¿Pertenezco? ¿Realmente pertenezco? ¿Y él realmente pertenece? Y si alguien me ve hablar con él, ¿pensaría que pertenezco o que no pertenezco?
Trilling
La naturaleza del poder que ejercen es ambigua como la naturaleza misma de nuestra situación: de ellos sólo puede decirse que son de ideas contrarias. Sus primeros y juveniles desasosiegos universitarios tuvieron algo del vicio solitario. Desgraciadamente, en nuestra Universidad, donde no existía lo que Luis Trías de Giralt, en un alarde menos retórico de lo que pudiera pensarse, dio en llamar la cópula democrática, la conciencia política nació de una ardiente, gozosa erección y de un solitario manoseo ideológico. De ahí el carácter lúbrico, turbio, sibilino y fundamentalmente secreto de aquella generación de héroes en su primer contacto con la subversión. En un principio ninguno parecía tener el mando. Ocurre que de pronto, en 1956, se les ve andar como si les hubiesen dado cuerda por la espalda, como rígidos muñecos juramentados con un puñal escondido en la manga y una irrevocable decisión en la mirada de plomo.
Impresionantes e impresionados de sí mismos, misteriosos, prestigiosos y prestigiándose avanzan lentos y graves por los pasillos de la Universidad con libros extraños bajo el brazo quién sabe qué abrumadoras órdenes sobre la conciencia, levantando a su paso invisibles oleadas de peligro, de consignas, de mensajes cifrados y entrevistas secretas, provocando admiración y duda y femeninos estremecimientos dorsales junto con fulgurantes visiones de un futuro más digno. Sus nobles frentes agobiadas por el peso de terribles responsabilidades y decisiones extremas penetran en las aulas como tanques envueltos en la humareda de sus propios disparos, derriban núcleos de resistencia, fulminan rumores y envidias, aplastan teorías y críticas adversas e imponen silencio: entonces es cuando a veces se oye, como en el final brusco de un concierto, esa voz desprevenida, pillada en plena confidencia, parece una sola, larga, tartajeante y obscena palabra:
– … y pecemeparecepecepertenece.
A menudo han sido vistos dos o tres en una mesa apartada del bar de la Facultad, hablando por lo bajo, leyendo y pasándose folletos. Teresa Serrat está siempre con ellos, activa, vehemente, sofisticada, iluminada por dentro con su luz rosada igual que una pantalla. Ciertos elementos de derechas están empeñados en decir que la hermosa rubia politizada se acuesta con sus amigos, por lo menos con Luis Trías de Giralt. Pero todo el mundo sabe que, aunque son tiempos de tanteo por arriba y por abajo, de eso todavía nada.
Crucificados entre el maravilloso devenir histórico y la abominable fábrica de papá, abnegados, indefensos y resignados llevan su mala conciencia de señoritos como los cardenales su púrpura, a párpado caído humildemente, irradian un heroico resistencialismo familiar, una amarga malquerencia de padres acaudalados, un desprecio por cuñados y primos emprendedores y tías devotas en tanto que, paradójicamente, les envuelve un perfume salesiano de mimos de madre rica y de desayuno con natillas: esto les hace sufrir mucho, sobre todo cuando beben vino tinto en compañía de ciertos cojos y jorobados del barrio chino. Entre dos fuegos, condenados a verse criticados por arriba y por abajo, permanecen distantes en las aulas, impenetrables, sólo hablan entre sí y no mucho porque tienen urgentes y especiales misiones que cumplir, incuban dolorosamente expresivas miradas, acarician interminables silencios que dejan crecer ante ellos como árboles, como inteligentes perros de caza olfatean peligros que sólo ellos captan, preparan reuniones y manifestaciones de protesta, se citan por teléfono como amantes malditos y se prestan libros prohibidos.
El grupo de los escogidos no es muy numeroso, asignarles una categoría no es fácil, Luis Trías parece su capitán. Alto, silencioso, la cabeza un poco ladeada, mareada en su propio perfume de rosa, al verle en los pasillos y en las aulas se asemeja también a un semáforo viviente regulando la circulación de ideas y proyectos subversivos. Pero las masas se preguntan: ¿está realmente conectado? El semáforo parpadea, insondable, cuando Teresa le mira.
En realidad, todo empezó como la vida misma: el desasosiego y el resistencialismo universitario que en el 57 se echaría a la calle en demanda de reivindicaciones culturales y políticas (dejando caer la buena semilla que tal vez años después germinaría, dicho sea para tranquilizar la memoria de los mártires que todavía viven, algunos ya sentados en el sillón directivo del patrimonio familiar) venía incubándose desde hacía tiempo en tres encantadoras muchachas de la Facultad de Letras, una de ellas Teresa y otras de Bellas Artes, cuando dos años atrás asistían a las clases con unos pantalones doblados bajo el brazo y al salir acudían a cierto piso de la calle Fontanella, cuya dueña parece que era una exclaustrada cordial y culta, y allí se ponían los pantalones, encendían pitillos, se tumbaban en el suelo sobre almohadones y aceleraban su íntimo latido hablando de las nuevas ideas con una vehemencia parecida a la de las prostituta ante la próxima llegada de la VI Flota. Tiempo después, los cada vez más numerosos y excitados asistentes a las clases de Historia de cierto profesor adjunto recién regresado de Francia, tuvieron ocasión de ver como se producía periódicamente un milagro ante sus asombrados ojos: durante la lección, la palabra mágica del profesor, su exposición exhaustiva y dialéctica de ciertas realidades de la vida, iba dando vueltas en torno a sí mismo (en realidad no hablaba más que de sí mismo, dirían luego sus detractores) como un pájaro maravilloso y exótico que con el pico fuese liberándole de sus prendas de vestir y colocándole otras, o como la lenta metamorfosis efectuada por la varita mágica de una hada, hasta que se quedaba completamente vestido de miliciano, con mono y fusil y cartucheras y todo, ante los deslumbrados ojos de sus alumnos. (Por supuesto, los que estaban familiarizados con la verdadera personalidad del miliciano, encontraban el parecido lejano y grotesco). Un visionario estremecimiento recorría la clase de cintura en cintura, las muchachas escuchaban al profesor boquiabiertas y con los ojos cerrados, un conocido sobón de mano larga y expeditiva llegó a decir que percibía claramente ciertos suspiros, otros oían tocar campanas, es la hora, soltad las palomas, amigos, voy a ser padre: esta es la historia de un parto múltiple y adolescente, hay generosidad y sacrificio pero también negligencia y confusión, no todos los hijos serían luego reconocidos por el padre, así es la vida, todos hemos sido jóvenes, suceden tantas cosas.
Los acontecimientos se precipitaron: bastó que Luis Trías de Giralt efectuara un rápido viaje a París para que, a su regreso, empezara a correrse la voz de que también él se había inscrito (la noticia, que de golpe convertía a Luis Trías en el elemento más calificado para hacerse con el mando de la incipiente organización secreta, provenía en realidad de una de aquellas chicas que asistían a las reuniones del piso de la calle Fontanella: fue después de una noche de gin y desquiciamiento verbal con el propio líder en el bar “Saint-Germain”, donde juntos incubaron vagas conexiones con misteriosos poderes ocultos). La Universidad de Barcelona debía ponerse a la altura de la de Madrid, que en estas lides siempre fue más seria, consecuente y eficaz. “En febrero del 56, después de la suspensión de un Congreso de Estudiantes, en Madrid, los ánimos estaban excitados, hubo un choque, sonó un disparo, y un joven cayó al suelo gravemente herido.” Luis Trías, que por esas fechas estaba en Madrid (empezaba a convertirse en un ser convenientemente ubicuo, escurridizo y sorprendente) fue detenido y sufrió seis meses de cárcel.
Teresa recibía sus cartas, que leía en los claustros de la Universidad, un tanto apartada de todos pero no lo bastante como para dejar de darse cuenta de que era observada y envidiada. Luego, la intrépida rubia y sus amigos colaboraron en un intento de huelga obrera que desgraciadamente fracasó. Era la primera vez que los estudiantes se adherían a un movimiento obrero, y en las aulas, el prestigio de las cuatro con pantalones iba creciendo con todo el merecimiento, la dignidad y el riesgo que ello comportaba. Corría de mano en mano un número especial de “Les Temps Modernes” dedicado a la “gauche”. Asombrosas noticias circulaban. Al mismo tiempo, empezó a destacarse en la Facultad de Letras un estudiante egipcio de aspecto profético, guapísimo, dueño de unos legendarios ojos negros y de un lenguaje apocalíptico (“Vengo a anunciaros que esta coña se acaba”) que mereció la categoría de “muy conectado” sin que nadie supiera jamás por bondad de quién, aunque se sospecha de una quinta chica-incubadora que a última hora se había unido al pequeño comité central. Regresó Luis Trías de Giralt (no volvió solo, como ya se sabe: le acompañaba el fantasma del tormento) ya indiscutible líder (categoría: conectadísimo) y empezó a vérsele a todas horas y en todas partes con Teresa Serrat, que durante su ausencia no sólo había continuado valerosamente su obra sino que además le había sido fiel. Entonces fue cuando juntos organizaron tantas cosas que habían de cubrirles de gloria y de prestigio -un día que estaban rodeados por la policía armada, sin poder salir del aula y llevando varias horas sin hacer sus necesidades, consiguieron, gracias a un vibrante discursó a dúo, que todos los alumnos, chicos y chicas, olvidaran sus complejos pequeño-burgueses y se decidieran a orinar allí mismo, sin vergüenza: el espectáculo revistió un carácter de solidaridad cuyos pormenores y encantos (algunos francamente adorables, por cierto) todavía muchos recuerdan-. Su actividad culminó con la famosa manifestación de octubre, después de lo cual, la Universidad estuvo cerrada por la autoridad durante una semana, a varios estudiantes se les hizo expediente -Teresa y Luis entre ellos- y otros fueron expulsados o detenidos. No sería justo silenciar cierto noble y valeroso sentido de la entrega, rayano en la temeridad, que caracterizó la actuación desinteresada de Teresa Serrat y de sus amigos. La naturaleza de este sentido de la entrega fue y sigue siendo materia de discusión.
Hoy, transcurridos casi dos años y cuando en la Universidad todo parece haber vuelto a su estado normal, el generoso ardor democrático sigue aún latente y acaso más febril que nunca, aunque, para ser exactos, habría que denunciar cierto sensible desplazamiento que tal ardor ha empezado a sufrir en el interior de los jóvenes cuerpos: digamos tan sólo que ha descendido un poco más en dirección a las oscuras y húmedas regiones de la pasión. Debido a ello, algunos han empezado ya a caer del pedestal (el egipcio, que en todo había sido un precursor y, anticipándose a muchos, se llevó una buena tajada del favor femenino, resultó no sólo que no estaba conectado sino que ni siquiera era egipcio) en tanto que otros se afirmaban más en el suyo, por lo menos de momento, como Teresa Serrat y Luis. En cuanto a ellas, solamente una alcanzó la dicha de conectar plenamente y hasta el fondo con el poder oculto, si bien fue para lamentarlo quién sabe si para toda la vida: era la quinta chica-incubadora de mitos, víctima propiciatoria (del egipcio, según luego se supo) que fue arrastrada por la otra vorágine, el movimiento subterráneo que también estaba agitando la superficie, y que acabó en París después de abandonar a su familia, con la carrera a medias, madre a medias, desengañada a medias y trabajando en una “pátisserie”. Un estudiante-poeta (que años después se haría famoso en el extranjero con un libro de poemas titulado “Pongo el dedo en la llaga”) dijo que por cada gota de su virginal sangre derramada nacerían flores de libertad y de cultura.
Ciertamente, no todos estuvieron a la altura de las circunstancias. Por su escaso número inicial y su inveterada propensión al mito y al folklore, en la crónica futura sus nombres serán silenciados y al cabo olvidados (consignado quedará, sin embargo, y con nostalgia, que vivieron una primavera gloriosa y fecunda); no así en la presente historia, la cual, con todo el respeto (todavía hay heridas abiertas) se ve en el penoso deber de citarlos un momento en torno a Teresa Serrat para que ayuden a explicar mejor la naturaleza moral del conflicto que arrojó a la bella universitaria en brazos de un murciano. Y también para hacerles justicia, de paso: porque diez años después todavía estarían pagando las consecuencias, todavía arrastrarían trabajosamente, aburridamente cierto prestigio estéril conquistado durante aquellas gloriosas fechas, una gran lucidez sin objeto, un foco de luz extraviado en la noche triste de la abjuración y la indolencia, desintegrándose poco a poco en bares de moda con la otra integración a la vista (la europea, de cuyas bondades, si llegaban un día, ellos y sus distinguidas familias serían los primeros en beneficiarse), oxidándose como monedas falsas, babeando una inútil madurez política, penosamente empeñados en seguir representando su antiguo papel de militantes o conjurados más o menos distinguidos que hoy, injustamente, presuntas aberraciones dogmáticas han dejado en la cuneta. Empero también esto, lejos de perjudicarles, les favorece: así son mártires por partida doble, veteranos de dos frentes igualmente mitificados y decepcionantes. Pero la juventud muere cuando muere su voluntad de seducción, y cansado, aburrido de sí mismo, aquel esplendoroso fantasma del tormento se convertiría con el tiempo en el fantasma del ridículo personal, en un triste papagayo disecado, atiborrado de alcohol y de carmín de niñas bien, en los miserables restos de lo que un día fue espíritu inmarcesible de la contemporánea historia universitaria. Y la veleidad y variedad de voces en el coro, el orfeónico veredicto: alguien dijo que todo aquello no había sido más que un juego de niños con persecuciones, espías y pistolas de madera, una de las cuales disparó de pronto una bala de verdad; otros se expresarían en términos más altisonantes y hablarían de intento meritorio y digno de respeto; otros, en fin, dirían que los verdaderamente importantes no eran aquellos que más habían brillado, sino otros que estaban en la sombra y muy por encima de todos y que había que respetar. De cualquier modo, salvando el noble impulso que engendró los hechos, lo ocurrido, esa confusión entre apariencia y realidad, nada tiene de extraño. ¿Qué otra cosa puede esperarse de los universitarios españoles, si hasta los hombres que dicen servir a la verdadera causa cultural y democrática de este país son hombres que arrastran su adolescencia mítica hasta los cuarenta años?
Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda.
Frecuentaban el bar “Saint-Germain-des-Prés”, en el barrio chino. Aquella noche, después de cenar, con los ojos enternecidos aún por las bruscas roturas del sol entre nubes y la piel encendida de proximidades y roces pijoapartescos, Teresa Serrat conducía velozmente su automóvil hacia la plaza Sanllehy, donde tenía que recoger a Manolo. Hasta hoy había estado nutriéndose de ganas de presentarlo a sus amigos, y ahora de pronto la idea la inquietaba. No es que temiese alguno de aquellos coqueteos descarados de Leonor Fontalba, o alguna impertinencia de Luis Trías dictada por el resentimiento, sino el hecho mismo de introducir al chico en un clima intelectual, en aquellos centros nerviosos y teorizantes (de los cuales ella empezaba a estar francamente harta, se daba cuenta ahora que creía conocer bien a Manolo) que según el estado de depresión o de exaltación del grupo se traduciría en ganas de desconcertarle o de maravillarle. ¿Debería recordarles que el chico era un obrero: es decir, una persona que no está para alardes dialécticos, un hombre con otros problemas? Precisamente, cuando pensaba en eso se sentía tranquila y orgullosa: confiaba plenamente en el muchacho, en su natural poder de seducción, en su estilo, en su indiferencia mineral, un tanto cínica pero respetuosa, y sobre todo en cierto carácter moderno de sus actitudes, algo que no podían desvirtuar ni las mismas reminiscencias primitivas, de gitano solemne, que a menudo ella veía parpadear en torno a su orgullosa cabeza, como si la noche de sus cabellos hiciera guiños. Por cierto, la naturaleza estética de su modernismo era más bien europea, no hispánica; se lo diría a Leo Fontalba, que en la playa le había llamado xarnego. No era por supuesto como la de cierta alegre juventud (que no es joven ni alegre: es simplemente sevillana) que Luis Trías consideraba ideal para las tertulias en el barrio chino porque tenían una personalidad exclusivamente verbal, eran seres locuaces y divertidos pero sin cuerpo y por lo tanto inofensivos (eso decía Luis en medio de una extraña excitación, insistiendo en lo nefasto que para todos había sido el egipcio, aquella personalidad de piel oscura), sino que su imperio era forzosamente otro, ya me dirás si no, qué quieres, el imperio de los murcianos o es físico o no es nada, también eso se lo diría a Leo, porque en ese sentido, en el estético, el murciano puede ser más europeo que el catalán, y en fin que en todo caso sus actitudes hieráticas sólo eran ibéricas en la medida que él era orgulloso y estaba seguro de sí, y eso no era un defecto sino todo lo contrario… Desde atrás unas manos le taparon los ojos y se estremeció hasta la raíz de los cabellos.
– Manolo… Ay, qué haces. Qué puntual.
No era cierto. Llevaba esperándole más de media hora, sentada y con los brazos sobre el volante, divagando, sin enterarse del paso del tiempo. Una vez más, él cerró la puerta con seguridad y firmeza.
– Naturalmente, son muy listos -le explicó ella más tarde, mientras maniobraba estirando el cuello y moviendo perezosamente las manos en torno al volante, como en sueños. Bajaban ya por las Ramblas y Manolo miraba, por pura deformación profesional, las motocicletas aparcadas bajo los árboles-. Pero si te parece que están de guasa, o si se ponen pesados hablando de literatura o de nuestras cosas de la Universidad…
– Yo nunca hablo de política -previno él.
– …no tienes más que hacerme una señal y nos largamos. Les quiero mucho pero les tengo muy vistos. Y estas reuniones en el bar de Encarna me las sé de memoria.
Manolo, que por supuesto no conocía a los amigos de Teresa (aunque sí el bar, que había frecuentado tres años antes, con intenciones que sorprenderían no poco a Teresa, si las supiera) presintió que esta noche podía ocurrir algo decisivo, algo que si él acertaba coger por los cuernos acaso le permitiría apuntarse un buen tanto. Porque si bien era cierto que Teresa parecía creer en él, su posición no estaba consolidada ni mucho menos. Hasta ahora, a solas con la muchacha había podido ir trampeando el asunto, aquella extraña personalidad que le había designado tan guapamente (está un poco de moda eso, pensaba a veces, son los tiempos que corren); pero comprendía que las cosas debían naturalmente complicarse, que había llegado la hora de afrontar riesgos cuya naturaleza seguía siendo oscura, si bien ya no tanto como al principio. Nada más entrar en el bar notó en el rostro el soplo helado del peligro, la onda expansiva que procede a la explosión (en sus comienzos como descuidero de coches también la había experimentado), y mientras avanzaba hacia ellos se prometió no hablar más que lo estrictamente necesario: intuía que iba a ser objeto de un ataque, premeditado o no, e ignoraba de qué lado vendría.
La barra estaba bastante concurrida. Ellos habían ocupado dos mesas bajo el cuadro daliniano de la exuberante y rosada mujer envuelta en gasas. Además de Luis Trías, que iba ya por su cuarta ginebra, el grupo lo componían dos chicas y tres chicos, uno de los cuales se despedía envainando el sable: le había sacado un billete de quinientas a Luis Trías. “Mañana te lo devuelvo”, dijo. Se llamaba Guillermo Soto, era alto y desgarbado, acababa de regresar de Heidelberg, donde había estado estudiando, y no se había enterado ni le interesaban las actuales inquietudes universitarias de sus amigos (“ya pasé por este sarampión”), que por su parte le consideraban un decadente y un sablista profesional. Soto se lanzó durante un rato a una extraña y apasionante explicación a propósito de los funestos baños de sol que aceleraban las ansias matrimoniales de su prometida María José Roviralta, que estaba en la Costa con sus padres vigilando las obras de un hotel, y que para sacarla de allí necesitaba poner gasolina en el coche. Al irse estrechó las manos, sin pararse, de Teresa y Manolo, el billete de quinientas todavía en su mano izquierda (notó entonces la rápida, inconfundible mirada que el murciano dirigió al billete, y él a su vez le clavó sus ojos torvos y fatigados, siempre sin detenerse, y soltó su mano cuando iniciaba una simpática sonrisa no sólo de afecto sino también de complicidad, como si con ella quisiera decirle: “todavía quedan”) y desapareció por la puerta. “Eres tonto, Luis, al prestarle dinero”, se oyó decir a una de las chicas. María Eulalia Bertrán era alta y delgada, somnolienta, descotada, muy elegante, cubierta con toda clase de adornos, fetiches y extraños objetos: más que vestida iba amueblada. Escuchaba con cierta incalificable atención, como de ave de presa hipnotizada por su propia presa, lo que en aquel momento le estaba leyendo Ricardo Borrell, sentado junto a ella con un libro abierto sobre la mesa, un chico fino y pálido, dúctil, plástico, con una manejable cualidad de muñeca sobada que años después se remozaría escribiendo novelas objetivas. La otra muchacha era Leonor Fontalba, que él ya conocía de la playa; pequeña y graciosa, hacía guiños, hablaba a una velocidad endemoniada y sonreía por los hoyuelos de sus mejillas de celuloide de una manera equívoca, continuamente. El cuarto se llamaba Jaime Sangenís, estaba borracho, estudiaba arquitectura, usaba una barba negra de traidor de película y camisa caqui estilo mili. Todos estaban muy bronceados, veraneaban en distintos puntos neurálgicos de la Costa (límpidas aguas azules, conversación en francés, melodías epidérmicas: la conciencia duerme tranquila en sus vientres como una serpiente enroscada al sol) y en cierto modo sólo resultaban peligrosos en invierno, cuando el trato frecuente, las reuniones, la feroz locuacidad y su estado anímico habitual en colectividad -una sorda mezcla de júbilo intelectual y de renuncia vital- les empujaba a emitir toda suerte de juicios morales sobre sus amigos. En realidad, el murciano causó sensación. Teresa presentó al muchacho, que estrechó con fuerza las manos de todos, advirtiendo que el saludo de Luis, que fue el último, resultaba innecesariamente largo, cálido y afectuoso: acaso de ahí partiría el ataque.
Se sentaron junto a Leonor.
– Tenéis un aspecto magnífico -dijo Luis Trías-. ¿Habéis ido a la playa? -Se volvió hacia Manolo-. Conque tú eres el célebre Manolo. ¿Sabes que Tere no habla de otra cosa desde hace meses? (Teresa le fulminó con la mirada). Cuando tú aún no la conocías. Meses y meses…
– Aaaaños -dijo Jaime Sangenís.
– Yo diría siglos -añadió Leonor, y se inclinó hacia Teresa para decirle algo al oído. Manolo las envolvió en una mirada de hielo: ¡y dale con los secretillos, como si no hubiese ya bastantes!
– Tere, cuéntanos, ¿en qué locas aventuras estás metida, se puede saber? -preguntó María Eulalia sonriendo, mirando a Manolo de reojo.
– Teresa -dijo él-, ¿qué bebes?
– Pues no sé…
– ¿Todo va bien, Manolo? -preguntó Luis Trías.
– Tirando.
– ¿Cómo está Maruja?
– Mal.
– Ya lleva mucho tiempo así, ¿no?
– Casi un mes.
Quería ir a verla, pero doña Marta me dijo que los médicos no quieren visitas. Hay que ver la mala suerte de esta chica, una caída tan absurda… Algo absolutamente increíble. Yo la quiero mucho, a Maruja. Bueno, Teresa, ¿qué vas a beber? -Y de nuevo a Manolo-: Supongo que tú bebes vino.
Manolo le miró recelando algo. El tal Luisito luchaba con armas que él no conocía, habría que andarse con cuidado. Sonrió.
– De momento quiero un vaso de leche.
Luis le palmeó la espalda.
– Como en las películas, ¿eh? ¡Chico, eres un duro!
María Eulalia llamó la atención de Teresa en un aparte, señalando a Manolo: “Oye, ¿de dónde lo has sacado?” “Ah, misterio.”
– ¿No nos hemos visto en alguna parte, Manolo? -le preguntó Leonor.
– Sí, esta tarde.
– No, quiero decir antes.
– Coñi -exclamó María Eulalia-, yo iba a preguntarle lo mismo.
De pronto empezaron a llover cantidades de preguntas, todas femeninas (incluso alguna formulada por Luis Trías) y pueriles, y él dejaba caer a un lado y a otro la nieve flemática de sus sonrisas. Su frente morena fue descaradamente tasada, medida, recorrida en busca de esa señal reveladora del talento o de la inteligencia que a menudo la belleza de los rasgos, abusando de su potestad, tarda en dejar que se manifieste. Pero él contestaba con monosílabos y recuperó en seguida y sin esfuerzo su querido silencio, con el que se expresaba mejor. La atención general volvió a centrarse en lo que leía Ricardo Borren, encogido junto a María Eulalia, que iba ganándole terreno con un brazo adornado de pulseras y sedas, desplegado como un ala.
– Encarna! -llamó Teresa, levantándose-. Una ginebra Giró y una leche.
Se oyó una voz cavernosa, aventurera y entrañable: “¿Una Ilet, nena? Qui és aquest animal que beu Ilet?”… Teresa, riendo, se acercó a la barra. Leonor volcó sobre Manolo su sonrisa accidental de luna llena.
– Haces bien. La ginebra ataca la memoria.
– ¿Sí?
– Ya lo creo. ¿No lo sabías?
Volvió a oírse la voz cavernosa, esta vez sobre la risa fresca de Teresa: “.…ben parit, aquest mano. ¿D’ont l’est tret, Iladragota”?
– ¿Siempre tomas leche o es que quieres hacer un numerito? -le preguntó Leonor.
Él se miró las manos.
– No me gustan los números, ya no voy al colegio.
La muchacha parpadeó, confusa, luego sus redondas mejillas pareció que fuesen a reventar de risa. Manolo sospechó que algo no iba bien y sonrió:
La leche es un contraveneno.
Algo absolutamente fabuloso -entonó a su lado la voz de Luis Trías, y Manolo sorprendió su mirada inquisitiva, penetrante. “Ese está al quite, el cabrón”, pensó. Volvio a mirar a Leo Fontalba, que aún le sonreía estúpidamente, como invitándole a seguir hablando o a besarla. En realidad no era ni una cosa ni otra, y cuando la chica vio asomarse a los ojos de él (una oleada nocherniega la envolvió durante una fracción de segundo) el equívoco que su sonrisa de celuloide provocaba, volvió la cabeza a un lado. El murciano rectificó, se retrajo: tardaría un poco, esa noche, en comprender varias cosas: la primera, que aquella sonrisa de la muchacha no era tal sonrisa, sino un puro accidente, un particular efecto risueño de sus mejillas replegadas bajo los pómulos. Ya en otra ocasión, años atrás, había sufrido el mismo error con una extranjera triste y madura que conoció en la Costa del Sol, pero con la diferencia de que el error aquel (que descubrió un día de pronto, en una ocasión en que la alemana no tenía ningún motivo para seguir sonriendo: fue cuando ella le echó en cara la desaparición de cierta cantidad de dinero) no frenó nunca sus deseos de gustar ni desbarató sus planes, al contrario. Andando el tiempo, había de conocer tantas sonrisas inalterables y permanentes como ésa que llegaría incluso a pensar que, lo mismo que el dinero, la inteligencia y el color sano de piel, los ricos heredan también esa sonrisa perenne, como los pobres heredan dientes roídos, frentes aplastadas y piernas torcidas. Así debía ser, puesto que ahora, además, oía frases sueltas cuyo significado tampoco entendía en absoluto.
– …fue en julio del 53, un verdadero asesinato, una fantochada de…
– …procónsules del nuevo imperio…
– …un hijoputa llamado Greenglass, ¿recuerdas?
– …y un siniestro carcamal llamado Macarci…
– …y esos tipos afirman que todos los comunistas viven en pecado de concubinato…
– …como dice ese caradura de Guillermo Soto, ese imbécil. -No es tan imbécil como crees -dijo Jaime Sangenís-. Es de derechas, pero moderado.
– Precisamente -le respondió Luis Trías-. Cuando se es de derechas lo mejor es serlo del todo y hasta el fin, de la manera más absoluta.
– Eso es un disparate. Es como desear ver a la sufrida clase media convertida en lumpen para que se produzca la revolución cuanto antes. Las cosas hay que ganarlas con esfuerzo, amigo. ¿Tú qué opinas, Manolo?
Manolo, en tales ocasiones, se dedicaba a contemplar el cuadro de la mujer envuelta en gasas mientras rumiaba sus respuestas, en las que se mostraba un clásico:
– En esta vida, todo esfuerzo tiene su recompensa.
Sabía que era un cochino embuste inventado por alguien, y lo decía sonriendo (en el fondo de su corazón estaba serio) sólo para quedar a salvo de sospechas. De pronto descubrió que la mujer del cuadro era la dueña del bar, pero más joven. “Cachonda”, se le escapó.
– ¿Te gusta? -le preguntó Leonor.
– No está mal…
– Es horrible.
El murciano encendió un pitillo.
– Quiero decir la mujer -precisó.
– Oh, Encarna está hecha un encanto, incluso en este cuadro.
– Pues eso.
No comprendía como, admitiendo que la mujer del cuadro fuese un encanto, el cuadro resultara horrible. Teresa se sentó entre Luis y Jaime. Manolo quedaba ahora frente a ella, que dijo:
– ¿Te has quedado con los cigarrillos, cariño?
Luis torció el cuello. Manolo sacó el pequete de Chester, que arrojó sobre la mesa; cayeron unos granitos de arena y Teresa, sonriendo extrañamente, mientras miraba a Manolo, los juntó con la mano hasta formar un pequeño montón que dejó en el centro: un monumento público erigido a su intimidad. Ricardo Borrell y María Eulalia seguían haciendo rancho aparte. De vez en cuando se oía la voz de Ricardo leyendo o comentando en sentido elogioso algunos pasajes del libro. Era un libro de crítica literaria, de reciente aparición, y estaba siendo devorado en la Universidad. Durante un silencio general, concedido a petición de María Eulalia, la voz del lector transmitió una idea insólita, una de esas manifestaciones que a un autor le pesarán toda la vida, le perseguirán, le acosarán de noche como una pesadilla: “En general, puede decirse que el novelista del XIX fue poco inteligente.”
– Eso está bien -añadió Ricardo por su cuenta-. Ya era hora de que alguien desenmascarara a Balzac y compañía. -Qué bobada -exclamó Teresa, que observaba a Manolo y temía el rumbo que tomaba la conversación.
– Coñi, si eran todos unos reaccionarios – dijo María Eulalia-. Genios, de acuerdo, pero envanecidos por su poder creador -añadió mirando a Ricardo con ojos enloquecidos, temiendo tal vez haber dicho una burrada (olvidaba que lo había leído en el libro), ya que a veces le resultaba difícil comunicar con Ricardo-: era tan puro, tan objetivo, parecía tan détaché del mundo interior de la gente.
– Lo uno va con lo otro, rica -dijo Luis Trías, despistado, atacando la sexta ginebra.
– Confieso que a mí Rastignac me divierte más que López Salinas -aventuró Teresa, que esta noche deseaba contradecirlos sin saber muy bien por qué. Desgraciadamente, su opinión fue considerada escandalosamente subjetiva y rechazada.
– Que a ti te divierta no quiere decir nada, monada -dijo Ricardo, sin vacilar ante la consonancia (era realmente un objetivo puro)-. Además, Rastignac no es Balzac.
Teresa sospechó que semejante afirmación era propia de un retrasado mental, pero no dijo nada; era otra idea subjetiva y habría sido menospreciada. Miró a Manolo y le vio con los ojos bajos, mirándose las manos (durante todo el día le había visto preocupado por sus manos de obrero, como si temiera mostrarlas sucias o feas), aquellas manos fuertes que habían apretado sus costillas tras una barca, sobre la arena, aquella misma tarde. ¡Cuánto mejor no sería acogerse a ellas una vez más y hablar de cosas simples en el dulce y diminuto espacio de los alientos mezclados, en lugar de perder el tiempo aquí con esos pedantes! Inmóvil, desconcertante como una raíz o como una piedra repentinamente decorativa, con aquella indiferencia mineral que ella tanto admiraba, el murciano le devolvía de vez en cuando la mirada a través del humo del local, de las conversaciones y de la música, eran miradas de afecto y de rescate, breves, contenían la justa dosis necesaria de seguridad que ella precisaba para sentirse segura a su vez. Luis Trías, frotando el vaso de gin en su mejilla, se volvió hacia ella y le dijo:
– Te estuve buscando.
– ¿Qué pasa?
– Nada. Te estuve buscando, eso es todo.
– ¿Se prepara algo al empezar el curso…?
– Sí. Pero no te buscaba por eso. De momento no eres necesaria.
Teresa no pareció acusar el golpe.
– Entonces, ¿para qué?
– Para nada, ya te digo. Quería verte. Sabía que no regresaste a Blanes, que vives aquí…
– Alguien tenía que quedarse junto a Maruja, ¿no?
– No necesitas justificarte conmigo.
– No me estoy justificando, imbécil. Te estoy mintiendo.
Y se levantó para ir al lavabo. Nadie podía sospechar aún que las relaciones personales entre Teresa Serrat y el líder del resistencialismo universitario habían sufrido un sensible cambio desde aquella noche ignominiosa en la villa: Teresa, que había elevado a Luis a la categoría de líder estudiantil, ahora le hacía caer del pedestal e incluso se mostraba dispuesta a poner en duda su supuesto poder político. La decadencia del prestigioso estudiante había pues empezado.
Cuando Teresa volvió se sentó junto a Manolo, que ahora tenía un encendedor entre los dedos y le daba vueltas distraídamente. “¿Quieres que nos marchemos”?, le preguntó ella. “No, todavía no”, dijo él. Teresa vio que María Eulalia le hacía señas y gesticulaba desde el otro extremo de la mesa, sus brazos llenos de pulseras se movían por encima de la cabeza de Ricardito Borrell como si fuera a emprender el vuelo. “¡No te entiendo!”, le gritó Teresa.
– …que por qué no te dejas flequillo como yo. ¡Da más profundidad a la mirada!
Entonces fue cuando Manolo le pasó el brazo por los hombros (todos lo vieron) y le rozó la sien con el perfil. A Teresa le pareció tan natural, era como si él quisiera defenderla, como si quisiera impedir que contestara a la pregunta de María Eulalia con otra estupidez. Luis pidió más ginebra.
– ¿Y por qué no vamos a otro sitio? -decía Jaime.
– ¿No querías que Ricardo os leyera eso? -respondía María Eulalia cada vez que alguien hablaba de irse-. Sed un poco atentos con el chico, por lo menos, ¿no?
– A la Macarena -decía Luis Trías, que ya sólo pensaba en un torso juvenil y perfecto, ceñido con un niki a rayas y recostado en cierto diván tapizado de rojo. Luego estuvo mucho rato callado y cuando rompió el silencio parecía otro.
– ¿Sabéis quién está en Barcelona? -dijo muy serio, y después de una pausa-: Mauricio.
– ¿Le has visto? -preguntó María Eulalia.
– ¿Quién te lo ha dicho? -añadió Leonor.
– Me consta que está aquí, lo sé de buena tinta. -Se volvió hacia Manolo-. ¿Conoces a Mauricio?
¡Aquí está, por fin!, se dijo él. No era todavía el golpe bajo que había estado esperando, pero si llegaba partiría de ahí. Era la segunda vez en menos de quince horas que le hacían la misma pregunta (Teresa se la había hecho esta misma tarde, en la playa). ¡Dichoso Mauricio, cuánto te aman! Dejó el encendedor sobre la mesa, cambió una mirada con Teresa (una mirada que no quería decir nada, era sólo para entrever, de paso, si los demás tenían la atención puesta en él), inclinó un poco la cabeza y dijo en un tono natural, más bien triste:
– Me habló de ti.
Se produjo un silencio.
– ¿De mí? -dijo Luis-. ¿Qué quieres decir?
– Nada, hombre. Sólo eso.
Leonor se inclinó para decir algo al oído de Teresa. Todos vieron como ella movía la rubia cabeza afirmativamente, Jaime palmeó la espalda de Luis con aire de resignación. Bajo la cariñosa mirada de María Eulalia, el feliz binomio autor-lector dejó oír nuevamente su voz:
– Bueno, escuchad esto: “El autor, a quien las nuevas técnicas…”
Manolo se levantó. Todos le miraron. Aparentemente indignado (en realidad se aburría) se había levantado para ir al lavabo. Luis Trías, no repuesto aún, le pidió a Encarna tabaco negro, a gritos. Pero no había tabaco negro. Golpeó la mesa con el puño.
– Es cabreante, Encarna, que nunca tengas tabaco negro. Indignante, vamos.
– Calla, macu! -dijo la voz cavernosa.
En la mesa surgió una discusión a propósito de la indignación del hombre actual. Luis opinaba que el español ha perdido su fabulosa capacidad de indignación, que todo lo aguanta, que ya no se indigna por nada. Jaime Sangenís le dio la razón. Leonor les hizo observar que, a su entender, existía aún en el país cierta capacidad de indignación, pero que había que admitir que ya no era viril, no era nacional. Hablaba, como siempre, con rapidez y sin mucha coherencia:
La indignación del hombre es naturalmente política. Dicho de otro modo la indignación natural en el hombre, fundamentalmente, es o debería ser política. Ahora bien, cuando los hombres aplican su indignación en cosas estúpidas, en memeces, como ese loco de Pamplona, por ejemplo, que ha roto un escaparate indignado porque exhibía un bikini, lo habréis leído en el periódico de ayer, o ese otro que ha tapado con pintura el escote de Marilyn en un cartel de cine, en el Paseo de Gracia, ¿lo habéis visto?, o los que van al fútbol a berrear, o tú mismo ahora (miraba a Luis, que ya estaba mosca, y esta noche empezaba a tener razones para estarlo) con tu dichoso tabaco negro…
– ¿Queréis saber una cosa? -dijo Teresa, que se había hecho servir la tercera ginebra-. Estáis pesadísimos y todo esto me parece ridículo…
Su opinión -que no merece la pena de ser transcrita aquí por carecer de interés- fue sin embargo escuchada con interés, no tanto por venir de ella como por salir de unos labios particularmente desflorados esta noche: hacían pensar en el murciano.
– ¿Pero qué te pasa hoy a ti? -exclamó Jaime.
– Teresa ha cambiado -sentenció Luis-. Ha adquirido la preciosísima mala leche proletaria.
– ¿Por qué no dejas de beber si no sabes, Luis?
– Por eso precisamente me encanta tu murciano -prosiguió Leonor sin darse por vencida, mientras el Pijoaparte orinaba en el retrete, precisamente en el momento de darse a todos los diablos por haberse manchado un poco los pantalones-porque en él la indignación es viril, siempre política.
Mientras, María Eulalia, cuyos muebles se iban deteriorando peligrosamente en el transcurso de la noche, ya casi había conseguido cobijar a Ricardo bajo su ala de gallina.
– ¿Te gusta el libro?
– Hay que leer todo eso muy atentamente -dijo Ricardo-. ¿Me lo prestas por unos días?
– Si lo he traído para ti, pichurri, es un regalo -y emitiendo un cloqueo cerró el ala definitivamente.
Luis Trías hablaba ahora de un tal Araquistain y de su in- fluencia en los medios universitarios. Manolo no le prestaba la menor atención (veía en escorzo la garganta desnuda de Teresa y la delicada sombra que oscilaba, como la cola de un pececillo azul, entre sus pechos), ni a él ni a su Araquistain, cuyo nombre le resultaba un enigma total. María Eulalia, que casualmente escuchaba a Luis, dejó escapar una risita desquiciada que, resultaba evidente, nada tenía que ver con la conversación, sino más bien con algún favorable y subrepticio avance de su rodilla o de su brazo hacia aquella inexpugnable fortaleza de la objetividad que era Ricardo.
Manolo estaba silencioso.
– Manolo, estás muy importante -dijo Luis con sorna.
Tus muertos, pensó él. Aproximadamente a la una, Luis Trías anunció, con cierta solemnidad, que se iba a dar una vuelta. Cosa de media hora. Se hizo acompañar por Jaime haciéndole una simple seña, un discreto gesto con la cabeza. Cuando regresaron, media hora después, Luis parecía más sereno y hablaba con la autoridad y la decisión de aquellas jornadas en la Universidad que le habían dado fama. Llevaba un papel amarillo en la mano, del tamaño de un sobre, donde había algo impreso. Visto a distancia, a Manolo le pareció un folleto publicitario. Jaime y Luis se sentaron en un extremo de la barra, ahora desierta (Encarna se había acercado a la mesa y bromeaba con el grupo: “Tú eres bien documentado”, decía clavando sus alegres ojos claros en los ceñidos pantalones de Manolo, intentando recordar dónde y cuándo había visto a este chico) y siguieron hablando por lo bajo hasta que, con aire preocupado, se unieron de nuevo a ellos. Encarna regresó al mostrador con Manolo, que había pedido un cubalibre. Desde allí, mientras resonaba en su cabeza la música del tocadiscos, y aquella inmensa mujer, cuya voz entrañable, uterina, le tenía enternecido (“fillet meu, a ti te conozco yo y no sé de qué”) le mostraba las fotografías de su esplendorosa juventud pegadas a la pared, tendió el oído a lo que se hablaba en la mesa: Luis había reclamado la atención de todos, se le oía mal, al principio él creyó que se refería a tranvías. Intervinieron los demás. Abundaban las frases inacabadas, las interrupciones dictadas por la prudencia o el miedo, y la cuestión que se debatía abría-se camino con dificultad. Manolo oyó varias veces la palabra tranvía y algo así como “lipotimia”. Una “lipotimia” que había sido confiscada, unos folletos cuya impresión y distribución era urgente, un fallo cometido por alguien (que Luis califico de memo irresponsable) y una fecha fija, inaplazable. El murciano se concentró (aunque intuía que la biografía gráfica de la dueña del bar, con aquella esplendorosa cabellera rubia a lo Marlene Dietrich, encerraba secretos y triunfos personales mucho más interesantes y útiles para él- él, que ya se sentía hijo espiritual de aquella voz aventurera- que no los que se ventilaban en la mesa de la conspiración; pero lo dejaría para otra vez) se concentró, estaba a punto de obtener la luz. Tal pez aquello era lo que había estado esperando toda la noche sin saberlo. Tuvo una corazonada.
– Pónmelo en aquel vaso, por favor -señalando uno de color violeta, muy largo y estrecho. Y eso fue lo que hizo que Encarna le reconociera repentinamente: “¡Casi tres años sin venir por aquí! ¿No te da vergüenza, rei meu? ¿Dónde has estado?” Con todo el dolor del alma, pues apreciaba a esta mujer, Manolo dijo que se confundía de persona (un espejuelo de estupor y de fatiga le devolvió de pronto la imagen de sí mismo colgado en esta barra, tres años antes: un jovencito bien peinado y triste derramando una remota indiferencia por los ojos negros -tenía el difícil aire de estar perdonando pecados cometidos antes de su nacimiento- y en cuya nuca descansaban los dedos de una prostituta madura y enternecida, o las miradas de un director teatral que decía ser muy amigo de un americano llamado Tennessee. Pero éste era un pasado muerto y enterrado). Oyó a su espalda la voz amada de Teresa refiriéndose a la “lipotimia”, en tono de impaciencia:
– No es problema, caray. Me consta que hay más de una en Barcelona.
– ¿Quién la tiene? -preguntó Luis.
Un silencio.
– Escuchad, puede que Manolo conozca a alguien -era la voz risueña de Leonor-. ¿No dice Teresa que el chico es…? -aquí la voz se diluyó en un siseo-. Parece que conoce a Mauricio.
– ¡Humm! -hizo alguien, probablemente Ricardo Borrell. -Bah, dejémonos de fantasías -dijo Luis-. Ese es tan de la familia como yo de la Curia Romana.
– Pues te equivocas, hijo -respondió Teresa.
– Bueno, basta. A lo nuestro. A ti, Teresa, te consta que debe haber alguien que puede ocuparse de esto. Veamos ¿Quién? -Quería decir… -empezó ella- que supongo…
– Tere, por favor -cortó Luis ásperamente-. Procura ser concreta o cállate.
Probablemente se le había ocurrido ya antes, pero fue en este momento cuando se decidió a ponerlo en práctica. Le iba a parecer que todo se desarrollaba muy lentamente, pero en realidad fue muy rápido, quizá demasiado: se dirigió hacia ellos desde el mostrador con el largo vaso en la mano (Teresa fue la primera en verle) se paró junto a la mesa y se inclinó a recoger un paquete de cigarrillos caído bajo la silla de Luis:
“No tenéis ningún cuidado”, murmuró al inclinarse (pudo ver, durante un segundo, las deliciosas piernas tostadas de Teresa (valían la pena, realmente), y después de arrojar el paquete sobre la mesa se quedó allí de pie, inmóvil, sosteniendo en la mano el largo, sorprendente vaso color violeta lleno de cocacola, se frotó el cuello ladeando la cabeza con aire pensativo (Teresa adoraba ese gesto) y dijo con una voz natural, más bien cansada:
– Dame eso. Yo me encargo.
Al mismo tiempo, el folleto desapareció de las manos de Luis (los oscuros y rápidos dedos del murciano, en su trayectoria hacia abajo, se detuvieron un instante ante las narices del líder) y fue a parar a las suyas. “No juguemos, no juguemos”, dijo Luis meneando la cabeza, y alzó la mano, abierta, como esperando que le fuese restituido el papel por arte de magia. Pero Manolo no le miraba; estaba en el mismo sitio, de pie, manejaba el delicado y fino vaso con la dignidad de un celebrante y leía el folleto (en realidad sólo se fijó en las letras grandes que encabezaban el texto: ¡ Barcelonés!). Bebió un trago del vaso, dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.
– ¿Para cuándo dices? -preguntó.
– Lo más pronto posible -tartajeó Luis-. Pero seguro que tú…
– No se hable más -cortó Manolo. Miró a Teresa-. ¿Te vienes? Mañana tengo que madrugar.
– Un segundo -pidió Luis-. Quisiera saber adónde irá a parar esto.
– El murciano no titubeó:
– ¿Conoces a Bernardo?
– No…
– ¡Pues entonces! Vámonos, Teresa.
Teresa se levantó. “Nos vamos todos”, dijo alguien. Convencidos de su propia importancia (y en consecuencia desprovistos de humor, incapaces de ironía) estaban como agarrotados ante la posible importancia de otro. Sin embargo, Luis Trías se sentía obligado a insistir un poco más y se acercó a Manolo: “¿No quieres saber (y le miró a los labios) qué cantidad se necesita?” “Dejemos ahora los detalles, Teresa me lo explicará todo mañana. Vendrá conmigo. Lo más importante ya está solucionado, no te preocupes”.
Al salir del bar fue cuando ocurrió lo que él había temido en un principio, si bien ahora ya no le importaba. Las causas que iban a provocar el lamentable incidente nunca llegarían a conocerse con exactitud, pero las que Ricardo Borrell deduciría más tarde obtendrían la aprobación general: según él, al salir del bar, Luis Trías le había preguntado al murciano si ya se acostaba con Teresa, y el pobre chico (pobre chico: obsérvese la repentina falta de objetividad de Borrell) interpretando aquello como una ofensa a Teresa (“no olvidemos que los obreros son muy sanos en este sentido, quiero decir que todavía tienen ese ridículo sentido del honor, de todo hacen una cuestión personal”, aclaró Borrell) se sintió obligado a sacudirle una bofetada ‘a Luis Trías. “Este chico es un subjetivo rabioso”, concluyó Ricardo.
Pero volvamos a los hechos. Al salir del bar nada hacía sospechar lo que iba a ocurrir. “¿De verdad podrás arreglártelas tú solo, conoces a alguien…?”, aún había dicho Luis cuando ya se despedían de Encarna. A todos les pareció que la pregunta era realmente superflua. Luis y Manolo habían quedado un poco rezagados porque los dos insistieron en pagar (aquí el Pijoaparte resultó ampliamente vencido) pero tuvieron tiempo de oír las últimas palabras de Luis, por una vez cargadas de una ironía que nadie (excepto el murciano) supo captar:
– Perdona -dijo sonriendo (y miró sus labios otra vez)-pero es que aún no te veo muy definido… ¿Quién es Bernardo?
No supieron si Manolo le había contestado, no oyeron más porque ya estaba en la calle. Luego, al llegar a la segunda esquina, en Escudillers, también se retrasó Ricardo, que abandonó por un rato el calor del ala de María Eulalia para orinar en un portal oscuro. Delante iban Teresa, Jaime, Leonor y María Eulalia. Ricardito tardaba en volver junto a ellos, y María Eulalia dijo de pronto, en un tono de íntima desolación: “Qué pipí más largo”. Pero él ya volvía, y ella respiró aliviada y se iba a colgar de su brazo cuando, repentinamente, Ricardo dio una brusca media vuelta y echó a correr de nuevo en dirección al bar. No llegó a tiempo: Luis y Manolo estaban en la esquina, de pie, frente por frente.
– No estás definido -le decía Luis a Manolo. Esto le valió tener que encajar la terrible perplejidad pijoapartesca: fue mirado como un jeroglífico chino:
– ¿Qué quieres decir, chaval?
Ricardo ya estaba a punto de doblar la esquina, los demás iban tras él, oyeron un inquietante restregar de suelas sobre el empedrado, Ricardo decía: “Venga, no seáis animales, dejadlo ya”, pero antes de llegar vieron el fardo salir de repente disparado de espaldas hacia ellos, y cayó a sus pies. Era Luis Trías y parecía, simplemente, como si andando hubiese tropezado. “¿Qué pasa?”, preguntó Jaime Sangenís. Luis se frotaba el mentón, no quiso que nadie le ayudara a levantarse.
Su cabeza estaba definitivamente ladeada. Manolo salió de lo oscuro, sin mirar a nadie.
– ¿Vienes o no? -dijo sin pararse. Indudablemente se refería a Teresa, y todos la miraron. El murciano siguió caminando hacia la calle Escudillers. Ellos estuvieron un rato sin saber qué hacer. Cuando se bebe más de la cuenta (no recordaban que Manolo apenas había bebido) ocurren estas cosas, ya se sabe. Lo que desde luego no sabían es que aquella bofetada del murciano significaba el principio de toda una serie de impresionantes bofetadas en cadena que el prestigioso líder, como si repentinamente hubiese caído en desgracia, iba a recibir desde aquel día sin razón aparente y casi sin saber de dónde procedían. La desgracia se cierne a veces sobre uno sin que al parecer exista una causa concreta.
Manolo se alejaba por la calle con las manos en los bolsillos, cabizbajo. Los pasos que esperaba oír sonaron al fin tras él. Aflojó la marcha. Ella, al llegar, se colgó de su brazo.
– ¿Conmigo también estás enfadado? -preguntó.
– No estoy enfadado con nadie. Pero vámonos de aquí. Estas juergas siempre acaban mal.
– Pero ¿qué es lo qué ha pasado? ¿Acaso Luis te ha contado algo de mí…?
Por primera vez, él estuvo tentado.de decirle la verdad. Pero lo que dijo fue: “Son cosas nuestras”.
Teresa se tambaleó un poco.
– Yo también estoy bastante borracha, ¿sabes? -dijo cerrando los ojos-. Pero te llevo a casa, a tu querido, maravilloso Monte Carmelo. Dime, ¿quién es Bernardo?
Él guardó silencio. Pero tuvo que pararse, porque de pronto Teresa se le quedó quieta, como dormida en los brazos. La rubia cabeza, despeinada, se apoyó en su pecho. Estaban bajo la luz de un farol. Manolo apartó con la mano los sedosos cabellos y acarició el rostro de Teresa, que emitió un zureo de paloma. Mirando este rostro ahora desmayado, exhausto, de niña vencida por el sueño y quién sabe qué emociones, el murciano sonrió bajo la amarilla luz del farol, sonrió tristemente, con un repentino sabor de ceniza en la boca.
Rozó suavemente sus labios entreabiertos mientras caminaban lentamente por un callejón lateral en dirección a los muelles (quería que la muchacha se despejara un poco antes de coger el volante) pero ella, restregándose como un gatito, le colgó los brazos al cuello y le obligó de nuevo a pararse. Le besó y le dijo: “Soy feliz”. Ahora estaban en lo más oscuro. Se oían palmas y un rasgueo de guitarra en alguna parte. Manolo pensaba que sólo iba a ser un rápido besuqueo, porque ella apenas se tenía en pie, pero aquella bruma rosada y blanca (fresa y nata) de su boca abierta resultó inesperadamente cálida, una dulce esponja húmeda que se adhería y cedía, y él, atrayendo a la muchacha hacia sí, le devolvió ávidamente los besos. Teresa, con un brillo azulino y lúcido en los ojos, fue retrocediendo despacio hasta apoyar la espalda contra la pared, donde las manos de él quedaron momentáneamente aprisionadas, verificando un delirio con los dedos: bastaba deslizarlos arriba y abajo y comprobar la ausencia de la cinta para imaginar una vez más la vibrante desnudez, la trémula libertad de los pequeños pechos bajo la blusa. Ahora lo atrajo ella, adelantando las pueriles caderas de colegiala con un gesto alegre y deliciosamente obsceno. Dejó que las manos de él acariciaran sus muslos, subiendo, y de pronto sus sentidos se llenaron a rebosar de una miel deslumbrante. “No, aquí no…” murmuró al sentir la boca quemante en sus hombros, en su cuello. Y echaba la cabeza hacia atrás, con una nerviosa sacudida, y volvía a él desde lo oscuro, ofreciéndole los labios temblorosos con una aspiración sibilante, mientras con los ojos parecía implorarle (acababa de decidirlo) que la llevara a algún sitio, ser amada y suya hasta la muerte…
Baja, charnego, aquí conviene detenerse, se dijo él. Le dolió mucho su dulce mirada de sumisión y desencanto, pero rodeó fuertemente sus hombros con el brazo y la llevó al coche. Allí, acurrucada junto a su pecho, ella fue sofocando los ardo- res y sonreía feliz, todavía algo mareada. Soplaba una brisa demasiado fría. Él acarició las mechas rubias de su pelo, postergó aquella constante y encendida prefiguración del mañana- y de repente volvió a entristecerse, sin saber exactamente por qué.
El destello de alguna atroz realidad saltando, como suele saltar, del mismo corazón de la primavera. Porque la juventud…
Virginia Woolf
Años después, al evocar aquel fugaz verano , los dos tendrían presente no sólo la sugestión general de la luz sobre cada acontecimiento (con su variedad dorada de reflejos y falsas promesas, con sus muchos espejismos de un futuro redimido) sino también el hecho de que en el centro de la atracción del uno por el otro, incluso en la médula misma de los besos a pleno sol, había claroscuros donde anidaba ya el frío del invierno, la muerte de un símbolo.
– ¿Eres sincero conmigo, Manolo? A veces temo…
– ¿Qué temes?
– No sé…
El íntimo deterioro del mito se efectuó, no obstante, sin menoscabo de su creciente amor por el muchacho. La verdadera personalidad del joven del Sur se le reveló a Teresa precisamente (y bastaron tres tardes) al adquirir plena conciencia de que había sido seducida no por una idea, sino por un hombre. Primero fue una sensación de extravío mental, la necesidad de revisar algunos conceptos sobre el asombroso mundo en que vivimos al descubrir insospechadas uniones, escandalosos abrazos de la realidad con la ilusión: cierto domingo por la tarde, con sol y repentinos chubascos (era a últimos de agosto) Teresa se empeñó en entrar en un baile popular del Guinardó. Casualmente se habían refugiado de la lluvia en un bar desde el que veían el “Salón Ritmo”, al otro lado de la calle, y en cuya entrada se agolpaban los muchachos y las muchachas que llegaban corriendo bajo la lluvia. A Manolo se le ocurrió decir que éste había sido su baile, años atrás. “¿Por qué no entramos?”, propuso ella con una luz alegre en los ojos. “No te gustará, está lleno de golfos”, advirtió Manolo, pero ella insistió tanto (“lloviendo y sin coche, ¿qué otra cosa podemos hacer?”) que él no tuvo más remedio que satisfacer su capricho.
En aquel momento lo que caía del cielo era un diluvio. Manolo se quitó la americana y protegió con ella a la muchacha al cruzar la calle. Teresa se apretaba a él y se reía. En la taquilla había un hombre gordo y sonrosado que fumaba ideales y Teresa le pidió uno. “No seas descarada”, la amonestó Manolo cariñosamente. “Calla, hombre. Lo vamos a pasar pipa, ya verás”. Chicos 25 Ptas. Chicas 15. Descriminación, anunció la feliz universitaria. Consumición incluida en el precio. Actuarán: Orquesta Satélites Verdes con su cantor Cabot Kim (Joaquín Cabot) Maymó Brothers (ritmos afrocubanos) Lucieta Kañá (juvenil intérprete del cuplet catalán) y otras destacadas figuras del momento. “La cosa promete”, dijo Teresa. Desde el principio mostró una excitación extraña. Actuación única y especial del “Trío Moreneta Boys” (las bonitas notas de la sardana y el moderno rock fundidas en una sola composición). “Maravilloso -exclamó Teresa al entrar-. Yo no me pierdo eso”. Era un local denso y abarrotado, en la pista no se podía dar un paso. Muchachos endomingados, de ojos sardónicos y aire impertinente, iban de un lado a otro en grupos compactos, molestando a las chicas, inclinándose sobre ellas, escrutando sus escotes y susurrando piropos. Casi todos eran andaluces. Las ardientes miradas que captaba Teresa eran harto expresivas, y la presencia constante de Manolo a su lado la defendió de un asedio que, de ir ella sola, no se habría quedado en simple admiración. El azar quiso este día adornarla con una sencillez casi dominguera (falda blanca y plisada, blusa azul de cuello alto y ancho cinturón negro) que habría hecho juego con el ambiente de no ser por su lánguida melena de niña bien y su piel tostada por el sol del ocio, dos encantos que la traicionaban, pues ella hubiese deseado pasar desapercibida. En los palcos y en las sillas alineadas en torno a la pista había grupos estatuarios de muchachas que a ratos cuchicheaban, y al fondo, en el pequeño escenario, los Satélites Verdes con sus blusas rutilantes y su cantor (demasiado melódico, según criterio general) que lucía fino bigote negro y voz nasal, gregoriana. El local había pertenecido a una vieja Sociedad obrera cultural y recreativa (Hogar del Gremio de Tejedores) que, con toda su Masa Coral, su Biblioteca y su Teatro, hoy convertido en “Salón Ritmo”, desapareció con la República. Decoración solemne y anticuada: cuatro paredes espléndidamente circundadas en lo alto por una faja de guirnaldas de flores, racimos de uva y escudos de yeso en relieve con una cara dentro y debajo un nombre ilustre (Prat de la Riba, Pompeu Fabra, Clavé) catalanes gloriosos, prohombres de aquel añorado obrerismo de “orfeó i caramelles”, y cuyos severos perfiles parecían desdeñar la dominical invasión de analfabetos andaluces. En la galería del primer piso, en medio del rancio olor de los palcos de madera, vagaba todavía el melancólico fantasma de un espíritu familiar y artesano que reinó antaño y que hoy sólo disponía de un refugio: el almacén de bebidas y trastos viejos, antes biblioteca y sala de billar, ahora con restos mutilados y aún estremecidos de Dostoiewski y de Proust traducidos al catalán junto a Salgari, Dickens, el “Patufet” y Maragall y oxidados trofeos y viejos estandartes del Hogar del Tejedor que duermen juntos el sueño del olvido.
En la sala de baile hacía un calor infernal y triunfaba un espléndido olor a sobaco. Teresa refrenaba generosos impulsos comunicativos. ¡Oh bailes de domingo, el mundo es vuestro! ¡Islas incultas y superpobladas, cielos violentos, ternura avasallada, jardines sin aroma donde sin embargo florece el amor, vuestro es el mañana! Cogida al brazo de Manolo al estilo nupcial o sentada con él al fondo de un palco, relajado el cuerpo pero con la cabeza en la misma actitud vigilante y despierta que en la butaca de un cine (respirando un aire poblado de fantasmas) y luciendo su hermosa garganta desnuda, ella no perdía detalle del espectáculo y hacía comentarios elogiosos sobre las parejas que rodaban apretadas en la pista, infatigablemente, como en un hormiguero. Manolo reconoció algunos célebres elementos del barrio, los tenía muy vistos: eran los mismos que los jueves iban al Salón Price a bailar con las chachas, y también a Las Cañas, al Metro, al Apolo, y a los cines Iberia, Máximo, Rovira, Texas y Selecto, pequeños murcianos sudorosos con camisas rayadas de cuello duro y sofocantes trajes de americana cruzada, tiernos bailarines que nunca encontraban pareja, que daban vueltas y más vueltas en torno a la pista con las caras levantadas hacia los palcos y devorando con los ojos a las muchachas sentadas en las sillas como esfinges, y cuyo silencio despectivo o tajantes negativas ante los requerimientos de ellos: (“¿bailas, nena?”. “No”. “¿Por qué no?” “Porque no”. “Pues jódete, tuberculosa”. “Enano, sinvergüenza”) eran por supuesto, según Teresa manifestó a Manolo, injustas e infinitamente más crueles que los insultos que recibían. Tal vez por ello, y teniendo en cuenta que hoy Manolo no parecía compartir demasiado sus ganas de diversión (esto la sorprendió: sólo dos veces había conseguido que él la llevara a la pista para bailar, y aún de mala gana) Teresa no quiso negarle un baile al joven que inesperadamente se pegó a ellos, empeñado en hacerle recordar a Manolo cierta noche de juerga que habían corrido juntos mucho tiempo atrás. Teresa quiso que Manolo se lo presentara y le preguntó por su barrio y por su trabajo. El chico resultó ser de Torre Baró, un remoto suburbio, y dijo ser especialista en electrónica. “¿Quiere usted bailar?”, preguntó muy gentil. Teresa aún no se había decidido (vio que Manolo sonreía irónicamente, desinteresado) pero iba a ocurrir algo que la empujaría a aceptar alegremente: estaban los tres de pie en un ángulo de la sala, todo el mundo esperaba que la orquesta atacara el próximo baile (acababa de cantar Domin Marc y estaba anunciada la actuación del “Trío Moreneta Boys”) cuando, de pronto, se produjo un pequeño revuelo que serpenteó en medio de la pista; se oyeron algunos chillidos femeninos, las parejas se agitaron y muchas cabezas se volvieron en dirección a ellos. Al parecer, andaba por allí un bromista que pellizcaba a las chicas. Teresa se rió, como si aquello fuese la cosa más natural del mundo. “¡Qué divertido, me parece muy bien!”, dijo. Estaba frente al amigo de Manolo, cuya perfumada cabeza le llegaba a la barbilla; era un muchacho, sin embargo, que daba una extraña impresión de esbeltez, muy tieso, fino de cuerpo y envuelto en un furioso olor a agua de colonia, con una estrecha americana a cuadros, ojillos pesarosos de japonés y un tupé untado de brillantina. Teresa le miraba con simpatía pero seguía indecisa, y fue entonces cuando notó en las nalgas un pellizco de maestro, muy lento, pulcro y aprovechado. No dijo nada, pero se volvió disimulando, roja como un tomate, y tuvo tiempo de ver una silueta encorvada, los hombros escépticos y encogidos de un tipo bajito que se escabullía riendo entre las parejas. Al mismo tiempo, oyó a su lado la voz de una muchacha que le decía a su amigo: “Le conozco, se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de pelo rizado, y siempre anda metiendo mano. El domingo pasado me pellizcó a mí y luego me dio su número de teléfono por si quería algo de él, qué te parece el caradura”. “Y ¿le has llamado…?”, preguntó la otra. Teresa no pudo oír la respuesta porque el galante pigmeo que tenía enfrente y seguía mirando embobado insistió: “¿Bailamos, Teresina?” (delicioso, encantador, el electrónico). La orquesta se había arrancado, y Teresa, todavía con el tibio escozor en las nalgas, quien sabe si moviéndose en parte a instancias de la oscura y benemérita labor de tocones como aquél (héroes anónimos), o acaso por una simple fascinación del ambiente, se abandonó riendo en brazos del pequeño murciano de Torre Baró y temerariamente se lanzó con él al revuelto mar de achuchones, codazos y sudores. Superándose a sí mismos, el “Trío Moreneta Boys” interpretaba su gran éxito del momento, un bolero ideal para bailar a media luz. En aquel confuso mar de cabezas que rodaban lentamente en medio de la penumbra no había, en contra de lo que Teresa había pensado, ninguna alegría especialmente sana ni liberada de complejos burgueses: se bailaba apretadamente y en silencio y había una extraña seriedad en los rostros, flotaba un indecible aire de respetabilidad, grotescamente romántico y circunspecto, más aún que el que podría haber en un baile de sociedad organizado por ricas casaderas. Teresa siguió con los ojos a Manolo largo rato, veía sus espaldas alejándose aburridamente, le veía desde lejos y por encima de las olas, hasta que comprendió que ella se hundía sin remedio. Fue atroz, a pesar de que al principio le hizo cierta gracia; ella no era consciente de su leve falda airosa, de que no llevaba sostén baja la blusa, del derrame de sueños áureos que este insólito descubrimiento iba a provocar en su pareja. Resultado: el especialista en electrónica se reveló súbitamente como un arrimón desenfrenado, un desesperado pulpo con cincuenta manos y cuya boca jadeaba en la oscuridad sobre su pecho izquierdo, que había perdido el habla y que la empujaba con el vientre, sudando y afanándose penosamente, y que ella procuró resistir por pura cortesía hasta que, oprimidos por las demás parejas en medio de la pista, no pudiendo dar un paso más, se quedaron quietos, bloqueados, él basculando (Teresa notaba la pequeña y áspera mano recorriendo su espalda como una araña) y doblado hacia atrás como un fino y esforzado bailarín de tangos. ¿Dónde estaba aquella alegría directa y sana de los bailes populares? Un olor a sobaco, eso era todo. En torno a ellos, las parejas habían dejado de bailar y estaban quietas, con los rostros vueltos hacia el escenario y escuchando la canción del “Trío Moreneta Boys”. Las manos tenían desesperadas relaciones con las cinturas, extraños y penosos requiebros con las sombras. Teresa aún intentó reír, pero fue la última vez aquel día. De pronto se quedó rígida: la apretaba tanto aquel pequeñajo eléctrico, que la tenía prácticamente en vilo, sin dejarla tocar el suelo con los pies. Hacía rato que ya había perdido a Manolo de vista (¿se habrá ido, dejándome en manos de estos salvajes?) y repentinamente asustada, creyendo que se había quedado sola y que no podría escapar de allí, lanzó una furiosa mirada a su pareja, que se hallaba ya en un lamentable estado de disolución. Lo que Teresa- adivinó al ver sus ojitos (mucho tiempo después aún recordaría aquellos diminutos ojos congestionados y tristes, mirándola desde abajo como los de un perrito apaleado: fue realmente su primer contacto con la realidad) estuvo a punto de provocarle tal crisis de nervios que de pronto se soltó y empezó a abrirse paso a codazos, sintiendo que le faltaba el aire. Todo era mentira: el melódico “Trío”, los obreros amigos de Manolo, los bailes populares… Las parejas la miraban y sonreían, pero nadie parecía dispuesto a dejarla salir de la pista. “¡La finolis! Lo ha plantado”, oyó decir a una muchacha. “Pobre chico. Eso no se hace”. Finalmente consiguió llegar hasta donde había dejado a Manolo. Ni rastro de él. Quedó desconcertada en medio de la oscuridad. “Manolo”, murmuró débilmente. Podía ser cualquiera de las sombras que veía. Rostros desconocidos, extrañamente iluminados y sudorosos, como una pesadilla, se volcaban sobre el suyo y oscilaban al compás de una horrenda música de cháchara. “Manolo…” Una mano atrevida tiró de sus delicados cabellos de oro, y labios pegados groseramente a su tierna oreja babeaban palabras obscenas. “¿Me buscas a mí, rubia?” “Niñapijo, qué buena estás”. “No corras tanto, princesa, que pierdes las bragas”. Una muchacha robusta de labios rojos la defendió, insultando a los gamberros. Temblándole las piernas, avergonzada y furiosa a la vez, buscó a Manolo con ojos desesperados por todo el local, incluso en la galería del primer piso, donde algunas parejas bailaban estrechamente abrazadas en la sombra. Allí, en un pasillo, creyó ver a Manolo entrando en un cuarto y se precipitó tras él. Dentro, una bombilla amarillenta, enrejillada, vieja amiga de las moscas, depositaba mansamente sucia luz sobre cajas de cerveza apiladas junto a unas estanterías mohosas, de cristales rotos y llenas de telarañas; en el suelo, en el centro de la habitación, libros cubiertos de polvo y revistas antiguas amontonadas como para una fogata. “Manolo ¿eres tú?”, susurró. El cuarto olía a humedad. Una tos ahogada tras las cajas de cerveza. Los pies de Teresa tropezaron con el montón de libros (le parecía oír una alegre risa femenina) o mejor dicho, con un volumen que se había quedado algo distanciado de la pila, era un volumen de rojas cubiertas que yacía sobre una fotografía, amarilla por el tiempo, en la que destacaban unas blancas y venerables barbas: Madame Bovary y Carlos Marx rodaban por el suelo estrechamente abrazados, enardecidos, huyendo del montón de ciencia y saber dispuesto para el fuego o el trapero. Suspiros en algún rincón y además oyó perfectamente la risita licenciosa burlándose de ella, de su pasmo, de su miedo ante la realidad. De pronto algo se movió detrás de las cajas: una muchacha morena, de grandes y soñadores ojos negros, con trenzas, retrocedía hacia el rincón mientras se arreglaba la falda. Miraba a Teresa sonriendo algo azorada, pero sin un pestañeo, sin remilgos, refugiándose por inercia tras la pila de cajas. Junto a ella se incorporó un mocetón pelirrojo con chaqueta de camarero y una botella de coñac en cada mano. “¿Busca usted algo?”. La muchacha de las trenzas dejó oír de nuevo su risa llena y soñadora con los ojos ahora fijos en su amigo. Teresa bajó los suyos (miró por última vez a la insólita pareja que se revolcaba a sus pies, en medio de un glorioso olor a terciopelo mordido por la humedad) balbuceó una disculpa y luego dio media vuelta y salió corriendo. Regresó a la galería que daba sobre la pista de baile. Habían encendido las luces. Desde allá arriba, asomada a la barandilla, veía toda la pista y los palcos. Manolo se había esfumado “Tal vez se ha enfadado. Soy tonta, soy tonta…”. Al volverse tuvo otro sobresalto: el pequeño murciano estaba tras ella mirándola, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y sonriendo con una mueca indefinible. Esperaba, respetuoso, humilde, decididamente flechado. Teresa escapó corriendo otra vez y bajó las escaleras de cuatro en cuatro. Finalmente salió al vestíbulo, donde estaba el guardarropa y el bar.
Manolo estaba en la barra, de pie, bebiendo una cerveza. El primer impulso de Teresa fue correr hacia él y arrojarse en sus brazos. Pero hizo un esfuerzo por calmarse y se acercó a su espalda despacio, con los ojos bajos. Al llegar se alzó de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Manolo se volvió, la miró sonriendo con afecto: “¿Te cansaste ya de bailar?” Teresa movió la cabeza afirmativamente, mirándole con cierta humildad aprendida, recuperada, y de pronto la abandonaron las fuerzas y apoyó la cabeza en el hombro de su amigo. “¡No vuelvas a hacerlo, por favor, no vuelvas a dejarme sola…!” Le pidió que la sacara de allí inmediatamente.
– ¿En qué mundo vives, chiquilla? -bromeó él cariñosamente, cuando Teresa se lo hubo explicado todo-. Te lo habla dicho, éste no es sitio para ti. -Y, abrazándola, acarició tiernamente su cabeza hasta que ella se tranquilizó.
Terminaron la fiesta en el Cristal City Bar, entre respetables y discretas parejas de novios que a las nueve de la noche deben estar en casa, terminaron besándose en paz en el altillo inaccesible a murcianos desatados y a tocones furtivos, frente a dos gin-tonic con su correspondiente y aséptica rodaja de limón.
Así, en sucesivas tardes, el tono emocional de Teresa fue lenta y delicadamente alterado. Otras fisuras: noches alegres y cálidas del Monte Carmelo, algazara de vecinos, guapos muchachos en camiseta, románticos paseos a la luz de la luna, consignas sobre reivindicaciones laborales en el famoso bar Delicias… Desde hacía tiempo, la joven universitaria ardía en deseos de conocer esta bullente vitalidad. Pero descubrió y tomó posesión del Monte Carmelo, una tierra mítica (como Florida lo fue en su día para los conquistadores) demasiado tarde. El barrio, hasta ahora, no había sido para ella más que un borroso círculo de sombras admiradas a distancia, puesto que Manolo siempre se había negado a llevarla al Carmelo y presentarla a sus amigos. Pero un nombre le era muy familiar a la universitaria: Bernardo. Manolo, por librarse de contar ciertas aventuras (él prefería llamarlas así, aunque Teresa empleaba una expresión quisquillosa y biológica: reuniones de célula) que ella le suponía graciosamente pero que él nunca había vivido, decidió tiempo atrás que al hablar de Bernardo imitaría siempre el estilo misterioso que había aprendido de los estudiantes al oírles hablar de Mauricio. El resultado fue que Bernardo se había convertido en otro prestigioso dirigente, despositario inaccesible e impenetrable de los mayores secretos: “¿Conoces a Bernardo? ¿Has oído hablar de él? Bernardo podría explicarte mejor que yo cómo funciona eso, yo no sé nada”, le decía a menudo a Teresa, cuando la curiosidad de la muchacha le ponía en un aprieto. “¿Me lo presentarás algún día, Manolo?” “No es prudente”, razonaba él. De modo que Teresa admiraba a Bernardo aún sin conocerle, un poco por reflejo de su atracción hacia Manolo y otro poco por su propia y audaz percepción moral. Pero su percepción moral era tan generosa como temeraria (el realismo moral de Teresa no provenía del esfuerzo analítico, como ella creía, sino del amor) y por lo tanto aún le reservaba desengaños.
Una noche que acompañó a Manolo hasta lo alto del Carmelo, al despedirse le propuso dar una vuelta por el barrio. Él empezó negándose, pero el deseo de abrazar a la muchacha detrás de algún matorral, al otro lado de la colina, y hablarle seriamente de algo que le rondaba por la cabeza desde hacía tiempo (la posibilidad de obtener un buen empleo por mediación del señor Serrat) le perdió. “Está bien, daremos un paseo por el otro lado, te enseñaré el Valle de Hebrón.” Dejaron el coche en la carretera. Rodeando los hombros de Teresa con el brazo, ocultándola a las miradas de algunos vecinos que tomaban el fresco en los portales, Manolo la llevó hacia la calle Gran Vista. Pasado el bar Delicias, unos niños jugaban en medio del arroyo, y, a la luz que salía de un portal, dos chiquillas cantaban cogiéndose de las manos:
El patio de mi casa es particular,
se moja cuando llueve, como los demás…
Teresa se acercó a las niñas y cantó un rato con ellas, poniéndose en cuclillas. Su tono emocional volvió a subir peligrosamente. La noche era estrellada y tibia, la luna rodaba perezosamente sobre las azoteas, envuelta en gasas verdes, y había un arrebol en las orillas del cielo. Sólo faltaba una radio, alguna radio sonando muy fuerte desde cualquier terraza, difundiendo en la noche una melodía vulgar y cursilona. En el descampado, al final de Gran Vista, empezaba el camino de carro que conducía hasta el Parque del Guinardó. Se sentaron un rato en un ruinoso banco de piedra semicircular y luego bajaron por la pendiente cogidos de la mano, entre los pequeños abetos del Parque. Se oía el chirrido metálico de los grillos. Teresa se recostó en la hierba. Sus labios eran explícitos esa noche, sus ojos, vencidos, llenos de generosidad y de ternura: acaso es el momento, pensó él, de sincerarse con la chica, el momento de decirle que me he quedado sin trabajo, que veo muy negro el futuro y que tal vez su padre podría proporcionarme, si ella se lo pedía, algún empleo de cierta responsabilidad y con porvenir…
– Nena, oye, tu papá…, tu papá, ¿tu papá no podría…?
Era la ardiente boca de ella y aquellos diminutos y agudos pechos de fresa la causa de su tartamudeo, de ningún modo la indecisión; era aquel universo duplicado que él albergaba en el hueco de sus manos, que le quemaba, que le anticipaba todos los dulces cordiales espasmos de dignidad y de prosperidad futuras… Se incorporó para poner un poco en orden sus ideas. Teresa le miraba desde el suelo con ojos soñolientos. Y una vez más volvió a ella dudando: podía hacerla suya y ser su amante durante un tiempo, cierto; quizá durante meses y meses; pero ¿qué ganaba con esto? ¿Qué significaba esta inmensa palabra: amante? ¿Qué muchacha moderna, universitaria o no, pero rica y con ideas nuevas, no tiene hoy un amante sin que pase nada? Luego, si te he visto no me acuerdo, fue hermoso pero adiós, pasión fugaz y efímera unión la de los sexos, ya se sabe, la vida y tal. No, chaval, tu idea de Teresa en la cama no era totalmente exacta: porque se puede ciertamente poseer a una criatura tan adorable como ésta, tan instruida y respetable (por cierto, sus defensas morales no son tan sólidas como pregona la respetabilidad de su clase), pero no siempre se puede poseer el mundo que va con ella. Fíjate, no hay más que acariciar una sola vez esta bonita melena de oro, estas soleadas rodillas de seda, no hay más que albergar una sola vez en la palma de la mano este doble universo de fresa y nácar para comprender que ellos son los lujosos hijos de algún esfuerzo social y que hay que merecerlos con un esfuerzo semejante, y que no basta con extender tus temblorosas garras y tomarlos…
Teresa se levantó, fue hasta su amigo y le abrazó por la espalda. “Qué bonito se ve todo desde aquí, ¿verdad?”, dijo. Los abetos y los pinos olían intensamente en torno a ellos. A lo lejos brillaban las luces de Montbau y del Valle de Hebrón, por cuya carretera se deslizaban los coches con los faros encendidos, ingresando uno tras otro en la ciudad, como en una procesión. Teresa le soltó, riendo, y dio unas vueltas en torno a él. “Me gusta tu barrio -dijo-. Te invito a un carajillo en el bar Delicias.” “Se dice un perfumado”, corrigió él, sonriendo. “Pues eso, un perfumado -dijo ella-. Quiero un perfumado del Delicias.” Manolo se acercaba a ella despacio, rumiando palabras, sonriendo, flotando, como en sueños, y la besaba una y otra vez, le mordía el cuello, bañaba el rostro en sus rubios cabellos (tú papá, tu-pa-pá-pa-pá-podría…) hasta que ella volvía a soltarse riendo y se hacía perseguir. Manolo la seguía, tropezando, la alcanzaba, la perdía. Chiquilla, que me vuelves loco. “¡Quiero un carajillo, quiero un perfumado! -entonaba ella tercamente-. Llévame al Delicias y luego volvemos aquí otro rato, ¿eh?”, propuso con una sonrisa irresistible. Y súbitamente echó a correr hacia lo alto, hasta el camino, donde se paró un instante y se volvió para mirarle, siguiendo luego en dirección a la calle Gran Vista. Manolo fue tras ella despacio, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. El canto de los grillos le estaba exasperando. Al llegar a las primeras casas de la calle apretó el paso. No veía a Teresa. Y ocurrió entonces: oyó su grito cuando la muchacha debía hallarse a unos cincuenta metros de distancia; la oscuridad de la calle no le permitía ver nada, pero lo adivinó en el momento de echar a correr hacia Teresa. La encontró arrimada a la pared, tapándose la cara con las manos y de espaldas a las sombras del otro lado de la calle. Sus hombros estaban agitados.
– ¿Qué te ocurre? -preguntó él.
Teresa hizo un esfuerzo por reponerse, suspiró, con los brazos en jarras. Más que asustada por algo, parecía indignada.
– Allí -murmuró-, en aquel portal… Hay un hombre…
Señalaba un rincón sumido en la sombra, una de las arcadas del muro de contención de Casa Bech pegado a la colina, y cuyos interiores estaban habitados. La luz esquinada del único farol que alumbraba aquel sector de la calle no alcanzaba a penetrar en la arcada, pero revelaba algo del desconocido: unos viejos zapatos sobre los que caían las vueltas enfangadas de unos pantalones demasiado largos. “Me ha dado un susto de muerte, el loco -murmuró Teresa-. Porque debe estar loco, de pronto ha salido de lo oscuro y se ha plantado ante mí con los brazos abiertos y con… todo desabrochado, riéndose, mirándome, ¡casi no puedo creerlo!” Se oía un jadeo en la sombra, los pies del desconocido se movieron. Manolo se precipitó hacia allí como una flecha y hundió sus manos en lo oscuro, dio con el cuello pringoso de una camisa (sus dedos rozaron una barba de tres o cuatro días y una gran narizota cuyo tacto le resultó familiar) que desprendía un insoportable olor a vino. “¡Anda, ven, asqueroso! ¡Que yo te vea!”, exclamó, y tiró fuertemente hacia sí: lo que salió de las sombras, tambaleándose como un monigote a la tenue luz del farol, era nada menos que el Sans, o mejor dicho, lo que quedaba de él después de casi dos años de servir de blanco a la mortífera máquina conyugal de la Rosa. “¡No te da vergüenza, desgraciado, un padre de familia!”, dijo Manolo zarandeándole, y, dominado por una rabia repentina, empezó a darle puñetazos. La gamberrada del Sans no era cosa nueva en un barrio alejado y mal alumbrado como éste, ocurría con cierta frecuencia y Manolo lo sabía. Sin embargo, propinó tal castigo al Sans (en realidad le movía un sentimiento de venganza que iba más allá del que podía inspirarle la ofensa hecha a Teresa) que la misma muchacha se sorprendió. “No le pegues más, déjalo.” Pero Manolo seguía. “¡Ese no tiene derecho a la vida! -exclamaba-. ¡Si ya se lo dije hace tiempo, le advertí! ¡Desgraciado! ¡Mira a lo que has llegado!” El Sans, completamente borracho, riéndose tristemente, se cubría el rostro con los brazos, acorralado en la pared. “¡Yo no sabía! -gimió, y tartajeaba, invirtiendo las vocales-: ¡No te había visto, te juro que ni te había visto…!” Finalmente, tropezando, casi a rastras, consiguió escabullirse y echó a correr. Manolo aún le gritó: “¡Trinxa, animal! ¡Así habías de acabar, desgraciado, asustando a las mujeres indefensas! ¡Desaparece, muérete ya, que no tienes derecho a la vida!” Volvió junto a Teresa, que le miraba con ojos de asombro, la rodeó con el brazo y explicó: “Estos barrios… Ya te lo dije una vez. Son calles oscuras, las chicas decentes no pueden salir solas de noche. A veces ni las casadas; a mi cuñada también le ocurrió, una noche volvió a casa llorando… ¿Te ha hecho algo?” “No, no… ¿Es un chico del barrio? Parece que le conoces.” “Le hubiese matado, mira. No era malo… -murmuró, pensativo-. No era malo, no creas. Se complicó la vida, las cosas le fueron fatal, pero la culpa es sólo suya. Siempre se lo dije, le previne. Ahora está acabado, se ha dado a la bebida y no hace más que burradas. Algún día aparecerá por ahí con la cabeza rota.” “Pero -dijo Teresa- si es amigo tuyo, ¿por qué le has pegado así? En realidad no me ha tocado “
“¿Pues no te digo? Porque se lo merecía… El se lo ha buscado”, concluyó Manolo de mal humor.
Por supuesto, se guardó mucho de decirle que este guiñapo calenturiento era el famoso Bernardo, el otro héroe anónimo del Carmelo. Pero de nada le iba a servir, porque cuando regresaban al coche, la muchacha quiso tomar una copa en el bar Delicias (aunque ya sin aquel entusiasmo de antes, alegando que la necesitaba para que se le pasara el susto). Cuando Manolo se dio cuenta y quiso evitarlo, Teresa ya estaba dentro. Y allí estaba Bernardo, solo, en una mesa del rincón, todavía jadeando, sangrando por la nariz y quieto como una rata asustada. Es posible que Teresa nunca hubiese llegado a sospechar la verdad de no encontrarse allí el hermano de Manolo. Todos se volvieron al verla entrar: dos cobradores de autobús que hablaban con el hermano del Pijoaparte, de codos en la barra, cuatro muchachos que jugaban al dominó y un viejo sentado junto a la entrada. El hermano de Manolo se acercó a ellos. Sonreía con desconfianza y daba cabezazos en el aire. Era un hombre de unos treinta años, alto y encorvado, con una morena y pesada cara de palo y grandes dientes amarillos; cachazudo, lento, rural, muy dado a la salutación efusiva; llevaba un mono sucio de grasa como única vestimenta. En el barrio le tenían por medio chalado y nadie le hacía caso. Era muy aficionado a los chistes rápidos (había tanta, tanta sequía, que los árboles corrían detrás de los perros, je, je, je), pero, paradójicamente, era muy prolijo y escrupuloso en el detalle al contar otras cosas, con muchas digresiones sentenciosas injustamente desoídas, y en el bar huían de él. Precisamente por ello, porque a menudo le dejaban solo con la palabra en la boca, tenía una curiosa manera fraccionaria de contar las cosas: siempre parecía haberlas empezado a contar en otra parte, a otra persona (que le había vuelto la espalda sin esperar el final), y ahí estaba él de repente, buscando compañía con los ojos, dispuesto a continuar la historia. Como el hecho se repetía con bastante frecuencia, el resultado era una especie de capítulos por entrega que nunca terminaban, repartidos equitativamente entre varios conocidos, a ninguno de los cuales, al parecer, interesaba ni el principio ni el fin. Sin embargo, a Teresa sí iba a interesarle el final de la historia de esta noche, puesto que se refería precisamente a Bernardo. Manolo no tuvo más remedio que presentar a Teresa (“Una amiga -dijo-. Nos vamos en seguida”) y su hermano se empeñó en que la muchacha bebiera una copita de calisay (“es muy bueno para las mujeres”, explicó, sin que pudiera saberse exactamente en qué consistía esa bondad) que Teresa agrade-ció gentilmente. Encontró simpático al hermano de Manolo, con esa mansedumbre facial que recuerda un poco a los caballos, pero ella sólo tenía ojos para Bernardo Sans, acurrucado en su rincón, avergonzado. El hermano de Manolo se había acercado de nuevo a los cobradores de autobús que bebían cerveza en la barra; empezó a contarles algo, pero como ellos persistían en su empeño de darle la espalda, el hombre dio una perfecta media vuelta sobre los talones y se encaró con Teresa para continuar:
– …y se conoce que le han zumbado bien esta vez, mírele usted, ya puede usted mirarle, ya, lleva una buena tajada, pero no crea que es peligroso, es que su mujer es de miedo, aquí este inútil (señaló a Manolo) de mi hermano se lo puede decir, antes él y Bernardo (señaló a Bernardo, y Teresa se quedó en suspenso al oír su nombre) siempre salían juntos, cuando las cosas marchaban bien para todos, cuando había interés por el trabajo y una pizca de dignidad, lo que pasa es que Bernardo ha tenido mala suerte con la Rosa, que es un sargento. La Rosa es su mujer -concluyó en un alarde de precisión.
Fue al final del rollo de esta noche. Teresa pensó que el principio debía contener sin duda otras revelaciones no menos sorprendentes, pero imposible recuperarlo ya, estaría deshaciéndose en la memoria de los dos cobradores de autobús. De cualquier forma, la terrible sospecha estaba de nuevo aquí: aquel gran Bernardo del cual Manolo le había hablado tanto, y que ella había comparado con Mauricio (errante sombra parisiense y genitora), ¿sería esta piltrafa humana que sangraba en el rincón? Sus sospechas aumentaron al captar a su lado una furtiva mirada de Manolo, una mirada que espiaba sus pensamientos, y de pronto experimentó de nuevo aquella náusea y aquella sensación de desencanto que se adueñó de ella en el baile del domingo. En este momento vio a Bernardo levantándose para salir: ¿este pobre tipo que camina balanceándose, encorvado, empujando el rostro, empujándolo tercamente como un ciego o como un loco peligroso, esta ruina moral y física podía ser Bernardo, el grande, el duro e invulnerable cerebro que trabajaba en la sombra?… De no ser porque resultaba demasiado lúgubre esa espalda, ese arrastre de pies, ese abrumado espectro del Carmelo, ella se habría echado a reír. ¿Y semejante irresponsable, semejante futuro delincuente sexual había de ocuparse de la impresión de los folletos para los estudiantes? Lo sabía, lo había sospechado siempre: el Monte Carmelo no era el Monte Carmelo, el hermano de Manolo no se dedicaba a la compraventa de coches, sino que era mecánico, aquí no había ninguna conciencia obrera, Bernardo era un producto de su propia fantasía revolucionaria, y el mismo Manolo…
Sin saber muy bien lo que hacía, pidió un perfumado (lo cual provocó una cumplida carcajada del hermano de Manolo) al tiempo que interrogaba al muchacho con los ojos, aturdida, deprimida por lo que acababa de ocurrírsele. Pero en los ojos negros de su amigo ya no vio más que adoración, ningún secreto poder, ningún heroico supuesto de peligros, ningún otro sentimiento que no fuese aquella adoración por ella. Salió del bar Delicias precipitadamente y se dirigió a su coche. Se oía muy fuerte la radio de un vecino: deliciosa pero inoportuna melodía, ya no haces falta, ya los guapos chicos del arrabal no pasean en camiseta a la luz de la luna. Manolo iba a su lado, observándola, vigilando sus movimientos con cierta paternal solicitud, como si ella fuese realmente una niña pequeña que daba sus primeros pasos sola y pudiera caerse (bien mirado, me he portado como una niña tropezona). Temía la reacción de Teresa, el alud de preguntas que iba a caerle encima de un momento a otro. Pero Teresa se había encerrado en su mutismo. Caminando presurosa, con aire de dignidad ofendida, se limitó a dejarse acompañar por la carretera, en medio de la noche. Al llegar al automóvil se sentó al volante y se quedó quieta, pensativa, con la vista clavada al frente. Manolo se deslizó dentro del coche con suavidad felina, como si no quisiera turbar los pensamientos de ella, contempló su perfil durante un rato, en silencio, y luego le rozó la sien con los labios.
– Basta, Manolo, por favor -dijo Teresa-. ¿Me has tomado por una niña estúpida?
– Intenté muchas veces decirte cómo es el barrio, que no te hicieras demasiadas ilusiones…
– Cállate. Eres un farsante.
Teresa se volvió y le miró a los ojos fijamente, con dureza. Se oía el chirrido de los grillos a ambos lados de la carretera. Manolo sostuvo la mirada azul de la muchacha. La adoraba en este momento más que nunca: le pareció que en cuestión de minutos Teresa se había hecho una mujer, una mujer adulta que lo mismo podía hundirle un puñal en el pecho que hacerle un sitio en su cama y en su vida para siempre. Consideró: ¿y si le hablara claro de una vez, ahora, aquí mismo, y si le confesara que no soy nada ni nadie, un pelado sin empleo, un jodido ratero de suburbio, un sinvergüenza enamorado?… Espera, ten calma.
– Sólo quisiera saber -dijo ella con la voz rota- qué pasa con la multicopista y con los impresos que te comprometiste a entregarnos.
Manolo se pasó la mano por los cabellos: había olvidado por completo aquel extraño compromiso, contraído un tanto irreflexivamente, y ahora no se le ocurría nada para justificarse.
– Baja -ordenó Teresa.
– ¿Cómo?
– Que te bajes del coche -De pronto la voz se le quebró del todo-. ¿Por qué no eres sincero conmigo? Creo… creo que es lo menos que merezco-. Él iba a decir algo, pero Teresa ya había abierto la puerta y bajaba precipitadamente. Cerró de golpe, dejándole a él dentro, y se quedó allí de pie, en la carretera, con los brazos cruzados. Tras ella cantaban los grillos y parpadeaban las luces de la ciudad.
– ¡Qué ridículo! -exclamó-. Quisiera que Maruja se curara en seguida y terminar de una vez con todo esto, marcharme, terminar con el verano, con las vacaciones, con estos paseos, con todo. ¡Estoy harta, harta!
– Perdóname, Teresa -dijo él-. Te explicaré. Anda, sube. Ella no se movió. Manolo abrió la puerta:
– Venga, mujer, sube.
– Cuando tú te bajes, si no te importa.
Miraba a lo lejos, con la barbilla sobre el pecho y un aire de morriña que acusaba todavía más aquel gracioso mohín de desdeño del labio superior. Él la contempló un rato: le excitaba extrañamente esta nueva Teresa que mantenía el puñal en alto, la encontraba deliciosa con el enfado. Se lo dijo. “Vete a la mierda”, murmuró ella. Tenía los ojos llorosos. Al darse cuenta, Manolo saltó del coche y fue hacia ella. Pero la muchacha le esquivó dando media vuelta y se sentó al volante. “Teresa, escúchame…”, rogó él. Ella puso el motor en marcha, pero no arrancó en seguida, parecía tener dificultades con el cambio (la primera no entraba) o simularlo, quizás esperaba algo de él. Manolo comprendió que no debía dejarla marchar sin darle alguna explicación, la que fuera. Está visto -pensó oscuramente- que para esta criatura el amor y el complot todavía sigue siendo una sola y misma cosa. Y entonces tuvo una revelación:
– Está bien, como quieras -dijo, aventurando una mano hacia sus cabellos (ella hizo un dudoso gesto esquivo)-. Mañana tengo que ir a recoger los dichosos folletos de tus amigos. Vendrás conmigo, ¿estamos? Te espero en la clínica a las diez de la mañana.
Teresa le clavó una última y triste mirada y el coche arrancó bruscamente, con aquel zumbido juvenil y alocado que siempre haría estremecer la piel del murciano. El chico se alejó lentamente por la carretera. Cuando llegó a casa, sacó del armario unos pantalones blancos y le pidió a su cuñada por favor que se los planchara para mañana. Luego se tumbó en su camastro (su hermano le llamaba y le insultaba desde el comedor, pero él no hizo caso) y estudió un plan con todo detalle.
Por su parte, Teresa llamó a la clínica nada más llegar a casa: Maruja estaba bien, es decir, igual. Luego se duchó, y, descalza, con la chaqueta del pijama, la cabeza gacha, se sentó a la mesa del comedor, sola (su padre se habla ido a Blanes a última hora de la tarde). Vicenta le sirvió la cena, pero ella apenas la probó. Puso discos de Atahualpa Yupanqui, bebió dos ginebras cortas con mucho hielo y se fue a la cama con una tercera, la cabeza estallándole de dudas y divagaciones. Formuló cien preguntas serias sobre su joven amigo hasta que descubrió, asombrada, que no se interrogaba honestamente. La rondaba la sombra deleitosa de la autocrítica: el cambio que empezaba a operarse en sus ideas le asustaba. Estaba enojada consigo misma, su conducta con Manolo le parecía ridícula, tontamente sublimada -admite que la personalidad política del chico dejó de importarte hace tiempo, reconócelo, pensaba ahora, tendida en la cama de su dormitorio pintado de azul, sin poder dormir (su abdomen palpitante registraba un ritmo de guitarra), sudando una ginebra musical entre muñecas y discos y libros, frotando tiernamente su mejilla contra ‘el hombro desnudo. La libertad, la oposición, la patria… A fin de cuentas, ¿qué es la oposición? ¿Qué significa militar en una causa? El mismísimo comunista, ¿qué es? (silencio: los muslos de Teresa sudan miel, una motocicleta cruza velozmente la noche tranquila de San Gervasio). En el fondo, pensaba, estoy sola; he vivido, hasta ayer mismo, rodeada de fantasmas. Soledad, generosidad, sentimentalismo, curiosidad, interés, confusión, diversión; ella podía enumerar todas estas emociones porque ya creía tener la clave que explicaba la conducta del muchacho y la suya propia: los dos, cada cual a su manera, estaban en guerra con el destino. Pero le quedaba la curiosidad. ¿Cuál puede ser la idea de la libertad en un muchacho pobre como Manolo? Ir a mi lado en el Floride, lanzados a más de ciento cincuenta por hola, o besar correctamente la mano de mamá, o hacer el amor en la Costa del Sol con una turista rica, o tal vez no es más que un medio para ganar tiempo, para robarle tiempo a la pobreza, a la desdicha y al olvido. Sí: un hombre que intenta ganar tiempo, que está en guerra con el destino, eso es Manolo, eso somos todos. Pero ¿y su idea de la libertad? Un coche sport. Un veloz y fulgurante descapotable. Un Floride blanco para todo el mundo (no te salgas de la fila, sino con la fila) en vez de un mundo donde sea posible un Floride para todos. Error de perspectiva -no es culpa suya-, y en cierto modo es lo mismo, quiero decir normal. Es inteligente, atractivo, generoso, pero pícaro, descarado y probablemente embustero: se defiende como puede. Porque ¡qué sé yo de los efectos rarísimos que ejerce la pobreza sobre la mente! ¡Qué sé yo del frío, del hambre, de los verdaderos horrores de la opresión que debe sufrir un chico como él si aún ni siquiera le he preguntado qué jornal gana, si nos empeñamos siempre en no querer hablar del jornal de un hombre, sólo de su conducta (pues bien, compañeros, yo afirmo que la conducta de un hombre depende de su jornal) si hoy mismo, portándome como una marquesita estúpida que hace una pataleta ante su chófer, le he obligado a bajar del coche, si quería interrogarle en vez de ayudarle, si él es tan encantador, tan guapo, tan gentil y paciente conmigo!… ¿Me ha pedido nunca el carnet ideológico? No. Y sin embargo, promete los folletos para mañana; es muy posible que todo esto no sea más que un fárrago de disparates. Me importa un rábano. Cien preguntas inútiles y cien respuestas inútiles acerca de mi Manolo: en la verdad o en la mentira, cualquiera que sea su conciencia de clase, su visión del futuro, la verdadera pregunta es… (¡ay mamá, y sigo sin poder dormir!).
La gran pregunta se había quedado en eso: ¿hasta dónde será capaz de llegar por mí?
…armado
más de valor que de acero
Góngora
La calle se parecía al lecho de un río: lodo, hierbas y cantos. En menos de un año se había hundido, como si hubiesen pasado las impetuosas aguas de una riada, y Teresa se preguntó qué habría sido de cierto joven obrero de sonrisa inocente que nunca había oído hablar de Bertolt Brecht. Las altas chimeneas se alzaban contra el cielo, emborronándolo de humo. Al fondo de la calle se veían las primeras estribaciones de Montjuich. Ellos avanzaban en silencio por la maltrecha acera, junto a la larga pared de la fábrica tras la que latía como un pulso el sordo rumor de las máquinas. Nadie a la vista, aquella calle jamás había conducido a ninguna parte. Era por la mañana, cerca de las once, y el sol pegaba fuerte. El ruido de la fábrica le devolvía a Manolo la nostalgia invernal de cierto callejear y la turbadora imagen de las rodillas de Teresa ciñendo las piernas de un desconocido; evocó la risa de Maruja, su brazo colgado del suyo, la pesada maleta con los cubiertos… Un grupo de niños salió corriendo de un portal, persiguiéndole con pistolas de juguete. Al final de la calle, Manolo se paró:
– Aquí es -dijo señalando un pequeño portal -. Seguramente les encontraré en el terrado. Es mejor que me esperes aquí, o en el coche, como quieras. No les gusta que lleve a extraños… Pero si ves que tardo demasiado, sube. ¿De acuerdo?
Teresa no respondió, observaba a los niños que jugaban en la otra acera; pero había oído bien. Vio, con el rabillo del ojo, a Manolo entrando en el portal. Al quedarse sola, el corazón empezó a latirle con fuerza. Desde que se habían encontrado en la clínica, media hora antes, sólo una vez se había dignado hablar con su amigo. Más que enojada con él, estaba desconcertada: tan decidido le veía en relación con el asunto de los folletos, tan plena y candorosamente entregado a recuperar el afecto y la confianza de ella. Por otra parte, esta mañana había ocurrido algo en la clínica que aún la mantenía en cierto estado de asombro: cuando estaban junto al lecho de la enferma, en el momento en que Manolo tendía la mano hacia la frente de ésta para quitarle un hermoso rizo decapitado (le habían cortado el pelo muy corto), Maruja abrió súbitamente unos ojos de alarma y de súplica, afiebrados, clavándolos en Teresa por espacio de unos segundos. Dina también estaba allí, pero ni ella ni Manolo parecieron darse cuenta de nada, o no darle importancia. Sin embargo, había sido algo más que una simple reacción nerviosa de los párpados, algo más que el casual y ciego extravío de dos pupilas de muñeca rota, de dos cristales velados: ella hubiese jurado (al menos en ese momento) que Maruja pretendía hablarle, que incluso movió los labios, que aquello era una llamada directa y personal a su comprensión y a su condición de señorita, una repentina señal de lucidez que de alguna manera le pedía que confiara en el chico y no le dejara hacer más locuras… ¿O se lo había parecido? Al salir, mientras subían al coche, se disponía a contárselo a Manolo cuando éste, lacónicamente, le pidió que le llevara al Pueblo Seco. Durante el trayecto sólo habló él: qué cosa formidable el verano, las calles regadas, el aire parece perfumado, los barrios elegantes parecen dormidos, vacíos, oh Teresa, la ciudad es nuestra… “¿Qué te pasa? -añadió-. ¿Aún estás enfadada?” Ella conducía velozmente, abstraída y bella, con su peculiar estilo rebelde (bonito en verdad: muy echada hacia atrás en el asiento, los brazos tensos, completamente estirados y rígidos hacia el volante, la barbilla sobre el pecho, la mirada desafiante: así debió morir James Dean) y atenta al tráfico, pero desdeñándolo. Escondía su gran curiosidad y aquella musical vibración de su vientre, que aún le duraba de la víspera, tras una máscara de indiferencia. Por su parte, el murciano se había presentado en traje de campaña: camisa rosa con bolsillos y manga larga, zapatillas de basquet y unos ceñidos pantalones blancos, limpísimos, que le sentaban muy bien. ¿Qué se proponía? Cuando estaban en el Paralelo, le ordenó a Teresa que doblara por una calle a la izquierda y que parase en la entrada. Y al reconocer la calle, ella tuvo otra sorpresa.
– ¿Aquí? -había preguntado extrañada.
– Sí. Aquí dejamos el coche.
Fue la única vez que ella había hablado. “¿Por qué me resisto tanto al desengaño, si tal vez el desengaño me reserva lo mejor del chico?”, se preguntaba ahora. Se dedicó a curiosear dentro del portal. Era una oscura y estrecha escalera, con una barandilla de hierro y una sola puerta en cada rellano. Teresa apenas resistió cinco minutos sola (él había calculado quince): silenciosamente, tanteando las paredes y la barandilla, subió hasta el último piso, un tercero. Desde allí, una docena de escalones conducía hasta una áurea explosión de luz: una pequeña puerta de madera carcomida, traspasada por los rayos del sol como un saco viejo al trasluz y con dos agujeros como monedas por los que se filtraban dos espadas incandescentes. Teresa subió despacio, temblorosa, se aproximó a aquel incendio y miró por uno de los agujeros. De momento quedó cegada por el sol. Luego vio el suelo de un terrado cubierto de arenilla, ropa tendida en alambres y un precioso niño con bucles rubios que correteaba desnudo. Al fondo, sentados en el suelo, la espalda recostada contra el pretil, cinco muchachos en camiseta leían revistas y tebeos. Teresa distinguió el que estaba en medio, que acariciaba un pequeño gato negro echado en su regazo; tomaba el sol con el torso desnudo y llevaba gafas oscuras. A sus pies había dos muchachas en traje de baño, tendidas de espaldas sobre una toalla y con las caras untadas de crema (las barbillas levantadas, suspendidas en un fervoroso gesto como de equilibrio o de disponerse a dar un beso) que Teresa reconoció en el acto: las mismas que una tarde se habían presentado en su casa preguntando por Manolo. En torno a ellas, en el suelo, había novelitas y revistas gráficas, botellas de cerveza, un cubo de agua y una pequeña radio portátil que bramaba una música de baile. El campo visual de Teresa a menudo era totalmente invadido por la rubia cabeza del niño, que iba y venía del cubo de agua a la puerta agitando sus manitas mojadas. El joven de las gafas oscuras parecía mirar fijamente a alguien que Teresa no podía ver (debía ser Manolo) y al cual dirigía la palabra de vez en cuando y no con simpatía, a juzgar por su expresión. Hizo señas con la mano, muy chulamente, para que el otro se acercara, pero Teresa no pudo oír lo que decía a causa de la música. De pronto reconoció la voz de Manolo, muy cerca de ella, y le vio entrar en su campo visual lentamente, de espaldas. El sol fulgía en sus pantalones blancos. Ella se apretó a la puerta para verle mejor, excitada por su propia situación de impunidad, esa ocasión que le permitía ver sin ser vista (oscuramente atraída, todo hay que decirlo, por una dulce mano de luz que hurgaba en su entraña: el rayo de sol) y entonces hubo una pequeña pausa en la radio que le dejó oír las palabras que escupió Manolo: “… no he venido a pedir nada que no sea mío, y si algo me revienta, Paco, son las mentiras de tus hermanas”. “¿Será cabrón, el tío? -oyó que decía uno-. ¿Pues no viene exigiendo, en vez de pagar lo que debe, él y esa loca del Cardenal…?” Las hermanas Sisters levantaron pesadamente sus caras aceitosas para mirar a Manolo. “¡Ese ha venido a insultarnos, a provocarnos, ¿es que no lo veis?!”, gritó una de ellas. La música volvió a estallar metálica, arañando los oídos: era una marcha militar. En medio del chin-chin, Teresa les oyó hablar de cierta relación entre el acusado y una tal Jeringa; decía la Sister más joven a propósito de una fiesta íntima en casa del Cardenal: “Que me muera aquí mismo si no es verdad: la niña iba completamente desnudita debajo de la combinación (un poco extraño le sonó eso a Teresa) y éste sinvergüenza la tenía en sus rodillas; me acuerdo muy bien, fue entonces cuando negó con todo descaro haber tocado un solo cubierto de la maleta…” El joven de las gafas oscuras se incorporó lentamente, el gatito saltó de su regazo y se quedó clavado en la tierra, bufando, arqueado y fiero, en una actitud ideal de gato disecado. “Te dije que te partía la boca si volvía a verte por aquí, Manolo”, dijo. Un golpe de viento movió la ropa tendida, muy cerca de la nuca de Manolo, mientras aquella monada de crío, con el sonrosado traserito al aire, se apretaba a sus piernas y tiraba del blanco pantalón con la manita. La escena hizo sonreír a Teresa. Al volverse para apartar al niño, Manolo clavó repentinamente sus ojos en la puerta, en el agujero (en su mismísimo ojo azul que espiaba, hubiese jurado ella). Pero sólo fue un instante. Luego se produjo la graciosa caída del niño entre las piernas de Manolo, la admirable flexión de la cintura de éste al inclinarse para ponerle en pie, su sonrisa deslumbrante y cariñosa, todo lo cual produjo un repentino cambio de posiciones que ella ya no vio: había apartado el ojo del agujero porque la luz la hacía casi llorar. Cuando volvió a mirar, otro muchacho, con aire amenazador, arrojaba el tebeo que había estado leyendo. Por encima de la música, la voz de Manolo trajo en dos o tres ocasiones las palabras “impresos y lipotimia” (¿era una broma o no sabía ni siquiera pronunciarlo?) y también su nombre: Teresa. Pero ellos no le hacían caso; parecían no exactamente desinteresados o extrañados, sino irritados cada vez más. “Está chalao”, dijo uno de los muchachos. Cambiaban entre sí miradas de impaciencia, y el joven de las gafas oscuras movía la mano en señal de calma. Teresa estaba fascinada. Oyó un aleteo muy cerca de ella: un palomar, tal vez. Vio a Manolo avanzar un poco más hacia el grupo sin dejar de gesticular; había sacado las manos de los bolsillos pero exhibía la misma postura indolente de antes, serenamente provocativa. ¿Qué se propone ahora?, pensó ella. Evidentemente exigía algo que, a juzgar por las caras de su auditorio, resultaba insultante. Con el ojo clavado en la nuca del muchacho, ella se apretó más a la puerta, al dedo de luz, y al mismo tiempo observó que una de las chicas se levantaba (qué horror, qué culo de pera) para quitar al niño de en medio. “Aquí va a pasar algo. ¿Empujo la puerta y salgo ahora? Ha dicho que si tardaba… Pero no han transcurrido ni diez minutos”, se dijo consultando su reloj. No quería sacar ninguna conclusión acerca de lo que estaba viendo en este vulgar balneario casero (no, desde luego aquello no era una célula clandestina, ¡qué idea!, más bien parecía una pandilla de golfos o de obreros parados), en este remoto terrado del Pueblo Seco suspendido frente a un inquietante fondo de chimeneas de fábrica, azoteas con ropa tendida y un cielo sucio de humo: ella había determinado atenerse a los hechos. En consecuencia, observaba el insólito espectáculo sin tomar partido a favor de nadie (excepto, tal vez, de aquella soberbia estampa en blanco y rosa que desafiaba al sol) y atendía, con escrupulosa objetividad, a ciertos detalles y a sus consecuencias inmediatas, como por ejemplo la luz que dañaba sus ojos, tal vez un poco menos intensamente que antes, porque en este momento una nube deshilachada cubría el sol. Pero algo raro estaba ocurriendo: el perfil del niño tapó repentinamente la visión con sus bucles de oro y su mejilla manchada de carmín, y ella comprendió que las muecas de la criatura eran el reflejo horrorizado de lo que estaba viendo. Cuando se apartó (la mano de su madre tiró de él violentamente) vio a Manolo acorralado y comprendió que la paliza era inminente. Oyó perfectamente su voz repitiendo: “¡No te consiento que hables así de Teresa, no la mentes siquiera!”, mezclada con la música y con los insultos pausados, rabiosos, pronunciados entre dientes por el tipo de las gafas oscuras, y luego el golpe seco del puño de Manolo, un gemido, “Está loco”, dijo alguien. Obedeciendo seguramente a un ademán amenazador que ella no pudo captar, los otros dieron un paso atrás y se miraron consultándose. El llamado Paco se había abalanzado sobre Manolo, ella vio ahora muy de cerca un pedazo de espalda desnuda, un deliquio de brazos y hombros, y entonces chilló, empujó, pateó la puerta, pero ésta no se abría. Más allá del agujero Manolo se debatía con la camisa desgarrada, su abdomen oscuro y musculado se doblaba a los golpes (ella, entonces, se apretó a la puerta con los brazos completamente en cruz, presionando con las manos y con el vientre recalentado por el sol, pero no conseguía abrir, no lo conseguía) y le vio retroceder y tropezar en las piernas de una de las chicas, y caer hacia atrás. Todos se abalanzaron sobre él, que, haciendo un supremo esfuerzo, torciendo violentamente el cuello sudoroso y vigoroso, volvió la cabeza hacia ella y gritó: “¡Teresaaaaaa!…” con una voz que desgarraba el alma. Ella creyó morir. Sollozando, seguía empujando la puerta en vano (le pareció que transcurrían años) y cuando al fin consiguió salir al terrado y corrió hacia él, ya le habían dejado y yacía boca abajo, junto al transistor, que ofrecía melodías solicitadas. Su aparición repentina sorprendió a todos, y se apartaron, apresurándose a recoger sus cosas. Teresa ni les miró, sólo había gritado: “¡Dejadle, dejadle ya!”, arrojándose sobre él. Manolo respiraba con dificultad, se volvió con la ayuda de Teresa, abrió un ojo hinchado y la miró forzando una sonrisa. Tenía una ceja partida, un lado de la cara cubierto de arenilla y sangre, el pelo revuelto, los pantalones blancos completamente manchados y la camisa rota, sin un botón, abierta de arriba abajo. Temblando, Teresa le ayudó a arrastrarse un poco (incomprensiblemente, pues no parecían quedarle fuerzas para nada, él alcanzó el transistor con mano furtiva y se llevó la música consigo) y lo apoyó de espaldas contra el pretil. Cuando levantó la vista y miró en torno, todos habían desaparecido.
– ¡Se han ido! ¡Manolo, qué te han hecho! ¿Por qué te han pegado así? -murmuraba, sin atreverse a tocarle la cara-. ¿Qué significa esta locura?
– Quisieron meterse contigo y con tu madre…
Pero ¿por qué, quién es esa gente?… ¿Por qué hemos venido aquí? -Había sacado un pañuelo y le limpiaba la cara, le acariciaba, le apartaba los negros mechones de pelo caídos sobre la frente. El transistor, que él había dejado aviesamente muy cerca de Teresa, cumplía a la perfección con su cometido y emitía una música suave-. ¡Oh, mira cómo te han puesto!… ¡Por favor, habla, dime algo!…
– Estos…, que me la tenían jurada. Pero son los únicos que podían ayudarte, ¿comprendes? -Irguió la cabeza y guiñó los ojos al sol, disimulando con el esfuerzo físico la intensa reflexión mental: le quedaba ahora la parte, si no más peligrosa (la paliza había sido superior, más de lo que esperaba, cabrón de Paco) sí la más delicada y comprometida-. Quería…, quería ver de conseguir esa lipotimia para tus estudiantes.
Teresa multiplicó su asombro, pasando seguidamente al júbilo.
– ¡Ay, Dios mío, Manolo! Pero ¿qué dices? ¿Estás loco?
– No…, ya ves, se ha intentado, valía la pena… Pero no se pueden hacer milagros. Me comprometí a ayudaros… sólo porque te quiero, sólo por ti…, por tu causa.
Lo sabía, lo sabía, pero ahora no hables, mi amor, olvídate de los estudiantes, de los folletos, de todo… ¡Lipotimia, lipotimia, dice mi cariño!
Se abrazó a él desfalleciendo, rodeándole el tórax desnudo con los brazos, restregando los cabellos en su garganta. “¿Qué nos importan ellos?”, decía. “Lipotimia, lipotimia”, repetía en medio de su risa-llanto de mujer niña (junto a ellos, la radio portátil había empezado a transmitir una canción -de feliz recuerdo- dedicada por un soldado a su novia) mientras Manolo, dejándose resbalar hasta el suelo muy despacio, decía: “Ven, ven aquí, échate a mi lado, así, abrázame fuerte… Y ahora escucha, Teresa”.
– No digas nada, no necesitas decirme nada -murmuró ella atrayendo su cabeza-. ¿Te duele, amor mío? -con dedos temblorosos tanteaba su boca, la hinchazón de la ceja-. Tiene que dolerte, vámonos a casa, te curaré…
Quiso incorporarle.
– Espera -dijo él-. Se está bien al sol. Y además tengo que explicártelo todo, tengo que hacerlo. -Disimuladamente, con el dedo aumentó el volumen del transistor: Anoche hablé con la luna y le conté mis penas – y le dije las ansias – que tengo de quererte-. Debo confesarte que…
– Ya no hace falta -cortó ella-. No me importa nada, nada, ¿comprendes?;Te quiero, te quiero, oh sí, te quiero! -Le cubrió el rostro de besos, rozándole apenas, para no dañarle, lo cual resultó deliciosamente excitante.
– Estoy en un grave apuro, Teresa -dijo él de pronto.
– ¿Qué te ocurre? -Le miró alarmada-. ¿Has hecho algo malo?
– No, no… Estoy sin trabajo.
– ¿Sin trabajo?
– Sin trabajo, sí. Quiero decir: también he perdido el empleo que tenía…
– Ah -suspiró ella-. Creí que se trataba de algo grave.
Se apretó a él, aliviada. Ahora los dos yacían prácticamente en el suelo del terrado, arrimados al pretil, ella con la cabeza sobre el pecho de Manolo, el aire vencido, los párpados narcotizados.
– Para mí lo es. ¿Cómo podría mirarte a la cara, sin trabajo? -tuvo la bondad de declarar el murciano-. Tú eres mi ángel, Teresina, niña mía, pero ¿qué dirían tus padres, y tus amigos? -añadió mientras deslizaba una mano entre las rodillas de la muchacha.
– No me importa -gimió Teresa-, nada de eso me importa. Mira lo que te han hecho. -Inclinó el rostro sobre él, dejó que sus cabellos rozaran el labio partido de Manolo, bajando-, y todo por culpa nuestra, mía y de mis amigos. No, cielo, este juego se acabó. Podrían detenerte por asociación ilícita y propaganda ilegal, ¿comprendes? Ya has hecho bastante, más de lo que podías, más de lo que la Universidad merece.
– Eso no es nada -fue la gentil respuesta del muchacho, cuyas inquietas manos, por cierto, la subrayaban de manera bien convincente-. Con el tiempo haremos grandes cosas, ya verás. Seré para ti lo que tú digas, me convertiré en lo que tú desees, porque te quiero.
– ¿Me quieres, Manolo? Júralo.
– Te quiero más que nada en el mundo, te adoro, te necesito. Los labios de Teresa descendieron sobre su boca como un insecto de luz. Luego ella dijo:
– Verás lo que vamos a hacer, mi vida: nos ocuparemos de ti, no te preocupes, te ayudaré a encontrar ese empleo que necesitas. No tengo más que hablar con papá, él conoce a mucha gente. Será muy fácil, ya verás, tú déjame hacer a mí.
– Dile que tengo mucha experiencia comercial y que…
Teresa se había inclinado y volvía a besarle. Todo el aire estaba impregnado de: anoche hablé con la luna – me dijo tantas cosas – que quizás esta noche – vuelva a hablarte otra vez… Borrachos de sol y de música, debilitados por la emoción, se dejaron resbalar del todo hasta el suelo y siguieron abrazados mucho rato, como si durmieran. Cegada, deslumbrada por una realidad superior, la última sombra querida, el último fantasma huía al fin de aquella cabecita rubia que se frotaba amorosamente contra el pecho del murciano: su tierno y audaz amigo estaba tan solo y perdido como ella, ésta es la verdad. “Qué débil me siento ahora -se dijo-, pero qué feliz.” Resultaba hasta curioso: ella nunca hubiese pensado que esto fuera así, nunca había conocido a nadie como él, viviendo sólo y en lucha constante como él, ella jamás habría imaginado que su indigencia fuese su fuerza, su expresión más firme de la verdad. Pensó precipitadamente: tampoco yo, hasta hace poco, creía estar tan sola y desorientada; porque las cosas no han resultado ser como pensaba, como todos decían que eran, como me han enseñado en casa y en la Universidad. Pero el acaba de convencerme de que así somos nosotros, y así son las cosas, así suceden.
Oyeron un trotecillo sobre el terrado: el niño corría hacia ellos desnudito, llegó, cogió el transistor, les miro un instante con sus enormes ojos líquidos, y se fue.
… mientras se dejaba caer muy despacio a los pies del elegante desconocido, doblando las rodillas poquito a poquito, sin fuerzas, la cabeza abatida sobre el pecho y las manos tanteando un apoyo en el vacío, mientras cae silenciosamente en medio del calor sofocante del taller, vencido por el sueño y la fatiga y el cada día más amenazante “yo no mantengo vagos” de su hermano, qué extraña y ajena resultaba entonces la ciudad, amor mío, qué recelosa parecía la gente, qué maulería en las voces, en el acento catalán, en las calles iluminadas, en las dos amigas que los jueves la llevan a la Plaza de Cataluña (las tres cogidas del brazo, comiendo helados y riéndose) en la tímida sonrisa del soldado y en su misma cabeza rapada (luego al crecerle el pelo vi que era rubio como un sol) recuerda los primeros besos en lo oscuro del jardín, el olor a pólvora quemada de los cohetes, a desinfectante en el agua de la piscina: pues era la misma romántica luna de la verbena pero sobre otros árboles, sobre otros besos, entonces ella era más joven y más tonta y durante todo el rato no pensó más que en el olor a cuartel que desprendía su sahariana y también en su dulce manera de hablar y en sus bonitos ojos azules de chico canario que han visto mucho mar, y cómo temía ella perderle, cómo se dio, cómo se engañó y fue engañada, qué malamente nos aferramos a cualquiera con tal de no quedarnos solas toda la vida; qué otra cosa podía hacer, di, ten en cuenta que muchas veces en la playa, con los niños de doña Isabel, ella ni siquiera tenía ánimo de hacerles jugar y menos de bañarse, piensa que se quedaba quietecita con su uniforme negro y su cofia, sentada torpemente sobre la arena y procurando no enseñar las piernas: durante meses y meses, después que él se fue para siempre, creía ver en sus rodillas una especie de marca, una señal, la sombra de las manos del soldado que nunca volvería a abrazarla en el Parque de la Ciudadela, a pocos pasos del cuartel, y la dominaba el oscuro temor y la vergüenza de que la señora viera escrito en su piel lo que él le había hecho. De vez en cuando llamaba a los niños para limpiarles los moquitos o para que no se acercaran demasiado al agua, sobre todo para que no molestasen a los señores que tomaban el sol en las hamacas, mientras en el Monte Carmelo tú sigues cayendo sobre el suelo del taller, doblándote lentamente hacia delante y bañado en un sudor frío, vas a desmayarte y nunca sabremos si fue verdad o sólo una estratagema de las tuyas para tocar el corazón del desconocido. Aquí en cambio todo fue siempre muy claro, aquí el alto y luminoso mediodía siempre estuvo lleno de risas francas y observaciones chocantes sobre el matrimonio, la familia, los negocios y ciertas señoras ausentes. Aprovechando que ella se distrae, amodorrada por el sol, o que rumia las consecuencias de tantas noches de locura, los chiquillos se acercan peligrosamente a la orilla. -Maruja. Señora… Los niños…-. Si era domingo, ella había ido a Blanes con la señora muy de mañana, en su coche, para oír misa juntas, y entonces era peor, porque tenerte en mi cama, sentirte junto a mí mientras duermes es lo único verdadero y hermoso que hay en mi vida. Pero éstas son las cosas que no se ven, las cosas que una no sabría explicar a la señora, llegado el caso, pues la señora ha sido como una madre para ella. Los demás familiares y algún invitado también han bajado a la playa a bañarse y ella mira, por la costumbre de mirar, estos grandes cuerpos lentos y tostados de los hombres, mira a la señorita y a sus amigas tendidas sobre toallas; de pronto, a veces, una repentina cordialidad las agrupa y las mueve a interesarse de veras por la chica, es tan hacendosa y tan mona, peinándose tiene mejor gusto que Nené Villalba, oh sí, mucho mejor que Nené Villalba, dónde vas a parar (la señorita Nené no vino ese día, claro) y le preguntan si ya tiene novio, ¿no?, ¿cómo es posible? Los chicos de hoy son una calamidad. Hablan y la miran, pero no la ven, parecen esas mujeres que, paradas frente a la luna de un escaparate, no ven más allá del cristal -llevan su propia imagen metida en el entrecejo, se tienen a sí mismas, escuchan constantemente su propia historia de amor que parece no tener principio ni fin-, digo, porque a una en el fondo qué le importa: te tiene a ti, y recuesta un momento la mejilla sobre la arena, de espaldas a la gente, y murmura: “Quizá venga esta noche”, pues nunca sabe cuándo llegará, saltará la ventana, la tomará violentamente en sus brazos… A veces llega con cara de fatiga y ojeras; sólo viene a dormir. El sol, el mar, las rodillas que la delatan: la señorita la mira con verdadero afecto, pero tampoco ella sabe nada. Todo empezó mal, y mal tenía que acabar: porque antes de este verano, mucho antes de haberle visto por vez primera en la verbena (en la calle, tan guapamente apoyado en tu coche, fumando y rumiando la manera de llegar hasta nosotras), mucho antes de doblar la cintura y caer desplomado sobre el sucio suelo del taller, cuando una servidora estaba aprendiendo a poner los cubiertos en la mesa y todavía hablaba por teléfono como asustada, él ya desplegaba astucias y trifulcas para que no le mandasen al pueblo. Allá va, subiendo por la ladera del Monte Carmelo con la bolsa de playa colgada al hombro. Anocheció mientras estaba en lo alto, muy quieto, contemplando la ciudad a sus pies. Seguramente, cuando su hermano le vio llegar de manera tan inesperada y le dijo: “¿Por qué has dejado sola a madre?”, y él contestó: “No la he dejado sola, se ha casado”, aún no podía saberse si mentía, pero se le notó el primer embuste al añadir que sólo había venido para hacerle una visita y conocer a la cuñada y a los sobrinos, y que se iría muy pronto- se habría dejado matar antes de volver a Ronda. Al cabo de unos días su hermano le dijo que no podía mantenerle de gorra y que en casa no había sitio para él. “Trabajaré, te ayudaré en el taller de bicicletas”, decía él. “No hay trabajo para los dos, el negocio va mal…” Fue su cuñada la que se apiadó, y por ella tuvo un colchón junto a los niños y un plato en la mesa durante el primer’ invierno. Noches enteras fuera de casa -las Ramblas, imagínate-, se pasaba horas colgado en la barra de un bar del barrio chino, dice que haciendo amistades, nunca fue muy hablador sobre este particular, cosa mala debía ser, tú aún no le conoces, Teresa. Se compró el primer traje. Inútil preguntarle de dónde sacaba el dinero: yo sé ganarme los garbanzos donde sea y como sea, dice siempre. En el taller sólo paraba un rato por la tarde, y en casa a las horas de comer, hasta que un día su hermano se cansó y dijo que no le aguantaba más; ahora verás como se tambalea y se cae: es mediodía y está dándole aire a una rueda de bicicleta, desnudo de cintura para arriba, sudando en medio del espantoso calor del taller. Su hermano le está pegando la bronca de siempre -que no mantengo vagos-, pero él no le escucha. Piensa en las cosas raras que últimamente ocurren en el taller (hay una motocicleta para reparar, pero en ella no hay nada que reparar) y es el preciso momento en que la esperada solución a todos sus problemas está cruzando el umbral: un hombre bien vestido, amable, educado, que luce un bastón de marfil, un distinguido y hermoso pelo blanco y lleva a su sobrina de la mano, una niña rubia. Nada más entrar, el desconocido se pone a discutir con su hermano (serenamente, sin alzar la voz, pero con una firmeza y autoridad que llamaba la atención, te dirá si le preguntas) acerca de una motocicleta que fue vendida sin su permiso. El mecánico no sabe qué responder, asustado, y el desconocido amenaza con exigirle un dinero que le debe desde hace mucho tiempo. Su enfado no le impide fijar su atención en la oscura espalda de un chico que está trabajando al fondo del taller, y pregunta quién es. “Mi hermano -dice el mecánico, y aprovecha la ocasión para cambiar de tema-: El chico se escapó del pueblo y ahora no hay manera de hacerle volver allí. ¡Qué pesado!” Mientras, él mira al señor por encima del hombro, con el rabillo del ojo -fue como una revelación, dice: aquel noble y distinguido cliente no podía ser otro que el rico destinatario de la motocicleta robada que su hermano ocultaba en el taller-, pero si le preguntas más detalles te dirá que solo vio amistad en sus ojos, comprensión y hasta dulzura, nada más porque repentinamente se le cayó la rueda de las manos y notó que le faltaba el aire y que se iba a caer como un fardo, te dirá que fue un mareo a causa del calor y el cansancio, que las piernas se negaron a sostenerle, que no pudo evitarlo… Oyó el golpe de su propio cuerpo dando de bruces en el suelo cuando precisamente creía poder alcanzar al señor con la mano y apoyarse en él, y cuenta que tuvo tiempo, antes de perder el sentido, de notar en su espalda la primera mano afectuosa que encontró en la ciudad -la niña, dije yo, tonta de mí, pero no, era su tío, que se había arrodillado junto a él para atenderle-. “Eso es debilidad, pobre chico”, dijo el señor, cogiéndole en brazos. Y el mecánico, apuntándole con el dedo: “Eso es comedia, le conozco” (y ahora fíjese usted, señorita: ¿cómo pudo oírles si estaba sin sentido?). Una mano blanca y fragante, que olía a agua de colonia, le golpeaba las mejillas para hacerle volver en sí. El mecánico aclaró que el chico ni siquiera era su hermano, solamente su hermanastro, y que no se sentía obligado con él; pero el señor le riñó por haber sido tan cruel y desconsiderado, y además le mandó al bar a por una copa de coñac, y a la niña la mandó a jugar a la calle. Dice que cuando recuperó el conocimiento, el amable señor le invitó a comer en su casa, y al otro día también, y le obligaba a ducharse y a lavarse con un jabón muy bueno de palmolive, y que desde entonces fue muy amigo de la niña; se pasaba días enteros en aquel chalet, y claro, empezó a conocer a todos los que formaban la cuadrilla de sinvergüenzas y que aparecían de tarde en tarde con maletas llenas de ropa, transistores, máquinas de retratar y de afeitar y no sé cuántas cosas más, sin contar las motos que iban a parar al taller y que él y su hermano desmontaban a piezas durante la noche; al principio sólo le permitieron ayudar en eso, era demasiado joven. Pero él no paró hasta hacerse el amo: después de conseguir, gracias al señor, que su hermano dejara de amenazarle con echarle de casa, empezó por acompañar a los muchachos en sus correrías nocturnas sólo para vigilar mientras ellos hacían el trabajo -eran tres: uno del Pueblo Seco, otro del Guinardó y un tal Luis Polo, que acabó en la cárcel-; era en verano y desvalijaban docenas de coches extranjeros. Dice que gracias al gran interés que el señor se tomó por él desde el primer momento (y lo dice riéndose) consiguió al fin que su hermano le dejara en paz e incluso que estuviera contento de él: se ganaba la vida estupendamente, se hizo el segundo traje -color crema, de verano, pero cruzado-. Qué oportuno desvanecimiento, él mismo lo reconoce y se pavonea muchas noches al contármelo, se ríe con esa risa golosa de los hombres cuando presumen de una conquista fácil, cuando están engañando a alguien en brazos de alguien: eran tan frescales, tan cínicos, tan descaradamente chulos algunos aspectos de su historia con la gente del Carmelo que ella, muchas noches, mientras se lo oía contar, mientras le acariciaba la cabeza apoyada sobre su vientre, en aquella cama bañada por la luna, tenía hasta como celos y sobre todo miedo, ese miedo que siempre tuvo por él, desde el primer día, y no exactamente a causa de sus delitos, que sus robos y el temor de verle en la cárcel es lo que a ella más la angustia, sí, pero no es eso: hay otra cosa en él, presiento otro delito cuya expiación podría ser la desgracia de toda su vida… Dios bendito, qué nube más negra, qué noche más larga, cógeme entre tus brazos y no me sueltes, amor mío, siempre te duermes tú el primero, pero presiento que esta noche…
Par un concubinage ardent, on peut deviner les jouissances d’un jeune ménage.
Baudelaire
El lento deterioro del mito trajo sus delicias , a pesar de todo: Teresa veía, tocaba y luego creía.
En cuanto a él, una semana después, la única señal visible de la pelea era una diminuta, rosada y demoníaca cicatriz en la ceja. Vagando por el barrio, acechando amigos para mendigar miserablemente diez o quince duros para ir tirando, aguantando, siempre con aquella sensación de dejar parte de sí mismo en ciertos rincones del Carmelo (sospechando ya, por lo menos, el turbio poder de rescate que pretendía ejercer la mirada garza de la Jeringa) consiguió todavía, a espaldas del Cardenal, que la muchacha le prestara cien pesetas una noche que fue a su casa para dejarse curar la ceja. Esta vez le costó un beso (presuntamente fraterno) y la promesa formal de llevarla a pasear en moto al día siguiente. Al salir, con el billete en el bolsillo, fue al bar Delicias y organizó una mesa de julepe a cuatro duros la puesta. Jugó hasta las dos y media de la madrugada, a puerta cerrada, y hubo suerte: las cien pesetas se convirtieron en cuatrocientas. Al día siguiente por la mañana le dio veinte duros a su cuñada -tuvo buen cuidado de hacerlo en presencia de su hermano-, con el resto se compró una camisa blanca y un frasco de colonia y luego fue a ducharse a los Baños Populares de la Travesera. Esa misma tarde, al entrar en el pequeño y desierto bar de Vía Augusta donde la universitaria le esperaba (desde primeros de septiembre no se citaban en la clínica, y él llevaba tres días sin ver a Maruja), Teresa le echó los brazos al cuello diciendo:
– Esta noche ponte elegante. Estamos invitados a cenar en casa de unos amigos.
– ¿Los dos?
– Naturalmente. Se trata de tu empleo. ¿No te alegras? Para que luego digas que no me ocupo de ti.
– Yo nunca he dicho eso, Tere -protestó él-. ¿Has hablado con tu padre?
– Aún no, está en la villa. Lo que he hecho es empezar a tantear el terreno: esta mañana he hablado con Alberto Bori, un chico que estudiaba conmigo en la Universidad. Ahora trabaja en cosas de publicidad y distribución de libros, no sé exactamente, pero tiene algo que ver con la Biblioteca de Dirección y Administración de Empresas, uno de esos camelos de papá…
– ¿Camelo?
– Bueno, un tinglado, ya sabes, papá está metido en negocios de ediciones comerciales y tal… No estoy muy enterada, no me interesa.
Pues haces mal. Debería interesarte, es tu padre.
– Bueno, el caso es que Alberto sabe mejor que yo por donde se mueve papá, él nos informará. Además, los Bori son muy amigos míos. Escucha, verás lo que vamos a hacer… A las nueve te recojo en el bar del cine Roxy, no te retrases. Ponte corbata por si luego salimos a beber algo por ahí… ¿Cómo andamos de dinero?
– Yo, lo justo para unas copas -dijo él con aire pensativo.
Te daré algo… Y oye, no pongas esa cara de dignidad porque me enfado. Es un préstamo. -Se refugió en sus brazos, sonriendo, introdujo los dedos en sus cabellos, observó luego su rostro crispado por la reflexión y le dio un rápido, impulsivo beso: había conseguido establecer de nuevo aquel íntimo circuito del ideal y del deseo-. Oye, ¿y si vinieras tal cual, con tus blue-jeans y tus…?
Ni hablar. Todavía puedo presentarme ante tus amigos con el respeto que merecen.
Teresa soltó una risa feliz.
Me estás resultando un burguesito. -Y en otro tono añadió-: Prométeme que serás muy simpático con Mari Carmen, es importante.
– :¿Quién es Mari Carmen?
– La mujer de Alberto.
– ¿Y si le llevara unas flores?
Ella ahogó otra risita cordial. Le rozó la cicatriz de la ceja con el dedo, le echó hacia atrás un negro mechón de sus cabellos.
– Eres una maravilla -dijo-. Cuánto te quiero. No, cielo, no tienes que hacer nada. Simplemente mostrarte como eres. Están deseando conocerte, y nos divertiremos, ya verás. Nos convenía salir un poco con los amigos, me parece como si hiciera siglos y siglos que no veo a nadie. ¿A ti no te ocurre?
A veces tengo la sensación de…, no sé, de vivir en otra ciudad, desconocida, tú y yo solos.
– ¿Y cuando acabe el verano?… -murmuró él, mirándola a los ojos.
– Pues nada, yo a la Universidad, tú a tu trabajo; iré a esperarte a la salida, pasearemos bajo la lluvia…
Los Bori les esperaban a las nueve y media. Fueron recibidos efusivamente y festejados, admirados, como si realmente regresaran de un largo crucero de placer: destellos de curiosidad nupcial, incluso de complicidad (se estableció rápidamente entre Teresa y Mari Carmen, primero con besos y luego con cuchicheos, ese rumor cantarino de agua fresca y palitos de río de las recién casadas), pero ninguna pregunta directa sobre la marcha de sus relaciones; sólo quisieron saber cómo se habían conocido (Manolo había ya observado, y no sin experimentar cierto sentimiento de exclusión, que lo que más picaba la curiosidad de todos los amigos de Teresa era esto: cómo se habían conocido, dónde, por qué azar). Mientras él hablaba con Alberto Bori, unas palabras de Mari Carmen dirigidas a Teresa en voz baja (“Llevas la felicidad escrita en la frente, Tere. ¿Saben en tu casa que sales con él?”, sin respuesta) le hicieron pensar que la noche podía parecerse a cierto curioso cromo de su vieja colección particular. Pero no fue así. Lo curioso fue el ritmo implacable de distanciamiento que su imaginación le otorgó a esa noche, el hecho de que una frugal pero ceremoniosa cena fría (ensalada, lomo, quesos franceses y buen vino tinto servido en originales jarritos de barro, en una mesa baja con apliques de esmalte) perdiera por vez primera aquella sugestión anticipada del lujo y del respeto que él relacionaba siempre con Teresa y su mundo. Una reciente fotografía del joven matrimonio Bori, de codos en la borda de un barco (de medio perfil, los rostros alzados al cielo, mirando un imposible pajarito con ojos devorados por alguna emoción, arrasados por algún vendaval de íntimas vanidades y vagas aspiraciones artísticas) le sugirió algo de aquella turística negligencia de los Moreau y de aquella otra que de alguna misteriosa manera había fulminado a Maruja, era un halo de monstruosa irrealidad que les arropaba o una milagrosa vitrina sorda a cualquier sonido, a cualquier llamada de auxilio, que les defendía e incluso les embellecía. Y al rato de estar allí pensó oscuramente: “Chaval, esa gente no moverá un dedo por ti”.
Los Bori vivían en el barrio gótico, muy cerca de la Catedral (las agujas, emergiendo iluminadas en medio de la noche, se asomaban a la ventana como un decorado fantástico) en un ático confortable y lujoso, pero en cierto modo caótico: de un lado, cerámicas y pintura informalista, literatura engagée, reproducciones de Picasso (un gran “Guernica” presidía la cena) y grabados de la joven escuela realista española; de otro, una sorprendente profusión de folletos y catálogos de publicaciones sobre sistemas de venta y de control administrativo, libros de consulta en las butacas (un volumen aprisionando unas gafas de miope: “Marketing: 40 casos prácticos”; otro junto a las bronceadas, tropicales rodillas de Teresa en el diván: “Los jóvenes ejecutivos”). “No os fijéis mucho en cómo está todo -decía Mari Carmen-. Alberto es imposible, regresamos de Cadaqués hace tres días y a la media hora ya me había convertido esto en una oficina.”
Los Bori no tenían hijos, los dos provenían de familias distinguidas pero se consideraban independizados y felices en su ático. Habían vivido una temporada en París y trabajaban los dos. Alberto era un joven delgado, muy alto, atractivo, de palabra rápida y gran simpatía, que usaba gafas. Intelectual de izquierdas y letra-herido, había derivado sin ganas hacia la publicidad editorial. Mari Carmen tenía veinticinco años, se había casado muy enamorada antes de terminar la carrera de Letras, y cuando la acabó, en el momento en que todas las chicas de su clase se casan, ella descubrió que no podía casarse porque ya lo estaba (razonamiento trivial pero no del todo: para quien tiene pocas cosas importantes que hacer en esta vida, como en el caso de Mari Carmen Bori, invertirlas o hacerlas a destiempo puede resultar fatal: no sólo anduvo desorientada y seriamente deprimida durante un año, sino que hizo peligrar su matrimonio). No sabiendo qué hacer, se decidió al fin a buscar trabajo entre las amistades de su marido y se empleó en el departamento de traducciones de una editorial. Era una deliciosa mujercita pálida, de mirada envolvente, con los cabellos cortados como un chico, sin maquillaje, un aire parisiense. Llevaba un leve jersey negro de cuello cerrado, y su pecho liso, hundido, con los hombros encogidos, sugería elegantes aburrimientos. Aquella duplicidad de mundos, la doble vertiente ilustrativa que reinaba en el ático (Guernica y Marketing) no tardó en manifestarse con palabras: “Es una pena que Manolo no sepa algún idioma -dijo Mari Carmen a Teresa-. Yo podría conseguirle traducciones.” “Bueno, lo de viajante no es mala idea -afirmó Alberto, aplastando un trozo de Camembert en el pan con el cuchillo-. Estaría muy bien para empezar.” “Mejor algo en la sección administrativa, ¿no? -rezongó Teresa-. Estoy segura de que se podría empezar sobre una base de siete u ocho mil mensuales. Yo sondearé a papá…” “Depende de lo que Manolo pueda hacer -dijo Alberto mirando al muchacho-. De momento, lo de corredor me parece lo más factible.” “Puede que tengas razón”, respondió Teresa. Mari Carmen rió: “¿Tú crees? -le susurró en un aparte-. Le verás poco. Se diría que no te importa.” “No, es que necesita trabajar, de momento en lo que sea, ¿comprendes? No hace más que hablar de eso. ¡Si supieras! ¡Está de un humor!” Su amiga la miró con una sonrisa misteriosa, masticando lentamente, los oídos llenos de solemnes notas de órgano (música de Albinoni en el tocadiscos, durante toda la cena). Manolo hablaba poco y observaba a Alberto Bori. “Por supuesto -decía éste-, tener buena pinta es importante para vender libros, vamos, para vender cualquier cosa, pero tampoco es lo esencial…, Llevas el pelo un poco largo, quizá. ¿No crees, Mari?” “Está muy bien así. No le hagas caso, chico, Alberto es un envidioso”, dijo ella mirando a Manolo. “Que hablo en serio. Mari.” “¡Toma, y yo también! Tú no entiendes de hombres.” Cambió una rápida y maliciosa mirada con Teresa, y las dos se rieron. “Es muy posible que no -dijo Alberto-, pero en cambio conozco la mentalidad de los libreros. No tengo nada contra ese pelo, pero no le ayudará en su trabajo.” “Tú, que eres la interesada, Tere, ¿qué opinas?”, preguntó Mari Carmen. Teresa rió: “Si me tocáis uno solo de sus cabellos os mato a los dos”, y se bebió un resto de vino que quedaba en su jarrito. ¿Tú también, bonita, tú también con el cachondeo?, pensó Manolo, que con tal de conseguir el empleo estaba dispuesto a dejarse pelar al cero.
Se habló de los amigos que veraneaban y de los que ya empezaban a volver. Se habló de París. Se habló de la publicidad y de sus extraños ritos. Fue Alberto Bori: “Tal como van las cosas en este país -dijo mirando a Manolo-, lo que tiene porvenir es la publicidad. Es una coña monumental, una de las inmoralidades más fabulosas de la época, yo me paso el día tratando a cretinos. Pero, ¿ves?, eso está bien pagado, Manolo. Y no creas que se necesita nada especial, es un trabajo que puede hacer cualquiera, tú mismo. Figúrate que…” Pasó a exponer alguna de sus ideas publicitarias, pero al parecer iba en broma (Manolo no acababa de entender su sentido del humor): un singular sistema de carteles nocturnos en carretera, que debían levantarse al paso de los vehículos por medio de un contacto automático, algo impresionante (como castillos o globos surgiendo repentinamente en medio del campo, dijo) y anunciar en los platos de los restaurantes, en los techos de los mueblés, en los urinarios públicos, en el trasero de las prostitutas, etc. “Son ideas que salen con estrujarse un poco el cerebro -terminó diciendo-. Lo malo es que aún no estamos preparados para empresas de esta envergadura, tan europeas.” Las mujeres se reían. El Pijoaparte se esforzó inútilmente por verle la gracia: le parecían muy buenas ideas. Además, deseaba volver al tema de su empleo.
Pero un misterioso aleteo en torno a los Bori, un jubileo de fugas contaminadas por el tedio, estaba empeñado en convertir la noche en un disparate. Mari Carmen decidió que había que hacer algo. Se bebió mucho vino, y después de cenar, en dos coches (los Bori tenían un Seat) fueron a tomar unas copas al Bagatela, en la Diagonal. Allí, Teresa deslizó tres billetes de cien en el bolsillo de Manolo mientras le besaba, y luego propuso ir todos al bar Tibet, “descubierto por Manolo”, precisó. Al cruzar los barrios altos vieron calles adornadas e iluminadas, llenas de gente que paseaba o bailaba a los acordes de orquestas chillonas. “Es la Fiesta Mayor ”, aclaró Manolo. Teresa, que iba delante de los Bori, frenó el coche y sugirió dar una vuelta a pie por las calles más animadas. En la plaza Sanllehy había un gran entoldado con baile y atracciones. Compraron helados y gorritos de papel, bailaron y recorrieron varias calles. Finalmente se sentaron en la terraza de una pequeña taberna y pidieron cuba-libres. La calle se llamaba del Laurel y era una calle corta, con árboles y un techo de papelitos y bombillas de colores; en el centro, arrimado a la pared de un convento de monjas, el tablado de la orquesta, y en la puerta de sus casas los vecinos sentados en sillas y mirando bailar a las parejas, el constante ir y venir de la gente. Manolo esperó en vano que volviera a debatirse la cuestión de su empleo. Teresa se divirtió mucho, pero Mari Carmen (que al principio también estuvo muy animada, llegando incluso a bailar con un jovencito desconocido que la invitó tímidamente) a medida que transcurría la noche iba cayendo en una inexplicable depresión. En cierto momento, al acercarse Manolo a ellos por la espalda (volvía de indicarle a Teresa el lavabo del bar), captó una furiosa mirada de Mari Carmen dirigida a su marido, y la oyó decir: “¿Quieres hacer el favor? Te conocemos, Alberto. Siempre vivirás en la irrealidad, eres un cínico, no piensas hacer nada por este chico…” Más tarde, cuando Teresa apoyaba la cabeza en su hombro, sentados los dos a la mesa, observó a la pareja mientras bailaba; Mari Carmen le daba la espalda, su marido bailaba con los ojos cerrados, los dos apenas se movían, estrechamente abrazados, incluso parecían desearse, pero luego, muy despacio, iban dando la vuelta y entonces fue Alberto quien quedó de espaldas: un ojo inexpresivo, de una vacuedad absoluta, espantosa, el ojo helado de una mujer que no está por el hombre que le abraza ni por el baile ni por nada, el ojo de un ave disecada o de una estatua asomó por encima del hombro de Alberto Bori.
– Oye -dijo Manolo a Teresa-. ¿Se quieren mucho? Teresa se encogió de hombros.
– Él a ella sí. Se vería perdido sin Mari Carmen. Pero ella… Verás, Mari Carmen está un poco decepcionada, ¿comprendes?
No.
– Alberto es un chico que prometía mucho cuando iba a la Universidad, tenía talento.
Pero se gana muy bien la vida ¿no?
No es eso, cariño. -Teresa cerraba los ojos, soñolienta, la cabeza apoyada en el hombro de él-. No se trata de saber ganarse o no la vida. Alberto es un intelectual…
– ¿Ella le pone cuernos?
– Ay, no sé, amor, no me hagas hablar. -Se rió-. Prefiero besarte.
Cuando paró la orquesta, los Bori entraron en la taberna y no se dejaron ver durante un rato. Algo ocurrió, porque al salir, de la manera más inesperada, se despidieron. “Nos vamos, es muy tarde”, dijo Alberto. A su lado, de espaldas, los brazos cruzados como si tuviera frío, Mari Carmen miraba a la orquesta y a las parejas que bailaban, muy pocas ya, casi inmóviles, adormiladas. Sus hombros estremecidos y frágiles transmitían algo de lo ridículo, vano y aburrido que ahora debía parecerle todo -aquel empeño en seguir abrazados, aquella música que había quedado reducida al ritmo asmático de la batería-, y su depresión debía resultarle ya insoportable porque apenas se despidió: un vago gesto con la mano y un desganado “chao” al encaminarse hacia el coche, sin mirar a nadie, sin descruzar los brazos, elegantemente encogida y sorteando las parejas como si preservara su pecho de alguna amenaza o contagio. Teresa se levantó y la siguió. Alberto Bori tendía la mano a Manolo, que le miró a los ojos procurando dar una franca sensación de seguridad:
Bueno, ya me dirás lo que hay… Necesito ese empleo, en serio, no te olvides. Estoy pasando un mal momento.
Nada, hombre, te llamo… O mejor llamo a Teresa. -Por alguna razón, Alberto Bori no pudo sostener la mirada franca del murciano-. Hasta pronto. -Al irse se cruzó con Teresa-. Chao, Tere. Divertiros.
Teresa se sentó junto a Manolo y le besó en la mejilla. -De parte de Mari Carmen, y que la disculpes por despedirse a la francesa… ¿Has quedado en algo con Alberto?
– Que llamará. Pero no confío mucho. ¿Quieres que te diga una cosa? Yo sólo confío en la gente seria… En tu padre, por ejemplo.
No pienses mal de Mari Carmen, es muy dada a la depresión, siempre que salimos acaba así. Pero es muy buena chica. Y Alberto también, ya verás como…
– Él es un mierda. Lo he visto en su cara.
– No digas eso, cariño. -Teresa apoyó la mejilla en el pecho de su amigo-. ¡Yo que pensaba que se te había pasado el mal humor!
– ¿Quién está aquí de mal humor? -dijo él sonriendo. Le besó la oreja-. Anda, llévame a casa ¿quieres? Estoy muerto.
– ¡Oh, no -exclamó ella-, con lo bien que lo estamos pasando…! Y además hoy dispongo de toda la noche, le he dicho a Vicenta que tal vez me quedaría a dormir en casa de los Bori…
Le miró con sus límpidos ojos azules, confiados, y se acurrucó en sus brazos. La noche empezaba a refrescar, una brisa repentina movió las hojas de los árboles y el techo de papelitos. “Tengo frío, mi amor -murmuró ella como en sueños-. No te vayas…” Manolo escondió el rostro en la nuca de la muchacha, y de pronto, algo en la atmósfera le dijo que iba a llover, y presintió oscuramente que el verano (aquella isla dorada que les acogía) no tardaría en tocar a su fin y con él tal vez Teresa. Alrededor, la fiesta callejera proseguía.
Media hora después, Teresa le acompañaba al Carmelo. Paró el coche en lo alto de la carretera. Manolo se despidió con un beso. “Por favor -dijo ella-, no te vayas aún…” Pero él, sintiéndolo mucho, tenía algo que hacer. Ni siquiera esperó que ella pusiera el “Floride” en marcha. Al doblar la esquina, ya cerca de su casa, encontró a un conocido: “Ramón -llamó-, ¿vas al Delicias?” “Sí.” “¿Hay partida esta noche?” “No sé… Ahora voy para allá.” “En seguida estoy con vosotros, el tiempo de cambiarme.” Su hermano no estaba en casa. Su cuñada y los niños dormían juntos y a pierna suelta. Se cambió en la oscuridad, sin hacer ruido, y salió con los tejanos y poniéndose el niki. Iba de prisa, con la cabeza gacha, y al llegar a la carretera casi se echó encima del automóvil parado.
– Pero ¿qué haces aquí todavía?
Teresa, con los brazos sobre el volante, le miraba fijamente. -Te esperaba. Creías engañarme ¿no?
– Tonta…
– ¿Adónde vas?
– A dar un paseo. No puedo dormir… Y tú hazme caso, vete, es muy tarde. Si tus padres se enteran…
Ella sonrió tristemente. Sus ojos brillaban en la oscuridad. “Tienes miedo -dijo-. Nunca lo hubiera pensado de ti”, e inclinando la cabeza gimió: “¿Cómo quieres que te crea?” Manolo subió al coche y la abrazó tiernamente. “Teresa…” Al aplastar el rostro en los fragantes cabellos de la muchacha, presintió su disolución.
– Está bien, mujer, está bien, me quedo contigo. Aquí estoy, no llores… Sólo iba al bar ¿sabes? ¿Y quieres saber a qué? Pues a jugar un rato, tengo suerte con las cartas y necesito dinero… Ahora ya lo sabes.
– ¿Es verdad eso? ¿No me engañas? -Teresa le colgó los brazos al cuello. Él aplastó la boca en su hombro desnudo. Se sintió débil y cansado.
– A eso iba, de verdad. ¿Qué otra cosa puedo hacer mientras espero? Tú no puedes hacerte cargo de los problemas que tengo…
– Todo se arreglará, Manolo, esta noche no pienses más en ello. Quédate junto a mí, por favor. ¡Oh, sí, por favor…!
Dejó resbalar su cuerpo en el asiento. El olor de su piel y el brillo febril de sus ojos llorosos enardecieron a Manolo. La besó largamente. El gusto salobre de las lágrimas se mezclaba con la dulzura de sus labios. “Aquí hace frío”, murmuró ella. Eran más de las dos de la madrugada.
– Sí, vámonos.
Determinados ya a abandonarse a lo que la noche les reservara, prolongaron su deseo cuanto pudieron, en la misma calle en fiestas donde habían estado antes; volvieron a ocupar la misma mesa de mármol bajo los frondosos árboles; bailaron despacio, mirándose a los ojos, ausentes de todo -incluso de los acordes cada vez más desganados y desafinados de la orquesta. Luego de pronto cayeron cuatro gotas, un ligero chaparrón que duró unos minutos, la gente se refugió riéndose en los portales, amainó y todo volvió a quedar como antes. Participaron con las demás parejas en el fin de fiesta, se arrojaron a la cabeza bolas de confeti y serpentinas, se abrazaron, bailaron el baile del farolillo y los viejos valses de despedida y fueron los últimos en irse. La gente había empezado a desfilar y los vecinos entraban en sus casas, los músicos enfundaban sus instrumentos; los jóvenes de la junta de festejos de la calle, después de pasear en hombros a su presidente, según la tradición, amontonaron las sillas plegables junto al tablado, enfundaron el piano y apagaron las luces.
Tras ellos cerraron la pequeña taberna y luego, cogidos por la cintura, se alejaron lentamente calle abajo, en medio de una selva multicolor de serpentinas que colgaban del techo de papelitos y de guirnaldas estremecido por la brisa, mientras pisaban la muelle alfombra de confeti. La calle había recuperado su triste luz habitual, la amarillenta y sucia de los faroles de gas, pero aún ofrecía un esplendoroso sueño juvenil, algo de aquella materia tierna y vehemente que esta noche la había habitado durante unas horas, una sugestión de no se resignaba a ser borrada y aniquilada por el otoño. Y ahora ellos se la llevan consigo: los últimos noctámbulos les miran con curiosidad (la pareja de enamorados es extraña al paisaje, como su manera de vestir lo es entre sí) mientras se alejan despacio, pisando con indolencia la blanca espuma, hacia el automóvil parado en la esquina. Pero antes de llegar al “Floride”, la primera bofetada de viento otoñal les hace cerrar los ojos y las blancas alas del confeti surgen de sus pies y se despliegan en torno a ellos, envolviéndoles por completo, extraviándolos.
Era la madrugada del 12 de septiembre, recordaría la fecha por el desorden de flores y de besos que dejaron tras ellos, el triste abandono en que quedó todo. Todavía llevaban confeti en los cabellos y brillantes espirales de serpentinas grabadas en la retina cuando llegaron ante la verja del jardín de Teresa. Las estrellas se apagaban y una claridad rojiza se extendía al fondo de la Vía Augusta. Unas nubes grises, arremolinándose amenazadoras, cubrían el cielo del Tibidabo.
“Mañana lloverá”, dijo Manolo. Se miraron a los ojos. A él le parecía que los dedos del destino estaban a punto de rozar su frente. Cruzaron la verja y se adentraron por el jardín. Teresa abrió con su llave. “Vicenta duerme”, advirtió en voz baja. Avanzaron a oscuras y cogidos de la mano hasta llegar al salón. Teresa encendió las luces. Entonces sonó el teléfono del vestíbulo. Teresa se precipitó a descolgar ante el temor de que Vicenta pudiera despertarse. El teléfono estaba en una mesita, entre una gran planta de hojas esmaltadas y la barandilla de la escalera. “¿Sí…?” “¿Eres tú, Tere? -dijo una voz femenina, adormilada, susurrante-. ¿Te he despertado? Perdóname…” “No, no -dijo Teresa, que había reconocido la voz de Mari Carmen-. Estaba leyendo…” Un silencio. “Sí, te he despertado, y lo siento. -No había ningún tono de disculpa en la voz, al contrario, era como un satisfecho run-run de paloma-. No son horas de llamar, pero ya sabes, fastidiar a las amigas por la noche es mi especialidad.” Un nuevo silencio, susurros, risas lejanas, jadeos. Luego Teresa oyó durante un rato la respiración anhelante de Mari Carmen. “¿Dónde estás, Mari?” “¿Dónde voy a estar? En casa, en la cama. ¿De verdad no te hemos despertado?” “No, mujer, tranquilízate…” “Es que Alberto no quería que te llamara…” Repentinamente soltó una risa nerviosa, como si le hicieran cosquillas, su voz se hizo lejana, y Teresa captó un sordo rumor de sábanas revueltas, de cuerpos removiéndose en el lecho. Se volvió a Manolo, que la esperaba en la puerta del salón, y le hizo señas para que se acercara. “¡Qué par de locos!”, dijo cuando él llegó, tapando el auricular con la mano. Conteniendo la risa, invitó al muchacho a escuchar con ella y juntaron las caras. El vestíbulo estaba casi a oscuras. De nuevo la voz de Mari Carmen Bori, llegándoles desde un pozo: “¿Oye…? Perdona, chica. Primero una cosa: ¿te has acordado de decirle a Manolo que me disculpe por la despedida?” “Sí, mujer, sí…” “Bueno. Otra cosa: ¿tiene teléfono tu Manolo?” “No.” “Es igual… ¡¿Quieres estarte quieto, pesado?! -añadió riendo, y luego a Teresa-: Es Alberto, que está haciendo el indio todo el rato. Nos hemos dicho cuatro cosas divertidas, ¿sabes? Mira, tengo buenas noticias, y estoy tan contenta que no he resistido a la tentación de llamarte: tu Manolo está colocado, dalo por hecho. Que me llame pasado mañana sin falta. Acabo de despertar a varias personas y supongo que aún me estarán maldiciendo, pero tu amor podrá empezar a trabajar el mes que viene. Seguro, sabes que yo hago las cosas bien.” “¡Eres un cielo, Mari!”, exclamó Teresa mirando a Manolo. “Lo que yo quería: en la sección de ventas. Estupendo ¿no? Pero que se mueva desde ya, que haga unos cursos por correspondencia, aunque sea, cualquier cosa, porque tendrá que ponerse al corriente de todo en muy poco tiempo.” “Sí, claro, le ayudaremos entre todos…” “Alberto cree que podrá empezar sobre una base de cinco o seis mil…” Teresa notó el aliento de Manolo pegado a su cuello. Un nuevo silencio al otro lado del hilo, luego murmullos, risas y caídas amortiguadas, mientras la mano de él se deslizaba por su estómago y apretaba sus costillas, obligándola a volverse lentamente. Teresa experimentó una indecible sensación de bienestar, provocada en parte por la ternura conyugal que le llegaba desde el otro extremo del hilo, pero también una remota inquietud: qué repentino entusiasmo el de Mari en favor del chico. Y su voz revolcándose como en un lecho de hojarasca…: “¿Estás ahí, querida? Perdona, es ese monstruo, que no me deja hablar…” Riendo, ella también, Teresa levantó el codo por encima de la cabeza de Manolo, sin apartar el auricular de su oreja y de la de él, apartó el cable que molestaba, se dio la vuelta obedeciendo a las manos que la acariciaban y recostó la espalda contra la pared. Las grandes hojas verdes de la planta olían intensamente en la oscuridad. No podía moverse, y dejó que la boca de él rozara sus labios, oír crujir la falda de su vestido y a él moviéndose furtivamente, acoplando su cuerpo al de ella -para poder oír mejor a Mari Carmen, al parecer: ‘‘En fin, Tere -la oyeron decir ahora con una voz que se debatía con algo (se oía también la voz de Alberto, ronroneando)-. No olvides decírselo al chico, y que pasado mañana llame aquí o a la oficina de Alberto. Chao, querida, sé feliz. Y cuidado con hacer locuras ¿eh? Alberto me dice que te diga que el amor te sienta divinamente… Cualquier día te llamo para charlar un rato, tú y yo a solas. Adiós.” “Sois un par de locos encantadores, de veras -dijo Teresa en un susurro-. Gracias. Hasta pronto.” “Buenas noches, querida.”
Sin moverse, Teresa cambió el auricular de mano por encima de su cabeza, porque el cable había quedado entre su espalda y la pared, y tanteó la mesilla. Al hacerlo distendió el cuerpo y se apretó más a Manolo. Colgó el auricular, pero el cable se enredó en el brazo del muchacho y forcejearon un rato, riendo. “¿Has oído lo que ha dicho?”, susurró Teresa, conteniendo a duras penas su alegría. “¿Has oído bien? ¡Hemos conseguido el empleo…!” Ni se dieron cuenta de que estaban jadeando desde hacía rato. Manolo rozaba sus cabellos con los labios. No quiso hablar. Indudablemente, los dedos del destino acababan de tocar su frente: lo que veía más allá de aquellos sedosos cabellos, más allá de los fragantes hombros desnudos de la muchacha, en las sombras del fondo del vestíbulo, no era ya un cromo satinado y celosamente guardado desde la infancia, sino a un hombre joven y capacitado entrando en una oficina moderna con una cartera de mano y esa confianza que da sostener una cartera de mano (recordaba una demanda leída en el periódico: joven dinámico y elegante, ingresos a escala europea, promoción inmediata a cargos superiores) mientras en alguna parte suena un teléfono, pero él no debía acudir, que lo haga un ordenanza… Los brazos de Teresa se enroscaban en su cuello, y sus actitudes de abandono en la sombra, sus ojos vencidos, era otro narcótico. Sondeó su mirada con decisión. Su mano, deshaciéndose por fin del cable del teléfono, se posó en el hombro de ella y bajó un tirante del vestido, luego el otro. Ella le tendió la boca abierta, y se abandonó completamente en sus brazos, disponiéndose a dejarse resbalar hasta el suelo. Manolo la sostuvo, ligeramente inclinado, aceptando con una reflexiva ternura el ofrecimiento de la muchacha: de alguna extraña manera, la virginidad de Teresa había sido para él, hasta ahora, la mayor garantía de poder realizar la anhelada inserción en las castas doradas y en las altas categorías de la dignidad y del trabajo: y ahora que acababa de merecer su confianza y la de sus amigos, ahora que se amaban los dos con toda el alma, ya nada le impedía hacer suya a Teresa. Pero aquel teléfono de la oficina futura, qué curioso, sonaba no sólo en su imaginación desde hacía rato, sino aquí mismo, junto a ellos, Y fue Teresa, extendiendo su brazo en la penumbra como en sueños, la que finalmente descolgó murmurando: “¿Quién puede ser ahora?” y “Diga” casi al mismo tiempo, mientras él, ya oscuramente tocado por la atroz realidad, soltaba a la muchacha en el momento que se encendía la luz del vestíbulo y (visión deprimente para los dos, anticipo del invierno) aparecía la vieja criada Vicenta con su bata color morado, sus cabellos grises colgando en una trenza deshecha, mirándoles con asombro y reproche.
Sus pequeños ojos cargados de sueño también lo anunciaban: la llamada era de la clínica: Maruja había muerto.
«… pero el afán de este siglo y el engaño de las riquezas, ahogan la palabra, y hácese infructuosa»
San Mateo – 13 – 22
A la lívida claridad de las cinco de la mañana, las ventanas iluminadas de la clínica sugerían un silencio atónito. Los tonos grises, malva y ocre estaban ya visiblemente resignados a madurar en el Paseo de la Bonanova, como cada año, y era casi seguro que el sol no conseguiría hoy abrirse paso entre las nubes. Dos juveniles rostros oscilaban, bellos y perplejos, vulnerables las frentes áureas, pegadas al cristal de una ventana del tercer piso. Un enfermo con fiebre e insomnio gemía débilmente en alguna parte. Ellos miraban el jardín, donde las altas palmeras rendían sus flecos como garfios bajo un cielo plomizo, miraron después los faroles todavía encendidos en el Paseo, los bancos de madera, los árboles, un tranvía arrastrándose sobre los raíles como un gusano de luz. Al mismo tiempo adivinaban tras ellos el ir y venir de uniformes blancos, en la habitación de Maruja sobre todo, por cuya puerta entornada escapaba un confuso rumor de voces, apresuradas fórmulas viáticas (también el cura parecía haber llegado tarde) y notaban en particular la ausencia de una constante vibración de fondo que siempre acompañó sus palabras en este saloncito, ya desde las primeras tardes que hojeaban revistas, algo etéreo semejante al zumbido de las líneas telefónicas que evoca lejanías confusamente intuidas ya en la infancia, y que hoy se había quebrado de pronto para dejar paso a un silencio letal y más tarde a esta peligrosa concentración de doctas voces catalanas que les llegaba desde el cuarto mortuorio:
– Han avisat a son pare?
– Sí, doctor.
– I al senyor Serrat?
– Sa filia ho a fet. Diu que ja vénen.
Según les había explicado la enfermera del turno de noche, cuyas palabras confirmó más tarde Dina, consternada, apareciendo con un transparente impermeable de plástico moteado de gotas de lluvia (así supieron ellos que había empezado a llover, mostrando ante el hecho la misma oscura desazón que les causaba el ver por primera vez a la mallorquina sin uniforme y vestida de calle, vagamente degradada y peligrosa) la pobre Maruja no había sufrido, no pudo darse cuenta de nada. A las cuatro y media de la madrugada había entrado en un profundo estado de coma y a las cinco menos diez se apagaba dulcemente, durmiendo. Aunque su estado siempre había inspirado temores, nada, últimamente, hacía suponer un desenlace tan repentino. Precisamente esta misma tarde, cuando la señora Serrat llamó desde Blanes interesándose por la enferma, según acostumbraba hacer, ella, la misma Dina, le había comunicado que la muchacha parecía experimentar una ligera mejoría y que las erosiones de la espalda causadas por la postración estaban casi curadas… En la madrugada, al caer súbitamente en un letargo alarmante, decididamente grave, se llamó al doctor Saladich y, por orden de éste, al domicilio del señor Serrat en Barcelona. Desgraciadamente, parece ser que el teléfono del señor Serrat estuvo comunicando durante mucho rato (aquí, la mano de Teresa buscó instintivamente la del muchacho, de pie junto a ella) y luego, cuando la línea quedó libre, tardaron mucho en contestar. Maruja había fallecido en presencia de un joven médico, asistente de Saladich, y de dos enfermeras, concluyó Dina, mientras apoyaba el pequeño paraguas azul en la pared.
No se apartaron de la ventana en mucho rato ni se soltaron de la mano. En torno a ellos y apretando cada vez más el cerco (amenazando su isla estival de tiempo intangible) cautelosas nieblas avanzaban: el señor Serrat y su mujer llegaron poco antes de las diez de la mañana, y más tarde, en un coche de alquiler de Reus, el padre de Maruja acompañado de dos trabajadores de la finca, dos abrumadas sombras del campo con trágicas ropas de domingo. El hermano de Maruja (un soldado oscuro de labios gruesos y nariz chata, con una pequeña y triste cabeza pelada y el uniforme caqui que bajo la llovizna desprendía un penetrante olor a gallina) llegó de Berga por la tarde, poco antes del entierro.
El entierro fue íntimo y rápido, a causa tal vez de la llovizna que empezó a caer por la mañana y que acompañó a la negra comitiva compuesta de tres coches hasta el cementerio del Sudoeste. Las nubes, el asfalto mojado, las calles y los rostros se confundían tras la ceniza gris que caía blandamente del cielo. La señora Serrat estaba doblemente consternada. Había llorado cuando se llevaron el féretro y luego discutió en voz baja con su hija al empeñarse ésta en querer ir al cementerio en el mismo coche que ya ocupaba Manolo (por cierto, nadie le vio subir a él, ya estaba dentro cuando el señor Serrat distribuyó a la gente) junto a los dos agricultores de Reus. En el primer coche iban el señor Serrat y el padre y el hermano de Maruja. Aunque Teresa se salió con la suya y fue al cementerio, la honda preocupación y hasta alarma que vio reflejada en el rostro de su madre al dejarla le hizo sospechar que ésta sabía algo, que acaso había hablado con Vicenta y ya estaba enterada de ciertos pormenores de su amistad con el murciano. Ya a primera hora de la tarde, durante el almuerzo sobre todo, la señora Serrat mostró mucho interés por saber lo que había estado haciendo Teresa estos días, por la hora en que Manolo había llegado hoy a la clínica, quién le había comunicado la desgracia, etc. Si no llevó más lejos su interrogatorio no fue por falta de ganas, sino porque Lucas estaba presente: no había que olvidar que el tal Manolo había sido novio de Maruja. Luego, Teresa no le dio ocasión de hablar a solas. En cuanto a su padre, se había mostrado muy activo, frío y distante desde que llegó (no podía saberse exactamente donde terminaba su pena y empezaba su malhumor) pero sin duda se reservaba algunas preguntas para cuando todo acabara; así por lo menos parecían indicarlo ciertas miradas que de vez en cuando dirigía a la joven pareja.
Teresa llevaba su gabardina blanca, con capucha. Inmóviles sobre la tierra negruzca y encharcada de Montjuich, intransitable (habían tendido unos tablones en el barro para conducir el féretro hasta el nicho) ella y el chico observaban el quehacer de los empleados. Unos metros más adelante, el señor Serrat, con sus altas espaldas despectivas, las manos cruzadas detrás, hablaba con Lucas y con su hijo debajo de un paraguas que sostenía uno de los campesinos. Al darse cuenta, el señor Serrat cogió el paraguas para que el otro no tuviera que sostenerlo, pero luego, pensándolo mejor, lo devolvió y se hizo a un lado (él llevaba un gabán gris) para que Lucas se beneficiara del paraguas. Se produjo una situación embarazosa, nadie parecía querer hacer uso del paraguas del campesino (bien es verdad que lo que caía del cielo no era de cuidado) hasta que finalmente Lucas y su hijo, con gesto resignado, se cobijaron bajo la seda negra. Alguien había sacado cigarrillos y todos fumaban, el humo flotaba denso y muy azul entre la llovizna. Teresa no podía apartar los ojos del obrero que tapiaba el nicho. Manolo estaba a su lado, silencioso, subidas las solapas de su comando marrón, los cabellos mojados sobre la frente. El señor Serrat volvió la cabeza y les miró un instante. Ella notó la mano del chico tanteando la suya, a la altura de la cadera, y la sacó del bolsillo para dársela sin mirarle, sin apenas quebrar aquella dolorosa rigidez del cuello y de los hombros que sufría desde hacía horas. Y entonces se echó a llorar.
No lo había hecho antes, no había podido frente al cadáver en el lecho, mirando aquel rostro que todavía reflejaba una pesadilla, alguna remota visión interior, devorado al fin por ella, horriblemente flaco (nariz y dientes desconocidos, una fisonomía nueva) lívido como la cera y enmarcado en los negros y cortos cabellos que le habían peinado hacia atrás. También allí Manolo y ella se tantearon las manos por bajo, y sin embargo no había podido llorar (le pareció que él sí lloraba, y le apretó los dedos tiernamente) ni tampoco cuando vio al padre de Maruja acercarse una y otra vez con su paso insoportablemente tímido y mirarles a los dos en ‘suspenso, como deseando preguntarles algo; ni al notar en sus rodillas los negros ojos enrojecidos, temerosos (los mismos ojos de Maruja) del soldado, que estaba todo el tiempo con el pringoso gorro caqui en la mano y no se atrevía a moverse porque sus grandes botas claveteadas hacían ruido. Pero ahora sí lloraba, lloraba unas lágrimas calientes y abundantes, desconsoladamente, lloraba por su amiga y también por ella misma y por Manolo, por cierto repentino regreso al fango, al tiempo gris y a la lluvia.
Cuando todo acabó, al encaminarse hacia los coches, vieron al señor Serrat que se destacaba del grupo y se acercaba a ellos. Se pararon a esperarle, pero el señor Serrat, antes de llegar (dudando ante una extensa franja de barro removido) se inmovilizó y le hizo una seña a su hija para que se acercara. Teresa obedeció, dio un pequeño rodeo para no meterse en el barro, llegó junto a su padre, escuchó algo que éste le dijo y se quedó a su lado, la rubia cabeza inclinada y oculta bajo la capucha. Entonces Manolo, al ver que la muchacha no volvía (habían decidido irse los dos a pie, dando un paseo) fue directamente hacia padre e hija con las manos hundidas en los bolsillos del comando, chapoteando en el barro (presentía que eso ya no tenía la menor importancia). El señor Serrat había sacado un pañuelo y se sonaba, miró a los hombres que le esperaban junto a los coches, luego a su hija y finalmente a Manolo, que acababa de plantarse ante él.
– Bueno, muchacho -dijo el señor Serrat-, parece que esto ha terminado. Nuestra pobre Maruja ya ha dejado de sufrir, a todos nos tocará un día u otro. -Cuidadosamente, como si se tratara de algo muy delicado, doblaba y redoblaba el pañuelo, despacio, con los ojos bajos-. Sé que la querías mucho, pero no te dejes vencer por la pena, eres muy joven, acabarás por resignarte y la olvidarás. -Entonces, repentinamente, le tendió la mano con una sonrisa triste y afectuosa-. Adiós. Si puedo serte útil en algo… Seguramente ya no tendremos ocasión de volver a vernos.
Manolo había dejado de oírle: sus ojos entornados pugnaban por retener una luz lejana. Los demás también le observaron, de pie junto a los coches, caras largas y severas, siluetas borrosas de un tribunal bajo la llovizna: una despedida en toda regla. Fue muy rápido: apartando la vista del señor Serrat, Manolo le tendió la mano a Teresa por encima del charco, no a modo de despedida, sino reclamando la de ella, para que le siguiera (en este momento, su gesto se inmovilizó sobre el fango que se abría ante él, suspendido durante una fracción de segundo en la tierna mirada azul de la muchacha) y al mismo tiempo dijo:
– Teresa -con una voz tranquila y suave-, ven, tengo que hablarte.
Ella, despacio pero sin dudarlo un segundo, cabizbaja, oculto el rostro bajo la capucha, entregó la mano al muchacho y saltó por encima del charco enfangado. Se despidieron brevemente y luego se alejaron por el camino en pendiente hacia la salida. El murciano sabía que el padre de Teresa les miraba y no pudo resistir la tentación de volver la cabeza. Fue para quedarse helado: en los finos labios de piñón del señor Serrat, tras el chispeo gris de la lluvia, flotaba una borrosa sonrisa llena de indulgencia y de consideración (incluso les saludó ligeramente con la mano antes de subir al coche) una sonrisa benévola, desenfadada, terriblemente obsequiosa.
Resultado: al día siguiente por la tarde, Teresa no compareció. Habían quedado en que ella le recogería con el coche a las cuatro y media en la Plaza Lesseps. Cuando ya pasaban de las cinco Manolo llamó por teléfono a casa de Teresa, pero no contestó nadie. Por la noche repitió la llamada varias veces desde el bar Delicias, y siempre con el mismo resultado. Entonces se acordó de los Bori. Tampoco estaban en casa. Se dijo que probablemente cenaban fuera. A la mañana siguiente llamó de nuevo a Teresa. Nadie en casa. A los Bori. Mari Carmen al habla: no, no sabía nada de Teresa Serrat, debía estar en la villa, sí, era muy extraño que se hubiese marchado sin decir nada… Por cierto, y lo sentía infinitamente, pero aún no podía darle ninguna noticia respecto al empleo, lo mejor era esperar que Teresa apareciera…
Aquella tarde se acercó por la torre de los Serrat en la Vía Augusta. Todas las ventanas estaban cerradas. En el jardín, encorvado sobre un rastrillo, un viejo de calva sonrosada y bruñida, sin un pelo, le miró torciendo el cuello. Manolo saludó desde la verja y preguntó si había alguien en casa. El viejo dijo que no y luego le preguntó qué deseaba. El muchacho respondió que traía un recado para la señorita Teresa. El viejo le informó que los señores Serrat y su hija se habían ido a Blanes ayer por la mañana, y que no regresarían hasta finales de mes.
Por la noche, no sabiendo qué hacer, llamó de nuevo a Mari Carmen Bori y le dijo que necesitaba hablarle urgentemente. Ella se disculpó, cenaban fuera de casa, por fin había convencido a Alberto de que les salía más económico comer algo por ahí y… Manolo, interrumpiéndola, sugirió que podían verse después de cenar, en algún bar. “Aguarda un momento”, dijo con desgana Mari Carmen, y se la oyó hablar con Alberto. Hubo un silencio. Finalmente ella dijo que bueno y escogió el sitio y la hora: a las once en una cafetería frente a la Catedral. Cuando a esta hora él bajaba por Vía Layetana, rumiando qué clase de ayuda podían ofrecerle los Bori (seguramente sólo obtendría el número de teléfono de la villa, y eso aún se vería) su mirada quedó repentinamente prendida en una llama amarilla y roja (las puntas del pañuelo y el pelo de Teresa) y en el coche que doblaba velozmente la próxima esquina, una rápida visión blanca de la cola del Floride lleno de reflejos. Tal vez la muchacha había conseguido que la dejaran volver a Barcelona y en este momento le estaba buscando. Echó a correr, pero al doblar la esquina el coche había desaparecido. Habría jurado que era Teresa. Olvidó a los Bori en el acto y se lanzó a una búsqueda frenética por todos los bares de los barrios bajos donde habían estado juntos alguna vez. Supuso que a ella se le ocurriría lo mismo. Anduvo durante más de una hora y media, preguntó en el Saint-Germain (la voz cavernosa y entrañable quiso retenerle presentándole a una nueva camarera, una muchacha de rostro anguloso y férvido que aseguraba conocerle desde hacía años), en el Pastis, en el Cádiz, en Jamboree. La buscó en las cervecerías de la Plaza Real y en las Ramblas, ya sin esperanza de encontrarla. De pronto se acordó del Tibet y cogió un taxi. Naturalmente: si estaba en Barcelona ¿dónde podía esperarle sino en el Tibet, cerca del Carmelo? El taxista, un enano pelirrojo con acento valenciano que estiraba el cuello por encima del volante y le hablaba de como el invierno se nos ha echado encima, hay que ver, dentro de nada otro año que se fue y que ya nunca volverá, conducía con una lentitud exasperante, sin duda pensando en su prole (dos lunas con trenzas, dos cursillonas caras sonrientes, dos niñas que juntaban la mejilla y le observaban desde una horrenda foto de estudio pegada al cuadro de mandos con un mensaje filial escrito al pie: “NO CORRAS, PAPÁ”) pero Manolo, al darse cuenta, exclamó: “Olvida a tus nenas y arrea, papá, que se hace tarde”. El taxista rezongó con voz atiplada: “¿Pasa algo, joven? No tengo prisa por ir al cementerio”. Manolo se abalanzó a bramarle al oído: “¡Ni yo tengo esas monadas esperándome en casa, así que dale a esa mierda de coche y cállate!”. El taxista le miró por el espejo retrovisor, comprobó que el pasajero no bromeaba y aceleró.
Teresa tampoco estaba en el Tibet. Era ya más de la una. Cansado y maldiciendo su suerte, llamó a los Bori. Alguien descolgó después de hacerlo esperar un buen rato, era Alberto, ya estaban acostados. Él se disculpó por no haber acudido a la cita, le había parecido ver a Teresa cerca de… Alberto Bori le interrumpió para decirle un tanto secamente que llamara mañana, por favor. No, joder, no habían visto a Teresa ni sabían nada de ella.
Último intento: el pequeño bar de Vía Augusta que habían frecuentado la semana pasada. Estaba desierto, pero nada más entrar y ver como le miraba el camarero (un muchacho de Almería, con el que Teresa había simpatizado mucho) una familiar oleada azul le envolvió la cabeza: la señorita había dejado una nota para él ayer por la mañana, antes de emprender el viaje: “Parecía tener mucha prisa”, añadió el chico. Era una tarjeta dentro de un sobre sin cerrar y decía así: “Salgo hacia la villa con mamá dentro de unos minutos. En cuanto pueda te escribiré explicándote lo que pasa. No hagas nada sin antes haber recibido noticias mías. Te quiero. Teresa”.
Al día siguiente (sol y viento, grandes nubes viajeras hacia el sur) decidió hacerse con una motocicleta para ir a la villa y encontrar allí el modo, con un poco de suerte, de ver a Teresa. Por supuesto, no quería resignarse a esperar sus noticias, no debía, no podía. Necesitaba verla. Además, qué locura los relojes, cómo pasan las horas, los días, qué soledad amenazante en esta ciudad que volvía a llenarse rápidamente de catalanes activos y bronceados y peligrosos como automóviles mientras se vaciaba día a día de bellos, risueños y floridos turistas. No, imposible esperar, y atiende a la advertencia (“¡Eh, usted, ¿no mira por dónde anda?!”) del urbano o acabarás bajo las ruedas de un coche, espabila, Manolo, espabila… A las seis de la tarde y después de mucho buscar tuvo que conformarse con una Vespa que vio frente a una torre de aspecto señorial, en el Paseo Maragall, y se libró por pelos de ir a parar a la Comisaría de Horta porque la moto no llevaba candado y él acertó a ponerla en marcha al primer golpe de pedal (o tal vez porque el otro llevaba faldas; le vio correr hacia él por la acera con la sotana por encima de las rodillas y agitando los brazos, marchito y flaco como un esqueleto y con gafas de montura dorada, gritando: “¡Eh, chico, es mi moto, es mi moto!”, y corría bien, pero le perdió la sotana). Naturalmente, Manolo no lo sabía; habría esperado otra oportunidad. De cualquier forma, diez minutos más tarde también tuvo que abandonar la Vespa por rotura del cable del gas. Estaba ya en Badalona. El nerviosismo, la impaciencia y la mala suerte le impidieron encontrar otra motocicleta disponible hasta cerca de las once de la noche (esta vez frente a una fábrica de productos químicos, en un miserable callejón, imposible que de allí saliera otro cura). Era una vieja y descalabrada Rieju, un camello asmático que no podía con su alma, con las entrañas llenas de moho y grasas malignas. Con semejante calamidad entre las piernas (probablemente una de las últimas que todavía circulaban) se lanzó por la carretera de la Costa a todo gas. A estas horas el tránsito era escaso, pero, pese a sus buenos deseos, invirtió en el trayecto más de una hora; la ancestral Rieju no daba más de sí. Pasado ya Blanes, cuando se deslizaba por el camino de la villa con el motor en ralentí y oía el rumor del mar, comprendió que había llegado demasiado tarde.
La Villa estaba silenciosa, ninguna luz en las ventanas ni en la terraza. La noche era más oscura que otras muchas que él guardaba amorosamente en la memoria y la gran mansión tenía un aspecto más imponente, una estructura más confusa y más austera que la que él recordaba, próxima y a la vez distante en medio de la oscuridad. Escondió a la abuela Rieju entre los pinos. Todo dormía en los alrededores, mecido por el chirrido de los grillos y por el vaivén de las olas, arropado en aquella belleza irreal que encerraba la profundidad del bosque, donde flotaba una blanca neblina procedente del mar. Manolo rodeó la villa por la parte trasera, caminando bajo los grandes eucaliptos del jardín, y se detuvo en la pared donde la hiedra trepaba hasta la terraza. Apenas visible bajo las brillantes hojas, un canalón de uralita subía también hasta lo alto. Según le parecía recordar de alguna conversación con Maruja, la habitación de Teresa comunicaba con esta terraza y era contigua al dormitorio de los niños, el cual daba justamente encima del cuarto de Maruja. Pero no había más que una ventana en este muro, la que él había saltado tantas veces. Manolo la miró: su fisonomía había cambiado, estaba medio oculta por la hiedra, con los batientes cerrados y fingiendo un hermético aire de defensa. Apartó la vista de ella con cierta precipitación, cogió un guijarro y lo tiró a la terraza. Repitió la operación variz3 veces, sin resultado. ¿Y si la habitación de Teresa no diera a esta terraza? Lástima haber llegado tan tarde, tenía la esperanza de encontrar a Teresa levantada, en el jardín, por ejemplo… Retrocedió unos pasos, pensativo, y se sentó en el suelo recostando la espalda en el tronco de un pino. Clavó los dedos en la tierra húmeda, sin saber qué hacer, vagamente estremecido por una boca anhelante que le atraía desde las sombras empapadas de la hiedra: la ventana de Maruja, y en ella unos brazos desnudos abriéndose, unas pupilas febriles alimentando su esfuerzo, su ritmo…
Maruja es esta mujer de la cual uno no recuerda que sus pechos fueron hermosos: recuerda un gesto de sus pechos, el diseño ligeramente amargo y duro de su boca, su espalda morena regresando tímidamente a las zonas de penumbra; uno puede a veces evocar un gusto a eucalipto o a menta que dormía en su saliva, y el ronroneo de su garganta mientras besaba, y también un frío antiguo al verla encoger sus débiles hombros frente al espejo, o su paso lánguido cruzando la habitación, desnuda y púdica. Podía verla otra vez subiendo al Carmelo en una ventosa tarde de invierno, con su abrigo a cuadros estrecho y pasado de moda y una banda de terciopelo rojo en el pelo, pero sobre todo, entre esas imágenes persistía el parpadeo temeroso de sus ojos en medio de un remolino de polvo en la calle Gran Vista, rodeada de niños armados con piedras y abundantes tapabocas que sólo dejaban ver sus ojitos curiosos, y persistía la trémula dulzura de su mano en el pecho, ciñendo las solapas del abrigo, la sumisión de sus piernas fervorosamente juntas y su manera comprensiva y hasta risueña de ladear la cabeza cuando le esperaba en el bar Delicias, de pie, inmóvil, sin avergonzarse de su condición de criada emputecida…
De pronto, Manolo se incorporó de un salto (“esto me pasa por pararme ante esa ventana, como si la pobrecilla aún me esperara dentro”) al presentir oscuramente que, sin darse cuenta, alimentándose lo mismo que aquellos malditos gusanos que ya debían anidar en el cuerpo de la muchacha (no quería pensarlo) en su interior él había empezado también a cobijar muchas partículas de aquella inquietante feminidad de Maruja, y que acaso este recuerdo iría también alimentándose de él, devorándole silenciosamente… Empezaba a sospechar que había cometido una tontería al venir, que lo mejor habría sido esperar noticias de Teresa. Descorazonado, entristecido, dirigió sus pasos hacia la extensa y desierta playa, iluminada apenas por la agonía azul de las estrellas. Hacía frío, las olas rompían con impactos sordos a lo largo de la orilla, derramaban su espuma blanca y luego se deslizaban más allá, alejándose con un eco cada vez más tenue. Esta brisa, estas playas eran familiares a su piel; sin embargo, resultaba sorprendente que sólo hubiesen transcurrido dos meses desde que empezó a salir con Teresa, pues él habría jurado que hacía años, como si realmente la universitaria le hubiera dedicado un tiempo infinitamente superior al que dedicó, por ejemplo, a Maruja. Tenía el poco tiempo dedicado a Teresa un espesor sentimental que no tenía el de Maruja, y quiso recordar los momentos en que la posesión de este tiempo sin orillas había sido más completa, más real. Y descubrió de pronto cuán ingenuo y crédulo era, cómo había hecho el primo, él, que se creía tan listo. ¡Pensar que Teresa podía haber sido suya hace tiempo! ¡Ah, qué ciego, qué imbécil he sido!, se dijo al recordar a la universitaria en sus brazos, en la playa, en las calles oscuras (¡Dios mío, su dulce mirada implorante aquella noche al salir del bar de Encarna, mientras se besaban apoyados en la pared!) 9 en las laderas del Parque del Guinardó (su voz de niña constipada llamándole desde la hierba) o la mañana inolvidable en el terrado de las hermanas Sisters, arrullándose y acariciándose bajo un sol mágico… Pero él siempre se había contenido, y pensándolo bien, tal continencia (que obedecía precisamente a un deseo más poderoso que el de la simple posesión física) quizá no se había revelado ineficaz del todo: a juzgar por los arrebatos de Teresa en los días que precedieron al entierro de la infortunada Maruja, la universitaria era ahora más suya que nunca. Pero ¿de qué había servido todo eso si no le daban tiempo a consolidar sus relaciones? Podía acabar siendo un sacrificio inútil y estúpido, de esos para tirarse de los pelos durante toda la vida, desprovisto del bobo heroísmo santurrón de la Mayoría de novios, por supuesto, pero digno de igual lástima. Bajo el peso de esta soledad de ahora, el murciano se sentía engañado, burlado, y, sobre todo, desconcertado ante cierto cambio que había empezado a operarse en él, y que ahora descubría,,estupefacto: no en todas las ocasiones propicias había respetado a Teresa para obtener un beneficio, hubo también otra cosa, una voluntad ajena que se había introducido en él, un turbio sentimiento hecho de dignidad y de credulidad que le habían contagiado, que se le había ido pegando poco a poco. Él nunca fue eso que llaman un buen chico (ni probablemente tendría ocasión de serlo nunca, pensaba, a menos que se casara con Teresa); entonces ¿por qué diablos se había comportado como tal en no pocas ocasiones, en nombre de qué y por qué, vamos a ver, se había dejado llevar a una situación de respetabilidad, de dignidad, y que no tenía salida? ¿Por qué se había adscrito tan rápida e ingenuamente a las sagradas leyes de la compostura, en virtud de qué preceptos morales, convenio o trato, reglas de la prudencia, decoro o normas sociales se había convertido en menos de tres meses en un hipócrita frente a Teresa? ¿En razón de qué intereses podía haber sido tan desconsiderado con una muchacha enamorada, generosa, necesitada de ternura, de caricias…? Al revivir ahora los besos de Teresa, al mismo tiempo que se maldecía y se despreciaba, sintió crecer dentro de sí un grande, inmenso amor por la muchacha y su maltratada vocación fornicadora. Recordó con verdadera ternura de viudo la noche en que murió Maruja, cuando él y Teresa estaban pegados al teléfono y envueltos en aquella ardiente nube: allí sí, convertido ya en llama viva, allí decidió hacer suya a Teresa. Pero ay, esa noche llegaba tarde: demasiadas horas perdidas, persiguiendo la blanca gacela de la dignidad… Con todo, aún estaba a tiempo de rectificar, de volver a ser el resuelto hijoputa que siempre fue y que nunca debió dejar de ser, qué imprudencia, te ablandas y te joden vivo, así que paciencia y barajar, decidió ahora, pateando furiosamente unas algas podridas de la playa.
Aunque en la ciudad, desde hacía cuatro días, había perdido la noción de las horas, del día y de la noche, aquí pudo calcular (el vagabundeo y la espera en esta playa parecía tan antiguo, tan familiar) que debían ser más de las tres. Puesto que había venido y no tenía nada mejor que hacer, esperaría a que amaneciera. Si hacía buen día, probablemente Teresa vendría a bañarse. Se internó por el bosque, saltó la valla (todavía sin reparar) y pretendió dormir en un hueco del suelo lleno de arenilla y hojas de pino. Se lo impidió el frío y el fragor del mar y regresó al jardín de la villa, a resguardo de la brisa, donde se ovilló sobre un sofá-balancín cubierto por un toldo de flecos.
Amaneció un radiante día de sol. Le neblina se retiró hacia el interior del bosque rápidamente, como si un viento la chupara con avidez. Él estaba entumecido y aún creía soñar, pero al apartar el brazo de la cara, por entre las brillantes agujas de sol, la visión (un joven alto y moreno que avanzaba hacia él con una raqueta de tenis bajo el brazo y una toalla colgada al hombro) adquirió una insospechada y alegre realidad. En el silencio de la mañana, la grava del jardín de los Serrat crujía bajo las blancas zapatillas del desconocido. Era esbelto, flexible, ancho de espaldas, llevaba una camiseta azul con el flojo cuello subido y sus níveos pantalones cortos dejaban ver unas piernas bronceadas y musculosas. Caminaba directamente hacia él, pero con la cabeza levantada al sol, los ojos entornados, haciendo visera con la mano. El murciano comprendió que aún no había sido visto por el desconocido y, con un rápido movimiento, se dejó caer del sofá-balancín hacia atrás, rodando hasta ocultarse tras una tupida mata de geranios. Antes de llegar a él, y ofreciéndole a Manolo una repentina imagen de sí mismo (su mismo pelo oscuro y lacio, su mismo perfil enérgico y altanero) el joven dobló por un sendero que conducía a la pista de tenis. Poco después, con parecida indumentaria y también con raqueta, apareció el señor Serrat y siguió el mismo camino que el joven. Manolo retrocedió, escogió un escondite más seguro entre los pinos y siguió espiando el jardín. Teresa no daba señales de vida. Él esperó. Estuvo oyendo el golpe de la pelota en las raquetas, los gritos de admiración o de decepción, a menudo simulando un deleitoso desespero (era el señor Serrat, cuyo juego lento y jadeante no podía sin duda competir con el de su joven rival) que terminaba con una descarga de mutuos elogios. A eso de las diez apareció la señora Serrat y una nueva sirvienta, joven y regordeta, que depositó una bandeja con café y tostadas en una mesita cubierta con un parasol. La voz de la señora resonaba alegre y cristalina en medio de la mañana, estableciendo por un instante una feliz relación, una serena plenitud de ocios y de acordes armónicos con las voces jubilosas que provenían de la cancha de tenis. Apareció luego un hombre de aspecto campesino con una manga de riego, la señora habló un momento con él y después entró en la casa por la cristalera del fondo, volvió a salir, volvió a entrar, todo esto es una mierda, una soberana coña veraniega que la ausencia de Teresa hace aún más insoportable. Cerca del mediodía, al pasarse la mano por la cara, notó la barba crecida y sospechó que su aspecto era lamentable. Así no llegarás muy lejos, se dijo. Sediento y cansado, con los huesos molidos, decidió que lo mejor era regresar a Barcelona y esperar noticias. No le importó hacer ruido con la moto al Ponerla en marcha (que Teresa supiera, por lo menos, lo cerca que él había estado) y poco después salía a la carretera. Los pequeños y medrosos 600 circulaban estrictamente por su derecha. No pudo alcanzar los cien. Expirando, tísica, con todos sus huesos crujiendo, la Rieju le depositó en Barcelona casi dos horas más tarde y él la abandonó, ya cadáver, detrás del Hospital de San Pablo, para continuar a pie remontando la calle Cartagena.
Aquella misma tarde, en el bar Delicias se recibió una carta para Manolo. Un chiquillo fue a entregársela a su casa. Era de Teresa. El sobre sólo llevaba escrito: Manolo Reyes, Bar Delicias, Carretera del Carmelo. Dentro había tres cuartillas llenas hasta los bordes de una letra pequeña y apretada, muy bonita y armoniosa (evidentemente era la copia en limpio de un denso borrador) y con una sola tachadura.
La A de “amor mío” que encabezaba la misiva había sido trazada con mano firme y decidida, diríase que furiosa, pero mostraba un risueño apéndice en un costado parecido a un caracol. Venía seguidamente: “Perdón por el retraso, no tengo tu dirección y además creía poder estar de vuelta a Barcelona en seguida. En casa se han empeñado que pase aquí en la Villa lo que queda de mes, hasta que empiece el curso. ¡Bonita jugada!…” Seguían expresiones por el estilo. Cuando todo hacía esperar una indignada exposición de las causas que habían determinado esa fastidiosa decisión familiar, esa “bonita jugada”, la joven universitaria se lanzaba intrépidamente, con pluma febril, quemante, a un deleitoso análisis del “estado presente” de su espíritu (“exaltado”) y de ciertas noches blancas: hablaba de “anhelante espera” y de “indecible frialdad de sábanas”, concluyendo con la revelación de la causa (dudosa, por cierto) de tales ardores y devaneos, presuntamente gripales: “llevo dos días en cama, con fiebre, delirando” (este musical gerundio bailó unos segundos envuelto en un camisón rosa estilo imperio ante los ojos del murciano) “y hasta hoy no me he sentido con fuerzas para escribirte, pues pillé un fuerte resfriado con la lluvia, y la repentina muerte de Maruja y luego el no poder verte me deprimieron tanto que tuve que meterme en cama nada más llegar. Al principio estaba tan desorientada, tan desmoralizada…” Proseguía diciendo que, por otra parte, no había motivo para desesperar porque no pasaba nada excepto el fastidio de una separación momentánea. Acaso lo más enojoso era lo que esta actitud de sus padres (“que por otra parte no debería sorprendernos”) representaba para ella en el orden familiar: la confirmación de un mal que de alguna manera había condicionado su personalidad desde niña, y que después de conocer a Manolo se le había hecho más patente que nunca: “…de la estúpida educación familiar que se me ha dado, he aquí un nuevo ejemplo, he aquí cómo reaccionan, cómo entienden la defensa de la hijita descarriada y descocada, sin ver que ya es demasiado tarde. Quisiera morirme de rabia y de vergüenza. ¿Qué habrás pensado de mí, de todos nosotros? ¡Si supieras cuánto me aburro, Manolo, cuánto te echo de menos!” Añadía que, en este sentido, le parecía como si la Villa estuviera desierta, y aunque había gente, parientes lejanos e inoportunos (“un primo chulo y pretencioso de Madrid, que espera a que me ponga buena para ganarme al tenis”) era como si un naufragio la hubiese arrojado aquí entre personas y costumbres extrañas. Volvía a hablar de la soledad, y de pronto, una brisa marina y soleada, la teresiana oleada azul, el anhelado regreso a sus islas: “Pero no es eso lo que me desespera, Manolo, no es el ambiente hostil que me rodea. Es tu ausencia. Qué soledad por espantosa que fuese no sería un paraíso, qué horrible desgracia no sería una bendición, qué enfermedad no sería un lecho nupcial, qué miseria o dolor no sería una caricia comparadas con esta pena de no verte, amor mío, amor mío, amor mío, a esta privación insoportable de tus labios y de tus manos durante días y días que me parecen toda una eternidad de siglos…” Manolo, aunque emocionado e impresionado (lo que son los estudios, qué bien sabe expresar Teresina lo que uno siente) se dejó llevar por la impaciencia y saltó líneas en busca de noticias más concretas. Después de este apasionado fragmento- en el que una mente más cultivada que la del joven del Sur habría reconocido al instante el origen literario de ciertas imágenes- el tono descendía a un nivel de orden práctico e informativo: hablaba Teresa de una fastidiosa conversación con sus padres (“sostenida con infinitas reservas por ambas partes”) en la que no llegó a plantearse la verdadera cuestión del problema. Dicha conversación tuvo lugar la noche del mismo día que habían enterrado a la pobre Maruja, y “aunque nadie se refirió directamente a ello, deduje que esa chismosa de Dina, esa putilla de quirófano, habló de nosotros, y también Vicenta. Naturalmente, mamá echó el resto. No creo exagerar si te digo que mamá, ya antes de conocerte, temía que atentases contra la virtud de su hija. ¡Dichosa tontería! Si te recuerdo, además, que en casa me tienen por medio marxista, excuso decirte las locuras y concubinatos de que me creen capaz”. Pero insistía en que no había llegado a plantearse la cuestión de sus sentimientos: “simplemente, se decidió que la muerte de Maruja me había afectado de tal modo que había llegado el momento de ocuparse seriamente de mí; papá opina que me dejo impresionar demasiado, que todavía soy una niña, que han sido muchas emociones las de este verano, que estoy agotada, con los nervios en punta, en fin, que necesito reposo y que por supuesto en ningún sitio estaré mejor que en la Villa; un cambio de aires; o mejor de ideas. De ti no se habló, en realidad”. Aquí, Manolo pensó que era sintomática la actitud de papá Serrat: porque Teresa aseguraba que nunca había visto a su padre interesarse tanto por ella, “por mi manera de pensar”, ni siquiera cuando estuvo detenida por lo de las manifestaciones estudiantiles. Al parecer habían discutido acerca de la Universidad y de los vientos políticos que en ella bebían actualmente los estudiantes. “Muy divertido. No sé si puedes llegar a hacerte cargo, pero en papá esto es algo insólito”, y añadía que antes de conocer ella a Manolo, su padre jamás había mostrado un interés serio por estas cosas, precisamente lo que le gustaba era burlarse (“de mis amigos sobre todo, y especialmente de Luis Trías de Giralt”) y con bastante gracia, dicho sea de paso (“papá es un terrible guasón, aunque no lo parezca”). En cuanto a lo nuestro, proseguía más adelante, preciso era reconocer que nadie le había levantado la voz, nadie le había hecho una escena. “Pero no nos engañemos, hay que atenerse a los hechos: en el ánimo de mis padres está planteada la verdadera cuestión, el temor no por lo que haya podido hacer hasta hoy esa locuela de Teresa, con sus ideas extremistas, sino ante lo que pueda hacer mañana. No es una cuestión de moralidad; sobre esto habría mucho que hablar, pero te aseguro que, en el mundo en que yo vivo, ni siquiera las más virtuosas y respetables personas creen que perder la virginidad por gusto y antes de tiempo sea tan grave como hacer una mala boda”. Seguían algunas consideraciones atrevidas pero innecesarias (según opinión del murciano) acerca de esa “inaudita, asombrosa buena conciencia que tiene de sí misma la burguesía de nuestro país”, y luego una curiosa definición de la naturaleza del conflicto en que se debatía su familia respecto a ella (“confunden mi amor por ti con mis ideas progresistas, porque la hija les salió rana”) consciente ya, seguramente, de que ésta era por cierto la misma confusión que ella había experimentado en brazos del muchacho al conocerle. Y acerca de eso concluía con una arrogante declaración de principios: “Hoy, por lo que a mí respecta, Manolo, el amor ha reemplazado a la solidaridad (aquí aparecía la única tachadura: la palabra solidaridad no debió convencerla una vez escrita y la tachó, pero, si duda al no encontrar el equivalente deseado, había vuelto a escribirla), o mejor dicho, la ha puesto en el lugar de mi corazón que le corresponde -un lugar también preferente, porque amo a mi país- pero limpia ya de conjuros, de romanticismo ideológico y de tontería… Y perdona este galimatías, cariño, pero es que me hace mucho bien poner en orden mis ideas”. Añadía que, por otra parte, se pasaba las horas en su cuarto, aburrida, leyendo o mirando el mar desde la terraza. “¡Qué fastidioso, qué absurdo, me resulta todo sin tu presencia! Si supieras cuánto te necesito, si pudiera verte, hablarte de lo que siento en estos momentos, tenerte a mi lado aunque sólo fuera un instante”. Volvía a recordarle que hasta octubre no empezaba el curso, y que entonces todo se arreglaría (“no dejaremos ya que nada vuelva a separarnos”) pero, mientras tanto… ¿Qué hacer? ¿No habría un medio que les permitiera verse antes? Y aquí, a través de compactos, densos renglones de tinta.azul aseguraba que había tratado de no pensar en él, pero que había sido inútil. Unos puntos suspensivos (en leve línea descendente) sofocaban renovados ardores: “Eres el único hombre de verdad que he conocido, a tu lado he aprendido a vivir, he empezado a sentirme mujer…”
Venía luego la despedida y más abajo una postdata confusa y precipitada, con letra temblorosa y en algún punto descolorida, como si alguna lágrima hubiese aclarado la tinta (o tal vez no eran más que salpicaduras de agua de mar, pues algunos granitos de arena contenidos en el sobre denotaban que la carta, o cuando menos esta postdata, había sido escrita en la playa). El significado de este texto tardó algo en hacérsele claro al muchacho: “Sé rebelde, orgulloso y atrevido hasta la muerte. Una noche soñé que te veía bajo los pinos, mirando mi terraza, una noche que viniste a ver a Maruja. ¿Nunca te fijaste en lo bonita y frondosa que está la hiedra? Me paso las noches en vela, con mis pensamientos y mi fiebre de ti, amor, mientras esta familia aburguesada y cursi a la que me avergüenzo de pertenecer, duerme. Siempre tuya. Besos. Teresa”.
Loco de alegría, Manolo dobló la carta cuidadosamente, se la guardó en el bolsillo de la camisa y salió a la calle. Eran las tres y media de la tarde, sábado, el día se mantenía claro y hacía calor. Obedeciendo a la tímida y confusa llamada que se desprendía de la postdata, decidió entrevistarse con Teresa aquella misma noche. Estaba seguro que después de verla todo volvería a ser como antes. La carta venía a confirmarle, entre otras cosas, que su respetuosa táctica sexual no había sido tan catastrófica: ¡Teresa seguía siendo suya y le esperaba, le esperaba! Pasó las primeras horas de la tarde en un estado de excitación que, por otra parte, le proporcionó la astucia de un loco: ante todo, nada de arriesgarse tontamente viajando en motos robadas, había demasiadas cosas en juego. Su primera idea fue ir en tren, pero no tenía dinero ni para eso; además, el tren la dejaba en Blanes, y de la estación a la villa había unos cuatro kilómetros de carretera. Recordó que el Cardenal tenía una vieja Derbi en propiedad. Eran poco más de las seis cuando llamaba a su puerta.
– Mi tío no está -dijo Hortensia. Manolo entró y pasó al jardín seguido por la muchacha. Allí se encaminó con paso vivo hacia el pequeño cobertizo del fondo, donde se hallaba la motocicleta. Mientras caminaba informó a la Jeringa: tenía que hacer un viaje urgente y necesitaba la Derbi del viejo.
– ¿Muy lejos? ¿Por qué no me llevas contigo? -preguntó ella-. Me prometiste…
No puede ser -cortó él-. Otro día, hoy tengo mucha prisa.
En el cobertizo había que inclinar la cabeza, el techo era bajo. Botes de pintura y utensilios de jardinería roídos por la humedad. La moto, erguida en su caballete, sobre unos periódicos extendidos en el suelo y manchados de grasa, parecía hallarse en buen estado. Manolo empezó a desenroscar el tapón del depósito de gasolina.
Está lleno -dijo la voz de la muchacha en su espalda-. Yo misma lo llené.
El tono seco y contrariado no le pasó por alto a Manolo. Se volvió despacio, con una vaga sombra abrumada sobre los hombros. La Jeringa, que llevaba en la mano unos pantalones rojos, doblados -debía tenerlos ya preparados en algún sitio de la casa, y sin duda los había cogido al pasar- le miraba con un destello implorante en los ojos. “¿Me cambio en un momento…?”, preguntó. Él meditó un rato y luego dijo:
Mañana. Te lo prometo. Es que hoy tengo prisa, ya te lo he dicho.
Hortensia dejó caer los pantalones al suelo, le volvió la espalda e inició la salida diciendo:
– Pues si quieres llevarte la moto, tendrás que esperar a mi tío y pedírsela a él. ¡Verás lo que es bueno!
Manolo la detuvo cogiéndola por el brazo. “Espera -dijo riendo-. Espera un momento, fierecilla”. La idea de que Teresa le estaba esperando le llenaba de alegría. Hizo un rápido cálculo mental: hasta bien entrada la noche no era conveniente plantarse en la villa, de modo que tenía el tiempo suficiente de dar unas vueltas en moto con la muchacha y liquidar así de una vez aquella pequeña deuda sin importancia, pensándolo bien, incluso se alegraba de liquidarla precisamente hoy: en vísperas de grandes y felices acontecimientos, en el umbral de la cita que prometía integrarle acaso definitivamente al mundo de los adultos, satisfacer un capricho tan infantil e inocente como el de la Jeringa tenía su gracia: “Está bien, condesa -dijo sonriendo-. Te llevo. Pero prepárate, vas a saber lo que es correr”. La chica, ahogando una exclamación de júbilo, quiso ponerse los pantalones rojos, pero él dijo que no podía esperar y que la bata blanca la hacía más mujer y más guapa.
Ocurrió de la manera más simple: sin duda para asegurarse la moto, él invitó a Hortensia a dar un paseo, y también por la necesidad que hoy sentía de complacerla o tal vez complacerse oscuramente a sí mismo, ahora lo iba comprendiendo, porque de pronto no pudo evitar la agradable sensación de que iba a pasar algo. Mientras corría a toda velocidad arriba y abajo por el Paseo del Valle de Hebrón, los brazos de la muchacha estuvieron rodeando fuertemente su tórax y notaba su mejilla pegada a la espalda, sus diminutos y duros senos, su desatendido corazón palpitante que le transmitía a través de la leve tela de la camisa una ternura de bestezuela asustada. “¡Agárrate, niña, agárrate fuerte!”, le gritaba él. La muchacha no dijo nada en todo el rato: le abrazaba. Finalmente, aterida, con los ojos arrasados de lágrimas a causa del viento, le rogó que regresaran a casa porque se sentía mareada. Manolo no quiso dejar la moto fuera y la entró en el jardín por la puerta trasera. Ella, pálida, tambaleándose un poco, se dirigió al cobertizo para recuperar sus pantalones rojos todavía no estrenados. Tropezó y Manolo la sostuvo suavemente por el codo; la solitaria y temblorosa juventud de la Jeringa se restregó a ratos contra él, como a oleadas, al ritmo indeciso y torpe de sus pasos. Guardaba un silencio inquietante. El triste abandono en que se hallaba el jardín a estas horas, ya bajo el zarpazo de la noche, tendió de pronto un negro lazo familiar, esto se acaba, es una despedida de lo más triste, pero yo me largo… Hubiese querido romper este silencio de Hortensia, y buscó desesperadamente en su cabeza unas palabras banales, pero su cabeza estaba vacía: la gentil banalidad del lenguaje parecía haberse quedado repentinamente sin sentido, sin aquella facultad allanadora y risueña de que él siempre había hecho gala con la niña: esta noche, si no veía en las cosas una señal, una marca del destino, algo que encendiera el infinito y trémulo mañana, su mente no estaba dispuesta a funcionar ni sus labios a articular palabra. Sin embargo, despertó a la realidad al recordar la carta de Teresa que llevaba en el bolsillo de la camisa, sobre su corazón, y que en este momento el estremecido hombro de Hortensia chafaba y hacía crujir junto con el paquete de cigarrillos, restituyéndole un jubiloso sentido de la responsabilidad, urgente, pues ya estaba cayendo la noche, y en el cobertizo, después de inclinarse y recoger los pantalones de la muchacha, al dar la vuelta para entregárselos, vio sus ojos apagados escrutándole desde la penumbra. Su silueta, inmóvil sobre la gris claridad del exterior, en la puerta, era realmente la de Teresa, pero (¿por qué no hay luz en tus cabellos, niña, por qué están fríos tus ojos?) sólo su silueta. Si bien eso bastó: intentó salvar la situación con una mirada adusta, entre preocupada y cariñosa; palmeó la mejilla encendida de la chica, con esa especie de miserable experiencia que crece con la juventud y que acababa matándola, pero de pronto se encontró envuelto en el fresco perfume de almendras amargas, se inclinó sobre ella, atrayéndola, y empezó a besarla.
Como si se tratara de un grandioso escenario, las luces de la galería se encendieron al fondo del jardín. Oyeron en la casa la voz melosa del viejo llamando a Hortensia, pero decidieron esperar un rato. La oscuridad era cada vez más densa. Luego salieron. “Ven, vamos a pedirle que nos preste la moto”, murmuró ella tirando de su mano. Manolo se dejó llevar, aturdido. La brisa nocturna le remitió de nuevo a la realidad, y al entrar en la galería soltó la mano de la muchacha. Encontraron al Cardenal en el comedor.
No, creo que no -meditó el Cardenal-. Hasta aquí podíamos llegar.
Tengo un amigo muy enfermo -mintió el murciano-, en Moncada…
– No y no.
– Mira que es urgente que le vea, caray, ¡no me seas cabrón!
Que no.
Además de negarse a prestarle la moto, le exigió el dinero que le debía, el dinero que últimamente le había sacado a Hortensia con “manitas y falsas promesas de noviazgo”.
Eso es mentira -protestó él.
El viejo leía un periódico sentado en el diván, Hortensia, con las mejillas todavía arreboladas, iba y venía por el pasillo con fajos de ropa lavada (tenía ya la tabla de planchar apoyada sobre el respaldo de dos sillas, en un rincón del comedor, junto a la lámpara de pie) hasta que por fin lo dejó todo y se sentó en la mesa a escucharles. Ahora llevaba los cabellos recogidos en un moño medio deshecho. Su tío se levantó, arrojó el periódico al suelo y súbitamente inició uno de aquellos rituales, solemnes y devotos peregrinajes por todo el chalet (Manolo siguiéndole de cerca, rozando los airosos y purpúreos faldones de su batín como un acólito que solicitara una audiencia especial), por la planta baja y el primer piso, bajando y subiendo escaleras, enderezando aquí un cuadro, allá un candelabro, soplando el polvo de una estatuilla, rectificando los pliegues de una cortina, la posición de una silla, de un jarrón, de unos almohadones. Con gestos de maníaco y desgranando su interminable monólogo de cornudo sentimental, el buen viejo rehusaba toda discusión con el muchacho y sólo parecía atender a una voz interior. “¿Dices un íntimo amigo, enfermo, en Mancada…? Embustero”, repetía como para sí mismo. La urgencia que veía asomada a los ojos del joven murciano tenía indiscutiblemente nombre de muchachita (ni siquiera de mujer). Pero eso no era lo peor; para un hombre como él, con ideas generales sobre la vida y habiendo ya llegado al difícil reconocimiento de sus propios errores cósmicos (se había equivocado de época, de país, de religión y de sexo) juntamente con ciertas conclusiones no por amargas menos ciertas, la verdadera razón de los males que de un tiempo a esta parte venían aquejando a un muchacho tan listo como Manolo se reducía a esta doble máxima que él repetía con frecuencia: “Qué poco amamos a los que amamos y cómo nos gusta salirnos de madre”. Por lo demás, él no tenía nada contra “esa muchacha” que le había sorbido los sesos, pero…”Conviene vivir un tiempo con una persona, lo sé, aunque sólo sea para darse el gusto de volver a ella; pero para darse el gusto de volver a ella es preciso antes abandonarla, y ahí está el problema. Hijo, las mujeres no saben comprender estos movimientos de ida y vuelta, tan sustanciosos en la vida del hombre”. “No me vengas con puñetas, Cardenal, y préstame la moto. ¡Tienes más rollo!”. “No, no y no”, y seguía explicándole la vida y sus peligros. Llevaba años haciéndolo, y como si nada. “Te vas a pegar una hostia por ahí que tendrán que recogerte con pinzas -profetizaba-. Pero claro, nadie quiere curarse de la juventud, que es una enfermedad”. Por la voz no parecía haber bebido mucho, pero desplegaba un inútil y frenético mimetismo y toda esa conmovedora actividad andariega y manual de los borrachos habituados a defenderse de la soledad.
Tal vez porque el espectáculo no era nuevo para ella, la Jeringa no les siguió en su recorrido por la casa. Pero luego, cuando su tío, presa de una repentina fatiga, se dejó caer sentado en el sillón de mimbres recostando la cabeza en la almohada (en su complicado y disparatado quehacer doméstico había dejado una cama sin cabezal para recalar seguidamente en el cenador del jardín, bajo el iluminado esqueleto de madera donde parecía haberse recogido toda la luz del cielo en su declinar) Manolo sorprendió a la muchacha tras él, de pie, mirando algo en el suelo con fijeza; hundía las manos en los bolsillos de su blanca bata de farmacéutica, presionando hacia abajo todo lo que la tela daba de sí, y acababa de soltarse el pelo otra vez y de calzarse sus zapatos de tacón. Estos detalles él no los recordaría hasta más tarde: al extraer el paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa para invitar al Cardenal, la Jeringa aún esbozaba aquella sonrisa sin luz; pero luego él no la vio, sólo notó que se le acercaba por la espalda y que se inclinaba hacia el suelo para volver a alejarse rápidamente. Mientras, el Cardenal seguía negándole la moto con terquedad, y él amenazó distraídamente con irse de esta casa para no volver más. Pero aún probó a invitarle de nuevo, recibiendo otra negativa (“¿Un cigarrillo? ¡No! ¡De rodillas, de rodillas, mal hijo!”) y luego le cogió el cabezal, se lo ahuecó amablemente golpeándolo con la mano y volvió a ponérselo al revés. “¡Quita, hipócrita!”, dijo el viejo dando un manotazo en el aire (por un sarcasmo del destino, esa costumbre del muchacho de ahuecarle los cabezales habría de adquirirla el propio Cardenal años después, ya muy anciano y sólo, en favor de los enfermos de la cárcel Modelo, recorriendo diariamente las camas de la enfermería: último y emocionado homenaje a los cuerpos ya no angélicos, cansados y agostados). Todavía entonó el murciano una última y melodiosa cancioncilla de súplica; pero el Cardenal no quería escuchar nada excepto su música interior (como un Beethoven gallego, sordo y solitario en su cumbre), ninguna de las amables tretas del murciano dio resultado, y éste decidió largarse. Suponía que Hortensia estaría planchando, pero al cruzar el comedor la vio junto a la mesa, de espaldas, con la cabeza gacha. La muchacha se volvió repentinamente, sorprendida, manteniendo las manos atrás (como si ocultara algo, pero él no se fijó en eso) y siguió a Manolo con los ojos húmedos mientras él cruzaba el comedor, hasta que los bajó sobre los propios pómulos, que de pronto parecían haberse hinchado. Antes de llegar al pasillo, él se volvió: “¿Qué te pasa, Hortensia?”. Fuera, al otro lado de los cristales de la galería, una ráfaga de viento nocturno movió los plateados cabellos del Cardenal, postrado en el sillón de mimbres: “No te vayas, cabrito”, le oyeron decir. Decididamente, el Cardenal era un limón exprimido del todo. Sin comprender muy bien, pero presintiendo la borrasca, Manolo se precipitó hacia el pasillo. Notaba clavados en la nuca los ojos garzos de la Jeringa, pero siguió hasta la puerta de la calle sin volverse. Al abrir empezó a oír las llamadas del viejo desde el jardín: “¡Manoooooooolo…!”, como si llegaran desde un pozo o desde lo más profundo de un barranco, era un risible, coqueto, agónico y lejanísimo eco que sin embargo debía oírse perfectamente desde todas partes de esta ladera del Carmelo, incluso desde arriba, desde el barrio: “¡Manoooooooo…!” Adiós, maestro, puñetero, entrañable viejo. Todo había sido inútil, y además estaba perdiendo un tiempo precioso. Pero iría a la villa aunque fuese a lomos de burra, no permitiría que nada ni nadie le retuviese aquí. Vería a Teresa, reanudaría el interrumpido noviazgo, obtendría un empleo, y, más adelante, convicto y confeso, los buenos oficios del suegro Serrat (qué remedio: un rubio pijoapartisto saltando en sus rodillas, locuras de juventud, Murcia es hermosa, a pesar de todo) le darían el definitivo empujón…
La audaz percepción de estos vastos horizontes le impidió sin duda observar el crepúsculo de cada día, puntual e inevitable. Y cuando vislumbró la precoz combustión interna de la Hortensia ya sería demasiado tarde: para empezar, ella había salido tras él, se había deslizado carretera abajo como una sombra, le había seguido a distancia hasta la plaza Sanllehy, y por supuesto le había visto acechar esta motocicleta, en cuyo sillín él acababa ahora de saltar; le estaba mirando fijamente desde un portal, a unos veinte metros, en cuclillas y mordiéndose las uñas, y Manolo comprendió en el acto (la mano se le fue como el rayo hacia el bolsillo de la camisa) que había perdido la carta: seguramente se le había caído en el cenador al sacar el paquete de cigarrillos, y desde luego esa mocosa la había leído… No tenía tiempo, debía escapar cuanto antes si no quería ser descubierto por el dueño de la moto, quienquiera que fuese, y no obstante se quedó mirando a la muchacha con ojos hipnotizados, una rodilla doblada en el aire, el pie paralizado a unos centímetros del pedal de arranque. ¿Qué estaría pensando la Jeringa? El mismo sobresalto causado por la respuesta que se dio disparó sus nervios y éstos dispararon su pierna; abrió paso al gas inconscientemente y la máquina retumbó bajo él. Miró a la Jeringa por última vez. Más tarde pensó que debió haberle dicho algo, cualquier cosa, que le esperase en casa, que volvería pronto y que mañana la llevaría otra vez a pasear en moto, o mejor al cine, adonde quisiera ella, acaso habría bastado un gesto de la mano, una sonrisa, quién sabe (todo eso pensaría luego), pero no hizo ni dijo nada, excepto darle gas a la máquina y salir á escape en dirección a la Costa, dejando a la chica en este portal, agazapada y con aquel flujo inmensamente felino en sus pómulos anchos y húmedos, en sus malignos ojos de ceniza.
Si je mourais ta-ba sur le front de l’armée.
Apollinaire
Bajo el sol de medianoche, en las quietas aguas privadas flota olvidado un cisne de goma. Con su vientre lleno de aire se desliza lentamente por la estela plateada de la luna, da vueltas sobre sí mismo, desorientado pero gracioso e indiferente, movido por contradictorias corrientes marinas y epidérmicos escalofríos, obedeciendo mandatos remotos y extraños que provienen de alta mar. Luego la brisa lo empuja y lo lleva directamente a picotear las caderas salobres del fueraborda amarrado al embarcadero. Sólo un reverberante espíritu de glaciar, inhóspito, insólitamente ártico, se derrama ahora sobre la villa v sus alrededores blanqueando el verde profundo de los pinos y las arenas de la playa. Horas antes el poniente había escapado con su capa roja, tras una entalladura de los montes cercanos, después que su último fulgor se abatiera un instante esquinado, rasante y en abanico sobre la villa, como una luz que saliera por el resquicio de una puerta entornada. La noche cerró tras la llegada de la brisa. De forma que ahora, como elegantes invitados a punto de emprender la aventura de los salones, los jóvenes abetos del jardín se inclinan ligeramente estremecidos, impacientes y excitados, atraídos por la piel centelleante de la mar.
El Pijoaparte arqueó la espalda y apretó entre sus muslos las ardientes caderas del depósito de gasolina. Corría con una trémula joroba de viento bajo la camisa, tragando distancias y noche junto con indicadores que ya no leía (sólo uno: Costa Brava y debajo la flecha). Esta vez cabalgaba una flamante y fogosa Ducati. Sabía que era una máquina de lujo, una maravilla cromada y violeta, una llama incendiaria y mítica, capricho de campeones y niños bien (él mismo, en sus tiempos de principiante, había soñado con tener una Ducati igual a ésta), pero sabía también que era, como las yeguas jóvenes, antojadiza y voluble. Los dientes apretados contra la furia del viento, ahora dio todo el gas adhiriéndose como una lapa a la nerviosa amiga, acompasando su corazón al trepidante y generoso ritmo de ella. Corría por la Avenida Virgen de Montserrat. Adelantó a un grupo de ciclistas que volvían del trabajo, a un Dauphine gris y a un Seat que un hombre de pelo blanco, junto a un enorme perro lobo y una joven que se reía con la cabeza echada hacia atrás, conducía por el centro de la calzada con un dedo (se fijó en los detalles porque le tuvo un buen rato pegado junto a él) y sin deseos aparentes de dejarse pasar. Pero Manolo no sólo le adelantó, sino que le cruzó peligrosamente, obligándole a pisar el freno. Atravesó el Paseo Maragall sin tomar precauciones y se metió por la calle Garcilaso hasta llegar a Concepción Arenal, quitando gas, donde dobló a la izquierda y embragó en dirección a San Andrés. Durante un rato corrió flanqueando por solares en ruinas, donde los niños hacían fogatas, y cruzó la Rambla de San Andrés despacio, bajo la mirada suspicaz del urbano. Inmediatamente volvió a alcanzar los ochenta, pero al llegar a los cuarteles redujo la velocidad disponiéndose a doblar a la derecha, dejando a su izquierda la carretera de Vich; allí, incomprensiblemente (creía haberle relegado al olvido para siempre), le dio alcance el Seat negro, que sin duda iba también a la Costa y con no menos prisa que él; al arrimársele brutalmente en el viraje, el perro ladraba y la mano del tío debía seguir en la rodilla de la hermosa sobrina, puesto que él se vio obligado a echarse de repente contra el muro de los cuarteles, por encima de la acera. Sin embargo, volvería a pasarlo poco antes de llegar al puente sobre el río Besós. Ya veía las luces de Santa Coloma. Tenía frente a él unos tres kilómetros de carretera ancha y recta, con bastante tránsito, y con una leve torsión del cuerpo se metió por la izquierda, zigzagueó entre el morro porcino de un autobús y la ventanilla posterior (con visillos floreados, un verdadero hogar) de una “roulotte” y finalmente adelantó a un carro abarrotado de panochas de maíz. En dirección contraria venía poco tránsito y se echó de nuevo a la izquierda para dejar atrás a dos coches, separados por menos de dos metros, aprovechando ya el gas, sin volver a la derecha, para pasar a distancia un enorme camión resoplante y lleno de luces piloto que parecía flotar en medio de remolinos azules y que cobijaba ciclistas igual que una gallina sus polluelos. Entonces se lanzó a tumba abierta en dirección al puente, siempre desafiando a los coches que venían por la izquierda. El huraño hocico de un 600 se le vino encima en línea recta, pero él estaba seguro de verle hacerse a un lado, y así fue. La Ducati le daba formidablemente los ciento quince, vibrando toda ella como una muchacha ansiosa, pero sin espasmos inútiles ni prematuros alborozos. Un bache y al carajo, Manolo, pensó. Los postes eléctricos y las luces surgían desde el fondo del espejo retrovisor y se alejaban vertiginosamente, engullidos por una vorágine negra y cóncava que les remitía a la nada. La carrera fue tan endiablada y temeraria que los automovilistas de este fin de semana no podían dar crédito a sus ojos. Hortensia Polo Freire iba quedando atrás, borrosa, deshaciéndose también en la fría memoria del retrovisor junto con el viejo inconsolable, el taller, la familia, su casa, el barrio entero. La extraordinaria rapidez con que todo se había desarrollado estos últimos días, desde la brusca desaparición de Teresa y la consiguiente locura de los relojes, el laberinto urbano, la fatiga de la búsqueda, la sorpresa de la carta con la invitación al delirio, los besos de Hortensia, el hambre (el horario de las comidas alterado y pulverizado desde hacía semanas, quizá meses) y el mismo olor a goma quemada de resultas de un frenazo ante el ridículo trasero de un 600, sería materia de reflexión durante años. Pero el tradicional vértigo de la carrera no podría explicarlo todo, no contenía toda la realidad del impulso inicial (demasiado nocheriego, excesivamente estival y verbenero): ciertos detalles sedosos, ciertos pormenores de cálida entrepierna, en fin, el poderoso circuito de fuerzas ocultas que actuaba en torno a la orgullosa cabeza del murciano.
Leves camisones de luz de luna desmayados sobre las torres de la villa, rumor de oleaje, soledad e impunidad completas al término de 65 kilómetros. Lo demás era incierto. Ella: probablemente desvelada, pero no esperándole. Lugar: (presuntamente escogido por madame Moreau) une chambre royale pour le Pijoaparté sur la Mediterranée. Hora: las doce o cosa así.
Sería todo igual a siempre excepto el rumor del mar (creciendo, amenazante). Avanzaría sigilosamente bajo los grandes eucaliptos del jardín, pisaría el lecho de hojas junto a la red metálica de la pista de tenis, se acercaría a la pared cubierta de hiedra, al pie de la terraza. Primer temblor orgástico en las manos (tranquilo, chaval) al tantear la frondosa y esmaltada catarata verde bañada por la luna, las hojas frías y húmedas de la hiedra, mientras buscaba en su interior el oculto canalón y algún tallo lo bastante grueso para ayudarse a subir. Se inmovilizó, dudó, hizo una rápida finta para evitar una mariposa de alas fúnebres, una mariposa de cementerio, y, por una mala pasada de esas que juega el recuerdo, vio el rostro de Maruja suspendido sobre la almohada, anunciando a su vez la inminente caída (distinguió en el retrovisor a la pasmada monja caminando hacia atrás, con los brazos en alto y seguramente chillando, hundiéndose extrañamente en el asfalto como en las arenas movedizas) pero tocaría al fin con la mano el nervio rugoso de la hiedra y empezaría a trepar. En cada hoja bruñida había un destello de luna. Saltó a la terraza. Un parasol, una mesita y dos hamacas (roja una, la otra amarilla) bostezando frente a los cabrilleos del mar. La luna se deslizó con él, a su lado, ayudándole a abrirse paso a través de una insólita constelación de amenazas e insultos (rostros indignados y asombrados que se asomaban todavía a las ventanillas de los coches vociferando) mientras avanzaba hacia la puerta de cristales con celosías blancas del cuarto de Teresa. Un gran tiesto, con una planta que derramaba florecillas blancas semejantes a copos de nieve, hacía guardia en la misma entrada. Dentro, un azulado paisaje lunar donde destacaba, al fondo, arrimada a la pared, la dulce cordillera de la sábana cubriendo un cuerpo femenino. Empujó el cristal, que al ceder recogió parte de la terraza con las dos hamacas (¿por qué reflejaba también un lejanísimo faro de motocicleta?) ¡Vanau!, hizo una ola al romperse en el embarcadero, y un soplo de brisa apartó los cabellos caídos sobre su frente, y el cristal crujió. Pero él ya estaba dentro. Una oleada de somnolencia por bienvenida. Se sentía ligero y siniestro como un murciélago. Cuatro pasos sobre parquet, dos sobre alfombra, dos más sobre parquet y alunizaje en la blanca cordillera del lecho. Final de trayecto.
Vestiría: un camisón imperio color malva (por favor) y una banda de terciopelo negro en los rubios cabellos. Estaba decididamente, francamente dormida en una pequeña cama-librería, de lado, dándole la espalda, casi bocabajo. La sábana la cubría hasta poco más arriba de la cintura y su posición en el lecho recordaba vagamente su manera de nadar, aquel braceo feliz y confiado en aguas poco profundas y cálidas, con un brazo doblado en torno a su cabeza y el otro rozándole la cadera, el perfil graciosamente erguido, bebiendo un sol imaginario. Con las alas humildemente recogidas, maravillado y respetuoso, el sombrío murciélago se inclinó sobre ella atraído por el fulgor broncíneo de sus hombros, observó la valerosa, intrépida vida que \latía en su cuello de corza incluso estando dormida y le envolvió de pronto el flujo rosado del sueño: un fragante mediodía de cerezo en flor. ¡Y cuán débil, cuán indefensa y niña parecía! Viendo su perfil virginal, limpiamente recortado sobre el blanco de la almohada, resultaba fácil suponer la severa vigilancia materna a la que era sometida durante el día (incluso ahora, la delicada presencia de la señora Serrat parecía flotar en alguna parte del dormitorio) al cerco familiar de suspicacias y temores que debía inspirar el atrevimiento de estos labios rubios y brumosos, mohínos, casi impúdicos por su infantil enojo y por el lenguaje antiburgués que había brotado de ellos. Y coñas aparte: ¿en qué ala de la Villa debían dormir sus padres y los invitados? ¿Cerca o lejos de la hija que les salió rana?, pensó recordando la carta. Este gran supuesto de atenciones que rondaba el sueño de la muchacha, esta posible proximidad física de la catalana parentela tenía su importancia (aparte de que el moreno y guapo tenista que él había visto esta misma mañana en el jardín, el primo de Madrid, podía estar despierto, ultimando Dios sabe qué detalles acerca del nuevo saque que deseaba enseñarle a su prima) pero no precisamente por temor a que pudieran oírles (¿gimen de placer las vírgenes politizadas? Al final, seguro, como todas) sino en razón de determinado arropamiento o ternura familiar malograda en la niñez, y que, de alguna manera, en el Pijoaparte debía favorecer la eyaculación. Porque era agradable imaginar a sus padres durmiendo en su gran lecho (a ser posible con mosquiteras amarillas) mientras él se ocupaba delicadamente, con un gran sentido de la responsabilidad, como por encargo de la familia, en convertir a la niña en mujer para bien de todos. En este momento, Teresa movió una rodilla. Ahora (él había dejado la puerta de la terraza entornada) la celosía arrojaba listones de luna en su cadera. Su respiración se alteró y agitó desasosegadamente la rubia cabeza despeinada, solicitó del sueño alguna playa menos solitaria y aburrida, más popular, y a juzgar por su sonrisa le fue concedida. ¡Ay Teresina, feliz tú, que si dulce es tu sueño más dulce será tu despertar!, pensó el experto en pesadillas, huérfano murciélago, contemplándola con tierno afecto. Teresa emitió un gemido. Rozando la cadera, su mano de nadadora, con los dedos desmayados, seguían requiriendo la amistad y la protección de su amigo en medio de este mundo de locos, y entonces Manolo cogió delicadamente esa mano entre las suyas al tiempo que hincaba la rodilla junto al lecho y una luz le cegaba (lo mismo que ante el segundo frenazo del maldito Seat, antes de llegar al puente, él fuera de la carretera y con el paso cerrado, la Ducati intacta -loado sea Dios- y en la ventanilla los rostros descompuestos del perro lobo, del tío y de la sobrina, en cuyas hermosas rodillas aún descansaba la mano asesina). Esto le hizo pensar que no debía andarse con chiquitas y desnudarse y meterse en la cama y abrazar a Teresa… El de la joven universitaria seria sin duda un delicioso despertar, sin sobresaltos, prolongado a lo largo de un viaje de bodas hacia el Sur. Pero ¿y si me rechaza?, pensó. Manolo, quién te ha visto y quién te ve. Nuevo chirrido de neumáticos, viniendo ya de muy lejos, y una oscura oración (¡Tere mía, rosa de abril, princesa de los murcianos, guíame hacia la catalana parentela!), mientras besaba dulcemente sus cabellos. Su mano ardía. Antes de proceder a despertarla convenía tal vez sujetar un poco los demonios verdes, asegurarse de no meter mano antes de tiempo (quién te ha visto y quién te ve) para no sobresaltarla. Teresa estaba sola en este cuarto y la villa entera dormía encastillada, confiada y engolfada en su altísima nube: en consecuencia él no tenía nada que temer… excepto a sí mismo. Alrededor, un desorden agradablemente pueril: prendas de ropa, revistas y discos por el suelo, un osito de felpa cuyos ojos de cristal brillaban en la penumbra, una muñeca, un par de zapatillas de tenis. Apoyó la otra rodilla sobre la boca endiabladamente roja de Marilyn Monroe (un novísimo y fulgurante ejemplar de Elle, cuyo horóscopo Teresa había sin duda consultado esa noche), pero prefirió fijar la mirada en el fino jarrón con cinco rosas que había sobre la mesita de noche. Un detalle encantador, las rosas, encantador. ¿Condicionaban el sueño, lo encuadraban en alguna determinada primavera? No resistió el deseo de olerlas antes de hacer suya a Teresa, y al aspirar su fragancia los sentidos se le llenaron a rebosar de una solemnidad catedralicia, de una prenupcial consagración (Teresa de Reyes vestida de blanco, y alegremente, descaradamente encinta al pie del altar) y entonces se desató un demonio verde y pretendió abrazar a la novia (Manolo o la proclamación erótico-social de la primavera). Pero él no era un canalla ni un vulgar aprovechado, y lo único que hizo fue apretar un poco mas le mano de la muchacha para que despertara. Solución pavorosamente tímida viniendo de él, y tardía, por otra parte, puesto que Teresa iba a facilitar las cosas una vez más: libero su mano sin advertirlo, sin sospechar aún -al parecer- la presencia del sensible, cauteloso e incomprensiblemente respetuoso (quién te ha visto…) intruso, y dejó escapar un soñoliento murmullo; se revolvió quejosa, se dio la vuelta hacia él: un suspiro, un parpadeo, y de pronto, la oleada azul de sus ojos abiertos, mirándole con sorpresa.
Teresa se sentó en la cama bruscamente, sin preocuparse en absoluto -al parecer- de la abrumadora transparencia del camisón. Qué simple sería todo al abrigo de esta doble mirada amorosa (lagos azules sus pupilas, violetas primerizas sus pezones). Durante un breve instante, los dos amantes darían vida a una inocente y jubilosa escena de ángeles en una postal navideña, muy juntas e inclinadas las frentes, adorando, pasmados, un mismo y mesiánico resplandor que provenía del regazo de la doncella. ¡Chisssst…!, hizo Teresa con el dedo en los labios, y sonreía, gemía, balbuceaba una especia de telegrama con miedo y alborozo: “Loco… has venido… sorpresa… si nos descubren”. Virguerías aparte: él acariciaría sus cabellos, sus hombros ardorosos, la apretaría contra su pecho. “Recibí tu carta. ¿Estás contenta de verme?”, sólo pudo decir. Había cierto temor (perfectamente controlado, por otra parte) en los ojos de la muchacha, causado no tanto por el deseo quemante que le transmitían las manos y la boca de él (un fuego todavía no aventado, pero en el que ella estaba dispuesta y bien dispuesta a consumirse) como por el extraño silencio en que se hallaba sumida la villa. Y entonces iba a ocurrir algo muy normal, pero que él no comprendería inmediatamente, tal era ya a estas alturas la buena fe del Pijoaparte: librándose bruscamente del abrazo, Teresa saltó del lecho y durante un momento se movió desorientada de acá para allá para correr finalmente en dirección a la puerta del dormitorio como si pretendiera ponerse a salvo, iniciando lo que parecía poder degenerar en una huida desesperada, ella indefensa, semidesnuda y aterrada escapando por pelos una y otra vez de las garras de algún fauno (fue lo que él pensó), y con sus pies desnudos, con su melena flotando, con su leve camisón que procuraba mantener despegado de las piernas al correr (aunque de hecho le era imposible) pellizcándolo delicadamente con los dedos a la altura del muslo, ofrecería una rápida y nerviosa sucesión de imágenes que, convenientemente ordenadas en la mente del murciano, sólo un año atrás le hubiese todavía deleitado provocando su risa sarcástica de fauno suburbial que siempre tuvo a bien hollar y pisotear los floridos jardines de barrios residenciales corriendo en pos de las trémulas nalgas de las señoritas, rara aptitud de la cual aquí en la villa, esta noche, ante lo que parecía la huida de la ninfa, lógicamente cabía esperar una continuidad o por mejor decir una culminación. (No exactamente una representación de “Perseguida hasta el catre”, por ejemplo, pero en verdad que si el paso del tiempo no hubiese depositado a Manolo en este dormitorio en un estado tal de esperanzada efervescencia, convertido en un crédulo, miedoso y decoroso pretendiente -valga la turbia expresión- en un cortés ejecutivo, en una triste y estremecida sombra de lo que fue, ni a Teresa, por otra parte, la experiencia amorosa de este verano la hubiese convertido en una universitaria realista, consciente de la situación social y sexual de ambos, algo parecido a cuanto pueda evocar el vandálico título hubiera sin duda tenido lugar en esta alcoba, y por cierto con gran contento y regocijo de los demonios verdes.) Pero él no movería un dedo para detenerla, se quedaría clavado al pie del lecho; en su descargo no podría alegar un conocimiento ni siquiera una sospecha de la verdadera intención de Teresa, que no era por supuesto huir de sus brazos, sino simplemente asegurarse de que en la villa todo el mundo dormía y de que no había peligro; por eso ella abriría con cautela la puerta del dormitorio y se asomaría a escrutar las sombras de la escalera y del vestíbulo, un pie desnudo en el aire, levantando los bordes del camisón, y volvería a cerrar concienzudamente, despacio (seguramente con llave, oh sí, con llave) para luego volverse y sonreírle a él apoyada de espaldas a la puerta. De pronto correría otra vez, ahora en dirección al cuarto de baño, donde desaparecería después de encender la luz (por la puerta entornada él vería su braceo furioso y feliz frente al espejo, un rápido toque al pelo, a las encendidas mejillas, al camisón) para reaparecer casi en el acto, de pie en el umbral, triunfante y gloriosa como él al término de una de sus carreras en motocicleta. Inmóvil, sonriendo con timidez en medio del contraluz, le miró un rato fijamente y luego corrió hacia él y se arrojó en sus brazos.
Ya no llevaba la banda de terciopelo negro en los cabellos.
Teresa, ¿eres sincera conmigo? A veces…
– ¿Qué?
No sé… Pensaba que ibas a dejarme. ¿Tienes miedo?
– No.
– ¿Has estado enferma de verdad?
Ya pasó.
Ya pasó todo. Al presente, sólo lacitos, tiernas y sedosas ataduras que se fundían en la llama de los dedos, y la levísima y dulce huella que el elástico de las braguitas de nylon había grabado en su piel. La fragante bruma lila que envolvía su cuerpo, que realzaba sus caderas atolondradamente anticipadas y sus pequeños senos marfileños, se deslizó hasta el suelo y quedó flotando en torno a sus pies desnudos, alzados de puntillas sobre aquella eterna frontera personal de lo oculto y lo manifiesto: porque sería acaso más pequeña, y más frágil, y más decididamente adherida a su oscuro mandato de lo que él había pensado (su gesto tan natural y espontáneo, por ejemplo, de apartarse los rubios cabellos de la cara para volver a él una y otra vez con sus labios húmedos, de la misma tranquila manera que si bebiera de una fuente pública), pero también más distante y en cierto modo inquebrantable, inviolable, como si el rostro amado, retrocediendo bajo oleadas crepusculares de sol y de nubes, se sumergiera cada vez más profundamente en otro sueño, en otros ámbitos aún más remotos y prohibidos de la villa, en recámaras impenetrables y patrimoniales de su casta cuyas defensas mañana, al despertar (si es que él despertaba aquí, junto a ella) serían aún más difíciles de abatir que las de este dormitorio. Habría también un vacío, un tiempo sin memoria y por el momento imposible de llenar con nada, unos minutos decisivos que les llevaría en volandas desde aquella cima malva y otoñal donde aún resistían juntos, de pie, abrazados, el definitivo asalto combinado del invierno y la razón, hasta la almohada donde ella recostaría la cabeza y donde los labios secos de él, después de sorber la rubia boca desflorada y de cerrar los ojos vencidos de la muchacha, navegarían un rato a la deriva por su cuello y por sus hombros para luego bajar, para huir, para viajar interminablemente entre suaves lomas doradas hacia el Sur.
Y tenderse sobre un lecho de arenas de oro, sobre un litoral traspasado por gemidos fluviales y ocios fundiendo, licuando ardores mal sofocados a lo largo de todo el verano: ya también el cisne, arrastrado por un régimen de brisas más rápido que los demás, adelanta ociosa crestas de espuma y pequeñas ondas perezosas (sometidas a un sistema de corrientes más lento) y se dice que como la palma de mi mano vida mía aprenderé de memoria el itinerario cultural de tu piel esplendorosa para nadar juntos otro verano, penetraré el secreto movimiento liberal de tus dulces caderas soleadas y te seré fiel hasta la muerte. Por lo demás, ¡abur, muchachas sin aroma de mi barrio, tetas amortajadas con sábanas de miedo y de esperanza boba, yo me largo! Ya los cabellos al viento en la proa del barco, en la escalera del avión, en la terraza frente al océano y la luna, ya las áureas frentes y los ojos azules de nuestros hijos engendrados en yates y transatlánticos y veloces expresos nocturnos o sobre pianos de cola entre candelabros o al borde de piscinas privadas o con el desayuno servido en la cama sobre pieles de tigre ya no en la noche borrosa que ensucia ojos y deforma caderas aburridas de su peso, ya no, ya sí, ya juntos entre largos lentos bellos solemnes muslos adornados con broches de sol que maduran en invierno como lagartos dorados, como etiquetas de lejanísimos hoteles pegadas a nuestras maletas, como cicatrices queridas de viejas juveniles aventuras en las islas, y esta música, ¿oyes?, sabemos ya de donde viene esta música y el grato atardecer que en el jardín familiar nos espera agitando raquetas de tenis y pañuelos y regalos envueltos en papel de seda y lazos rojos que nunca, nunca hasta hoy hemos desatado, pero ya sí, ya es tuyo y mío este cristal de copas, este compasado emparejado vuelo de ansias y palomas y besos sobre finas sábanas de hilo sobre el césped del jardín y la dignidad y el respeto y más, mucho más, chiquilla, que me tienes loco perdido, nuestra ya, Teresa, mi amor, ya…
– Documentación.
Antes que la voz seca y cortante, lo que se abatió sobre él obligándole a salirse de la carretera, frenar malamente y caer, no fueron esta vez los faros de un coche, sino dos motocicletas (dos rabiosas y tenebrosas Sanglas con su correspondiente jinete de plomo: botas, casco, correajes y libreta en mano) que venían dándole caza probablemente desde que había enfilado la recta en dirección al puente del Besós. Le alcanzaron, le escoltaron y luego le cerraron el paso brutalmente, cuando ya un camión y un coche que rodaban despacio ante él hacían prácticamente imposible la huida. Corrió un rato por el borde de un terraplén cubierto de hierba hasta que perdió el equilibrio y cayó hacia la derecha. Comprendió demasiado tarde porque allá en la villa todo marchaba según lo previsto excepto el rumor del mar (creciendo, amenazante, el rugido de las Sanglas) y descubrió además que apenas si le habían dado tiempo a salir de Barcelona: estaba en el Paseo de Santa Coloma, frente a él el puente y a un lado, unos metros por debajo del nivel de la carretera, las márgenes del río con cañizares, las vías del ferrocarril y un nebuloso grupo de casas baratas. Se incorporó con la máquina aún entre las piernas, temblando toda ella y con el motor gimiendo, y sacudió con la mano la pernera del pantalón sucio de barro y de hierba, dejando que la inmaculada luz de la Ducati se perdiera entre los miserables escombros del descampado. Con una mano sin sangre, rendida, aplacó los últimos latidos de la fiel compañera, que agonizó bajo su cuerpo con una especie de estornudo. En cuanto a él, ni siquiera se tomó la molestia de contestar a las preguntas del agente, que le exigía los papeles de la motocicleta y se disponía a anotar la matrícula. A su izquierda los coches pasaban raudos, casi melodiosos, con luces y sonidos que todavía, armonizaban con el postrer espasmo del sueño. El agente esgrimía un bolígrafo, cuya cabeza pulsaba con el pulgar una y otra vez sin resultado. Como si leyera en esta cara la decepcionante explicación de algún enigma, el muchacho observaba sus mejillas limpiamente rasuradas, su bien recortado bigote negro y sus párpados cargados de tedio. El otro agente, después de acomodar la motocicleta sobre el caballete, se acercaba por el borde de la carretera haciendo furiosas señas a los coches para que circularan más de prisa, como si dando manotazos al aire quisiera recuperar una autoridad momentáneamente mermada por el motorista gamberro. Éste, sabiendo ya que todo estaba perdido, permanecía mudo. Sólo tuvo la bondad de declarar adónde se dirigía con tanta prisa: “A ver a mi novia”, provocando con ello la risa burlona del agente. Y mientras esperaba que acabaran los estúpidos trámites y se lo llevaran, acarició con la mano el hermoso faro cromado de la Ducati (adiós, compañera) y revivió todavía una noche con Teresa, una noche cálida y serena, llena de promesas, y en la que sin embargo también la risa incrédula se dejó oír, anticipando este paisaje de estupor y desamparo: mucho antes de la muerte de Maruja, un día que Teresa tenía el Floride en reparación, el final de un largo paseo amoroso les sorprendió a medianoche en un banco de la Gran Vía, esperando que pasara algún taxi para volver a casa. Él rodeaba los hombros de Teresa con el brazo y de vez en cuando deslizaba sus labios sobre el rostro de ella, bajando, alimentándose de aquella bruma rosada. Sobre sus cabezas, en un cielo de pizarra, las estrellas bailaban apaciblemente. La calle estaba desierta y silenciosa, sólo se oía un rumor de sedas rasgadas bajo las ruedas de algún coche al pasar, pero entre beso y beso él tenía conciencia del sombrío e incrédulo testigo, la carmelitana gran sonrisa irónica que nunca creyó en sus posibilidades de éxito, una vaporosa presencia compuesta de nadie y de todo el mundo, de los vecinos que dormían tras las ventanas y de los curiosos que se asomaban en los coches al pasar, de los que estaban cerca y lejos, de los amigos de hoy y de mañana, de los mismos árboles y los faroles y los bancos de la avenida. Y de pronto la encarnación de este insultante recelo y general sentimiento de descrédito se presentó en la persona de un gris con el fusil colgado al hombro: “Documentación”, pidió mirando a Manolo. Parecía un insólito joven suizo, amable con sus pecas rojas y sus ojos claros. Documentación, venga. Al parecer (luego se lo explicó Teresa, en el taxi, con un dejo intrigante en la voz) la noche pasada, alguien había arrojado un petardo en la redacción de cierto periódico, cerca de allí, y el sector estaba siendo muy vigilado. Teresa entregó su carnet de identidad (él se excusó por haberlo olvidado en casa) y el agente lo examinaba con esfuerzo, a causa de la escasez de luz, cuando, de pronto, apareció un compañero, también con el fusil colgado al hombro, y parándose ante ellos les miró muy fijamente durante un rato, con la cabeza ladeada, presa de una intensa actividad mental (como si quisiera establecer su identidad, sobre todo la de Manolo, sin necesidad de consultar papeles) hasta que sus hermosos labios morunos soltaron algo así como: “¡Arentejco!” Su mirada escrutadora y desconfiada iba del niki y los tejanos del golfo a los níveos pantalones blancos, sandalias y blusa de seda de la señorita -fulgor pacífico y libre de sospecha-. Manolo no comprendía el significado de aquella palabra, que más bien parecía un sortilegio. Entonces el gris dio un paso al frente, sonrió con ironía y bramó: “¡Parentesco con la señorita, joer!” Astuto Sherlock Holmes (diría Teresa más tarde, riéndose) con acento andaluz y notoria perspicacia. Manolo bajó los ojos un instante, tocado; y allí aquella noche como en esta aquí, él contestó con fervor: “Es mi novia” ante alguien que sonrió incrédulo, mirándole burlonamente, casi con pena; y lo mismo que ahora, él sospechó ya entonces que lo más humillante, lo más desconsolador y doloroso no sería el ir a parar algún día a la cárcel o el tener que renunciar a Teresa, sino la brutal convicción de que a él nadie, ni aún los que le habían visto besar a Teresa con la mayor ternura, podría tomarle nunca en serio ni creerle capaz de haber podido ganar su amor.
Quizá por eso ahora se entregaba sin resistencia, juntando instintivamente, como un ciego, las muñecas. Ni siquiera le extrañó saber, una hora después en la Comisaría de Horta, que había orden de detención contra él.
Hortensia, flor sin aroma, le había denunciado.
Un coeur tendre, qui hait le néant vasta et noir,
Du passé lumineux recuente tout vestige!
Baudelaire
La mañana vibra al paso de un tranvía que transporta racimos humanos en los estribos, hacia la playa. Es domingo. De los flancos de la ciudad fluyen lentamente interminables filas de automóviles en dirección al litoral. Los andenes de las estaciones y las paradas de autobús están atestadas de gente que se empuja, se apiña, vocifera. Hombres y mujeres forman largas y convulsas colas en la calle Trafalgar. Alegres grupos de muchachos y muchachas entran a empellones en los vagones del metro, arremolinándose y estrujándose, mientras arriba el sol castiga un asfalto insólito, abandonado, despanzurrado: en el Ensanche hay calles desiertas, sumidas en el sopor estival de una lenta combustión que ciega al paseante solitario y le envuelve en el eco de sus propios pasos. Desde lejos, a través de las avenidas y callejones, el perezoso gemido de una sirena de barco llega hasta él como una brisa fresca abriéndose paso en medio del sol corrosivo. Con los ojos del alma ve banderas flotando al viento, retorciéndose como lenguas sedientas en lo alto de los mástiles, lamiendo la piel bruñida y esplendorosa de otro cielo azul, los viajeros y juveniles flancos de otras nubes, mientras aquí se oyen gemir las radios en los balcones abiertos, rechinar tranvías subiendo de vacío y vagabundear taxis libres, sin destino.
Súbitamente, al doblar una esquina, se encontró en las Ramblas. Lo primero que le llamó la atención fue la gran cantidad de turistas extranjeros. Buscó la sombra de los árboles, bajando, y la añorada proximidad de las terrazas de los cafés. Una pausa en el tránsito, como un brusco destapona-miento de oídos, le permitió captar el tintineo de cucharillas y vasos, el trinar de los pájaros en los árboles y la brisa moviendo las hojas, y al internarse en las calles laterales ensayó por vez primera una zancada larga y presurosa, como si le estuvieran esperando en alguna parte, como si el domingo aún le reservara alguna cosa…
Del mismo día, he aquí lo que Luis Trías de Giralt consiguió grabar en la memoria, cuando ya vivía prácticamente exilado en la barra del Saint Germain y sin más ánimo para conspirar, cuando aquel regio equipaje mental que le había prestigiado ya estaba reducido a un triste maletín lleno de amargos oráculos e ideas fijas: afirmaría siempre que fue el día más deprimente y caluroso del verano, a esa hora de la mañana en que él aún sentía rondar en torno a su cabeza el espectro neurótico y alicaído de la noche del sábado. Le parecía estar flotando en medio de la infamante luz cruda que encendía el niki rojo de su amigo Filipo, cuando, repentinamente, percibió tras él el inconfundible paso de felino, el rumor amortiguado de las suelas de goma, y notó unos ojos clavados en su nuca. No le había visto entrar, pero como las resacas le dejaban siempre una punzante sensibilidad dorsal, cuya causa sólo podía explicarse por su natural tendencia a captar el lenguaje mudo de las miradas, adivinó al instante que era él. Sin embargo, al volverse sólo vio un perfil borrascoso a poca distancia de su rostro, y de momento no le reconoció: aparentemente absorto en la contemplación del cuadro que representaba a Encarna envuelta en gasas mojadas, el murciano permanecía allí de pie, con una vieja chaqueta de pana colgada al hombro y las manos en los bolsillos. Filipo también le miraba. Oyeron como la camarera le preguntaba qué deseaba tomar: “Una cerveza”, dijo. En el bar no había nadie más que ellos tres y la chica. Luis Trías le observó atentamente con una fijación por los detalles casi dolorosa: ¿qué le habían hecho en el pelo? El resol compuesto de partículas de luz que entraba por la puerta de la calle se mezclaba con una extraña materia nocturna que sólo provenía de él, que él llevaba consigo y que había removido y arrancado de alguna parte, de los muelles tal vez, de una sórdida pensión o de donde fuera que ahora viviese. Llevaba una camisa blanca sin cuello y demasiado estrecha, con los puños tristemente cerrados más arriba de las muñecas; sus zapatillas de basquet no tenían cordones y en los tejanos, sobre los muslos, los infinitos lavados y el roce habían formado dos hermosas manchas blancuzcas que ahora le daban al caminar (se acercaba lentamente a la barra para alcanzar su cerveza) un aire ágil e inquietante. Pero lo que más llamaba la atención era el corte de pelo brutal e ignomisioso que lucía su cabeza: nuca y patillas peladas deplorablemente evocaban cierto oscuro régimen disciplinario. La expresión de su rostro, mientras contemplaba de nuevo el cuadro de Encarna, mostraba una calma desdeñosa y remota: algo de una impaciencia consumida, aniquilada, flotaba ahora en torno a su cabeza y hombros ligeramente rendidos.
Luis le llamó. “¿Ya no te acuerdas de los amigos?”, dijo tendiendo la mano, apartando de su mente el recuerdo de cierto puñetazo. Manolo se acercó a él con una ligera sonrisa. El estudiante no vio que mostrara sorpresa alguna: evidentemente el chico ya le había reconocido al entrar; pero no había querido ser el primero en saludar, quizá porque su visita, después de tanto tiempo, sólo podía obedecer a una razón, ingenua por cierto: saber de Teresa.
– Vaya con Manolo -decía Luis-. Cuánto tiempo. Dos años va a hacer, ¿no?
– Dos años, sí.
– Y qué, hombre, qué me cuentas. Qué tal te ha ido… -Sonrió, cambió el tono de voz-. Bueno, es un decir, ya supongo que mal.
– No. Estuve de viaje.
Desde lo alto de su taburete, oscilando un poco, Luis Trías se echó a reír. Disimuladamente le dio con el codo a su amigo Filipo, y, por alguna razón, decidió que esta nueva y candorosa mentira del murciano bien valía la primera ginebra del día. Así que encargó una para él, con mucho hielo, y otra para su amigo Filipo.
– ¿Tú quieres, Manolo?
– No, gracias.
Entonces Luis le palmeó la espalda, volvió a reír y dijo:
– Conmigo no tienes por qué disimular. Sé que has estado en la cárcel -hizo una nueva pausa para ver el efecto que producían sus palabras, pero Manolo no pareció inmutarse: le miraba a los ojos, muy fijamente, y eso era todo. Luis añadió:
– ¿Cuándo has salido?
– Hace unos días -dijo él con desgana, e inclinó un poco la cabeza para acomodarse la chaqueta que llevaba colgada al hombro, y que le resbalaba.
– No es ninguna vergüenza, hombre -afirmó Luis, y, mientras en su mirada y en su voz brotaba algo de su antigua superioridad, añadió en tono zumbón-: Alguien dijo que moralmente es lo mismo atracar un banco que fundarlo…
– Yo no atraqué ningún banco, déjame de puñetas.
– … y por si te sirve de consuelo te diré que yo también me pasé una temporada encerrado, hace cuatro años, aunque no fuese por las mismas razones que tú. Pero, bien mirado, si quieres que te diga la verdad, ya no veo la diferencia. En el fondo los dos queríamos lo mismo: acostarnos con Teresa Serrat. A que si.
Se rió con una mezcla de tos y de ahogo, cabeceando penosamente. Era la primera vez que nombraba a Teresa delante del muchacho. Pero también ahora esperó en vano que él le preguntara algo, que le confesara el motivo de su presencia aquí: Manolo guardó silencio, sólo sus ojos parecían tener vida, una extraña vida inteligente pero en función de un solo estímulo, como de animal al acecho. Luis quiso saber qué hacía ahora, a qué se dedicaba, dónde vivía. “Ya te digo que acabo de salir”, rezongó él sin dejar de mirarle, y aunque el estudiante insistió no obtuvo sino vaguedades y alguna distraída referencia al carácter provisional de cierto oscuro empleo en perspectiva. Y de pronto, el murciano le preguntó: “¿Cómo te enteraste de lo mío?” “Por Teresa”, respondió Luis rápidamente, y con un júbilo imperceptible en la voz, añadió: “¿Quieres saber lo que hizo Teresa cuando lo supo”? “Bueno.” Luis Trías le puso una mano en el hombro. “Se echó a reír, Manolo. Como lo oyes. Creo que todavía se está riendo.” Calló, esperando que él se decidiera a preguntarle más cosas. Manolo no abrió la boca, pero su modo de mirar y su actitud seguían indicando que estaba dispuesto a oír lo que fuese.
Y así supo lo que quería, lo que ya no se atrevía a preguntar: cómo Teresa, a primeros de aquel mes de octubre, extrañada por su silencio, fue personalmente al Monte Carmelo y se enteró de su detención; cómo estuvo un tiempo sin querer ver a nadie, excepto a un primo suyo, madrileño, con el cual entonces salía a menudo; cómo meses después se lo contó todo al propio Luis, en el bar de la Facultad, riéndose y sin dar con las palabras, igual que si se tratara de un chiste viejo y casi olvidado pero sumamente gracioso; cómo aquel mismo invierno se supo, en ciertos medios universitarios, que Teresa se había desembarazado al fin de su virginidad, y cómo al año siguiente terminó brillantemente la carrera, iniciando en seguida una gran amistad con Mari Carmen Bori, en compañía de la cual frecuentaba ahora a ciertos intelectuales que él, Luis Trías, ya no podía soportar; cómo, por cierto, si Manolo había conocido a los Bori, le interesaría saber que terminaron por separarse, y que Mari Carmen vivía ahora con un pintor; y, por último, cómo él mismo, Luis, después de abandonar los estudios y ponerse a trabajar con su padre, vivía al fin en armonía, si no con el país, sí por lo menos consigo mismo, con su poquito de alcohol y sus amistades escogidas, sin echar de menos nada y sin resentimientos para con nadie, despolitizado y olvidado, pero deseando sinceramente más perspicacia y mejor fortuna a las nuevas promociones universitarias…
– De todos modos fue divertido -dijo para terminar.
Fugazmente de acuerdo con el espíritu de cierto verano, vinculado por un brevísimo instante al vértigo de la seda y la luna, el sombrío rostro del murciano no acusó ninguna de estas noticias, ni siquiera aquellas que hacían referencia a Teresa: se hubiera dicho, pensó Luis Trías, que había venido buscando simplemente una confirmación a lo que ya sabía, y que esta confirmación no podía afectarle para nada, porque siempre, desde el primer momento, desde la primera noche que estuvo aquí con Teresa defendiéndose contra todos a fuerza de embustes y a golpes de chulería, la había llevado escrita en sus ojos sardónicos de una manera cruel e irrevocable.
Manolo se disponía a pagar su cerveza.
– Deja, te invito -dijo Luis Trías-. ¿Te vas ya? Toma una copa y seguiremos hablando…
– Gracias, tengo prisa.
Luis volvió a ponerle la mano en el hombro.
– ¿Qué piensas hacer ahora?
– Ya veré. Adiós.
Y dando media vuelta, con las manos en los bolsillos, el Pijoaparte salió de allí.