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Transcurrió aquel invierno

¿Com ha d’assimílar-se aquesta pura poesía de la forma quan no es resol en l’orgasme?

Llorenç Villalonga


Transcurrió aquel invierno cargado de vagos presagios y, al llegar el verano, los Serrat se trasladaron de nuevo a su Villa de Blanes con la servidumbre. Manolo reanudó sus alocadas visitas nocturnas al cuarto de la criada. Iba siempre en motocicleta, que robaba en el mismo momento de partir y que luego, al regresar a Barcelona, abandonaba en cualquier calle. Llegaba a la Villa irradiando una sensación de peligro que él parecía ignorar: electrizaban sus oblicuos ojos negros y su pelo de azabache, la nostalgia invadía sus miradas y sus ademanes; y del peligro y del esplendor juvenil de estas noches de amor, quedaría, al cabo, el arrogante y ambicioso sueño que las engendró. Porque no era solamente el deseo de poseer una vez más a la linda criadita lo que le empujaba como el viento hacia la costa, no era sólo el intrépido allanador de camas el que saltaba por la ventana de la imponente Villa amparándose en las sombras como un ladrón: algunas noches le daba miedo dormir en casa, eso era todo.

Acaso porque, como todos los años, al llegar el verano captaba de una manera particularmente aguda la vasta neurosis colectiva de felicidad y el áureo prestigio del dinero que se esparce por las viejas costas del Mediterráneo como una miel dorada, que flota en medio del estallido del sol como un germen de verdadera vida y que algunas noches especialmente cálidas y sin fin se introduce en la sangre como un alcohol. Lo que él realmente buscaba en los brazos de Maruja era todo lo que ella traía consigo al lecho al bajar de las terrazas iluminadas o de los grandes salones ya sumidos en el silencio nocturno, una vez terminado su trabajo y cuando ya los invitados se habían ido o dormían; algo recogía, en efecto, allí tendido en la cama, desnudo, algo indecible que emanaba del cuerpo de la muchacha. lo mismo que se recoge algo de la vas _edad del espacio al acariciar las alas de un pájaro: juntamente con el sabor a sal que hallaba en la piel, recogía fervorosamente restos de un día de playa, invisibles presencias, dulces deseos que establece el ocio, fragmentos de palabras vacías de contenido, un abandono corporal y una ternura desapasionada que ya no expresaban -felices ellos, los ricos- ninguna pena por todo aquello que nunca ha de alcanzarse en esta vida, por todo aquello que nunca ha de realizarse.

A veces, tumbado en la cama, sumido en la oscuridad, tenía que esperar a la criada durante horas. Sobre su cabeza abandonada en la almohada flotaba siempre un rumor de voces y risas que a él se le antojaba una fiesta; oía ladridos de perros que había que imaginar hermosos, grandes, majestuosos. Otras veces oía un griterío de niños. Nunca llegaría a verlos. Maruja le hablaba de aquellos chiquillos endiablados que estaban a su cuidado: eran los hijos de la hermana de la señora, todos los veranos venían a pasar quince días a la Villa. “Me dan mucha guerra -decía Maruja- y por la noche no hay quien les haga acostar, ¡pero son tan monos, tan rubios! ¿No les oyes correr cuando se me escapan? Su habitación queda justo encima de ésta.” En efecto, Manolo oía a menudo los piececillos desnudos correteando de acá para allá, los chillidos, su infatigable alegría, y cuando se hacía el silencio (señal de que Maruja no tardaría en bajar, si aquel día no había invitados) se ponía a pensar en los niños dormidos en grandes camas, arropados por indecibles atenciones presentes y futuras. A veces se dormía al mismo tiempo que ellos, como si a él también el alegre trajín de las vacaciones le hubiese dejado rendido. Se despertaba horas después con un sobresalto, malhumorado, descontento de sí mismo, preguntándose qué diablos hacía en el cuarto de una criada. Esto le ocurría particularmente después de haber estado repasando algunos cromos de su entrañable colección particular (siempre sin álbum), y en los que la rica

universitaria desempeñaba un papel cada vez más destacado: fuego, un terrible y devastador fuego, la Villa arde por los cuatro costados, él salta de la cama y se mete entre la humareda, sube las escaleras, que se derrumban tras él, corre y rescata de las llamas a la rubia de ojos celestes (desmayada al pie del lecho, con un reluciente pijama de seda que habrá de quitarle en seguida porque el fuego ya ha hecho presa en él) y luego la lleva en brazos hasta sus padres; o bien otra noche, cuando al llegar esconde la motocicleta entre los pinos, la ve paseando sola por la playa, seguida de un gran perro lobo, soñadora, triste, aburrida, con los rubios cabellos movidos por la brisa, y entonces la tierra empieza a temblar, los pinos se abaten, surgen enormes grietas en la arena, un terremoto, rápido señorita, al mar con la canoa (la precisión dialogal no le interesaba, pero en cambio cuidaba la imagen en sus menores detalles): tres meses extraviados en alta mar, solos, sin víveres, muriendo casi, y ella en sus brazos… Naturalmente siempre acababa besándola; pero no eran sueños eróticos, o por lo menos no tenían como finalidad principal la posesión de la muchacha; eran sueños fundamentalmente infantiles, donde el heroísmo y una secreta melancolía triunfaban de lo demás, por lo menos al principio; el elemento erótico se introducía siempre al final de la historia, cuando él ya había salvado a la bella; cuando ya había dado pruebas más que suficientes de su honradez, de su valor y de su inteligencia, cuando la llevaba en brazos y se disponía a entregarla a sus padres ante la admirada y asombrada concurrencia, pues entonces sentía la imperiosa necesidad de detener el tiempo y la acción, y prolongaba todo lo que podía este momento, era como caminar sobre una tierra que rodaba en sentido contrario bajo sus pies: porque sabía, intuía que él no iba a sobrevivir a este desenlace, adivinaba que estaba irremediablemente condenado a volver a la sombra, y sólo entonces, como un consuelo, o quizá como una venganza por tener que separarse de ella, la besaba tiernamente en los labios. ¡Qué impunidad dulce, casi nupcial, la de tantas aventuras revividas cada noche, de niño, encogido en el duro camastro de su chabola de Ronda! Había siempre una niña de ojos azules (durante mucho tiempo fue la misma: la hija de los Moreau) a punto de despeñarse en el Puente Nuevo; después de la inevitable entrega a los conmovidos padres, él regresaba rápidamente al punto de partida: la chica volvía a pedir auxilio colgada en un matorral sobre el Tajo, balanceándose peligrosamente en-el vacío, y él se abría paso entre la gente, desafiaba el abismo, cogía a la francesita en brazos, la llevaba a sus padres… y antes de entregarla prefería empezar de nuevo, pero al final se dormía. Al día siguiente por la noche, nada más pegar la mejilla a la almohada, ponía en orden los personajes y el paisaje (profundos barrancos, llamas devoradoras, olas enfurecidas, terremotos, guerras) y vuelta a empezar.

De aquel singular juego infantil conservaba todavía hoy su íntimo secreto: la cita prometida. Tendido en la cama de Maruja se decía a menudo, para justificar su pérdida momentánea de acción: “Estoy aquí porque la raspa tiene un cuerpo muy bueno, eso es todo”, o bien: “En el fondo, lo que espero es la ocasión de hacerme con las joyas de una puñetera vez…”

Pero el mismo acto de poseer a la muchacha, el carácter decididamente sublimado, imaginativo, de sus besos y sus abrazos, su conmovedora relación de simple adolescente, por así decirlo, con el deseo, traicionaba aquellas frías reflexiones de hombre duro.

– Te quiero, te quiero, bonita, te quiero…

El azar vino finalmente a sacarle de su inercia, y de forma sorprendente: una noche de principios de julio, después de dejar la motocicleta entre los pinos (una “Guzzi” carmesí, esplendorosa, que le hubiese gustado conservar) y escalar la ventana del cuarto de Maruja, le llamó la atención el completo silencio en que se hallaba sumida la Villa. Era ya la medianoche pasada. Maruja aún no había bajado. Él se tumbó en la cama y, según tenía por costumbre, cogió la fotografía de la mesilla de noche (el rostro de Teresa siempre oculto bajo la sombra de su mano, el de Maruja reflejando siempre aquella inquietud por cosas superfluas) y la estuvo mirando largamente. Le pareció que algo había cambiado con el tiempo, notó que la imagen de Teresa Serrat exhalaba ese efluvio desangelado y doméstico, poroso, de los cuerpos ya conocidos y poseídos. Le entró una extraña depresión. De pronto oyó el rumor de un coche llegando a la Villa, un frenazo y ruido de puertas, luego voces, le pareció distinguir las de Maruja y Teresa entre la de un hombre, y finalmente unos pasos dirigiéndose a la entrada principal.

Poco después, la puerta del dormitorio se abrió y apareció Maruja. No vestía el uniforme ni traía aquella máscara de fatiga que normalmente a estas horas se pegaba a su cara como un fino y resquebrajado barniz. Llevaba unos pantalones azules, un amplio y ligero jersey sport, demasiado largo para ella, y unas extrañísimas sandalias. Manolo la miró con sorpresa. Ella corrió hacia la cama y se arrojó en sus brazos. Las precauciones que siempre tomaba -entornar la ventana, apagar la luz y cerrar la puerta con llave- no las tomó esa noche.

– Temía que hoy no vinieras -dijo después de besarle.

Se tendió en la cama, junto a él. Tenía los ojos húmedos y chispeantes, sudaba, le ardían las mejillas y toda ella desprendía un calor febril. Sus ojos enfermos y retraídos, en los que erraba constantemente la sombra de una desgracia inminente, y que por lo general a estas horas estaban completamente apagados, parecían arder entre los párpados entornados.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él-. ¿Estás mala?… ¿Por qué vas vestida así?

– Esta tarde me he divertido mucho, me han llevado en el fuera-bordo…

– Quién.

– Teresa. Y el señorito Luis, ese amigo suyo que creo será su novio… Ha sido estupendo. Teresa me ha regalado estos pantalones y las sandalias. ¿Te gustan?

Manolo le puso una mano en la frente.

– Estás ardiendo, chiquilla. ¿Sabes lo que creo? Que estás enferma.

– Sólo me siento muy fatigada, con mucho sueño… Pero déjame que te cuente…

La pesadez de los párpados atenuaba aquel brillo de su mirada. Tendida junto a él, con la boca seca, desflorada y febril, con el pecho agitado, le contó que Teresa y su amigo la habían invitado a dar unas vueltas en la canoa y que luego habían ido juntos a Blanes, en coche, a un sitio divertido donde se bailaba. Se expresaba con cierta dificultad, debatiéndose en una confusión mental que iría en aumento a lo largo de la noche y que Manolo, desde un principio, creyó que sólo era sueño y efecto del sol. Por lo demás -o quizá precisamente por ello mismo- la muchacha estaba esa noche más hermosa que nunca.

– Yo no he bailado -decía-. Ellos se han dado el lote, ¡hoy estaba la señorita!… Pero no creas que me he aburrido. Al contrario. Había extranjeros. Teresa me ha estado hablando en francés, a mí, ¡qué risa…!

– ¿Y dónde están ahora, no venían contigo?

Paseando por la playa, o por el pinar… No sé, ya te digo que la señorita va hoy muy movida.

Manolo la escuchaba entre asombrado y divertido. “Ven”, dijo. Ella se echó a reír, se quedó repentinamente seria y luego se llevó la mano a la cabeza con aire pensativo. Se estremeció. Se arrimó a él, enlazó su cintura con las piernas y murmuró: “Bésame”. Él empezó a besarla y notó la fiebre y el castañeo de los dientes de la muchacha. De pronto ella le rechazó para desnudarse. Se quitó los pantalones. Manolo se levantó y fue a mirar por la ventana. Maruja dijo:

– ¿Sabes que esta noche nos han dejado solos?

Él tardó muy poco en calibrar la importancia de esta noticia. Se volvió bruscamente. Maruja, ya sin el jersey pero con los brazos todavía dentro de las mangas, estaba inmóvil, completamente estirada sobre el lecho, como si durmiera. Con voz desfallecida, añadió que los señores habían ido invitados a una fiesta en Barcelona y que no regresarían hasta mañana, y que la señorita Teresa y el estudiante paseaban por ahí y, a juzgar por la intensidad de las miradas que se habían dirigido toda la tarde, tenían paseo romántico para rato; la vieja cocinera dormía y los masoveros también, de modo que estaban prácticamente solos.

– Ven conmigo -dijo Manolo dirigiéndose hacia la puerta-. Acompáñame arriba. Lo quiero ver todo.

– Espera -dijo ella. Se incorporó, apoyándose en un codo, y le miraba con ojos angustiados-. Primero ven, acércate…

– ¿Qué te pasa?

– ¡Ay Manolo!

Él se aproximó a la cama. Dijo:

– ¿Tienes miedo?

– No es eso… Pero tú… ¿Por qué siempre piensas en lo mismo?

– ¿En lo mismo? Habla más claro, niña.

– Ya me entiendes. Sé lo que estás pensando.

– No estoy pensando nada. Anda, ponte algo encima y acompáñame… ¿Qué esperas?

– ¡Me gustaría tanto hablar contigo, Manolo!

– Déjate de tonterías.

– Por favor…

– Esa gente está durmiendo, no nos verán. Sólo quiero dar una vuelta, curiosear. No temas, volveremos aquí en seguida.

Maruja apagó la lámpara de la mesilla y se tendió otra vez; no exactamente para atraerle a él. En realidad, sólo era un pretexto.

– Esto no puede seguir así, Manolo. No puede seguir así.

– ¿Qué puñeta te ocurre ahora? ¿Qué es lo que no puede seguir así?

– Todo, nosotros, esto… Compréndelo, no puede ser. El murciano se sentó junto a ella.

– ¿Ya no me quieres, Maruja?

– Sabes que sí, más que a nada en el mundo. -¿Entonces?…

– ¡Ay Manolo! Tenemos que casarnos.

Él intentó calmarla.

– No hay razón para llorar.

– ¿Quién llora aquí? Tenemos que casarnos y basta, esto no puede seguir…

– Oye, ¿estás preñada?

– No. Pero te digo que esto no puede seguir.

– Está bien -dijo él-. Luego hablaremos. Te lo prometo. Sí, haremos proyectos. Ahora ponte algo encima y salgamos de aquí… Así me gusta, buena chica. Y sécate las lágrimas, llorona. -La besó en la mejilla-. Anda, date prisa. Si sólo es por ver cómo viven esos hijos de puta de tus señores, mujer. -No digas palabrotas.

Refunfuñando incoherencias, Maruja se puso lo primero que halló a mano, la camisa rosa de Manolo, y le acompañó. Salieron a un pasillo, a oscuras, y la muchacha, después de rogarle silencio, le cogió de la mano y tiró de él. Descalzos los dos avanzaron a lo largo del pasillo, doblaron a la derecha y salieron a la entrada. La luz de la luna bañaba la estancia con una palidez verdosa y todo parecía sumergido en un acuario. El rumor del mar penetraba por las grandes ventanas con rejas de la planta baja. Maruja no quería encender las luces, pero él la convenció de que no debía tener miedo.

Para el joven del Sur fue, más que nada, una especie de recorrido sentimental. Ni siquiera quiso ver el ala izquierda de la villa, ocupada por las habitaciones de la servidumbre, la cocina, el garaje, un cobertizo para reparación de las embarcaciones y un anexo-vivienda para los masoveros (un matrimonio sin hijos, de Blanes). El ala derecha la componían el salón y la biblioteca, con suelo de parquet y una gran cristalera encarada al pinar y al mar. Completaba la planta baja el comedor, en la parte trasera, que comunicaba con el parque por medio de una terraza con grandes losas desiguales, entre las que crecía una hierba amarillenta y reseca. Desde la entrada, una amplia escalera alfombrada subía hasta las habitaciones del primer y segundo piso, donde también se hallaban las dos terrazas, una de las cuales daba sobre el acantilado y ‘el embarcadero. El interior de la inmensa villa no correspondía en absoluto a la idea que se había hecho el murciano al verla desde fuera, pero le impresionó: aquella esbelta y alada estructura de castillo de cuento de hadas se trocaba aquí dentro en un desenfadado estilo monacal, con níveos techos de bóveda, arcos y paredes encaladas, todo muy geométrico y aséptico, sin la gravedad ni la magia que anunciaba el exterior. Solamente una parte del mobiliario, el más recio y sólido -viejas consolas y camas de Olot, puertas de cuarterones, antiguos mapas enmarcados en las paredes, sillas mallorquinas, y especialmente un par de butacas de la biblioteca, que tenían los brazos y las patas rematadas en garras de león- parecía guardar aquella misteriosa conexión con la idea del lujo.

Pero no tardó mucho en darse cuenta de su error: el parquet olía a cera y crujía deliciosamente bajo los pies (el parquet siempre fue para él un indiscutible signo de riqueza) y la atmósfera tenía una discreta vida propia, flotaba en ella una invisible presencia obsequiosa, como la de un atento criado que siempre está al quite en torno a uno pero que nunca se ve, e incluso Maruja, que se había recostado cansadamente en el diván del salón y hojeaba revistas con indiferencia, parecía encajar perfectamente dentro de aquel orden con su camisa rosa que le llegaba a las caderas y dejaba al descubierto sus morenos muslos.

Al entrar en el amplio salón, Manolo había cambiado de una manera automática y apenas perceptible el ritmo de sus pasos: le rondaba la vaga sensación de haber estado allí alguna vez. De pie, inmóvil, en medio del espectáculo de aquellos grandes espacios iluminados, superficies lisas y muebles que no estorbaban ni parecían dispuestos a envejecer, captó la prolongación de un tiempo acumulado que allí flotaba como dentro de una campana de cristal, y que nada tenía que ver con el de su casa o de su barrio, acostumbrado a tocar diariamente las cosas y a dejarlas degradadas y viejas de repente, sino más bien con un pasado vivido no sabía cuándo ni dónde, como si ya en el vientre de su madre, en el palacio de los Salvatierra de Ronda, hubiera recorrido cientos de veces estos mismos salones y dependencias lujosas.

Dio un lento paseo en torno a Maruja, con las manos en la espalda; y otro, y otro más, y en cierto momento tendió la mano, al pasar tras ella, y acarició su pelo y su nuca: aquí era posible pensar en el mañana, amar el mañana y al prójimo como a nosotros mismos, y aunque percibía un aburrimiento (algo en el aire inmóvil sugería las horas muertas, un ocio embalsamado) era un aburrimiento digno, decoroso y fecundo. Pero al cabo de un rato, la morriña que había invadido sus miradas y sus gestos se trocó repentinamente en mala leche. Se sentó en el diván, cogió a Maruja por los hombros y clavó sus ojos negros en los de ella:

– ¿Dónde está la habitación de la señora? -preguntó. Maruja adivinó sus intenciones en el acto y quiso levantarse. -No… Eso ni pensarlo, Manolo…

– Vamos, vamos, no empieces -dijo él-. Sólo quiero ver lo que hay.

Allí no había nada que ver, protestó ella con una voz que amenazaba llanto, allí no había joyas ni dinero ni nada que a él pudiera interesarle. “Por favor, por favor, olvídate ya de esa locura, son cosas que siempre acaban mal, me echarían la culpa a mí ¿es que no te das cuenta?, me harían responsable a mí y tarde o temprano me sacarían la verdad…”. “Escucha…” “Por favor, no quiero oírte, no quiero oírte”. Empezó a temblar, llorando, se debatía al borde la histeria. Sus nervios, que la habían estado devorando hasta ahora, se desencadenaron. Gritaba. Manolo la sujetó fuertemente por los hombros. Aunque no ignoraba la causa principal de su desquiciamiento -la chica siempre se enfurecía al oírle hablar de las joyas- empezó a pensar seriamente en la posible existencia de otros motivos. Pero todo fue demasiado rápido: lo que en un principio parecía una simple llantina, degeneró en una especie de ataque de nervios. Ante el temor de que alguien oyera sus gritos, la obligó a levantarse del diván y la llevó a su cuarto a la fuerza. La tendió en la cama y luego regresó al salón y apagó las luces.

Cuando volvió junto a ella la encontró sumida en un sopor inquieto, del cual la muchacha fue saliendo poco a poco, siempre con los ojos anegados en lágrimas. Le preguntó de nuevo si se encontraba mal y ella dijo que no, que sólo tenía dolor de cabeza.

– Espera -dijo Manolo, acercándose a la mesilla de noche-. ¿Tienes aspirinas?

– En mi bolso, en el armario…

Manolo fue a la cocina a buscar un vaso de agua. Cuando regresó junto a ella y le tendió el vaso, Maruja le miró un momento a los ojos con aire suspenso, como si quisiera decirle algo, pero sin duda lo pensó mejor y se calló. É1 procuró tranquilizarla con mimos y caricias, intentó convencerla de que no debía tener miedo y de que todo saldría bien. “No puede pasar nada, tontina, esa gente ni siquiera sabe lo que tiene, ni se enterarán…” Ella, por toda respuesta, empezó a llorar de nuevo, silenciosamente, apretándose las sienes con las manos. Manolo iba irritándose cada vez más, el tiempo pasaba y no conseguía sacarle a la chica más que incoherencias. Se acostó con ella y desplegó aquella galantería pijoapartesca que nunca le había fallado. Todo fue inútil. Transcurrió una hora. “No me quieres -decía la muchacha en medio de sus sollozos-. ¡Nunca me has querido, nunca!” Él esperó a que se calmara, y luego, cuando ya no pudo más, la abofeteó suavemente un par de veces, sin convicción. La muchacha se abrazó fuertemente a él, temblaba como una hoja, con el cuerpo bañado en sudor. Ya no lloraba. “No me pegues -dijo-. Ven…” Y con manos torpes y temblorosas, sin vida, como si las moviese un mecanismo manipulado a distancia por una voluntad que no fuese la suya, se quitó la camisa lentamente y luego se quedó quieta, mirándole, respirando con fatiga. No habían encendido la luz: la de la luna entraba parcialmente por la ventana y se quedaba, lechosa, sobre la revuelta sábana caída al pie de la cama. El cuerpo de Maruja y sus ojos relucían en la penumbra. Manolo, de pronto, la encontró extraordinariamente hermosa. Su piel ardía como una brasa. La besó susurrando nuevas palabras de afecto a su oído, acariciándola con una ternura que, él mismo se daba cuenta, iba más lejos de lo previsto y amenazaba, una vez más, con destruir sus planes. De pronto se sobresaltó; en los besos de ella parecía como si anidase algo que se debatía y pugnaba por expresarse, y aquel indecible y casi metálico sabor de alarma de sus labios, y la sombra de una desgracia inminente que nunca había dejado de nublar sus ojos enfermos, apareció repentinamente y le arrebató a la muchacha de los brazos como un huracán, sin darle tiempo siquiera a comprender lo que pasaba: se había deslizado suavemente entre sus piernas, cuando, de pronto, los brazos de Maruja resbalaron de su cuello y cayeron sobre el lecho como pesados leños al tiempo que él notaba las fuerzas escaparse por todos los poros de aquel cuerpo. “Mi cabeza, Manolo, mi cabeza”, murmuró, y todavía consiguió fijar en él unas pupilas horriblemente dilatadas, devoradas por alguna visión anticipada de lo que iba a ocurrir, mientras un estremecimiento sacudía todo su cuerpo -él había alzado un poco la cabeza de ella de la almohada, como si presintiera el desenlace y tal vez quisiera, por un reflejo inútil de la voluntad, evitar que se diera un golpe contra algo- una convulsión muscular al mismo tiempo que soltaba un grito e inmediatamente perdía el sentido.

La muchacha quedó en sus brazos con la cabeza caída hacia atrás, como una muñeca de trapos y arena, desarticulada. Manolo, presa del pánico, intentó hacerla volver en sí con unos cachetes:

– ¡Maruja…! ¡Maruja, contesta! ¡Qué te pasa, háblame, estoy aquí…!

Se incorporó llevando el cuerpo en brazos; su primera idea fue que le diera el fresco de la noche, dio unos pasos de ciego, sin saber qué hacer, y volvió a dejar a Maruja sobre la cama. Salió al pasillo dispuesto a pedir ayuda, pero tuvo miedo de provocar un escándalo, se dijo que tal vez no era más que un desvanecimiento pasajero. Al volver a entrar, le pareció que Maruja estaba muerta: la muchacha yacía atravesada en la cama, con la cabeza violentamente torcida a un lado y las piernas colgando junto a la mesilla de noche. Le golpeó las mejillas. “Mari, Marujita… ¡Despierta!” Pensó en darle agua o mejor una bebida fuerte, pero ya el pánico se había apoderado completamente de él, se sentía culpable, culpable desde el primer momento, desde el primer día que entró en esta habitación, y, sin tener plena conciencia de lo que hacía, se sorprendió vistiéndose apresuradamente. Desde la ventana, antes de saltar, miró a Maruja por última vez. Fuera, echó a correr hacia los pinos. Le costó encontrar la motocicleta, no recordaba dónde la había dejado. Se volvió, miró la villa bañada por la luna y se pasó varias veces la mano por el rostro: la idea de que Maruja estaba muerta se había ya establecido en su mente: “Chiquillo, vas listo”, se dijo. Finalmente dio con la moto, la sacó del pinar corriendo y tropezando, saltó sobre ella y la puso en marcha.

Estaba en la parte trasera de la villa, en el camino que iba hasta la carretera. Tuvo que darle al pedal tres veces, manejaba el embrague con mano torpe y temblorosa y se le calaba el motor. La esplendorosa Guzzi estornudó y eructó durante un rato y luego se quedó exhausta. “Eres un miserable, chaval”, se dijo. A la tercera, en medio de un ruido infernal, la motocicleta se le disparó debajo de las piernas y él fue arrastrado como un pelele. Después se afirmó sobre el sillín y se alejó a toda velocidad, dando tumbos, despavorido.

En tiempo de vacaciones

He aquí que viene el tiempo de soltar palomas en mitad de las plazas con estatua.

Van a dar nuestra hora. De un momento a otro, sonarán campanas.

Jaime Gil de Biedma


En tiempo de vacaciones , cada viaje en motocicleta era una huida desesperada: los cabellos y los faldones de la camisa flotando al viento, agazapado sobre la rugiente máquina como un felino, perdida la mirada al frente y aparentando un desprecio absoluto por los placeres que giraban en torno vertiginosamente y que se iban quedando atrás, el murciano devoraba kilómetros por la costa envuelto en un halo de provocación y desagravio, en una gran suposición de caricias iniciadas y nunca satisfechas, y como un suicida adelantaba coches y autocares llenos de turistas, cruzaba pueblos y plazas en fiestas y dejaba atrás las bulliciosas terrazas, las villas iluminadas, los hoteles y los campings. Los muslos apretados a los flancos del depósito de gasolina, gobernaba y orientaba un temblor en el metal y en la sangre, controlaba con suaves movimientos de cintura y rodillas el ciego poder de la máquina con una vaga idea de manejar su propia voluntad y su impaciencia, como si el hierro y los músculos y el polvo que los cubría no fuese sino una sola y misma materia condenada a verse lanzada sin descanso a través de la noche: no sabía donde estaba la línea de llegada. A menudo surgían ante él, en medio de la noche, en el límite luminoso del faro proyectado en la carretera, los uniformes de criada colgados en la percha del cuarto de Maruja. Pero a pesar de las evocaciones fantasmales que la velocidad traía consigo, siempre tuvo conciencia del movimiento y del color que le rodeaba: era como si estuviesen proyectando velozmente dos películas a ambos lados de la motocicleta, dos series de fotogramas que él podía ver con el rabillo del ojo: el encadenado fugaz y caótico de visiones amables que paría la noche de la costa fecundada por el turismo, y que él adoraba y odiaba al mismo tiempo.

Desalmados veraneantes ateos y piadosos enamorados locales seguían disfrutando, pero él, en su cartera enloquecida, sólo veía la noche derramando sobre todos ellos su desapasionada ternura gris, destilando la vieja savia del silencio: veía cómo verdeaba sobre las copas de los árboles el. azul malhumor de la luna, cómo parpadeaba sobre el mar semejante a un charco de plata agonizante, cómo se arrastraba sobre las playas, sobre los chalets y los hoteles, sobre los jardines, las terrazas, los parasoles y las hamacas orientadas a poniente, todavía encaradas, con algo de su emoción diurna, a un invisible sol.

Una música suave, epidérmica, como un estremecimiento de la piel soleada al contacto con la brisa, una música que no parece venir de ninguna parte, que es un poco la canción íntima de todos, se esparce por el litoral todas las noches juntamente con una especie de invasión de termitas coloradas que salen de hoteles y residencias con los hombros despellejados y el corazón tropical, y llenan las salas de fiestas, los bailes y las terrazas. Pese a la velocidad, distingue a los indígenas, les reconoce por su mirada: oscuramente agraviados, pero dignos, cruzan la calzada con las manos en los bolsillos, mirándole por encima del hombro con arrogancia mientras la motocicleta se les echa encima (un ojo repentinamente loco, aterrado, traiciona su pretendida dignidad, su lamentable empeño de creerse todavía dueños de la tierra que pisan) y luego giran en torno como muñecos en una plataforma para hundirse seguidamente en la nada, tragados por la noche. Pero lo que más abunda son turistas: éstos son los ricos que se ven, piensa él, los que a veces incluso pueden tocarse, aquellos acerca de los cuales podemos decir, cuando menos, que existen; los que aún permiten, no sin fastidio por su parte, que los arrebatados indígenas llegados en bandadas los fines de semana, en trenes y motos, envuelvan con miserables miradas de perros apaleados sus nobles cuerpos soleados y su envidiable suerte en la vida. A estos compatriotas, endomingados siempre como para un domingo que no acaba de llegar, el motorista fantasma podía verles a veces reunidos en pequeños grupos alrededor de las terrazas y de las pistas de baile, acechando suecas de cabellos de fuego y grandes bocas fragantes con sus ojos amarillos que brillan en la sombra y en los que a últimas horas de la noche ya empieza a relucir, como una pátina secular, la agonía anónima del lunes en oficinas y talleres. Sus miradas son, según ellos sean de pasmados o respetuosos, como las de niños excluidos de un juego por sus propios compañeros, y arrinconados, olvidados por alguna razón que ellos parecen ignorar, están allí, cerca, por si les llaman. Su anhelo es ancestral y penoso, pero, infinitamente más moral en todo caso que la idea de acumular dinero, se reduce a una oportunidad de amor director y furtivo, a un baile conseguido por cara, a unos revolcones detrás de una barca.

La velocidad difuminaba los contornos y era como una sucesión de imágenes: viejos y apacibles matrimonios nórdicos de rostro lozano con hijos rubios y bellos como flores, rebaños de encantadoras y rosadas viejecitas llegadas en autocar con sus deliciosos sombreros multicolores, y fulgurantes, paradisíacas, inaccesibles suecas, y francesas angulosas y cálidas salidas de las páginas de revistas (cet été vous changerez d’amour, decía el horóscopo de Elle), inglesas híbridas que van al baile con chales y amplios vestidos que crujen, como si fuesen a una recepción, y que acabarán dejándose besuquear por pescadores y camareros libres de servicio, etc. Todos estos se dejan ver, son bellos y su contacto suscita a veces un escozor nostálgico, aunque no es grave.

Pero hay otros aún más ricos, los que apenas se dejan ver, los verdaderamente inaccesibles. De ellos se podría decir que no existen si no fuese porque algunas veces han sido vistos en lugares públicos. En sus raras visitas al pueblo sonríen con desinterés mirando a las parejas, se ve que están habituados a la felicidad, que sus pasiones están en otra parte. Su encanto y su silencio sugiere lejanías placenteras, sus cuerpos parecen haber recogido un polvo dorado en el camino, mientras venían indiferentes a sentarse un rato aquí con nosotros, en las terrazas, y eternamente el aura fría y serena de un clan embellece sus frentes, les distingue, les acompaña donde quiera que vayan, les preserva de la curiosidad general, del olvido y del desdén: entre ellos, ciertos hombres maduros impresionan muy particularmente al borrascoso motorista. No son ni turistas ni indígenas: viven en villas de recreo, que tampoco apenas se ven, rodeados de jardines y pinares, entre silencios y rumorosas frondosidades de ocio, nos miran sin vernos, sus ojos están podridos de dinero y su poderosa mente marcada con viejas cicatrices de sucios negocios. Igual que gangsters retirados, reposan impunemente junto a piscinas disimuladas, apenas visibles a través de los setos, junto a campos de tenis donde juegan muchachas que podrían ser sus hijas pero que nunca se sabe, ni si viven allí o han sido invitadas, ni siquiera sin son realmente tan jóvenes como parecen vistas de lejos; entre ellas estaba Teresa Serrat con su amigo Luis Trías de Giralt, invitado a pasar el fin de semana en la villa. $i bien es cierto que esta noche se había dejado ver en Blanes con su amigo y su criada, Teresa salía poco de sus dominios y si lo hacía no era casi nunca para ir al pueblo, sino a la ciudad; pero debido en parte a una circunstancia favorable (sus padres ausentes) hoy la joven universitaria se había visto de pronto en Blanes, empujada por su amigo y por ciertos imperativos que ahora, amargamente, intentaba analizar.

Afuera, desgarrando el silencio nocturno, vibraron en el aire las primeras explosiones del motor de la motocicleta con un desespero que anunciaba la huida desenfrenada. Su eco se elevó nítidamente por encima del siseo de las olas y penetró por la ventana abierta del dormitorio de Teresa, que estaba tendida en la cama con los ojos fijos en la penumbra, reflexionando. Despacio, la muchacha ladeó la cabeza sobre la almohada con una expresión de melancólico pesar. Al oír por segunda vez el petardeo de la máquina, que no conseguía arrancar, Teresa Serrat se levantó y abandonó el lecho dirigiéndose lentamente hacia la terraza contigua al dormitorio. La núbil languidez de sus movimientos era sólo aparente: después de cada desdeñosa flexión de las rodillas, en la rigidez repentina de las corvas y en la indolencia felina de sus caderas sueltas, un tanto anticipadas en relación con los hombros, asomaba una extraña agresividad, un aire conscientemente agraviado o despechado. Mientras caminaba, descalza, se abrochó la blusa con manos inertes y dobladas como tallos rotos. Los pequeños shorts amarillos se le habían pegado a las ingles y tiró nerviosamente de los bordes hacia abajo con el pulgar y el índice, aislando los demás dedos, igual que si tocara una materia infectada y temiera contagiarse. Y al mismo tiempo que cerraba los ojos, en su boca pálida se dibujó una sonrisa despectiva: no tenía conciencia de su cuerpo, sino de la enojosa presencia que aún había en él de otro cuerpo. Al llegar a la puerta de cristales, una ráfaga de viento movió sus largos cabellos lacios, desnudó su’ cuello alto y redondo, y durante unos instantes, al sumergirse en la luz de la luna que viniendo de la terraza entraba en el cuarto como una espuma blanca, su figura se inmovilizó como por efecto de un repentino flash.

Si es cierto que la raza de una mujer se advierte en su cuello, Teresa Serrat era un formidable exponente de la mejor raza: de su madre había heredado un hermoso y esbelto cuello, una boca singularmente predestinada y la suficiente alegría cordial para que ello le inspirase una encantadora idea mítica del gesto. Ved si no su especial manera de ladear la cabeza despeinada y aguzar el oído a los rumores de la noche: tiene alma de pez-mariposa y su destino es vivir bajo una perfecta combinación de luz y azules aguas transparentes, aguas poco profundas de los trópicos. Pero Teresa sufre nostalgia de cierto mar violento y tenebroso, poblado de soberbios, magníficos y belicosos ejemplares, de miserables suburbios oceánicos donde ciertos camaradas pelean sordamente, heroicamente. Suspira como una gata de lujo añorando tejados y luz de luna, se aburre. Sus insolentes y adorables pies desnudos, toda ella con todos los atributos de su belleza: el fulgor celeste de sus ojos, sus caderas un tanto pueriles, el oro viejo de sus cabellos, la miel y la seda de su nuca y también la lánguida espalda adolescente revelan la herencia de un linaje materno exquisitamente alimentado incluso en épocas de apuro, tanto si la estudiante progresista lo cree justo como no, aquel prestigio de casta que ya desde niña anunciaba su fino cuello de corza y la singular expresión de su boca; porque era ahí, en los labios rosados, secos y ligeramente hinchados -especialmente el superior, cuyos dos vértices puntiagudos, como ya una vez había observado el murciano, se levantaban hacia la nariz en un gracioso mohín de desdeño- era ahí donde estaba la raíz’ y el secreto de aquella expresión un poco infantil, mimada y a la vez decididamente agresiva que, derramándose como una bruma estival sobre la hostil plenitud de sus miembros soleados, determinaba la naturaleza un tanto ambigua de la muchacha, una mezcla de candor y de insolencia, de rosada languidez y de bronceada, adulta, fogueada rebeldía.

Envuelta en la pálida luz astral, Teresa se apoyó de codos en la balaustrada. En la terraza dormían parasoles, tiestos con plantas de enormes y bruñidas hojas, un velador y dos hamacas. Una pequeña radio-transistor olvidada en un sillón de mimbres gemía una tierna canción de actualidad:

…me confesó la luna que nunca tuvo amores, que siempre estuvo sola soñando frente al mar…

Desde donde estaba, la muchacha podía ver el embarcadero, y a su derecha, asomando por encima de los setos, la red metálica de la pista de tenis. Al otro lado de la villa, en alguna parte cerca del bosque, el motor de la motocicleta seguía negándose a funcionar y su penoso jadeo y su tos se oían en medio de la noche como una llamada de alarma. Al mismo tiempo, Teresa oyó pasos en su dormitorio. “¿Y ahora qué quiere, qué pretende?” Le llegó un nuevo petardeo, esta vez brioso, y comprendió que la motocicleta se alejaba en dirección a la carretera en el preciso momento, que ella hubiese querido evitar a cualquier precio, en que Luis Trías de Giralt aparecía en la terraza. El prestigioso estudiante llevaba todavía el rostro y los cabellos mojados -venía del cuarto de baño- y se secaba con el antebrazo. Sonreía con aire triste, el hombro apoyado en la puerta, los ojos fijos en la espalda de Teresa. Vestía un amplio jersey blanco como de toalla y pantalones claros de hilo.

– Ah, ¿estás aquí? -preguntó estúpidamente-. Qué caliente está el agua… -Tendió el oído al zumbido de la motocicleta que se apagaba a lo lejos y añadió-. ¿Oyes? Nuestro amigo el xarnego ha vuelto a hacer de las suyas…

Teresa seguía dándole la espalda. Es más hombre que tú, pensó. Instintivamente, apretó los muslos y por vez primera tuvo conciencia del agravio inferido a su cuerpo y se indignó. Pensaba también con amargura que hay muchas maneras de ser imbécil, y que Luis Trías de Giralt, quién iba a decirlo, era uno de esos imbéciles que pretenden no serlo por todos los medios. Se volvió a él, echó los codos para atrás y siguió apoyada, ahora de espaldas, en la balaustrada. No parecía ver a su amigo: le sobrepasó con una mirada vaporosa que se perdía en la noche, por encima de su cabeza. Él se frotaba la rodilla con expresión dolorida.

– Es encantador -dijo Teresa-. Me recuerda a muchos amigos que he olvidado.

Ajena por completo a la ambigüedad de la frase, su mirada desdeñosa y ultrajada seguía perdida en la noche.

– ¿Quién? ¿El novio de la criada? -preguntó Luis. Y después de una pausa añadió-. Oye, de lo nuestro hablaremos con calma…

– No hay nada que hablar.

Él volvió a frotarse la rodilla. Con una voz inesperadamente autoritaria dijo que acababa de darse un golpe bestial con el borde de la bañera y que se marcharía dentro de un rato, en cuanto dejara de dolerle.

Ahora Teresa le miró por vez primera. “Puede que incluso se haya duchado, el idiota..” Sí, quién iba a decirlo: tras aquella impresionante fachada de líder universitario, de ardiente visionario del futuro, no había más que una blanda, asquerosamente blanda e inexperta virilidad. Aquellas manos de arrebatado orador habían albergado con temblores de mala conciencia burguesa, quién iba a decirlo, sus pechos de fresa. Y aquellos ojos claros, apostólicos, siempre vagando por lo alto, contemplando sus visiones del futuro, se habían arrastrado vergonzosamente, miserablemente por su cuerpo. Su voz, sin embargo, seguía alardeando de aquella incapacidad de asombro que caracteriza a los sabios y a los ancianos coronados de prestigio y de experiencia, y parecía empeñada en no darse por enterada de nada y en no dar importancia a lo que esta noche había ocurrido entre ellos dos: entonces sospechó Teresa que aquella voz, incluso en los momentos históricos en que, sin un temblor, había dado las célebres consignas, jamás había expresado nada excepto una total y absoluta ignorancia de todo.

– ¿Cuándo regresan tus padres? -preguntó Luis. -Mañana, te lo he dicho mil veces… O quizás esta misma noche, no sé. Sería lo mejor.

– Tere, sabes muy bien que esto tiene una explicación lógica y te la daré -recitó con toda su sangre fría-. Tú no eres ninguna mojigata y…

– Sí, claro. Pero por favor, no eches mano de tu dialéctica para un asunto tan lamentable. Sería ridículo. Y cállate, te lo ruego.

El prestigio que gozaba Luis Trías de Giralt en la Universidad por esas fechas era fabuloso. Había estado dos veces en la cárcel, le acompañaba siempre el melancólico fantasma de la tortura (a veces incluso podía vérsele comunicando íntimamente con ella, sumido en expresivos silencios) y en las aulas se decía de él que era uno de los importantes, extraño elogio que, si algo quiere decir, es precisamente eso. Un año antes, adivinando o presintiendo la apoteosis actual de este prestigio, Teresa Serrat se había sentido arrastrada a colaborar con él en infinidad de actividades culturales y extraculturales: a Luis Trías de Giralt se le suponía “políticamente conectado”. Estudiante aventajado de Económicas, nieto de piratas mediterráneos, hijo de un listísimo comerciante que hizo millones con la importación de trapos durante los primeros años cincuenta, era alto, guapo, pero de facciones fláccidas, deshonestas, fundamentalmente políticas, carnes rosadas, el pelo rizoso y débil, la mirada luminosa pero infirme: parecía un Capeto idiotizado y con paperas (cierto chulito fantasioso del barrio chino, al que le unía una singular e indecible amistad de tira y afloja, le llamaba Isabelita, lo cual, dicho sea de paso, a él le hacía un tilín embarazoso y no menos inexplicable que su debilidad por el muchacho) y tenía ese aire un poco perplejo de manso seminarista en vacaciones, con un leve balanceo de la cabeza a causa del vértigo teológico, del peso trascendental de las ideas o de una simple flojera del cuello, como si andara graciosamente desnucado.

Teresa apartó los ojos de él. Deseaba que se marchara de una vez. Es tarde, dijo. La motocicleta hacía rato que había dejado de oírse en la lejanía. ¡Simples, felices, vulgares novios de vulgares criadas, el mundo es vuestro! Si ahora se acercara y me abrazara con fuerza -pensó ella-, pero con mucha fuerza, quizás aún no se habría perdido todo…

Los dos estaban inmóviles, guardando una distancia de tres metros. Luis no se atrevía a dar un paso, era evidente. Encendió un pitillo, bramando casi: “¿Quieres uno? Son muy buenos (lamentable: sabes que son horribles) son rusos auténticos (peor aún: mal momento para evocar tu provervial solidaridad) Jacinto me trajo unas cajetillas del último Festival de la Jeuneusse de… (déjalo ya, anda, cállate)” y empezó a fumarlo nerviosamente y como a escondidas, dando manotazos al humo que se quedaba flotando denso y pesado bajo la única luz encendida de la terraza, sobre su cabeza. Teresa, observándole, confirmó su idea recién estrenada de que estaba delante de un bluff. El legendario caudillo seguía empeñado en vivir la prosa de la Vida sólo a medias, como si aquellas fuesen actividades poco dignas de su alto magisterio: bailar, nadar, hacer el amor, e incluso, como ahora demostraba, fumar; aspiraba el humo del cigarrillo sin tragarlo y lo dejaba medio saliéndose de la boca, derramándose sobre los labios como una espuma repelente y Teresa descubrió que siempre había dudado de la moral de las personas que al fumar no se tragan el humo.

– Será mejor que te vayas, Luis -dijo bajando los ojos. Hubiese querido añadir: “Después de lo ocurrido, ya sólo nos une lo que está por encima de nuestros sentimientos y de nuestros intereses personales”, pero le sonaba a cosa demasiado solemne habida cuenta la vulgaridad de la situación. Era una bonita frase, sin embargo, y le hubiese gustado poderla decir. La registró en su mente. Racionalista como era, ahora se daba perfecta cuenta, además, de que incluso la simple proximidad física de ellos dos se había hecho imposible; a causa de cierta excitación imaginativa y largamente acariciada, que les había abocado a esta penosa situación de ahora, quién lo hubiera dicho, hoy habían pasado una tarde maravillosa, pero era preciso reconocer que sus relaciones, desde hacía algún tiempo, se habían ido espesando con una insoportable y extraña significación, una carga eléctrica que amenazaba fulminarles en cualquier momento: los sentimientos y los deseos eran mutuamente y constantemente revisados, desmenuzados, analizados y valorados según un concepto de la vida que, desgraciadamente y por mucho que ellos se empeñaran en negarlo con acentos proféticos, no estaba aún en vigor y en consecuencia no guardaba relación ninguna con la realidad de su clase (“tienes que reconocerlo, Luis, izquierdoso burgués, amigo mío”). Así, con el tiempo, descubrieron que entre ellos se había producido justamente lo contrario de lo que sus ideas de vanguardia parecían preconizar: una situación atrozmente conyugal, cuya rapidez en presentarse ni siquiera les había dado tiempo a vencer ciertas inhibiciones sexuales, residuos respetables de su educación, y cualquier gesto, cualquier palabra, cualquier insignificante mirada o acto (el de fumar uno de aquellos dichosos pitillos rusos, por ejemplo) que llevara todavía el germen simbólico de todo aquello que siempre les había unido, se hinchaba de una irritante significación inútil y crecía ante sus ojos y se convertía en un monstruo con vida propia, con movimientos y sentido independiente, destrozando aquellos vínculos sentimentales que ellos, basándose en una sagrada solidaridad, habían querido elevar a la categoría de pasionales.

Ahora, Teresa le daba de nuevo la espalda y estaba muy atenta al silencio de la noche; aún pretendía captar el eco de la motocicleta del murciano, mientras la canción del transistor, desde una estremecida lejanía, desde cielos más placenteros, también confesaba:

… me dijo que la noche

guardaba entre sus sombras

el eco de otros besos…

Por su parte Luis Trías interpretó el gesto de ella como una clara señal de despedida, y decidió que había llegado el momento de marcharse -sólo años después sabría que aún pudo intentarlo otra vez y con posibilidades de éxito, de haberse atrevido a abrazarla-. Por alguna razón, en medio de su secreta tristeza y su impotencia por arreglar las cosas, se le apareció de pronto en el cielo nocturno el rostro burlón y ratonil de su amigo el chulito del barrio chino, sonriéndole sobre un fondo tapizado de rojo granate.

– Bueno, Tere, me voy -dijo-. Puede que tus padres regresen esta misma noche… Efectivamente, creo que hemos bebido demasiado, son cosas que pasan, qué quieres, por otra parte no tiene nada de particular… es un fenómeno bien conocido (¿y si citara a Freud?) La próxima vez… (no habrá próxima vez, no la habrá, lo sabes muy bien). ¿Te veremos mañana en Lloret… o en Barcelona?

Luis veraneaba con su familia en Lloret, y a veces Teresa cogía el coche y le devolvía la visita; de paso saludaba a algunos amigos, también estudiantes, que allí formaban colonia. Otras veces se citaban ella y el muchacho en Barcelona. Pero ahora…

– Adiós.

Minutos después, al fin sola, Teresa oía el Seat 600 de Luis poniéndose en marcha ante la entrada principal. Cerró los ojos. Entonces, repentinamente, se cubrió la cara con las manos para ahogar una oleada de no sabía qué (tu llanto, Teresita, tu risa-llanto de femme-enfant, le había dicho Luis una vez, en una carta escrita desde la cárcel) que le subía por el pecho y la quemaba: acababa de darse cuenta, horrorizada, que en realidad había estado esperando que él se quedara y lo probara otra vez.

– ¡Vete, vete, estúpido puerco! -gritó mentalmente, y entró corriendo en el dormitorio arrojándose sobre la cama.

No podía dormir. Ponerse ahora a analizar lo que había pasado, admitir su parte de culpa en lo ocurrido, no le resultaba tarea fácil. Optó, como siempre, por buscar una explicación lo más objetiva posible y que al mismo tiempo dejara a salvo ciertas convicciones ideológicas que estaban muy por encima de ella y de Luis, de sus pequeñas mutuas porquerías. Recordando lo que habían hecho durante el día, le pareció que aquel germen nefasto que acabaría estropeándolo todo se había ya revelado a última hora de la tarde, en el momento en que ella, en el embarcadero, estaba soltando la amarra del fueraborda. Luis le hablaba precisamente de Maruja, de lo guapa y reservada (eso fue lo que dijo) que se había vuelto desde que tenía novio; fue cuando de pronto, sin que hubiese mediado entre ellos una sola palabra al respecto, coincidieron alegremente en invitar a la criada.

– Precisamente pensaba decírtelo -exclamó Luis saltando a la embarcación-. Es una excelente idea.

– Se aburre tanto, la pobre -dijo Teresa-. Se pondrá contenta. Voy a buscarla.

– Te espero.

Los dos estaban encantados con la idea. Desde por la mañana, cuando habían sabido que los padres de Teresa se ausentarían de la villa aquella noche, al quedarse solos sus silencios se habían cargado de una extraña pesadez. En realidad, invitaban a Maruja por efecto de una necesaria expansión nerviosa; necesitaban expresarse a través de una tercera persona y nadie mejor para el caso que Maruja, ya que ella les permitía transmitirse mutuamente su deseo gracias a una especie de fluido que para ellos desprendía la muchacha: el de sus noches de amor con el murciano, sus relaciones íntimas, que conocían desde que Teresa descubrió el verano pasado, y que envidiaban secretamente y admiraban.

Teresa regresó al embarcadero al poco rato diciendo que Maruja venía en seguida; estaba terminando de arreglar el cuarto de Luis, precisamente, por si quería quedarse aquella noche. Añadió que le había regalado a Maruja unos pantalones y unas sandalias un poco pasadas de moda pero nuevas, y que la chica estaba tan mona con ellas y que era un encanto. Fue el momento -y ahora, al recordarlo, Teresa comprendió que no había sido casual- en que se dieron el primer beso. Estaban dentro de la embarcación esperando a Maruja. La tarde, despejada de nubes por completo, aunque ya muy avanzada, era calurosa y su luz permanecía en suspenso. Un sol rojo y sin fuerza daba de lleno en los peldaños cavados en la roca que bajaban hasta el embarcadero, y por los cuales debía aparecer Maruja. Los dos vieron perfectamente la caída de la muchacha, una caída en verdad tonta -se le atravesó una de las sandalias y tropezó- y que de haberse producido en otro sitio menos peligroso, en el embarcadero, por ejemplo, habría provocado su risa. Bajaba corriendo, casi con desesperación -sin duda temía haberles hecho esperar demasiado- y les saludaba con la mano en alto, en un gesto algo cursi (“¡yuju, yuju!”, decía) cuando, de pronto, sus piernas y sus pies desnudos (las levísimas sandalias fue lo primero en salir disparado) se agitaron un momento en el aire, frenéticamente, como si pataleara, antes de oírse claramente el golpe de su cabeza en el último peldaño. Ellos, desde el fuera-borda, dejaron escapar un grito de sorpresa. Saltaron a tierra y corrieron hacia la muchacha. Maruja se quedó tendida (unos segundos, una inmovilidad alarmante) el tiempo justo de llegar Luis hasta ella, y luego se incorporó precipitadamente. Se reía avergonzada, frotándose la cabeza (“¡qué tonta soy, señorita!”) la pobre, pensaba ahora Teresa, y arrastraba sus ojos por la escalera buscando sus sandalias, estaba tan contenta con ellas.

Eso es lo que te ha hecho caer, Maruja -dijo Teresa-No estás acostumbrada. Si llego a saberlo no te las doy. -Son tan bonitas… Ya me acostumbraré.

– ¿De verdad no te has hecho daño? -preguntó Luis solícito.

No, no.

Podías haberte matado, criatura -dijo Teresa.

– No ha sido nada… Un coscorrón nada más. Es que venía corriendo, se me fue el tiempo haciendo las camas y…

“Tal vez, ahora que lo pienso, lo mejor habría sido hacerla volver a casa; en primer lugar porque estoy segura que ha tenido que hacerse bastante daño -ella se ha esforzado en disimularlo, pobre chica, pero el trompazo ha sido mayúsculo-y en segundo lugar porque luego quizá todo habría rodado de distinta manera para Luis y para mí. Entonces no lo sabíamos, claro, entonces creíamos necesitar el apoyo de Maruja y además no estábamos dispuestos a renunciar al placer de proporcionarle a la chica un rato de diversión… ¿O no fue eso exactamente? No sé…”

Ella por su parte (eso es verdad, lo recuerdo muy bien, muy bien) insistía en que no se había hecho daño y en que ya podían emprender la marcha. De modo que embarcaron los tres y navegaron bordeando la costa durante casi una hora, se bañaron en una pequeña y desierta cala y comieron fruta fresca que Maruja había tenido el acierto (complaciente criatura) de traer para ellos. Tendidos en la arena, mientras comían, Teresa y Luis estuvieron prácticamente encima de la criada, preguntándole por Manolo, interesándose por la marcha de sus relaciones y dándole sabios consejos vagamente anticonceptivos (que a la criada no le servían de nada) con una especie de paternal solicitud, de complicidad erótica: con sus preguntas buscaban, exigían casi la confirmación a una idea encantadora que ellos se habían hecho de los amores furtivos entre una criada y un obrero. Y Maruja mentía, se veía obligada a mentir para darles gusto, callándose los terribles malhumores y la no menos terrible mala uva de su querido Manolo, mientras ellos se frotaban y manoseaban ante sus ojos con una insistencia extraña, ciega, como si la misma excitación imaginativa les obligara a ello un poco a pesar suyo, sin que acabaran de pasarlo bien, se diría que con una intención no exactamente erótica, sino también, por decirlo de alguna manera, para reconocerse, para comprobar que seguían allí.

Al regresar a la villa decidieron ir a cenar a Blanes los tres, en el coche de Luis, y luego ir a bailar en alguna terraza. Maruja estaba asombrada; no por la generosidad de la señorita, que ya le había dado pruebas de ella en muchas ocasiones, sino porqué sabía que Blanes no le gustaba, y sobre todo, porque las miradas impacientes que la pareja se había estado dedicando durante la excursión marítima le habían hecho pensar que se desharían de ella en cuanto desembarcaran.

Blanes estaba muy animado. Teresa y Luis, cogidos de la mano o por la cintura, dieron por las calles y las terrazas llenas de turistas una perfecta lección de cómo se pertenece al grupo nacional de los escogidos: no se sobaban. Después de comer unos platos combinados en la barra de un bar -por cierto, Maruja tropezaba continuamente con sus sandalias, se le caían de los pies, y ella se avergonzaba- fueron a tomar un cuba-libre en una terraza con discos (allí fue donde Luis tomó sus dos primeras ginebras a palo seco) y bailaron. Maruja permaneció sentada todo el rato, y aunque la invitaron a bailar varias veces, nunca aceptó (“No sé, ahora que lo pienso, si no quería bailar por una tonta fidelidad a su novio o por miedo a que se le cayeran las sandalias, porque, desde luego, la excusa que daba: “me duele un poco la cabeza, gracias, no bailo”, naturalmente era mentira…”). Sólo una vez hizo una alusión a su novio, lamentando que no pudiera estar allí con ella. Luis y Teresa le prometieron que un día saldrían los cuatro. Mientras, la conciencia de que aquella era la noche destinada para ellos desde el principio de los tiempos se iba adueñando de sus miradas, de sus abrazos, y, sobre todo, de su manera de beber.

Bailaron estrechamente enlazados durante mucho rato delante de Maruja, mirándose a los ojos. Cuando se dieron cuenta de que la muchacha no sólo se aburría terriblemente sino que se le cerraban los ojos (de sueño debía ser. “¡Este murciano, también, mira que debe ser bruto! -había bromeado Luis-. Será un obrero con toda la conciencia social que quieras, Tere, y eso aún habría que verlo, pero ya podría aguantarse un poco y dejar que la chica descansara alguna noche…”) decidieron darse una vuelta por otros sitios que suponían iban a serle a Maruja más divertidos y familiares -y también a ellos-, pequeñas tabernas y bodegas sofisticadas donde se pudiera beber vino y charlar con desconocidos. Pero aunque parecía feliz, Maruja no consiguió quitarse de encima aquel sopor; estaba ausente, con la mirada fija en el vacío, sin hacer ya caso de ellos ni de sus arrumacos: ya no era aquel poste transmisor de su felicidad. Decidieron regresar a la villa.

Durante el camino de regreso cantaron (qué ridículo le parecía ahora al recordarlo) canciones populares de la resistencia francesa, de los partisanos (“¡Ah, compagnon…!”) que habían aprendido en un disco de Yves Montand que tenía Teresa. Bajaron del coche en la entrada principal y se despidieron de Maruja, que les dio las gracias dormida pero muy contenta, y ellos se fueron a dar un paseo por la playa. Entonces, al quedarse solos, ocurrió una cosa extraña: desapareció repentinamente aquel ardor comunicativo de Luis y en su lugar se estableció una especie de lucidez íntima y grave, intransferible, que amenazaba adueñarse de los dos para el resto de la noche.

(“¿Por qué diablos, precisamente entonces, se me ocurrió hablar de Paco Lloveras y de Ramón Guinovart, los últimos exilados en París?”). Comentaron un libro de poemas de Nazim Hikmet que corría por la Universidad de mano en mano, y que Teresa había prometido prestarle a Luis. Cerca de la orilla, bajo la luz de la luna, ella veía el perfil grave y evocador del prestigioso estudiante encarcelado y recordó a Hikmet

Tu es sorti de la prison

et tout de suit

tu as rendu ta femme enceinte

bonito en medio de la dulce emoción de un roce de nudillos en las caderas, esperando, anhelando una reacción de él (Tu la prends par le bras – Et le soir tu te proménes dans le quartier) que no acababa de realizarse. Luis permanecía sumido en un silencio muy familiar a los amigos íntimos: así debió ser la tortura. A ella se le ocurrió decir: “No pienses más en ello”, con una voz sorprendentemente ajena, y se produjo una situación embarazosa. Sin duda para equilibrar tal situación, Luis empezó de pronto a hacer cosas extrañas, a dar muestras de una alegría infantil y ridícula que a ella la irritaba: aprovechaba las ocasiones propicias como lo habría hecho un preadolescente: “Mira, mira, hay luz en la villa -decía al mismo tiempo que se pegaba a la espalda de ella y se frotaba, señalando las ventanas iluminadas de la casa-. ¡Mira! ¿Lo ves?, ¿lo ves? ¿quién será? ¿ladrones? ¿eh?”. “Quién quieres que sea, Maruja que le habrá quedado algo por hacer… Y deja de jugar, anda, que te estás volviendo tonto”. Y en otro momento que paseaban entre los pinos: “¡Mira, mira, tienes un bicho en la rodilla…!” y entonces la manoseaba subrepticiamente. Penoso, en verdad. No era eso lo que ella esperaba. ¿Qué había pasado? Estaban en un pozo lleno de impresionantes exilados presididos por Nazim Hikmet. El alibi intelectual duró poco: Teresa, en un momento dado, se colgó de su cuello y le obligó a besarla formalmente. Por un momento, los venerables fantasmas de Paco Lloveras y sus amigos se esfumaron, y París con ellos. Entonces, cuando él ya estaba perdiendo la cabeza, Teresa dijo que lo mejor era volver a la villa y tomar allí unas copas mientras charlaban. Fue un error. Probablemente, se decía ahora, de aquella repentina decisión arrancaba su parte de culpa en lo sucedido, su aportación al fracaso y a la vergüenza de esta noche. Bien es verdad que si Luis hubiese protestado y se hubiera empeñado en seguir besándola allí (en realidad, y no ahora, sino antes, lo que debía hacer hecho es obligarla a sentarse con él en la arena en vez de seguir paseando y paseando) ella sólo habría ofrecido una tierna resistencia por motivos de comodidad (decir algo así como: “Aquí no, que hay humedad”) lo cual hubiese ya implicado una aceptación previa del hecho en la cama y con ello acaso se habría esfumado aquella maldita nube de inseguridad que les envolvía. Pero Luis no dijo nada, y durante el regreso, precediendo a Teresa en algunos metros, se cerró en un silencio penoso que haría aún más difíciles las cosas.

– Mira, tus ladrones ya han apagado las luces -dijo ella riendo, intentando salvar por lo menos el humor.

Luis aceleró el paso, pateando los matorrales.

Teresa subió a la terraza con una botella de gin, hielo y vasos, y se tumbaron en un par de hamacas, junto a la música del transistor. Estaban tan deprimidos que cometieron -esta vez los dos- un nuevo error: empezaron a hablar de política y de acción universitaria. Al principio ni se dieron cuenta, todo seguía siendo un reflejo de aquella expansión nerviosa que les había hecho invitar a Maruja y regalarle unas sandalias, lanzarse a cenar a Blanes, bailar y pasear por la playa y otras inútiles lindezas. Y he aquí (misterios mentales de aquella generación universitaria de héroes) que esta discusión sobre temas tan serios les fue ganando poco a poco de una manera extraña e inevitable, a pesar suyo, y de pronto descubrieron que habían caído en una nueva trampa.

– Sí, Tere, preciosa, estoy de acuerdo -decía él, casi irritado- en que la situación actual del socialismo con respecto al capitalismo ha cambiado en todo el mundo, pero es un cambio cua-li-ta-ti-vo, no cuantitativo, ¿lo entiendes? Además, ¿por qué te empeñas en querer hablar ahora de eso?

– ¿Quién, yo? ¡Vaya! Sólo quiero que sepas que lo entiendo perfectamente, señorito sabelotodo, y que por eso en octubre fui de las primeras en lanzarme a la calle… Alcánzame la botella, por favor… Lo entiendo, sí, y por eso he hecho yo más visitas a la fábrica de tu padre que todos vosotros juntos, aunque hayan servido de poco, y por eso pedía más reuniones, más contactos, más unión, en fin. Y por eso estoy ahora aquí contigo hablando de ‘todo eso… Desde luego, ya sé que afuera se define cada vez más como una política de paz, y sin que ello represente en absoluto un repliegue en la lucha por el objetivo final (“adónde he leído yo eso?”) pero también hay que tener en cuenta las circunstancias… Oye, no bebas más, estás liquidando la botella tú solito y luego no vas a saber ni donde pones las manos… (se refería a no poder conducir, por supuesto, pero el héroe universitario sonrió, aunque ya muy débilmente, a lo que creía una cosquilleante alusión) ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí… Bueno, dejémoslo.

Pero ahora insistía él:

– Nunca hablo de política porque sí, Tere. Sólo te diré una cosa: las repercusiones de la crisis general del capitalismo es algo que no siempre sabemos captar nosotros, los señoritos, por una fatal cuestión de perspectiva, pero dentro de cinco años se verá clarísimo. Las cosas no han hecho más que empezar.

– ¿Crisis? -dijo ella son asombro-. ¡Estás tú bien, hijo! No hay tal crisis. La falta de iniciativa y el inmovilismo de la oposición burguesa, suponiendo que haya tal oposición, porque yo sólo conozco cuatro gatos, y tú eres uno de ellos…

– Gracias, monada.

– … no significa que haya crisis. Mira a papá, por ejemplo: sabes muy bien que sólo estaría en la oposición en la medida que viera disminuir sus ingresos. ¡Y en vez de disminuir aumentan, y así seguirá siendo por muchos años!

– ¡Pero qué dices, qué espantosa confusión la tuya! Es desesperante, Tere, me lo mezclas todo! Pero vamos a ver ¿qué idea tienes tú de los partidos de la oposición? ¿Y pretendes acaso negar que la gravedad de la situación económica es un hecho real?

– ¿Para quién? Para papá, no. ¿Lo ves? Tú confundes nivel general de vida con capacidad adquisitiva de una clase privilegiada y…

Todo sonaba, más que en ninguna otra ocasión, a frases leídas en alguna parte, vertebradas con metal y cemento en bloques inanimados y con esa rigidez helada de los informes en círculos de estudios. Letra muerta. Intuían vagamente que nada de lo que hablaban tenía relación con la realidad (“¿por qué, por qué precisamente esta noche?”) y eso era lo que les irritaba, no el que no se pusieran de acuerdo; eso y que cada vez se sentían más alejados el uno del otro. Y lo peor era que, además, de una manera en verdad temeraria, se habían sentado frente por frente en vez de hacerlo juntos, y ahora, hundidos en las hamacas como enfermos del pecho, envueltos en las sombras ‘de la noche, ni siquiera podían golpearse los hombros simulando un enfado, apenas se veían ni tenían fuerzas para moverse. Teresa sacudió sus cabellos con un brusco movimiento de cabeza. Suspiró. Cada minuto de silencio llevaba una carga explosiva: no conseguían evitar que las pausas tuvieran más sentido que las palabras. Ella pensó que acaso era la única en darse cuenta de la incómoda situación en que se hallaban. “¿Será que no le gusto lo bastante, habré dicho alguna burrada de burguesita, de esas que él no puede soportar?”.

Luis, con su jersey blanco, parecía emerger de la noche y volver a hundirse en ella cada vez que se echaba hacia atrás en su hamaca. Ahora estaba completamente estirado. Sin embargo, podía ver las rodillas cruzadas de Teresa destacando sobre el fondo amarillo de los shorts; eran como dos bruñidas manzanas negras, más negras aún que la noche.

– Oye -dijo él-, sabes muy bien que cuando hablo de estas cosas no soy un sentimental. Ni siquiera un intelectual. Se lo dacía el otro día a Modolell y a Jordá: yo tengo la ventaja de no tener ningún tipo de aspiración artística.

– Hijo, no te entiendo ni gorda.

– Que no quiero dejar de ser realista. Tú hablas de organizar círculos de estudios, tener contactos más frecuentes y por abajo (no quería decir eso, pero ya estaba dicho; “esperemos que no lo interprete mal”). Pues bien, yo no opino así. He dicho cientos de veces que la Universidad necesita gente dispuesta a salir a la calle todos los días, no que se reúna para leer textos sagrados, lo cual siempre acaba en discusiones bizantinas sobre el maldito sexo (tampoco quería decir eso) y escuchando discos de partisanos. No, querida Tere, no, encanto… Los estudiantes empiezan a abrir los ojos, finalmente, ya no salimos a la calle para armar follón porque sí, salimos por algo, en nombre de algo. ¿Te parece poco?

– Yo no me refería a eso. De todos modos, ya ves para lo que ha servido; todo vuelve a estar como antes. Yo creo…

– No está como antes. Nos hemos organizado, por primera vez sabemos lo que queremos.

– No demasiado. Yo creo que habría que estudiar, estudiar y estudiar. Sobre todo las chicas.

– Pues te equivocas.

Al decir eso, Luis achicó los ojos: Teresa acababa de introducir la mano en el escote de su blusa. Ella se dio cuenta de esta mirada y se le ocurrió de pronto que, tal vez, si se levantara y le pidiera ayuda para abrocharse, si se decidiera… (a la una, a las dos y a las…)

– Me ha parecido ver la motocicleta de tu guapo xarnego entre los pinos- dijo él inesperadamente.

Teresa estuvo un rato callada. Dejó de manosearse, sintió frío, se subió el cuello de la blusa y finalmente suspiró.

– No es mío -dijo-. Y en cuanto a guapo, pues hay que reconocer que sí, que lo es de una manera incluso… alarmante.

– ¡Ja! -exclamó el héroe universitario-. Te he pillado, te he pillado! Estás chalada por él, como Maruja, pero con notable desventaja para ti, que eres una señorita respetable.

– Sí, hijo, sí, mi destino es sufrir -masculló Teresa con sorna.

– Deberías saber -empezó él en tono doctoral- que es absurdo hablar del destino sin relacionarlo con la naturaleza social del mundo en que uno vive.

– No digas más idioteces, Luis, por favor. -También ella se echó para atrás en su hamaca, y fue como si de pronto la noche se la hubiese tragado-. Sólo he visto al chico una vez, este invierno, una noche que acompañó a Maruja hasta casa, y ya te hablé de la magnífica impresión que me causó. Coñas aparte, lo que Maruja me contó acerca de él tiene su interés, tú mismo pudiste comprobarlo.

– Maruja no dijo una sola palabra acerca de su novio que tuviera sentido.

– No te burles de ella, por favor. Qué quieres, pobre chica, sólo tiene una idea muy vaga de todo eso. Se hizo un lío cuando me lo contó, en efecto, pero comprendí en seguida que Manolo está muy preparado, a su modo quizá mejor que nosotros. Por lo menos, los contactos que tiene son por abajo, son de los buenos…

– No lo creo.

– ¿Por qué?

– No lo sé, pero no lo creo. Vamos a ver, ¿sólo porque trabaja en la Marítima y Terrestre?

– No sé donde trabaja, Maruja no supo decírmelo, ya sabes que ella no recuerda los nombres. Pero tenías que verle aquel día. Su mala leche es de las que no se olvidan, y su mirada tampoco, es de los tipos que tienen la cabeza bien puesta sobre los hombros. Tenía esa… gravedad, ese orgullo de clase, ¿comprendes?, algo que ni tú ni yo podremos tener nunca.

– Bah -hizo él-. Será del Felipe, o un anarquista, y eso aún habría que verlo. Les conozco. Son muy teatrales. Están llenos de buena voluntad, pero son unos inconscientes y carecen de método. Haz la prueba, habla un día con él, verás la confusión mental que tiene. Lo que pasa es que a ti te gusta porque está bien parido, y me parece muy bien, puñeta, pero dilo.

– Luis, te estás poniendo insoportable, de verdad.

El héroe despertó, se irguió, volvió a subir al pedestal:

– Bueno, no me hagas caso -murmuró con aquella voz uncida de dignidad, politizada a fondo-. Ya sabes que la maldita falta de unión me preocupa mucho. Les admiro a todos, en serio, comprendo que hacen lo que pueden. Sólo quería bromear un poco.

Teresa volvió a sentarse como antes, con las piernas cruzadas, una sandalia colgando de su pie, los ojos vaporosos clavados en su amigo. Se hizo un silencio molesto. Oíase gotear el tiempo, los segundos, como gotas de agua en un grifo mal cerrado. Cambio de tema: todavía arrastraron desganadamente algunas opiniones sobre sus últimas lecturas: Teresa estaba entusiasmada con una novela de Juan Goytisolo, “Duelo en el Paraíso” (“te lo prestaré, luego me lo recuerdas… Está en mi mesilla de noche”), y Luis habló de “Pido la paz y la palabra”, de Blas de Otero. Ella se sirvió otra ginebra. Ahora Luis divagaba sobre los problemas sexuales de la juventud española (un nuevo error, gravísimo esta vez) y había adelantado de nuevo el cuerpo, acompañando sus palabras con amplios gestos, la cabeza hundida sobre el pecho, como si sufriera el peso de las estrellas. Volvieron a discutir. Sus ojos parecían llamarse mutuamente, pero sus bocas seguían empeñadas en hablar y hablar de cosas que se sabían de memoria. Teresa llegó a tener la impresión, quizá por efecto del alcohol, de que otras personas se habían encarnado en ellos y se habían adueñado de su voluntad. Comprendió que nunca escaparían de esta especie de callejón sin salida a no ser que uno de los dos hiciera algo en seguida: por ejemplo, habría bastado que él cogiera su mano al pasarle la botella de gin, o que se le ocurriera ponerle la sandalia que ella había dejado caer de su pie, cualquier cosa que implicara proximidad física. Pero como él no parecía dispuesto a dar el primer paso, se decidió a darlo ella -ya enternecida con sus propios pensamientos, lamentando haber sido, quizás, un poco dura con el chico, que era tímido, como todos los héroes, y necesitaba ayuda en esta clase de batallas. Se levantó, sonriendo, y le quitó a Luis la botella de las manos.

– No pienso dejar que te emborraches, ¿lo oyes? -dijo, y aprovechó para despeinarle la cabeza con la mano, una, dos, tres vetees, apretando su vientre al hombro izquierdo de él. Al mismo tiempo, notando con cierta angustia la disonancia que había entre sus palabras y el gesto de su mano (como una música que no se acoplara a las evoluciones de un ballet), dijo para atenuar el atrevimiento de lo que estaba haciendo-: Hay que reconocer, Luis, que en este país está todo por hacer. Y tú no puedes lograr que todo cambie de la noche a la mañana. Ni aún sacrificando lo mejor de nuestra juventud lograremos que el curso de la…

Cuando le pareció que él se disponía a levantarse, dio media vuelta y se dirigió a su dormitorio para dejar allí la botella de gin. Las piernas empezaron a temblarle cuando oyó los pasos de él a su espalda. Y, al volverse simulando una sorpresa, se sintió ya en sus brazos.

Aunque ahora todo eso pudiera parecerle grotesco, a causa sobre todo de la peculiar naturaleza de hombre-dios que irradiaba Luis Trías de Giralt, era un largo y difícil camino (y equivocado, según amargamente acababa de comprobar) el que la muchacha había recorrido para llegar hasta aquí. Teresa Serrat era, y hay que decirlo en serio, una de aquellas determinadas y vehementes universitarias que algún día de aquellos años decidieron que la chica que a los veinte no sabe de varón, no sabrá nunca de nada. Y hay que otorgar a tal convicción el mérito que comporta en cuanto a fidelidad y entrega a una idea, a generosidad juvenil y a disposición afectiva (que naturalmente sería maltratada, teniendo en cuenta el país y lo poco consecuentes que todos somos con nuestras ideas). Pero si alguien, incluso alguien cuya solidez mental impresionara vivamente a Teresa (por ejemplo el propio Luis, que la había tenido hechizada hasta hoy) le hubiese hecho ver que su solidaridad para con cierta ideología, toda su actividad desplegada dentro y fuera de la Universidad en organizar y conducir manifestaciones, y sobre todo su destacada participación en los famosos hechos de octubre, no eran en realidad más que la expresión desviada de un profundo, soterrado deseo de encontrarse en los brazos del héroe en una noche como ésta y convertirse en una mujer de su tiempo, por supuesto que ella no le habría creído. Ni siquiera comprendido. Sin embargo, así era: inconsciente y laboriosa preparación para que le extirparan de una vez por todas un complejo, operación a la cual ella decía siempre que, en el fondo, una debería someterse con la misma tranquila indiferencia con que se somete a una operación de apendicitis: porque es un órgano inútil y molesto que sólo trae complicaciones. Y aunque tampoco había que olvidar cierta natural disposición (Maruja lo había definido de una manera vulgar pero harto expresiva: “La señorita va hoy muy movida”), aquellos imperativos mentales predominaban sobre los físicos, dicho sea en honor a la inocencia y a la acosada castidad de nuestras jóvenes universitarias.

Por eso -por pura camaradería, diría ella más adelante, en una deliciosa y casi perfecta síntesis- Teresita Serrat se dejaba llevar ahora al sacrificio, sin fuerzas y un tanto perpleja al descubrir que también el héroe temblaba. Él, quizá para quitarle solemnidad al momento, residuos de una mutua educación burguesa que nunca maldecirían lo bastante, bostezó con una mediocre imitación de seguridad mientras la llevaba a la cama cogida de la cintura. Ella dijo todavía algo acerca de un estudiante encarcelado (quién iba a decir que el pobre serviría a la noble causa del mañana incluso en esta alcoba) con una voz miserablemente falsa… Nada: notaron en seguida la falta de cierto ritual, la necesidad de un fuego sagrado -comprendieron entonces el por qué de ciertas ceremonias aparentemente inútiles… De todos modos tampoco habría servido de nada. Pues ya en los primeros abrazos, todavía vestidos y de pie, ella adivinó que iba a compartir la cama infructuosamente; ahora no hubiese querido a nadie concreto, ni a Luis ni a fulano ni a mengano, sino simplemente a un ser despersonalizado, -sin rostro, un simple peso dulce y extraño que ella había soñado, mejor el de alguien que también militara en la causa común, por supuesto, pero casi desconocido, sólo un cuerpo vigoroso, un jadeo en la sombra, unas palabras de amor, un cariño por su pelo, nada más, no pedía nada más; y en cuanto al acto en sí, una conciencia borrosa del mismo, como soñada, sin vivirla plenamente en la realidad, sin dolor: una auténtica operación de apendicitis. Paradójicamente, su sueño se parecía un poco al de aquella princesa solterona del chiste que en tiempo de guerra aguarda, secretamente ilusionada, que el palacio sea tomado a la fuerza por soldados sin rostro del ejército invasor. Pero la realidad es que esta cama nada tenía de la funcional acogida narcótica del quirófano ni de la excusable vulnerabilidad de ciertos palacios, y ella se encontraba ahora tendida de lado -todavía vestida- y en plena lucidez junto a alguien huidizo pero muy concreto, alguien que al parecer no iba a tener siquiera tiempo de desnudarse, Luis Trías de Giralt, el caudillo soñado, el cirujano escogido, ahora sudoroso, tembloroso, asustado, Maruja, asustado, increíblemente torpe y agarrotado, Manolo, agarrotado -¡Señor, quién lo hubiera dicho!- y al fin delicuescente.

Ahora, sin poder conciliar el sueño

Poco antes del final, después de algunas reacciones esporádicas, el mucho saliente provocó desánimo y flojera por ambas partes y reinó la depresión hasta el cierre.

(Información Nacional Bursátil)


Ahora, sin poder conciliar el sueño , luchaba inútilmente por olvidarlo: sólo sabía que había sido como si alguien vomitase o muriese abrazado a ella. Apenas tuvo tiempo de desabrocharse la blusa. Tampoco había tenido tiempo de sentir su peso: tendido de lado, cogidito a sus hombros como un pájaro y con el rostro húmedo escondido en su cuello igual que si temiera un castigo del cielo, se estremeció de pronto, y sus manos se crisparon horriblemente en los brazos de ella (“¡Qué fa hara aquest ximple, peró qué fa aquest ximple!”) y se hizo pequeñito, y soltó un leve chillido de conejo, y se fue como un palomo.

Y eso fue todo. Ella, intacta, pasmada, humillada, muriendo de vergüenza, se volvió de espaldas (“nunca más, nunca más”) y después de un rato, durante el cual no se oyó una mosca, se dio cuenta de que él ya no estaba a su lado -hasta entonces no tuvo conciencia de la voz que había anunciado miserablemente: “Voy al cuarto de baño”- y oyó correr el agua en el cuarto de baño. “Cuando vuelva me hablará de Freud”, pensó. Luego, mucho después -tampoco sabía cuánto tiempo había pasado-, oyó la motocicleta del novio de Maruja y entonces una extraña nostalgia de la infancia, una repentina y dulce somnolencia que le llegaba de los diez años y que rastreó, husmeó tiernamente en el calor y en el olor de la almohada, una infinita tristeza recorrió todo su cuerpo, y encogida, hecha un ovillo, una sensación de soledad y desamparo le hizo rodar la cabeza sobre el pecho, como un animal herido. Sabía que la ventana estaba abierta, que las estrellas brillaban hermosas en el cielo, que el oleaje la estaría meciendo inútilmente toda la noche y que abajo, en alguna parte del bosque, entre los pinos, un joven de cabellos negros y ojos extrañamente sardónicos, todavía encendidos por el frenesí de otros besos, acababa de partir con su moto. ¡Qué mentira, qué insoportable mentira estas noches suyas de la costa, estas vacaciones de señorita tísica, ese aburrido castillo feudal que era la villa!

Sabiendo ya que no conseguiría dormir, ahora volvió a levantarse, se puso el albornoz y salió de la habitación. Cruzó la galería del primer piso, encendió las luces y empezó a bajar la escalera. Hubiese querido hablar con alguien, con Maruja por ejemplo. Era curioso lo que ahora estaba pensando: allí mismo, en la planta baja, en aquel pequeño y sórdido cuarto de criada, dos seres, dos hijos sanos del pueblo sano, acababan de ser felices una vez más, se habían amado directamente y sin atormentarse con preliminares ni bizantinismos, sin “arriérepensée” ni puñetas de ninguna clase. ¿Cómo lo conseguían? ¿Estaban enamorados? Quizás. Hacían el amor y conspiraban, eso era todo. Combinación perfecta. Y ella sabía que no era la primera vez, lo sabía desde el verano pasado. Fue una noche que bajó a la cocina por alguna cosa y vio el resquicio de luz bajo la puerta del cuarto de Maruja. Oyó voces. No pudo resistir la tentación de mirar por el ojo de la cerradura. La imagen que se le ofreció era de una belleza que no olvidaría en la vida: Maruja estaba echada sobre la cama, con los ojos cerrados y una dulce sonrisa, y el muchacho, con el torso desnudo, moreno, despeinado, sentado en el borde del lecho, se inclinaba lentamente para besarla.

Ahora ya no recordaba que aquella noche también le costó dormirse ni ciertos detalles de la curiosa conversación que sostuvo con Maruja al día siguiente; acaso el último día de playa: el regreso a Barcelona y la apertura del curso eran inminentes, el tiempo no resultaba ya muy agradable, los días amanecían nublados y con viento y sólo iban a bañarse ella y los niños, sus primos, siempre bajo el cuidado de Maruja. A media mañana, siguiendo a la criada y a sus primos, se dirigía hacia el pinar con este mismo albornoz que ahora llevaba y con un libro de Simone de Beauvoir que le había prestado Luis Trías y que encontró apasionante desde la primera línea (“Bien sabido es: los burgueses de hoy tienen miedo”). Caminaba con el libro abierto, las frases acusadoras saltaban ante sus ojos, bajo el impacto del sol, y sentía un agradable cosquilleo en la conciencia. Oía voces familiares entre los pinos: sabía que su tío Javier, que había llegado de Madrid hacía un par de días para llevarse a su mujer y a los niños, estaba con su padre y con el masovero en el pinar; a ruegos de su mujer, el señor Serrat había accedido al fin, aunque *de mala gana, a echar un vistazo a la valla destrozada por “esa gente de domingo que viene a hacer sus comilonas en tu propia casa y a juntarse como perros”, según palabras de la señora Serrat. Maruja caminaba unos metros delante de Teresa con los niños de tía Isabel, que al llegar a los primeros pinos echaron a correr de pronto sin que la criada, que no se sabía observada, hiciera nada por retenerlos excepto gritar sus nombres con desgana y mascullar algo entre dientes, un sonsonete de aburrimiento y de fastidio, que más parecía dedicarlo a sí misma que a los niños. Maruja, a veces, cuando llevaba a los críos a bañarse, sin la familia, iba descalza y con una bata floreada, amplia y sin mangas, muy corta, que a Teresa se le antojaba un horror. Esa tarde, Teresa, que seguía tras ella a una distancia de diez metros, cerró el libro, sonrió con aire comprensivo y observó atentamente a la criada. Le pareció notar en el caminar lento y cansino de la muchacha las inequívocas huellas que, según ella pensaba, persisten en los cuerpos después de una noche de amor: iba con la cabeza un poco echada hacia atrás, abandonada sobre la muelle resistencia del cuello, y sus brazos redondos y morenos pendían inertes, con algo todavía de aquella enroscada exaltación de la víspera. La mirada de Teresa se detuvo largo rato, sin que ella supiera por qué, en las corvas que se plegaban con indolencia y que transpiraban una desdeñosa voluptuosidad de casada. La brisa de otoño le pegaba la amplia bata al cuerpo, por delante, era un glorioso roce de la falda en sus muslos, y luego la hacía flotar tras ella como si fuesen llamaradas: por un instante, Teresa presintió el mañana abrasado en llamas, el futuro incierto y extraño de aquella muchacha que caminaba unos metros delante de ella. “¿En qué estará pensando? -se preguntó-. Antes me lo contaba todo… Ya no tiene confianza en mí.” Decidió que lo primero que debía hacer era preguntarle si aquel muchacho que recibía en su cuarto era su novio. “No, qué estupidez. ¿Qué importa que lo sea o no?” No sabía cómo empezar. Iba detrás de ella como cuando eran niñas.

Veía su cara risueña y morena, un poco inclinada sobre las quietas aguas de la balsa; tenía los ojos entornados soñadora-mente, como si leyera en la soleada superficie del agua su destino de mujer, y se cubría con las manos sus pequeños pechos desnudos: aquella Maruja niña bañándose en una balsa de regadío durante un verano de los años cuarenta fue la imagen que en cierto modo cerró la infancia pasmada de Teresa y abrió paso a las inquietantes maravillas de la adolescencia. No la olvidaría nunca, ni tampoco las palabras que pronunció la chica en aquel momento (“Yo también viviré algún día en Barcelona, como tú, Teresa”), porque desde aquel día que se hablan bañado juntas fue sensible, como si de pronto hubiesen hecho girar un conmutador de luz junto a su oído, a cierto zumbido eléctrico que emite la vida: la conciencia de sí misma. De esto hacía seis años, cuando Teresa iba con su madre a veranear en la finca que poseían cerca de Reus (entonces no disponían aún de esta villa ni vivían en San Gervasio, sino junto al Paseo de San Juan, en Gracia) y había entre las dos niñas una gran amistad. Los padres de Maruja eran los masoveros de la finca, vivían en una casa junto a la masía, con los niños y una abuela que siempre estaba trajinando flores y cuidaba de la casita como si fuese un cortijo. Eran andaluces que emigraron de un pueblo de Granada y ya trabajaban allí cuando el padre de Teresa compró la finca con la intención de convertirla en una de las primeras granjas avícolas de Cataluña. Teresa estaba encantada con los veraneos en la masía y se sintió ganada desde el primer momento por la simpatía de los masoveros (al revés de lo que sentía por el administrador, un “catalang futú”, al decir de la abuela de Manija, un hombre silencioso que siempre llegaba con una moto reluciente como un insulto y cuyas ruedas Teresa quería pinchar, como si ya entonces hiciera oposiciones a esta cátedra fantasmal de la subversión y el sabotaje que hoy ejercía en la Universidad, junto a su amigo Luis Trías). Las dos amigas jugaban juntas y solían contarse todos sus secretos y deseos. El hermano de Maruja, tres años mayor, trabajaba con su padre en el campo y Teresa apenas le trataba. Por aquel entonces Maruja era una chiquilla alegre y medio salvaje que se burlaba de los muchachos cuando iban juntas al pueblo, de compras, contándole a Teresa cosas divertidas y extraordinarias que había hecho con ellos a escondidas, al salir de la escuela. La señorita estaba asombrada y admirada. Maruja tenía un año más que ella, diferencia que entonces -fueron cuatro veranos, desde que Teresa tenía once años hasta que cumplió los catorce-era mucho más sensible que ahora en orden a cierto asombro. La natural viveza y el mismo aspecto de Maruja, que parecía dos años mayor, impresionaba a Teresa, que entonces era una niña rosada y frágil, de delicados y grandes ojos azules que ante aquellos campos y ante el inmenso saber de su traviesa amiga sólo podían expresar curiosidad y timidez. Admiraba a la hija de los masoveros porque con sus ojos alegres y chispeantes, de mirar descarado, con su abundante pelo negro que su madre le peinaba todos los días cuidadosamente, religiosamente (la mata de pelo de su niña era al parecer lo único que merecía, con gran descontento por parte de la señora Serrat, que veía abandonados ciertos cuidados de la masía, los desvelos de aquella andaluza alta, grave, silenciosa -ya alimentaba la enfermedad que tres años después se la llevaría-y sorprendentemente señorial), con su piel morena y sus gestos deliciosamente impúdicos, era para ella la imagen misma de la vida. Más tarde, cuando murió la madre de Maruja y la señora Serrat propuso llevarse a la chica a Barcelona para que la ayudara en los trabajos de la casa, Teresa tuvo una gran alegría. Pero en Barcelona, la nueva condición de la muchacha, el especial trato que imponían sus funciones de sirvienta, tardó poco en romper aquel lazo invisible que antes las había unido, y los estudios universitarios de Teresa y el mismo paso del tiempo fueron agudizando las diferencias que ya el dinero había establecido en su día, secretamente, a espaldas de aquellas promesas que una tarde la vida les susurró al oído mientras se bañaban en la balsa y se enseñaban con orgullo sus incipientes pechos. Nada las unía ahora. Maruja ni siquiera parecía darse cuenta del cambio, y sólo Teresa, con su mente más lúcida y cultivada, por comulgar diariamente con las nuevas ideas que habían penetrado en las aulas de la Universidad, lo lamentaba profundamente: la quería como a una hermana, le daba consejos, le regalaba vestidos, le decía cómo debía peinarse, vestirse y comportarse en tal o cual situación. Incluso una vez, hacía varios meses, se empeñó en presentar la muchacha a los amigos más íntimos (“ésta es Maruja, de niñas jugábamos juntas”) en ocasión de una fiesta juvenil que se organizó en su casa: Maruja no sólo se ocupó de las bebidas, como siempre, ayudada por Teresa, sino que además participó a su modo en la fiesta, al lado de su señorita, ya hacia el final, con un vestido un poco demasiado ceñido y una sonrisa algo tonta. Afortunadamente, la sacaron a bailar lo suficiente como para no herir sus sentimientos: un poco porque la muchacha estaba indiscutiblemente apetecible (se dejaba apretar como ninguna y además no hablaba: era un ángel) y otro poco porque en realidad aún no había malicia social de ninguna clase en aquel ramillete de, señoritos lactantes. Pero ello no impidió que la muchacha.-que ignoraba que estaba allí encarnando otro mito romántico de la universitaria, otra leyenda dorada de un progresismo mal entendido: el compañerismo por narices, sin barreras de clases- lo pasara fatal. Por otra parte, esta confianza que le dispensaba su señorita extrañaba a muchos, por lo menos al principio. Incluso Luis Trías de Giralt, que nunca se asombraba de nada y cuyas miradas meditabundas (acababa de salir de la cárcel) ya anunciaban grandes e inmediatos acontecimientos, se vio aquel día obligado a preguntar: “¿quién es esta monada?”, y cuando le informaron que se trataba de la criada de los Serrat, se sobresaltó (por un momento temió algo así como que Teresa y el proletariado hubiesen hecho la revolución sin contar con él). Pero este generoso empeño de Teresa por integrar a Maruja en su medio, por lo menos en ciertas fiestas íntimas -no podía hacer más por ella, de momento- terminó para siempre meses después a raíz de un incidente ocurrido durante la verbena de San Juan, a la que acudió en compañía de Luis y Maruja y donde (según le contaron luego, porque ella se había ido a dar una vuelta con su amiga Nené y con Luis, asqueada de frivolidades) Maruja, que en teoría sólo estaba allí para ayudar al servicio, se dejó ver besándose al fondo del jardín con un golfo que se había invitado a sí mismo, y que no fue echado a patadas (según explicó después el hijo de la casa, con unas agallas tardías que la negra mirada imperial del murciano había previamente fulminado) porque se pensó que era uno de aquellos amigos de Teresa que nadie conocía. Aclarado el incidente con Maruja, que dijo no conocer aquel caradura (aunque no le parecía tan mal chico) ni vuelto a saber de él, Teresa se rió ante las narices airadas del hijo de la casa y aprovechó la ocasión para burlarse una vez más de ciertos temores pequeños-burgueses y señalar evidentes grietas en el aparato defensivo de su asquerosa clase… Luis frenó en aquella ocasión sus impulsos retóricos y llevó a las chicas a casa. Teresa le dijo a Maruja no sólo que era libre de hacer lo que quisiera, sino que, en su opinión, había hecho muy bien dejándose besar por un desconocido en medio de tantas amigas mojigatas. “Hay que enseñarles cómo es la vida -dijo-. Has estado formidable, Maruja, veo que vas aprendiendo…” Maruja, sentada junto a ella en el coche, no decía nada. Teresa se sentía presa de una extraña excitación: veía las mejillas encendidas de su amiga, su boca sin pintura y como hinchada, envidiablemente desflorada, y de pronto, en aquel mismo instante, contrariando todo su entusiasmo, una voz interior le dijo que nunca había estado tan lejos de Maruja como ahora: la única que allí vivía una existencia progresista era aquella criatura tímida y atontada. Era una verdad tan clara y simple que Teresa sintió una indecible tristeza al descubrirla: Maruja nunca había ido a remolque de sus ideas de vanguardia, sino que había ido siempre por delante, a la chita callando y por su cuenta, sin necesidad de esgrimir teorías de ninguna clase, y resultaba evidente que le llevaba ya un buen trecho -por lo menos en cuanto a experiencias amorosas; quién sabe si no se había ya desembarazado de la maldita virginidad, pensó aquel día-. Y ahora, según demostraba de una vez por todas lo que ayer noche había descubierto mirando por el ojo de la cerradura, podía comprobar que sus sospechas tenían fundamento. Sentía un sincero afecto por la chica y se alegraba de que alguien la amara, pero al mismo tiempo estaba sorprendida, desorientada, y todo aquello, en fin, seguía siendo una secreta fuente de excitación y de envidia. Se sentía junto a ella igual que cuando eran niñas.

Teresa aceleró el paso, llegó junto a Maruja y se colgó de su brazo amistosamente. “Hola, mosquita muerta”, ‘dijo. La criada, que tuvo un ligero sobresalto, se echó a reír. “Sí, son el demonio -añadió Teresa, por los niños-. Pero ya te queda poco, mañana se van.” Maruja volvió a reír. Dijo que, en el fondo, les echaría de menos: con ellos se había divertido y no se había sentido tan sola. “Tienes razón, chica -dijo Teresa-a mí también empiezan a aburrirme estos veraneos que no se acaban nunca… Pero en Barcelona me aburro lo mismo. ¿Sabes una cosa?, tengo ganas de que empiece el curso.” Cogidas del brazo, mirando con una atención exagerada (de pronto no sabían qué decirse) donde ponían los pies, se internaron por el bosque siguiendo de cerca a los niños. Al fondo, por el lado de la villa, se oían las voces de los hombres.

– ¿No te desnudas? -dijo Teresa cuando llegaron. Se quitaba el albornoz.

– Hoy no me baño.

Maruja distribuía las pequeñas palas y los cubos de juguete entre los niños, que en seguida se fueron corriendo hacia la orilla. El sol se escondía de vez en cuando detrás de una nube y soplaba una brisa algo molesta. Teresa se tendió sobre la toalla, con el libro abierto (“Hemos empezado a plantearnos la terrible pregunta: ¿será posible que nuestra civilización no sea la civilización?”, decía la compañera de Sartre citando a Soustelle) que dejó apoyado un momento sobre el vientre para mirar a Maruja.

– Maruja, quisiera preguntarte algo…

Se aseguró de que sus primos estaban a suficiente distancia y, quizá por un reflejo inconsciente de aquellos locos deseos que tenía de comunicarse con Maruja, hizo lo que muchas veces había hecho sola, aquí o en la terraza, pero nunca en compañía: se bajó los tirantes del bañador para exponer sus pechos a la caricia del sol. Los ojos de Maruja, que seguían las correrías de los niños por la playa, se posaron de pronto sobre los rosados pechos de su señorita sin mostrar ningún cambio de expresión: sus pensamientos estaban en otra parte. Luego, al darse cuenta, esbozó una leve sonrisa y miró a Teresa, que también sonrió.

– Chica, es un gusto -dijo Teresa, volviendo a abrir el libro-. ¿Te acuerdas, Maruja, cuando de niñas nos bañábamos en la balsa de la finca, los veranos…?

Maruja cogió un puñado de arena con aire distraído.

– Sí… ¿Querías preguntarme algo?

(“Proletario o intelectual -decía Simone- está radicalmente alejado de la realidad: su conciencia sufre pasivamente las ideas, imágenes, estados afectivos que en ella se inscriben por azar; ora los producen factores exteriores, por un juego puramente mecánico, ora los crea el sujeto mismo, presa de los delirios de la imaginación.”) Se decidió: en pocas palabras y en un tono desenfadado, le reveló a Maruja lo que había descubierto anoche. No quería herir los sentimientos de la muchacha ni dejar entrever un pudor de novicia frente a una conducta que, en el fondo, ella aprobaba. Lo único que hizo fue mostrar su disgusto y su sorpresa ante el hecho, que calificó de suicida, de que utilizasen la villa para sus citas.

Criatura, ¿no comprendes que el día menos pensado os van a descubrir? Si en vez de ser yo quien bajó anoche a la cócina llega a ser mamá o tía Isabel, figúrate la que se arma. ¿Quién es él, se puede saber?

Lo primero que hizo Maruja fue echarse a gimotear (no había entendido que la regañina no iba por lo que había hecho, sino por hacerlo en su cuarto) balbuciendo una serie de excusas en su nombre y en el de su novio que de momento confundieron a la estudiante, pero que luego ésta, al interpretarlas de acuerdo con una singular idea que ella tenía de los jóvenes obreros que se parten el pecho en la vida (había decidido que el novio de la criada tenía que ser forzosamente un obrero) habían de dejarla sorprendida y encantada.

– Nos casaremos, señorita… -empezó Maruja.

Teresa sonrió. Incorporándose, se deslizó hacia su amiga y la abrazó cariñosamente.

– Si no hablo de eso, Mari. ¿Por qué lloras? ¿Estás enamorada?

Maruja asintió con la ‘cabeza: “Tú…, tú no dirás nada ¿verdad?, no me descubrirás ¿verdad?” A veces tuteaba a Teresa, cuando estaban solas, nunca delante de alguien, y menos de la familia; sin embargo, pese a que hacía los imposibles por evitarlo, Maruja caía con frecuencia en el usted, arbitrariedad dictada por un respeto estúpido que irritaba a Teresa.

– No diré nada -prometió Teresa-. ¿Cuánto tiempo hace que os veis aquí, en tu cuarto?

– Unas semanas. Nos casaremos… Por favor, Teresa, no digas nada y yo le pediré que no vuelva más por aquí… Él es lo que es, pero es muy bueno, es como usted, muy así a veces,muy revolucionario, se enfada por cualquier cosa… Pero lo malo es que… yo creo que necesita esconderse, algunas veces, y que pot eso viene a verme. Sólo por eso.

– ¿Qué quieres decir?

¡Ay, señorita, no sé si debo…! No.me atrevo. Prométeme que no se lo dirás a nadie.

(“La mujer, que echa sangre y que alumbra, tendrá de las cosas de la vida un «instinto» más profundo que el biólogo. El labrador tiene de la tierra una intuición más justa que un agrónomo diplomado”, le había aclarado Simone.)

– Vamos, mujer, no seas tonta, ¿es que ya no somos amigas? ¿Por qué iba a esconderse tu novio, y de quién?

Estaba casi segura de saberlo, pero deseaba una confirmación. Aparentaba indiferencia, con el libro abierto ante sus ojos y la mirada perdida entre líneas: ciertamente, leía entre líneas, atenta a las palabras de Marujita de Beauvoir, compañera envidiable de Manolo Sartre o Jean Paul Pijoaparte, como se prefiera.

– Y bien…

– Es una cosa tan vergonzosa -decía Maruja-. Si algún día él llegara a saber que te lo he dicho se pondría furioso. Y además, que no se puede hacer nada, que es una desgracia…

– Pero bueno, hija, cálmate, ni que estuvieras hablando con mamá. Anda, cuéntame, que a lo mejor te puedo ayudar…

Maruja tragó saliva, miró a la señorita dos veces y por dos veces dijo que no con la cabeza. Teresa, que sostenía el libro con una mano y con la otra se apretaba el bañador sobre el pecho, suspiró y se tendió de espaldas otra vez, visiblemente afectada por la desconfianza de su amiga. “Como quieras, hija” (“todo burgués está prácticamente interesado en disimular la lucha de clases”, deslizó Simone a su oído).

Es ridículo -exclamó sin mirar a Maruja-. ¿Sabes que te digo? Que tú también tienes muchos prejuicios tontos, Mari.

Volvió a bajarse el bañador. Ahora el sol brillaba con fuerza. Notó una tibieza, una inyección de dulzura en la entraña de los senos, y, bruscamente, por una expansión nerviosa de sus manos, se los cubrió haciendo hueco con las palmas. Lo hizo con una especial premura, de autodefensa, pero sin pensar en nada: no sabía que, en realidad, una atmósfera sensual largamente deseada habíase adueñado de ella y de sus ideas -intuía vagamente que aquel muchacho, aquel obrero anónimo, al rondar la villa y su propia vida ociosa simbolizaba en cierto modo la evolución de la sociedad-. Cerró los ojos, quiso retener con las manos el calorcillo de los senos, y sus puntas, semejantes a uvas primerizas de color lila, asomaron entre sus dedos. Y de pronto tuvo la certeza; no supo si era la brusca irrupción del obrero en su mente o la misma caricia del sol lo que la hizo estremecerse hasta la raíz de los cabellos, pero algo la obligó a incorporarse; acaso fue lo que al fin Maruja, con una falsa decisión en la voz, le estaba confesando acerca de su Manolo; pero la criada se interrumpió nada más empezar, no se atrevió a pronunciar la terrible palabra (ladrón) que lo habría explicado todo, y el recuerdo del proyectado robo de las joyas de la señora, aunque todavía estaba en el aire, le arrancó un sollozo que disparó definitivamente la imaginación heroica de la rica universitaria.

Estaba segura -dijo Teresa como hablando consigo misma-. No sé por qué, pero estaba segura. ¿Cómo le conociste?

En la ver… en una reunión de amigos (“a ésta no le digo yo que es el mismo de la verbena, igual se cree que también allí se coló para robar algo”). Sí, en una casa particular.

– Es un obrero ¿no? Estaba segura. -No tenía ningún interés en oír la respuesta: ahora había un desaliento remoto en la voz de la bella universitaria, un leve asomo de nostalgia, como cuando de niñas le preguntaba a su amiga sobre ciertos detalles de sus apasionantes correrías con los chicos. Por algún motivo, acaso porque de pronto notó la presencia sobrehumana del joven obrero, se subió los tirantes del bañador precipitadamente-. ¿Te lleva a menudo a estas reuniones?

Pues no… ¡Ay, Teresa, yo bien le digo y le suplico que no lo haga, que es muy peligroso, que lo mejor sería casarnos y vivir tranquilos, pero él…!

– ¿Dónde trabaja?

Maruja, sorprendida por el sesgo que tomaba el interrogatorio, iba a responder que desgraciadamente en ninguna parte, pero Teresa añadió:

– Y otra cosa: ¿tú le ayudas?

Maruja enrojeció de pura y santa indignación.

– ¡¿Yo?! ¡Dios me libre…! Si es un loco, un desagradecido, que sólo se acuerda de mí para…! ¡Si me tiene harta, harta, harta!

Bueno, cálmate -dijo Teresa con aire pensativo-. Y no hables así. Hay cosas que tú no puedes entender, Mari.

– ¿Yo…? ¿Y qué puedo hacer yo, pobre de mí? Le quiero, le quiero… ¡Y usted, usted, aún no sabe lo peor, señorita, la locura que se le ha metido ahora en la cabeza!

Iba a contar lo de las joyas. Pero la señorita no parecía escucharla; o mejor, la escuchaba y la miraba de una manera muy especial: la expresión de su rostro era la de una meló-mana: por un espejismo del entusiasmo imaginativo, miraba a la criada sin verla y atendía no exactamente a sus explicaciones, sino a cierta música que captaba entre las palabras. De pronto sonrió, rodeó de nuevo con el brazo la agitada espalda de Maruja (“todo se arreglará, chica, no te preocupes”) y luego se quedó mirando el mar con ojos soñadores. Ya estaba pensando en decírselo a Luis. Una sorpresa: el país no está tan mal como creen algunos, la vida no es tan monótona como se piensa desde esta agridulce almendra de nuestro veraneo, desde nuestra mala conciencia de señoritas. Se hacen cosas, se trabaja, se conspira.. Suspiró. Maruja no sabía qué hacer (luego recordaría una curiosa coincidencia: uno de los libros que halló sobre la cama de la señorita, al arreglar su habitación, se llamaba ¿Qué hacer?) y optó por recostarse de espaldas sobre la arena y secarse las lágrimas. En aquel momento se acercó por detrás uno de los niños, el mayor, con su pequeño cubo de plástico lleno de agua que vació sobre Teresa.

– ¡José Miguel, estúpido! -chilló Teresa-. ¡No te acerques o te doy una bofetada! ¡Mira lo que has hecho!

Mojado el albornoz, la toalla, los cigarrillos, el libro de Simone de Beauvoir, los rubios cabellos y los soleados pechos de Teresa. Estaba furiosa. De pie ante ella, inmóvil, su primo se reía con el cubo en las manos. Teresa se abrochó definitivamente los tirantes del bañador. Maruja le hizo una seña al niño

– Ven, José Miguel. -Cuando le tuvo delante le quitó los mocos con un pañuelo, le ajustó el slip sobre la barriguita y lo despidió con un cariñoso azote en el trasero-. Vigila a tu hermanita, que no se acerque demasiado a la orilla. O mejor, ve a buscarla y venid todos. Jugaremos a prendas.

Teresa, mientras se secaba, miró a su amiga con ojos tristes. En silencio, le dio la vuelta a la toalla y se tendió de nuevo sobre ella. Maruja se dejó caer de espaldas sobre la arena. Su cabeza quedó a menos de un palmo de la de Teresa, y de vez en cuando, por el rabillo del ojo, veía aquel perfil tan bonito de la señorita, tan dulce, ahora con los rubios cabellos mojados, la mirada azul perdida en el cielo. ¿En qué estará pensando? ¿Ya no quiere saber nada más de Manolo? Claro. A ella nadie podía ayudarla.

– Fuma -dijo Teresa ofreciéndole los cigarrillos. Sus cabezas se juntaron sobre la llama violeta de la cerilla, inclinadas para resguardarla del viento: por unos segundos pareció que las dos estuvieran leyendo el mismo libro o compartiendo la misma curiosidad ociosa-. ¿Dónde vive?

– ¿Quién? ¿Manolo?

– Sí.

– En el Monte Carmelo.

– ¿El Monte Carmelo…? Ah, sí, ya recuerdo.

Sonrió de pronto, como si acabara de ocurrírsele algo divertido, y se disponía a seguir hablando cuando oyó a su espalda las voces de su padre y de su tío Javier; ninguno de los dos, a juzgar por sus risas, hablaba de los desmanes cometidos en la valla por las parejas domingueras e impúdicas que invaden las propiedades privadas. Maruja se levantó antes de que llegaran y fue a reunirse con los niños. Teresa comprendió que se iba para que no vieran que había llorado.

Todo aquello no era más que el resultado de unas emociones confusas y negligentes. Maruja se arrepintió de la confesión hecha a la señorita y desde entonces, cuando Teresa le preguntaba por su novio, sólo contestaba vaguedades. Notó que el trato que le dispensaba la señorita se hacía más flexible, más inteligente, por decirlo así, de lo que sus funciones en la casa merecían: a menudo sorprendía a Teresa observando sus quehaceres habituales (poner la mesa, por ejemplo, o responder al teléfono) con una extraña fijeza en la mirada, como si investigara en sus movimientos Dios sabe qué naturaleza íntima, una mirada que inmediatamente, al ser descubierta por Maruja, se transformaba en una sonrisa afectuosa o en un guiño de ojos que implicaba cierta complicidad. En cuanto a lo que bullía en aquella cabecita rubia en tales ocasiones, para la criada era un misterio. Cuando meses después en Barcelona, en invierno, quiso la suerte que Teresa pudiera ver de cerca al guapo murciano y cambiar con él unas palabras a través de la verja del jardín, aquella arrogante idea que ya un día en la playa se había hecho del joven obrero, al interrogar a Maruja, se instaló en su mente con la fuerza de un dogma. Antes había notado la feliz posibilidad deslizándose sobre ella de igual manera que los rayos del sol en sus pechos desnudos: como una caricia soñada; pero después de conocer al chico quedó convencida. Luis Trías no quiso creerla cuando ella le contó su maravilloso descubrimiento, por cierto con gran riqueza de detalles (adornó su versión con atrayentes elementos de un supuesto obrerismo activo que habría asombrado a la pobre Maruja) y para asegurarse, el prestigioso estudiante, que en estas cuestiones de identidad alardeaba de una grave responsabilidad tout á fait comité central, que impresionaba grandemente a Teresa, quiso hacerle nuevas preguntas a la criadita, la cual en esta ocasión dio una prueba definitiva, si no de su inteligencia, sí de ese instinto de conservación que caracteriza -fue lo que pensó Teresa- a los miembros disciplinados de las sociedades secretas: había hecho como que no entendía el sentido político de las preguntas. ¡Sin duda su novio le había prohibido hablar a nadie de sus actividades por razones de seguridad! ¿Quería Luis una prueba mejor que ésta?

En esto y en cosas semejantes, relacionadas con la buena suerte de Maruja -en contraste con la suya de esta noche, que había sido pésima- pensaba ahora Teresa Serrat mientras bajaba las escaleras de la villa, sin decidirse aún a despertar a Maruja para charlar un rato. Al llegar abajo cruzó la entrada, encendió las luces del salón, se tendió en el diván y cogió un ejemplar de Elle. Luego tiró la revista al suelo, volvió a levantarse, sus ojos se humedecieron al recordar algo (nunca más, nunca), se dirigió hacia la cocina (no asomaba ninguna luz bajo la puerta de Maruja), se sirvió un jugo de frutas de la nevera, estaba a punto de llorar, el silencio de la casa le crispaba los nervios, apretó los muslos, volvió a recorrer el pasillo (ninguna luz bajo la puerta) entró en el salón y, el vaso en una mano y la revista Elle en la otra, se tendió de nuevo en el diván con las rodillas levantadas, moviéndolas, por expansión nerviosa, de derecha a izquierda. Apenas se oía el rumor del oleaje. Más allá de las rejas de la %entalla, en el horizonte del mar, asomaba una luz rosada. El albornoz se abrió sobre el monótono vaivén de las rodillas. Tendida de espaldas, Teresa hizo un esfuerzo por integrar su feminidad lastimada al mundo rutilante y acogedor de Elle, entre sedas y pieles de verdadero cariño. Inconscientemente, el suave balanceo de sus piernas encendidas se acoplo al ritmo del oleaje. Pronto amanecería. De repente, cuando ya habla conseguido poner cierto’ interés en lo que estaba leyendo (el horóscopo) algo distrajo su atención: era el roce de su propia piel. Se inmovilizó. Sus ojos celestes se humedecieron, quedaron velados por una escarcha. Y allí, encogida sobre el diván, la barbilla clavada en el pecho y los cabellos caídos sobre el rostro, como una niña temblorosa y ultrajada, las lagrimas vertidas amargamente por la muerte de un hermoso mito empezaron a resbalar sobre las páginas satinadas y esplendorosas de Elle, cuyo horóscopo, efectivamente, decía: Cet eté vous changerez d’atnour.

Oriol Serrat entró en la clínica

La generación mala y adulterina demanda señal; mas señal no le será dada.

San Mateo – 16 – 4


Oriol Serrat entró en la clínica Balmes, saludó familiarmente al conserje, subió las escaleras con una agilidad impropia de sus cincuenta años y luego avanzó por el pasillo de paredes estucadas, en el primer piso, hasta llegar a la puerta de la habitación 21. Se detuvo un momento antes de entrar, se secó el sudor de la frente con el pañuelo y luego, poniéndose la mano en el costado, como si le doliera el riñón, abrió la puerta y entró: “Ja estic emprenyat”. Eran las once de la mañana.

Su mujer y su hija, envueltas en la claridad lechosa que se filtraba por las blancas celosías entornadas, estaban sentadas en el saloncito contiguo a la habitación donde yacía Maruja, y hablaban en voz baja.

– ¿Cómo está? -preguntó él.

– Igual -dijo la señora Serrat, que sacaba pañuelos y algunas prendas de vestir de una bolsa-. No hace más que llamar a un tal Manolo… ¿Has desayunado?

– ¿Y quién es ése?

– Ya puedes figurarte. ¿Has desayunado?

– Sí, mujer.

– Es su novio, mamá -intervino Teresa, que estaba literalmente derrumbada en la butaca de cuero-. Su novio, ya te lo he dicho. Y habría que avisarle.

– Me parece muy bien, pero, que yo sepa, Maruja no tiene ni ha tenido nunca novio.

– Tú no sabes nada, mamá.

– Está bien, haz lo que quieras. A mí eso no me preocupa. A quien hay que avisar, y en seguida, es a su padre.

Al decir esto miró a su marido, como esperando una justa aprobación a su propuesta. Pero el señor Serrat, sin hacer caso, cruzó el cuarto dirigiéndose hacia la puerta de la habitación de Maruja. Sus zapatos crujían sobre el mosaico verde pálido. Abrió un poco la puerta y miró dentro: la cabeza de la muchacha asomaba entre las sábanas con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y la barbilla levantada, como disponiéndose a beber en una invisible fuente. Su frente marmórea estaba cubierta de sudor. Cerca de la ventana, sentada en una silla y leyendo una revista, había una enfermera que levantó un momento la cabeza para mirar hacia la puerta. El señor Serrat sonrió levemente, a modo de saludo, y volvió a cerrar. Bien, la enfermera estaba allí, todo iba perfectamente, tal como él esperaba. Compuso una hogareña expresión de reproche y se volvió para mirar a su mujer y a su hija, que seguían hablando en voz baja, y cruzó de nuevo la estancia en dirección a la butaca. Embutido en su traje azul de verano, acalorado, respirando con fuerza por la nariz, caminaba con las palmas de las manos vueltas completamente hacia atrás, moviéndolas no con su habitual soltura sino con una discreta contención, como si temiera remover el aire contagiado de la clínica. Había cierta rigidez mecánica y funcional en este braceo, una cualidad de maquinaria recién engrasada y puesta a punto. Oriol Serrat era alto, recio, con el pelo blanco en las sienes y fino bigote canoso. El rostro largo y moreno, las interminables mejillas perdigueras y el mentón hermoso, algo intransigente o duro (de una dureza accidental, ocasionada en parte por el uso de la pipa, que había deformado sus mandíbulas en un gesto semejante al del que se dispone a escupir o a maldecir) guardaba todavía restos de una belleza viril que estuvo de moda en los años treinta, una especie de versión catalana y débil de Warner Baxter. Un aire incierto de alférez provisional flotaba a veces en su rostro y le incluía por méritos estrictamente estéticos en este benemérito montón de pulcros y anónimos maduros, todos iguales, que se diría han querido eternizar su juvenil adhesión a la victoria con el fino, coqueto, bien cuidado y curiosamente recortado bigote ibérico. Pero por encima de cualquier consideración irónica que el atractivo adocenado de su cara pudiese inspirar, a Oriol Serrat le distinguía su pequeña boquita puntiaguda que exhibía siempre ese aire astuto de los rumiantes y de ciertos comerciantes catalanes, una boquita en verdad curiosa, especulativa, con vida propia, dispuesta a afilarse aguda y escépticamente ante cualquier muestra de lo que él consideraba inútil manifestación de inteligencia (por ejemplo, hablar de política). Antes de sentarse, miró a su mujer poniéndose la mano en el flato. Su mujer conocía ese gesto: precedía casi siempre a una explosión de mal humor.

– Marta -dijo al dejarse caer en la butaca-, te recuerdo que tu hermana llega esta tarde de Madrid y que tú deberías estar en Blanes para recibirla… Aquí ya no podemos hacer nada y esto va para largo. Me parece absurdo, mira, que te pases las horas mano sobre mano sabiendo muy bien…

– Oriol…

– …que ya hemos hecho todo lo que había que hacer. Hay una enfermera a su lado día y noche, ¿qué quieres? Regresa a la Villa, yo iré mañana o pasado, en cuanto haya resuelto unas cosas. Conque vengas a verla de vez en cuando…

– Oriol, por favor, baja la voz -rogó ella, y mirándole hizo una larga pausa que permitió, en efecto, evidenciar cierta bondad del silencio en favor de Maruja-. Se hará lo que sea mejor, pero con calma. -Se volvió hacia su hija-. Teresa, ¿tú qué piensas hacer…? ¡Pero si esta criatura no puede con su alma!

Vencida por la fatiga, Teresa se adormilaba.

– Yo me quedo -murmuró.

– Otra que hace tonterías -gruñó su padre-. Deberías irte a casa y acostarte.

– Estoy bien, papá.

– Lleva tres noches sin dormir y con los nervios de punta -dijo su madre intentando, sin conseguirlo, tocarle la frente con la mano.

– ¡Ay, mamá, déjame, estoy bien!

Sus ojos azules, entristecidos entre los párpados finos y tersos, vagaban esquivos. Hacía tres días que Maruja había sido internada en la clínica, en un estado de gravedad que persistía, y ella llevaba otras tantas noches, más otra anterior que sus padres ignoraban, sin apenas dormir. Desde la mañana que, adormilada en el diván de la villa (hacía horas que la revista Elle había resbalado de sus manos) la despertaron los gritos de la cocinera, no quiso separarse de su amiga. Fue Tecla, la vieja cocinera, la que descubrió a Maruja inconsciente en la cama cuando fue a despertarla, extrañada por su tardanza. Con su ayuda y la del masovero, que todo el rato estuvo hablando de corte de digestión y de insolación, Teresa, llena de angustia y de vagos remordimientos, había metido inmediatamente a Maruja en su coche, envuelta en una manta, llevándola al dispensario de Blanes; de allí, en una ambulancia municipal, la criada fue trasladada a una clínica particular de Barcelona, donde el señor Serrat, advertido por la llamada telefónica de su hija, había hecho disponer lo necesario y esperaba con su mujer y el doctor Saladich, director de la clínica e intimo de la familia. Teresa siguió a la ambulancia con su coche. El doctor Saladich se interesó por lo que Maruja había hecho el día anterior y Teresa le informó de su caída en los escalones del embarcadero. “Pero no se hizo daño -dijo-. Por lo menos eso creímos entonces. Estuvo toda la tarde conmigo, y a la noche fuimos a Blanes. Tenía mucho sueño y se acostó temprano… ¿A qué hora cree usted que perdió el sentido?” “Tal vez mientras dormía, o esta mañana al levantarse, es difícil establecerlo”, dijo el cirujano, afirmando que es frecuente el intervalo entre el accidente y la presentación de la inconsciencia, y que a veces incluso transcurren días enteros. Quirúrgicamente no había nada que hacer. Reposo absoluto. “No se puede operar -añadió-, es un cuadro difuso, sin hematoma, sólo son pequeñas sufusiones hemorrágicas extendidas por todo el cerebro” (pequeñas heridas no operables, aclaró el cirujano mirando a la descompuesta señora Serrat, cuyo ánimo acabó de abatirse del todo). Era muy grave, pero no se podía hacer otra cosa que esperar. Maruja no recobraba el conocimiento y sólo pronunciaba palabras de vez en cuando, palabras sin sentido, en un susurro. Aquella noche y la siguiente, Teresa las pasó sentada en una butaca junto a la cabecera de su amiga. A ratos, en medio del sopor, Maruja gemía débilmente y pronunciaba el nombre de Manolo. Una sola vez abrió los ojos y miró fijamente a Teresa, pero como si no la viera. Fue en la segunda noche. Desde entonces se hallaba sumida en un letargo mucho más profundo y alarmante. El doctor Saladich dispuso que hubiese constantemente una enfermera a su lado. “¿Has visto? -dijo la señora Serrat a su marido, con una sonrisa de conejo, al reconocer a la enfermera del turno de día-. Es aquella chica que Saladich nos presentó el verano pasado en Palma, en el hotel…” Su marido la atajó diciendo que sufría un error. Por su parte, Teresa recorría una y otra vez, con los ojos húmedos, el cuerpo postrado, inmóvil bajo la blanca sábana. Su madre, los dos primeros días, se quedó allí hasta la medianoche intentando convencerla de que se acostara. “Saldremos las dos -respondió Teresa- o yo sola, si no hay suerte. Mientras tanto, no, de aquí no me muevo.” La tercera noche, a eso de las cuatro, Teresa presintió la muerte de Maruja, y se sintió repentinamente sola y se echó a llorar en brazos de la enfermera. “Maruja, Mari…”, gemía. Aún la veía moviendo la mano en lo alto de las rocas, sus piernas agitándose, con aquellas malditas sandalias volando en el aire, y al acordarse de Luis Trías, de su conversación con él y de los besos, su llanto arreció y llegó a conmover a la enfermera, que era una mallorquina lúbrica de nariz aguileña, boca roja y anchas caderas, casualmente recién operada de apendicitis (y con pleno éxito) por el propio doctor Saladich. La enfermera la acogió en sus brazos (“No plori, confiem en es doctor…”) y la aconsejó que se fuera a casa, pero Teresa se empeñó en quedarse. Miraba el rostro doliente de Maruja, la frente bañada en sudor, los labios moviéndose de tarde en tarde para pronunciar siempre la misma palabra: Manolo. Hoy, a las nueve de la mañana, Teresa salió a tomar un café y al volver encontró a su madre -que no parecía prestar mucha atención a lo que ahora le decía su marido:

– Y no se hable más, Marta. Llévate el coche, no lo necesito.

Sabía que Marta obedecería después de una leve resistencia, pero también temía una discusión. Miró a su mujer. Llevaba un vestido de algodón, con grandes apliques de badana estampados en rojo y azul, y una bolsa de playa del mismo género y color. Estaba erguida en su butaca, con las piernas muy juntas, de espaldas a la celosía. La favorecía mucho esa luz indirecta, flotante. Era una mujer bien conservada, mucho mejor que él. Llevaba muy bien esos 45 años del asombroso músculo sometido, milagrosamente tenso todavía, sin amenaza aparente de caída, y cuando se la veía correr en bikini por la playa, seguida por sus perros y sus sobrinos, bruñida la piel por el agua y el sol, el señor Serrat, admirado, tenía ocasión de calibrar una vez más el secreto poder de aquel cuerpo a la vez que intuía de repente que la vida no siempre es musical: era un hombre terriblemente celoso. Sin embargo, sin que él supiera exactamente por qué, cada vez que miraba las piernas de su mujer se tranquilizaba. Tenía Marta Serrat unas piernas firmes, un tanto gruesas, con tobillos deformados y rojos, quemados por el sol, de los cuales ella renegaba. Tenía también un delicado rostro ovalado, un poco inglés a causa del fino mentón y las pecas y los ojos de agua, amén de los cabellos pajizos y juveniles que le permitían peinarse casi como su hija y que mantenía en ella aquel aire de muchacha distinguida que el señor Serrat tanto había admirado en su juventud (una juventud difícil y pijoapartesca, por cierto, poco conocida entre sus amistades de hoy) y que todavía era causa de íntimos temores. Pero, no había que olvidarlo, su mujer poseía una pierna realmente catalana, recia, familiar, confortable, tranquilizadora, una pierna que atestiguaba la salud mental y la inquebrantable adhesión de su dueña, por encima de posibles pequeños devaneos, a las comodidades del hogar y a la obediencia al marido, una pierna, en fin, llena de sumisión y hasta de complicidad financiera, símbolo de un robusto sentido práctico y de una sólida virtud montserratina. Y dijo la pierna: “Como tú quieras, Oriol”.

Porque había crecido en un mustio jardín de pesadas enciclopedias y libros ilustrados (su padre, de distinguida familia pero arruinado, fue profesor de francés en el Instituto de Palma de Mallorca antes de la guerra) Marta Serrat tendía a aprobar cosas a veces sorprendentes -por ejemplo, el resistencialismo universitario de su hija en pro de la cultura-, pero en todo dejaba que decidiera su marido. “Saladich nos tendrá al corriente por teléfono -decía éste- y además, tú puedes venir de vez en cuando. Teresa que haga lo que quiera.”

– Yo me quedo, papá.

– ¿Y dónde comerás? -preguntó su madre-. Vicenta se viene conmigo, la necesito, la pobre Tecla no podría allí con todo, y menos ahora que llega Isabel con tus primos…

Además de Maruja y de la cocinera, había otra sirvienta, una vieja valenciana que permanecía en Barcelona hasta el mes de agosto para atender al señor Serrat, que por motivos de trabajo sólo podía pasar los fines de semana en la villa. Él protestó: “A Vicenta la necesito aquí”. “Por unos días -dijo ella- puedes comer en el restaurante.” El señor Serrat ya estaba más que harto. Se levantó. “No es cuestión de unos días, Marta, ya oíste a Saladich: la chica puede estar así lo mismo una semana que seis meses…” De pronto oyeron un sollozo apagado, en la ventana: Teresa se había levantado violentamente y estaba de espaldas. Sus hombros de miel, que el vestido rosa dejaba al descubierto, temblaban bajo las listas de luz que proyectaba la celosía.

– Teresa, hija -exclamó su madre yendo hacia ella-. Vamos, vamos, no llores…

– ¡Cómo podéis hablar de todo eso estando ella ahí! -acusó la rubia politizada.

Su madre la atrajo por los hombros y la hizo sentarse a su lado. Miró a su marido como diciendo: ¿ves lo que has conseguido? Pero lo que dijo fue:

– No, si el disgusto de esta criatura nos dará que hacer, ya verás.

– ¿Ha pasado ya Saladich? -bramó su marido.

– Hace media hora. Te pido por favor que ordenes a tu hija que se vaya a casa y se acueste…

Al señor Serrat, lo que le preocupaba ahora no era la llantina de su hija; lo que le preocupaba es que desde hacía tres días llegaba a todas partes con media hora de retraso.

– ¿Y qué ha dicho?

Mientras le tendía un pañuelo a Teresa, la mujer suspiró:

– Qué quieres que diga, lo mismo que ayer. Que hay que esperar, que no se puede hacer nada. ¡Dios mío, yo no comprendo esta chica cómo pudo darse un golpe así…! Ya debía tener algún mal en la cabeza.

– Cálmate, Marta.

– Te digo que hay que avisar a Lucas.

– De momento no lo creo necesario. Se está haciendo todo lo que hay que hacer. Nada se pierde con esperar un poco, y si a ese hombre se le puede ahorrar un disgusto…

– Ese hombre, Lucas, era el padre de Maruja, que estaba en la finca de Reus. Resoplando de calor, el señor Serrat se dirigió hacia la puerta. “En todo caso -añadió- veré de hacer una escapada a Reus. Ahora voy a ver a Saladich. Cuando vuelva te llevo a casa.” Salió cerrando la puerta con cuidado. Teresa se había levantado de nuevo y estaba ante la celosía, de espaldas a su madre y con los brazos cruzados.

– ¿Sigues con tu idea de ir al Carmelo? -le preguntó su madre.

Teresa cerró los ojos con expresión de fastidio. Al principio, la señora Serrat no se había opuesto a que se avisara al novio de Maruja, incluso se alegró de saber que la chica estaba prometida y que había alguien más dispuesto a compartir aquella desgracia; pero luego, al saber donde vivía, su actitud cambió radicalmente.

– ¡El Monte Carmelo! Yo soy responsable de Maruja ante su padre -dijo-, y tú debías haberme advertido de sus relaciones con ese tipo.

– Es su novio, mamá.

– ¡Su novio! Uno de esos desvergonzados que se aprovechan de las criadas, eso es lo que debe ser. Además, vive en el Carmelo. Anda, anda, hija, olvídalo. En aquel barrio nunca se sabe lo que puede pasar…

Para la señora Serrat, el Monte Carmelo era algo así como el Congo, un país remoto e infrahumano, con sus leyes propias, distintas. Otro mundo. A través de la luminaria azul de su vida presente, a veces aún le asaltaban lejanos fogonazos rojos: un viejo cañón antiaéreo disparando desde lo alto del Carmelo y haciendo retumbar los cristales de las ventanas de todo el barrio (entonces, cuando la guerra, vivían en la barriada de Gracia, y al horrendo cañón aquel la gente lo llamaba el “abuelo”). Y recordaba también, de los primeros años de la postguerra, las tumultuosas y sucias manadas de chiquillos que de vez en cuando se descolgaban del Carmelo, del Guinardó y de Casa Baró e invadían como una espesa lava los apacibles barrios altos de la ciudad con sus carritos de cojinetes a bolas, sus explosiones de carburo y sus guerras de piedras: auténticas bandas. Eran hijos de refugiados de la guerra, golfos armados con “tiradores” de goma y hondas de cuero, y rompían faroles y se colgaban detrás de los tranvías. Pensando en ello, ahora le dijo a su hija:

– Tú ya no te acordarás, pero cuando eras una niña, un salvaje del Carmelo estuvo a punto de matarte…

Teresa sonrió extrañamente: por espacio de un segundo respiró de nuevo la humedad de aquel oscuro rincón de la escalera de su casa, cerca del Paseo de San Juan, notó el aliento perdido, el intenso olor a cetona que transpiraban las ropas del muchacho y su mano roñosa al agarrar sus trenzas, obligándola a girar la cara lentamente y a pronunciar varias veces la extraña palabra (“ ¡Di zapastra, dilo!” “Zapastra.”).

– Sí que me acuerdo, mamá.

– Por lo menos que te acompañe Luis.

– Te he dicho que no necesito compañía.

Se volvió, sonriendo, y fue a sentarse junto a su madre. Rodeó sus hombros con el brazo: todo aquello ocurría antes, cuando las cosas iban mal para todo el mundo, ella era todavía una niña miedosa, hoy todo había cambiado, ya no había golfos en el Monte Carmelo, dijo besándola en la mejilla; con el beso daba a entender que, de todos modos, ella haría lo que quisiera. Iría sola. Y ahora fijó en su madre unos ojos entre risueños y tercos, anunciando que en todo aquello había algo más que un simple capricho de niña mimada. Cuando tuvo problemas con la policía y estuvo a punto de ser expulsada de la Universidad, ocho meses antes, su madre recibió esta misma mirada de ahora. Lo mismo que entonces, ahora dijo con cierta inquietud: “eres igual que tu pobre abuelo, hija”, y lo mismo que entonces, también ahora se equivocaba.

Cuando su marido pasó a recogerla, la señora Serrat se levantó:

– Espero- le dijo a Teresa- que no hagas tonterías y vuelvas a Blanes en seguida. Pon esta ropa en el armario. -Abrió la puerta del cuarto de Maruja y echó una mirada a la cama (“hasta pronto”, dijo a la enfermera) y luego volvió a cerrar-. Y tenme al corriente de todo, llámame mañana por teléfono… Adiós, pórtate bien.

Teresa entró en la habitación de Maruja y puso la ropa en el armario. La enfermera le sonrió: “No necesita nada de eso”. “Cosas de mamá”, respondió Teresa. Se acercó a la cabecera de la cama. Maruja seguía inmóvil, los ojos cerrados con una acusada terquedad, cejijunta, obsesionada por quién sabe qué idea fija o visión. Tiene que verla, es preciso que él la vea, se dijo Teresa. Notaba un espantoso vacío cada vez que miraba aquella lívida máscara: en los párpados de cera, en el ceño doliente, abrumado por alguna voz o visión interior, y en los labios apretados y cenicientos, Teresa buscaba en vano durante horas, más allá de los signos de la virginidad perdida, del amor y de la muerte, otros que debieran distinguir a la criada por haber cuando menos rozado ciertas verdades no vigentes, penetrado ciertas regiones desconocidas del futuro, y el por qué aquella extraña criatura gris y desvalida iba siempre por delante de ella, vivía más deprisa, más apasionada e intensamente que ella…

– Oiga -dijo repentinamente mirando a la enfermera-. ¿Puede venir a visitarla un amigo?

La enfermera mallorquina hablaba en un susurro de paloma adormecedor, muy profesional.

– El doctor no quiere ver más de dos personas en la habitación. -Y después de un breve silencio-: Claro que si no es más que un momento… ¿Quién es?

– Su novio.

La enfermera bajo los ojos. Las medias blancas engordaban sus piernas.

Conducía el “Florida” hacia la cumbre del Carmelo

Muchachas lánguidas,

que salen de automóviles,

me llaman.

Pedro Salinas


Conducía el “Florida” hacia la cumbre del Carmelo lentamente, improvisando sobre la marcha una agradable y vaga personalidad de incógnito (los rubios cabellos sujetos con el pañuelo rojo y los ojos azules escudados tras las gafas de sol) y ya en la curva que roza la entrada lateral del Parque Güell, junto al Cottolengo, en la explanada de sol donde los niños juegan al fútbol, pudo contemplar con una impunidad perfecta el extraño grupo estatuario, los restos todavía disciplinados y humillados (estaban en posición de firmes) de lo que sin duda fue una banda cuartelera, dos viejos tambores y una corneta abollada que trenzaban una interminable y monótona diana en medio del abrupto paisaje, como ciegos o como tontos que al fin tenían una ocupación, un motivo de vivir, eran jovenzuelos flacos con anchos pantalones sujetos con cinturones de plástico y descoloridas camisas de mili, las cabezas rapadas, erguidas, obedeciendo lejanas órdenes con una patética marcialidad. No fue más que un instante, una señal, un guiño del sol en el latón bruñido y abollado de la corneta, una vibración desconocida en la tristeza neurótica de los tambores, pero a ella le bastó y la predispuso a cierta jubilosa y oscura promesa: “de hoy en adelante…” Siguió hasta lo alto del Carmelo y sólo cuando frenó (casualmente muy cerca del taller de bicicletas) y vio los chiquillos jugando semidesnudos y algunos mirones que se acercaban comprendió que, para empezar, debía haber dejado el coche abajo y subir a pie, para no llamar la atención. El sol de mediodía caía a plomo, no se notaba ni un soplo de aire y la corneta y los tambores parecían sonar desde todas partes.

Era hermosa la combinación muchacha-automóvil, casi irreal, se deshacía entre los párpados igual que un sueño de sesteo›: la vieron bajar del coche con su precioso vestido rosa de tirantes y sus blancos zapatos de tacón alto no sólo los niños, que ya formaban corro, sino también algunas vecinas desde los portales. Ella estuvo un momento desorientada, y luego, a un niño: “Oye, guapo ¿conoces a un chico que se llama Manolo?”. La respuesta le llegó desde la puerta de una panadería, eran dos amplias sonrisas o muecas derretidas por el calor, dos mujeres gordas y todavía jóvenes que defendían sus ojos del sol haciendo visera con la mano: “Aquí, usted, en el taller…”, dijo una de ellas, fijando una mirada torva en los hombros desnudos de la muchacha. Pero ya el niño señalaba hacia un extremo de la calle, por el lado de la ermita: “Que no, que está en la fuente”. Teresa dio las gracias y se puso en marcha precedida por la improvisada expedición infantil, al son de los tambores y la corneta. Al pasar frente al bar Delicias escuchó piropos indecentes, de una vulgaridad que sin embargo no conseguía ahogar una nota plañidera, triste, y vio en la puerta a dos jóvenes en camiseta rodeándose los hombros con el brazo, sosteniéndose mutuamente mientras la seguían con los ojos. Más allá, en torno a la fuente, Teresa vio otro grupo de niños que apenas dejaba ver el fulgor cobrizo de un pedazo de espalda desnuda, mojada, inclinada bajo el chorro de agua. Las cabezas giraron todas a una: ella avanzaba despacio, desanudando el pañuelo bajo la barbilla (las gafas de sol no pensaba quitárselas) y apareció el oro de su melena laxa. Los chiquillos la flanqueaban con su paso menudo y rápido, braceando alegremente, las cabecitas casi pegadas al vuelo airoso de la falda rosa igual que peces-piloto que la guiaran o la custodiaran. Cuando Teresa se detuvo a un par de metros de la fuente, un pequeño enviado especial se destacó voluntariamente de la expedición para señalar con el dedo: “Ése es Manolo”. Seguía con la nuca bajo el chorro y su torso desnudo oscilaba (ella evocó una noche en que le vio inclinarse sobre Maruja en el lecho, besándola) y los niños empezaron a zarandearle. Parecía dormido o drogado. No oyó el saludo de Teresa pero sí la tímida pregunta (“te acuerdas de mí, ¿verdad?”) y volvió la cara un instante para mirarla, pensó: “Maruja está muerta”, y siguió echándose agua con las manos y luego se incorporó. “Sí, hola”. El agua resbalaba sin dejar rastro sobre su piel, que relucía al sol como una oscura seda polvorienta, y sacudió la cabeza resoplando, tenso el poderoso cuello, los cabellos mojados. Tendió la mano, tanteando a ciegas, y reclamó el niki que le sostenía un niño; su abdomen, negro y musculado como el caparazón de una tortuga, registraba el ritmo de algún esfuerzo, un latido casi animal: estaba asustado.

– Usted por aquí.-Traigo malas noticias… -dijo ella-. De Maruja.

– ¿Quién?

– Maruja, tu novia…

Manolo miraba el sol con los ojos entornados, ladeó la cabeza y se frotó el cuello. Tenía el niki en la mano, no se lo ponía. ¿Quería secarse más o solamente dar vida a uno de aquellos luminosos cromos que coleccionaba desde niño? Probablemente era eso, no en vano todos los chicos le miraban como esperando algo: su instinto captaba la aventura en torno al Pijoaparte, siempre, aun cuando le vieran solo y aburrido deambulando por el barrio. Ahora, allá abajo, los tambores y la corneta tocaban llamada general.

– Yo no tengo novia -dijo de pronto-. Yo no conozco a ninguna Maruja.

Teresa quedó momentáneamente sorprendida. Luego sonrió y dijo: “comprendo”, mientras el murciano parecía reflexionar, con los ojos en el suelo y los brazos en jarras. Miró a la muchacha. Aquellas gafas negras. Siempre le había irritado hablar con la gente que esconde sus ojos detrás de gafas negras. Tres días horribles, desesperantes, sin saber si había dejado a Maruja viva o muerta y ahora tenía que adivinarlo a través de unas malditas gafas negras. “¡Eh, chavales, a correr, largo de aquí!”, gritó a los niños, que apenas se movieron.

– Comprendo -volvió a decir Teresa-. Pero no tienes nada que temer. -Y en el mismo tono intencionado que un día le dijo “todos estamos con usted”, añadió-. Puedes estar tranquilo, lo sé todo.

Él le volvió la espalda y, repentinamente, acarició la cabeza rizada del niño que tenía más cerca: seguía asustado. ¿Qué pretendía la rubia? ¿Qué sabía?

– Está muy grave -dijo ella-. Resbaló en el embarcadero. Se golpeó la cabeza y lleva varios días sin conocimiento. Te llama…

El murciano había empezado a ponerse el niki (era negro, de manga muy corta, con una rosa de los vientos estampada en el pecho), lo tenía sobre su cabeza mientras tanteaba las mangas; los flancos del tórax y el revés de sus brazos eran de un color moreno pálido, casi luminoso. “¿Se cayó dónde?”, preguntó, ya más tranquilo. Pero ella parecía repentinamente abatida y le estaba hablando de otra cosa: “… culpa mía, en realidad, sólo mía, porque si no le hubiese regalado aquellas sandalias, si no le hubiese metido prisa… Ella es tan complaciente, tú ya la conoces “

– ¿Donde está? ¿En la villa?

– No, aquí, en una clínica. Chico, qué desgracia. Pensé que había que avisarte, que desearías verla…

– Pues claro.

– ¿Vamos ahora?

Él avanzó unos pasos hacia la carretera, los niños se apartaron, pasó junto a Teresa y se paró. Aún no comprendía nada, nada… Vio el coche sport estacionado a unos cincuenta metros y rodeado de mirones (libre de la Rosa por un rato -el tiempo de un vermut en el bar Delicias- allí estaba también Bernardo con su curiosidad simiesca, ya totalmente inofensivo, admirando las rutilantes formas del automóvil) y un poco más lejos, en la puerta del taller, a su hermano disponiéndose a cerrar.

– ¿Ahora? -meditó él-. ¿Tenemos tiempo?

– Si quieres -propuso Teresa poniéndose a su lado-, luego puedo acompañarte.

– ¿No te molesta?

– Oh, no, en absoluto. Tengo todo el día para mí. -Y había algo muy personal en la voz, que no le pasó por alto al joven del Sur, cuando añadió-: Se puede decir que estoy sola en Barcelona. Es la primera vez que me ocurre en época de vacaciones. -Y para equilibrar quien sabe qué misterioso sobresalto emotivo-: Bah, antes me habría puesto la mar de contenta, pero ahora, no sé… Me da lo mismo. Además, pienso en Maruja.

El tapizado del coche desprendía un olor dulzón a cremas. El pobre Bernardo estaba sencillamente anonadado cuando se apartó para dejar paso a Manolo: se movió un rato en torno al Floride, a distancia, como un lobo viejo y achacoso alrededor del rebaño que ya no puede apresar. El Pijoaparte cerró mal la puerta (tal como temía), con una torpeza que, contrariamente a lo que creía, a ella le pareció encantadora. “Deja, no te preocupes -dijo Teresa inclinándose hacia él (su hombro fragante le rozó la barbilla) para volver a abrir-. Así, ¿ves? Fuerte”, y cerró de golpe. El coche se puso en marcha y los niños corrieron tras él hasta la primera revuelta de la carretera, donde se pararon para seguirlo con los ojos mientras serpenteaba lentamente carretera abajo.

Antes de llegar al Parque Güell, Teresa ya le había contado la caída de Maruja en el embarcadero y cómo fue hallada al día siguiente en la cama, sin sentido, quince horas después de ocurrido el accidente. Se reservó para más adelante decirle que sabía que él, Manolo, había estado con Maruja aquella noche. Él la escuchaba mirando al frente con expresión grave, los brazos cruzados sobre su rosa de los vientos. Todo aquello resultaba bastante complicado. Cerró los ojos y vio otra vez a Maruja entrando en su cuarto con la mirada febril, somnolienta, caminando sin fuerzas: así pues, ya llevaba el mal dentro, y él no tenía la culpa. Lo que no comprendía era cómo Teresa y su amigo podían invitar a una criada en sus paseos en canoa, y por qué no la habían obligado a volver a casa después de la caída (una cosa estaba clara: por alguna razón, por negligencia quizá, a Maruja le habían hecho la pascua). “Eres boba, a ti siempre te engañarán”, recordó haberle dicho más de una vez. De nuevo sintió pena por ella y al mismo tiempo un alivio, ya que aquella noche, cuando la dejó abandonada en la cama, la creía muerta. Entre tanto, Teresa conducía su automóvil con una deliciosa idea mítica de las manos, se adornaba en torno al volante con todo el ceremonial que requería el momento, la compañía y el hermoso panorama de la ciudad extendiéndose a sus pies: expresaba una íntima satisfacción en cada curva, con el chirrido de los neumáticos, con los cambios de marcha, y sin darse cuenta fue adquiriendo velocidad. Manolo estaba atento a la carretera y al perfil de Teresa. Viéndola así, de perfil, el joven del Sur empezó a barajar nuevamente su preciosa colección de postales azulinas: un accidente, Teresa malherida, el coche arde, él la salva…

– Estás muy callado -dijo ella-. Afectado por lo de Maruja, ¿verdad?

– Sí.

Pasaron junto a la explanada donde la maltrecha banda seguía tocando bajo el sol.

– Mira, qué maravilla -exclamó Teresa-. Me encanta tu barrio. ¿Por qué tocan? ¿Quiénes son?

El Pijoaparte la miró con el rabillo del ojo.

– Meningíticos. Hijos de la sífilis, del hambre y todo eso. De ahí, del Cottolengo. Unos desgraciados.

– Ah.

– ¿Cómo supo usted… cómo supiste dónde vivo?

– Por Maruja. Lo sé desde hace tiempo. Sé muchas cosas de vosotros… Oye, ¿por qué has dicho antes que no sois novios?

– Porque es la verdad… Las cosas a veces no son lo que parecen. Yo no estoy comprometido con nadie, nunca lo estuve, no puedo. No sé lo que ella te habrá contado, pero sólo somos… amigos.

Teresa aprovechó una recta, en llano, para mirar al chico y poner la tercera. “Comprendo”, dijo y dio todo el gas. La sacudida echó a Manolo hacia atrás. “Chica moderna, sí señor, con otra cultura” pensó él. Pero lo que dijo fue:

– Sólo amigos. Una cosa corriente en la juventud de hoy.

– No disimules, hombre -dijo Teresa-. Ya te he dicho que lo sé todo.

El murciano decidió cambiar de tema.

Entonces, ¿Maruja está grave?

– No sabría decirte, está sin sentido. Pero yo creo que sufre mucho…

Así debía ser, porque al entrar en la habitación (la enfermera salió diciendo que tenía que hacer unas llamadas telefónicas) y ver a Maruja postrada, tan pálida, se impresionó mucho más de lo que había supuesto. Un delgado tubo de goma le salía de la nariz, quedaba sujeto a su frente con una tira de esparadrapo y caía sobre la almohada con una pinza en la punta. Parecía no sólo muerta, sino maltratada, ultrajada y luego olvidada, como si ya llevara años allí. ¿Qué extraña enfermedad era aquella? ¿Qué le había hecho? Sufría, en efecto (no había más que mirar su ceño fruncido) pero mucho antes de experimentar este sufrimiento y este abandono, mucho antes de ser una chica triste y de pocas luces, incluso mucho antes de tener conciencia de que ella nunca sería nada ni nadie, parecía ya como si algo espantoso se le hubiese hecho a la muchacha, algo sordo y sin nombre. Allí tendida, recogida en su silencio, inofensiva y frágil, sudando y sudando un sudor macilento y frío, no parecía ya tener vínculos con nadie, ni con aquel trémulo mañana que ella había soñado para los dos, ni con la esperanza, ni con el amor, ni siquiera con él (¿él la había amado alguna vez?, se preguntó) nada que le permaneciera fiel de algún modo. ¿Hasta qué punto también su mano, abofeteándola, la había postrado en esta cama?

Se sorprendió sentado en una silla y con la mano de Maruja entre las suyas, acariciándola. Un ardor le subía por el pecho. Notó una mancha rosa y perfumada desplazándose tras él con sigilo: la falda de Teresa. Guardó silencio durante mucho rato, y a una pregunta que le hizo Teresa en voz baja: “¿Por qué no pruebas a llamarla?”, cerró los ojos. Se le apareció durante un segundo aquella cabecita despeinada y húmeda, pero hundida en otra almohada, y escuchó un rumor de olas, un jadeo de cuerpos enlazados. “Marujita, chiquilla… ¿qué te han hecho?”. Entonces notó la mano de Teresa en su hombro. Y ante el temor de que la ternura o la compasión acabaran por jugarle una mala pasada, concentró su impulso vital, reprimido durante tres días a causa del miedo y los remordimientos, en un arrebato de indignación. Teresa, que se había quedado quieta tras él, apoyada de espaldas a la puerta, le vio levantarse de pronto y echársele violentamente encima: “¿Qué te pasa?”.

Vio en su cara la resolución que precede a las peleas de golfos: antes de atenazarle el brazo con su fuerte mano, él frotó la palma en la deslucida pernera de sus tejanos (un trinxaraire no lo haría mejor, tuvo tiempo de pensar en ella, evocando un nebuloso verano de su infancia, cuando el hijo de un refugiado de guerra la arrinconó bajo el hueco de la escalera, y la palmeó y la lastimó hasta que nudo escapar) y la rosa de los vientos se dilató en su pecho al aspirar hondo. Teresa notó en el acto la tibia transpiración de la piel del muchacho, un olor a almendras amargas que se mezcló con su propio perfume y repentinamente lo impregnó todo, envolviéndoles a los dos. Tenía su rostro a menos de un palmo, pero no le veía bien, sólo le oía gritar mientras la zarandeaba cogida del brazo: “¡¿Por qué no se me avisó antes?! ¡Di, por qué! ¡¿Por qué no la llevaste en seguida al médico, para qué coño la querías en la canoa?! ¡ Contesta!”. Teresa le miraba asombrada. “Por favor, que me haces daño…” Tocó con la mano, por la espalda, el pomo de la puerta. “No grites, por favor, salgamos fuera…” Pero no podía moverse, no podía hacer otra cosa que intentar contener aquel ímpetu irrazonable. Estaba asustada y fascinada por el espectáculo de su rostro, ese borrón de piel morena donde brillaban unos dientes blancos, unos ojos furiosos, el mechón de negros cabellos caído sobre la frente, y palabra tas y maldiciones lanzadas al absurdo; cada vez le tenía más cerca; vio con sorpresa su propia mano sobre la rosa de los vientos, no empujando o frenando el avance del pecho, sino simplemente posada allí, como si descansara a gusto. “Cálmate, te lo ruego, Maruja está muy grave…”. A partir de este momento ya no escuchó más lo que él decía, una querella torrencial: “¡Qué puñeta haces metida siempre entre las piernas de tus amigos, en aquel portal! ¡Vamos; di!” Pero lo primero era sacarle del cuarto. Consiguió abrir un poco la puerta, arrimándose a él para desplazarle, y, al ladear el cuerpo para salir, perdió el apoyo y quedaron un momento bloqueados los dos, entre las hojas de la puerta, sin poder dar un paso adelante ni atrás y envueltos en aquella oleada azul de las almendras. “Suéltame, ¿estás loco?”. La madera de la puerta crujía. Teresa se debatió como en una pesadilla, turbada por la voz frenética y el ardor de unas preguntas inconcebibles que la acusaban, dictadas no tanto por un supuesto amor a Maruja (podía darse cuenta de ello incluso en medio de ese ardor creciente en que se debatían los dos) como por la indignación y la ira. Pero ¿cómo sabía él, qué contactos podía tener para estar enterado de sus encuentros con un obrero de la fábrica del padre de Luis Trías, y sobre todo, de sus momentos de negligencia y de irresponsabilidad? El respeto, el miedo, la impresionante autoridad moral que vio de pronto en él fue como una nueva revelación, y el brazo le dolía y sus ojos empezaron a llenarse de dulces lágrimas; dulces como nunca en la vida hubiese imaginado. Rendida, sin fuerzas, había ya apoyado la cabeza en el pecho del muchacho cuando, de pronto, se abrió la puerta del cuarto de estar y apareció la enfermera. Su rostro no expresaba ninguna sorpresa (en voz baja, como hablando consigo misma, decía: “Qué fa aquest allot? Es doctor no vol escándol…”) mientras avanzaba hacia ellos. Lo primero que hizo fue apartarles de la puerta y cerrar la habitación de Maruja por fuera. Ellos se soltaron precipitadamente. Quedaron los tres en el saloncito. La enfermera atendió a Teresa. “No es nada”, murmuró ella. Manolo empezó a pasear de un lado a otro como un animal enjaulado, mirándolo todo como si buscara algo para romper, golpeó las paredes y los muebles mientras mentaba a Dios y al diablo en voz baja, seguido por la enfermera que intentaba sujetarle sin conseguirlo. Probablemente todo habría acabado de la manera más grotesca y humillante para él (¿cómo rematar aquellos fuegos de artificio, sino con excusas y el ridículo?) de no ser porque inesperadamente, por uno de esos golpes de suerte con que a veces el destino premia a los seres dotados de imaginación y de audacia, hizo su aparición el amor y la sangre, combinación omnipotente y omnipresente: en su formidable arrebato, al golpear la celosía con el puño y en el momento de murmurar: “Maruja, Marujilla…” como en una agonía, Manolo se hizo un profundo corte entre los nudillos. La sangre y el silencio brotaron aliviados. La enfermera se reveló algo prosaica, pero práctica: “Traiga el alcohol y la gasa, está en la habitación”, le ordenó a Teresa mientras sujetaba la muñeca del muchacho. La fascinada rubia obedeció con la rapidez del rayo. El corte se hallaba en mal sitio para cicatrizar. Y derrumbado en una butaca, vencido por los elementos, digno, pálido y ausente, el Pijoaparte se dejó curar y vendar la mano.

A la enfermera mallorquina le bastó una larga mirada a los ojos del novio para comprender lo que había pasado. Y como ella tenía sus ideas y su retórica acerca de los amantes pobres que se rebelan contra el dolor y la muerte, amonestó al chico:

– Tonto. ¿Ves lo que has conseguido? Comprendo lo que te pasa, pero nada ganarás desesperándote y haciendo escenas de mal gusto. -Además de menospreciar el espectáculo (carecía de imaginación plástica, sólo era sensitiva y melómana, como sus amigos los médicos, y además nunca se había visto envuelta en un verdadero olor a almendras amargas) se iba a equivocar igualmente en lo que añadió, ahora mirando a Teresa-: Y menos echando la culpa a quien no la tiene. Las desgracias ocurren de la manera más extraña, tu novia se cayó ella sola y nadie en aquel momento hubiese sido capaz de saber lo que iba a pasar… Tonto, más que tonto. Si vuelve a suceder esto avisaré al doctor y no permitiré que vengas a ver a tu novia. ¿No sabes que está muy enferma? Te has hecho una buena herida, y total, para qué. -Al terminar de vendarle la mano se dirigió hacia el cuarto de Maruja; antes de abrir se volvió-: ¿Entendido? A ver si sabes comportarte…

– Lo siento. No quería hacerlo.

– No ha sido nada -terció Teresa. Le temblaba la voz-. Los nervios…

La enfermera le guiñó un ojo, dándole a entender que la comprendía perfectamente. ¿Quién no sabe lo que es el amor? Y entró en la habitación de Maruja.

Teresa se arregló el vestido y los cabellos. Manolo seguía en la butaca, deprimido, con la frente entre las manos.

– Perdóname -murmuró-, no quería gritarte. La culpa ha sido mía. ¿Te he hecho daño?

– No…

– Sí, te he hecho daño. Lo siento.

Teresa se sentó frente a él y sacó cigarrillos. “No te preocupes por mí”. Sus manos temblaban. “¿Quieres fumar?” El Pijoaparte le ofreció lumbre y ella se aproximó. Oyeron el ruido metálico de un carrito rodando por el pasillo. Era la hora del almuerzo. “Bien, coño, bien”, murmuró él, levantándose. Teresa miraba su mano vendada.

– ¿Te duele?

– No. Vámonos.

Salió a buen paso, seguido de Teresa. Sobre sus hombros, mientras bajaba las escaleras, flotaba un aire de pesadumbre. En la calle, cuando ella (que no le quitaba el ojo, cómo si esperara verle derrumbarse de un momento a otro a causa de una pena) se adelantó para abrir la puerta del coche, él se inmovilizó sobre la acera.

– ¿Te encuentras mal? -preguntó Teresa.

– Sube tú primero.

– Sé que no es el momento -dijo Teresa- y además no nos conocemos mucho, pero quisiera hablarte de algo, Manolo… ¿Te llevo al Carmelo? -Puso el motor en marcha y luego le miró-. Se trata de Maruja y de ti. -Manolo se sentó a su lado. Esta vez cerró la puerta con seguridad y firmeza. Iba a decir algo pero ella se le adelantó-: No, no me refiero a vuestras citas en la villa (él la miró de reojo, sorprendido). Estoy enterada, hace mucho tiempo que lo descubrí, pero tranquilízate, en casa no lo sabe nadie más que yo. No, me refiero a lo otro…

– ¿A lo otro?

– Ya sabes.

El murciano no sabía, pero tenía buen olfato para el peligro.

– Otro día -propuso-. Si no te importa, hablaremos de eso otro día.

El coche arrancó con una brusca sacudida.

Maruja me habló mucho de ti -dijo Teresa mientras ponía la segunda-. Pero no te enfades con ella…

– También hablaba de ti, no creas. Sabemos la clase de estudiante que eres, revoltosa y todo eso… ¿No puedes correr más? Tengo prisa.

– Quiero que sepas lo que hacía en aquella fábrica del Pueblo Seco. Te equivocas si crees que iba a divertirme…

– No me interesa. Me lo explicarás otro día.

Él, con los ojos bajos, miraba las rodillas bronceadas de la joven universitaria.

– ¿Vendrás mañana a ver a Maruja? -preguntó ella.

– No lo sé. -Y después de un silencio-: ¿XII vienes cada día?

– Claro.

Cuando ya subían por la carretera del Carmelo, Teresa miró la mano vendada del chico y volvió a preguntar:

– ¿Te duele?

Esta vez, el Píjoaparte no pudo contenerse:

– Sí. Ahora empieza.

Maruja seguía en estado estacionario

¡Adivinas los cuerpos!

Como un insecto herido de mandatos,

adivinas el centro de la sangre y vigilas

los músculos que postergan la aurora.

Pablo Neruda


Maruja seguía en estado estacionario. Tenía mal color pero respiraba acompasadamente. Recibía alimentación líquida cada tres horas a base de caldos y batidos de carne. Dormía y dormía sin cesar, y de vez en cuando mostraba una expresión molesta, como por un sufrimiento pasajero. Los movimientos del matrimonio Serrat en torno al lecho de la enferma empezaron a adquirir poco a poco una resignación expectante, ordenada y mecánica. Deseaban vivamente verla recuperada, eso era todo lo que podían hacer por ella. Sólo Teresa iba a la clínica cada día, generalmente a primera hora de la tarde. Con una elegancia agresiva, inquietante, vestida de corsario (blusa y pantalón negros, pañuelo rojo en la cabeza) recorría los pasillos escudada en sus gafas de sol, con un libro bajo el brazo y una serena resolución en el semblante; una tristeza epidérmica sazonaba su juvenil belleza, dignificándola, y la hacía vivir por vez primera el caluroso verano de la ciudad con una nueva y extraña conciencia de su cuerpo, constante y temeraria, como ciertos seres viven su juventud: como si nunca tuviera que acabarse. No le importaba haber tenido que interrumpir sus vacaciones en la costa. Su padre, que alternaba sus ocupaciones con los fines de semana en la villa, recalaba alguna mañana en la clínica, siempre con prisas, más para hablar con el doctor Saladich que para ver a la criada. A Teresa sólo la veía durante las horas de comer. La primera semana, la señora Serrat visitó a Maruja dos veces, una de ellas en compañía de su hermana Isabel. Se inquietó no sólo por el estado de la enferma sino también por el de su hija (somnolienta, con ojeras, caprichosamente vestida: “terca, finalmente te has salido con la tuya, te has comprado esos horribles pantalones”) y quiso llevársela consigo a Blanes. “No insistas, mamá.

No pienso moverme de aquí hasta que Maruja se ponga bien”.

Por su parte, el impetuoso y afligido novio de la criada aparecía por la clínica diariamente, alrededor de las cinco de la tarde, silencioso y digno, portador de especiales amarguras e inculpaciones generales. Al verle entrar, Teresa cerraba el libro que estaba leyendo para no perder detalle de un espectáculo que día a día ganaba en sugestión: el muchacho se aproximaba respetuosamente al lecho de Maruja y se quedaba inmóvil junto a la cabecera, de pie, con aire de abatimiento; era el momento en que su mano herida (cuyo vendaje aparatoso y desmesurado, glorificación de un sentido heroico de la vida, alguien le cambiaba diariamente) colgaba inerte y rendida como en amoroso holocausto junto a la almohada de Maruja, y tan cerca de la faz macilenta de la enferma que se hacía, por decirlo así, solidaria con ésta. La piel morena del brazo contrastaba con el blanco espumoso de la gasa, cuyas vueltas y más vueltas le llegaban casi hasta el codo. Por lo demás, el rostro oscuro y hermético, la actitud estática del murciano mientras permanecía de pie mirando a Maruja (eran cuatro o cinco minutos) no reflejaba nada excepto la nobleza propia de los rasgos. Luego el muchacho se apartaba lentamente del lecho y, con los pulgares engarfiados en los bolsillos traseros del pantalón, se interesaba por el estado de la enferma; hablaba poco, con una voz extrañamente baja, dirigía todas las preguntas a la enfermera y apenas miraba a Teresa. Finalmente saludaba y se iba. Durante varios días, su comportamiento no varió. Teresa Serrat seguía preguntándose hasta qué punto el chico todavía la consideraba responsable de lo ocurrido.

Una tarde, Manolo llegó antes que Teresa. Entró sin mirar a nadie, murmurando un ronco “buenas” (había gente en el saloncito, distinguió vagamente la silueta elegante de una señora que se calló al verle entrar) y se plantó ante el lecho de Maruja. Al cabo de un rato notó pasos tras él y oyó la voz de la enfermera, que informaba a alguien sobre los vómitos que tenía Maruja, generalmente por la mañana, al cambiarla de posición. Luego la oyó decir: “es su novio”, en voz baja. Entonces notó a su lado una suave y perfumada presencia, el tintineo de unos brazaletes. Se hizo un largo silencio, pero él no se movió ni dijo nada, siguió mirando el rostro de Maruja (oscuramente pensó que cada día se parecía más a una máscara) al tiempo que notaba en el lado izquierdo de la cara la agradable presión de unos femeninos ojos interesados en su perfil; probablemente eran los de la desconocida. La madre de

Teresa, pensó. Cuando volvió la cabeza, la señora había desaparecido y la enfermera estaba sentada junto a la ventana. En este momento entró Teresa.

– Hola -saludó-. Mamá acaba de preguntarme por ti. -Ya la he informado -dijo la enfermera.

Manolo se volvió para mirarla con una curiosa desconfianza, como si quisiera poner de manifiesto su asombro ante el hecho de que las enfermeras hablen. Luego se dirigió hacia la puerta. Teresa le acompañó hasta el pasillo y le preguntó si seguía enfadado con ella.

– ¿Yo? ¿Por qué? -respondió él apoyando la mano vendada en la puerta, junto a los rubios cabellos de la muchacha, que captó de nuevo aquel aroma de almendras amargas.

– No sé… Lo parece -dijo Teresa-. Quiero que sepas que nadie tiene la culpa de lo que le ha pasado a Maruja, y menos yo… Y acerca de eso quisiera hablar contigo, porque tú también tienes cosas que explicar. Puedo llevarte a casa, si quieres.

El muchacho parecía contrariado.

– Gracias. El caso es que… no voy a casa. Otro día. -Y después de reflexionar unos segundos, fríamente-: Hoy tengo algo importante que hacer.

Una semana después de haber dado la sorpresa del bautizo de sangre, el afligido novio dio otra al presentarse inesperadamente con un magnífico traje gris perla, nuevo, de corte perfecto, y el brazo en cabestrillo. Respetuoso, impecablemente vestido, mientras permaneció ante Maruja concentrado en aquella actitud casi religiosa (sus visitas empezaban realmente a tener algo de las visitas al sagrario), Teresa no pudo apartar los ojos de él. Qué sugestión la nueva línea de sus hombros, qué misterio su espalda recta, autoritaria, insospechadamente elegante. Y el brazo en cabestrillo: ¿se le había infectado la herida? El pañuelo de seda color chocolate que sostenía su mano vendada fue inmediatamente reconocido por Teresa: era un pañuelo que ella había regalado a Maruja hacía tiempo. Al verle por primera vez tan bien vestido, Teresa se inquietó sin saber por qué; había una nueva y extraña relación entre la admirable cualidad hierática de este cuerpo y el excelente traje que lo cubría, como si entre los dos elementos -que hasta hoy se habían desconocido entre sí- acabara de realizarse un pacto que en algún sentido resultaba alarmante e implicaba peligro. La aventura era inminente.

– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó ella señalando el brazo en cabestrillo-. Dina ha salido un momento…

– ¿Quién es Dina?

– La enfermera. No tardará en volver. ¿Por qué no le enseñas la mano?

– No es nada -dijo él-. Es que así voy más descansado.

Se quedó un rato sentado junto a Teresa, hojeando distraídamente algunas revistas. Sin embargo, pese a que hoy esperaba y deseaba que Teresa Serrat se ofreciera a llevarle a casa en coche, ni siquiera fue acompañado a la puerta. Debe tener algún compromiso, pensó.

Fue al día siguiente. Salieron juntos de la clínica, y como era temprano y él no tenía nada que hacer (“estoy de vacaciones”, dijo) le propuso a la muchacha hacer un alto en el camino para tomar un refresco. No pareció que ella tuviera mucho interés, pero tampoco dijo que no. Era partidaria de algún bar en el Monte Carmelo, lo cual extrañó a Manolo.

– Allí no tenemos nada que valga la pena -dijo él-. Pero conozco un sitio que está cerca, nos pilla de paso.

Había recordado el Tibet, al pie del Carmelo. Rincón sofisticado (falsa cabaña, troncos barnizados, techo de paja, luz embotellada) en la terraza de una vieja torre de los años treinta convertida en residencia y restaurant. Un altavoz emitía una música suave. El sitio era tranquilo, solitario, y a Teresa le encantó. Ocuparon una mesa junto a la veranda que daba sobre la carretera, más allá de la cual se veían huertas y algarrobos, con una balsa de agua que centelleaba al sol como un espejo y una antigua masía que hacía años había sido apresada por la ciudad. Al atardecer verían el cielo encendiéndose sobre el Parque Güell, tras el cerro llamado Tres Cruces. Teresa estuvo largo rato admirando el paisaje, de codos en la veranda, junto a Manolo.

– Me gusta tu barrio.

– ¿Ves aquellas pistas de tenis, allá abajo, entre los árboles? -Manolo señalaba con el brazo-. Es el Club de Tenis La Salud. De niño trabajé en las pistas, recogía pelotas, como Santana… A que nunca habías estado aquí.

– No creas -dijo ella mirando la colina del Carmelo-, en cierto modo todo eso me es familiar. No siempre he vivido en San Gervasio. Cuando niña vivíamos en la plaza de Joanich, en Gracia. Era después de la guerra, recuerdo que yo me escapaba a jugar a la calle, había unos chicos malísimos, pero a mí no me daban miedo. -Se echó a reír-. Mamá estaba aterrada por mi atrevimiento, y hoy todavía lo está, opina que no he cambiado nada. Allí fue donde un día, en la escalera de casa, un chico del Carmelo me tiró de las trenzas. Me hizo su prisionera y me tuvo detrás de la puerta un buen rato, hasta que pronuncié una contraseña, la palabra secreta. -Miró al muchacho con una sonrisa divertida-. Quién sabe, a lo mejor aquel chico eras tú.

– No -rió él-. Yo no vivía entonces en Barcelona. -¿De dónde eres, Manolo?

– De Málaga… Oye ¿tus padres son catalanes?

– Mi padre sí. Mamá es medio mallorquina, pero se crió aquí.

– ¿Nos sentamos? Anda, ven. ¿Qué bebes?

– No sé, un cuba-libre. Háblame de Maruja, de vosotros… Tú trabajas en una fábrica, ¿no?

Se sentaron frente por frente. Manolo puso una expresión de sorpresa:

– ¿Yo en una fábrica? ¡Ni que me maten! ¿Quién te ha dicho esa burrada?

Aunque sonreía, la cosa no parecía hacerle mucha gracia. Teresa se desconcertó.

– Maruja.

– Nunca entenderé a esa chica. Trabajo en los negocios de mi hermano. Compra-venta de coches. Se acabaron los malos tiempos.

Mentía, evidentemente, y Teresa Serrat creía saber por qué: “¿exceso de precauciones? -pensó-. Qué ridículo. No le he dado motivo para desconfiar de mí, al contrario”. Pero ya había decidido no meterse en esto y respetar la secreta condición del novio de Maruja. Lo que se proponía era otra cosa.

– ¿Recuerdas -empezó echándose hacia atrás en la silla y poniéndose las gafas de sol- que el primer día que fuimos juntos a la clínica, al salir, en el coche, te dije que quería hablarte de algo importante…? Pues lo he pensado mejor. Veo que no te gusta que me meta en tus cosas.

– Cierto -aventuró él, que ya husmeaba el peligro.

– Pero hay algo que debes saber, algo referente a lo que me dijiste cuando querías estrangularme, en la habitación… -Se echó a reír y él la imitó-. Me reprochabas mis relaciones con un chico que trabaja en la fábrica del padre de Luis Trías, en el Pueblo Seco. ¿Cómo supiste eso?

– Ah, misterio -dijo él sonriendo.

– Bueno, tampoco me extraña, con los contactos que debes tener… Pero es que no sabes toda la verdad, de lo contrario no me habrías hablado de aquel modo. Y hay que aclarar esto, no me gustan los malentendidos. Todo lo que te hayan contado de mí y de aquel chico, de nuestros encuentros, me tiene completamente sin cuidado, en el fondo. Pero anda por ahí mucho carca disfrazado de progresista, Manolo, te lo advierto.

– Yo salgo con quién me gusta y no tengo por qué dar cuentas a nadie.

– Yo no te he preguntado nada, Teresa. Está rico el cuba-libre.

– Por otra parte -añadió la joven universitaria bajando la cabeza- he decidido que esto se acabó. No quiero volver a saber nada con los cretinos de la Facultad… ni con nadie. Hay cosas más importantes que hacer-. Al decir eso le miró muy seria, solidaria, acercando el vaso a sus labios-. ¿No crees?

– Bueno, depende.

– Últimamente he tenido una experiencia de esas que no se olvidan en la vida. -Tras las gafas de sol, los ojos de Teresa apenas eran visibles. Sus labios adquirieron de pronto una expresión ultrajada. “Si te contara”, murmuró. “Cuenta, cuenta”, dijo él. “Prefiero no hablar de ello”.

Bebió muy lentamente del vaso, mientras Manolo la observaba en silencio. Luego ella sacó un paquete de Chester y fumaron. Teresa añadió que sólo de pensar en aquello sentía asco, y que pasarían años antes de que nadie volviera a ponerle las manos encima. “Pero se trata de una decisión personal mía que no altera el valor de las cosas -dijo en tono resuelto-. A lo que iba: aquel chico que tanto parece interesarte, el de las citas en el portal de las oficinas, me lo presentó Luis Trías. Se llama Rafa, es muy simpático…” A partir de este momento, Manolo concentró toda su atención y se esforzó por penetrar de algún modo la extraña relación de afectos y desafectos que trenzaban las palabras de la universitaria. El relato era por demás complicado: ella, según decía, se había decidido a contarle todo eso no porque tuviese mala conciencia, sino para que no creyera, como otros habían creído, que hizo amistad con Rafa sólo para darse el pico con él. Añadió que este chico era el encargado o cosa así de la Sección Cultural de la empresa, y que se ocupaba de la biblioteca y dirigía un grupo teatral. El pobre no tenía mucha preparación, pero sí una gran voluntad, y en ciertos aspectos valía más que algunos estudiantes de buena familia que ella conocía. “Una amiga mía y yo -siguió diciendo Teresa- le aconsejamos que intentara representar alguna cosilla de Brecht. “¿Conoces a Brecht?”. “Sigue, sigue”, dijo él. Teresa aseguraba que el chico se interesó muchísimo por la idea, aunque no era fácil ponerla en práctica. Ella le prestó libros, revistas, y se veían a menudo y hablaban de estas cosas. Un día se le ocurrió que podían organizar círculos de estudios, después de los ensayos. Por ejemplo, si no se podía representar a Brecht, por lo menos sí leerlo (“no sé si sabes lo que pasa con Brecht aquí…”, empezó. “Sigue, sigue”, insistía Manolo). Desgraciadamente, añadió la muchacha, todo acabó en nada, en parte por culpa de Luis Trías, que se desinteresó en seguida… “Pero ésta es otra historia. Mi idea era buena, aunque quizá prematura. Se me criticó, si supieras, pero yo sigo pensando que representar a Brecht en la Universidad no tiene la menor importancia, y en cambio en un centro obrero, fíjate…”

– Sí, pero ¿qué pasó con el Rafa? -preguntó Manolo.

– Nada. Nos vimos durante un par de semanas, ya te he dicho que era muy simpático y agradable. Pero las malas lenguas se soltaron; y a eso quería llegar: que en toda esta historia, lo único importante fue lo que se intentó, aunque no saliera bien, y que lo demás, lo que hubo entre yo y aquel chico, pues nada, es que no lo comprendo, vamos ¡ni que hubiésemos puesto en peligro el futuro de la revolución! -exclamó indignada-. Es absurdo tanto dogmatismo ¿no te parece?

Manolo reflexionaba. Aplastó el cigarrillo en el cenicero.

– Lo que yo digo es que no hay que mezclar la obligación con la devoción. Hay un momento para todas las cosas, ¿estamos? Porque vamos a ver, ¿tú qué querías del Rafa, prestarle libros o besarle?

Teresa quedó un rato en suspenso, luego se echó a reír.

– ¡Qué tontería! ¿Interesa tanto lo que yo haga o deje de hacer? Porque ¡hay que ver, chico, incluso tú has tenido que enterarte! -Cerró los ojos un momento, pero sus labios seguían sonriendo-. A lo mejor hasta existe un detallado informe acerca de mí y de mis amantes. ¡Sería divertido! Y perdona que insista, pero es que me tienes intrigadísima: ¿cómo lo has sabido?

Él sonrió ligeramente: “Adelante, chaval”, se dijo, y tendió la mano por encima de la mesa, despacio, le quitó las gafas de sol, clavó sus ojos en los de ella y dijo:

– Todo se sabe en esta vida. Yo estaba más cerca de ti de lo que te imaginas. Así estás mejor.

– Que estoy hablando en serio, Manolo.

– Yo también. Pero ya pasó, dejémoslo.

– Pues el otro día, en la clínica, te portaste conmigo como un verdadero comisario político. Todavía tengo la señal en el brazo, mira. Y fue por eso, reconócelo. A que sí.

A falta de algo mejor, el murciano optó por sonreír. Teresa le miró fijamente, adelantando el rostro, y añadió:

– ¿Por qué siempre te haces el longuis? No temas, hombre, no te preguntaré nada que pueda comprometerte. Hablemos de otra cosa, si quieres. De tu familia, de tus amigos…

De nuevo recostada en la silla, alzó los brazos y se desperezó, riendo, voluptuosa. ¡Esta es la Teresa alegre y graciosa, la auténtica, la que resulta tan fácil de amar!, piensa él, y procura complacerla hablando de su barrio: adivina oscuramente, en la atención maravillada que le dispensa ahora la muchacha, no sólo una nostalgia del suburbio, sino también cierto conflicto cultural cuya naturaleza aún le es extraña. Ve en sus profundos ojos azules, soñadores y confiados, anidar esa misma luz pura y suspendida de la tarde. ¿Qué extrañas suspicacias y esperanzas, qué sentimientos y emociones flotan dentro de este cálido, envolvente fluido azul de su mirada? A ratos le escucha como una colegiala aplicada y estudiosa, de codos en la mesa y con. el mentón en las manos, otros con esa languidez rosada de la dispersión emotiva, de la evocación fugaz que ya ha pasado, siempre con su expresión serena, pura, mirándole fijamente; su actitud meditativa, ligeramente embelesada, contrasta con la simplicidad del tema y algunas incoherencias (involuntarias, por supuesto) de parte del murciano: Teresa busca no exactamente el sentido de las palabras, sino lo que flota debajo o en torno a ellas, una corriente de fondo o un tejido sutil de ideas y emociones que ella misma, sin saberlo, va trenzando con sus preguntas; busca un acorde que irá creciendo, espesándose en el aire, en medio de los dos, en el pequeño espacio (cada vez más pequeño) que les separa por encima de la mesa, y que acabará envolviendo sus cabezas como una nubecilla invisible. Hace muchas preguntas, pero son puramente sensitivas, buscan no la verdad, sino más bien un clima ideal para la verdad; no obedecen a un deseo de saber, sino a un cordial deseo de confirmación: porque Teresa Serrat ya sabe, ya tiene su idea y su dulce veredicto sobre la vida de un joven como éste en un suburbio. Así, ciertas opiniones expresadas entusiásticamente por ella (“la vida de un pecé, de todos modos, ha de ser estupenda e incluso divertida en tu barrio, las noches del verano, con los compañeros, las discusiones en el café…”) merecían, por confusas, una inmediata y rotunda negativa del murciano (“¡qué peces de colores ni qué noches de verano, si allí sólo hay aburrimiento y miseria!”), pero esta negativa no hacía sino resbalar sobre su sonrisa feliz, no la inducía a ningún cambio de criterio, a la más leve alteración en su escala de valores; su límpida y risueña mirada seguía afirmando: “Sí, qué maravilla tu barrio”.

Esa venda en los ojos favorecía no poco al joven del Sur en los momentos que, pese a su gentil esfuerzo por satisfacer aquella nostalgia de arrabal que irradiaban las preguntas soñadoras de la muchacha, al evocar la verdadera y sórdida faz de su barrio y de su casa aparecía de pronto su ancestral mala sangre y su voz, cansada de fingir, amenazaba con disolver aquella nubecilla preñada de roces emotivos que les envolvía a los dos. Todo lo cual, sin embargo, no impidió que lo pasaran muy bien: sus rodillas se rozaban de vez en cuando por debajo de la mesa, y este simple roce hacía que el mundo resultara de pronto infinitamente más real y coherente que lo que las palabras pretendían expresar. Gustosamente, poco a poco, se dejaron ganar por el silencio. Habían transcurrido más de dos horas sin que se dieran cuenta. Ahora Teresa bebía ginebra con hielo. El murciano había ya recuperado aquella temeraria confianza en sí mismo, nada hacía sospechar una vuelta al tema de la conspiración, terreno siempre resbaladizo, cuando, de pronto, un incidente fortuito, la suerte negra que le perseguía (esta vez en forma de taza de café ardiendo y en equilibrio sobre la trémula mano de un camarero) vino inesperadamente a plantear de nuevo la cuestión de aquella extraña personalidad que Teresa Serrat parecía empeñada en colgarle, revelándose con ello, por fin, la naturaleza política del conflicto cultural de la universitaria. Ocurrió que el camarero (un viejo lleno de achaques y puñetas que hablaba solo, cascarrabias, pero encantador, en opinión de Teresa) al pasar junto a Manolo tropezó y volcó la taza de café sobre su traje nuevo. El líquido, ardiendo, mordió su cuello y el chico botó en la silla.

– ¡Animal! ¿Es que no guipas?

– Ay, ay, que me caigo… -dijo el viejo.

En efecto, llevaba aún el impulso del tropezón, y si Manolo no lo agarra por el cuello de la chaqueta se da de narices contra el canto de la mesa.

– ¡Joder, abuelo, qué bromas gastas! -exclamó el murciano-. ¡Mira cómo me has puesto el traje, me cago en tus muertos!

Desfiló toda la parentela del viejo. Ya estaba lanzado y no pudo parar la lengua, se olvidó incluso de Teresa, y sólo cuando acabó la larga letanía de insultos (mientras el pobre hombre se retiraba refunfuñando, frotándose la rodilla, después de haber rociado la americana del chico con sifón) y miró a Teresa, descubrió su expresión-de reproche.

– Qué -dijo él, frotándose la solapa con el pañuelo-. ¿No. tengo razón? Si le tiemblan las manos, pues que le jubilen. Digo. Fíjate cómo me ha puesto, el gracioso. Y conste -mintió con descaro- que no lo digo por el traje, sino por la cosa en sí…

Ella tenía los ojos bajos, el vaso en la mano, agitando su contenido, mirándolo como si su aspecto la decepcionara profundamente.

– En fin -añadió el murciano, aunque sospechaba que ya era demasiado tarde-. Ya está olvidado.

– Este hombre trabaja -dijo la estudiante progresista. -Bueno -contestó el ladrón de motocicletas-. Todos trabajamos.

– Precisamente, Manolo. En otro no me habría extrañado, pero en ti sí.

– ¿Por qué?

– Es un número de señorito.

Un poco mosca, Manolo seguía frotándose la solapa con el pañuelo. No miraba a Teresa.

– Puede que yo sea un señorito. Sobre todo cuando se me trata mal, cuando me queman… Puede que ya esté muy harto.

– Supongo que no hablarás en serio. -La voz de Teresa se hizo doctoral-. No irás a decirme que nunca te has formulado ciertos principios, no serás tan cínico, supongo. Culpa del viejo, de acuerdo, pero hay muchas maneras de hacer las cosas y…

Él la miró acercando el rostro por encima de la mesa, con el ceño fruncido (dos arrugas suaves, imprecisas, apenas dibujadas, aparecieron de pronto en lo alto de su frente morena y le prestaron un mórbido vigor mental, una potestad que tal vez no tenía: ventajas de la belleza). Teresa pudo calibrar también, debido a la proximidad del rostro, la perfección amarga de la boca, la extraña dureza de las comisuras. Manolo la interrumpió para decir:

– Un momento, un momento. Vamos a ver. Yo sólo conozco una manera de hacer las cosas: hacerlas bien. Y este señor me ha manchado y me ha quemado, y las mujeres a veces, perdona, pero las mujeres sois unas bledas. Ya sé que es un pobre viejo, pero ¿es que no puede uno quejarse?

– En cierto modo, no -y brotó al fin de aquellos labios de fresa, anhelante espuma rosada donde siempre, siempre se ahogaría la conspiración, una fórmula que al Pijoaparte había de resultarle reveladora-: Cuando se tiene conciencia de clase, no, Manolo.

El joven del Carmelo notó un frío por dentro (“¿tan mal vestido iba hasta hoy?”, fue lo primero que pensó, y en seguida: “¡De modo que se trata de eso! ¿Adónde iremos a parar, Manolito? Pero calla y sigue haciéndote el longuis”). Teresa estaba hablando:

– …y es por ahí por donde habría que empezar, por el trato, estas son las cosas que de verdad importan, y no el que una se deje besar en un portal. Pero todo está por hacer en este país, todo está patas arriba, incluso en la oposición, como dice María Eulalia…

– ¿Quién?

– Una amiga de la Facultad.

Manolo, que se aburría con el tema favorito de la universitaria, decidió que había llegado el momento de empezar a hacer uso de aquellos extraños poderes que le otorgaban:

No hablemos más de eso, ¿quieres? Es peligroso. -Fue la música, cargada de vagas promesas, lo que le hizo aventurar una mano hacia la de ella. Teresa deslizaba el dedo a lo largo de los pliegues del mantel, pensativa, y no dijo nada-. Y mira, si hemos de ser amigos, Teresa, me vas a hacer un favor: dejemos este asunto, por ahora. Más adelante, si puedo, te contaré algunas cosas de mí que te sorprenderán… De momento no me preguntes nada, no me recuerdes nada, ¿entendido? No puedo ser más claro, chica.

Ella le miró un segundo y volvió a bajar los ojos. “Comprendo”, murmuró. Estaba hermosa en la sumisión (“la obediencia las favorece a todas -pensó él-, pero sobre todo a las niñas bien”) cuando añadió: “Tienes razón. No me hagas caso”.

Manolo sonrió afectuoso, le apretó la mano.

– Tómalo con calma. Eres muy impulsiva, Teresa.

– Estoy nerviosa, estos días no sé qué me pasa. Han ocurrido tantas cosas a la vez, no hago más que pensar y pensar y pensar…

– Estudias demasiado.

– No estudio nada.

– ¿Cuántos años tienes?

– Voy por los diecinueve. Y ahora no me preguntes si tengo novio porque no lo soporto. -Sonriendo, añadió-: Creo que pediré otra ginebra, a ver si me animo. Por cierto, qué elegante vas hoy. ¿Por qué? Estás bien, pero los blue-jeans y las camisas deportivas te sientan mejor.

– Hay que variar ¿no? Pero si tú lo dices… Una vez, en Marbella, cogí la mano de una alemana sin querer, en la playa, dentro del agua…

– ¿Has estado en la Costa del Sol? -interrumpió Teresa.

– Una temporada. La alemana…

– ¿Trabajando? ¿En qué?

– A ratos. Aquella alemana me robó una camisa rosa.

– ¿Te robó una camisa rosa?

– Sí, te lo juro -dijo él riendo-. En la playa. Una camisa descolorida. Dijo que le gustaba. Luego me dio veinte duros por ella. No valía nada.

– ¿La alemana o la camisa?

– La camisa, claro.

Se rieron. Teresa se echó para atrás en la silla, miró al muchacho durante un rato y luego dijo, descarada, con voz irónica:

– Presiento que el día menos pensado haré una barbaridad. Conozco a más de una chica de la Facultad que ya la habría hecho… ¿Nunca te han dicho que las universitarias somos muy putas? -una extraña alegría corría ahora por sus venas, y pensó oscuramente que no dejaba de ser gracioso lo que le pasaba, pues apenas había bebido; pero sin duda una cosa era beber con Luis Trías y otra con un obrero como éste, empezaba a darse cuenta-. ¿Eh? ¿Nunca te lo han dicho? Pues ahora ya lo sabes… -Se echó a reír, cambió de tono-. Bueno, no te ruborices. Hablo en broma.

Qué poco me conoces, pensó él. El culo se me ruboriza a mí. Pero lo que dijo fue:

– ¿Es que quieres impresionarme, niña, te las das de intelectual? -Extraña confusión la suya: había dado en el clavo. Teresa forzó una sonrisa, y él añadió-: Yo no sé si sois muy… eso, se me hace que como todas, cuando os interesa; lo que yo sé decir es que sois muy listas. Mira en cambio la tonta de Maruja, le faltó tiempo para contártelo todo. Tonta y sin un chavo.

– Por favor, no digas eso de Maruja. Somos muy amigas. Pero no creas, no se atrevía a hablarme de lo vuestro, casi tuve que averiguarlo por mí misma. Yo sabía que os acostabais juntos, en su cuarto… ¿Os dije nunca nada? Otra en mi lugar hubiese puesto el grito en el cielo, reconócelo… Pero tengo las ideas claras y procuro ser consecuente con ellas. -Suspiró, se miró el escote del vestido. Dejó que los cabellos resbalaran sobre su cara y luego los apartó violentamente, sacudiendo la cabeza-. No me negarás que lo del año pasado, en octubre, fue sonado.

– Sí, no estuvo mal -concedió él, orientándose a duras penas. Nuevamente quería desviar la conversación-. Qué rico el cuba-libre. ¿Quieres otro?

– Dime la verdad, Manolo: ¿la querías?

– ¿A Maruja? Todavía vive ¿no?… Pues sí, nos hemos querido, pero a nuestro modo. Siempre hemos deseado ser libres, ¿comprendes?

– Ella está muy enamorada de ti. Lo sabes ¿no?

– Tampoco hay que exagerar. Es que ella es muy buena, la pobre. Pero lo nuestro sólo era asunto de cama. Bueno, a ti ya no hay que explicarte ciertas cosas, ya eres una mujer.

– No le tengas miedo a las palabras, hombre.

– Mira, yo soy muy franco. Me gusta cumplir cuando hay que cumplir, pero ahora no vayas a creer que sólo busco eso en las mujeres… No, al contrario. He conocido a muchas golfas, Teresa, y nunca me ha gustado perder el tiempo con ellas. -Y en su voz había un tono de urgencia cuando, sin saberlo él, remedó a Fray Luis-: Pero una chica inteligente, que no le tenga miedo a la vida, distinguida y culta, es un tesoro, y si uno se enamora de ella, ya es rico para toda la vida. Esto es una verdad como una casa.

Se miraba en los ojos de Teresa. Anochecía. Tras ella, más allá de la veranda, al fondo, las luces de la ciudad parpadeaban. Teresa bajó los ojos, pensativa, y recuperó sus gafas oscuras:

– Tienes que prestarme algún libro, Teresa -dijo él.

– Pues claro, cuando quieras. -No parecía muy interesada. Miró su reloj-. Es tarde. ¿Nos vamos? Como estás cerca de tu casa, te dejo aquí. ¿Te importa?

– Si no hay más remedio…

Al despedirse junto al coche, algo desconcertados (un lánguido apretón de manos, un expresivo silencio) los dos tenían ese aire desfallecido y blando, como después de una ducha caliente o de una fiesta juvenil, que nace de cierta sensación de no haber acertado con el peinado ni con el tema de conversación. “Qué aburrida es la vida ¿no? -dijo ella al sentarse al volante-. Echo de menos la playa, con este calor…” Cuando el coche arrancaba y Teresa volvió la cabeza para mirarle, Manolo agitó fervorosamente la mano vendada.

El misterio del vendaje heroico

Nunca se había marchado.

Pero tenía la piel quemada y fuerte y una vaga pretensión marina;

haber estado en Cuba, por ejemplo, y volver rico.

Miguel Barceló


El misterio del vendaje heroico se llamaba Hortensia, más conocida en el barrio como la Jeringa, y también el olor a almendras amargas (unos caramelos medicinales procedentes de la farmacia donde trabajaba) que escapaba de los bolsillos de su bata blanca.

– ¿Te gusta así, Manolo?

– Dale más vueltas, dale. Se podría infectar…

Cada tarde, después de almorzar, Manolo iba a su casa para que ella le cambiara el vendaje. La Jeringa era la sobrina del Cardenal; muchachita seria, de quince años, pálida, silenciosa, reservada, de ojos garzos y cabellos de un rubio sucio, sin luz. Hablaba poco y a trompicones, observaba las cosas con recelo, como si fuera corta de vista, y siempre iba sola. Según el Cardenal, había heredado la naturaleza torpe y aturdida de su madre. Pero estos ojos de ceniza y este pelo que hoy mostraba una extraña sequedad serena e inanimada, como de cardo, habían sido luminosos y por lo visto era verdad, como decía su tío, que quien tuvo retuvo, porque últimamente Manolo no hacía más que mirar aquel rostro sin saber qué le atraía en él, hasta que un día, mientras ella le vendaba la mano, descubrió de pronto lo mucho que se parecía (y de qué extraña, inquietante manera) a Teresa Serrat. Y lo curioso para él era que, conociendo a Hortensia desde mucho antes, no hubiese hecho esta observación a la inversa: es decir, que lo lógico habría sido que Teresa le recordara a la sobrina del Cardenal. ¿Por qué no había sido así?

Cuando el murciano empezó a frecuentar la casa del Cardenal, Hortensia tenía nueve años. Jugaba con ella en el jardín, la llevaba a pasear al Parque Güell y la dejaba montar en las bicicletas de alquiler. Esta ocupación, a la que él se entregó en cuerpo y alma -no dudando en convertirse en niñera, como más tarde no dudaría en robar un tocadiscos y la primera motocicleta con tal de ganarse el afecto y la confianza del Cardenal- complació grandemente a la chiquilla excepto en los momentos en que él, por un exceso de celo en su afán de seducir al viejo (cuya vulnerable pupila de cordera solitaria ya se había turbado varias veces ante el paso elástico del cachorro) la utilizaba para jugar extrañamente en presencia de su tío. Hortensia acababa llorando. ¿Adivinaba ya entonces sus ansias de vuelo, leía en su rostro las futuras traiciones? Por ejemplo: en verano solían bañarse en el lavadero, hoy seco y lleno de piedras y trapos calcinados, que había al fondo del jardín; a la niña le encantaba que Manolo vaciara cubos de agua en su cabeza, chapoteaban y jugaban a pelearse, y su amiguito resultaba muy gracioso cuando se dejaba “ahogar”. Pero pronto su tío adquirió la costumbre de presenciar aquellos inocentes juegos de espuma y bronce: desde el cenador destartalado, sentado en el frágil sillón de mimbres color naranja, con su batín raído y las dos manos apoyadas en el puño marfileño del bastón, el Cardenal les observaba en silencio con sus nostálgicos ojos de bailarín retirado, a través de una bruma luminosa, decoroso y correcto, considerando inefables signos -la gracia repentinamente felina de un miembro, el elástico destello bajo una axila, la vida efímera de un músculo dorsal- con la alta dignidad de un maestro de ballet que indagara futuras glorias en el juvenil ramillete de sus alumnas. Y Manolo, habitualmente tierno con la niña, empezó a manejarla desconsideradamente, igual que ella manejaba una muñeca vieja delante de su tío cuando quería obtener otra nueva. Se veía empujada, arrinconada. “¡Mira, Cardenal, mira!”, le oía ella gritar, y le veía lanzarse al agua desde la tapia, por encima de su cabeza -su cuerpo ágil y bruñido parecía inmovilizarse en el- aire durante unos segundos, reluciendo al sol como la figura de una medalla- y luego volvía a surgir impetuosamente para montar encima de ella y abrazarla con fuerza, hasta hacerle daño, buscándole las cosquillas, turbándola con mordiscos, retorciéndose, jadeando juntos, componiendo mil figuras y actitudes, aviesamente pero por supuesto sin lascivia. En medio de su entusiasmo improvisador -haciendo, tragar agua a la niña, sin querer, haciéndola llorar- él recreaba inocentemente, como podría hacerlo una muchachita que coquetea de una manera un tanto descarada, todo un mundo lejano y perdido para siempre en honor de alguien que agonizaba allí mismo, a unos metros, bajo las largas pestañas que simulaban desdeñar un sueño adolescente por tardío (el anhelante fluir del río de la Plata, las brillantes lenguas de sol en la piel joven, los gritos alegres y lejanos de otro verano perdido en el tiempo), ahora escuchando ya solamente el latido agónico de su viejo corazón abandonado, el Cardenal, gran señor, que había de darle al murciano la llave de la ciudad y del porvenir.

– Extiende la mano. Así. ¿Duele?

– No, no…

Fue seguramente por aquel entonces cuando empezó a ponérsele esta escarcha rencorosa en los ojos y esta tristeza en el pelo. Vivía con su tío desde que nació, en esta vieja torre algo despegada del barrio, hundida en un recodo de la colina, y nadie parecía saber gran cosa de los dos. ¿Era realmente la hija de una hermana del Cardenal que murió de parto en la primavera de 1943, en un hospital, al nacer ella? ¿O era cierto, como pretendían otros, que su madre había huido con un joven gallego íntimo amigo del Cardenal, abandonando la niña al cuidado de éste? En el barrio, donde el humor flotaba de cintura para abajo, como el gas (“¡Qué bajada de pantalones!”, fue la expresión favorita durante mucho tiempo) se hicieron toda clase de conjeturas, algunas de las cuales llegaron a oídos de Manolo considerablemente evolucionadas. “Piensa mal y acertarás”, le habían dicho en el bar Delicias, que en muchos aspectos era ciertamente un bar de cabreros. Manolo tenía entonces quince años, le gustaba hacerse el inocente delante del Cardenal. En cierta ocasión le dijo: “¿Es verdad que has vivido en Buenos Aires?”. “Sí”, sonrió el viejo. “¿Y que fuiste el pianista de Carlos Gardel?” La digna cabeza del Cardenal osciló ligeramente, como por efecto de un estremecimiento dorsal. “Tal vez, tal vez” (no hay que decir que lo de Gardel era una aportación personal del chico a la leyenda, que pretendía que el gallego fue anticuario y pianista en la Argentina). “¿Y que has tenido mucho dinero y te lo has pasado en grande, Cardenal, también es verdad?” “Tampoco es mentira, hijo”, contestó el viejo zorro de voz purpurada. Antes, a Manolo le gustaba mucho oírle hablar: la seda roja y negra de ciertos lazos amistosos tiempo ha rotos, una ternura indefinible por los amigos perdidos a medias en la memoria del tiempo, a medias conocidos, a medias comprendidos, una añoranza, una vaga cuita no sólo por todo lo que hemos hecho en este mundo, sino más bien por todo aquello que no hemos hecho y que tal vez no lograremos hacer jamás, aleteaba siempre en sus palabras igual que un pajarillo enjaulado. A ratos era algo casi solemne en el tono, como en el porte, que sabía ser altivo y humilde a la vez. Quizá por eso le llamaban el Cardenal.

Pero eso era antes. En el Carmelo el viejo pasó muchos apuros, vinieron tiempos malos, que de noche eran más o menos soportables, pero no de día: a veces, de madrugada, se le veía por las calles del barrio camino de su casa, casi irreconocible de vencido, triste y deslucido que iba, apoyado en su bastón; también esto debió hacer que los ojos de Hortensia se quedaran turbios y sin color, velados por el pasmo que al principio le producían aquellas caras siempre distintas pero tan parecidas: llegaban con algún objeto para vender, alborotando, riendo, ella oía ruido de motos desde la cama, eran caras juveniles y anodinas, ángeles nocturnos y efímeros que irrumpían en su cuarto y le sonreían y que al día siguiente, mientras su tío aún dormía, se marchaban con un frío extrañamente animal y repentino en el cuerpo, después de tomarse con prisas un café recalentado en la cocina. ¿Fue entonces cuando se estropearon sus ojos y su pelo? Con toscos jerseys y botas destrozadas, a los doce años su cuerpo pegó un estirón extraño y decisivo. Iba a un colegio de monjas de la calle Escorial, que la tenían todo el día y le daban de comer por una peseta. Al atardecer, al llegar a casa, se encontraba con nuevos objetos robados y con entrevistas cada vez más secretas. Su tío la mandaba al jardín. Allí se encogía de hombros, paseaba por los borrados senderos de rojos ladrillos, entre aborrecidas florecillas silvestres, cuyos nombres ignoraba, y sonreía, conversaba (¿de qué, con quién?): toda la tristeza del jardín abandonado, del barrio entero, toda la tristeza de la colina inútilmente soleada, vanamente recortada sobre el jubiloso cielo azul, toda la pena suburbana de todos los días se humedecía entonces en la ceniza apagada de sus ojos. Un día vio a Manolo acercarse a la verja con un enorme tocadiscos en los brazos y no quiso dejarle entrar. “¿Ya no somos amigos, Hortensia?”, preguntó él. “Yo no tengo amigos.” Entonces él urdió rápidamente una historia: había comprado aquel tocadiscos para ella, para regalárselo, para bailar y divertirse juntos toda la vida. Era otra de sus perrerías: se servía de ella para sus fines, una vez más -y la luz que vio en sus ojos fue, quizá, pensándolo ahora, la última que él recordaba-: la niña le abrió la verja, le condujo ante su tío y entonces le oyó decir: “Es para ti, Cardenal. ¿Te gusta?” Ella estuvo un mes sin dirigirle la palabra. Tiempo después, algunas veces, en invierno, cuando él se pasaba tardes enteras en el bar Delicias jugando a las cartas cerca de la estufa con los viejos, la veía entrar y pedir un café con leche en el mostrador; bebía muy despacio, de pie, con sus ojos vacíos entornados y fijos en la mesa de juego, mirándole por encima de los bordes de la taza (él siempre temía que acabara estrellándola contra el suelo, en casa lo hacía a menudo) y finalmente se acercaba a él para decirle: “De prisa, mi tío quiere verte”, y al salir juntos a la calle añadía: “No es verdad”, y escapaba corriendo. Otras veces, cuando sí era verdad, se limitaba a seguirle a un metro de distancia, repitiendo una y otra vez: “Manolo, ¿cuándo me llevarás a pasear en moto?”. Correr con él, rodear fuertemente su cintura con los brazos, pegar la mejilla a su espalda y ver su corbata flotando ante sus ojos, los cabellos al viento… “Mañana”, decía él. Pero esta promesa tampoco la había cumplido.

– Si la gasa te aprieta demasiado, dilo.

– No, no. Está muy bien.

Él nunca pensó que fuese fea, pero tampoco tuvo conciencia de que podía haber sido bonita ni en qué estilo. Ahora que conocía a Teresa, lo sabía: Hortensia era algo así como un esbozo, un dibujo inacabado y mal hecho de Teresa. Bastaba mirarla entornando los párpados: lo que se veía entre ellos, envuelto en una luz lechosa, era como una fotografía desenfocada de la hermosa rubia, un delicioso rostro gatuno sin facciones y con la lánguida melena trigueña (sí, el aire de aquella Teresa enmarcada en la mesilla de noche de Maruja, junto a su automóvil), la silueta borrosa, casi fantasmal, de aquella otra personalidad luminosa y feliz que florece espontáneamente en los barrios residenciales y que aquí, en el Carmelo, por alguna razón no había tenido tiempo o medios de realizarse. Versión degradada de la bella universitaria, imitación híbrida, descolorida, frustrada o tal vez envilecida, estar hoy junto a ella era como estar junto a una planta aromática y medicinal. A Manolo no le gustaban sus caramelos, pero cierto viejo sentimiento de culpabilidad (enraizado en los juegos de espuma y bronce del lavadero), cierto sentido cordial de la compensación le obligaba a aceptárselos cada vez que ella le vendaba la mano, inclinada ante él, muy atenta en su trabajo su frente era deliciosamente combada, y algo, una cualidad artificial de muñeca, la misma extraña sequedad del pelo hacía que su melena pareciese postiza, era una melena suelta cuyo color podía haber sido dorado. Una pelusilla sedosa estrechaba su frente, y aunque en algunos momentos -según diera la luz en sus pupilas- sus ojos podían parecer azules, era siempre un azul impuro, anacarado y de vida efímera.

– ¿Quieres caramelos?

– Bueno.

Ya casi había terminado de vendarle la mano. Estaban sentados en el diván del comedor, junto al maletín escolar que ella utilizaba a modo de botiquín. La muchacha levantó un instante sus ojos y le miró: sus delicadas aletas nasales tenían, como las de Teresa, una extraña vida anhelante, y, como en ella, llamaba la atención la pueril solemnidad de sus pómulos altos. El sol inundaba la galería que daba al jardín, a su espalda. En el jardín había dos eucaliptos, un naranjo que daba un pequeño fruto amarillento y áspero, y un cerezo que florecía en febrero. A Manolo siempre le había gustado mucho la torre del Cardenal, era grande, de techos altos, silenciosa; algunas habitaciones oscuras y poco ventiladas, que apenas se usaban, algunos cajones abiertos al azar, guardaban todavía un confuso aroma a estuche forrado de terciopelo, aquel arcano olor a ricos que él recordaba del palacio de los Salvatierra en Ronda. Arriba había una habitación empapelada, la de Hortensia, y hubo un tiempo en que la casa estaba llena de espejos, viejos espejos salpicados y con una nube ciega, y pesadas cortinas, sordas alfombras, curiosos objetos de adorno y muebles de todas clases (que de un tiempo a esta parte iban desapareciendo) más bien pesados y viejos, y el Cardenal tenía radio en casi todas las habitaciones, además de máquina de afeitar, nevera y tocadiscos. Pero actualmente, a causa sin duda de haber vendido muchas cosas y tener otras dispuestas para lo mismo (había objetos empaquetados y maletas abiertas en algunos rincones) la casa producía una fría sensación de provisionalidad, tenía el aspecto de la mudanza que precede al vacío.

– Cógelo tú mismo -oyó que le decía Hortensia, siempre sin mirarle-. En el bolsillo de arriba.

Parece que el Cardenal había sido un experto en muebles. Manolo nunca supo dónde guardaba lo que no conseguía vender, pero sospechaba de un cuarto trasero, arriba, junto al de Hortensia, que siempre estaba cerrado. El bolsillo de arriba estaba a la izquierda del pecho de la muchacha, y con los dedos índice y corazón, mientras intentaba pillar el caramelo (él no quería, pero resultaba imposible evitarlo) siempre rozaba la pequeña y dura cereza del pecho. “¡Demonio de chavala!”, pensaba, intranquilo. El delicado y laborioso vendaje y los caramelos debían ser, tal vez, la expresión tímida y callada de algún secreto sentimiento: la sensación de que la Jeringa tramaba algo se hacia particularmente aguda cuando sentía su mirada de ceniza clavada en la garganta.

Sentado a la mesa, el Cardenal bebía coñac en una panzuda copa color violeta. Manolo observó que el plato que tenía delante (un enorme filete rodeado de patatas fritas de charcutería) apenas había sido tocado. “Ya no hace más que mamar”, pensó.

El Cardenal vestía un batín escarlata algo sobado, de solapas lila muy abiertas, por donde asomaba una tupida mata gris, y mientras saboreaba el coñac, sus ojos melancólicos no se apartaban de las dos juveniles cabezas inclinadas, rozándose, y en cuyos cabellos el sol de la tarde fulgía como un incendio.

Hortensia -dijo-, termina de una vez. Tengo que hablar con Manolo. -Vio que éste levantaba la mano vendada. Los dedos, traspasados por el sol, eran de ígneo carmesí-. ¿No me oyes, niña? Si no tiene nada, en la mano, este presumido. Le conozco. -Rio suavemente, como para sus adentros-. Y tú eres una tonta; sí, una tonta, y ya sabes por qué lo digo…

La muchacha chasqueó la lengua, contrariada, pero no apartó los ojos de su trabajo. Manolo observó su rostro: en los párpados de papel se transparentaba el más absoluto desprecio. Hortensia hizo un nudo con la gasa, cortó el sobrante con las tijeras y levantó la mano de Manolo a la altura de sus ojos.

– ¿Vale así, te gusta?

– Oh, muy bien, gracias. -Se levantó perezosamente, apretándose la muñeca como si le doliera. La Jeringa recogió sus cosas y se fue al otro extremo del comedor. Él se acercaba al Cardenal, rumiando el sablazo.

– Siéntate aquí, Manolo -invitó el viejo-. Aquí delante de mí, que yo te vea. Porque a ti te pasa algo. ¿Has comido hoy en tu casa? Tu cuñada me decía ayer que no te dejas ver para nada, apenas para comer y dormir. Eso no está bien.

– Es que ella no se entera. Me acuesto muy tarde y me levanto temprano.

– ¿Ah, sí? Creía que no trabajabas. ¿Y qué haces, adónde vas cada tarde, con quién sales…? Qué delgado estás.

Bajo la nariz aguileña, en los gruesos y bondadosos labios, la sonrisa del Cardenal aún resultaba cordial y confortante, según observó Manolo, pero ¡cómo había cambiado el resto de la cara en poco tiempo, qué extrañamente se le había hinchado y pulido! Sus mejillas baldeadas, abofeteadas por la soledad, tenían un triste temblor de carne cruda.

– Estuve en el taller -añadió el viejo-. Tu hermano tampoco te ye el pelo, está preocupado… Pero siéntate. ¿Quieres comer algo?

Manolo se sentó desganadamente y apoyó los codos en la mesa. “No, gracias”, dijo. Sobre el hule de la mesa, de un amarillo pálido, pendía una lámpara de flequillos rojos. El Cardenal, con los ojos bajos, parecía reflexionar. Manolo vio a la Jeringa poniendo una placa en el tocadiscos, en una mesita del rincón, y en seguida se oyó la música. “Quita eso -ordenó su tío-. Tienes toda la tarde para poner música”. La muchacha obedeció, remolona, y luego se encaminó hacia la cocina: inmediatamente se oyó el estrépito de un plato contra el suelo. El Cardenal ni siquiera parpadeó.

– Tomarás café -decidió de pronto, y alzando la cabeza-: ¡Hortensia, café para Manolo!

– ¡Vaaaaaaaaaa…! -se oyó en la cocina.

El Cardenal miró a Manolo:

– Vamos muy elegantes, últimamente. -Utilizaba mucho el plural hablando con Manolo: era una de las pocas frivolidades que se concedía con él, que ahora se miró a sí mismo, extrañado, por lo que el viejo añadió-: Lo digo por el traje que estrenaste hace días. Tu pobre cuñada me lo dijo.

– Ah. Pues está en la tintotería.

– Ya, ya -hizo el Cardenal-. Vamos bien, según parece.

– Tirando. -El murciano se echó los cabellos hacia atrás con la mano-. Sólo tirando, Cardenal. Precisamente quería hablarte… Necesito un anticipo.

– ¿Qué planes tenemos?

– ¿Planes? No tengo ningún plan.

– Vamos, vamos, cuéntale todo al tío Fidel. ¿Qué te pasa, tenemos gastos extras, este verano? Qué delgado estás… ¿Por qué hemos dejado de trabajar? ¿La gente ya no va en moto? Tienes buen color, pero juraría que estás más delgado, que has crecido. ¿Qué, los turistas llegan en coches blindados, este año? A lo mejor es mucho más sencillo, a lo mejor nos hemos enamorado.

– Déjate de corlas -cortó Manolo. Una mancha blanca avanzaba suavemente hacia él, por la espalda, arrastrando una silla. El brazo de Hortensia, con la manga recogida, pasó por encima de su hombro y depositó una taza de café frente a él. El olor a almendras amargas le envolvió por completo. Añadió-: Mira, ya hace días que deseaba tener una explicación contigo… He estado reflexionando. Todo ha cambiado, ya te contaré, pero antes necesito urgentemente que me prestes algo, tres mil o así.

– ¿Es que piensas dejarnos? -preguntó el Cardenal.

– No es eso, caray, ya te contaré.

– No hace falta, ya veo que tienes un plan. ¿Y por qué no lo has dicho antes, cabrito?

– Aún no he decidido nada. Por una temporadita a ti no te va ni te viene, quiero decir que no te hago falta, tienes otros negocios (sabía que esto ya no era verdad) y también tienes a los demás, al Paco, al Fermín Pas, a las hermanas Sisters (tampoco eso era verdad: el Paco ya no quería tratos con el viejo, y a los demás, incluido Bernardo, no se les vela el pelo desde hacía tiempo). Siguen trabajando para ti, ¿no?

– No te hagas el angelito. Las cosas no marchan nada bien, y en parte por culpa tuya. La jugada que le hiciste al Paco fue el principio de todo. No se puede ser tan desleal con los amigos, hijo, te lo tengo dicho mil veces. Pero dejemos eso. ¿Por qué no quieres seguir trabajando?

– No me conviene. Estoy muy visto, tengo miedo…

– ¿Tú miedo? No me hagas reír. Lo que pasa es que te has echado novia. -Pensaba en aquella muchacha tímida que el invierno pasado subía al Carmelo en su busca, los jueves, con un ridículo abrigo a cuadros y un paraguas. Pensaba que a los otros sí podía haberles entrado el miedo, o colocaban el género en otra parte, o les habían trincado, o habían decidido que él ya era demasiado viejo y chocheaba… En cualquier caso, Manolo guardaba silencio: de pronto parecía desorientado: acaso porque muchas veces había tenido que correr perseguido de cerca por los vigilantes nocturnos, la angustiosa sensación de meterse sin querer en un callejón sin salida era en él muy frecuente y aguda. Y ahora además tuvo un sobresalto: la Jeringa, que se había sentado silenciosamente a su lado, con una taza de café, le estaba envolviendo con sus miradas de hielo, recortándole el perfil. El Cardenal vertió coñac en su copa y añadió:

– Por cierto, ¿no eras tú el que se reía de Bernardo?

– Bernardo se casó.

– Tiene esa disculpa, por lo menos. Pero tú es que debes estar loco. ¿De qué piensas vivir? A tu pobre cuñada no le sobra el dinero. Y tu hermano ya empieza a estar de ti más que harto, como antes. ¿Esperas que te mantengan de balde? ¿O acaso piensas convertirte en un chorizo?

– De eso nada, tú -dijo el chico con dignidad.

– Entonces, ¿qué piensas hacer? -El Cardenal se llevó la copa a los labios y la vació de un trago. Sudaba copiosamente. Manolo se fijó en sus ojos llorosos y amodorrados-. Di, ¿qué piensas hacer?

– Aún no lo sé. Puede que… (¿era realmente la rodilla de la Jeringa la que se restregaba contra la suya por debajo de la mesa?). Puede que busque un empleo. Sí, un buen empleo. He hecho amistades, me estoy relacionando… Bueno, es pronto para decir nada, pero quiero estar preparado.

– Vaya, vaya.

– Te devolveré hasta el último céntimo, o mejor te traigo alguna moto en cuanto pueda y listo. Pero ahora necesito unas vacaciones, tantear el terreno, y algo para los primeros gastos. De eso quería hablarte, Cardenal, a ver qué te parece.

– No me parece nada, ratón. -Los más extraños calificativos salían de sus labios a medida que iba estando más borracho, pero su sobrina y el murciano ya estaban acostumbrados-. No te entiendo, eso es lo que pasa. Háblame de tu chavala…

– ¡No hay ninguna chavala! -cortó el Pijoaparte-. A mí no me hace cambiar ninguna golfa (a partir de este momento, y ya por todo el rato que seguiría allí sentado, la ceniza húmeda de los ojos de Hortensia se convirtió en una especie de succión, como de insecto voraz. Al mismo tiempo, la idea de que se estaba metiendo en un callejón sin salida crecía oscuramente en su interior). Te aseguro que esto es serio, Cardenal. Por favor, préstame aunque sean mil… Y no me hagas perder más tiempo.

– Quisiera saber -dijo el viejo- cómo te las arreglas para vivir sin trabajar. Seguramente apañas lo justo con un “tirón” de vez en cuando, poca cosa, vamos, para tabaco y cine y los helados de tu damisela. ¡La gran vida, coneja! Y naturalmente, de motos nada; las motos sólo para llevarla a la playa…

– Tiene coche, entérate -se le escapó (la mirada de Hortensia osciló un segundo, a su lado, para adquirir inmediatamente aquella inmovilidad, densa, y su extraña cualidad gris)-. Pero bueno, todo eso qué importa. Estoy sin una perra, por lo menos quinientas… Yo te he dado a ganar mucho, no puedes negarme este favor…

Desalentado, clavó los ojos en el fondo de la taza de café. Entonces notó que la Jeringa reclamaba su atención, golpeando su pierna con la rodilla. La miró: una leve sonrisa, una lenta caída de los párpados que tal vez quería decir algo. Pero ya estaba harto. Se levantó. El Cardenal murmuraba como para sí: “eso, un tirón de vez en cuando, a todos os ha gustado siempre. Salvajes”. Él sabía que el viejo siempre se había opuesto a la práctica del “tirón” (hacerse con el bolso de una mujer sin bajar de la motocicleta y escapar a todo gas) porque, según él, era muy peligroso. En realidad, y Manolo lo sabía, era porque no podía controlar el producto de tales robos ni le resultaba vendible. De todos modos, él no lo practicaba desde que conoció a Maruja.

De pronto el Cardenal se levantó y salió del comedor con paso rápido. Manolo le siguió. Envuelto en el batín y arrastrando las zapatillas, el viejo empezó a recorrer la planta baja, pasando luego a las habitaciones del primer piso. El murciano estaba acostumbrado a estos recorridos del viejo. Antes, por lo general, obedecían a unos repentinos y oscuros deseos de verificar el buen orden doméstico, eran como visitas de inspección (aprovechaba para poner en su sitio algunos objetos desplazados, para quitar el polvo, para comprobar una ausencia, etc.) pero ahora se hacían cada vez más rápidos y formularios, a un paso frenético, una zancada impresionante y majestuosa, hasta el punto que el muchacho casi se veía obligado a correr tras él si quería hacerse oír:

– ¿Me escuchas o no, Cardenal?

– No. Dime con quién sales y te diré quién eres -recitaba el gallego, avanzando veloz por los pasillos, dejando tras de sí el vuelo airoso de los faldones de su batín escarlata-. Pero ¿en qué mundo vives, mariposa? Nada como quedarse en casa, Manolo, yo sé muy bien que no se pierde nada con quedarse en casa.

– Sé cuidarme solo. Escúchame…

– Dime, dime.

– ¿Estás enfadado conmigo? Es que si lo estás, dilo. ¿De verdad no puedes prestarme ese dinero? ¿O no quieres?

El Cardenal nada dijo. Después de un rato dio por terminada la inspección, regresó al comedor, siempre seguido de Manolo, se sentó a la mesa y llenó otra vez su copa de coñac. Clavó sus ojos risueños en el chico, que también se había sentado, luego en su sobrina, y su mano, que buscaba algo a tientas sobre el mantel (el tapón de la botella) tropezó con un vaso de agua, que vertió. Manolo, levantándose: “me voy”, fue hacia la cristalera de la galería y miró al jardín. Decididamente, hoy no es mi día, se dijo. En aquel momento, Hortensia sacó el pañuelo y se sonó las narices ruidosamente. Su tío la miró con cierta dignidad ultrajada:

– No te suenes en la mesa, que es de mala educación.

Su mirada pretendía sin duda infundir respeto. Pero la chica, mirándole a su vez por encima del pañuelo con sus ojillos rencorosos, se sonó nuevamente, y todavía con más fuerza. El Cardenal, súbitamente, le golpeó las manos repetidas veces con la punta de los dedos, sin fuerza, como en una rabieta infantil, mordiéndose la lengua, hasta hacerle caer el pañuelo. Ella sonreía y seguía mirándole con su aire de insecto encogido. “Descarada”, dijo su tío. Estaba rojo de ira. Dotado de una urbanidad lunática de clase media, al Cardenal le salía a menudo el plumero en la mesa, sobre todo en la mesa, y con un decoro realmente de camarero (oficio que había desempeñado en su juventud) mostraba orgulloso un exagerado amor por las buenas maneras, que nunca había conocido bien pero que él resumía escuetamente en dos o tres principios elementales (lavarse las manos antes de las comidas, no cantar ni leer mientras se come, ponerse a la izquierda de las personas mayores) y que imponía a su sobrina severamente, pero sin éxito. Su obsesión era lo de sonarse en la mesa sin volver la cabeza. La muchacha recogió el pañuelo tranquilamente, se lo guardó en el escote y, tarareando entre dientes, se levantó para quitar la mesa. A partir de este momento, el Cardenal fue desmoronándose rápidamente. “Tan fina como era de niña”, murmuró.

– Bueno -dijo Manolo al pasar junto a él-. ¿Me haces este favor, sí o no?

– Primero reflexiona, hijo. Yo puedo resistir una temporada sin trabajar, pero tú no.

– No seas cascarrabias -dijo el chico palmeándole la espalda-. Tú no puedes hacerme eso.

– Es por tu bien -dijo el viejo dulcemente-. Y es que es una lástima…

– ¿Sabes qué te digo, Cardenal? Que eres un cabronazo de tomo y lomo.

La voz del viejo se hizo primero plañidera, luego susurrante:

Y es que es una lástima, cada año, cuando llega el verano, es una triste lástima, siempre haces lo mismo, te embarcas en alguna historia de faldas y durante un tiempo andas por ahí haciendo el primo con tus trajes nuevos, otras veces ha durado poco pero ahora lo veo muy negro, maldito desagradecido, que ya no eres un chiquillo, Manolo, que mira que soy viejo y conozco la vida, que te van a engañar, que se burlarán de ti, nunca has sido bastante mal bicho para defenderte… -y se apagó de pronto, como si le hubiesen taponado la boca. Manolo, presa de una extraña inquietud (pero más bien por Hortensia: ella se había quedado repentinamente inmóvil en la puerta del comedor, mirando a su tío, esperando algo) decidió largarse y probar otro día. Pero el Cardenal ya estaba iniciando uno de aquellos diálogos sordos que él tanto temía:

– ¿De veras no puedes quedarte un rato más?

– Ya volveré.

– Pues come algo, hijo, un día te caerás por ahí de debilidad.

– Si no es eso, Cardenal… Mira, me arreglaré con quinientas.

– ¿Por qué? ¿Tienes algo importante que hacer esta tarde?

– Con esto me arreglo, te digo, ¡puñeta!

– Qué delgadísimo estás…

Los ojos clavados en el mantel, la cabeza gacha, vencida por el alcohol, al tiempo que hablaba iba apartando cuidadosamente todo lo que había ante él, los vasos, la copa, el cubierto y las botellas, alisando el mantel con la mano como si en el espacio libre que había quedado se propusiera hacer algo sumamente delicado. Hortensia y Manolo observaban sus movimientos con atención, temiendo que rompiera algo. Pero no rompió nada. Cuando ya toda la sangre se había retirado de su cara, cuando ésta ya no era más que una máscara lívida, repitió débilmente: “en qué mundo vives, mariposa”, y cayó suavemente de bruces sobre la mesa. Sus blancos cabellos eran como una llama sobre su frente, y dos mechones rígidos y engomados, como dos verdosas alas de pajarito, se levantaban sobre sus orejas. Quedó con la frente apoyada en el antebrazo. Manolo se precipitó hacía él, seguido de Hortensia. Entre los dos, cogiéndole por los sobacos, le levantaron de la silla. Manolo observó que la muchacha manejaba a su tío con gran soltura, como si estuviera muy acostumbrada a estas emergencias; sin duda los ataques del Cardenal se habían triplicado en los últimos meses. Él quería tenderlo en su cama, pero Hortensia, con una voz algo dura, dijo: “Afuera, al jardín, venga”. Lo sentaron en un sillón de mimbre, en el viejo cenador ya sin enredadera, hoy sólo un esqueleto de rejillas carcomidas y despintadas por donde se filtraba el sol. En el suelo había almohadones podridos por la lluvia y botellas vacías, y junto al sillón una paticoja mesilla de noche con una variada cantidad de frascos medicinales y de comprimidos. Inmóvil, siempre correcto, como esculpido en mármol sobre su propio mausoleo, el Cardenal yacía asaetado en diagonal por los rayos del sol que se filtraban por la rejilla vagamente azul del cenador. De pie junto a él, mientras ahuecaba un almohadón con las manos, Hortensia miraba fijamente a Manolo con la luz glauca de sus pupilas. Parecía tranquila. “¿Quieres alcanzarme aquel frasco? -dijo señalando la mesilla de noche-. Voy por un vaso de agua”. Desapareció en el interior de la casa. Manolo cogió el frasco e intentó desenroscar el tapón. Estaba muy duro. El Cardenal suspiró profundamente, movió la cabeza y murmuró algo. Su rincón favorito olía a polvo y a humedad, a ropas agrias, y el muchacho, mientras forcejeaba con el tapón y miraba al viejo, pensó oscuramente con qué rapidez, casi en un solo año, el tiempo había efectuado allí su deterioro al igual que en toda la casa, en lo que quedaba del jardín, en el mobiliario, en el noble rostro del Cardenal y en los ojos de Hortensia. ¡Cochina miseria!

Buscando algo para abrir el frasco, Manolo abrió el cajón de la mesilla de noche y vio, asomando por debajo de un viejo pasaporte y un fajo de cartas atadas con un cordón rosa, un par de billetes de mil pesetas.

– Este no -dijo la voz de Hortensia a su espalda; al mismo tiempo, la mano de la chica le arrebató el frasco y le dio otro-: Este. Coge uno. Sólo uno.

– ¿Cómo?

– Que cojas un billete, si quieres. No se enterará.

El murciano no lo pensó un segundo. El billete pasó a su bolsillo y cerró el cajón de golpe. No sabía qué decir. Estaba casi asustado. No le pareció notar nada especial en los ojos de la muchacha al hacer saltar los comprimidos en la palma de su mano, pero tuvo de pronto la sensación de haber caído en alguna trampa: algo parecido a lo que había experimentado a veces en brazos de Maruja. El Cardenal abrió los ojos bruscamente, con una expresión pícara, y los volvió a cerrar.

– Parece que ya está mejor -dijo Manolo.

– Sí, no es nada.

– Bueno, pues adiós. -Dio media vuelta-. Ya nos veremos.

La muchacha, que estaba introduciendo los comprimidos en la boca de su tío y le acercaba el vaso de agua, se volvió un momento para mirarle. Antes de entrar en la casa, Manolo dijo:

– Dale mucho café cuando se despierte.

Cruzó el comedor, enfiló el largo corredor oscuro y cuando llegaba al zaguán le alcanzó Hortensia y le pasó para abrir. Eso era algo que él no esperaba. La chica se quedó allí muy quieta, apretada al canto de la puerta abierta, cogiéndola con las dos manos en una actitud inconsciente de fervor posesivo. Ahora llevaba el segundo botón desabrochado, y el peso de los caramelos, en el bolsillo superior izquierdo, hacía que se le abriera la solapa de la bata mostrando la huidiza sombra azulada, la pequeña cola de pez entre sus senos. Manolo se inclinó un poco hacia ella para decirle alegremente en voz baja:

– Jeringa bonita, no pienso olvidar lo que acabas de hacer por mí.

La muchacha ni siquiera parpadeó. Empujó la puerta cuando él hubo salido, pero no cerró del todo: un ojo glauco, inexpresivo, le estuvo siguiendo mientras él se alejaba bajo el sol. Era ella la que no pensaba olvidarlo.

Al principio sólo fueron pasos discordes

Me amó por los peligros que he corrido.

Otelo


Al principio sólo fueron pasos discordes y confusos, un vacilante roce de caderas durante cortos paseos al atardecer.

Todo empezó una calurosa tarde de aquel mes de julio en que decidieron salir de la clínica más temprano que otras veces. La habitación de Maruja se había ya convertido para ellos en una especie de santuario del amor en ruinas (con una indiscutible sacerdotisa: Dina, la enfermera mallorquina) que imponía silencio, confusos recuerdos y demasiado respeto debido al grave estado de la enferma: ninguna reacción, ninguna mejoría, ninguna señal de vida que turbara el letargo y el silencio (aquel gran silencio de Maruja, qué extraño, que sugestión del futuro al hacerle compañía: ¿qué se podría hacer por ti, pobre y dulce amiga, que más podríamos hacer por ti?) que les remordía vagamente y les cohibía. Hasta ahora Teresa y Manolo habían pasado la mayor parte del tiempo sentados en las butacas del saloncito contiguo, hablando de Maruja y mirando revistas, con largos silencios (rasgados de tarde en tarde por el fulgor de una mirada furtiva), y sólo al atardecer se consideraban libres para irse. Manolo se mostraba prudente y reservado, en todo dejaba que ella decidiera: el sol ígneo de la decisión y la osadía aún no brillaba con todo su esplendor en el cielo pijoapartesco. A veces era la enfermera Dina, con su sonrisa misteriosa tras la que se pudrían oscuras flores románticas, la que sumergía sus cuerpos encantados en el baño tibio y verde de un indecible trópico: “¡Vaya juventud! Si yo estuviera en vuestro lugar, de vacaciones y teniendo coche, en vez de venir aquí a pasar calor y a no hacer nada -porque los dos sabéis muy bien que no podéis hacer nada por ella, no disimuléis-, pues yo en vez de perder el tiempo me iría a Sitges”. Por su manera de pronunciar Sitges (un chasquido, una irisación de nácar, y la palabra se deshacía en su violenta boca roja como un marisco fresco) forzosamente había que deducir que la mallorquina tenía razón. En efecto, ¿qué hacer con aquellas tardes sofocantes, en una ciudad como viciada, dormida?

Teresa le llevaba al Carmelo en su coche, y acostumbraban parar en algún bar para tomar un refresco. Luego navegaron un poco a la deriva por las Ramblas y el barrio chino, la universitaria escoraba por el lado izquierdo, tendía naturalmente hacia la calle Escudillers y ciertos fondos populosos y heterogéneos. La aventura no tenía aún lugar; pero se podían ya enumerar toda una serie de lances amorosos de la sangre, de pequeñas emociones unilaterales que oscilaban de un cuerpo a otro con intermitencias dictadas por el azar: a veces, de pie ante el concurrido mostrador de una taberna -resultó que la estudiante conocía no pocas tabernas curiosas, y le encantaba recorrerlas rápidamente, como si sólo deseara comprobar que seguían allí, todavía con recuerdos de su paso en compañía de amigos de la Facultad y con su misma deprimente fauna flamenca, su mismo buen vino (infecto, según pensaba Manolo, aunque no decía nada) y sus mismas prostitutas y vendedoras de lotería- muy juntos, arropados en esa impunidad ficticia de la algazara popular, sus caderas se rozaban involuntariamente: Manolo no podía saberlo, pero aquella emoción de Teresa que una noche de invierno, frente a la verja de su casa de San Gervasio, se había realizado a través de su tosca bufanda de lana, se repetía ahora en la muchacha a través de este roce de nudillos y caderas, o con unas palabras dirigidas a un tranviario, a un vendedor ambulante, a un viejo y presunto republicano hoy guitarrista. Para ella era algo más que la simple turbación causada, por ejemplo, por su fuerte mano al apretarle el brazo mientras cruzaban una calle corriendo entre los coches; aunque no le daba importancia, naturalmente: una universitaria moderna, de las del 56, dialéctica y objetiva, experta en la captación de la realidad.

Pero la realidad era todavía un feto que dormía ovillado en el dulce vientre de la doncella: antecedentes culturales de reconocida y temible fuerza ideológica la habían misteriosamente engendrado, y ella, generosa, inconsciente, preñada de luz y solidaria, buscaba ahora en su nuevo amigo cierta satisfacción moral de signo progresista, confundiendo ésta, momentáneamente con el deseo. Pero una tierna música banal cualquiera, un disco escuchado al azar en un bar bastaba a veces para que la mirada de terciopelo del murciano (que la contemplaba devorado por Dios sabe qué otra solidaridad) le hiciera entrever por un breve instante la existencia de una realidad superior, más inmediata y urgente, aquel indecible trópico que Dina la sacerdotisa les había recomendado. Eran, sin duda, sugestiones fugaces, espejismos de burguesita reprimida e insatisfecha -se decía a sí misma, muy dada a la autocrítica-, pequeños egoísmos de la carne que ahora, frente a un auténtico militante, resultaban indignos y ridículos. Por ello, debido a la ambigüedad del atractivo que sobre ella ejercía el murciano (triple seducción: el complot, el amor y la muerte) persistía aún cierto desajuste emotivo, muy curioso, casi cómico, que teñía de un rosa bufonesco estas primeras tardes; un día, por ejemplo, fue en la penumbra plateada de un cine de barrio al que ella se empeñó caprichosamente en entrar: Marlon Brando cabeceaba astuta y seductoramente (aprende, chaval) con el legendario torso desnudo y los negros mostachos de Emiliano Zapata, sentado en la cama junto a su joven esposa en la noche de bodas, mientras Teresa resbalaba en su butaca hasta apoyar la cabeza en el respaldo y dejar al descubierto, con radiante veleidad, una buena parte de sus muslos soleados. Muy infantil, relajada y feliz, mientras consideraba aquella hermética belleza de la mandíbula del astro, con el rabillo del ojo captaba turbulentas miradas de Manolo lanzadas a su perfil. La escena que se desarrollaba en la pantalla (conmovedora estampa del héroe popular: el revolucionario analfabeto que, consciente de su responsabilidad ante el pueblo, en su noche de bodas le pide a su bella esposa lecciones de gramática en lugar de placer) tenía tanta fuerza que Teresa, creyendo que el muchacho experimentaba la misma satisfacción que ella, que sus miradas expresaban emociones afines, volvía a menudo la cabeza a él y le sonreía, se mordía el labio, se ponía pensativa, aprobaba con los ojos Dios sabe qué, hasta que al fin, al inclinarse hacia el chico para hacer un comentario elogioso a propósito de los campesinos mejicanos con conciencia de clase, captó de pronto ese fluido tórrido que desprende la piel anhelante y algo en la mirada de él adorándola, adorando francamente sus piernas y su cuello y sus cabellos, por lo que nada dijo, desconcertada, fijando de nuevo su atención en la película. Al mismo tiempo notó que algo se removía bajo su cabeza, produciéndole un súbito vacío: descubrió así que la había tenido apoyada todo el rato no en el respaldo de la butaca sino en el fuerte, paciente y discreto brazo de él. Incluso con el buen cine, uno pierde el sentido de la realidad.

A propósito de estas primeras pequeñas aventuras unilaterales, la más terrible y risible se produjo en ocasión de una carrera endiablada, suicida, a la cual se lanzó Teresa con su Floride cierta noche que regresaban a la ciudad por la autopista de Castelldefels. Habían salido simplemente a dar un paseo, a última hora de la tarde, pero Teresa se había animado a ir lejos y cuando volvían era noche cerrada. Teresa llevaba una blusa a rayas de cuello corto y un rojo pañuelo de seda que flotaba al viento con sus cabellos. Tenía la radio encendida y se oía un cha-cha-cha. El murciano, que nunca había experimentando la emoción de la velocidad en un coche sport, miraba alternativamente el haz de luz de los faros sobre el asfalto, el cuenta-kilómetros (la aguja pasaba ya de los ciento veinte) y el delicioso perfil de Teresa, mientras con una mano se agarraba firmemente al cristal delantero, y mantenía el otro brazo sobre el respaldo del asiento de la muchacha. “¿Te gusta correr?”, le gritó Teresa. Él asintió vagamente con la cabeza. Sentía en las sienes el golpeteo de su propio cabello atezado y en el rostro la furia del viento pegándose, adheriéndose a la piel como una máscara cálida, mientras que en alguna parte un dulce zumbido iba en aumento y lo llenaba todo. La velocidad era cada vez mayor, y el zumbido se hacía cada vez más agudo y delgado, subía, subía primero por su vientre y luego por su pecho y de pronto inundó sus sentidos y se diluyó en una plenitud silenciosa, sideral, en una pueril emoción de luz de luna, de ingravidez… Pero Manolo desconfiaba de las emociones mecánicas (recordó oscuramente que una vez el Cardenal le habló de ciertas máquinas tragaperras que echándoles una moneda se la cascan a uno, en los Estados Unidos, debía ser un chiste) y sospechó que todo se había confabulado para aturdirle: la luna y las estrellas y la noche tan azul derramaban promesas engañosas. Su habitual desenvoltura en torno a la hembra no había previsto este ataque traicionero, esta borrachera de los sentidos, y por vez primera en la vida se sintió frágil, pequeño, vulnerable y oscuramente sucio, vencido de antemano por aquella hermosa fuerza conjunta (automóvil-ricamuchacha-cha-cha) que le lanzaba a través de la noche a velocidades de vértigo. No supo lo que fue, si el perfil adorable de Teresa con los labios entreabiertos y los rubios cabellos al viento, flotando trenzados con el rojo pañuelo (una llama fulgente en la noche) o el ardiente roce de sus caderas, o tal vez la misma velocidad, aquel vehemente zumbido que era la plenitud de algo, pero lo cierto es que en un momento dado, súbitamente, un júbilo sordo, un dulce vacío en la médula (¡para, loca, despacio!) una excitación como nunca en la vida había experimentado y un ardor punzante produjo el segundo y definitivo cambio en sus sentidos: un brusco taponamiento en los oídos, mientras ingresaba en alguna región etérea y echaba suavemente la cabeza hacia atrás (¡para, nena, para!) y miraba el firmamento, y la música del cha-cha-cha envolvió su cabeza y flotó, y se estremeció, y creyó disolverse allí mismo… en el preciso momento en que Teresa (oh niña ingrata) frenó bruscamente al borde de la autopista y, con gesto desfallecido, ella también, apoyó la cabeza despeinada en el volante y dejó escapar un profundo suspiro.

– ¡Uf f…! Qué alivio -dijo-. Hemos tenido suerte, no nos siguen.

– ¿Cómo…? ¿Qué…? -tartajeó el murciano, que por aquel entonces aún bajaba de las regiones que lindan con la locura, hasta tal punto que una mano extraviada, nocturna mariposa borracha, se le fue hacia las fragantes rodillas de la muchacha y en ellas se posó exhausta.

– ¿Qué haces? -Teresa le miraba sonriendo, pero inquieta-. ¿Has pasado miedo? Los de tráfico, que al verles he temido que me parasen. Con la bofia mejor no tener tratos, yo pensaba sobre todo en ti… ¿Comprendes?

La mariposa emprendió el vuelo: la flor estaba cerrada, y satisfecha, olímpica, inconsciente de su propio fulgor más aún que las estrellas, Teresa Serrat puso de nuevo el Floride en marcha y enfiló recto hacia la ciudad, sin sospechar la doble dulce carga que ahora transportaba.

El círculo cordial se abrió pues lentamente, confusamente, primero con breves paseos alrededor de la clínica (Paseo de la Bonanova, jardines con palmeras y pinos, torres pizarrosas con cucurucho, rejas y aceras interminables con sirvientas de palique y presurosos curas de aire resuelto) un piadoso peregrinaje local que fue ensanchándose en torno a Maruja yacente como un círculo de ondas en el agua. Luego, gracias al Floride y al sopor de aquellas tardes estivales, que ya llevaban por otra parte el germen de una ceniza aventada (el círculo se borraría con los primeros vientos nocturnos de septiembre) abarcaron en sucesivas tardes toda la ciudad y su extrarradio, desde bares y cafeterías de moda en el centro hasta insospechadas tabernas, chiringuitos y humildes terrazas en las afueras, con la constante presencia del automóvil (una tranquilizadora promesa de retorno) y de caprichosas imágenes de helados, refrescos y rajas de sandía comidas al azar bajo la sombra de un toldo junto a la carretera (una promesa tórrida: los dientes de leche de Teresa clavados en la pelusilla carmesí) entre moscas y niños de trato fugaz y peligroso (Teresa deslizándose alegremente por un terraplén de suburbio junto a diablillos desarropados: un roto en los blue-jeans) para recalar finalmente en la penumbra rojiza de ciertos locales de besuqueo, hundidos en asientos tapizados de cuero y mecidos por una selecta música destinada a novios ricos e ilustrados. Teresa leía mucho, al parecer, y al principio, en todas sus salidas juntos, invariablemente y con un raro empeño (como si se resistiera a romper aquellas amarras culturales que aún la tenía anclada en su apacible bahía) llevaba siempre consigo algún libro que, si no era víctima de ciertas negligencias pre-amorosas de parte de su dueña (Teresa reclamando su mano para saltar descalza en la escollera del puerto, sobre los grandes bloques de hormigón, un traspié, el libro en el agua) acababa olvidado y bostezando tras los asientos del Floride, amarilleando al sol. La muchacha braceaba feliz en sus azules aguas tropicales, proyectando incursiones que nunca se realizarían (“una tarde quiero ir al Somorrostro, pero yo sola”) y el Pijoaparte ejercitaba su más preciosa facultad: la de ponerse en el lugar de los otros (“no permitiré que vayas sola”). Y naturalmente, una vez planteado el riesgo que comportan estas curiosas nostalgias de suburbio, no iban. Combinaron sabiamente: vino tinto y paisaje suburbano o marinero (Teresa Moreau mordisqueando gambas entre camisetas azules y rayadas de jóvenes pescadores) y gin-tonic con música de Bach en mullidos asientos de cuero y atmósferas discretas (Teresa de Beauvoir hojeando libros en el Cristal City Bar-Librería) pasando por cines sofocantes donde ponían “reprises” (“¿cuándo nos dejarán ver El Acorazado Potemkin?”) por barrios populares en Fiesta Mayor y casuales encuentros con turistas despistados (Teresa hablando en francés con la joven pareja semidesnuda y tostada que ha frenado su coche junto al Floride: “Regarde ce garcon-lá, oh comme il est beau!”) y por la brisa salobre del puerto, el bullicio veraniego de las Ramblas, cerveza y calamares en la Plaza Real, lentos paseos por el Parque Güell, encendidos crepúsculos contemplados desde el Monte Carmelo, con el automóvil parado en la carretera, en el momento de la despedida.

Allí era donde el murciano, diariamente, sondeaba la transparente mirada azul de su amiga en busca de la señal. Inútilmente, todavía. Porque, además, las cosas no siempre acababan bien. Tuvieron varios altercados. Teresa era una conversadora infatigable y compleja. Le gustaba, sobre todo, hablar del amor como si se tratara de un pariente muerto por el cuál ella nunca había sentido demasiado afecto. Una noche, al dejar a Manolo en el Carmelo, le preguntó súbitamente:

– ¿Tú serías capaz de morir por un gran amor, Manolo? -Sí.

Ella se echó a reír.

– ¡Estaba segura! ¡Qué tontería!

– No veo por qué -dijo él, envolviéndola en una mirada cálida-. ¿Tú no crees en el amor?

– No se trata de creer o no. A mí me inspira más confianza el deseo, es un sentimiento más digno y limpio. Naturalmente, siempre y cuando sea mutuo y no comporte ningún tipo de responsabilidad moral.

– ¡Uy!, tú pides demasiado.

– Yo no, son los tiempos.

– No te entiendo.

– Pues chico, está muy claro -suspiró Teresa, pensativa-. Esta es una época de transición, ¿no crees? Me refiero a los valores morales, que están en crisis… -Con los brazos cruzados sobre el volante del automóvil, la mirada perdida en la noche del Monte Carmelo, la universitaria empezó a desarrollar su teoría acerca de por qué el amor está actualmente en crisis. Escuchándola con una leve sonrisa de tolerancia, o mejor dicho, adorando sobre todo su voz, por el placer de oírla, Manolo guardó silencio. Luego intentó vanamente hacerla volver de nuevo a la realidad ayudándose con un juego pueril: encendiendo y apagando los faros del coche; se aproximó más a ella, que seguía divagando, le apartó con el dedo un rubio mechón que le tapaba el ojo, se inclinó finalmente sobre su rostro y entonces, incomprensiblemente para ella (que ya se había callado, inquieta, sospechando por la proximidad del chico cuál iba a ser la enardecida respuesta que echaría por tierra toda su teoría) Manolo se inmovilizó, se echó hacia atrás, dejándola como estaba, y bajó del coche.

– Te las das de intelectual, de chica leída ¿no? -dijo cerrando la puerta de golpe-. Pues hasta mañana.

Y se alejó por la carretera en dirección al bar Delicias, con las manos en los bolsillos y silbando.

Estas reacciones imprevistas no tenían como única finalidad una elemental afirmación de poder: podían ciertamente enojar a su gentil compañera, y ello suponía un riesgo, pero es,que él no veía otro medio de defenderse, de salvar el abismo cultural que mediaba entre los dos. Lo mejor era cortar por lo sano. Afirmándose y perfeccionándose en esta sencilla estrategia, el murciano esperaba echar paulatinamente lejos de sí a la complicada universitaria amiga de discusiones bizantinas para quedarse solamente con la alegre y encantadora muchacha de dieciocho años que gustaba de pasar las tardes con él y se divertía con cualquier pretexto. Esta táctica de rechace y distanciamiento resultó igualmente eficaz ante ciertas muestras de exhibicionismo o de señoritismo que Teresa, a pesar de sus ideas fervorosamente progresistas, a veces no podía evitar; ciertas improvisadas y disparatadas escenas de muchachita moderna, libre y presuntamente desvirgada (¡cómo le gustaba apoyar el brazo en el hombro de Manolo y arrimarse a él, en público, transpirando para el “gallinero” una decidida intimidad sexual que aún estaba lejos de dignarse conceder!) provocaban en su amigo fulminantes enojos.

Sin embargo, ningún enfado duró más de veinticuatro horas, y a menudo el mismo Manolo acababa con ellos llamando a la muchacha por teléfono para disculparse. Entonces, la universitaria se empeñaba en que la culpa era sólo de ella, y se acusaba de snob. Así las cosas, al murciano se le ocurrió pensar si no se estaría comportando con excesiva prudencia. Cierta tarde, cuando estaban sentados en el saloncito de la clínica, se abrió la puerta y apareció el señor Serrat. Una Teresa desconocida por lo azorada (estaba muy pegada a su amigo en el momento de abrirse la puerta, la cabeza inclinada sobre el periódico, repasando juntos la cartelera de cines) presentó a Manolo. Él, repentinamente serio, se levantó y tendió la mano, intentando en vano leer algo en los ojos del industrial catalán. Bufando por la nariz, sin apenas detenerse, el señor Serrat hizo unos ruidos guturales a modo de saludo y estrechó la mano del chico, pasando seguidamente a la habitación de Maruja. Tenía mucha prisa: venía, entre otras cosas, para decirle a Teresa que se iba a la Costa a pasar el fin de semana y que ella se ocupara de darle ciertas instrucciones al jardinero que mañana iría a casa, porque en Vicente, ya se sabe, no se puede confiar, nunca se acuerda de nada. Teresa le siguió al cuarto de Maruja. Manolo permaneció en el saloncito, pero pudo oír al señor Serrat porque la puerta quedó entornada: “Nena, qui és aquest noi?” Y entonces algo en la voz de Teresa, además del tono falsamente helado e indiferente que empleó, algo que ya se contenía en la misma pausa que se tomó antes de contestar a la pregunta de su padre, le reveló a Manolo aquellos ocultos motivos de interés emocional que nacen de una nostalgia determinada y que la universitaria se empeñaba en confundir con una solemne majadería política. “Apenas le conozco, papá, dice que es el novio de Maruja y viene a verla todos los días”, fue la turbia y desganada respuesta, a la que añadió: “Me da pena, pobre chico” (aquí, una especie de gruñido del señor Serrat) en el momento en que Manolo se acercaba de puntillas a la puerta, reflexionando: de modo que así era, según Teresa, la situación de ambos vista desde fuera: él no era más que el presunto novio de la criada enferma, que en su diaria visita a la clínica se encuentra con la señorita y que es gentilmente acompañado a casa en coche. Muy bien. Nada especial, todo esto ocurre en un verano imprevisto que no durará siempre; los dos están de vacaciones y prácticamente sin vigilancia de la familia, solos, circunstancialmente unidos por la desgracia de Maruja, pero su origen es tan distinto que aquí no pasará nada. Me da pena, pobre chico. Bien, es natural, no hay por qué hablar de nuestras escapadas en coche. Sin embargo, gracias a esta peculiar mezcla de verdad y mentira que encerraban las palabras de Teresa (no mentía, pero tampoco decía toda la verdad) Manolo comprendió de pronto que su cautela era excesiva y que podía y debía actuar con mayor rapidez y decisión.

Al entrar él en la habitación de Maruja, la situación era la siguiente: ligeramente inclinada sobre la mesilla de noche, Dina se disponía a inyectarle un suero a la enferma; sus preparativos eran observados por el señor Serrat, de pie junto a ella; al otro lado de la cama, Teresa, con las manos cruzadas detrás, seguía contestando con aire inocente algunas preguntas distraídas que le hacía su padre respecto a cómo empleaba su tiempo después de visitar a Maruja: en términos generales, Teresa parecía excesivamente empeñada en demostrar que apenas se había fijado en el chico. Éste avanzaba ahora hacia la cama, despacio (nadie le miró, pero se callaron), se colocó en silencio junto a Teresa y apoyó distraídamente la mano en el pie del gotero, que estaba junto a la cabecera del lecho, de manera que rozaba casi con los dedos la espalda de Teresa. Teresa llevaba esta tarde un ligero vestido verde sin mangas ni cinturón, muy simple y ceñido, con una cremallera en la espalda, que iba desde la nuca hasta las nalgas. Manolo, con aire distraído, observaba al igual que los demás lo que hacía la enfermera mientras, por entretenerse en algo, al parecer, deslizaba la mano arriba y abajo en torno a la barra metálica, rozando la espalda de la muchacha, hasta que, en uno de los movimientos descendentes, sin soltar la barra del gotero, cerró el pulgar y el índice como un pico de ave sobre la cremallera del vestido de Teresa y, en un abrir y cerrar de ojos, se la bajó hasta abajo del todo. La tela se abrió como una piel, liberando un fulgor dorado: se ofreció repentinamente a sus ojos el esplendor de una espalda tersa y suavemente redondeada, esbelta, ceñida, casi infantil, con un bronceado no interrumpido por cinta ninguna (él ya sabía que la intrépida universitaria era de las que no llevan sostén casi nunca) delirantemente replegada hacia dentro en su dulce declinar, en la cintura pueril, para luego erguirse de nuevo con renovado impulso bajo el débil resplandor rosado de la tela de nylon que cubría las nalgas. Todo fue tan rápido e inesperado que Teresa se quedó pasmada, con la boca abierta; la parte delantera del vestido quedaba asegurada por unos corchetes en los hombros, lo cual, como era de esperar, anulaba por completo la otra cara del demencial sueño del murciano (a saber: que la embustera y caprichosa quedara un instante ante los ojos de su padre y de la enfermera con las meras teticas al aire). El señor Serrat, que en este momento decía algo a propósito de amnesia local y amnesia general, levantó la vista hacia su hija, pero, al no observar en ella nada anormal (excepto que se abrazaba a sí misma como si tuviera escalofríos) volvió a fijar su atención en el quehacer de Dina. Las mejillas de Teresa se pusieron como la grana y cambió una furiosa mirada con Manolo al tiempo que intentaba, maniobrando disimuladamente, subirse la cremallera. Retrocedió muy despacio hacia la puerta y salió.

Luego riñó al chico (asombrada, pero no exactamente disgustada) y quiso saber por qué había hecho semejante locura delante de su padre. “Si no lo hago, todavía estarías contándole mentiras de ti y de mí”, y cogiéndola por el brazo, como si quisiera explicárselo mejor pero no allí, la hizo salir de la clínica.

Esta noche la invitó a tomar una copa en “Jamborée”. A Teresa le encantó la idea de mostrarse en compañía del murciano en la cava de la Plaza Real (deslizándose como peces en un acuario, allí se veían siempre algunos prestigiosos conjurados estudiantiles, Luis Trías entre ellos, ejercitándose en la semi-clandestinidad bajo una luz verdosa, exilada, parisina). Actuaba un singular y primitivo conjunto de jazz español a base de instrumentos de hueso, el “Maria’s Julián Jazz” (la quijada de burro hecha sonido y filosofía, decía el programa de mano), latoso y cínico farsante cuya música, al no tomarla nadie en serio (excepto una atenta parejita con gafas, miopes los dos y estudiantes de Letras, que reconocieron a Teresa y pretendieron que la muchacha y su acompañante compartieran su mesa) tenía cuando menos la virtud de que se podía bailar sin miedo a profanar la verdadera cátedra del jazz. Y en la penumbra rojiza del local, bailando estrechamente abrazada a su nuevo amigo frente a las miradas meditabundas de los estudiantes (que ella despreciaba por carcas y reaccionarios, según dijo al oído de Manolo) la universitaria dejó que él le rozara por vez primera las sienes y la frente con los labios..

Al día siguiente, al salir de la clínica, Manolo propuso ir a la playa. Era a primera hora de la tarde y hacía mucho calor. Ya más seguro de sí, el murciano consideraba ciertas posibilidades favorables, si bien por otra parte la espada pendía de nuevo a unos centímetros de su cabeza: estaba a punto de quedarse sin un céntimo y no veía el modo de apañar algo sin arriesgarse demasiado. Lo de ir a la playa fue una decisión repentina y ninguno de los dos llevaba bañador, por lo que a Teresa se le ocurrió pasar por su casa.

– Encontraremos un slip de papá para ti.

No permitió que él la esperara fuera, en el coche, y le invitó a entrar.

– Tengo que cambiarme -dijo ella mientras cruzaban el jardín-. Es sólo un momento. ¿Te importa?

– No, no.

Manolo la siguió por el sendero de grava, bajo la sombra de los frondosos árboles (repentinamente se hizo de noche y era en invierno, él llevaba puesta su chaqueta de cuero y su bufanda, la señorita Teresa corría hacia la explosión de luz y de música que salía de las ventanas, corría con sus finos zapatos de tacón alto y con la gabardina blanca como la nieve echada sobre los hombros, arrastrando el cinturón por el suelo, el rojo pañuelo de seda colgando de su bolsillo…) Teresa abrió la puerta con la llave y le hizo pasar a un amplio salón lleno de luz.

– Ponte cómodo -dijo descalzándose-. Y sírvete una copa si quieres, ahí tienes todo. No tardo ni un minuto. No mires los cuadros, son horribles.

Desapareció por el recibidor, con los zapatos en una mano y desabrochándose el vestido con la otra, en el costado. Se oyó su voz mientras subía unas escaleras: “Vicenta, soy yo”. Manolo paseó por el salón. En las paredes había paisajes suizos, que a él no le parecían tan horribles, y el retrato de una señora que le miraba satisfecha desde azules regiones placenteras; el cuello esbelto, rosado, surgía de las gasas lilas que envolvían sus frágiles hombros. Debía ser mamá. Qué guapa, qué dulce su expresión. La casa se hallaba sumida en el más completo silencio; un silencio, sin embargo, que no se parecía a ningún otro: el silencio de las casas de ricos era para él como una sugestiva fuerza dormida, algo así como un silencio de ventiladores parados o un vago rumor subterráneo de calefacción. Un cuadro grande sobre el hogar: perros cazadores; pues tampoco estaba mal, debía hacer mucha compañía en invierno, al sentarse frente a la lumbre, después de un día agotador por los negocios… Se sentó en el diván, ante el hogar, y cruzó las piernas con deleitosa lentitud. De pronto oyó a su izquierda, sobre las relucientes losas, aproximándose, un alegre trotecillo de pezuñas: un pequeño fox-terrier de fosca pelambrera, la cabeza un poco ladeada, consideraba con aire tristón al desconocido visitante, le miraba fijamente con sus ojillos recelosos, apenas visibles detrás de la cortina de pelos. Manolo le observó un rato con simpatía y luego tendió la mano para acariciarle, pero el animal, irguiendo la cabeza, retrocedió y dio un par de vueltas en torno al diván. Su aire de desconfianza se acentuó curiosamente cuando, rehuyendo un segundo gesto amistoso, se sentó sobre los cuartos traseros y volvió la cabeza en dirección a la puerta del salón, esperando ver aparecer a alguien de la casa, visiblemente desinteresado, o más bien dominado por serias dudas ante la personalidad del intruso. Ahora Manolo pudo observar que se trataba de una perra. Su graciosa cabeza, que exhibía un aire de chiquilla alocada pero listísima, seguía desdeñosamente vuelta hacia un lado, y sólo de vez en cuando, bruscamente -como si quisiera atajar algún reproche incluso antes de ser formulado-se dignaba mirar al sospechoso desconocido. “Ven, chucho, ven, toma…”, murmuraba Manolo. La perrita se le acercó despacio, sin mirarle, husmeó concienzudamente la pernera de los tejanos, las zapatillas de goma, la tenebrosa mano que pretendía acariciarla, y luego, cabizbaja -como si el examen no hubiese hecho más que aumentar sus dudas- dio media vuelta y regresó a su sitio. Manolo recostó cansadamente la cabeza en el respaldo del diván y contempló de nuevo los luminosos cuadros de las paredes y la intimidad tranquila del hogar con una curiosidad vagamente insatisfecha y obsesionante, pero muy grata. Le apetecía fumarse un pitillo.

Resultaba curiosa esta sensación de seguridad que experimentaba aquí, en medio de este orden y este silencio confortables, en relación con la torpeza y dificultad cada vez mayor con que de un tiempo a esta parte se desenvolvía en su ambiente habitual, en su casa, en el mismo bar Delicias, o con el Cardenal y su sobrina (recordó la última visita que les hizo, y lo malamente que había sacado dinero), era como si hubiese perdido parte de su influencia y de su poder frente a ellos, por negligencia, por descuido, una sensación como de excesiva rapidez, de haber olvidado algo con las prisas, de haber cometido algún error que en el momento de la llegada (¿llegada adónde?) se lo iban a recordar y le pedirían cuentas. Tal vez por eso, a modo de aviso, se presentaban ahora inesperadamente las hermanas Sisters en funciones de su cargo. La tarde iba a resultar pródiga en sorpresas.

Había que aceptarlo serenamente, como un sarcasmo del destino: él, tras haberse ganado definitivamente la sumisión de la perrita, se hallaba de espaldas a la ventana abierta que daba al jardín, de pie ante el piano (no se decidía a pulsar unas teclas), por lo que no pudo ver, entre los árboles, más allá de la doble hilera de geranios, las dos figuras que bajo el sol de la tarde cruzaban en este momento la verja de la calle en dirección a la casa. Eran dos muchachas en tecnicolor (brazos y piernas de chocolate, labios violeta, ojos ribeteados de azul hasta las sienes, como diminutos antifaces), con altos peinados gonflés, rígidos, que despedían destellos, y ligeros y chillones vestidos de verano ceñidos al cuerpo como una piel. Sus rostros redondos tenían ese color moreno demasiado intenso y oscuro, que revela exceso de sustancias oleosas y de horas de sol en el terrado, y que produce acné. En su trotecillo rápido y nervioso había cierta determinación urgente, pero ficticia, que contrastaba con la expresión indiferente e incluso aburrida de sus caras de luna. Una de ellas, la más bajita, llevaba un enorme capazo de palma con dibujos de colores, y se cogía las caderas como si temiera dejar caer alguna prenda interior a causa de la prisa. Manolo oyó sonar el timbre. Nadie acudía a abrir. No vio llegar a las dos muchachas. De haberlas visto habría adivinado inmediatamente a qué venían y habría podido salirles al paso en el jardín. Afortunadamente, sin embargo, la vieja sirvienta se tomó su tiempo en acudir a abrir: ello hizo que el muchacho se decidiera a salir al recibidor en el momento en que ella ya acudía presurosa, moviendo con pesadez sus grandes caderas dentro del uniforme gris. Al pasar dirigió a Manolo una leve sonrisa convencional. Abrió. El chorro de luz fue lo primero, y por un instante a él apenas le dejó ver nada: desde la puerta del salón, vuelto a medias hacia dentro (se disponía a entrar de nuevo, ya vagamente decidido a pulsar unas teclas del piano), al reconocer a las dos golfas, Manolo se quedó helado: aquello no podía ser, aquello era sin duda una broma pesada, la suerte negra que persigue a los pobres, no la simple casualidad, sino tal vez un aviso, una advertencia que le llegaba desde su propio barrio.

En realidad, su sorpresa no debía ser tal, pues sabía muy bien que las hermanas Sisters operaban preferentemente en barrios residenciales y durante las vacaciones con el fin de encontrar solas a las sirvientas. Manolo no las veía desde el invierno pasado, sabía que ya no tenían tratos con el Cardenal pero que seguían practicando su especialidad, una operación conocida como el timo de “la prenda íntima”.

Sabía también el peligro que representaba aquella visita inesperada e inoportuna (un encuentro con la verdadera intriga, aquella que la joven universitaria no sospechaba), algo que amenazaba con echarlo todo a rodar: “Si estas golfas me reconocen delante de Teresa, listo”. Porque Teresa, en este preciso momento, con la bolsa de playa al hombro, pantalones blancos y sandalias, apareció en el recibidor. “¿Quién es, Vicenta?”, preguntó. La perrita corrió hacia ella meneando el rabo. “Quieta, Dixi”. Mientras, las dos hermanas, de pie en el porche (qué indecencia sus vestidos, cómo se transparentan, pensó él, alarmado) componían su más inocente expresión, evidentemente desconcertadas por la presencia de Manolo. Se produjo durante un instante una situación embarazosa: la sirvienta esperaba que las visitantes hablaran, éstas cambiaban inquietas miradas con Manolo, y éste con Teresa, la cual, captando sutiles vibraciones, cierta relación entre el obrero y las dos chicas, se lanzó a una rápida y generosa deducción mental cuyo resultado, por el momento, sólo alcanzaba a esto: “O son furcias o chicas de fábrica, o las dos cosas a la vez”. Manolo, por su parte, pensaba que las Sisters no se atreverían ya a nada y que se despedirían con alguna excusa. Pero vio con horror que no estaban dispuestas a volverse atrás puesto que una de ellas (la especialista en conversaciones amenas) se disponía a soltarles el rollo sobre el elástico de la braguita de su amiga, que se le había roto en la calle, cosa que… Entonces él se precipitó hacia la puerta, sin darles tiempo a que hablaran, mientras le decía a Teresa:

– Deja, es para mí.

Las hermanas Sisters, con la palabra en la boca, vieron como el muchacho se les venía encima. Una de ellas balbuceó: -Tú…

– Es para mí, no se moleste usted -repitió Manolo, esta vez a la sirvienta, que casi atropelló a su paso. La buena mujer se retiró de la puerta mirando a su señorita con cierta expresión resignada. Manolo cogió violentamente a las dos hermanas por el brazo y salió con ellas al jardín, alejándose lo que pudo de la casa. Los tres hablaron a un mismo tiempo:

– ¡Maldita sea, golfas…!

– ¡Manolillo, pero qué sorpresa!

– ¡Andando, fuera!

– ¡Eh, despacio! -exclamó la otra-. ¿Qué puñeta haces tú aquí? ¡Ésta sí que es buena! ¡Suéltame, guapo! ¿Acaso estás en tu casa?

– Cállate si no quieres que te rompa el brazo -dijo él-. Y camina sin mirar atrás. A otra parte con el cuento, chata. Sí, encima reíros. ¿Cómo se os ha ocurrido? ¡Precisamente hoy! ¿No habéis visto el coche en la calle, locas, señal de que había alguien…?

– ¿Qué pasa? Cuando encontramos a la doña pues nos vamos de vacío y sanseacabó. Pero cómo iba una a figurarse… -empezó la de la prenda averiada-. Suelta ya, rico, que haces daño. ¿Qué pintas tú aquí? ¿Te crees con derecho a avasallar?

– No tengo tiempo de explicaros. Fuera.

– Sin atropellar ¿eh? Y explícate…

– Sí, eso -dijo la otra-. ¿Se puede saber qué haces tú aquí, si es que puede saberse? -Quizá para atenuar el mal efecto de la repetición, la chica añadió, con igual fortuna-: Qué casualidad verte, oye, después de tanto tiempo sin verte…

Manolo las conducía hacia la verja.

– Largo ahora mismo. Esto lo sabrá el Cardenal.

La más alta se soltó y se encaró con él:

– ¡Oye, tú, con amenazas no! Ni Cardenal ni narices. Que no le debemos nada a ese viejo roñoso…

– No quiero discutir. Marchaos, hay gente.

– ¿Es que todavía sigues con él? No te creía tan pipiolo, hijo. ¡Menudo elemento el Cardenal! Ése el día menos pensado te lía, Manolo, ¡te lo digo yo! ¡Pero suéltame ya, caray!

– No grites, estúpida.

– Sin insultar, guapo.

Estaban en la verja. Él comprendió que no podía despacharlas así.

– Bueno, ya os contaré otro día… ¿Qué, cómo os va? ¿Cómo está el Paco? ¿Aún os juntáis en el terrado? ¿Y el Xoni…?

– Muy majo, más que tú, sinvergüenza. Y el Paco, pues ya verás si te echa la mano encima: todavía esperamos que nos pagues lo que nos debes, so cabrón!

– ¡Chissst…! Yo no os debo nada.

– ¡A ver! ¿Fuiste tú o el Cardenal?

– Fue éste, mujer -dijo su hermana-. ¿Qué no le ves la cara?

– Bueno, ahora marchaos…

– Decía yo -insistió la otra- que el Cardenal te chupa la sangre ¿es que no lo ves?

– Bueno, bueno.

– Ahora -terció la pequeña golpeándole el hombro- tenemos otro marchante. Se llama Rafael. ¿Le conoces? Su mujer acaba de tener dos mellizos nacidos de un mismo parto el mismo día. Pero bueno, ¿te molesta decirnos de una vez qué haces aquí, si no te molesta? -La menor de las Sisters siempre decía cosas insólitas, porque su lengua era mucho más rápida que su mente, pero hoy Manolo no tenía tiempo ni humor para celebrarlas-. ¿O te molesta?

– Sí, me molesta. Marchaos, por favor. Os lo contaré todo otro día…

Teresa les observaba desde la ventana del salón, esperando, con la bolsa de playa en el hombro, mientras se pasaba un peine por los cabellos. “Quieta, Dixi”, ordenó a la perrita, que se restregaba contra sus piernas. No podía oírles, pero vio como Manolo se enfurecía, gesticulaba, las empujaba hacia la calle. Ellas, riendo con una risa gruesa, se despidieron de él besándole en las mejillas (increíble: la más alta pretendió de pronto besarle en la boca, Teresa vio como se la buscaba ansiosa y desvergonzadamente, jugando con sus cabellos, echándole al cuello aquellos negroides y rollizos brazos, mientras él se defendía y la empujaba hacia la calle) y finalmente se fueron.

– ¿Qué querían ésas? -preguntó cuando él entraba. Y sin dejar de peinarse, remedando graciosamente con la expresión y el tono cierto tipo de interrogatorio que debía serle familiar, bromeó apuntándole con el dedo-: A ver, usted, jovencito, dígame: ¿conoce a esas chicas?

Manolo le volvió la espalda, pensativo, dirigiéndose hacia una butaca.

– ¿Era a usted a quién buscaban? -insistió Teresa, riendo-. Qué curioso… Todos ustedes son unos subversivos, unos rojillos, estamos bien informados. A ver, no mienta: ¿cómo sabían ellas que estaba usted aquí?

El murciano volvió la cabeza bruscamente. No se permitió ni un segundo de vacilación:

¡Por favor, te agradeceré que no me preguntes nada! -Suavizó el tono-. Dejé dicho en casa que siempre que hubiese algo urgente me encontrarían en la clínica o aquí… Una reunión, esta noche. Así que perdona la libertad.

Ella le miraba, azorada y bajó la cabeza.

– Por mí no te preocupes. Lo comprendo. Sólo quería bromear un poco.

Pues no bromees -dijo él secamente, pero con todo el dolor del alma: Teresina era un encanto de criatura, había que reconocerlo-. Y perdóname, no tengo ningún derecho a gritarte, pero la cosa es más seria de lo que te imaginas. No quiero mezclarte en todo eso, no hay ninguna necesidad.

Teresa guardó el peine en la bolsa mientras se acercaba a él, despacio. Le vio hundirse en la butaca y llevarse las manos a la cabeza con aire de fatiga, preocupado, abrumado por alguna razón. ¿Cómo escapar, viendo estas manos oscuras y fuertes, esta cara de facciones dulces y a la vez duras, casi mongólicas, cómo escapar a la sugestión de un futuro más digno? La idea de que detrás de todas las cosas había una conspiración era tan fuerte en ella por esa época, que le bastó suponer un leve estremecimiento de miedo en estas manos y en estos cabellos intensamente negros para penetrar gustosa en el supuesto círculo de peligros-: ¿Hay algo que no marcha bien, Manolo? -Estaba de pie ante él, muy quieta, las piernas juntas y enfundadas en los blancos y elásticos pantalones. Mesándose aún los cabellos, él levantó los ojos a la altura de las caderas de la muchacha (qué agonía ese encantador triángulo, el dulce leve tumor del centro), volvió a cerrar los ojos y dijo:

– Nada. Vámonos. -Se levantó-. Vámonos a la playa, te lo ruego, necesito distraerme un poco.

En el coche, durante el camino (dirección Castelldefels) Teresa sintió la imperiosa necesidad de formular un juicio sobre aquellas chicas, uno solo y en pro de la seguridad del grupo:

– Alguno de vosotros debería convencerlas de que no se pinten así. Parecen putillas. -Luego añadió-: He encontrado un slip, espero que te vaya bien.

– Seguro. Y ahora, ¡corre, corre más…! ¡Pásalos a todos…!

Teresa Simmons en bikini corriendo por las playas

O que ma quille éclate!

O que j’aille à la mer!

Rimbaud


Teresa Simmons en bikini corriendo por las playas de sus sueños, tendida sobre la arena, desperezándose bajo un cielo profundamente azul, el agua en su cintura y los brazos en alto (un áureo resplandor cobijado en sus axilas, oscilando como los reflejos del agua bajo un puente) después nadando con formidable estilo, surgiendo de las olas espumosas su jubiloso cuerpo de finas caderas ágiles y finalmente viniendo desde la orilla hacia él como un bronce vivo, sonoro, su pequeño abdomen palpitando anhelante, cubierta toda ella de rocío y de destellos. Jean Serrat sonriéndole a él, saludando de lejos con el brazo en alto, a él, al tenebroso murciano, a ese elástico, gatuno, apostado montón de pretensiones y deseos y ardores inconfesables, y dolientes temores (la perderé, no puede ser, no es para mí, la perderé antes de que me deis tiempo a ser un catalán como vosotros, caaaabrones!), que ahora yacía al sol sobre una gran toalla de colores que no era suya, como tampoco era suyo el slip que llevaba, ni las gafas de sol, ni los cigarrillos que fumaba, siempre como si viviera provisionalmente en casa ajena: ¿qué haces tú aquí, chaval, qué esperas de esa amistad fugaz y caprichosa entre dos estaciones, como de compartimiento de tren, sino veleidades de niña rica y mimada y luego adiós si te he visto no me acuerdo? Sólo por verla así, caminando despacio, semidesnuda y confiada, destacándose sobre un fondo de palmeras y selva inexplorada -¿acaso no era la isla perdida este verano?- valía la pena, y era suya, suya por el momento más que de sus padres o de aquel marido que la esperaba en el futuro, más suya que de cualquiera de los muchos amantes que pudieran adorarla y poseerla mañana. La colección particular de satinados cromos se abrió en su mano como un rutilante abanico: él y ella perdidos en la dorada isla tropical, solos, bronceados, hermosos, libres, venturosos supervivientes de una espantosa guerra nuclear (en la que desde luego y justamente hemos muerto todos, lector, esto no podía durar) construyen una cabaña como un nido, corren por la infinita playa, comen cocos, pescan perlas y coral, contemplan atardeceres de fuego y de esmeralda, duermen juntos en lechos de flores y se acarician y aprenden a hacer el amor sin metafísicas angustias posesivas mientras la porquería de la vida prosigue en otra parte, lejos, más allá de esta desvaída soltura de miembros bronceados (Teresa seguía avanzando perezosamente sobre la arena, hacia él) que ahora se arrastra con un ligero retraso respecto a la visión, con una languidez abdominal que se queda atrás: la sugestión de no avanzar en medio del aire caliginoso, una dolorosa promesa que arranca de sus hombros y se enrosca en sus caderas y se prolonga cimbreante a lo largo de sus piernas para fluir, liberada, derramándose como la luz, por sus pies, hasta el último latido de cada pisada. Venía con su sonrisa luminosa y un coco prisionero entre su cintura y el brazo, jadeante y mojada, trayendo consigo algo del verde frío de las regiones marinas, y se dejó caer lentamente a su lado, doblando las hermosas rodillas, y soltó el coco. Su cuerpo parecía tan habituado a correr y yacer en las playas, tal como si hubiese crecido en ellas, extrañamente dotado por la naturaleza para vivir aquí, siempre, bajo el sol…

– ¿No te bañas más? -dijo al llegar.

Teresa había soltado la pelota de goma. Sentada sobre sus propios pies, con la cabeza inclinada, buscaba ahora las gafas de sol en la bolsa. Los cabellos le tapaban la mitad del rostro y había una gracia animal en sus caderas mojadas, en su espalda erguida sobre la leve cintura. Qué agonía ese abdomen hundido, pueril, recogido en un puño, blanco favorito de los viajeros ojos del murciano.

– ¿Dónde diablos he puesto mis gafas? -preguntó-. ¿Las has visto?

No -mintió el, divertido (las había enterrado en la arena)-. Échate aquí anda, y olvida las gafas. Tengo que hablarte de algo, pedirte un favor.

– ¿Un favor?

Sí…

Tendido de bruces, con el mentón apoyado en el antebrazo, observaba atentamente los movimientos de Teresa. Meditaba. Sus cabellos negros y lacios le caían sobre la frente en diagonal. Poca gente en la playa (la parte más frecuentada era la de los pinos) poca y desdibujada a lo lejos en medio de la luz calina. Ellos estaban en un extremo, aislados, junto al nacimiento de una extensa franja de hierbas pantanosas que se perdía a lo lejos. Detrás, en una explanada de rastrojos próxima a la carretera, el blanco “Floride” dormía al sol como un perrito de lujo. Teresa se había traído un libro y había estado leyendo hasta ahora, entre el primer y el segundo baño. Fue precisamente entonces, viéndola leer con aquella tranquilidad un tanto hogareña (la cabeza recostada en la pelota y las rodillas cruzadas, oscilando suavemente de un lado a otro) cuando él se sintió un miserable descuidero y por su mente cruzó, como un relámpago, aquella idea que pronto iba a convertirse en una obsesión: probemos a hacer borrón y cuenta nueva, aquí está la oportunidad, Teresa (y con Teresa su padre), de obtener algún empleo, un buen empleo, quizá de esos para toda la vida y con posibilidades de…

– ¿Un favor? -repitió Teresa-. ¿Qué clase de favor? Manolo trazó con el dedo círculos en la arena, pensativo.

– Todavía no -dijo-. No, es pronto. Estamos en vacaciones. Más adelante te hablaré de ello. Sólo quiero que sepas que es muy importante para mí. ¿Tú tienes mucha confianza con tu padre?

– Sí, claro. Bueno, esto sí que tiene gracia. -Se refería a las gafas de sol, que no aparecían. Ahora vaciaba el contenido de la bolsa sobre la toalla-. ¿No las tenía usted, joven?

– No, señorita.

Teresa removió la arena en torno a ella. Al cabo de un rato, al observar la expresión pensativa de Manolo? -¿Es qué piensas, Manolo?

– En qué quieres que piense. En ti.

– ¡No me digas! Eres un chico extraño, en verdad. Me gustaría saber una cosa… -Sonreía misteriosamente, una sonrisa apenas visible entre los cabellos que le tapaban la cara, porque andaba a gatas removiendo la arena. Había ya demostrado, en anteriores conversaciones, una curiosidad exacerbada e insaciable por el pasado de su amigo, pero no por su vida sentimental (dejando de lado la historia con Maruja), que seguía siendo un misterio-. Supongo que un chico como tú… ¿Has tenido alguna aventura con esas amigas? Si no quieres no me lo digas, por supuesto.

– ¿Esas que han venido hoy…? Si quieres que te diga la verdad, apenas las conozco. ¿Por qué me lo preguntas?

– Oh, por nada. Chafardera que es una.

– Además, fuera del trabajo, no me gustan.

– Pues parecía como si ellas… ¡Mira, una avioneta!

– ¿Estuviste espiando? Las veo muy poco, pero son como hermanas para mí. ¿Sabes?, yo siempre he deseado tener una hermana, desde que era un niño.

Teresa se rió. “Está bien que seas así, tan ingenuo”, dijo, y luego se quedó mirando la avioneta, que se deslizaba muy baja, sobre el rompiente de las olas.

– ¿Te gustaría que yo fuese tu hermana? -añadió riendo-. Eh, usted, ¿le gustaría que yo fuese su hermana? Siempre he estado sola, a mí también me habría gustado tener un hermano guapo y cachondo.

¿Qué ha dicho? (en este momento pasaba la avioneta plateada, con un zumbido rencoroso, soltando una lluvia de folletos publicitarios que la brisa empujó hacia ellos). Manolo, ladeándose, pilló un papel en el aire y al caer cogió un pie de Teresa. Pero ella seguía con los ojos en alto, la mano haciendo visera en su frente, viendo como se alejaba el aparato. Cuidado, imbécil, se dijo él, estás haciendo tonterías; Teresa es una muchacha inteligente, que no teme decir las cosas por su nombre.

– No -dijo soltándole el pie-. No te quisiera para hermana. Estás demasiado buena.

La arena, en torno a ellos, estaba cubierta de papeles. Teresa leyó uno y luego lo tiró. Dijo:

– ¿Demasiado qué?

– Estás hecha para otra cosa.

– ¿Para qué, puede saberse? -Y en seguida-: Pero ¿dónde puñeta he puesto las gafas? -Seguía moviéndose de rodillas, a rastras, se revolcaba.

– Ojalá las hayas perdido, tus gafas. Para amar, tú estás hecha para amar, Teresa.

– No te pongas romántico ¿quieres?

– Me pongo como me da la gana, si a la señorita no le importa.

– Bien dicho. Las llevabas puestas hace un rato, te he visto con ellas. ¿Dónde las has metido?

– Mira, una canoa…

– Y volviendo a las chicas…

– ¿Qué quieres saber? La mayor está casada y… separada, lo ha pasado muy mal, tiene un niño precioso, te gustaría verlo, rubio como un sol, como tú.

– ¿Y la otra?

– Fíjate en la canoa. La lleva un viejo, hay que ver. Viene poca gente por aquí ¿verdad? Échate ya, olvida las gafas. -Las necesito para leer.

Es de mala educación leer en compañía. Lo que pasa es que la señorita es una consentida y una mimada, y se merece unos buenos azotes. Ya te haría yo correr…

– A propósito de correr -dijo ella-, ¿tú no has corrido nunca entre la gente, con la porra de un guardia a un palmo de tu cabeza? Te has perdido algo bueno…

Felizmente envuelta, todavía, en aquel círculo de peligros, en el gran supuesto de relaciones y contactos clandestinos que emanaba de la oscura piel del murciano (por cierto: qué bien le pega el viejo y descolorido slip granate de papá a esta piel sedosa) empezó a contarle algunos de los riesgos que comporta la lucha universitaria:

– …otro estudiante corría delante de mí -decía una sorprendente Teresa Simmons, dejándose caer de espaldas sobre la mitad libre de la toalla, abandonando por fin la búsqueda de las gafas-, pero nos separamos en la calle Pelayo. Lo peligroso, en estas manifestaciones, que por otra parte son muy divertidas, es perder contacto en los momentos de bloqueo. Ocurre al revés que en lo vuestro, que lo mejor es manteneros siempre aislados uno de otro… Así que volví con el grueso de la manifestación, que había conseguido agruparse de nuevo, y entonces los guardias cargaron otra vez con los caballos y de pronto me encontré en el suelo, aún tengo la señal en la rodilla, mira. Alguien me levantó, era un agente muy joven, recuerdo que tenía unos ojos muy claros, verdes, desde luego era un campesino, parecía más asustado que yo, pero me empujó suavemente hacia la camioneta, yo me revolví, lo golpeé, lo pateé, aún no comprendo cómo no me dio con la porra, y conseguí deshacerme de él, pero no había manera de escapar de allí porque aquello ya era el caos, por lo menos éramos cien estudiantes en aquella esquina, amontonados unos sobre otros, todo eran codos y piernas disparándose en todas direcciones, sólo pensábamos en escapar… Oye, ¿tienes bastante sitio? ¿Quieres…? Espera, tira de la toalla hacia ti, así, tienes de sobra, acércate, hombre. ¿Quieres fumar?

– Bueno.

– Pues como te decía… Te interesa, es un aspecto de lucha que desconoces. Enciende tú primero… Pues ya no pensábamos más que…

Manolo le acercó la cerilla.

– Toma.

La fragancia de sus cabellos dorados, aplastados en su dulce cabeza, otra agonía: la llama se apago en el hueco de sus manos porque él quiso, sólo para respirar otra vez de cerca aquellas lejanías, aquel indecible aroma de una adolescencia perdida no sabía dónde. Rozó de nuevo con sus labios la tersa frente inclinada sobre la llama rosa de la cerilla, y después ella se apartó y le miró con una extraña seriedad en sus ojos celestes, pero no sostuvo la mirada del muchacho más que un instante.

– Bueno, pues así estaba todo cuando yo grité que lo mejor era refugiarse en la Universidad, pero supongo que nadie me oyó. Era la única salida, y en cierto modo ya habíamos conseguido nuestro propósito. Pero la gente estorbaba en vez de ayudar, porque hay que decirlo todo, muchos nos contemplaban sin mover un dedo, así, como en primera fila, algunos incluso sonreían, los muy… Y al fin, me agarraron bien, tenía el vestido roto, no volví a ver a Luis ni a los demás hasta que me llevaron a Jefatura. Nos interrogaron… Fue algo grotesco, para qué contarte, figúrate que…

Tenía los ojos muy abiertos y clavados en el cielo -atrapados en una de esas crisis de idealismo que años después, en medio de las monótonas marejadillas conyugales, tanto echaría de menos- y en sus rubios cabellos la luz esgrimía pequeñas y fulgurantes espadas de oro. Manolo contemplaba su perfil sobre un fondo vaporoso de arena y mar, y mientras la escuchaba asentía con la cabeza de vez en cuando, en silencio, recreando fugaces espejismos (Teresa caída bajo las patas de un caballo de la bofia, con el vestido hecho jirones, Teresa vociferando al frente de una manifestación estudiantil, luego interrogada bajo una luz canallesca, luego rescatada por su padre en Jefatura) y se acercó más a ella, ahora no sabía muy sien si para respirar más de cerca el olor de su pelo o para penetrar algún íntimo y secreto deseo que ella ocultaba detrás de su interminable relato (¿no recordaba un poco, en otro orden, a la verborrea de la Lola?). Pero él sabía que este deseo, cualquiera que fuese, podía crecer tranquilo y feliz en sus entrañas de mujer o en su pecho de adolescente porque, tarde o temprano, se cumpliría. Sólo que él puede que ya no estuviera cerca de ella para verlo.

– Y ¿nunca has tenido miedo? -le preguntó-. Eres una chica valiente.

– Manolo, ¿tienes el pasaporte en regla?

– ¿Por qué me lo preguntas? Claro que sí.

– Conviene estar preparado. Ya sabes: si tuvieras que largarte de pronto, pasar la frontera. No serías el primero.

– Chiquilla, qué cosas se te ocurren. Me moriría.

– ¿Cómo dices?

– Me moriría si tuviera que irme.

– No te entiendo…

Insistiendo sobre esa hipotética huida, Teresa, con un movimiento brusco, se ladeó sobre la toalla encarándose con él. Juntó las manos bajo la mejilla con gesto infantil, como una niña pequeña al acostarse, y miró a su amigo fijamente: “¿qué quieres decir?”. Sus ojos, que titilaban con una luz risueña, tropezaron con una inesperada mirada nostálgica del muchacho. El pálido sol de la tarde jugaba con unos granitos de arena pegados a su hombro pulido, arrancándoles brillos irisados. Viéndole así, tan de cerca (sus ojos bizqueaban un poco), Teresa pensó en el momento en que habían caminado hacia la orilla, después de desnudarse en el coche, ella siguiéndole a un par de metros y observando qué tal le sentaba el viejo slip, mirando su espalda esbelta, la línea firme de sus hombros, y pensando oscuramente: “la entrañable mosquita muerta se ha estremecido en, estos brazos, durante noches y más noches, mientras yo leía a la Beauvoir sobre ellos, en mi cuarto, sola.”. En la espalda oscura del muchacho, en su manera de caminar, le había parecido entonces captar la expresión muscular de ciertas locas esperanzas. Ahora él le apartaba los cabellos con la mano y Teresa bajó los ojos. La mano (era la mano herida, por supuesto) se posó luego en el cuello de la muchacha, presionando levemente en la nuca. El fino cuello de Teresa latía entre sus dedos como un pájaro asustado. “Eres muy bonita, y sentiría tener que escapar de repente, por lo que fuera, tener que dejarte. Ninguna coña de esas de la política será capaz de hacer que te olvide… (“Mal, lo estás haciendo mal, ignorante”, se dijo.) Se acercó más a ella y rozó sus labios calientes, entreabiertos, que dejaban ver unos dientes de leche. “Por favor, qué haces…”, murmuró Teresa con los ojos bajos. Parecía reflexionar intensamente, muy concentrada en sí misma: su disolución era eminente.

– Sabía que pasaría esto -añadió Teresa en un susurro-. Lo sabía… La vida es un asco.

– No digas tonterías.

– No digo tonterías. Y aunque me beses, te lo advierto, quítate de la cabeza la idea de acostarte conmigo. Yo soy muy franca, Manolo, todavía no me conoces. Ya tuve una experiencia y no pienso repetir.

– ¿Quién habla de eso? Conmigo no tienes nada que temer -fue la Ambigua respuesta de él.

– Nunca más ¿comprendes? -insistió Teresa, siempre con los ojos cerrados.

– Oye, si tuviera que irme de pronto, ¿me echarías de menos?

– ¿Si te pasara algo, quieres decir?

– Eso.

– Pues sí.

– ¿Por qué?

– Porque sí. No sé -suspiró-. Qué raro es todo esto ¿verdad? Tú y yo aquí, tan tranquilos, y hace un mes ni siquiera nos conocíamos… Qué extraño verano éste. Si en casa, si mis amigos supieran que salgo contigo… -Soltó una risita nerviosa y divertida-. Pero es cierto, chico, a qué tanto miedo de decir las cosas: sentiría mucho que te pasara algo.

– Pronto me olvidarías.

– ¿Yo, por qué?

– Eres muy joven, casi una niña, me olvidarías; te casarás con algún jilipollas…

– Olvidarte, es posible; la vida da muchas vueltas. Pero nunca me casaré con un jilipollas, por mucho dinero que tenga.

– Verás como sí.

– ¡Qué poco me conoces!

– Es lo normal. -Le acariciaba los cabellos, la línea suave de los hombros, la nuca-. Es tan fácil quererte, tan sencillo. Lo más sencillo del mundo. Eres bonita, inteligente…

– Pero ¿qué dices?

– Pues eso, que estás hecha para que te adoren (mal, muy mal, desgraciado, ¿qué te pasa?). Eres un ángel.

Sus cuerpos se tocaron. Teresa seguía con los ojos bajos.

– Por favor… No olvidemos que Maruja…

El aire calino temblaba sobre la arena, como si un vapor envolviera sus cuerpos, muy juntos. Teresa le miraba, y él se miraba en el pálido círculo de las pupilas transparentes y candorosas de la muchacha. Movidos por la brisa, los folletos publicitarios (¡Entre Ud. en el círculo decisivo con bañadores K!) revolotearon en torno a la aturdida cabeza del murciano. Teresa se incorporó de un salto, como si despertara.

– ¿Vienes al agua?

– Dentro de un rato…

– ¡Perezoso!

Y escapó corriendo hacia la orilla. Fue al volver: él había ya considerado la crueldad casi inhumana, por inaccesible, de cierta sugestión de las formas: la desdeñosa flexión de la cintura, la fugitiva y delirante vida de las nalgas, la extraña variedad de ternuras y abandonos que prometían aquellos tobillos un poco gruesos, aquel ritmo desganado y blando de las corvas; sabía también que estaba aprovechando muy mal el tiempo que hoy se le concedía y ninguna de las ventajas que brinda la proximidad, y aún pensaba que, tal vez, si nadando le ocurriera algo, un desvanecimiento, la sacaría en brazos del agua y la tendería mojada y vencida sobre la arena… Pero naturalmente las cosas no ocurrieron así: él se apoyaba en el codo y jugaba con las gafas de sol (desenterradas otra vez) mientras observaba atentamente a Teresa, que salía del agua; la vio pararse un momento en la orilla, ladearse y agitar sus rubios cabellos, atusando las graciosas mechas con los dedos. El sol centelleaba en su piel con destellos de cobre. Manolo se puso las gafas oscuras y se echó de bruces sobre la toalla. Entonces vio a Teresa venir directamente hacia él, despacio y pisando suavemente la arena, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, en una noche azul, y algo sustituyó el vapor que exhalaba la arena recalentada, algo parecido a jirones de niebla en un bosque; y en aquella prodigiosa noche azul o verde (¿no eran verdes los cristales de las gafas?) la veía avanzar hacia él como si la muchacha prosiguiera una marcha empezada en un lejano día aún no perdido en la memoria: era el mismo paso irreal, ingrávido, iniciado por la niña aquella noche que atravesó el claro del bosque bañado por la luna; era como si ya desde entonces viniera hacia él aquella amistad nacida en el trasfondo nebuloso y anhelante de un sueño, prolongándose ahora en los pasos lentos y medidos de Teresa. Y esta vez no pasó de largo, sino que llegó y se sentó junto a él. “¿No me besas?”, preguntó con voz tímida (en realidad dijo: “¿no te bañas?”, añadiendo: “¡Conque habías escondido mis gafas, ¿eh?!”) y se quedó allí, sus cabellos dejando caer gotas de luz sobre los hombros del murciano, a un palmo de su boca y con los muslos muy juntos sobre la toalla, igual que si presintiera la invisible amenaza, en una actitud casi consciente de auto-defensa. Pero ya sobre ella, más allá de su virginal cabeza, en lo alto del cielo, el fulgurante sol del deseo y la posesión (hermandad que mueve el mundo pijoapartesco) brillaba al fin con toda su violencia, y el muchacho, repentinamente, la cogió por los hombros y la tendió de espaldas, sin brusquedades pero con autoridad, mirándose en sus ojos profundos como el mar al mismo tiempo que murmuraba entre dientes algo que ella no entendió (le pareció sin embargo que se trataba de una de esas oscuras maldiciones dictadas por la virilidad en pleno vigor, la mismísima voz del sexo abriéndose paso entre remilgos y estrecheces de burguesita) preocupada corno estaba por el rápido descenso de la cabeza de él, que cubría ya por completo el sol. Podía, en verdad, volver el rostro a derecha o a izquierda (como un día hizo con sus ideas, se hubiese dicho de tener tiempo para alguna reflexión) pero no lo hizo, y dejó que él la besara largamente en los labios salados. Con sorpresa no menos deleitosa que la producida por esta boca que se afanaba sobre la suya, y a la que no podía dejar de seguir en sus atrevidas evoluciones, notó sobre su sexo el estómago de ébano, y con las mejillas arrebatadas, sintiendo crecer una repentina vida en los brazos levantó las manos y cogió con ellas la cabeza de Manolo, restregando sus cabellos con una ternura desesperada: sus primeros besos, lo mismo que sus primeros pasos por el resistencialismo universitario, fueron atrozmente desquiciados, fundamentalmente histéricos.

Luego, dejando a él toda la iniciativa, sin tomar precauciones ni importarle que pudieran ser vistos por los bañistas que yacían a lo lejos, permitió que las atrevidas manos se introdujeran bajo la húmeda tela que cubría sus senos y permitió también, con un leve movimiento (simulando oscuramente querer acabar con una postura incómoda que estaba lejos de sufrir) que él se acoplara mejor sobre ella. Pero nada más; le entregaría durante un rato aquella bruma rubia que flotaba en torno a su boca, permitiría incluso algunas caricias aviesas -todas las chicas lo hacen- pero nada más: no podía consentir que él la tomara por una burguesita atolondrada, fácilmente corruptible y sin conciencia de las otras realidades (urgentes) que están por encima de juveniles devaneos. Sin embargo, minutos después, cuando ya empezaba a serle difícil establecer la verdadera urgencia, no pudo evitar el añadir furtivamente unos grados más de abertura al ángulo de sus piernas. Afortunadamente, en ese instante llegaron dos hombres gordos con horribles slips negros caídos sobre nalgas blancuzcas y llenas de granos rosados, y se sentaron a unos metros de ellos, mirándoles con severidad. Suavemente, Teresa rechazó a su amigo, el cual miró en torno buscando la causa de la interrupción. Su mirada debía poseer algún secreto poder, puesto que Teresa vid a los dos orondos caballeros cayendo de espaldas sobre la arena, cogiéndose las rodillas, repentinamente interesados en unas nubecillas que se deslizaban por el cielo. Luego Teresa cerró los ojos. El muchacho regresó a su boca todavía caliente con renovado ímpetu, y ella no opuso resistencia. La seguridad y la fuerza de su oscuro mandato, que de repente le transmitió una oleada de calor proponiéndole aviesamente la distensión, la tenían sin embargo menos admirada que el atrevimiento de sus manos, que ahora, después de haberse apoderado de su cintura pasando el brazo por debajo de ella, la atrajeron hacia sí recostándola suavemente sobre el hombro y exploraron bajo del elástico del bikini como en un saco de manzanas. La otra pieza del bañador había perdido su emplazamiento inicial y los senos de Teresa, como graves caritas de niños pegadas al cristal de una ventana, sorbían con avidez el ancho tórax del murciano mientras que en medio de una irisada explosión de luces ella seguía jurándose a sí misma no entregarse, precisamente cuando, de pronto, como si él hubiese adivinado su pensamiento, la soltó. “Nos están mirando”, dijo Teresa, en un intento inútil y tardío de asegurarse la iniciativa. Pero era él quien había decidido no ir más lejos y eso la tenía admirada, por cierto. Sin que mediara entre los dos ninguna otra explicación, sus manos coincidieron sobre el paquete de cigarrillos y se echaron a reír. Luego, ya más tranquila (y sobre todo feliz, feliz, feliz) Teresa dejó que él se ocupara gentilmente de su persona, como un enamorado tierno y solícito: arrodillado ante ella, Manolo le puso el cigarrillo en los labios y le dio lumbre, limpió su espalda de arena, ordenó luego las cosas en torno, se incorporó, sacudió la toalla y volvió a extenderla para que la muchacha se sentara cómodamente.

Estuvieron fumando y mirando el mar, muy juntos, en silencio, y empezaba a oscurecer cuando decidieron irse. Por esta vez, los adiposos y melancólicos mirones quedaron decepcionados.

… la fragancia del jardín esa noche, las parejas bailando en la pista, la música y los cohetes de la noche de San Juan, estaba muy asustada, fue durante un pequeño descanso después de preparar y distribuir otra bandeja de canapés (ya sabía yo que faltarían) pues me dije mira vamos a sentarnos un rato al borde de la piscina para verles bailar, nos quedaremos junto a la señorita que ahora está sola, siempre la más bonita de la fiesta, la más interesante y envidiada pero también la más criticada, y de pronto le vio avanzar hacia ella con el vaso en la mano, tranquilo y decidido: ni una sola vez tuvo que parar o desviarse, era como si en la pista, instintivamente, las parejas abriesen paso a una presencia que siempre estuvo allí y que no necesitaba anunciarse. Él parecía no darse cuenta de nada, tan seguro iba de sí mismo, qué descaro (quién podía imaginar que se atrevería a tanto) y a ella el corazón le dio un vuelco al ver que iba por Teresa, pero al llegar… -ya entonces pensé que no podía ser, que salir a bailar a la pista con los demás no podía ser, amor, ¿comprendes?, nuestro sitio estaba en el rincón más oscurito del jardín-…apoya su cabeza en mi vientre y contempla el pinar y la playa bañados por la luna, más allá de la ventana abierta, y habla y habla hasta el sueño, susurra con su hermosa boca de lobo y un dulce quiebro en la voz, un temblor, un no sé qué de asombro y desamparo que su nuca transmite a mi entraña, cuenta y no acaba de aquel otro litoral y de cómo y por qué llegó un día a la ciudad, hace unos años, para acabar así, tan tontamente, en los brazos de una marmota, en una ratonera, creo que decía, no me acuerdo muy bien. Mejor recuerdo sus silencios, las cosas que no decía nunca, los amigos misteriosos y las atrevidas muchachas del barrio que duermen en sus ojos, el trato violento y cotidiano con la calle, con los maleantes y con su propia familia. Porque él hacía como si nada de esto existiera: jamás hablaba de su gente, se negaba incluso a pronunciar sus nombres, el de su hermanastro, el de su cuñada, el de los sobrinitos. Los suyos no son más que sombras tras él, seres sin rostro, personajes borrosos de una historia que siempre se ha empeñado en ignorar. Y sin embargo, bien debe de tener un hogar y forzosamente hay en alguna parte unas manos de mujer que se afanan por él, que lavan y planchan sus bonitas camisas con bolsillos y ponen diariamente su plato en la mesa… Y esta casita del Carmelo, qué cerca y qué lejos está: cuando llueve se va la luz, es lo único que él se concedía explicar, mulhumorado, cada vez que su Maruja le preguntaba, y ella sólo podía hacerse la idea de una triste bombilla que de pronto se apaga en un pequeño comedor mientras fuera llueve, retumba la lluvia sobre la uralita y las latas de las chabolas, así debe ser de oscura y envolvente la miseria, así de insoportable la vida de un joven en familia. Porque el amor de los pobres es su único bien, él nunca aprenderá a querer a los que le quieren. Lo sé; una es como es, señorita, una es ignorante y de hombres entiende poco, pero lo poco que una sabe de ellos, en la cama y con ellos lo aprendió, sus hermosos dientes de tiburón me pertenecen, y a mí no podía engañarme aquella noche en la verbena: solamente un pelagatos es capaz de confundir la riqueza con una simple cara bonita y besar de aquel modo tan urgente, como si quisiera sorber el mundo con la boca. Ni siquiera era posible creer que tuviera padres, o hermanos, una familia que él amara y que le estuviera esperando en algún sitio, porque al principio resultaba igualmente imposible imaginar su casa, su cuarto, su cama, el espejo donde se mira y se peina todas las mañanas; no parecía en verdad necesitar que nadie cuidara de él, ninguna mujer, parecía bastarse a sí mismo, y su constante vagabundeo por la ciudad producía también una extraña sensación de falta de hogar, y todavía más al verle correr en motocicleta o jugando a las cartas con los viejos. Todo eso se advierte en la expresión de su cara mientras duerme, cuando su voz se ha apagado junto a mi hombro y en el aire queda flotando este espejismo de sus primeros pasos viniendo hacia mí, desde muy lejos: ahí está, caminando sólo por las calles de Marbella con una bolsa de playa colgando al hombro, recién escapado de Ronda. Se para, mira los escaparates, escucha la música de las terrazas, el lenguaje de los turistas. Baja hasta la playa y baña sus pies en el mar, observa con los ojos entornados el paso de una canoa brincando sobre las olas, y luego su rostro enflaquecido, negro, contraído por oleadas sucesivas de sorpresas y decisiones emerge sobre un fondo de edificios en construcción, un estruendo de hierro y ladrillos se abate sobre él, y en medio de una nube de polvo se enfrenta con unos ojos fríos bajo el ala tiñosa de un sombrero de capataz. Queremos trabajo, paisano, necesitamos trabajo. Un año de peón de albañil: las manos morenas y callosas que me estaban destinadas, de nudillos que habían,de ser hermosos como la caoba, transportan de un lado a otro cubos de agua y ladrillos y arena con la carretilla, obedecen órdenes y gritos que caen de los andamios como pájaros enloquecidos por un sol de justicia, y de noche reposan como garfios oxidados en el lecho de la habitación compartida con un camarero, hijo de Mijas, que guarda sus ahorros de la temporada en el forro de la chaqueta. Su cuerpo se estira, se fortalece, y estas manos que diariamente le visten y le desnudan, que el sábado por la noche gastan el dinero que han ganado durante la semana paseándose una y otra vez frente a las terrazas llenas de turistas, oliendo todavía a cemento y a yeso, estas manos son las mismas que un domingo de sol radiante, en la playa, se abaten desesperadamente dentro del agua sobre otra mano, simulando haberse confundido de persona. Porque así fue como empezó todo: rápidamente sus ojos se disculpan, sonriendo con ventaja: son los suyos quince años que parecen dieciocho, y el trabajo duro y el sol han moldeado ese torso por donde ahora se pasean unos ojos verdes, puedo verla: es una mujer pequeña y algo regordeta pero de graciosa cintura y hermosa piel bronceada. Seguramente es buena, la señora; hay curiosidad, temor y como una infinita paciencia en la curva suave de su boca; hay una ternura fatalmente condicionada a los veranos en su vientre blando, maduro, soleado. ¿La señora es sueca, alemana? ¿Cuántos días lleva él bañándose en esta playa y a la misma hora, cerca de ella, espiándola, tendido en la arena como un lagarto? Seguramente (oh, sí, seguramente) la camisa rosa con bolsillos que lleva ese día fue el pretexto: ella se encaprichó de la camisa cuando se la vio puesta, al irse, y quiso comprársela porque de tan descolorida por el sol resultaba hermosa y original, un capricho como las camisetas a rayas azules y blancas que la señorita descubrió un verano en una tienda de Blanes, tan baratas, y que puso de moda entre sus amigas… Lo que sigue, ya una servidora no sabe si él se lo contó o simplemente si ella lo soñó (espera, amor, no te vayas todavía, no me dejes, que aún falta mucho para que amanezca) pero una servidora pasa por alto y quisiera olvidar los locos afanes del día, las ávidas bocas rojas de la noche y las abotargadas caras untadas de cremas que al amanecer, soñolientas y agradecidas, vuelven a él como por un túnel negro: porque el nuevo día, como años después cuando despertó aquí a mi lado, seguía diciéndole que la vida está en otra parte. Así que termina la obra en la que trabaja ahora y durante todo el mes de septiembre no hace nada, sólo gastar sus ahorros colgado en las barras de los bares. La alemana madura y triste regresa a su país, llega el otoño, y la perspectiva de un nuevo invierno acarreando arena y ladrillos se hace insoportable. Remontando lentamente el litoral (Torremolinos: pinche de cocina en un restaurante, luego camarero) llega finalmente a Málaga (dos semanas trabajando en una estación de gasolina) y su cabeza se va llenando de silbidos de tren hasta que decide marcharse a Barcelona, a casa de su hermano… Aquí ella pierde el nervio de la historia, se incorpora un poco en el lecha, apoya el codo en la almohada, inclinada sobre tu vigoroso cuerpo desnudo que transpira sueño. “¿Duermes, Manolo?” La luna se escondió hace rato, y ella sigue despierta, vuelta hacia ti, no se cansa de mirarte. Un pasado de silencio y de tinieblas: porque te avergüenza contarlo o porque el sueño te vence, no hablarás de quién te llevó hasta aquí ni cómo la conociste -seguramente en la misma estación de gasolina donde él trabaja. Tampoco ha hecho jamás ningún comentario acerca del viaje ni de las cosas que vio- sólo dice que haciendo auto-stop se aprende a vivir, y con trescientas pesetas en el bolsillo, la bolsa de playa colgada al hombro y unas bonitas sandalias que habían pertenecido a un inglés (otra historia que no quiso contarme) a mediados de octubre de aquel año de 1952 se apea de un coche con matrícula extranjera en la plaza de España. Barcelona gris bajo la lluvia, neblina acumulada al fondo de las avenidas, rumor subterráneo bajo el asfalto, uno quisiera tener ya veinte años, ¿verdad? Ella sólo conoce el final de esta carrera, cierto beso que el viajero evoca con nostalgia: asoma una cabeza por la ventanilla del coche extranjero que le trajo, es una hermosa cabeza delgada de cabellos rojos muy cortos, y allí queda él, de pie, agitando la mano mientras el coche se aleja, sigue camino de Francia. Se acerca a un urbano y le pregunta por el Monte Carmelo, y luego, vagando por la ciudad, sin prisas, siempre con la bolsa de playa colgada al hombro, acaba por no poder resistir a la ingenua tentación de subir a un tranvía; seguro que sonríe tras el cristal, prensado por la gente, mirándolo todo con ojos maravillados: todavía no distingue nada entre la muchedumbre, todavía falta mucho para que pierda la inocencia, para que aprenda a abrirse paso entre estas elegantes y confiadas parejas, avanzando hacia mí, el pobre no sabe quién soy, no sabe que acabo de dejar la bandeja, que le he visto entrar, pero si me pide un baile aceptaré aunque nos echen a patadas, aunque todos nos señalen con el dedo, sólo que es mejor que no nos vean, mi amor, vamos a lo oscuro, a lo más oscuro…

Siempre fue particularmente sensible

Un beau corps triomphera toujours

des résolutions les plus martiales

Balzac


– Yo voy.

Siempre fue particularmente sensible al mágico desafío del semifallo. Tal vez por eso, por su capacidad de concentración imaginativa ante la baraja, por su seriedad, su paciencia y su culto al silencio, los viejos adictos a la mamila le hablan acogido con agrado en su mesa del bar Delicias, desde que era jovencito. Manolo había jugado con ellos por el gusto de jugar, no por ganar dinero: halagaba a los viejos afirmando que la manilla es el más noble de los juegos de cartas. Pero ahora, desde hacía algún tiempo, prefería la ruidosa mesa de los solteros que pasaban de la treintena y que jugaban fuerte (a veces a peseta el tanto) al ramiro, o al julepe, o al cuarenta y dos. Nunca más volvió a sentarse en la mesa de los viejos. Y súbitamente todo fue distinto: en su espalda había siempre un grupo de 1 mirones escrutando sus cartas, comentándolas, como si vieran fulgir el quinteto coloreado con una carga de posibilidades muy superior a la de los demás jugadores. Muchas noches se levantaba de la mesa con ganancias. Barajaba y servía con precisión y rapidez, pero a regañadientes, como si quisiera deshacerse de las cartas cuanto antes y escapar de allí. Aquel paciente sentido de las entregas, aquel estilo reposado y austero tan sorprendente en un muchacho, aquel lento ceremonial aprendido al calor de los viejos y de la estufa, toda una difícil y oscura ciencia de la espera que transpiraban los arrugados dedos manchados de café y de nicotina al barajar las cartas, al ablandar un pitillo, al sacudir la ceniza de las solapas o al recoger sobre el tapete verde una baza ganada con un esfuerzo de la voluntad y no con un golpe de suerte (los viejos despreciaban los juegos de envite) había desaparecido de sus manos por completo: ahora no tenía tiempo que perder. Desde su mansa y prudente mesa de la manilla, los ancianos le miraban con una curiosidad no exenta de cierta nostalgia: imaginaban vagamente que el alejamiento del muchacho era una prueba más del desfase a que les condenaba la vejez. Pero las cosas eran mucho más simples: él necesitaba dinero para salir con Teresa, y en la mesa de los viejos no lo había.

Por lo demás, se le veía ya muy raramente por el barrio y siempre caminando de prisa, como si tuviera algo urgente que resolver. Una sensación de haber olvidado algo con las prisas, de no vivir ya allí, y sobre todo aquel alterado silencio de otros ámbitos -rumor subterráneo- que empezó a percibir días antes en el salón de la casa de Teresa, le había acompañado estos últimos días manifestándose de manera particular una tarde que llegó a la clínica en el momento de ver a Teresa sentarse en la butaca con una revista en las manos. Fue como una doble revelación (por algún motivo, recordó en el acto no sólo que Teresa era rica sino que él estaba hoy sin cinco) que le indujo a pensar oscuramente que las muchachas de buena familia, al sentarse delante de uno cruzando las piernas, lo hacen muy finamente pero desde luego con el aire de negar alguna cosa: flotaba en torno a ese movimiento tan pueril de sus rodillas cruzándose la sombra de alguna decisión no menos pueril, sin fundamento, pero decididamente negativa.

– Se acabó. Me voy a Blanes -dijo Teresa sin mirarle, mientras abría la revista y tiraba de los bordes de su falda, cosa que no acostumbraba hacer ante él. A Manolo no le sorprendió demasiado ni su decisión ni su actitud. Desde hacía horas, la tierra había empezado a moverse bajo sus pies: los problemas que constantemente le planteaba la falta de dinero (no estaba dispuesto a seguir robando: cualquier descuido en estos momentos significaría perderlo todo) le tenían muy preocupado. Una noche de julepe con suerte comportaba tres o cuatro días de holgura, pero al cabo la cuestión volvía a plantearse. Hoy mismo, a las tres de la tarde, al disponerse a pagar un café en la barra del Delicias, descubrió que sólo le quedaban cinco pesetas. En aquel momento vio al joven bien vestido, de unos treinta años, con espesas cejas negras y cabellos llenos de brillantina (trabajaba como corredor de electrodomésticos, una cosa con mucho porvenir, aseguraba él, y le llamaban el Rey del Bugui) que le estaba mirando desde el otro extremo de la barra, ante una copa de coñac. Manolo le sonrió: “Qué hay, Jesús”. También le miraban con mucha atención dos empleados del Metro, sentados en una mesa de mármol junto a la puerta; daban manotazos a las moscas y se abanicaban aburridamente con las gorras. Él se acercó al joven: “Ven un momento ¿quieres? Tengo que hablarte…”. Le llevó fuera, al sol, y el otro se sentó despacio en una silla de la terraza, cruzando prudentemente las piernas, también él, como si ya de entrada quisiera cerrarse de banda. “¿Qué quieres? Cabrón de Manolo, que ya no te dejas ver”, dijo. “La vida, chico”, fue la respuesta del murciano. “Ya”, hizo el otro. “Oye, Jesús que estoy en un apuro. ¿Puedes prestarme trescientas pesetas?” Conocía al Rey del Bugui desde hacía años, y, aunque nunca habían sido muy amigos, contaba con su aprecio. Le vio sonreír burlonamente. “Vaya, vaya”, dijo el Rey del Bugui, y se cruzó de brazos. A pesar de su apodo, que atestiguaba cierto esplendor juvenil alcanzado doce o quince años atrás, a nivel dominguero y rítmico (había ganado concursos de Bugui en Piscinas y Deportes y otras salas de baile, concursos que eran radiados -él lo juraba por su madre- por el famoso locutor de radio Gerardo Esteban, el cual una vez había estrechado su mano) la diferencia de edad no le permitía ya frecuentar la compañía del Pijoaparte, a quien consideraba un posible pero extraño sucesor. “¿Qué te traes entre manos, Manolo, se puede saber? ¿A qué baile vas los domingos, qué chavalas me trajinas, carota?”, le preguntaba a veces, y siempre se quedaba sin enterarse. En su tiempo, las chicas llevaban la falda muy corta y brillantes bolsos de plexiglás rojo, azul, verde. Sólo sabía que ahora se bailaba el Rock. En las noches de verano, sentado con los jóvenes casados en la puerta del bar Delicias, el Rey del Bugui dejaba vagar la mirada a lo lejos, hacia las Ramblas y el barrio chino, invisible bajo el polvo luminoso que la ciudad arrojaba a la noche. Y entonces, a menudo, pensaba en Manolo, pero nunca podía imaginárselo en situación de divertirse al estilo en que él se había divertido, ni frecuentando los mismos sitios, ni yendo de “burilla”. Por eso, aunque pueda parecer sorprendente, el Rey del Bugui llevaba ya mucho tiempo sospechando que Manolo era un sarasa. “Vaya, vaya”, decía ahora, sonriendo misteriosamente. “Vaya con Manolito”. “Hazme ese favor, hombre, estoy sin blanca”, insistió él. “Pues chaval, lo siento, yo también voy de verano. Pídeselas al Cardenal”. “Con doscientas me arreglo mira”. “Qué raro, verte sin dinero…”, razonó el Jesús. “Veinte duros, va”, concluyó Manolo. El Rey del Bugui se echó a reír: “Chúpasela al viejo, que es lo tuyo”. Manolo le miró arrugando el ceño y con las mandíbulas prietas. De pronto lo cogió por las solapas y lo levantó de la silla: “¡Repite eso!”. “Quítame las manos de encima, marica”, ordenó el otro. Manolo le escupió en el entrecejo, sin soltarle. El Rey del Bugui no hizo nada, pero dijo: “No me asustas, marica, que eres un marica, todo el barrio lo sabe. ¡Sí nadie te puede ver!”. Manolo volvió a escupirle y luego lo soltó, repentinamente perplejo. En el fondo, la opinión del Jesús le tenía sin cuidado, moralmente hablando; y aunque el barrio entero la compartiese, también. Lo grave era que eso confirmaba aquella impresión de desfase y desintegración, la sensación de que en el barrio los acontecimientos habían empezado a desbordarse desde hacía algún tiempo, sin enterarse él, y lo mismo cabía pensar de los sentimientos de la gente. Y al sospecharlo, su mano, como si captara alguna oscura señal de peligro, se le fue de pronto hacia el rostro del destronado Rey del Bugui, que recibió un inesperado y fulminante revés. Algo cayó de sus manos, un envoltorio de chicle. Manolo recordó una curiosa particularidad del Rey del Bugui; era uno de esos mierdas que les repugna besar a las putas en la boca, y que después de acostarse con ellas se ponen a mascar chicles perfumados.

Antes de darle tiempo a que reaccionara, Manolo le volvió la espalda, alejándose. Probaría en otra parte: primero con su cuñada (cinco duros, un papel infecto que olía a pescado, pero que él agradeció sinceramente), luego con el Sans, al que tuvo que ir a buscar donde trabajaba (ahora limpiaba tranvías en las cocheras de la plaza Lesseps, con altas botas de goma, una gorra mugrienta sobre la cara de mono y una manga de riego) y finalmente acudió al Cardenal, que era, precisamente, el único a quien no deseaba acudir. Al bajar corriendo las escaleras que unían la calle Gran Vista con la calle del Doctor Boyé, al doblar un recodo, Hortensia se le vino encima inesperadamente. La muchacha parecía llevar tanta prisa como él y la fuerza del choque la desplazó contra la pared. El sol le cegaba los ojos glaucos. Él la sostuvo por el brazo mientras balbuceaba una disculpa. En una azotea que quedaba por debajo de ellos, en los primeros repechos de la pendiente, una mujer de grandes ojos negros, de aspecto juvenil y en cierto modo ultrajado, les observaba con una sonrisa complacida mientras bañaba a un niño en un recipiente de plástico amarillo que traslucía al sol. La Jeringa, despeinada, llevando en la mano la descolorida cartera escolar que le servía de botiquín, recostó la espalda contra la pared y levantó su vidriosa mirada hacia Manolo.

– ¿Adónde vas tan de prisa?

– A tu casa -dijo él-. A ver a tu tío.

– Te acompaño.

Llevaba unos zapatos blancos de tacón alto que Manolo nunca le había visto. El sol pegaba fuerte en la pared trasera del jardín, mientras rodeaban el chalet, y ella iba a su lado en silencio, cabizbaja, tembloteando un poco sobre los altos tacones. Llevaba la cartera correctamente cogida por el asa y con el brazo muy rígido y pegado al cuerpo, como en sus tiempos de colegiala. “He ido a ponerle una inyección al chico de la Luisa ”, dijo. “Ah, ¿sí?”. “Sí, ya es la segunda. Es muy fácil”. “Eso está bien, mira -dijo Manolo-, está bien ese trabajo… Y a ti te gusta ¿no?”. Se sentía inseguro, pero sólo cuando ella le hizo pasar al comedor comprendió por qué: el Cardenal no estaba en casa.

– Cuando me he marchado estaba… -empezó la muchacha. -Bueno, se habrá ido -la ayudó él, incómodo-. Volveré otro día.

– Espera, miremos en el jardín. ¿Tienes prisa?

La siguió hasta el cenador, pero ya antes de llegar se veía el sillón de mimbres vacío, con el bastón cruzado sobre los brazos. Hortensia no apartaba sus ojos del muchacho. Quitó el bastón y se sentó riendo, cogiéndose la nuca con las manos, desperezándose, agitando las piernas. “Manolo -dijo-, prometiste que un día me llevarías en moto”. Bajo su cuerpo, el descoyuntado sillón de mimbres crujía con un gemido casi humano. Él se había parado quince metros antes de llegar al cenador, no necesitaba ir más lejos para ver que el viejo no estaba allí. “Sí, un día de estos…”. Decidió esperar un rato y se sentó en el suelo, cruzando los pies, los ojos fijos en la muchacha a través del sol, observándola con curiosidad. Ella no se estaba quieta. “¿Te has enamorado alguna vez, Manolo?”, preguntó riendo. “No…”, dijo él. Y al ver la manera con que fijaba repentinamente su atención hacia algo del jardín (ladeando la cabeza, un poco asustada, como si de pronto hubiese descubierto la presencia de alguna alimaña entre la hierba que crecía libre en torno a ella) fue cuando constató una vez más su extraordinario parecido con Teresa Serrat. Esas piernas que se agitan en el aire, que parecen fustigar el sol desesperadamente, sólo necesitan un dorado de playa para ser las de Teresa. Entornando los párpados, Manolo observó detenidamente a la muchacha: estaba francamente graciosa, y él sintió la oscura necesidad de preguntarse de nuevo por qué, antes de enamorarse de Teresa, no se había enamorado de ella. El amor es irracional y ciego, dicen pero él sospechaba que eso era otro cochino embuste inventado para engañar a las almas simples: porque si hubiese conocido a Hortensia al volante de un coche sport, por ejemplo, como en el caso de Teresa, enamorarse de ella habría sido muy fácil. ¿Qué eso ya no habría sido amor? Amor y del grande.

Hortensia, sin dejar de balancear las piernas, recostó la cabeza en el respaldo del sillón.

– Ya no llevas el vendaje -dijo.

– Ya no.

– ¿Por qué?

– Estoy curado. -De pronto volvió el rostro, dejó de mirarla.

– Manolo ¿qué te pasa? últimamente pareces tonto. No eres el mismo.

– Mira, Jeringa, tengo muchos problemas. -Tumbándose de espaldas sobre la hierba, añadió-: Todavía no puedo devolverte el dinero… ¿Se enteró el viejo?

– Claro.

– ¿Y qué dijo?

– Oh, me pegó. Sí, me pegó una bofetada. Y está muy enfadado contigo.

– Te lo devolveré -dijo él-. Te devolveré hasta el último céntimo… No quiero deudas contigo.

– Tienes miedo -dijo ella, y se echó a reír-. ¡Qué divertido, nunca lo hubiese creído! Y además te has vuelto tonto.

– ¡Niña…!

– La niña ya trabaja ¿sabes?

– Eso está bien. -Se levantó del suelo-. Sí, eso está pero que muy bien. En fin, me voy. Volveré otro día.

Al pasar junto a ella (prefirió salir por la puerta trasera del jardín), le rozó la barbilla con los dedos. Creyó que le acompañaría, pero no, Hortensia se quedó allí, repantigada en el sillón. Manolo notó en su espalda los ojos metálicos de la muchacha hasta que cruzó la puerta. “Lo tengo peor que antes”, se dijo pensando en el enfado del Cardenal. Mientras se dirigía hacia la clínica fue recuperando la seguridad: a fin de cuentas, sólo era en el barrio donde se hallaba a disgusto, y siempre fue así, no había por qué darle vueltas.

Dina acababa de entrar en el cuarto de Maruja y Teresa estaba en su butaca, igual que Hortensia en el sillón, pero componiendo aquella actitud de autodefensa con las piernas cruzadas y sin mirarle. Tenía aspecto de haber dormido mal. “Me voy a Blanes”. Las lujosas páginas de la revista crujían en sus manos. Él comprendió en el acto que algo nuevo bullía también en esta cabecita rubia.

– ¿Qué ocurre, Teresa?

– Nada. Excepto que la pobre Maruja está cada vez peor y que yo… estoy agotada, nerviosa. Voy a buscar a mamá.

– Pero si vino anteayer.

– Pues que vuelva. Que vuelva en seguida.

Pasaba las hojas de la revista con una rapidez asombrosa. Indudablemente no podía ver ni leer nada, pero tampoco parecía desearlo.

– ¿Volverás pronto? -preguntó él.

– No lo sé. -Y después de un corto silencio, como si prosiguiera una conversación iniciada con otra persona-: Además, te has quedado sin dinero por mi culpa.

– ¿Cómo dices?

– Chico, ¿estás sordo?

– Debiste suponerlo: a ninguna chavala le gusta salir con alguien que no tiene dinero, pensó. La oyó murmurar: “anoche estuvo pensando en ello. Somos unos insensatos…”.

– Déjate de monsergas -cortó él con una voz sorprendentemente baja-. Y dime qué te ocurre, anda.

Teresa había terminado de pasar las hojas, pero, dándole bruscamente la vuelta a la revista, volvió a empezar.

– A mí nada. No me ocurre nada.

Manolo paseó ante ella con la cabeza gacha y la mano izquierda hundida en.el bolsillo trasero del pantalón (exactamente igual que ayer tarde en una tasca de la Trinidad llena de camioneros escandalosos, mientras le ofrecía a Teresa un ramo de violetas que vendía una vieja, cuando tocó en el fondo del bolsillo el triste montón de calderilla. “No te preocupes, yo llevo -había dicho ella al comprender su apuro-. Así tengo ocasión de pagar alguna vez”).

– Oye -dijo él ahora-, no veo que tengas que ponerte así por eso. No tiene nada que ver… Quiero decir que precisamente estoy esperando un cobro…

– Claro que tiene que ver, Manolo. ¿Qué te has figurado que soy? ¿Una estúpida Malcriada que desconoce el valor de las cosas? ¿Crees que puedo consentir ese gasto? Conozco a los chicos como tú, sois demasiado buenos, demasiado tontos. Entendéis mal la amistad. Lo que me enfurece es no haber caído en ello hasta ayer… Seguro que ya te has gastado todo el sueldo de las vacaciones.

– Pues yo creo que no te vas por eso. Te vas porque tienes miedo.

– ¿Miedo de qué? Bueno, Maruja está muy mal, me preocupa… Además, necesito reflexionar.

Él se cruzó de brazos, suspiró.

– Reflexionas tú mucho, chavala.

Teresa se echó a reír.

– Qué divertido eres, Manolo. Un encanto. -Y ahora sí, ahora parecía haber hallado algo de sumo interés en la revista, porque fijó toda su atención en una página, mientras decía-: Pero seamos prácticos y hablemos claro, que para eso somos amigos. Vamos a ver, ¿qué hay entre nosotros? Amistad y nada más ¿no? A ver, dime.

Desde el cuarto contiguo, Dina, que les estaba escuchando, comprendió en seguida lo que pasaba y sonrió mientras le tomaba el pulso a la enferma: Teresa empieza a formularse los sentimientos de su amigo. Siempre seremos tontas, las mujeres, pensó. Dina sabía mucho del amor. Sabía, por ejemplo, que la afirmación amorosa del tipo más peligroso como amante consiste en negar en todo momento la existencia del amor, en no dejarse amar; pero sabía también que algo en ese tipo, en su tranquila voz sin historia, en sus agudos y sarcásticos ojos y en sus manos egoístas y rápidas, sugiere al mismo tiempo que no está aquí para otra cosa que para ser amado. Y el murciano también debía saber algo de todo eso, porque durante los últimos días, a despecho de lo tierno y reflexivo que se mostraba con Teresa (Dina les había sorprendido en el saloncito no pocas veces, arrullándose casi) había sabido mantener en todo momento ese tranquilo desafecto tan necesario para que las azules pupilas de su amiga se llenaran de duda y de interés.

Ahora, mientras el chico se dirigía hacia la habitación de Maruja:

– Eso es sólo amistad -aventuró-. Y basta de monsergas, te lo ruego. ¿Dices que Maruja está peor?

Y sin más, ahogando los latidos de su corazón con una indiferencia más o menos lograda (nunca sabría cómo le traicionaron sus ojos, cómo desmentían sus ásperas palabras) entró en el cuarto contiguo. Dejó abierto. Dina le estaba poniendo una inyección a Maruja. Él sabía que el médico solía pasar a esta hora, pero nunca le había visto porque él y Teresa se iban antes. Maruja parecía, en efecto, haberse consumido en veinticuatro horas: sus mejillas pálidas, transparentes, estaban hundidas bajo los pómulos, la frente era desmesuradamente grande y también la boca. Su expresión ceñuda se había acentuado, como si el mal sueño que la roía por dentro fuese cada vez más enojoso.

– ¿Está muy mal? -preguntó Manolo.

La enfermera, sin mirarle, desclavó la aguja del brazo y aplicó un pedazo de algodón.

– No. Sal fuera, que vamos a cambiarle las sábanas. -Pero ¿cómo se encuentra?

– Le han salido unas llagas en la espalda, eso es todo. -¿Y es grave?

– Te pido por favor que salgas. Va a venir el médico.

Cuando él regresó al saloncito, Teresa había desaparecido. Se volvió a la enfermera un poco perplejo: “Ha ido a buscar a su madre”, dijo, y se quedó allí quieto en la puerta, como esperando que Dina confirmara sus palabras. Pero la enfermera estaba atenta a su trabajo; dobló el brazo de Maruja y lo introdujo cuidadosamente bajo la sábana. “Mala suerte -dijo-. Vete y vuelve mañana”.

Desde luego, la mala suerte le hacía guiños: lo ocurrido, por ejemplo, con la última motocicleta que se decidió a robar para estabilizar un poco la situación económica, aprovechando que Teresa estaba en Blanes. Fue al día siguiente, después de convencer a su cuñada para que le sacara el traje del tinte (por lo menos, si Teresa volvía con su madre, que no le vieran vestido como un golfo). Era el 18 de julio, precisamente. A las cuatro de la tarde bajaba por la carretera del Carmelo y cerca del Parque Güell adelantó a dos parejas de novios del barrio. Les oyó cuchichear a su espalda, le criticaban, y el, repentinamente, como si hubiese olvidado algo, se paró y tanteó sus bolsillos. Sacó todo el dinero que tenía: rubias y calderilla. “Esto no puede ser, eres hombre muerto”. Entró en el Parque Güell. Sospechó entonces que la decisión no era repentina, sino que la llevaba dormida en la cabeza desde hacía días: si no había más remedio, lo haría, pero desde luego iba a ser la última vez. La motocicleta para el Cardenal y con lo que le diera liquidaría deudas y con prudencia aguantaría hasta el fin de las vacaciones de Teresa. Al mismo tiempo contentaría al viejo y volvería a tenerle a raya para nuevos anticipos. Y también daría un “tirón” (el último, esta vez de verdad) para gastos inmediatos.

Un poco más allá de la entrada del Parque, junto a los setos polvorientos, coches y motos con sidecar aparcados sin orden. Entre los árboles, chillidos de niños y pájaros. Entraban parejas enlazadas, con paso lento y religioso, que le impacientaban: ya le había echado el ojo a la motocicleta. Era una Montesa nueva, de un rojo brillante, que le miraba fijamente desde la espesura con su aire de avispa rencorosa. Tuvo que esperar durante más de tres cuartos de hora y se fumó medio paquete de Chester (a la cuenta sin pagar del Delicias) sentado en una de las grandes bolas de piedra que bordeaban el paseo de palmeras; pero luego todo fue muy rápido: aprovechando un momento que no pasaba nadie, montó en el sillín y puso el motor en marcha después de hacer saltar el candado. Bajo él, el caballete se plegó como una trampa. Al darle gas salió disparado del Parque y se lanzó a toda velocidad por Ramiro de Maeztu y luego por Avenida Virgen de Montserrat. Iba con las piernas muy abiertas para no mancharse el traje: era lo único que le preocupaba.

Segundo objetivo: un bolso de señora en un paraje favorable (cerca de Horta, era una calle desierta, sin asfaltar, flanqueada de obras), un gran bolso negro que golpeaba la cadera de una mujer delgada y madura, vestida de negro, con gafas oscuras, que había salido de un portal y se alejaba por la acera. Con el motor en ralentí, se deslizó tras ella arrimado al bordillo. En la calle resonaban golpes de piquetas y voces de albañiles. Él había visto ya las piernas un poco musculadas sobre los grandes zapatos planos, y las caderas escurridas, y la espalda hombruna muy ceñida por la blusa negra, y el cabello recogido en un moño sobre la nuca, pero ahora sus ojos estaban atentos a otra cosa: no pasaba nadie por la calle. Se aproximó más a la mujer, y cuando estuvo a su altura (un perfil severo, labios sin pintar, con una leve pelusilla negra en el superior) y avanzaba al ritmo de su paso, ella volvió inesperadamente el rostro hacia él. La ocasión no era propicia: el bolso pendía ahora sobre su vientre, lo cual le valió a la dama saborear un poco de simpatía pijoapartesca antes de morir. “Perdone -dijo el muchacho con su mejor sonrisa-. ¿Sabe qué hora es?” Ella, tranquila, inexpresiva, dobló el codo (el bolso se balanceó favorablemente en su brazo, como un péndulo) y, sin detenerse, miró el reloj de pulsera que apenas asomaba bajo la ceñida manga de la blusa, y en este momento salió la mano del Pijoaparte disparada como el rayo y se apoderó del bolso: un fuerte tirón, que ella adivinó e intentó neutralizar levantando el brazo (al tiempo que emitía unos ruidos guturales) de modo que el asa de cuero quedó durante unos segundos enganchada en la correa de su reloj, pero el nuevo tirón fue decisivo y en un abrir y cerrar de ojos el bolso ya estaba entre la americana y la camisa del muchacho, que dio todo el gas a la moto (¡al ladrón, al ladrón!) y se lanzó en dirección a la plaza de la Fuente Castellana para luego bajar por Cartagena. Formidable arranque el de la Montesa, instantáneo. Pero los gritos de la desconocida resonaron en sus oídos durante un buen rato. Cinco minutos después, detrás del Hospital de San Pablo, con la motocicleta parada y los pies en tierra, Manolo registraba el bolso: lápiz para las cejas, un pañuelo perfumado con una M bordada en azul (Margarita, Margarita), un monedero con rubias y calderilla, un carnet de conducir, otro de Asistencia Social, agenda, bolígrafo, una vieja fotografía de un equipo femenino de baloncesto (pesadas faldas azotadas por el viento, rodillas y sonrisas desvaídas en un campo desolado: una cruz de tinta sobre la cabeza de una muchachita gatuna) un peine, un tubo de aspirinas, un librito (“Almas a la deriva” o algo parecido) y, en efecto (los temores eran fundados) sólo un billete de cien y otro de cincuenta. Mala suerte. El muchacho dejó todo en el bolso excepto el dinero y el pañuelo perfumado. Emprendió la marcha, y luego, sin pararse, arrojó el bolso por encima de la tapia de un jardín. Lo encontrarían y sería devuelto. Pasaban diez minutos de las cinco. Dejaría, como sin querer, que Teresa viera este pañuelo: pues nada, un recuerdo de Margarita, la hija de un exilado, un amor muerto por culpa de la guerra, una herida sin cicatrizar… No, qué absurdo (tiró también el pañuelo). No divaguemos.

Dejó la motocicleta medio escondida entre dos coches, frente a la clínica. Había otras motos, y un joven con una camisa a cuadros que paseaba por la acera (y cuyas miradas de soslayo él comprendería demasiado tarde; he aquí que aparecían las primeras consecuencias -y por cierto en mala hora- del esfuerzo excesivo polarizado en una sola dirección: no reconocía ya a sus propios colegas). Lo que le distrajo fue sobre todo el Floride de Teresa estacionado no lejos de allí. “Ha vuelto”, pensó con alegría. Una vez arriba, lo primero que vio al entrar fue la cabeza gris de un hombre en medio de la penumbra del saloncito, recostada en el respaldo de la butaca. Parecía dormir. Las persianas estaban echadas. Manolo pasó ante él sin hacer ruido y entró en la habitación de Maruja. Dina leía una novela sentada junto a la cabecera del lecho. “¿Cómo se encuentra hoy?”, preguntó Manolo en voz baja: “Mejor -dijo ella sin apartar los ojos del libro-. Su padre está ahí, ¿no le has visto?” “Ah, su padre. ¿Y Teresa?” No obtuvo respuesta. Alguien estaba tras él, clavándole los ojos en la nuca. Se volvió. Era el hombre de pelo gris. Manolo le saludó con la cabeza, mientras el otro le miraba con ojos de cansancio, apenas visibles entre los infinitos pliegues de los párpados. Su rostro oscuro parecía esquivar algo, alguna luz molesta (sus espesas cejas se habían fijado en ese gesto campesino de esquivar los reflejos del sol) y aunque no era alto como Manolo, su mirada parecía descender hasta él. Había algo en su aspecto que no agradó al chico. Lentamente, el hombre apartó los ojos de Manolo y los fijó en su hija. Junto a la cabeza de ésta, sobre la almohada, la sonda cerrada con una pinza reposaba como una pequeña y maligna culebra. Maruja gimió débilmente: sobre el blanco de sus ojos revolotearon durante un segundo los párpados ralos y llenos de pupas, sorprendentemente descarnados, sin pestañas, y por un breve instante apareció la negrura ardiente de sus pupilas, sus grandes pupilas asustadas que no se fijaron en ninguno de los rostros allí presentes; pero era ciertamente una mirada (una mirada que ya no iba destinada a nadie en particular), y pareció costarle un esfuerzo sobrehumano. Luego cerró los ojos. Se oyó la tos del hombre. “¿Ve usted? -dijo la enfermera, en el mismo tono que habría empleado para hablarle a un niño-. Está mucho mejor”. Manolo volvió al saloncito y graduó la celosía para que entrara un poco de luz. Minutos después, el padre de Maruja se reunió con él. Vestía un traje marrón muy usado.

– ¿Es usted amigo de la señorita Teresa?

Observaba a Manolo detenidamente. Manolo dijo:

– Sí… Y de Maruja. Parece que está mejor, ¿no? -dijo por decir algo.

– Dios lo quiera, porque a mí se me hace que me engañan. A ver si el mes que viene se licencia el chico… -Le miraba con sus ojos cansados y ahora, al tenerle más cerca, Manolo comprendió que aquel hombre sólo mostraba sueño y un total y absoluto desinterés por todo. Le vio introducir precipitadamente la mano en el bolsillo, probablemente para invitarle a fumar. Se sentía tan molesto que le dio la espalda. Afortunadamente, en aquel momento apareció Teresa; entró muy resuelta y su primera mirada (un destello de alegría indecible, que no volvería a asomar a sus ojos hasta quedar a solas con él) fue para el muchacho. “Ah -dijo- ¿ya se conocen? -Les presentó-: El señor Lucas es el padre de Maruja… Manolo, un amigo”. El muchacho tendió la mano y se encontró con un trozo de madera sin vida (y en ella un cigarrillo que debía estarle destinado, pero que el hombre no retiró a tiempo y se partió por la mitad). “Aquí el joven -dijo el padre de Maruja, ofreciéndole otro cigarrillo-, que también la encuentra más espabilada. Y es lo que yo digo: cuestión de tiempo. Bueno -añadió mirando hacia la puerta-, ¿y doña Marta?” “Con el doctor, ahora mismo viene -dijo Teresa-. Papá está abajo”. El hombre inició un movimiento hacia la puerta, pero se volvió, entró en la habitación de su hija, dijo algo a la enfermera, volvió a salir, se despidió de ellos y luego se marchó cerrando la puerta sin demasiado cuidado. Entonces, Teresa se plantó delante de Manolo, muy cerca, y levantó el rostro mirándole a los ojos.

– Hola -dijo con su voz mimosa, un poco nasal, siempre como si estuviera constipada; había en esa voz una húmeda promesa de caricias furtivas.

– ¿Cuándo has llegado? -preguntó él.

– Esta mañana. Estamos aquí desde las tres, toda la familia -añadió sin apartar los ojos de él-. Ahora vendrá mamá. No es nada lo de Maruja, me asusté sin motivo…

– ¿Y hoy cómo te sientes?

– Estupendamente, como nueva. -Se fijó en su traje-. ¡Oye, que elegante!

Oyeron pasos en el corredor. Se separaron un poco y Manolo ajustó instintivamente el nudo de su corbata. Pudo captar una mirada divertida de Teresa, y en aquel momento se abrió la puerta y entró la señora Serrat seguida de otras personas; venía hablando y su voz se hizo un repentino susurro al cruzar el umbral, como si entrara en su velatorio: “…y es que Teresa llegó completamente desquiciada, diciendo que Maruja se había puesto tan grave, que le habían salido unas llagas horribles en la espalda, que se nos moría, y consiguió poner a todo el mundo nervioso! Ya quería yo llamar antes de venir. Pero en fin, mejor que haya sido una falsa alarma… ¿Y Lucas, se ha ido?”, añadió mirando a Teresa. “Con papá”. Manolo se había retirado junto a la ventana y estaba a la espera. Acompañaban a la señora Serrat el doctor Saladich (alto, bronceado, muy atractivo, con una especie de reserva profesional en sus bellos ojos grises) y otra señora que debía ser tía Isabel, y que se sentó inmediatamente, muy acalorada y con aire de fatiga. Teresa se acercó a Manolo: “ven”, le dijo, pero ya su madre iba hacia ellos. “Tu padre nos espera abajo, se ha empeñado en localizar al chófer de la Compañía para que lleve a Lucas a Reus. Tus dichosos nervios, hija… (entonces se fijó en Manolo). Ah, usted debe ser ese joven…”. Teresa se lo presentó: “viene a ver a Maruja todos los días”. Ella no pareció prestarle mucha atención (no le tendió la mano, la tenía ocupada en sujetarse el pañuelo verde que le ceñía los cabellos) pero en cambio le observaban la otra señora y el médico, a los que fue igualmente presentado por Teresa. Nada especial en la actitud de la señora Serrat (mientras Teresa intentaba explicar al doctor Saladich sus temores de ayer respecto a Maruja) excepto una tibia mirada en suspenso, una mirada cuya naturaleza inquisitiva no se refería exactamente a él, o por lo menos no solamente, sino que involucraba a su hija: la señora Serrat mantenía el rostro vuelto ligeramente hacia Teresa, que era la que hablaba en este momento, pero, en realidad, miraba al muchacho, que era quien escuchaba.

– Tonterías, Teresa -dijo la señora de pronto-. Maruja está mucho mejor.

El doctor Saladich no se mostraba nada optimista pero aseguraba que, en efecto, los temores de Teresa eran infundados. Cuando ya se disponían a marchar, la señora Serrat inició una complicada conversación con su hermana y con Teresa acerca de lo que había que hacer: ella regresaba a la Villa inmediatamente (tenía invitados) en el coche de su hermana, mientras que su marido, “que desde luego no conseguirá localizar al chófer de la Compañía, porque hoy es fiesta”, dijo, no tendría más remedio que acompañar a Lucas en el otro coche. “De todos modos -añadió-, Oriol pensaba ir a la finca un día de estos.” Tía Isabel sugirió que Teresa podía acompañar a Lucas, y Oriol irse con ellas a Blanes (pero Oriol tenía cosas que hacer en la ciudad) y Teresa protestó diciendo que estaba muerta de cansancio, y que además tenía que llevar el Floride al garaje para una reparación. Manolo, junto a la ventana, esperaba inmóvil y correcto, y lo único que sacó en claro al final (lo único que le interesaba, por otra parte) fue que Teresa quedaba libre y en Barcelona.

– Pero nada de tonterías -ordenó su madre, sin ninguna autoridad en la voz-. Te estás quedando como un fideo. A ver si después de Maruja empiezas tú… Convenceré a tu padre para que te vengas a Blanes a descansar por lo menos una semana.

– Ay, no, mamá, aquello es aburridísimo. Y ya sabes que quiero estar junto a Maruja, alguien debe hacerlo.

– Está bien, está bien -concluyó su madre, que sin duda no deseaba tocar esa cuestión. Habló con su hija un momento, aparte, y Manolo pudo oír a Teresa: “Mamá, tienes que darme algún dinero”.

Se despidieron las señoras y Saladich las acompañó amablemente. Eran las seis, Teresa se dejó caer en una butaca, suspirando, e hizo saltar las sandalias de sus pies. “Huff, al fin”. Llevaba unos pantalones color naranja muy tensos, con un elástico que le cogía las plantas de los pies. “Qué hacemos”, dijo, sin ningún tono interrogativo. Los dos se miraron. “¿Regresan todos a la Villa? -preguntó él, y en seguida, riendo-: ¡Menudo follón has organizado!” Se acercó a ella, riendo todavía, la cogió una mano y tiró suavemente para que se levantara. “Venga, perezosa”. Teresa se resistía, riendo, con las piernas abiertas, firmemente apoyados los pies en el suelo: apenas podía disimular su impaciencia. “Manolo ¿te enfadaste ayer, cuando me fui sin decirte nada?”. “No”. Él dio un fuerte tirón y Teresa acabó en sus brazos. Se tambalearon un rato igual que muñecos, riendo sordamente, desfalleciendo, como si las fuerzas les hubiesen abandonado, y prolongaron la delicia de este movimiento fluctuante hasta chocar en la puerta del cuarto de Maruja. Las sonrisas se esfumaron de sus rostros y en su lugar quedó una tensión anhelante. Se besaron en la boca, muy precipitadamente, temblando.

– Dina está ahí dentro -susurró ella-. Qué alivio que lo de Maruja no fuera nada ¿verdad?

– Sí -dijo él-. Anda, vámonos.

– Espera… Yo…

– Vamos a un sitio donde estemos solos. Al Tibet.

– Sí. Pero… -Sonreía, hundió la cabeza sobre el pecho, suspiró-. Manolo, quiero que nadie sepa esto. Nadie debe saber que salimos juntos, será como un secreto entre tú y yo ¿comprendes?

– ¿Has reflexionado mucho en la villa? -preguntó él. Teresa titubeó:

– Por favor, no saques conclusiones demasiado egoístas (el muchacho parpadeó, confuso). No digas nada, te lo ruego. -Le puso el dedo en los labios-. ¿Sabes?, entre mis papeles he encontrado la carta que un amigo me escribió desde la cárcel, un estudiante. Si supieras lo que dice, cómo está escrita, me devolvió la tranquilidad… Somos unos cobardes, Manolo, eso es lo que yo creo, unos cobardes por no atrevemos nunca a hacer las cosas que están bien y que nos gustan. En la carta me hablaba de Mauricio.

Sombra querida, sin duda. Él había ya observado que Teresa, siempre que hacía referencia a cualquier prestigiosa sombra querida, bajaba los ojos con el fervor receptivo de una auténtica colegiala aplicada: su mundo fantasmal de afectos, simpatías y admiraciones era no sólo más vasto y generoso que el suyo sino también capaz de una solidaridad mítica, sospechosa de conjuro, y que anunciaba un peligro. Sólo más tarde, cuando ya estaban en el coche, que por cierto Teresa no conseguía poner en marcha -no había mentido al hablar de avería- él captó las nuevas señales, el fruto de las sesudas reflexiones de la niña durante aquellas veinticuatro horas en la villa, los pormenores triviales en apariencia pero que ya llevaban la etiqueta de lujo con el precio y la indicación expresa (murcianos: no tocar): “Eso de salir de incógnito es divertido, ¿verdad? -dijo Teresa-. De todos modos te presentaré a unos amigos que desean conocerte. Son estudiantes”. “Ah”. Y él comprendió que las cosas iban a complicarse sin remedio, y que era lógico, pues no podía pretender vivir con Teresa en una esfera de cristal, o como si este verano fuese’ realmente una dichosa isla perdida. Había pues que afrontar lo que viniera por ese lado y aun tratar de aprovecharlo, tanto más cuanto que por el otro, su propio terreno, el barrio, aquella terrible venganza carmelitana arreciaba; he aquí cómo acababa la historia de la última motocicleta apañada: al echar él una distraída mirada en derredor -cuando ya Teresa había logrado poner el Floride en marcha- para comprobar que la moto seguía en su sitio (“esta noche vendré por ella”) le pareció ver en su lugar, sentado en el bordillo, riéndose, burlándose de él, al mismísimo Cardenal… No era sino el padre de Maruja (que sin duda esperaba al coche que debía llevarle a Reus) pero él estuvo a punto de soltar un grito y hacer parar a Teresa. En cuanto a la Montesa, había desaparecido juntamente con el chaval de la camisa a cuadros.

Decididamente, hoy también se había levantado con el pie izquierdo. ¿Será posible tanta hijoputez? Más contrariedades, sobresaltos, pequeñas alarmas, a menudo llegaban como señales de tráfico advirtiendo la presencia de curvas y cruces: fue durante otra improvisada tarde de playa (una pequeña cala de Garraf, con merendero y parking, él y ella tumbados junto al esqueleto de una barca abandonada cuyas costillas roídas apuntaban al cielo) cuando se presentó inesperadamente la nueva señal en la persona de una sonriente muchacha con trenzas que corría hacia Teresa, quemándose las plantas de los pies, doblada, envuelta en una toalla roja (una auténtica S sobre el fondo amarillo de la arena: curva peligrosa) y que alcanzó a la universitaria cuando ésta se dirigía hacia el merendero. Primero había estado gritando su nombre hasta quedar casi afónica. Iba con un muchacho que se quedó atrás. Manolo, tumbado junto a la barca, vio como las dos amigas se abrazaban y se besaban. Dos o tres veces volvieron la cabeza para mirarle a él, sonriendo y cuchicheando: pensó que no iba a librarse de ser presentado, erróneamente (ellas sólo consideraban aquel torso perfecto, de movimientos rítmicos). La amiga de Teresa sonreía todo el rato, con su pequeña y morena cara de luna, y no se estaba quieta ni un momento, retorciéndose envuelta en su toalla. No podía oír lo que decían, pero sabía que hablaban en catalán (lo deducía por los graciosos morritos que ponía ahora Teresa, había aprendido a leer en ellos) y eso y las risas, cada vez más desatadas, bastaba para inquietarle. Confirmando sus sospechas, el viento le trajo la terrible palabra (xarnego) pronunciada por la amiga de Teresa, y luego su risa: aquel temible y sesudo sarcasmo catalán estaba de nuevo aquí, recelando, encarnado en esta chica alegre (qué misterio su sonrisa), como una amenaza. ¿Qué estarán hablando, por qué Teresa no me llama y me presenta? Le llegaron otras palabras sueltas, turbias interrogaciones: “¿trabaja?”, “¿vacaciones?”, “chica, ten cuidado”. Vio una armonía familiar entre ellas y el paisaje, intuyó una servidumbre de los elementos: el sol, ya en decadencia, rojo, brillaba justo en medio de las dos cabecitas alocadas, y su luz se descomponía en los rubios cabellos de Teresa, arrancándole blandos sueños de dignidad (algo llamado educación o progreso, o vida plena) y ternuras infinitas que habría que merecer con el esfuerzo de la inteligencia… En fin, eran catalanas las dos, bonitas y además ricas. Se despidieron con otro beso.

– ¿Quién es? -preguntó él cuando Teresa volvió.

– Leonor Fontalba, una amiga de la Facultad. Es muy simpática.

– ¿Por qué os reíais?

Teresa hizo una pirueta con las piernas al tenderse a su lado.

– Hablábamos de ti -dijo-. ¿Le molesta al señor? Leonor está pasando las vacaciones en Sitges. Se ha escapado con un amigo. Oye, por cierto, dice que esta noche estarán todos en el “Saint-Germain”. ¿Te gustaría conocerles? Podemos ir a tomar una copa. Te presentaré.

– ¿Quiénes son?

– Amigos.

– Pero ¿qué clase de amigos?

En el tono más natural del mundo, ella respondió:

– Estudiantes de izquierdas.

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