PRIMERA PARTE. LA RELIGIÓN AZUL

1

En la práctica y el protocolo del Departamento de Policía de Los Ángeles, una llamada dos-seis es la que suscita una respuesta más rápida, y también la que infunde mayor temor al corazón que late bajo el J chaleco antibalas. Es una llamada de la que con frecuencia depende la carrera. La designación se deriva de la combil1ación de un aviso de radio de código 2, que significa «responder lo antes posible», y la sexta planta del Parker Center, desde donde el jefe de policía dirige el departamento. Un dos-seis es una convocatoria urgente a la oficina del jefe, y ningún agente que conozca y valore su posición en el departamento se retrasará.

El detective Harry Bosch trabajó más de veinticinco años en su primera etapa en el departamento y nunca recibió una llamada para presentarse de inmediato ante el jefe de policía. De hecho, no había vuelto a estrechar la mano de un jefe desde el día en que le entregaron su placa en la academia, en 1972. Había sobrevivido a varios -y por supuesto, los había visto en actos policiales y funerales-, pero simplemente nunca se había encontrado cara a cara con ellos. En la mañana de su regreso al servicio después de tres años retirado recibió su primer dos-seis mientras se ajustaba el nudo de la corbata ante el espejo del cuarto de baño. Fue un ayudante del jefe el que llamó al número de su móvil particular.

Bosch no se molestó en preguntar cómo había obtenido el número: se daba por hecho que la oficina del jefe de policía tenía el poder de localizarte. Se limitó a asegurar que estaría allí en menos de una hora, a lo que el ayudante le respondió que esperaba que llegara antes. Harry terminó de hacerse el nudo en el coche, mientras conducía en dirección al centro todo lo deprisa que se lo permitía el tráfico de la autovía 101.

Tardó exactamente veinticuatro minutos desde el momento en que colgó el teléfono hasta que pasó por las puertas de doble batiente de la antesala de la oficina del jefe, en la sexta planta del Parker Center. Pensó que tenía que haber batido algún récord, sin contar con que había aparcado en zona prohibida en Los Ángeles Street, enfrente del cuartel general de la policía. Si conocían su número de móvil, seguramente sabrían la hazaña que representaba llegar desde las colinas de Hollywood al despacho del jefe en menos de media hora.

Sin embargo, el ayudante, un teniente llamado Hohman, lo miró con desinterés y le señaló un sofá de vinilo en el que ya había otras dos personas esperando.

– Llega tarde -dijo-: Tome asiento.

Bosch decidió no protestar para no empeorar las cosas. Se acercó al sofá y se sentó entre los dos hombres de uniforme, que se habían apoderado de los reposabrazos. Estaban sentados muy erguidos y en silencio. Supuso que también habían recibido un dos-seis.

Pasaron diez minutos. Los hombres que lo flanqueaban fueron llamados antes que Bosch y cada uno de ellos despachó con el jefe por espacio de cinco minutos pelados. Mientras el segundo hombre estaba en el despacho, Bosch oyó que levantaban la voz en el sanctasanctórum, y cuando el agente salió estaba lívido. De algún modo, la había cagado a los ojos del jefe y corría la voz -el rumor incluso se había filtrado a Bosch en su retiro- de que el nuevo hombre fuerte no toleraba las cagadas a la ligera. Bosch había leído un artículo en el Times acerca de un alto cargo que había sido degradado por no informar al jefe de que, el hijo de un concejal normalmente posicionado contra el departamento había sido detenido por conducir bajo los efectos del alcohol. El jefe sólo lo descubrió después de que el concejal llamara para quejarse de acoso, como si el departamento hubiera obligado a su hijo a tomarse seis martinis de vodka en el bar Marmount y conducir hacia su casa a través del tronco de un árbol de Mulholland.

Finalmente, Hohman colgó el teléfono y señaló con el dedo a Bosch. Su turno. Rápidamente fue conducido al despacho en esquina con vistas a la Union Station y las vías del tren que la rodeaban. Era una vista decente, pero no fantástica. Claro que carecía de importancia, porque el edificio Iba a ser demolido pronto. El departamento se trasladaría a unas oficinas provisionales mientras se construía un cuartel general de la policía nuevo y moderno en el mismo sitio. El actual cuartel general era conocido como la Casa de Cristal por los mandos y los agentes, supuestamente porque en su interior no era posible mantener secretos. Bosch se preguntó cómo llamarían a la siguiente sede.

El jefe de policía estaba sentado detrás de un gran escritorio, firmando papeles. Sin levantar la mirada de su trabajo, le pidió a Bosch que se sentara al otro lado de la mesa. Al cabo de treinta segundos, el jefe firmó su último documento y miró a Bosch. Sonrió.

– Quería recibirle y felicitarle por su regreso al departamento.

Su voz estaba caracterizada por un acento del Este. A Bosch no le molestó. En Los Ángeles todo el mundo era de algún otro sitio. O al menos lo parecía. Este hecho constituía la fuerza y al mismo tiempo la debilidad de la ciudad.

– Es agradable haber vuelto -dijo Bosch.

– Entiende que está aquí con mi beneplácito.

No era una pregunta.

– Sí, señor, lo entiendo.

– Obviamente, estudié a conciencia su solicitud antes de aprobar su regreso. Me inquietaba su…, digamos, estilo, pero finalmente su talento inclinó la balanza. También puede agradecérselo a su compañera, Kizmin Rider, por defender su causa. Es una buena agente y confío en ella. Y ella confía en usted.

– Ya le he dado las gracias, pero volveré a hacerlo.

– Sé que han pasado menos de tres años desde que se retiró, pero permítame que le asegure, detective Bosch, que el departamento al que vuelve no es el departamento que dejó.

– Lo entiendo.

– Eso espero. ¿Conoce el decreto de consentimiento?

Justo después de que Bosch abandonara el departamento, el anterior jefe se había visto forzado a aceptar una serie de reformas para evitar que las autoridades federales asumieran el control del Departamento de Policía de Los Ángeles tras una investigación del FBI sobre corrupción masiva, violencia y violación de los derechos civiles por parte de los agentes. El nuevo jefe tenía que cumplir con la nueva normativa o terminaría recibiendo órdenes del FBI. Desde el jefe al último cadete, nadie deseaba semejante situación.

– Sí -dijo Bosch-. Lo he leído en los periódicos.

– Bien. Me alegro de que se haya mantenido informado. Y me alegra comunicarle que, a pesar de lo que pueda haber leído en el Times, estamos dando grandes pasos y queremos mantener ese impulso. También estamos tratando de poner al día al departamento en cuanto a tecnología. Estamos avanzando en mantenimiento del orden en la comunidad, y estamos haciendo muchas cosas buenas, detective Bosch, muchas de las cuales, quedarán deshechas a ojos de la comunidad si recurrimos a las viejas maneras. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?

– Eso creo.

– Su regreso aquí no está garantizado. Está en período de pruebas durante un año. Así que considérese otra vez un novato. El novato más viejo de todos. Apruebo su regreso, pero puedo echar le sin esgrimir ninguna razón en el curso de un año. No me dé una razón.

Bosch no respondió. Supuso que no se esperaba respuesta.

– El viernes graduamos a una nueva promoción de cadetes de la academia. Me gustaría que estuviera allí.

– ¿Señor?

– Quiero que esté presente. Quiero que vea la abnegación en los rostros de nuestros jóvenes. Quiero que vuelva a familiarizarse con las tradiciones de este departamento. Creo que puede ayudarle, ayudarle a recuperar la abnegación.

– Si quiere que esté presente, allí estaré.

– Bien. Le veré el viernes. Estará en la tribuna de personalidades como invitado mío.

El jefe escribió un recordatorio de la invitación en el cuaderno que tenía a su lado en el cartapacio. Después dejó el bolígrafo y levantó la mano para señalar a Bosch con un dedo. Su mirada adoptó una especial intensidad.

– Escúcheme, Bosch. Nunca rompa la ley para obligar a cumplir la ley. En todo momento haga su trabajo de acuerdo con la Constitución y compasivamente. No aceptaré otros modos. Esta ciudad no aceptará ningún otro modo. ¿Estamos de acuerdo en eso?

– Estamos de acuerdo.

– Entonces hemos terminado.

Bosch se levantó. El jefe lo sorprendió cuando se levantó a su vez y extendió la mano. Bosch pensó que quería saludarle y le tendió la suya. El jefe del departamento le puso algo en la palma, y Bosch miró y vio su chapa dorada de detective. Había recuperado su viejo número. No se lo habían dado a otro. Casi sonrió.

– Llévela como merece -dijo el jefe de policía-. Y con orgullo.

– Lo haré.

Esta vez sí se estrecharon las manos, pero al hacerla el jefe no sonrió. -El coro de las voces olvidadas -dijo.

– ¿Disculpe, jefe?

– Es lo que me vino a la cabeza cuando pensé en los casos que hay en Casos Abiertos. Es una casa de los horrores. Nuestra mayor vergüenza. Todas esas voces. Cada una de ellas es como una piedra arrojada a un lago. Las ondas se extienden a través del tiempo y de las personas. Familias, amigos, vecinos… ¿Cómo podemos considerarnos una ciudad cuando hay tantas ondas, cuando este departamento ha olvidado tantas voces?

Bosch soltó la mano del jefe y no dijo nada. No tenía respuesta para esa pregunta.

– Cambié el nombre de la unidad cuando entré en el departamento. No son casos apagados, detective. Nunca dejan de arder. No para alguna gente.

– Eso lo entiendo.

– Entonces baje allí y resuelva casos. Ése es su arte. Por eso lo necesitamos, y por eso está aquí. Por eso me arriesgo con usted. Muéstreles que no olvidamos. Muéstreles que en Los Ángeles los casos no se enfrían ni se apagan.

– Lo haré.

Bosch lo dejó allí, todavía de pie y quizás acechado por las voces. Como él mismo. Harry pensó que tal vez por primera vez había conectado a cierto nivel con el hombre que regía los destinos del departamento. En el ejército se dice que entras en la batalla y luchas y estás dispuesto a morir por los hombres que te envían. Bosch nunca sintió eso cuando avanzaba en la oscuridad de los túneles de Vietnam. Había sentido que estaba solo y que estaba luchando por sí mismo, por permanecer vivo. Lo mismo había sentido en el departamento, y en ocasiones había adoptado el punto de vista de que estaba luchando a pesar de los hombres de arriba. Quizás en esta ocasión las cosas serían diferentes.

En el pasillo pulsó el botón del ascensor con más fuerza de la necesaria. Se sentía demasiado nervioso y enérgico, y conocía el motivo. El coro de las voces olvidadas. El jefe parecía conocer la canción que entonaban. Y Bosch, ciertamente, también. Había pasado la mayor parte de su vida escuchando esa canción.

2

Bosch bajó en el ascensor un solo piso, hasta el quinto. Ése también era territorio desconocido para él. La quinta siempre había sido una planta civil. Básicamente albergaba muchas de las oficinas administrativas de nivel medio y bajo del departamento, la mayoría de ellas llenas de empleados no juramentados, encargados de los presupuestos, analistas, chupatintas. Civiles. Antes nunca había tenido ningún motivo para ir a la quinta.

N o había carteles en el vestíbulo del ascensor que señalaran a despachos específicos. Era la clase de planta en la que la gente sabía adónde iba antes de salir del ascensor. Pero Bosch no. Los pasillos de la planta formaban la letra H, y él se equivocó de dirección dos veces antes de encontrar por fin la puerta marcada con el número 503. No ponía nada más en la puerta. Hizo una pausa antes de abrirla y pensó en lo que estaba haciendo y en lo que estaba comenzando. Sabía que era la opción correcta. Era casi como si pudiera escuchar las voces que atravesaban la puerta. Las ocho mil voces.

Kiz Rider estaba sentada en lo alto de una mesa, justo al otro lado de la puerta, sorbiendo una taza de café humeante. El escritorio parecía el puesto de trabajo de un recepcionista, pero Bosch sabía por sus frecuentes llamadas en las semanas previas que no había recepcionista en esa brigada. No había dinero para semejante lujo. Rider levantó la muñeca y sacudió la cabeza al mirar el reloj.

– Pensaba qué habíamos quedado a las ocho en punto -dijo-. ¿Es así como van a ser las cosas, compañero? ¿Vas a presentarte cada mañana a la hora que te apetezca?

Bosch miró su reloj. Eran las ocho y cinco. Observó a Rider y sonrió. Ella también sonrió.

– Pues aquí es -dijo.

Rider era una mujer de baja estatura y con unos pocos kilos de más. Llevaba el pelo corto y habían empezado a aparecer las primeras canas. Era de tez muy oscura, lo cual hacía que su sonrisa resultara más brillante. Bajó del escritorio y cogió una taza de café que estaba detrás del lugar donde ella había estado sentada.

– A ver si lo recordaba bien. Bosch examinó la taza y asintió.

– Negro, como me gustan mis compañeros.

– Muy gracioso. Tendré que denunciarte por eso.

Rider se adentró en el despacho. Parecía vacío. Era grande, incluso para una sala de brigada de nueve investigadores, cuatro equipos y un agente al mando. La pintura de las paredes era de un tono azul suave, como el que Bosch veía con frecuencia en las pantallas de ordenador: El suelo estaba enmoquetado en gris. No había ventanas; en los puntos donde deberían haber estado, había tablones de anuncios o fotografías de escenas de crímenes de muchos años atrás, bellamente enmarcadas. Bosch sabía que, en aquellas imágenes en blanco y negro, los fotógrafos habían antepuesto sus dotes artísticas a sus deberes clínicos. Las sombras daban ambiente a la imagen, pero ocultaban demasiados detalles de la escena del crimen.

Al parecer, Rider adivinó que estaba mirando las fotos.

– Me dijeron que ese escritor James Ellroy las eligió y las hizo enmarcar para la oficina -dijo.

Kizmin Rider lo condujo en torno a una mampara que dividía la sala en dos y le hizo pasar a un espacio donde habían juntado dos mesas de acero grises para que los detectives se sentaran uno enfrente de otro. Rider dejó su café en una de ellas. Ya había carpetas apiladas y objetos personales como una taza llena de bolígrafos y un marco situado en un ángulo que impedía ver la foto que contenía. Había asimismo un ordenador portátil abierto y zumbando en la mesa. Ella se había trasladado a la brigada la semana anterior, mientras Bosch todavía estaba solucionando trámites como la revisión médica y el papeleo final que lo llevó de nuevo al trabajo.

La otra mesa estaba limpia y vacía. Esperándole. Bosch se colocó detrás de ella y dejó su café. Contuvo la sonrisa lo mejor que pudo.

– Bienvenido otra vez, Roy -dijo Rider.

El comentario suscitó la sonrisa. A Bosch le hizo sentir bien que lo llamaran Roy otra vez. Era una tradición que seguían muchos detectives de Homicidios de la ciudad. Muchos años atrás había trabajado en la División de Hollywood un legendario agente de Homicidios llamado Russell Kuster. Era el profesional por excelencia, y muchos de los detectives que ahora investigaban los homicidios cometidos en Los Ángeles habían estado bajo su tutela en uno u otro momento. Murió a consecuencia de un tiroteo cuando estaba fuera de servicio en 1990, pero su costumbre de llamar a la gente Roy -al margen de cuál fuera el nombre real continuó. Su origen era oscuro. Algunos decían que era porque Kuster tuvo una vez un compañero al que le encantaba Roy Acuff y que la manía había empezado con él. Otros decían que era porque a Kuster le gustaba la idea de que un poli de Homicidios fuera del estilo de Roy Rogers, acudiendo al rescate con sombrero blanco y solucionando la situación. Ya no importaba. Bosch sabía que era un honor que volvieran a llamarlo Roy.

Se sentó. La silla era vieja y estaba abollada, lo que garantizaba que le daría dolor de espalda si pasaba mucho tiempo sentado en ella. Pero esperaba que ése no fuera el caso. En su primer paso por la Brigada de Homicidios había vivido según el adagio: «Levanta el trasero y sal a la calle». No veía ninguna razón para que las cosas cambiaran en esta ocasión.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó.

– Desayunando. Se me olvidó. La semana pasada me dijeron que la costumbre es que los lunes por la mañana todos se reúnen antes para desayunar. Normalmente van al Pacifico No me he acordado hasta que he entrado aquí esta mañana y no he encontrado a nadie, pero no creo que tarden.

Bosch sabía que el Pacific Dining Car era desde hacía mucho tiempo uno de los lugares preferidos de los mandamases del departamento y de la División de Robos y Homicidios. También sabía algo más.

– Doce pavos por un plato de huevos. Supongo que eso significa que en la brigada se permiten las horas extras.

Rider sonrió para confirmarlo.

– No te equivocas. Pero de todas formas no habrías podido terminarte los huevos después de recibir la llamada del jefe.

– Te has enterado, ¿eh?

– Todavía tengo una oreja en la sexta. ¿Te han dado la placa?

– Sí, él me la dio.

– Le dije qué número querías. ¿Te lo ha dado?

– Sí, Kiz, gracias. Gracias por todo.

– Ya me has dicho eso, compañero. No hace falta que lo sigas repitiendo.

Bosh asintió con la cabeza y echó un vistazo a su alrededor. Se fijó en que en la pared de detrás de Rider había una foto de dos detectives en cuclillas detrás de un cadáver que yacía en el lecho seco de hormigón del río Los Ángeles. Parecía una imagen de principios de los años cincuenta, a juzgar por los sombreros que llevaban los detectives.

– Bueno, ¿por dónde empezamos? -preguntó.

– La brigada divide los casos en bloques de tres años. Eso proporciona continuidad. Dicen que has de conocer la época y a algunos de los miembros del departamento. Además, ayuda a identificar a los asesinos en serie. En dos años ya han descubierto a cuatro asesinos en serie de los que nadie sabía nada.

Bosch asintió. Estaba impresionado.

– ¿Qué años nos tocan? -preguntó.

– Cada equipo tiene cuatro o cinco bloques. Como nosotros somos, el equipo nuevo, tenemos cuatro.

Abrió el cajón de en medio de su escritorio, sacó un trozo de papel y se lo tendió.

Bosch – Rider – Asignación de casos

1966 1972 1987 1996

1967 1973 1988 1997

1968 1974 1989 1998

Bosch estudió el listado de años de los que serían responsables. Había estado en Vietnam o fuera de la ciudad durante la mayor parte del primer bloque.

– El verano del amor -comentó-. Me lo perdí. Quizás ése es mi problema.

Lo dijo sólo por decir algo. Se fijó en que el segundo bloque incluía el año 1972, el año en que había ingresado en el cuerpo. Recordó que tuvo que acudir a una casa de Vermont en su segundo día en el trabajo de patrulla. Una mujer que vivía en la zona Este les pidió que fueran a ver si le había ocurrido algo a su madre, que no contestaba el teléfono. Bosch encontró a la mujer ahogada en una bañera, con las manos y pies atados con correas de perro. Su perro estaba en la bañera con ella, muerto. Bosch se preguntó si el asesinato de la anciana era uno de los casos abiertos que les tocaría resolver.

– ¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Por qué nos han tocado estos años?

– Proceden de los otros equipos. Aligeramos su carga de casos. De hecho, ellos ya pusieron en marcha casos de muchos de esos años. Y el viernes oí que se recibió un resultado ciego del ochenta y ocho. Se supone que hemos de empezar con él hoy. Puedes considerarlo nuestro regalo de bienvenida.

– ¿Qué es un resultado ciego?

– Es una coincidencia originada por una muestra de ADN o una huella que enviamos a ciegas a los ordenadores o recibimos del Departamento de Justicia.

– ¿Qué es lo nuestro?

– Creo que es una coincidencia de ADN. Lo sabremos esta mañana.

– ¿No te dijeron nada la semana pasada? Ya sabes que podría haber venido el fin de semana.

– Ya lo sé, Harry. Pero es un caso antiguo. No hay necesidad de empezar en el mismo momento en que llega un papel por correo electrónico. Trabajar en Casos Abiertos es diferente.

– ¿Sí? ¿Cómo es eso?

Rider parecía exasperada, pero antes de que tuviera ocasión de responder oyeron que se abría la puerta y la sala de brigada se pobló de voces. Rider salió de detrás de la mampara y Bosch la siguió. A dos de los detectives Tim Marcia y Rick Jackson, Bosch ya los conocía bien de casos anteriores. Las otras dos parejas de compañeros eran Robert Renner y Victor Rabieta, y Kevin Robinson y Jean Nardo. Bosch los conocía, así como a Abel Pratt, el agente al mando de la unidad, por su reputación. Todos ellos eran investigadores de Homicidios de primera fila.

El recibimiento fue cordial pero contenido, un poco formal en exceso. Bosch sabía que su destino en la unidad era probablemente visto con sospecha. Una plaza en la brigada era muy codiciada por los detectives de todo el departamento. El hecho de que Harry hubiera conseguido el puesto tras casi tres años retirado suscitaba preguntas. Bosch sabía, como se lo había recordado el jefe de policía, que tenía que agradecerle el trabajo a Rider, cuyo anterior puesto había sido en la oficina del jefe como analista. Había usado todos los puntos que había acumulado con el jefe para que Bosch volviera al departamento para resolver casos abiertos con ella.

Después de todos los saludos, Pratt invitó a Bosch y a Rider a su despacho para darles un discurso de bienvenida privado. Se sentó detrás de su escritorio y ellos ocuparon las dos sillas que había enfrente. En el minúsculo recinto no había lugar para más muebles.

Pratt era unos años más joven que Bosch, aún no había cumplido los cincuenta.

Se mantenía en forma y hacía gala del espíritu de la cacareada División de Robos y Homicidios, de la que Casos Abiertos era sólo una rama. Pratt se mostraba seguro de su talento y de su capacidad de mando de la unidad. Tenía que estarlo. Robos y Homicidios se ocupaba de los casos más difíciles de la ciudad. Bosch sabía que para pertenecer a ese selecto grupo tenías que creerte que eras más listo, más duro y más astuto que aquellos a los que perseguías.

– Lo que debería hacer es separaros -empezó-. Haceros trabajar con compañeros ya establecidos en la unidad porque esto es diferente de lo que habéis hecho en el pasado. Pero tengo órdenes de la sexta y no me meto con eso. Además, entiendo que tenéis una química previa que funcionaba. Así que olvidemos lo que debería hacer y dejadme que os explique un poco qué supone trabajar en Casos Abiertos. Kiz, ya sé que ya te di esta charla la semana pasada, pero tendrás que aguantarla otra vez, ¿de acuerdo?

– Por supuesto -dijo Rider.

– En primer lugar, olvidémonos de cerrar viejas heridas. Eso es una cantinela de los medios, algo que escriben en los artículos de periódico sobre los casos antiguos. Lo de cerrar heridas es un chiste. Es una puta mentira. Lo único que hacemos es dar respuestas. Las respuestas deberían bastar. Así que no os confundáis con lo que estáis haciendo aquí. No confundáis a los familiares con los que trataréis en estos casos, y que ellos no os confundan.

Hizo una pausa por si había alguna reacción y, al no haberla, continuó. Bosch se fijó en que la foto de la escena del crimen enmarcada en la pared era de un hombre desplomado en una cabina telefónica después de ser acribillado. Era una cabina de las que se veían en las viejas películas, o en el Farmers Market o en Phillippe’s.

– Sin lugar a dudas -dijo Pratt-, esta brigada es el lugar más noble del edificio. Una ciudad que olvida a sus víctimas de asesinato es una ciudad perdida. Aquí no olvidamos. Somos como los chicos que ponen en la novena entrada para ganar o perder el partido. Si nosotros no podemos lograrlo, nadie puede. Si fracasamos, el partido ha terminado, porque somos el último recurso. Sí, nos superan en número. Tenemos ocho mil casos abiertos sin resolver desde mil novecientos sesenta. Pero no nos desanimamos. Si esta unidad al completo resuelve un caso al mes (sólo doce al año), ya estaremos haciendo algo. Si uno quiere Investigar homicidios, éste es el mejor lugar.

Bosch estaba impresionado por el fervor de Pratt. Veía sinceridad e incluso dolor en sus ojos. Asintió con la cabeza.

Inmediatamente supo que quería trabajar para aquel hombre una excepción en su experiencia en el departamento.

– Pero no olvidéis que cerrar un caso no significa cerrar las heridas -añadió Pratt.

– Entendido -dijo Bosch.

– Ahora bien, sé que los dos tenéis larga experiencia en el trabajo de Homicidios. Lo que os va a resultar difícil aquí es la relación con los casos.

– ¿Relación? -preguntó Bosch.

– Sí, relación. Lo que quiero decir es que trabajar en casos de homicidios recientes es algo completamente diferente. Tienes el cadáver, tienes la autopsia, llevas la noticia a la familia. Aquí se trata de víctimas que han muerto hace mucho tiempo. No hay autopsias, no hay escenas del crimen físicas. Trabajamos con expedientes (si podemos encontrarlos) y con los registros. Cuando llegamos a la familia (y hacedme caso, no vayáis antes de estar bien preparados) encontramos a gente que ya ha sufrido el shock y ha encontrado o no formas de superarlo. Desgasta. Espero que estéis preparados para eso.

– Gracias por la advertencia -dijo Bosch.

– Con los asesinatos recientes, es una experiencia casi clínica, porque se trabaja con urgencia. Con los viejos casos, la experiencia es emocional. Vais a ver el peaje que se cobra la violencia a lo largo del tiempo. Que no os pille por sorpresa.

Pratt cogió una gruesa carpeta azul que tenía en un lado de su escritorio y la colocó en el centro de su cartapacio calendario. Empezó a empujarlo hacia ellos, pero se detuvo.

– Otra cosa para la que hay que estar preparado es el propio departamento. Contad con que los archivos estén incompletos o incluso falten. Contad con que las pruebas estén destruidas o desaparecidas. Contad con empezar de cero con algunos de estos casos. Esta unidad se formó hace dos años. Pasamos los primeros ocho meses simplemente revisando el historial de casos y seleccionando los abiertos sin resolver. Enviamos todo el material que pudimos a los investigadores forenses, pero incluso cuando hemos encontrado una coincidencia nos hemos visto mermados por la falta de integridad del caso. Ha sido desastroso. Ha sido frustrante. Aunque no hay estatuto de prescripción en el asesinato, descubrimos que de manera rutinaria se habían eliminado las pruebas e incluso los archivos durante al menos una administración.

»Lo que estoy diciendo es que vuestro mayor obstáculo en algunos de estos casos podría muy bien ser el departamento en sí.

– Alguien dijo que tenemos un resultado ciego que surgió de uno de nuestros bloques de tiempo -dijo Bosch.

Había oído suficiente. Necesitaba ponerse en marcha.

– Sí -dijo Pratt-. Hemos de llegar a eso en un segundo. Déjame terminar mi pequeño discurso. Después de todo, no tengo ocasión de hacerlo con mucha frecuencia. En resumen, lo que queremos hacer aquí es aplicar tecnología y técnicas nuevas a casos viejos. La tecnología tiene esencialmente tres vertientes. Tenemos ADN, huellas dactilares y balística. En las tres áreas, los avances en análisis comparativos han sido fenomenales en los últimos diez años. El problema con este departamento es que nunca había utilizado esos avances para revisar casos antiguos. Por consiguiente, tenemos unos dos mil casos en los cuales hay pruebas de ADN que nunca se han procesado y comparado. Desde mil novecientos sesenta existen cuatro mil casos con huellas dactilares que nunca se han revisado a través de un ordenador.

Los nuestros, los del FBI, del Departamento de Justicia, el ordenador. Los nuestros, los del FBI, del Departamento de Justicia, el ordenador de quien sea. Es casi risible, pero es demasiado triste para reírse de ello. Lo mismo que balística. Estamos encontrando que en la mayoría de los casos las pruebas siguen allí, pero no se han tenido en cuenta.

Bosch negó con la cabeza, sintiendo ya la frustración de todas las familias de las víctimas, los casos barridos por el tiempo, la indiferencia y la incompetencia.

– También descubriréis que las técnicas son diferentes. El policía de Homicidios actual es simplemente mejor que aquel de, digamos, mil novecientos sesenta o setenta. O incluso que el de mil novecientos ochenta. Así que incluso antes de llegar a las pruebas físicas y de revisar esos casos vais a ver cosas que ahora os parecen obvias, pero que no eran obvias para nadie en el momento del crimen.

Pratt asintió con la cabeza. Su discurso había finalizado.

– Ahora el resultado ciego -dijo, empujando la carpeta azul pálido del expediente por la mesa-. Aquí lo tenéis. Es todo vuestro. Cerradlo y poned a alguien entre rejas.

3

Después de salir del despacho de Pratt, decidieron que Bosch iría a buscar la siguiente ronda de cafés mientras Rider empezaba con el expediente del caso. Sabían por experiencias anteriores que ella era la que leía más deprisa y no tenía sentido dividir el contenido de la carpeta. Ambos necesitaban leerlo de principio a fin, para que la investigación se les presentara de la forma lineal en que se llevó a cabo y fue documentada.

Bosch le dijo a Rider que le daba ventaja. Le explicó que quizá se tomara una taza en la cafetería, porque echaba de menos el sitio. El sitio, no el café.

– Supongo que eso me da unos minutos para ir al final del pasillo -dijo ella.

Después de que ella saliera de la oficina hacia el cuarto de baño, Bosch cogió la hoja con el listado de los años que les habían asignado y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Salió de la 503, cogió el ascensor hasta el tercer piso y recorrió la sala principal de la División de Robos y Homicidios hasta el despacho del capitán.

El despacho del capitán estaba dividido en dos partes.

Una era su despacho real y la otra era llamada «sala de homicidios». Estaba amueblada con una larga mesa de reuniones donde se discutían las investigaciones, y dos de las paredes estaban llenas de estantes que contenían volúmenes de derecho penal y los libros de registro de los casos de asesinato de la ciudad. Todos los homicidios que se habían cometido en Los Ángeles desde hacía más de cien años tenían una entrada en aquellos diarios encuadernados en piel. Durante décadas rutinariamente se actualizaban los registros cada vez que se resolvía uno de los asesinatos. Era una referencia rápida para determinar qué casos seguían abiertos y cuáles habían sido cerrados.

Bosch pasó un dedo por los lomos agrietados de los libros. En todos ellos ponía simplemente «Homicidios» seguido del listado de años registrados. En los primeros volúmenes cabían varios años. En cambio, en la década de 1980 el número de crímenes había aumentado de tal manera que cada volumen contenía únicamente los de un año. Se fijó en que el año 1988 ocupaba dos tomos, y de repente tuvo una idea de por qué ese año había sido asignado a él y a Rider como nuevos miembros de la unidad de Casos Abiertos. El mayor índice de asesinatos en la ciudad también suponía el mayor índice de casos no resueltos.

Cuando encontró el libro que contenía los casos de 1972 sacó el volumen y se sentó a la mesa. Pasó las páginas, leyendo por encima las historias, oyendo las voces. Encontró a la anciana que fue ahogada en su bañera. El caso nunca se resolvió. Continuó, a través de 1973 y 1974, y luego pasó al volumen que contenía 1966, 1967 y 1968. Leyó los casos de Charles Manson y Robert Kennedy. Leyó los casos de gente cuyos nombres nunca había oído o conocido. Nombres que les habían sido arrebatados junto con todo lo que habían tenido o podido tener.

Al repasar el catálogo de horrores de la ciudad, Bosch sintió que una energía familiar se apoderaba de él y corría de nuevo por sus venas. Sólo llevaba una hora en el trabajo y ya estaba persiguiendo a un asesino. No importaba cuánto tiempo atrás se había derramado la sangre. Había un asesino suelto, y Bosch iba a por él. Supo que había vuelto a casa como el hijo pródigo. Se sintió bautizado de nuevo en las aguas de la única Iglesia verdadera. La Iglesia de la religión azul. Y sabía que encontraría su salvación en aquellos que se habían perdido hacía tanto tiempo, en aquellas biblias con olor a humedad donde los muertos se alineaban en columnas y los fantasmas poblaban cada página.

– ¡Harry Bosch!

Enervado por la intromisión, Bosch cerró de golpe el libro y levantó la cabeza. El capitán Gabe Norona estaba de pie en el umbral de la oficina.

– Capitán.

– ¡Bienvenido a casa! -Se acercó y estrechó vigorosamente la mano de Bosch.

– Es un placer haber vuelto.

– Veo que ya le han puesto a trabajar.

Bosch asintió.

– Sólo me estaba familiarizando.

– Nueva esperanza para los muertos. Harry Bosch está de nuevo en el caso.

Bosch no dijo nada. No sabía si el capitán estaba siendo sarcástico o no.

– Es el título de un libro que leí una vez.

– Ah.

– En fin, buena suerte. ¡Salga y enciérrelos!

– Ése es el plan.

El capitán le estrechó otra vez la mano y después desapareció en su despacho y cerró la puerta.

Después de que la intromisión del capitán arruinara su momento sagrado, Bosch se levantó. Empezó a colocar los pesados catálogos de casos de asesinato en sus lugares en el estante. Cuando hubo terminado, salió del despacho hacia la cafetería.

4

Kiz Rider iba casi por la mitad del expediente cuando Bosch volvió con la segunda tanda de cafés. Le cogió una taza de las manos antes de que Harry las dejara en la mesa.

– Gracias, necesito algo para mantenerme despierta.

– ¿Qué? ¿Vas a quedarte ahí sentada y vas a decirme que esto es aburrido comparado con el papeleo de la oficina del jefe?

– No, no es eso. Es sólo por la puesta al día, la lectura. Hemos de conocer este expediente de cabo a rabo. Hemos de estar alerta a las posibilidades.

Bosch se fijó en que ella tenía un bloc junto al expediente del caso y que la página superior estaba prácticamente llena de notas. No podía leerlas, pero vio que la mayoría de las líneas terminaban con un signo de interrogación.

– Además -agregó Rider-, ahora uso unos músculos diferentes. Músculos que no usaba en la sexta planta.

– Entiendo -dijo él-. ¿Está bien si empiezo ahora detrás de ti?

– Adelante.

Rider abrió las anillas de la carpeta y sacó un fajo de documentos de cinco centímetros de grosor que ella ya había leído. Se lo pasó a Bosch, que se había sentado a su escritorio.

– ¿Tienes otro bloc como ése? -preguntó-. Yo sólo tengo una libretita.

Rider suspiró de manera exagerada. Bosch sabía que sólo era una actuación y que estaba contenta de que volvieran a trabajar juntos. Rider había pasado la mayor parte de los últimos dos años evaluando políticas de actuación y problemas para el nuevo jefe. Ése no era el trabajo real de policía en el que ella destacaba realmente. Éste sí.

Kiz deslizó un bloc por la mesa hacia Bosch.

– ¿También necesitas un boli?

– No, creo que de eso puedo ocuparme.

Bosch colocó los documentos delante de él y empezó a leer. Estaba listo para empezar y no necesitaba café para estar bien despierto.


La primera página del expediente del caso era una fotografía en color protegida por una funda de plástico con tres agujeros. La foto era un retrato de anuario de una joven de exótico atractivo, con ojos almendrados que eran sorprendentemente verdes en contraste con su tez de color moca. Tenía un cabello de rizos apretados de color castaño, con lo que parecían mechas de rubio natural que captaban el flash de la cámara. Los ojos brillantes y la sonrisa genuina. Era una sonrisa que decía que conocía cosas que nadie más conocía. Bosch no creía que fuera hermosa. Todavía no. Sus rasgos parecían competir unos con otros de manera descoordinada, pero, Bosch sabía que esa singularidad adolescente con frecuencia se suavizaba y después se convertía en belleza.

Sin embargo, para la joven de dieciséis años Rebecca Verloren no habría después. Mil novecientos ochenta y ocho sería su último año. El resultado ciego de la muestra de ADN correspondía a su asesinato.

Becky, como la conocían su familia y amigos, era la única hija de Robert y Muriel Verloren. Muriel era ama de casa. Robert era el chef y propietario de un popular restaurante de Malibú llamado Island House Grill. Vivían en Red Mesa Way, cerca de Santa Susana Pass Road, en Chatsworth, en la esquina noroeste de la expansión urbana que formaba Los Ángeles. El patio trasero de su casa se hallaba en la pendiente boscosa de Oat Mountain, que se alzaba sobre Chatsworth y formaba el límite noroeste de la ciudad. Ese verano, Becky había terminado el segundo curso en la Hill side Preparatory School, una escuela secundaria privada situada en las proximidades de Porter Ranch, donde ella estaba entre los mejores alumnos y su madre era voluntaria en la cafetería y con frecuencia llevaba pollo jamaicano y otras especialidades del restaurante de su marido al comedor del claustro de profesores.

La mañana del 6 de julio de 1988 los Verloren descubrieron que su hija no estaba en casa. Encontraron la puerta de atrás abierta, pese a que estaban seguros de haberla cerrado con llave la noche anterior. Pensando que la chica podía haber salido a pasear esperaron con preocupación durante dos horas, pero Becky no regresó. Ese día estaba previsto que fuera a trabajar con su padre para hacer el turno de mediodía como ayudante de camarera, y ya hacía rato que había pasado la hora para salir hacia Malibú. Mientras la madre llamaba a las amigas de su hija con la esperanza de localizarla, el padre subió la colina de detrás de la casa, buscándola. Cuando Robert Verloren bajó de la colina sin haber encontrado ninguna señal de la joven, él y su esposa decidieron que era el momento de llamar a la policía.

Los agentes de la División de Devonshire que acudieron al domicilio no hallaron signos de una entrada ilegal en la casa. Teniendo en cuenta esto y el hecho de que la chica estaba en el rango de edad en el cual se daba un mayor índice de fugas, la desaparición fue contemplada como una posible fuga y manejada como un caso rutinario de personas desaparecidas, a pesar de las protestas de los padres, que no creían que Becky hubiera huido o abandonado la casa por voluntad propia.

Por desgracia, dos días después se comprobó que los padres tenían razón al hallarse el cuerpo en descomposición de Becky Verloren oculto tras el tronco caído de un roble, a unos diez metros de una senda ecuestre en Oat Mountain. Una mujer que cabalgaba su Appaloosa se había apartado de la senda para investigar un mal olor y se encontró con el cadáver. La jinete podría no haber hecho caso del olor, pero antes había visto carteles en los postes telefónicos que informaban de la desaparición en la zona de una joven.

Becky Verloren había muerto a menos de medio kilómetro de su casa. Era probable que su padre hubiera pasado a escasos metros de su cadáver cuando subía la colina gritando su nombre, pero esa mañana todavía no había olor que atrajera su atención.

Bosch era padre de una niña pequeña. Aunque ésta vivía lejos, con su madre, nunca estaba alejada de sus pensamientos. Pensó en un padre subiendo una empinada colina llamando a una hija que nunca volvería a casa.

Trató de concentrarse en el expediente.

La víctima había recibido un impacto de bala en el pecho de una pistola de gran potencia. El arma, una Colt semiautomática de calibre 45, estaba entre las hojas, junto al tobillo izquierdo de la víctima. Al examinar las fotos de la escena del crimen, Bosch vio lo que parecía ser la señal de un disparo a quemarropa en la tela del camisón azul de la chica. El agujero de bala estaba situado justo encima del corazón, y Bosch sabía por el tamaño de la pistola y la herida de entrada que la muerte probablemente había sido inmediata. La bala había despedazado el corazón.

Bosch estudió detenidamente las fotografías del cadáver tal y como había sido hallado. Las manos de la víctima no estaban atadas. No estaba amordazada. El rostro aparecía girado hacia el tronco del árbol caído. No había indicaciones de heridas defensivas de ningún tipo. No había indicios de agresión sexual ni de otra índole.

La mala interpretación de la desaparición de la chica en un primer momento se vio agravada por la mala interpretación, de la escena del crimen. La valoración de la escena resultó en que la muerte se contemplara como un posible suicidio. Como tal fue investigado el caso por la brigada de homicidios local y los detectives que se ocuparon de él, Ron Green y Arturo García. La División de Devonshire era en ese momento, y seguía siéndolo décadas después, la comisaría más tranquila del Departamento de Policía de Los Ángeles. Devonshire, una gran comunidad dormitorio compuesta, mayoritariamente por residentes de clase media alta, siempre ostentaba índices de criminalidad situados entre los más bajos de la ciudad. En el seno del departamento la comisaría era conocida como Club Dev. Era un destino muy buscado por agentes y detectives que llevaban muchos años en el oficio y estaban cansados o simplemente ya habían visto suficiente acción. Además, la División de Devonshire se hallaba en la parte de la ciudad más cercana a Simi Valley, una comunidad tranquila y sin apenas delitos del condado de Ventura donde centenares de agentes del Departamento de Policía de Los Ángeles habían elegido vivir. Un destino en Devonshire suponía un desplazamiento rápido y la carga de trabajo más ligera del departamento.

La reputación del Club Dev estaba presente en las reflexiones de Bosch cuando éste leía los informes. Sabía que parte de su labor consistiría en juzgar el trabajo de Green y García a fin de determinar si habían estado a la altura de la labor. No los conocía ni había tenido ninguna experiencia con ellos. No tenía ni idea de la capacidad y dedicación que habían aportado al caso. La interpretación inicial de la muerte como suicidio era un error, pero, a juzgar por los informes, los dos investigadores se habían recuperado pronto y habían seguido adelante con el caso. Sus informes parecían bien escritos, concienzudos y completos. Daba la sensación de que no habían escatimado esfuerzos.

Aun así, Bosch sabía que un expediente podía manipularse para que diera esa impresión. La verdad se revelaría cuando escarbara con mayor profundidad y condujera su propia investigación. Sabía que podía haber una enorme diferencia entre lo que se registraba y lo que no.

Según el expediente, Green y García rápidamente cambiaron el sentido de su investigación cuando se descartó el suicidio después de que se completara la autopsia y se analizara la pistola encontrada junto al cadáver. El caso fue reclasificado como un homicidio que había sido camuflado de suicidio.

Bosch empezó por los hallazgos de la autopsia. Había leído miles de protocolos de autopsias y había asistido a varios centenares de ellas. Sabía saltarse todos los pesos y medidas y descripciones del procedimiento en sí e ir directamente a la sección de las conclusiones y a las fotografías que la acompañaban. No le sorprendió descubrir que la causa de la defunción había sido la herida de bala en el pecho. La hora estimada de la muerte se situó entre la medianoche y las dos de la mañana del 6 de julio. El resumen mencionaba que ningún testigo había oído el disparo, de manera que la hora de la muerte sólo se basaba en la medición de la pérdida de temperatura corporal.

Las sorpresas estaban en otros hallazgos. Rebecca Verloren tenía el cabello largo y grueso. En el lado derecho de la base del cuello, debajo de la caída del pelo, el forense encontró la marca de una pequeña quemadura circular, aproximadamente del tamaño del botón de una camisa. A cinco centímetros de esta marca había otra mucho más pequeña que la primera. El alto recuento de leucocitos en la sangre que rodeaba esas heridas indicaba que ambas se habían producido cerca del momento de la muerte, pero no en el mismo momento.

El informe concluía que las quemaduras habían sido causadas por una pistola de aturdimiento, un dispositivo manual que generaba poderosas descargas eléctricas y dejaba a la víctima inconsciente o incapacitada durante varios minutos, o por más tiempo, en función de la carga. Normalmente, la carga de una pistola inmovilizadora dejaba dos marcas pequeñas y casi imperceptibles en la piel que revelaban la localización de los electrodos, sin embargo, si los puntos de aplicación del dispositivo se sostenían de manera desigual contra la piel, se producía un arco voltaico y con frecuencia se quemaba la epidermis del modo en que se apreciaba en el cuello de Becky Verloren.

Las conclusiones de la autopsia también señalaban que en el examen de los pies descalzos de la víctima no se hallaron depósitos de suelo ni cortes o hematomas, que habrían sido evidentes si la chica hubiera caminado descalza por la montaña en la oscuridad.

Bosch tamborileó con su bolígrafo en el informe y reflexionó sobre su significado. Sabía que era un error cometido por Green y García. Los pies de la víctima deberían haber sido examinados en la escena del crimen, yeso les habría permitido dar el salto a la conclusión de que el presunto suicidio era un montaje. En cambio, se les pasó, y perdieron dos días esperando a que se realizara la autopsia en fin de semana. Esos días más los dos días perdidos cuando la patrulla consideró que la llamada de los padres correspondía a un caso de fuga del domicilio daban como resultado un retraso muy perjudicial en una investigación de homicidio. No cabía duda de que el caso se había frenado. Bosch empezaba a ver hasta qué punto el departamento le había fallado a Rebecca Verloren.

El informe de la autopsia contenía asimismo los resultados de un test balístico de residuos llevado a cabo en las manos de la víctima. Aunque se encontraron residuos de pólvora en la mano derecha de Becky Verloren, no podía decirse lo mismo de su izquierda. A pesar de que Verloren era diestra, Bosch sabía que el test de residuos era una prueba más de que la joven no había disparado la bala que la mató. Por experiencia -no importaba lo limitada que fuera- y sentido común, los detectives tendrían que haber visto que la chica habría necesitado ambas manos para sostener adecuadamente una pistola tan pesada, apuntarla contra su propio pecho y apretar el gatillo. El resultado habría sido residuos en ambas manos.

Las conclusiones de la autopsia contenían otro punto destacable. El examen del cadáver determinó que la víctima había sido sexual mente activa, y las cicatrices en el cuello del útero revelaban una reciente dilatación ginecológica y un procedimiento de legrado para interrumpir un embarazo. El ayudante del forense que había conducido la autopsia estimó que ello había ocurrido entre cuatro y seis semanas antes de la muerte.

Bosch leyó el primer informe resumen del investigador, que había sido escrito y añadido al expediente después de la autopsia. Green y García habían clasificado la muerte como asesinato y establecido la teoría de que alguien había entrado en el dormitorio de la chica cuando estaba durmiendo, y que posteriormente la había incapacitado con la pistola aturdidora y había cargado con ella desde la habitación. La llevaron por la ladera hasta la localización del tronco de roble caído, donde se cometió el asesinato y se camufló de manera torpe como suicidio en lo que posiblemente fue una ocurrencia del momento del asesino. El informe fue archivado el lunes, 11 de julio, cinco días después de que el cadáver de Rebecca Verloren fuera abandonado en la ladera.

Bosch pasó al informe del análisis de armas de fuego. A pesar de que la autopsia ya había producido pruebas más que convincentes de un suicidio simulado, el estudio de la pistola y las pruebas balísticas confirmaban la teoría de la investigación.

La pistola no tenía otras huellas que las de la mano derecha de Becky Verloren. El hecho de que no hubiera huellas de su mano izquierda ni rastros de ningún tipo indicó a los investigadores que el arma había sido cuidadosamente limpiada antes de ser colocada en la mano de Becky y luego girada hacia su pecho y disparada. Probablemente la víctima estaba inconsciente -por el asalto con la pistola aturdidora- en el momento en que ocurrió esta manipulación.

El casquillo de bala que saltó de la pistola al producirse el disparo fatal se encontró a dos metros del cadáver. No había huellas dactilares ni marcas en él, lo cual apuntaba a que la pistola había sido cargada con las manos enguantadas.

El elemento probatorio más importante de la investigación fue recuperado durante el análisis de la pistola en sí. De hecho, se encontró en el interior de la pistola. El arma era del modelo Mark IV Serie 80, fabricado por Colt en 1986, dos años antes del asesinato. Incorporaba una larga espuela de percutor, que era famosa porque la pistola tenía la reputación de dejar un «tatuaje» en aquel que disparaba sin manejarla de manera correcta. Esto ocurría normalmente cuando al agarrar el arma con ambas manos se levantaba la que apretaba el gatillo y ésta se acercaba demasiado al percutor. Esa mano podía entonces recibir un doloroso pellizco cuando se apretaba el gatillo y la corredera retrocedía automáticamente para soltar el casquillo. Al retroceder la corredera a la posición de disparo, pellizcaba la mano de la persona que la empuñaba, normalmente la zona entre el pulgar y el índice, y a menudo se llevaba un trozo de piel al interior del arma. Todo eso ocurría en una fracción de segundo, y alguien poco experto con el arma ni siquiera sabía qué le había «mordido».

Eso fue exactamente lo que ocurrió con la pistola utilizada para matar a Becky Verloren. Cuando un experto en armas de fuego abrió el Colt, halló un fragmento de tejido cutáneo y sangre seca en el interior de la corredera. No habría sido perceptible para alguien que examinara el exterior del arma o que la limpiara de sangre y huellas dactilares.

Green y García añadieron esta información a su hipótesis de trabajo. En el segundo informe resumen del investigador escribieron que las pruebas indicaban que el asesino envolvió las manos de Becky Verloren en torno al arma y después presionó el cañón contra su pecho. El asesino utilizó una o ambas de sus propias manos para equilibrar el arma y apretar el gatillo con el dedo de la víctima. Al dispararse el Colt, la corredera «tatuó» al asesino, llevándose un fragmento de piel al interior del arma.

Bosch advirtió que Green y García no hacían mención de otra posibilidad en su teoría de la investigación. Ésta era que el tejido y la sangre hallados en el interior del arma ya estuvieran allí la noche del asesinato, es decir, que el arma hubiera «tatuado» a otra persona distinta del asesino al ser disparada en otra ocasión antes del homicidio de Rebecca Verloren.

A pesar de ese descuido potencial, se recogieron del arma el tejido y la sangre y, aunque ya se sabía por la autopsia que Becky Verloren no tenía heridas en las manos, se llevó a cabo una comparación sanguínea de rutina. La sangre recogida de la bala era del tipo O. La sangre de Becky Verloren era del tipo AB positivo. Los investigadores concluyeron que tenían sangre del asesino en el arma. La sangre del asesino era del tipo O.

Sin embargo, en 1988 el uso de las comparaciones de ADN en la investigación criminal distaba mucho de ser común y, lo que es más importante, práctica aceptada en los tribunales de California. Las bases de datos que contenían perfiles de ADN de criminales sólo estaban a punto de ser creadas y dotadas de fondos. En 1988, los detectives sólo comparaban los tipos de sangre cuando surgían potenciales sospechosos. Y nadie surgió como potencial sospechoso en la muerte de Becky Verloren. El caso se investigó a fondo y durante un largo periodo, pero, en última instancia, no llegó a producirse ninguna detención. Y se enfrió.

– Hasta ahora -dijo Bosch en voz alta sin apenas darse cuenta.

– ¿Qué? -preguntó Rider.

– Nada, sólo pensaba en voz alta.

– ¿Quieres empezar a comentarlo?

– Todavía no. Antes quiero terminar de leerlo. ¿Tú has terminado?

– Casi.

– Sabes a quién hemos de darle las gracias, ¿verdad? -preguntó Bosch.

Ella lo miró con expresión socarrona. -Me rindo.

– A Mel Gibson.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Cuándo estrenaron Arma letal? Más o menos por esa época, ¿no?

– Supongo. Pero ¿de qué estás hablando? Esas pelis eran muy exageradas.

– Ésa es la cuestión. Ésa es la peli que empezó con la moda de coger la pistola de lado y con ambas manos, una encima de otra. Tenemos sangre en esa pistola porque el que disparó era fan de Arma letal.

Rider desestimó el comentario negando con la cabeza.

– Espera -dijo Bosch-. Se lo voy a preguntar al tipo cuando lo pillemos.

– Vale, Harry, pregúntaselo.

– Mel Gibson salvó muchas vidas. Todos esos pistoleros que disparaban de lado no podían darle a nada. Hemos de hacerle poli honorario o algo.

– Vale, Harry. Vaya seguir leyendo, ¿te parece? Quiero terminar con esto.

– Sí, vale. Yo también.

Las pruebas de ADN del caso Verloren fueron enviadas al Departamento de Justicia de California poco después de que empezara a operar la unidad de Casos Abiertos del Departamento de Policía de Los Ángeles. Se entregaron al laboratorio de ADN junto con las pruebas de decenas de otros asesinatos extraídas del examen inicial de los casos sin resolver del departamento. El Departamento de Justicia administraba la principal base de datos de ADN del Estado. El plazo para que se realizaran comparaciones antiguas en el laboratorio, escaso de medios económicos y humanos, era entonces de más de un año. Gracias a la marea de peticiones originada por la nueva unidad del departamento pasaron casi dieciocho meses antes de que las pruebas del caso Verloren fueran procesadas por analistas del Departamento de Justicia y comparadas con millares de perfiles de ADN contenidos en la base de datos estatal. Produjeron una única coincidencia, un «resultado ciego» en la jerga del trabajo con ADN.

Bosch miró el informe de una sola página del Departamento de Justicia que tenía desdoblado ante sí. Aseguraba que doce de un total de catorce marcadores hacían coincidir el arma usada para matar a Rebecca Verloren con Roland Mackey, un hombre que en el momento presente tenía treinta y cinco años. Era natural de Los Ángeles y su última dirección conocida estaba en Panorama City. Bosch sintió que la sangre empezaba a circularle un poco más deprisa al leer el informe del resultado ciego. Panorama City estaba en el valle de San Fernando, a no más de quince minutos de Chatsworth, incluso cuando había tráfico. Eso añadía un punto de credibilidad al resultado. No era que Bosch no creyera en la ciencia. Lo hacía. Pero también creía que no bastaba sólo con la ciencia para convencer a un jurado más allá de toda duda. Había que reforzar los hechos científicos con conexiones de pruebas circunstanciales y sentido común. Ésa era una de esas conexiones.

Bosch reparó en la fecha del informe del Departamento de Justicia. -¿Dijiste que acabábamos de recibirlo? -le preguntó a Rider.

– Sí, creo que llegó el viernes. ¿Por qué?

– La fecha es de hace dos viernes. Diez días.

Rider se encogió de hombros.

– Burocracia -dijo-. Supongo que lleva su tiempo que llegue aquí desde Sacramento.

– Ya sé que es un caso viejo, pero podían darse un poco más de prisa.

Rider no respondió. Bosch lo dejó estar y siguió leyendo. El ADN de Mackey estaba en la base de datos del ordenador del Departamento de Justicia porque la ley de California obligaba a todos los condenados por cualquier delito sexual a proporcionar sangre o raspados orales para tipificarlos e incluirlos en la base de datos de ADN. El delito por el cual el ADN de Mackey había terminado en la base de datos estaba en el margen más alejado del mandato estatal. Dos años antes, Mackey fue condenado por comportamiento lascivo en Los Ángeles. El informe no ofrecía detalles del delito, pero afirmaba que Mackey fue condenado a doce meses de libertad vigilada, un indicador de que se trataba de un delito menor.

Bosch se encontraba a punto de escribir una nota en su bloc cuando levantó la mirada y vio que Rider cerraba la carpeta del caso, que contenía la segunda mitad de los documentos.

– ¿Listo?

– Listo.

– ¿Ahora qué?

– Supongo que mientras tú terminas de leer el expediente yo voy a la DAP a recoger la caja.

Bosch no tuvo problemas en recordar el significado de lo que Rider acababa de decir. Se había reincorporado con facilidad al mundo de las siglas y el lenguaje policial. La DAP era la División de Almacenamiento de Pruebas, que estaba en el complejo Piper Tech. Rider iría a recoger las pruebas físicas que se habían almacenado del caso: elementos como el arma homicida, la ropa de la víctima y cualquier otra cosa acumulada cuando el caso fue investigado inicialmente. Por lo general, el material se guardaba en una caja de cartón precintada y se ponía en una estantería. La excepción era el almacenaje de pruebas perecederas y biodegradables, como la sangre y los tejidos recuperados del arma homicida de Verloren, que se almacenaban en cámaras especiales de la División de Investigaciones Científicas.

– Me parece buena idea -dijo Bosch-. Pero primero ¿por qué no investigas a este tipo por Tráfico y el NCIC para ver si conseguimos una dirección?

– Eso ya lo he hecho.

Giró el portátil en el escritorio para que Bosch pudiera ver la pantalla. Reconoció el formulario del NCIC en la pantalla. Se estiró y empezó a bajar por la pantalla, examinando la información.

Rider había investigado a Roland Mackey a través del NCIC (el centro de información de delitos a escala nacional) y había obtenido su historial delictivo. Su condena por conducta lasciva dos años antes era sólo la última de una cadena de detenciones que se remontaba a cuando tenía dieciocho años, el mismo año en que fue asesinada Rebecca Verloren. Cualquier delito anterior no constaría, porque las leyes de protección de menores ocultaban esa parte del registro. La mayoría de los delitos estaban relacionados con la propiedad y las drogas, empezando con un robo de coches y un robo con allanamiento a los dieciocho años y siguiendo con dos detenciones por posesión de drogas, dos arrestos por conducir ebrio, otra acusación de robo y otra por recibir mercancía robada. También había un arresto anterior por solicitar los servicios de una prostituta. En general, era el currículum de un delincuente y adicto de baja estofa. Al parecer, Mackey nunca había ingresado en una prisión estatal por ninguno de esos delitos. Con frecuencia le habían dado segundas oportunidades y, a través de acuerdos por declararse culpable, fue condenado a libertad condicional o a breves estancias en la prisión del condado. Parecía que su máximo periodo entre rejas era de seis meses, después de que se declarara culpable de recibir mercancía robada cuando tenía veintiocho años. Cumplió condena en la prisión del condado de Wayside Honor Rancho.

Bosch se recostó después de revisar la información del ordenador. Se sentía inquieto por lo que acababa de leer. Mackey tenía la clase de historial que podía verse como una pasarela al asesinato, pero en este caso el asesinato se había producido antes -cuando Mackey sólo tenía dieciocho años- y los delitos menores habían llegado después. No parecía encajar.

– ¿Qué? -preguntó Rider, apercibiéndose de su estado de ánimo.

– No sé. Supongo que pensaba que habría más. Está al revés. ¿Este tipo ha ido del asesinato a los pequeños delitos? No me parece que cuadre.

– Bueno, eso es todo por lo que se le ha condenado. No significa que no haya hecho nada más.

Bosch asintió con la cabeza. -¿Menores? -preguntó.

– Quizá. Seguramente. Pero ahora nunca conseguiremos esos registros. Probablemente hace tiempo que no existen.

Era cierto. El Estado se fue de madre para proteger la intimidad de los delincuentes juveniles, y sus delitos raramente constaban en el sistema judicial de adultos. No obstante, Bosch pensó que tenía que haber delitos de juventud que encajaran mejor con el presunto asesinato a sangre fría de una chica de dieciséis años que había sido antes incapacitada con una pistola aturdidora y secuestrada de su casa. Empezó a sentirse inquieto con el resultado ciego con el que estaban trabajando. Estaba empezando a sentir que Mackey no era el objetivo, sino un medio hacia el objetivo.

– ¿Has buscado una dirección suya en Tráfico? -preguntó.

– Harry, eso es de la vieja escuela. Sólo has de actualizar la licencia cada cuatro años. Si quieres encontrar a alguien vas a Auto Track.

Rider abrió la carpeta y sacó una hoja suelta que le tendió a Bosch. Era una hoja salida de la impresora en la que ponía «AutoTrack» en la parte superior. Rider explicó que se trataba de una empresa privada con la cual trabajaba la policía. Proporcionaba búsquedas de ordenador de todos los registros públicos -incluido Tráfico-, servicios públicos y bases de datos de servicio de cable, así como bases de datos privadas como servicios de informes de tarjetas de crédito, para determinar las direcciones pasadas y presentes de un individuo. Bosch vio que la hoja contenía un listado de diversas direcciones de Roland Mackey que se remontaba al momento en que tenía dieciocho años. Su dirección actual en todas las bases de datos, incluida la licencia de conducir y el registro del coche, era la dirección en Panorama City. Sin embargo, Rider había marcado en la página la dirección de Mackey cuando tenía entre dieciocho y veinte años: los años de 1988 a 1990. Era un apartamento en Topango Canyon Boulevard; en Chatsworth. Eso significaba que, en el momento del asesinato, Mackey vivía muy cerca de la casa de Rebecca Verloren. El dato hizo que Bosch se sintiera un poco mejor. La proximidad era una pieza clave del rompecabezas. Dejando al margen los recelos de Bosch acerca del historial delictivo de Mackey, saber que en 1988 estaba en las proximidades de Rebecca Verloren y que podría haberla conocido era una gran marca en la columna positiva.

– ¿Te hace sentir un poco mejor, Harry?

– Un poquito.

– Bien, entonces me voy.

– Aquí estaré.

Después de que Rider se hubo ido, Bosch saltó atrás en su revisión del expediente del caso. El tercer resumen del investigador estaba centrado en cómo el intruso había accedido a la casa. Las cerraduras de puertas y ventanas no mostraban signos de haber sido forzadas, y todas las llaves conocidas de la casa pertenecían a miembros de la familia y a una asistenta que fue excluida de toda sospecha. La hipótesis de los detectives era que el asesino entró por el garaje, que se había quedado abierto, y que desde allí accedió a la casa a través de una puerta interior, que normalmente no estaba cerrada hasta que Robert Verloren llegaba de trabajar por la noche.

Según Robert Verloren, el garaje estaba abierto cuando él llegó del restaurante alrededor de las diez y media de la noche del 5 de julio. La puerta que conectaba el garaje con la casa no estaba cerrada. Robert Verloren entró en la vivienda y cerró el garaje y la puerta interior. La hipótesis de los investigadores era que para entonces el asesino ya estaba en la casa.

Los Verloren explicaron que el garaje quedó abierto porque su hija se había sacado recientemente el carné de conducir y en ocasiones se le permitía utilizar el coche de su madre. Sin embargo, todavía no había adquirido el hábito de acordarse de cerrar la puerta del garaje después de salir o llegar a casa, y en más de una ocasión sus padres se lo habían recriminado. A última hora de la tarde del día de su secuestro, Rebecca fue enviada por su madre a hacer un recado para recoger la ropa de la lavandería. Utilizó el coche de ésta. Los investigadores confirmaron que había recogido la ropa a las 15.15 y había vuelto a casa. Los detectives creían que la joven de nuevo olvidó cerrar el garaje o echar la llave de la puerta interior después de volver. Su madre explicó que no verificó la puerta del garaje esa noche, suponiendo, erróneamente, que estaba cerrada.

Dos residentes del barrio que fueron interrogados tras el asesinato afirmaron que esa tarde habían visto la puerta del garaje abierta, lo cual ofrecía un fácil acceso a la casa hasta que Robert Verloren regresó.

Bosch pensó en cuántas veces a lo largo de los años había visto que el error aparentemente inocente de alguien se convertía en una de las claves de su perdición. Una tarea rutinaria de ir a la lavandería podía haber brindado al asesino la oportunidad de entrar en la casa. Becky Verloren, sin saberlo, podía haber fraguado su propia muerte.

Bosch apartó la silla y se levantó. Había terminado con la revisión de la primera mitad del expediente del caso y decidió ir a buscar otra taza de café antes, de empezar con la otra mitad. Preguntó en la oficina si alguien quería algo de la cafetería, y Jean Nord le pidió un café. Bajó por la escalera a la cafetería y llenó dos tazas. Pagó y fue al mostrador a buscar azúcar y leche para el café de Nord. Mientras estaba vertiendo leche en una de las tazas sintió una presencia a su lado en el mostrador. Hizo sitio en la barra, pero nadie se acercó. Bosch se volvió y se encontró mirando el rostro sonriente del subdirector Irvin S. Irving.

La relación entre Bosch y el subdirector Irving nunca había sido muy amistosa. El jefe había sido en diversas ocasiones su adversario y en otras su salvador involuntario en el departamento. Rider le había contado a Bosch que Irving estaba enemistado con la cúpula. El nuevo jefe lo había apartado del poder sin contemplaciones y le había dado un puesto virtualmente insignificante fuera del Parker Center.

– Me pareció que era usted, detective Bosch. Iba a invitarle a una taza de café, pero veo que ya tiene más que suficiente. ¿Quiere sentarse un momento?

Bosch levantó las dos tazas de café.

– Estoy un poco liado, jefe. Y alguien está esperando su café.

– Un minuto, detective -dijo Irving, con un tono severo en la voz-. Su café seguirá caliente cuando se vaya a donde tenga que ir. Se lo prometo.

Sin esperar respuesta, Irving se volvió y se dirigió a una mesa. Bosch lo siguió.

El sub director todavía lucía el cráneo afeitado y brillante. La mandíbula musculosa seguía siendo su rasgo más prominente. Se sentó y se puso más tieso que un palo. No parecía cómodo. No habló hasta que Bosch se sentó.

– Lo único que quería hacer era darle de nuevo la bienvenida al departamento -dijo, recuperando el tono amable.

Sonrió como un tiburón. Bosch vaciló antes de responder como un hombre que pisa un río helado.

– Me alegro de estar de vuelta, jefe.

– La unidad de Casos Abiertos. Creo que es el lugar apropiado para alguien con su talento.

Bosch dio un sorbo al café hirviendo. No sabía si Irving le había hecho un cumplido o lo había insultado. Quería irse.

– Bueno, ya veremos -dijo-. Eso espero. Creo que es mejor que me…

Irving levantó ambas manos, como para mostrar que no estaba ocultando nada. -Eso es todo -dijo-. Puede irse. Sólo quería darle la bienvenida y las gracias.

Bosch vaciló, pero mordió el anzuelo. ¿Darme las gracias por qué, jefe? -Por resucitarme en este departamento.

Bosch negó con la cabeza y sonrió como si no entendiera.

– No lo pillo, jefe -dijo-. ¿Cómo sé supone que he de hacerlo? O sea, está al otro lado de la calle, en el anexo del City Hall, ¿no? ¿Qué es? La Oficina de Planificación Estratégica o algo así, si no me equivoco. Por lo que he oído, tiene que dejar su pistola en casa.

Irving cruzó los brazos sobre la mesa y se inclinó hacia Bosch. Toda pretensión de humor, falso o no, se había evaporado. Habló con intensidad, pero en voz baja.

– Sí, es allí donde estoy, pero le garantizo que no será por mucho tiempo. No si la gente como usted es bien recibida de nuevo en el departamento. -Se recostó y rápidamente adoptó una postura natural para lo que iba a soltarse como si tal cosa-. ¿Sabe lo que es usted, Bosch? Es un recauchutado. A este nuevo jefe le gusta poner neumáticos recauchutados en el coche. Pero ¿sabe lo que pasa con un neumático recauchutado? Se rompe por las costuras. No soporta la fricción y el calor. Se deshace. ¿Y qué pasa? Un reventón. Y el coche se sale de la carretera. -Asintió en silencio al dejar a Bosch pensando en ello-. Ve, Bosch, usted es mi billete. La cagará, y disculpe mi lenguaje. Está en su historia. Está en su naturaleza. Está garantizado. Y cuando la cague, nuestro ilustre nuevo jefe la habrá cagado por ser el que puso en nuestro coche un neumático recauchutado barato. -Sonrió.

Bosch pensó que lo único que le faltaba para completar la imagen era un pendiente de oro. Don Limpio otra vez.

– Y cuando él caiga -continuó Irving-, mis acciones volverán a subir. Soy un hombre muy paciente. He esperado más de cuarenta años en este departamento. Puedo esperar más.

Bosch presentía algo más, pero eso era todo. Irving se levantó. Se volvió con rapidez y salió de la cafetería. Bosch sentía que la rabia le subía a la garganta. Bajó la mirada a las dos tazas de café que tenía en las manos y se sintió como un idiota por haberse sentado allí como un niño de los recados indefenso mientras Irving lo noqueaba verbalmente. Se levantó y tiró las dos tazas en una papelera. Decidió que cuando volviera a la sala 503 le diría a Jean Nord que fuera ella misma a buscarse su maldito café.

6

Con la desazón del enfrentamiento con Irving todavía flotando en su estado de ánimo, Bosch colocó sobre la mesa la segunda parte del expediente del caso y se sentó. Pensó que la mejor manera de olvidarse de la amenaza de Irving era sumergirse otra vez en la investigación. Lo que quedaba en la carpeta era un grueso fajo de informes secundarios y actualizaciones, las cosas que los investigadores siempre ponen al final del expediente, los informes que Bosch llamaba «ganzúas», porque con frecuencia parecían dispares, pero no obstante podían ser la llave del caso si se estudiaban desde el ángulo adecuado y se organizaban según el modelo correcto.

En primer lugar, había un informe de laboratorio que afirmaba que a partir de las pruebas resultaba imposible determinar con exactitud cuánto tiempo llevaban en el arma la sangre y el tejido. El informe decía que aunque la mayor parte de la muestra se preservaba para comparaciones, un examen de las células sanguíneas seleccionadas indicaba que la descomposición no era extensiva. El criminalista que redactó el informe no podía afirmar que la sangre se había depositado en la pistola en el momento del crimen, nadie podía. No obstante, estaba dispuesto a testificar que la sangre se había depositado en la pistola «poco antes o en el momento del crimen».

Bosch sabía que era un informe clave en relación con montar una acusación contra Roland Mackey. También podía darle a Mackey la oportunidad de construir una defensa en torno a la argumentación de que había estado en posesión de la pistola antes del asesinato, pero no en el momento del asesinato. Era una osadía admitir estar en posesión del arma del crimen, pero las pruebas de ADN dictaban que ése sería el movimiento que probablemente haría. Ante la incapacidad de la ciencia para señalar con exactitud cuándo se había producido el depósito de sangre y tejido en la pistola, Bosch vio una grieta en la estrategia del fiscal. La defensa podría claramente colarse a través de ella. De nuevo sintió la certeza de que el resultado ciego del ADN se le escapaba. La ciencia daba y quitaba al mismo tiempo. Necesitaban más.

El siguiente documento era un informe de la unidad de armas de fuego, a la que se le había asignado encontrar al propietario del arma homicida. El número de serie del Colt había sido borrado, pero resurgió en el laboratorio mediante la aplicación de un ácido que realzaba las compresiones en el metal donde el número había sido estampado en el proceso de fabricación. El número condujo a una pistola adquirida al fabricante en 1987 en una armería de Northridge. Ese mismo año fue vendida a un hombre que vivía en la Winnetka Avenue, en Chatsworth. El propietario había denunciado el robo del Colt cuando entraron en su domicilio el 2 de junio de 1988, justo un mes antes de que fuera usado en el asesinato de Rebecca Verloren.

En cierto modo, el informe resultaba útil, porque, a no ser que Mackey tuviera una relación con el propietario original del arma, el robo recortaba el periodo en el que el sospechoso había estado en posesión de la pistola, y por tanto hacía más probable que conservara el arma la noche que Becky Verloren fue sacada de su casa y asesinada.

El informe original del robo estaba incluido en la carpeta. El nombre de la víctima era Sam Weiss. Vivía solo y trabajaba de técnico de sonido en los estudios de la Warner, en Burbank. Bosch miró por encima el informe y sólo encontró otra nota de interés. En la sección de comentarios del agente investigador se afirmaba que la víctima del robo había adquirido recientemente la pistola como medio de protección después de haber sido acosado por llamadas telefónicas anónimas que lo amenazaban por el hecho de ser judío. La víctima aseguraba que no sabía cómo su número, que no constaba en la guía, había ido a parar a manos de su acosador y que desconocía qué había suscitado las amenazas.

Bosch leyó con rapidez el siguiente informe de la unidad de armas de fuego, que identificaba la pistola aturdidora utilizada en el secuestro. El documento aseguraba que la distancia de seis centímetros entre los puntos de contacto -la que separaba las marcas de quemaduras en la piel de la víctima- correspondía inequívocamente al modelo Professional 100, fabricado por una empresa de Downey llamada SafetyCharge. El modelo se comercializaba por correo y no requería permiso alguno.

Había más de doce mil Professional 100 distribuidas en el momento del asesinato. Bosch sabía que sin recuperar el aparato no había forma de conectar las marcas en el cadáver de Becky Verloren con el propietario del mismo. Era un cabo suelto.

Continuó pasando una serie de fotografías de 20 x 25 tomadas en la casa de los Verloren después de que el cadáver fuera hallado en la colina de la parte posterior de la vivienda. Bosch entendió que eran fotos para cubrirse las espaldas. El caso había sido tratado -erróneamente- como una fuga. El departamento no se puso a fondo con él hasta que se encontró el cadáver y la autopsia concluyó que se trataba de un homicidio. Cinco días después de que la chica fuera declarada desaparecida, la policía volvió y convirtió la casa en una escena del crimen. La cuestión era qué se había perdido en esos cinco días.

Había fotos de los lados interiores y exteriores de las tres puertas de la casa -delantera, trasera y garaje-, así como varios primeros planos de las cerraduras de las ventanas. Bosch examinó asimismo una serie de fotos tomadas en el dormitorio de Becky Verloren. La primera cosa en la que se fijó era en que la cama estaba hecha. Se preguntó si el secuestrador la habría hecho para vender mejor la idea del suicidio o bien la madre de Becky se había ocupado de ello en algún momento de los días en que esperó con ansiedad que su hija regresara a casa.

La cama era de cuatro postes, con una colcha blanca y rosa con gatos y volantes rosas a juego. La colcha le recordó la que tapaba el lecho de su propia hija. Parecía más adecuada a los gustos de una niña que a los de una joven de dieciséis años, y no pudo evitar preguntarse si Becky Verloren la había conservado por motivos nostálgicos o porque psicológicamente la hacía sentirse segura. Los volantes de la cama no rozaban el suelo de manera uniforme. La colcha era cinco centímetros demasiado larga, y por tanto se fruncía en el suelo y alternativamente se doblaba hacia fuera o se escondía por debajo de la cama.

Había también fotos de la cómoda y de las mesitas de noche. La habitación estaba adornada con animales de peluche de los años de niñez de la víctima. Las paredes estaban adornadas con pósteres de grupos de música que habían tenido éxito y luego habían caído en el olvido. Había también un cartel de una película de la primera época de John Travolta. La habitación estaba muy limpia y ordenada, y de nuevo Bosch se preguntó si estaba así el día en que se descubrió la desaparición de Rebecca Verloren o si su madre la había ordenado mientras esperaba el regreso de su hija.

Bosch sabía que las fotos tenían que haber sido sacadas como el primer paso de una investigación de escena de crimen. En ninguna parte vio ningún polvo para obtener huellas dactilares ni otro indicador del revuelo que se produciría con la intrusión de los criminalistas.

Tras las fotos, el expediente contenía un paquete de resúmenes de entrevistas que los detectives habían llevado a cabo con numerosos estudiantes de Hillside Prep. Una lista de control en la parte superior de la página indicaba que los investigadores habían hablado con todos los estudiantes de la clase de Becky Verloren, así como con todos los chicos que asistían a las clases superiores de la escuela. Había asimismo resúmenes de entrevistas con varios de los profesores de la víctima y con el personal de la escuela.

En esa sección se incluía la sinopsis de una entrevista telefónica llevada a cabo con un antiguo novio de Becky Verloren que se había trasladado con su familia a Hawai el año anterior al asesinato. Se adjuntaba un informe de confirmación de coartada que aseguraba que el supervisor del adolescente había confirmado que el chico había trabajado en el túnel de lavado y venta de recambios en una franquicia de alquiler de coches de Maui en el día del asesinato y posteriores, lo cual prácticamente descartaba que hubiera estado en Los Ángeles para matarla.

Había un paquete separado de resúmenes de entrevistas con empleados del Island House Grill, el restaurante propiedad de Robert Verloren. Su hija acababa de empezar un trabajo estival en el restaurante. Era ayudante de camarera, durante el almuerzo. Su labor consistía en conducir a los clientes a las mesas y entregarles los menús. Pese a que Bosch sabía que con frecuencia los restaurantes atraían a una variedad de balas perdidas a los trabajos de cocina de bajo nivel, Robert Verloren evitaba contratar a hombres con antecedentes penales, y en cambio ofrecía empleo a la población de surfistas y otros espíritus libres que iba en manada a las playas de Malibú. Esa gente habría tenido un contacto limitado con Rebecca, quien trabajaba en el comedor, pero de todos modos fueron interrogados y al parecer descartados de toda sospecha por los investigadores.

Bosch vio también una cronología de la víctima, en la cual los investigadores destacaban los movimientos de Rebecca Verloren en los días previos al asesinato. El cuatro de Julio de 1988 cayó en lunes. Rebecca pasó la mayor parte del fin de semana en casa, salvo el domingo por la noche, en que se quedó a dormir con tres amigas en el domicilio de una de ellas. Los resúmenes agregados de entrevistas con estas tres chicas eran largos, pero no contenían información de valor para la investigación.

El lunes, el día de la fiesta nacional, se quedó en casa hasta que ella y sus padres fueron a Balboa Park para asistir a un festival de fuegos artificiales. Era una de las pocas noches libres para Robert Verloren e insistió en que la familia permaneciera unida, lo cual molestó a Becky, que tuvo que perderse la fiesta de una amiga en la zona de Porter Ranch.

El martes la rutina veraniega empezó de nuevo, y Rebecca fue al restaurante con su padre para trabajar en el turno de almuerzo como camarera. A las tres en punto, su padre la llevó a casa. Él se quedó por la tarde en su domicilio y después se dirigió de nuevo al restaurante para el turno de la cena, casi al mismo tiempo que Rebecca salía en el coche de su madre para cumplir con el recado de recoger la ropa de la lavandería.

Bosch no vio nada en la cronología que levantara sospechas, nada que se les pasara por alto a los investigadores originales. A continuación, Bosch se encontró con la transcripción de una entrevista formal con los padres. Esta se llevó a cabo en la División de Devonshire el 14 de julio, transcurrida más de una semana desde que se descubriera la desaparición de su hija. En este punto los detectives habían acumulado un gran conocimiento del caso y fueron específicos en sus preguntas. Bosch leyó cuidadosamente esta transcripción, tanto por las respuestas como porque le darían una idea de la visión del caso que tenían los investigadores en ese punto.


Caso nº 88-641, Verloren, Rebecca (FM 6-7-1988), Al A. García, #993 14-7-1988 -14.15 h. Homicidios de Devonshire


GARCÍA. Gracias por venir. Espero que no le importe, pero estamos grabando esto para tener un registro. ¿Cómo lo llevan?

ROBERT VERLOREN. Tan bien como puede esperarse. Estamos desolados. No sabemos qué hacer.

MURIEL VERLOREN. No podemos dejar de pensar en lo que podríamos haber hecho para prevenir que le ocurriera esto a nuestra niña.

GREEN. Lo lamentamos mucho, señora. Pero no puede culparse por lo sucedido. Por lo que sabemos, no se trató de nada que pudiera hacer o dejar de hacer. Simplemente ocurrió. No se culpe. Culpe a la persona que lo hizo.

GARCÍA. Y vamos a detenerlo. No han de preocuparse por eso. Ahora, tenemos unas preguntas que hemos de plantear. Algunas pueden ser dolorosas, pero necesitamos las respuestas para detener al asesino.

ROBERT VERLOREN. ¿«Asesino»? ¿Hay algún sospechoso? ¿Saben que es un hombre?

GARCÍA. No sabemos nada con seguridad, señor. Sobre todo nos basamos en los porcentajes. Pero tampoco hay que olvidar esa pendiente inclinada de detrás de su casa. Sin duda cargaron a Becky por esa colina. No era una chica muy grande, pero decididamente creemos que tuvo que ser un hombre.

MURIEL VERLOREN. Pero ha dicho que ella no fue… que no hubo ninguna agresión sexual.

GARCÍA. Es cierto, señora, pero eso no excluye que fuera un crimen de motivación sexual.

ROBERT VERLOREN. ¿Qué quiere decir?

GARCÍA. Ya llegaremos a eso, señor. Si no le importa, deje que hagamos las preguntas nosotros.

ROBERT VERLOREN. Continúe, por favor. Lo siento. Es sólo que no podemos entender lo que ocurrió. Es como si estuviéramos permanentemente bajo el agua.

GARCÍA. Es perfectamente comprensible. Como le he dicho, lo lamentamos profundamente. Y también el departamento. Tenemos al nivel más alto de este departamento vigilando este caso muy de cerca.

GREEN. Nos gustaría remontarnos a antes de su desaparición. Quizás un mes antes. ¿Su hija se fue durante ese tiempo?

ROBERT VERLOREN. ¿Qué quiere decir con que si se fue?

GARCÍA. ¿Estuvo alejada de ustedes en algún momento?

ROBERT VERLOREN. No. Tenía dieciséis años. Estaba en el instituto. No se fue sola.

GREEN. ¿Y a dormir con sus amigas?

MURIEL VERLOREN. No, diría que no.

ROBERT VERLOREN. ¿Qué están buscando?

GREEN. ¿Estuvo enferma en el mes o dos meses anteriores a su desaparición?

MURIEL VERLOREN. Sí, tuvo la gripe la semana después de que terminara las clases. Eso retrasó que empezara a trabajar con Bob.

GREEN. ¿Estuvo en cama?

MURIEL VERLOREN. Gran parte del tiempo. No sé qué tiene esto que ver con…

GARCÍA. Señora Verloren, ¿su hija fue a ver al doctor en esa ocasión?

MURIEL VERLOREN. No, sólo dijo que tenía que descansar. A decir verdad, pensamos que simplemente no quería ir a trabajar al restaurante. No tenía fiebre ni estaba, resfriada. Pensamos que estaba siendo un poco vaga.

GREEN. En ese periodo, ¿no le confió que había estado embarazada?

MURIEL VERLOREN. ¿Qué? ¡No!

ROBERT VERLOREN. Oiga, detective, ¿qué nos está diciendo?

GREEN. La autopsia reveló que Becky había sido sometida a un legrado alrededor de un mes antes de su muerte. Un aborto. Nuestra hipótesis es que estaba descansando y recuperándose de esa operación cuando les dijo que tenía la gripe.

GARCÍA. ¿Quieren que hagamos una pausa?

GREEN. ¿Por qué no hacemos una pausa? Saldremos todos a tomar un poco de agua.

[Pausa]

GARCÍA. Bien, ya estamos de vuelta. Espero que comprendan y que nos perdonen. No hacemos preguntas ni tratamos de sobresaltarles para causarles daño. Hemos de seguir un procedimiento y emplear métodos que nos permitan recuperar información que no esté limitada por percepciones preconcebidas.

ROBERT VERLOREN. Entendemos lo que están haciendo. Ahora forma parte de nuestra vida. De lo que queda de ella.

MURIEL VERLOREN. ¿Está diciendo que nuestra hija estaba embarazada y eligió abortar?

GARCÍA. Sí, así es. Y creemos que cabe la posibilidad de que esté relacionado con lo que le ocurrió un mes después. ¿Tienen alguna idea de adónde podría haber ido para esa… operación?

MURIEL VERLOREN. No, no tengo ni idea de eso. Ninguno de los dos.

GREEN. ¿Y como ha dicho antes no pasó ninguna noche fuera en ese tiempo?

MURIEL VERLOREN. No, Becky volvió a casa todas las noches.

GARCÍA. ¿Alguna idea de con quién pudo tener relaciones? En anteriores charlas dijeron que actualmente no tenía novio.

MURIEL VERLOREN. Bueno, obviamente supongo que estábamos equivocados en eso. Pero, no, no sabíamos a quién estaba viendo o quién podría haberle… hecho esto.

GREEN. ¿Alguno de ustedes leyó alguna vez el diario de su hija?

ROBERT VERLOREN. No, ni siquiera sabíamos que tuviera un diario hasta que ustedes lo encontraron en su habitación.

MURIEL VERLOREN. Me gustaría recuperarlo. ¿Me lo devolverán?

GREEN. Hemos de conservarlo durante la investigación, pero al final lo recuperará.

GARCÍA. En el diario hay varias referencias a un individuo al que se refiere como MVA. Es una persona a la que nos gustaría identificar e interrogar.

MURIEL VERLOREN. No se me ocurre nadie que responda a esas iniciales.

GREEN. Miramos en el anuario del instituto. Hay un chico llamado Michael Adams, pero lo comprobamos y vimos que su segundo nombre es Charles. Creemos que las iniciales eran un código o una abreviatura. Podría significar «Mi Verdadero Amor».

MURIEL VERLOREN. Así que obviamente había alguien a quien no conocíamos y que nos ocultaba.

ROBERT VERLOREN. No puedo creerlo. Nos están diciendo que en realidad no conocíamos a nuestra niña.

GARCÍA. Lo siento, Bob. A veces las consecuencias de un caso como éste causan estragos. Pero nuestro trabajo es seguirlo hasta donde nos lleva. Ésa es la corriente que estamos siguiendo ahora.

GREEN. Básicamente, necesitamos seguir este aspecto de la investigación y descubrir quién es ese MVA. Lo que significa que hemos de hacer preguntas a los amigos y conocidos de su hija. Me temo que el rumor sobre esto se extenderá.

ROBERT VERLOREN. Eso lo comprendemos, detective. Lo asumiremos. Como dijimos el primer día que les vimos, hagan lo que tengan que hacer. Encuentren a la persona que lo hizo.

GARCÍA. Gracias, señor. Lo haremos.

[Fin de la entrevista, 14.40 h.]


Bosch leyó la transcripción una segunda vez, en esta ocasión tomando notas en su bloc. Después pasó a las transcripciones de otras tres entrevistas formales. Fueron llevadas a cabo con las tres amigas más íntimas de Becky Verloren: Tara Wood, Bailey Koster y Grace Tanaka. Sin embargo, ninguna de las chicas -chicas entonces- dijo que tuviera conocimiento del embarazo o de la relación que lo provocó. Las tres aseguraron que no la habían visto la semana posterior a la finalización de las clases, porque no contestaba al teléfono personal y cuando llamaron al número de su casa Muriel Verloren les dijo que su hija estaba enferma. Tara Wood, que se partía el turno de trabajo como camarera en el Island House Grill con Becky, dijo que su amiga estuvo de mal humor y poco comunicativa en las semanas anteriores a su asesinato, pero desconocía la razón de este comportamiento, porque Becky rechazó los esfuerzos de Wood para descubrir qué le ocurría.

El último elemento del expediente del caso era el archivo de los medios. García y Green habían archivado los artículos de periódico que se acumularon en las primeras fases del caso. El crimen tuvo más repercusión en el Daily News que en el Times, lo cual era muy comprensible porque el News circulaba principalmente en el valle de San Fernando, mientras que el Times normalmente trataba el valle como un hijastro incómodo, relegando las noticias que allí se generaban a las páginas interiores.

No hubo cobertura de la desaparición inicial de Becky Verloren. Los periódicos obviamente lo habían visto del mismo modo que la policía. En cambio, una vez que se halló el cadáver, hubo varios artículos sobre la investigación, el funeral y el impacto que la muerte de la chica tuvo en su instituto. Incluso se publicó un despiece ambientado en el Island House Grill. El artículo, aparecido en el Times, probablemente había sido un intento de que el caso tuviera sentido para los lectores potenciales del periódico en el Westside. Un restaurante en Malibú era algo con lo cual los westsiders podían relacionarse.

Ambos periódicos relacionaban el arma homicida con un robo ocurrido un mes antes del asesinato, pero ninguno mencionaba las implicaciones antisemitas. Ni el uno ni el otro citaban las pruebas de sangre y tejido recuperados en el arma. Bosch supuso que la sangre y el tejido eran el as en la manga de los investigadores, la prueba que se reservaban para disponer de una ventaja si se identificaba a un sospechoso.

Finalmente, Bosch se fijó en que no había en los medios entrevistas con los apenados padres. Aparentemente, los Verloren habían elegido no mostrar su dolor para consumo público. A Bosch eso le gustó. Le parecía que cada vez con más frecuencia los medios forzaban a las víctimas de la tragedia a llorar en público, delante de las cámaras y en los reportajes de los periódicos. Los padres de hijos asesinados se convertían en rostros conocidos que aparecían en la pequeña pantalla como expertos la siguiente vez que se producía un asesinato de niños y había una nueva pareja de padres destrozados. A Bosch le desagradaba. Le parecía que la mejor manera de honrar a los muertos era llevarlos cerca del corazón, no compartirlos con el mundo a través del espectro electrónico.

En la parte de atrás del archivador había un bolsillo que contenía un sobre con la insignia del águila del Times y la dirección en la esquina. Bosch lo sacó y encontró una serie de fotos en color de 20 x 25 tomadas en el funeral de Rebecca Verloren, una semana después del asesinato. Muy probablemente se había producido un trato: las fotos a cambio del acceso. Bosch recordó haber hecho tratos semejantes en el pasado, cuando debido a una cuestión de agenda o de presupuesto no podía llevar a un fotógrafo de la policía a un funeral. Prometía al periodista que se ocupaba del caso una exclusiva siempre y cuando e1 fotógrafo del periódico no le importara hacer una serie completa de fotos de la multitud asistente al sepelio. Nunca se sabe cuándo puede presentarse un asesino para regodearse con la angustia y el dolor que ha causado. Los periodistas siempre aceptaban el trato. Los Ángeles era uno de los mercados más competitivos del mundo para los medios, y para los periodistas el acceso a la noticia era una cuestión de vida o muerte.

Bosch estudió las fotos, pero estaba limitado al buscar a Roland Mackey, porque no sabía qué aspecto tenía en 1988. Las fotos que Kiz Rider había obtenido del ordenador eran de su detención más reciente. En ellas se veía un hombre con entradas, perilla y ojos oscuros. Resultaba difícil comparar ese rostro con algunas de las caras adolescentes que se habían reunido en el momento de dar sepultura a uno de los suyos.

Durante un rato, estudió los rostros de los padres de Becky Verloren en una de las fotos. Estaban de pie junto a la tumba, abrazándose como si cada uno sostuviera al otro para impedir que cayera. Había lágrimas en las mejillas. Robert Verloren era negro, y Muriel Verloren, blanca. Bosch entendió entonces de dónde había sacado su hija aquella: belleza incipiente. Con frecuencia la mezcla de razas en un hijo se alza por encima de las dificultades sociales para dar como resultado un atractivo especial.

Bosch dejó las fotos en la mesa y se quedó pensativo. En ningún lugar del expediente se mencionaba la posibilidad de que la raza hubiera desempeñado un papel en el asesinato. Sin embargo, el hecho de que el hombre víctima del robo del arma homicida hubiera sido amenazado a causa de su religión parecía levantar la posibilidad de al menos un tenue vínculo con el asesinato de una chica mulata.

El hecho de que eso no se mencionara en el expediente no significaba nada. La cuestión racial era algo que siempre se mantenía en la intimidad en el Departamento de Policía de Los Ángeles. Poner algo, por escrito significaba darlo a conocer en el interior del departamento, pues los resúmenes de investigación eran revisados hasta el nivel más alto en los casos más calientes. La información podía filtrarse, y convertirse en otra cosa, en un asunto de cariz político. De manera que la ausencia de toda mención no era vista por Bosch como una tacha en la investigación. Al menos, todavía no.

Volvió a meter las fotos en el sobre y cerró el archivador. Calculaba que había allí más de trescientas páginas de documentos y fotos, y en ningún lugar de esas páginas había visto el nombre de Roland Mackey. ¿Era posible que hubiera pasado inadvertido incluso de manera periférica en la investigación conducida tantos años antes? En ese caso, ¿era todavía posible que fuera el asesino?

Estas cuestiones preocupaban a Bosch. Siempre trataba de mantener la fe en el expediente del caso, lo cual significaba que creía que las respuestas normalmente se ocultaban entre sus cubiertas de plástico. Y a pesar de todo, en esta ocasión tenía dificultades para creer en el resultado ciego. No en la ciencia. No dudaba de que la sangre y el tejido hallados en el interior del arma pertenecían a Mackey. Pero creía que el caso no cerraba. Faltaba algo.

Bajó la mirada a su bloc. Había tomado pocas notas. De hecho, sólo había compuesto una lista de gente con la que quería hablar.


Green y García Madre/Padre

escuela / amigas / profesores ex novio

agente de condicional Mackey / ¿escuela?


Sabía que todas las notas que había tomado eran obvias. Se dio cuenta de lo poco que tenía además del resultado de la prueba de ADN, y una vez más se sintió inquieto por construir una acusación sin nada más.

Bosch estaba mirando sus notas cuando Kiz Rider entró en la oficina. Llevaba las manos vacías y no sonreía.

– ¿Y? -preguntó Bosch.

– Malas noticias. El arma homicida ha desaparecido. No sé si has leído todo el expediente, pero se menciona un diario. La chica llevaba un diario. Eso tampoco está. No hay nada.

7

Decidieron que la mejor manera de digerir la mala noticia y discutida era ir a comer. Además, nada le daba más hambre a Bosch que pasarse la mañana sentado en una oficina y leyendo el expediente de un caso de asesinato. Fueron a Chinese Friends, un pequeño local de Broadway, al extremo de Chinatown, donde sabían que a esa hora todavía podrían conseguir mesa. Era un sitio donde se podía comer bien y en abundancia por poco más de cinco pavos. El problema era que se llenaba deprisa, sobre todo con el personal del cuartel general de los bomberos, los policías del Parker Center y los burócratas del City Hall. Si no llegabas allí a las doce, tenías que pedir comida para llevar y sentarte a comer al sol en el banco de la parada de autobús que había enfrente.

Dejaron el expediente del caso en el coche para no molestar a otros clientes del restaurante, cuyas mesas estaban tan juntas como los pupitres en un colegio público. Sí llevaron sus notas y discutieron el caso en una improvisada jerga concebida para mantener la conversación en privado. Rider explicó que cuando había dicho que no había pistola ni diario en la DAP se refería a que después de una búsqueda de una hora por parte de dos funcionarios no se encontró caja alguna con las pruebas. No supuso una gran sorpresa para Bosch. Como le había advertido antes Pratt, el departamento había descuidado las pruebas durante décadas. Las cajas de pruebas eran registradas y almacenadas en estantes por orden cronológico y sin ninguna clase de separación relativa al tipo de delito. Consecuentemente, las pruebas de un asesinato podían estar en un estante junto a pruebas de un robo. Y cuando los funcionarios pasaban periódicamente para eliminar las pruebas de los casos que habían prescrito, en ocasiones tiraban la caja que no correspondía. Además, la seguridad del edificio fue durante años una cuestión de escasa prioridad. No era difícil que alguien con una placa del departamento tuviera acceso a cualquier prueba que hubiera en el complejo. Así que las cajas de pruebas eran objeto de hurtos. La desaparición de armas u otro tipo de pruebas de casos de criminales famosos como los de Dalia Negra, Charles Manson o el Fabricante de Muñecas no podía considerarse algo inusual.

En el caso Verloren no había indicios de robo. Probablemente se trataba más de un caso de negligencia al tratar de encontrar una caja almacenada diecisiete años atrás en una sala enorme repleta de cajas idénticas.

– La encontrarán -dijo Bosch-. Quizás incluso podrías conseguir que tu colega de la sexta les ponga el miedo en el cuerpo. Entonces seguro que la encuentran. -Más les vale. La prueba de ADN no nos servirá sin la pistola.

– Eso no lo sé.

– Harry, es la cadena probatoria. No puedes ir a juicio con ADN y no mostrar al jurado el arma del que salió. Sin ella, ni siquiera podemos ir al fiscal del distrito. Nos echaría de una patada en el culo.

– Calma. Lo que estoy diciendo es que ahora mismo somos los únicos que sabemos que no tenemos la pistola. Podemos disimular.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿No crees que todo esto terminará con Mackey y nosotros en una sala?

Aunque tuviéramos la pistola como prueba, no podríamos probar más allá de toda duda que él dejó allí su sangre al disparar a Becky Verloren. Lo único que podemos probar es que la sangre es suya. Así que, si quieres saber mi opinión, va a reducirse a una confesión. Tendremos que ponerlo en la sala, enfrentarle al resultado de la prueba de ADN y ver si coopera. Eso es todo. Así que lo único que digo es que pongamos un poco de aderezo para el interrogatorio. Vamos a la armería y pedimos prestada una Colt del 45 y la sacamos de la caja cuando estemos con él en la sala. Le convencemos de que tenemos la cadena de pruebas y se lo traga o no.

– No me gustan los trucos.

– Los trucos forman parte de este oficio. No hay nada ilegal en eso. Incluso los tribunales lo han dicho.

– De todos modos, creo que vamos a necesitar más que el ADN para convencerlo.

– Yo también. Estaba pensando que…

Bosch se detuvo y esperó mientras la camarera dejaba dos platos humeantes.

Él había pedido arroz frito con gambas; Rider, costillas de cerdo. Sin decir palabra, Bosch levantó su plato y sirvió la mitad del contenido en el plato de Rider. A continuación, pinchó con un tenedor tres de las seis costillas de cerdo. Casi sonrió al hacerlo. Llevaban menos de un día juntos en el trabajo y ya habían recuperado el ritmo fácil de su anterior compañerismo. Estaba feliz.

– Eh, ¿en qué anda Jerry Edgar?

– No lo sé. Hace mucho que no hablo con él. En realidad nunca superamos aquello.

Bosch asintió. Cuando Bosch había trabajado con Rider en la mesa de Homicidios de la División de Hollywood habían sido divididos en equipos de tres. Jerry Edgar era el tercer miembro del equipo. Bosch se retiró y poco después Rider fue ascendida. Edgar se quedó en Hollywood con la sensación de que se había quedado aislado y postergado. Y ahora que Bosch y Rider estaban trabajando otra vez y asignados a Robos y Homicidios, Edgar no había dicho esta boca es mía.

– Harry, ¿qué estabas diciendo cuando llegó la comida?

– Sólo que tienes razón. Necesitaremos más. Una cosa en la que estaba pensando era que he oído que desde el 11-S y la Patriot Act es más fácil conseguir pinchar conversaciones.

Rider se comió un trozo de gamba antes de responder.

– Sí, eso es cierto. Era una de las cosas que monitorizaba para el jefe. Nuestras peticiones se han multiplicado por treinta. Las aprobaciones también han subido. Se ha corrido la voz, y ahora es una herramienta a la que podemos recurrir. ¿Cómo piensas usarlo?

– Estaba pensando en pinchar los teléfonos a Mackey y después colar una historia en el periódico. Que digan que estamos otra vez trabajando el caso, mencionamos la pistola, quizá mencionamos el ADN, bueno, algo nuevo. No que tenemos un resultado con el ADN, sino que podemos tenerlo. Entonces nos retiramos y lo vigilamos. Escuchamos y vemos qué pasa. Después podríamos hacerle una visita, y a ver si algo se pone en marcha.

Rider reflexionó mientras se comía una costilla de cerdo con los dedos. Parecía inquieta por algo, y a buen seguro que no era por la comida.

– ¿Qué? -preguntó Bosch.

– ¿A quién llamaría?

– No lo sé. A aquel con quien lo hiciera o para el que lo hiciera.

Rider asintió pensativamente mientras masticaba.

– No lo sé, Harry. Llevas menos de un día en el trabajo después de tres años de tomar el sol y ya estás interpretando cosas en el caso que no veo. Supongo que todavía eres el maestro.

– Tú estás oxidada de estar sentada detrás de un escritorio enorme de la sexta.

– Hablo en serio.

– Yo también. Más o menos. Creo que he esperado tanto a esto que estoy plenamente alerta, supongo.

– Sólo cuéntame cómo lo ves, Harry. No hace falta que te excuses por tu instinto.

– De hecho, todavía no lo veo. Y es parte del problema. El nombre de Roland Mackey no está en ninguna parte del expediente, y ése es el primer problema. Sabíamos que estaba cerca, pero no tenemos nada que lo relacione con la víctima.

– ¿De qué estás hablando? Tenemos la pistola con su ADN.

– La sangre lo relaciona con la pistola, no con la chica. Has leído el expediente.

No podemos demostrar que su ADN se depositara en el momento del asesinato. Ese único informe podría dinamitar todo el caso. Es un gran agujero, Kiz. Tan grande que un jurado podría pasar por él. Todo lo que Mackey ha de hacer en el juicio es levantarse y decir: «Sí, robé la pistola en una casa de Winnetka. Después subí a la colina y disparé varias veces. Estaba imitando a Mel Gibson y ese maldito trasto me mordió, me arrancó un trozo de piel de la mano. Nunca había visto que eso le pasara a Mel. Así que me enfurecí y lancé la maldita pistola a los arbustos y me fui a casa para ponerme unas tiritas.» El informe del laboratorio -nuestro propio puto informe- lo respalda y se acabó la historia.

Rider no sonrió en ningún momento. Bosch sabía que le estaba entendiendo. -No hace falta que diga nada más, Kiz, y conseguirá una duda razonable y nosotros no podremos demostrar lo contrario. No tenemos pruebas en la escena, no tenemos pelos, ni fibras, no tenemos nada. Y luego está su perfil. Y si hubieras visto su historial antes de meterte con el caso y tener su ADN nunca habrías dicho que este tipo podía ser un asesino. Quizás en una pelea o en un arrebato de pasión. Pero nunca algo como esto, algo planeado, y ciertamente, no a los dieciocho años.

Rider negó con la cabeza de manera casi nostálgica.

– Hace unas horas nos han dado esto como un regalo de bienvenida. Se suponía que Iba a ser coser y cantar…

– El ADN hace que todo el mundo salte a una conclusión. Ése es el problema:

La gente cree que la tecnología lo soluciona todo. Ven demasiada televisión.

– ¿Es ésta tu extraña forma de decir que no crees que lo hiciera él?

– Todavía no sé lo que creo.

– Entonces lo seguimos, le pinchamos el teléfono, lo asustamos de alguna manera y vemos a quién llama y cómo reacciona.

Bosch asintió con la cabeza.

– Eso estaba pensando -dijo.

– Antes ha de autorizarlo Abel.

– Seguimos las reglas, como me ha dicho el jefe hoy.

– Vaya, vaya… ¡El nuevo Harry Bosch!

– Lo tienes delante.

– Antes de pedir la escucha hemos de asegurarnos de que ninguno de los protagonistas conocía a Roland Mackey. Si se confirma, voto por ir a ver a Pratt por el pinchazo.

– Me parece bien. ¿Qué más has sacado de la lectura?

Quería ver si ella había captado la corriente racial subyacente antes de proponerlo.

– Sólo lo que había allí -respondió Rider-. ¿Había algo más que se me ha pasado?

– No lo sé, nada obvio.

– ¿Entonces qué?

– Estaba pensando en el hecho de que la chica era mulata. Incluso en el ochenta y ocho tenía que haber gente a la que no le gustara la idea. Si a eso añadimos el robo del que surgió el arma… La víctima era un judío. Dijo que lo estaban acosando y que por eso compró la pistola.

Rider asintió pensativamente mientras tragaba un bocado de arroz.

– No hay que perderlo de vista -dijo ella-. Pero no veo que haya que echar las campanas al vuelo con eso.

– No había nada en el expediente…

Comieron en silencio durante unos minutos. Bosch siempre pensaba que Chinese Friends tenía las gambas más suaves y dulces que había comido nunca con el arroz frito. Las costillas de cerdo, tan finas como los platos de plástico en los que las comían, también eran exquisitas. Y Kiz tenía razón, era mejor comerlas con la mano.

– ¿Y Green y García? -preguntó Rider al fin.

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿Cómo los calificarías en esto?

– No lo sé, quizás un suficiente, siendo generoso. Cometieron errores y retardaron las cosas. Después parece que cumplieron el expediente. ¿Y tú?

– Lo mismo. Escribieron un buen expediente, aunque da la sensación de que lo hicieron para cubrirse las espaldas, como si supieran que nunca iban a resolverlo. Se esmeraron en que el expediente mostrara que no habían dejado piedra sin mover.

Bosch asintió y miró su bloc en la silla vacía que tenía al lado. Leyó la lista de gente a interrogar.

– Hemos de hablar con los padres y con García y Green. También necesitamos una foto de Mackey. De cuando tenía dieciocho.

– Creo que es mejor dejar a los padres hasta que hayamos hablado con los demás. Puede que sean los más importantes, pero han de ser los últimos. Quiero saber lo más posible antes de sacudirlos, con esto después de diecisiete años.

– Bien. Quizá deberíamos empezar con la condicional. Hace sólo un año que terminó. Probablemente estaba asignado a Van Nuys.

– Sí. Podemos ir allí y después pasamos a hablar con Art García.

– ¿Lo has encontrado? ¿Sigue trabajando?

– No tuve que buscar. Ahora es jefe de la comandancia del valle.

Bosch asintió. No estaba sorprendido. A García le había ido bien. El puesto de inspector de comandancia lo situaba justo por debajo del subdirector. Eso significaba que era segundo al mando en las cinco divisiones de policía del valle de San Fernando, incluida la de Devonshire, donde años antes había investigado el caso Verloren.

Rider continuó.

– Además de nuestros proyectos regulares en la oficina del jefe, cada uno de los ayudantes especiales era una especie de enlace con una de las cuatro comandancias. Mi asignación era el valle. Así que el inspector de comandancia García y yo hablábamos de vez en cuando, aunque solía tratar con su ayudante, un tal Vartan.

– Ya te entiendo… Tengo una compañera muy bien conectada. Probablemente le estabas diciendo a Vartan y García cómo manejar el valle.

Ella negó con la cabeza simulando estar enfadada.

– No me vengas con hostias. Trabajar en la sexta planta me dio una buena visión del departamento y de cómo funciona.

– O cómo no funciona. Y hablando de eso, hay algo que debería contarte.

– ¿Qué es?

– Me encontré con Irving cuando fui a buscar café. Justo después de que te fueras.

Rider inmediatamente se mostró preocupada. -¿Qué pasó? ¿Qué dijo?

– No mucho. Me llamó recauchutado y mencionó que voy a estallar y que, cuando me pase eso, el jefe caerá conmigo por haberme recontratado. Y, por supuesto, cuando pase la tormenta, Don Limpio estará allí para subir un peldaño.

– Joder, Harry. ¿Un día en el trabajo y ya tienes a Irving mordiéndote el culo?

Bosch separó las manos, casi golpeando el hombro del señor que estaba sentado en la mesa de al lado.

– Fui a buscar café y estaba allí. Fue Irving el que se me acercó, Kiz. Estaba ocupándome de mis asuntos, te lo juro.

Rider bajó la mirada y continuó comiendo sin hablarle. Dejó el último trozo de costilla de cerdo, a medio comer, en el plato.

– No puedo comer más, Harry. Vámonos de aquí.

– Yo estoy listo.

Bosch dejó más que suficiente dinero en la mesa y Rider dijo que la próxima vez pagaría ella. Se metieron en el coche de Bosch, un Mercedes SUV negro, y recorrieron Chinatown hasta la entrada norte de la 101. Llegaron hasta la autovía antes de que Rider volviera a hablar de Irving.

– Harry, no te lo tomes a la ligera -dijo ella-. Ten mucho cuidado.

– Siempre tengo cuidado, Kiz, y nunca me he tomado a ese hombre a la ligera.

– Lo único que digo es que le han pasado por delante dos veces para el puesto máximo. Podría estar un poco desesperado.

– Sí, pero ¿sabes lo que no entiendo? ¿Por qué tu hombre no se deshizo de él cuando llegó aquí? ¿Por qué no hizo limpieza? Mandar a Irving al otro lado de la calle no es poner fin a una amenaza. Eso lo sabe cualquiera.

– No podía deshacerse de él. Irving lleva más de cuarenta años de servicio.

Tiene muchos contactos fuera del departamento y en el City Hall. Y sabe dónde están enterrados muchos cadáveres. El jefe no podía tomar ninguna medida contra él sin estar seguro de que no habría respuesta.

Otra vez se instauró el silencio. El tráfico de primera hora de la tarde hacia el valle era fluido. Tenían puesta la KFWB, la emisora de todo noticias e informes de tráfico y en la radio no hablaban de problemas más adelante. Bosch miró el indicador de gasolina y vio que todavía le quedaba medio depósito.

Antes habían decidido alternar el uso de sus coches particulares. Habían solicitado y obtenido la aprobación para compartir un vehículo del departamento, pero ambos sabían que ésa era la parte fácil. Podían pasar meses, o incluso más, antes de que dispusieran del vehículo. El departamento no tenía ni el coche sobrante ni presupuesto para comprar uno. La solicitud era un mero trámite burocrático previo a que el departamento pagara por gasolina y kilometraje de sus coches particulares. Bosch sabía que con el tiempo haría tantos kilómetros en su Mercedes que el gasto probablemente sería mayor que el del coche aprobado.

– Mira -dijo él al fin-. Ya sé lo que estás pensando, aunque no lo estés diciendo. No te preocupas sólo por mí. Te jugaste el cuello por mí y convenciste al jefe para que me contratara. Créeme, Kiz, sé que no sólo me la juego yo…, este recauchutado. No has de preocuparte y puedes decirle al jefe que no tiene que preocuparse. Lo he entendido. No habrá un reventón.

– Bien, Harry, me alegra oír eso.

Pensó en qué podía decir para convencerla más. Sabía que las palabras eran sólo palabras.

– ¿Sabes? No sé si te lo he contado nunca, pero después de dejado al principio me gustó. No sé, estar fuera de la brigada y hacer lo que me apetecía, sin más. Luego empecé a echarlo de menos y volví a trabajar casos. Por mi cuenta. La cuestión es que empecé a andar con una especie de cojera.

– ¿Cojera?

– Muy leve. Como si uno de mis talones fuera más bajo que el otro. Como si estuviera desequilibrado.

– Bueno, ¿te revisaste los zapatos?

– No tenía que revisar mis zapatos. No eran los zapatos, era la pistola.

Bosch la miró. Ella tenía la vista fija al frente, con las cejas en una profunda V que utilizaba mucho con él. Bosch volvió a concentrarse en la carretera.

– He llevado pistola tanto tiempo que cuando dejé de llevarla perdí el equilibrio. Estaba descompensado.

– Harry, es una historia extraña.

Estaban atravesando el paso de Cahuenga. Bosch miró por la ventanilla a la colina, buscando su casa, alojada entre las otras en los pliegues de la montaña. Creyó captar un atisbo de la terraza de atrás asomándose al matorral marrón.

– ¿Quieres llamar a García y ver si podemos pasarnos a hablar con él después de ir a las oficinas de la condicional? -preguntó.

– Sí, lo haré. En cuanto me cuentes la moraleja de tu historia. Bosch pensó un momento antes de responder.

– La moraleja es que necesito la pistola. Necesito la placa. Si no, estoy desequilibrado. Necesito todo esto, ¿vale?

Miró a Rider. Ella le devolvió la mirada, pero no dijo nada.

– Sé lo que vale esta oportunidad. Así que a la mierda Irving y que me llame recauchutado. No la cagaré.

8

Al cabo de veinte minutos llegaron a uno de los lugares de la ciudad que menos le gustaban a Bosch: la oficina de libertad condicional del Departamento Correccional del Estado, en Van Nuys. Era un edificio de una sola planta repleto de gente que esperaba para ver a los agentes de la condicional, para proporcionar muestras de orina, presentarse por exigencia del tribunal, entregarse para ser encarcelados o solicitar una nueva oportunidad de libertad. Era un lugar donde la desesperación, la humillación y la rabia se palpaban en el ambiente. Era un lugar donde Bosch trataba de no establecer contacto visual con nadie.

Bosch y Rider tenían algo que ninguno de los otros tenía: una placa. Eso les ayudó a saltarse las colas y tener una audiencia de inmediato con la agente a la que Roland Mackey había sido asignado tras su detención dos años antes por comportamiento lascivo. Thelma Kibble estaba enclaustrada en un cubículo estándar de funcionario del gobierno, en una sala repleta de cubículos idénticos. Su escritorio y el único estante que venía con el cubículo estaban repletos de archivos de los condenados por los que tenía que velar a través de la libertad condicional. Era de altura y complexión media. El brillo de sus ojos contrastaba con su piel marrón oscura. Bosch y Rider se presentaron como detectives de Robos y Homicidios. Sólo había una silla delante del escritorio de Kibble, de modo que se quedaron de pie.

– ¿De qué se trata, de un robo o de un homicidio? -preguntó Kibble.

– Homicidio -dijo Rider.

– Entonces ¿por qué uno de ustedes no coge una silla de ese cubículo de ahí? Ella sigue almorzando.

Bosch cogió la silla que la agente le había señalado y volvió. Rider y Bosch se sentaron y explicaron a Kibble que querían echar un vistazo al expediente correspondiente a Roland Mackey. Bosch se dio cuenta de que Kibble había reconocido el nombre, pero no el caso.

– Fue un caso de libertad condicional por conducta lasciva que tuvo hace un par de años -dijo Bosch-. Terminó después de doce meses.

– Ah, entonces no está en curso. Bueno, tengo que ir a buscarlo a los archivos. No lo recuer… Ah, sí, sí. Roland Mackey, sí. Disfruté bastante con ése.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Rider.

Kibble sonrió.

– Digamos que tenía ciertas dificultades en presentarse ante una mujer de color. Aunque mejor voy a buscar el expediente y así tendremos los detalles claros.

Comprobó la ortografía del apellido Mackey y los dejó solos en el cubículo.

– Eso podría ayudar -dijo Bosch.

– ¿Qué? -preguntó Rider.

– Si tiene problemas con ella, probablemente también los tendrá contigo. Podríamos usarlo.

Rider asintió. Bosch vio que ella estaba mirando un artículo de periódico clavado en el tablero de la pared del cubículo. Estaba amarillento por el paso del tiempo. Bosch se inclinó y leyó, pero se encontraba demasiado lejos para leer otra cosa que el titular.


AGENTE DE CONDICIONAL HERIDA

RECIBIDA CON HONORES DE HEROÍNA


– ¿Qué es eso? -le preguntó a Rider.

– Sé quién es -dijo Rider-. Le dispararon hace unos años. Fue a la casa de una ex presidiaria y alguien le disparó. La presidiaria llamó para pedir ayuda, pero luego se fue. Algo así. Le dimos un premio en la asociación. Dios, ha perdido muchísimo peso.

Algo de la historia encendió una bombilla en Bosch. Se fijó en que había dos fotografías que acompañaban el artículo. Una era de Thelma Kibble, de pie delante del edificio del Departamento Correccional, con una pancarta que le daba la bienvenida colgada del techo. Rider tenía razón. Kibble daba la impresión de haber perdido casi cuarenta kilos desde la foto. Bosch de pronto se acordó de que había visto la pancarta en la fachada del edificio unos años atrás cuando uno de sus casos estaba en juicio en el tribunal que se hallaba al otro lado de la calle. Asintió con la cabeza al recordarlo.

Luego, algo de la otra foto captó su atención y su recuerdo. Era una foto de ficha policial de una mujer blanca, la ex presidiaria que vivía en la casa donde habían disparado a Kibble.

– Ella no disparó, ¿verdad? -preguntó.

– No, ella es la que llamó, la que la salvó. Desapareció. Bosch de repente se levantó y se inclinó por encima del escritorio, poniendo las manos encima de pilas de carpetas para apoyarse. Miró la foto de ficha policial. Era una imagen en blanco y negro que se había oscurecido al tiempo que envejecía el recorte de periódico. Pese a todo, Bosch reconoció la cara de la foto. Estaba seguro. El pelo y el color de los ojos eran diferentes. El nombre de debajo de la foto también era distinto, pero es taba seguro de que había conocido a aquella mujer en Las Vegas el año anterior. -Eso que está chafando son mis archivos.

Bosch inmediatamente volvió a su posición al tiempo que Kibble rodeaba el escritorio.

– Lo siento, sólo trataba de leer el artículo.

– Es una vieja noticia. De cuando me comí esa bala. Ahora tengo muchos más años, y muchos menos kilos.

– Yo estuve en el homenaje que le hicieron en la Asociación de Agentes de Policía Negros -dijo Rider.

– ¿En serio? -dijo Kibble, y su rostro se iluminó con una sonrisa-. Ésa fue una noche realmente inolvidable para mí.

– ¿Qué le pasó a la mujer? -preguntó Bosch.

– ¿Cassie Black? Ah, se dio a la fuga. Nadie ha vuelto a verla.

– ¿Tiene cargos?

– Lo gracioso es que no. O sea, la acusamos porque se fugó, pero es lo único que tiene. Cielos, ella no me disparó. Lo único que hizo fue salvarme la vida. No iba a acusarla por eso. Pero no podía hacer nada con la violación de la condicional. Se largó. Por lo que sé, el tipo que me disparó podría haberla encontrado y haberla enterrado en el desierto. Aunque espero que no. Ella me echó una buena mano.

De repente, Bosch ya no estaba tan seguro de que la mujer que temporalmente había sido su vecina en un motel mientras visitaba a su hija en Las Vegas el año anterior hubiera sido Cassie Black. Se sentó y no dijo nada.

– ¿Encontró el archivo? -preguntó Rider.

– Aquí está -dijo Kibble-. Puedo prestárselo, pero si quieren preguntarme por el chico, háganlo ahora. Mi pizarra de la tarde empieza en cinco minutos. Si me retraso provoco un efecto dominó que dura toda la tarde y salgo de aquí a las tantas. Esta noche no puedo, he quedado. -Estaba radiante ante la perspectiva de su cita.

– Muy bien, ¿qué recuerda de Mackey? ¿Ha mirado el expediente?

– Sí, lo he ojeado mientras volvía hacia aquí. Mackey era sólo un meón bromista. Un pobre drogadicto de poca monta con un componente bastante racista. No era gran cosa. Me gustaba bastante tenerlo metido en un puño, pero nada más.

Rider había abierto la carpeta y Bosch se estaba inclinando hacia ella para mirarla.

– ¿El caso de lascivia fue por exhibirse?

– De hecho, ahí descubrirán que el chico se pasó con el speed y el alcohol (mucho alcohol) y decidió aliviarse en el patio de alguien. Resultó que allí vivía una chica de trece años y estaba fuera jugando al baloncesto. El señor Mackey decidió después de ver a la niña que como ya había sacado su colita al viento lo mismo podía seguir adelante y decirle a la niña si quería probarla. ¿He mencionado que el padre de la niña trabajaba en la División Metropolitana del Departamento de Policía de Los Ángeles y que casualmente estaba fuera de servicio y en casa cuando ocurrió el incidente? Salió y redujo al señor Mackey. De hecho, el señor Mackey se quejó después de que casualmente, o quizá no tan casualmente, lo habían tirado al suelo justo encima del charco que acababa de hacer. No le hizo ninguna gracia.

Kibble sonrió al relatar la historia. Bosch asintió. Su versión era más colorista que el resumen del caso que figuraba en el expediente.

– Y simplemente pidió la condicional.

– Exacto. Le ofrecieron un acuerdo y lo aceptó. Me lo asignaron.

– ¿Algún problema durante sus doce meses?

– Nada salvo sus problemas conmigo. Pidió otro agente, pero le denegaron la petición y se quedó clavado conmigo. Lo mantenía controlado, pero se notaba bajo la superficie. No podría decirle qué le molestaba más, si el hecho de que fuera negra o el hecho de que fuera mujer.

Miró a Rider al decir la última parte, y ésta asintió.

El archivo contenía detalles del pasado delictivo de Mackey y de su biografía.

Había fotos tomadas durante sus primeras detenciones que serían el elemento base. Había demasiado en juego para tratarlo delante de Kibble.

– ¿Podríamos disponer de una copia? -le preguntó Bosch-. Y también nos gustaría que nos prestara alguna de estas primeras fotos, a ser posible.

Los ojos de Kibble se entornaron un momento.

– Están trabajando en un caso viejo, ¿eh? -Rider asintió.

– De hace mucho -dijo.

– Un caso aparcado, ¿eh?

– Los llamamos abiertos -dijo Rider. Kibble asintió pensativamente.

– Bueno, aquí nada me sorprende: he visto a gente robar una pizza y ser detenida dos días antes del final de una condicional de cuatro años. Pero por lo que recuerdo de este Mackey, no me parecía que tuviera instinto asesino. En mi opinión. Es un discípulo, no un líder.

– Es una buena lectura -dijo Bosch-. No estamos seguros de que se trate de él. Sólo sabemos que estuvo implicado. -Se levantó, preparado para irse-. ¿Y la foto? Una fotocopia no sería lo bastante clara para enseñarla.

– Puede llevársela siempre que me la devuelva. Necesito mantener el archivo completo. La gente como Mackey tiene tendencia a volver, ¿entiende?

– Sí, y se la devolveremos. ¿Puede hacerme también una copia de ese artículo? Quiero leerlo.

Kibble miró el recorte de periódico clavado a la pared del cubículo.

– Pero no mire la foto. Ese es mi viejo yo.

Después de salir de las dependencias del Departamento Correccional, Rider y Bosch cruzaron la calle hasta los edificios municipales de Van Nuys y caminaron entre los dos tribunales para llegar al centro comercial que había en medio. Se sentaron en un banco junto a la biblioteca. Su siguiente cita era con Arturo García, en la División de Van Nuys, que también era uno de los edificios del complejo gubernamental, pero era temprano y querían estudiar antes el expediente del Departamento Correccional.

El archivo contenía descripciones detalladas de todos los delitos por los que Roland Mackey había sido detenido desde su decimoctavo cumpleaños. También contenía información biográfica utilizada por los agentes de la condicional a lo largo de los años para determinar aspectos de su supervisión. Rider le pasó a Bosch la ficha policial, mientras empezaba a revisar los detalles biográficos. De inmediato Kizmin Rider interrumpió a Bosch en su lectura para mencionar datos de Mackey que pensaba que podían ser pertinentes en el caso Verloren.

– Se sacó el graduado escolar en Chatsworth High en el verano del ochenta y ocho -dijo-. Así que eso lo sitúa justo en Chatsworth.

– Si se sacó el graduado escolar, eso significa que antes había abandonado los estudios. ¿Dice en dónde?

– Aquí no hay nada. Dice que se educó en Chatsworth. Familia disfuncional.

Mal estudiante. Vivía con su padre, soldador en la fábrica de General Motors en Van Nuys. No suena a alumno de Hillside Prep.

– Aun así hemos de comprobarlo. Los padres siempre quieren que a sus hijos les vaya mejor. Si fue allí y conoció a Rebecca y después lo echaron, eso explicaría por qué no lo entrevistaron en el ochenta y ocho.

Rider simplemente asintió. Continuó leyendo.

– Este tipo nunca salió del valle -dijo-. Todas las direcciones son de por aquí.

– ¿Cuál es la última conocida?

– Panorama City. La misma que en Auto Track. Pero si está aquí, probablemente es vieja.

Bosch asintió. Cualquiera que había pasado por el sistema penitenciario tantas veces como Mackey sabía que le convenía cambiarse de casa el día en que terminaba la condicional. Y sin dejar dirección. Bosch y Rider irían a la dirección de Panorama City a comprobarlo, pero Bosch sabía que Mackey ya no iba a estar. Allí donde se hubiera trasladado no había usado su nombre en los servicios públicos ni había actualizado su licencia de conducir o su registro de vehículo. Estaba volando por debajo del radar.

– Dice que estuvo con los Wayside Whities -dijo Rider al revisar el informe.

– No me sorprende.

Wayside Whities era el nombre de una banda carcelaria que había existido durante años en el Wayside Honor Rancho del norte del condado. Las bandas normalmente se formaban siguiendo líneas raciales en las prisiones del condado, más como medio de protección que por animadversión racial. No era raro encontrar a miembros judíos en la banda de orientación nazi Wayside Whities. La protección era la protección. Era una forma de pertenecer a un grupo y evitar las agresiones de otros grupos. Se trataba de una medida de supervivencia en prisión. La pertenencia de Mackey al grupo era sólo una conexión tenue con la teoría de Bosch de que la raza posiblemente había sido un factor a tener en cuenta en el caso Verloren. -¿Algo más sobre eso? -preguntó.

– No que haya visto.

– ¿Y la descripción física? ¿Algún tatuaje?

Rider pasó las hojas y sacó un formulario de la prisión.

– Sí, tatuajes -dijo, leyendo-. Lleva su nombre en un bíceps y supongo que el nombre de una chica en el otro, RaHoWa.

Deletreó el nombre y Bosch empezó a sentir el primer cosquilleo de que su hipótesis era sólida.

– No es un nombre -dijo-. Es código. Significa Racial Holy War. Las dos primeras letras de cada palabra. El tipo es uno de los fieles. Creo que a García y Green se les pasó y lo tenían delante.

Sintió la subida de la adrenalina.

– Mira esto -dijo Rider con urgencia-. También tenía el número ochenta y ocho tatuado en la espalda. El tipo tiene un recordatorio de lo que hizo en el ochenta y ocho.

– Más o menos -dijo Bosch-. Es otro código. Trabajé en uno de esos casos de supremacía blanca y recuerdo todos los códigos. Para esos tipos ochenta y ocho significa doble H porque la H es la octava letra del alfabeto. Ochenta y ocho equivale a HH, es decir, Heil Hitler. También usan un noventa y ocho para Sieg Heil. Son muy listos, ¿no?

– Todavía creo que el año ochenta y ocho puede tener algo que ver con esto.

– Tal vez. ¿Tienes algo ahí sobre empleo?

– Parece que conduce un camión grúa. Iba conduciendo un camión grúa cuando se paró a mear y se ganó la acusación de lascivia la última vez. Enumera tres empleos anteriores: todos servicios de grúas.

– Bien. Es un buen punto de partida.

– Lo encontraremos.

Bosch volvió a mirar la hoja de detenciones que tenía delante. Había un robo de 1990. Un perro policía había atrapado a Mackey en la propiedad del Pacific Drive-in Theater. Había entrado después del cierre y se disparó una alarma silenciosa. Cogió lo poco que había en la caja registradora y se llenó una bolsa de plástico con doscientas barras de caramelo. Tardó en salir porque decidió conectar el calentador de queso y hacerse unos nachos. Todavía estaba en el interior del edificio cuando un agente con un perro envió al animal a la tienda. El informe decía que Mackey fue tratado por heridas debidas a mordiscos de perro en el brazo y el muslo izquierdos en el County USC Medical Center antes de ser inculpado.

El registro indicaba que Mackey se había declarado culpable de allanamiento de morada, un cargo menor, y fue sentenciado al tiempo pasado en prisión preventiva -sesenta y siete días en la prisión de Van Nuys- y a dos años de libertad condicional.

El siguiente informe se refería a una violación de esa condicional debida a una detención por agresión. Bosch estaba a punto de leer el informe cuando Rider le quitó de las manos el fajo de fotocopias.

– Es hora de ir a ver a García -dijo-. Su sargento dijo que si llegábamos tarde lo perderíamos.

Ella se levantó y Bosch la siguió. Se dirigieron hacia la División de Van Nuys. Las oficinas de la comandancia del valle estaban en la tercera planta.

– En mil novecientos noventa Mackey fue detenido por un robo en el viejo Pacific Drive-in -dijo Bosch mientras caminaban.

– De acuerdo.

– Estaba en Winnetka y Prairie. Ahora hay allí un multicine. Eso lo pone a unas cinco o seis manzanas de donde fue robada el arma del caso Verloren un par de años antes. El robo.

– ¿Qué opinas?

– Dos robos a cinco manzanas de distancia. Creo que tal vez le gustaba trabajar en esa zona. Creo que robó la pistola. O estaba con la persona que la robó.

Rider asintió con la cabeza. Subieron la escalera que conducía al vestíbulo de la comisaría y a continuación cogieron el ascensor el resto del camino hasta la comandancia del valle de San Fernando. Llegaban a la hora, pero de todos modos les hicieron esperar. Mientras estaba sentado en el sofá, Bosch dijo:

– Recuerdo ese drive-in. Fui un par de veces cuando era un chaval. Al de Van Nuys también.

– También teníamos el nuestro en el Southside -dijo Rider.

– ¿También lo convirtieron en un multicine?

– No. Es sólo un aparcamiento. Allí no invierten dinero en multicines.

– ¿Y Magic Johnson?

Bosch sabía que el ex jugador de baloncesto de los Lakers había invertido mucho en la comunidad, entre otras cosas abriendo cines. -Sólo es uno.

– Supongo que uno es un comienzo.

Una mujer con galones de cabo en las mangas del uniforme se les acercó. -El jefe los recibirá ahora.

9

El inspector de comandancia Arturo García estaba de pie detrás de su escritorio, esperando a que la ayudante uniformada hiciera pasar a Bosch y Rider a su despacho. García también iba de uniforme, y lo vestía con orgullo. Tenía el pelo gris acerado y un poblado bigote del mismo, color. Exudaba la confianza de que el departamento solía hacer gala y que estaba intentando recuperar.

– Detectives, pasen, pasen -dijo-. Tomen asiento y cuéntenle a un viejo detective de Homicidios cómo les va.

Tomaron asiento en las sillas que había delante de la mesa.

– Gracias por recibimos tan pronto -dijo Rider.

Bosch y Rider habían decidido que ella llevaría la voz cantante con García, porque estaba más familiarizada con él a través del trabajo de enlace en la oficina del jefe. Además, Bosch no estaba seguro de ser capaz de disimular su desagrado por García y por los errores y pasos en falso que él y su compañero habían cometido en la investigación del caso Verloren.

– Bueno, cuando llaman de Robos y Homicidios, uno se hace un hueco, ¿no? Sonrió de nuevo.

– En realidad trabajamos en la unidad de Casos Abiertos -dijo Rider.

García perdió la sonrisa y por un momento Bosch creyó ver un destello de dolor en sus ojos. Rider había concertado la cita a través de un ayudante desde la oficina del jefe y no había revelado en qué caso estaban trabajando.

– Becky Verloren -dijo el inspector de comandancia. Rider asintió.

– ¿Cómo lo sabe?

– ¿Cómo lo sé? Fui yo quien llamó a ese tipo del centro, el agente al mando, y le dije que había ADN en aquel caso y que debería enviarlo a analizar.

– ¿El detective Pratt?

– Sí, Pratt. En cuanto esa unidad empezó a ser operativa lo llamé y le dije: revise el caso de Becky Verloren, mil novecientos ochenta y ocho. ¿Qué han obtenido? Han conseguido una coincidencia, ¿verdad?

Rider asintió.

– Tenemos una coincidencia muy buena.

– ¿Quién? He estado esperando diecisiete años a esto. Alguien del restaurante, ¿no?

Eso le dio que pensar a Bosch. En el expediente del caso había resúmenes de interrogatorios con gente que trabajaba en el restaurante de Robert Verloren, pero nada que se alzara por encima de una investigación de rutina. Nada que indicara sospecha o seguimiento. Nada en el sumario de la investigación señalaba hacia el restaurante. De pronto, escuchar a uno de los detectives originales del caso manifestar una sospecha largo tiempo albergada de que el asesino había venido de esa dirección era incongruente con todo aquello que habían pasado la mañana leyendo.

– Lo cierto es que no -dijo Rider-. El ADN pertenece a un hombre llamado Roland Mackey. Tenía dieciocho años en el momento del asesinato. Entonces vivía en Chatsworth. No creemos que trabajara en el restaurante.

García juntó las cejas como si estuviera desconcertado, o quizá decepcionado.

– ¿El nombre significa algo para usted? -preguntó Rider-. No lo hemos encontrado en el expediente.

García negó con la cabeza.

– No lo sitúo ahora mismo, pero ha pasado mucho tiempo. ¿Quién es?

– Todavía no sabemos quién es. Lo estamos rodeando. Sólo estamos empezando.

– Estoy seguro de que habría recordado ese nombre. Su sangre está en la pistola, ¿no?

– Con eso es con lo que contamos. Tiene antecedentes. Robos, comerciar con mercancía robada, drogas. Creemos que podría ser el autor del robo en el que se llevaron la pistola.

– Rotundamente -dijo García, como si su entusiasmo por la idea pudiera convertirla en realidad.

– Podemos conectarlo con la pistola sin ninguna duda -dijo Rider-, pero estamos buscando la conexión con la chica. Pensábamos que tal vez recordaría algo.

– ¿Aún no han hablado con la madre y el padre?

– Todavía no. Usted es nuestra primera parada.

– Esa pobre familia. Para ellos fue el fin.

– ¿Ha permanecido en contacto con los padres?

– Inicialmente sí. Mientras tuve el caso. Pero cuando me hicieron teniente y volví a la patrulla tuve que renunciar al caso. En cierto modo, perdí contacto con ellos después de eso. Principalmente hablaba con Muriel, la madre. El padre… Había algo extraño en él. No lo llevó bien. Dejó la casa, se divorciaron, todo. Perdió el restaurante. Lo último que oí era que estaba viviendo en la calle. De cuando en cuando aparecía por la casa y le pedía dinero a Muriel.

– ¿Qué le hizo pensar que fue alguien del restaurante cuando entramos aquí? García negó con la cabeza, como si se sintiera frustrado al tratar de alcanzar un recuerdo que se le escurría.

– No lo sé -dijo-. No lo recuerdo. Era más bien una sensación. Había cosas que iban mal en el caso. Había algo turbio.

– ¿En qué sentido?

– Bueno, estoy seguro de que han leído el expediente. No la violaron. La cargaron por esa colina e hicieron que pareciera un suicidio. Lo hicieron mal. Fue realmente una ejecución. Así que no estábamos hablando de un intruso casual. Alguien al que conocía la quería muerta. No bien entraron en la casa o enviaron a alguien a la casa.

– ¿Cree que estaba relacionado con su embarazo? -preguntó Rider. García asintió.

– Pensamos que estaba relacionado, pero nunca logramos establecerlo con certeza.

– MVA, las iniciales que Rebecca usó en su diario. Nunca descubrió qué significaban. Las mencionó en la entrevista formal con los padres. Mi verdadero amor, ¿recuerda?

– Ah, sí, las iniciales. Era como un código. Nunca lo supimos con seguridad.

Nunca descubrimos quién era. ¿Están buscando el diario?

Bosch asintió y Rider habló.

– Estamos buscándolo todo. El diario, la pistola, toda la caja de pruebas se ha perdido en algún sitio de la DAP.

García sacudió la cabeza como un hombre que había pasado una carrera tratando con las frustraciones del departamento.

– Eso no me sorprende. Lo habitual.

– Sí.

– Aunque le diré una cosa. Si encuentran la caja, allí no estará el diario.

– ¿Por qué?

– Porque lo devolví.

– ¿A los padres?

– A la madre. Como he dicho, me ascendieron a teniente y me iba, al South Bureau. Ron Green ya se había retirado. Estaba transfiriendo el caso y sabía que sería el final de éste. Nadie iba a prestarle atención como nosotros. Así que le dije a Muriel que me iba y le entregué el diario…

»Esa pobre mujer… Era como si el tiempo se hubiera detenido para ella ese día de julio. Se quedó congelada. No podía seguir adelante, ni volver atrás. Recuerdo que fui a verla antes de irme. Fue un año o así después del asesinato. Me hizo mirar en el dormitorio de Becky. No lo habían tocado. Estaba exactamente igual que la noche en que se la llevaron.

Rider asintió sombríamente. García no dijo nada más. Bosch finalmente se aclaró la garganta, se inclinó hacia delante y habló, golpeando de nuevo a García con la misma pregunta.

– Cuando llegamos aquí diciendo que teníamos una coincidencia de ADN, supuso que era alguien del restaurante. ¿Por qué?

Bosch miró a Rider para ver si le había molestado que interviniera en el interrogatorio. Al parecer no.

– No sé por qué -dijo García-. Como he dicho, siempre pensé que podía haber llegado de ese lado, porque nunca sentí que hubiéramos concluido allí.

– ¿Está hablando del padre?

García asintió.

– El padre era turbio. No sé si todavía se dice esa palabra. Pero entonces la palabra era turbio.

– ¿En qué sentido? -preguntó Rider-. ¿En qué sentido era turbio el padre? Antes de que García tuviera ocasión de responder a la pregunta uno de los ayudantes uniformados entró en el despacho.

– ¿Jefe? Están todos en la sala de reuniones preparados para empezar.

– De acuerdo, sargento. Enseguida voy.

Después de que el sargento se hubiera ido, García miró a Rider como si hubiera olvidado la pregunta.

– No hay nada en el sumario de la investigación que arroje ninguna sospecha sobre el padre -dijo Rider-. ¿Por qué pensaba que era turbio?

– Ah, en realidad no lo sé. Era una especie de corazonada. Nunca reaccionaba como se supone que un padre ha de reaccionar. Era demasiado tranquilo. Jamás se enfurecía, jamás gritaba, o sea alguien le arrebató a su niña. Nunca nos cogió aparte a Ron o a mí y nos dijo: «Quiero que me dejen a ese tipo cuando lo encuentren.» Esperaba eso.

Por lo que a Bosch respectaba, todo el mundo seguía siendo sospechoso, incluso con el resultado ciego que vinculaba a Roland Mackey con el arma del crimen. Eso ciertamente incluía a Robert Verloren. Sin embargo, Bosch inmediatamente desechó la corazonada de García relacionada con las respuestas emotivas del padre ante el asesinato de su hija. Sabía por haber trabajado en cientos de asesinatos que no había forma alguna de juzgar tales respuestas para construir sobre ellas una sospecha. Bosch había visto todas las combinaciones posibles y ninguna significaba nada. Uno de los hombres que más gritaron y lloraron de todos los que se había encontrado en sus numerosos casos terminó siendo el asesino.

Al rechazar la corazonada y la sospecha de García, Bosch también estaba despreciando al antiguo detective. Él y Green sin duda habían cometido errores al principio, pero se habían recuperado para llevar a cabo una investigación formal del asesinato. El expediente lo reflejaba. No obstante, al hablar con García, Bosch supuso que aquello que se había hecho bien probablemente correspondía a Green. Sabía que tenía que haberlo sospechado al oír que García había cambiado la investigación de Homicidios por la gestión.

– ¿Cuánto tiempo trabajó en Homicidios? -preguntó Bosch.

– Tres años.

– ¿Todos en la División de Devonshire?

– Exacto.

Bosch rápidamente hizo sus cálculos. Devonshire tenía una carga de casos baja. Supuso que García habría trabajado a lo sumo en un par de docenas de asesinatos. No era suficiente experiencia para hacerlo bien. Decidió continuar.

– ¿Y su antiguo compañero? -preguntó-. ¿Tenía la misma impresión de Robert Verloren?

– Él quería darle al tipo un poco más de cuerda que yo.

– ¿Sigue en contacto con él?

– ¿Con quién, con el padre?

– No, con Green.

– No, se retiró hace mucho.

– Lo sé, pero ¿sigue en contacto?

García negó con la cabeza.

– No, está muerto. Se trasladó al condado de Humboldt. Debería haber dejado la pistola aquí. Tanto tiempo y sin nada que hacer…

– ¿Se suicidó?

García asintió.

Bosch bajó la mirada al suelo. No era la muerte de Green lo que le afectó. No conocía a Green. Lo que lamentaba era la pérdida de la conexión con el caso. Sabía que García no iba a ser de gran ayuda.

– ¿Y la raza? -preguntó Bosch, otra vez pasando por delante de Rider.

– ¿Qué pasa con eso? -preguntó García-. En este caso no la veo.


– Una pareja interracial, una chica mulata, la pistola procede de un robo en el que la víctima había sido acosada por cuestiones religiosas.

– Eso está pillado por los pelos. ¿Hay algo de eso en ese Mackey?

– Podría haber algo.

– Bueno, nosotros no teníamos el lujo de disponer de un sospechoso con nombre y apellidos. No vimos ningún aspecto racial en lo que teníamos entonces.

García lo dijo con energía, y Bosch se dio cuenta de que había pinchado en hueso. No le gustaba lo más mínimo que le corrigieran. A ningún detective le gustaba. Ni siquiera a uno inexperto.

– Ya sé que es jugar con ventaja empezar con el tipo e ir hacia atrás -dijo rápidamente Rider-. Es sólo algo que estamos mirando.

García pareció aplacado.

– Entiendo -dijo-. No dejen piedra sin levantar. -Se puso en pie-. Bueno, detectives, lamento acelerar esto. Ojalá pudiéramos hablar de este caso todo el día. Antes ponía a la gente en la cárcel, ahora voy a reuniones sobre presupuesto y despliegue.

«Es lo que te mereces», pensó Bosch. Miró a Rider, preguntándose si ella entendía que la había salvado de un destino similar cuando la convenció para que fuera su compañera en la unidad de Casos Abiertos.

– Háganme un favor -dijo García-. Cuando pillen a este tipo, Mackey, díganmelo. A lo mejor me paso por ahí y miro por la ventana. He estado esperando este momento.

– No hay problema, señor -dijo Rider, apartando la mirada de Bosch-. Lo haremos. Si se le ocurre algo más que pueda ayudarnos, llámeme. Todos mis números están aquí.

Rider se levantó, dejando una tarjeta en la mesa.

– Lo haré. -García empezó a rodear el escritorio para dirigirse a su reunión.

– Hay algo que puede que necesitemos que haga -dijo Bosch.

García se paró en seco y lo miró.

– ¿Qué, detective? He de ir a esa reunión.

– Podríamos necesitar espantarlo con un artículo de periódico. Podría funcionar si viniera de usted. Ya sabe, antiguo detective de Homicidios, ahora inspector de comandancia, atormentado por un viejo caso. Llama a Casos Abiertos y solicita que hagan una comparación de ADN. Y mira por dónde encuentran un resultado ciego.

García asintió. Bosch se dio cuenta de que funcionaba a la perfección con su orgullo.

– Sí, podría funcionar. Lo que quieran hacer. Llámeme y lo organizaremos. ¿En el Daily News? Tengo contactos. Es el diario del valle.

Bosch asintió.

– Sí, en eso estábamos pensando -dijo.

– Bien. Avísenme. He de irme.

Rápidamente salió del despacho. Rider y Bosch se miraron el uno al otro y lo siguieron. En el pasillo, esperando el ascensor, Rider le preguntó a Bosch qué estaba haciendo cuando le preguntó acerca de colar una historia en el periódico.

– Sería perfecto para el artículo porque no sabe de qué está hablando.

– Entonces no es lo que queremos. Hemos de ser cuidadosos.

– No te preocupes, funcionará.

El ascensor se abrió y entraron. No había nadie más en la cabina. En cuanto se cerró la puerta, Rider se le echó encima.

– Harry, dejemos algo claro ya. O somos compañeros o no lo somos. Deberías haberme dicho que ibas a darle con eso. Deberíamos haberlo hablado antes.

Bosch asintió.

– Tienes razón -dijo-. Somos compañeros. No volverá a ocurrir.

– Bien.

La puerta del ascensor se abrió y Rider salió, dejando a Bosch detrás.

10

Hillside Preparatory School era una construcción de diseño español enclavada en las colinas de Porter Ranch. Su campus se distinguía por magníficos parterres verdes y la sobrecogedora estampa de las montañas que se alzaban detrás. Las montañas casi parecían acunar la escuela y protegerla. Bosch pensó que tenía el aspecto de un lugar al que cualquier padre querría llevar a sus hijos. Pensó en su propia hija, justo a un año de empezar la escuela, y se dijo que le gustaría que fuera a un colegio con ese aspecto, al menos por fuera.

Él y Rider siguieron los carteles indicadores hasta las oficinas de administración. En el mostrador de la entrada Bosch mostró la placa y explicó que querían averiguar si un estudiante llamado Roland Mackey había asistido alguna vez a Hillside. La secretaria desapareció en una oficina posterior y enseguida salió un hombre. Sus rasgos más notables eran una barriga del tamaño de un balón de baloncesto y gruesas gafas ensombrecidas por cejas pobladas. En su frente, el pelo dibujaba la línea bien definida de un tupé.

– Soy Gordon Stoddard, director de Hillside. La señora Atkins me ha dicho que son ustedes detectives. Le he pedido que busque ese nombre para ustedes. No me suena y llevo aquí casi veinticinco años. ¿Saben exactamente cuándo asistió? Podría ayudar en la búsqueda.

Bosch estaba sorprendido. Stoddard tenía aspecto de tener cuarenta y cinco años. Debía de haber llegado a Hillside al terminar sus propios estudios y nunca se había ido. Bosch desconocía si eso daba fe de lo que pagaban allí a los profesores o de la dedicación de Stoddard al lugar, pero, por lo que sabía de los maestros de escuelas públicas o privadas, dudaba de que fuera por la paga.

– Estaríamos hablando de los años ochenta, si es que estudió aquí. Hace mucho tiempo para que lo recuerde.

– Sí, pero recuerdo a los alumnos que han pasado por aquí. A la mayoría de ellos. No he sido director veinticinco años. Primero era profesor. Enseñaba ciencias y después fui jefe del departamento de ciencias.

– ¿Recuerda a Rebecca Verloren? -preguntó Rider.

Stoddard palideció.

– Sí, claro que la recuerdo. Le di clase de ciencias. ¿De eso se trata? ¿Han detenido a ese chico, Mackey? O sea, supongo que ahora será un hombre. ¿Fue él? -Eso no lo sabemos aún, señor -dijo rápidamente Bosch-. Estamos revisando el caso y ha surgido su nombre y hemos de comprobarlo. Eso es todo.

– ¿Han visto la placa? -preguntó Stoddard.

– ¿Disculpe?

– Fuera, en la pared del vestíbulo principal. Hay una placa dedicada a Rebecca.

Los estudiantes de su curso recogieron fondos y mandaron hacerla. Es bonita, aunque por supuesto también es muy triste. La cuestión es que cumple su propósito. La gente de aquí recuerda a Rebecca Verloren.

– No la hemos visto. La miraremos al salir.

– Hay mucha gente que todavía la recuerda. Puede que esta escuela no pague demasiado bien, a decir verdad, la mayor parte del profesorado tiene dos trabajos para llegar a fin de mes, pero de todos modos tenemos un profesorado muy leal. Aún quedan aquí varios profesores que dieron clases a Rebecca. Tenemos una, la señora Sable, que de hecho iba a su clase y después regresó aquí como maestra. En realidad, creo que Bailey era una de sus mejores amigas.

Bosch miró a Rider, que alzó las cejas, Tenían un plan para contactar con las amigas de Becky Verloren, pero de pronto se les presentaba una oportunidad. Bosch había reconocido el nombre de Bailey. Una de las tres amigas con las que Becky Verloren había pasado la tarde dos noches antes de su desaparición se llamaba Bailey Koster.

Bosch se dio cuenta de que era más que una oportunidad para interrogar a uno de los testigos del caso. Si no accedían a ella ya, probablemente Sable tendría noticias de Roland Mackey a través de Stoddard. A Bosch esa posibilidad no le interesaba. Quería controlar la información que se daba del caso a los implicados en él.

– ¿Está aquí hoy? -preguntó Bosch-. ¿Podemos hablar con ella?

Stoddard miró el reloj que había en la pared, junto al mostrador.

– Bueno, ahora está en clase, pero termina la jornada dentro de veinte minutos. Si no les importa esperar estoy seguro de que podrán hablar con ella entonces. -No hay problema.

– Bien, le enviaré un mensaje a su clase para que venga a la oficina después de la lección.

La señora Atkins, la secretaria, apareció detrás de Stoddard.

– De hecho, si no le importa -dijo Rider- preferiríamos ir a su aula a hablar con ella. No queremos que se sienta incómoda.

Bosch asintió. Rider iba en la misma frecuencia. No querían que la señora Sable recibiera ningún tipo de mensaje. No querían que pensara en Becky Verloren hasta que ellos estuvieran allí mirando y escuchando.

– Como ustedes prefieran -dijo Stoddard.

Se fijó en la señora Atkins, que se encontraba tras él y le pidió que explicara sus hallazgos.

– No tenemos ficha de ningún Roland Mackey que haya estudiado aquí -dijo ésta.

– ¿Han encontrado a alguien con ese apellido? -preguntó Rider.

– Sí, un Mackey, de nombre Gregory, asistió dos años en mil novecientos noventa y seis y noventa y siete.

Existía una posibilidad lejana de que se tratara de un hermano menor o de un primo. Podría ser necesario cotejar ese nombre.

– ¿Puede ver si dispone de alguna dirección o número de contacto de este Gregory Mackey? -preguntó Rider.

La señora Atkins miró a Stoddard en busca de aprobación y éste asintió con la cabeza. La secretaria desapareció para ir a buscar la información. Bosch miró el reloj de la pared. Les sobraban casi veinte minutos.

– Señor Stoddard, ¿tienen anuarios de finales de los años ochenta a los que podamos echar un vistazo mientras esperamos para entrevistar a la señora Sable? preguntó.

– Sí, por supuesto, les acompañaré a la biblioteca.

De camino a la biblioteca, Stoddard los hizo pasar junto a la placa que los compañeros de clase de Rebecca Verloren habían instalado en la pared del vestíbulo principal. Era una simple dedicatoria con su nombre, los años de nacimiento y defunción y la juvenil promesa de «Siempre te recordaremos».

– Era una chica muy dulce -dijo Stoddard-. Siempre participativa. Y su familia también. ¡Qué tragedia!

Stoddard limpió con la manga de la camisa el polvo de una fotografía laminada de la sonriente Becky Verloren en la placa.

La biblioteca estaba al doblar la esquina. Había pocos estudiantes en las mesas o revisando los estantes cuando se acercaba el final de la jornada. Stoddard les dijo en un susurro que se sentaran a una mesa y él fue hacia una estantería. Al cabo de menos de un minuto volvió con tres anuarios y los puso en la mesa. Bosch vio que cada libro tenía la leyenda «Veritas» y el año en la cubierta. Stoddard les entregó anuarios de 1986, 1987 y 1988.

– Éstos son los últimos tres años -susurró Stoddard-. Recuerdo que ella asistió desde primer curso, así que si quieren ver los anteriores, díganmelo. Están en el estante. Bosch negó con la cabeza.

– Gracias. Con esto bastará por ahora. Volveremos a pasar por la oficina antes de irnos. De todos modos necesitamos la información de la señora Atkins.

– De acuerdo, entonces les dejo.

– Ah, ¿podría decirnos dónde está el aula de la señora Sable?

Stoddard les dio el número de aula y les explicó cómo llegar hasta allí desde la biblioteca. Después se excusó, diciendo que tenía que volver a su despacho. Antes de irse, susurró unas palabras a unos chicos que ocupaban una mesa cercana a la puerta. Los chicos cogieron las mochilas que habían dejado en el suelo y las pusieron debajo de la mesa para no impedir el paso. Algo en el modo en que habían dejado las mochilas de cualquier manera le recordó a Bosch la forma en que lo hacían los chicos de Vietnam: allí donde estaban, sin preocuparse de nada que no fuera quitarse el peso de los hombros.

Después de que Stoddard se hubiera ido, los chicos hicieron muecas en la puerta cuando él pasó.

Rider cogió el anuario de 1988 antes que Bosch, y éste se quedó con la edición de 1986. No esperaba encontrar nada de valor una vez que la señora Atkins había acabado con su teoría de que Roland Mackey había asistido a la escuela pero la había abandonado antes del asesinato. Ya estaba resignado a la idea de que la conexión entre Mackey y Becky Verloren -si es que existía- habría que encontrarla en otro sitio.

Hizo los cálculos mentalmente y pasó el anuario hasta que encontró las fotos de octavo curso. Rápidamente descubrió la foto de Becky Verloren. Llevaba coletas y aparatos en los dientes. Sonreía, pero daba la impresión de que estaba empezando ese periodo de incomodidad prepubescente. Revisó las fotos de grupo que mostraban diferentes clubes y organizaciones de alumnos a fin de determinar sus actividades extracurriculares. Becky jugaba al fútbol y también aparecía en las fotos de los clubes de arte y ciencia, así como en las de los representantes del alumnado en el consejo escolar. En todas las fotografías estaba siempre en la fila de atrás y hacia un lado. Bosch se preguntó si era el lugar donde la colocaba el fotógrafo o bien se sentía cómoda allí.

Rider se estaba tomando su tiempo con la edición de 1988. Iba pasando página por página, y en un momento dado sostuvo el volumen para que Bosch lo viera cuando estaba mirando la sección del claustro. Señaló la foto de un joven Gordon Stoddard, con el pelo mucho más largo y sin gafas. También era más delgado y parecía más fuerte.

– Míralo -dijo Kiz-. Nadie debería hacerse mayor.

– Y todo el mundo tendría que tener la oportunidad de hacerlo.

Bosch pasó al anuario de 1987 y vio fotos de Becky Verloren como una jovencita que parecía estar floreciendo. Su sonrisa era más plena, más confiada. Si todavía llevaba aparatos en los dientes ya no resultaban visibles. En las fotos de grupo se había situado delante y en el centro. En las fotos del consejo escolar todavía no era una delegada de clase, pero tenía los brazos cruzados en ademán de quien se sabe importante. Su pose y su mirada sin pestañear a la cámara le decían a Bosch que iba a llegar lejos. Sólo que alguien la había parado.

Bosch hojeó unas cuantas páginas más y cerró el anuario. Estaba esperando que sonara la campana para poder ir a entrevistar a Bailey Koster Sable.

– ¿Nada? -preguntó Rider.

– Nada de valor -dijo-, pero está bien verla en aquellos momentos. En su sitio. En su elemento.

– Sí, mira esto.

Estaban sentados uno enfrente del otro. Ella giró el anuario de 1988 en la mesa para que él pudiera verlo. Finalmente Kiz había llegado a la clase de segundo curso. La mitad superior de la página mostraba a la derecha a un chico y cuatro chicas posando en una pared que Bosch reconoció como la de la entrada del aparcamiento de estudiantes. Una de las chicas era Becky Verloren. El pie de foto decía «líderes de estudiantes». Debajo de la foto se identificaba a los alumnos y se mencionaban sus posiciones. Becky Verloren era representante en el consejo de estudiantes. Bailey Koster era la delegada de curso.

Rider trató de girar de nuevo el anuario, pero Bosch lo aguantó un momento para examinar la fotografía. Podía decir por su pose y su estilo que Becky Verloren había dejado atrás su incomodidad adolescente. No describiría a la estudiante de la foto como una niña. Estaba en camino de convertirse en una mujer atractiva y segura de sí misma. Dejó el volumen y Rider lo cogió.

– Iba a ser una rompecorazones -dijo Bosch.

– Quizá ya lo era, quizás eligió el corazón equivocado para romper.

– ¿Algo más ahí?

– Echa un vistazo.

Ella abrió otra vez el libro. Las fotos del viaje del club de arte a Francia el verano anterior ocupaban la doble página. Había fotos de una veintena de estudiantes, chicos y chicas, y varios padres o profesores delante de Notre Dame, en el patio del Louvre y en un barco turístico en el Sena. Rider señaló a Rebecca Verloren en una de las fotos.

– Fue a Francia -dijo Bosch-. ¿Y?

– Podría haber conocido a alguien allí. Este asunto podría tener una conexión internacional. Quizá tendríamos que ir allí y comprobarlo. -Estaba tratando de contener una sonrisa.

– Sí -dijo Bosch-. Haz una petición y envíala a la sexta planta.

– Vaya, Harry, me parece que tu sentido del humor sigue retirado.

– Sí, supongo que sí.

El sonido de la campana de la escuela terminó con la discusión y con las clases del día. Bosch y Rider se levantaron, dejaron los anuarios en la mesa y salieron de la biblioteca. Ambos siguieron las indicaciones que les había dado Stoddard hasta el aula de Bailey Sable, esquivando por el camino a estudiantes que se apresuraban a salir de la escuela. Las chicas llevaban faldas lisas y blusas blancas, los chicos pantalones holgados y polos blancos.

Miraron por la puerta abierta del aula B-6 y vieron a una mujer sentada ante su mesa, en el centro de la parte delantera de la sala. No levantó la cabeza de los papeles que aparentemente estaba clasificando. Bailey Sable apenas se parecía a la delegada de la clase de segundo curso cuya foto Bosch y Rider habían estudiado en el anuario. Tenía el pelo más oscuro y corto, y el cuerpo más ancho y pesado. Como Stoddard, llevaba gafas. Bosch sabía que sólo tendría treinta y dos o treinta y tres años, pero parecía mayor.

Había una última estudiante en el aula, una chica guapa y rubia que estaba metiendo libros en una mochila. Cuando terminó, la joven cerró la cremallera de la mochila y se dirigió a la puerta.

– Hasta mañana, señora Sable.

– Adiós, Kaitlyn.

La estudiante miró a Bosch y Rider con curiosidad al pasar junto a ellos. Los detectives entraron en el aula y Bosch cerró la puerta. El sonido provocó que Bailey levantara la vista de sus papeles.

– ¿Puedo ayudarles? -preguntó.

– Quizá pueda -dijo Bosch, tomando la iniciativa-. El señor Stoddard dijo que podíamos venir a su aula. -Se aproximó al escritorio.

La profesora lo miró con cautela.

– ¿Son ustedes padres?

– No, somos detectives, señora Sable. Mi nombre es Harry Bosch, y ella es Kizmin Rider. Queremos hacerle unas preguntas sobre Becky Verloren.

Ella reaccionó como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. Después de todos los años transcurridos la herida seguía a flor de piel.

– Oh, Dios mío, oh, Dios mío -dijo.

– Lamentamos sobresaltar la con esto de repente -dijo Bosch.

– ¿Ha ocurrido algo? ¿Han encontrado a…? -Sable no terminó.

– Bueno, estamos investigando otra vez -dijo Bosch-. Y podría ayudarnos.

– ¿Cómo?

Bosch hurgó en el bolsillo y extrajo la foto de ficha policial que había sacado del archivo del Departamento Correccional. Era un retrato de Mackey de cuando era un ladrón de coches de dieciocho años. Bosch la puso encima de los papeles que la profesora había estado clasificando. Ella la miró.

– ¿Reconoce a esta persona? -preguntó Bosch.

– Fue sacada hace diecisiete años -añadió Rider-. Alrededor del momento de la muerte de Becky.

La maestra observó la expresión desafiante de Mackey ante la cámara policial. No dijo nada durante un buen rato. Bosch miró a Rider y asintió, una señal de que quizás ella debería tomar la iniciativa.

– ¿Se parece a alguien que usted o Becky o alguno de sus amigos pudieran haber conocido entonces? -pregunto, Rider.

– ¿Vino a esta escuela? -preguntó Sable.

– No, creemos que no. Pero sabemos que vivía en esta zona.

– ¿Es el asesino?

– No lo sabemos. Sólo intentamos determinar si hay una conexión entre Becky y él.

– ¿Cómo se llama?

Rider miró a Bosch y éste asintió de nuevo.

– Se llama Roland Mackey. ¿Le resulta familiar? -En realidad no. Me cuesta acordarme de entonces.

Recordar las caras de desconocidos, quiero decir.

– Entonces definitivamente no era alguien al que conociera, ¿cierto?

– Definitivamente.

– ¿Cree que Becky podría haberlo conocido sin que usted lo supiera?

Ella pensó un largo momento antes de responder.

– Bueno, es posible. Verá, resultó que había estado embarazada. No sabía eso, así que supongo que podría no haber sabido nada de él. ¿Era el padre?

– No lo sabemos.

Por sí misma, Bailey Sable había propulsado la conversación hacia la siguiente línea de interrogatorio de Bosch.

– Señora Sable, ¿sabe?, han pasado muchos años desde entonces -dijo éste-. Si entonces estaba sacando la cara por una amiga, lo entendemos. Pero si sabe algo más, puede decírnoslo ahora. Probablemente es la última oportunidad que nadie va a tener para resolver este caso.

– ¿Se refiere a su embarazo? De verdad no lo sabía. Lo siento. Me quedé tan impresionada como todos los demás cuando la policía empezó a hacer preguntas sobre eso.

– Si Becky iba a confiarse a alguien, ¿habría sido a usted? De nuevo tardó en responder. Lo pensó un poco.

– No lo sé -dijo ella-. Éramos muy amigas, pero también tenía una relación de amistad con unas pocas chicas más. Cuatro de nosotras nos conocíamos desde primer grado. En primer grado nos llamábamos el club Kiuy Cat porque todas teníamos gatos. En diferentes momentos y en diferentes años una de nosotras era más íntima de una de las otras. Cambiaba constantemente, pero como grupo nos mantuvimos siempre unidas.

Bosch asintió.

– El verano en que murió Becky, ¿quién diría que era la más cercana a ella?

– Probablemente Tara, fue la que peor se lo tomó. Bosch miró a Rider, tratando de recordar los nombres de las chicas con las que Becky había estado dos noches antes de su muerte.

– ¿Tara Wood? -preguntó Rider.

– Sí. Pasaron mucho tiempo juntas ese verano, porque el padre de Becky tenía un restaurante en Malibú y las dos estaban trabajando allí. Se partían un turno. Ese verano parecía que no hacían otra cosa más que hablar de eso.

– ¿Qué decían? -preguntó Rider.

– Oh, ya sabe, qué estrellas iban, ese tipo de cosas. Decían que iba gente como Sean Penn y Charlie Sheen. Y a veces hablaban de los chicos que trabajaban allí y de quién era guapo. No era demasiado interesante para mí porque no trabajaba allí.

– ¿Había algún chico del que hablaran en particular? La profesora pensó un momento antes de responder.

– La verdad es que no. Al menos que yo recuerde. Sólo les gustaba hablar de ellos porque eran muy diferentes. Eran surfistas y aspirantes a actores. Tara y Becky eran chicas del valle. Para ellas era un impacto cultural.

– ¿Salía con alguien del restaurante? -preguntó Bosch.

– No que yo supiera. Pero como le he dicho, no sabía nada del embarazo, así que obviamente había alguien en su vida del que yo no tenía noticia. Lo mantuvo en secreto.

– ¿Estaba celosa de ellas porque trabajaban allí? -preguntó Rider.

– En absoluto. Yo no tenía necesidad de trabajar y estaba bastante satisfecha con eso.

Rider iba hacia alguna parte, de manera que Bosch la dejó seguir.

– ¿Qué hacían para divertirse cuando estaban juntas? -preguntó ella.

– No lo sé, lo habitual -dijo Sable-. Íbamos a comprar y a ver películas, cosas así.

– ¿Quién tenía coche?

– Tara, y yo también. Tara tenía un descapotable. Solíamos subir… -Se cortó cuando recordó algo.

– ¿Qué? -preguntó Rider.

– Recuerdo que íbamos mucho a Limekiln Canyon después de clase. Tara tenía una nevera en el maletero y su padre nunca se enteraba si ella se llevaba unas cervezas de la nevera. Una vez nos paró un coche de policía. Escondimos las cervezas debajo de las faldas del uniforme. Funcionó perfectamente. El policía no se dio cuenta. -Sonrió al recordado-. Por supuesto, ahora que doy clases aquí estoy atenta a cosas así. Todavía tenemos los mismos uniformes.

– ¿Y antes de que empezara a trabajar en el restaurante? -preguntó Bosch, llevando la entrevista de nuevo hacia Rebecca Verloren-. Estuvo enferma una semana, justo después de que terminara la escuela. ¿La visitó o habló con ella entonces?

– Estoy segura de que sí. Dijeron que fue entonces cuando ella probablemente puso fin al embarazo. Así que en realidad no estaba enferma. Se estaba recuperando. Pero yo no lo sabía. Yo me creí que estaba enferma, eso es todo. No puedo recordar si hablamos esa semana o no.

– ¿Los detectives de entonces le hicieron todas estas preguntas?

– Sí, estoy convencida de que sí.

– ¿Adónde iría una chica de Hillside Prep que estuviera embarazada? -preguntó Rider-. Entonces, me refiero.

– ¿Se refiere a una clínica o un doctor?

– Sí.

El cuello de Bailey Sable se puso colorado. Se sentía incómoda por la pregunta. Negó con la cabeza.

– No lo sé. Eso fue tan impresionante como el hecho de que mataran a Becky.

Nos hizo pensar a todas nosotras que en realidad no conocíamos a nuestra amiga. Fue realmente triste, porque me di cuenta de que no había confiado en mí lo suficiente para contarme esas cosas. ¿Sabe?, todavía pienso en eso cuando recuerdo cosas de entonces.

– ¿Tenía algún novio que usted conociera? -preguntó Bosch.

– Entonces no. O sea, en ese momento. Tuvo un novio en primer año, pero se fue a vivir a Hawai con su familia. Eso fue el verano anterior. Después todo el año escolar pensé que estaba sola. No fue con nadie a ninguno de los bailes ni a los partidos. Aunque supongo que me equivocaba.

– Por el embarazo -dijo Rider.

– Bueno, sí. Es bastante obvio, ¿no?

– ¿Quién era el padre? -preguntó Bosch, esperando que la pregunta directa pudiera suscitar algún tipo de respuesta nueva.

Sin embargo, Sable se encogió de hombros.

– No tengo ni idea, y no crea que he dejado nunca de preguntármelo.

Bosch asintió. No había conseguido nada.

– ¿Cómo asimiló ella la ruptura con el chico que se trasladó a Hawai? preguntó.

– Bueno, pensé que le había roto el corazón. Se lo tomó mal. Eran como Romeo y Julieta.

– ¿En qué sentido?

– Rompieron por culpa de los padres.

– ¿Se refiere a que ellos no querían que estuvieran juntos?

– No, el padre de él consiguió un trabajo en Hawai. Tuvieron que trasladarse allí y eso los separó.

Bosch asintió otra vez. No sabía si alguna parte de la información que estaban obteniendo iba a resultar útil, pero sabía que era importante extender la red lo más posible.

– ¿Sabe dónde vive Tara Wood actualmente? -preguntó. Sable negó con la cabeza.

– Hicimos una reunión de diez años y ella no vino. Perdí contacto con ella. Todavía hablo con Grace Tanaka de vez en cuando. Pero ella vive en la zona de la bahía, así que no la veo demasiado.

– ¿Puede damos su número?

– Claro, lo tengo aquí.

La maestra se agachó, abrió un cajón del escritorio y sacó el bolso. Mientras ella estaba sacando una agenda, Bosch cogió la foto de Mackey del escritorio y se la guardó de nuevo en el bolsillo. Cuando Sable leyó en voz alta un número de teléfono, Rider lo anotó en una libretita.

– Quinientos diez -dijo Rider-. ¿De dónde es, de Oakland?

– Vive en Hayward. Quiere vivir en San Francisco, pero es demasiado caro para lo que gana.

– ¿A qué se dedica?

– Es escultora en metal.

– ¿Su apellido sigue siendo Tanaka?

– Sí. Nunca se casó. Ella…

– ¿Qué?

– Resultó que es homosexual.

– ¿Resultó?

– Bueno, lo que quiero decir es que nunca lo supimos. Nunca nos lo dijo. Se trasladó allí y hace unos ocho años fui a visitarla y entonces me enteré.

– ¿Era obvio?

– Obvio.

– ¿Fue a la reunión de diez años de la escuela?

– Sí, ella estuvo allí. Lo pasamos bien, aunque también fue bastante triste, porque la gente hablaba de Becky y de que el crimen nunca se resolvió. Creo que probablemente por eso no vino Tara. No quería que le recordaran lo que le ocurrió a Becky.

– Bueno, quizá nosotros cambiemos eso para la reunión de los veinte años dijo Bosch, que inmediatamente lamentó el comentario frívolo-. Perdón, no ha sido un comentario agradable.

– Bueno, espero que lo cambien. Pienso en ella todo el tiempo. Siempre me pregunto quién lo hizo y por qué nunca los encontraron. Miro su foto en la placa todos los días al entrar en la escuela. Es raro. Ayudé a recoger el dinero para la placa como delegada de curso.

– ¿Los? -preguntó Bosch.

– ¿Qué?

– Ha dicho que nunca los encontraron. ¿Por qué ha dicho «los»?

– No lo sé, «lo», «la», lo que sea.

Bosch asintió.

– Señora Sable, gracias por su tiempo -dijo-. ¿Puede hacernos un favor y no hablar con nadie de esto? No queremos que la gente esté preparada para nosotros, ¿me entiende?

– ¿Como conmigo?

– Exactamente. Y si piensa en algo más, cualquier cosa de la que quiera hablar, mi compañera le dará una tarjeta en la que constan todos nuestros números.

– De acuerdo.

Sable parecía sumida en un recuerdo lejano. Los detectives se despidieron y la dejaron con la pila de papeles para clasificar. Bosch pensó que probablemente estaba recordando un tiempo en el que cuatro chicas eran las mejores amigas y el futuro brillaba ante ellas como un océano.

Antes de salir de la escuela pasaron por la oficina para ver si la administración disponía de información de contacto actualizada de la ex estudiante Tara Wood. Gordon Stoddard le pidió a la señora Atkins que lo comprobara, pero la respuesta fue negativa. Bosch preguntó si podía llevarse el anuario de 1988 para hacer copias de algunas de las fotos y el señor Stoddard dio su aprobación.

– Ya me iba -dijo el director-. Les acompañaré.

Charlaron por el camino de regreso a la biblioteca y Stoddard les dio el anuario, que ya había sido devuelto al estante. En el camino de salida hacia el aparcamiento, Stoddard se detuvo con ellos una vez más delante de la placa conmemorativa. Bosch pasó los dedos por encima de las letras en relieve del nombre de Becky Verloren. Se fijó en que los bordes se habían suavizado con el paso de los años porque muchos estudiantes habían hecho lo mismo.

11

Rider se ocupó del archivo y el teléfono mientras Bosch conducía hacia Panorama City, que se hallaba justo al este de la 405 y al otro lado de los límites jurisdiccionales de la División de Devonshire.

Panorama City era un barrio de la zona norte de Van Nuys que se había segregado muchos años antes, cuando los residentes decidieron que necesitaban distanciarse de las connotaciones negativas adscritas a Van Nuys. En el nuevo municipio no había cambiado nada más que el nombre y unos pocos carteles de calles. Aun así, Panorama City sonaba más limpio y hermoso y a salvo del crimen, y los residentes se sentían más a gusto. Pero habían pasado muchos años y grupos de residentes habían solicitado renombrar otra vez sus barrios y distanciarse de las connotaciones negativas asociadas con Panorama City, si no físicamente, al menos en imagen. Bosch suponía que ésa era una de las formas en que la ciudad de Los Ángeles se reinventaba a sí misma. Como un escritor o un actor que no para de cambiar su nombre para dejar atrás fracasos del pasado y empezar de nuevo, aunque sea con la misma pluma o la misma cara.

Como suponían, Roland Mackey ya no estaba en la empresa de remolque de coches en la que había trabajado mientras cumplía su sentencia más reciente de libertad condicional. Sin embargo, como igualmente suponían, el ex presidiario no había sido especialmente hábil en cubrir su pista. El informe penitenciario contenía todo el historial laboral de una vida que había pasado en gran parte en libertad condicional. Había conducido una grúa para otras dos empresas en periodos anteriores en que estuvo en libertad vigilada por parte del Estado. Rider, haciéndose pasar por una conocida, llamó a cada uno de ellos y enseguida localizó a su actual empleador: Tampa Towing. A continuación llamó a.dicho servicio de grúas Y preguntó si Mackey estaba trabajando ese día. Al cabo de un momento cerró el teléfono y miró a Bosch.

– Tampa Towing. Entra a las cuatro.

Bosch miró el reloj. Mackey tenía que entrar a trabajar al cabo de diez minutos.

– Pasemos a echarle una mirada. Después comprobaremos su dirección. ¿Tampa y qué?

– Tampa y Roscoe. Debe de estar enfrente del hospital.

– El hospital está en Roscoe y Reseda.

– ¿Qué hacemos después de echarle un vistazo?

– Bueno, subimos y le preguntamos si mató a Becky Verloren hace diecisiete años; él dice que sí y lo llevamos a comisaría.

– Vamos, Bosch.

– No lo sé. ¿Qué quieres hacer después?

– Comprobamos su dirección como has dicho, y entonces creo que estaremos preparados para los padres. Estoy pensando que necesitamos hablar con ellos de este tipo antes de preparar una trampa, especialmente en el diario. Voto por que vayamos a la casa y veamos a la madre. Total, ya estamos aquí arriba.

– Quieres decir si sigue aquí -dijo Bosch-. ¿También has hecho una búsqueda de ella en Auto Track?

– No hace falta. Estará ahí. Has oído cómo hablaba García. El fantasma de su hija está en esa casa. No creo que se vaya nunca.

Bosch supuso que Rider tenía razón al respecto, pero no respondió. Se dirigió hacia el este por Devonshire Boulevard hacia Tampa Avenue y después bajó a Roscoe Boulevard. Llegaron a la intersección pocos minutos antes de las cuatro. Tampa Towing era de hecho una estación de servicio Chevron que disponía de dos elevadores hidráulicos. Bosch metió el coche en el estacionamiento de una pequeña galería comercial situada al otro lado de la calle y apagó el motor.

No se sorprendió cuando dieron las cuatro y siguieron pasando los minutos sin signo de Roland Mackey. No creía que fuera alguien ansioso por entrar a trabajar para remolcar coches.

A las cuatro y cuarto, Rider dijo:

– ¿Qué opinas? ¿Crees que mi llamada podría haber…?

– Aquí está.

Un Camaro de treinta años con imprimación gris en los cuatro guardabarros entró en la estación de servicio y aparcó cerca de la bomba de aire. Bosch había captado sólo un atisbo del conductor, pero le bastó para saber que era Mackey. Sacó de la guantera unos gemelos que había comprado a través del catálogo de una aerolínea durante uno de sus vuelos a Las Vegas.

Se dejó resbalar en el asiento y vigiló a través de los prismáticos. Mackey salió del Camaro y caminó hacia el garaje abierto de la estación de servicio. Llevaba un uniforme con pantalones azul marino y una camisa de color azul más claro. Encima del bolsillo del pecho izquierdo había un óvalo que decía Ro y de uno de sus bolsillos traseros asomaban unos guantes de trabajo.

Había un viejo Ford Taurus en un elevador hidráulico en el garaje y un hombre trabajando debajo con un destornillador eléctrico. Cuando Mackey entró, el mecánico se estiró con aire despreocupado y le saludó chocando palmas. Mackey se detuvo cuando el hombre le dijo algo.

– Creo que le está hablando de la llamada telefónica -dijo Bosch-. Mackey no parece muy preocupado. Acaba de sacar el móvil del bolsillo. Está llamando a la persona que probablemente cree que le ha llamado.

Leyendo los labios de Mackey, Bosch dijo:

– Eh, ¿me has llamado?

Mackey rápidamente terminó la conversación.

– Creo que no -dijo Bosch.

Mackey volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.

– Ha intentado llamar a una persona -dijo Rider-. No debe de tener mucha vida social.

– El nombre en la insignia pone Ro -dijo Bosch-. Si su colega le ha dicho que han preguntado por Roland quizás ha llamado a la única persona que lo llama así. Quizás era su querido papá, el soldador.

– Bueno, ¿qué está haciendo?

– No puedo verlo. Ha ido a la parte de atrás.

– Diría que deberíamos salir de aquí antes de que empiece a echar un vistazo.

– Vamos. ¿Una llamada y ya crees que va a pensar que alguien le va detrás después de diecisiete años?

– No, no por Becky. Estoy preocupado por cualquier otra cosa en la que esté envuelto. Podríamos meternos en medio de algo y ni siquiera saberlo.

Bosch dejó los prismáticos. Rider tenía razón. Arrancó el coche.

– De acuerdo, ya hemos echado nuestro vistazo -dijo él-. Ya podemos salir de aquí. Vamos a ver a Muriel Verloren.

– ¿Y Panorama City?

– Puede esperar. Los dos sabemos que ya no vive en esa casa. Comprobarlo es sólo una formalidad.

Empezó a salir marcha atrás.

– ¿Crees que deberíamos llamar antes a Muriel? -preguntó Rider.

– No. Vamos a llamar a la puerta.

– Somos buenos en eso.

12

Al cabo de diez minutos estaban delante de la casa de los Verloren. El barrio en el que había vivido Becky Verloren todavía parecía agradable y seguro. Red Mesa Way era una avenida amplia, con aceras a ambos lados y no pocos árboles de copa frondosa. La mayoría de las casas eran bungalows con extensas parcelas de terreno. En los años sesenta, las propiedades más grandes atrajeron a la gente a establecerse en la esquina noroeste de la ciudad. Cuarenta años después, los árboles habían alcanzado la madurez y el barrio daba sensación de cohesión.

La casa de los Verloren era una de las pocas que tenía una segunda planta. Era de estilo bungalow, pero el tejado asomaba por encima de un garaje de dos plazas.

Bosch sabía por el expediente del caso que el dormitorio de Becky se encontraba en el piso de arriba, encima del garaje y en la parte de atrás.

La puerta del garaje estaba cerrada. No había signo aparente de que hubiera alguien en la vivienda. Aparcaron en el sendero de entrada y caminaron hasta el portal. Al pulsar el timbre, Bosch oyó un repique, un único tono que parecía muy distante y solitario.

Salió a abrir una mujer que llevaba un vestido sin forma que la ayudaba a ocultar su cuerpo sin forma. Llevaba sandalias. Tenía el cabello teñido de un rojo demasiado anaranjado. Parecía un trabajo casero que no había ido según lo planeado, pero o bien la mujer no se había fijado o no le importaba. En cuanto abrió la puerta, un gato gris salió al patio delantero.

Smoke, ¡ten cuidado! -gritó primero. Después dijo-: ¿Puedo ayudarles?

– ¿Señora Verloren? -preguntó Rider.

– Sí, ¿qué desean?

– Somos de la policía. Nos gustaría hablar con usted de su hija.

En cuanto Rider dijo la palabra «policía» y antes de llegar a «hija», Muriel Verloren se llevó ambas manos a la boca y reaccionó como si se repitiera el momento en que descubrió que su hija había muerto.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! Díganme que lo han detenido. Díganme que han detenido al mal nacido que me arrebató a mi niña.

Rider puso una mano en el hombro de la mujer para reconfortarla.

– No es tan sencillo, señora -dijo-. ¿Podemos entrar y hablar?

Muriel Verloren retrocedió y les dejó entrar. Parecía estar susurrando algo y Bosch pensó que quizás era una oración. Una vez que estuvieron en el interior de la casa, la señora Verloren cerró la puerta después de gritar una vez más una advertencia al gato que se había escapado.

La casa olía como si el animal no se escapara con la frecuencia precisa. La sala de estar a la que los llevó estaba ordenada, pero los muebles tenían un aspecto viejo y gastado. En el lugar se percibía el característico olor de orín de gato. Bosch de repente lamentó no haber invitado a Muriel Verloren al Parker Center para el interrogatorio, aunque sabía que eso habría sido un error. Necesitaban ver la casa.

Los dos detectives se sentaron uno junto al otro en el sofá, y Muriel se colocó en una de las sillas que había al otro lado de la mesa baja de cristal. Bosch se fijó en las huellas de pezuñas gatunas en el cristal.

– ¿De qué se trata? -preguntó desesperadamente-. ¿Hay noticias?

– Bueno, supongo que la noticia es que estamos investigando el caso otra vez -dijo Rider-. Soy la detective Rider y él es el detective Bosch. Trabajamos en la unidad de Casos Abiertos del Parker Center.

Mientras se dirigían a la casa, Bosch y Rider habían acordado ser cautelosos con la información que proporcionaban a los Verloren. Hasta que conocieran la situación de la familia sería preferible recibir antes que dar.

– ¿Hay novedades? -preguntó Muriel con urgencia.

– Bueno, estamos empezando -replicó Rider-. Estamos revisando la investigación, tratando de ponernos al día. Sólo queríamos venir y decirle que estamos trabajando otra vez en el caso.

Muriel se mostró un poco alicaída. Aparentemente había pensado que tenía que haber algo nuevo para que la policía se presentara después de tantos años. Bosch sintió una punzada de culpa por reservarse el hecho de que el análisis de ADN les había proporcionado una pista sólida como una roca con la que trabajar, pero en ese momento sintió que era lo mejor.

– Hay un par de cosas -dijo, hablando por primera vez-. En primer lugar, al mirar en los archivos del caso, nos encontramos con esta foto.

Sacó del bolsillo la foto de Roland Mackey a sus dieciocho años y la puso en la mesa de centro, delante de Muriel. Ella inmediatamente se inclinó a mirarla.

– No estamos seguros de cuál es la conexión -continuó Bosch-. Pensamos que quizá podría reconocer a este hombre y decirnos si lo recuerda de entonces.

La mujer continuó mirando sin responder.

– Es una foto de mil novecientos ochenta y ocho -aclaró Bosch con la intención de animarla a hablar.

– ¿Quién es? -preguntó ella finalmente.

– No estamos seguros. Se llama Roland Mackey. Tiene un historial de pequeños delitos cometidos después de la muerte de su hija. No estamos seguros de por qué estaba su foto en el expediente. ¿Lo reconoce?

– ¿Le han preguntado a Art o a Ron?

Bosch iba a preguntarle quiénes eran Art y Ron cuando cayó en la cuenta.

– De hecho, el detective Green se retiró y falleció hace mucho tiempo. El detective García es ahora inspector García. Hablamos con él, pero no pudo ayudarnos con Mackey. ¿Y usted? ¿Podría haber sido uno de los conocidos de su hija? ¿Lo reconoce?

– Podría haber sido. Hay algo en él que reconozco. Bosch asintió.

– ¿Sabe cómo lo reconoce y de dónde?

– No, no lo recuerdo. ¿Por qué no me lo dice y quizás ayude a refrescarme la memoria?

Bosch cruzó una mirada fugaz con Rider. No era algo completamente inesperado, pero siempre complicaba las cosas que el progenitor de una víctima estuviera tan ansioso de ayudar que simplemente preguntara a la policía qué querían que dijera. Muriel Verloren había esperado diecisiete años a que el asesino de su hija fuera puesto a disposición del sistema judicial. Estaba muy claro que iba a elegir respuestas que en modo alguno entorpecieran la posibilidad de que eso ocurriera. En ese punto tal vez ni siquiera le importaba que se tratara de una pista falsa. Los años transcurridos habían sido crueles con ella y e1 recuerdo de su hija. Alguien tenía que pagar todavía.

– No podemos decírselo porque no lo sabemos, señora Verloren -explicó Bosch-. Piense en ello y díganoslo si lo recuerda.

Ella asintió con tristeza, como si considerara que era otra oportunidad perdida más.

– Señora Verloren, ¿cómo se gana la vida? -dijo Rider.

La pregunta pareció poner de nuevo a la mujer delante de ellos, sacándola de sus recuerdos y anhelos.

– Vendo cosas -respondió como si tal cosa-. En Internet.

Esperaron una explicación más profunda, pero no la consiguieron.

– ¿De veras? -preguntó Rider-. ¿Qué cosas vende?

– Lo que encuentro. Voy a ventas de garaje. Encuentro cosas. Libros, juguetes, ropa. La gente compra lo más inimaginable. Y pagan lo que sea. Esta mañana he vendido dos servilleteros por cincuenta dólares. Eran muy viejos.

– Queremos preguntarle a su marido por la foto -dijo Bosch en ese momento-. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?

Muriel Verloren negó con la cabeza.

– En algún rincón de Toyland. No he tenido noticias suyas en mucho, mucho tiempo.

Pasaron unos segundos de sombrío silencio. La mayoría de las misiones de vagabundos del centro de Los Ángeles estaban apiñadas en el borde del llamado Toy District: varias manzanas donde se alineaban fabricantes y mayoristas de juguetes, e incluso unos pocos vendedores al por menor. No era inusual encontrar vagabundos durmiendo en la puerta de las jugueterías.

Lo que Muriel Verloren les estaba diciendo era que el marido se había perdido en aquel mundo de despojos humanos a la deriva. El restaurador de las estrellas había caído hasta una existencia sin hogar en las calles. Pero había una contradicción. Todavía tenía casa. Simplemente no podía estar en ella por lo que había ocurrido. En cambio, su mujer no iba a dejarla nunca.

– ¿Cuándo se divorciaron? -preguntó Rider.

– No estamos divorciados. Supongo que siempre pensé que Robert se despertaría y se daría cuenta de que por más que se alejara no podría huir de lo que había ocurrido. Pensé que un día lo comprendería y volvería a casa, pero ese día todavía no ha llegado.

– ¿Cree que conocía a todos los amigos de su hija? -preguntó Bosch.

Muriel pensó en ello durante un buen rato.

– Hasta la mañana en que desapareció lo creía. Pero después descubrí cosas. Tenía secretos. Creo que ésa es una de las cosas que más me molestaron. No el hecho en sí de que mantuviera secretos, sino que pensara que tenía que hacerlo. Creo que quizá si hubiera acudido a nosotros las cosas habrían sido diferentes.

– ¿Se refiere al embarazo?

Muriel asintió con la cabeza.

– ¿Qué le hace creer que eso está relacionado con lo que le ocurrió?

Sólo el instinto materno. No tengo pruebas, pero creo que empezó con eso.

Bosch asintió con la cabeza, pero no podía culpar a la hija por mantener secretos. Cuando Bosch tenía la edad en la que murió Becky Verloren vivía solo, sin padres reales. No tenía idea de cómo habría sido esa relación.

– Hablamos con el inspector García -explicó Rider-. Nos dijo que hace varios años le devolvió el diario de su hija. ¿Todavía, lo tiene?

Muriel pareció alarmada.

– Leo un trozo cada noche. No me lo van a quitar, ¿verdad? ¡Es mi biblia!

– Necesitamos que nos lo preste y hacer una copia. El inspector García debería haberla hecho entonces, pero no la hizo.

– No quiero perderlo.

– No lo perderá, señora Verloren, se lo prometo. Lo fotocopiaremos y se lo devolveremos enseguida.

– ¿Lo quiere ahora? Está junto a mi cama.

– Sí, si puede conseguirlo.

Muriel Verloren los dejó y desapareció por un pasillo que conducía hacia el lado izquierdo de la casa. Bosch miró a Rider y levantó las cejas para preguntarle su opinión. Rider se encogió de hombros, dando a entender que hablarían de eso después.

– Una vez mi hija quería otro gato -susurró Bosch-. Mi ex dijo que con uno era suficiente. Ahora sé por qué.

Rider estaba sonriendo de manera inapropiada cuando Muriel volvió a entrar, cargada con un pequeño volumen con una cubierta de flores y las palabras «Mi diario» estampadas en relieve dorado. El dorado empezaba a descascararse. Habían manejado mucho el libro. Se lo dio a Rider, que se esforzó al máximo para cogerlo con reverencia.

– Si no le importa, señora Verloren, nos gustaría echar un vistazo -dijo Bosch-. Para relacionar lo que hemos visto y leído en el expediente con la distribución real de la casa. ¿Le importa que echemos un vistazo? Me gustaría ver la puerta de atrás y también echar un vistazo detrás de la casa.

La señora Verloren señaló con un brazo levantado el camino que tenían que seguir. Bosch y Rider se levantaron.

– Ha cambiado -dijo Muriel-. Antes había terreno sin edificar allí arriba. Salías por nuestra puerta y ya estabas en la montaña. Pero construyeron terrazas. Ahora hay casas de millones de dólares. Construyeron una mansión en el sitio donde encontraron a mi niña. La odio.

No había nada que decir a eso. Bosch se limitó a asentir y la siguió a la cocina a través de un pasillo. Muriel abrió una puerta cristalera que conducía al patio de atrás, y todos salieron. El patio estaba en una empinada pendiente que conducía a unos eucaliptos. A través de los árboles, Bosch distinguió el tejado de estilo colonial de una casa grande y lujosa.

– Antes sólo había árboles -dijo Muriel-, ahora hay casas. Pusieron una verja. No me dejan subir como hacía antes. Creen que soy una vieja loca porque me gustaba subir allí en ocasiones a hacer pícnic en el lugar donde encontraron a Becky.

Bosch asintió y pensó por un momento en una madre que hace pícnic en el sitio donde su hija fue asesinada. Trató de descartar la idea y concentrarse en el estudio de la ladera. Según el informe de la autopsia, Becky Verloren sólo pesaba cuarenta y cuatro kilos. No obstante, subirla por esa pendiente tuvo que ser toda una pugna. Se preguntó por la posibilidad de que hubiera habido más de un asesino. Pensó en Bailey Sable diciendo «los».

Miró a Muriel Verloren, que permanecía quieta y en silencio, con los ojos cerrados. Había inclinado la cabeza de manera que el sol de última hora de la tarde le calentara la cara. Bosch se preguntó si se trataba de algún tipo de comunión con su hija perdida. Como si sintiera que la estaban mirando, Muriel habló, pero mantuvo los ojos cerrados.

– Me encanta este sitio. Nunca me iré.

– ¿Podemos ver la habitación de su hija? -preguntó Bosch.

Muriel abrió los ojos.

– Sólo sacúdanse los pies al volver a entrar en casa.

Ella los condujo de nuevo al pasillo a través de la cocina. La escalera empezaba junto a la puerta que daba al garaje. La puerta estaba abierta, y Bosch atisbó una furgoneta abollada rodeada de pilas de cajas y cosas que aparentemente Muriel Verloren había recogido en sus rondas. También se fijó en lo cerca que estaba la puerta del garaje de la escalera. No sabía si este hecho tenía algún significado, pero recordó que en el expediente se sugería que el asesino se había escondido en algún lugar del interior de la casa y había esperado a que la familia se fuera a dormir. El garaje era el lugar más probable.

El paso de la escalera era estrecho, porque en uno de los lados, y hasta arriba, se alineaban cajas de objetos comprados por Muriel. Rider subió delante. Muriel indicó a Bosch que la siguiera, y cuando éste pasó a su lado le susurró:

– ¿Tiene hijos?

Bosch asintió, sabiendo que su respuesta le haría daño.

– Una hija.

Ella repitió el mismo gesto con la cabeza.

– Nunca la pierda de vista.

Bosch no le dijo que vivía con su madre muy lejos de su vista. Simplemente asintió y empezó a subir la escalera.

En el segundo piso había un rellano y dos habitaciones con un cuarto de baño entre ellas. El dormitorio de Becky Verloren estaba en la parte de atrás y tenía ventanas que daban a la ladera de la colina.

La puerta estaba cerrada, y Muriel la abrió. Entrar en el dormitorio fue como dar un salto en el tiempo. Bosch vio las mismas fotos de diecisiete años atrás que había estudiado en el expediente. El resto de la casa estaba lleno de basura y detritos de una vida desintegrada, pero la habitación donde Becky Verloren había dormido, hablado por teléfono y escrito su diario secreto no había cambiado. De hecho, la habían preservado más tiempo del que había vivido la chica.

Bosch se adentró en el dormitorio y lo observó en silencio. Ni siquiera el gato entraba allí. El aire olía fresco y limpio.

– Está exactamente como el día en que se fue -dijo Muriel-. Salvo que hice la cama.

Bosch miró la colcha de los gatos que se extendía pulcramente hasta el suelo.

– Usted y su marido estaban durmiendo en el otro lado de la casa, ¿verdad? preguntó Bosch.

– Sí. Rebecca estaba en esa edad en que quería su intimidad. Hay dos habitaciones abajo, una a cada lado de la casa. Su primera habitación estaba allí, pero a los catorce años se trasladó aquí.

Bosch asintió y miró a su alrededor antes de preguntar nada más.

– ¿Con cuánta frecuencia sube aquí, señora Verloren? -preguntó Rider.

– Todos los días. A veces cuando no puedo dormir (y me pasa muchas veces) vengo y me tumbo aquí. Aunque no me meto debajo de las sábanas. Quiero que sea su cama.

Bosch se dio cuenta de que otra vez estaba asintiendo con la cabeza, como si lo que la mujer decía tuviera sentido para él. Se acercó a una de las paredes. Había fotos que se aguantaban en el marco del espejo. Bosch reconoció a una joven Bailey Sable en una de ellas. También había una foto en la que Becky aparecía sola delante de la torre Eiffel. Llevaba una boina negra. Ninguno de los otros chicos del club de arte estaba presente.

En el espejo había asimismo una foto de un chico con Becky. Parecía que estuvieran en Disneylandia, o quizás allí mismo, en el muelle de Santa Mónica.

– ¿Quién es? -preguntó Bosch.

Muriel se acercó y miró.

– ¿El chico? Es Danny Kotchof. Su primer novio.

Bosch asintió. El chico que se había trasladado a Hawai.

– Cuando se fue le rompió el corazón -agregó Muriel.

– ¿Cuándo fue eso exactamente?

– El verano anterior, en junio. Justo después de que ella terminara primero, y él segundo. Él era un año mayor.

– ¿Sabe por qué se trasladó la familia?

– El padre de Danny trabajaba en una empresa de alquiler de coches y lo destinaron a una nueva franquicia en Maui. Era un ascenso.

Bosch miró a Rider para ver si ella había captado el significado de la información que Muriel acababa de darles. Rider sutilmente negó con la cabeza. No lo entendía, pero Bosch quería insistir por esa línea.

– ¿Danny fue a Hillside Prep?

– Sí, allí se conocieron.

Bosch miró el corcho de fotos y se fijó en un souvenir barato de un globo de nieve con la torre Eiffel. Parte del agua se había evaporado, dejando una burbuja en la parte superior del globo y la punta de la torre asomándose a la bolsa de aire.

– ¿Danny iba al club de arte? -preguntó-. ¿Hizo el viaje a París con ella?

– No, ellos se mudaron antes -dijo Muriel-. Él se fue en junio y el club fue a París la última semana de agosto.

– ¿Becky volvió a tener noticias de Danny?

– Ah, sí, se enviaban cartas y había llamadas de teléfono. Al principio llamaban los dos, pero era demasiado caro. Después llamaba siempre Danny. Todas las noches, justo antes de que Becky se fuera a acostar. Eso duró casi hasta… hasta que ella nos dejó.

Bosch se estiró y cogió la foto del borde del espejo. Miró de cerca a Danny Kotchof.

– ¿Qué pasó cuando falleció su hija? ¿Cómo se enteró Danny? ¿Cómo reaccionó?

– Bueno… Llamamos y se lo dijimos a su padre para que pudiera sentar a Danny y darle la mala noticia. Nos dijo que no lo aceptó bien. ¿Y quién podía hacerlo?

– El padre se lo dijo a Danny. ¿Usted o su marido hablaron directamente con Danny?

– No, pero Danny me escribió una carta larga que hablaba de Becky y de lo mucho que significaba para él. Era muy triste y muy dulce.

– Estoy seguro de que lo era. ¿Vino al funeral?

– No, no vino. Sus… mmm… sus padres pensaron que era mejor para él que se quedara en la isla. El trauma, ¿sabe? El señor Kotchof llamó y nos avisó que no iba a venir.

Bosch asintió. Se volvió del espejo, deslizando la foto en su bolsillo. Muriel no se fijó.

– ¿Y después? -preguntó Bosch-. Me refiero a después de la carta. ¿Contactó con ustedes en alguna ocasión? ¿Quizá llamó y habló con ustedes?

– No, creo que nunca tuvimos noticias suyas. No después de la carta.

– ¿Todavía guarda esa carta? -preguntó Rider.

– Por supuesto. Lo conservo todo. Tengo un cajón lleno de cartas que recibimos sobre Rebecca. Era una niña muy querida.

– Necesitamos que nos preste esa carta, señora Verloren -dijo Bosch-. Quizá también podríamos necesitar revisar todo el cajón en algún momento.

– ¿Por qué?

– Porque nunca se sabe -dijo Bosch.

– Porque no queremos dejar piedra sin mover -añadió Rider-. Sabemos que es duro, pero por favor recuerde lo que estamos haciendo. Queremos encontrar a la persona que le hizo esto a su hija. Ha pasado mucho tiempo, pero eso no significa que el crimen vaya a quedar impune.

Muriel Verloren asintió. Sin reparar en ello, había cogido una pequeña almohada decorativa de la cama y estaba agarrándola con ambas manos delante del pecho. Parecía como si la hubiera hecho su hija muchos años atrás. Era un cuadradito azul con un corazón rojo de fieltro en medio. Sosteniendo la almohada, Muriel Verloren parecía una diana.

13

Mientras Bosch conducía, Rider leyó la carta que Danny Kotchof había enviado a los Verloren después del asesinato de Becky. Era una sola página, llena sobre todo de recuerdos cariñosos de su hija perdida.

– «Lo único que puedo decirles es que lamento muchísimo que tuviera que ocurrir esto. Siempre la echaré de menos. Con amor, Danny.» Y eso es todo.

– ¿De cuándo es el matasellos?

Ella giró el sobre y lo miró.

– «Maui, veintinueve de julio de mil novecientos ochenta y ocho.»

– Se tomó su tiempo.

– Quizás era duro para él. ¿Por qué te centras en él, Harry?

– No lo hago. Es sólo que García y Green confiaron en una llamada telefónica para descartarlo. ¿Recuerdas lo que decía en el expediente? Decía que el supervisor del chico aseguró que había estado lavando coches en una agencia de alquiler de vehículos el día anterior y el día siguiente. No había tenido tiempo de volar a Los Ángeles, matar a Becky y volver a casa a tiempo para trabajar.

– ¿Y qué?

– Bueno, ahora averiguamos por Muriel que su padre dirigía una agencia de alquiler de vehículos. No decía nada de eso en el expediente. ¿García y Green lo sabían? ¿Cuánto quieres apostar a que ese papá dirigía la empresa donde su hijo lavaba coches? ¿Cuánto quieres apostar a que ese supervisor que proporcionó la coartada al hijo trabajaba para el padre?

– Tío, hablaba en broma de ir a París. Parece que estás buscando un viaje a Maui.

– Simplemente no me gusta el trabajo chapucero. Deja cabos sueltos. Hemos de hablar con Danny Kotchof y descartarlo nosotros mismos. Si es que eso es posible después de tantos años.

– AutoTrack, cielo.

– Eso podría encontrar lo. No lo descartemos.

– Aunque quebráramos su coartada, ¿qué estás diciendo, que este chico de dieciséis años se escabulló desde Hawai, asesinó a su antigua novia y después volvió sin que nadie lo viera?

– Quizá no lo planeó así. Y tenía diecisiete… Muriel dijo que era un año mayor.

– Ah, diecisiete -dijo ella con sarcasmo-, como si eso marcara toda la diferencia del mundo.

– Cuando yo tenía dieciocho me dieron una licencia de Vietnam a Hawai. No estaba permitido salir del estado desde allí, pero en cuanto llegué me cambié de ropa, compré una maleta de civil y pasé por delante de la policía militar para coger un avión a Los Ángeles. Creo que un chico de diecisiete años podría haberlo hecho.

– Vale, Harry.

– Mira, lo único que estoy diciendo es que fue un trabajo chapucero. Según el expediente, Green y García descartaron a este tipo con una llamada de teléfono. No dice nada allí de comprobar líneas aéreas, y ahora es demasiado tarde. Me jode.

– Lo entiendo. Pero recuerda que hemos de completar un triángulo lógico. Podemos conectar a Danny con Becky con suficiente facilidad, y la pistola conecta a Becky con Mackey. Pero ¿qué conecta a Danny con Mackey?

Bosch asintió. Era una buena pregunta, pero no le hacía sentirse mejor respecto a Danny Kotchof.

– Otra cosa es lo que escribió en esa carta -insistió Bosch-. Dijo que lamentaba que «tuviera que ocurrir». Tuviera que ocurrir. ¿Qué significa eso?

– Es sólo una figura retórica, Harry. No puedes cimentar un caso en eso.

– No estoy hablando de cimentar un caso. Sólo me pregunto por qué eligió decirlo de esa forma.

– Si todavía está vivo, lo encontraremos y podrás preguntárselo.

Habían pasado por debajo de la 405 y ya estaban en Panorama City. Bosch dejó la discusión acerca de Danny Kotchof y Rider sacó a relucir a Muriel Verloren.

– La madre está petrificada -dijo Rider.

– Sí.

– Es lamentable. No había ninguna razón para que subieran a la chica por la colina. Podrían haberla matado en la casa. Lo hicieron de todos modos.

Bosch pensó que era una forma ruda de verlo, pero no dijo nada.

– ¿La subieron? -preguntó en cambio.

– ¿Qué?

– Dijiste que había una razón para que subieran a la hija por la colina. Has sonado como Bailey Sable.

– No lo sé. Mirando esa colina… Habría sido duro para una persona. Es muy empinado.

– Sí. Estaba pensando lo mismo. Dos personas.

– Tu idea de asustar a Mackey está mejorando. Si estaba allí, podría llevamos al otro, tanto si es Kotchof como cualquier otro.

Bosch giró al sur en Van Nuys Boulevard y se detuvo delante de un avejentado complejo de apartamentos que ocupaba la mitad de la manzana. Se llamaba Panorama View Suites. Había un cartel que decía «Oficina de alquiler» a la izquierda de las puertas de cristal de un vestíbulo. También anunciaba que había apartamentos disponibles que se alquilaban por mes o por semana. Bosch puso la transmisión del cambio automático en la posición de bloqueo.

– Además de Kotchof, ¿en qué más estabas pensando, Harry?

– Estaba pensando que quería encontrar a las otras dos amigas y hablar con ellas. Tal vez podrías ocuparte de la lesbiana. Pero mi prioridad es el padre, si podemos encontrarlo.

– De acuerdo, tú ocúpate del padre y yo me ocuparé de la lesbiana. Quizá tenga que ir a San Francisco.

– Es Hayward. Y si necesitas ayuda, conozco allí a un inspector que podría localizarla y ahorrar a las arcas de Los Ángeles el coste del viaje.

– Eres muy gracioso. Me gustaría pasar un rato con las hermanas del norte.

– ¿El jefe sabía lo tuyo?

– Al principio no, y cuando lo descubrió no le importó.

Bosch asintió. Le gustaba eso del jefe.

– ¿Qué más? -preguntó Rider.

– Sam Weiss.

– ¿Quién es?

– La víctima del robo. El propietario de la pistola que usaron para matar a la chica.

– ¿Por qué él?

– Entonces no conocían a Roland Mackey. ¿Quizás estaría bien preguntarle por el nombre?

– Compruébalo.

– Después de eso, creo que estaremos preparados para hacer la jugada con Mackey y ver cómo reacciona.

– Pues terminemos con esto y vayamos a hablar con Pratt.

Abrieron las puertas al mismo tiempo y salieron. Al rodear el Mercedes, Bosch sintió que ella lo miraba, estudiándolo.

– ¿Qué? -preguntó.

– Hay algo más.

– ¿Qué quieres decir?

– Contigo. Cuando levantas de esa manera la ceja izquierda, sé que está pasando algo.

– Mi ex esposa siempre me decía que habría sido un mal jugador de póquer. La expresión me delata.

– Bueno, ¿qué es?

– Todavía no lo sé. Algo de la habitación.

– ¿En la casa? ¿La habitación de ella? ¿Te refieres a que es espeluznante mantener el dormitorio así?

– No, de hecho no me importa que la mantenga así. Creo que lo entiendo. Es otra cosa. Algo que no encaja. Le daré vueltas y te lo contaré cuando lo sepa.

– Vale, Harry, ésa es tu especialidad.

Franquearon las puertas de cristal que daban acceso a los apartamentos Panorama View. En diez minutos confirmaron lo que ya sabían; que Mackey se había mudado en cuanto había completado su periodo de condicional.

Como esperaban, no había dejado ninguna dirección.

14

Abel Pratt estaba detrás de su escritorio, dando cuenta de una tarrina de plástico de yogur con cereales. Hacía sonidos de succión y crujidos mientras comía y estaba acabando con los nervios de Bosch. Llevaban veinte minutos sentados con él, poniéndole al día de los progresos del caso.

– Mierda, todavía tengo hambre -dijo Pratt después de terminar la última cucharada.

– ¿Qué es eso, la dieta de South Beach? -preguntó Rider.

– No, sólo mi propia dieta. Aunque lo que necesito es la dieta de South Bureau.

– ¿En serio? ¿Y qué es la dieta de South Bureau?

Bosch sintió que Rider se ponía tensa. En la jurisdicción del South Bureau vivía la mayor comunidad negra de la ciudad. Rider tenía que preguntarse si lo que Pratt acababa de decir era algún tipo de comentario racial de esos que uno no sabe por dónde tomarlos. Bosch había visto con frecuencia en el departamento que la ética del nosotros contra ellos se elevaba hasta el punto de que polis blancos hacían comentarios teñidos de sarcasmo racial delante de los polis negros o latinos, simplemente porque consideraban que entre las filas policiales el color azul estaba por encima del color de la piel. Rider estaba a punto de descubrir si Pratt era uno de esos polis.

– Baja la antena -dijo Pratt-. Lo único que estoy diciendo es que trabajé en South diez años y nunca tuve que preocuparme por el peso. Allí siempre estás corriendo. Después me trasladaron a Robos y Homicidios y aumenté siete kilos en dos años. Es triste.

Rider se relajó y Bosch también.

– Levanta el trasero y sal a la calle -dijo Bosch-. Ésa era la norma en Hollywood.

– Buena regla -asintió Pratt-. Salvo que es duro cuando te ponen de jefe. Tengo que sentarme aquí y oír cómo vosotros llamáis a las puertas.

– Pero se lleva unos buenos billetes -añadió Rider.

– Sí, claro.

Era una broma porque como supervisor Pratt no podía cobrar horas extras. En cambio, los que estaban en su brigada sí podían, lo cual abría la posibilidad de que algunos de sus detectives ganaran más que él, aunque él fuera el jefe de la unidad.

Pratt se volvió en su silla y abrió una nevera que tenía junto a él en el suelo.

Sacó otra tarrina de yogur.

– A la mierda -dijo al tiempo que se enderezaba y la abría.

Esta vez no le añadió cereales. Bosch sólo tuvo que soportar el sorbeteo cuando el jefe empezó a meterse cucharadas de aquella inmunda crema blanca en la boca.

– Bueno, a lo que íbamos -continuó Pratt, con la boca llena-. Lo que me estáis diciendo es que al final del día podéis relacionar la pistola con este inútil Mackey. Disparó la pistola, pero no tenemos a nadie que lo conecte con la víctima, y por consiguiente no podemos relacionarlo con el disparo fatal.

– Eso y otras cosas -dijo Rider.

– Entonces si yo fuera abogado defensor -continuó Pratt- le diría a Mackey que se declarara culpable del robo de la pistola, porque el delito ha prescrito. Diría que la pistola le mordió cuando la probó, así que se deshizo del maldito chisme mucho antes del asesinato. Diría: «No, señor, yo no maté a esa niña, y usted no puede probado. No puede probar que le pusiera nunca un ojo encima.»

Rider y Bosch asintieron.

– O sea que no tenéis nada.

Asintieron otra vez.

– No está mal para un día de trabajo. ¿Qué queréis?

– Queremos un pinchazo -dijo Bosch-. Dos, quizá tres localizaciones. Una en su móvil, otra en el teléfono de la gasolinera. Y una en su casa, una vez que la encontremos y si es que tiene línea fija allí. Colamos un artículo en el diario que diga que estamos trabajando otra vez en el caso y nos aseguramos de que lo lea. Luego esperamos a ver si lo comenta con alguien.

– ¿Y qué os hace pensar que vaya a hablar con alguien de un asesinato que él pudo haber cometido o no hace diecisiete años?

– Bueno, como hemos dicho, por el momento no podemos conectar a este tipo con la chica de ningún modo. Así que estamos pensando que hay alguien más metido en esto. Mackey o bien lo hizo para alguien o consiguió la pistola para que ese alguien cometiera el crimen.

– Hay una tercera posibilidad -agregó Rider-. Que colaborara. Esa chica fue llevada por una colina empinada. O bien fue alguien grande o alguien con ayuda.

Antes de responder, Pratt tomó dos cucharadas de yogur, enarcando las cejas al mirar en la tarrina.

– Vale, ¿y el periódico? ¿Podréis colar un artículo?

– Creemos que sí -dijo Rider-. Vamos a usar al inspector García de la comandancia del valle. Investigó el caso. Atormentado por un criminal que se escapó, esa clase de charla. Dice que tiene un contacto con el Daily News.

– De acuerdo, suena a plan. Escribid las órdenes y pasádmelas. El capitán ha de dar su visto bueno, y después han de ir a la oficina del fiscal para que las apruebe antes de acudir al juez. Llevará su tiempo. Una vez que encontremos a un juez que las firme sacaremos a los otros equipos de lo que estén haciendo y los pondré en la vigilancia.

Bosch y Rider se levantaron al mismo tiempo. Bosch sintió una pequeña descarga de adrenalina en la sangre.

– ¿No hay posibilidad de que este tipo Mackey esté metido en algo ahora mismo? -preguntó Pratt.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Bosch.

– Si podemos argumentar que está a punto de cometer un crimen podríamos acelerar las órdenes.

Bosch pensó en ello.

– No tenemos nada ahora -dijo-, pero podemos trabajar en ello.

– Bien, eso ayudará.

15

Rider era la encargada de escribir. Tenía facilidad con el ordenador y con la jerga legal. Bosch había visto que ponía en práctica esas cualidades en anteriores investigaciones. Así que fue una decisión tácita. Ella escribiría las órdenes a fin de obtener las autorizaciones del tribunal para rastrear y escuchar las llamadas que Roland Mackey hiciera o recibiera en su móvil, el teléfono de la oficina en la estación de servicio donde él trabajaba y su casa, si existía allí un teléfono adicional. Se trataba de un trabajo meticuloso; tenía que presentar la acusación contra Mackey, asegurándose de que la cadena lógica de causas probables no tenía eslabones débiles. La documentación que preparara Rider tenía que convencer primero a Pratt, después al capitán Norona, luego a un ayudante del fiscal del distrito encargado de asegurarse de que el cuerpo de orden local tenía en consideración los derechos civiles y, finalmente, a un juez con las mismas responsabilidades pero que también respondía ante el electorado si cometía un error que le estallaba en la cara. Disponían de una única oportunidad y tenían que hacerlo bien. Mejor dicho, Rider tenía que hacerlo bien.

Claro que todo eso vendría después de superar el obstáculo inicial de conseguir los diversos números de Mackey sin advertir al sospechoso de la investigación que se formaba en torno a él.

Empezaron con Tampa Towing, que hacía constar dos números de veinticuatro horas en el anuncio de media plana que publicaba en las páginas amarillas. A continuación, una llamada al servicio de información estableció que Mackey no disponía de ningún teléfono fijo privado, al menos a su nombre. Eso significaba que o bien no tenía teléfono en casa o que estaba viviendo en un lugar donde el teléfono estaba registrado a nombre de otra persona. Tendrían que ocuparse de ello después de establecer la residencia de Mackey.

La última parte, y la más difícil, era obtener el número de móvil de Mackey. El servicio de información telefónica no, disponía de listas de móviles. Tardarían días, si no semanas, en comprobar todos los proveedores de servicios de móviles en busca de esa información, porque la mayoría exigían un orden judicial antes de revelar el número de un cliente. Por ese motivo, los detectives de los diferentes cuerpos policiales planeaban rutinariamente trucos para conseguir los números que necesitaban. Con frecuencia recurrían a dejar mensajes inocuos en lugares de trabajo para poder capturar el número de móvil después de una llamada de respuesta. El ardid más popular era el mensaje estándar de «llame, para recoger su premio», prometiendo un televisor o un DVD a las cien primeras personas que contestaran la llamada. Sin embargo, este proceso implicaba preparar una línea no policial y podía resultar también en largos periodos de espera sin ninguna garantía de éxito si el objetivo había enmascarado el número de su móvil. Rider y Bosch no sentían que dispusieran del lujo del tiempo. Ya habían divulgado el nombre de Mackey en el curso de su investigación y tenían que moverse con rapidez hacia su objetivo.

– No te preocupes -le dijo Bosch a Rider-. Tengo un plan.

– Entonces yo sólo me siento y observo al maestro.

Puesto que sabía que Mackey estaba trabajando, Bosch simplemente llamó a la estación de servicio y explicó que necesitaba una grúa. Le dijeron que esperara y poco después se puso al aparato alguien con una voz que Bosch creyó que pertenecía a Roland Mackey.

– ¿Necesita una grúa?

– Una grúa o que me arranquen el motor. Me he quedado sin batería.

– ¿Dónde está?

– En el aparcamiento de Albertson, en Topanga, cerca de Devonshire.

– Estamos al otro lado, en Tampa. Puede encontrar a alguien más cerca.

– Ya lo sé, pero vivo al lado de ustedes. Al lado de Roscoe y detrás del hospital.

– De acuerdo. ¿Qué coche lleva?

Bosch pensó en el coche en el que había visto a Mackey antes. Decidió usarlo para que Mackey se definiera.

– Un Camaro del setenta y dos.

– ¿Restaurado?

– Estoy trabajando en ello.

– Tardaré unos quince minutos.

– Vale, de acuerdo. ¿Cómo se llama?

– Ro.

– ¿Ro?

– Roland, tío. Voy para allá.

Colgó. Bosch y Rider esperaron cinco minutos, durante los cuales Bosch le contó a su compañera el resto del plan y la parte que tenía que desempeñar ella. Su objetivo era conseguir dos cosas: el número del móvil de Mackey y su proveedor de servicio, a fin de poder entregar a la compañía apropiada la orden de escucha autorizada por el juez.

Siguiendo instrucciones de Bosch, Rider llamó a la estación de servicio Chevron y empezó a solicitar una reparación, describiendo con todo detalle el chirrido de los frenos del coche. Mientras Rider hablaba, Bosch llamó a la estación en la segunda línea que aparecía en la guía. Como esperaba pusieron a Rider en espera. Atendieron la llamada de Bosch, y éste dijo: «¿Tiene algún número en el que pueda localizar a Ro? Viene hacia aquí para arrancarme el coche, pero ya lo he puesto en marcha.»

La ocupada compañera de trabajo de Mackey dijo:

– Pruebe con el móvil.

Le dio el número y Bosch levantó los pulgares a Rider, quien concluyó con la llamada sin romper la actuación y colgó.

– Uno listo y otro en marcha -dijo Bosch.

– A ti te ha tocado el fácil -dijo Rider.

Contando ya con el número de Mackey, Rider se ocupó de la segunda parte, mientras Bosch escuchaba desde un supletorio. Poniendo un dejo de desinterés burocrático en la voz, Rider llamó al número recién obtenido y cuando Mackey respondió -presumiblemente mientras buscaba un Camaro del 72 parado en el aparcamiento de un centro comercial -le anunció que trabajaba para AT amp;T Wireless y que tenía una extraordinaria noticia para que ahorrara con su plan de llamadas de larga distancia.

– Sandeces -dijo Mackey, interrumpiéndola en medio de su discurso.

– Disculpe, señor -replicó Rider.

– He dicho que son sandeces. Esto es algún tipo de truco para hacerme cambiar de compañía.

– No entiendo, señor. Lo tengo en la lista como cliente de AT amp;T. ¿No es ése el caso?

– No, no es el caso. Estoy con Sprint y me gusta, y ni tengo ni quiero un servicio de larga distancia. Que les den por culo. ¿Eso lo ha oído bien?

Colgó y Rider empezó a reír.

– Estamos tratando con un tipo enfadado -dijo ella.

– Bueno, acaba de atravesar Chatsworth para nada -dijo Bosch-. Yo también estaría enfadado.

– Es de Sprint -dijo ella-. Ya lo tengo todo para meterme con el papeleo, pero quizá deberías llamarlo, así no sospechará cuando el tipo del taller le diga que le ha dado el número.

Bosch asintió y llamó a Mackey al móvil. Afortunadamente, salió el buzón de voz; Mackey probablemente estaba hecho una furia al teléfono, diciéndole al tipo del taller que no podía encontrar el coche que se suponía que tenía que remolcar. Bosch dejó un mensaje explicando que lo lamentaba, pero que había conseguido arrancar el coche y estaba intentando llegar a casa. Cerró el teléfono y miró a Rider.

Hablaron un poco más acerca de la organización y decidieron que ella trabajaría en exclusiva en la orden esa noche y al día siguiente, y luego se ocuparía del seguimiento a través de las distintas etapas de la aprobación. Rider dijo que quería que Bosch le acompañara en el momento de la autorización final. La presencia de los dos componentes del equipo de investigación en el despacho del juez ayudaría a consolidar la solicitud. Hasta entonces, Bosch continuaría con el trabajo de campo, buscando los nombres que quedaban en la lista de gente que debía ser entrevistada y poniendo en marcha el artículo de periódico. La sincronización sería el factor clave. No querían que el artículo sobre el caso se publicara hasta que tuvieran las escuchas preparadas en los teléfonos que usaba Mackey.

– Me voy a casa, Harry -dijo Rider-. Puedo poner esto en marcha en mi portátil.

– Suerte.

– ¿Qué harás tú?

– Quiero acabar con unas cuantas cosas esta noche. Quizá vaya al Toy District.

– ¿Solo?

– No hay más que vagabundos.

– Sí, y el ochenta por ciento de ellos son vagabundos porque no les funcionan los cables, ni los plomos, ni nada. Ten cuidado. Quizá deberías llamar a la División Central y ver si pueden enviar un coche contigo. Quizá puedan prestarte el submarino.

El submarino era un coche de un solo agente que se usaba como mil usos para el jefe de patrullas. Pero Bosch no creía que necesitara un acompañante. Le dijo a Rider que no se preocupara y que podía irse en cuanto le enseñara a usar AutoTrack.

– Bueno, Harry, en primer lugar has de tener ordenador. Yo lo hago desde mi portátil.

Él rodeó la mesa para colocarse a su lado y observó cómo ella se conectaba al sitio web de AutoTrack, introducía la información de usuario y contraseña y accedía a un formulario de búsqueda.

– ¿Con quién quieres empezar? -preguntó ella.

– ¿Qué tal Robert Verloren?

Ella escribió el nombre y estableció los parámetros de la búsqueda.

– ¿Funciona deprisa? -preguntó Bosch.

– Sí.

Al cabo de un momento Rider localizó una dirección del padre de Rebecca Verloren, pero se detuvo en seco al ver que era la de la casa de Chatsworth. Robert Verloren no había actualizado su licencia de conducir ni comprado propiedades ni se había registrado para votar ni había solicitado una tarjeta de crédito ni figuraba como titular de ningún servicio público en más de diez años. Había desaparecido, al menos de la rejilla electrónica.

– Todavía estará en la calle -dijo Rider.

– Si es que sigue vivo.

Rider introdujo los nombres de Tara Wood y Daniel Kotchof en el sistema AutoTrack y obtuvo múltiples resultados con ambos. Luego, al introducir sus edades aproximadas y centrarse en Hawai y California, redujeron los resultados a dos direcciones que aparentemente correspondían a los correctos Tara Wood y Daniel Kotchof. Wood no había ido a la reunión de la escuela, pero no era porque se hubiera marchado muy lejos. Sólo se había trasladado desde el valle de San Fernando hasta Santa Mónica, al otro lado de las colinas. Entretanto, aparentemente, Daniel Kotchof había regresado de Hawai muchos años antes, había vivido en Venice unos pocos años y después había vuelto a Maui, donde estaba localizada su dirección actual.

El último nombre que Bosch dio a Rider para que buscara en el ordenador era Sam Weiss, la víctima del robo cuya pistola se utilizó para asesinar a Rebecca Verloren. Aunque había cientos de resultados con ese nombre, fue fácil encontrar al Sam Weiss correcto. Seguía viviendo en el mismo domicilio en que se había producido el robo e incluso tenía el mismo número de teléfono.

Rider imprimió los datos para Bosch y también le dio el número de teléfono de Grace Tanaka que les había proporcionado antes Bailey Sable. Hecho esto, recogió lo que necesitaría para trabajar en la orden de búsqueda en casa.

– Si me necesitas llámame al busca -dijo Rider al poner su ordenador en un estuche acolchado.

Después de que se hubiera ido, Bosch miró el reloj que había encima de la puerta de Pratt y vio que acababan de dar las seis. Decidió que pasaría alrededor de una hora buscando nombres antes de dirigirse al Toy District para encontrar a Robert Verloren. Sabía que sólo estaba demorando su visita a la zona de los desclasados, una visita que ciertamente iba a deprimirle, de manera que consultó el reloj otra vez y se prometió a sí mismo que no pasaría más de una hora al teléfono.

Decidió empezar por los locales, pero no tuvo fortuna. Sus llamadas a Tara Wood y Sam Weiss quedaron sin respuesta y le conectaron con contestadores automáticos. Dejó un mensaje para Wood, identificándose, dándole su número y mencionando que la llamada era en relación con Rebecca Verloren. Esperaba que mencionar el nombre de su amiga bastaría para intrigarla y obtener una respuesta. Con Weiss sólo dejó su nombre, pues no quiso avisarle de que la llamada era acerca de lo que podía ser una fuente de culpa para el hombre que indirectamente proporcionó el arma que mató a una chica de dieciséis años.

Después llamó al número de Grace Tanaka en Hayward y ésta le contestó al cabo de seis tonos. Desde el principio pareció enfadada por la llamada, como si hubiera interrumpido algo importante, pero sus modales y voz bronca se suavizaron en cuanto Bosch dijo que llamaba por Rebecca Verloren.

– Oh, Dios mío, ¿ha ocurrido algo? -preguntó.

– El departamento ha tomado un ávido interés en re investigar el caso -dijo Bosch-. Ha surgido un nombre nuevo. Es un individuo que pudo estar implicado en el crimen en mil novecientos ochenta y ocho, y estamos tratando de averiguar si encaja con Becky o con sus amigas de algún modo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Tanaka con rapidez.

– Roland Mackey. Era un par de años mayor que Becky. No fue a Hillside, pero vivía en Chatsworth. ¿El nombre significa algo para usted?

– La verdad es que no. No lo recuerdo. ¿Cómo estaba conectado? ¿Era el padre?

– ¿El padre?

– La policía dijo que estaba embarazada. O sea, que había estado embarazada.

– No, no sabemos si estaba relacionado de ese modo o no. ¿Así pues, no reconoce el nombre?

– No.

– Se hace llamar Ro.

– Tampoco.

– Y está diciendo que no sabía que ella estuvo embarazada, ¿no?

– No lo sabía. Ninguna de sus amigas lo sabíamos.

Bosch asintió con la cabeza, aunque sabía que su interlocutora no podía verlo. No dijo nada, esperando que pudiera sentirse incómoda con el silencio y aportara algo que pudiera resultar de valor.

– Hum, ¿tiene una foto de ese hombre? -preguntó ella finalmente.

No era lo que Bosch estaba buscando.

– Sí -dijo-. He de averiguar una forma de acercarme allí para que la vea, y ver si desencadena el recuerdo.

– ¿No puede escanearla y enviármela por mail?

Bosch sabía lo que le estaba pidiendo, y aunque él no sabía hacerlo suponía que Kiz Rider probablemente no tendría ningún problema.

– Creo que podríamos hacerlo. Mi compañera es la que maneja el ordenador y no está aquí en este momento.

– Le daré mi dirección de correo y ella puede enviármela cuando llegue.

Bosch anotó en su libretita la dirección que Grace Tanaka le recitó. Le dijo que recibiría el mensaje de correo a la mañana siguiente.

– ¿Alguna cosa más, detective?

Bosch sabía que podía colgar y dejar que Rider lo intentara con Grace Tanaka después de que le enviara la foto. Pero decidió no dejar pasar la oportunidad de remover antiguas emociones y recuerdos. Quizá tuviera más suerte.

– Sólo tengo unas pocas preguntas. Eh, ese verano, ¿cómo definiría su relación con Becky?

– ¿Qué quiere decir? Éramos amigas. La conocía desde primer curso.

– De acuerdo, bueno, ¿cree que era su mejor amiga?

– No, creo que su mejor amiga era Tara.

Otra confirmación de que Tara Wood había sido la más cercana a Becky al final.

– Así que ella no se confió a usted cuando descubrió que estaba embarazada.

– No, ya se lo he dicho, no lo supe hasta después de que estuvo muerta.

– ¿y usted? ¿Confiaba en ella?

– Por supuesto.

– ¿Del todo?

– Detective, ¿qué quiere decir?

– ¿Sabía que es usted homosexual?

– ¿Qué tiene eso que ver?

– Sólo intento formarme una idea del grupo. El Kitty Kat Club, creo que se llamaban ustedes cuatro…

– No -dijo ella abruptamente-. Ella, no lo sabía. Ninguna de ellas lo sabía. No creo que ni siquiera yo misma lo supiera entonces. ¿De acuerdo, detective? ¿Cree que es suficiente?

– Lo siento, señorita Tanaka. Como le digo, sólo intento formarme una imagen lo más amplia posible. Aprecio su franqueza. Una última pregunta. Si Becky estuvo en una clínica y necesitaba que la llevaran a casa después del abortó porque no creía que pudiera conducir, ¿a quién habría llamado?

Hubo un largo silencio antes de que Grace Tanaka contestara.

– No lo sé, detective. Me habría gustado que fuera a mí. Que yo fuera ese tipo de amiga. Pero obviamente era otra persona.

– ¿Tara Wood?

– Tendrá que preguntárselo a ella. Buenas noches, detective Bosch.

Tanaka colgó, y Bosch sacó el anuario para mirar su foto. En la imagen -de hacía muchos años- era una chica menuda de origen asiático. No coincidía con la bronca expresión de la voz que acababa de escuchar en el teléfono.

Bosch escribió una nota para Rider que contenía la dirección de correo electrónico e instrucciones para escanear y enviar la foto de Mackey. También anotó una pequeña advertencia acerca de haber encontrado resistencia de Tanaka cuando sacó a relucir su sexualidad. Colocó la nota encima de la mesa de Rider para que fuera lo primero que viera por la mañana.

Eso dejaba una última llamada, ésta a Daniel Kotchof, que vivía, según AutoTrack, en Maui, donde era dos horas más temprano.

Llamó al número que había obtenido de AutoTrack y contestó una mujer. Dijo que era la esposa de Daniel Kotchof y que su marido estaba trabajando en el hotel Four Seasons, donde estaba empleado como «director de hospitalidad». Bosch llamó al número que ella le dio y le pasaron a Daniel Kotchof. Éste argumentó que sólo podía hablar unos minutos y puso a Bosch en espera durante cinco de ellos mientras iba a un lugar más privado del hotel para mantener la conversación, que inicialmente fue improductiva. Como Grace Tanaka, no reconoció el nombre de Roland Mackey. Además, a Bosch le dio la sensación de que para Kotchof la llamada suponía un incordio o una intromisión. Explicó que estaba casado y que tenía tres hijos, y que ya rara vez pensaba en Becky Verloren. Le recordó a Bosch que él y toda su familia se habían trasladado desde el continente un año antes de la muerte de Rebecca.

– Según me han contado, después de que se trasladara a Hawai, los dos continuaron llamándose con bastante frecuencia -dijo Bosch.

– No sé quién se lo ha contado -dijo Kotchof-. O sea, hablamos. Sobre todo al principio. Tenía que llamar yo porque ella decía que sus padres le dijeron que costaba mucho dinero llamarme. Me pareció un cuento. Querían perderme de vista. Así que tenía que llamar yo, pero era como, bueno, ¿para qué? Yo estaba en Hawai y ella estaba en Los Ángeles. Se había terminado. Y enseguida tuve una novia aquí, de hecho, ahora es mi mujer, y dejé de llamar a Beck. Eso fue todo, hasta que, bueno, hasta que me enteré de lo ocurrido y el detective me llamó.

– ¿Se enteró antes de que llamara el detective?

– Sí, lo había oído. La señora Verloren llamó a mi padre y él me dio la noticia.

También me llamaron algunos de mis amigos de allí. Sabían que querría saber de ello. Era raro, joder, esta chica a la que conocía y la liquidan así.

– Sí.

Bosch pensó en qué más podía preguntar. La historia de Kotchof entraba en conflicto en pequeños detalles con el relato de Muriel Verloren. Sabía que tendría que cuadrar las historias en algún punto. La coartada de Kotchof continuaba molestándole.

– Eh, mire, detective, he de colgar -dijo Kotchof-. Estoy trabajando. ¿Hay algo más?

– Sólo unas pocas preguntas. ¿Recuerda cuánto tiempo antes de la muerte de Rebecca Verloren dejó de llamarla?

– Hum, no lo sé. Hacia el final del primer verano. Algo así. Había pasado un tiempo, casi un año.

Bosch decidió asustar a Kotchof y ver qué pasaba. Era algo que habría preferido hacer en persona, pero no había tiempo ni dinero para un viaje a Hawai.

– ¿Así que su relación había terminado definitivamente cuando ella murió?

– Sí, definitivamente.

Bosch pensó que las oportunidades de recuperar los registros de llamadas de entonces eran escasas.

– ¿Cuando llamaba era siempre en un momento determinado? ¿Sabe?, como una cita.

– Más o menos. Hay dos horas de diferencia, así que no llamaba muy tarde. Normalmente llamaba justo después de cenar, y eso era justo antes de que ella se fuera a acostar. Pero como le he dicho no duró mucho.

– De acuerdo. Ahora he de preguntarle algo bastante personal. ¿Tuvo relaciones sexuales con Rebecca Verloren?

Hubo una pausa.

– ¿Qué tiene que ver con esto?

– No puedo explicárselo, Dan, pero forma parte de la investigación y tiene relación con el caso. ¿Le importa responder?

– No.

Bosch esperó, pero Kotchof no dijo nada más.

– ¿Es ésa su respuesta? -preguntó finalmente Bosch-. ¿Ustedes dos nunca tuvieron relaciones?

– Nunca lo hicimos. Ella decía que no estaba preparada y yo no forcé la situación. Mire, he de irme.

– De acuerdo, Dan, sólo un par de cosas más. Estoy convencido de que quiere que detengamos al tipo que hizo esto, ¿verdad?

– Sí, por supuesto, pero estoy trabajando.

– Sí, ya me lo ha dicho. Deje que le pregunte cuándo fue la última vez que vio a Rebecca.

– No, recuerdo la fecha exacta, pero fue el día que me fui. Cuando nos despedimos. Esa mañana.

– ¿Entonces nunca regresó de Hawai después de que su familia se trasladara?

– No, al principio no. O sea, he vuelto desde entonces. Viví un par de años en Venice después de terminar los estudios, pero luego volví aquí.

– Pero no entre la vez en que su familia se trasladó y el momento del asesinato de Rebecca. ¿Es lo que está diciendo?

– Sí, exacto.

– Entonces si otra testigo con la que he hablado dice que lo vio en la ciudad el fin de semana del Cuatro de Julio, justo antes de la desaparición de Rebecca, ¿se equivoca?

– Sí, se equivoca. Oiga, ¿qué es esto? Le he dicho que no volví nunca. Tenía otra novia. O sea, ni siquiera fui al funeral. ¿Quién le dijo que me vio? ¿Fue Grace? Ella nunca me tragó, esa tortillera. Siempre estaba tratando de buscarme problemas con Beck.

– No puedo decirle quién es, Dan. Igual que si usted quiere decirme algo confidencial yo lo respetaré.

– Quien sea, es una puta mentirosa -dijo Kotchof, con voz estridente-. ¡Es una puta mentira! Compruebe sus registros, tío. Tengo coartada. Estuve trabajando el día que la raptaron y también al día siguiente. ¿Cómo podía haber ido y vuelto? ¡Quien se lo haya dicho es una cuentista!

– Su coartada es lo que es falso, Dan. Su padre podría habérselo pedido a su supervisor. Eso era fácil.

Pasó un momento de silencio antes de que llegara la respuesta.

– No sé de qué está hablando. Mi padre no le pidió nada a nadie y eso es un hecho. Tenemos tarjetas de fichar, joder, y mi jefe habló con los polis y punto. ¿Ahora me viene con esta mierda después de diecisiete años? ¿Está de broma, joder?

– Vale, Dan, tranquilo. A veces la gente comete errores. Especialmente cuando uno se remonta tantos años.

– Lo que me faltaba, que me meta en esto. Tío, tengo una familia aquí.

– Le he dicho que se calme. No le estoy metiendo en nada. Es sólo una llamada telefónica. Sólo una conversación, ¿vale? Ahora, ¿hay algo más que pueda decirme o que quiera decirme para ayudar en esto?

– No. Le he dicho todo lo que sabía, que es nada. Y he de colgar. Esta vez lo digo en serio.

– O sea que estaba cabreado cuando Rebecca le dijo que estaba embarazada y era obvio que lo estaba de otro tipo.

Al principio no hubo respuesta, y Bosch trató de hurgar más en la herida.

– Sobre todo porque ella nunca tuvo relaciones con usted cuando estuvieron juntos.

Bosch se dio cuenta de que había ido demasiado lejos y había enseñado las cartas. Kotchof comprendió que Bosch estaba jugando con él al poli bueno y al poli malo al mismo tiempo. Cuando respondió, su voz era calmada y modulada.

– Nunca me lo contó -dijo-. Nunca lo supe hasta que surgió después.

– ¿De verdad? ¿Quién se lo dijo?

– No me acuerdo, alguno de mis amigos, supongo.

– ¿En serio? Porque Rebecca tenía un diario. Y usted sale en todas las páginas. Y dice que se lo dijo y que no le hizo ninguna gracia.

Esta vez Kotchof se rió, y Bosch comprendió que había metido la pata.

– Detective, no cuela. Es usted quien está mintiendo. Esto es muy débil, tío. Oiga, veo La ley y el orden, ¿sabe?

– ¿Ve CSI?

– Sí, ¿y?

– Tenemos el ADN del asesino. Si lo relacionamos con alguien, van a caer en picado. El ADN es definitivo.

– Bien. Compruebe el mío y quizás esto termine para mí.

Bosch sabía que ahora era él quien estaba retrocediendo. Tenía que terminar la llamada.

– Vale, Dan, se lo haremos saber. Entretanto, gracias por su ayuda. Una última pregunta. ¿Qué es un director de hospitalidad?

– ¿Se refiere a aquí en el hotel? Me ocupo de los grupos grandes y de bodas, conferencias y cosas así. Me aseguro de que todo funciona a la perfección cuando llegan aquí estos grupos grandes.

– Vale, bien, dejaré que vuelva a ocuparse de eso. Que pase un buen día.

Bosch colgó y se quedó sentado ante su escritorio, pensando en la llamada. Estaba avergonzado por la forma en que había dejado que la mejor mano se escurriera por la línea hasta Kotchof. Sabía que sus habilidades interrogatorias se habían adormecido a lo largo de los últimos tres años, pero eso no le ahorraba el escozor. Necesitaba mejorar, y tenía que hacerlo pronto.

Aparte de eso, había mucho contenido de la llamada que considerar. No interpretó gran cosa en la reacción airada de Kotchof al hecho de haber sido supuestamente visto en Los Ángeles justo antes del asesinato. Al fin y al cabo, Bosch se había inventado la testigo y el enfado de Kotchof estaba ciertamente justificado. Lo que era notable era cómo la rabia de Kotchof se había concentrado en Grace Tanaka. Merecía la pena seguir explorando esa relación, quizás a través de Kiz Rider.

También consideró la afirmación de Kotchof de que no sabía nada del embarazo de Rebecca Verloren. Bosch instintivamente le creía. En resumen, la conversación no eliminaba a Kotchof de la lista de sospechosos, pero al menos lo aparcó. Discutiría todas las respuestas de Kotchof con Rider para ver si coincidían en la apreciación.

La información más interesante cosechada de la llamada estaba en los conflictos entre los recuerdos de Kotchof y aquellos de Muriel Verloren, la madre de la víctima. Muriel Verloren había dicho que Kotchof había llamado a su hija religiosamente, justo hasta el momento de su muerte. Kotchof aseguraba que no había hecho nada parecido. Bosch no veía ninguna razón para que Kotchof le mintiera al respecto. Si no lo había hecho, entonces el recuerdo de Muriel Verloren era equivocado. O fue su hija la que le había mentido acerca de quién la llamaba cada noche antes de irse a acostar. Puesto que la chica estaba ocultando una relación y el embarazo resultante, parecía probable que ella recibiera todas las noches llamadas de teléfono, sólo que no eran de Kotchof. Eran de otra persona, alguien a quien Bosch empezó a llamar «el señor X».

Después de buscar el número de teléfono en el expediente, Bosch llamó a la casa de Muriel Verloren. Se disculpó por entrometerse y dijo que tenía unas pocas preguntas de seguimiento. Muriel dijo que no le molestaba la llamada.

– ¿Cuáles son sus preguntas?

– Vi el teléfono en la mesilla de al lado de la cama de su hija. ¿Era una extensión del número de la casa o tenía su propio número?

– Tenía su propio número. Era una línea privada.

– Así que cuando Daniel Kotchof la llamaba por la noche era ella la que respondía al teléfono, ¿no?

– Sí, en su habitación. Era la única extensión.

– Entonces la única forma que usted tenía de saber que estaba llamando Danny era porque ella se lo decía.

– No, a veces oía sonar el teléfono. Él llamaba.

– Lo que quiero decir, señora Verloren, es que usted nunca contestó esas llamadas y nunca habló con Danny Kotchof, ¿verdad?

– Exacto. Era su línea privada.

– Así que cuando ese teléfono sonaba y ella hablaba con alguien, la única forma que tenía de saber quién estaba en la línea era que ella se lo dijera. ¿Correcto?

– Eh, sí, creo que es correcto. ¿Está diciendo que no era Danny quien llamó todas esas veces?

– Todavía no estoy seguro. Pero he hablado con Danny en Hawai y dijo que dejó de llamar a su hija mucho antes de su desaparición. Tenía otra novia, ¿sabe? En Hawai.

La información fue recibida con una larga pausa. Finalmente, Bosch habló en el vacío.

– ¿Tiene alguna idea de con quién podría haber estado hablando Becky, señora Verloren?

Después de otra pausa, Muriel Verloren ofreció débilmente una respuesta.

– Quizá con una de sus amigas.

– Es posible -dijo Bosch-. ¿Se le ocurre alguien más?

– No me gusta esto -respondió rápidamente-. Me da la sensación de que continuamente me estoy enterando de cosas.

– Lo siento, señora Verloren. Tratare de no sacudida con estas cosas a no ser que sea necesario. Pero me temo que es necesario. ¿Su marido llegó alguna vez a alguna conclusión acerca del embarazo?

– ¿A qué se refiere? No lo supimos hasta después.

– Eso lo entiendo. Lo que quiero decir es si creen que fue resultado de una relación oculta o fue simplemente un error que ella cometió un día, bueno, con alguien con quien en realidad no tenía una relación.

– ¿Se refiere a una aventura de una noche? ¿Es eso lo que está diciendo de mi hija?

– No, señora, no estoy diciendo eso de su hija. Simplemente estoy haciendo preguntas. No quiero alterarla, lo único que quiero es encontrar a la persona que mató a Rebecca. Y necesito saber todo lo que haya que saber.

– Nunca pudimos explicarlo, detective -respondió ella con frialdad-. Ella se había ido y decidimos no hurgar en la herida. Se lo dejamos todo a la policía y tratamos de recordar a la hija que conocíamos y amábamos. Me dijo que tiene una hija. Espero que lo entienda.

– Creo que lo hago. Gracias por sus respuestas. Una última pregunta, y no hay presión en esto, pero ¿estaría dispuesta a hablar con un periodista acerca de su hija y el caso?

– ¿Por qué iba a hacer eso? No lo hice antes. No creo en ventilar mi dolor delante del público.

– Admiro eso. Pero esta vez quiero que lo haga porque podría ayudarnos a levantar la liebre.

– ¿Quiere decir que podría hacer que la persona que hizo esto saliera al descubierto?

– Exactamente.

– Entonces lo haré sin dudado.

– Gracias, señora Verloren, ya la avisaré.

16

Abel Pratt salió de su despacho con la chaqueta del traje puesta. Se fijó en Bosch, que estaba sentado ante su escritorio, escribiendo con dos dedos un informe sobre su conversación telefónica con Muriel Verloren. Los informes finalizados de las entrevistas telefónicas con Grace Tanaka y Daniel Kotchof estaban sobre la mesa.

– ¿Dónde está Kiz? -preguntó Pratt.

– Está en casa preparando la solicitud de la orden. Allí puede pensar mejor.

– Yo no puedo pensar cuando llego a casa. Sólo puedo reaccionar. Tengo gemelos.

– Buena suerte.

– Sí, la necesito. Ahora iba hacia allí. Hasta mañana, Harry.

– Vale.

Pero Pratt no se alejó. Bosch levantó la cabeza de la máquina de escribir. Pensó que tal vez había hecho algo mal. Quizá se trataba de la máquina de escribir.

– La encontré en una mesa, al otro lado -dijo Bosch-. No parecía que la estuviera usando nadie.

– No la usa nadie. Ahora la mayoría de la gente usa ordenador. Definitivamente eres un tipo de la vieja escuela, Harry.

– Supongo. Normalmente los informes los hace Kiz, pero me sobraba un rato.

– ¿Trabajas hasta tarde?

– Quiero ir al Nickel.

– ¿A la calle Cinco? ¿Qué vas a hacer allí?

– Buscar al padre de la víctima.

Pratt sacudió la cabeza de manera sombría.

– Otro de ésos. Lo hemos visto antes. Bosch asintió.

– Onda expansiva -dijo.

– Sí, onda expansiva -coincidió Pratt.

Bosch estaba pensando en ofrecerle a Pratt acompañarle, quizá conversar con él y empezar a conocerlo mejor, pero su teléfono móvil empezó a sonar. Lo sacó del cinturón y vio el nombre de Sam Weiss en la pantalla de identificación.

– Será mejor que conteste.

– De acuerdo, Harry. Ten cuidado allí.

– Gracias, jefe.

Harry abrió el teléfono.

– Detective Bosch -se identificó.

– ¿Detective?

Bosch recordó que no había dejado esa información en su mensaje a Weiss.

– Señor Weiss, mi nombre es Harry Bosch. Soy detective del Departamento de Policía de Los Ángeles. Me gustaría hacerle unas preguntas acerca de una investigación que estoy llevando a cabo.

– Tengo todo el tiempo que necesite, detective. ¿Es sobre mi pistola? La pregunta pilló a Bosch con la guardia baja.

– ¿Por qué me pregunta eso, señor?

– Bueno, porque sé que se utilizó en un asesinato que no llegó a resolverse nunca, y es la única cosa que se me ocurre por la que el departamento de policía pueda querer hablar conmigo.

– Bueno, sí, señor, se trata de la pistola. ¿Puedo hablar con usted de eso?

– Si significa que está tratando de encontrar a la persona que mató a esa chica, entonces puede preguntarme todo lo que quiera.

– Gracias. Creo que lo primero que me gustaría es que me contara cómo y cuándo supo o le dijeron que la pistola que le robaron fue utilizada en un homicidio.

– Estaba en los periódicos (el asesinato) y yo sumé dos y dos. Llamé al detective asignado a mi robo y se lo pregunté, y él me dio la respuesta que ojalá no me hubiera dado nunca.

– ¿Por qué, señor Weiss?

– Porque he tenido que vivir con eso.

– Pero usted no hizo nada mal, señor.

– Lo sé, pero eso no hace que una persona se sienta mejor. Me compré la pistola porque estaba teniendo problemas con una banda de gamberros. Quería protección. Luego la pistola que compré terminó siendo el instrumento de la muerte de esa chica. No crea que no he pensado en cambiar la historia. O sea, ¿y si no hubiera sido tan testarudo? ¿Y si hubiera recogido mis cosas y me hubiera mudado en lugar de ir a comprar esa maldita arma? ¿Entiende lo que quiero decir?

– Sí, ya veo.

– Bueno, dicho esto, ¿qué más puedo decirle, detective?

– Tengo unas pocas preguntas. Llamarle ha sido una especie de palo de ciego.

Pensé que podría ser más fácil que tratar de remontar diecisiete años de papeleo e historia departamental. Tengo el informe inicial del robo y el investigador consta como John McClellan. ¿Lo recuerda?

– Por supuesto que lo recuerdo.

– ¿Logró resolver el caso?

– No que yo sepa. Al principio John pensó que podría estar relacionado con los gamberros que me habían amenazado.

– ¿Y lo estaba?

– John me dijo que no. Pero yo nunca estuve seguro. Los ladrones destrozaron la casa. No era que estuvieran buscando algo concreto que robar. Simplemente estaban destrozando cosas, mis pertenencias. Entré y, Dios mío, sentí un montón de ira.

– ¿Por qué ha dicho ladrones? ¿La policía creía que se trataba de más de uno?

– John suponía que habían sido al menos dos o tres. Sólo estuve fuera una hora… Fui a comprar. Un solo tipo no podría haber causado tanto daño en ese tiempo.

– El informe menciona que se llevaron la pistola, una colección de monedas y algo de efectivo. ¿Algo más que echara en falta después?

– No, eso era todo. Era suficiente. Al menos, recuperé las monedas, que era lo más valioso. Era la colección de mi padre de cuando él era niño.

– ¿Cómo lo recuperó?

– John McClellan me las devolvió al cabo de un par de semanas.

– ¿Dijo de dónde las recuperaron?

– Me contó que de un prestamista de West Hollywood. Y luego, por supuesto, supimos qué ocurrió con la pistola. Pero no me la devolvieron. No la habría aceptado de todos modos.

– Entiendo, señor. ¿Alguna vez el detective McClellan le dijo quién creía que había robado en su casa? ¿Tenía alguna hipótesis?

– Pensaba que era otro grupo de gamberros, ¿sabe? No los Ochos de Chatsworth.

La mención de los Ochos de Chatsworth removió un recuerdo en Bosch, pero no lograba situarlo.

– Señor Weiss, actúe como si yo no supiera nada. ¿Quiénes eran los Ochos de Chatsworth?

– Era una banda de aquí del valle. Eran todos chicos blancos. Cabezas rapadas. Y en mil novecientos ochenta y ocho cometieron una serie de delitos aquí. Eran delitos de odio. Así los llamaban en los diarios. Era el nuevo término para llamar a los crímenes motivados por la raza o la religión.

– ¿Y usted era el objetivo de esa banda?

– Sí, empecé a recibir llamadas. El típico discurso de «mata al judío».

– Y entonces la policía le dijo que los Ochos no habían cometido el robo.

– Exacto.

– Es extraño, ¿no? No vieron ninguna conexión.

– Eso es lo que yo pensé en aquel momento, pero el detective era él, no yo.

– ¿Qué hizo que los Ochos se centraran en usted, señor Weiss? Sé que es judío, pero ¿qué hizo que lo eligieran?

– Sencillo. Uno de los mierdecillas era un chico del barrio. Billy Burkhart vivía a cuatro casas de distancia. Puse una menorá en la ventana en la fiesta de Januká, y así empezó todo.

– ¿Qué le ocurrió a Burkhart?

– Fue a la cárcel. No por lo que me hizo a mí, sino por otras cosas. Acusaron a él y a los demás de otros delitos. Quemaron una cruz a unas manzanas de mi casa. En el jardín delantero de una familia negra. No fue lo único que hicieron. Amenazas, vandalismo. También trataron de quemar un templo.

– Pero no el robo en su casa.

– Exacto. Eso es lo que me dijo la policía. Verá, no había pintadas ni indicación de motivación religiosa. El piso estaba patas arriba. Así que no clasificaron el delito como delito de odio.

Bosch vaciló, preguntándose si había algo más que preguntar. Decidió que no sabía lo suficiente para formular preguntas inteligentes.

– Muy bien, señor Weiss, le agradezco su tiempo. Y lamento haber despertado malos recuerdos.

– No se preocupe por eso, detective. Créame, no estaban dormidos.

Bosch cerró el teléfono. Trató de pensar en a quién podía llamar al respecto. No conocía a John McClellan, y las posibilidades de que siguiera en la División de Devonshire diecisiete años después eran exiguas. Entonces se le ocurrió: Jerry Edgar. Su antiguo compañero en la División de Hollywood había estado asignado previamente a la brigada de detectives de Devonshire. Estaría allí en 1988.

Bosch llamó a la mesa de Homicidios de Hollywood, pero le saltó el contestador. Todos se habían ido temprano. Llamó al número principal de la oficina de detectives y preguntó si Edgar estaba por allí. Bosch sabía que había un gráfico de entradas y salidas en el mostrador principal. El funcionario que respondió la llamada dijo que Edgar ya había marcado su salida.

La tercera llamada la hizo al móvil de Edgar. Su antiguo compañero respondió con rapidez.

– Os vais a casa temprano en Hollywood -dijo Bosch.

– ¿Quién diablos…? Harry, ¿eres tú?

– Soy yo. ¿Cómo va, Jerry?

– Me estaba preguntando cuándo tendría noticias tuyas. ¿Has empezado hoy?

– El novato más viejo del mundo. Y Kiz y yo estamos trabajando en un caso.

Edgar no respondió, y Bosch comprendió que mencionar a Rider había sido un error. El abismo entre ambos no sólo seguía existiendo, sino que parecía estar ensanchándose.

– En cualquier caso, necesito ese gran cerebro tuyo. Se remonta a los días del Club Dev.

– Sí, ¿qué día?

– Mil novecientos ochenta y ocho. Los Ochos de Chatsworth. ¿Los recuerdas?

Se hizo un silencio mientras Edgar pensaba un momento.

– Sí, recuerdo a los Ochos. Eran una banda de paletos que creían que las cabezas rapadas y los tatuajes los hacían hombres. Montaron una buena, pero enseguida los aplastaron. No duraron mucho.

– ¿Recuerdas a un tipo llamado Roland Mackey? Tendría dieciocho entonces.

Después de una pausa, Edgar dijo que no recordaba el nombre.

– ¿Quién se ocupaba de los Ochos? -preguntó Bosch.

– No el Club Dev, tío. Todo lo suyo pasaba directamente por la madriguera.

– ¿UOP?

– Premio.

La Unidad de Orden Público. Una sombría brigada del Parker Center que recopilaba datos e información sobre conspiraciones, pero que resolvía pocos casos. En 1988 la UOP habría estado bajo la égida del entonces inspector Irvin Irving. La unidad ya no existía. Cuando Irving ascendió a la categoría de sub director enseguida desmanteló la UOP, y muchos en el departamento creyeron que era una medida para protegerse y distanciarse personalmente de sus actividades.

– Eso no va a ayudar -dijo Bosch.

– Lo siento. ¿En qué estáis trabajando?

– En el asesinato de una chica en Oat Mountain.

– ¿La que se llevaron de su casa?

– Sí.

– Ése también lo recuerdo. No lo trabajé, acababa de llegar a la mesa de Homicidios. Pero lo recuerdo. ¿Estás diciendo que los Ochos estaban implicados?

– No. Sólo que ha surgido un nombre que podría tener relación con los Ochos. Podría. ¿Entonces Ochos significa lo que creo?

– Sí, tío, ocho por H. Ochenta y ocho por HH. Y HH por Heil…

– …Hitler. Sí, lo que pensaba.

Bosch cayó en la cuenta de que Kiz Rider había tenido razón al pensar que el año del crimen podría ser significativo. El asesinato y el resto de los crímenes cometidos por los Ochos de Chatsworth habían ocurrido en 1988. Todo formaba parte de una confluencia de detalles aparentemente menores que cuadraban. Y ahora Irving y la UOP estaban metidos en el ajo. El resultado ciego de un análisis de ADN correspondiente a un perdedor que conducía una grúa como medio de vida estaba abriéndose para convertirse en algo mayor.

– Jerry, ¿recuerdas a un tipo que trabajó en Devonshire llamado John McClellan?

– ¿John McClellan? No, no lo recuerdo. ¿En qué trabajaba?

– Tengo su nombre aquí, en un informe de robo.

– No, en la mesa de Robos seguro que no. Yo trabajé en Robos antes de pasar a Homicidios. No había ningún McClellan en Robos. ¿Quién es?

– Como he dicho, sólo un nombre en un informe. Ya lo averiguaré.

Bosch sabía que eso significaba que probablemente McClellan estaba en la UOP en el momento en que la investigación del robo en la casa de Sam Weiss fue absorbida por la investigación de los Ochos de Chatsworth. No se molestó en discutir todo esto con Edgar.

– Jerry, ¿entonces eras nuevo en la mesa de Homicidios?

– Exacto.

– ¿Conocías bien a Green y a García?

– No. Acababa de llegar a la mesa y ellos no estuvieron mucho más. Green entregó la placa y al cabo de un año a García lo hicieron teniente.

– Por lo que viste, ¿cuál es tu valoración?

– ¿En qué sentido?

– Como detectives de Homicidios.

– Bueno, Harry, yo era bastante novato entonces. O sea, ¿qué sabía yo? Todavía estaba aprendiendo. Pero mi impresión era que Green mandaba. García sólo era el ama de casa. Lo que alguna gente decía de García era que no podía encontrar una miga de pan en su propio bigote con un peine y un espejo.

Bosch no respondió. Al calificar a García de ama de casa, Edgar estaba diciendo que García iba montado en el carro de su compañero. Green era el verdadero policía de Homicidios mientras que García era el tipo que lo respaldaba y mantenía los expedientes ordenados y al día. Muchas parejas de investigadores se enquistaban en ese tipo de relaciones: un perro alfa y su ayudante.

– Supongo que no lo necesitaba -dijo Edgar.

– ¿No necesitaba qué?

– Encontrar pan en su bigote. Hizo carrera, tío. Se hizo teniente y salió de aquí. Sabes que ahora es segundo al mando en el valle, ¿verdad?

– Sí, lo sé. De hecho, si lo ves será mejor que no menciones esa parte del bigote.

– Sí, probablemente.

Bosch pensó un poco más en lo que esto podría significar para la investigación Verloren. Había una pequeña grieta bajo la superficie.


– ¿Es todo, Harry?

– He oído que Green se comió su pistola poco después de entregar la placa.

– Sí, me enteré. No recuerdo que me sorprendiera. Siempre parecía un tipo que llevaba una carga muy pesada. ¿Vas a echar un vistazo en la UOP, Harry? Sabes que era la brigada de Irving, ¿no?

– Sí, Jerry, lo sé. Dudo que vaya por ese camino.

– Si lo haces ten cuidado, tío.

Bosch quería cambiar de tema antes de colgar. Edgar siempre había sido un cotilla del departamento. No quería que la lengua larga de su antiguo compañero difundiera la voz de que Bosch iba tras Irving ahora que había recuperado la placa.

– Bueno, ¿cómo van las cosas en Hollywood? -preguntó.

– Acabamos de volver a la oficina después de las consecuencias del terremoto. Te perdiste todo eso. Estuvimos apiñados arriba en la de reunión de patrullas durante casi un año.

– ¿Cómo es eso?

– Ahora es como una oficina de seguros. Todo en gris gubernamental. Es bonito, pero no es lo mismo.

– Ya te entiendo.

– Después pusieron a los jefes de equipo en mesas con dos lados de cajones. Los demás tenemos un lado.

Bosch sonrió. Pequeños desaires como ése se magnificaban en el departamento y los administradores que tomaban tales decisiones nunca aprendían. Como cuando la mayor parte de la División de Asuntos Internos se trasladó del Parker Center al edificio Bradbury y entre el personal se corrió la voz de que el capitán tenía una chimenea en su despacho.

– Entonces ¿qué vas a hacer, Jerry?

– Lo mismo de siempre, eso es lo que vaya hacer. Levantar el trasero y salir a la calle.

– Di que sí, tío.

– Ten cuidado, Harry.

– Siempre.

Después de colgar, Bosch se quedó sentado en silencio ante su escritorio durante un momento, pensando en la conversación y en los nuevos significados del caso. Si existía una conexión entre el caso y la UOP la partida era completamente nueva.

Miró el expediente del caso, que seguía abierto por el informe del robo, y observó la firma garabateada de John McClellan. Levantó el teléfono y llamó al Departamento de Operaciones del Parker Center y preguntó al agente de guardia por la localización de un detective llamado John McClellan. Leyó el número de placa de McClellan del informe del robo. Le dijeron que esperara y supuso que iban a decide que McClellan, se había retirado hacía mucho. Habían pasado diecisiete años.

Sin embargo, cuando el agente de servicio volvió a la línea le informó de que un agente llamado John McClellan, con el número de placa que Bosch le había proporcionado, era un teniente asignado a la Oficina de Planificación Estratégica. Las conexiones sinápticas en el cerebro de Bosch empezaron a sacar chispas. Diecisiete años antes, McClellan trabajaba para Irving en la UOP. Ahora, su posición y rango eran diferentes, pero seguía trabajando para él. Y casualmente Irving se había topado con Bosch en la cafetería del Parker Center el mismo día en que asignaron a Harry un caso con ramificaciones en la UOP.

High jingo -susurró Bosch para sus adentros al tiempo que colgaba.

Como un acorazado virando lentamente, el caso se iba moviendo de manera certera e imparable hacia una nueva dirección. Bosch sintió una opresión en el pecho. Pensó en la coincidencia de que Irving se cruzara en su camino. Si era una coincidencia. Bosch se preguntó si el sub director ya sabía en ese momento a qué caso correspondía el resultado ciego y adónde conduciría.

El departamento enterraba secretos todos los días. Era un hecho. Pero ¿quién podía pensar diecisiete años antes que un día una prueba química llevada a cabo en un laboratorio del Departamento de Justicia de Sacramento hundiría una pala en el suelo grasiento y removería el pasado, sacando a la luz este secreto?

17

Conduciendo hacia casa, Bosch pensó en las muy diversas ramificaciones de la investigación del asesinato de Rebecca Verloren. Sabía que tenía que mantener la mirada en la presa. Las pruebas eran la clave. Los elementos de política departamental y posible corrupción y encubrimiento se resumían en lo que se conocía como high jingo. Podía ser una amenaza y distraerle del objetivo pretendido. Tenía que evitarlo, y al mismo tiempo tenía que estar atento a ello.

Finalmente logró apartar los pensamientos de la sombra de Irving, que se cernía sobre la investigación, y concentrarse en el caso. Sus ideas de algún modo lo condujeron al dormitorio de Rebecca Verloren y a cómo su madre lo había mantenido intacto con el paso del tiempo. Se preguntó si el motivo era la pérdida de la hija o las circunstancias de esa pérdida. ¿Y si uno pierde un hijo por causas naturales o por un accidente o un divorcio? Bosch tenía una hija a la que rara vez veía. Era una carga que pesaba sobre él. Sabía que, estuviera cerca o lejos, su hija lo dejaba en una situación de completa vulnerabilidad, sabía que podía terminar como una madre que preservaba la habitación de su hija igual que un museo, o como el padre que había perdido la conexión con el mundo hacía tanto tiempo.

Más que esa cuestión, había algo en la habitación que le obsesionaba. No podía averiguar lo que era, pero sabía que estaba ahí, y le fastidiaba. Miró hacia su izquierda desde la autovía elevada, en dirección a Hollywood. Todavía había algo de luz en el cielo, pero, estaba empezando a anochecer. La oscuridad ya había esperado suficiente. Los reflectores, cuyo origen era la esquina de Hollywood y Vine, se entrecruzaban en el horizonte. A él le gustaba. Se sentía como en casa.

Cuando llegó a su casa de la colina abrió el buzón, comprobó si tenía mensajes en el teléfono y se cambió el traje que se había comprado para su vuelta al trabajo. Lo colgó cuidadosamente en el armario, pensando que podría ponérselo al menos otra vez antes de llevarlo a la tintorería. Se puso tejanos, zapatillas de deporte negras y un polo también negro. Se enfundó una cazadora que se estaba deshilachando en el hombro derecho; no gastaba demasiado dinero en ropa. Guardó en ella su pistola, placa y cartera y volvió a coger el coche para dirigirse al Toy District.

Decidió aparcar en Japantown, en el aparcamiento del museo, para no tener que preocuparse por que le desvalijaran o rompieran el coche. Desde allí caminó hasta la calle Cinco, encontrándose con una densidad creciente de vagabundos a medida que avanzaba. Los principales campamentos para la población sin techo de la ciudad, así como las misiones que se encargaban de alimentarlos, se alineaban en una extensión de cinco manzanas de la calle Cinco, al sur de Los Ángeles Street. En el exterior de las misiones y los hostales baratos, las aceras estaban llenas de cajas de cartón y carros de la compra que contenían las exiguas y sucias pertenencias de la gente perdida. Era como si algún tipo de bomba de desintegración social hubiera estallado y la metralla de vidas heridas y despojadas se hubiera extendido por doquier. En la acera había hombres y mujeres que gritaban palabras ininteligibles o inquietantes incongruencias. Era una ciudad con sus propias reglas y razón de ser, una ciudad dolorida, con una herida tan profunda que las vendas que aplicaban las misiones no podían contener la hemorragia.

Mientras caminaba, Bosch se fijó en que no le pidieron ni una vez dinero o cigarrillos ni ninguna otra clase de dádiva. La ironía no se le escapó. Parecía que el lugar con la concentración más alta de gente sin hogar de la ciudad era también el lugar donde un ciudadano estaba más a salvo de sus súplicas.

La Misión de Los Ángeles y el Ejército de Salvación tenían allí grandes centros de ayuda. Bosch decidió empezar con ellos. Llevaba una foto de carné de conducir de hacía doce años de Robert Verloren y una fotografía incluso más vieja de él en el funeral de su hija. Las mostró a la gente que dirigía los centros de ayuda y a los trabajadores de la cocina que cada día servían centenares de platos de comida gratuita. Obtuvo escasa respuesta hasta que un trabajador de la cocina recordó a Verloren como un «cliente» que unos años antes se ponía en la cola del comedor popular con cierta regularidad.

– Hace bastante tiempo que no lo veo -dijo el hombre.

Después de pasar casi una hora en cada centro, Bosch empezó a recorrer la calle, entrando en las misiones más pequeñas y en albergues para vagabundos y mostrando las fotos. Varias personas reconocieron a Verloren, pero no consiguió nada nuevo, nada que lo acercara al hombre que había desaparecido completamente del radar social hacía tantos años. Continuó hasta las diez y media y decidió que volvería al día siguiente para terminar de peinar la calle. Al caminar de regreso a Japantown estaba deprimido por el mundo en el que se había sumergido y por la esperanza menguante de encontrar a Robert Verloren. Caminaba con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, y por consiguiente no vio a los dos hombres hasta que éstos ya le habían visto a él. Salieron de los huecos de dos jugueterías situadas una a cada lado de la calle. Uno le cerró el paso. El otro se colocó a su espalda. Bosch se detuvo.

– Eh, misionero -dijo el que tenía delante.

Al brillo tenue de una farola situada a media manzana de distancia, Bosch vio el destello de un cuchillo en la mano del hombre. Se volvió ligeramente hacia el compañero que tenía detrás. Era más pequeño. Bosch no estaba seguro, pero le pareció que simplemente sostenía un trozo de hormigón. Un trozo de acera rota. Ambos hombres iban vestidos con capas de ropa, una visión común en esta parte de la ciudad. Uno era negro y el otro, blanco.

– Todas las cocinas están cerradas y aún tenemos hambre -dijo el que empuñaba el cuchillo-. ¿Tienes unos pavos para nosotros? Un préstamo.

Bosch negó con la cabeza.

– No, la verdad es que no.

– ¿La verdad es que no? ¿Estás seguro de eso, chico? Parece que tienes una buena cartera. No nos engañes.

Bosch sintió que una oscura rabia crecía en su interior. En un momento de concentración supo lo que podía e iba a hacer. Sacaría el arma y dispararía a cada uno de esos hombres. En ese mismo instante supo que saldría airoso después de una investigación departamental superficial. El brillo de la hoja del cuchillo era el seguro de Bosch, y lo sabía. Los hombres que lo rodeaban no tenían ni idea de con qué se habían encontrado. Era como estar en los túneles muchos años antes. Todo se reducía a una única opción. Nada más que matar o morir. Había algo absolutamente puro en ello, sin Zonas grises ni espacio para nada más.

De repente, el momento cambió. Bosch vio que quien empuñaba el cuchillo lo miraba intensamente, interpretando algo en sus ojos, un depredador tomando la medida del otro. El hombre del cuchillo parecía menguar en una medida casi imperceptible. Retrocedía sin retroceder físicamente.

Bosch sabía que había personas a las que consideraba intérpretes de la mente.

La verdad es que eran lectores de rostros. Su habilidad consistía en interpretar el sinfín de músculos, las expresiones de los ojos, la boca, las cejas. A partir de esa información deducían la intención. Bosch tenía un buen nivel en esa habilidad. Su ex mujer se ganaba la vida jugando al póquer porque tenía una destreza incluso mayor. El hombre del cuchillo tenía también cierta dosis de esa capacidad y seguramente le había salvado la vida en esta ocasión.

– Bah, no importa -dijo el hombre. Dio un paso atrás hacia el hueco de la tienda-. Buenas noches, misionero -añadió al retroceder en la oscuridad.

Bosch se volvió por completo y miró al otro hombre. Sin decir ni una palabra, él también retrocedió para ocultarse y esperar la siguiente víctima.

Bosch paseó la mirada calle arriba y calle abajo. Ahora parecía desierta. Se volvió y se dirigió a su vehículo. Mientras caminaba, sacó el móvil y llamó a la patrulla de la División Central. Le habló al sargento de guardia de los dos hombres que se había encontrado y le pidió que enviara un coche patrulla.

– Esa clase de cosas pasan en cada manzana de ese agujero infernal -dijo el sargento-. ¿Qué quiere que haga?

– Quiero que envíe un coche y que los asuste. Se lo pensarán dos veces antes de hacer algo a alguien.

– Bueno, ¿por qué no lo ha hecho usted?

– Porque estoy investigando en un caso, sargento, Y no puedo dejarlo para hacer su trabajo.

– Mire, colega, no me diga cómo he de hacer mi trabajo. Todos los detectives son iguales. Creen…

– Oiga, sargento, vaya mirar los informes de delitos por la mañana. Si leo que alguien resultó herido allí y los sospechosos son un equipo de un blanco y un negro, entonces va a tener más detectives a su alrededor que los que haya visto nunca. Se lo garantizo.

Bosch cerró el teléfono, cortando una última protesta del sargento de guardia. Aceleró el paso, llegó a su coche y volvió hacia la autovía 101 para enfilar de nuevo hacia el valle de San Fernando.

18

Era difícil permanecer a cubierto y disponer de una línea de visibilidad de Tampa Towing. Las dos galerías comerciales situadas en las otras esquinas estaban cerradas y sus estacionamientos desiertos. Bosch resultaría obvio si aparcaba en cualquiera de ellos. La estación de servicio de otra empresa en la tercera esquina continuaba abierta y, por consiguiente, no resultaba útil para la vigilancia. Después de considerar la situación, Bosch aparcó en Roscoe, a una manzana, y caminó hasta la intersección. Tomando prestada la idea de quienes habían intentado robarle hacía menos de una hora, encontró un rincón oscuro en una de las galerías comerciales desde donde podía vigilar la estación de servicio. Sabía que el problema de su posición sería regresar al coche lo bastante deprisa para no perder a Mackey cuando éste terminara el turno.

El anuncio que había visto antes en el listín telefónico decía que Tampa Towing ofrecía un servicio de veinticuatro horas. Pero ya casi era medianoche, y Bosch contaba con que Mackey, que había entrado a trabajar a las cuatro de la tarde, terminaría pronto. O bien lo sustituiría un empleado nocturno o bien estaría disponible telefónicamente por la noche.

Era en ocasiones como ésa cuando Bosch pensaba en volver a fumar. Siempre le parecía que con, un cigarrillo el tiempo pasaba más deprisa y el filo de la angustia que acompañaba a una operación de vigilancia se suavizaba. Sin embargo, llevaba más de cuatro años sin fumar y no iba a ceder. Haber descubierto dos años antes que era padre le había ayudado a superar la debilidad ocasional. Pensó que de no ser por su hija, probablemente estaría fumando otra vez. A lo sumo había controlado la adicción, pero en modo alguno la había superado.

Sacó el móvil y giró el ángulo de luz de la pantalla del aparato de manera que no se distinguiera el brillo desde la estación de servicio mientras marcaba el número de la casa de Kiz Rider. No respondió. Lo intentó en el móvil y no recibió respuesta. Supuso que había apagado los teléfonos para poder concentrarse en la redacción de la orden. Había trabajado así en el pasado. Sabía que ella habría dejado encendido el busca para las emergencias, pero no creía que las noticias que había recopilado durante las llamadas de la tarde se elevaran al nivel de emergencia. Decidió esperar hasta que la viera por la mañana para contarle lo que había averiguado.

Se guardó el teléfono en el bolsillo y levantó los prismáticos. A través del vidrio de la oficina de la estación de servicio divisaba a Mackey sentado detrás de un escritorio gris desgastado. Había otro hombre con un uniforme azul similar en la oficina. Al parecer era una noche tranquila. Ambos hombres tenían los pies encima del escritorio y estaban mirando hacia algo situado más alto, en la pared que daba a la fachada. Bosch no podía ver en qué estaban concentrados, pero por la luz cambiante en la sala supo que se trataba de una televisión.

El teléfono de Bosch sonó y él lo sacó del bolsillo sin bajar los binoculares. No se fijó en la pantallita porque supuso que era Kiz que le llamaba después de haberse perdido la llamada.

– Eh.

– ¿Detective Bosch?

No era Rider. Bosch bajó los binoculares.

– Sí, soy Bosch. ¿En qué puedo ayudarla?

– Soy Tara Wood. Recibí su mensaje.

– Ah, sí, gracias por devolverme la llamada.

– Veo que es su teléfono móvil. Lamento llamar tan tarde. Acabo de llegar. Pensaba que iba a dejarle un mensaje en la línea de su oficina.

– No se preocupe. Todavía estoy trabajando.

Bosch siguió el mismo proceso de interrogación que había empleado con los otros implicados. Al mencionar a Mackey en la conversación observó a éste a través de los binoculares. Continuaba con los pies encima de la mesa, viendo la tele. Al igual que las otras amigas de Rebecca Verloren, Tara Wood no reconoció el nombre del conductor de grúa. Bosch añadió una nueva cuestión, preguntando si reconocía a los Ochos de Chatsworth, y su recuerdo al respecto también era vago. Finalmente, preguntó si al día siguiente podría continuar la entrevista y mostrarle una fotografía de Mackey. Wood accedió, pero le dijo que tendría que ir a los estudios de televisión de la CBS, donde ella trabajaba de publicista. Bosch sabía que la CBS estaba al lado del Farmers Market, uno de sus lugares favoritos de la ciudad. Decidió que iría al mercado y quizás almorzaría un plato de gumbo y después pasaría a visitar a Tara Wood para mostrarle la foto de Mackey y preguntarle por el embarazo de Rebecca Verloren. Estableció la cita para la una de la tarde, y ella accedió a estar en su despacho.

– Es un caso muy viejo -dijo Wood-. ¿Está en una brigada de casos antiguos?

– Sí, se llama unidad de Casos Abiertos.

– Sabe tenemos una serie llamada Caso Abierto. La pasan los domingos por la noche. Es una de las series en las que trabajo. Estoy pensando… que quizá podría visitar el set y conocer a algunos de sus homólogos en la televisión. Estoy segura de que les gustaría conocerle.

Bosch se dio cuenta de que su interlocutora estaba viendo una posibilidad publicitaria en la entrevista. Miró a través de los cristales a Mackey, que seguía viendo la televisión, y pensó un momento en utilizar el interés de Tara Wood en la operación de escucha que estaban preparando. Rápidamente archivó la idea, concluyendo que sería más fácil empezar con un artículo en el periódico.

– Sí, quizá, pero creo que eso tendría que esperar un poco. Estamos trabajando este caso muy a fondo ahora, y necesito hablar con usted mañana.

– No hay problema. De verdad espero que encuentren al que están buscando.

Desde que me asignaron a esta serie he estado pensando en Rebecca. No he parado de preguntarme si estaba ocurriendo algo. Y ahora usted llama de repente. Es extraño, pero de un modo positivo. Hasta mañana, detective.

Bosch le deseó buenas noches y colgó.

Al cabo de unos minutos, a medianoche, se apagaron las luces de la estación de servicio. Bosch se deslizó desde el lugar en el que estaba escondido y caminó deprisa por Roscoe hasta su coche. Justo al llegar a él oyó el rugido profundo del Camaro de Mackey al arrancar. Bosch puso el coche en marcha y se dirigió de nuevo al cruce. Se detuvo en el semáforo rojo cuando el Camaro con los parachoques pintados de gris se dirigía al sur hacia Tampa. Bosch esperó unos momentos, miró a ambos lados en busca de otros coches, y se saltó el semáforo rojo para seguirlo.

La primera parada de Mackey fue en un bar de Van Nuys llamado Side Pocket, en Sepulveda Boulevard, cerca de las vías de ferrocarril. Era un local pequeño con un cartel de neón azul y ventanas de barrotes pintados de negro. Bosch tenía una idea de cómo sería por dentro y de qué tipo de hombres se encontraría. Antes de bajar del coche, se quitó la cazadora, envolvió su pistola, esposas y cargador de reserva en la prenda y la puso en el suelo, delante del asiento del pasajero. Salió, cerró la puerta y se dirigió hacia el bar, sacándose la camisa por fuera de los tejanos por el camino.

El interior del bar era tal y como esperaba: un par de mesas de billar, una barra para beber de pie y una fila de reservados de madera rayada. Aunque estaba prohibido fumar en el interior del local, el humo azul flotaba en el aire y se cernía como un fantasma bajo la luz de cada mesa. Nadie se quejaba por ello.

La mayoría de los hombres se tomaban su medicina de pie ante la barra. Casi todos tenían cadenas en las carteras y tatuajes en los antebrazos. Incluso con los cambios en su apariencia, Bosch sabía que destacaría por su no pertenencia al grupo. Vio una abertura en las sombras, donde la barra se curvaba bajo la televisión montada en la esquina. Se abrió paso hasta allí y se inclinó sobre la barra, deseando que ayudara o ocultar su apariencia.

La camarera, una mujer de aspecto cansado, llevaba un chaleco de cuero negro encima de una camiseta. No hizo caso de Bosch durante un buen rato, pero eso no le importaba. No estaba allí para beber. Observó que Mackey ponía monedas de un cuarto de dólar en una de las mesas y esperó que llegara su turno de jugar. Él tampoco había pedido nada.

Mackey pasó diez minutos revisando los tacos de billar que había en los estantes de la pared hasta que encontró uno que le gustaba al tacto. Se quedó por allí, esperando y hablando con algunos de los hombres que había de pie en torno a la mesa de billar. No parecía otra cosa que conversación casual, como si sólo los conociera de jugar unas partidas en noches anteriores.

Mientras esperaba y observaba, con una cerveza y un chupito de whisky que la camarera finalmente le había servido, Bosch al principio pensó que la gente también lo estaba observando a él, pero después se dio cuenta de que sólo estaban mirando la pantalla de televisión instalada un palmo por encima de su cabeza.

Finalmente le llegó el turno a Mackey. Resultó que jugaba bien. Enseguida se hizo con el control de la mesa y derrotó a siete contrincantes, ganándoles a todos ellos dinero o cerveza. Al cabo de media hora parecía cansado por la falta de competición y se relajó en exceso. El octavo contrincante lo batió después de que Mackey fallara una oportunidad clara con la bola ocho. Mackey aceptó bien la derrota y dejó un billete de cinco dólares en la mesa de fieltro antes de alejarse. Según las cuentas de Bosch, le quedaban veinticinco dólares y cinco cervezas para pasar la noche.

Mackey se llevó su Rolling Rock a un hueco en la barra y ésa fue la señal de Bosch para retirarse. Puso un billete de diez debajo de su vaso de chupito y se volvió, sin dar la cara a Mackey en ningún momento. Salió del bar y se dirigió a su coche. La primera cosa que hizo fue ponerse la pistola en la cadera derecha, con la empuñadura hacia delante. Arrancó el coche y salió a Sepulveda y después una manzana hacia el sur. Dio la vuelta y aparcó junto al bordillo, al lado de una boca de incendios. Disponía de un buen ángulo de visión de la puerta principal del Side Pocket y estaba en posición de seguir a Mackey hacia el norte por Sepulveda hacia Panorama City. Mackey podía haber cambiado de apartamento desde que concluyó la condicional, pero Bosch esperaba que no hubiera ido demasiado lejos.

Esta vez la espera no fue larga. Mackey aparentemente sólo bebía la cerveza que le salía gratis. Abandonó el bar diez minutos después que Bosch, se metió en el Camaro y se dirigió al sur por Sepulveda.

Bosch se había equivocado. Mackey se estaba alejando de Panorama City y del valle de San Fernando, lo cual obligaba a Bosch a dar un giro de ciento ochenta grados en un casi desierto Sepulveda Boulevard para seguirlo. El movimiento sería muy perceptible en el espejo retrovisor de Mackey, de modo que esperó, observando cómo el Camaro se hacía más pequeño en su espejo lateral.

Cuando vio que el intermitente del Camaro empezaba a destellar, pisó el acelerador y dio un violento giro de ciento ochenta grados. Casi se le fue el coche, pero logró enderezarlo y enfiló Sepulveda Boulevard. Giró a la derecha en Victory y alcanzó al Camaro en la señal de tráfico del paso elevado de la 405. No obstante, Mackey no entró en la autovía, sino que continuó hacia el oeste por Victory.

Bosch empleó diversas maniobras para intentar evitar la detección, mientras Mackey conducía hasta las colinas de Woodland. En Mariano Street, una amplia calle cercana a la autovía 101, finalmente enfiló un largo sendero de entrada y aparcó detrás de una casita. Bosch pasó junto a la casa, estacionó más abajo y regresó a pie. Oyó que se cerraba la puerta de entrada de la casa y vio que se apagaba la luz del porche.

Bosch miró a su alrededor y se dio cuenta de que era un barrio de solares bandera. Cuando se diseñó el barrio décadas antes, las propiedades se cortaron en largos trozos porque se pretendía que fueran ranchos de caballos y pequeños huertos. Con el crecimiento de la ciudad, los caballos y verduras tuvieron que dejarle sitio. Las parcelas fueron divididas, con una casa que daba a la calle y un sendero estrecho que recorría el lateral de ésta hasta la propiedad de atrás: la parcela en forma de bandera.

Esta disposición dificultaba la vigilancia. Bosch avanzó por el largo sendero, observando tanto la propiedad que daba a la calle como la casa de Mackey, en la parte de atrás. Mackey había aparcado su Camaro junto a una cochambrosa camioneta Ford 150, lo cual significaba que podría tener compañero de piso.

Cuando se acercó, Bosch se detuvo para anotar la matrícula de la F 150. Se fijó en un viejo adhesivo en el parachoques de la furgoneta que decía: «Por favor, que el último americano que salga de Los Ángeles se lleve la bandera.» Era sólo una pequeña pincelada sobre lo que Bosch sentía que era una imagen emergente.

Con el máximo sigilo posible, Bosch recorrió un caminito de piedra que bordeaba la casa. La edificación se alzaba sobre unos cimientos de sesenta centímetros, lo cual situaba las ventanas demasiado elevadas para que Bosch divisara el interior. Cuando llegó a la parte posterior de la casa oyó voces, pero al ver el brillo azul ondulante en las sombras de la habitación enseguida se dio cuenta de que era la televisión. Acababa de empezar a cruzar el patio trasero cuando de repente su teléfono empezó a sonar. Enseguida lo cogió y cortó el sonido, al tiempo que retrocedía rápidamente hasta el sendero de entrada y echaba a correr hacia la calle. Escuchó, pero no oyó ningún sonido tras él. Cuando alcanzó la calle miró a la casa, pero no vio nada que le indujera a creer que su móvil se había oído en el interior de la casa por encima de los sonidos de la televisión.

Bosch sabía que le había ido de poco. Estaba sin aliento. Caminó de nuevo hasta su coche, tratando de recuperarse de lo que había estado a punto de convertirse en un desastre. Igual que con el mal llevado interrogatorio de Daniel Kotchof, sabía que estaba mostrando signos de estar oxidado. Había olvidado poner el teléfono en modo silencioso antes de acercarse a la casa. Era un error que podía haberlo dinamitado todo y haberlo llevado a una confrontación con un objetivo de la investigación. Tres años atrás, antes de dejar el departamento, nunca le habría ocurrido. Empezó a pensar en lo que Irving le había dicho de que era un recauchutado que reventaría por las costuras.

En el interior del coche, comprobó el identificador de llamadas y vio que le había llamado Kiz Rider. Le devolvió la llamada.

– Harry, he visto que me has llamado hace un rato. Tenía los teléfonos desconectados. ¿Qué pasa?

– No mucho. Quería saber cómo te iba.

– Bueno, va bien. Lo tengo estructurado y casi escrito del todo. Terminaré mañana por la mañana y podremos mandarlo.

– Bien.

– Sí, voy a dejarlo por hoy. ¿Y tú? ¿Has encontrado a Robert Verloren?

– Todavía no. Pero tengo una dirección para ti. He seguido a Mackey después de que saliera del trabajo. Tiene una casita junto a la autovía, en las colinas de Woodland. Puede que haya una línea fija para añadir al pinchazo.

– Bien. Dame la dirección. Será fácil de comprobar, pero no me parece buena idea que hayas seguido tú solo al sospechoso. Eso no es sensato, Harry.

– Teníamos que encontrar su dirección.

No iba a hablarle de su casi fallo. Le dio la dirección y esperó un momento mientras ella lo apuntaba.

– También tengo otro material -dijo-. He hecho unas llamadas.

– Has estado muy ocupado para ser tu primer día en el trabajo. ¿Qué has encontrado?

Explicó a Rider las llamadas telefónicas que había hecho y recibido después de que ella se hubiera ido de la oficina. Rider no hizo preguntas y se quedó en silencio cuando Bosch concluyó.

– Eso te pone al día -dijo Bosch-. ¿Qué opinas, Kiz?

– Creo que puede estar formándose una imagen, Harry.

– Sí, estaba pensando lo mismo. Además, el año, mil novecientos ochenta y ocho. Creo que tenías razón con eso. Quizás estos capullos querían demostrar algo en el ochenta y ocho. El problema es que todo se coló por debajo de la puerta de la UOP. ¿Quién sabe dónde terminó todo esto? Irving probablemente lo echó en el incinerador de pruebas de la DAP.

– No todo. Cuando el nuevo jefe asumió el cargo, pidió una evaluación completa de la situación. Como suele decirse, quería saber dónde estaban enterrados los cadáveres. En cualquier caso, yo no participé en eso, pero me mantuve al corriente y oí que muchos de los archivos de la UOP se guardaron después de que la unidad se desmantelara. Irving puso una buena parte en Archivos Especiales.

– ¿Archivos Especiales? ¿Qué diablos es eso?

– Significa que son de acceso limitado. Necesitas aprobación de dirección. Está todo en el sótano del Parker Center. Sobre todo son investigaciones internas. Cuestiones políticas. Cuestiones peligrosas. Este asunto de Chatsworth no parece que tuviera que clasificarse, a no ser que estuviera relacionado con algo más.

– ¿Como qué?

– Como alguien del departamento o alguien de la ciudad.

Rider se refería a alguien poderoso en la política municipal.

– ¿Puedes acceder y ver si todavía existen algunos archivos? ¿Y tu colega de la sexta? Quizá si él…

– Puedo intentarlo.

– Entonces inténtalo.

– En cuanto pueda. ¿Y tú? Pensaba que ibas a buscar a Robert Verloren esta noche, y ahora oigo que estabas siguiendo a nuestro sospechoso.

– Fui allí, no lo encontré.

Procedió a ponerla al día de su anterior peripecia a través del Toy District, sin mencionar su encuentro con los atracadores. Ese incidente y el fiasco del teléfono detrás de la casa de Mackey no eran cosas que pensara compartir con ella.

– Volveré mañana por la mañana -dijo a modo de conclusión.

– De acuerdo, Harry. Me parece un buen plan. Supongo que cuando tú llegues ya tendré lista la solicitud de orden. Y comprobaré los archivos de la UOP.

Bosch vaciló, pero decidió no guardarse ninguna advertencia o preocupación con su compañera. Miró por el parabrisas a la calle oscura. Oía el silbido de la autovía próxima.

– Kiz, ten cuidado.

– ¿Qué quieres decir, Harry?

– ¿Sabes qué significa que un caso es high jingo?

– Sí, significa que la dirección tiene los dedos en el pastel.

– Exacto.

– ¿Y?

– Y ten cuidado. En este asunto veo a Irving por todas partes. No es muy obvio, pero está ahí.

– ¿Crees que la visita que te hizo en la cafetería no fue una coincidencia?

– No creo en las coincidencias. No como ésa.

Se produjo un silencio un instante antes de que Rider contestara.

– Muy bien, Harry, tendré cuidado. Pero no vamos a dar marcha atrás, ¿de acuerdo? Iremos a donde el caso nos lleve y que pase lo que tenga que pasar. Todo el mundo cuenta o nadie cuenta, ¿recuerdas?

– Exacto. Lo recuerdo. Hasta mañana.

– Buenas noches, Harry.

Ella colgó y Bosch se quedó un buen rato sentado en el coche antes de girar la llave.

19

Bosch arrancó el motor, hizo lentamente un giro de ciento ochenta grados en Mariano y pasó Junto al sendero de entrada que conducía a la casa de Mackey. Todo parecía en calma. No vio luces detrás de las ventanas.

Enfiló hacia la autovía y tomó hacia el este para atravesar el valle de San Fernando hasta el paso de Cahuenga. Por el camino llamó desde el móvil a la central para comprobar el número de la matrícula de la furgoneta Ford junto a la que Mackey había aparcado. Resultó que estaba registrada a nombre de William Burkhart, que tenía treinta y siete años y un historial delictivo que se remontaba a finales de los años ochenta, pero nada en los últimos quince años. La agente le dio a Bosch los códigos penales de California de sus detenciones porque era así como aparecían en el ordenador.

Bosch reconoció de inmediato el asalto con agravante y la recepción de mercancía robada, pero había un cargo en 1988 con un código que no reconoció.

– ¿Hay alguien ahí con un libro de códigos que me pueda decir cuál es éste? preguntó, esperando que la noche fuera lo bastante tranquila para que la agente lo hiciera por sí misma.

Sabía que en la central siempre había ejemplares del código penal porque los agentes llamaban con frecuencia para conseguir las citas adecuadas cuando estaban en las calles.

– Espere.

Bosch esperó. Entretanto, salió por Barham y dobló por Woodrow Wilson para subir la colina que llevaba a su casa.

– ¿Detective?

– Sigo aquí.

– Es un delito de odio.

– De acuerdo. Gracias por buscarlo.

– De nada.

Bosch aparcó en su garaje y paró el motor. El compañero de piso de Mackey, o casero, había sido acusado de un delito de racismo en 1988, el mismo año del asesinato de Rebecca Verloren. William Burkhart era probablemente el mismo Billy Burkhart a quien Sam Weiss había identificado como uno de sus atormentadores. Bosch no sabía cómo encajaba la nueva información, pero sabía que era parte de la misma imagen. Lamentó no haberse llevado a casa el archivo del Departamento Correccional sobre Mackey. Estaba demasiado cansado para volver al centro a buscarlo. Decidió que lo dejaría por esa noche y lo leería de punta a punta cuando volviera a la oficina al día siguiente. También cogería el archivo sobre la detención de delito de odio de William Burkhart.

La casa estaba en silencio cuando llegó. Cogió el teléfono y una cerveza de la nevera y se dirigió a la terraza para ver la ciudad. Por el camino encendió el reproductor de cedés. Ya había un disco en la máquina y enseguida oyó a Boz Scaggs en los altavoces exteriores. Estaba cantando For All We Know.

La canción competía con el sonido ahogado procedente de la autovía. Bosch se fijó en que no había reflectores cortando el cielo desde Universal Studios. Era demasiado tarde para eso. Aun así, la vista era cautivadora de una manera que sólo podía serlo de noche. La ciudad titilaba como un millón de sueños, no todos ellos buenos.

Bosch pensó en llamar a Kiz Rider otra vez y hablarle de la conexión con WiIliam Burkhart, pero decidió dejarlo estar hasta la mañana. Miró la ciudad y se sintió satisfecho con las acciones y los logros del día, pero el high jingo le causaba desazón.

El hombre con el cuchillo no había estado muy desencaminado al llamarlo misionero. Casi tenía razón. Bosch sabía que tenía una misión en la vida, y después de tres años estaba de nuevo en la brecha. Aun así, no podía permitirse creer que todo era bueno. Sabía que, más allá de las luces titilantes y los sueños, había algo que no podía ver. Estaba esperándole.

Hizo clic en el teléfono y escuchó un sonido de dial ininterrumpido. Significaba que no tenía mensajes. Llamó al buzón de voz de todos modos y reprodujo un mensaje que había guardado la semana anterior. Era la voz débil de su hija, que había dejado el mensaje la noche que ella y su madre partieron de viaje, muy lejos de él.

«Hola, papi -dijo-. Buenas noches, papi.»

Era todo lo que había dicho, pero era suficiente. Bosch guardó el mensaje para la siguiente vez que lo necesitara y después colgó el teléfono.

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