermano. De modo que a dormir.

Iba a cerrar. El Pijoaparte apoyó una mano en la puerta, casualmente rozó la aldaba con los dedos.

– Espera, Cardenal. Tú eres un hombre de gusto, todo el mundo lo dice. ¿Por qué no quieres ayudarme?

– ¿Qué diablos tiene que ver…? -Una sonrisa amistosa iluminó de pronto aquella tez rosada que trascendía una sospechosa juventud-. Eres muy listo, muchacho, siempre he sabido que llegarías lejos. Pero tienes que hacerme caso.

No podía saberse con precisión a qué se refería el Cardenal: tal vez no sería osado aventurar oscuras disposiciones afectivas -que en el barrio, por otra parte, muchos comentaban con calor y en términos nada abstractos- pero para el Pijoaparte, que admiraba en el Cardenal justamente un superior sentido de la decencia y de la discreción, aquello no era sino una nueva capa de misterio y de púrpura que venía a añadirse a las muchas que ya lucía tan altísimo señor.

– Yo siempre te hago caso, Cardenal. Lo cabreante es tener que tratar con mi hermano. Ahora no puedo llevar la moto a casa, no tengo donde meterla y estoy sin un clavo. Por favor, no me dejes en la estacada. Quédate con ella y dame lo que te parezca…

– Pero bueno ¿qué te impide dejarla en tu casa?

El hombre se adelantó un poco más, el muchacho notó su aliento en la cara. “¿Por qué le llamarán el Cardenal?”

– Mi hermano es un imbécil -masculló el murciano-. Dice que nada de motos hasta nuevo aviso… ¿Te parece serio, Cardenal?

– Está en lo cierto. Yo se lo aconsejé, hay que dejar pasar unos días. -Hizo una pausa, mirando los ojos del muchacho; luego bajó la vista y retrocedió para cerrar la puerta-. La metes en el taller y la desguazas. -Volvía a tener su habitual expresión palaciega, risueña, pero distante-. Veré lo que se puede hacer, pero recuerda esto: cuando quieras hacer las cosas por tu cuenta, aprende a llegar tú solo hasta el final. No sé qué te pasa, pero últimamente no das una (el Pijoaparte bajó la cabeza). Ten cuidado, Manolo, las motos no se han hecho para salir de paseo con las niñas, el verano es peligroso (le dio un cariñoso cachete). Bueno, anímate… Hortensia no hace más que preguntar por ti, está enferma. ¿No piensas venir a verla? Tomaremos café y charlaremos. Y ahora vete, hala, sé buen chico…

Cerró muy despacio. “Buenas noches”, murmuró el muchacho.

O mejor, buenos días: una claridad lechosa empezaba a extenderse por el cielo del Carmelo. Subiendo hacia la calle Gran Vista, el murciano reflexionó acerca de si le convenía ir a casa o esperar al Sans en el lugar convenido. Se decidió por lo último. Montó en la motocicleta y se lanzó carretera abajo sumido en vagos y molestos remordimientos: el Cardenal tenía el extraño don de pellizcarle la conciencia. Por otra parte, la promesa hecha al Sans de llevar a las chicas a la playa, la idea de que se estaba metiendo en un callejón sin salida, se hacía particularmente aguda a medida que despuntaba el día.

Ahora ya no quedaba ni una luz encendida en las laderas del Monte Carmelo. “Gran tipo, el Cardenal”, pensó. Miró la motocicleta recostada sobre la hierba, a su lado. “Bernardo habrá ido a buscar a las niñas”. Un polvillo soleado, rasante, se filtraba entre la vegetación del parque, y el domingo, por fin, estaba allí. Él se adormilaba.

Bernardo Sans bajaba con su Ossa a tumba abierta, echándose casi a tierra en las curvas. Penetró en el parque aminorando la marcha, dejó el motor en ralentí y siguió un trecho ayudándose con los pies, entre los árboles. En la boca llevaba una manzana mordisqueada. Se tumbó junto a su amigo.

– Tenía hambre -dijo-. Las chavalas vienen dentro de un rato. ¡Les he dado un susto! -Se echó a reír, señalando una piedra-. Mira, como éste, un pedrusco como éste he tirado a la ventana de la Rosa… ¿Has estado aquí todo el tiempo?

– ¿Traen la comida?

– Pues claro. Lo prepararon todo anoche. Bueno ¿cómo te fue?

El Pijoaparte no dijo nada. De espaldas sobre la hierba, tenía los brazos cruzados sobre los ojos. Al cabo de un rato bramó:

– ¡Hay que joderse! Pero al regreso de la playa las cierro con llave en el taller, las motos, y ni hablar de sacarlas como no sea para ir derechitas al Cardenal, ¿entendido?

– Lo que tú digas. Por un viaje a la playa no pasará nada, no temas… -Un rato callado-. Oye ¿estás durmiendo?

Sólo se oía el trinar de los pájaros. El murciano estuvo removiéndose de un lado y de otro como hubiese hecho en la cama, respirando con sobresaltos, hasta que volvió a quedar de cara al cielo con los brazos cruzados sobre la frente. Entonces, con voz soñolienta, desafectada, le confesó al Sans que había intentado deshacerse de la moto a pesar del trato que había hecho con él, pero que el Cardenal le había fallado. No le pedía perdón de una manera explícita, sino que se limitaba a informarle del hecho con una voz manifiestamente impersonal, vencida por la ronquera y la fatiga según todas las apariencias, como si hablara en sueños y por boca de otro acerca de algo que no le interesaba en absoluto. Fue breve, economizó palabras, pero no pudo evitar que las pausas se cargaran de significación: el Sans supo captar y agradecer esta confianza de su amigo. Le atizó un afectuoso puñetazo en el hombro. “Cabrón”, dijo. El Pijoaparte guardó silencio. Antes de dormirse definitivamente, se le oyó decir en un catalán insólito por el acento y la melancolía: “Tots som uns fills de puta”.

Ha llegado con los años, inconscientemente, a hacer una especie de mecánica selección de recuerdos con el mismo oscuro criterio que el que hace anualmente una selección de nombres de amigos anotados en la agenda vieja antes de pasarlos a la nueva: se ha quedado con unos pocos, los más fieles, los más queridos.

Manolo Reyes -puesto que tal es su verdadero nombre-era el segundo hijo de una hermosa mujer que durante años fregó los suelos del Palacio del marqués de Salvatierra, en Ronda, y que engendró y parió al niño siendo viuda. Su primera infancia, Manolo la compartió entre una casucha del barrio de “Las Peñas” y las lujosas dependencias del palacio del marqués, donde se pasaba las horas pegado a las faldas de su madre, de pie, inmóvil, dejando vagar la imaginación sobre las relucientes baldosas que ella fregaba.

Una curiosa historia circulaba, según la cual su madre había tenido amores, a poco de enviudar, con un joven y melancólico inglés que fue huésped del marqués de Salvatierra durante unos meses. El niño nació en la fecha prevista según el malicioso cálculo de las malas lenguas. Pero Manolo arremetió siempre contra la pretendida autenticidad de esa historia, y el empeño que puso en desmentirla fue tal que llegó incluso a asombrar a su propia madre: se pegaba salvajemente con sus compañeros de juegos cuando se burlaban de él llamándole “el ingle”, y se tiraba a matar contra las personas mayores y las insultaba groseramente si hacían ante él algún comentario burlón. A decir verdad, esa cólera precoz no se debía tanto al interés por defender la honra de su madre como a una insólita necesidad, instintiva, profunda, de que a él se le hiciera justicia según exigía su propia concepción de sí mismo; es decir: el chico arremetía contra esa historia porque ponía en peligro, o por lo menos en entredicho, la existencia de otra que encendía mucho más su fantasía y que suponía para él la posibilidad de un origen social más noble: ser hijo del mismísimo marqués de Salvatierra. En efecto, a medida que fue creciendo, todos los hechos relacionados con su nacimiento -ser hijo de alguien que no podía darse a conocer a causa de su condición social en Ronda, haber sido engendrado en una época en que su madre vivía prácticamente en el palacio del marqués y, sobre todo, la circunstancia, para él todavía más significativa, de haber nacido en una cama del mismo palacio (en realidad fue por causa del parto prematuro, casi sobre las mismas baldosas que la hermosa viuda fregaba, por lo que fue preciso atenderla en el palacio)-fueron cristalizando de tal forma en su mente que ya desde niño creó su propia y original concepción de sí mismo.

Era, en cierto modo, como una de esas mentiras que, debido a la confusa naturaleza moral del mundo en que vivimos, pueden pasar perfectamente por verdades al sustituir, por imperativos de la imaginación, mentiras aún peores. Manolo Reyes, o era hijo del marqués, o era, como Dios, hijo de sí mismo; pero no podía ser otra cosa, ni siquiera inglés.

Cuando, para ayudar con algún dinero a su madre, se hizo maletero en la estación y ocasional guía turístico de Ronda, esmerándose todo lo que pudo en la presencia y en el trato, sus compañeros empezaron a llamarle el “Marqués”. El apodos discutible o no, obtuvo la aprobación general. Nadie supo jamás que él había sido el creador de su propio apodo, ni tampoco las astucias que desplegó para divulgarlo. Manolo estaba muy lejos de considerarlo como su primer éxito profesional -puesto que la naturaleza de esta profesión era algo que no estaba todavía claro en el horizonte de sus proyectos- pero pudo saborear por vez primera su poder. No tardó, sin embargo, en descubrir que todo esto eran balbuceos sin utilidad ninguna de orden inmediato, y que había que esperar.

Aquellos fueron, en realidad, sus únicos juguetes de la infancia, juguetes que nunca había de romper ni relegar al cuarto de los trastos viejos. El chico creció guapo y despierto, con una rara disposición para la mentira y la ternura. Su madre le obligó a ir a clases nocturnas y aprendió a leer y a escribir. Tenía un hermanastro, mayor que él, que trabajaba en los campos de algodón y que años después emigraría a Barcelona. De su madre recordaría sobre todo sus manos húmedas, siempre húmedas, rojas y tiernas (desde que tuvo uso de razón, su idea de la servidumbre y de la dependencia estuvo representada por aquellas manos mustias y viscosas que le vestían y le desnudaban: eran como dos olorosos filetes de carne, no exactamente desprovistos de vida, de atenciones, sino de calor y de alegría). La quiso mucho hasta que ella se lió con un hombre, y sufrió pensando que no podía sacarla de la miseria. De su diario trato con el hambre le quedó una luz animal en los ojos y una especial manera de ladear la cabeza que sólo los imbéciles confundían con la sumisión. Muy pronto conoció de la miseria su verdad más arrogante y más útil: que no es posible librarse de ella sin riesgo de la propia vida. Así, desde niño necesitó la mentira lo mismo que el pan y el aire que respiraba. Tenía la fea costumbre de escupir a menudo; sin embargo, si se le observaba detenidamente, se notaba en su manera de hacerlo (los ojos repentinamente fijos en un punto de horizonte, un total desinterés por el salivazo y por el sitio donde iba a parar, una íntima y secreta impaciencia en la mirada) esa resolución firme e irrevocable, hija de la rabia, que a menudo inmoviliza el gesto de campesinos a punto de emigrar y de algunos muchachos de provincias que ya han decidido huir algún día hacia las grandes ciudades.

El día que, silbando y con las manos en los bolsillos, se acercó a la “roulotte” de los Moreau para ofrecer sus servicios almo guía y, al mismo tiempo, advertirles que si se instalaban en las afueras de la ciudad tuviesen cuidado de quincalleros y vagabundos, Manolo Reyes era todavía el hijo del marqués de Salvatierra; pero ya no lo era una semana más tarde, o más exactamente, ya no le interesaba: una semana más tarde, por degradante que el cambio pueda parecer en relación con un marquesado, Manolo Reyes era estudiante en París, huésped y futuro yerno de los Moreau. Un “charmant petit andalou”, diría madame. Tenía entonces once años, su hermanastro iba a casarse en Barcelona, su madre había recibido una carta y una fotografía donde se veía el Monte Carmelo. El hijo mayor había triunfado: “… me caso con una malagueña que tiene un padre que tiene un negocio de bicicletas ahí donde la cruz del retrato que te mando, madre…” decía la carta que Manolo leyó en voz alta para ella, pero sin prestar demasiada atención. Su pensamiento se iba con los turistas que habían llegado en la “roulotte”.

Los Moreau fueron instantáneamente subyugados por el encanto de Ronda y del muchacho. El Tajo y el Puente Nuevo, la simpatía y los ojos negros de Manolo, la plaza de toros con su aire eclesiástico y la Casa del Rey Moro les retuvieron en la ciudad durante una semana. Manolo se pasaba el día con ellos, acompañándoles a todas partes y divirtiéndoles con historias relativas a su experiencia de guía, la mayoría de ellas falsas. Todas las mañanas iba a buscarles a la “roulotte”, se ocupaba de echar el correo al buzón, de comprar la comida, de llevar la ropa a lavar, etc. Un día que le invitaron a comer en la “roulotte”, les contó la historia de su nacimiento teniendo buen cuidado de dejar en emocionado suspenso la posibilidad de su verdadero origen. Fue entonces cuando (lo recordaría siempre: él miraba a la hija de los Moreau sentada en la hierba, tomando el sol con la falda recogida sobre las rodillas, y la tarde era desapacible, con viento y largos jirones de nubes blancas corriendo veloces a esconderse tras los montes) cuando madame Moreau, mientras le ofrecía una taza de nescafé, le preguntó por vez primera si le gustaría ir con ellos a París, estudiar y ser alguien en la vida. El chico bajó los ojos y no dijo nada. Otro día, viendo a unos niños desarrapados que jugaban en la calle, madame Moreau se entristeció repentinamente y volvió a hacerle a Manolo la misma pregunta: era una pregunta que, en realidad, a madame le salía no para obtener una respuesta -cualquiera que fuese, no le interesaba demasiado- sino para dar forma, de alguna manera especial difícil de determinar, a su egoísmo, por expansión nerviosa. Pero esta vez, “le petit andalou” respondió con una voz extraña: “Lo pensaré” -y, por supuesto, madame ni le oyó.

Por las noches, sin que le vieran, el niño se sentaba en una piedra a cierta distancia de la “roulotte” y se pasaba allí largas horas con el mentón apoyado en las manos, mirando fijamente a través de sus largas y hermosas pestañas la luz que a veces se encendía en la ventanita. Tampoco se cansaba de mirar el coche: la espesa capa de barro seco que cubría sus costados tenía, a la luz de la luna, la alegría senil y resignada de las arrugas venerables y de las cicatrices gloriosas, recuerdos de lejanos caminos, carreteras desconocidas, luminosas playas y ciudades inmensas, maravillosos lugares donde el muchacho nunca había estado.

La víspera de la partida de los Moreau se bebió mucho vino y madame, repentinamente excitada por no se sabe qué vastedad de roces emotivos con la vida, empezó a manosear a Manolo y a cubrirle el rostro de besos. Además decidió, de acuerdo con su marido -que apenas si conseguía hacerse entender, aunque no menos que de costumbre: era un hombre taciturno, alto, de voz cavernosa y pocas palabras- llevarse al muchacho a París. En medio de risas y de brindis, madame Moreau hizo que su hija y el chico sellaran su eterna amistad con un beso: flotaba en la atmósfera una vaga idea de diversión, cuya naturaleza no estaba muy clara pero que debe ser familiar a los turistas a la hora del regreso y las despedidas, esos pequeños orgasmos del corazón que sólo esconden negligencia y falso afecto, y contra lo cual el muchacho, falto de experiencia, se hallaba todavía indefenso.

Según una técnica infantil muy simple y eficaz que nace generalmente con las primeras licencias maternas a la escapada callejera arrancadas con esfuerzo, y que consiste en cambiar de tema de conversación una vez obtenido el permiso, Manolo, optando por dejar en el aire (antes de que los Moreau se arrepintieran) la cuestión de su viaje a París, empezó a hablar de su hermano mayor, casado en Barcelona, y dueño de un próspero negocio. Luego, de pronto, se levantó, dio las gracias, dijo hasta mañana y se fue.

Llevaba media hora sentado en la piedra, tras unos matorrales, cuando vio salir de la “roulotte” a la hija de los Moreau. Sus padres dormían. La luz de la ventanita se había apagado hacía un buen rato y el silencio de la noche era absoluto. La francesita llevaba un pijama de seda que relucía a la luz de la luna con calidades de metal. Ante ella se abría un claro del bosque y la muchacha empezó a cruzarlo con paso lento, como caminando en sueños, en dirección a los matorrales tras los que él se escondía. Envuelta en aquella luz astral, que tendía a diluir sus contornos a causa de los fulgores que arrancaba a la seda que cubría su cuerpo, y que parecía transformar su imagen concreta en un pura quimera o en una evocación de sí misma, la niña avanzaba indiferente, ingrávida y totalmente ajena al tierno y desvalido sueño que, semejante a un polvillo luminoso, sus pies desnudos levantaban del suelo a cada paso ante los asombrados ojos del niño. Manolo la vio acercarse a él como si realmente fuese a su encuentro, buscándole sin conocerle, escribiendo su nombre a cada paso, como si aquella cita ya hubiese sido decidida desde el principio de los tiempos, como si el claro iluminado del bosque que ahora la niña atravesaba no fuese sino la última etapa de un largo camino que siempre, aún sin saberlo ella, la había llevado hacia aquí, ajena al mundo, a sus padres, a su hermoso y próspero país y a su propio destino. No parecía saber que estaba sola, ni siquiera que podía existir la soledad; a los ojos del niño iba llena de vida y era portadora de la luz. Pero, de pronto, al llegar a unos metros de donde él estaba, la muchacha se desvió inesperadamente hacia la derecha y se internó por el bosque en dirección a un lugar cuajado de tomillo (que el refinamiento de madame Moreau, previniendo la urgencia de ciertas necesidades, había escogido como el más idóneo) y el niño, al fin, comprendió.

Se incorporó con la decepción pintada en el rostro. Sin embargo, reaccionó con rapidez: antes de darle tiempo a que hiciese aquello para lo cual sin duda había salido, se acercó a la niña y le dio gentilmente las buenas noches; le dijo que había vuelto para ver si todo iba bien y le preguntó de improviso -sólo para provocar la respuesta que a él le convenía-por qué había salido de la “roulotte” en esta hora tan peligrosa. Un poco azorada, pero riéndose, la niña respondió que naturalmente a tomar un rato el fresco. Entonces Manolo propuso hacerle compañía unos minutos y la cogió de la mano, paseando con ella. Intentó hacerle entender que había decidido ir con ellos a París mañana mismo, y le preguntó qué opinaba de la promesa de sus padres. ¿Se acordarían mañana, le llevarían con ellos? Habló mucho, parándose de pronto, reflexionando, cruzándose de brazos. Ella le miraba divertida, rumiando el significado de sus palabras, asentía con la cabeza. Su cara era una de las más bonitas que Manolo había visto, trigueña, cálida, de límpidos ojos azules. De pronto, el muchacho se paró ante ella y le cogió las dos manos. Apoyó su frente en la de la niña, que bajó los ojos y se puso colorada. Entonces, con cierta torpeza, Manolo la abrazó y la besó en la mejilla. El contacto con la fina tela del pijama fue para él una sensación imprevista y una de las más maravillosas que habría de experimentar en su vida, una sensación acoplada perfectamente a esta ternura del primer beso, o tal vez incluso estableciéndola, precisándola, como si el sentimiento afectivo le entrara por las puntas de los dedos igual que una corriente comunicada por la seda. La chica estuvo un rato quieta, con las mejillas encendidas, la cabeza ladeada, el pecho agitado, y luego se soltó echando a correr hacia la “roulotte”. Manolo se quedó allí de pie, inmóvil, con los brazos caídos y las manos abiertas, sintiendo todavía en las yemas de los dedos el tacto de la fina tela.

Aquella noche no pudo dormir, planeando al detalle su marcha de Ronda.

Al día siguiente, al llegar donde los franceses, no encontró ni rastro de la “roulotte”. Les buscó inútilmente por toda la ciudad. Como llegaron se fueron: el mismo confuso desasosiego, la misma mezquina vehemencia e infecto entusiasmo que les trajo se los había llevado para siempre. Los Moreau pertenecían a esa clase de turistas que se sirven de la ilusión de los indígenas como de un puente para alcanzar el mito, que luego, cuando ya no necesitan, destruyen tras de sí.

Al caer la noche, Manolo regresó a su casa, completamente agotado, y se arrojó sobre la cama. No eran más que fantasmas: pero ese frustrado viaje a un lejano país, esa artificial luz de luna brillando en el pijama de la niña, esa falsa cita con el futuro, la emoción, el loco sueño de emigrar, el tacto de la seda y el dolor punzante quedaron en él y ahora, lo mismo que entonces, despertó del profundo sueño requerido por voces conocidas y amables que se empeñaban siempre en convencerle de los peligros que representa el desviarse del común camino de todos -esta vez no era sin embargo la voz plañidera y el rostro todavía bello de su madre acercándose, bajando sobre el suyo en un extremo del ángulo de la luz que entraba por la ventana de la chabola, diciéndole: “Despierta, hijo, mira, éste es tu nuevo padre” (apenas tuvo tiempo de ver, en escorzo, los cabellos llenos de brillantina y bien peinados y el perfil altanero del gitano) porque él estaba ya planeando huir a Barcelona en un tren de mercancías y refugiarse en casa de su hermano- era el rostro de una muchacha que sonreía en medio del estallido del sol, en el Parque Güell, pero que a pesar de la sonrisa ya de entrada anunciaba lo poco que podía ofrecer: un laborioso magreo dominical, y eso aún habría que verlo: Lola, y más atrás la Rosa y el Sans cargados con las bolsas de playa y la comida. Bernardo se sacudía la hierba pegada a los pantalones. Junto a él, las motos robadas. “Hola, perezoso -dijo la Lola con una mano en el escote de su vestido de verano, inclinada sobre su rostro, como si fuera a beber en sus facciones-. Que nos vamos a la playa. ¿Qué es eso de ponerse a dormir…?” Pero tal vez porque los ojos del muchacho reflejaban todavía la honda decepción de los recuerdos evocados, o porque estaba en esa edad en que el sueño en lugar de clavarle su garra en el rostro y deshacérselo todavía se lo embellecía más, igual que las borracheras se lo endulzaban con una dejadez infantil, la Lola captó algo en su mirada que debió asustarla y no le tendió la mano cuando él se la reclamó para que le ayudara a incorporarse. “Tanto peor”, se dijo él. Ya puesto en pie, exclamó algo en un catalán que nadie comprendió y luego lo primero que miró fueron las caderas de la Lola con ojos llenos de escepticismo. “En fin -murmuró-, larguémonos a la playa de una puñetera vez.”

Se amaban sobre el rumor de las olas

Un verano de tigres,

al acecho de un metro de piel fría,

al acecho de un ramo de inaccesible cutis.

Pablo Neruda


– Está amaneciendo, Manolo. Debes irte ya.

– Todavía no.

– Tengo miedo -insistía ella-. Es una imprudencia lo que hacemos, amor mío, una locura. Hay gente en la casa.

– Oye, bonita -decía él alegremente, atrayéndola hacia sí con los ojos clavados en el techo, más allá del techo- aquí, o jugamos todos o rompemos la baraja..

El Pijoaparte tenía, como ciertos croupiers de las mesas de juego, una secreta nostalgia manual, digital: nada de cuanto tocaba era suyo excepto, tal vez, la muchacha. En sucesivas noches, mientras la amaba despacio, reflexivamente, con aplicación y esmero de afilador, aprendió a distinguir en la piel de la muchacha roces y bondades ajenas, un hálito sereno de otras estancias, de otros ámbitos, algo que existía más allá de las cuatro paredes de su cuarto de criada. A veces ella traía en la boca una flor de eucalipto o una hoja de menta (costumbre adquirida en el campo, sin duda), sobre todo si aquella noche había servido la cena en el jardín, y entonces sus besos tenían un dulce sabor vegetal que hacía que el murciano se sintiera oscuramente integrado en el cotidiano orden de ocios, baños, lectura y siesta que la sombra exquisita de alguien, una mujer, presidía amablemente desde alguna parte de la Villa. Llegó realmente a creer que este juego no comportaba para él otro riesgo que el de ser descubierto por los señores, puesto que Maruja, por el momento, accedía gustosa a todo y no mostraba intención de pedirle nada a cambio, a no ser una pequeña compensación sentimental de orden inmediato y sin porvenir, aparentemente, claro está: prolongar el intercambio de sentimientos debilita y las mujeres lo saben, nunca se insistirá lo bastante en las reglas de juego que todavía rigen en la decorosa y recia mesa hispánica, y cuya severa correspondencia moral implica siempre responsabilidades y pagos que no conviene olvidar; pues ocurre con frecuencia, por ejemplo, que el magisterio de la desnudez ejercido como mera expresión de la rebelde personalidad, la intimidad furtiva del par de sábanas compartidas excesivamente con una mujer sólo para expresar una nostalgia, una bonita idea de nosotros mismos, una ausencia, se paga tarde o temprano con la propia estima, con la soledad o con la pérdida de cierta voluntad de poder, progresivamente diluida en un sentimiento de lástima y de agradecimiento que la aureola de un supuesto prestigio viril no dejó que se manifestara antes:

– Te quiero, te quiero, te necesito…

Así, de posteriores y frecuentes visitas nocturnas al lecho de la complaciente criadita en aquella gigantesca Villa junto al mar, empezó a nacer en el joven del Sur y a pesar suyo una familiar e irreprimible ternura por la muchacha y su frágil felicidad, además de una peligrosa tendencia a respetar su condición, o mejor, a compadecerla; peligrosa por cuanto había en ello de fraterno, de consanguíneo, de herencia de un determinado destino que, justamente, el Pijoaparte no estaba dispuesto a asimilar por nada del mundo. Sería tal vez excesivo afirmar que el muchacho estaba enamorándose: por aquel entonces se enamoraba de símbolos y no de mujeres. Pero indudablemente algo semejante (cierta natural inclinación a integrarse en una trama de referencias eróticas y afectivas que a menudo le proponía, pese a él, su reprimida bondad provinciana) estuvo a punto de producirse y, en consecuencia, de dar al traste con más altas y decisivas empresas del espíritu. Aquella solidaridad animal en la mutua desgracia y en la pobreza que trascendía del cuerpo de la muchacha, de sus abrazos desesperados, de sus besos o simplemente de su apacible manera de estar cerca, y que él ya había notado con inquietud en la verbena de San Juan, la soledad y el desamparo, la urgente súplica de amor que pide mucho más que amor o placer, aquellos ojos de pájaro perdido que por la noche le miraban desde el hueco de la almohada, desde un mundo primitivo que sólo conoce el agradecimiento, desde una servidumbre de la carne (sus ojos mansos, sus pobres ojos colorados y enfermizos, casi sin pestañas, ¿cómo no supo reconocer en ellos, desde el primer momento, la verdadera condición de la muchacha? ¿Cómo no adivinó que eran los mismos ojos febriles que le habían estado espiando entre los setos, la noche de la verbena?) y que anegados siempre en una curiosa mezcla de sumisión y sensatez le invitaban, mudos y amorosos, a renunciar a toda ambición que no fuese la de ser felices aquí y ahora, consiguieron varias veces adueñarse de su voluntad en el transcurso de las enloquecidas noches del verano e incluso del invierno que le siguió, cuando ya él, más liberado, más consciente de este sutil traspaso de poderes que se iba realizando furtivamente a través de los sexos, empezó a dejarse ver menos y desaparecía durante semanas enteras.

La poderosa voz de la especie, ese vasto zumbido de sensatez y cordura que la hembra reducida al silencio a veces emite, sugiere algo del desasosiego fundamentalmente materno, que toda mujer siente respecto al futuro del hombre; contra todo pronóstico, esa voz ancestral habló de pronto por boca de la criadita y el joven delincuente se asustó: la brutal revelación de sus fechorías, de sus robos de motos, no sólo no significó ningún rudo golpe para la muchacha sino que reafirmó en ella aquel poder de rescate que ya había empezado a adquirir en los abrazos.

Llegó el invierno, y en la ciudad, lejos de la Villa y de sus resonancias adormecedoras, el temor de perder definitivamente a Manolo obligó a la muchacha a ir a buscarle con frecuencia a su barrio. Él nunca quiso decir dónde vivía, pero ella supo muy pronto cómo encontrarle: en el bar Delicias, junto a la estufa y jugando a la manilla con tres viejos jubilados -entre los que su juventud contrastaba de una manera inquietante-, ensimismado, olvidando o despreciando quién sabe qué placeres a cambio de la sabiduría de las cartas y de los viejos, rindiendo con ellos ese solemne culto al silencio y a la parsimonia de gestos y miradas para lo cual el joven del Sur estaba particularmente dotado, sobre todo en invierno, y cuyos motivos habría que buscar no sólo en el diario trato con el frío, con el paro y la indigencia que pululan en los suburbios y que a él le eran familiares desde niño, sino también en el hecho de que su rara disposición a la aventura, frustrada en parte por el invierno, aquí se podía sustituir momentáneamente por hieráticas formas expresivas; con las cartas en la mano, o en la butaca de un sofocante cine de barrio,- invernando como una flor trasplantada, evocaba lances en días más soleados y propicios: mientras sostenía las cartas, rumiando la jugada, ante sus ojos surgían a veces los uniformes de rayadillo, los delantales y las cofias colgando en la percha, bajo la luz rosada de un amanecer en la costa.

En sus tardes libres, los jueves y los domingos, Maruja tomaba un autobús que la dejaba en la plaza Sanllehy y luego subía a pie por la carretera del Carmelo, pasando junto al Parque Güell; antes de llegar a la última revuelta, cortaba por un sendero, caminando entre rastrojos quemados y un terraplén de escombros donde se deslizaban los niños como por un tobogán, y jadeando, con las mejillas encendidas y los ojos arrasados por el viento, llegaba a lo alto. Los habitantes del Carmelo se acostumbraron pronto a ver en sus calles aquella figura tímida bajo un paraguas azul, envuelta en un corto abrigo a cuadros pasado de moda y con una banda de terciopelo granate en los cabellos. Llegaron a ser familiares sus paseos fingidos, sus pacientes idas y venidas cuando no encontraba a Manolo. Siempre, antes de entrar en el bar Delicias, se daba unos toques al pelo y a la falda demasiado corta, y una vez dentro se quedaba de pie junto a la puerta, a prudente distancia de la mesa de juego, quieta, avergonzada, juntando las rodillas con fervor y deliciosamente obscena, encantadoramente vulgar en su espera -deseando descaradamente pertenecer a alguien, allí estaba, exactamente igual que aquel día en la verbena, cuando le esperaba a él al fondo del jardín mientras le veía desembarazarse de los señoritos- hasta que Manolo notaba su presencia. Fuera, a veces, llovía, y a través de los cristales empañados por el vaho de la taberna se veían borrosas siluetas encorvadas de vecinos afanándose contra el viento. Y dentro se refugiaba él, silencioso, taciturno, sucio, descuidado, replegado y vencido por el invierno como una serpiente esperando escondida en la espesura los luminosos días de sol, pero todavía con cierta palidez dorada en la piel, todavía envuelto, al igual que esas herrumbrosas carrocerías que dormitan en los cementerios de coches y que en tiempo fueron rutilantes y majestuosas máquinas, en el aire de su pasado esplendor y en los mil fantasmas de sus correrías. Jugaba siempre una última partida aunque sólo fuese por aquello de hacer esperar a Maruja el rato suficiente que le justificara ante los viejos -cuyas socarronas risitas él simulaba ignorar- pero nunca la recibía con desafecto ni le hacía esperar mucho rato. Tampoco daba muestras de entusiasmo; simplemente, aceptaba su presencia, se levantaba, la cogía de la mano y salían a la calle. Admitía estos encuentros con una curiosa deferencia, un tanto resignada, como esas personas que, equivocadas o no, creen ser en todo momento los forjadores de su propio destino y saben por ello aceptar ciertos hechos marginales derivados de aquél con un superior sentido de la responsabilidad, como si tales encuentros fuesen la prueba de algún misterioso pacto con las leyes ocultas de la vida.

Y porque, además, ya estaba solo: Bernardo Sans se había casado a principios de invierno con la Rosa, que pronto iba a tener un hijo (definitivo, fulminante rayo de la muerte) y su ya desmembrada banda de descuideros había terminado por deshacerse del todo. De su relación con el Cardenal, y, sobre todo, de su vida familiar, Maruja sólo sabía lo que él le había contado, que era muy poco, y acerca de su casa, Manolo le dijo en una ocasión: “cuando llueve se va la luz”, y eso fue todo. Le irritaban extraordinariamente las preguntas de ella sobre este particular, y más de una vez amenazó con plantarla si insistía. Parecía empeñado en pasar por huérfano.

– Manolo ¿nunca has pensado en…? -empezaba ella.

– ¡No, no pienso cambiar de vida! Anda, ven, vamos a dar un paseo.

El descubrimiento del Carmelo significó para la criada una esperanzadora afirmación de principios: la misma materia degradada y resignada de la cual estaba hecho su amor parecía haber conformado aquel barrio casi olvidado, aislándolo, confinándolo fuera de la ciudad, reduciendo todos sus sueños a uno solo: sobrevivir. Paseaban por los senderos de la ladera occidental, entre los pinos y los abetos del Parque Guinardó, remontaban la colina, y en lo alto se paraban a mirar a los niños que manejaban sus cometas; contemplaban el Valle de Hebrón, Horta, el Tibidabo, el Turó de la Peira y Torre Baró gris por la distancia y las brumas del invierno. Iban en silencio o discutiendo (allí fue donde ella empezó a hablar de casarse) y terminaban casi siempre enlazados detrás de algún matorral. A veces, el frío o la lluvia les empujaba hacia pequeños y espesos cines de barrio o apretujados bailes de da mingo, olorosos y cálidos como un armario, y Maruja se esforzó durante todo el invierno por neutralizar y sujetar a su propio cuerpo aquel áureo fluido de nostalgia incurable, aquel ronroneo de lujoso gato encelado que trascendía de las entrañas del Pijoaparte.

Por lo demás, dejando de lado lo que para el joven delincuente fue una verdadera desdicha profesional (perder a Bernardo Sans, su último compinche), nada ocurrió este invierno digno de mención, excepto, tal vez, algunas fugaces visiones ciudadanas de Teresa Serrat. “¡Mira, la señorita!”, decía Maruja apuntándola con el dedo: vista y no vista desde un tranvía (la señorita en la puerta de la Universidad, con montgomery y bufanda a cuadros y libros bajo el brazo, fumando y hablando con un grupo de estudiantes), o desde la acera de la Vía Augusta, un día que él acompañó a la criada hasta su casa (Teresa y su coche deslizándose lentamente junto al bordillo, frente a un bar, llamando a alguien con el claxon), o desde el anfiteatro de un cine de estreno (acompañada de un joven y atlético negro, avanzando por la suave pendiente alfombrada de la platea). En otra ocasión, Maruja se la mostró fotografiada en las páginas de la revista Hola, sentada en medio de un alegre ramillete de jovencitos con smoking y muchachas vestidas de blanco: la puesta de largo de una amiga de la señorita -le informó la criada, añadiendo algo que al murciano le resultó incomprensible-: Teresa estaba furiosa por haber salido en aquella foto, y no quería que nadie la viera ni le hablara de la fiesta, hasta tal punto que había roto la revista. “Pero yo he comprado otra”, concluyó Maruja.

El primer encuentro con Teresa Serrat tuvo lugar en la verja del jardín de su casa, en San Gervasio. Sucedió un jueves, a eso de las diez de la noche, y el extraño comportamiento de la universitaria había de confundir tanto al murciano que éste sufriría una vez más aquel suplicio de no comprender, la sensación de extravío mental que a menudo le aquejaba al oír expresarse a los ricos. Durante los cinco minutos que duró la escena, Teresa Serrat permaneció distanciada, envuelta en las prestigiosas sombras de su’ jardín y aparentemente al abrigo de cualquier mirada de admiración que pudiese inspirar su soberbia presencia (todo el rato inmóvil y con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, como si estuviera empeñada en respetar una imaginaria línea de luz), por lo que él apenas si pudo leer nada en aquel bello rostro bronceado. Quizá por eso mismo, más que por el descarado tono de niña bien que Teresa utilizó para llamar la atención de la criada, Manolo se mostró particularmente incorrecto con ella. Además, acababa de pasar una tarde tormentosa con Maruja, una vez más él se había negado a formalizar sus relaciones y la chica había llorado, y cuando esto ocurría, la mala conciencia le obligaba a acompañarla hasta casa. Ya se había despedido y se alejaba -Maruja aún le miraba, llorosa, con la mano en la verja, sin decidirse a entrar-cuando le llegó la voz de Teresa llamando a la criada desde el jardín:

– ¡Maruja!… Maruja, pero ¿qué haces ahí? ¡Es tardísimo! Ya verás mamá…

Oyeron sus pasos precipitados sobre la grava y en seguida la vieron llegar corriendo. Se paró repentinamente, a unos metros de la verja, bajo un árbol: brazos cruzados y una gabardina blanquísima echada con descuido sobre los hombros, sobre un vestido de falda acampanada que lanzaba fulgores cobrizos, destemplada, graciosamente estremecida por el frío, su esbelta silueta, al inmovilizarse, quedó nimbada por la luz que le llegaba desde atrás, desde el farolillo colgado en el porche y desde las ventanas iluminadas de la planta baja. Toda su persona desprendía un cálido efluvio adquirido sin duda en algún salón iluminado y lleno de gente, había una temblorosa, estremecida disposición musical en sus piernas, la excitación juvenil que anuncia una fiesta o una feliz sorpresa, y a él le hizo pensar en una de esas muchachas alocadas que a veces veía en las películas americanas saliendo, acaloradas y jadeantes, de un baile familiar para tomar el fresco de la noche en el jardín y, en una pausa emocionante, anunciarle a papá su felicidad y su alegría de vivir. Apareció corriendo y envuelta en ese pequeño desorden personal que revela la existencia del sólido y auténtico confort -el cinturón de la gabardina a punto de desprenderse y rozando el suelo con la hebilla, un rojo pañuelo de seda colgando de un bolsillo, los rubios cabellos caídos sobre el rostro y ajustando al pie, con movimientos nerviosos, un zapato que se le había desprendido al correr- esa encantadora negligencia en el detalle que es claro signo de despreocupación por el dinero, de confianza en la propia belleza y de una intensa, apasionada y prometedora vida interior: en los seres mimados por la naturaleza y la fortuna, un encanto más.

Pero lo que la hizo pararse tan repentinamente y, sobre todo, suavizar el tono irritado de sus palabras, no fue solamente el que se le hubiese desprendido un zapato, sino el haber descubierto la inesperada presencia del novio de la criada. Visiblemente sorprendida, Teresa bajó la voz para llamarle la atención a Maruja sobre la hora que era y, en un familiar tono de reconvención, recordarle que tenían invitados a cenar y que mamá estaba preocupada. Balbuceando una disculpa, Maruja se disponía a entrar cuando el Pijoaparte, con las manos en los bolsillos y la mirada altanera, dio media vuelta y le ordenó que esperase. El muchacho se acercó lentamente a la verja, se paró, con una especie de manotazo le dio una vuelta más a la gruesa bufanda que llevaba al cuello y levantó los ojos para mirar a Teresa. Preguntó que, bueno, qué narices pasa con tanta prisa, ¿se quema la casa?, y a continuación cometió el primer error: dijo que, si tanta prisa tenían, que se hicieran servir la cena por la cocinera. El convencimiento, ligeramente teñido de un orgullo viril, que hacía aún más evidente el despropósito, y la seriedad con que lo dijo, provocó la risa de Teresa, una risa clara, afectuosa, espontánea, de ningún modo burlona, sino más bien solidaria, pero terriblemente cargada -incluso él se dio cuenta- de razón.

El murciano apartó los ojos de Teresa con aire confuso y murmuró:

– Me gustaría saber por qué se ríe esta tonta.

Y lo asombroso fue que la rubia, no sólo no replicó en el tono digno y ofendido que él esperaba -y deseaba-, sino que incluso, balbuceando un perdón que apenas se oyó; inclinó la cabeza (los cabellos, resbalando como una miel, se partieron dulcemente en dos sobre su nuca) y se puso a mirar las puntas de sus zapatos como una colegiala a la que hubiesen pillado en falta. Eso al Pijoaparte le hizo cierta gracia, pero poca: no era tan estúpido como para creer que había conseguido impresionar a aquella señorita sólo por mostrarse duro con ella, y cambió una mirada interrogativa con Maruja. A causa de ello no pudo ver que ahora en las comisuras de los labios de Teresa Serrat asomaba una sonrisa imperceptible, apenas un mohín, un amago gozoso de misteriosa procedencia.

Maruja, por toda respuesta, clavó en Manolo sus pobres y enfermos ojos colorados, llenos de reproche, y dijo: -Ahora mismo voy, señorita.

– Un momento -repuso el Pijoaparte, cogiéndola del brazo-. Es tu día libre ¿no?

– Vaya, estoy muerta de frío… -empezó Teresa con una voz distinta, repentinamente vulnerable, una voz que pretendía obtener algo de ellos. Y siguió allí, hablando del tiempo, inmóvil, con las piernas muy juntas y ligeramente temblorosas, los puños cerrados bajo las axilas. Manolo se las arregló para aprovechar convenientemente algunas miradas, que arrastraba por los suelos sin ningún interés aparente por nada, y comprobar que la muchacha seguía teniendo aquella deliciosa piel color tabaco y aquellos maravillosos ojos azules que una vez le habían golpeado el corazón. A pesar de la poca luz pudo también distinguir el borrón de la boca, una rosada nebulosa, la leve hinchazón del labio superior -los dos vértices centrales deliciosamente levantados, como si la nariz airosa tirase de ellos- que esparcía por su rostro un aire mimado, un candor aburrido, una mezcla de malhumor aristocrático y de terquedad infantil.

Sonriendo, Teresa concluyó:

– Tenemos unos invitados pesadísimos y mamá está algo pocha. Una lata. Hay que ir a la farmacia, Maruja…

Lo mismo que en su mirada azul, que una particular inercia de los párpados lisos y puros detenidos a mitad de su caída hacía somnolienta, dotándola de una extraña vida estatuaria (sus pupilas, mientras hablaba, estaban fijas en la tosca bufanda de lana que Manolo llevaba colgada al cuello con descuido) también en sus palabras había ahora, excusándose medio en broma por tener que llevarse a Maruja, como un intento de expresar algo más, de establecer una complicidad, una especie de conexión con un poder oculto que podía disculparla y que daba por seguro que el muchacho también conocía, una estrategia de enlace cuyo secreto sólo conociesen ellos dos y que dejaba de lado a la pobre Maruja, o mejor, pasaba piadosamente por encima de ella: era algo cuyo significado él tardaría aún algún tiempo en comprender, y que por el momento, debido a uno de esos misterios de la emoción femenina, se realizaba a través de su tosca bufanda de lana (bufanda, que, en contra de lo que la rica universitaria creía, no había sido amorosamente tejida por las humildes y laboriosas manos de la madre del muchacho, sino que era, dicho sea de paso, un delicado y artero regalo del Cardenal).

En sí, el encuentro hubiese carecido de importancia de no ser porque ya contenía el germen de lo que iba a suceder meses después. Pero el Pijoaparte pensaba en otras cosas; mientras escuchaba aquella voz desmayada, descuidada, un poco nasal, en la que el singular acento catalán se mostraba en todo momento no como incapacidad de pronunciar mejor, sino como descarada manifestación de la personalidad, Manolo, ajeno por completo a estas realidades que no se ven, sólo intuyó que saber enfadarse convenientemente con la servidumbre es realmente una ciencia difícil e importante. Le pareció también que la hermosa rubia alardeaba de un extraño desprecio para consigo misma y para el obligado ejercicio de su condición de señorita.

– …total, que es un fastidio la fiestecita esa, pero qué le vamos a hacer -concluía Teresa, todavía con los ojos clavados en la bufanda del muchacho.

– Ya -dijo él en tono seco, el tono que su instinto, ahora un poco a la deriva pero siempre despierto, le aconsejaba como el más a propósito-. No tarda ni un minuto, sólo tengo que decirle una cosa importante, personal.

Por supuesto, no tenía nada personal que decirle a Maruja, y nada le dijo; se limitó a rodearle los hombros con el brazo y a llevársela a un lado mientras seguía observando con el rabillo del ojo a Teresa, que al fin, con la cabeza gacha, giraba lentamente sobre los talones y parecía dispuesta a irse. Volvió a llamarle la atención la actitud sumisa de la muchacha, pero, aunque ella iba a hacer algo todavía más extraño en los próximos segundos, pensó que a fin de cuentas ¡qué diablos!, tal vez efectivamente la había impresionado.

Pero Teresa Serrat se había vuelto y ya pronunciaba, mirándole, las misteriosas palabras que habrían de quitarle el sueño por unos días:

– No me crea una cursi y una malcriada -dijo para empezar, y, en un tono insólito, quebrada la voz de un modo singular, añadió-: Todos estamos con usted.

Después de lo cual dio media vuelta y desapareció corriendo por el jardín, con el rojo pañuelo de seda flotando y arrastrando por el suelo el cinturón de su blanca gabardina, cuya hebilla de metal tintineaba sobre la grava. El rumor de sus pasos ya se había extinguido cuando el Pijoaparte aún estaba paralizado por una confusión que, pese a todo, se le antojaba cargada de buenos presagios. Quiso interrogar a Maruja con los ojos pero la muchacha ya se había desprendido de su brazo, y, alzándose sobre las puntas de los pies, le dio un rápido beso en la mejilla y entró apresuradamente en el jardín.

En los días que siguieron a este encuentro, Manolo preguntó varias veces a Maruja cuál podía ser el significado de aquellas palabras de su señorita. Pero no sacó nada en claro.

– No sé. La señorita es muy rara… -le dijo ella una tarde al salir del cine Roxy, en un tono indiferente, absorta en el tráfico de la plaza de Lesseps-. Se ha vuelto rara, antes no era así.

– ¿Qué le has contado de nosotros?

– ¿Yo? Nada. Que somos novios. Y como es muy buena habrá querido decir… pues eso, que está contenta con lo nuestro.

– ¡No digas tonterías! Eres demasiado boba, a ti siempre te la pegarán… Yo, lo que quiero es que se me respete. ¿No sabes que estas niñas bien no respetan ni a Dios?

– Teresa es muy buena conmigo.

Manolo miró con pena a su compañera y la atrajo hacia sí. Como siempre, había en las palabras de la muchacha un sabor alarmante, una ternura herida o amenazada por la soledad, consecuencia de aquella mezcla de juventud frustrada y cierta cualidad marchita que erraba a veces por su mirada, por su sonrisa o por su voz. Era el constante temor a que no prevaleciera o no fuese tomado en serio lo único que poseía: su agradecimiento, un agradecimiento a Dios sabe qué, y una natural disposición a no dar crédito a la maldad de este mundo muy propia en seres que, conformados por el especial trato recibido durante años de servidumbre, carecen del verdadero sentido del mal, lo mismo que algunos curas afables.

No volvió a hablarse más del incidente ocurrido ante la verja de la torre de los Serrat, y sólo mucho después, cuando desgraciadamente ya sería demasiado tarde para demostrarle a Maruja que su agradecimiento no era correspondido por nadie (el oscuro germen de su muerte, como el de su discreto paso por la vida, no sería en definitiva otra cosa que una exagerada expresión de aquel agradecimiento) comprendería Manolo el verdadero grado de negligencia que encerraban las palabras de Teresa.

En el mes de octubre de aquel año 1956 se produjeron en la Universidad de Barcelona algunos desórdenes y manifestaciones entre el estudiantado. De la destacada participación en tales hechos de Teresa Serrat y de cierto íntimo amigo suyo, Luis Trías de Giralt, estudiante de Economía, Manolo tuvo noticia, de una manera vaga e indirecta, a través de una conversación con la criada de los Serrat.

– Puede que tengamos que dejar de vernos por unos días -le anunció Maruja un domingo, sentados en la plazoleta del Parque Güell, mientras él se estaba adormilando. Era una mañana tibia y soleada, había algunos viejos calentándose en los bancos y niños jugando a la pelota-. ¿Sabes que el otro día, cuando las manifestaciones, la señorita volvió a casa a las tantas de la noche y con el vestido roto? Parece que la policía la estuvo interrogando, fue por lo de los estudiantes, se ve que ella fue de las primeras en armar jaleo. ¡Si hubieras visto a su madre, cómo se puso la pobre señora! Teresa dijo que a lo mejor la expulsaban de la Universidad, ¡y lo dijo tan fresca! ¡Su padre está furioso y quiere mandarla unos días a Blanes con la señora y conmigo, dice que es lo más prudente… Sé ve que la señorita está muy metida en este lío.

El murciano -que había tenido una noche agitada desvalijando un coche en la plaza Real- apoyaba la cabeza en el regazo de Maruja y bostezaba. Al principio, toda aquella enrevesada historia no le interesó demasiado y sólo la imagen de Teresa se iluminó de vez en cuando con vivos colores entre sus entornados párpados, como descomponiéndose por efecto de la luz en un día de lluvia, pero desprovista de toda significación. Para él, los estudiantes eran unos domésticos animales de lujo que con sus manifestaciones demostraban ser unos perfectos imbéciles y unos desagradecidos; a los follones que organizaban en la calle, aunque él presentía que podían tener motivaciones políticas, nunca les había concedido más valor -y desde luego mucha menos importancia- que a las gamberradas que hacían con las modistillas el día de Santa Lucía. Sin embargo, Maruja aventuró una vez más una observación acerca de lo rara que se había vuelto Teresa desde que iba a la Universidad y salía con aquel estudiante amigo suyo; en esta ocasión, la criada se ayudó con una ingenua y pintoresca imagen de su señorita, sin duda exagerada -por lo menos así se lo pareció a él, que la escuchaba sumido en una especie de duermevela- diciendo, con una vehemencia en la voz que ni ella misma habría sabido explicar, que Teresa, si tú supieras, a la señorita le gusta mucho frecuentar las tabernas con sus amigos y enterarse de cómo es la vida, hablar con trabajadores y hasta con mujeres de ésas, ya me entiendes, porque ella es muy así, muy revolucionaria, ¡huy si la oyeras a veces en casa, te aseguro que la señorita no tiene pelos en la lengua…!

Le contó, además, que Teresa salía a menudo con chicos estrafalarios y existencialistas -fueron las palabras que empleó la criada,’ casi con unción-, gente rara, estudiantes con barba, y que se pasaban la vida llamándose por teléfono, dándose citas y prestándose libros; que a veces Teresa se encerraba en su habitación con un grupo de amigas y se pasaban allí toda la tarde, y cuando ella, Maruja, les subía café o bebidas, se encontraba siempre con el cuarto lleno de humo de cigarrillos y a ellas sentadas en el suelo entre almohadones, rodeadas de discos y discutiendo acaloradamente de política, del país y otras cosas raras.

De nuevo despuntaba en sus palabras aquel trémolo de admiración y respeto que deprimía a Manolo, y por eso él prefirió no hacer ningún comentario que pudiera avivar aquellas confusas y sin duda exageradas confidencias de la criada. Por otra parte, esta mañana el sueño casi vencía el interés que el simple nombre de Teresa despertaba habitualmente en él. Pero acaso por oposición instintiva a esa misma densidad desapasionada que poco a poco nos introduce en el sueño, una imagen fue adquiriendo forma en su mente: la imagen pertenecía a aquella extraña muchacha, en cuyos cabellos de oro se descomponía la luz mientras charlaba con unos desconocidos desastrados en una tasca, con un vaso de tinto en las manos, y que, aparte de expresar sin duda un simple capricho de niña bien (el de codearse, de vez en cuando, con gente “baja”), hizo que esta vez Manolo presintiera algo manifiestamente descarado, lúbrico, y, en consecuencia, accesible para él, vulnerable en algún punto, ignoraba todavía cuál. La veía de pie, con el vaso en la mano, solícita, receptiva, concreta, y la imagen se le quedó grabada en el recuerdo con ese sabor agridulce de la primera experiencia sexual no totalmente consumada, con idéntica fuerza a la de los recuerdos que persisten en la memoria no por lo que fueron sino por lo que podían haber sido, y que en el transcurso de los años exigen a menudo ser rememorados y analizados para ver dónde o en qué momento cometimos el error, como en el caso de aquella noche que él abrazó a la chica del pijama de seda que relucía a la luz de la luna, noche que pudo haber cambiado el curso de su vida.

Pero justamente por esas fechas, tan calenturientas en la Universidad de Barcelona, tan preñadas de sublimes y heroicas decisiones -que sin embargo no conseguirían todavía cambiar el vergonzoso curso de la Historia ni aún sacrificando por el pueblo lo mejor de nuestra juventud, según la propia Teresa Serrat le confesaría un día a su compañero en la lucha- había de darse aún otra circunstancia fortuita para que aquella recién estrenada imagen de una Teresa distinta, todavía extraña y lejana pero ya vulnerable en algún aspecto, volviera a cobrar relieve inesperadamente y se mostrara con todo su sentido. Ocurrió a últimos de mayo, en ocasión de una visita que Manolo hizo a la barriada del Pueblo Seco para cumplir un encargo urgente del Cardenal (entregar una pesada maleta que contenía cubiertos inoxidables valorados en quince mil pesetas) con Maruja, que tenía su tarde libre y se empeñó en acompañarle.

Anochecía. Caminaban por una calle enfangada, maloliente, desierta, pegados a la larga pared de una fábrica, cuando, de pronto, Maruja lanzó un grito de sorpresa al reconocer el “Floride” de Teresa parado frente a un pequeño portal. Maruja hizo nuevas consideraciones acerca de las extrañas amistades de su señorita. Manolo no dijo nada. Mientras se iban acercando al automóvil se oía cada vez más fuerte un ruido de máquinas que latía como un enorme pulso tras la interminable pared, un rumor sordo de fábrica. Manolo aflojó el paso y le ordenó a Maruja que se callara. Al pasar, sin detenerse, volvió la cabeza y miró al interior del portal: Teresa Serrat estaba allí, en las sombras, apoyada en la pared con un desfallecido gesto de entrega y abrazada a un muchacho. El desconocido, que se hallaba de espaldas y llevaba el pelo muy largo en la nuca y un jersey rojo de cuello cerrado, la besaba con esa falta de alegría en los gestos que revela inexperiencia amorosa y torpeza: parecía debatirse, no ya con ella, sino consigo mismo o con su propia sombra. Teresa se dejaba besar. Eso fue todo: una visión fugaz que Manolo había captado docenas de veces en su propio barrio, de noche, y cuyos pormenores nunca le habían interesado. Pero aquí dentro, una especie de entrada a oficinas, el ruido de la fábrica era ensordecedor y resultaba inconcebible que una muchacha como Teresa se dejara besar en tales condiciones. Su bonito y rápido automóvil, estacionado frente al portal, junto a un charco de colorantes y residuos de productos químicos, resultaba igualmente una visión casi insólita. La imagen fue por demás breve, turbadora y confusa como una aparición: sólo destacaban en la penumbra las rodillas soleadas de Teresa ciñendo las piernas del desconocido -con un fervor que éste no merecía, a juzgar por su torpe abrazo-, sus manos que subían y bajaban por la espalda, y su rostro, con los ojos cerrados, que emergía de las sombras por encima del hombro del muchacho. Cuando ya estaban más allá del portal, Manolo le preguntó a su compañera si sabía quién era el desconocido. Maruja, que se había colgado repentinamente de su brazo y expresaba su sorpresa con una risa nerviosa, casi de complicidad, respondió que apenas si había tenido tiempo de fijarse en él, pero que le había parecido, así de espaldas, uno de aquellos tipos raros con los que a veces salía la señorita. ¿Qué hacía la señorita aquí? Pues saltaba a la vista… ¿Por qué en esta sucia y olvidada calle precisamente, en el Pueblo Seco, un barrio tan distinto del suyo, en un portal y con un desconocido con pinta de chulo? Eso era difícil de responder. Una casualidad. ¿Ha tenido muchos chavales tu señorita? Bueno ¿novios quieres decir? Pues no, novio formal, lo que se dice formal, nunca.

Siguieron caminando en silencio durante un buen rato. Manolo divagaba, con el infernal ruido de la fábrica retumbando todavía en su cabeza y reteniendo en las pupilas aquella expresión dulce y sometida de Teresa, cuando de pronto se produjo en su mente, acaso por primera vez en todo el tiempo que llevaba viviendo en la ciudad, algo que él identificó como la luz. No fue más que un rápido engarce de circunstancias fortuitas que, ni él mismo podía dejar de darse cuenta, apenas se sostenía por un hilo, una decepcionante sospecha que sin embargo iba a conformar a partir de este día su concepto de Teresa Serrat y de su mundo personal. Tal fidelidad a una amarga presunción, a una idea que le costaba admitir, el esfuerzo que hubo de realizar para valorar moralmente a una muchacha de la categoría de Teresa, denotaban, por otra parte, hasta qué punto el murciano estaba todavía lejos de hallarse en disposición ideal de combate. Esto es: el muchacho se resistía a admitir que una señorita como Teresa fuese una vulgar desvergonzada. Y no porque él ignorase la desvergüenza de este mundo -había tenido pruebas más que suficientes desde la infancia-, sino porque su sentido de las categorías sociales había estado demasiado tiempo ligado a un sentido de los valores. En cualquier caso, debemos otorgarle el beneficio momentáneo de aquella convicción, discutible pero merecedora de aplauso por el esfuerzo que comporta, y ser justos con el Pijoaparte sosteniendo hasta el fin que, con o sin la ayuda casual de este incidente ocurrido un atardecer de primavera, él habría igualmente, a fuerza de darle vueltas y más vueltas a la idea, obtenido la verdadera luz. Pues precisamente porque su creciente interés por la hermosa y fantasmal universitaria -la irrupción de Teresa Serrat en su vida se iba efectuando a ráfagas, caprichosamente- no tenía nada por el momento de la frívola y mecánica disposición de ánimo que caracteriza al cazador de dotes, el murciano necesitó hacer efectivamente un esfuerzo para admitir como buena semejante idea: que Teresa Serrat fuese lo que se dice lisa y llanamente una cachonda, una caprichosa y una irresponsable que gustaba de caer en brazos de chulos de barrio (no hace falta decir que él no se consideraba como tal) por pura calentura.

Y al mismo tiempo que sentía una vaga decepción, en su cabeza bullía un revoltijo de extrañas posibilidades. En primer lugar, su instinto le dictó la conveniencia de guardar para sí lo que acababa de ver con el oscuro fin de obtener algún día, si la ocasión se presentaba, un posible beneficio personal:

– Oye -le dijo de pronto a Maruja-. No se te ocurra decirle a tu señorita que la hemos visto. Ni siquiera en broma, suponiendo que tuvieras confianza para hacerlo. Podría enfadarse…

Con lo cual, aunque los rasgos característicos que había captado en Teresa Serrat no alcanzaban aún la total realidad con la que pronto había de ponerse en contacto, el Pijoaparte empezaba, contra todo pronóstico, a dar muestras de aquella inteligencia que le llevaría lejos.

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